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Publicado por:
Ediciones Tinta China
http://tintachinaediciones.blogspot.com
editorialtintachina@gmail.com
En colaboración con:
)el asunto(
http://elasunto.com.ar
Diseño e ilustraciones:
Luciano García
http://lucianogarciaojo.carbonmade.com
lucianogarciaojo@gmail.com
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{El mundo extraño en el que vivimos}
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El terreno
de mis
cavilaciones
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Seres
desvelados a
un atardecer
sangriento
Ernesto agarra su paquete de cigarrillos, saca uno y se
lo lleva tembloroso a los labios, la otra mano juega con el
encendedor un juego muy triste, ilumina otra noche de tris-
teza extenuante, de cuerpos adoloridos. Un gesto de tensión
marca sus movimientos, su mirada dura, rabiosa y reflexiva.
No tiene ganas de seguir en ese lugar, hay algo que le parece
sucio en todo eso, que lo hace sufrir muy profundo. Pero no
puede irse, siente que lo que pueda suceder más allá de aquel
apestoso pero cálido reducto es bastante más duro y necesita
algo que no tiene, pero piensa que está entre amigos y eso lo
apacigua, lo hace sentir protegido.
En esa habitación se refugian cuatro personas, cada una en
sus viajes místicos o tenebrosos, es la habitación de uno de
ellos, Leo, que está tirado en su cama, a pesar de que alguien
vomitase en ella horas antes, está tirado con los ojos abiertos
clavados en el techo, musitando un palabrerío ininteligible
por lo bajo en forma constante y repetitiva, muy concentrado
y muy ido de todo, como en una dimensión no tan cercana,
debatiéndose en asuntos vitales para el futuro de la huma-
nidad, con una mueca de tristeza en los labios, era como un
ángel enfermo que cayó del cielo para siempre, de ahí esa tris-
teza. Cada tanto volvía en sí, miraba para todos lados sin
abandonar su estado de aplastamiento, cada tanto lloraba
despacio y murmuraba lamentaciones.
Ezequiel aparece y se va, llega desde el pasillo, camina unas
vueltas por la habitación, observa sus amigos en sendos esta-
dos deplorables, camina y los mira, respira agitado, cada vez
más agitado, y vuelve a desaparecer. Era como si estuviese
atendiendo asuntos importantes en varios lugares de la casa.
Fumaba como perro, se comía los cigarrillos desesperado. Co-
rría, caminaba y no podía parar.
Marcos permanecía temblando en un rincón, agarrándose
las piernas, cada tanto sale corriendo al patio, respira gran-
des y desesperadas bocanadas de aire, se apoya en la pared, se
agarra el corazón y llora desconsolado, camina lentamente de
vuelta y va hacia su rincón, les llora a sus amigos “¡me voy a
morir, me voy a morir!”, estos lo miran con lástima, le dicen
que se está haciendo la cabeza, Marcos solloza temiendo lo
peor. No puede ir a su casa, quisiera desaparecer del mundo,
quiere ir a un hospital pero sin que su familia se entere. Qui-
siera solo desaparecer del mundo, pero no puede.
Leo no quería que por nada del mundo sus amigos se fueran,
porque el trance se le aparecía como algo eterno, algo de va-
rios días más, e instintivamente, ellos permanecerían juntos,
ninguno tenía donde ir, la casa de Leo era un lugar seguro, y
allí permanecerían, juntos.
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El cuchillero
Cuentan que allá por los años ´20 del siglo que pasó, el ga-
nado comprado a los latifundistas norteños era arreado hasta
su destino final por hombres de los montes correntinos, en los
cuales abundaban el coraje, la bravura y la intempestuosi-
dad, hombres que respondían solo a sus instintos primarios,
que tomaban todo aquello cuanto necesitaban para subsistir,
sin pedir permiso, sin rendir cuentas a aquella humanidad a
la que habían permanecidos ajenos toda su vida.
Una vez realizada la entrega estos seres salvajes y margina-
les, o volvían a sus lugares de origen, o vagaban eternamente,
como almas perdidas en cementerios por las zonas en las que
terminase su travesía, donde las cantinas de hombres tristes,
de malas vidas y malas muertes, la soledad, el vandalismo,
la destrucción, la insatisfacción constante eran sus mejores y
acaso los únicos amigos.
Estos cuchilleros nocturnos sin más ley que la propia no
hacían diferencias entre la vida y la muerte, la ajena y la
propia, ellos ya estaban casi muertos; de no agradarles del
todo alguien, les daban fin en el acto, sin que el más mínimo
remordimiento inunde la parte más atrofiada de sus concien-
cias. Pasaban sus noches en los montes, en los galpones, se
presentaban en casas de familia y, de negárseles la entrada,
los presentes caerían sangrando el filo de sus fieros puñales.
