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Pereza y literatura (o acerca del descanso y el trabajo)

Los pobres no debemos dormir. Este es el cielo sin estrellas que Ranciére – haciéndose eco

de un oscuro materialismo- dibujó para los desposeídos como destino apocalíptico. Como

un papalote en el viento, nuestra realidad pende de un hilo. No poseemos nada, ni alimento,

ni terreno, ni vestido, sólo nuestro tiempo, y tenemos que prostituirlo por un sueldo

miserable. El tiempo para la recreación nunca llegó a las costas mexicanas. De Europa se

importaron muchas cosas, casi todas ellas de naturaleza extravagante: aromas, sabores,

texturas, sonidos, imágenes, sensaciones y los miedos que las acompañaban, pero nunca

nada como un cielo claro, o una selva utópica para habitarla felizmente. Es la desgracia del

colonizado: vivir en el umbral de lo que ya no es y lo que no vendrá. Pero el umbral

también es espacio de tensión y eso abre un campo de acción para la libertad.

Los pobres no debemos dormir. El tiempo, como cualidad que el alma recibe de la vida

(cuando la lengua de luz lame los objetos) es una potencia maravillosa. Pero la distribución

del tiempo, en nuestra época, resulta una cara cómica. Se divide al día como un banco de

tres patas: ocho horas para dormir, ocho para trabajar y otras ocho para nada. Esto se

traduce en tres estados anímicos, o quizá, tres posibilidades existenciales: sueño, vigilia y

sonambulismo.

1) Una pintura surrealista, una música hipnótica, una droga dura, la literatura, etc.

ninguna de ellas reproduce el sueño. Y esto en principio porque el sueño es una existencia

aparte. No concede terreno a las conquistas de la vigilia y difícilmente permite el tráfico de

objetos de un lugar a otro sin perder algo de su contenido “original”, o sin ganar algo con

su reconstrucción retrospectiva.
2) Tres mil años de vigilia no necesitan más explicación, ella misma deviene tautología

cuando intenta problematizarse.

3) Luego viene el sonambulismo, uno parte el mundo en dos mitades, como haría un

sable con una cabeza. Soñando, el sonámbulo participa en este mundo y lo afecta. Es una

pena que la única faceta del sonambulismo que hasta ahora conocemos sea la del ridículo,

la del que no sabe que sueña, la de la burla, de la quimera. La frase metafísica por

excelencia: ¡si despiertas al sonámbulo se queda mudo! Si el inconsciente está estructurado

como un lenguaje, ¿Qué vida se vive en el balbuceo sonámbulo? Pero hay todavía otra

parte. La del pobre que no duerme, el que lee y escribe toda la noche.

No dejaremos de trabajar ocho o diez horas, eso no va a cambiar, quizá aumente la jornada

de trabajo y entonces uno derramará su semen en las calles porque no hay tiempo de

hacerlo como se debe, es decir en la selva. Melville trabajaba como asno ocho horas al día;

llegaba a su madriguera y entonces fraguaba la venganza en forma de palabra y

experiencia.

Los pobres no debemos dormir. Debemos leer, beber, fornicar y escribir mucho. Escribir

todo, registrarlo todo. No para exponerlo, ni para presumirlo o postearlo en un blog infantil.

Hay mucha ridiculez en la creencia y en la fe hacia la pobre subjetividad moderna. Como el

caracol y su concha: debemos escribir para producir el mundo, no para resguardarnos de él.

En lugar de dormir debemos beber el sueño, como se bebe mezcal, como se besa un amor.

Bebernos el sueño y sentir su efecto sin sucumbir ante él. A menudo se desprecia al

borracho tildándolo de inútil. Habría que juzgarlo más bien por el estatuto de su

embriaguez, por los efectos que consigue con ello, por las líneas que logra difuminar y que,

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a diferencia del sobrio, él distribuye a placer sobre el cuerpo de lo real. Embriaguez de

sueño, pero embriaguez que sea como un caballo. Un animal salvaje que sin embargo nos

deja transitar, desplazarnos, comunicarnos con él y a través de él.

Los pobres no debemos dormir. Debemos producir mundo, pintar toda la noche, fornicar,

escribir. Que los sobrios recojan los estragos de la fiesta. Que el pulcro lustre sus zapatos.

Que los que madrugan limpien nuestro vómito de las banquetas. Que los perros se coman

las sobras. Que los despiertos nos aguanten sonámbulos. No tendrán ya más opciones,

tendrán que conformarse con las miserias de nuestro intelecto, gastado y expuesto la noche

anterior.

El tiempo presente es una resaca. El licor de las ilusiones pasadas provocó una cruda del

tamaño del mundo. Un eructo de mezcal que recorre el universo hace cueva en el vientre de

los pobres. Algo vuelve imposible el éxtasis de los poetas melancólicos: pocas cosas

detesto tanto como aquel que escribe desde el útero nocturno, como un conejo que se

esconde de los coyotes en los montes.

Aún para los animales la noche nunca es la misma. Unos viven la noche para transformarse,

otros para protegerse. Los pobres no debemos dormir. Debemos ser nahuales. Seres

deseosos de transfiguración nocturna. Muda naturaleza que rompe el silencio de la palabra

y la trasciende en el aullido. Los pobres debemos aprender a aullar de nuevo, como

animales, como coyotes.

La metamorfosis es nocturna, no porque tema ser descubierta o porque se avergüence de su

naturaleza, sino porque la sombra impide las formas y las vuelve ambiguas. La luz del día

es en este sentido detestable. La pulcritud en la definición de formas, el espacio y la

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frontera: ¿Dónde acaba el vaso, dónde comienza mi mano? La luz obstruye el devenir. Por

eso trabajo y pensamiento enajenado se corresponden: en su frágil manera de representarse

las cosas a través del sol, de la luz, de la claridad, ocultan lo que vale: el misterio, la

ambigüedad, las dobles y triples esencias. El pensamiento burgués no conoce la negra luz

de la noche que, a su manera, nos muestra objetos a nuestra conciencia. Objetos

indiferenciados, no identificados, por eso, escribiendo devenimos otro: devenimos árbol,

maguey, viento o rama, somos otro, devenimos piedra, oscuridad, silencio… espectro.

La luz, la claridad, el pensamiento, el trabajo. El día a su modo conoce la lucidez. Pero de

esa lucidez ya estamos cansados, cansados del fastidio que su espíritu provoca. Tenemos

resaca de sabiduría. Cambiar esa luz por una de plata, por un viento negro. La luna es un

pretexto, ella transforma la positividad del sol en un espectro luminoso. Desde la

negatividad de ese espectro nos alumbra su fantasma. La luz de los fantasmas. Por eso la

razón se asume diferente durante la noche: no habla, balbucea.

Lo pobres no debemos dormir. No queremos ese lenguaje, el de la vigilia y el sueño.

Queremos un espectro, una luz que no aparece en los recuerdos. Es ridículo que casi

siempre recordemos las cosas que toca la luz del día. La oscuridad, el silencio, esas nunca

regresan sino a través del temor o la ruptura con algún lazo de la razón.

Si llegado el momento hay que dormir porque hay que descansar, existen dos formas de

entender el descanso: como efecto del trabajo y como negación de Dios. Como efecto del

trabajo conseguiríamos un sonambulismo positivo, funcionalizado como pausa para la

restitución del trabajo, como las vacaciones para un Godínez promedio. Conseguiríamos la

pausa, no el colapso. Como negación de Dios, a través de la pereza conquistaríamos la

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acidia, el pecado más profundo y el más difícil de definir; aquel que costó tratados

medievales sobre la inanición como atentado contra la naturaleza productiva del Dios

cristiano, que no crea nada sin sentido. Digámosle ¡huevos! a Dios.

Hace tiempo Heidegger preguntaba “¿Y para qué poetas?” Yo le respondo: para escribir y

para descansar. Mi descanso es negativo, una negación de la producción, una falla en el

sistema: Sólo así concibo la melancolía de los poetas sin reprocharles sus flaquezas.

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Cartas de cumpleaños, de Ted Hughes

Hay una tribu nómada que la naturaleza esconde siempre con audacia. La ha ocultado del

reino común de los habitantes de la tierra. La ha disfrazado con otras caras, como si se

tratara de un secreto que debe ser expuesto sólo durante un breve tiempo, como una especie

milenaria, cósmica, que transcurre su existencia en silencio. Una estrella fugaz que

continúa viajando, y que después del brillo se oculta tras miles de máscaras bajo el espacio

infinito de una constelación de velos de lila: poetas.

Quizá sea más común de lo que uno piensa, el trabajo con la palabra. Quizá no se precisa de

una gran idea para continuar haciendo lo que se hace: cimbrar al lenguaje. ¡Poca cosa! Ya

Heidegger decía que el lenguaje era la “casa del ser” 1. Quizá trepidar esa casa sea cosa

cotidiana, poner atención suficiente al detalle, a las espadas de luz sobre la mesa del

comedor en una casa callada, a las seis de la tarde.

Al menos para Ted Hughes eso era la poesía.

Una literal locura de lo próximo cerraba la pinza de su destino completo: mujer y palabra.

Repitiendo a Dante en esa entrega absoluta del amor que mueve al sol y las demás estrellas,

1
“El pensar consuma la relación del ser con la esencia del hombre. No es que el pensar ponga o produzca esa
relación. El pensar sólo la ofrece al ser como algo que le ha sido ofrecido por él. Este ofrecer estriba en el
hecho de que en el pensar el ser llega al lenguaje. El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el
hombre. Pensadores y poetas son los centinelas de esa morada. Su vela consuma la manifestación del ser, en
el sentido de que con su decir llevan el ser al lenguaje y en el lenguaje lo guardan.” Heidegger, Martin. Carta
sobre el humanismo, Ed. Taurus, Madrid, 1959, p. 7

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Ted Hughes consagra su sangre, ya no el oficio ni el dintel del poeta, sino la sangre, la

víscera, la tinta que duele, que arde de ternura y violencia, a la mujer de los días cerrados, a

la más próxima de las criaturas de su alma: Sylvia Plath.

Cartas de cumpleaños forman la consagración de un tiempo ominoso, que peca de insulso

en nuestros días expectantes de sorpresa, en nuestra ansiedad por la maravilla que irrumpe,

en nuestro gusto por la pornografía del ingenio. Uno siempre espera el momento sagrado,

opuesto a la banalidad del transcurrir soso de nuestros días de sal. Uno quiere sentir algo,

algo diferente, o simplemente sentir más. Entonces viene el poeta y revienta la palabra y la

mujer en su indefensa intimidad. La repite en sus recuerdos: España, Inglaterra, el odio a

Paris, el oso que la espantó en el bosque. La recuerda donde duele, en el gesto de su padre -

un tirano que no cesaba de llamarla estúpida -. La mira en sus hijos, en los rostros de su

propia historia, que era el rostro de Jano. La vida está mezclada y hecha pedazos, en Sylvia,

en sus hijos, en el horóscopo, en una habitación desnuda.

(Tenías fiebre y exagerabas mucho. Yo estaba a punto de gritarte, de decirte que dejaras de

gritar “el lobo”, porque cuando en verdad tu malestar creciera yo no sabría creerte.

Despertaste con una jerga de poder babilónico, con mensajes secretos que traían grabados

los indicios de las manchas de tu cabeza, esas que dejó la descarga eléctrica en tu primera

visita al siquiátrico. Yo te miraba como a un animalillo asustado. El hombre de piedra hizo

caldo, la mujer ardiente se lo bebió).

Y hurga en la intimidad. La descubre como es, y se descubre a sí mismo observando a una

Beatriz que explota hacia dentro, hundida de impotencia, ahorcada en la pérdida infinita del
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sentido, de la imagen. Esa pérdida que no se refiere nunca a ningún objeto o a algún ser

amado, eso que Kierkegaard llamó “la enfermedad mortal”.

Ted lo sabía. Lo supo en el miedo que inspiraba a Sylvia la insana competencia. Sylvia a

menudo se queja del relativo éxito del esposo. Pero su queja no está resuelta. No se trata de

celos, eso sería indigno. Es porque Ted no puede dejar de ser él, y Sylvia es todo al mismo

tiempo. Es la envidia infinita que siente el sol por una gota de agua.

Ted Hughes nunca piensa en la ofensa. No se detiene en la jerga feminista de la injusticia

de roles. Él la admira, como a un coloso despertando en medio del bosque.

Cartas de cumpleaños, las cartas que Ted escribía en secreto, para recordarla a ella, a sus

hijos. Para recordarse a sí mismo la atrocidad de su suicidio, su necesidad infranqueable.

El trabajo del poeta nunca está hecho, no es algo que se haga, es algo que se experimenta. A

veces cuesta la vida, la atención, la devoción esquizoide por el mínimo detalle. Ese que me

recuerda a ti, completa de tus formas.

Sylvia Plath no es una musa callada, una donna inmóvil, a menudo ella misma es el poema.

