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2ª Edición: Octubre 2010

Publicado por:
Ediciones Tinta China
http://tintachinaediciones.blogspot.com
editorialtintachina@gmail.com

En colaboración con:
)el asunto(
http://elasunto.com.ar

Diseño e ilustraciones:
Luciano García
http://lucianogarciaojo.carbonmade.com
lucianogarciaojo@gmail.com

Página del autor:


http://manipulandogenes.blogspot.com
{El mundo extraño
en el que vivimos}
Iván Hirschhorn
Las lluvias
en el Litoral

Las lluvias comenzaron en el Litoral argentino a principios


del 2007, y se prolongarían por dos años y nueve meses. Co-
menzaron como cualquier lluvia de verano, un martes como
tantos otros. Nadie se sorprendió durante el primer mes. Por
el contrario, fue tomado como un alivio generalizado luego
de un semestre de sequías. La tierra estaba resquebrajada y
las grietas eran tan profundas que absorbían el agua con la
misma intensidad con que caía del cielo. Pero luego de los pri-
meros meses comenzó a acumularse en la superficie, causando
estragos en las plantaciones y llevándose las vidas del ganado
como mariposas despedazadas por un huracán. Empezó un
día como cualquier otro, como cualquier lluvia, y luego no
paró. La gente fue tomando con cada vez menos sorpresa la
aparición de hongos que llegaban a tener el tamaño de una
mesa y luego estallaban, cubriéndolo todo de esporas; hele-
chos gigantescos y enredaderas interminables que convertían
en junglas los patios de las casas y sus interiores. Llovió de
todas las formas habidas y de varias nuevas. Llovieron gotas
gruesas que golpeaban con estrépito los techos, gotas finas
y gentiles, llovió de un costado y del otro, del Norte y del
Sur, llovieron piedras del tamaño de huevos de dinosaurios,
llovieron perros y gatos. La gente ya no pudo salir de sus
casas, las calles de las ciudades se convirtieron en ríos y las
de los pueblos en pantanos. Al cabo de unos meses comen-
zaron el desabastecimiento y los saqueos. Luego del primer
año ya nadie se preocupo por salir a trabajar. Fue por esos
tiempos que dejaron de funcionar los servicios eléctricos y el
teléfono. Solo la radio establecía un contacto remoto con el
mundo, mientras afuera llovía como si no hubiese llovido en
doscientos años.
En el resto del país también eran épocas desastrosas, el Nor-
te era arrasado por tifones y tormentas tropicales, además
de un nuevo tipo de tormenta, en la que no llovía y se suce-
dían en forma constante descargas eléctricas y truenos que
duraban semanas. El Oeste era constantemente sacudido por
terremotos que superaban las escalas vigentes hasta entonces
y que terminaron por separar la Cordillera de los Andes del
resto del continente, dejando una fosa abismal que se decía
no tener fondo y de donde emergían las lúgubres voces del
mas allá. Una capa de hielo cubrió el Sur y su vegetación, los
vientos traían del mar un salitre que al respirarlo disecaba
en el acto toda las formas de vida. Las islas del Sur desapa-
recieron con la subida del Atlántico, como consecuencia del
derretimiento de los Polos, así como gran parte de la costa
y el Uruguay. El resto del territorio nacional era asolado por
una voraz sequía, los bosques se incendiaban, la gente se

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{El mundo extraño en el que vivimos}

carbonizaba caminando e incluso podían escuchar el sonido


de sus propios cerebros derritiéndose.
El panorama en otros lados del globo no era mas alentador,
Oceanía había quedado sumergida, así como gran parte de
Asia y Europa; el Amazonas estaba incendiándose desde ha-
cia cuatro años, el Norte de Sudamérica había sido tapado por
el humo y todos los pobladores muertos asfixiados. Los más
poderosos ciudadanos europeos y norteamericanos habían
escapado en naves espaciales en busca de un nuevo planeta
para destruir. En vista de ello los habitantes del Litoral se
abandonaron a su destino. Apagaron las radios, se sentaron a
tomar mate y contemplar la lluvia que caía, tan familiar, tan
lejana, a través de los cristales empañados.
Pero como todo lo hacia en esas épocas el mate también se
acabo, así como las ganas de mirar por la ventana.
La humedad siguió ganando terreno en las casas y en los
corazones, las paredes se descascaraban y el cielorraso caía
en pedazos pastosos sobre las cabezas de la gente, pero ya
nada les afectaba, siguieron impasibles, con la mirada perdi-
da esperando la muerte, ni siquiera repararon de las grietas
en los pisos y la verdosa capa de hongos y musgo que iba
lentamente cubriéndolo todo, hasta cubrirles la piel, cerrarle
los ojos e introducirse en sus sistemas. Hasta que ellos mis-
mos terminaron por convertirse en hongos, alimentándose de
un aire que era cada vez mas espeso y mas mojado. Y nada
cambió mucho, salvo que dejaron de esperar la muerte y
comenzaron a vivirla.

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El terreno
de mis
cavilaciones

Mi cabeza es un desorden, mis días son desordenados últi-


mamente, la casa es un desorden desde que estoy solo, hay
olor a encierro, a algo que se pudre lento tirado en un col-
chón, los cigarrillos siempre al alcance de la mano son una
alternativa para pasar el rato e inyectar algún otro veneno
a mi cuerpo, el cenicero atiborrado de cadáveres, las cenizas
en el suelo. Fotos de mi humanidad diaria. Hay que pasar el
rato. Intuyo una vida que continúa más allá de mi ventana,
pero estoy demasiado cansado como para hacer algo al res-
pecto. Permanezco tirado boca arriba con los ojos abiertos
contemplando el universo y la posibilidad de un dios alado
{El mundo extraño en el que vivimos}

que vive en los cielos, con la música alta, tabaco, marihuana,


un café que despierta algo a veces, veces que no hay quien
despertar, veces que estoy despierto mucho antes y me en-
cuentro mas allá de mis necesidades mundanas y no necesito
comer, ni afeitarme, ni dormir, solo sigo una misión auto-
mática, otras veces no respondo a nada comenzando por mí,
ofuscado, reconcentrado en el silencio, la angustia, mi incapa-
cidad de pensar y el dolor que siento de a ratos como perro,
las visiones traumáticas, las miradas de soledad que me bus-
can por las noches. A veces siento que va a ser una vida muy
dura la que me queda, que el pasado no existe, pero es un
sentimiento de dolor que no desaparece, es una herida que
sangra y no parece querer cerrar.

En la piel uno se ve los años. Pero como eso no lo vemos,


lo sentimos. Siento que el alma ha cambiado, se ha forja-
do, fue marcándose de vida y tristezas, que mi cuerpo se ha
curtido ásperamente, mi rostro sugiere una expresión doli-
da y desesperanzada, una mirada que no busca encontrar,
un sentimiento de rebeldía que ha enloquecido en silencio.
Si he vivido y algo lo corrobra son mis ojos, su brillo lejano
y huidizo, su ausencia constante, su soledad inalcanzable, la
tristeza rasposa de mi voz, el dolor entre el cual vomito cada
palabra. El devenir de los años nos transforma en seres gro-
tescos, simiescos y más y más horripilantes. Pero, los años no
vienen solos, mal que mal, a las trompadas algo se aprende.
Ya me he acostumbrado a desconocerme en el espejo, parezco
un vagabundo que jamás antes ví. Parezco algo que no soy
pero soy hace rato.

-Putita, siempre fuiste sensible- me hiero dulce y devastado-


ramente, con una sonrisa de perro adolorido.

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Seres
desvelados a
un atardecer
sangriento
Ernesto agarra su paquete de cigarrillos, saca uno y se
lo lleva tembloroso a los labios, la otra mano juega con el
encendedor un juego muy triste, ilumina otra noche de tris-
teza extenuante, de cuerpos adoloridos. Un gesto de tensión
marca sus movimientos, su mirada dura, rabiosa y reflexiva.
No tiene ganas de seguir en ese lugar, hay algo que le parece
sucio en todo eso, que lo hace sufrir muy profundo. Pero no
puede irse, siente que lo que pueda suceder más allá de aquel
apestoso pero cálido reducto es bastante más duro y necesita
algo que no tiene, pero piensa que está entre amigos y eso lo
apacigua, lo hace sentir protegido.
En esa habitación se refugian cuatro personas, cada una en
sus viajes místicos o tenebrosos, es la habitación de uno de
ellos, Leo, que está tirado en su cama, a pesar de que alguien
vomitase en ella horas antes, está tirado con los ojos abiertos
clavados en el techo, musitando un palabrerío ininteligible
por lo bajo en forma constante y repetitiva, muy concentrado
y muy ido de todo, como en una dimensión no tan cercana,
debatiéndose en asuntos vitales para el futuro de la huma-
nidad, con una mueca de tristeza en los labios, era como un
ángel enfermo que cayó del cielo para siempre, de ahí esa tris-
teza. Cada tanto volvía en sí, miraba para todos lados sin
abandonar su estado de aplastamiento, cada tanto lloraba
despacio y murmuraba lamentaciones.
Ezequiel aparece y se va, llega desde el pasillo, camina unas
vueltas por la habitación, observa sus amigos en sendos esta-
dos deplorables, camina y los mira, respira agitado, cada vez
más agitado, y vuelve a desaparecer. Era como si estuviese
atendiendo asuntos importantes en varios lugares de la casa.
Fumaba como perro, se comía los cigarrillos desesperado. Co-
rría, caminaba y no podía parar.
Marcos permanecía temblando en un rincón, agarrándose
las piernas, cada tanto sale corriendo al patio, respira gran-
des y desesperadas bocanadas de aire, se apoya en la pared, se
agarra el corazón y llora desconsolado, camina lentamente de
vuelta y va hacia su rincón, les llora a sus amigos “¡me voy a
morir, me voy a morir!”, estos lo miran con lástima, le dicen
que se está haciendo la cabeza, Marcos solloza temiendo lo
peor. No puede ir a su casa, quisiera desaparecer del mundo,
quiere ir a un hospital pero sin que su familia se entere. Qui-
siera solo desaparecer del mundo, pero no puede.
Leo no quería que por nada del mundo sus amigos se fueran,
porque el trance se le aparecía como algo eterno, algo de va-
rios días más, e instintivamente, ellos permanecerían juntos,
ninguno tenía donde ir, la casa de Leo era un lugar seguro, y
allí permanecerían, juntos.

