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La importancia de la

libertad
¿Qué es la libertad? Es la capacidad que tiene el ser humano de
poder obrar según su propia voluntad, a lo largo de su vida
Jaime Merino Médico, Profesor Y Mil Cosas Más 08.03.2015 | 01:06

Según la Real Academia es aquello que permite al hombre decidir si quiere


hacer algo o no, eso lo hace libre y también responsable de sus actos.

La importancia de la libertad. Desde siempre se ha definido la libertad como uno de


los atributos de los humanos. Forma parte de sus propiedades, de su dignidad. Los
pueblos han luchado por ser libres. Fue un día grande cuando se creyó haber abolido
la esclavitud. La realidad es que, aunque de otra forma aún pervive: hay esclavas
sexuales, niños o trabajadores explotados, etc... Incluso en los Emiratos Arabes, que
uno cree ricos y modernos, hay formas de comportamiento social que recuerdan la
esclavitud. Pero Grillparzer decía que las cadenas de la esclavitud solamente atan las
manos: es la mente lo que hace al hombre libre o esclavo. Y Gandhi: No se nos
otorgará la libertad externa más que en la medida exacta en que hayamos sabido, en
un momento determinado, desarrollar nuestra libertad interna. Decía José Luis
Sampedro: A veces es más libre el que está en la cárcel, si tiene un pensamiento más
libre, que su carcelero. Por ello existe el adoctrinamiento y el control de la escuela, tan
usados por los sectarios/sectas y políticos de visión corta. En ocasiones falsean la
historia (como sucede en algunos nacionalismos) para vender sus verdades, que son
tan falsas como los euros de madera.

No confundir libertad y posibilidad. Conviene saber qué puedo y lo que no puedo


hacer. Es cierto que el concepto de libertad es relativo. Los humanos no podemos ir
«contra natura»: Me gustaría volar, soy libre de hacerlo. Pero no puedo. Yo me
pregunto sobre un hecho que los médicos conocemos bien: hacemos movimientos,
muchos son voluntarios: yo sé abrocharme un botón y lo hago si quiero, pero hay
otros que son involuntarios, y por tanto no controlados, no tengo libertad para
controlarlos. Me pinchan en un brazo y sin pensar o querer lo retiro. ¿Son solo
algunos movimientos los no voluntarios?

¿Limitan los genes la libertad? Siempre me ha sorprendido cómo algunos hijos se


parecen a alguno de sus padres. Y no solo por sus ojos o color del pelo, sino por sus
comportamientos, gestos o aficiones. Es fácil de entender: está escrito en sus genes.
En el campo de la medicina, con las enfermedades, la acción de los genes está clara:
determinados tumores son hereditarios (uno de la retina hace que la mitad de los hijos
lo padecerán), y otras veces solo se hereda la predisposición: la enfermedad aparece
con influencia del medio. Por ejemplo, la hipertensión o la diabetes, que solo se
expresarán si comemos mucha sal o mucho y engordamos. Estamos marcados en lo
orgánico o corporal.

¿Pero influyen también en lo psíquico? Hablábamos de que probablemente también


se heredan los comportamientos. Se estudian ahora las influencias genéticas para ser
adicto, depresivo, o violento. Si eso se demuestra, ¿dónde queda nuestra libertad?
Hasta hace poco ser adicto era un eximente para la justicia en ciertos delitos. ¿Se
debería exonerar a alguien «genéticamente» violento o hiperactivo sexual por haber
cometido un asesinato o una violación? ¿Podría esa persona evitarlo, elegir no
hacerlo? ¿Hasta dónde? Sabemos que la ley cambia las condenas por enfermedad
mental, pero cuál es el límite de verse impelido a hacer algo, ¿siempre se produce en
enfermos «mentales»?

¿Existe el azar? El azar supone que hay realidades inesperadas o tal vez
inexplicables por la lógica/razón ya que están fuera de ella por una muy baja
probabilidad de que ocurran. Pero puede suceder que con nuestros conocimientos
actuales no podemos preverlas en todos los casos, acertar de su presencia. Con
nuestra inteligencia/información actual somos capaces de saber si viene un meteorito
solo hasta que está cerca, o quizá una borrasca y con ello si lloverá. Pero no sabemos
si habrá un terremoto o un volcán va a erupcionar. Un médico ante ciertas
manifestaciones de un enfermo le predice un diagnóstico y ofrece un tratamiento que
estima le curará. Pero son predicciones lógicas. No certitudes, no se conoce al 100%.
Puede que no llueva o el enfermo no se cure. Y así el suceso es excepcional se llama
milagro o se explica por el azar. Pero que toque la lotería no es un milagro, aunque la
probabilidad sea baja. Para un zulu las imágenes nítidas de un móvil podrían ser
milagrosas. Porque su conocimiento de «nuestra realidad» es muy escaso.

¿Hasta dónde llega nuestra libertad? Si mis genes me condicionan, de lo que no hay
duda, lo importante sería saber hasta cuánto. Yo sé que un gen mío determinado
influye en un porcentaje para que yo sea hipertenso, y sólo lo seré si como sal. Pero
no sé si tengo genes que influyan en que yo coma sal. Si existieran yo estaría super
definido. Acabaré siendo hipertenso.... Y si esas ideas las llevamos a todas nuestras
acciones, concluiríamos que no somos libres. Estaríamos condicionados en un grado
para todo lo que somos y todo lo que hacemos en este universo. Si fuera así el
concepto libertad (que también nos hemos visto influidos a crear) debería tener un
gran límite. Tal vez deberíamos limitar su extensión a la capacidad de de actuar de
conformidad a los dictados de la razón o en conformidad con los valores universales
(como la verdad y el bien).

Límites de la libertad. Ser libre exige ser valiente. Suele ser más fácil hacer
ciegamente lo que te dicen (por duro que sea: duchas frías, flagelarse o castidad) que
ser tú mismo, que ser responsable. De ahí el éxito de las sectas. Siguiendo en el
mundo actual, nuestras actuaciones libres se limitan por el ego (tú vives con tu rol
social, y te creas deberes), y tienes prejuicios (siempre verás lo que previamente
crees: Si piensas que Alicante es sucia, siempre que vengas encontrarás motivos que
te refuercen) y el debería es una tiranía que nos imponemos: Vigila si el debes o no
debes determina gran parte de tu vida. Caes si piensas: ¿Cómo debo vestir? ¿Actuar?
Recuerda que nunca puedes ser, todo el tiempo, nada que no quieras ser. El progreso
a veces viene de rechazar los convencionalismos. Tú puedes decidir el tipo de
persona que quieres ser, o lo que los demás quieren que seas. Depende de ti. En
cualquier caso disfruta de tu libertad.
- UN CONTEXTO CULTURAL
- SOCIOLOGÍA DESPUÉS DE MARX Y NIETZSCHE
- CARACTERÍSTICAS DE UNA SOCIOLOGÍA DE LA ACCIÓN
- TRES MOMENTOS EN UN MÉTODO: COMPRENDER, INTERPRETAR, EXPLICAR
- CUATRO CONSTANTES WEBERIANAS
- «LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO»: ELEMENTOS
PARA UNA - LECTURA
- RELIGIÓN Y ORGANIZACIÓN SOCIAL
- EL DESENCANTAMIENTO DEL MUNDO
- DOMINACIÓN Y ACCIÓN POLÍTICA
- DOMINIO, OBEDIENCIA Y LEGITIMIDAD
- LA BUROCRACIA
- ÉTICA Y POLÍTICA COMO FORMAS DE TRAGEDIA
- LA ÉTICA DE WEBER: RESPONSABILIDAD Y CONVICCIÓN
- A MANERA DE CONCLUSIÓN

UN CONTEXTO CULTURAL

Max WEBER nació el 21 de abril de 1864 y murió el 14 de junio de 1920. Tal vez estas
fechas digan poco a un lector del siglo 21, pero situándolas en su contexto histórico, se
verá que fue testimonio de la creación del Imperio (1871), de su hundimiento (1918) y
del nacimiento de la República de Weimar (1919) a la redacción de cuya constitución
contribuyó decisivamente. A lo largo de su vida conoció dos guerras nacionales (1866
y 1870), una guerra mundial (1914-1918) y tres revoluciones (las de 1905 y 1917 en
Rusia y 1918 en Alemania). Su disección de la sociedad burguesa es, pues, también
una consecuencia de su conocimiento vivo de la historia y de su experiencia inmediata
de la transformación del mundo cultural que había sido el de los grandes propietarios
latifundistas prusianos aburguesados [Junkers] y acabará siendo el de las tensiones
obreras y el ascenso de la socialdemocracia.

