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El fantasma de
Stalin
Arkady Renko - 6
ePub r1.0
x3l3n1o 16.07.14
Título original: Stalin’s ghost
Martin Cruz Smith, 2007
Traducción: Gerardo di Masso
La nieve se amontonaba en el
parabrisas. A cinco minutos de que se
abriesen las puertas del metro, Arkady
no tenía tiempo de detenerse para
quitarla, pero decidió que siempre que
siguiera las luces traseras de otros
vehículos estaría en el lado correcto de
la carretera, y se dirigió hacia Tres
Estaciones, nombre con el que todo el
mundo llamaba a Komsomol Square, ya
que las estaciones de ferrocarril se
unían en ese punto. Los semáforos se
balanceaban con los cristales cubiertos
con nieve roja y verde. La pompa
italiana de la estación Leningrad, la
corona dorada de la estación
Yaroslavsky, la puerta oriental de la
estación Kazan: los limpiaparabrisas las
convertían en una mancha única.
Arkady se bajó del coche delante de
la estación Kazan, en medio de una
fuerte ventisca. Unos pocos pasajeros ya
habían salido de la estación en busca de
un taxi. La mayoría de los que llegaban
se dirigían a la puerta contigua en
dirección al metro: trabajadores de los
campos de petróleo de los Urales,
hombres de negocios de Kazan, una
compañía de ballet que regresaba a
casa, turistas con caviar para comerciar,
familias con niños pequeños y enormes
maletas, viajeros abonados y turistas
económicos siguiendo un mortecino
camino de farolas medio apagadas.
Todos ellos se apresuraban en medio del
vaho de sus alientos, los gorros bien
calados, bolsos y paquetes aferrados
contra el pecho, quizá más ansiosos por
marcharse que por llegar a algún otro
lugar. La nieve había ahuyentado a los
habituales chulos y gitanos, a las
saludables mujeres del campo que
vendían su venenoso licor casero y a los
borrachos que juntaban botellas de
vodka vacías para pagar con ellas otras
llenas. Éste era un oficio peligroso. El
año anterior, cinco recolectores de
botellas vacías habían aparecido con el
cuello rajado en Tres Estaciones y sus
alrededores. Por unas simples
botellas… Hasta que las puertas del
metro se abrieran, la gente permanecería
apiñada en un callejón sin salida en
medio de la oscuridad. Había agentes de
la milicia asignados a los puestos
exteriores, pero estaban dentro de la
estación, comprobando los billetes y
combatiendo el terrorismo checheno
donde hacía calor.
Una parte de Arkady estaba de
regreso en el ensangrentado apartamento
de Kuznetsov, donde Isakov y él
parecían haber puesto en práctica un
acuerdo entre caballeros al no
mencionar a Eva. No, ninguno de los dos
se tomaba las cosas como algo personal.
Arkady buscó entre quioscos
cerrados con persianas y apartó a un par
de borrachos que sólo podían tenerse en
pie apoyados contra la pared.
—¡Permaneced juntos! —dijo a la
gente. «Hay que presentar un frente
sólido, hasta los yaks lo saben», pensó.
Pero cada uno hacía la guerra por su
cuenta. Los que se encontraban más
cerca de las puertas del metro se
aferraban a sus posiciones; los que
estaban detrás empujaban con más
fuerza, mientras la multitud que estaba
más atrás comenzaba a dispersarse. Era
como observar a los lobos
seleccionando un rebaño cuando unos
muchachos emergieron de la oscuridad
en grupos de cinco o seis, llevando
bolsas de basura y pasamontañas negros
que hacían que fuesen prácticamente
invisibles. A la gente mayor la
desplumaban allí donde estaban. A las
piezas mayores las rodeaban; un
sacerdote fue arrojado sobre el hielo
cogido por la sotana y despojado de su
cruz dorada. En un momento logró coger
a dos de los chicos, pero un instante
después sólo tenía bolsas de basura en
la mano.
Arkady fue rodeado por los
muchachos. El jefe no parecía tener más
de quince años y no temía mostrar su
rostro mofletudo y el incipiente bigote.