En cada fogón, en cada cantina, alguna vez surgen las
palabras malevo, bandolero, cuchillero, forajido, maldad,
temor… y las mentes de los gauchos juegan al interminable
juego de recordar; y casi siempre los recuerdos llegan a un
mismo fin, por lo menos en la Colonia Santa Rosa, un mismo
significado, un mismo nombre: Nato Rodríguez.
De Nato Rodríguez se presumía que era correntino, de
aspecto desgarbado, alto, raquítico, de rasgos guaraníes, que
un día partiese arreando un lote de más de un centenar de
cabezas, de las cuales llegarían pocos más de sesenta novillos
enflaquecidos y deshidratados, de mugir triste y desesperan-
zado, con ojos vidriosos y profundos este hombre cargaba un
alma oscura, una condena de violencia de la que le era impo-
sible a estas alturas librarse, un hombre curtido sin miedo de
nada, un hombre en transición, viviendo su propio infierno
terrenal, dispuesto a llevarse muchas vidas con su condena,
que llegó a aquellas tierras y nunca se marchó.
Aquel alma marginal era cliente fiel de los vinos, de la gi-
nebra que apaciguaba los tormentos, y un día, como todo lo
hace, el dinero se acabó, y era el arriero ya demasiado temido
por los pueblerinos como para hacerse de una changa. De
todas formas, él se mantenía reacio hacia cualquier relación
pacífica para con ellos. Sus bolsillos ya no albergaban ninguna
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minutos antes de que alguien pudiera decir algo. Todos sa-
bían lo que sucedería.
El dueño de la cantina era un hombre flaco, muy alto, rubio,
de descendencia polaca, al que se le adjudicaban cinco déca-
das y media de vida. Cuando nació sus padres lo bautizaron
Pedro Manuel Argachá y llevó ese nombre con orgullo y
nobleza hasta el fin de sus días.
Dos noches después de que desafiase al maleante, éste se
introdujo a su vivienda y, estando durmiendo, le trazó a pu-
ñal una cruz de sangre en el pecho. Luego saqueó y destruyo
por completo el lugar, degolló dieciocho gallinas, tres cerdos,
una vaca y un ternero. Esa promesa en su pecho era una
sentencia a corto plazo. Desde aquella noche el sueño sería
el más inalcanzable de los concilios para el pobre Don Pedro
Manuel Argachá.
Errante por los senderos del miedo y la desesperación, el
terror acechaba sus horas y no lograba escapar a la feroz
cacería a la que había sido sometido. La angustia lo poseía y
sabía que solo podía aguardar la confrontación final.
Pero no todas las cartas estaban jugadas.
Decidió seguir adelante, volver a abrir la cantina. Cuando
ésto sucede, cargaba en sus manos un revolver calibre treinta
y ocho que no sabía usar, entonces fue cuando de la oscuridad
surgió la temible figura del arriero. Blandiendo en su mano
izquierda aquel puñal maldito.
Dispuesto a sumarle una nueva víctima, el cuchillero se
acercaba lentamente al viejo Pedro. Éste, en su frenético
retroceso, atinó a disparar cuatro balas sin que ninguna de
ellas alcanzase la carne de su perseguidor. En un último y
desesperado intento de escape, Pedro tropezó con una mesa
y se le salió un tiro que reventó el pecho de aquel demonio
venido del Norte. Los ojos vidriosos del arriero permanecie-
ron abiertos, aún cuando lo sepultó en el campo, Pedro no se
atrevió a cerrarlos.
Jamás se libraría del arriero, durante el resto de sus días
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sintió su presencia maldita, caminando tras él en las calles
oscuras, en la cruz y en la promesa marcadas en su pecho.
