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IR (lectura) Capítulo XXIX

El Imperio romano afectó a la historia de la cultura de varios modos más o menos


separados.
Primero: hay el efecto directo de Roma sobre el pensamiento helenístico. Este no
es muy importante ni profundo.
Segundo: el efecto de Grecia y el Oriente sobre la mitad occidental del Imperio.
Este fue profundo y duradero, puesto que incluyó a la religión cristiana.
Tercero: la importancia de la larga paz romana en la difusión de la cultura y en el
acostumbrar a los hombres a la idea de una civilización única asociada con un solo
gobierno.
Cuarto: la transmisión de la civilización helenística a los mahometanos, y de aquí
finalmente al oeste de Europa. Antes de considerar estas influencias de
Roma, será útil una brevísima sinopsis de la historia política.

El imperialismo romano fue, quizá, lo mejor posible en África del Norte (importante
en la historia cristiana como la patria de san Cipriano y San Agustín), en donde grandes
áreas, incultas antes y después de la época romana, fueron fertilizadas y abastecieron a
populosas ciudades. El Imperio romano fue en general estable y tranquilo durante más de
doscientos años, desde el advenimiento de Augusto (30 a. de C.) hasta los desastres del
siglo III.

Entre tanto, la constitución del Estado romano había experimentado importantes


trasformaciones. Originalmente Roma era una pequeña ciudad estado, no muy
desemejante a las de Grecia, especialmente las que, como Esparta, no dependían del
comercio exterior. A los reyes, como a los de la Grecia homérica, había sucedido una
república aristocrática. Paulatinamente, aunque el elemento aristocrático, encarnado en el
Senado, permanecía poderoso, se añadieron ingredientes democráticos; el compromiso
resultante fue reputado por Panecio el estoico (cuyas opiniones son reproducidas por
Polibio y Cicerón) como una combinación ideal de elementos monárquicos, aristocráticos y
democráticos. Pero las conquistas desquiciaron el precario equilibrio; llevó una inmensa
opulencia nueva a la clase senatorial, y, en un grado levemente menor, a los ‘caballeros’,
como se llamaba a la alta clase media.
La agricultura italiana, que había estado en manos de pequeños labradores, que
obtenían el trigo con su propio trabajo y el de sus familias, acabó por ser un negocio de
enormes fincas pertenecientes a la aristocracia romana, en las que se cultivaban viñas y
olivos mediante el trabajo de los esclavos. El resultado fue la virtual omnipotencia del
Senado, que fue usada descaradamente para el enriquecimiento de los individuos, sin
miramiento a los intereses del Estado ni al bienestar de sus súbditos.
Un movimiento democrático, inaugurado por los Gracos en la segunda mitad del
siglo II antes de Cristo, condujo a una serie de guerras civiles, y finalmente—como tan a
menudo en Grecia—al establecimiento de una tiranía. Es curioso observar la repetición, en
tan vasta escala, de desenvolvimientos que, en Grecia, se habían limitado a áreas
diminutas. Augusto, el heredero e hijo adoptivo de Julio César, que reinó desde el 30 antes
de Cristo al 14 después de Cristo, puso término a la contienda civil, y (con escasas
excepciones) a las guerras externas de conquista. Por primera vez desde los inicios de la
civilización griega, el mundo antiguo gozó de paz y seguridad.

Dos cosas habían arruinado el sistema político griego: en primer lugar, la


pretensión de cada ciudad a la soberanía absoluta; en segundo lugar, la acerba y
sangrienta lucha entre ricos y pobres en la mayoría de las ciudades, Después de la
conquista de Cartago y de los reinos helenísticos, la primera de estas causas ya no afligió al
mundo, puesto que ninguna resistencia efectiva a Roma era posible. Pero la segunda causa
permaneció. En las guerras civiles, un general se proclamaba el campeón del Senado, el
otro el del pueblo.
La victoria se inclinaba hacia el que ofrecía las más elevadas recompensas a los
soldados. Los soldados no solo querían pagas y pillaje, sino concesiones de tierras; por eso
cada guerra civil terminaba en la expulsión formalmente legal de muchos terratenientes
existentes, que eran nominalmente arrendatarios del Estado, para dejar el puesto a los
legionarios del vencedor. Los gastos de la guerra, aunque progresivos, eran costeados
ejecutando a hombres ricos y confiscando sus bienes. Este sistema, desastroso como era,
no podía fácilmente; por último, ante la sorpresa de todos, Augusto salió tan
completamente victorioso que no quedó ningún competidor para alegar su derecho al
poder.
Para el mundo romano, el descubrimiento de que el periodo de la guerra civil había
concluido llegó como una sorpresa, lo cual fue una causa del regocijo para todos, sa1vo
para un pequeño partido senatorial. Para los demás, fue un profundo alivio cuando Roma,
bajo Augusto, logró al fin la estabilidad y el orden que griegos y macedonios habían
buscado en vano, y que Roma, antes de Augusto, tampoco había conseguido producir.