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El cuchillero

Cuentan que allá por los años ´20 del siglo que pasó, el ga-
nado comprado a los latifundistas norteños era arreado hasta
su destino final por hombres de los montes correntinos, en los
cuales abundaban el coraje, la bravura y la intempestuosi-
dad, hombres que respondían solo a sus instintos primarios,
que tomaban todo aquello cuanto necesitaban para subsistir,
sin pedir permiso, sin rendir cuentas a aquella humanidad a
la que habían permanecidos ajenos toda su vida.
Una vez realizada la entrega estos seres salvajes y margina-
les, o volvían a sus lugares de origen, o vagaban eternamente,
como almas perdidas en cementerios por las zonas en las que
terminase su travesía, donde las cantinas de hombres tristes,
de malas vidas y malas muertes, la soledad, el vandalismo,
la destrucción, la insatisfacción constante eran sus mejores y
acaso los únicos amigos.
Estos cuchilleros nocturnos sin más ley que la propia no
hacían diferencias entre la vida y la muerte, la ajena y la
propia, ellos ya estaban casi muertos; de no agradarles del
todo alguien, les daban fin en el acto, sin que el más mínimo
remordimiento inunde la parte más atrofiada de sus concien-
cias. Pasaban sus noches en los montes, en los galpones, se
presentaban en casas de familia y, de negárseles la entrada,
los presentes caerían sangrando el filo de sus fieros puñales.
En cada fogón, en cada cantina, alguna vez surgen las
palabras malevo, bandolero, cuchillero, forajido, maldad,
temor… y las mentes de los gauchos juegan al interminable
juego de recordar; y casi siempre los recuerdos llegan a un
mismo fin, por lo menos en la Colonia Santa Rosa, un mismo
significado, un mismo nombre: Nato Rodríguez.
De Nato Rodríguez se presumía que era correntino, de
aspecto desgarbado, alto, raquítico, de rasgos guaraníes, que
un día partiese arreando un lote de más de un centenar de
cabezas, de las cuales llegarían pocos más de sesenta novillos
enflaquecidos y deshidratados, de mugir triste y desesperan-
zado, con ojos vidriosos y profundos este hombre cargaba un
alma oscura, una condena de violencia de la que le era impo-
sible a estas alturas librarse, un hombre curtido sin miedo de
nada, un hombre en transición, viviendo su propio infierno
terrenal, dispuesto a llevarse muchas vidas con su condena,
que llegó a aquellas tierras y nunca se marchó.
Aquel alma marginal era cliente fiel de los vinos, de la gi-
nebra que apaciguaba los tormentos, y un día, como todo lo
hace, el dinero se acabó, y era el arriero ya demasiado temido
por los pueblerinos como para hacerse de una changa. De
todas formas, él se mantenía reacio hacia cualquier relación
pacífica para con ellos. Sus bolsillos ya no albergaban ninguna

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{El mundo extraño en el que vivimos}

divisa metálica que le permitiesen beber sin complicaciones,


de modo que comenzó a procurárselas mediante la única ley
que conocía: la suya, la ley de la muerte. Así comenzaron los
saqueos, las gargantas cortadas en las noches. Así comenzó
a llevarse vidas sigilosamente y sin remordimientos, a tomar
todo aquello cuanto necesitaba.
Cuando la ennegrecida figura avanzaba por las calles
polvorientas del pueblo las ventanas se iban cerrando a su
paso, nadie se atrevía a mirarlo a los ojos, decían que era el
Diablo, que estaba loco y que sólo lo tranquilizaba el correr
de la sangre, que se bebía la sangre de sus víctimas luego de
asesinarlas, que era el Diablo o algo mucho peor. Pero Nato
no era el Diablo, era ese algo mucho peor, porque no tenía
miedo a nada y creía que su poder era superior al humano,
pues provenía de la fuerza misma de la maldad.
Una tarde, a eso de las siete, Nato entra a la cantina en
cuyo frente colgaba un letrero que decía “La Posta”. Abre
la fiambrera y entra sin reparar en el terror que su presencia
infundía a los parroquianos. Las conversaciones cesaron de
súbito, luego se reanudarían pero muy por lo bajo, nadie
quería llamar la atención de aquel individuo tan peligroso y
mucho menos provocar su ira. Solo se escuchaban sus pasos
mientras se acercaba al mostrador en busca de una ginebra.
Una vez en la barra, el forajido levantó la mirada y se en-
contró con los ojos del cantinero, que le preguntó secamente
qué se iba a servir, a lo que el Nato Rodríguez contestó “una
ginebrita, amigo” esbozando una sonrisa burlona. El canti-
nero se la sirve sosteniéndole la mirada. El Nato la baja de
un trago y dice “otra”. El cantinero pregunta con voz algo
temblorosa “¿piensa usted pagar o quiere pasarse otra noche
a costilla mía?”. El Nato contesta “plata no tengo, ¿me la va
a dar o no?”. “No” dice el cantinero. “Esta usted cometiendo
un grave error amigo” dice finalmente el forajido y se marcha
hacia la oscuridad de la que vino.
El silencio se adueñó nuevamente del lugar y pasaron varios

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minutos antes de que alguien pudiera decir algo. Todos sa-
bían lo que sucedería.
El dueño de la cantina era un hombre flaco, muy alto, rubio,
de descendencia polaca, al que se le adjudicaban cinco déca-
das y media de vida. Cuando nació sus padres lo bautizaron
Pedro Manuel Argachá y llevó ese nombre con orgullo y
nobleza hasta el fin de sus días.
Dos noches después de que desafiase al maleante, éste se
introdujo a su vivienda y, estando durmiendo, le trazó a pu-
ñal una cruz de sangre en el pecho. Luego saqueó y destruyo
por completo el lugar, degolló dieciocho gallinas, tres cerdos,
una vaca y un ternero. Esa promesa en su pecho era una
sentencia a corto plazo. Desde aquella noche el sueño sería
el más inalcanzable de los concilios para el pobre Don Pedro
Manuel Argachá.
Errante por los senderos del miedo y la desesperación, el
terror acechaba sus horas y no lograba escapar a la feroz
cacería a la que había sido sometido. La angustia lo poseía y
sabía que solo podía aguardar la confrontación final.
Pero no todas las cartas estaban jugadas.
Decidió seguir adelante, volver a abrir la cantina. Cuando
ésto sucede, cargaba en sus manos un revolver calibre treinta
y ocho que no sabía usar, entonces fue cuando de la oscuridad
surgió la temible figura del arriero. Blandiendo en su mano
izquierda aquel puñal maldito.
Dispuesto a sumarle una nueva víctima, el cuchillero se
acercaba lentamente al viejo Pedro. Éste, en su frenético
retroceso, atinó a disparar cuatro balas sin que ninguna de
ellas alcanzase la carne de su perseguidor. En un último y
desesperado intento de escape, Pedro tropezó con una mesa
y se le salió un tiro que reventó el pecho de aquel demonio
venido del Norte. Los ojos vidriosos del arriero permanecie-
ron abiertos, aún cuando lo sepultó en el campo, Pedro no se
atrevió a cerrarlos.
Jamás se libraría del arriero, durante el resto de sus días

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sintió su presencia maldita, caminando tras él en las calles
oscuras, en la cruz y en la promesa marcadas en su pecho.
Reflexiones
en
tratamiento

Viene el paciente enfundado en una bata blanca con el nú-


mero 0847 bordado en letras azules a la altura del corazón,
pantuflas también blancas y esponjosas, cargando una taza
somnolienta; es un hombre de facciones duras y curtidas,
piel cenicienta al igual que el cabello, mirada penetrante y
furibunda, mandíbulas trabadas de tensión, abre una puerta,
la cierra rápido tras su paso, hace girar una manivela cuya
inscripción indica “caliente”, se dice “bueno, vamos a cerrar
rápido este asuntito” mientras el cuarto de baño comienza a
llenarse de vapor; la antigua bañadera cubierta de sarro, pare-
cería no haber sido usada en muchos meses, azulejos blancos,
inodoro y bidet amarillos, también de aspecto antiguo, un la-
vatorio de mármol blanco. Todo comienza a empañarse. Deja
caer la bata, se quita el calzoncillo que apesta a mil demonios
y embadurna el ambiente de un olor pegajoso, sorbiendo de un
café muy necesario para despertar por completo, dándole la
última pitada a un cigarrillo, arrojándolo al inodoro, bajando
la tapa, tirando la cadena piensa “cigarrillos y café, desayuno
de campeones” se le infla el pecho de orgullo cuando piensa
esto último, ya que es temprano y asocia solo por instinto.
Mira el filtro del cigarrillo dando vueltas en el agua. Piensa
que porqué el agua gira a la derecha, si será por la forma de
los inodoros o la disposición de los chorros o solo porque sí,
escuchó algo sobre eso en algún lado, pero no recuerda dónde.
Coloca su mano bajo el chorro que sale casi hirviendo, sorbe
del café frío, le da a la manivela y el agua sale ahora en cho-
rros helados, le parece tan drástico el cambio, y a estas horas
las cosas le afectan demasiado, vuelve a darle a la manivela y
el agua sigue saliendo fría, le da de vuelta, caliente, caliente.
Corre la cortina de tela blanca y suave cubierta de hongos,
piensa en su alma también en descomposición, se introduce en
la bañadera, dándole la espalda a la ducha, el agua caliente le
derrite la espalda, se corre del chorro, patea con rabia e impo-
tencia algunos frascos y tarros: son productos de belleza que
su mujer compra pero rara vez utiliza, aunque hay un aceite
para el cuerpo que es conocido de sus manos.
Vuelve a darle a la manivela del calor, sale fría, muy fría,
después caliente. Se le mete. Estira sus brazos hacia donde
proviene el agua, siente las axilas pegajosas y un olor ran-
cio treparse por su piel hasta sus fosas nasales. Tiene el
cabello sucio y enmarañado, la barba crecida. Se la toca,
piensa en cortarla, piensa en cómo su estado de ánimo se ve
reflejado en su apariencia, observa a través de la cortina su
vestimenta del día, de la semana, del siglo quizás: una bata
blanca-amarillenta.
Piensa en cuánto le cuesta afrontar ese procedimiento, en

22
{El mundo extraño en el que vivimos}

cómo le cuesta la vida últimamente, que no tiene ánimo para


nada, en cuánto le cuesta despertar, después de días en que
los conceptos de realidad y cordura y él anduvieran todos des-
encontrados, le cuesta encontrar motivos y fuerzas para salir
de la cama. Sus dientes amarillos y manchados, sentía un do-
lor constante desde adentro de la cabeza que se tornaba casi
imposible seguir ignorando. Cosas como el siguiente proceso
eran algo insólito, ya que no figuraban entre sus prioridades
ni en el obtuso desarrollo de los eventos cotidianos. Se le mete
al chorro, el cuerpo se enfría al contacto con el agua helada,
se eriza entero, lo primero que observa erizarse son sus bra-
zos, los poros enconados buscan el cielo, después las piernas,
piensa en cuál es la parte que más le gusta de él, cuál es la que
más le gusta de su mujer, de sus otras novias, de sus amigos,
cuales serán para ellos y cuales para sus novias las de ellos y
para los amigos las de sus novias, cual será para su mujer la
parte que más le gusta de él, qué le gusta exactamente de él.
Ya pasaron, no sabe, muchos años y ella no parece haberse
cansado del todo, él no sabe si se cansó ya de ella, no sabría
como interpretarlo ni cómo interpretarse. Piensa que cuando
se muera nadie se va a poner demasiado triste, piensa que es
algo que de alguna forma todos sabían que sucedería. Le da
a la manija, ¡muy caliente!, putéa porque no da con la tem-
peratura que la ocasión requiere, mira los champúes, mira
los productos de belleza, el aceite. Vuelve a darle a la manija,
por primera vez con convicción, el agua comienza a fluir a
temperatura de aceptable, algo más alta, casi bien, cierra los
ojos y se sitúa con el chorro corriendo sobre su humanidad,
se queda así, mojando las ideas largo rato, cambiándolas por
una sensación refrescante, masajeándose la cabeza con los
dedos, en forma repetitiva, la temperatura parece irse ajus-
tando al cuerpo, o al revés, se queda masajeando su cabeza
hueca de cosas útiles, su cabeza que solo siente y piensa dolor,
colgado en eso y en otras cosas y en nada al mismo tiempo,
con la tele en blanco. Piensa con melancolía en la dejadez que

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es su situación: sin trabajar, viviendo de lo que consiguió con
su único manuscrito, pero más que nada de los ahorros que
dejaron sus padres al morir, de la venta de sus autos y de la
casa del campo, se sentía parásito del aire, de los muertos y
de la vida, pensaba en los fantasmas del pasado, que nada le
pertenece, solo los dedos que masajean el cráneo con insisten-
cia, y que no merece ser feliz. Pensaba en no desear conseguir
trabajo, en que cada vez escribe menos, en que ya no escribe,
que ninguna revista se digna a perseguirlo como a una diva
por sus artículos desprolijos, maliciosos e inmorales, en cómo
intentar evadir el cerebro de un inminente apagón. Toma un
frasco grande de champú con aroma a manzana, que dice
otorgar “suavidad y docilidad” a los cabellos, vierte una dosis
en la palma de su mano, lo mira, su color es como plateado o
crema, lo huele: efectivamente, huele a algo que se asemeja a
manzanas, pero más bien a manzana artificial, como los ca-
ramelos masticables sabor manzana, dice “que hijosdeputa,
¿cuántos caramelos inocentes habrán sacrificado para hacer
este champú?”, se lleva la mano a la cabeza y comienza a
mezclar el champú con su enmarañada cabellera hasta lograr
la consistencia espumosa deseada, masajea durante un rato
y mete la cabeza bajo el chorro, dejando correr el champú
sobre su rostro, soplando para correrlo de la boca, ayuda con
sus dedos que los restos desaparezcan del cabello, ahora toma
la crema de enjuague de la misma marca, el mismo frasco
y que augura los mismos efectos en las pelambres tratadas
con dicho producto, lo observa, es de un color más tirando
a verdoso, de consistencia más espesa, parece una escupida
con moco, tiene el mismo olor a manzanas artificiales, deja el
frasco en el suelo, dispersa por la zona a tratar, masajea con la
punta de los dedos y deja actuar como indica la etiqueta. Dis-
traído toma el jabón, recorre el interior de su brazo izquierdo
al tiempo que lo alza, una estela jabonosa cubre su brazo y
despierta en el individuo una inusitada satisfacción seguida
de una curiosidad urgente.