Reflexiones
en
tratamiento
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es su situación: sin trabajar, viviendo de lo que consiguió con
su único manuscrito, pero más que nada de los ahorros que
dejaron sus padres al morir, de la venta de sus autos y de la
casa del campo, se sentía parásito del aire, de los muertos y
de la vida, pensaba en los fantasmas del pasado, que nada le
pertenece, solo los dedos que masajean el cráneo con insisten-
cia, y que no merece ser feliz. Pensaba en no desear conseguir
trabajo, en que cada vez escribe menos, en que ya no escribe,
que ninguna revista se digna a perseguirlo como a una diva
por sus artículos desprolijos, maliciosos e inmorales, en cómo
intentar evadir el cerebro de un inminente apagón. Toma un
frasco grande de champú con aroma a manzana, que dice
otorgar “suavidad y docilidad” a los cabellos, vierte una dosis
en la palma de su mano, lo mira, su color es como plateado o
crema, lo huele: efectivamente, huele a algo que se asemeja a
manzanas, pero más bien a manzana artificial, como los ca-
ramelos masticables sabor manzana, dice “que hijosdeputa,
¿cuántos caramelos inocentes habrán sacrificado para hacer
este champú?”, se lleva la mano a la cabeza y comienza a
mezclar el champú con su enmarañada cabellera hasta lograr
la consistencia espumosa deseada, masajea durante un rato
y mete la cabeza bajo el chorro, dejando correr el champú
sobre su rostro, soplando para correrlo de la boca, ayuda con
sus dedos que los restos desaparezcan del cabello, ahora toma
la crema de enjuague de la misma marca, el mismo frasco
y que augura los mismos efectos en las pelambres tratadas
con dicho producto, lo observa, es de un color más tirando
a verdoso, de consistencia más espesa, parece una escupida
con moco, tiene el mismo olor a manzanas artificiales, deja el
frasco en el suelo, dispersa por la zona a tratar, masajea con la
punta de los dedos y deja actuar como indica la etiqueta. Dis-
traído toma el jabón, recorre el interior de su brazo izquierdo
al tiempo que lo alza, una estela jabonosa cubre su brazo y
despierta en el individuo una inusitada satisfacción seguida
de una curiosidad urgente.
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pero eso lo sigue solo con la vista, se detiene en el ombligo,
hunde el índice en la superficie blanda y pastosa del jabón,
lo mete en el ombligo y atornilla dos veces, comienza a ges-
tarse espuma en el interior de la cavidad, como un torbellino
le da tres veces más y el ombligo enfermo escupe espuma por
la boca. Recuerda una novia de la adolescencia que le decía
“¿que vas a hacer con esa pelusa cuando no esté yo para sacár-
tela?”, ella se había alejado como todos los que lo conocieron
en intensidad, por tanto había tenido que aprender a atender
aquellos detalles, ella también le secaba la espalda, lo hacía
sentir el hombre más importante del mundo, pero no por ese
detalle, por muchos. El resto de sus relaciones habían sido
marcadas por la realidad y no por el ensueño, por eso añoraba
esa en particular. Su mujer era descuidada para ciertas cosas,
y real hasta los huesos.
Se deja de estar contemplando el ombligo y su abstracción,
baja por la pierna derecha, piensa en una canción, la canción
le entra de manera violenta al cuerpo y controla sus emocio-
nes, comienza a cantar a toda voz “oh, oh my love”, le llena
el pecho “oh my darling, I´ve hungered for your touch”, baja
por la pierna derecha, sigue casi de largo las rodillas, recuer-
da cuando era un niño, esas eran las partes que más solían
ensuciarse, era el asunto más importante a la hora de vérse-
las con la ducha, ahora nunca estaban polvorientas siquiera,
la toca a su paso con el jabón como una mera formalidad,
sigue bajando, el pie derecho, algo deformado, los dedos unos
encima de los otros son parte de la herencia familiar; lava
la parte inferior del pie, muy sucia, casi negra. Mira su pie
izquierdo: igual o más deformado que su par, cada vez se ase-
mejan más a las garras de un avestruz.
Piensa que también es malo en su trabajo, que carece de
una facultad extraordinaria para la abstracción o la re-
flexión, es apasionado en extremo, pero movido por causas
irrelevantes, piensa en sus limitaciones con respecto a la es-
critura en sí, que no conoce la mayoría de los recursos y los
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so much. Hey now, are you still mine?”, la mugre comienza
a ceder, pero se queda acumulada en las ranuras de la piel e
incrustada en las articulaciones, pasa a otra cosa, se mira las
uñas: crecidas y llenas de tierra. Se fija si puede sacar la tierra
solo con el jabón: no, no puede. No tiene ganas de meterse a
excavar en profundidad, las deja como están. Se fija en los de-
dos: el más pequeño lo apoya de costado, los tres del medio son
en extremo largos y flacos, se apoyan uno sobre el otro de ma-
nera ordenada, asemejando la disposición de un repulgue de
empanadas. El pie se encontraba casi en su totalidad despro-
visto de vellos, salvo una pequeña zona aislada a la izquierda
del empeine y otra más pequeña que crecía solitaria en tierras
salvajes e inhóspitas sobre el dedo gordo “I need your love, I
need your love, God speed your love to me”. El pie derecho es
otro tema, pero ese ya está más o menos limpio y le da pereza
volver a analizarlo.