Nacido en la burguesía intelectual liberal (su padre era jurista y diputado) en el seno
de una complicada familia de intelectuales y empresarios y formado en la brutal “cárcel
de hierro” de la Universidad de su época –que le provocó sus conocidas depresiones y
una muerte prematura a los 56 años– WEBER es testimonio del análisis de la
concentración industrial [Konzern] y de las consecuencias ideológicas de la modernidad
económica que hereda tanto como transforma radicalmente el viejo panorama
ideológico protestante. Su análisis de la religión, de la política y de las formas de
legitimación son indisociables del cambio que experimenta Alemania, y casi Europa
occidental entera, entre 1864 y 1920.

Como sociólogo, WEBER ofrece un testimonio de primera mano sobre la crisis de la


tradición prusiana (aristocrática, autoritaria, patriarcal) y el surgimiento de los Estados
modernos (de democracia representativa, burocráticos, legal-racionales, etc.). La
Alemania de su tiempo vive unos cambios sociales, históricos y culturales profundos
que harán posible que, por primera vez, la modernidad tome conciencia de sus límites
y de la distancia entre su marco jurídico y la realidad social. Ese proceso, que él
denominó «racionalización del mundo», no puede pensarse sin tensiones y
contradicciones y constituye el tema básico o el hilo conductor de toda su obra. WEBER
fue capaz de ver hasta qué punto la racionalidad formal de la empresa, del derecho o
del estado es inseparable de, y tiene en su vértice, la irracionalidad del dominio
carismático y de la burocracia, expresión de una racionalización que se ha vuelto
irracional:

«Junto con la máquina sin vida [la burocracia] está realizando la labor de
construir la moralidad de la esclavitud del futuro en la cual quizá un día han
de verse los hombres, como los “felagas” en el estado egipcio antiguo–
obligados a someterse, impotentes a la opresión, cuando una administración
puramente técnica y buena, es decir, racional, una administración y provisión
de funcionarios, llegue a ser para ellos el último y único valor, el valor que
debe decidir sobre el tipo de solución que ha de darse a sus asuntos».

WEBER se nos aparece casi un notario de estos cambios y como el narrador de la


nueva concepción del poder, de lo sagrado y de la máquina que surge de la conciencia
europea de su momento, y que, en buena parte, perdura en los tiempos posteriores.

Así cuando nos describe la personalidad carismática, convendría no olvidar que él es


un contemporáneo de Bismarck, unificador de Alemania (1866-1871) y autor de las
primeras políticas sociales modernas (1883-1889). Y cuando se leen sus trabajos sobre
LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO (1904-1905), habría que
tener a mano novelas como LOS BUDDENBROOKS de Thomas Mann (1901) donde se
narra la decadencia de la vieja burguesía rigorista y protestante, substituida por una
nueva burguesía arribista y mercantil.

WEBER fue un personaje complejo, por enciclopédico, e incluso por mal editado: la
manipulación póstuma que su mujer, Marianne, ejerció sobre su obra –destrucción de
manuscritos incluida– deja pequeña a la de la hermana de Nietzsche; se trata,
además, un personaje psicológicamente atribulado, con unas complicadas relaciones
familiares y acosado por la depresión, que le dejó “fuera de juego” en la Universidad
entre 1897 y 1918, aunque practicase –cuando la salud lo permitía– el famoso “ocio
eficaz” de los universitarios alemanes. La confidencia, que debemos a su esposa,
según la cual no logró consumar su matrimonio hasta los 44 años (se había casado con
29), nos muestra hasta que punto era un individuo emocionalmente complicado. Y no
debieran pasarse de largo sus obvios fracasos políticos, incluyendo el de la constitución
de la República de Weimar que inspiró –y lo que ello pudo ayudar al posterior auge del
nazismo. Pero su obra, tomada como “Corpus”, más que discutida y discutible en los
detalles empíricos, inicia una manera de hacer sociología y de comprender la acción
social que vale en tanto que clásica.

SOCIOLOGÍA DESPUÉS DE MARX Y NIETZSCHE

Max WEBER murió en 1920, Durkheim lo había hecho en 1917 y Simmel en 1918. Es
demasiado simple convertir a estos tres pensadores, y particularmente a WEBER, en
una especie de “anti-Marx” –o de reconstructores del pensamiento burgués– como ha
sido tópico en el contexto ibérico. Más bien debiera considerarse a WEBER como el
autor que ha comprendido hasta qué punto la “filosofía de la sospecha”, por usar una
etiqueta bastante anacrónica, tiene razón en lo que critica pero es, a la vez, impotente
por lo que propone. Según parece, WEBER habría confesado a Spengler, en febrero de
1920, que: «La honestidad de un intelectual puede medirse por su actitud frente a
Marx y Nietzsche (...) El mundo en que existimos intelectualmente nosotros mismos es
en gran parte un mundo formado por Marx y Nietzsche». Su proyecto no pretende,
pues, la reconstrucción, sino la revisión de lo dicho por los maestros de la sospecha.
Precisamente porque Marx y Nietzsche llevan a un callejón sin salida –porque son
geniales y ciegos a la vez– es necesario asumirlos como ellos mismos, en su mejor
momento, hubiesen querido: sin escolástica, pero sin perdonarles por estar vivos; sin
menosprecio pero sin sumisión.

WEBER como pensador resume las tradiciones políticas de la Alemania de su época:


fue liberal, se implicó en el pensamiento social cristiano y terminó en el Deutsche
Demokratische Partei en 1919, después de haber estado vinculado a la
socialdemocracia, que le desagradaba por burocrática; no pretende transformar el
mundo pero comparte con Marx un enfoque metodológico básico: el de explicar las
sociedades como un conjunto de estructuras y de prácticas sociales colectivas. Y lo
hace con una perfecta distancia, o “neutralidad axiológica” si se prefiere, en lo que se
refiere a las consideraciones morales. Así, en 1892 podía escribir, por ejemplo, que:
«... desde el punto de vista de la razón de estado; éste no es para mí un problema
referente a los obreros agrícolas, no pregunto si viven bien o mal y cómo se los puede
ayudar». Podríamos encontrar textos de Marx sobre la situación de los obreros en la
India que no estaría demasiado lejos de este enfoque.

Temas como el análisis del capitalismo y de la burocratización, e incluso la cosificación


de las relaciones humanas, se hallan en Marx tanto como en WEBER. Sin embargo lo
que les separa es obvio: WEBER no acepta el reduccionismo de la hipótesis central del
marxismo, la primacía del sólo factor económico para explicar el capitalismo. La
alternativa weberiana es bien conocida: si el capitalismo ha triunfado se debe no a la
plusvalía ni al maquinismo, sino a la eficiencia social de unos valores encarnados por la
ética, protestante, que ha hecho del trabajo un estilo de vida que va mucho más lejos
del puro elemento económico e impregna todas nuestras acciones.
La segunda influencia crucial la recibió de Nietzsche. WEBER descubre en él la idea
fundamental de su sociología: el lugar central que ocupan los valores, su papel
fundador de la conciencia social que es, a la vez, conciencia moral. Nietzsche muestra
a WEBER que los valores no son eternos y que lo fundamental para un sociólogo es
comprender como determinados valores se han convertido en tópicos, hasta volverse
incluso incapaces de identificarse como tales: es la aquiescencia social, el contexto
histórico y la utilidad de los valores para fundar estilos de vida lo que nos ofrece el
criterio para comprender cómo funciona y como se articula una acción social. Se ha
podido decir que WEBER realiza empíricamente el programa de LA GENEALOGÍA DE LA
MORAL. Pero encontraremos entre ambos una diferencia crucial: Nietzsche quiere
«transvalorar», cambiar el signo de los valores; en cambio, lo que WEBER pretende es
comprender la influencia indirecta de los valores sobre la vida y sobre la formación
social, pero sin erigirse en juez. Los valores son “racionales”, incluso más racionales
que los intereses económicos, y por ello la actitud axiológica de neutralidad es más
conveniente que la del juicio moral o, peor aún, moralizante.