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{El mundo extraño en el que vivimos}

Lo vuelve pasándolo por la cara externa, siguiendo todo con


ojos atónitos, empastando los pelos de detergente, piensa que
eso no es algo natural, que le gustaría bañarse con… con…
bueno, no sabe ¿con una piedra?, su piel está marcada por ci-
catrices y quemaduras de antaño, pierde el interés en el brazo
izquierdo y surca el jabón como una flecha espumante a través
el pecho hasta detenerse en los pelos púbicos, para comenzar
de una vez por todas con una de las cuestiones de mayor ur-
gencia y por tanto cuya resolución debía de ser más pronta.
Pero no desespera. Mantiene la calma. Rodea la zona boscosa
enjabonándola para lo que se venía, llega con la punta de los
dedos primero con el jabón después al testículo derecho, le da
una frotada rápida y suave por debajo, pasa al otro testículo,
hace lo propio con este, después lo pone de costado y recorre
el escroto de principio a fin: de adelante, bajando, por debajo,
por atrás hasta arriba, pasa al órgano vital, lo sostiene con
el jabón, lo deja caer, le pasa el jabón por arriba, piensa en
como estará por dentro, sabiendo cómo está por dentro; lo
confirma: se halla cubierto de una sustancia láctea y pesti-
lente, un asco, pero nuestro héroe no se acobarda ante tan
ingrata tarea y la pela sin asco, el tufo sube directamente y le
dilata las cavidades nasales, llenándolas de un olor caliente a
pescado roquefort, le pasa el jabón de manera casi frenética
diciendo “suciedad vete, suciedad vete”, se lo pasa un rato y
la cara morada de este personaje oloroso se llena de espuma
y parece furioso, y mirándolo bien, a él le parece que sí esta
algo enojado. Lo moja, pasando el jabón a la zurda y usando
el brazo liberado como canal para el chorro que bajaba de la
ducha, repite el ritual de la espuma pero esta vez sin detenerse
en consideraciones metafísicas sobre el estado de ánimo de su
pene, lo moja distinto.
Vuelve sobre sus pasos, sigue por la suave línea de vellos que
sube hasta el ombligo en su camino por el esternón, donde los
vellos se hacen casi imperceptibles unos centímetros y después
vuelven para convertirse en la zona más poblada de su pecho,

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pero eso lo sigue solo con la vista, se detiene en el ombligo,
hunde el índice en la superficie blanda y pastosa del jabón,
lo mete en el ombligo y atornilla dos veces, comienza a ges-
tarse espuma en el interior de la cavidad, como un torbellino
le da tres veces más y el ombligo enfermo escupe espuma por
la boca. Recuerda una novia de la adolescencia que le decía
“¿que vas a hacer con esa pelusa cuando no esté yo para sacár-
tela?”, ella se había alejado como todos los que lo conocieron
en intensidad, por tanto había tenido que aprender a atender
aquellos detalles, ella también le secaba la espalda, lo hacía
sentir el hombre más importante del mundo, pero no por ese
detalle, por muchos. El resto de sus relaciones habían sido
marcadas por la realidad y no por el ensueño, por eso añoraba
esa en particular. Su mujer era descuidada para ciertas cosas,
y real hasta los huesos.
Se deja de estar contemplando el ombligo y su abstracción,
baja por la pierna derecha, piensa en una canción, la canción
le entra de manera violenta al cuerpo y controla sus emocio-
nes, comienza a cantar a toda voz “oh, oh my love”, le llena
el pecho “oh my darling, I´ve hungered for your touch”, baja
por la pierna derecha, sigue casi de largo las rodillas, recuer-
da cuando era un niño, esas eran las partes que más solían
ensuciarse, era el asunto más importante a la hora de vérse-
las con la ducha, ahora nunca estaban polvorientas siquiera,
la toca a su paso con el jabón como una mera formalidad,
sigue bajando, el pie derecho, algo deformado, los dedos unos
encima de los otros son parte de la herencia familiar; lava
la parte inferior del pie, muy sucia, casi negra. Mira su pie
izquierdo: igual o más deformado que su par, cada vez se ase-
mejan más a las garras de un avestruz.
Piensa que también es malo en su trabajo, que carece de
una facultad extraordinaria para la abstracción o la re-
flexión, es apasionado en extremo, pero movido por causas
irrelevantes, piensa en sus limitaciones con respecto a la es-
critura en sí, que no conoce la mayoría de los recursos y los

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{El mundo extraño en el que vivimos}

otros los olvida o los omite de manera voluntaria, que de lo


que sí fue dotado es de una impresionante habilidad para
mentir, para llenar los espacios de palabras superficiales, de
dictaminar sentencias e hipótesis que no abarcan verdades
del todo, sino que son un análisis desparejo y de tratamiento
parcial de la realidad humana. “Mi único defecto realmente
grave es la total falta de imaginación”. Suelta dos carcajadas
breves, casi mecánicas. Piensa en el encanto de la realidad
perversa, que por algo a veces la ha pegado, y le han pagado,
bien en alguna época, ahora demasiado lejana.
Vuelve de su abstracción, se fija en qué parte la senda espu-
mosa está más brillosa y fresca, primero ve la línea de vellos
que baja “a long lonely time” desde el ombligo, luego recuerda
las piernas, los pies, recuerda que es el turno del pie izquierdo,
pasa el jabón por el empeine. Mira por primera vez el jabón.
Es blanco, un jabón como cualquier otro, evidentemente ha-
bía sido usado con anterioridad, pero él no recordaba nada
acerca del instrumento en cuestión, en el lomo la inscripción
con la marca del producto había perdido casi por completo
su relieve. Tenía ranuras que representaban dos hojas finas
y alargadas, glorificando la marca del notable producto, la
cual jamás había oído nombrar este hombre en proceso de
desintoxicación; acerca el jabón a su nariz, lo huele, bueno,
intenta. El cigarrillo había deteriorado su capacidad olfativa.
Pero reconocía el olor, parecido al suavizante de la ropa, mira
la marca a ver si dice “Suavecito”, no, no dice. Pasa el jabón
por la planta del pie, negra, muy negra, pues rara vez utiliza
calzado. Lo de hoy se debía a una excepción: el día era fresco y
no se sentía del todo fuerte, había estado enfermo, guardando
reposo durante varias semanas y recién empezaba a salir de
la cama, comenzó como un estado gripal que se fue compli-
cando, agravado por una gastritis provocada por el consumo
de ciertos medicamentos que creía necesitar pero su cuerpo
rechazaba con insistencia. Sigue lavando la planta de su pie
izquierdo “and time, goes by, so slowly, and time can do…

27
so much. Hey now, are you still mine?”, la mugre comienza
a ceder, pero se queda acumulada en las ranuras de la piel e
incrustada en las articulaciones, pasa a otra cosa, se mira las
uñas: crecidas y llenas de tierra. Se fija si puede sacar la tierra
solo con el jabón: no, no puede. No tiene ganas de meterse a
excavar en profundidad, las deja como están. Se fija en los de-
dos: el más pequeño lo apoya de costado, los tres del medio son
en extremo largos y flacos, se apoyan uno sobre el otro de ma-
nera ordenada, asemejando la disposición de un repulgue de
empanadas. El pie se encontraba casi en su totalidad despro-
visto de vellos, salvo una pequeña zona aislada a la izquierda
del empeine y otra más pequeña que crecía solitaria en tierras
salvajes e inhóspitas sobre el dedo gordo “I need your love, I
need your love, God speed your love to me”. El pie derecho es
otro tema, pero ese ya está más o menos limpio y le da pereza
volver a analizarlo.
Se le vuelve a llenar el pecho y todo el cuerpo de una canción
que lo libera al entonarla. Cierra los ojos, toma aire y con vos
profunda y emocionada canta “lonely rivers flow to the sea, to
the sea”, “to the open arms of the seeeaaaa…”.
Rememora las partes ya alcanzadas por el tsunami de lim-
pieza, intentando calcular cual sería la próxima, se escapa el
jabón del interior de la mano y como un misil casero de muy
baja autonomía de vuelo aterriza pesado, emitiendo un so-
nido hueco al dar con el fondo de la bañadera. Recuerda un
accidente que vió cuando era niño, también le pareció ver-
lo desarrollarse en cámara lenta, sucedió en la esquina de su
casa: un tipo que venía borracho embistió de lleno un coche en
el que venía una pareja y lo hizo dar un par de tumbos, murie-
ron el borracho y una chica embarazada, más tarde se enteró
que el marido, el conductor del segundo coche, se suicidaba
a mes y medio de ocurrido el siniestro, a él le había afectado
como si también le hubiese ocurrido ese accidente y nunca lo
olvidaría; se queda pensando en los cuerpos tirados en la calle,
en la mirada llena de tristeza y de soledad de la chica mientras

28
{El mundo extraño en el que vivimos}

lava con manos pensativas el dolor de su cuerpo, se mira los


dedos, arrugados, piensa que no hace tanto tiempo que está
bajo el agua, lo piensa de vuelta y le parece que podría haber
pasado más tiempo del que a él le parecía. Recuerda que en su
adolescencia no se hablaba con las chicas, cuando alcanzó la
mayoría de edad era un espíritu y un ser distinto, era más libre
y transgresor, se divertía más. Piensa que esas y tantas otras
cosas se pierden en el devenir de los años.
Decide abandonar las contemplaciones, entiende que el
tiempo pasa y él se queda pensando, y que por eso se arruga
sin reparar en nada. La espuma baja por su cuerpo, se deshace
con una sensación de tristeza, y deja que el agua corra, llenán-
dolo de una sensación refrescante.
Cuando el agua hubo despejado la espuma, se vuelva atrás,
siempre de espaldas al chorro, pasa el jabón a la zurda y lo
desliza por la cola, enjabonando de principio a fin “lonely ri-
vers sigh, wait for me, wait for me… I’ll be coming home,
wait for me”. Cachetea los glúteos al unísono como muestra
de satisfacción con el resultado del aseo. Los acaricia y estruja
(cuando alguien ya ha pasado las cuatro décadas de antigüe-
dad es comprensible que ya haya cosas que estrujar), de abajo
hacia arriba y de arriba hacia abajo, el hombre mide algo más
del metro setenta y cuatro, la verdad que no sabe cuanto pesa,
dueño de una barriga incipiente, de figura esbelta y algo así
como torneada a pesar de que no practica deportes desde el
secundario, su piel es pálida y seca.
Se le agotan los recursos. No atina a pensar con rapidez.
Piensa con la espalda: el agua se está enfriando con inminen-
te peligrosidad. Cuando su cuerpo lo advierte, estornuda y
resuenan los espejos, pasa el jabón de costado, rodeando el
glúteo derecho hasta la zona púbica, lo pasa encima del miem-
bro por si las moscas (decidiesen volver), lo sube en posición
vertical hasta el pecho, enjabona los pectorales, primero el iz-
quierdo, después el otro, se detiene en el pezón, lo enjabona,
lo aprieta, mira el otro, repite el ritual, lo observa, ese pezón