Las observaciones del esposo la recorren como es, y de sus pasos, de su pluma quieta, del

cuidado a los hijos, de los celos y la fidelidad jurada con el acto más bello (dormir con otra

mujer durante meses y nunca tener sexo) brota el poema.

Documento casi antropológico, Cartas de cumpleaños vuelve imposible la distinción entre

observación y poesía. No es la poesía puesta a prueba, no quiere impresionar, no se está


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puliendo y el oficio le importa un carajo cuando la recuerda muerta, su primer aborto, la

gema azul que Sylvia dejó correr en esa horrible habitación que era un mundo rojo

alrededor, la gema que Sylvia lloró cuando perdió un pedazo de su alma en esa cama de

hierro frío.

Cartas de cumpleaños son ternura y son violencia, una sombra de plata que se mueve entre

la cortina de la noche, y cubre la mirada del halcón bajo la lluvia.

Hughes, Ted. Cartas de cumpleaños (ed. Bilingüe trad. Luis Antonio de Villena), Lumen,

Barcelona, 1999

(Ganador del premio Forward de poesía1998)

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Visita al zoo-lógico

Asamblea de animales. El zoológico es, quizá, de los espacios creados por el hombre, el

más difícil de asimilar con un golpe de vista. Y esto en principio porque el animal siempre

ha cuestionado, con su sola presencia, la “sustancia humana” con la que pretendemos

diferenciarnos del reino: la razón.

Zoológico, zoo-logos. Asistir a este careo de partes, a esta fiesta del té donde uno suele

despedazarse, significa cimbrar las almas de los espectadores, pero también sus cuerpos,

como la tonalidad en los instrumentos de cuerda que, al tocar una nota en octava las notas

afinadas en ese mismo tono sin vacilar resuenan. El humano es un ser bastante peculiar,

invita a la mesa al que quiere destruir, saluda con gentileza al que no tolera -se limpia la

mano después del saludo-, organiza fiestas y reuniones con seres que aborrece, asiste él

mismo a reuniones donde no encaja su presencia. Zoo y logos, animal y razón,

organización, distribución, exhibición.

El animal posee una existencia propia que lo aleja de la situación humana. Aquello que

Agamben destaca de Deleuze quien, invitando a la felicidad en varias de sus lecciones,

adjudicaba al animal un recreamiento (self-enjoyment es el término usado en inglés por

Deleuze) incapaz de pensarse en la mirada de los hombres y los perros. Pero se dirá, el

perro es un animal. Sí, pero al perro, quizá como al humano, su ser le va en esa actitud

doméstica de sumisión al poder. Esto condena su mirada a una infinita tristeza, tristeza en la

contemplación del mundo que lo rodea. El perro, a diferencia de la vaca o de la flor, dirá

Deleuze, no contempla en su exterior los requisitos de su existencia, la materia, el viento,

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los otros seres, sino que los sobrepone en estructuras artificiales, como la del gobierno del

hombre para satisfacer sus necesidades de vestido, casa, alimentación: el perro, como el

hombre, es un ser deplorable. El perro mira con tristeza al mundo que lo forma/el hombre

también. Opuesto a, por ejemplo, la vaca, la libélula, la flor, el hombre no se recrea en

contemplación. En su feliz recreo, el animal desnuda el proyecto fallido de un mundo feliz,

de un paraíso artificial; revela la vacuidad de este mundo cuando la felicidad se compra al

precio del devenir, cuando la existencia se estratifica en coordenadas definidas que impiden

la marabunta, la masificación entendida como potencia, el flujo de los cuerpos, los cuerpos

solitarios.

El zoológico refleja el intento de organizar el mundo caótico de la selva a través de la

racionalidad. El animal que hallamos habitando en espacios estratificados nos arroja un

espectro, un fantasma de las fuerzas anteriores a la razón humana. Mas tarde el humano

cree que posee esas fuerzas míticas, conquistadas por el logos, ese impulso arcano que se

compra al precio del boleto en un safari. Como el cuento de Ray Bradbury, “El ruido de un

trueno”, que trae esta inscripción, a manera de holograma de un anuncio comercial:

SAFARI EN EL TIEMPO, S.A.

SAFARIS A CUALQUIER AÑO


DEL PASADO

USTED ELIGE AL ANIMAL

NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ

11 LO MATA
USTED
Como en el safari, las fuerzas ctónicas se encausan en el zoológico para incrementar el

poder del hombre en un sentido doble: por un lado, el impulso y la pasión domeñados por la

razón, el triunfo del logos (la organización) sobre la hybris (la desmesura, la

desarticulación); por el otro, el humano intenta un contagio de las fuerzas ctónicas para

crecer él mismo. Como el chamán en las tribus arcanas, el humano, repitiendo el mito, cree

apoderarse de la fuerza prehistórica del animal poseyendo sus restos: cráneos, cuernos,

pieles, huesos, o el animal capturado: en manos del hombre todo es naturaleza muerta ¿Qué

clase de impulso persigue el hombre cuando captura vivo al animal? El mismo que busca

cuando aparece muerto: la fuerza, la potencia, la sagacidad, el buen desempeño en la cama.

También se ha usado al animal para naturalizar las conductas morales. La fábula en este

sentido, la fábula moral, contiene un revés inscrito en su fórmula. La fábula inscribe el

reino de la razón en la conducta del instinto para obtener el efecto de la duplicación

natural.2 El hombre dibuja algo así como la autoridad de lo arcaico y lo imprime después

sobre su ánimo en una imagen fija: la moral invariable. La justicia siempre será justicia, la

fatalidad de lo natural sobre la conducta humana. De esta manera el bien y el mal, cosas

ajenas al reino animal, se transforman en ley universal.

Es preciso tratar la fábula como una radiografía de la sociedad que hay que leer a

contraluz. Pero esta contraluz no significa el revés poético, la caricatura arreoliana que

empalma la conducta del hombre con las formas animales a la manera del circo. La

caricatura poética encuentra en la jirafa la aspiración de la filosofía abstracta, la alegoría

2
Como en el proceso de grabado, el animal representa el revés negativo de la placa que después se calca sobre
el alma humana, entonces aparece a la conciencia, de forma clara, la inscripción y la imagen grabada. Por eso
se requiere volver a revisar la placa, para destacar cómo la moral ascéptica imprime de forma inversa -y en
este sentido ella misma se revela- las ilusiones de una vida en paz sostenida por valores de igualdad y justicia
abstracta.

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sarcástica del relato de Mileto: distraído en los cielos, el filósofo no percibe lo que puede

encontrar acá en la tierra. O el oso, cuya metamorfosis congelada entre la hostilidad del

lobo y la abyección del mono condena su conducta, como el hombre, a la tensión entre la

libertad y la obediencia. Pero la forma fábula revela en cambio la tristeza del hombre vuelta

reflejo alegre en los espejos negros de los ojos animales: inexpresivos en sentido estricto,

parecen transmitir más emoción que el ser humano.

El zoológico organiza la exhibición de forma peculiar. La primera vez que visité un

zoológico era muy pequeño, tendría ocho años. El zoológico estaba en dirección sur de la

Capital, en Cuarteles, en el espacio que ocupan los jardines de la zona militar No. 54. De

esa visita me quedan dos recuerdos claros: el intento de un enorme cocodrilo por salirse de

su estanque; y las jaulas con monos que, extrañados, contemplaban a los niños mientras

arrojaban plátanos hasta su jaula. Por su parte el cocodrilo, en un giro de ave, mordió la

manguera que distribuía agua a otros estanques y se sujetó de ella. Su cuerpo quedó

pendido unos segundos de aquella garganta de plástico, para después soltarse y caer como

una piedra hasta el fondo de ese charco que era su pantano.

La segunda vez que observé animales en cautiverio fue en el Yaguar Xoo. Un jaguar negro

que habían traído de no recuerdo dónde generaba la expectación. El parque recreaba de

pésima manera la sensación de selva. Los animales ciertamente no se encontraban en

jaulas, sino en pequeñas praderas delimitadas por un barranco. Ni el salto más audaz podría

liberarlos, aunque en apariencia no estaban “encerrados”.

Pero la experiencia de la que parto se originó en Chapultepec, en ese parque inmenso que

cuesta horas recorrer a pie. Aquella ocasión observé, con espasmo verdadero, animales tan

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diversos como los pensamientos más salvajes -arrojado a la jungla del inconsciente, dice

Adorno, el pensamiento salvaje se ha sacado también del reino de la conciencia- traídos

ahora con toda su bestialidad acicalada, con todas sus formas, sus gruñidos, con todos sus

olores tan particulares. Caminé con mi hermano durante horas mientras la gente

revoloteaba parada frente a los stands de ferocidad domada. Había toda clase de mundos

reunidos ahí: pasto, selva, desierto y cielo, la flor del colibrí y un estanque de hielo para los

osos polares, jaulas del tamaño de mi casa para las aves y bambú para los osos panda, un

tigre de bengala que apareció por un instante y los bisontes agazapados, como no los había

imaginado antes. Del recorrido me sobran imágenes, humores, hambre: los ojos de mi

hermano que se encendieron cuando miró a una águila gigante, mi expectación cuando

dijeron que el orangután había despertado, un mono pequeño que parecía más un juguete

que un ser verdadero, y esos dinosaurios miniatura, ese segundo de eternidad congelada que

representa una iguana. En fin, sobraban animales como para describirlos todos, nuestra

mirada hipnotizada, abyecta, como la del ajolote de Cortázar, expresaba el miedo de una

transfiguración involuntaria en pez o en zorro, o en camello parsimonioso.

Entonces descubrí que uno ve zoológicos en todas partes, y no me refiero al zoológico que

la zoociedad representa, sino al afán verdadero por transformarlo todo en una naturaleza

muerta. Después de la última visita debo confesar que realmente me repugna entrar a

cualquier acuario o ver peces en las casas, me repugnan las tiendas de mascotas y las jaulas

en las vecindades. No soporto a los perros en las casas de mis amigos. Me enerva el

graznido de las aves que suelen colocarse hasta el fondo del pasillo. Ahora venden, a las

afueras de las escuelas, bolsitas de agua con un pez adentro, o los regalan en los baby

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showers. Pintan pollos para hacerlos divertidos, retorna la práctica de perforar insectos para

colecciones privadas...

Para nosotros, aunque el animal se encuentre “vivo”, todo es ya naturaleza muerta, y en eso

consiste la paradójica alegría del homo videns: en captar la vida al precio de su encanto.

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Orizomegami

Identidad: arte y cultura.

El arte siempre se ha relacionado con la cultura aunque esta relación no siempre se haya

aclarado. Si la cultura es el lugar para la creación de la identidad, habría que entenderla

como un lugar donde tradición e innovación se encuentran en tensión. Cuando no hay

tensión, no hay identidad: la identidad es el punto de arranque para la autonomía individual,

pero también para la sujeción a un grupo o instancia específica: libera lo mismo que

condiciona.

El filósofo italiano Giorgio Agamben, retomando la definición de Foucault sobre los

dispositivos, indica algo al respecto:

“… el tercer elemento fundamental que define un dispositivo, para

Foucault también yo creo, son los procesos de subjetivación que resultan

del cuerpo a cuerpo entre el individuo y los dispositivos. El sujeto es lo

que resulta de la relación entre lo humano y los dispositivos. No hay

dispositivo sin un proceso de subjetivación, para hablar de dispositivo

tiene que haber un proceso de subjetivación. Sujeto quiere decir dos

cosas: lo que lleva a un individuo a asumir y atarse a una individualidad

y una singularidad, pero significa también la subyugación a un poder

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externo. No hay proceso de subjetivación sin estos dos aspectos:

asunción de una identidad y sujeción a un poder externo”.3

O, en palabras de Theodor Adorno: “la identidad es inmediatamente ambas cosas:

condición de la libertad y principio del determinismo”. 4 En este sentido, el arte representa,

emparentado así con el juego y la fiesta, ese lugar donde el código cotidiano se pone en

suspenso y abre la posibilidad de una reconfiguración simbólica de las condiciones actuales

de existencia, a través de la alegorización, la re/presentación, o los procesos colectivos que

el arte genera y alimenta. En ese sentido, el arte se relaciona con la cultura porque es el

lugar en el que la “superación” o actualización de la tradición se puede concretar por medio

de la reflexión y la experimentación en la creación de nuevos códigos.

Experimento y transformación, dos modelos: el productivista y el reflexivo.

También la técnica y ciencias modernas dan atisbos de enormes transformaciones en cuanto

a formas de experimentar el mundo en la época presente: la era virtual es ya una realidad.

Pero el camino crítico del arte, en cuanto a transformación se refiere, es otro: su potencial

transformador no se encamina ni se deja orientar por lo que podríamos llamar una

perspectiva “productivista” en la que se genera el cambio de las relaciones sociales, a la

manera de la técnica y ciencias modernas, sino que la transformación que el arte sugiere es

más bien cualitativa antes que cuantitativa.