CARACTERÍSTICAS DE UNA SOCIOLOGÍA DE LA ACCIÓN

WEBER fue un autor enciclopédico, capaz, por ejemplo, de escribir dos tesis sobre
derecho comercial en las ciudades italianas (1889) y sobre historia agraria de Roma,
considerada en su relación con el derecho público y privado (1891). De ahí su agudo
sentido de la historia, que lo enfrenta a la Escuela marginalista austríaca de Carl
Menger (1840-1921) a la que consideraba sólo capaz de enunciar reglas abstractas.
Pero fue también un empirista, capaz de realizar encuestas sobre el terreno, como la
que dedicó a la situación de los trabajadores agrícolas del este del Elba (1892) y la
estudió a los obreros industriales alemanes (1908). Sin embargo, WEBER no se limita
al empirismo lato. Considera, más bien, necesario elaborar conceptos teóricos que
permitan dar cuenta de las realidades sociales, desde un punto de vista dinámico.

No es función de la sociología establecer leyes de la «ciencia de la cultura», el sentido


que, por ejemplo la entendía Wilhelm Dilthey (1833-1911) cuando distinguía entre
explicación [erklären], propia de las ciencias naturales y comprensión [verstehen],
propia de las ciencias sociales. A las ciencias sociales no les corresponde un estatuto
minorizado. La sociología es una ciencia histórica que debe apartarse de toda clase de
dualismos y, en consecuencia, no hay que fundar tampoco su método a partir de las
ciencias de la naturaleza, como pretendían los positivistas. Lo que WEBER entendía por
“acción social” se puede resumir en un párrafo de su propia obra:

«La sociología interpretativa o comprensiva considera al individuo y su acción


como su unidad básica. Como su átomo, si puedo permitirme emplear
excepcionalmente esta discutible comparación. Desde esta perspectiva, el
individuo constituye también el límite superior y es el único depositario de
una conducta significativa... En general, en sociología, conceptos tales como
«estado», «asociación», «feudalismo», etc., designan categorías
determinadas de interacción humana. En consecuencia la teoría de la
sociología consiste en reducir estos conceptos a «acciones comprensibles»,
es decir, sin excepción, aplicables a las acciones de hombres individuales
participantes».
Los dos conceptos que permiten comprender el desarrollo de la sociología weberiana
son los de «actor socializado» y «acción instituida»; ambos permiten superar el tópico
del “individualismo sociológico” que, como veremos, es más complejo de lo que su
explicación elemental sugiere.

Hablar de «actor socializado», sugiere que el individuo forma parte de una serie de
redes de relaciones sociales, fuera de las cuales no puede ser comprendido. El punto
de vista del «actor socializado», es decir, la comprensión que los propios actores
tienen de su propia función es sociológicamente fundamental. Esos actores,
organizados, son la base de toda acción social.

WEBER distingue entre “clases sociales”, “grupos de estatus” y “partidos políticos”,


estratos distintos que corresponden respectivamente a los órdenes económico, social y
político.

Así, a diferencia de Marx, en WEBER las clases son únicamente una de las formas de la
estratificación social, atendiendo a las condiciones de vida material, y no constituyen
un grupo consciente de su propia unidad más allá de ciertas condiciones de vida.

Los “grupos de estatus” se distinguen por su modo de consumo y por sus prácticas
sociales diferenciadas que dependen a la vez de elementos objetivos (nacimiento,
profesión, nivel educativo) y de otros puramente subjetivos (consideración,
reputación...). Estos “grupos de estatus” se distinguen unos de otros por estilos o
“modos de vida” (concepto que hay que comprender por oposición a “nivel de vida”).

Finalmente, los “partidos políticos” expresan y unifican en forma institucional intereses


económicos y estatus sociales comunes, aunque su creación puede fundamentarse
también en otros intereses (religiosos, éticos, etc...).

Este análisis tridimensional pone de relieve que en las sociedades modernas hay
diversos criterios de jerarquización de los grupos sociales. Entre los diversos modos de
pertenencia a un grupo, el “grupo de estatus” posee una especial relevancia: es ahí
donde se adquieren y se comparten los valores, las normas de comportamiento y las
prácticas significativas que los especifican. Una teoría de la acción social debe dar
cuenta, en consecuencia, de la forma como unos individuos interaccionan con otros
para modificar sus comportamientos; lo que no necesariamente se produce de forma
racional...

De ahí que la sociología deba dar cuenta también de la «acción instituida» que es algo
más que la pura “elección racional” del supuesto individualismo metodológico. La
elección de los valores, que incumbe al individuo, se refiere implícitamente a su “grupo
de estatus”. Promocionar, o no, determinados valores depende de un grupo que
siempre es institucional.

Si hablamos de un actor socializado y una acción instituida es porque la elección de


valores de los individuos es social, elaborada en instituciones que de por sí son
jerárquicas. La conformidad o disconformidad respeto a una regla constituye al
individuo. De hecho actuar según la regla equivale a ser instituido por ella. Pero es el
individuo, y no una totalidad “holística”, lo que explica la acción. Más que elaborar
teorías holísticas, que por su alto nivel de generalización no explican nada, de lo que
se trata es de elaborar un pensamiento complejo sobre el individuo. Lo instituido se
expresa en su actor.
El individualismo metodológico no debe confundirse, pues, con el individualismo social,
propio de algunas sociedades liberales que animan a ser “diferentes”; ni con el
individualismo ético que se opone al “colectivismo”. Ambos ven al individuo como
enfrentado al grupo, o “des/socializado”, mientras que el individualismo metodológico
se ejerce en el contexto de una sociedad y de unas instituciones.

TRES MOMENTOS EN UN MÉTODO

WEBER en la famosa primera frase de ECONOMÍA Y SOCIEDAD, define la sociología


como: «... una ciencia que se propone comprender por interpretación [deutend
verstehen] la actividad social interpretándola, y a partir de ahí explicar causalmente
[ursächlich erklären] su desarrollo y sus efectos».

De aquí se derivan las tres etapas de toda sociología: comprensión, interpretación y


explicación, que no han de considerarse como peldaños de una escalera sino como
formas de análisis convergentes de la realidad social, sin que quepa considerar a una
“superior” a otra.

«Comprender» la acción social significa optar por la “neutralidad axiológica”, tanto por
razones morales como por la propia especificidad de la teoría. No es necesario ponerse
en la piel de los actores sociales para comprenderles, o como dice en ECONOMÍA Y
SOCIEDAD: «No es necesario ser Cesar para comprender a Cesar». Ningún científico
social tiene derecho a aprovecharse de su situación para hacer ostentación de sus
sentimientos particulares. Y, por el mismo hecho de que en ciencias sociales es
imprescindible seleccionar cuidadosamente los materiales, la neutralidad axiológica es
imprescindible para el buen resultado del análisis. Sin neutralidad axiológica no hay
comprensión científica de la sociedad. Como él mismo definió en un artículo póstumo
(1927):

«No conocemos ideales que puedan demostrarse científicamente.


Seguramente, la tarea más ardua es trazar la raya desde nuestro propio
pecho en un periodo cultural que es tan subjetivo. Pero no tenemos ningún
paraíso soñado, ni ninguna calle de oro que ofrecer ni en este mundo ni en el
próximo; ni en el pensamiento ni en la acción; y es un estigma de nuestra
dignidad humana que la paz de nuestras almas no pueda ser nunca tan
grande como la paz de aquel que sueña en tal paraíso»

La ausencia de espíritu doctrinario, la renuncia a transformar la sociedad para lograr


interpretarla ha de ser paralela a la apasionada exigencia de lucidez en el análisis.
Como se verá la «ética de la responsabilidad» surge de la exigencia de comprensión
por encima del prejuicio y de la utopía.

