Sunteți pe pagina 1din 21

Sentido político de ciudadanía

Ciudadanía igualitaria

La ciudadanía es un término histórico y dinámico que ensancha o angosta su significado


de acuerdo con las circunstancias históricas, pero también en función de los enfoques o
perspectivas desde las que se aborda. En tan- to concepto, la ciudadanía es una
construcción social e histórica que exige conocer las ideas que la fundan y las condiciones
materiales e institucionales que la soportan. Pero también es un concepto esencialmente
contestable, en el sentido de que plantea no sólo dilemas y debates, sino imperativos
sociales.

No tiene sentido desarrollar o pre- tender adherirse a una supuesta definición universal de
ciudadanía, pero sí es posible y necesario ubicar los ejes básicos de la tradición para
identificar sus núcleos duros y participar en el debate contemporáneo. En este tex- to,
queremos acercarnos a los nuevos horizontes de sentido que ponen en el centro a
individuos y colectivos como sujetos de derechos y responsabilidades en su calidad de
miembros acti- vos de una comunidad política y social. Particularmente, centramos la
mirada en algunos de los argumentos que subyacen en la resignificación de la ciu- dadanía
a partir de los principios de igualdad y diferencia implicados en la discusión. Ahora, la
ciudadanía ya no tiene que ver exclusivamente con los derechos de igualdad, reconocidos
por los aparatos estatales, sino principal- mente con los derechos de la diferen- cia que
aluden a prácticas sociales y culturales que dan sentido de perte- nencia y hacen sentir
diferentes a quienes comparten ciertas caracterís- ticas comunes. Al decir de Cortina
(1997), la razón de la renovada impor- tancia del tema de la ciudadanía radica en que el
deseo de asegurar a la vez ciudadanos plenos y democracias sostenibles va a la par de la
racionali- dad de la justicia y el sentimiento de pertenencia a una comunidad.

Si bien el concepto de ciudadanía nace en el ámbito político, se extien- de a otras esferas


sociales para indicar que en ellas los afectados han de par- ticipar en la toma de decisiones
como ciudadanos. En este sentido, Lechner (2000) observa una “ciudadanización de la
política” en la que los ciudadanos guardan más relación con el vín- culo social que con el
sistema político, lo que puede significar la recuperación de la política como capacidad
propia de los ciudadanos. Desde esta perspecti- va, resulta pertinente partir de una
concepción amplia de ciudadanía que refiere una forma de identidad política creada a
través de la identificación con los principios de la democracia plura- lista moderna:
libertad e igualdad para todos, que remiten a un conjunto de reglas y prácticas que
construyen el lenguaje de la ciudadanía democrática moderna (Mouffe, 1999).

El contexto de exigencias hacia la ciudadanía

Sin lugar a dudas, el tema de la ciuda- danía es central y controvertido en las teorías de la
democracia. Para empe- zar, seleccionamos algunas imágenes que ilustran ciertos focos
o fuentes de la discusión actual sobre la ciudadanía y los cauces y niveles analíticos sobre
la que ésta discurre, las cuales mues- tran el mosaico de hechos que ponen en cuestión la
idea tradicional de ciu- dadanía, así como los temas asocia- dos a ella. Bastan pocas
imágenes para constatar realidades y la coexistencia de distintas interpretaciones acerca
de los derechos ciudadanos.

Las sociedades contemporáneas son cada vez más multiculturales y porosas. Taylor
(2001) encuentra que las sociedades están cada vez más abiertas a la migración
multinacional y que su descomposición se debe, en buena medida, a la falta de reconoci-
miento y respeto de todas las culturas. Así, le resulta significativo el número de miembros
de las socieda- des que llevan la vida de la diáspora. En este punto coincide con Appadurai
(2001), para quien la modernidad está desbordada, con irregular conciencia de sí y vivida
en forma dispareja, debido principalmente a los medios de comu- nicación y a los
movimientos migrato- rios, a los que llama diásporas de la esperanza, del terror y de la
desespera- ción. Considera que este fenómeno de la migración es uno de los principales
ángulos desde donde se pueden ver y problematizar los cambios en las so- ciedades
actuales, en la medida en que las esferas públicas en diáspora son parte de la dinámica
cultural actual y contribuyen a conformar un nuevo sen- tido de lo global como lo
moderno y de lo moderno como lo global.

Los acontecimientos y tendencias políticas actuales demuestran que la salud y la


estabilidad de las democra- cias modernas no sólo dependen de la justicia de sus
instituciones básicas, sino también del sentimiento de iden- tidad nacional, regional,
étnica o reli- giosa de sus ciudadanos. Lo cierto es que las democracias liberales son prác-
ticamente multinacionales o poliétni- cas, por lo que Kymlicka (1996) plantea el reto del
multiculturalismo en térmi- nos del reconocimiento de la identi- dad y la acomodación de
las diferencias culturales de los grupos minoritarios a partir de tres mecanismos básicos:
los derechos de autogobierno, los de- rechos poliétnicos y los derechos es- peciales de
representación. La manera en que las minorías se incorporan a las comunidades políticas
afecta su natu- raleza y el tipo de relaciones que esta- blecen y desean establecer con la
sociedad de la que forman parte.

En el caso de América Latina hay que considerar que, a diferencia de Europa, la evolución
histórica de la ciu- dadanía ha estado marcada por la constitución de Estados dependientes
con bases territoriales socialmente desin- tegradas, el desarrollo de estructuras estatales
con baja capacidad de regu- lación social y por la conformación de estructuras de
derechos ciudadanos frágiles y parciales. En este contexto, Pérez Baltodano (1997)
sostiene que la ciudadanía aparece como una reivin- dicación de una particular relación
con el Estado, más que como una reivindi- cación frente al mismo. Las unidades de
representación social no tienen su fundamento en la existencia de espa- cios públicos
independientes del con- trol y acción estatal.

A Lechner (2000) le preocupa el incremento de la desafección por la política que, salvo


en periodos “calien- tes” como suelen ser los electorales, no resulta relevante en la vida
cotidia- na de los ciudadanos. Advierte que en las sociedades modernas se concatenan
procesos de transformación, entre los cuales está el de la política que pierde centralidad
en la regulación de la vida social y ya no representa el vértice or- denador de la pirámide
social. Actual- mente la política tiene menos influencia frente al protagonismo de la
econo- mía y de los sistemas funcionales. Esta preocupación es compartida por Arendt
(1997), quien le teme a la ruina de la política que resulta del desarrollo de cuerpos teóricos
que disuelven la plu- ralidad originaria de los individuos; al disolver esta cualidad
fundamental, se destruye la igualdad esencial de todos los hombres.