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lo tiene partido de nacimiento. Vuelve a la zona que antes solo
había sido de tránsito: el estómago, pasa el jabón por la que él
consideraba (a pesar de que la geografía de la zona lo desmen-
tía) una zona chata, así que omite los pensamientos durante
el paso apurado del instrumento purgativo. Al terminar el
recorrido circular y localizado en que se había convertido el
tratamiento, se encuentra en la zona de los abdominales supe-
riores, sube hasta el pectoral izquierdo, al hombro que sobre
éste se constituía, recorre la superficie. La crema de enjuague
trataba los cabellos con suavidad, los contenía en una solución
espesa, ya no espumante sino que reposaba sobre su cabeza
habiendo adquirido de momento la forma de esta.
Lo envuelve, lo rodea con la palma armada de jabón, al vol-
ver su mirada a éste nota que se ha desgastado mucho a lo
largo del baño y piensa que su alma también se desgastaba
en forma trágica en el transcurso de cada segundo, vuelve al
hombro, sigue, se preocupa mucho por la espalda, son zonas
( la espalda, la panza, el cuello, la cara, las orejas) que un día
común pasaría por alto, pero hoy no, debían de encontrar la
perfección hasta en el mínimo de los de los detalles. Hoy era
un día especial. Así que empieza por la espalda. Estira el bra-
zo derecho, se dispone a recorrerla entero y no dejar espacio
sin su correspondiente higienización, busca el jabón, no lo en-
cuentra, se ve muy hecho mierda, que su vida siempre a sido
desprolija, siempre durmió al revés de un mundo que se ocupa
de llevar adelante la vida, que ahora está con somníferos, y
sigue siendo bastante lo mismo, luego enfoca su mente y sus
sentidos en encontrar el jabón, sentir el jabón, ser el jabón. Se
concentra y lo encuentra, en el interior de su mano izquierda.
Se siente la definición en diccionario de colgado, ido.
Los años no vienen solos, no, vienen erosionados por un sutil
pero eficaz vaciamiento de la masa encefálica. Se descuelga la
tristeza de saberse condenado a una existencia infeliz, pien-
sa en la dulzura de algunas cosas, que hacen posible la vida,
piensa en la alegrías de la existencia, piensa en los momentos

30
{El mundo extraño en el que vivimos}

felices de su vida, piensa en su mujer, piensa que la felicidad


cuesta mucho dolor. “Oh, my love, my darling, I’ve hungered,
hungered…” Buscó en muchos lugares y de distintas formas,
con todo tipo de personas y siendo él mismo de muchas ma-
neras, pero nada funcionó, el mundo no parecía haber sido
concebido para él ni viceversa. Basta, se dice, “hoy es un día
especial”. Se refriega frenéticamente las axilas sin pensar de-
masiado en ello, piensa en la comida, en los labios de su mujer.
Ojalá llegue temprano…
“For your touch, a long lonely time”, “no” dice con voz de
cadencia más lenta y un poco mas descreída pero de igual
compromiso carnal con la realidad, ningún recaudo era en éste
caso innecesario, ella era todo lo que quedaba, al levantar la
vista adelante, a los costados, lo otro se borraba con el sonido
del viento, no había nada ni nadie, no quedaba en su existen-
cia solitaria más que una mujer, que permanecía inmutable,
impoluta, movida por una profunda devoción, o la sórdida
resignación de entregarse a alguien que la necesita para no
morir. Vuelve a su ritual lavativo, estira los brazos buscando el
cielo, sobrepasando la altura de el artefacto irrigador de agua
y sensaciones, los estira, los dobla en dirección a la pared del
fondo, ahí se da cuenta que entró en un estado de pesadez con
el baño tan largo y caliente. No se siente bien, le duele la cabe-
za y tiene el cuerpo pesado, pero tiene que ponerse bien para
la noche, así que sigue con lo que resta, se toca la espalda, se
despereza, busca el jabón en sus dos manos: lo encuentra en la
izquierda, se lleva las manos a la cara con miedo a errarle, la
encuentra al tiempo que cierra el bostezo, baja por los lados
hasta el cuello donde corre un caudal de agua, se enrosca el ja-
bón cómo una víbora, agacha la cabeza, siente el agua correr
por su cuello, pensando qué sigue, enjabona de nuevo el cuello
y lo vuelve a enjuagar. Para las orejas, oye algo que golpea a
ritmo desparejo, los espejos se azotan contra la pared, retum-
ban, se acelera, se acelera, parece que algo va a explotar, atina
a cubrirse la cabeza en un instinto de protección, comienza

31
a sentirse muy mal, cuando se da cuenta está sentado en el
piso de la bañera con los brazos cruzados sobre la cabeza, se
incorpora y se marea al hacerlo. Piensa que no puede estar
tan hecho pelota, que sus viejos se retuercen en la tumba, que
les falló y se falló a sí mismo. Permanece de pie como puede.
“And time goes by, so slowly and time can do so much…” Pero
tiene que estar bien, para la noche. Decide una vez que haya
terminado el proceso pegarse una cachetada de agua fría a
ver si eso lo despabila un poco. Extiende los brazos hacia de-
lante y los gira, los flexiona, acerca las manos, las observa:
están todas arrugadas, la carne ha adquirido una tonalidad
blancuzca, haciéndose hasta transparente en la punta de los
dedos, busca en ellas algo, algo que ellas no tienen: el jabón,
y ninguna otra respuesta. Lo encuentra después de una larga
búsqueda: deshaciéndose en el fondo de la bañera, en el cau-
dal que baja hasta la rejilla. Lo junta y el movimiento no fue
ni rápido ni preciso, el jabón empequeñecido se le confunde
con el fondo blanco de la bañadera, lo levanta, se enjabona
el cuello en un movimiento lento y pesado. Recuerda que por
esa zona ya pasó, lo frota entre sus manos, como una mosca
regocijándose sobre la preciosa basura pronta a ser devora-
da, se enjabona las mejillas, la barba, el bigote. Piensa que
tiene que estar bien, sí o sí. Se restrega atrás de las orejas,
luego hunde el índice izquierdo en el jabón y lo introduce en
el oído izquierdo, vuelve a hundirlo y ahora lo introduce en
el derecho, siempre odió esa parte, ahora pone la cabeza de
costado y deja que el chorro caiga y se meta al oído izquierdo
para llevarse el jabón, gira la cabeza y hace lo propio con el
derecho, de niño eso lo hacía por obligación, su madre le decía
“lavate bien las orejas” y el sabía lo que ella quería decir por
bien, piensa que cómo le gustaría tenerla hoy a su lado, pero
que también se sentiría avergonzado de cómo había resultado
su vida. Comienza a impacientarse por terminar y se apodera
de su cuerpo un estado febril. Una excusa perfecta para no
hacerlo, ese viejo ritual de no hacerlo, aplicable a cada una

32
{El mundo extraño en el que vivimos}

de las situaciones previsibles en la vida. Comenzó cómo una


broma, dejadez, aunque sería una señal inequívoca de su se-
vera falta de predisposición en general. Había veces que solo
se quedaba parado en medio de la bañera, remojándose unos
pocos minutos, salía, se secaba, miraba el espejo y se peinaba.
Aún hacía cosas por el estilo, a veces pasaba días sin cepillar-
se los dientes. Pero hoy no, pues las coyunturas del destino
y el universo determinaban un encuentro cercano entre dos
cuerpos, hoy la noche era de los enamorados. Después elegi-
ría alguna fragancia digna la ocasión. También pensó en no
olvidar cepillarse los dientes. De pronto comienza el retumbe
con renovado estrépito, se agarra como puede de la pared de
azulejos blancos. Intenta descifrar la procedencia del escán-
dalo. Permanece quieto unos momentos. Logra precisarlo:
viene de su interior. La consecuente resolución hace que el rit-
mo y escozor del desastre se aceleren aún más, ahora le duele
al respirar, cuando traga aire siente una punzada profunda
y sangrante en el pecho. La imagen que se hubiese podido
apreciar de presentarse alguien en el cuarto era extraña, un
individuo con expresión despavorida, fuera de sí, los ojos re-
dondos llenos de desconcierto y pavor, pálido cómo si toda la
sangre se le hubiese vaciado de súbito del cuerpo. Un indi-
viduo contra las cuerdas. Tirado contra una pared, girando
la cabeza con rapidez, cómo buscando desesperadamente un
fantasma. Reflexiona como puede acerca del origen del caos y
las posibilidades de sus consecuencias. Junta valor. Se dispone
a pararse bajo el chorro. Lo hace. El agua corre sanando, aún
cuando más no sea de manera transitoria su adolorida cabeza.
“Hoy es un día importante”. “Tengo que estar bien, hoy es un
día importante” repetía. Había dispuesto velas en los pisos
de toda la casa, desde las escaleras de entrada, en el living un
camino que llevaba a la escalera de la terraza, allí una mesa
con un champagne enfriándose en una frapera, manteles de
seda, blancos y rojos, platos y cubiertos para dos, sillas an-
tiguas, flores frescas. Era su aniversario. Recuerda las manos

33
de su mujer en una noche apasionada. Para vestir, ya que la
ocasión lo sugería, algo elegante. La cena se estaba cocinando.
Al rememorar detalles y situaciones había desconcentrado su
atención de los latidos de la catástrofe, su corazón disminuye
el escándalo, vidrios y espejos que antes prácticamente sal-
taban de las paredes, ahora apenas temblaban con suavidad.
Todo parecía indicar que lo peor ya había pasado. Pero toda-
vía le cuesta respirar. El jabón se encuentra a un instante de
desvanecer por completo en el fondo de la bañera, en la boca
de una rejilla a través de la cual el agua de cualquier manera
se abre paso. Piensa mientras permanece inmóvil, encorvado,
los brazos colgando muy cerca del suelo, la boca abierta y la
mirada ida, en los pasos a seguir una vez que termine con el
baño: cepillarse los dientes; afeitarse; secar el baño, perfumar-
se; ver como va la comida; buscar la fuente de cristal de la
abuela en el aparador de las cosas viejas; elegir la indumenta-
ria; pensar la música…

Primero Chet Baker, después Elvis y Ray Charles, algo ro-
mántico de Bob Marley también. Y eso era todo. Todo lo que
podía hacer, el éxito de la velada estaba asegurado. Hoy es su
aniversario. Y después de dos años consecutivos prácticamen-
te pasando por alto la fecha, quería redimirse y agasajar a la
mujer de su vida con una noche de placer y una cena especial
“are you, still mine?”. El individuo tenía espasmos, tiritaba.
Cada vez más cerca del suelo. “I need your love…” Piensa en
usar la camisa azul de una noche llena de romance lejana en
el tiempo, zapatos marrones, pantalón blanco; una lágrima
baja apurada por su mejilla derecha, luego otra se precipita
por la izquierda. Pierde el control y cae pesado contra la ba-
ñadera, la cabeza se abre como una fruta al dar con el fondo,
y la sangre corre con el agua hasta desaparecer por la rejilla,
como un río milenario, el cuerpo se retuerce cada tanto y tose
de manera constante y estrepitosa. El corazón latía con te-
rrible escozor, parecía querer salirse de un cuerpo que dejaba

34
{El mundo extraño en el que vivimos}

de funcionar, latía como laten los corazones sin posibilidad


de escapatoria. Late como la última vez. El cuerpo que yace
tendido en la bañera se mueve cada vez menos. “I need your
love…” El cuarto se llenó en algún momento de un humo os-
curo y tóxico. Apenas respira. La cortina de plástico alrededor
de la bañera es alcanzada por las llamas que comenzaran en
la cocina, atravesaran el living e incendiasen la casa entera.
En el cuarto de baño cae una cortina ardiendo sobre alguien
agonizante y se derrite contra su cuerpo. “God speed your love
to me…”. Una persona deja de existir profiriendo alaridos
ahogados de dolor mientras la casa se incendia.