«Interpretar» la acción social llega a ser posible mediante la construcción de “ideales


tipo” [Idealtipen – palabra también traducida por: “tipos ideales”, o “tipologías”]. Un
“ideal tipo” es una construcción abstracta, de estatuto provisional, susceptible de
ordenar el caos, la infinita diversidad de lo real. No expresan “la” verdad, que en tanto
que concepto substancial es un ideal vano, sino uno de sus aspectos, a través de
acentuar los rasgos cualitativos de una realidad. Su valor es, pues, utilitario, en tanto
que permite una mayor inteligibilidad de lo real. El “ideal tipo” coincide con una
«imagen mental obtenida por racionalizaciones de naturaleza utópica», es decir, sin
contenido empírico, que retoma la distinción kantiana entre el “concepto” [verdad] y lo
“real” [realidad]. Se trata así de evitar tanto la confusión positivista entre verdad y
realidad cuanto la dimisión conceptual del puro relativismo empirista. En sus propias
palabras:

«Se obtiene un “ideal tipo” al acentuar unilateralmente uno o varios puntos


de vista y encadenar una multiplicidad de fenómenos aislados –difusos y
discretos – que se encuentran en mayor o menor número y que se ordenan
según los precedentes puntos de vista elegidos unilateralmente para formar
un cuadro de pensamiento homogéneo».

El concepto de “ideal tipo” sirve a WEBER para superar la contradicción entre la


subjetividad inherente a la selección de materiales que debe plantear cualquier
sociólogo y la objetividad que se exige a sí mismo en tanto que científico que debe
actuar desde parámetros de “neutralidad axiológica”. Y todavía más, el “ideal tipo” es
una herramienta a través de la cual se supera la contradicción entre los hechos
históricos singulares y la generalización a que obligan las reglas sociales. Finalmente,
un “ideal tipo” es también útil para la reconstrucción racional de las conductas sociales.
WEBER los usa tanto para su sociología de la acción (tipos de racionalidad), como para
su sociología económica (tipos de capitalismo), su sociología de las religiones y su
sociología política (tipos de dominación).

«Explicar» significa, en palabras de WEBER, establecer «juicios de imputación


histórica» que, a diferencia de lo que ocurre en Marx, implican un pluralismo causal. Es
importante establecer que un mismo fenómeno puede ser explicado de formas muy
diversas. Debe, pues, tenerse muy presente, en la medida que concierne a la teoría
Weberiana del “espíritu del capitalismo”, que el propio WEBER tenía más que reservas
ante la sobrevaloración, atribuida a sus intérpretes, del papel de la ética religiosa sobre
el famoso “espíritu”. Esta explicación no debiera generalizarse, ni universalizarse más
allá de un contexto histórico muy concreto, fuera del cual no es válida –precisamente
en la medida que sería monista, cuando lo que pretende WEBER es reivindicar el
pluralismo. Habría que saber hasta que punto el pluricausalismo tiene que ver con la
propia complejidad psicológica y las inseguridades de WEBER y hasta que punto se ha
convertido después en un artefacto apto para garantizar el orden social cuando ciertas
causalidades son incluso “demasiado” claras.

CUATRO CONSTANTES WEBERIANAS

Resulta complejo establecer períodos en la obra de un pensador como WEBER cuya


obra, en gran medida, está condicionada por el sistema, francamente opresivo, de la
Universidad germánica de su época. Un profesor nada convencional que muere a los
56 años y vive forzado a escribir sobre el Imperio chino, la agricultura tardoromana,
los fundamentos racionales de la música, la historia comercial de la Edad Media, las
sectas protestantes, la bolsa, el judaísmo antiguo y el formalismo en el derecho...
difícilmente puede ser juzgado desde un planteamiento académico perfectamente
convencional que distinga entre, por ejemplo, juventud y madurez en el sistema. En
cualquier caso, WEBER es inmune a la fascinación de las filosofías de la historia, de las
profecías sociales y del evolucionismo, que son las tentaciones más habituales de
cualquier pensador social.
Por ello preferimos hablar de “constantes” que van apareciendo como un fondo en la
obra de WEBER; hay algunos quasi-axiomas a lo largo de toda su obra y nos parece
perfectamente asumible la continuidad de ciertas intuiciones básicas en sus textos
principales.

1.- LA ESPECIFICIDAD DEL RACIONALISMO OCCIDENTAL: La especificidad del


mundo occidental y de la modernidad está vinculada según WEBER a la
«racionalización» y al «desencantamiento del mundo». Esos dos principios de acción
social, que no se han dado en ninguna otra parte del planeta, se expresan de una
forma especialmente significativa en la organización capitalista del trabajo y en el
Estado burocrático moderno, con su énfasis en el criterio de eficacia. Algunos
estudiosos de su obra sitúan ese descubrimiento hacia 1910 (en sus trabajos sobre la
música) pero es obvio que se trata de una intuición que puede reencontrarse en sus
obras mayores. Lo específico del racionalismo occidental es que su obra vincula formas
económicas, estructuras sociales e instituciones políticas. No se trata de que WEBER
sea “etnocéntrico”: como hemos dicho defiende metodológicamente el pluralismo
causal; pero lo cierto es que el cúmulo de circunstancias que llevan a la racionalización
en Occidente no surge en ningún otro lugar. Con todo, debe destacarse que WEBER
nunca cree que exista ningún tipo de desarrollo lineal de las sociedades, ni que otras
culturas deban “progresar” (concepto que tampoco asume) hacia el modelo occidental.

2.- LA ORDENACIÓN DE LA CONDUCTA Y CONSTRUCCIÓN DE UN “ORDEN


VITAL” [LEBENSORDNUNG] Un segundo gran tema weberiano es el de la forma
como las religiones construyen el “ethos” de los individuos, es decir, el orden
normativo interiorizado, que da forma a la conducta. Para WEBER es importante
destacar que ese “ethos” no constituye algo puramente limitado a las ideas, sino que
tiene consecuencias sociales y, además, no surge de individuos aislados sino de grupos
que consideran su ética como un signo distintivo explícito en la acción social. Las
relaciones sociales y las formas simbólicas no pueden ser separadas, y constituyen un
orden vital que identifica a determinados “tipos ideales”. Mecanismos subjetivos y
eficiencia social no sólo no resultan contradictorios, sino que se necesitan, y se
explican, mútuamente. Esa es la intuición que subyace a LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL
ESPÍRITU DEL CAPITALISMO.

3.- LA TENSIÓN ENTRE RACIONALIDAD E IRRACIONALIDAD Es uno de los


temas básicos del mundo moderno. Una parte básica de los estudios históricos
weberianos está orientada a mostrar cómo lo racional emerge de lo irracional, de
manera que no resulta posible mantener una escisión entre ambos niveles; de hecho ni
siquiera una pueden ser nítidamente diferenciados. Lo “irracional” fascina a su época:
Freud, como Th. Mann i WEBER lo investigan –y se sienten atraídos por su estudio. Eso
no significa que la obra Weberiana pueda confundirse con un “irracionalismo” sino que
nos muestra lo extraordinariamente complejo, e incluso lo ambivalente, de la noción
misma de racionalidad

4.- LA INFLUENCIA DE LAS DISPOSICIONES ÉTICAS es la otra gran constante del


pensamiento social weberiano. La burguesía, además –y por encima– de ser un
sistema económico, o una clase social con una serie de derechos jurídicos es un
“ethos”, en ruptura con los principios tradicionales, centrada en la conciencia
profesional y que sitúa el trabajo como valor central que da sentido a la vida. El
“ethos” protestante puede parecer contradictorio –acumula riqueza pero mantiene la
prohibición radical de disfrutarla– y constituye un ascetismo secular por oposición al
ascetismo religioso. A través de la educación este “ethos” se acabará extendiendo a
otros grupos sociales, incluidos los obreros, para convertirse en una especie de sentido
común de las sociedades occidentales.

La ética calvinista, puritana y el espíritu capitalista, unidos estrechamente forman el


núcleo del mundo moderno. «Una conducta vital caracterizada por un racionalismo
práctico» –expresión que tomamos de su SOCIOLOGÍA DE LA RELIGIÓN (1920), es tan
necesaria como una tecnología racional o como un derecho racional para la extensión
del capitalismo. Para comprender la originalidad de WEBER tanto frente al marxismo
como al marginalismo de Carl Menger, conviene recordar que para WEBER ha habido
un capitalismo “no racional” (el de las ciudades de la Edad Media), por oposición al
capitalismo racional, orientado por el mercado y por la racionalidad calvinista. De
hecho, el capitalismo necesitó para triunfar que la familia dejase de ser el eje “no
racional” de la sociedad y que –mediante procesos como la sociedad anónima por
acciones– sea la empresa el modelo racional de la acción social. No puede, pues,
explicarse el capitalismo ni por la pura lógica monetaria de la economía (Menger), ni
por la lucha de clases (Marx) que, siendo elementos significativos, no agotan su
pluralidad de significaciones.

«LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO»: ELEMENTOS


PARA UNA LECTURA

A diferencia de Marx, WEBER no se interesa por el capitalismo en oposición a una


(hipotética) sociedad socialista, sino como expresión de la especificidad del mundo
occidental y de la racionalidad moderna. Para ambos el capitalismo es un hecho
determinante en el destino del hombre, pero WEBER no ve una causalidad económica
determinante en la historia, sino una sincronía de elementos, religiosos, económicos,
éticos... que al entrecruzarse en un determinado momento dan origen a una
determinada racionalidad capitalista. Éste es el tema de LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL
ESPÍRITU DEL CAPITALISMO (1904-1905) sobre el que luego volverá en LA ÉTICA
ECONÓMICA DE LAS RELIGIONES MUNDIALES (1915-1920).

Lo que le importa en estos libros es explicar la «mentalidad económica», capaz de


elaborar el “ideal tipo” capitalista, cuando la creación de riqueza se convierte en un
imperativo moral. Hay un momento, más o menos datable en la época de Lutero, en
que la palabra alemana “Beruf” (“vocación”) pierde su sentido religioso y se convierte
en “profesión” o, mejor incluso, en una mezcla de ambas: “vocación” y “profesión”. El
“ideal tipo” capitalista puede datarse, mejor incluso, en Benjamin Franklin cuando
atesorar se convierte en una acción moral y usar a los otros humanos para hacer
dinero llega a convertirse en una virtud.

Sería un error, un reduccionismo insostenible a partir de los textos de WEBER, limitar


el nacimiento del capitalismo moderno a la sola extensión de la mentalidad calvinista.
Es más correcto considerar que la racionalidad del capitalismo surge cuando la
responsabilidad individual de los fieles, que originariamente se expresaba a través del
examen de conciencia, que en principio es un mecanismo religioso, llega a convertirse
en un sistema –una ascética– del autocontrol económico. Así, la racionalización de lo
que en origen era una estructura religiosa se erige en principio unificador y
organizador de la vida social. La vocación (ética, religiosa) y el oficio (actividad
económica) se confunden como medios a través de los cuales se expresa –y se
agradece– la bendición de Dios y se realiza el destino de los humanos.
La idea de predestinación calvinista (elección divina insondable) se realiza “en el
mundo” mediante la prosperidad económica; que alguien “ha sido elegido” por la
divinidad se hace palpable y concreto por el éxito en la actividad económica. WEBER
comenta que «con su inhumanidad patética, esta doctrina [el puritanismo] había de
tener como resultado en el ánimo de una generación que la vivió en toda su grandiosa
consecuencia, el sentimiento de una inaudita soledad interior del hombre» (Segunda
parte, cap. I). Ante la imposibilidad por alcanzar la certeza de su salvación [certitudo
salutis], los individuos transfieren a la actividad económica las disposiciones éticas que
en ellos había modelado su confesión religiosa. O como comenta WEBER: «Sólo el
elegido tiene propiamente la “fe efficax”, sólo él es capaz –gracias a la “regeneratio” y
a la consiguiente “santificatio” de su vida entera– de aumentar la gloria de Dios por la
práctica de obras realmente, y no sólo aparentemente, buenas»; en definitiva, lo que
se produce es una transferencia de la “eficacia” de la fe a la “eficiencia” en el negocio.
La vocación que antaño se expresaba en el ámbito monástico se concreta, de ahora en
adelante, en la multiplicación de los beneficios en el mercado. La «santidad en el obrar
elevada a sistema», propia del luteranismo se encontraba “con” y “en” la economía
moderna.

No hay pues, una infraestructura económica que determine la ideología, sino una
mutua implicación de religión y comportamiento económico. Sin la doble existencia de
condiciones materiales y de disposiciones morales y religiosas, el capitalismo no sería
posible. La «ética metódicamente racionalizada» por el calvinismo converge con el
ascetismo necesario para la expansión del capitalismo. Es la conjunción sincrónica de
ambos elementos lo que crea una economía racional moderna. Hay que enseñar
previamente a ahorrar para que, mediante la acumulación, pueda crecer el
capitalismo. En palabras del propio WEBER:

«Según la voluntad inequívocamente revelada de Dios, lo que sirve para


aumentar Su gloria no es el ocio, ni el goce, sino el obrar; por lo tanto, el
primero y principal de todos los pecados es la dilapidación del tiempo: la
duración de la vida es demasiado breve y preciosa para “afianzar” nuestro
destino. Perder el tiempo en vida social, en cotilleo, en lujos, incluso dedicar
al sueño más tiempo del indispensable para la salud –de seis a ocho horas,
como máximo– es absolutamente condenable desee el punto de vista moral.
Todavía no se lee, como en Franklin “el tiempo es dinero”, pero el principio
tiene ya vigencia en el orden espiritual; el tiempo es infinitamente valioso,
puesto que toda hora perdida es una hora que se roba al trabajo en servicio
de la gloria de Dios».

Ello explica que sociedades como las mediterráneas (católico romanas u ortodoxas),
las árabes o las asiáticas hayan tenido un aterrizaje tan azaroso en la modernidad. No
es por algún problema en los dogmas sino por la falta de un “ethos”. Se precisa una
gran dosis de racionalización y de «desencantamiento del mundo» para que el
capitalismo pueda llegar a desarrollarse.

En el plano empírico sería fácil mostrar que algunos territorios católicos y muchos
territorios protestantes no cumplen con las condiciones factuales de la hipótesis
weberiana. Ya en su época se le criticó, además, la poca atención al componente judío
de la mentalidad capitalista. Después de la 2ª Guerra Mundial, Hugh Trevor-Roper
documentó que a finales del siglo XVI la autonomía política de las ciudades europeas
se veía limitada a la vez por el conservadurismo de los príncipes luteranos y por el
poder de los reyes de España y Francia. También Fernand Braudel (especialmente su
clásico: «Civilización material, economía y capitalismo») muestra, sin lugar a dudas
que fueron las ciudades italianas (católicas) las que vieron nacer las primeras
concentraciones de capital comercial y bancario. Es a los humanistas italianos a
quienes cabe dar el mérito de haber reflexionado por primera vez sobre el significado
del capitalismo. En definitiva, LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL
CAPITALISMO puede ser un libro fácilmente “falsable” desde el punto de vista
empírico. Pero lo que parece asumido es que el capitalismo nació contra la lógica del
mercado o, si se prefiere, poniendo la acumulación por delante del intercambio. Y esa
«mentalidad económica» deducida de lo que no era en principio económico o ventajoso
a nivel primario explica en gran parte su originalidad como sistema.

RELIGIÓN Y ORGANIZACIÓN SOCIAL

WEBER, según escribió su esposa Manrianne, confesaba «no tener oído musical para la
religión». Luterano por formación, es obvio que prefería el rigorismo calvinista, cuya
severidad e intransigencia traspasó a su conducta vital. Tal vez no estaría de más
recordar, sin ser demasiado freudianos, que el calvinismo era también la religión de su
madre. WEBER participó en diversos congresos de cristianismo social y se interesó por
la acción social de la iglesia que, tanto para liberales como para pietistas, constituía la
expresión más pura de la fe. Pero cuando aborda el estudio de las religiones, sea el
judaísmo o el calvinismo, se impone a sí mismo una radical “neutralidad axiológica” y
da muestras de una impresionante erudición histórica. Lo que le interesa es,
básicamente, poner de relieve la relación entre religión y modernización y lo que
denominó «desencantamiento del mundo», es decir, el proceso de racionalización en
su crítica de la fe.

Lo primero que conviene dejar claro es que, para WEBER, la religión no puede ser
rechazada como si se tratara de algo irracional. Incluso la magia de ayer, contra la que
hoy lucha la racionalización, fue racional en su momento; y lo mismo puede decirse del
monoteísmo frente al politeísmo y el animismo. Incluso los 10 mandamientos del
judaísmo establecieron un mecanismo legalista racionalizador. Si la racionalidad y la
irracionalidad existen conjuntamente en el seno de las religiones es porque el
comportamiento religioso es, también, un tipo de acción social. Es interesante observar
como en la Reforma, al tratar de eliminar los elementos mágicos de la creencia, no se
consiguió romper con lo irracional. Al contrario, con la racionalización creciente lo
irracional refuerza su intensidad.