Se le vuelve a llenar el pecho y todo el cuerpo de una canción
que lo libera al entonarla. Cierra los ojos, toma aire y con vos
profunda y emocionada canta “lonely rivers flow to the sea, to
the sea”, “to the open arms of the seeeaaaa…”.
Rememora las partes ya alcanzadas por el tsunami de lim-
pieza, intentando calcular cual sería la próxima, se escapa el
jabón del interior de la mano y como un misil casero de muy
baja autonomía de vuelo aterriza pesado, emitiendo un so-
nido hueco al dar con el fondo de la bañadera. Recuerda un
accidente que vió cuando era niño, también le pareció ver-
lo desarrollarse en cámara lenta, sucedió en la esquina de su
casa: un tipo que venía borracho embistió de lleno un coche en
el que venía una pareja y lo hizo dar un par de tumbos, murie-
ron el borracho y una chica embarazada, más tarde se enteró
que el marido, el conductor del segundo coche, se suicidaba
a mes y medio de ocurrido el siniestro, a él le había afectado
como si también le hubiese ocurrido ese accidente y nunca lo
olvidaría; se queda pensando en los cuerpos tirados en la calle,
en la mirada llena de tristeza y de soledad de la chica mientras
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lo tiene partido de nacimiento. Vuelve a la zona que antes solo
había sido de tránsito: el estómago, pasa el jabón por la que él
consideraba (a pesar de que la geografía de la zona lo desmen-
tía) una zona chata, así que omite los pensamientos durante
el paso apurado del instrumento purgativo. Al terminar el
recorrido circular y localizado en que se había convertido el
tratamiento, se encuentra en la zona de los abdominales supe-
riores, sube hasta el pectoral izquierdo, al hombro que sobre
éste se constituía, recorre la superficie. La crema de enjuague
trataba los cabellos con suavidad, los contenía en una solución
espesa, ya no espumante sino que reposaba sobre su cabeza
habiendo adquirido de momento la forma de esta.
Lo envuelve, lo rodea con la palma armada de jabón, al vol-
ver su mirada a éste nota que se ha desgastado mucho a lo
largo del baño y piensa que su alma también se desgastaba
en forma trágica en el transcurso de cada segundo, vuelve al
hombro, sigue, se preocupa mucho por la espalda, son zonas
( la espalda, la panza, el cuello, la cara, las orejas) que un día
común pasaría por alto, pero hoy no, debían de encontrar la
perfección hasta en el mínimo de los de los detalles. Hoy era
un día especial. Así que empieza por la espalda. Estira el bra-
zo derecho, se dispone a recorrerla entero y no dejar espacio
sin su correspondiente higienización, busca el jabón, no lo en-
cuentra, se ve muy hecho mierda, que su vida siempre a sido
desprolija, siempre durmió al revés de un mundo que se ocupa
de llevar adelante la vida, que ahora está con somníferos, y
sigue siendo bastante lo mismo, luego enfoca su mente y sus
sentidos en encontrar el jabón, sentir el jabón, ser el jabón. Se
concentra y lo encuentra, en el interior de su mano izquierda.
Se siente la definición en diccionario de colgado, ido.
Los años no vienen solos, no, vienen erosionados por un sutil
pero eficaz vaciamiento de la masa encefálica. Se descuelga la
tristeza de saberse condenado a una existencia infeliz, pien-
sa en la dulzura de algunas cosas, que hacen posible la vida,
piensa en la alegrías de la existencia, piensa en los momentos
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a sentirse muy mal, cuando se da cuenta está sentado en el
piso de la bañera con los brazos cruzados sobre la cabeza, se
incorpora y se marea al hacerlo. Piensa que no puede estar
tan hecho pelota, que sus viejos se retuercen en la tumba, que
les falló y se falló a sí mismo. Permanece de pie como puede.