Levantó la bolsa y sacó un pequeño
revólver con el que apuntó a Arkady. Al
investigador no le sorprendía que un
crío pudiese conseguir una arma de
fuego. La policía del ferrocarril, el nivel
más bajo de quienes se encargaban de
hacer cumplir la ley, aún utilizaba
revólveres de hacía cien años. ¿Acaso
Georgy había sorprendido a un guardia
ebrio que dormía la borrachera en un
furgón de cola y le había quitado el
arma? En Tres Estaciones ocurrían
cosas muy extrañas.
—Bang —dijo el chico.
La nieve derretida se deslizaba por
la espalda de Arkady.
—Hola, Georgy —dijo.
—¿Te gustaría que te hiciera un
agujero en la cabeza? —preguntó
Georgy.
—No especialmente. ¿Dónde has
encontrado eso?
—Es mío.
—Es una verdadera antigüedad. Ha
durado más que la Unión Soviética.
—Todavía funciona.
—¿Dónde está Zhenya?
—Podría volarte los sesos.
—Podría hacerlo —dijo el chico
más pequeño del círculo—. Practica con
ratas.
—¿No es eso lo que tú eres? —le
preguntó Georgy a Arkady—. ¿No eres
una rata?
Después de dos días sin dormir,
cualquier cosa era posible. El revólver
era un Nagant, de doble acción, y el
percutor estaba amartillado. Por otra
parte, el gatillo exigía una presión firme;
a Georgy, el arma no se le dispararía
accidentalmente. Arkady no podía ver
cuántas balas había en el tambor, pero
no se puede tener todo.
Hizo girar la gorra del chico más
pequeño.
—Fedya, hoy te has levantado
temprano.
Georgy encañonó a Arkady con el
arma.
—No te preocupes por él.
—Fedya, sólo quiero hablar con
Zhenya.
—No me estás escuchando —
replicó Georgy.
—Juega al ajedrez —le dijo Arkady
a Fedya—. Deberías pedirle que te
enseñe a jugar.
—¡Cierra la boca! —ordenó Georgy.
Fedya desvió la mirada hacia la
oscuridad de un portal, donde un pie
retrocedió fuera del alcance de la luz.
Sintió la mirada de Zhenya y vio la
escena desde su punto de vista: el
campo de batalla cubierto de nieve, las
víctimas restañando su dignidad y los
vencedores llevándose los paquetes
como si fuesen regalos de Navidad.
Un coro de silbatos de policía
prometía que la autoridad estaba en
camino. Los de la milicia llevaban
porras pero, en la oscuridad, ¿cómo
podían saber a quién golpeaban?…
Hacían cuanto podían. Mientras tanto,
los chicos desaparecieron, no tanto
batiéndose en retirada como
disolviéndose en las sombras. Georgy
retrocedió sin dejar de apuntar a
Arkady, que observó que los chicos se
reunían y se alejaban.
—¡Zhenya!
Georgy y sus amigos se deslizaron
entre cubos de basura, treparon luego
por una valla metálica y, un momento
más tarde, desaparecieron en dirección
al patio de maniobras del ferrocarril, un
confuso conjunto de vías derivadas y
vagones de tren. Arkady siguió sus
huellas a través de la nieve hasta que
todas las pisadas tomaron diferentes
direcciones y lo dejaron dando vueltas
sobre sí mismo.
Arkady retrocedió entonces hacia la
estación. Entró tambaleándose en la
atmósfera silenciosa del gran vestíbulo,
el aliento suspendido de las arañas de
luces, las filas de cuerpos inmóviles.
Como si el sueño fuese la actividad
principal de la estación, la salida de los
trenes no se anunciaba. «Llévame a la
romántica Kazan —pensó Arkady—, a
la tierra de los pavos reales y la Horda
Dorada». Estaba tosiendo tanto que dejó
caer los cigarrillos. Asqueado, aplastó
el paquete y lo apartó con el pie.