WEBER distingue, en tanto que sociólogo, dos formas de religiosidad, con cuatro tipos
que, una vez más, no deben leerse como evolutivos, o ascendentes, sino que existen
simultáneamente:

· «ascetismo» (forma activa) que incide en el mundo y que puede darse como
ascetismo monástico (monje, sacerdote) o “en el mundo” como ascetismo secular
(calvinista emprendedor). De hecho, en el capitalismo, el ascetismo secular hunde sus
raíces al monástico sin que eso signifique que haya tomado su forma. El concepto
mismo de “industria” se origina en el ámbito monástico para pasar a significar algo
plenamente distinto en el ámbito económico.
· «misticismo» (forma pasiva) que no pretende adaptarse al mundo. También tiene
una forma “fuera del mundo” (la clausura) y otra más activa (puritanismo).

En su texto de 1920 «Consideraciones intermedias: teoría de los grados o


orientaciones del rechazo religioso del mundo» [Zwischenbetrachtung - «Paréntesis
teórico»] muestra cómo en la modernidad se produce una oposición progresivamente
insoluble de la esfera religiosa respeto a otras esferas de valor. La religión deja de
impregnar la economía, la política y la ciencia y se abre una creciente diferencia entre
estos órdenes y el la esfera religiosa, hasta constituirse dos grupos de fuerzas
progresivamente desvinculadas de ella: las de la actividad racional (economía y
política) y las que pertenecen al nivel de lo irracional (estética y erótica). Lo paradójico
es que también estética y erótica conocerán también irremisiblemente su proceso de
racionalización en la medida en que se vuelvan autónomas (lo que de hecho sucedió
con Freud, todo hay que decirlo). Es el estado burocrático e impersonal, y no la
religión, el que juzga las contradicciones entre las diversas esferas de valores y marca
su diferenciación y su autonomía relativa.

EL DESENCANTAMIENTO DEL MUNDO

Con la creciente intelectualización, el hombre moderno deja de creen en poderes


mágicos. Pero al perderse el sentido profético se encuentra forzado a vivir en un
mundo “desencantado”. Lo que denomina «irracionalidad ética del mundo» procede del
antagonismo de valores ligado a la intuición fundamental de la infinita diversidad de la
realidad misma. Por lo demás, el mundo moderno experimenta una gran dificultad
para producir nuevos dioses o nuevos valores. La humanidad, o al menos la occidental,
se halla en grave peligro de pasar de la irracionalidad ética a la «glaciación ética»; el
supuesto politeísmo de los valores en una sociedad moderna no es más que la fachada
bajo la que se oculta un indiferentismo hacia los valores, que ya no se confrontan
entre sí. Bajo este pluralismo lo que sucede es una pura uniformización.

El concepto de «desencantamiento del mundo» [Entzauberung der Welt – traducible


también por “pérdida de la magia” “desembrujo”...] permite un doble planteamiento.
Por una parte constata el agotamiento del poder que antes poseyeron las religiones
para determinar de manera significativa las prácticas sociales y para dotar de sentido
la experiencia global del mundo. Pero además ofrece un criterio para evaluar el papel
de la Ilustración. Esto es, sin embargo, una cuestión que conviene plantear en un
contexto coherente. No se trata de un juicio, que sería contrario a la neutralidad
axiológica, sobres si el movimiento de las Luces ha fracasado al no poder ofrecer una
forma civil de esperanza al mundo. El desencantamiento del mundo, suscitado por el
actual pluralismo de valores, no es imputable a la “racionalización” como tal sino a la
forma racionalista de concebir la racionalización, que WEBER denomina
«intelectualización».

Esta intelectualización obliga en nuestra época a reconocer que para encontrar un


sentido a los conocimientos científicos del mundo, los humanos se enredan en un
conflicto racionalmente insolucionable entre ideales incompatibles. Sólo las religiones
tradicionales eran capaces de conferir al contenido de los valores culturales la dignidad
de imperativos éticos incondicionales. Pero hoy las prácticas religiosas pertenecen al
ámbito de lo privado. Las teodiceas y las promesas de salvación se substituyen por una
ética individual; los controles sociales establecidos por una economía capitalista y un
Estado burocrático no tienen la fuerza de la religión de antaño. Mientras que la religión
podía definirse como una forma de acción colectiva portadora de sentido, en cambio la
«intelectualización» está en el origen del «desencantamiento del mundo». La religión,
que WEBER distingue claramente del “virtuosismo” sectario es un tema de este mundo
y no del más allá que produce un “ethos” muy concreto; no es que exista algo así
como una “lógica interna” de las religiones que conduce a una ética, sino que en la
religión cristaliza de una manera muy específica el núcleo de intereses (materiales e
ideales) que rigen la vida de los humanos. O, como se acostumbra a decir, la religión
inserta lo extraordinario en la vida ordinaria.

DOMINACIÓN Y ACCIÓN POLÍTICA

Junto al estudio de la religión, el de la política es el otro ámbito central en WEBER; se


acostumbra a recordar, cuando se trata este tema, que ya su padre fue una figura
importante en el Partido liberal-nacional y que él mismo participó como delegado en el
patético Tratado de Versailles y en la redacción de la constitución de la República de
Weimar. Pero desde el punto de vista sociológico lo que le interesa es la acción pública
y el orden político en cuanto “dominación”. Hay que establecer a las claras que para
WEBER el poder reposa en la fuerza. Marsal cita un texto weberiano perfectamente
claro a tal efecto: «[Poder es]la posibilidad de que una persona o un número de
personas realicen su propia voluntad, en una acción comunal, incluso contra la
resistencia de otros que participan en la acción». En LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN
esto queda perfectamente claro ya desde la segunda página:

«En última instancia –dice WEBER– sólo se puede definir el Estado moderno,
sociológicamente, partiendo de su medio específico, propio de él así como de
toda federación política: me refiero a la violencia física. “Todo estado se basa
en la fuerza”, dijo Troski en Brest-Litovsk. Así es, en efecto. Si sólo existieran
estructuras políticas que no aplicasen la fuerza como medio, entonces habría
desaparecido el concepto de “Estado”, dando lugar a lo que solemos llamar
“anarquía” en el sentido estricto de la palabra. Por supuesto, la fuerza no es
el único medio del Estado ni su único recursos, no cabe duda, pero sí su medio
más específico. En nuestra época, precisamente, el Estado tiene una estrecha
relación con la violencia. Las diversas instituciones del pasado –empezando
por la familia–con consideraban la violencia como un medio absolutamente
normal. Hoy, en cambio, deberíamos formularlo así: el Estado es aquella
comunidad humana que ejerce (con éxito) el monopolio de la violencia física
legítima dentro de un determinado territorio».

Por lo demás, WEBER fue siempre un convencido elitista o, como se dice a veces, “un
crítico de la sociedad de masas”; por mucho que se esforzase en acercarse a la
socialdemocracia, lo que en realidad le interesaba es que ésta representaba
orgánicamente a la aristocracia obrera. Lo que valora en la democracia no es tanto la
expresión de la voluntad popular cuanto la astucia que usa para lograr un cierto nivel
de control sobre la actividad de las elites.

La teorización weberiana del Estado moderno se inserta en su análisis de las formas de


racionalización. Pero lo que caracteriza al Estado moderno es que no usa la violencia al
modo brutal de los Estados antiguos; más bien al contrario ha conseguido hacerse
indispensable en la vida de los humanos, convirtiéndose en la fuente única de
legitimación, gestionando servicios, etc. Lo fascinante de la dominación estatal es que
se logra sin una violencia aparente, a través del convencimiento y de mecanismos
carismáticos.

DOMINIO, OBEDIENCIA Y LEGITIMIDAD

Los tres mecanismos que pone en marcha la autoridad política son: «dominio»,
«obediencia» y «legitimidad». Que la sumisión no se consiga por una explícita violencia
sino por “adhesión” de los individuos no puede explicarse sin acudir a mecanismos de
fascinación por el poder, como los que se mueven en el concepto de “servidumbre
voluntaria” de La Boétie. La ritualización del poder, la aceptación de su legitimidad
indiscutida, la persuasión, etc., son creencias sin las cuales ningún Estado puede
subsistir y que necesita divulgar.