En Grecia, de conformidad con Rostovtseff, la Roma republicana no había


«introducido nada nuevo, excepto la pauperización, la bancarrota, y la obstrucción de toda
actividad política independiente». El reinado de Augusto fue un periodo de felicidad para
el Imperio romano. La administración de las provincias estaba por fin organizada con algún
miramiento hacia el bienestar de la población, y no según un sistema puramente de
predatorio.
Augusto no fue solo oficialmente divinizado después de su muerte, sino que fue
espontáneamente estimado como un dios en varias ciudades provinciales. Los poetas lo
elogiaron, las clases comerciantes encontraron conveniente la paz universal, e incluso el
Senado, al que trató con todas las formas exteriores de respeto, no perdió ninguna ocasión
de acumular honores y cargos sobre su cabeza.

Pero si bien el mundo era feliz, la vida había perdido cierto sabor, ya que la
seguridad había sido preferida al riesgo. En los tiempos anteriores, todo griego libre había
tenido la oportunidad de la aventura; Filipo y Alejandro pusieron término a este estado de
cosas, y en el mundo helenístico solo las dinastías macedonias disfrutaban de una libertad
anárquica. El mundo griego perdió su juventud, y se volvió o cínico o religioso. La
esperanza de encarnar ideales en instituciones terrenas se desvaneció, y con ella los
mejores hombres perdieron su ímpetu.
El cielo, para Sócrates, era un lugar donde podía proseguir discutiendo; para los
filósofos posteriores a Alejandro, era algo muy diferente de su existencia aquí abajo. En
Roma, una evolución similar llegó más tarde y en una forma menos dolorosa. Roma no fue
conquistada, como lo fue Grecia, sino que tuvo, por el contrario, el estímulo de un
imperialismo afortunado. A lo largo del periodo de las guerras civiles, era en los romanos
en quienes recaía la responsabilidad de los desórdenes.

Los griegos no habían asegurado la paz y el orden sometiéndose a los macedonios,


mientras que tanto los griegos como los romanos alcanzaron ambas cosas al someterse a
Augusto, Augusto fue un romano a quien los romanos se sometieron voluntariamente, no
solo en razón de su poderío superior; además, se tomó el cuidado de disfrazar el origen
militar de su gobierno, y de basarlo sobre decretos del Senado. La adulación expresada por
el Senado era, sin duda, en gran parte insincera, pero aparte de la clase senatorial nadie se
sintió humillado.

El talante de los romanos era parecido al de un jeune homme rangé de la Francia


ochocentista, que, tras de una vida de aventuras amatorias, se decide a un matrimonio de
conveniencia. Esta mentalidad, aunque satisfecha, no es creadora. Los grandes poetas del
siglo de Augusto se habían formado en tiempos más turbulentos. Horacio huyó en Filipos,
y tanto él como Virgilio perdieron sus fincas en confiscaciones a beneficio de soldados
victoriosos.
Augusto, en gracia de la estabilidad, se aplicó, un tanto insinceramente, a restaurar
la antigua piedad, y fue por ende necesariamente bastante hostil a la libre investigación. El
mundo romano empezó a quedar estereotipado, y el proceso continuó bajo los
emperadores posteriores.
Los inmediatos sucesores de Augusto se entregaron a espantosas crueldades para
con los senadores y los posibles competidores a la púrpura. Hasta cierto punto, el
desgobierno de este periodo se extendió a las provincias; pero en lo esencial, la máquina
administrativa creada por Augusto siguió funcionando medianamente bien.