Cuando salía por la puerta principal
de la estación vio brevemente, antes de
que la nieve oscureciera su vista, a
Georgy y Fedya con un chico que podría
haber sido Zhenya cruzando la glorieta
en medio de la plaza. Arkady bajó
rápidamente la escalera y pasó entre los
coches que estaban aparcados. Aunque
intermitentes por la nieve, las luces de
la plaza eran brillantes. Los trolebuses
aún no habían salido, si bien los cables
aéreos zumbaban. Para cuando Arkady
consiguió llegar a la glorieta, los tres
chicos ya estaban a medio camino en la
acera opuesta, pero había recuperado el
aliento y acortaba distancias a cada
paso. No obstante, el sonido estridente
de una bocina lo obligó a detenerse en
seco.
Los tres chicos se volvieron al oír el
claxon.
—¡Zhenya!
Arkady retrocedió, apartándose del
camino de una máquina quitanieve. El
vehículo avanzaba en medio de una
neblina de faros delanteros y cristales,
escupiendo nieve desde la hoja de
acero. Arkady no pudo correr hacia la
otra acera porque una segunda máquina
seguía a la primera, y también una
tercera, avanzando pesadamente y
separando la calzada de la acera con una
pared de nieve.
4
La furgoneta de la televisión ya no
estaba. Los participantes en el torneo y
sus seguidores se habían marchado. La
chica que había jugado contra Zhenya
estuvo esperándolo durante media hora
bajo un intenso frío pero, temblando, se
había rendido. Arkady aguardaba junto a
su coche en el extremo del aparcamiento
del casino, en compañía de Victor y
Platonov. Habían intentado esperar
dentro del coche, pero los vidrios se
empañaban.
—Ese mierdecilla me entregó la
partida —dijo Platonov—. Es insultante.
Luego se larga al lavabo y desaparece.
Victor se sonó la nariz y contempló
los minaretes del casino.
—¿Nieva en Samarkanda? Parece el
título de una canción, ¿verdad? Cuando
vuelva a nevar en Samarkanda.
A pesar del dolor en la garganta,
Arkady le preguntó a Victor:
—¿Fuiste tú quién estornudó?
Cuando Zhenya alzó la vista, ¿fue para
mirarte a ti?
—Tengo alergia.
—¿A qué?
—Cosas… Ciertas colonias.
«¿Olerlas o beberlas?», pensó
Arkady.
—En cualquier caso, Zhenya no me
vio —añadió Victor.
—No necesito compasión —dijo
Platonov—. Y no me han dejado hablar
sobre el club de ajedrez.
—Eso hubiese animado el programa.
—Victor pateaba el suelo para
mantenerse en calor—. Oh, mirad. Hay
alguien que parece que realmente tiene
un trabajo que hacer. A los tíos de
seguridad de la puerta les han dado unas
palas para la nieve. Un trabajo por
debajo de su rango. Qué triste.
La garganta obligó a Arkady a hablar
casi en un susurro.
—¿Cuán bueno es Zhenya? —le
preguntó a Platonov.
—Ya lo ha visto.
—¿De verdad?
—Es complicado.
—Hablando del diablo… —dijo
Victor.
Zhenya salió del Golden Khan
cogido con fuerza por un hombre que lo
empujó a través de los tíos de seguridad,
quienes se inclinaron sobre sus palas y
apenas si lo miraron. A unos treinta
metros Arkady pudo ver que un lado del
rostro de Zhenya era de un rojo intenso.
El hombre llevaba una chaqueta de
trabajo de lona sobre un pantalón de
traje y unos zapatos puntiagudos.
La cara de Zhenya comenzaba a
hincharse y uno de sus ojos se estaba
convirtiendo en una ranura. Arkady
jamás lo había visto llorar. Resultaba
difícil creer que nadie en la puerta
preguntase por qué. A mitad de camino
del coche, el hombre buscó en un
contenedor de basura y sacó una toalla
sucia que escondía una arma. Las
cámaras de seguridad coronaban los
postes alrededor del aparcamiento;
alguien debía de ver lo que estaba
pasando. Victor y Platonov
permanecieron junto a Arkady.
El hombre tenía el rostro afilado, la
nariz larga y el pelo rubio y largo.