La dominación es una construcción social y, por esto mismo, estudiar los mecanismos
de creación de la obediencia o, por mejor decir, de la docilidad resulta imprescindible
en cualquier teoría sobre el poder. La relación de fuerzas desiguales (recuérdese que
toda acción social es una relación social) tendría que hacer difícil el establecimiento de
un “orden” social; y sin embargo el orden social existe porque se han encontrado
mecanismos para hacerlo no sólo legítimo sino incluso deseable para los humanos. De
aquí que el análisis de las condiciones de producción de la creencia en la legitimidad
sea un elemento básico en el trabajo de WEBER. O mejor dicho, lo que llega a mostrar
es cómo la dominación se convierte en obediencia y la obediencia engendra
legitimidad.

Hay, según la clasificación que estableció WEBER y que hoy es clásica, tres “ideales
tipos” de legitimidad y dominación, cada una de las cuales engendra su propio nivel de
racionalidad:

· Dominación tradicional
· Dominación carismática
· Dominación racional (o legal-racional)

«Dominación tradicional», es la que reposa en la creencia en el carácter sagrado de


las tradiciones y de quienes dominan en su nombre. El orden es sagrado porque
proviene de “siempre” y porque “toda la vida” de ha visto y se ha hecho igual. La
técnica de gobierno consiste en emmascarar que la tradición es una invención y que el
patrimonio base del poder patriarcal se basa en la explotación de los otros miembros
de la familia (en el caso de las familias extensas) y en no diferenciar entre patrimonio
personal y patrimonio del Estado (caso de las monarquías). Bajo la autoridad patriarcal
el Estado es administrado como una finca particular y no puede hablarse con propiedad
de ciudadanía.

«Dominación carismática», reposa en la creencia según la cual un individuo posee


alguna característica o aptitud que le convierte en “especial”; se fundamenta en líderes
que se oponen a la tradición y crean un orden nuevo. Es el tipo de los profetas [en
griego “karisma” significa “gracia”]. Tal vez los individuos carismáticos, especialmente
vistos de cerca, no resulten especialmente santos ni admirables pero logran provocar
admiración, entusiasmo, apasionamiento –incluso de forma desinteresada. Las técnicas
mediante las cuales se puede fabricar el carisma dependen de circunstancias históricas
–WEBER es de antes de la televisión!– pero es obvio que se trata de una construcción
social y que existe una correlación entre carisma y debilidad de las estructuras
sociales. En todo caso es obvio que el carisma –tanto el de personas individuales como
el de las instituciones– no se hereda, ni se puede transferir. El éxito de un buen
político o de un emprendedor está vinculado a la capacidad de usar su carisma para
institucionalizar un nuevo orden legal.

El tema del carisma en WEBER ha sido muy discutido, en la medida en que, a través
de su discípulo Carl SCHMITT, fue usado para justificar en 1933 las ascensión al poder
del Führer. En todo caso, el tipo de carisma que le interesaba no es el totalitario sino el
que aparece plebiscitado en un Estado de derecho y sobretodo el “capitán de
industria”, verdadero carismático de nuestro tiempo.

«Dominación racional» (“legal-racional”), es la que se da en los Estados


modernos, en que legitimidad y legalidad tienden a confundirse, pues, de hecho, el
orden procede de una ley –entendida como regla universal, impersonal y abstracta. Es
la expresión de la racionalización: formal, basada en procedimientos, previsible,
calculable, burocrática... y en este sentido caben aquí no sólo regímenes democráticos,
sino el socialismo burocrático. De hecho, incluso lo que él denominó «democracia
plebiscitaria de los jefes», es decir, lo que hoy se llama “despotismo managerial”
cabría, más o menos, agazapado en este modelo de dominación, en la medida en que
se pretende gobernar de una forma tecnocrática, previsible, calculable...

LA BUROCRACIA

La burocracia es para WEBER el pilar fundamental del moderno Estado de derecho, en


la medida que permite diferenciar la esfera político-administrativa de otras esferas o
niveles (la religión, la economía...). En este sentido cumple un papel racionalizador.
Incluso si se defiende que la violencia del Estado es “legítima”, es porque se diferencia
claramente de la violencia feudal indiscriminada. Si existe un estado de derecho
necesariamente debe existir una burocracia que dé sentido y estructura organizativa a
la ley. Esa es la figura del burócrata. Si la ley es abstracta, impersonal e igualitaria, el
burócrata debe ser exactamente así también. El burócrata, desligado de todo interés
personal, reclutado por un procedimiento objetivo basado en la cualificación y en el
mérito es, así, el instrumento eficaz de la ley.

Todos los sistemas organizativos eficaces se basan en la burocracia: el Estado, la


empresa e incluso las Iglesias (el sacerdote no deja de ser el burócrata de la fe). Sin
burocracia no hay racionalización, ni sociedad basada en la ley. De ahí que el “ethos”
burocrático (racionalidad e impersonalidad) impregne las sociedades modernas. La
burocratización es «la nueva servidumbre», porque es la servidumbre de la ley.

Pero a juicio de WEBER la burocratización no es sólo algo inevitable en el capitalismo


sino que constituye el destino común a todas las sociedades modernas, incluso las de
tipo socialista. La «dictadura del funcionario», y no la del proletariado como creían los
marxistas, es la que nos acecha en el futuro. Con eso la racionalización del mundo tan
vez habrá alcanzado un hito, pero no está claro que lo haya alcanzado la libertad
humana. Más bien al contrario.
ÉTICA Y POLÍTICA COMO FORMAS DE TRAGEDIA

Tal vez la obra weberiana que mejor ha resistido el paso del tiempo sea su conferencia
LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN (1919) donde plantea la contradicción existente entre
las diversas éticas posibles en el político. Junto con el cap. III de ECONOMIA Y
SOCIEDAD es el texto fundamental para comprender la difícil relación entre ética y
política. A diferencia de lo que a veces se ha planteado, WEBER no considera sólo la
política como poder desnudo; es y ha de ser un poder basado en valores, en
convicciones, en elementos de carisma y de racionalidad.

El título de la conferencia citada es, en alemán POLITIK ALS BERUF y, una vez más,
convendría recordar la ambigüedad del término “Beruf” (a la vez vocación y profesión).
En la misma expresión del título va incorporada la idea de que los políticos viven
“para” la política a la vez que “de” la política. Eso distingue la política moderna de la
que se realizaba, por parte de rentistas o de profesionales liberales más o menos
ociosos. WEBER defiende que el político debe ser un profesional. En su aspecto de
“vocación” toda acción política necesita, e implica, un cierto “carisma”; en su aspecto
de “profesión”, en cambio, la política es cada vez una esfera más autónoma, más
responsablemente comprometida. Con la sola pasión sin responsabilidad, no se hace
política. El político, según una conocida expresión weberiana, debe «domar su alma».
La fuerza del político consiste en dejar que los hechos actúen sobre él, en el
recogimiento y la calma interior de su alma, procurando lo que denomina «la distancia
respecto de los objetos y los hombres», para extraer de ellos las necesarias
consecuencias prácticas. Así el buen político, por decirlo con una expresión de Laurent
Fleury ejercería su oficio como una “pasión desapasionada”. En LA POLÍTICA COMO
PROFESIÓN afirma que:

«Hay tres cualidades que pueden considerarse decisivas para un político: la


pasión, el sentido de responsabilidad y la seguridad interna. La pasión
concebida como una dedicación realista: una entrega apasionada a la causa,
al dios o al demonio que reina sobre ella. No se la puede confundir con esa
actitud interna que mi difunto amigo Georg Simmel solía llamar “nerviosismo
estéril” y que caracteriza a un determinado tipo de intelectuales».