“And time goes by, so slowly and time can do so much…” Pero
tiene que estar bien, para la noche. Decide una vez que haya
terminado el proceso pegarse una cachetada de agua fría a
ver si eso lo despabila un poco. Extiende los brazos hacia de-
lante y los gira, los flexiona, acerca las manos, las observa:
están todas arrugadas, la carne ha adquirido una tonalidad
blancuzca, haciéndose hasta transparente en la punta de los
dedos, busca en ellas algo, algo que ellas no tienen: el jabón,
y ninguna otra respuesta. Lo encuentra después de una larga
búsqueda: deshaciéndose en el fondo de la bañera, en el cau-
dal que baja hasta la rejilla. Lo junta y el movimiento no fue
ni rápido ni preciso, el jabón empequeñecido se le confunde
con el fondo blanco de la bañadera, lo levanta, se enjabona
el cuello en un movimiento lento y pesado. Recuerda que por
esa zona ya pasó, lo frota entre sus manos, como una mosca
regocijándose sobre la preciosa basura pronta a ser devora-
da, se enjabona las mejillas, la barba, el bigote. Piensa que
tiene que estar bien, sí o sí. Se restrega atrás de las orejas,
luego hunde el índice izquierdo en el jabón y lo introduce en
el oído izquierdo, vuelve a hundirlo y ahora lo introduce en
el derecho, siempre odió esa parte, ahora pone la cabeza de
costado y deja que el chorro caiga y se meta al oído izquierdo
para llevarse el jabón, gira la cabeza y hace lo propio con el
derecho, de niño eso lo hacía por obligación, su madre le decía
“lavate bien las orejas” y el sabía lo que ella quería decir por
bien, piensa que cómo le gustaría tenerla hoy a su lado, pero
que también se sentiría avergonzado de cómo había resultado
su vida. Comienza a impacientarse por terminar y se apodera
de su cuerpo un estado febril. Una excusa perfecta para no
hacerlo, ese viejo ritual de no hacerlo, aplicable a cada una
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de su mujer en una noche apasionada. Para vestir, ya que la
ocasión lo sugería, algo elegante. La cena se estaba cocinando.
Al rememorar detalles y situaciones había desconcentrado su
atención de los latidos de la catástrofe, su corazón disminuye
el escándalo, vidrios y espejos que antes prácticamente sal-
taban de las paredes, ahora apenas temblaban con suavidad.
Todo parecía indicar que lo peor ya había pasado. Pero toda-
vía le cuesta respirar. El jabón se encuentra a un instante de
desvanecer por completo en el fondo de la bañera, en la boca
de una rejilla a través de la cual el agua de cualquier manera
se abre paso. Piensa mientras permanece inmóvil, encorvado,
los brazos colgando muy cerca del suelo, la boca abierta y la
mirada ida, en los pasos a seguir una vez que termine con el
baño: cepillarse los dientes; afeitarse; secar el baño, perfumar-
se; ver como va la comida; buscar la fuente de cristal de la
abuela en el aparador de las cosas viejas; elegir la indumenta-
ria; pensar la música…
Primero Chet Baker, después Elvis y Ray Charles, algo ro-
mántico de Bob Marley también. Y eso era todo. Todo lo que
podía hacer, el éxito de la velada estaba asegurado. Hoy es su
aniversario. Y después de dos años consecutivos prácticamen-
te pasando por alto la fecha, quería redimirse y agasajar a la
mujer de su vida con una noche de placer y una cena especial
“are you, still mine?”. El individuo tenía espasmos, tiritaba.
Cada vez más cerca del suelo. “I need your love…” Piensa en
usar la camisa azul de una noche llena de romance lejana en
el tiempo, zapatos marrones, pantalón blanco; una lágrima
baja apurada por su mejilla derecha, luego otra se precipita
por la izquierda. Pierde el control y cae pesado contra la ba-
ñadera, la cabeza se abre como una fruta al dar con el fondo,
y la sangre corre con el agua hasta desaparecer por la rejilla,
como un río milenario, el cuerpo se retuerce cada tanto y tose
de manera constante y estrepitosa. El corazón latía con te-
rrible escozor, parecía querer salirse de un cuerpo que dejaba
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la cinta con la leyenda “peligro”, que los bomberos colocasen
tras su paso, se agolparon las vecinas a la caza de cualquier
información relativa al habitante de aquella casa vieja y som-
bría. Todas tenían un aspecto muy otoñal, desde la ropa hasta
la mirada. Con expresiones de urgencia en sus rostros y algu-
nas otras preocupadas de veras. Preguntaban al bombero que
controlaba la entrada del lugar que “¿qué paso con el tipo
raro ese que vive acá?”. Cuándo preguntó éste por los fami-
liares del cadáver solitario, la señora que tenía un taller de
artesanías a dos casas respondió que no se le conocían familia
ni amigos, que nunca nadie lo visitaba tampoco, que su mujer
lo dejó hará dos años al olvidar éste un aniversario de casados,
eso se lo había contado ella una vez que la cruzó en el centro.