Ante la pérdida de la centralidad de la política, ahora lo político irrumpe y se manifiesta


más allá de las respon- sabilidades y jerarquías formales. Beck (1997) encuentra que,
frente a la inamovilidad de los aparatos guberna- mentales y sus agentes autorizados
(parlamentos, partidos, sindicatos, etc.), surge una “autoorganización de lo político” que
se expresa en la movi- lidad de los agentes en todos los ám- bitos posibles de la sociedad.
En efecto, a partir de los años ochenta

del siglo pasado, se puede hablar del renacimiento de una subjetividad polí- tica fuera y
dentro de las instituciones. Las iniciativas ciudadanas adquieren poder político en todo el
mundo y comparten, a pesar de las diferencias obvias (por ejemplo entre los ciudada- nos
orientales y occidentales), un te- rreno común: individuos realmente existentes se orientan
hacia los movi- mientos de base, son extraparlamen- tarios y no están vinculados a clases
ni partidos, pero son organizativa y programáticamente difusos y conflic- tivos. Se trata
de nuevas formas de protesta, retirada y compromiso polí- tico que son ambivalentes y
desafían las antiguas categorías de claridad po- lítica; es decir, del surgimiento de la
subpolítica que abre la posibilidad de que grupos que no estaban implica- dos en los
procesos sociales tengan voz y participación en la organización de la sociedad. Esta
“subpolítica” sig- nifica configurar la sociedad desde aba- jo y supone una politización
que expresa la pérdida de importancia del enfoque basado en el poder central.

La desigualdad como problema moral

La pobreza no siempre ha sido un problema. Pocas sociedades humanas se han impuesto


el reto de acabar con la pobreza de todos sus miembros. Las personas en situación de
pobreza por su parte tampoco han constituido un problema digno de consideración.
Cuando la escasez material es un fenómeno generalizado, la pobreza se convierte en un
aspecto definitorio de la sociedad, un componente más del paisaje que se asimila como
natural. Lo que Serge Paugam denomina “pobreza integrada” constituía la norma entre
los estamentos más desfavorecidos de la sociedad feudal del mismo modo que constituye
la norma entre las poblaciones de los países víctimas del expolio colonial. Grandes
mayorías sociales para las que los objetivos de las instituciones internacionales son pura
palabrería desarrollista. Pero no es solo la gran prevalencia de la pobreza lo que normaliza
su existencia. Para las sociedades pre-industriales europeas, “los pobres” cumplían una
función social que se desprendía de la justificación teocrática de la estratificación social
feudal. La caridad ofrecía a los ricos la oportunidad de mostrar su piedad y de purificar
su alma para garantizarse una parcela en el Paraíso.
Wenceslas Hollar – “Seven beggars”

Es la modernidad la que convierte la pobreza en un fenómeno social al que hay que


combatir. Y entre la lucha contra la pobreza y la lucha contra “los pobres” el capitalismo
europeo configura una nueva construcción social de la marginalidad y de la pobreza. El
pensamiento ilustrado y la descomposición del Antiguo Régimen rompen con los
mecanismos de aceptación de las desigualdades sociales y de las situaciones de pobreza
propios del sistema feudal. Si en la modernidad, la pobreza ya no se acepta como una
decisión Divina, las razones para aceptarla con humildad y gratitud se desvanecen. Nace
el riesgo a las revueltas de las multitudes marginadas de los beneficios del progreso. Si
los pobres no aceptan su destino, pasan a ser un problema social pero, al mismo tiempo,
si lo aceptan mansamente, como decisión de la Providencia suponen una amenaza para la
construcción de la sociedad moderna capitalista. Si no ambicionan la abundancia de las
clases más acomodadas, si no consideran denigrante vivir de la caridad y si no buscan una
vida mejor antes de la muerte, son inmunes a las tentaciones del trabajo industrial y
capaces de rehusar vender su mano de obra a un patrón para salir de la indigencia.

La ética del trabajo, predicada desde púlpitos y panfletos durante los siglos XVIII y XIX,
fue una excelente herramienta para solucionar el problema de las multitudes en la miseria.
Convirtiendo el trabajo en un acto de valor moral en sí mismo se pretendía acelerar el
reclutamiento de una mano de obra imprescindible pero no tan abundante como a los
industriales de la época hubiera gustado. Si bien es cierto que privando a los pobres de
cualquier forma de sustento diferente al salario se formulaba una persuasiva invitación a
aceptar el trabajo industrial, la ética del trabajo era indispensable para hacer más asumible
el duro destino de obrero industrial. Convirtiendo el trabajo asalariado en norma, se
relegaba a los también a los desempleados a una situación de anormalidad moral que los
situaba en los márgenes de la sociedad.

La modernidad y la industrialización cambiaron radicalmente la función social de la


pobreza y de la asistencia a sus víctimas. El reclutamiento de obreros requería que las
condiciones de vida de los desempleados fueran suficientemente indeseables como para
hacer atractivo el trabajo en las fábricas. La existencia de una masa cuantitativamente
relevante de desocupados pobres destruía la capacidad de negociación del proletariado
industrial y situaba a las familias desposeídas en una fácil disyuntiva: un trabajo en
condiciones de explotación o la más absoluta miseria. El “ejercito de reserva del
proletariado” permitía a los patrones amenazar con una fácil sustitución del obrero
revoltoso o díscolo. La opinión ilustrada de la época coincidía en la necesidad de
mantener unos salarios bajos y unas jornadas laborales extensas eran medidas
indispensables para garantizar la paz social necesaria para el desarrollo industrial. Para
ilustrados liberales, masas de obreros con las necesidad vitales satisfechas y tiempo libre
podían ser fácilmente seducidos por el ocio y los disturbios.

Mantener los salarios bajos y a las familias obreras en una situación de permanente
precariedad material, a la vez que se imponían duras jornadas y condiciones de trabajo,
obligaba a que la alternativa al empleo industrial fuera tan desagradable que no pudiera
ser contemplada por ningún “hombre de bien”. Convertir el desempleo en una alternativa
despreciable requería un férreo control social y un sistema de incentivos materiales que
impulsara a todo individuo en condiciones de trabajar a buscar activamente un empleo en
la industria. El control social vino de la mano de la ética del trabajo y del inicio de la
construcción de una sociedad articulada alrededor del trabajo asalariado. El empleo se
convertía en fuente de identidad y de subjetividad social y las tareas vinculadas a los
cuidados o al mantenimiento de los vínculos comunitarios eran radicalmente
desvalorizadas. Al tiempo, los hombres con capacidad física para el trabajo industrial
pero sin empleo pasaban a ser sospechosos permanentes de vagancia y parasitismo social.
La reestructuración de los incentivos materiales se centro en una profunda reforma de la
asistencia que calo también en las instituciones religiosas. La mejor de las situaciones de
una persona asistida por la caridad no podía ser equiparable a la de la más empobrecida
de las familias obreras. Teniendo en cuenta la pobreza material en la que vivían la familias
obreras, cabe esperar que las condiciones que se ofrecían a las y los beneficiarios de la
caridad eran paupérrimas.

