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La página perfecta

Por Alejandro Rossi

ESCRIBIR sobre la obra de Jorge Luis Borges es resignarse a ser el eco de algún comentarista
escandinavo o el de un profesor norteamericano, tesonero, erudito, entusiasta; es resignarse,
quizá, a redactar nuevamente la página ciento veinticuatro de una tesis doctoral cuyo autor a lo
mejor la está defendiendo en este preciso momento. En la bibliografía preparada por Horacio
Jorge Becco —que cubre los años 1923-1973—, la sección “Crítica y biografía” registra mil diez
trabajos. Hay de todo: libros, monografías, reseñas críticas, ensayos oceánicos y exégesis
minúsculas, recuerdos, retratos, desagravios, discursos, títulos que aspiran a la elegancia —Jorge
Luis Borges ou la mort au bout du Labyrinthe, Masques, miroirs, mensonges et labyrinthe—, otros
que sueñan con una carrera académica —Eine Betrachtung seiner Lyrik im Rahmen des
Gesamtwerkes—, el que intenta la paradoja mínima —The Subject Doesn’t Object— y también el
que logra la chabacanería completa: A Blind Writer with Insight. (Quien busque el horror, lo
encontrará: Borges, pobre ciego balbuciente.) Sin que falte, claro está, el ineludible Genio y figura
de J. L. B. Escribir sobre Borges es competir con un autor que nunca ha dejado de pensar sobre sí
mismo, a lo largo de su obra y frente a las innumerables grabadoras que lo han rodeado. La
bibliografía citada recoge, en efecto, entrevistas que sólo caben en un libro, conversaciones que
exigen ciento cuarenta y cuatro páginas, charlas menos laboriosas, tal vez casuales —cinco, siete,
diez cuartillas— y hasta un encuentro brevísimo cuyo título merece la transcripción: Mi nota triste
(cinco minutos, cuarenta segundos con Jorge Luis Borges). Por mi parte carezco de ficheros, sólo
poseo una memoria mediocre, sus libros, el hábito de leerlos y la inclinación a imitarlos. Renuncio
a la erudición y me arriesgo al plagio. Paso, con la sensación de quien satisface un deseo, a ser una
ficha más en la próxima edición de la bibliografía de Horacio J. Becco.

Supongo que a Borges no le interesa demasiado la inmortalidad literaria; no creo que se desvele
imaginando cuántas páginas le dedicarán en las futuras historias de la literatura o la forma de la
posible estatua. Acerca de la otra inmortalidad, la personal, hace ya tiempo sostuvo (“Funes el
memorioso”) que “tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales”; casi ahora, el 21
de julio (La Nación, Buenos Aires), confesaba que veía esa prolongación como una amenaza.
También recuerdo haber leído que la supervivencia le parecía inverosímil. No pretendo ordenar
esas creencias —susceptibles de cambiar, en un instante, por una experiencia imprevista, un
temor, una esperanza o un abandono. No quiero divagar sobre una intimidad que le pertenece. Mi
propósito es hablar de otra supervivencia, no menos misteriosa, y que ha sido una preocupación
constante de Borges. Pienso en lo que podríamos llamar el destino de la obra literaria.

En un ensayo de 1930 —”La supersticiosa ética del lector”— Borges señala que la página perfecta,
“la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los
cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página ‘perfecta’ es la que
consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página
que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones
aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba”.
En este párrafo conviven una observación técnica y una convicción. La primera nos dice que la
historia y la evolución del lenguaje eliminan ciertas connotaciones, ciertas resonancias, las
alusiones y los significados dependientes. El texto se transforma, así, en una trivialidad, una
simpleza o bien en un objeto incomprensible. Aquí Borges caracteriza a la página perfecta como
aquella que sólo se sustenta en valores verbales. Ignoro si también piensa que esos valores
siempre excluyen a otros. Se sugiere, en todo caso, que la página perfecta es, en algún sentido, la
página vacía, mero artificio lingüístico. No resiste al tiempo porque es sólo lenguaje: la destruye la
desatención de un linotipista, los diferentes usos, el cambio, la vida misma por consiguiente. La
convicción que anima esas líneas de Borges es que, en el fondo, se trata de un proyecto banal o, si
se prefiere, de un cálculo equivocado. En un trabajo posterior sobre Quevedo leemos que éste