Una joven que se encontraba entre el grupo a la expectativa
de noticias dijo que se enteró por medio de su madre cuando
fue a visitar a una prima a un psiquiátrico en Barracas, que le
vió allí entre los internos, que recién se lo había vuelto a ver
desde hace dos meses por las calles del barrio, había vuelto a
habitar la casa que antes compartía con su esposa. Una seño-
ra de unos sesenta años, en pantuflas, salida de baño y ruleros
dijo que era un drogadicto y que una vez leyó uno de sus ar-
tículos y era una franca porquería. Otra señora, más o menos
con los mismos años aunque un poco más discreta dijo que de
eso no sabía nada, pero que sí era bastante raro. Dijeron que
andaba siempre a oscuras por la casa y que por las noches le
daba por encender velas. La del almacén de la otra cuadra dijo
que iba una vez por semana y compraba siempre lo mismo. La
mayoría de las vecinas convinieron que era un pobre diablo,
solitario, que no tenía nada, ni una planta, solo un gatito en
una época pero que hacía rato no se lo veía. La joven que dijo
lo del psiquiátrico se mordía los labios, hubiese preferido no
decir nada, pensaba con tristeza que nadie merece morir así,
aunque la consolaba saber que esté donde esté, esa persona
iba a estar mejor que en este planeta solitario. Los bomberos
no encontraron ningún gatito.
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El mensaje
de GL
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El pacto
silencioso
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a molestarla. Ella lo soportó con humillación y terror. Sabía
que era eso o la calle. Empezó a vivir con miedo, sabiendo
que cuando cayese la noche haría aquel hombre siniestro sus
visitas furtivas, listo a saciar su morbo y humillarla una vez
más. Caían sus lágrimas mientras la forcejeaba en el juego
nauseabundo y la amenazaba con que la próxima víctima se-
ría otra si no respetaba el pacto silencioso.
Y eso hizo, con el tiempo ya no le generó asco ni deseos de
venganza, sino pena. Como una flor en un pantano creció
fuerte y hermosa. El jamás la vencería.
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El perfume
del olvido
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La historia
de un
tremendo
pelotudo
Juan, el del 8 “D” tiene insomnio, desde hace dos años solo
consigue dormir unas pocas horas sobre el final de la noche.
Juan es como vos y como yo, trabaja, se da sus pequeños
gustos un mes que otro, tuvo sus parejas y ahora ya no, nadie
a podido socorrer su soledad intransitable. Se sentía en un
planeta separado del resto, como en una burbuja, sin poder
escuchar lo que dicen desde las otras burbujas y sin que nadie
alcance, o le interese, percibir lo que pueda suceder dentro de
la suya.
Lleva a pasear su soledad a distintos lugares, pero jamás
consigue distraerse ni encontrar relajación. Juan viaja todos
los días hábiles cincuenta minutos en tren y veinte en subte,
todos los días las mismas caras, distintas, pero todas marca-
das por una misma tristeza. Todas las formas se le aparecen
iguales, del mismo color, siempre siguiendo los mismos pa-
trones, balanceándose al ritmo del monstruo comegente que
avanza rabioso sobre los rieles. Juan odia esa parte de su
vida, aunque a veces también encuentra sosiego, buscando
por la ventanilla un significado a la opresión que lo desarma.
Juan, igual que muchas personas, como consecuencia de
malas experiencias y de sus represiones personales, le tiene
miedo al amor, pero también a la soledad.
Trabaja en una distribuidora o una fábrica, no terminó el
secundario porque no le interesaba estudiar. Antes solía ir a
recitales, pero con el tiempo fue dejando de hacerlo, quedaba
muy cansado del trabajo de la semana y prefería quedarse en
su casa mirando televisión.
Por supuesto, como muchas personas, Juan se encontraba
agobiado con su vida, por esa sociedad sanguinaria que le
succionaba las energías y las ganas de vivir. Poco a poco se
fue mimetizando con esa masa, ese color, con la homogenei-
dad de los trenes. Le va adquiriendo un temor inconsciente
a las cosas que desconoce, no le interesa nada en concreto,
nada de si mismo ni del mundo que lo rodea.
Así estaba Juan, hundido en su desdicha, comiéndose un
pancho en el andén cuando de toque viene un drogado y,
para zarparle el pancho, lo tira a las vías cuando el tren es-
taba llegando.
Juan es un chabón al que la vida se lo llevó por delante, que
no te pase lo mismo.
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La educación
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de psicotrópica confusión, vomitadas y vueltas a confundir.
Pero el fin llegaría como un portazo que me rompería la cara.
Una mañana de resaca, desperté sobresaltado en mi viejo,
húmedo y querido sofá. Olía más a orina que de costumbre.
Mi cabeza lentamente respiraba conciencia de la realidad, a
la cual me devolvía el repugnante sabor dentro de mi boca,
en este sofá tapizado de vómito casi tan estropeado como mi
alma, un lugar común de mis despertares pos violentos. Pero
ninguno parecido a este, en el que se precipita una furia ajena
a mi hogar:
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-De las cosas que haces por ahí y que no puedo precisar qué
pero se por donde andan. O con qué se fuman. ¿Me entendés?,
porque yo se bien que andás en esa mierda todo el día que te
está destruyendo y vos no te das cuenta. Porque yo se que
vos fumás.
