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CINE

TANGO
DE HOMENAJE
A CARLOS SAURA
‘Bodas de sangre’ y ‘Tango’, películas en las
que Saura da continuidad al tema clásico
del anudamiento del fin con el origen a
través de una confrontación, nos enseñan
no sólo que la danza está en la vida, sino
también que hay coreografías ultraterrenas.

A L B E RTO C I R I A

E
n los clásicos que el cine español de los años setenta
agradece a Carlos Saura se conjuntan dos temas que a
partir de los ochenta el cineasta oscense seguirá desa-
rrollando por separado en sus películas sobre danza:
el reencuentro de la madurez con la infancia, que el
flamenco lleva al extremo convocando al destino, y
la captación de sí mismo a través de la mirada ajena, que el tango
escenifica con sus magnetismos de miradas y posturas.

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Flamenco
Tras Flamenco, su breve opera prima de 1955, en 1981 Carlos Saura
dirigió su primer largometraje dedicado a la danza, Bodas de san-
gre, una verdadera obra maestra. Es el rodaje del ensayo general sin
decorados de la versión coreográfica que Antonio Gades hizo de la
célebre tragedia de Lorca, cuyo tema viene a ser el destino de unos
personajes que no pueden escapar de sí mismos, y su cumplimiento.
El destino es el eje que une, sintoniza y coordina nuestro naci-
miento y aun lo anterior a él con nuestra muerte y lo que hay más
allá de ella. Todo eje es rectilíneo. Con nuestro nacimiento y con
lo que lo precede asociamos la tierra, porque venimos de ella. Con
nuestra muerte y con nuestra pervivencia tras ella asociamos la luna,
porque la noche parece converger en ella o irradiarse de ella como
su manto y porque su desnuda y gélida pureza la hace inasequible en
nuestra imaginación a todo marco cultural y mundanal. De ordina-
rio, metidos en los quehaceres nos despistamos de nuestros designios
axiales o los rehuimos consciente o inconscientemente si presentimos
la pesadumbre de sobrellevarlos. Otras veces, zarandeados por la vida
nos sentimos huérfanos de destino. Pero hay ritos para convocarlo y
hacerlo comparecer. El flamenco es uno de ellos.
La inexorabilidad del destino, tema ya de la tragedia griega, no
consiste en que estemos condenados a sucumbir como víctimas a su
imperio despótico, que decide ciegamente sobre nosotros, sino en
que las verdades profundas de nuestra esencia más íntima, de las que
tantas veces somos ignorantes, exigen ser cumplidas. Nuestra única
condena es a nosotros mismos.
La coreografía de Antonio Gades alcanza con el lenguaje sin
palabras del flamenco la cima de la tragedia griega. Si ya en el drama
teatral de Lorca la ausencia de nombres personales (salvo Leonardo)
convierte a los personajes en arquetipos, la versión cinematográfica
de Saura, prescindiendo de decorados, eleva los sucesos a un nivel
abstracto y universal.
La tensión que en la tragedia griega se mantiene entre la profecía
y su cumplimiento se corresponde en el flamenco con la gravitación