La culminación de esta lógica fueron las casas de trabajo (workhouses) que proliferaron
primero en la Inglaterra victoriana y, posteriormente, en Alemania, Holanda o Rusia. Se
trataba de establecimientos de reclusión en los que se encerraba a los indigentes para que
trabajaran a cambio de techo y comida. Las autoridades municipales de las grandes
ciudades llevaban a cabo redadas periódicas tras las que se internaba a mendigos y
prostitutas en las casas de trabajo subcontratadas por grandes industriales del textil o de
la metalurgia.
El sentido común liberal, grabado a sangre y fuego en el ADN de las sociedades
modernas, sigue siendo el marco en el que se desarrollan las actitudes, los sentimientos y
las políticas en torno a la pobreza.

Ciudadanía y desarrollo humano

El auge político y cultural del así llamado «Consenso de Washington» durante los 90
restringió la riqueza y diversidad de las reflexiones sobre desarrollo, política y sociedad
que, de manera característica, han formado parte constitutiva tanto de la práctica política
como de la tradición intelectual de las ciencias sociales en América Latina. Entre las voces
alternativas, el enfoque de «desarrollo humano» –creado por los economistas Amartya
Sen y Mahbub ul Haq y adoptado oficialmente por la Organización de las Naciones
Unidas (ONU) durante esa década– fue probablemente uno de los productos más osados
e institucionalmente exitosos en revitalizar el debate y aglutinar formas de disenso en los
ámbitos global y regional.

En efecto, justamente en aquella coyuntura, el nuevo enfoque se arriesgó a abandonar la


visión estrictamente económica y centrada en el mercado sobre el desarrollo, para
enraizarla en un ideal normativo mucho más abarcador y ambicioso. El desarrollo, desde
este punto de vista, es un proceso que busca promover y expandir los derechos y las
capacidades humanas, el bienestar personal y colectivo y las posibilidades de
autorrealización de las personas entendidas como agentes autónomos y socialmente
situados.

Así, la cuestión del desarrollo adquiere un fuerte acento humanista, ancladoen las
reflexiones contemporáneas de la filosofía política sobre justicia y orden político y
abordando, simultáneamente, áreas de controversia social y política concretas, tales como
la distribución del ingreso, los derechos de ciudadanía, la igualdad de oportunidades, los
sistemas de exclusión y discriminación de mayorías y minorías, el rol del Estado y el
mercado, y la vinculación entre desarrollo y democracia.

En esta línea de pensamiento, la publicación Ciudadanía y desarrollo humano muestra


que, luego de más de una década de cimentar ideas y prácticas, el enfoque del desarrollo
humano continúa nutriéndose de contribuciones diversas e invitándonos a repensar los
problemas del desarrollo desde una perspectiva que pone el acento en los sujetos del
proceso, así como en sus prácticas, carencias y oportunidades, todas ellas social, política
y culturalmente enraizadas.

Esta compilación de artículos –anunciada como el primero de una serie de cuadernos


sobre gobernabilidad democrática promovida por la Dirección Regional para América
Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)–
aborda los vínculos todavía poco explorados entre ciudadanía y desarrollo y utiliza para
ello el efervescente laboratorio latinoamericano contemporáneo. Tal propósito parece
más que nunca oportuno si se piensa que, como señala el prólogo de Rebeca Grynspan,
nuestra región se encuentra en un punto de inflexión, «al término de un ciclo de reformas
económicas y transición hacia la democracia», dejando atrás los ensayos más ortodoxos
de las reformas pro mercado, con una elevada tasa promedio de crecimiento económico,
evitando las viejas tentaciones dictatoriales e intentando adaptarse, aún
espasmódicamente, a los desafíos nacionales e internacionales planteados por la
globalización.

¿Qué dilemas enfrentan la ciudadanía y el desarrollo humano hoy? ¿Existe una matriz
común de problemas? ¿Cuáles son las claves analíticas para desentrañar dichos procesos?
En las dos primeras secciones del libro, los autores abordan estos interrogantes desde un
punto de vista conceptuale históricamente enmarcado, haciendo un esfuerzo sistemático
para incluir propuestas y sugerencias tanto pragmáticas como normativas para la agenda
pública regional. En la tercera sección, se analiza la relación entre ciudadanía y desarrollo
a partir de la selección de casos nacionales que, más allá de sus contrastes y eventuales
afinidades, son singularmente atractivos: Bolivia, Brasil, Chile, Colombia y Guatemala.

En la primera sección conceptual, Fernando Calderón introduce un marco interpretativo


para pensar las nuevas condiciones sociales de la ciudadanía y el desarrollo humano en
América Latina en el contexto del actual proceso de globalización. Sin perder el anclaje
en los problemas concretos que enfrenta la región, la reflexión teórica invita a indagar el
problema desde la óptica de la inclusión y exclusión social, por dos razones principales.
En primer lugar, porque es en la arena fluctuante e históricamente definida de los derechos
individuales y colectivos –tanto a la igualdad como al respeto por las diferencias– donde
se produce la intersección explícita entre ciudadanía y modelos de desarrollo. Por ende,
desde su óptica, ese resulta el prisma más adecuado para evaluar el grado de aproximación
o distancia de las experiencias y los procesos particulares al núcleo normativo del enfoque
del desarrollo humano. En segundo lugar, porque los patrones históricos de exclusión e
inclusión social suponen también un cruce ineludible entre ciudadanía, desarrollo y
cohesión social, es decir, entre la institucionalidad concreta de los derechos civiles,
políticos, sociales y culturales de personas y grupos y el sentido deinclusión y pertenencia
experimentado por diferentes actores en la convivencia social.

En sintonía con lo anterior, Calderón sostiene que, como producto de las transformaciones
de las últimas tres décadas, la región atraviesa una verdadera transición societal, signada
no solo por los efectos de las llamadas «reformas estructurales», sino también por los
cambios producidos en los campos de la «tecnoeconomía, la comunicación y el
informacionalismo». En su diagnóstico, el autor indica cuatro aspectos claves: las
asimetrías simbólicas y materiales verificables en los patrones de inclusión y exclusión
social –por ejemplo, mayor acceso a bienes culturales e inflexibilidad en la distribución
del ingreso–; la mayor complejidad y fragmentación de los actores sociales así como de
los propios sistemas de inclusión y exclusión social; el creciente aumento de los
movimientos poblacionales, las migraciones y la interculturalidad; y las nuevas
especificidades de la dinámica entre incluidos y excluidos. En un tono cautamente
optimista, Calderón sugiere que algunas de estas condiciones podrían favorecer la
renovación de los derechos de ciudadanía con mayor desarrollo humano. Sin embargo,
en cada uno de los planos mencionados coexisten tanto factores potencialmente
liberadores como asimetrías sociales, culturales y políticas que, de hecho, favorecen la
reproducción de patrones excluyentes.