Un periodo mejor se inició con la subida al trono de Trajano en el 98 después de


Cristo, y se prolongó hasta la muerte de Marco Aurelio en el 180 después de Cristo.
Durante este tiempo, el gobierno del Imperio fue tan bueno como pueda serlo cualquier
gobierno despótico. El siglo III, por el contrario, fue de horrendos desastres. El ejército se
dio cuenta de su poder, hizo y deshizo emperadores a cambio de dinero y con la promesa
de una vida sin guerras, y cesó, en consecuencia, de ser una fuerza aguerrida eficaz.

Los bárbaros, del Norte y del Este, invadieron y saquearon el territorio romano. El
ejército, preocupado con las ganancias privadas y la discordia civil, fue incompetente en la
defensa. Todo el sistema fiscal se derrumbó, ya que hubo una inmensa merma de recursos
y, al mismo tiempo, un vasto incremento de gastos en guerras desgraciadas en el soborno
del ejército. La peste, además de la guerra, disminuyó grandemente la población. Parecía
corno si el Imperio estuviera a punto de caer.

Este resultado fue advertido por dos hombres enérgicos, Diocleciano (286-305) y,
Constantino, cuyo indiscutible reinado duró desde el 312 al 337 después de Cristo. Por
ellos fue dividido el Imperio en una mitad oriental y otra occidental, correspondientes,
aproximadamente, a la división entre las lenguas griega y latina. La capital de la parte
oriental fue establecida por Constantino en Bizancio, a la que dio el nuevo nombre de
Constantinopla.

Diocleciano refrenó al ejército por algún tiempo, alterando su carácter; desde su


época en adelante, las fuerzas guerreras más efectivas estuvieron compuestas de
bárbaros, principalmente germanos, a los se abrieron todos los mandos más elevados.
Esto era evidentemente un expediente peligroso, y a comienzos del siglo y produjo su fruto
natural. Los bárbaros resolvieron que era más provechoso luchar por sí mismos que por un
amo romano.
No obstante, cumplió su propósito durante más de un siglo. Las reformas
administrativas de Diocleciano tuvieron igualmente éxito por cierto tiempo, y fueron
igualmente desastrosas a la larga. El sistema romano tenía que permitir el autogobierno
local a las ciudades, y dejar sus funcionarios la recaudación de impuestos, de los cuales
solo la cantidad total debida por cada ciudad era fijada por las autoridades centrales.
Este sistema había ido bastante bien en los tiempos prósperos, pero ahora, en la
situación exhausta del Imperio, las rentas exigidas eran más de lo que podía soportarse sin
excesiva opresión. Las autoridades municipales eran personalmente responsables de los
impuestos, y huían para eludir el pago.

Diocleciano obligó a los ciudadanos acomodados a aceptar el cargo municipal, y


declaró ilegal la huida. Por motivos similares convirtió a las poblaciones rurales en siervos,
adscritos al suelo, e impedidos de emigrar. Este sistema fue mantenido por los
emperadores posteriores.

La más importante innovación de Constantino fue la adopción del cristianismo


como religión del Estado, al parecer porque una gran proporción de los soldados eran
cristianos. El resultado de esto fue que cuando, durante el siglo V, los germanos
destruyeron el Imperio de Occidente, su prestigio les hizo abrazar la religión cristiana,
preservando con ello para la Europa occidental tanto de la civilización antigua como había
sido absorbido por la Iglesia.

El desenvolvimiento del territorio asignado a la mitad oriental del Imperio fue


diferente. El Imperio de Oriente, aunque continuamente decreciendo en extensión (salvo
las transitorias conquistas de Justiniano en el siglo VI), sobrevivió hasta 1453, en que
Constantinopla fue conquistada por los turcos. Pero la mayor parte de lo que habían sido
provincias romanas en el Este, incluyendo también África y España en el Oeste, se hicieron
mahometanas.
Los árabes, a diferencia de los germanos, rechazaron la religión, pero adoptaron la
civilización, de aquellos a quienes habían vencido. El Imperio oriental era griego, no latino,
en su civilización; en consecuencia, desde el siglo VII al XI, fue él y los árabes quienes
conservaron la literatura griega y cuanto sobrevivió de la civilización griega, en oposición a
la latina. Desde el siglo XI en adelante, al principio a través de la influencia mora, el
Occidente recuperó gradualmente lo que había perdido de la herencia griega. Paso ahora a
los cuatro modos en que el Imperio romano afecto a la historia de la cultura.