El camión de bomberos llega a la casa de la calle Artigas a


las 19:43, veintidós minutos después de que un hombre mo-
ría asfixiado en su bañera. Tardaron algo más de una hora
en poder entrar. Una vez atenuada la voracidad de las llamas
los bomberos procedieron a investigar el lugar donde ocurriese
el siniestro en busca de posibles víctimas. Con ellos venía un
perito, cuya función era determinar la causa que iniciase el
accidente. Su trabajo se vio simplificado a medida que avan-
zaba tras los hombres del cuerpo por las escaleras de mármol
blanco cubiertas de cenizas y trozos de madera quemada, que
el primero de los hombres corre con el hacha para posibilitar
el paso a los que le seguían. Buscaron en las dos habitacio-
nes y no encontraron nada. Después se dirigieron al baño. El
bombero voluntario Jorge Benítez fue el primero en avistar
el cadáver de un masculino caucásico, de aproximadamente
1, 80 metros de altura y unos ochenta kilos de peso, envuel-
to en una mortaja de plástico derretido que había tomado su
forma, en posición fetal, y cuyo cuerpo estaba carbonizado a
medias, con la boca abierta, los ojos desorbitados. El bombero
se impresionó bastante, y eso que Jorge Benítez vió muchas
cosas muy fuertes, pero esta escena le pareció en particular
triste, porque el cadáver conservaba una expresión desolado-
ra en el rostro. En la puerta del derruido edificio, estirando

35
la cinta con la leyenda “peligro”, que los bomberos colocasen
tras su paso, se agolparon las vecinas a la caza de cualquier
información relativa al habitante de aquella casa vieja y som-
bría. Todas tenían un aspecto muy otoñal, desde la ropa hasta
la mirada. Con expresiones de urgencia en sus rostros y algu-
nas otras preocupadas de veras. Preguntaban al bombero que
controlaba la entrada del lugar que “¿qué paso con el tipo
raro ese que vive acá?”. Cuándo preguntó éste por los fami-
liares del cadáver solitario, la señora que tenía un taller de
artesanías a dos casas respondió que no se le conocían familia
ni amigos, que nunca nadie lo visitaba tampoco, que su mujer
lo dejó hará dos años al olvidar éste un aniversario de casados,
eso se lo había contado ella una vez que la cruzó en el centro.
Una joven que se encontraba entre el grupo a la expectativa
de noticias dijo que se enteró por medio de su madre cuando
fue a visitar a una prima a un psiquiátrico en Barracas, que le
vió allí entre los internos, que recién se lo había vuelto a ver
desde hace dos meses por las calles del barrio, había vuelto a
habitar la casa que antes compartía con su esposa. Una seño-
ra de unos sesenta años, en pantuflas, salida de baño y ruleros
dijo que era un drogadicto y que una vez leyó uno de sus ar-
tículos y era una franca porquería. Otra señora, más o menos
con los mismos años aunque un poco más discreta dijo que de
eso no sabía nada, pero que sí era bastante raro. Dijeron que
andaba siempre a oscuras por la casa y que por las noches le
daba por encender velas. La del almacén de la otra cuadra dijo
que iba una vez por semana y compraba siempre lo mismo. La
mayoría de las vecinas convinieron que era un pobre diablo,
solitario, que no tenía nada, ni una planta, solo un gatito en
una época pero que hacía rato no se lo veía. La joven que dijo
lo del psiquiátrico se mordía los labios, hubiese preferido no
decir nada, pensaba con tristeza que nadie merece morir así,
aunque la consolaba saber que esté donde esté, esa persona
iba a estar mejor que en este planeta solitario. Los bomberos
no encontraron ningún gatito.

36
El mensaje
de GL

Una multitud se ha congregado hoy, jueves por la tarde en


la casa de la calle Santo Chocolate. La casa de la Sagrada Se-
ñal de Providencia, donde luego tendría su Sede la Iglesia de
la Buena Fe. Allí, en los Sacros Aposentos fueron tres de sus
más hermanos testigos de los milagros de la alquimia, cuando
el sabio maestro convirtió ositos de gelatina en hongos mági-
cos que compartieron en señal de buena fe y para comerse un
viaje copado. La multitud fue convocada por el Grosso Líder
en la Piazza Piacere, frente a su balcón. Nadie quiso perderse
este nuevo regalo, se dejaron guiar por la Fe Máxima, por
la dulce voz del maestro, dispuestos a enfiestarse con Dios y
respetando la costumbre eclesiástica de concurrir a los actos
de fe con una bebida blanca.
Fue entonces cuando se hizo presente en El Balcón un hom-
bre de unos treinta y tres años, envuelto en una túnica y en
misterios, barbudo pelilargo y hipón, con ojos achinados y
sonrisa de buenaso. Es GL. Se acerca con paso solemne al
borde y comparte su dicha con la multitud:
-Habemus pepa hermanos- y sus manos se llenaron de car-
toncitos multicolores que aterrizan como gentiles mariposas
psicotrópicas en las lenguas fervorosas de los fieles.
Así comienza la festividad de locura religiosa.
- Emancipaos de la esclavitud mental, ya saben que Jah nos
viene a liberar. Lo dijo el profeta. No se preocupen por nada.
Está todo bien.
La multitud vibró de júbilo, comenzaron los abrazos grupa-
les y los cantos jamaiquinos, Brindaron con bebidas sinceras
y enérgicas traídas de Cuba.
- La próxima fiesta es en la playa- dice GL y salta del Balcón
para unirse a la Máxima Fiestonga.

{La fiesta en la playa}

La fiesta no tendría un final preciso, tendría muchos y jamás


tendría ninguno, así como tampoco había tenido un princi-
pio, la trajeron de varios lados: algunos de sus casas; otros
cuando salieron de trabajar ese viernes comenzaron la gira
que ahora estaban desmayando, o vomitando o continuando;
algunos la tenían reprimida desde hacía años y encontraron
la ocasión propicia para desbocarse: las nenas de mamá corre-
teaban desnudas las arenas del pecado, los que en la escuela
eran tranquilitos y callados, que se hacían pis de los nervios
y eran víctimas de abusos eran quienes abusaban ahora, ex-
perimentando los efectos de cuatro o cinco drogas al unísono

38
{El mundo extraño en el que vivimos}

que amenazaban con estallarles los cerebros, eran diablos con


la lengua afuera, persiguiendo mujeres entre árboles que les
decían cosas muy locas; cada uno trajo su fiesta, que luego
devendría en una fiesta mundial y recopada. Por eso: la fiesta
no terminaba y venía de hace como dos días, el inconscien-
te colectivo intuía que era domingo (en gran parte por la
presencia de un individuo enfundado en hábitos blancos y
pulcros, y el sermón que este predicaba con el pecho inflado
de gloria y de verdad divina a cuanto parroquiano se acerca-
se al montículo de piedra que auspiciaba de altar, alrededor
del cual se había congregado una pequeña multitud de cinco
o seis fieles con cara de trasnochados y babeando, a todos
aquellos cuyos oídos eran dulcificados por el mensaje de paz).
Distintos grupos de distintos coloridos y particularidades, de
conformaciones y orígenes heterogéneos e indeterminados se
encontraban diseminados hasta en las zonas más recónditas
del balneario, grupos que en el transcurso de los días tuvieron
que enfrentarse a la adversidad, vencer todos sus temores,
que la lucharon como bestias hasta conseguir el Nirvana,
hasta conseguir una ostia y un perdón, hasta vencer a los mo-
linos e instaurar la anarquía en el reino de Babilonia, hasta
que en la playa hubo paz bajo las estrellas y la comunión es-
piritual iluminó el firmamento. Nadie tenía una procedencia
cierta, una identidad fija, eran todos aquellos ciudadanos de
la vida, los buscadores de experiencias y, acaso, del sentido de
la existencia, los soñadores, los marginales, todos tenían su
lugar y una época de felicidad en la playa. Ya habían pasado
demasiado de la hora final de las inhibiciones. Solo los más
comprometidos con La Buena Fe pudieron pasar la prueba.
Ellos llevarían la antorcha de ahora en más. Era de noche,
el día había parecido eterno, no parecía ser esta la segunda
noche y con seguridad no era la primera. GL trajo el mensaje
de amor que prometía. Todos fueron felices en esa hermosa y
loca fiesta. Y nadie tuvo resaca.

39
El pacto
silencioso

Escucha sus pasos acercándose en la oscuridad, podía


sentir su respiración agitada cada vez más nítida, su cerca-
nía le pone la carne de gallina y comienza a sentir un frío
puñal adentrándose hasta su vientre.
Sabía lo que sucedería si la encontraba. Aterrada, musi-
taba una plegaria que no recordaba entera, luego repetía
una y otra vez “por favor, no dejes que me encuentre”.
Esa noche no pudo encontrarla. Lo escuchó caer vencido
por su borrachera, maldiciéndola hasta quedarse dormi-
do. Generalmente duerme un par de horas en el sofá del
living y cuando recupera un poco la conciencia se pasa a su
{El mundo extraño en el que vivimos}

dormitorio. Ya no corría peligro, al menos por unas horas.


Salió de su escondite y atravesó el living hasta la pieza de
su hermanita Sofía. La despertó con un beso en la frente y
le dijo que busque el cepillo de dientes, que iban a dormir a
lo de los Galván. Sofía agarró el cepillo de la mesita de luz
y juntas se escabulleron hasta la puerta del fondo. Pasa-
rían la noche en lo de su amiga Ana, que vivía a tres casas
de la de su padrastro. Allí estarían a salvo.
Irina tiene catorce años, su padre murió cuando ella tenía
once y Sofía ocho. Su madre huyó el año pasado, deján-
dolas a cargo de su nuevo esposo, un hombre frustrado y
devenido a la bebida. Estaban solas en el mundo. Y se ha-
bía jurado protegerla hasta la muerte. No la abandonaría
como lo hizo su madre.
Una vez en casa de Ana durmió como si no lo hubiese hecho
en años. Así y todo despertó sin que la llamen y se llevo a
Sofía a lo de su padrastro. Le preparó un mate cocido, luego
la acompañó a la escuela y se fue a trabajar.
Irina había abandonado el colegio, consideraba que no tenía
ningún sentido educarse, y que además tenía otras priorida-
des; trabajaba como doméstica en la casa de una vieja amiga
de la familia paterna para poder sustentar las necesidades de
su hermanita. Por las noches lloraba secretamente la muerte
de su padre, pensaba que si él siguiese vivo no dejaría que
nada malo les pase y ella podría tener una vida normal, ir al
colegio y jugar con sus amigas.
Jamás pensó en hacer la denuncia, sabía que si daba parte
al Estado de su situación las separarían y Sofía crecería en un
orfanato, cuando lo que necesitaba era de ella, su familia. Con
lo que ganaba en lo de Doña Matilda y algún otro dinerito
que se hacía repartiendo diarios iba a alquilarse una piecita
para que vivan tranquilas las dos, además cabía la posibili-
dad de mudarse a lo de Doña Matilda para cuidarla, ya era
bastante vieja y estaba perdiendo la vista.
Apenas se mudaban a su casa cuando el padrastro comenzó

41
a molestarla. Ella lo soportó con humillación y terror. Sabía
que era eso o la calle. Empezó a vivir con miedo, sabiendo
que cuando cayese la noche haría aquel hombre siniestro sus
visitas furtivas, listo a saciar su morbo y humillarla una vez
más. Caían sus lágrimas mientras la forcejeaba en el juego
nauseabundo y la amenazaba con que la próxima víctima se-
ría otra si no respetaba el pacto silencioso.
Y eso hizo, con el tiempo ya no le generó asco ni deseos de
venganza, sino pena. Como una flor en un pantano creció
fuerte y hermosa. El jamás la vencería.