3
Agamben, Giorgio. Metropoli. Uni.Nomade. Nov.16, 2006. Sem. Metropoli - Moltitudine. Traducción Paolo
A. En: http://www.egs.edu/faculty/giorgio-agamben/articles/metropolis-spanish/.
4
Citado en: Jameson, Fredric. Marxismo tardío. Adorno y la persistencia de la dialéctica, FCE, Buenos Aires,
2010, p. 130.

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Las tendencias a asociar transformación y progreso dictan la separación del lenguaje

científico y artístico en este caso: el primero soporta y fortalece esta relación entre los

términos, se orienta de acuerdo al productivismo capitalista que se sirve de la técnica para

extender su soberanía; el segundo, en tanto espacio para la autocrítica, cuestiona esta

relación, o la expresa en su fracaso antes que abandonarse a la reproducción de su fórmula.

La experimentación, por tanto, no significa necesariamente complejizar los procesos,

burocratizarlos, eso la haría emparentarse con el uso coercitivo que el capitalismo hace de

sus innovaciones y hallazgos: si algo caracteriza al arte en la época del capitalismo

avanzado es precisamente darle otro uso a las fuerzas y relaciones productivas: un uso otro

para no reconciliar productivismo y experiencia, un uso otro que cuestiona la forma en que

la pura economía configura nuestros objetos, y que por ello no puede asimilar lo que sucede

en un taller gráfico con la forma en que se distribuye el poder en una fábrica u oficina.

No toda experimentación tiende por necesidad a lo complejo: la fuerza de la creación a

veces gusta de esconderse en el detalle, y la mirada y la interpretación filosófica tendrían

que iluminar lo que el arte hace brillar, en primer lugar abriéndose a esta experiencia,

dejándose penetrar por ella, prestando oídos para lo que el arte tiene que decirnos de

nosotros mismos.

A la saturación productivista del ethos capitalista, el modelo oriental de meditada

transformación le responde con la calma de un monje: esto debería representar al menos un

contrapeso para nuestra forma de entender la innovación.

Arte contemporáneo: resignación o fortalecimiento del sujeto.

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Reproducir las formas de organización de las relaciones humanas actuales -o relaciones

productivas en sentido económico- sólo contribuye al mantenimiento de la situación

presente. Por ello, el arte tiene que re-funcionalizar los propios procesos por los cuales éste

llega a ser lo que es. La fiel repetición del esquema social, en la composición de la obra, da

el índice de cierta actitud que repite la apatía y resignación del individuo moderno ante su

situación social y política. El individuo, desencantado de su actividad política, tiende a

entregarse sin reservas al teatro de lo absurdo: su consuelo consiste en experimentar como

una maravilla casi natural lo que de sí es producido históricamente: su propia realidad. Ante

esta actitud ideológica, el arte autónomo responde con la reescritura o reestructuración de

su propio proceso, iniciando con un cuestionamiento a esta realidad que se presenta como

necesaria, y vuelve sobre la actitud del propio artista en tanto productor o dominador del

material estético, que es donde se sedimentan las capas que conformas nos ideales de la

cultura en diversos momentos o “períodos”. La refuncionalización de los procesos de

reproducción social y estética abre por ello un espacio para el fortalecimiento del sujeto,

para el incremento de su experiencia en el mundo, siempre que esta se limite a repetir el

esquema de lo siempre igual en medio de la sociedad estratificada: sólo albergando lo a él

diferente, el sujeto puede fortalecer su experiencia a través del contacto con la diversidad,

en lugar de repelerla por temor a ser herido en su frágil subjetividad, que, por otro lado, esa

supuesta singularidad es ya producida en serie.

La experimentación, entonces, oscila entre la resignación ante el material y el

fortalecimiento del sujeto en el dominio de ese material y en la pluralidad que su propia

experiencia adquiere cuando éste se deja penetrar por lo Otro, por la diferencia, por lo no-

idéntico a sí mismo. En su momento histórico específico, la estética de Theodor Adorno

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encontraba en el jazz y el collage los modelos de esta actitud de resignación ante el material

con que el artista trabaja: la composición del jazz y el collage, en su más vulgar expresión,

produce un caos donde el sujeto aparece como devorado o superado por la grandeza de los

propios objetos, del propio material que, dispersado por todos lados y “fuera de control”, ya

no encuentra una constelación o unidad que lo ilumine desde dentro y le aporte así una asa

para el diálogo: las obras de arte se convierten, en la experimentación per se, en mónadas

inescrutables, y su potencial uso ideológico, irreflexivo y mítico, está entonces servido.

Es por ello que el artista no debería renunciar al papel de composición o de organización

del material, aunque eso tampoco deba implicar una recaída en la figura del soberano o

dominador que, por medio de la violencia, transforma la necesidad en planificación, en

trabajo: en la capacidad de dominar el material sin la violencia que actualmente espejea en

lo social, se encuentra el momento liberador del arte contemporáneo.

Sólo en la experimentación que se abre al objeto y se deja penetrar por él, el artista se libera

del hechizo de la aparente grandeza de la subjetividad moderna, que en el ámbito

económico capitalista se presenta como una subjetividad hostil a la naturaleza, y por ello

intenta dominarla con violencia. Separamos así dominio instrumental (al modo de la

producción capitalista) de dominio artístico (que estaría más cercano a una reflexión que a

una “acción directa”).

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Orizomegami: una instantánea del arte contemporáneo.

El orizomegami es por ello ya otra cosa, sin que deje de ser lo que siempre ha sido: pliegue,

papel, colores; todo adquiere, por un instante, la fisionomía de ese tipo de juego existencial

que es el arte.

Con un solo golpe, el orizomegami presenta los momentos que caracterizan todo ejercicio

serio del arte contemporáneo, sin que por ello deje de asociarse a las habilidades de un

mago: 1) mostrar el objeto, 2) desaparecerlo, 3) volverlo a aparecer. En clave artística, este

procedimiento se traduce: 1) reflexión sobre el material, 2) apertura hacia el objeto, dejarse

penetrar por él, 3) plegar la experiencia recibida, ejercer un dominio no coercitivo sobre el

material. Lo mismo se encuentra en todo ejercicio que tenga por objetivo generar

conocimiento crítico. Pongamos por caso la lectura, el procedimiento sería el mismo: 1)

escoger el libro, saber que algo nos quiere decir, 2) leer, comprender, quedar cautivado por

el hechizo de la primera lectura, 3) retornar a la lectura pero de forma distanciada, elaborar

un comentario sobre lo que acabamos de leer, romper el hechizo de la primera lectura y

apropiarse entonces del saber en la forma crítica de una sencilla nota de cuaderno.

El orizomegami quiere sintetizar el réquiem básico del arte contemporáneo: 1) reflexión

sobre lo cotidiano: tomar un elemento que aquí es cotidiano y allá es casi sagrado, 2)

apertura al accidente: la variedad de manchas y colores habla sin que el artista les preste su

voz, es el momento en que el material genera su propio caos y entonces se libera de la

coacción subjetiva, 3) finalmente, repliegue del artista que así domina al accidente: el

“esqueleto” que aparece como trasfondo en los papeles es la huella del artista, del dominio

21
alegre al que remite el papel sin someterlo, sino que lo deja ser lo que quizá éste quiere ser

en su poética sencillez.

No hay renuncia a la composición ni a lo “complejo”, pero esto no significa, al menos para

el arte emancipado, vejar el material. El material se encuentra en una tensión entre el orden

que se le impuso y la libertad que con ello alcanzó para expresarse a sí mismo. No es pues

casualidad que este procedimiento se genere a partir de una paciente reflexión

contemplativa, como trazar un kanji o servir el té: sólo cuando el arte alcance la feliz

reconciliación que la naturaleza trae consigo, ese arte estará más próximo a su objetivo más

propio y pacífico, sin que por ello deje de ser una actividad humana plagada de vericuetos y

contradicciones.

El arte es dominio sobre la naturaleza, pero otro tipo de dominio, es dominio recreativo: los

orizomegamis alegorizan esto en su compleja sencillez.

22
Desandar el camino: arte y cultura, hoy

El concepto de cultura es profundamente reaccionario. Es una manera de separar actividades

semióticas (actividades de orientación en el mundo social y cósmico) en una serie de esferas, a las

que son remitidos los hombres. Una vez que son aisladas, tales actividades son estandarizadas,

instituidas potencial o realmente y capitalizadas por el modo de semiotización dominante; es decir,

son escindidas de sus realidades políticas.

F. Guattari/S. Rolnik

Actualmente, y desde hace ya mucho tiempo, el arte apunta al espectro de eso que las

sociedades formulan como una comprensión de sí mismas bajo el rótulo de la “cultura”. En

México, arte y cultura conforman un binomio que comúnmente asocia producción artística

con esencia espiritual, como reflejo del “sentido” u orientación de una comunidad. El

sentido de una comunidad- su “misión” por decirlo de algún modo- se manifiesta en el

cuerpo de la historia como un camino que parte del pasado para orientarse en el presente, y

proyecta hacia el futuro los valores que desea preservar, ya sea tradicionalmente o

intentando reconfigurar ese pasado. Bajo este signo, el arte se presenta, si no como la

síntesis de la esencia misma de una comunidad, al menos como el lugar donde mejor se

expresa el alma de un determinado grupo de personas5. La dirección que una sociedad

persigue -se piensa- podemos encontrarla esencialmente en su cultura. Esto le da un peso

específico al arte dentro del terreno cultural, lo vuelve incuestionable, sin que, por su parte,
5
Hago uso indistinto de las palabras grupo, sociedad, pueblo, comunidad, para representar la idea de una
colectividad humana con prácticas institucionales específicas que los coliga políticamente. Esta colectividad,
empero, no debe tomarse por un grupo cerrado o terminado, sino constantemente abierto a la intromisión de
valores semióticos que determinan su movimiento. Los diversos términos se pueden agrupar en la noción de
“pueblo” o “colectividad”.

23
se encuentre del todo determinado. La constante reafirmación del binomio ha terminado por

borrar las fronteras que dictaban a cada polo su lugar y su función en la relación de uno

respecto al otro, y de cada uno con el conjunto de la sociedad. Arte y cultura se presentan

ya como sinónimos.

El espiritualismo, como expresión del humanismo caro a toda sociedad civilizada, funciona

como telón de fondo que reúne a estos cabos. El arte se ha asociado al espíritu por la

concepción mágica de la producción artística, que apunta a lo mítico y lo conecta de esta

manera con la “esencia” de un pueblo. La inspiración ha sido desde siempre la explicación

que aclara todo sin precisar nada en cambio. Espíritu y cultura aparecen también bajo el

signo de la correspondencia y mutua determinación, como si el espíritu de una comunidad,

eso que se llama su esencia, se demostrara en la cultura mejor que en cualquier otro sitio, y

el arte, en este sentido, aparece como ventana al corazón de un determinado pueblo o

espíritu local. Bajo este rótulo, el papel del artista, en tanto productor de obras, reproduce el

arcaísmo del poeta griego que solicitaba permiso a la musa para cantar las hazañas de los

héroes remotos. Esas hazañas, sin embargo, prefiguraban el comportamiento esperado de

un determinado pueblo: Nietzsche concebía al artista como aquel que levanta la lanza de la

cultura y la proyecta al horizonte circular del tiempo, mientras haya artistas, reflexionaba

Nietzsche, la cultura gozará de vitalidad, vitalidad que algún día terminará y se mantendrá

en suspenso, hasta que otro artista arroje la lanza de nuevo; Ezra Pound consideraba al

artista como la antena receptora de la cultura en una sociedad. El artista captaba, como

radio de onda corta, el sentido de la producción cultural y orientaba de este modo la

recepción de los productos artísticos. Por eso Pound demandaba seriedad en el trabajo

artístico, equiparaba la actividad del artista con la de un médico especializado, pues su


24
función, la de ambos, es cuidar la salud de un pueblo. En la actualidad, la figura del artista

sigue asociándose a la del pedagogo. La relación condensa la fórmula del éxito o el fracaso

de una cultura: el artista como Atlas que sostiene a un pueblo.

Una vez que la inspiración divina fue secularizada por la moderna producción artística -la

democratización de los medios productivos (desde la invención de la escritura, pasando por

la imprenta, las técnicas de reproductibilidad técnica como el grabado y la fotografía, cine,

prensa, televisión, etc.)- la función que la inspiración desempeñaba en el genio artístico fue

trasladada al dominio de la técnica. Virtuosismo y experiencia artística permanecen igual de

indiscernibles en los estratos sociales más amplios, aquellos donde los productos culturales

circulan a mayor escala y velocidad: la sociedad de masas. Quizá estas condiciones han

impedido el esclarecimiento del proceso artístico al punto que los administradores

municipales de la cultura entienden arte, espíritu, cosmovisión, genio y virtuosismo bajo el

mismo denominador de la cultura. Esta confusión se refleja en el neoclasisismo que

siempre determina la orientación de lo que se exhibe y lo que se difunde en el ámbito local.

El desprecio por el arte contemporáneo es sólo un síntoma de que lo que se entiende por

espíritu se coliga al refinamiento, y el refinamiento ha tenido desde siempre caracteres

específicos asociados a ideas aristocráticas, como las que Nietzsche y Ezra Pound definen.

