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L a caza de brujas:
Semiótica del miedo*
luri M. Lotman
Mijaíl I. Lotman
La caza de brujas: Semiótica del miedo 19
En las últimas décadas los historiadores, que prestan cada vez más aten
ción a la vida anónima de las masas, están concediendo atención a los
rasgos de la psicología masiva, las ilusiones colectivas y los temores colec
tivos que surgen esporádicamente en tales o cuales momentos de la histo
ria. La historia aspira cada vez más a hacerse ciencia de la conciencia
masiva.2 Sin embargo, en ese camino encuentra un obstáculo esencial: la
conciencia masiva, por regla general, se refleja de manera exigua y desfigu
rada en los documentos del pasado. El objeto no está dado directamente en
el documento: es preciso reconstruirlo, habiendo aplicado todo el arsenal
de mecanismos descifradores que están a disposición del científico actual.
Y aquí viene en ayuda la semiótica, que juzga completamente natural y
elemental considerar cualquier texto no como algo dado, sino en calidad de
objeto de desciframiento, ante todo prestando atención a los mecanismos
codificantes que lo generaron.
Ese método es particularmente demostrativo al abordar textos que se
crean en momentos de agudos conflictos intelectuales (por consiguiente,
también semióticos) que reflejan las tensiones de crisis del desarrollo social
de la humanidad. Una de las emociones más intensas en semejantes situa
ciones es el miedo, y no es asombroso que precisamente el miedo haya
devenido en las últimas décadas objeto de la atención de los historiadores.3
El problema del miedo le plantea al investigador no sólo problemas
psicológicos, sino también problemas semióticos.4Al propio tiempo, que
dan al descubierto mecanismos de la cultura que en otras situaciones socio-
culturales están ocultos de la observación y no se muestran con tal eviden
cia. Es sabido que el estudio del socium en estados de crisis es uno de los
más oportunos métodos para revelar la invariante de no-crisis («normal»)
de su estructura. El examen de los mecanismos semióticos que se actuali
zan en una sociedad de la que se ha apoderado el miedo, nos interesa no
sólo por sí mismo, sino también como un medio para formamos una idea
del mecanismo semiótico de la cultura como tal.
5 Jean Delumeau, La Peur en Occident XI Ve-XVIIIe siécles. Une cité assiegée, Ed.
Fayard, París, 1978, pp. 239-240.
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esas causas no tenían conciencia las propias víctimas del miedo, y a los
historiadores no les es tan fácil reconocer las consecuencias tan inespera
das de aquello en lo que tradicionalmente se acostumbraron a ver sólo el
progreso de la cultura.6
Desde luego, una separación tan categórica de los miedos «motiva
dos» y los «no motivados» sólo es posible en abstracto: la realidad históri
ca nos da complejas uniones de esas tendencias, que sólo gravitan hacia
uno u otro polo. Aunque se entiende plenamente que esa división tiene un
carácter convencional, ella resulta útil.
Jean Delumeau, ya en las primeras páginas de su investigación, plantea
la cuestión de la repetibilidad periódica de los miedos, de su ciclicidad en la
historia, y pregunta por la tipología de este fenómeno: «En el curso de
nuestra historia ha habido otros temores antes y después de la Revolución;
los ha habido también fuera de Francia. ¿No se podría hallar un rasgo
común...?»7 La seguridad en que ese enfoque está justificado nos permite
tratar de reconstruir, sobre la base de las acusaciones que en diversos
momentos históricos se hicieron en diversos documentos, el objeto inva
riante del miedo no motivado, y después ya examinar cómo «funciona»
esa imagen en diversas condiciones históricas.
Para formarse una idea de los principios con arreglo a los cuales se
construye el «objeto del miedo» (y estos principios se manifiestan con
sorprendente uniformidad en tradiciones diversas y no ligadas entre sí,
generando textos asombrosamente parecidos), es útil recordar un texto del
siglo iii d.C., perteneciente, según el testimonio de [omisión en el manuscri
to — M. L.] , a Marco Minucio Félix. Es el diálogo Octavio, en el cual,
para una apología final del cristianismo, están reunidas y refutadas todas
las acusaciones que la moribunda Roma pagana dirigía a los cristianos.
Para nosotros, es particularmente esencial que éste es una recopilación de
chismes callejeros: no interviene como acusador el intelectual pagano, sino
el rumor callejero. Uno de los participantes de la disputa reunió todos los
rumores. Él mismo dice: «Yo no sé si estas sospechas son justas o falsas,
pero es indiscutible que esas ceremonias y rezos secretos, ocultos en la
noche, son suficiente fundamento para que surgieran».8Así pues, recibi
mos el material más valioso para nosotros: la voz de la masa anónima, las
conversaciones, rumores y chismes sordos y oscuros que son generados
por la atmósfera de miedo y sin los cuales esta atmósfera es imposible.
Ante todo, de los cristianos se afirma que «esta secta» es muy poco
numerosa, pero es extremadamente peligrosa. Este peligro se explica, en
primer lugar, con los malos tiempos («los vicios aumentan de día en día»)
y, en segundo lugar, con que esa misma minoría constituye un grupo unido
(«promisee appelant fratres et sorores», p. 36). Esa comunidad es secreta
y los copartícipes de ella se reconocen fácilmente unos a otros por signos
secretos y permanecen sin reconocer por los ajenos. Rechazan todas las
creencias de la sociedad restante, desprecian a los dioses y se burlan de los
santuarios. Así pues, a los acusados se les atribuye no sólo irreligiosidad,
sino también sacrilegio. Rechazando a los dioses y todo lo que es querido
para las restantes personas, adoran todo lo bajo: a un delincuente ahorcado
por sus fechorías lo consideran un dios. De la cruz hicieron una cosa
sagrada y, así, adoran lo que merecen. Hicieron objeto de adoración la
cabeza de un asno. é
9 «Ante el recién llegado colocan al niño cubierto de masa de harina para ocul
tar de él el asesinato que se aprestan a realizar. A una orden de ellos él lo
atraviesa con numerosas cuchilladas. La sangre corre de todas partes y ellos
la chupan ávidamente. El crimen de todos es la garantía del silencio de todos,
la garantía del secreto del peor de los sacrilegios».