I. El efecto directo de Roma sobre el pensamiento griego. Este empieza en el siglo


II antes de Cristo, con dos hombres, el historiador Polibio y el filósofo estoico Panecio. La
actitud natural del griego hacia el romano era de desprecio mezclado con temor; el griego
se sentía más civilizado, pero políticamente menos poderoso. Si los romanos tuvieron más
éxito en la política, eso únicamente mostraba que la política era una tarea innoble.
El griego medio del siglo III antes de Cristo era amante de los placeres, de
inteligencia viva, experto en los negocios, y sin escrúpulos en todas las cosas. Sin embargo,
aún quedaban hombres de capacidad filosófica. Algunos de ellos—notablemente los
escépticos, tales como Carnéades—habían consentido que la destreza destruyera la
seriedad. Otros, como los epicúreos, y un sector de los estoicos, se habían retirado
completamente a una tranquila vida privada. Pero unos pocos, con más visión de la que
había manifestado Aristóteles en relación con Alejandro, se percataron de que la grandeza
de Roma se debía a ciertos méritos de que carecían los griegos.

El historiador Polibio, nacido en Arcadia hacia el 200 antes de Cristo, fue enviado a
Roma como prisionero, y allí tuvo la buena fortuna de hacerse amigo de Escipión el menor,
a quien acompañó en muchas de sus campañas.

Era poco común entre los saber latín, aunque la mayoría de los romanos instruidos
sabía griego; las circunstancias de Polibio, sin embargo, lo condujeron a una perfecta
familiaridad con el latín. Escribió, para provecho de los griegos, la historia de las últimas
guerras púnicas, que permitieron a Roma conquistar el mundo. Su admiración por la
constitución romana se estaba, quedando anticuada mientras escribía, pero hasta su
tiempo había competido ésta muy favorablemente, en estabilidad y en eficacia, con las
constituciones continuamente cambiantes de la mayoría de las ciudades griegas. Los
romanos naturalmente leían su historia con placer; que los griegos lo hicieran así, es más
dudoso.
Panecio el estoico ya ha sido considerado en el capítulo precedente. Fue amigo de
Polibio, y, como él, un protegido de Escipión el joven. Mientras vivió Escipión, fue con
frecuencia a Roma, pero a raíz de la muerte de Escipión en el 129 antes de Cristo,
permaneció en Atenas como jefe de la escuela estoica. Roma tenía todavía, lo que Grecia
había perdido, la confianza ligada a la oportunidad de la actividad política.

De conformidad con ello, las doctrinas de Panecio eran más políticas, y menos
afines a las de los cínicos, que lo fueron las de los estoicos anteriores. Probablemente la
admiración hacia Platón sentida por los romanos cultos lo indujo a abandonar la estrechez
dogmática de sus predecesores estoicos. En la forma más amplia dada por él y por su
sucesor Posidonio, el estoicismo atrajo poderosamente a los más serios de los romanos.

En una fecha posterior, Epicteto, aunque griego, pasó la mayor parte de su vida en
Roma. Roma le proporcionó la mayoría de sus ilustraciones; siempre estuvo exhortando al
sabio a no temblar en presencia del emperador. Conocemos la influencia de Epicteto sobre
Marco Aurelio, pero su influencia sobre los griegos es difícil de rastrear. Plutarco (ca. 46-
120 d. de C.), en sus Vidas de los griegos y romanos nobles, trazó un paralelismo entre los
más eminentes hombres de los dos países.

Pasó un tiempo considerable en Roma, y fue honrado por los emperadores Adriano
y Trajano. Además de sus Vidas escribió numerosas obras sobre filosofía, religión, historia
natural, y ética. Sus Vidas se interesan evidentemente en conciliar a Grecia y Roma en el
pensamiento de los hombres.

En su conjunto, aparte de tales hombres excepcionales, Roma actuó como un


obstáculo en la parte de habla griega del Imperio. El pensamiento y el arte decayeron a la
vez. Hasta finales del siglo II después de Cristo, la vida, para los acomodados, era agradable
y fácil; no había incentivo alguno para el esfuerzo, y pocas oportunidades para grandes
logros. Las escuelas de filosofía reconocidas—la Academia, los peripatéticos, los epicúreos
y los estoicos – continuaron existiendo hasta que fueron cerradas por Justiniano.
Ninguna de ellas, sin embargo, mostró vitalidad en todo el tiempo después de
Marco Aurelio, excepto los neoplatónicos en el siglo III después de Cristo; y estos hombres,
en todo caso, apenas fueron influidos por Roma. Las mitades griega y latina del Imperio se
volvieron cada vez más divergentes; el conocimiento del griego se hizo raro en el Oeste, y a
partir de Constantino el latín, en el Este, sobrevivió solamente en la ley y en el ejército.