Así, la administración de la cultura a nivel local y global reitera la idea de que es necesario

consumir obras artísticas para educar o sensibilizar al pueblo. De alguna manera -se piensa-

el arte ayudará a tener ciudadanos mejores. Por eso el arte que se escoge, se premia y se

difunde es el arte donde los valores antiguos conservan su ideal vigencia. La cultura se

asocia a la educación en el sentido del refinamiento y del conocimiento, como si ser


25
educado, refinado y generar conocimiento significaran una y la misma cosa. El

refinamiento produce individuos más sensibles y por tanto más conscientes, es lo que se

piensa siempre que el arte aparece en un circuito de culto. Sin embargo, un análisis de la

producción cultural que soslaya o restringe la esfera del arte a la educación –en tanto fiel

correpetidor de la cultura- pierde con ello la oportunidad de clarificar la función social del

sistema de circulación de los productos culturales.

Toda difusión de la obra de arte tiene que pasar primero por el filtro de lo bello entendido

neoclásicamente. Lo clásico, lo reconocido y lo esperado, forman el círculo hermenéutico

donde la comprensión se define por la reiteración de lo siempre igual en el circuito de los

medios masivos de difusión por el que las obras de arte tienen que pasar como en un

bautismo oficial. De manera que no sólo el espíritu se asocia al arte, sino un gusto

específico define ese espíritu con los perfiles de lo clásico entendido de manera tradicional.

Las variaciones de lo clásico sólo muestran pobres adaptaciones más o menos tolerables,

pero siempre reiterantes. La transgresión y la ruptura son sólo respiros secos para la

restitución de lo pasado. La ruptura se ha vuelto parte del continuo. Eso explica la

intransigencia cada vez más difundida de exigir técnica, belleza, contenido expresivo o

figurativismo en las obras de arte como índices de su “honestidad artística”. Al arte

contemporáneo se le considera una quimera, una burla, tomada de pelo o snobismo

descarado. El arte contemporáneo es desconocido o despreciado con un chasquido de

dedos. La cultura tiene sus perfiles. Ellos dictan lo visible y lo enunciable en la estructura

de una sociedad. En este sentido, la cultura se ha relacionado siempre con la obra de arte

clásica como nostalgia del humanismo ya perdido por el voraz avance de la técnica, misma

26
que, paradójicamente, es la condición de sus posibilidades de difusión y rearticulación. La

obra de arte, entonces, nunca ha sido cualquier obra.

La cultura se relaciona con el arte, más bien con un tipo específico de arte. El teatro, por

ejemplo, mantiene su vigencia por el arcaísmo espiritual con el que se le relaciona. Esto no

quiere decir que el teatro deba desaparecer, por el contrario, siempre que aparece lo hace

como espectro, como un remanso espiritual ante los embates de la vida. De esta manera el

teatro pierde su capacidad expresiva, justamente porque niega el movimiento que le da su

contenido: la expresión como momento objetivo se subsume a la comunicación de lo

siempre igual. Le ocurre al teatro lo que a las demás artes escénicas: se presenta como

distracción o espacio de exacerbado culto. En este sentido, cultura y barbarie son dos caras

de la misma moneda. Así, la idea de cultura que los administradores reproducen, toma

prestado de la “alta” cultura sus espejos, aunque en el universo cultural la noción de arriba

y abajo se pierda por completo. La desorientación espacial, muy común en nuestra época,

hace que esta valoración se muestre caduca, y sin embargo permanece. Por eso, ante el

snobismo espiritual que ciertas manifestaciones clásicas del arte canónico restriegan en la

cara de la sociedad de masas, ésta responde con la promoción de valores estéticos “más

cercanos al pueblo”. Ninguno de los polos, empero, logra sustraerse a la estratificación de

la sociedad planificada. Forzosamente tienen que articular sus objetos en el entramado

social prefigurado6. ¿Será porque el arte ya no se distingue de la complacencia, del


6
“No existe, desde mi punto de vista, cultura popular y cultura erudita. Hay una cultura capitalística que
permea todos los campos de expresión semiótica. Esto es lo que intento decir al evocar los tres núcleos
semánticos del término cultura. No hay cosa más espantosa que hacer apología de la cultura popular, de la
cultura proletaria, o de algo por el estilo. Hay procesos de singularización en prácticas determinadas y hay
procedimientos de reapropiación, de recuperación, operados por los diferentes sistemas capitalísticos.”
Guattari, Felix y Rolnik, Suely, Micropolítica. Cartografías del deseo, Traficantes de Sueños, Madrid, 2006,
p. 36. Esto significa que ninguno de los supuestos polos, arte popular y arte erudito, pueden sustraerse a la
producción de subjetividad prediseñada por el sistema económico-político actual, en su lugar tendrían que
asumir ésta como una realidad que debe ser reconfigurada.

27
entretenimiento? ¿O es que el arte no debe renunciar a ser un aliciente, en cualquiera de los

sentidos posibles del término?

Otro sentido. En la década de los 70’s, el arte objetual reconfiguró los roles con los que

tendenciosamente se elaboraba la división del trabajo dentro de la producción artística.

Artista, espectador, objeto artístico, curador, experiencia estética, formaban el entramado de

los diferentes momentos bien diferenciados que, en su articulación programada, disponían

al público y al artista en un orden que se confirmaba con cada nueva experiencia. De modo

que a lo que uno asistía, siempre que presenciaba arte, estaba de antemano planificado. Lo

mismo ocurre hoy. No sólo se programa la representación escénica y visual en cuanto tal

con la operación del montaje, sino que la propia experiencia estética del espectador cae en

un registro donde las variaciones subjetivas sólo son excepciones que confirman la regla,

definida de antemano. La espontaneidad del espectador se confunde hoy en día con la

inconsciente repetición automática del “asombro”, que se sintetiza en el aplauso

programado o las risas enlatadas. El rostro grotesco del entretenimiento sólo representa una

faceta cínica para los administradores municipales de la cultura. Hace más de cuarenta

años, Lygia Clark mostró que el objeto artístico posee la capacidad de disolver este orden

en el movimiento de una nueva configuración de la constelación artística. La experiencia

estética que Lygia persiguió en su primera época borraba el distanciamiento entre productor

y consumidor a través de la obra de arte. Más aún, la obra de arte, el objeto artístico,

modificaba directamente la espacialidad y temporalidad del espectador al reordenar los

campos de experiencia subjetiva en general, lo que producía, básicamente, un modelo

28
diferente de experiencia estética y de experiencia en general 7. El uso de binoculares

soldados unos con otros; los objetos que se paseaban por el cuerpo del “espectador” al que

se le vendaban los ojos; almohadas o sábanas que, como telón de fondo, reunían lo disperso

de los cuerpos en un espacio donde el movimiento de la parte afectaba al todo. Etcétera. El

artista como terapeuta. Este gesto contemporáneo, sin embargo, pronto fue capturado por

una rama de la Gestalt que convoca los distintos hallazgos de la experiencia con el objeto

artístico y los suministra dentro de la terapia positiva entendida como reinserción social. La

psicología secularizó los hallazgos del arte objetual adaptándolos al corpus metodológico

de la ciencia positiva. Las ciencias positivas caminan así paralelamente a la visión positiva

del mundo. El arte-terapia es hoy una caricatura del arte objetual. Su misión apunta más a la

adaptación del sujeto que a la “revolución molecular”. El coaching, los libros de autoayuda,

en resumen la “ciencia de la felicidad”, manifiesta lo que el arte es hoy para la sociedad: un

fármaco de realidad. El momento material, ganado con la intromisión del cuerpo y la

nueva concepción del objeto en la experiencia estética contemporánea, devino

espiritualización del cuerpo como suministrador de experiencias a la conciencia, en lugar

de cuestionar el estatuto de autoridad que el juicio estético, en tanto juicio reflexionante, se

da a sí mismo como máximo tribunal para conceptuar la obra de arte, delimitando así los

momentos de la producción y recepción estética. La terapia que usa el arte de esta manera

sólo sintetiza lo que socialmente se ha determinado como la función específica del arte, que

desplaza la vieja discusión entre arte elitista y arte de masas: en general, el arte funciona

hoy en día como compensación ideológica ante el fracaso de la política 8, que prometió la

7
Véase http://www.lygiaclark.org.br/defaultING.asp; también: Rolnik, Suely, La memoria del cuerpo
contamina el museo, en: http://eipcp.net/transversal/0507/rolnik/es
8
Hay que entender la política no como la reducción que de esta se hace a la representación institucional de la
misma, sino como la actividad que determina el entramado social, que se manifiesta en las actividades de los
sujetos y que configura las decisiones o el comportamiento de estos sujetos en un espacio delimitado.

29
construcción de individualidades concretas, y que el advenimiento de la sociedad de masas

evidencia como desengaño. La estetización de la política hoy en día no sólo es una realidad,

ella misma da la forma de lo artísticamente visible y aceptado. El discurso -oficial o

marginal- toma al arte como compensación de lo que en la realidad no se ha podido

concretar o reconciliar. En una sociedad donde los sujetos se tratan ellos mismos como

objetos, y que se relacionan con los otros sólo como enemigos o como aliados, es decir,

como instrumentos, el arte representa otro objeto intercambiable cuya expresión se reduce a

ser aliciente de la falsedad de la sociedad mediada por la equivalencia en la era del

intercambio global. Para recibir algo, el arte debe dar algo a cambio: necesita ser útil, y su

instrumentalidad, en tanto compensación circular ligada al fracaso de la política, es el

principio que lo regula.

El acceso al arte, sin embargo, no conlleva su apropiación. Hoy en día uno puede visitar

físicamente una enorme cantidad de museos y galerías en las grandes urbes, o desplazarse

virtualmente a través del internet y dar una vuelta por el MoMA o el museo del Prado; la

democratización del arte no parece ya una utopía. El “otro” lado, la producción artística

que no se atiene a los códigos de la alta cultura, pone a circular, de forma cada vez más

notoria, las prácticas “marginales” que siempre han estado: plazas públicas, calles y

mercados forman la constelación del arte entendido como símbolo y revaloración estética

de lo cotidiano. Pero este fenómeno, antes que representar una toma de posición surgida por

la necesidad de nivelar la balanza, está determinado por la división del trabajo social en el

que el capital social y el capital privado intervienen de forma directa: En México, el

excedente de capital social facilita la autogestión de los grupos independientes, propiciando

así la generación de espacios para la difusión de sus actividades y productos, de manera que
30
éstos se agrupan en torno a prácticas artísticas que ponen a circular, en el espacio de

intercambio material y simbólico, los valores sociales de los que proviene como una

afirmación de la cultura “propia”. Diferente a lo que ocurre en las grandes urbes,

comenzando por Estados Unidos, donde el capital privado financia los proyectos artísticos

desde su concepción hasta su archivo, de manera que el discurso que el arte comporta en

estas ciudades da la apariencia de una reflexión abocada eminentemente a la experiencia

estética, al margen del contenido social que sin embargo lo determina. Surge entonces la

necesidad de articular ambos hemisferios sin conceder la premisa de que cada uno

representa, a su manera, una asunción a la identidad a través de la cultura de forma directa.

En México, la distinción poco a poco se va difuminando, sin que esto signifique

homogeneidad o una transformación sin rupturas o exenta de disputas y violencia. El

espectador, sin embargo, generalmente se sigue comportando como si esto no influyera en

el contexto de la circulación y consumo de obras. El espectador promedio no ha cambiado

mucho en este descenso dentro del Maëlstrom cultural. Esto debería significar, para los

administradores de la cultura, una reelaboración de los presupuestos que motivan las

acciones destinadas a la apropiación de la obra de arte en la sociedad organizada. Para

sostenerse sobre el vértigo que el remolino del arte y la cultura generan en la actualidad, es

preciso señalar –al menos esquemáticamente- las relaciones que estos polos conllevan

sobre el terreno de la política. El binomio arte-cultura no puede entenderse sin la mediación

de la esfera política porque, en gran medida, considerada así, la reducción de la política a

política institucional es la causante principal de esta confusión babilónica.

La política, en tanto actividad humana, surge con el salto de transnaturalización del

hombre, que renuncia a su libertad de todo y a todo por la preservación de su propia


31
integridad. El estado de naturaleza representa un peligro a la autoconservación porque

supone la libertad de todos a todo, es decir, al mismo tiempo que el hombre es libre para

todo, sobre él se levanta la amenaza de ser también objeto de violencia por otro hombre.