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entre tierra y luna, y el tiempo dramático que transcurre entre agüero
y desenlace se corresponde en el espacio de la danza con lo que media
entre ambos astros: la atmósfera, que está hecha de aire. Mediando entre
designio y cumplimiento el aire viene cargado de augurios y presagios.
Si llamamos perigeo al punto más cercano a la tierra de la órbita
lunar, hablando en metáfora, danzar flamenco es convocar a la luna
a su perigeo, y sin metáfora, resintonizarnos con nuestra destinación
o reunir niñez y senectud acoplándolas en un eje rectilíneo, y no a
través de la curvatura del largo arco de nuestra biografía. Ya Lorca
decía –y cualquiera puede constatarlo– que quienes mejor bailan
flamenco son los ancianos.
La tierra es oculto seno gestante, visible regazo albergador y recón-
dito nicho de reposo de nosotros los seres y de nuestras proyecciones.
En ella distinguimos sus entrañas, que son lo telúrico, y su superficie,
que es lo terrenal. Sus entrañas, por amorfas amoldables a toda forma,
son materia de configuración. Su incandescencia encerrada en la oscu-
ridad –potencia como posibilidad y como fuerza– es promesa de
conformación. La superficie de la tierra es la fragua donde el mineral
cobra forma y uso. Con estas funciones se ha definido desde antiguo
al hombre: formalizar y usar. Morir es regresar a la pura mineralidad.
En la coreografía de Antonio Gades, la mineralización en que consiste
la muerte se sugiere con los ruidos percutivos y los gritos inarticulados
y cortados que acompañan el derrumbe de los varones exánimes, así
como con la inmovilidad pétrea de los cadáveres.
La luna es cuna y cifra de nuestras aspiraciones, quizá insensatas,
pero irrenunciables. Las aspiraciones no son ambiciones que brotan
dentro de nosotros proporcionándonos la ficción de un merecido
crecimiento acelerado definido por sus metas. Son llamadas que nos
llegan de lo alto, invocándonos por nuestros nombres personales y
alzándonos con atracción gravitatoria. Nosotros mismos somos satéli-
tes de nuestras aspiraciones. Cuando la mundanidad nos abruma con
su proliferación y amontonamiento de asuntos que nos distraen y nos
desgastan, alzamos la vista hacia la luna en busca del despejamiento
propio de los horizontes anímicos. Desentendiéndonos de los asun-

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tos y entregándonos a nuestras aspiraciones nos volvemos lunáticos.
La luna ha tomado de los muertos la identidad compacta de estar
llamado a ser y haber acabado siendo, y de los vivos la altura cenital
del alma como marca de las aspiraciones últimas. Por su pureza maciza
no diferenciamos en ella entre superficie y entrañas.
Igual que el ruedo de arena, el tablao es una representación de la
superficie de la tierra, y el espacio hueco resonante bajo la tarima de
madera evoca las entrañas telúricas latentes y latientes.
Zapatear es sonsacar latidos a la tierra en convocatoria de la luna
y despertar la tierra misma para que esté atenta a recibirla. Es percutir
como una membrana la superficie de la tierra, “el tambor del llano”,
para extraer de ella resonancias que suben lanzadas al firmamento a
modo de llamadas convocadoras.
Hacia arriba, la bailaora recoge en la auscultadora campana de su
falda los latidos telúricos y los canaliza hacia la luna con la antena de
su brazo. Hacia abajo, absorbe y conduce con su brazo y amplía con
el vuelo de su falda la atracción lunar, transmitiéndola a la tierra. Su
hiriente vistosidad hace salir el aire en su invisibilidad.
Sus dedos se nos escurren cuando tratamos de fijar la vista en
ellos. Los percibimos como un hipnótico juego de seducción, y así
casi nos engañamos, pues no nos reclaman para sí mismos, como si
coquetearan con nosotros –¿cómo habrían los dedos de señalarse a sí
mismos?–, sino que apuntan de la forma más expresa posible al invi-
sible aire que a ellos mismos se les escurre, dirigiendo hacia él nuestra
atención. Las manos no invocan: eso es cosa de la voz. Ni convocan:
eso es cosa del zapateado. Evocan con su vuelo el aire, vehículo en su
invisible presencia de augurios y presagios.
El bailaor se contrae y estiliza –materialmente en el ajustamiento y
visualmente en el negro– cuando la bailaora lo metamorfosea con su
hechizo en eje de traslación del satélite que es ella. Así, quizá sin que él
mismo lo sepa, se configura en eje perpendicular a la rotación femenina,
directo entre los polos de la tierra y la luna, conectándolas axialmente.
La laringe del cantaor es como una prospección geológica que se
hunde desde la superficie, abriendo una boca, hasta las honduras de

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las entrañas telúricas, para captar, recoger, conducir, extraer y ampli-
ficar, como voz gutural brotada del conducto fónico, las sordas e
invocadoras resonancias de los intralatidos de la tierra.
La incitación sexual que, como toda danza, a menudo tiene el
flamenco, es una promesa de fecundidad. Consumar el acto sexual
es convocar a los descendientes.