¿Cómo promover el desarrollo, entonces, fortaleciendo simultáneamente los lazos


sociales en una dirección incluyente, democrática y subjetivamente significativa para las
personas? La respuesta debe buscarse en la reconstrucción democrática, participativa y
deliberativa del orden político. Con reminiscencias de la filosofía arendtiana, la propuesta
de Calderón plantea la necesidad de fomentar la creación de un nuevo horizonte
normativo para nuestras sociedades, fundado en una concepción integral de la ciudadanía
y sostenido por sujetos políticos conscientes, autónomos y activos. En ese proceso, el
Estado debería jugar un rol estratégico si, al fortalecer sus cualidades democráticas,
contribuyera también a moldear, en función de lo público, los sentidos de pertenencia y
solidaridad, las visiones sobre el desarrollo y las propias prácticas de inclusión y justicia
definidos con, y para, la ciudadanía.

En la segunda sección del libro, también de carácter conceptual, Guillermo Campero,


Sonia Fleury, Benjamín Arditi, Juan Carlos Tedesco, Martín Hopenhayn y Adolfo
Figueroa exploran la relación entre ciudadanía y desarrollo humano centrándose,
respectivamente, en los efectos de la inclusión y exclusión social en las relaciones
laborales, las políticas sociales, la agencia y el empoderamiento de los sujetos, los
procesos de socialización y educación,la reproducción cultural de las desigualdades y el
desarrollo económico propiamente dicho.

Más allá de la diversidad temática e interpretativa, las contribuciones comparten algunos


supuestos centrales. En primer lugar, existe acuerdo en que los cambios asociados a la
globalización han ocasionado transformaciones ostensibles en los patrones de inclusión
y cohesión social de las sociedades latinoamericanas y que estas plantean tanto riesgos
como potencialidades para el afianzamiento de la democracia, laexpansión de los
derechos de ciudadanía y el desarrollo humano. En segundo lugar, además de compartir
este diagnóstico, las contribuciones concuerdan en sostener la indivisibilidad normativa
y práctica de los derechos de ciudadanía (o «ciudadanía integrada»). Esto implica
considerar que cada núcleo de derechos –civiles, políticos, sociales y culturales– se
fortalece y/o debilita mutuamente y afecta, de este modo, los procesos de cohesión social.
En tercer lugar, los análisis coinciden en que la disociación entre crecimiento y equidad
continúa siendo el gran «casillero vacío» del desarrollo latinoamericano, caracterizado
por el influjo persistente de la desigualdad. De allí que, también coincidentemente, los
autores insisten en subrayar la importancia de la ciudadanía social de cara al desarrollo
humano en la región. Por último, y aun desde ópticas diferentes, los distintos análisis no
se intimidan en revalorizar el Estado –ni minimalista ni expansivo, sino genuinamente
democrático– como sostén de la institucionalidad democrática para el desarrollo.

La educación, el trabajo y las políticas sociales constituyen, de acuerdo con el texto,


cimientos fundamentales –aunque no exclusivos– para expandir la ciudadanía social y
promover el desarrollo de capacidades que fortalezcan la cohesión social. Como señala
Juan Carlos Tedesco, el nuevo capitalismo ha erosionado los mecanismos clásicos de
inclusión social (históricamente débiles en buena parte de la región) basados en el
mercado de trabajo, la educación y el Estado-nación. Urge, por tanto, repensar nuevas
estrategias para regenerar el capital social y cultural de nuestras sociedades, principal
acervo para motorizar el desarrollo, la equidad y la inclusión.

Si, como señala Campero, el trabajo ya no puede considerarse como un mecanismo


integrador por excelencia, debe igualmente garantizarse que siga ofreciendo
oportunidades y derechos asegurando su calidad y accesibilidad. Si las reformas
neoliberales restringieron aún más los estrechos beneficios de la protección social en la
región, resulta necesario, según Fleury, expandir las fronteras de la ciudadanía social
mediante la articulación de políticas sociales que tiendan a la universalidad, la
participación y el reconocimiento de los sujetos. Si la desigualdad ha constituido un
obstáculo de importancia para el desarrollo económico latinoamericano, como sugiere
Figueroa, es preciso plantear políticas innovadoras que favorezcan la nivelación social
para estimular la productividad. Y si los sistemas educativos –esa gran reserva pública
para el desarrollo de las capacidades humanas y la cohesión social– se revelan impotentes
para romper la fragmentación, la exclusión y las brechas culturales, hay que intentar el
diseño de nuevos «pactos educativos» entre diferentes actores, repensando incluso, en
clave democrática, la propia formación de las elites.

En síntesis, la ciudadanía social parece ser, en la América Latina actual, el molde donde
se fragua, al decir de John Rawls, el valor de la libertad, esto es, las condiciones políticas,
sociales y culturales que hacen posible el ejercicio efectivo de los derechos. Ciudadanía,
o combinatorias de la ciudadanía, cuyos contornos, como señala Arditi, son variables
tanto sincrónica como diacrónicamente, porque dependen históricamente del
empoderamiento social y la constitución subjetiva de los actores. Derechos que además,
como expone lúcidamente Hopenhayn, son multifacéticos, mediados por prácticas
culturales y también problemáticos en su tratamiento; tal es el caso de las demandas de
reconocimiento de jóvenes, inmigrantes, mujeres y afrodescendientes, cuando no las de
autogobierno protagonizadas por los pueblos indígenas.

En la última sección se presentan los casos nacionales, que se estructuran en torno de dos
ejes: por un lado, las oportunidades planteadas por los procesos nacionales y globales y,
por otro, las capacidades –genéricamente entendidas– de desarrollo humano exhibidas
por los países. Los estudios se nutren en buena medida de las investigaciones realizadas
en los Informes Nacionales de Desarrollo Humano del PNUD, que ya poseen una
trayectoria sólida en la región. Aunque las experiencias nacionales no llegan a prefigurar,
en conjunto, una tipología o clasificación, las problemáticas planteadas dejan abierto el
campo para comparaciones más sistemáticas.