Por eso sacrifica su potencia natural en pos de la preservación de sus miembros: el

sacrificio de la pasión para evitar el sacrificio social. Ese es el paso del hombre al estado

cultural o lo que se llama “proceso de hominización” o “transnaturalización”. A este

momento “sagrado” se han asociado múltiples mitologías de lo originario, que en el cuerpo

de la historia se han pervertido al grado de justificar políticas basadas en la sangre, la raza o

el parentesco. Sin embargo, aquí “sagrado” se entiende de forma concreta, sólo representa

una estructura de ruptura, es decir, un cambio decisivo en la conformación del movimiento

de lo político pues, a partir de ahora, se tienen que reelaborar las condiciones de existencia

con el modelo del contrato social, que supone un estado agreste de la naturaleza anterior a

él y finalmente aporta el esquema de la política como capacidad de autodeterminación de

un grupo específico. Esta capacidad de autodeterminación es la síntesis de su politicidad. El

nivel político del hombre se levanta sobre el nivel natural o animal, que sin embargo no

deja de determinarlo de manera orgánica: el cuerpo recuerda el origen animal, aún en las

sublimaciones que el espíritu pretende hacer de éste a través de la cultura. El nivel político

o la esfera de la autodeterminación social se traduce en la capacidad de determinar, de

manera concreta, la forma de socialidad que mejor convenga para solucionar el problema

de la escasez. Los hombres así, se han organizado en función de eso que Bolívar Echeverría

llama “decisiones civilizatorias”. Hombres de maíz, arroz o trigo es otra forma de nombrar

los distintos proyectos civilizatorios que, sin embargo, tienen como modelo el paso

transnatural como el recuerdo de la política inmanente al ordenamiento grupal de los

hombres que persiste en la capacidad de participación, en la toma de decisiones sobre


32
asuntos comunes. Estos movimientos en la forma de la socialidad aportan la identidad de

los sujetos en un contexto específico. La identidad social se manifiesta así como el

resultado de los acuerdos en las formas de solucionar problemas concretos: territorio,

abasto, escasez, seguridad, etc. La reproducción social es un movimiento dialéctico entre la

forma política y la identidad concreta de los individuos que tiene como referente la

continuidad de la naturaleza y la ruptura o transnaturalización como imposibilidad de

recuperar el “paraíso perdido” que se ha abandonado en aras de un “paraíso artificial” que,

básicamente, constituye el sentido de la política en su forma viva, como política viviente en

las formas de relacionarse de los individuos entre sí y que sólo posteriormente integrarán

una estructura institucional coercitiva para regular sus relaciones internas.

La política sólo puede concebirse, entonces, como el movimiento entre los momentos

“sagrado” y “profano” en tanto equivalentes respectivos de la “ruptura” y “continuidad”,

pues ésta es la forma que la reproducción social mantiene para no petrificarse en una

concepción estática de la vida política ni volatizarse en el cambio social sin orientación, y,

de esta manera, mantener el proyecto de concreción humana como una posibilidad abierta.

En este sentido, la reproducción política del sujeto social, la transformación de su identidad,

se desdobla a su vez en la transformación disruptiva (en el sentido de un momento de

ruptura o momento fundacional) o como cambio acumulativo (en el sentido de allegar

ciclos sucesivos de reproducción social en la cotidianidad) 9. Ahora bien, la existencia del

mundo material sigue su curso, allende la voluntad política de los sujetos. El hombre

9
“Por ello es ilusorio hablar de la identidad de una persona o un grupo social como un conjunto de rasgos
distintivos; si éstos se dan son sólo las huellas, muchas veces engañosas, de episodios en los que ciertos
compromisos de reciprocidad intersubjetiva se constituyen y reactualizan, de creaciones eminentemente
formales en las que se concretiza un sujeto singular en una situación única”. Echeverría, Bolívar. Definición
de la cultura, Ítaca/FCE, México, 2013, p. 152

33
responde a la contingencia, a la posibilidad de la catástrofe natural o humana, con el

recurso del productivismo como neutralización del peligro de desaparecer, actualizado

constantemente en la vida social por la amenaza de la escasez. La escasez seculariza,

después del proceso de hominización, el temor a la catástrofe y el riesgo a desaparecer que

éste conlleva como recuerdo de la contingencia al que el hombre está sujeto por su

componente material, de este modo la política sintetiza el desdoblamiento del momento

sagrado y profano, ya secularizado. El comportamiento humano se protege de este peligro

reproduciendo él mismo la estructura del peligro primero: el estado de naturaleza se

invierte en “segunda naturaleza”. Esta segunda naturaleza, o vida ética, mantiene el

momento “sagrado” o fundacional en la idea de la transformación disruptiva, entendida

como revolución, y en el cambio “profano” o acumulativo, entendido como cotidianidad.

La revolución sería pues el cuestionamiento del código social, mientras que la cotidianidad

estaría restringida a la pura ejecución del código. El momento de lo político se re-actualiza

así en los momentos extraordinarios o de cuestionamiento del código social 10. Por eso el

juego, la fiesta y el arte representan, cada uno en una dimensión particular, la capacidad,

dentro de la propia cotidianidad, de reproducir el código, ponerlo en suspenso,

reconfigurarlo o hasta transformarlo en un espacio concreto. Así, pues, el modo

revolucionario o, si se quiere, “sagrado” de realizarse de la “politicidad” tiene

necesariamente dos modos de presencia: uno real, en los momentos extraordinarios o

fundacionales; otro imaginario, en los momentos cotidianos o de continuidad. El primer

10
“El momento extraordinario es aquél en que el nivel político de la reproducción social se encuentra en
estado de virulencia, en el que la capacidad política del ser humano es requerida o exigida al máximo. Es
aquel momento en el que, forzada por las circunstancias, en una situación límite, la comunidad se encuentra
obligada a tomar una decisión radical acerca de la forma de su socialidad, de su mantenimiento o su
transformación. Situación límite que puede ser lo mismo positiva, promesa de perfeccionamiento o
autorrealización plena, que negativa, amenaza de catástrofe o desaparición. Revolución o barbarie, salto hacia
el perfeccionamiento o caída en la regresión”. Ibíd. p. 155

34
momento, el real o revolucionario, se traduce en rutinización del momento extraordinario

de lo político a través de las instituciones que median coercitivamente la actividad de los

sujetos; el segundo momento, imaginario o cotidiano, ocurre como simulacro del propio

momento revolucionario11. La primera es la actividad política propiamente dicha, donde los

individuos determinan y a su vez son determinados por un conjunto de prácticas

institucionales: una actividad que se ocupa de la expresión de la nueva voluntad

comunitaria y de su adecuación a la antigua voluntad, plasmada o codificada en ley

fundamental o constitucional12. Así, la política puede ser vista como una especie de

prolongación real del momento extraordinario en el momento cotidiano; una prolongación

en la que el protagonismo de lo político permanece, pero sólo de manera inerte,

institucionalizado, detenido o cristalizado13. Pero decíamos, lo político no sólo se encuentra

presente en términos reales, no únicamente bajo la forma de la política, sino también en

términos imaginarios, en las rupturas que acompañan al funcionamiento rutinario de la vida

cotidiana14. La construcción de un plano imaginario de comportamiento en el cual tiene

lugar un simulacro de la politicidad revolucionaria, una repetición del cuestionamiento de

la forma establecida de la socialidad15, se manifiesta de forma concreta en tres momentos de

ruptura del código rutinario: el juego, la fiesta y el arte. Los tres momentos abren el espacio

para la reestructuración del código político en una comunidad determinada. De acuerdo con

sus particulares características dictadas por la función social que cada simulacro representa,

la distinción más general que separa a cada uno respecto al otro es la duración de la

“ruptura” con lo cotidiano en cuestión. El periodo de suspensión del código cotidiano

11
Ibíd. p. 159
12
Ibídem.
13
Echeverría, Bolívar. Definición de la cultura, Ítaca/FCE, México, 2013, p. 160
14
Ibíd. p. 163
15
Ibíd. p. 162

35
aumenta en proporción al orden: el juego representa un cuestionamiento del código que sin

embargo se restituye en seguida, una vez finalizado el juego, que regularmente no puede

prolongarse por varios días. La fiesta involucra una organización y participación política

más efectiva, más abarcante, más compleja. Una comunidad puede destinar todos sus

esfuerzos humanos y materiales para la celebración de una fiesta, y en México esto se da

con harta frecuencia. Sin embargo, la componente embriagadora de la fiesta, aunada a su

duración no tan prolongada, obstaculiza en muchos casos su expansión al terreno de la

crítica social. La fiesta en gran medida resulta más bien una compensación política,

difícilmente se le concede la oportunidad de reconfigurar el campo político; en su lugar, la

fiesta es empleada hoy como ficción institucional de integración política de los sectores

divergentes. A su vez, el periodo de la fiesta choca con el productivismo que los hombres

han lanzado como solución a la escasez. La fiesta, por sus pródigas características,

difícilmente se prolonga por mucho tiempo. Es por eso que el arte, como momento de

cuestionamiento del código cotidiano, pero sobretodo como actualización del momento

extraordinario que la política, para mantenerse con vida, exige de la participación de los

sujetos que la componen, se muestra como el espacio destinado a reconfigurar los códigos

institucionales reproducidos de manera automática. El arte elabora un replanteamiento

general de la conducta de los ciudadanos a los que afecta. De modo que la cultura y el arte

se asocian en tanto momento autocrítico de la reproducción de un grupo humano

determinado, en una circunstancia histórica determinada, haciendo de su singularidad algo

concreto: es el momento dialéctico del cultivo de su identidad 16. Por ello la cultura tiene al

arte en alta estima: en él encuentra, como en ningún otro espacio 17, la transparencia de su
16
Ibíd. p. 163-164
17
Esta aseveración debe enmarcarse en el ámbito de la política actual. Sería ambiguo aseverar que el arte
siempre ha desempeñado esta función de secularización del momento reflexivo o momento extraordinario. En
la década de los 60’s y principios de los 70’s, por ejemplo, el lugar determinado para el cuestionamiento del

36
propio proceso en tanto juego dialéctico entre la conservación y la superación de su

“sentido”.

Ahora bien ¿Qué provoca que el arte tenga esta suerte de posición privilegiada en la

estructura de la sociedad contemporánea, al punto de identificar su capacidad de

actualización política del momento extraordinario, cualitativamente diferente de otras

formas de socialización, con el movimiento de la cultura?

Hay que reconocer que el arte, él mismo una institución, porta, como pocos aspectos de la

socialidad, una capacidad de autonomía donada por la propia “organización” interna de su

trabajo. A diferencia de otras prácticas institucionales, la autonomía del arte es el resultado

de la reflexión crítica de su propio proceso de composición. Si hay algo que destaca al arte

contemporáneo de cualquier otra práctica política eso es el cuestionamiento de las prácticas

institucionales que él mismo conlleva. El arte contemporáneo ha manifestado lo que los

otros espacios también son: puntos o entramados de códigos políticos que determinan el

comportamiento de los sujetos, con sí mismos y con los otros. El arte contemporáneo

cuestiona la validez de los distintos códigos, por eso su espacio no se limita al taller, la
código cotidiano lo representaba la universidad y, en general, las instituciones que formaban a los sujetos en
torno a la sistematización de los distintos saberes. La universidad, en tanto depositaria del saber tradicional,
del conjunto de saberes que se quieren preservar, era la encargada de la formación de nuevos ciudadanos,
comportando así el aspecto de la conservación y superación de una forma de socialidad concreta. Sin
embargo, los movimientos sociales de la segunda mitad del siglo pasado propagaron las tareas de reflexión
crítica a campos expandidos, elaboraron un cuestionamiento interno de la propia forma de organización de las
demás instituciones. El arte, también él institución, empero, ganó autonomía al cuestionar las determinaciones
que el mercado le dictaba como lógica de su movimiento, sustrayéndose así relativamente a la dinámica del
mercado; constituyendo de esta manera una capacidad de crítica de las prácticas institucionales que la
universidad ya no podía socializar ni cuestionar del todo, pues ella misma, la universidad, se había revelado
como el principal centro de difusión de la ideología conservadora en tanto integró la protesta a la dinámica
cotidiana, sublimando de esta manera su potencial crítico y reflexivo. La universidad, finalmente, reprodujo
el esquema de la sociedad a la que antes denunciaba: su tarea se limitó a preparar a los sujetos para su
integración en la lógica del mercado. La revolución se había vuelto institucional en el único sentido posible:
como contrasentido irresoluble. Por eso, el potencial revolucionario tuvo que desplazarse, de la universidad y
las instituciones políticas, hacia otro terreno: el arte autónomo. Sobre esto volveré inmediatamente.