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16 «Wollen wir die Hexerei ais ein Ganzes fassen, so erschein sie, vom Standpunkt
der Doctrin betrachtet, ais eine in sich vollendete diabolische Parodie des
Christentum» (Solían s Geschichte der Hexenprozesse, reelaborado por Dr. H,
Heppe, tomo I, Stuttgart, 1880, p. 313.
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tienen carácter de grupo. Eso no es casual. El miedo dicta una idea del
enemigo como cierta colectividad peligrosa.
Pero ¿cómo se le dibuja ese enemigo a l a sociedad atacada por el
miedo?
La primera idea básica sobre las brujas puede ser formulada así: las
brujas son una peligrosa minoría organizada.
El primer rasgo del objeto del miedo es ser una minoría. La sociedad
escoge su parte realmente menos defendida, la parte que sufre el mayor
número de agravios sociales, y la eleva al rango de enemigo. En el período
que nos interesa, una minoría así, indiscutiblemente, son las mujeres.
Si se intenta analizar los rasgos que hacían más probable que una
persona dada atrajera hacia sí la acusación de hechicería, es decir, suscitara
la posibilidad potencial de que la sociedad comenzara a codificarla con el
concepto «bruja», se puede llegar a las siguientes conclusiones: común
mente se considera característica de la «bruja» la edad avanzada. La «bru
ja» típica es una vieja.21 Sin embargo, también es típico el caso contrario:
resulta bruja una niña o una muchacha. Así, en la lista de las veinte y nueve
quemas que tuvieron lugar en Würtzburg en 1629 (en cada una de ellas
fueron quemadas de cuatro a siete personas), en el día décimotercero figu
ran en la lista de quemados:
1) un viejo herrero;
2) una anciana;
3) una niña de nueve o diez años;
4) una niñita, hermanita de ella.22
La quema en un solo día de dos ancianos y dos niños es indicativa en este
respecto. También en otros días encontramos acotaciones: «niña», «mu
chacha de alrededor de 15 años», etc. En la lista son muy frecuentes las
acotaciones: «mujer forastera», «hombre forastero», «tres tejedores fo
rasteros», «vieja forastera». Nos encontramos indicaciones referentes a
lisiados: en el día vigésimo octavo fue quemada una niña ciega.23 Pero
peligroso es también lo contrario: durante la vigésima quema murió Babelina
Göbel, junto al nombre de la cual está la acotación: «la joven más bella de
Würtzburg». En el cuarto día fue quemada — declarada la fuente de todo
el contagio— una comadrona que se vestía con demasiada ostentación.
En el octavo día fue quemado el alcalde de la ciudad, Baunach, «el bürger
más gordo de Würtzburg». La acotación «mujer gorda» se encuentra a
menudo en la lista. Fue quemado también un estudiante «diestro en mu
chas lenguas, músico excelente: cantor y ejecutante de muchos instrumen
tos». Thomas señaló que se hacía víctimas fundamentales de las acusacio
nes «principalmente a mujeres pobres». Pero hay suficientes datos acerca
de que también era peligroso ser rico.24
Se crea la impresión de que a los acusadores los atraían no tales o
cuales cualidades de sus víctimas, sino la polaridad misma de esas cualida
des: viejos y jóvenes, monstruosos y hermosos, muy pobres y muy ricos, es
decir, todo el que poseía tales o cuales rasgos manifiestos de manera rele
vante. Se perfila también la fisonomía del acusador: es la masa media, que
está desprovista de rasgos marcados y experimenta miedo, odio y envidia
con respecto al que posee tales o cuales cualidades que saltan a la vista.
Otra acusación fundamental era que la minoría hechicera preparaba un
complot unánime, una conspiración. En la conciencia de los acusadores
existe la firme idea de que todas las brujas están ligadas entre sí con ayuda
de un pacto que ellas concertaron con Satanás. Por eso, incluso cuando
ante el tribunal pasan mujeres que afirman que no se conocen una a la otra,
éste, no creyéndolas, las considera como miembros de una conspiración.
Actúan como indicios de la conspiración signos secretos que las acusadas
intercambian entre sí y la actitud burlona de ellas hacia otras personas.
La búsqueda de esos signos secretos le interesaba mucho a la Inquisi
ción, ya que precisamente ellos eran los indicios de la comunidad. Así, en
España, en el año 1527, dos niñas de nueve a once años de edad, bajo la
influencia de amenazas y promesas, declararon que podían revelar una
gran conspiración de brujas, cuyas participantes ellas reconocían por un
signo especial con el ojo izquierdo que las brujas intercambiaban.25
24 La afirmación de Thomas de que en Inglaterra los ricos raras veces devenían víctimas
de acusaciones de hechicería (ob. cit, p. 411), no es apoyada por la confirmación de
una situación análoga en materiales de los procesos que tuvieron lugar en el continente
(,Solían, I, 298).
25 Véase G. Roskoff, t. II, p. 295; Llórente, Geschichíe der Spanischen Inquisition,
tomo II, p. 15.
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