42
El perfume
del olvido

Los sábados por la tarde, en las zonas lindantes a la Avenida


Santa Fe se respira un aire de tranquilidad generalizada, in-
cluso desde este bar tan separado del mundo pero a la vez tan
inmerso en él, en la mitad de la cuadra, al que entra poca luz,
donde el humo se condensa, y el licor se ensucia en los vasos,
donde se oxidan los cuerpos y las mentes de los bebedores
vespertinos, que miran sus vasos ensimismados, donde algu-
nos dejan caer sus cuerpos en dirección de las mesas. Otros
despreocupados y no tan derrotados por la oscuridad miran
las jovencitas pasearse con ligeras ropas de verano. Llegué a
eso de las cuatro, me ubiqué en una mesa apartada de las del
resto de los parroquianos, cerca del ventanal. Se hicieron las
seis y cuarto, según indica el reloj sobre la barra, el cantine-
ro observa con expresión adusta el comportamiento de los
borrachines, que debían de ser los mismos de todas las tar-
des. Pero estaban todos demasiado vencidos para ocasionar
cualquier inconveniente, frunce el ceño mientras vigila hasta
casi tocarlo con su frondoso mostacho. Son las seis y cuarto
y el tercer vaso de whisky se precipita hacia mi garganta. Un
cenicero de chapa con más de ocho cadáveres de cigarrillos,
cenizas hasta el tope y desparramadas en la mesa, un atado
de Parisiennes con seis o siete cigarrillos dentro, un Zippo, el
paquete se encontraba en perfecto estado, casi sin arrugas
ni pliegues, lo cual significaba que lo fumé en poco tiempo,
que casi ni estuvo en el bolsillo de mis pantalones, lo golpeo
con dos dedos al tiempo que lo giro hacia abajo, aparece un
cigarrillo, dejo el paquete caer sobre la mesa de mi tarde, lo
observo a distancia prudente, lo observo y recuerdo cuando
comencé a fumar, a escondidas, con mis amigos del barrio,
hace más de veinte años, que hace siglos que no los veo, que lo
primero que hice fue olerlo, recordé el olor a madera de aquel
cigarrillo rubio, vuelvo, me mando el cigarro apurado a la
trompa, lo prendo. Hace rato que ya no le siento ningún olor.

44
La historia
de un
tremendo
pelotudo
Juan, el del 8 “D” tiene insomnio, desde hace dos años solo
consigue dormir unas pocas horas sobre el final de la noche.
Juan es como vos y como yo, trabaja, se da sus pequeños
gustos un mes que otro, tuvo sus parejas y ahora ya no, nadie
a podido socorrer su soledad intransitable. Se sentía en un
planeta separado del resto, como en una burbuja, sin poder
escuchar lo que dicen desde las otras burbujas y sin que nadie
alcance, o le interese, percibir lo que pueda suceder dentro de
la suya.
Lleva a pasear su soledad a distintos lugares, pero jamás
consigue distraerse ni encontrar relajación. Juan viaja todos
los días hábiles cincuenta minutos en tren y veinte en subte,
todos los días las mismas caras, distintas, pero todas marca-
das por una misma tristeza. Todas las formas se le aparecen
iguales, del mismo color, siempre siguiendo los mismos pa-
trones, balanceándose al ritmo del monstruo comegente que
avanza rabioso sobre los rieles. Juan odia esa parte de su
vida, aunque a veces también encuentra sosiego, buscando
por la ventanilla un significado a la opresión que lo desarma.
Juan, igual que muchas personas, como consecuencia de
malas experiencias y de sus represiones personales, le tiene
miedo al amor, pero también a la soledad.
Trabaja en una distribuidora o una fábrica, no terminó el
secundario porque no le interesaba estudiar. Antes solía ir a
recitales, pero con el tiempo fue dejando de hacerlo, quedaba
muy cansado del trabajo de la semana y prefería quedarse en
su casa mirando televisión.
Por supuesto, como muchas personas, Juan se encontraba
agobiado con su vida, por esa sociedad sanguinaria que le
succionaba las energías y las ganas de vivir. Poco a poco se
fue mimetizando con esa masa, ese color, con la homogenei-
dad de los trenes. Le va adquiriendo un temor inconsciente
a las cosas que desconoce, no le interesa nada en concreto,
nada de si mismo ni del mundo que lo rodea.
Así estaba Juan, hundido en su desdicha, comiéndose un
pancho en el andén cuando de toque viene un drogado y,
para zarparle el pancho, lo tira a las vías cuando el tren es-
taba llegando.
Juan es un chabón al que la vida se lo llevó por delante, que
no te pase lo mismo.

46
La educación

Me la encontré demasiado de repente, casi como si la puta


vida quisiese que me la choque, la hubiera esquivado, pero sa-
bía que me había visto y que ella hubiese hecho lo mismo, así
que la intercepté plantándomele frente a frente en la calle, me
estira la mano, la tomo, la aprieto, después ella me intercepta
tirando una propuesta que corta el aire de mi desconcierto.
Fue casi tan incómodo aceptar su invitación a un café como
exponer las razones que me incentivaban a no hacerlo; este
pseudopersonaje con un numerito barato en épocas enajenan-
tes y conflictuadas de mi anterior adolescencia, guiado por
una cortés y formal hipocresía terminé accediendo de mala
gana. En sus palabras, sus gestos se dejaba entrever cómo se
ponderaba de su profesionalismo y estructuración elaborados
con meticulosa paciencia, yo la conocía bien, sabía que ha
venido mintiéndose por décadas a sí misma y a sus horribles
banderas. Nos metimos en un bar, luego de caminar en silencio
un par de cuadras. Nos sentamos en una de las mesas junto al
ventanal mirando la avenida Santa Fe, cuando hube obtenido
mi estimulante cortado con leche, mientras vertía dos sobres
de azúcar pensé con nostalgia que disfrutaba mucho más de
un café en soledad.
No podía evitar mirar fijo su verruga, y los pelos que de
esta sobrevenían, una suerte de amenaza latente y payasesca.
Recordé cómo le molestaban mis cigarrillos. Encendí uno y
le tiré el humo en la cara. Me dijo alguna vez, lo recuerdo,
“… Vos estás loco, fumás porro y hay niños que mueren de
cáncer… Pensalo bien, ¿no te sentís una mierda? ¿no?, ¿ni un
poquito? Bah, sos una mierda sin corazón…” y lo que más me
hería de todo el asunto era que su profesionalismo avalaba su
estupidez y condenaba mi forma de vida.
Y yo era un animal y un agnóstico de porquería, a pleno
centrifugado cerebral, enclaustrado en un silloncito que me
reducía a la situación de paciente, aceptando todas las pres-
cripciones que mi espíritu andaba necesitando. Luego me
escabulliría sigilosamente de toda esa porquería semántica
y moral que me ponía de cara a una realidad lejana a mi
realidad diaria.
“Yo no le hago mal a nadie, cuanto mucho a mí mismo.
Hay gente que toma merca y sale con un caño a conseguir
más, hay tipos que se violan a los hijos y políticos que ma-
tan de hambre a un país entero.”
Pero ahora tenía que tragarme el café hirviendo de rabia,
mientras escuchaba sus preguntas de mierda de “¿Cómo
estás?¿Que es de tu vida?”, y sus falsedades “me encanta
que te este yendo bien”, yo mentía sin esforzarme demasia-
do y sonreía a medias, lo cuál sí me costaba horrores, pero
bueno, pensé, he tenido que soportar cosas peores, pido otro

50
{El mundo extraño en el que vivimos}

café, miro por la ventana cómo la vida continúa a pesar de


que uno no anda corriendo como un loco por ahí afuera,
miro su verruga y no comprendo, jamás podría compren-
der cómo puede ser tan asquerosa. En el transcurso de la
conversación ella recuerda porqué era que me odiaba tanto,
a mí, con mis aires de superioridad, que todo me chupa un
huevo y que me manejo por la vida tan despreocupado y
pelotudo.
Luego vino otro auténtico personaje: permisivo, com-
placiente, morboso. Entonces era yo una autoridad, una
Presencia, que exponía las razones íntimas del existir, que
recitaba situaciones intrascendentes. Todo bajo su perversa
y servil aprobación. Su constante estímulo me repugnaba
tanto… Y yo seguí con mis mentiras hasta aún después que
esta Presencia fuese condenada a una visita a la quincena,
luego absuelta de toda culpa y cargo. Nunca fue necesario
sacar de entre mis manos revelaciones misteriosas. Eso que
ninguno de ellos se atreviera a nombrar como conciencia,
no tenía paz, y era un enmarañado revoltijo de sensaciones
nauseabundas, deseos reprimidos y pensamientos envena-
dos de raíz.
Luego de ésta pactada alta honorífica, me alejé de todo
eso; en un proceso del inconsciente trasladado a la vida de
las acciones, me alejé de todo lo importante para mí. Aque-
llas fueron épocas de felicidad, con la mente bastante en
blanco, y hoy día se me llena el cuerpo de una espontánea
beatitud al evocarlas.
La ciudad me formó de una manera en la que para sobrevivir
era necesario no demostrar ninguna clase de sentimientos. Las
inquietudes de mi alma me llevaron a incurrir en la violencia
de todo tipo, para completar la parte instintiva en la bús-
queda de sensaciones extremas. Me maravillaba mi perfecta
frialdad, mi certera ausencia de remordimientos, y el cuerpo
respondía siempre: no está demasiado roto y la furia mueve
montañas. Transité estos caminos a ciegas, noches idiotizadas

51
de psicotrópica confusión, vomitadas y vueltas a confundir.
Pero el fin llegaría como un portazo que me rompería la cara.
Una mañana de resaca, desperté sobresaltado en mi viejo,
húmedo y querido sofá. Olía más a orina que de costumbre.
Mi cabeza lentamente respiraba conciencia de la realidad, a
la cual me devolvía el repugnante sabor dentro de mi boca,
en este sofá tapizado de vómito casi tan estropeado como mi
alma, un lugar común de mis despertares pos violentos. Pero
ninguno parecido a este, en el que se precipita una furia ajena
a mi hogar:

-Iván, abrí… Dale, ¡sabés que no me gusta esperar en la ca-


lle! ¡Iván abrí ya te digo!-.
-Pará que estoy en bolas…- dije conociendo de quién se tra-
taba la voz amenazante tras la puerta, pero no sus intenciones
hacia mi persona.
-Vos me querés impacientar, ya vas a ver… Porque bla bla
bla y que se yo de que cosa blablabla, vas a ver…

Era mi vieja, en situación de ultimátum, seguramente se ha-
brían comunicado con ella para informarle sobre mis atropellos
a la moral y las buenas costumbres, sobre las atrocidades co-
metidas por el maldito cordero descarriado y drogadependiente.
Podían haber sido muchas personas: la casera, una vieja agria
y divorciada que siente rencor hacía “todas las putitas esas que
andan mostrando el culo y lo único que quieren es robarle el
marido a una”, todo hombre ya que “son todos iguales, unos as-
querosos, y todos quieren lo mismo”, a la cual no visitaba desde
hace ya un prolongado período que bien podía exceder los dos
meses para discutir las cuestiones relativas al pago de la renta
y las actitudes propias de ser “un buen inquilino y ciudadano”,
al igual que con todo el mundo era inevitable la confrontación
y posterior explicación sobre qué era exactamente lo qué movía
mi comportamiento y por que elegía un estilo solitario, destruc-
tivo y espiritual, con los seguros perjuicios que éste suscitaba en

52
{El mundo extraño en el que vivimos}

mí como individuo social. Yo no tenía ganas de rendir cuentas a


nadie. Por eso la evitaba; podían ser algunos de mis olvidados
empleadores: el de la revista que no recibió el artículo de redac-
ción proselitista y engañosa, el dueño del tugurio asqueroso en
el que auspicié de mesero algunos fines de semanas atrás, los de
la facultad privada a la que hace casi un semestre que no asisto.
Tal vez mi media hermana, desaparecida en el cause continuo
y arrollador de los tiempos y que no había vuelto a dar señales
de vida, podía ser cualquiera, pero mi vieja bramaba como un
toro lleno de leche que con sus bramidos amenazaba con tirar la
puerta abajo. Me puse los pantalones de inmediato y agarré el
picaporte, estaba cubierto de un plasma viscoso, me costo poder
hacerlo girar debido a la resbalosa sustancia, lo cual me enfure-
ció y me produjo una profunda pena. Mi madre entró como una
ventisca, me dio un beso frío y apurado, me relojeó de arriba
abajo y soltó un:

-Así que éstas son horas de andar despertándose… Mirá como


tenés el pelo, y estás flaco, le quedás chico a todos esos tatuajes
que tenés. Eras tan lindo cuando eras chico. ¡Siempre con esos
pantalones vos!! ¿no tenés otros? Ay, mirá, pareces un croto, la
verdad que es lastimoso venir y encontrar al único hijo de una
en éstas condiciones.
-Mamá, no me hinches las pelotas. Es temprano.
-Para vos es temprano que vivís al revés del mundo, pero en
el resto del planeta son las tres de la tarde.
-Que hinchapelotas, yo quería dormir hasta las cuatro.
-Joderse, yo soy tu madre y me voy a seguir preocupando, y
lo que es más importante aún: ocupando. Te vine a avisar que
ya tomé cartas en este asunto.
-¿Pardon moi? ¿de que asunto estamos hablando acá? Enci-
ma tan temprano…
-¡Que no es temprano!
-Faaa, no te enfurezcas leona, para mi sí es temprano. ¿me
explicás de que hablamos?