Exactamente como sería Zhenya cuando
fuese mayor, pensó Arkady. Ése debía
de ser el padre desaparecido, Lysenko
pére. Los ojos del hombre eran
diferentes, chamuscados, como si
hubiese estado mirando el sol durante
demasiado tiempo, y a corta distancia, la
chaqueta de lona despedía el olor
picante de la brea. Era el Hombre Brea,
el capataz de la cuadrilla que había
estado trabajando inútilmente en la calle
frente al edificio de Arkady. Zhenya
intentó librarse de él, pero el hombre lo
sacudió como a un ganso sujeto por el
cuello.
El Hombre Brea gritó mientras se
acercaba a Arkady.
—Ha roto el cheque. Me vio y
perdió la partida y, cuando le entregaron
el cheque, lo rompió. Una parte de esos
mil dólares es mía. Yo lo enseñé a jugar.
—Entonces el dinero es suyo.
¿Mitad y mitad?
Arkady se mostró complaciente;
estaba dispuesto a negociar.
—Quinientos dólares, ahora mismo.
—Deme el arma.
Era otro antiguo Nagant, como el de
Georgy.
—Primero el dinero.
—Primero el arma —insistió
Arkady—. Tenemos que ir al banco por
el dinero.
—Lo necesito ahora.
«Así que lo necesita ahora», pensó
Arkady. Oyó gritos que procedían del
casino. Lo último que quería era ver a
Zhenya en medio de un enfrentamiento
entre un chiflado y un grupo de guardias
fuertemente armados.
—Dejaremos al chico aquí y usted y
yo iremos directamente al banco. Yo
responderé por usted.
—Sé quién es usted. Usted es quien
lo escondió.
¿Esconderlo? Arkady creía que
Zhenya estaba tratando de encontrar a su
padre. En cualquier caso, ésa no era la
dirección que Arkady quería tomar.
—Usted y yo retiraremos el dinero y
luego beberemos un poco de vodka.
Arkady se acercó a él.
—Lo busqué durante un año.
—Primero entrégueme el arma
porque los guardias del casino vienen
hacia aquí, y si lo ven moviéndola, ya
sabe cómo reaccionarán. —Arkady
extendió el brazo—. No querrá que lo
maten delante de su hijo.
—¿Un hijo que se escapa de casa?
—Esto no funciona —dijo Victor.
El padre de Zhenya apoyó el arma
contra la cabeza de Arkady. El orificio
del cañón le pellizcó el pelo.
Platonov trató de volverse lo más
pequeño posible, tal vez del tamaño de
un átomo. Ésa era la diferencia entre la
realidad y el ajedrez, se dijo Arkady. No
había próxima partida. El tráfico pasaba
velozmente cerca de ellos. Su coche, aun
a pocos metros de distancia, estaba
demasiado lejos para que sirviera como
protección. La mano de Victor se movió
lentamente hacia la pistolera.
—Deme el arma.
—Esto es una mierda —dijo el
padre de Zhenya después de
considerarlo durante un momento, y
disparó.
Arkady percibió como una onda en
un lago, pero una onda que se expandía a
una velocidad increíble, más, y más, y
más.
13
Esperando.
Arkady y Zhenya permanecían
sentados en un banco de la sala de
urgencias, tratando de ver fugazmente a
Eva cada vez que se abría la puerta del
quirófano adonde la habían llevado.
Arkady medía el corredor en pasos una
y otra vez, miraba los carteles de «No
fumar» y «Prohibido el uso de teléfonos
móviles» que había en las paredes. En
un extremo del pasillo, una puerta en la
que se leía «Salida de emergencia»
franqueaba el acceso a la terraza; fuera,
la nieve cubría el suelo y empujaba las
colillas y los paquetes de cigarrillos
vacíos. Arkady se dedicó a ojear unos
folletos comerciales que había sobre una
mesa sin leerlos realmente. «Qué hacer
en Tver», «Las tiendas de lujo en
Sovietskaya» o «Cómo ganar en la
ruleta». Se sentía petrificado. Zhenya se
escondía en el abrigo de Eva, dos
piernas sobresaliendo de la tela, hasta
que Renko lo abrazó y le dio las gracias
por haberlos salvado. En esos momentos
estarían todos muertos si no hubiese
sido por el muchacho.
—Creo que eres el chico más
valiente que he conocido. El mejor de
todos.
El llanto de Zhenya debajo del
abrigo sonaba parecido al de la madera
al desgarrarse.