II. La influencia de Grecia y del Oriente sobre Roma. Hay aquí dos cosas muy diferentes a
considerar: primera, la influencia del arte, la literatura y la filosofía helénicas sobre la
mayoría de los romanos cultivados, segunda, la propagación de las religiones y
supersticiones no helénicas en todo el mundo occidental.

1) Cuando los romanos entraron por primera vez en contacto con los griegos, se
dieron cuenta de ser ellos mismos comparativamente bárbaros y toscos. Los griegos eran
inconmensurablemente superiores en muchos aspectos: en las manufacturas, y en la
técnica de la agricultura; en los tipos de conocimientos que son necesarios para un buen
funcionario; en la conversación y en el arte de gozar la vida; en el arte y la literatura y la
filosofía. Las únicas cosas en que los romanos eran superiores eran la táctica militar y la
cohesión social.

La relación de los romanos con los griegos fue algo parecido a la de los prusianos
con los franceses en 1814 y 1815; pero esta última fue pasajera, mientras que aquella duró
largo tiempo. Tras de las guerras púnicas, los jóvenes romanos concibieron una gran
admiración por los griegos. Aprendieron el idioma griego, copiaron la arquitectura griega,
emplearon escultores griegos. Los dioses romanos fueron identificados con los dioses
griegos. Se forjó el origen troyano de los romanos para crear una conexión con los mitos
homéricos. Los poetas latinos adoptaron los metros griegos, los filósofos latinos se
apropiaron de las teorías griegas.

En fin, Roma fue culturalmente parásita de Grecia. Los romanos no inventaron


ninguna forma artística, no erigieron ningún sistema original de filosofía, ni hicieron
descubrimientos científicos. Construyeron buenas carreteras, códigos legales sistemáticos,
y ejércitos eficientes; en cuanto al resto, imitaron a Grecia. La helenización de Roma trajo
consigo cierto reblandecimiento de las costumbres, aborrecido por Catón el viejo
.
Hasta las guerras púnicas, los romanos habían sido un pueblo bucólico, con las
virtudes y los vicios de los labriegos: austeros, industriosos, brutales, obstinados y
estúpidos. Su vida familiar había sido estable y edificada sólidamente sobre la patria
potestad: las mujeres y los jóvenes estaban completamente subordinados. Todo esto
cambió con el influjo de la opulencia repentina. Las pequeñas fincas desaparecieron, y
fueron gradualmente reemplazadas por enormes haciendas en las que el trabajo esclavo
se empleaba para llevar a cabo nuevos métodos científicos de agricultura.

Surgió una extensa clase de comerciantes, y un gran número de hombres se


enriquecieron con el pillaje, como los nababs en la Inglaterra del siglo XVIII. Las mujeres,
que habían sido esclavas virtuosas, se volvieron libres y disolutas; el divorcio se hizo
corriente; los ricos dejaron de tener hijos.

Los griegos, que habían experimentado una evolución similar hacía siglos,
fomentaron, con su ejemplo, lo que los historiadores llaman la decadencia de la moral.
Aun en los tiempos más licenciosos del Imperio, el romano medio todavía pensaba en
Roma como en la sostenedora de una norma ética más pura frente a la decadente
corrupción de Grecia.

La influencia cultural de Grecia sobre el Imperio occidental disminuyó rápidamente


desde el siglo III después de Cristo en adelante, principalmente porque la cultura en
general decayó. Para esto hubo muchas causas, pero una en particular debe ser
mencionada. En los últimos tiempos del Imperio de Occidente, el gobierno fue una tiranía
militar mucho menos disfrazada de lo que había sido, y el ejército usualmente elegía como
emperador a un general afortunado; pero el ejército, incluso en sus puestos más elevados,
ya no estaba compuesto de romanos cultos, sino de semi-bárbaros de la frontera.
Estos burdos soldados no precisaban de la cultura y consideraban a los ciudadanos
civilizados exclusivamente como una fuente de ingresos. Las personas privadas estaban
demasiado empobrecidas para sostenerse mucho tiempo en la senda de la educación, y el
Estado consideraba la educación innecesaria. En consecuencia, en Occidente, solo unos
pocos hombres de excepcional erudición continuaron leyendo en griego.