Así, el «desarrollo humano sin ingresos» en Bolivia se contrapone al «desarrollo sin


ciudadanos» del modelo chileno. En el primer caso, George Gray Molina y Patricia
Espinoza examinan el desfase entre la falta de dinamismo económico boliviano y los
avances en el plano de la participación política y ciertos aspectos del bienestar social. En
contraste, Rodrigo Márquez Arellano y Carolina Moreno Bravo argumentan que el éxito
esencialmente procedimental de la institucionalidad democrática lograda en Chile,
acoplada a la proverbial estabilidad económica del país, desincentivaron, más que
alentaron, la construcción de una ciudadanía activa. En Brasil, por su parte, los procesos
de desarrollo económico e instauración democrática solo de manera excesivamente
discreta han logrado dinamizar, al decir de Fleury, «la inmutabilidad secular de la
estructura de desigualdades» del país. Por último, Colombia y Guatemala, con sus
delicadas democracias de «posguerra» y «guerra», respectivamente, comparten el signo
de la violencia armada. Para el caso colombiano, Hernando Gómez Buendía y Gerrit
Stollbrock brindan una interpretación sumamente sugerente sobre la coexistencia
paradójica entre el conflicto armado y la persistencia del régimen democrático. Para la
experiencia de Guatemala, Edelberto Torres Rivas proporciona una reflexión sólida, no
exenta de crudeza, sobre las profundas desigualdades étnicas y sociales del país y su obvia
vinculación con la fragilidad de la ciudadanía y los bajos niveles de desarrollo humano.
Para concluir estos comentarios, cabe dejar abierto el interrogante central que decanta
naturalmente de la lectura de Ciudadanía y desarrollo humano. Además de deseable, ¿es
posible generar procesos y modelos de desarrollo que coloquen la valoración de la calidad
de vida y la expansión de los derechos, dignidad y capacidades humanas en el centro de
la escena?
Al repasar las teorías del desarrollo, Amartya Sen contraponía con solidez y buen sentido
del humor dos caminos posibles: la vía dura (o modelo «sangre, sudor y lágrimas») y la
vía de los eufemísticos «corazones blandos» que, en obvio contraste con la anterior,
atribuye mayor valor a la redistribución, la equidad, la democracia y la cooperación.
Ambas vías, señala el autor, han sido experimentadas en mayor o menor medida por
diferentes países en la historia económica contemporánea, en respuesta a causas diversas
y con resultados y consecuencias también variables. De hecho, y siguiendo esta didáctica
simplificación, nuestra región parece representar un lamentable laboratorio histórico de
versiones despiadadas del desarrollo, signadas por exclusiones seculares y autoritarismos
de raigambre variada. Por eso mismo quizás sabemos mucho menos sobre alternativas de
raíz humanista como la que brinda el propio enfoque del desarrollo humano, enfoque que,
como nos persuade Sen, no solo es plausible y realizable en el presente, sino también
éticamente pertinente.
Concepto de desarrollo

Deberes frente a los derechos

Ciudadanía y derechos humanos

Deberes ciudadanos

Alcance de los deberes

Ética en el cumplimiento de los deberes

Deberes y su relación con el cumplimiento de los derechos

¿Cuáles son nuestros derechos y como se defiende?.


Entre los múltiples derechos que tenemos los ciudadanos ecuatorianos están los de
propiedad, de seguridad jurídica, de transitar libremente por el territorio nacional, el
derecho de promover la revocatoria de mandato o el derecho del trabajador a no renunciar
a sus derechos. Estos, por supuesto, no existen sin su correlativa obligación, como es el
de estudiar y capacitarse, o el de trabajar con eficiencia. Además de tener libertad absoluta
de conciencia, de religión, de empresa, de trabajo, de asociación, de opinión y de libre
expresión.
Cada día estamos obligados a ejercer nuestros derechos y hacerlos respetar, pero si existe
alguna violación de ellos se debe concurrir a las diferentes instancias judiciales o a la
Defensoría del Pueblo.
En Guayaquil, el abogado Franklin Moreno dirige una oficina de Defensoría del Pueblo.
A ella acuden diariamente decenas de personas en busca de “justicia” por cuestiones
domésticas o situaciones graves que muchas veces las personas “dejan pasar” y no se
defienden por ignorancia.
Por ejemplo, pocos conocen que nadie tiene derecho a detenerle si no se tiene la orden
respectiva del juez o autoridad competente que determine que puede hacerlo.
También, “ante un delito o crimen nadie puede imputar culpabilidad alguna si no ha sido
sorprendido en delito flagrante, es decir, en el momento de cometerlo o inmediatamente
después, con las armas que lo llevó a cabo. La ignorancia de un ciudadano le impide
ejercer su libertad”, dice el abogado Moreno.
De acuerdo con el artículo 96 de la Constitución Política de la República, el Estado le
entrega la tutela de los derechos humanos a la Defensoría del Pueblo, la cual se creó en
1998.
Responsabilidades y obligaciones

En la Constitución de la República se indica que el ciudadano tiene que trabajar con


eficiencia, estudiar y capacitarse, es decir la verdad; la Ley del Consumidor estipula que
el ciudadano tiene la obligación de informarse de las condiciones de los productos que
consume.
A los proveedores les da la obligación de atender a sus clientes con calidad y ética; la Ley
de Tránsito habla de la ayuda que se le debe prestar a la víctima de un accidente; a los
funcionarios públicos les obliga a administrar honradamente el patrimonio público, a
prestar los servicios públicos, eficientes, con calidad, oportunos, continuos, con precios
justos, tienen la obligación de proteger a la niñez abandonada y otorgarles unos padres,
sin embargo, según la doctora lozano, “hay una burocracia despiadada”. También está
prohibido paralizar a cualquier título los servicios públicos, los de salud, educación,
justicia, seguridad social, energía eléctrica y agua potable.
¿Por qué se violan los derechos y por que no se cumplen las obligaciones? Se dice que
las leyes vertebran y estructuran a una sociedad, de modo que bien puede decirse que la
sociedad es lo que son las leyes, pero en este caso no se cumplen. La doctora Lozano
opina que en el caso ecuatoriano, no hacen falta leyes, sino decisión de cada uno de
cumplir, en el plano gerencial, ejecutivo, mandos medios, operativos, los que administran
su casa, su negocio, los profesionales, unos respetando los derechos y otros cumpliendo
sus obligaciones, no solamente haciendo las cosas, sino haciéndolas bien.
Cuando una sociedad veedora y participativa vigila el cumplimiento del ejercicio de los
derechos, indica la doctora lozano, se consigue que sus representantes cumplan con la ley
nacional, supranacional, las decisiones de la Comunidad Andina y los compromisos
adquiridos por los líderes, no solamente políticos, de la ONG, los actores sociales, los
académicos.
Una de las mayores faltas que se cometen en el Ecuador son justamente los actos de
corrupción. El abogado Franklin Moreno considera que está fallando la sociedad en su
lucha porque “la estamos magnificando como un ente dominante en la vida de la sociedad,
cuando en realidad los corruptos son una minoría. La mayor parte de la población es
honesta y transparente. Es necesario que se considere el derecho de todos los ciudadanos
de vivir en una sociedad libre de corrupción”.
Un pensamiento con el concuerda plenamente la doctora lozano, para quien debe existir
transparencia de cuentas, en decisiones, en resultados, y un monitoreo, evaluación y
seguimiento permanente de las autoridades para vigilar que se cumplan con las leyes.
“otra situación económica tendríamos en la región si desde 1980 se hubiera cumplido los
compromisos regionales de apertura de comercio, que se están proponiendo, ajustando
los mecanismos que recién se quieren implementar.
“Es necesario recordar que no es la sociedad la que hace al individuo sino el individuo
quien hace la sociedad”, indica, Lozano, quien es profesora de pregrado y posgrado en la
Universidad Espíritu Santo y de la UTEG, presenta también en su libro los problemas
puntuales que tiene el Ecuador, además del conjunto de leyes que el ciudadano necesita
saber cumplirlas y exigirlas.
Conjuntamente con los organigramas de la función pública para establecer cuántos son y
de la responsabilidad que tienen, entre otros aspectos. Cuenta con portal electrónico:
www.guiaciudadana.com.ec
DERECHOS
Según la constitución Política de la República del Ecuador, entre los derechos de los
ciudadanos están:
*No atentar contra la vida. No hay pena de muerte.
*Se reconoce la integridad personal. No puede haber tortura, ni violencia física,
psicológica, sexual o coacción moral.
*La libertad de trabajo. Ninguna persona podrá ser obligada a realizar un trabajo gratuito
o forzoso.
*Derecho a tomar decisiones libres sobre su vida sexual.
*derecho a la libertad de opinión y de expresión del pensamiento en todas sus formas.
DEBERES
*Acatar y cumplir la Constitución, la ley y las decisiones legítimas de autoridad
competente.
*Defender la integridad territorial del Ecuador.
*Respetar los derechos humanos y luchar porque no se los conculque (significa impedir,
que alguien los niegue, los menoscabe)
*Promover el bien común y anteponer el interés particular (especialmente entre los que
ejercen la función pública).
*Respeto a la honra ajena. Tampoco agredir ni difamar la honra de un tercero.
*Trabajar con eficiencia.
DEBERES Y RESPONSABILIDADES DE LOS ECUATORIANOS
Art. 97.- Todos los ciudadanos tendrán los siguientes deberes y responsabilidades, sin
perjuicios de otros previstos en esta Constitución y la ley:
1.- Acatar y cumplir la Constitución, la ley y las decisiones legítimas de autoridad
competente.
2.- Defender la integridad territorial de Ecuador.
3.-Respetar los derechos humanos y luchar porque no se conculque.
4.-Promover el bien común anteponer el interés general al interés particular.
5.-Respetar la honra ajena.
6.-Trabajar con eficiencia.
7.-Estudiar y capacitarse.
8.-Decir la verdad, cumplir los contratos y mantener la palabra empeñada.
9.-Administrar honradamente el patrimonio público.
10.-Pagar los tributos establecidos por la ley.
11.-Participar la justicia y solidaridad en el ejercicio de sus derechos y en disfrute de
bienes y servicios.