… no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación de la


gente. Homero tiene a Príamo que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que
descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; Lucrecio tiene
el infinito abismo estelar y las discordias de los átomos; Dante, los nueve círculos infernales y la
Rosa paradisiaca; Shakespeare, sus orbes de violencia y de música; Cervantes, el afortunado
vaivén de Sancho y de Quijote…

Perdura la obra que inventa o descubre ese símbolo; desaparece o se arrincona fatalmente en la
literatura de un determinado país la que no lo encuentra o no lo busca. La condición es ahora
diferente y más severa, pero el énfasis es el mismo: sobrevive quien supera el lenguaje. Para
desalentar ese proyecto Borges también se apoya en otro orden de razones. La persecución de la
metáfora nueva, por ejemplo, sería una tarea inútil, vana, ya que las verdaderas, las que formulan
íntimas conexiones entre una imagen y otra, han existido siempre; las que aún podemos inventar
son las falsas, las que no vale la pena inventar (Otras inquisiciones). En un cuento de El informe de
Brodie reitera la idea de que “…las metáforas comunes son las mejores, porque son las únicas
verdaderas”. El escritor, agrega, es apenas la astilla de un tronco, el intérprete pasajero de una
tradición lingüística que le impone límites precisos. La conclusión es casi una renuncia: “Los
experimentos individuales son, de hecho, mínimos, salvo cuando el innovador se resigna a labrar
un espécimen de museo, un juego destinado a la discusión de los historiadores de la literatura o al
mero escándalo, como Finnegans Wake o las Soledades”. (El Otro. El mismo. Prólogo.) Más que
una preceptiva literaria, Borges nos expone, creo, los temores y el escepticismo que su propia obra
le suscita. Es una tensión, una desconfianza que nunca lo ha abandonado. Como si sospechara de
sus espléndidos dones verbales, de su amor a la palabra, de su inclinación al juego, a las sorpresas,
a las parodias. El miedo al manierismo o al barroco vacuo, a lo que él observó en Quevedo: una
prosa enorme para no decir nada. El recelo ante sus virtudes e invenciones, el temor a que el
tiempo las reduzca a argucias estilísticas, a excentricidades marginales, el peligro de que alguien,
mañana, las describiera como “Laberintos, retruécanos, emblemas/Helada y laboriosa nadería”.
(“Baltasar Gracián”, El otro. El mismo.) Estos escrúpulos —excesivos en un escritor tan límpido, tan
medido y económico como Borges— son tal vez los que alientan ese evangelio de la simplicidad,
recomendado en prólogos irónicos, precisos, ácidos, bromistas, semejantes en todo a lo que
pretenden repudiar. Las páginas de Borges se dañan con las erratas, pero no son vacías. Son,
muchas veces, perfectas, y nunca bobas. No sé si Bustos Domecq y Suárez Lynch acierten con un
símbolo universal, y el lenguaje que emplean ciertamente los arraiga a una geografía específica.
Esos dobles han creado, sin embargo, parodias verbales extraordinarias. No entiendo por qué los
disminuye la imposibilidad de traducirlos al checo. Podemos, debemos defendernos de los
ascetismos teóricos de Borges con sus propias obras.
El destino de la obra literaria supone, por otra parte, el problema de su identidad. Uno de cuyos
aspectos, para Borges, es la desproporción —fascinante— entre los resultados y las intenciones.
Chesterton quería ser un escritor apologético, ortodoxo, el polemista que defiende una doctrina
clara, solar y, sin embargo, siempre era, de algún modo, oscuro, umbroso, satánico y desesperado.
“Algo en el barro de su yo propendía a la pesadilla; algo secreto, y ciego y central” (Otras
inquisiciones). Swift se propuso una especie de acusación contra la raza humana y terminó
