La historia del cristianismo tiene una constante que vale la pena recordar: la necesidad de contar con un referente permanente que se convierta en guía para evitar perderse en el trajinar de la vida. Es lógico que llevemos un reloj para usar bien el tiempo; es imperioso contar con una brújula en alta mar para orientarnos hacia nuestro destino. Es necesario entonces reflexionar sobre la exhortación del profeta Jeremías, en su rol de hacer que el pueblo haga lo que debe (Jer. 6:16). En verdad, todo aquello que funge como “norma” o “guía” nos permite realizar una vida organizada y ordenada. La fe evangélica también se encamina en esta misma perspectiva: posee un referente, una norma, una guía impostergable. El cristianismo del primer siglo puso en posición correcta la fe que trascendía desde el Antiguo Testamento. Jesús mismo en sus propias palabras reveló que él era de quien se habló en el Antiguo Testamento (Lc. 24:44); su vida, muerte y resurrección fue avalada por palabras del apóstol Pablo en la carta que escribió a los corintios (1 Co. 15:3-4), cuando señaló que todo esto había sucedido conforme a las Escrituras. Todas las enseñanzas doctrinales y pastorales estuvieron normadas por el mensaje de Jesús y por su obra, de modo que los escritores del Nuevo Testamento, bajo la inspiración del Espíritu Santo, hicieron trascender en sus escritos a la persona, obra y mensaje de Cristo viéndolos como un todo, dando sentido e interpretando la expectativa mesiánica que había guiado el mensaje de los profetas en el Antiguo Testamento. Es así que el primer siglo representa la culminación de la revelación escrita de Dios y su propósito cristocéntrico. A partir de este siglo, la Palabra de Dios representaría la autoridad de la voluntad de Dios para nosotros hasta hoy. Sin embargo, la historia nos dice que el mensaje, en la medida que la tradición religiosa y la filosofía se introducían paulatinamente, se fue diluyendo y apartando de su sentido original; otros escritos empezaron a ocupar el lugar de las Escrituras, llegando a ser autoritativos en materia de fe y práctica. Felizmente, esta situación empezó a cambiar desde el siglo XV, hasta que finalmente en 1517 desembocó en la labor de los reformadores que entraron en conflicto con los postulados de la Iglesia católica. Es así que de las mismas entrañas de la iglesia surge un movimiento de fe que tiene como única autoridad a la propia Escritura sobre las tradiciones religiosas y pensamientos filosóficos propios de este período. Los reformadores proponían el retorno a las Escrituras. Ellos, como decíamos al inicio de este artículo, buscaron apasionadamente, el retorno a la norma establecida, estimaron como una acción urgente y necesaria, el regreso hacia las Escrituras, hacia la verdad, para encontrar el rumbo de sus vidas. Dentro de la Iglesia evangélica de hoy, algunos grupos están siendo más responsables en revisar cada vez más su conocimiento de las Escrituras. Hay denominaciones que antes usaban erróneamente la cita de Pablo cuando había dicho: “la letra mata...” (2 Co. 3:6) para prohibir todo lo que era estudio e investigación bíblica. Sin embargo, ahora han entendido que, aunque las experiencias místicas son especiales para los creyentes, no se puede prescindir del conocimiento y estudio de la Biblia para conocer la voluntad de Dios, a fin de vivir una vida plena y de éxito, según Dios. Este volver a la norma, como mencionamos al principio, es una constante en la experiencia de la vida cristiana, y se convierte en una oportunidad para que las instituciones evangélicas dedicadas a la educación teológica cumplan su rol de encaminar a los creyentes en la senda de la Palabra de Dios. Como IESTP “Comunidad Teológica del Perú” tenemos el firme propósito de formar líderes y pastores del reino de los cielos, aun en los lugares más recónditos de nuestro país que, teniendo la pasión por el Señor, busquen la calidad y la excelencia en el quehacer ministerial y que sean fieles a la norma establecida por Dios: la Palabra de verdad (2 Ti. 2:15).