37
calle, el museo o la galería, sino que muestran todos estos espacios atravesados por

políticas que ordenan la dinámica social al punto de destacar un fenómeno o volverlo

invisible. El constante cuestionamiento del código político hace del arte contemporáneo un

espacio propicio para la reflexión crítica. Asociado al cuestionamiento del espacio donde el

arte contemporáneo se manifiesta, la propia organización interna del arte se despliega en un

entramado de disciplinas cuyo objetivo es desmontar el carácter hegemónico de una

episteme privilegiada. La interdisciplinariedad como respuesta a la especialización dicta

una forma diferente de organización de la experiencia sensitiva y cognitiva. Es verdad que

la interdisciplina sigue requiriendo, por más versátil que se la pretenda, la existencia de un

código o lenguaje común capaz de articular las expresiones que por momentos resultan

irreductibles o cuando menos divergentes. Pero es justamente en esta tarea de traducción

interdisciplinar donde el arte contemporáneo puede indicar un cambio en la metodología de

las diversas ciencias y oficios contemporáneos, proyectándose también sobre la

especialización que la sociedad moderna reproduce en cada uno de sus ámbitos. Aunado a

lo anterior, el arte contemporáneo, a diferencia de la universidad o las instituciones

públicas, no reproduce inconscientemente el esquema de la división social del trabajo. Por

lo general, los artistas contemporáneos proceden con el material físico e intelectual de

forma diferente a las otras instituciones. El potencial revolucionario que significó, durante

el siglo pasado, la universidad como formación de sujetos críticos, se desvaneció cuando

instituciones como éstas fueron integradas a la lógica del mercado. La universidad ya no es

el espacio de pugna y disputa política, en su lugar se ha convertido en el centro de

divulgación de la ideología, o parte del aparato de consentimiento: la función de

asentamiento moral de los aparatos ideológicos del estado, como mostraba Althusser. Desde

Nietzsche, sin embargo, la universidad se había mostrado como potencial centro de


38
divulgación de la ignorancia. Sólo después de la secularización de la crítica fuera del

campo universitario, adoptada ahora por el arte, esta sentencia ha mostrado su valía. Desde

la organización interna, pasando por el cuestionamiento de las prácticas institucionales

hasta la capacidad de reconfiguración de las singularidades, el arte contemporáneo

pretende sustraerse a la mediación que la política establece entre las formas de

reproducción social y la lógica global del mercado.

Un caso ejemplar de este desdoblamiento. La obra de Francis Alÿs hace ya tiempo que

constituye un momento donde la reflexión crítica del propio proceso creativo, el

cuestionamiento de las prácticas institucionales y la reconfiguración del espacio público a

través de la expresión artística finalmente convergen. No es casual, pues, que la obra de

Alÿs se centre en cierto situacionismo como cuestionamiento de estos tres momentos

implicados en todo proceso de reproducción social. Paradox of praxis 1 (Paradoja de la


18
praxis 1) - el registro del artista empujando un bloque de hielo por las calles del centro

histórico de la Ciudad de México- constituye un momento de actualización política de las

distintas determinaciones socio-culturales que dan al arte su soporte institucional. La propia

formulación de la acción no deja espacio a conjeturas. La praxis social, como reflejo de la

organización global del trabajo, es cuestionada a través del registro con el que Paradox of

praxis 1 revela un trabajo “improductivo” y que, sin embargo, cumple con todas las

cualidades para ser considerado formalmente como trabajo. Reel-Unreel (20:00 min.) o

Painting/Retoque (8:31 min.) expresan el doble momento de la práctica artística

contemporánea como definición negativa de la división social del trabajo: por un lado, el

18
Véase “Paradox of Praxis 1 (Sometimes Making Something Leads to Nothing)”, Mexico City, 1997 (4:59
min.), en: http://www.francisalys.com/public/hielo.html

39
artista es el autor que, sin embargo, dista del genio, porque integra a la sociedad como un

momento de cuestionamiento al interior de la propia obra; por el otro, la cultura se revela

como la reproducción acrítica de valores y prácticas que, sin embargo, dictan el

comportamiento de los sujetos y la sociedades en su conjunto.

Anteriormente habíamos dicho que el arte se identifica con la cultura. Sin embargo, con los

ejemplos anteriores ¿no se manifiesta más bien que arte y cultura se relacionan de forma

más compleja, no simplemente como una correspondencia directa? Y ¿qué papel

desempeña la política en la determinación de estas esferas, en la orientación del

movimiento interior a este binomio en el cuerpo de una comunidad específica?

El arte desempeña más bien un cuestionamiento que una representación o reduplicación de

la sociedad en su falsedad. De manera tradicional se ha propagado la idea poco clara de

que el arte refleja el espíritu de un pueblo: manifiesta el alma de una comunidad porque –se

piensa- el artista expresa en esencia lo que es común a todos. Esta relación puede ser cierta,

pero de serlo habría que interpretarla negativamente. Tal parece que el arte no tiene como

objetivo último complacer a las audiencias. El arte, en palabras de Theodor Adorno,

manifiesta el momento no-idéntico a la sociedad. La sociedad ha mostrado que la tarea de

contribuir en la formación de individuos autónomos fracasa con el advenimiento de la

sociedad de masas. La política, que en su formulación original se presentaba como el

espacio para la asunción de la individualidad, termina suprimiendo los brotes espontáneos

de esa individualidad y los determina al punto que espontaneidad e inconsciente respuesta

automática ya no son capaces de distinguirse. Esta contradicción resulta del modelo

paradójico de la politicidad que exige - para la integración del individuo a la vida social y la
40
preservación de sus miembros a través de un contrato- la renuncia del individuo a sus

pasiones, sustrayendo el impulso dinámico de constante actualización e imponiendo en su

lugar la reproducción homogénea del código institucional. La mediación institucional

coincide con el fin de la política en el sentido de una política viviente, paradójicamente

operada por los individuos que políticamente quedan suprimidos. Los individuos -si es que

los hay- para integrarse a la sociedad, tienen que renunciar a su contenido pasional. Es lo

que Freud llama “malestar en la cultura”. Malestar en la cultura que se traduce en malestar

en la estética. Finalmente, ese malestar conduce a la apatía: la apatía que los sujetos tienen

respecto a la estatalidad. La indiferencia respecto a la estatalidad resulta de pensar que las

acciones individuales o colectivas no tienen ninguna injerencia efectiva en la dinámica

social. Y esto se debe a que, en principio, las instituciones políticas, en lugar de preparar a

los individuos para la autonomía, ejercen sobre ellos una lógica heterónoma: de la renuncia

a la pasión resulta la apatía, esta apatía, sin embargo, prepara al individuo no para la

autonomía o la soberanía de sí mismo, sino que se expresa en el flaco consentimiento de

dejarse gobernar por otro. Las instituciones cada vez dialogan más entre ellas, relegando al

individuo a mero contemplador de la dinámica social que se le escapa de las manos. Es

verdad que siempre han existido instituciones y que eso no es un fenómeno exclusivamente

contemporáneo. Sin embargo, nunca antes las instituciones se habían vuelto tan soberanas,

tan autónomas, tan independientes de los hombres que precisamente las crearon, eso que

Theodor Adorno llama “hechizo”, y que se refiere a la desconexión de los productos

humanos de su origen necesariamente humano. El “hechizo” soberano por el cual estos

productos humanos –de los cuales el espíritu resulta ser el más abarcador- invierte su papel

liberador y se convierten en entes coercitivos de la actividad colectiva. La institución, junto

con los dispositivos que ellas generan, en la época del capitalismo avanzado, contemplaba
41
al sujeto aún como instrumento de su reproducción bajo el modelo de la mutua

dependencia, política y económica, entre naciones. En la era actual, donde las relaciones

internacionales se modifican con cada coyuntura global, y donde la lógica de la

dependencia de las naciones del margen respecto al “centro” se ha desplazado a una lógica

descentralizada, la institución se desliga cada vez más de la soberanía de los individuos,

subsumiéndola bajo la forma de acuerdos internacionales: pura institucionalidad o

institucionalidad pura. La vida política se encuentra así “hechizada” por una construcción

humana que cada vez más se independiza de la voluntad de los sujetos, provocando la

opacidad de esta voluntad que se refleja en la apatía colectiva. A los ojos del mercado y la

administración cultural: el arte representa un flaco remedio ante esa apatía. Si la politicidad

contemporánea aporta el modelo de la sociedad, habrá que decir que esa sociedad se ha

vuelto falsa. Falsa porque lo que ella refleja como su espíritu o su conformación es el

reflejo muerto de una lógica que ha trascendido la capacidad de autodeterminación de los

propios individuos. En su lugar han colocado instrumentos de conciliación social. Como los

sujetos ya no pueden renunciar a la mediación de las instituciones, los espacios de reflexión

sobre la condición propia se han volcado en compensación ideológica, ante el fracaso de la

política. La estetización de la política surge como compensación; intenta reconciliar en el

arte lo que en la vida diaria se encuentra roto, desunido, irreconciliable.

La política preparó a los hombres para la heteronomía, por eso el arte, como muchas

expresiones de concreción humana, generalmente se restringe a copiar los valores de la

sociedad que, por otro lado, se ha vuelto falsa. El arte autónomo se desliga así del arte

ideológico. En lugar de la reconciliación ficticia de las contradicciones sociales, el arte

autónomo las hace evidente. Éste es el sentido del pensamiento adorniano según el cual el
42
arte debe expresarse negativamente: contra la sociedad para estar con la sociedad. El arte

autónomo ofrece una de sus facetas en la experiencia liberadora del arte contemporáneo.

Las reconfiguraciones estéticas que el arte contemporáneo elabora atraviesan distintos

momentos, que van desde el cuestionamiento de las nociones básicas de experiencia

estética como intersección de espacialidad y temporalidad, hasta la desintegración física del

objeto de representación artística, intentando liberar a éste del fetichismo que el mercado

del arte ensancha con la expansión de sus valores de culto.

El arte pues, tiene como objetivo mostrar lo no-idéntico de la sociedad en una sociedad que

se ha vuelto falsa, que condena la praxis humana a mera reproducción cotidiana de la

institucionalidad política.

La cultura, en este sentido, debería integrar el momento negativo del arte como

determinación objetiva. Si la cultura se contenta con la propagación de los valores

humanistas, pierde en cambio su orientación en el océano de un humanismo que sólo opera

míticamente como “paraíso perdido”, incapaz ya de ser restituido. En su lugar, la cultura

debería asumir las determinaciones históricas que la configuran: preparar al individuo para

la restitución de su concreción en lugar de ofrecerla como aliciente a través del arte. El arte

funciona así, dentro del régimen hegemónico de la cultura, como la fábrica de

subjetividades donde el individuo se limita a escoger la que mejor le convenga. El arte, por

el contrario, debería contribuir a la producción de singularidades, en lugar de prometer

identidades de antemano seleccionadas. Esto sólo se logrará una vez que los individuos

restituyan su función como productores y consumidores de sus propios productos,

materiales y semióticos. Esto quiere decir: aun si el arte logra expresar esa componente
43
negativa de la sociedad como potencial transformador, todavía el arte no es en cuanto tal la

praxis autónoma. Esa ambivalencia, propia del arte, lo convierte al mismo tiempo en

potencial liberador e instrumento compensatorio. Es por eso que no se debe confundir el

momento de expresión del arte -como lo no-idéntico con la sociedad- con la concreción de

la autonomía de esa sociedad. El arte debería mostrar, a través de imágenes, la posibilidad

de crear una sociedad para la cual la época actual todavía no tiene ninguna imagen: el

sentido radical de la utopía es aquel donde se conserva la esperanza sin intercambiarla por

un modelo preestablecido de libertad y autonomía. El arte, aun con la autonomía ganada

por el desprendimiento de sus condicionantes programadas, no debe tomarse, en cuanto tal,

como la práctica social emancipada. La utopía sin imágenes es tarea que el arte

contemporáneo contribuye hoy a construir, sin identificarse inmediatamente con ella. El

papel del arte será desestimar la compensación ideológica que los administradores de la

cultura ven en él ante el fracaso de la política, sin que el arte asuma, por su lado, las

pretensiones de identificar a la sociedad con su proceso, pues el arte es magia liberada de

la mentira de ser verdad19.

Disonancias

Algunas consideraciones sobre el arte contemporáneo en torno a la trasmisión de

“Pájaros en el alambre”, primera mayordomía sonora de Oaxaca.

19
Adorno, Theodor W. Minima moralia, Taurus, Madrid, 2001, p. 224

44
El arte contemporáneo se manifiesta hoy como una disonancia. Disonancia que vibra en el

espectro de la armonía de los procesos de semiotización dominante. Una disonancia es un

ruido, una alteración en el canal de comunicación. La disonancia manifiesta aquello que

debido a ciertos encubrimientos, permanece velado pero latente: que la comunicación en la

era actual resulta, si no interrumpida, al menos alterada en su recepción inmediata. Así, la

disonancia se puede entender como la expresión de lo no-idéntico respecto a la

comunicación/publicidad de las formas en las que se intenta capturar diversos registros

expresivos. La comunicación/publicidad imperante en el espectro radiofónico asume la

estética sonora como una compensación ideológica ante el deterioro de la politicidad

concreta de los individuos, contribuyendo así a una creciente regresión en el oído, regresión

que se opone, desde luego, a la evolución que suponen los medios cada vez más

sofisticados con los que se trata el material sonoro. La disonancia cuestiona la forma misma

en la que las expresiones artísticas contemplan a los espectadores, trata de reconfigurar los

espacios de la politicidad y apuesta a la generación de un contenido autónomo y, por ende,

de un espectador emancipado.

La disonancia, pues, se muestra así como el contrapunto de una pretendida armonía

estética, social y cultural. Esta armonía social intenta preformar las manifestaciones que se

convierten en canon de la expresión artística. Para el caso del espectro radial, esto se

traduce en una inocua repetición del material y estrategias de captura de la expresión

sonora, reducida a repetidora de anuncios comerciales, música idéntica a la sociedad que la

45
demanda, narrativas tendenciosas que encubren su propio punto de partida, sus propias

intenciones políticas.