53
-De las cosas que haces por ahí y que no puedo precisar qué
pero se por donde andan. O con qué se fuman. ¿Me entendés?,
porque yo se bien que andás en esa mierda todo el día que te
está destruyendo y vos no te das cuenta. Porque yo se que
vos fumás.
-Mamá no vengas con pelotudeces, te ponés en drástica y
quién te aguanta. ¿Porqué me venís con estas paparruchadas
cuando recién me levanto? mirá, sentate y ponéte cómoda, se
ve que la cosa va para larga. Aguantá que me preparo un café
a ver si puedo pensar en algo.

La madre mira a su alrededor mientras su hijo se alejaba
en dirección a la cocina, corre con asco los almohadones del
viejo y orinado sofá, se acomoda en el medio, con las piernas
juntas y las manos sobre éstas, intentando no tocar nada, a la
expectativa del posible desastre: se le ocurría que quizá el te-
cho se destrozase y cayese, o que tal vez apareciese la policía
en el marco de un operativo antidrogas “pobrecito, déjenlo,
no le hace mal a nadie”, luego, presa de un inusitado instinto
maternal, pasa una de sus manos por la mancha de baba en
un almohadón a su izquierda, piensa “soy una madre terrible,
¿cómo dejé que mi criaturita termine así?”, deja caer su mira-
da en la humedad de la pared de enfrente, oscurecía el cuarto
y los sentimientos de quién habitase entre sus inmundos in-
teriores. “Soy una estúpida, cualquier persona con olfato y
con vista se hubiese dado cuenta hace rato que mi hijo está
en las últimas”.
“Mi hijo está en las últimas”, hace años que lo vengo escu-
chando, hace años que supuestamente estoy en las últimas.
Algo de razón tiene, no estoy en las últimas, pero sí en el fon-
do. Contemplando mi situación, de pie casi por casualidad,
con la mente enflaquecida, cuando el sabor recalcitrante del
vómito junto con una jaqueca insoportable establecen una
línea de continuidad entre el presente y una noche de la que
nada puedo recordar , pero cuyo fogonazo de imágenes me

54
{El mundo extraño en el que vivimos}

provoca un dolor retorcido en el alma, viéndome un instante


de afuera, sentí tristeza de mí, que siempre tuve tantos planes
para el futuro, que quería ser bombero, inventor y más de
grande periodista, que siempre había sido tan buen estudian-
te y deportista. Me hundo un instante en la tristeza pensando
adonde se han ido esos días, adonde terminan las ilusiones.
“Está en las últimas, mi hijo está en las últimas”, las pala-
bras seguían dando vueltas por mi cabeza, incluso después de
que alguien tocase el timbre. Me quedo perdido mirando la
hornalla que calienta la pava, la pava que chifla y cuyo soni-
do agrega un vapor de confusión a mi nube mental, escucho
a mi madre decir “está en la cocina” y pasos, cientos de pasos
que se acercan.
Lo que pasó después no lo recuerdo completo, recuerdo ira,
mucha ira, dos enfermeros sometiéndome y yo resistiendo
a uñas y dientes, recuerdo agua hirviendo derramada sobre
uno de ellos, recuerdo golpes, forcejeos, una inyección, y lue-
go nada más. Desperté atado a una cama de un hospital, un
rumor incesante que provenía del interior de mi cabeza, y
frío, mucho frío.

{Parte II: La recuperación}

Días que se desarrollan muy lentamente, rutinas, terapias,


medicación, rejas, soledad, humillación. Un adicto es un en-
fermo. Necesita ser reprogramado por profesionales idóneos.
Necesita que su alma sea removida y reemplazada por otra
más decente. Pero acá nadie cree en eso de “devolver un indivi-
duo productivo a la sociedad”, te cambian las drogas, aplacan
los síntomas. A sabiendas de que tu alma sigue enferma y se
dirige a una inevitable recaída.
Sentís que tu mente ya no existe, que vas a una velocidad
distinta del resto de la Tierra. Que sos, en el fondo, en un lugar

55
lejano y sombrío la persona que alguna vez fuiste, pero muy
enfermo. Hecho mierda. Irreconocible.
Y sentís lo mismo de ese mundo, lo ves desde afuera. Pero te
drogaron demasiado cómo para que puedas defenderte. Con
suerte vas a babear un rato y a dormir otra siesta.

Pasaron así los meses, hasta que gran parte de la violencia
y las revoluciones fueron aplacadas. Cuando me hallé en un
estado de total vulnerabilidad, cuando más acostumbrado y
desprotegido me sentía, me arrojaron a la calle.

Cuando la realidad me supera, vuelven a mi mente los recuer-
dos de aquellas épocas, que siempre más doloroso es estar en el
centro del caos, ser el que constantemente agoniza, el del acci-
dente del que jamás se recuperaría. Quien conoce la locura no
vuelve del todo, conoce el terror, la despersonalización. Conoce
el sufrimiento y el dolor más instintivo y conoce lo irreal de
comprender tantas posibilidades dentro de una sola realidad.

56
Juanito y
su lombriz
mágica

Juanito era un niño feliz, dicharachero, un soñador futbolista


de campito, era un nene muy bueno, ayudaba a su mamá a
amasar los ñoquis del veintinueve y se pasaba largas horas en
el taller mecánico con su papá y su tío Pepe, observando como
les daban a las tuercas, a los mates, las facturas y las charlas de
hombres sobre fútbol o política y, estando con ellos, se sentía
más grande y canchero. Juanito era un niño feliz, dicharache-
ro, y lo que más quería más que nada en todo el mundo era su
granja de lombrices, las cuidaba, las alimentaba con cáscaras
de papa, las regaba, les ponía moñitos y les contaba cuentitos
de lombrices cuando se acostaban. Eran maravillosas, como
Juanito además de dicharachero y picarón era un alumno muy
aplicado (y un experto en lombrices), sabía que estos seres in-
vertebrados eran lo que se llama hermafroditas, o sea, que eran
varón y mujer al mismo tiempo, entonces les puso nombres
cómo Cholo Teresa, Claudia José, Rosa Raúl o Marcos Vanesa,
pero a algunas que tenían cara más de varón o de nena les ele-
gía lo que iban a ser. Era la comuna de lombrices más felices del
universo. Hacían desfiles para celebrar los lunes, los martes y
los miércoles, el resto de los días producían humus y a la noche
volvían a sus cuevitas a ver tele.
Un martes de fiesta la comarca se vio revolucionada por
el nacimiento de una larva plateada, que apenas llegada
anunció a su pueblo “El amor es lo mais bonito que puede
sucederos, gracias por existir lombrices” Nadie lo podía creer,
Supamá (así se les dice a los progenitores en lombriz) le dijo
“Oh, capullito de luna, yo no te merezco, soy solo un simple
obrerito”, a lo que el reciente contestose “Tu, al igual que
tu maravilloso pueblo, eres un obrero, un obrero del amor a
Dios”. La lombrizada enloqueció de júbilo ante el adveni-
miento de tan buen presagio, el líder político de una era de
paz, que gobernaría con buen corazón y guiaría a su especie
a la iluminación.
Juanito pasó esa mañana en la escuela, volvía muy contento
porque traía cómo ingrediente especial para el desfile migui-
tas de buñuelo que juntó abajo del banco de un compañero.
La iban a pasar bomba. Cuando llegó le pidió a su mamá cin-
co litros de chocolatada, fue hasta el latón de la colonia y se
las sirvió en chapitas de gaseosa. Pero las lombrices estaban
en otra cosa, no aparecían. Pidió permiso en idioma lombriz
e hizo un huequito para enterarse de qué pasaba y ahí las
encontró, como hipnotizadas, reverenciando y sirviendo a
la lombriz plateada. La pequeña larvita sentada en su trono
de cáscara de papa, prometía sensación revolucionaria, paz
y belleza eterna, aniquilación del enemigo hasta las últimas
consecuencias. Luego se percató de que alguien le observaba
y exclamó vigorosito “Oh, tu debes ser Juanito, el que con-

58
{El mundo extraño en el que vivimos}

vida maravillas y de la colonia cuida, en nombre del amor te


agradezco tus gestos de buena bondad. Yo soy Larvita Pi-
chín, quiero ser tu amiguito y hacerte sentir bonito” y luego
aconsejó a sus amigas las lombrices organizaran una gran ce-
lebración a la altura de tan dichosa ocasión.
Y así comenzó la hermosa fiesta que nadie habría de olvidar
nunca jamás de los jamases, con miguitas de buñuelo y cho-
colatada, en el latón iluminado por antorchas. Las lombrices
bailaron extasiadas al compás de la música tecno.
En un momento ya descontrolado de la conga, la larvita
cariñosa le dice a Juanito “Vení, Juanito, vení. Que te voy a
contar un secretito”, Juanito la levanta de su trono de cásca-
ra con su habitual desenfado y la deposita sobre su hombro
para escuchar mejor lo que le quería decir su nueva amiguita.
Y la larvita chiquitita le dice “Bssssss, bsssss amorcito, bsss
por siempre bssss bssss tu y yo”. Juanito no entendía nada,
entonces le dijo “vení más cerquita, larvita amorosa y bueni-
ta, vení más cerquita que no te escucho”. La larvita se mete
en su oído y le dice “Yo te quiero mucho larguirucho, pero
es momento de morir”. “Bueno dale” le dice Juanito y luego
lo piensa dos veces y dice “¿Eh?, morir no es divertido…”.
Pero era demasiado tarde, la larvita ya se había metido en
su cerebro y depositado millones de huevesillos. Luego le dijo
“morir puede ser divertido” y lo obligó a vaciar veinte litros
de kerosén en el latón de sus amigas.
Y ese fue el final de la colonia y de la corta vida de Juanito.
Lo que nos deja como enseñanza que los líderes populistas no
siempre son tan buenos como parecen, y que sus regímenes no
tardan en adquirir características sanguinarias.

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¿Sabés
quién habla?

- Hola...
- Hola
- ...
- ...
- hola, ¿sabés quién habla?
- Hoola, ¿Beti? ... Ah. Que hacés, tanto tiempo.
- Pero bien, con algunos asuntitos, ya te vas a enterar. ¿Y
vos cómo andás, lindo?
- Pero muy bien gracias a Tatita Dios y a Bob que nos canta
desde el cielo.
- Aja, me parece muy bien, ¿y tus cosas?
- Pero bien che, en el campo, trabajando duramente la tierra
de sol a sol, cosechando el cogollo del amor. Ahora descansan-
do nomás. Tocando la guitarra, todo bien. Y que se yo, un
poco de lo de siempre.
Intuyendo que se venía una como la que se estaba por venir,
se vino nomás:
- Ah, que bueno, podés ir aprendiéndote algunas canciones
de cuna.
- Pero que comentario tan extraño, aja... si...
- Igual, me gusta Bod Marley.
- No metamos a Bob en esto.
- Me tenés que pasar a visitar un día de estos...
- Si chinita, cuando le cargue unos pesos a la Zanella.
- Bueno. Te dejo. Acordáte. Besitos.
- Ok, nos veremos entonces.