2) La religión y la superstición no helénicas, por el contrario adquirieron a medida


que pasaba el tiempo, un predominio cada vez más firme en Occidente. Ya hemos visto
cómo las conquistas de Alejandro introdujeron en el mundo griego las creencias de
babilonios, persas egipcios. Análogamente las conquistas romanas familiarizaron al mundo
occidental con estas doctrinas, y también con las de los judíos y cristianos.

En Roma, cada secta y cada profeta estaban representados, y a veces alcanzaron el


favor de las altas esferas del gobierno. Luciano, que mantenía un sano escepticismo a
pesar de la credulidad de la época, cuenta una historia divertida, generalmente aceptada
como en gran parte verdadera, acerca de un profeta milagrero llamado Alejandro el
paflagonio. Este hombre curaba a los enfermos y predecía el futuro, con excursiones al
chantaje.
Su fama llegó a oídos de Marco Aurelio, a la sazón combatiendo a los marcomanos
en el Danubio El emperador lo consultó sobre cómo ganar la guerra, y se le informó que si
arrojaba dos leones al Danubio resultaría una gran victoria. Siguió el consejo del adivino,
pero fueron los marcomanos los que obtuvieron la gran victoria. A despecho de este
desastre, la fama de Alejandro continuó creciendo.

Un conspicuo romano de rango consular, Rutiliano, después de consultarlo sobre


muchos asuntos, solicitó su consejo respecto a la elección de una esposa. Alejandro, como
Endimión había gozado de los favores de la luna, y tuvo de ella una hija, la cual recomendó
el oráculo a Rutiliano. «Rutiliano que tenía entonces sesenta años de edad, obedeció el
mandato divino, y celebró su matrimonio sacrificando hecatombes enteras a su suegra
celestial».

Más importante que la carrera de Alejandro de Paflagonia fue el reinado del


emperador Elegábalo o Heliogábalo (218-22 d. de C.), que fue, hasta su elevación por la
elección del ejército, un sacerdote sirio del sol. En su lento viaje desde Siria a Roma fue
precedido por su retrato, enviado como un presente al Senado. «Se mostraba en sus
vestiduras sacerdotales de seda y oro, a la manera flojamente ondulante de los medas y
fenicios; su cabeza estaba cubierta con una alta tiara, sus numerosos collares y brazaletes
se hallaban adornados con gemas de inestimable valor.

Sus cejas estaban teñidas de negro, y sus mejillas pintadas con un rojo y un blanco
artificiales. Los graves senadores confesaron con un suspiro que, tras de haber
experimentado largo tiempo la rígida tiranía de sus compatriotas, Roma se humillaba
finalmente bajo el lujo afeminado del despotismo oriental»

Apoyado por un gran sector del ejército, procedió, con celo fanático, a introducir en
Roma las prácticas religiosas del Oriente; su nombre era el del dios-sol adorado en Emesa,
donde había sido sumo sacerdote. Su madre, o su abuela, que era la auténtica gobernante,
percibió que él había ido demasiado lejos, y lo destronó a favor de su sobrino Alejandro
(222-35), cuyas inclinaciones orientales eran más moderadas. La mezcla de credos que fue
posible en su época se ilustraba en su capilla privada, en la que colocó las estatuas de
Abrahán, Orfeo, Apolonio de Tiana y Cristo.

La religión de Mitra, que era de origen persa, fue un firme competidor del
cristianismo, especialmente durante la segunda mitad del siglo III después de Cristo. Los
emperadores, que estaban haciendo desesperadas tentativas por controlar al ejército,
advirtieron que la religión podía proporcionar la estabilidad tan necesitada; pero tendría
que ser una de las nuevas religiones, ya que eran estas las que los soldados favorecían.

El culto fue introducido en Roma, y tuvo mucho que agradecer a la mentalidad


militar, Mitra era un dios solar, pero no tan afeminado como su colega sirio; era un dios
relacionado con la guerra, la gran guerra entre el bien y el mal que había formado parte
del credo persa desde Zoroastro. Rostovtseff reproduce un bajorrelieve que representa su
culto, el cual fue encontrado en Heddernheim, en Alemania, y muestra que sus adeptos
debieron ser numerosos entre los soldados, no solo en Oriente, sino también en
Occidente.

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