A partir de esta desazón, empero, la estrategia se reformula: dar espacio a la voz singular,

escucharnos mutuamente, no hablar por los demás. Ya Foucault prevenía sobre la

indignidad que produce el hablar por los demás. En su lugar, la estrategia debe abrir los

espacios para que se oigan las voces, acercar el micrófono, encender el megáfono. Sí, el

ejercicio no está concluido, no ha terminado. Sería prematura dictaminar el éxito inmediato.

Hace falta reunir las multiplicidades en un contagio compartido. Quizá entablar un diálogo

permanente con un objetivo definido. Una organización concreta, organizar el pesimismo.

Pero el ejercicio cuenta, la brecha se acorta, la comunidad respira.

Canon/armonía, disonancia/ contrapunto: dos posibilidades en tensión para entender el arte

y sus efectos, que se diseminan por el cuerpo de la sociedad que los replica.

Generar espacios, atender al llamado, convocar a la alegría.

Para poder subsistir en medio de una realidad extremadamente tenebrosa, las obras de

arte que no quieran venderse a sí mismas como fáciles consuelos, tienen que igualarse a

esa realidad. Arte radical es hoy lo mismo que arte tenebroso, arte cuyo color

fundamental es el negro.

46
Theodor W. Adorno. Teoría Estética.

Para poder subsistir en medio de una realidad extremadamente tenebrosa,

¿Cómo se volvió la realidad tenebrosa? El pensamiento de Adorno señala una paradoja en

la vida contemporánea. Esta paradoja la representa la inversión de la promesa de la política:

la política, que había exigido el sacrificio de las pasiones humanas por la promesa de

individualidad y autonomía (aquello que suele llamarse “contractualismo”) en la transición

del estado de naturaleza al estado de la cultura, en su lugar preparó al individuo para el

dominio y la represión de sus pasiones. En lugar de autonomía, es decir, la soberanía

individual, preparó a los individuos para la heteronomía, para el domino por alguien más.

En estado de naturaleza el hombre tiene derecho a todo. Esta fuerza para poseer todo y a

todos, sin la mediación de un contrato social, significa que el hombre pre-social al mismo

tiempo que gozaba de libertad era acosado por un gran terror, terror a morir en manos de

otro hombre en el momento de la caza. El hombre nota el peligro de que los demás también

tengan derecho a todo, incluido el derecho a matarlo: el estado Hobbseano del hombre

como lobo del hombre. La sociedad significaría entonces la promesa de preservación de la

vida que paradójicamente exige la propia vida a cambio, porque para poder vivir en

sociedad el hombre necesita reprimir sus pasiones, su propia naturaleza: es lo que Freud

llama “malestar en la cultura”. A medida que la cultura avanza, dirá Freud, la represión

interna y externa aumenta. La naturaleza externa se reprime en el momento de la

agricultura, su instrumentalización produce el efecto de su cosificación: ella cae bajo la

lógica del dominio y explotación por parte del hombre, que el sistema actual no restituye ni

se ocupa de reparar el daño ocasionado, contribuyendo así al propio deterioro de los

alimentos y, por consiguiente, de nuestro propio cuerpo. La naturaleza interna se reprime en


47
el dominio sobre las propias pasiones, que prefigura el dominio y la explotación hacia los

otros hombres. El problema de la política es que se volvió autónoma respecto de la

voluntad de los individuos que la crearon. El sistema, y la coerción que este imprime a las

singularidades se volvió absoluto, de manera que exige, para su cumplimiento, la

identificación total del individuo con la sociedad, la interiorización del sistema y la

reproducción de este por la totalidad de sus partes: el individuo como el sistema en

miniatura o el sistema en cada uno de nosotros. La supuesta autonomía política, en la actual

sociedad de masas, se refleja en la paradoja del individuo, el singular o el único,

reproducido ahora por millones: las fábricas de subjetividad.

La política, que debía preparar al individuo para la autonomía, en su lugar preparó para la

heteronomía, para el dominio por los otros hombres y la represión de la naturaleza interna y

externa. Por eso la realidad se ha vuelto extremadamente tenebrosa.

las obras de arte que no quieran venderse a sí mismas como fáciles consuelos,

Dentro de las esferas que conforman el todo de la sociedad, el arte fue el lugar donde la

autonomía política logró tener una cierta expresión: la llamada “autonomía del arte”. Si

bien es cierto el arte no logra sustraerse a las relaciones de intercambio, cuyo mediador

universal es el mercado y el valor del dinero, la praxis artística tiene como problema central

la reflexión de su propio contenido: el material con que trabaja (físico y conceptual, es

decir, histórico-social en cada uno de sus aspectos), lo convierte en una práctica

autorreflexiva en constante devenir, aún no capturado por el sistema en todos sus aspectos.

Un objeto de praxis deslienada, por ejemplo, lo ofrecen las acciones de Francis Alÿs, y no

por casualidad llama éste a su acción del hielo “paradoja de la praxis”. Esto quiere decir

que el arte, en su momento de autorreflexión, permite la desalienación respecto a las


48
relaciones actuales, que se han vuelto falsas, porque son idénticas al sistema que las crea, y

que coerciona a los individuos para mantenerse vigente. Por eso puede hablarse de cierta

autonomía de la teoría y la praxis del arte.

Ahora bien, es evidente que no todo arte cumple con este papel histórico. Existe también

arte ideológico. Este arte no se define únicamente por lo que serían apologías del sistema

capitalista como contenido explícito de la obra, el arte también se vuelve ideológico cuando

compensa estéticamente el fracaso de la política: la estetización de la política. Toda

estetización que busque la reconciliación con los fracasos de la modernidad debe a este

impulso su contenido alienante. Un poco a la manera de Gregory Colbert en su exposición

del 2009 “Ashes and snow”, que intenta mostrar a un humano inmediatamente reconciliado

con la naturaleza en un ambiente de paz, cuando la realidad no ha podido volver a reunir a

estos dos polos, naturaleza y cultura y, por el contrario, los separa ejerciendo el dominio

sobre ambos. Así, el arte ideológico concilia lo que en la realidad no sucede: se vende a sí

mismo como fácil consuelo.

tienen que igualarse a esa realidad.

El arte debe poder igualar esa realidad no en la promesa fallida de la política, o en la falsa

reconciliación de lo disuelto, sino en la expresión de sus fracasos. Como la autonomía

política ha fracasado, el arte tendría por misión expresar ese desconsuelo. Es decir,

mostrarse como no-idéntico con lo social, y en ese sentido imitar su promesa pendiente. Por

eso el arte es mimético, porque imita lo negativo de esa sociedad, que es donde reside su

verdad, en la desilusión de sus fracasos.

49
Para Adorno, el momento de la pseudo-reconciliación resulta problemático. El pensamiento

siempre tiende a identificar la realidad con él, para poder entenderla y atraparla a través de

conceptos, para reconciliarse con ella, aunque de manera ficticia. Eso hace que el momento

conceptual del pensamiento domine a los otros momentos, como el momento material-

orgánico, es decir, no conceptual, no-idéntico con el pensamiento. El momento sensual o

momento estético es un momento no conceptual de la realidad, algo que no se aprehende

sólo con el pensamiento. Podríamos decir que gran parte de la ideología se transmite así a

través de la ciencia, el arte, la religión, la política, y toda esfera que identifique y fusione

realidad con pensamiento. Por eso, la filosofía de Adorno propone recuperar el momento no

conceptual del pensamiento, es decir, el momento expresivo, la expresión es no-idéntica al

pensamiento porque surge del dolor, del cuerpo, no de la mente y sus quimeras. El arte se

igualaría a esa realidad no reproduciéndola o copiándola, sino imitando el momento no-

idéntico al sistema, restituyendo así la materialidad del cuerpo y su validez objetiva.

Arte radical es hoy lo mismo que arte tenebroso,

Es el instante de la disonancia estética. La disonancia es una variación respecto a la

armonía tonal como estilo de composición. La armonía establece un canon en la música,

por decirlo de algún modo, naturaliza la música dándole apariencia de orden y coherencia:

concilia realidad y pensamiento, y en ello radica, históricamente, su componente

ideológico. En ese sentido, la música armónica o el canon de lo armónico que preforma y

acompaña las exigencias radiofónicas sin criticar el material sonoro sería una forma

ideológica de producir/consumir música, pues imitaría a la sociedad ahí donde la sociedad

se ha vuelto falsa, es decir en su falsa reconciliación con la naturaleza ante el fracaso de la

política. Por eso la disonancia es un índice de verdad en una sociedad que se ha vuelto
50
ilusoria, porque camina contrapunteando la estetización de la realidad con el recuerdo de

que su proyecto ha fracasado, o permanece pendiente.

El arte radical es ese arte que, dentro de la sociedad, expresa lo falso de esa sociedad. En

este sentido, “Pájaros en el alambre” tiene algo de disonante. Es imposible mencionar aquí

todos los hallazgos que la convocatoria pudo reunir. Pero esos hallazgos se deben

precisamente a la flexibilidad del formato, a la convocatoria que como primer requisito

pedía alegría, ganas de compartir. La entrevista a Jaime Martínez Luna que realizó Saúl

manifestó esto como un rasgo evidente. El propio Jaime estableció una relación simétrica

en la conversación, una simetría en los interlocutores que reconoce al otro al no colocar

mediaciones o estatutos de autoridad, protocolos institucionales (como la institución del

supuesto saber, a la manera del profesor, el psicólogo o el sacerdote). Jaime hablaba y

siempre estaba dispuesto a contestar, la cantidad que sea de preguntas, formuladas como

sea, precisas o no, certeras o divagantes, a pesar de ser “el que sabe” hablándole a “los que

no saben”. Diferentes piezas e instalaciones sonoras aparecieron en el espectro, y parece

que hay mucha reflexión en torno al problema de la composición y del material sonoro en

varios de los participantes. Hay experimentación y eso quiere decir que hay cierta

inconformidad con la armonía, o con la reconciliación ideológica que establece el canon de

lo armónico y su estructura caduca. El arte contemporáneo responde así a las exigencias de

dominio técnico, realismo, figurativismo (cualquier “estilo” pre-establecido y por tanto

identificable) “belleza”, etc., entendidos neoclásicamente, que conjunto forman una

constelación con la que se pretende delimitar y perfilar la supuesta “honestidad artística”:

herencia histórica de la cual la sociedad se siente orgullosa. Por ello, la charla de Jaime

también es un registro disonante. No se encuentra en otros lugares, acostumbrados siempre

a la forma “civilizada” de separar sabios de ignorantes, importantes de anónimos, v.i.p. del


51
populacho. Otros espacios están sujetos a ritos ceremoniosos donde queda claro quién es la

autoridad y quién tiene la última palabra. Este no fue el caso de “Pájaros en el alambre”,

pues estableció, desde su concepción, un punto equidistante con todos los participantes,

interlocutores, colaboradores, realizadores…

Todo esto en conjunto produjo una disonancia social en el espectro radiofónico, un registro

no planificado por la armonía prefigurada. En este sentido, la disonancia estética ha traído

un índice de verdad en la era ideológica del intercambio equivalente. Pero hay que decirlo,

es sólo un índice, falta mucho trabajo, mucho por organizar. El mérito debe ser

proporcional al objetivo de la empresa que, si bien no puede producir de inmediato una

respuesta que reconfigure las relaciones dominantes, al menos recuerda la posibilidad de

organizar desde la base, de trabajar a hombro pegado, de restituir el lazo que permanece

fracturado.

arte cuyo color fundamental es el negro.

En alguna ocasión, Adorno indicó que, después de Auschwitz, era imposible escribir poesía,

al menos esa poesía que habla del encanto de una era y la gloria de una humanidad que ha

perdido su concepto. Sin embargo, para Adorno, la prohibición de la poesía “bella” no

conlleva la incapacidad de su expresión. La poesía, en tanto introduzca el sufrimiento como

un momento no conceptual, expresará así el dolor que la sociedad no debe olvidar. En este

sentido, el arte contemporáneo contesta con el color negro a los intentos de pintar de

colores nuestra realidad. A menudo uno se pregunta si los artistas contemporáneos que

pintan un cuadro monocromo no estarán tomándonos el pelo. Puede que sea esto, pero eso

no opaca el momento de verdad en la clausura de la representación de una sociedad que la


52
única mímesis que tolera es la de la muerte. Entonces, el negro es el índice de lo no-

idéntico al color, es decir, lo no- idéntico a la falsa reconciliación, por eso el negro es

disonancia que se torna alegoría: el color fundamental del arte no ideológico como clausura

de la representación en una sociedad que se representa a sí misma en imágenes de muerte.

