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El imperialismo romano fue, quizá, lo mejor posible en África del Norte (importante
en la historia cristiana como la patria de san Cipriano y San Agustín), en donde grandes
áreas, incultas antes y después de la época romana, fueron fertilizadas y abastecieron a
populosas ciudades. El Imperio romano fue en general estable y tranquilo durante más de
doscientos años, desde el advenimiento de Augusto (30 a. de C.) hasta los desastres del
siglo III.
Pero si bien el mundo era feliz, la vida había perdido cierto sabor, ya que la
seguridad había sido preferida al riesgo. En los tiempos anteriores, todo griego libre había
tenido la oportunidad de la aventura; Filipo y Alejandro pusieron término a este estado de
cosas, y en el mundo helenístico solo las dinastías macedonias disfrutaban de una libertad
anárquica. El mundo griego perdió su juventud, y se volvió o cínico o religioso. La
esperanza de encarnar ideales en instituciones terrenas se desvaneció, y con ella los
mejores hombres perdieron su ímpetu.
El cielo, para Sócrates, era un lugar donde podía proseguir discutiendo; para los
filósofos posteriores a Alejandro, era algo muy diferente de su existencia aquí abajo. En
Roma, una evolución similar llegó más tarde y en una forma menos dolorosa. Roma no fue
conquistada, como lo fue Grecia, sino que tuvo, por el contrario, el estímulo de un
imperialismo afortunado. A lo largo del periodo de las guerras civiles, era en los romanos
en quienes recaía la responsabilidad de los desórdenes.
Los bárbaros, del Norte y del Este, invadieron y saquearon el territorio romano. El
ejército, preocupado con las ganancias privadas y la discordia civil, fue incompetente en la
defensa. Todo el sistema fiscal se derrumbó, ya que hubo una inmensa merma de recursos
y, al mismo tiempo, un vasto incremento de gastos en guerras desgraciadas en el soborno
del ejército. La peste, además de la guerra, disminuyó grandemente la población. Parecía
corno si el Imperio estuviera a punto de caer.
Este resultado fue advertido por dos hombres enérgicos, Diocleciano (286-305) y,
Constantino, cuyo indiscutible reinado duró desde el 312 al 337 después de Cristo. Por
ellos fue dividido el Imperio en una mitad oriental y otra occidental, correspondientes,
aproximadamente, a la división entre las lenguas griega y latina. La capital de la parte
oriental fue establecida por Constantino en Bizancio, a la que dio el nuevo nombre de
Constantinopla.
El historiador Polibio, nacido en Arcadia hacia el 200 antes de Cristo, fue enviado a
Roma como prisionero, y allí tuvo la buena fortuna de hacerse amigo de Escipión el menor,
a quien acompañó en muchas de sus campañas.
Era poco común entre los saber latín, aunque la mayoría de los romanos instruidos
sabía griego; las circunstancias de Polibio, sin embargo, lo condujeron a una perfecta
familiaridad con el latín. Escribió, para provecho de los griegos, la historia de las últimas
guerras púnicas, que permitieron a Roma conquistar el mundo. Su admiración por la
constitución romana se estaba, quedando anticuada mientras escribía, pero hasta su
tiempo había competido ésta muy favorablemente, en estabilidad y en eficacia, con las
constituciones continuamente cambiantes de la mayoría de las ciudades griegas. Los
romanos naturalmente leían su historia con placer; que los griegos lo hicieran así, es más
dudoso.
Panecio el estoico ya ha sido considerado en el capítulo precedente. Fue amigo de
Polibio, y, como él, un protegido de Escipión el joven. Mientras vivió Escipión, fue con
frecuencia a Roma, pero a raíz de la muerte de Escipión en el 129 antes de Cristo,
permaneció en Atenas como jefe de la escuela estoica. Roma tenía todavía, lo que Grecia
había perdido, la confianza ligada a la oportunidad de la actividad política.
De conformidad con ello, las doctrinas de Panecio eran más políticas, y menos
afines a las de los cínicos, que lo fueron las de los estoicos anteriores. Probablemente la
admiración hacia Platón sentida por los romanos cultos lo indujo a abandonar la estrechez
dogmática de sus predecesores estoicos. En la forma más amplia dada por él y por su
sucesor Posidonio, el estoicismo atrajo poderosamente a los más serios de los romanos.