12.-Propugnar la unidad en la diversidad, y la relación intercultural.


13.-asumir las funciones públicas como un servicio a la colectividad, y rendir cuentas a
la sociedad y a la autoridad, conforme a la ley.
14.-denunciar y combatir los actos de corrupción.
15.-Colaborar en el mantenimiento de la paz y la seguridad.
16.-Preservar el medio ambiente sano y utilizar los recursos naturales de modo
sustentable.
17.-Participar en la vida política, cívica y comunitaria del país de manera honesta y
transparente.
18.-Ejercer la profesión u oficio con sujeción a la ética.
19.- conservar el patrimonio cultural y natural del país y cuidar y mantener los bienes
públicos tanto lo de uso general, como aquello que le hayan sido expresamente confiados.
20.-Ama quilla, ama llulla, ama shua. No ser ocioso, no mentir, no robar.
No permitamos que la Corrupción crezca cada día mas
CORRUPCIÓN ES NO ENTREGAR EL VUELTO.
CORRUPCIÓN ES COPIAR.
CORRUPCIÓN ES ENGAÑAR.
CORRUPCIÓN ES AMBICIÓN DESMEDIDA.
CORRUPCIÓN ES NO SER JUSTO.

ECUADOR
Artículo 97.- Todos los ciudadanos tendrán los siguientes deberes y responsabilidades,
sin perjuicio de otros previstos en esta Constitución y la ley:

Acatar y cumplir la Constitución, la ley y las decisiones legítimas de autoridad


competente.
Defender la integridad territorial del Ecuador.
Respetar los derechos humanos y luchar porque no se los conculque.
Promover el bien común y anteponer el interés general al interés particular.
Respetar la honra ajena.
Trabajar con eficiencia.
Estudiar y capacitarse.
Decir la verdad, cumplir los contratos y mantener la palabra empeñada.
Administrar honradamente el patrimonio público.
Pagar los tributos establecidos por la ley.
Practicar la justicia y solidaridad en el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de
bienes y servicios.
Propugnar la unidad en la diversidad, y la relación intercultural.
Asumir las funciones públicas como un servicio a la colectividad, y rendir cuentas a la
sociedad y a la autoridad, conforme a la ley.
Denunciar y combatir los actos de corrupción.
Colaborar en el mantenimiento de la paz y la seguridad.
Preservar el medio ambiente sano y utilizar los recursos naturales de modo sustentable.
Participar en la vida política, cívica y comunitaria del país, de manera honesta y
transparente.
Ejercer la profesión u oficio con sujeción a la ética.
Conservar el patrimonio cultural y natural del país, y cuidar y mantener los bienes
públicos, tanto los de uso general, como aquellos que le hayan sido expresamente
confiados.
Ama quilla, ama llulla, ama shua. No ser ocioso, no mentir, no robar.