La imagen final, la disonancia estética, clausura todas las imágenes que se han mostrado

falsas, comenzando por la imagen mítica del sacrificio como imagen constitutiva. EL

sacrificio, para el arte que se pretenda auténticamente contemporáneo, deberá ser la imagen

final, a partir de la cual ya no pueda permitirse el sufrimiento ni su justificación como

gasolina de la máquina social.

La disonancia, pues, es sólo un momento, nunca la totalidad del movimiento social. Sin

embargo, atender a ello significa buscar una forma nueva, una figura que aún no tiene

silueta y para la cual no existen todavía imágenes auténticas. No debemos pensar la tarea de

restitución comunitaria como algo terminado, pero eso tampoco debe quitar el aliento para

seguir explorando - a través de la contaminación que supone el contrapunto de la verdad en

un oasis de irrealidad- las maneras de restituir el vínculo comunitario que el artificio de lo

institucional pretende arrinconar y desaparecer.

error. Helder Castellanos y Sergio Chávez (Cawamo)

Dos componentes específicos de esta obra abren la posibilidad para ubicarla como una

expresión de la diferencia: por un lado, el hecho de que este error sea, con un mínimo de
53
variación, elaborado como una “impresión a la primera” sin posibilidad de corrección, de

modificación o mejoramiento paulatino: lo espontáneo se impone a lo planificado; por el

otro, el hecho de que ninguno de los ejemplares impresos sea “idéntico” a otro: que cada

uno ofrezca una variación considerable respecto a los demás. Esto atenta contra la supuesta

naturaleza del proceso de reproductibilidad técnica al que el propio libro recurre para

materializarse. error se inscribe, por esta doble situación, en el ámbito de la expresión de

una serie de decisiones estéticas que trataremos de pensar simultáneamente en una

dimensión política.

Repetición

La moderna reproductibilidad técnica atenta contra el aura de originalidad de la obra de arte

clásica. Walter Benjamín ha destacado el aspecto que permite la destrucción del valor

aurático de la obra de arte a partir del proceso mecánico de reproducción: el aura,

anteriormente asociada al valor cultual que se desprende del hecho de que la obra sea única,

original e irrepetible, es desplazada por el nuevo valor de exhibición del arte pos-aurático

posibilitado por los medios mecánicos de reproducción. El valor estético de una obra no se

deja reducir a la exigencia de que la obra sea original: a la pérdida de la noción del original

corresponde una ganancia en el valor público o valor de exhibición. La obra se hace

pública, el nuevo sujeto de contemplación estética (la masa), con sus configuraciones y

necesidades políticas específicas, impulsa esta situación de forma considerable en un

54
intento por apropiarse los valores técnicos que se oponen al ideal burgués de pureza,

aunque esta apropiación no siempre suceda de forma directa, inmediata o exitosa.20

La estética contemporánea ha dado un paso más en relación con la tesis de Benjamín: en

sentido estricto, reflexiona el arte contemporáneo, nunca existe un original. Así como la

noción de paisaje engaña porque en verdad el paisaje nunca está quieto, es decir, incluso en

la naturaleza no hay original de ningún paisaje, la composición estética no posee algo así

como un original en la naturaleza en el cual basarse. El original mismo resulta de la

configuración de imágenes que el “autor” tiene que “recomponer” en un ejercicio interior

de montaje que hace de la sustancialidad del original una ficción, pues ésta siempre supone,

en mayor o menor grado, una composición de diversos momentos diferenciados. El

esencialismo del original, como valor estético, ya no puede ser un valor para juzgar la obra

de arte, aunque se trate de una sola pieza: ¿cuál es la película original, el original de una

película? La repetición mecánica y el proceso de montaje develan así una necesaria relación

con la diferencia.

Reproducir es hacer la diferencia, actualizar la diferencia, porque toda repetición significa

la actualización de lo no-igual, de lo que se desliza y se resiste a ser pensado como lo

idéntico a sí mismo e idéntico a lo demás. Incluso la naturaleza no posee leyes que

permitan pensarla como invariable: la ley es sólo la reducción de un ámbito de variables

mayor al que logramos representarnos conceptualmente. La naturaleza se quiere siempre a

sí misma, pero se quiere como lo siempre diferente, nunca se quiere como lo igual a sí.

Repetir es hacer la diferencia. Con la repetición algo emerge: la imposibilidad de

identificación entre sí de las singularidades específicas. El fragmento vale como totalidad

20
Éste es el contenido del famoso debate Adorno-Benjamín, en torno al problema de los procesos de
apropiación de las fuerzas y relaciones de producción estética en el ámbito de la sociedad capitalista.

55
porque cada uno es único y la repetición sólo actualiza la diferencia.

“Si la repetición es posible, pertenece más al campo del milagro que al

de la ley. Está contra la ley: contra la forma semejante y el contenido

equivalente de la ley. Si la repetición puede ser hallada, aun en la

naturaleza, lo es en nombre de una potencia que se afirma contra la ley,

que trabaja por debajo de las leyes, que puede ser superior a ellas. Si la

repetición existe, expresa al mismo tiempo una singularidad contra lo

general, una universalidad contra lo particular, un elemento notable

contra lo ordinario, una instantaneidad contra la variación, una eternidad

contra la permanencia. Desde todo punto de vista, la repetición es

transgresión. Pone la ley en tela de juicio, denuncia su carácter nominal

o general, en favor de una realidad más profunda y más artista”.21

Bloqueo natural

Esta repetición de la diferencia está condicionada por algo que Deleuze designa como el

“bloqueo natural”, y que se refiere a la incapacidad del pensamiento representativo para

identificar la cosa material con el propio esquema de pensamiento.

“Hay un desgarramiento entre la extensión impuesta al concepto y la

extensión exigida por su comprensión débil. El resultado de este

desgarramiento será un pulular de individuos absolutamente idénticos en

cuanto al concepto y que participan de la misma singularidad en la

21
Deleuze, Gilles. Diferencia y repetición. Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2009, p. 23.

56
existencia (paradoja de los dobles o de los gemelos). Este fenómeno

forma una verdadera repetición en la existencia, en lugar de constituir

un orden de semejanza en el pensamiento. La repetición es el hecho

puro de una comprensión finita, obligado a pasar como tal a la

existencia.”22

“Obligado a pasar como tal a la existencia” significa que la repetición no se puede jugar en

ámbitos puramente conceptuales o figurativos, tiene que trascender y afectar el campo de la

vida, de la existencia. Ese es el desliz que materializa la producción de la diferencia y que

trasciende el terreno conceptual.

Cada cosa es singular, molecular. Por ello mismo el bloqueo no es un concepto, no es algo

que pudiéramos nombrar directamente como “error” o inadecuación, es más bien una

actitud, una afección: es necedad, bestialidad. Lo discreto, lo alienado o lo reprimido son

sólo muestras de una repetición representada, es decir una repetición generalizada,

abstracta, una pseudodiferencia que sólo es diferencia conceptual, nominal. Occidente ha

nombrado “error” a ese desfase de la certeza, a esa inadecuación con lo verdadero,

pensando que certeza y verdad son una sola cosa, de modo que bajo el nombre de “error” la

razón intenta capturar la diferencia y reducirla al ámbito de la inadecuación en la

representación, ignorando su sustancialidad existencial. Para que una diferencia sea como

tal se debe poder experimentar en otro lugar que la representación, ese otro lugar es la

existencia misma, la vida misma.

Este es el movimiento que afecta el proceso de composición del error de Helder y

Cawamo. A través de la señalización del evidente error mecánico se llega a una experiencia

22
Ibíd. p. 36-37

57
que trasciende los discursos, las representaciones o las simples ilustraciones temáticas. El

conflicto popular que generó la realización del mundial de Brasil 2014 mantiene el error de

Helder y Cawamo en una tensión entre lo expresado con el montaje entre texto e imagen y

la reunión espontánea de los cuerpos singulares en las marchas de protesta. Como los

módulos agrupados en las imágenes de error (al mismo tiempo singulares, individuales,

pero agrupados en un collage) los brasileños protestan ante la abolición de su existencia en

un movimiento paradójico de egoísmo colectivo que reúne en un solo clamor todas las

expresiones de inconformidad social: FIFA, go to hell! ¡FIFA vete al diablo!

Los collages modulares en los que Cawamo toma al rombo como eje o forma de

agrupación, se repiten también en forma de segmentos de línea recta. Ahí, también, cada

partícula es singular y sin embargo se comunica con las otras: no es idéntica ni siquiera a sí

misma. Ello se muestra en el propio libro y en la asimetría de un libro respecto al otro: cada

uno hace justicia a su manera a la paradójica idea de singularidades colectivas. La

agrupación de cuerpos en el mundial de Brasil 2014 comporta un movimiento parecido. La

protesta brasileña ante la imposición local de un efecto exterior, dictado por las leyes del

capital global, agrupó de forma espontánea el conjunto de singularidades que no sabían

bien a bien qué era lo que se tenía que hacer, pero que de cualquier modo se hizo en la

forma del rompimiento político.

Esta paradoja de acción sin clara intensión se muestra en la actitud ausente del tele-vidente

del cual Helder hace un simulacro. El texto simula un aficionado sin afición: el autismo del

espectador social como última instantánea de la política contemporánea comporta algo de

esa melancolía que al Bartlebly de Melville lo deja quieto como un clavo, parado en medio

de un patio mientras el mundo se incendia y se derrumba a su alrededor. El espectador del

mundial de Brasil no puede eludir la ironía que atraviesa su amor por el fútbol y el
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desorden social que implica realizarlo: la fiesta organizada en el corazón de una ciudad

envuelta en llamas. La dialéctica del interior expectante y el exterior caótico condenan al

tele-vidente a un callejón sin salida como muestra material de la contradicción que

atraviesa nuestra experiencia cotidiana.

Asimetría disidente: error y Gráfica libre

La agrupación de singularidades, revolución molecular, expresa un ámbito extraño a la

convocatoria que el slogan socialista “Proletariados del mundo ¡uníos!” manifestaba como

forma de organización básica para el movimiento revolucionario en el siglo pasado. Esta

consigna partía de la identificación de los obreros que se pretendía agrupar bajo la forma

representativa de una conciencia de clase común a todos. Sin embargo, de acuerdo con la

paradoja que expresa el bloqueo natural de la representación de singularidades, la identidad

o conciencia de clase, como base para el programa revolucionario, tiene que ser

reestructurada por la noción de contagio: la revolución como un virus o un ensamble, no

como un esquema de organización que parte de una base identitaria, cualquiera que ésta

sea. Ensamblar la disidencia es algo distinto a planificarla o programarla; las singularidades

siempre serán asimétricas y no están forzadas de antemano a un diálogo impuesto sobre una

ficticia base común: ellas chocan y forman olas, ríos, marabuntas, caudales de ratas que

devoran lo que encuentran a su paso: manifestaciones en las calles como pura potencia que

expresa toda idea de colectividad.

En este sentido, error se inscribe en el ámbito de una estructura de disidencia estética que

no puede desligarse ya de cierta disonancia política. Gráfica Libre se configura a partir de

una postura disidente respecto a los modos y las formas institucionales de producir y
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cuestionar los propios procesos de producción visual en nuestra ciudad. La agrupación

formal o demasiado esquemática que otros espacios hacen de las diversas singularidades,

termina por ajustarlas a la convención en las formas de organización que repercuten

finalmente en los propios procesos creativos de forma directa. La forma en que un espacio

como Gráfica Libre permite la experimentación visual, seguida de un afán de calidad en el

trabajo, contribuye a la materialización de un producto como error. Digamos que es un

choque de fuerzas que hallan en la libertad el espacio de juego para trascender la

representación y volverse materiales. Eso hace converger el error de Helder y Cawamo con

la genética de un espacio que se parece más a un ensamble que a un esquema. No es que

una cosa resulte de la otra, no hay relación de derivación entre los sujetos implicados, es

una relación de asimetría porque el componente del libro y las decisiones estéticas que los

autores enfrentaron no tienen que ver, en sentido estricto, con las otras manifestaciones que

también aquí se producen; sino que el ensamble revolucionario se juega su potencial

liberador en la permisión de cierta experimentación con un grado máximo de compromiso,

quizá no siempre exitoso dada la paradoja que lo atraviesa, pero que sin duda genera una

variación respecto al modo en que otros espacios condicionan o administran los procesos

creativos bajo la justificación de la eficacia o el buen gusto.

error se inscribe así en esa zona de indeterminación entre el momento estético y político

que muestra a la diferencia como índice de la disidencia: toda producción de la diferencia

es una disidencia político-estética. Para ello era necesario, por un lado, elegir sobre el

campo de batalla ciertas soluciones ante el problema del material lingüístico o visual,

técnico o procesual; soluciones posibilitadas por un espacio y una configuración de la lucha

por la diferencia, por la no-coacción hacia las voluntades singulares.

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Si la política tomara como modelo de convivencia entre los individuos las formas y

procesos a través de los cuales este producto se ha vuelto real y ha llegado a nuestras

manos, entonces sabríamos que algo de eso que se llama “transformación” o “cambio”

social está realmente sucediendo. Para eso sirve el arte, para eso específicamente: no para

más, pero tampoco para menos.

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