-Mamá no vengas con pelotudeces, te ponés en drástica y
quién te aguanta. ¿Porqué me venís con estas paparruchadas
cuando recién me levanto? mirá, sentate y ponéte cómoda, se
ve que la cosa va para larga. Aguantá que me preparo un café
a ver si puedo pensar en algo.
La madre mira a su alrededor mientras su hijo se alejaba
en dirección a la cocina, corre con asco los almohadones del
viejo y orinado sofá, se acomoda en el medio, con las piernas
juntas y las manos sobre éstas, intentando no tocar nada, a la
expectativa del posible desastre: se le ocurría que quizá el te-
cho se destrozase y cayese, o que tal vez apareciese la policía
en el marco de un operativo antidrogas “pobrecito, déjenlo,
no le hace mal a nadie”, luego, presa de un inusitado instinto
maternal, pasa una de sus manos por la mancha de baba en
un almohadón a su izquierda, piensa “soy una madre terrible,
¿cómo dejé que mi criaturita termine así?”, deja caer su mira-
da en la humedad de la pared de enfrente, oscurecía el cuarto
y los sentimientos de quién habitase entre sus inmundos in-
teriores. “Soy una estúpida, cualquier persona con olfato y
con vista se hubiese dado cuenta hace rato que mi hijo está
en las últimas”.
“Mi hijo está en las últimas”, hace años que lo vengo escu-
chando, hace años que supuestamente estoy en las últimas.
Algo de razón tiene, no estoy en las últimas, pero sí en el fon-
do. Contemplando mi situación, de pie casi por casualidad,
con la mente enflaquecida, cuando el sabor recalcitrante del
vómito junto con una jaqueca insoportable establecen una
línea de continuidad entre el presente y una noche de la que
nada puedo recordar , pero cuyo fogonazo de imágenes me
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lejano y sombrío la persona que alguna vez fuiste, pero muy
enfermo. Hecho mierda. Irreconocible.
Y sentís lo mismo de ese mundo, lo ves desde afuera. Pero te
drogaron demasiado cómo para que puedas defenderte. Con
suerte vas a babear un rato y a dormir otra siesta.
Pasaron así los meses, hasta que gran parte de la violencia
y las revoluciones fueron aplacadas. Cuando me hallé en un
estado de total vulnerabilidad, cuando más acostumbrado y
desprotegido me sentía, me arrojaron a la calle.
Cuando la realidad me supera, vuelven a mi mente los recuer-
dos de aquellas épocas, que siempre más doloroso es estar en el
centro del caos, ser el que constantemente agoniza, el del acci-
dente del que jamás se recuperaría. Quien conoce la locura no
vuelve del todo, conoce el terror, la despersonalización. Conoce
el sufrimiento y el dolor más instintivo y conoce lo irreal de
comprender tantas posibilidades dentro de una sola realidad.
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Juanito y
su lombriz
mágica
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¿Sabés
quién habla?
- Hola...
- Hola
- ...
- ...
- hola, ¿sabés quién habla?
- Hoola, ¿Beti? ... Ah. Que hacés, tanto tiempo.
- Pero bien, con algunos asuntitos, ya te vas a enterar. ¿Y
vos cómo andás, lindo?
- Pero muy bien gracias a Tatita Dios y a Bob que nos canta
desde el cielo.
- Aja, me parece muy bien, ¿y tus cosas?
- Pero bien che, en el campo, trabajando duramente la tierra
de sol a sol, cosechando el cogollo del amor. Ahora descansan-
do nomás. Tocando la guitarra, todo bien. Y que se yo, un
poco de lo de siempre.
Intuyendo que se venía una como la que se estaba por venir,
se vino nomás:
- Ah, que bueno, podés ir aprendiéndote algunas canciones
de cuna.
- Pero que comentario tan extraño, aja... si...
- Igual, me gusta Bod Marley.
- No metamos a Bob en esto.
- Me tenés que pasar a visitar un día de estos...
- Si chinita, cuando le cargue unos pesos a la Zanella.
- Bueno. Te dejo. Acordáte. Besitos.
- Ok, nos veremos entonces.