redactando un libro para niños (Discusión). Borges nos suele dar dos explicaciones. La primera
insinúa que los catecismos proclamados por un autor no son necesariamente las motivaciones y
los nervios de la obra. La segunda, más bien un corolario de la anterior, tiene que ver con su
insistencia en que “el ejercicio de la literatura es misterioso”. (El informe de Brodie. Prólogo.)
Escribir es un sueño voluntario, nos dice; la creación artística es la apertura a fuerzas e influjos
incontrolados e inconscientes. El autor puede ser el peor exégeta y desconocer la identidad de su
obra. Si ésta sobrevive, quizá difiera de la que él imaginó; la suya —el lamento de Swift contra la
humanidad—, desaparece; perdura la otra, las divertidas aventuras de Gulliver. Pero, además, un
libro, un poema, un texto cualquiera admite infinitas lecturas, que dependen de épocas,
preferencias, convenciones o supersticiones. “Las palabras amica silentia lunae significan ahora la
luna íntima silenciosa y luciente, y en la Eneida significaron el interludio, la oscuridad que le
permitió a los griegos entrar en la ciudadela de Troya” (Otras inquisiciones). Esa interferencia, el
lector, permite múltiples identidades. La obra sobrevive si alguien la lee, pero esa lectura la
transforma. “Pierre Menard, autor del Quijote” es la elaboración extrema y perfecta de esa idea.
“(Cervantes) …opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard
elige como ‘realidad’ la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope”. El Quijote de
Menard —réplica exacta del original— es, no obstante, distinto: en un pasaje Cervantes hace un
elogio retórico de la historia; Menard, con las mismas palabras, evoca doctrinas pragmatistas. El
estilo de Cervantes es el de su época; Menard, en cambio, lo prefiere arcaizante. ¿Quién es, en la
actualidad, el autor del Quijote? El concepto de identidad, referido a la obra, se vuelve elástico y
precario. Borges, al escribir sobre Kafka, propone la tesis de que cada escritor crea sus
precursores: a partir de Kafka somos capaces de detectar “características kafkianas”. Antes era
imposible descubrirlas, porque sencillamente no existían. Como si dijera: tal vez estoy escribiendo
las páginas que ejemplificarán —pálidamente— los rasgos de un escritor futuro. Soy, desde ahora,
el epígono de un maestro aún inexistente, soy el representante de una escuela cuyo manifiesto
desconozco. El que me definirá todavía no existe. No soy un precursor: soy, más bien, el material
indeciso cuya forma y sentido es otorgado por otro. Arriesgar una hipótesis acerca del porvenir de
un poema o de un cuento implica, entonces, saber lo que ahora es imposible saber: la identidad
del poema y del cuento.

No sé qué pensarán de Borges sus futuros lectores. Quizá les parezca algo obvio, porque sus
epítetos, su sintaxis, la costumbre de calificar mediante el verbo, sus innovaciones todas formarán
parte de la normalidad del idioma y, así, lo que para nosotros fue asombro para ellos será normal,
apenas una conversación más articulada. Su prosa será más tranquila, más humilde, correrá
pacífica y sin esfuerzos. Estoy seguro de que a Borges no le disgustaría ese destino. Mi deseo, sin
embargo, es otro. Que no lo sientan tan natural, pero que tampoco necesiten el auxilio de los
filólogos, especie posiblemente eterna. Quisiera que esos lectores se acercaran a él como lo
hicimos nosotros: con la certidumbre de que estábamos frente a la excepción. Que también para
ellos su obra sea, a la vez, mágica y precisa. Tal vez descubran un Borges aún mayor que el
nuestro.

Tomado de Manual del distraído (1978), Obras Reunidas (2005).

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