El tipo deja el tubo del teléfono y decide borrar sin esfuerzos


la recién acontecida conversación de su cabeza, regresar a sus
asuntos místicos. Jamás la visitaría.
O´Connor tiene una vida bastante copada, ha vuelto a su
ciudad natal, una apacible localidad entrerriana, luego de
diez años, en los que anduvo por Europa, Centroamérica,
Brasil y Misiones entre otros lugares, no tenía mucha plata,
pero jamás le faltaba tampoco, y ahora había vuelto, con sus
veintiocho años y su postura cheronca hacía la vida se sen-
tía un guacho terrible, está por sacar un disco con su nueva
banda, ya estaban los afiches empapelando la ciudad, en la
foto el loco salió parecido a Jimmy Hendrix y los músicos
parecían mafiosos sicilianos, que guasada pensaba O´Connor.
Iba todo viento en popa, pero algo le hinchaba las pelotas en
forma soberana, algo que, o no sabía lo que era, o por ahí se
acordaba y lo reprimía, y seguía pateando el feto-pelota para
varios meses más adelante.
“Decíle que se haga un ADN, que a vos no te lo encaja así
de sopetón”, le aconseja un amigo en una velada de fiestonga.

62
{El mundo extraño en el que vivimos}

O´Connor Yeah responde que su hermano le comentó que un


estudio de esos cuesta más que un aborto, y, llegado el caso,
bromeó, la iba a cagar a trompadas el mismo, para enmen-
darse. Ambos rieron, pero a su amigo le pareció que lo decía
bastante en serio.
O´Connor curte ahora onda depre, y por eso se da con todo
lo que le pueda hacer algún mal a su físico o su estado mental,
anda en cualquiera y perdió de vista la estrella que lo guiaba.
Pero después de un par de semanas en la miseria se levanta y
vuelve al ruedo. Presenta el disco con una muy buena acep-
tación del público. Sale todas las noches a cazar chiquitas.
Trabaja en el campo algunos días a la semana, está a pleno
explorando el loco universo del Reggae Espiritual. Y nada,
intentando seguir siempre el camino del buen Jah hacia el
Monte Zion.
O´Connor conoció a Betina (ella se hace llamar Beth) en el
bar punkie de la ciudad, tenía diecinueve añitos pero parecía
menos y eso al pajero éste le hacía más que estimulante la
situación. Un amigo se la presentó, charlaron toda la noche,
él la sedujo con su swing natural y su brillosa melena, ella se
dejo seducir bastante fácil, y a O´Connor lo ponen como una
moto las chicas a las que les alcanza con poco. Incluso creyó
que podían llegar a una relación o algo así, pero no, la piba
resulto ser bastante aburrida e incluso quizá desequilibrada y
potencialmente peligrosa, lo cual la hacia una buena amante
a la que había que darle moderada charla.
Ella le dijo que cuando no estaban juntos leía sus poemas y
se tocaba pensando en él. Él a su vez, se masturbaba pensando
en esa situación. De todos modos pronto dejaría de llamarla o
de atender sus llamados.
O´Connor no quería hacerse cargo del supuesto bebé de Beth
por varios motivos: su bien más preciado en esta vida era la
libertad, el hecho de que nada lo ata y tiene la posibilidad de
elegir cada nuevo día lo que quiere para su vida, que vuela libre
sin dejarse absorber por el sistema de Babilonia. Y a un hijo no

63
se lo puede dejar tirado o con hambre. Tendría que trabajar,
tener un hijo con una mujer que no ama, a la que ha llegado
incluso a aborrecer. Y ese era solo el primero de los motivos. Él
ya sabía que la cachorra esta se acostaba con uno de sus cuates,
pero eso no le molestaba, en todo caso lo de ellos venía antes
que su asunto con Beth. Además ella le jugueteaba a cuanto
bulto se la encaraba. Estaba seguro que tenía uno o quizá dos
amantes en las épocas en que ellos tenían sexo, a veces aparecía
con chupones y olorcito a Axe en la ropa. Todo esto lo cual,
extrañamente, lo ponía a O´Connor como una locomotora. La
cosa es que un día O´Connor estaba en su cama preparándose
para dormir y se da cuenta que no estaba solo. Sintió peque-
ñísimas patitas jugueteando sobre sus piernas.
O´Connor no quería por nada del mundo que le suceda lo
mismo que a sus padres: quedar atrapado en un matrimonio
sin amor. Todavía tenía mucha batalla por dar. O´Connor se
resistía a crecer. Era demasiado rebelde para toda esa mierda
de ser padre y un maldito burgués sin expectativas de alguna
vez dejar de serlo. La iba a llamar y a decirle que le pagaba la
operación y que se lo haga extirpar.
Pero no lo hizo. Cabía la posibilidad, la muy posible posibi-
lidad de que ese ser no haya sido concebido por él y que se lo
quisiesen encajar. Podía ser de su amigo Toxi, o de Paco, el
hermano de Toxi, o de cualquier vago de cualquier esquina. No
lo iban agarrar de gil.
Sentía los bichitos, todo el tiempo, esté donde esté pensaba
únicamente en bichitos, los sentía caminando en sus piernas
y en la zona púbica, los sentía alimentándose de su sangre,
malditos parásitos, los escuchaba riéndose de él. Pensaba en-
furecido que la perra que le llevó la peste a su hogar jamás
debería ser la madre de un hijo, y muchísimo menos del suyo.
El sabía que podía ser suyo. O´Connor recordó que la madre
de un conocido tuvo sarampión y este nació algo retardado,
lo estremecía imaginarse un hijo defectuoso e imbécil parido
de una perra callejera y sarnosa, y con un padre de neuronas

64
{El mundo extraño en el que vivimos}

quemadas que no recuerda cómo atarse los cordones. Pensaba


que si la perra le había transmitido bichitos, tranquilamente
podría haberle transmitido el bicho más peligroso, el que car-
come el sistema inmunológico.
O´Connor está que trina, no quiere perderse de esa fiesta in-
terminable que es la vida despreocupada, no quiere bajarse de
la cresta de la ola, no quiere, no quiere...

{O´Connor Forever: la leyenda fiaca continúa}

Llegado cierto punto, O´Connor no pudo más con la intri-


ga, y eso que no era un tipo que se preocupase demasiado por
nada, pero el asunto lo estaba absorbiendo, andaba nervioso e
inquieto, se dio nuevamente a los vicios, ya no disfrutaba de las
cosas que otrora lo hiciesen sentir completo. Escribía cancio-
nes atestadas de paranoia y rencor que hablaban de asesinar
a la putita que se acostaba con todos y que después te quería
encajar un hijo. Los bichos se le habían subido a la cabeza.
Así que finalmente atendió uno del torrente de llamado que
Beth (o cualquier otra persona, pues ya jamás atendía el telé-
fono) hacía a diario. Le dijo “ah, hola Beth, que sorpresa, si, la
verdad… tanto tiempo. ¿Qué tenés algo para contarme? Aja
¿bueno o malo? OK, mejor paso por allá. Bueno, si, besitos a
vos también, nos vemos en un rato”.
O´Connor recorre la calle Suipacha en su Zanella, no piensa en
nada, solo contempla el paisaje que va dejando a sus espaldas a
toda velocidad, el viento le pega duro en los ojos, haciéndoselos
enrojecer un poco más aún, su brillosa melena se sacude gene-
rando una estela de locura tras el paso del titán de la motito.
El viaje hasta lo de Beth se le hizo eterno y sentía que oscu-
recía más y más a medida que se acercaba a su destino final.
Quizá se debía a que se detuvo tres o cuatro veces a reflexio-
nar asistido por los efectos narcóticos de la oración rastafari,

65
y colgó imaginándole formas locas a las nubes. Había una que
se parecía a Darth Vader y le dijo “O´Connor, soy tu padre”,
“largá el fasito, hijo mío, que te está limando”. “Que mal viaje”
pensó O´Connor mientras arrancaba la motito y se disponía
a seguir su travesía. Cada metro que se acercaba a lo de Beth
sentía que era un metro más cerca del final de su vida.
El destino era ese algo inevitable, ese algo necesario, como
cuando uno apesta pero sigue evadiéndosele a la ducha.
O´Connor apestaba y no quería bañarse.
A medida que se acercaba su corazón golpeaba como un bongó
africano enloquecido. No lo inquietaba. A menudo lo sacudía
de sorpresa algún ritmo exótico. Se sentía como un niño lle-
gando a la selva tropical. “Que buen viaje” flashéo O´Connor,
musicalizando su delirio cósmico con una canción de los Doors.
Cuando llegó, Beth lo esperaba sentada en un sillón en el
frente de su casa, estaba tejiendo unos escarpines en compañía
de su madre, que le cebaba unos mates de té, ésta lo saludó y
luego, tras un gesto de Beth desapareció dejándolos solos para
tratar sus asuntos.
Se sorprendió a si mismo saltando de la moto en movimiento
y corriendo como tarado hacia ella. No tuvo tiempo de reparar
en sus acciones. Se sorprendió paradote, mirándola como un
tonto enamoradísimo, besando suavemente sus labios, como en
un amor que había sido interrumpido tan solo unos segundos.
Beth estaba distinta, hacía más de dos meses que no se veían,
ninguno dijo nada en principio, solo se besaron tiernamente.
O´Connor se sintió muy bien
“¿Cómo andás Beth?” preguntó sinceramente O´Connor.
Al man le cayó la ficha. Recordó como un flash o un caño-
nazo de fogueo una escena lejana de sexo loco y eyaculación
irresponsable.
Sonrió. “Capaz nomá y el bebe me rescata”. Siempre se había
imaginado a sus treinta gordo, ojeroso, con una calvicie inmi-
nente. A este flash le sumó una de esas mochilitas con un bebe.
De una. A las minas les caben los padres. ¡Seeee!

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{El mundo extraño en el que vivimos}

Charlaron largo rato. O´Connor la flashéo rebien. Le contó a


Beth que dejo la pachanga y empezaba a empezar a buscar un
trabajo de en serio. Se despidieron. Volvía a su guarida en una
nube de ensueño cuando despertó al costado de la ruta, ya de
noche. Había olvidado la moto en casa de Beth y caminado
más de dos kilómetros. En sentido contrario a su casa.
Cuando llegó a lo de Beth la moto no estaba donde la ha-
bía dejado. Tocó timbre y ella le abrió por el garaje, donde lo
esperaba la bramante Zanella Tuning. “Que loquito” se burlo
cariñosamente Beth. Charlaron entonces un rato más embe-
lezados por las circunstancias. Quedaron en encontrarse esa
misma noche para recuperar el tiempo perdido.
Besitos, besitos, y O´Connor emprende la retirada. En el via-
je de vuelta flashéo aún más que en el de ida.
Seis meses después O´Connor y Beth se casaron en el campo,
en una super fiesta que duro dos días y que tenía como temá-
tica los años setenta. Se los veía mayores. O´Connor repartía
su tiempo por ese entonces entre su nuevo oficio de pintor de
brocha gorda y las carreras de moto para aficionados. Beth de-
dicaba sus días a los cuidados de O´Connor Chico, poniéndose
cada vez más rellenita, lo cual pone a su hombre como una
moto de carreras. O´Connor fisuró a las veinte horas de comen-
zada la fiestonga debido a la mezcla criminal e irresponsable
de bebidas etílicas. Beth lo acostó y lo arropó. Inconsciente,
vomitando, ella lo vió feliz. Como que la vida de casado le sen-
taba muy bien. Y volvió a la fiesta. A divertirse por los tres. El
pibe iba a ser, sin duda, bastante roquero.

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 7 Las lluvias en el litoral
10 El terreno de mis cavilaciones
13 Seres desvelados a un atardecer sangriento
15 El cuchillero
21 Reflexiones en tratamiento
37 El mensaje de GL
40 El pacto silencioso
43 El perfume del olvido
45 La historia de un tremendo pelotudo
49 La educación
57 Juanito y su lombriz mágica
61 ¿Sabés quien habla?
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