No puede obviarse que la vocación política tiene en WEBER algo de trágico, en la


medida que implica gestión de conflicto y que no podremos nunca liberarnos de ella ni
hallar soluciones perfectamente justas. Desde que los hombres viven juntos tienen
intereses diversos y algunos de estos intereses se ven inevitablemente sacrificados; de
ahí que toda política tenga algo de trágico e, incluso, de nihilista. De la política –como
del destino en la tragedia griega–dependemos desde que nacemos. Esa, por cierto,
sería también una concepción muy nietzscheana de la actividad política como
expresión de la «voluntad de poder», como lucha constante en la que lo que cuenta no
es tanto el éxito en la realización de los ideales como la expresión del antagonismo y la
lucha por el reconocimiento. Toda política es “lucha” y finalmente “elección” y, en la
medida que toda elección es excluyente, tiene un sentido inevitablemente trágico: en
toda política habrá siempre vencedores, vencidos y resentimiento. El elemento ético de
la política debe, pues, ser estudiado desde una perspectiva correcta, sin ignorar que
los pequeños orgullos, las miserias personales y los intereses materiales más evidentes
cumplen un papel fundamental.
La política se hace con personas y las personas tienen intereses no siempre justos, ni
dignos, ni siquiera decentes. Toda política por pura que pretenda ser, sufre de
condicionamientos, dependencias, hipotecas por pagar y necesidades –o necedades–
“instrumentales”; no pertenece a ningún reino angélico, sino que a veces resulta
“humana, demasiado humana”. En consecuencia una política de ideales, de puras
abstracciones dirigidas a imponer el imperio del bien sobre la tierra, sería tal vez una
“política ideal” pero resultaría muy poco “real”. Para WEBER, el lugar de la ética está
tan alejado del de la utopía como de la pura justificación de los valores sociales, o de
los tópicos culturales, de una época. Lo que él llamó «el hombre auténtico» es el que
resulta capaz de combinar adecuadamente las dos perspectivas, instrumental y moral,
sin negar las contradicciones, a veces trágica, de su situación concreta. Y en éste
sentido avisa que:

«Por lo demás el político debe luchar, cada día y cada hora, contra un
enemigo muy trivial y demasiado humano: la vanidad común y silvestre,
enemiga mortal de toda entrega a una causa y de toda distancia, en este caso
concreto de la distancia frente a así mismo».

Rige además en política una trágica «paradoja de las consecuencias: a veces los
resultados que se logran resultan perfectamente opuestos a las motivaciones o las
intenciones que movieron a la actuación del político. La repercusión incontrolable de
ciertos actos, la imposibilidad de prever las circunstancias, la contradicción entre fines
y medios, la distancia entre lo soñado y lo logrado, pesan como una losa sobre la
acción política. Eso no significa, ni mucho menos, que el político deba prescindir de una
“fe”, pero si que deba atemperarla a sus condiciones reales y efectivas de posibilidad.
Como dice en LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN:

«Uno de los hechos básicos de la historia (...) es la paradójica contradicción


que se da con frecuencia, por no decir siempre, entre el resultado final de la
ación política y el objetivo originario. Sin embargo este objetivo no debe
faltar, pues es él el que da coherencia interna a los actos. El contenido de la
causa para la cual el político busca y utiliza el poder es un asunto de fe (...)
De lo contrario, nos hallaríamos de hecho ante la maldición de la nulidad y el
absurdo humanos, incluso si los éxitos políticos externos fuesen
clamorosos».

De ahí que WEBER no crea tener recetas mágicas para actuar éticamente en política.
Es más, incluso sucede que: «la ética puede desempeñar un papel nefasto desde el
punto de vista moral [práctico]». En su sociología encontraremos, eso sí, una serie de
conceptos básicos para la acción política «carisma», «racionalización» y,
especialmente, «responsabilidad», pero no una teoría sobre la democracia. Tal vez eso
sea achacable a que la democracia no es otra cosa sino el espacio en que la tragedia
de la política no se disimula de ninguna manera y se juega en toda su radicalidad. La
democracia, finalmente, tiene como esencia la posibilidad de que todas las supuestas
“esencias” políticas reconozcan su contingencia.

LA ÉTICA DE WEBER: RESPONSABILIDAD Y CONVICCIÓN

Los conceptos de «responsabilidad» y «convicción» expresan la tragedia de la política


en forma eminente en la medida que son los polos en que se mueve la acción política.
Ambos extremos se necesitan y se repelen mútuamente. Un político sin convicciones
es, sencillamente un oportunista, un profesional de la manipulación y un vendedor de
humo. Pero un político sin conciencia de su responsabilidad, perdido en su mundo
neurótico de utopías irrealizables, conduce a la derrota segura. Hallar el camino eficaz
entre Escila y Caribdis constituye la marca del buen político posibilista y, a la vez,
transformador. O en palabras del mismo texto: «La pasión no hace al político si éste
no es capaz de convertir la responsabilidad al servicio de la causa en el norte de su
actividad política». Y al mismo tiempo:

«Este es, precisamente, el problema: ¿cómo combinar la pasión ardiente y la


fría seguridad? La política se hace con la cabeza y no con las otras partes del
cuerpo o del alma. Y sin embargo, la entrega a la política sólo puede nacer y
nutrirse de la pasión, si no queremos que sea no un juego frívolo e intelectual,
sino una auténtica actividad humana. Ese dominio sobre el alma, que
caracteriza al político apasionado y que le diferencia del diletante político con
su “nerviosismo estéril”, sólo es posible si la persona se acostumbra a
mantener la debida distancia en todos los sentidos de la palabra. La “fuerza”
de una “personalidad” política implica, en primer lugar, la posesión de esas
cualidades».

WEBER opone, pues, dos lógicas políticas que son dos éticas:

· La «ética de la convicción» [Gesinnungsethik] está animada únicamente por la


obligación moral y la intransigencia absoluta en el servicio a los principios.

· La «ética de la responsabilidad» [Verantwortungsethik] valora las consecuencias


de sus actos y confronta los medios con los fines, las consecuencias y las diversas
opciones o posibilidades ante una determinada situación. Es una expresión de
racionalidad instrumental, en el sentido que no sólo valora los fines sino los
instrumentos para alcanzar determinados fines. Esta racionalidad instrumental
«maduramente relexionada» es la que conduce al éxito político.

En definitiva, sería un error de la acción política plantearse exclusivamente la


«racionalidad de los valores» para prescindir de lo fundamental: la racionalidad en las
herramientas que han de conducir a la realización de estos valores. Hay, pues, en la
política una ética implícita que no conocen los partidarios de la pureza, de la
ingenuidad evangélica o del doctrinarismo dogmático de cualquier signo. El propio
WEBER pone un ejemplo muy conocido a propósito de la imposibilidad de aplicar el
“Sermón de la Montaña” cristiano, modelo de ética de la convicción, en una página que
culmina así:

«La consecuencia de una ética de la caridad acosmista sería: “No te opongas


al mal por la fuerza”. Para el político, en cambio, sólo vale esta otra frase:
“debes oponerte al mal por la fuerza pues de lo contrario te harás
responsable de su supremacía”. Quien pretenda vivir según la ética del
Evangelio, que se abstenga de participar en huelgas, pues son una forma de
coacción; sería preferible que se inscribiera en uno de esos sindicatos
amarillos».

A MANERA DE CONCLUSIÓN
Leer a WEBER, a menudo desconcierta por su misma erudición y por aquel estilo
innecesariamente laberíntico y pesado (que algunos toman por “profundo”) de profesor
alemán de hace cien años. Pero, como se ve, por ejemplo, en LA POLÍTICA COMO
PROFESIÓN, de vez en cuando WEBER es capaz de concentrar en unas pocas líneas de
gran precisión conceptual el núcleo mismo de lo que le preocupa; y a poca experiencia
literaria que tenga, su lector nota que en esas pocas líneas, se juega literalmente el
todo por el todo prescindiendo de cualquier ambigüedad.

WEBER no es una lectura para adolescentes; exige una cierta madurez y obliga a
prescindir de cualquier ingenuidad política... o moral. El supuesto de que la realidad es
compleja y de que todas las teorías que se usen para explicarla pueden resultar
ambivalentes no debiera olvidarse nunca a la hora de acercarse a su obra. En todo
caso conceptos como los que aquí se han expuesto, especialmente en el orden de la
metodología de las ciencias sociales y de la teoría política están en la base de la teoría
social de los últimos cien años. Caracterizar la religión como inserción de lo
extraordinario en la vida ordinaria, proponer esquemas multicausales, elaborar una
tipología de los “ethos” de la política, analizar el significado de la responsabilidad,
observar los límites del proceso de racionalización... son méritos innegables del
pensamiento weberiano y ponen las bases de la sociología contemporánea. Y desde el
punto de vista ético parece difícil hacer frente al desafío ecológico y a los cambios en
los patrones de valoración moral sin hacer un profundo análisis de lo que hoy significa
la «responsabilidad».

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