El derecho a tener derechos


El dictum “derecho a tener derechos” fue introducido por Arendt en la segunda parte de
su obra Los orígenes del totalitarismo, dedicada al tema del imperialismo. En el capítulo
nueve, titulado “La decadencia de la Nación-Estado y el final de los derechos del
hombre”, podemos leer lo siguiente:
Llegamos a ser conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y esto
significa vivir dentro de un marco donde uno es juzgado por las acciones y las opiniones
propias) y de un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, sólo cuando
aparecieron millones de personas que habían perdido y que no podían recobrar estos
derechos por obra de la nueva situación política global.” (OT, II, 430)
El derecho a tener derechos significa vivir dentro de un marco donde uno es juzgado por
sus acciones y opiniones. Este marco, dado por lo que Arendt denomina mundo común
(de ello hablaré un poco más adelante), les es negado a todos aquellos que no comparten
derechos civiles, sociales y culturales bajo el cuidado de un determinado Estado nación.
Y lo que se les está negando es algo más fundamental que el derecho a la libertad o a la
justicia, que son derechos ciudadanos, lo que se les está negando es su pertenencia a una
comunidad, a un mundo común. De este modo, se les imposibilita la acción y la opinión,
y con ello, la posibilidad de constituir su identidad.
En el citado ensayo de Arendt, escrito en 1951, encontramos un análisis de las
condiciones que condujeron al ascenso del totalitarismo; es dramático constatar que nos
permiten explicar lo que está pasando con los sin papeles, los refugiados y, en muchos
casos, con los migrantes en nuestros días: que los derechos humanos se pierden cuando
se pierde la “ciudadanía”.
Dicho de otra manera, la privación de los derechos humanos empieza por la privación de
un lugar en el mundo. Los derechos humanos parecen no tener sentido al margen de la
ciudadanía política.
Para Arendt, la identidad propia del ser humano es la que pone de manifiesto su condición
de ser-en el mundo, la capacidad de aparecer en el espacio público, actuando. La auténtica
identidad no es un dato de nuestra historia natural, por el contrario, es un artificio.
Se distingue así entre el hombre natural, un sujeto que está al margen del cuerpo político,
y el ciudadano. En la esfera privada, los seres humanos disponen de una identidad natural,
lo dado, pero ésta no les diferencia, no los hace singulares. Sólo a través de la acción y el
discurso en la esfera pública, el sujeto revela su singularidad. Mediante la acción, los
ciudadanos devienen políticamente iguales al tiempo que singulares, en tanto su identidad
—una identidad propia y que por ello los hace distintos unos de otros— se muestra, se
construye, aparece en el espacio público. Lo que se muestra en el espacio público es la
singularidad del sujeto en su actuación. La aparición en el espacio público supone la
construcción de una identidad que viene dada por el reconocimiento de nuestra
singularidad que hacen los otros.
Siguiendo la tradición griega, Arendt concibe la acción y el discurso como las actividades
constitutivas del núcleo de la política y deposita en ellas la dignidad que diferencia al
hombre de los animales. Todo individuo en el momento de su nacimiento dispone de una
identidad “natural”, pero ésta no es la que lo hace propiamente humano. Será su aparición
en el espacio público lo que dote al sujeto de identidad. De manera que identidad y
ciudadanía, entendida como pertenencia y participación en una comunidad política, son
categorías que en la ontología política arendtiana se coimplican.
Este énfasis en el concepto de identidad nos permite recuperar una noción de ciudadanía
que no depende de una determinada relación de pertenencia, sea ésta un linaje, una etnia
o una nación ni al dominio de una lengua ni a un lugar de nacimiento, sino que se asocia
fundamentalmente con el hecho de compartir una vida en común en el marco de una
comunidad política.
La concepción de la política recién esbozada se basa sobre todo en una idea de la
ciudadanía activa, cuyo valor fundamental se centra en la participación cívica y la
deliberación colectiva sobre todos los asuntos que conciernen a la comunidad política. La
referencia no es, pues, la pertenencia a una nación (entendida en su sentido de comunidad
de historia, lengua y tradiciones culturales), sino, como ya se ha indicado, la integración
en una politeia.
Tenemos así un rasgo central de la noción: la identidad entendida en términos políticos,
esto es, como aparición en el espacio público. Esta identidad se construye en lo que
Arendt denomina mundo común. Y éste “no es idéntico a la Tierra o a la Naturaleza,
como el limitado espacio para el movimiento de los hombres y la condición general para
la vida orgánica […] Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas
está entre quienes lo tienen en común” (La condición humana, p. 61-62).
Así pues, este mundo común es el espacio en el que nos movemos unos con otros, nos
comportamos y reconocemos recíprocamente. Lo común para nosotros no es una
concepción general del bien o de lo moral y políticamente correcto que todos tendríamos
que compartir, sino más bien un espacio público que es creado a partir de la expresión
pública de la pluralidad de juicios, de la pluralidad de opiniones. El mundo común es “el
espacio en el que las cosas se vuelven públicas”.
Identidad cívica y mundo común son condiciones de posibilidad de la acción y
constituyen, en definitiva, los elementos estructurantes irrenunciables de la noción de
ciudadanía que me interesa rescatar. Esto no significa renunciar a la concepción de la
ciudadanía como status legal, sino dotarle de su sentido pleno, evitando así la reducción
de la ciudadanía política a la personalidad jurídica.
A lo largo del siglo XX se ha venido produciendo un desplazamiento, una identificación
entre los derechos civiles y los derechos humanos. Estos últimos deberían ser
considerados independientes de la ciudadanía, entendida en términos legales, y la
nacionalidad.
Sin embargo, se ha producido una identificación que sujeta los derechos humanos al
Estado nación y a la condición legal de ciudadano. De manera que, como bien señala
Arendt, “los Derechos del Hombre, supuestamente inalienables, demostraron ser
inaplicables […] allí donde había personas que no parecían ser ciudadanas de un Estado
soberano” (Orígenes del totalitarismo, t. II, p. 426).
Al identificar la ciudadanía con la condición de sujeto de derechos y, al mismo tiempo,
reducir los derechos humanos a derechos civiles, se excluye a miles de seres humanos, se
les priva del derecho a tener derechos. Esta carencia se manifiesta, como veremos más
adelante, en la privación de un lugar en el mundo que haga significativas las opiniones y
efectivas las acciones (Orígenes del totalitarismo, t. II, p. 430).
En la actualidad, podríamos decir, como hace más de 65 años dijera Arendt, que la mayor
paradoja de la política, la más irónica, es la discrepancia entre la insistencia general en
los “Derechos Humanos inalienables”, disfrutados, si acaso, únicamente por los
ciudadanos de los países más prósperos, y la situación de quienes carecen de tales
derechos (Orígenes del totalitarismo, t. II, p. 407-408). La realidad es que tener derechos
hoy depende de recibir por parte de un Estado nación la condición jurídica de ciudadanía.
Esta situación de facto ha llevado a distintos teóricos a sostener que la noción del derecho
a tener derechos debe entenderse como un derecho moral. Hay un uso de la expresión
“derecho a tener derechos” donde el concepto de derecho evoca a un imperativo moral
que podría formularse en los siguientes términos, (uso sus palabras): “«Se debe tratar a
todos los seres humanos como personas pertenecientes a un grupo humano y a quienes
corresponde la protección del mismo». Lo que se invoca aquí es un derecho moral a la
membresía y una cierta forma de trato compatible con el derecho a la membresía.
(Benhabib, Los derechos de los otros, p. 50)
Se trata de un mandato moral de no violar el derecho a la humanidad en una persona
singular. El derecho a tener derechos lo otorga la Humanidad y quién recibe es una
persona moral en tanto parte de la Humanidad. Así, el derecho a tener derechos trasciende
la contingencia de nacimiento o pertenencia a una etnia o nación. Este derecho sólo puede
realizarse en una comunidad política a la que se pertenece no por razones de raza o
nacimiento sino por la participación en la vida pública con acciones y discursos.
Este planteamiento nos permite ir más allá de los modelos que centran la noción de
ciudadanía en el marco jurídico al revisar la idea misma de derecho humano desde un
planteamiento moral. Se trata de poner el acento en el proceso de constitución de la
identidad. Como vimos líneas arriba, la identidad no es un dato de nuestra historia natural
sino una construcción llevada a cabo a través de la acción y el discurso. Así la interacción,
el reconocimiento y la comunicación con los otros en un mundo común son elementos
irrenunciables del concepto de ciudadanía.
El concepto de ciudadanía ha adquirido una po- sición de centralidad en el debate actual.
Esto se debe, en buena medida a: i) la ola democratizadora iniciada hacia finales del siglo
XX y a los desarrollos recientes de las teorías de la democracia; ii) los de- bates sobre los
derechos humanos y los derechos sociales, económicos y culturales, y, iii) la crisis del
Estado de bienestar, al posicionamiento en la agen- da pública del tema de la pobreza y
la desigualdad social.1 A estos factores, debe agregarse, como se- ñala Adela Cortina, “la
necesidad, en las sociedades postindustriales, de generar entre sus miembros un tipo de
identidad en la que se reconozcan y que les haga sentirse pertenecientes a ellas, porque
este tipo de sociedades adolece claramente de un déficit de adhesión por parte de los
ciudadanos al con- junto de la comunidad y sin esa adhesión resulta imposible responder
conjuntamente a los retos que a todos se plantean”.