En una fecha posterior, Epicteto, aunque griego, pasó la mayor parte de su vida en
Roma. Roma le proporcionó la mayoría de sus ilustraciones; siempre estuvo exhortando al
sabio a no temblar en presencia del emperador. Conocemos la influencia de Epicteto sobre
Marco Aurelio, pero su influencia sobre los griegos es difícil de rastrear. Plutarco (ca. 46-
120 d. de C.), en sus Vidas de los griegos y romanos nobles, trazó un paralelismo entre los
más eminentes hombres de los dos países.
Pasó un tiempo considerable en Roma, y fue honrado por los emperadores Adriano
y Trajano. Además de sus Vidas escribió numerosas obras sobre filosofía, religión, historia
natural, y ética. Sus Vidas se interesan evidentemente en conciliar a Grecia y Roma en el
pensamiento de los hombres.
II. La influencia de Grecia y del Oriente sobre Roma. Hay aquí dos cosas muy diferentes a
considerar: primera, la influencia del arte, la literatura y la filosofía helénicas sobre la
mayoría de los romanos cultivados, segunda, la propagación de las religiones y
supersticiones no helénicas en todo el mundo occidental.
1) Cuando los romanos entraron por primera vez en contacto con los griegos, se
dieron cuenta de ser ellos mismos comparativamente bárbaros y toscos. Los griegos eran
inconmensurablemente superiores en muchos aspectos: en las manufacturas, y en la
técnica de la agricultura; en los tipos de conocimientos que son necesarios para un buen
funcionario; en la conversación y en el arte de gozar la vida; en el arte y la literatura y la
filosofía. Las únicas cosas en que los romanos eran superiores eran la táctica militar y la
cohesión social.
La relación de los romanos con los griegos fue algo parecido a la de los prusianos
con los franceses en 1814 y 1815; pero esta última fue pasajera, mientras que aquella duró
largo tiempo. Tras de las guerras púnicas, los jóvenes romanos concibieron una gran
admiración por los griegos. Aprendieron el idioma griego, copiaron la arquitectura griega,
emplearon escultores griegos. Los dioses romanos fueron identificados con los dioses
griegos. Se forjó el origen troyano de los romanos para crear una conexión con los mitos
homéricos. Los poetas latinos adoptaron los metros griegos, los filósofos latinos se
apropiaron de las teorías griegas.
Los griegos, que habían experimentado una evolución similar hacía siglos,
fomentaron, con su ejemplo, lo que los historiadores llaman la decadencia de la moral.
Aun en los tiempos más licenciosos del Imperio, el romano medio todavía pensaba en
Roma como en la sostenedora de una norma ética más pura frente a la decadente
corrupción de Grecia.
Sus cejas estaban teñidas de negro, y sus mejillas pintadas con un rojo y un blanco
artificiales. Los graves senadores confesaron con un suspiro que, tras de haber
experimentado largo tiempo la rígida tiranía de sus compatriotas, Roma se humillaba
finalmente bajo el lujo afeminado del despotismo oriental»
Apoyado por un gran sector del ejército, procedió, con celo fanático, a introducir en
Roma las prácticas religiosas del Oriente; su nombre era el del dios-sol adorado en Emesa,
donde había sido sumo sacerdote. Su madre, o su abuela, que era la auténtica gobernante,
percibió que él había ido demasiado lejos, y lo destronó a favor de su sobrino Alejandro
(222-35), cuyas inclinaciones orientales eran más moderadas. La mezcla de credos que fue
posible en su época se ilustraba en su capilla privada, en la que colocó las estatuas de
Abrahán, Orfeo, Apolonio de Tiana y Cristo.
La religión de Mitra, que era de origen persa, fue un firme competidor del
cristianismo, especialmente durante la segunda mitad del siglo III después de Cristo. Los
emperadores, que estaban haciendo desesperadas tentativas por controlar al ejército,
advirtieron que la religión podía proporcionar la estabilidad tan necesitada; pero tendría
que ser una de las nuevas religiones, ya que eran estas las que los soldados favorecían.