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se lo puede dejar tirado o con hambre. Tendría que trabajar,
tener un hijo con una mujer que no ama, a la que ha llegado
incluso a aborrecer. Y ese era solo el primero de los motivos. Él
ya sabía que la cachorra esta se acostaba con uno de sus cuates,
pero eso no le molestaba, en todo caso lo de ellos venía antes
que su asunto con Beth. Además ella le jugueteaba a cuanto
bulto se la encaraba. Estaba seguro que tenía uno o quizá dos
amantes en las épocas en que ellos tenían sexo, a veces aparecía
con chupones y olorcito a Axe en la ropa. Todo esto lo cual,
extrañamente, lo ponía a O´Connor como una locomotora. La
cosa es que un día O´Connor estaba en su cama preparándose
para dormir y se da cuenta que no estaba solo. Sintió peque-
ñísimas patitas jugueteando sobre sus piernas.
O´Connor no quería por nada del mundo que le suceda lo
mismo que a sus padres: quedar atrapado en un matrimonio
sin amor. Todavía tenía mucha batalla por dar. O´Connor se
resistía a crecer. Era demasiado rebelde para toda esa mierda
de ser padre y un maldito burgués sin expectativas de alguna
vez dejar de serlo. La iba a llamar y a decirle que le pagaba la
operación y que se lo haga extirpar.
Pero no lo hizo. Cabía la posibilidad, la muy posible posibi-
lidad de que ese ser no haya sido concebido por él y que se lo
quisiesen encajar. Podía ser de su amigo Toxi, o de Paco, el
hermano de Toxi, o de cualquier vago de cualquier esquina. No
lo iban agarrar de gil.
Sentía los bichitos, todo el tiempo, esté donde esté pensaba
únicamente en bichitos, los sentía caminando en sus piernas
y en la zona púbica, los sentía alimentándose de su sangre,
malditos parásitos, los escuchaba riéndose de él. Pensaba en-
furecido que la perra que le llevó la peste a su hogar jamás
debería ser la madre de un hijo, y muchísimo menos del suyo.
El sabía que podía ser suyo. O´Connor recordó que la madre
de un conocido tuvo sarampión y este nació algo retardado,
lo estremecía imaginarse un hijo defectuoso e imbécil parido
de una perra callejera y sarnosa, y con un padre de neuronas
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y colgó imaginándole formas locas a las nubes. Había una que
se parecía a Darth Vader y le dijo “O´Connor, soy tu padre”,
“largá el fasito, hijo mío, que te está limando”. “Que mal viaje”
pensó O´Connor mientras arrancaba la motito y se disponía
a seguir su travesía. Cada metro que se acercaba a lo de Beth
sentía que era un metro más cerca del final de su vida.
El destino era ese algo inevitable, ese algo necesario, como
cuando uno apesta pero sigue evadiéndosele a la ducha.
O´Connor apestaba y no quería bañarse.
A medida que se acercaba su corazón golpeaba como un bongó
africano enloquecido. No lo inquietaba. A menudo lo sacudía
de sorpresa algún ritmo exótico. Se sentía como un niño lle-
gando a la selva tropical. “Que buen viaje” flashéo O´Connor,
musicalizando su delirio cósmico con una canción de los Doors.
Cuando llegó, Beth lo esperaba sentada en un sillón en el
frente de su casa, estaba tejiendo unos escarpines en compañía
de su madre, que le cebaba unos mates de té, ésta lo saludó y
luego, tras un gesto de Beth desapareció dejándolos solos para
tratar sus asuntos.
Se sorprendió a si mismo saltando de la moto en movimiento
y corriendo como tarado hacia ella. No tuvo tiempo de reparar
en sus acciones. Se sorprendió paradote, mirándola como un
tonto enamoradísimo, besando suavemente sus labios, como en
un amor que había sido interrumpido tan solo unos segundos.
Beth estaba distinta, hacía más de dos meses que no se veían,
ninguno dijo nada en principio, solo se besaron tiernamente.
O´Connor se sintió muy bien
“¿Cómo andás Beth?” preguntó sinceramente O´Connor.
Al man le cayó la ficha. Recordó como un flash o un caño-
nazo de fogueo una escena lejana de sexo loco y eyaculación
irresponsable.
Sonrió. “Capaz nomá y el bebe me rescata”. Siempre se había
imaginado a sus treinta gordo, ojeroso, con una calvicie inmi-
nente. A este flash le sumó una de esas mochilitas con un bebe.
De una. A las minas les caben los padres. ¡Seeee!
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7 Las lluvias en el litoral
10 El terreno de mis cavilaciones
13 Seres desvelados a un atardecer sangriento
15 El cuchillero
21 Reflexiones en tratamiento
37 El mensaje de GL
40 El pacto silencioso
43 El perfume del olvido
45 La historia de un tremendo pelotudo
49 La educación
57 Juanito y su lombriz mágica
61 ¿Sabés quien habla?
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