1. ¿Qué se entiende por ciudadanía?

El concepto de ciudadanía se utiliza para designar la situación de pertenencia de los


individuos a una comunidad política. Se llama ciudadano al miem- bro de una comunidad
política que es reconocido como tal por la misma.

La idea de que el ciudadano es el miembro de una comunidad política, data de antiguo.


Nace de la ex- periencia de la democracia ateniense en los siglos V y VI antes del
nacimiento de Jesucristo. Según esta concepción, ciudadano es el que se ocupa de los
asuntos públicos, que sabe que la deliberación es el procedimiento para tratar los mismos
y que la vota- ción solo debe usarse como último recurso cuando ya se ha empleado
convenientemente la fuerza per- suasiva de la palabra.3 Como es bien conocido, Atenas
era una ciudad-Estado, una ciudad que se go- bernaba a si misma. Por eso, en su origen
ateniense, el concepto de ciudadano deriva del de ciudad.

Es solo a partir de los siglos XVIII y XIX, que el concepto de ciudadano se vincula al
Estado-nación.4 En este contexto, el concepto de ciudadanía se relacio- na estrechamente
con el de nacionalidad. “Es el Es- tado”, señala Jordi Borja, “el que vincula ciudadanía
con nacionalidad. El ciudadano es el sujeto político. El poseedor de un estatuto que le
confiere, además de derechos civiles y sociales, los derechos de parti- cipación política.
Se es ciudadano de un país, no de una ciudad. Se es ciudadano porque se posee una
nacionalidad, regulada por un Estado y solamente vale ese estatuto en el ámbito de ese
Estado”.5

Sin embargo, ciudadanía y ciudadano están lejos de ser conceptos unívocos y claramente
delimitados. En el debate actual, compiten tres concepciones so- bre la ciudadanía y el
ciudadano. La primera es la derivada de la filosofía liberal. La segunda procede de
filosofía política republicana y la tercera, del co- munitarismo.

La visión liberal concibe al ciudadano como un sujeto portador de derechos y se preocupa


esen- cialmente por la defensa de los derechos de cada ciudadano frente a los otros y al
Estado. Para la fi- losofía política republicana, el ciudadano es aquel que imbuido de un
espíritu de compromiso cívico, participa activamente en la elaboración de las deci- siones
públicas. La visión comunitarista sostiene que el ciudadano no puede ser comprendido al
margen de la comunidad a la que pertenece, porque es de ella que deriva su identidad y
su sentido de perte- nencia. Esta comunidad es la que le permite tener una concepción del
bien común.

La filosofía política liberal, visualiza al ciudadano como un portador de derechos. La


filosofía política republicana, lo ve como un sujeto social que parti- cipa en la
construcción de la voluntad colectiva. La filosofía política comunitaria, destaca los
aspectos de identidad y pertenencia de la condición ciuda- dana.6

2. Ciudadanía y derechos

La versión moderna del concepto de ciudadanía se encuentra en la obra del sociólogo


británico T. H. Marshall. Según Marshall, la ciudadanía consiste en que cada uno sea
tratado como un miembro pleno de una sociedad de iguales. Esto se logra a través del
reconocimiento a cada uno de los miembros, de un conjunto de derechos que le son
inherentes. Marshall agrupa estos derechos en tres categorías: civiles, políticos y sociales.

Los derechos civiles están relacionados con la libertad individual: la libertad de


pensamiento, libertad de expresión, derecho a la propiedad y el derecho a la justicia. Los
derechos políticos se refieren a la potestad de elegir y ser electo. Los derechos socia- les,
para decirlo en las propias palabras de Marshall, “abarcan todo el espectro, desde el
derecho a la seguridad y a un mínimo bienestar económico al de compartir plenamente la
herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los están- dares
predominantes en la sociedad”. A su juicio, las instituciones más directamente
relacionadas con la ciudadanía social, son el sistema educativo y los servicios sociales.7

Para Marshall, estos tres derechos son interdepen- dientes. La realización de los derechos
políticos y ci- viles requiere de los derechos sociales y viceversa. En este último sentido,
se ha señalado repetidamente que la garantía de los derechos sociales es condi- ción
necesaria para el ejercicio de los derechos civi- les y políticos. Privados del ejercicio de
sus derechos sociales, los individuos enfrentan enormes dificulta- des para el ejercicio de
una ciudadanía autónoma y responsable. “Son los derechos sociales los que,
principalmente”, enfatiza un autor, “emancipan las personas de las necesidades materiales
más apre- miantes y los hacen acceder a la “civilidad” de los derechos civiles y políticos.
O sea: la ciudadanía so- cial es la ciudadanía habilitante de la ciudadanía ci- vil y la
ciudadanía política”.8 A juicio de Marshall, el ejercicio de estos tres tipos de derechos
inherentes al ciudadano, no solo garantizan la igualdad formal de los individuos, sino que
también contribuyen a reducir las desigualdades sociales generadas por el mercado en las
sociedades capitalistas.

https://nuso.org/articulo/ciudadania-y-desarrollo-humano-en-america-latina-resena-de-
ciudadania-y-desarrollo-humano-de-fernando-calderon-coord/

https://www.youtube.com/watch?v=FUYwYoeOghE

https://www.youtube.com/watch?v=6_EhFxvdLg4

https://vagosymaleantes.com/2015/02/12/la-pobreza-y-la-marginalidad-como-
problemas-sociales/

https://www.uic.mx/ciudadania-derechos-humanos/

https://leyderecho.org/deberes-constitucionales/

https://derechos-y-deberes.blogspot.com/

https://www.monografias.com/trabajos93/cumplimiento-del-deber/cumplimiento-del-
deber.shtml

https://historiaybiografias.com/deberes_derechos/

S-ar putea să vă placă și