Tango
En 1998 Carlos Saura presentó Tango, su primera película extranjera
sobre danza. El tango nace de la lánguida y temperamental pesantez de la
habanera, que rítmicamente parece vencerse para en el último momento
rehacerse, y de la trepidante y licenciosa ligereza de la milonga (nacida
a su vez de la polka), que arrastra y se deja arrastrar en un remolino
sostenido por el equilibrio dinámico entre la inercia centrífuga de los
giros y el abrazo que retiene juntas las fuerzas. Nacido en ambientes
porteños de incitaciones y pendencias y refinado por la sofisticación
parisina, el tango juega a sostener el desafío sin caer en la provocación.
Si el flamenco es una danza de campo y luna, el tango es un baile de
salón y lámpara. Así como el flamenco es una danza de gravitaciones,
el tango es un baile de imantaciones. Los bailaores son los convocantes
de fuerzas gravitatorias. Los bailarines son los magnetizados, siendo
las fuerzas magnetizadoras sus miradas. Frente a la vertical flamenca,
que es el ángulo de lo gravitante, del despecho y del encaramiento, el
ángulo del tango es el declive, que es la postura de lo imantado, de lo
proclive y de lo decadente.
En Tango, el número musical “Recuerdo”, sobrio y elegantísimo,
muestra a dos bailarines dirigidos por el magnetismo de sus miradas.
Otros dos números, “Tango lunaire” y su réplica masculina, “Calambre”,
juegan respectivamente con la lánguida ambigüedad y con el enérgico
contraste de atracción y repulsión de unos polos opuestos representados
en ambos casos como blanco y negro. “Tango lunaire”, casi una habanera
ornada de tango, ambientado en los años veinte, refleja esa mezcla de
refinamiento y dejadez, creatividad y decadencia, hipersensibilidad y
abotargamiento, inspiración y apatía, experimentación y abandono,

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interés y abulia, fatalidad y candidez, contraste entre negro y blanco
y ambigüedad sexual, en suma, la excitación y el spleen que tanto
asociamos con aquella época. “Calambre”, que desde luego es una
milonga electrizante, toma su nombre de esa sacudida en la que la
atracción y la repulsión que definen el magnetismo se experimentan
respectivamente como adherencia y crispación.
La palabra “tango”, quizá emparentada etimológicamente con
“milonga” o “combo” y de probable origen africano, parece ser la
onomatopeya de un “bombo”, “tambor” o “tamtam”: la /t/ oclusiva
y dental marca la percusión y la /ng/ nasal la resonancia. El número
“Tango para una percusión” viene a ser un homenaje a la fonética
onomatopéyica de “tango”.
En el número del célebre tango “Nostalgias” vemos a una bailarina
danzando con su sombra. ¿Qué es la nostalgia sino un tango bailado
con las sombras personales? La sombra es nuestra proyección en nega-
tivo, una imagen que se nos recorta delante en toda su nitidez pero
cuyo contenido nos queda inasequible, un fantasma personal que no
nos deja pero que a la vez nos rehúsa. Dialogando consigo mismo,
así se referirá más tarde el protagonista de la película a la bailarina:
“Ella da hilo, lo quita, se esconde, se escurre: ella juega”. Es en esta
escena del tango con la sombra, con su juego de ofrecimiento y rehu-
samiento y su dialéctica magnética de atracción y repulsión, cuando
el protagonista empieza a enamorarse de la bailarina. ¿Será porque
también su personalidad está constituida como una danza íntima con
sus sombras personales, de las que no se libra pero que tampoco logra
asimilar, que tiene identificadas pero a las que no puede poner rostro,
y que en su caso son el recuerdo colectivo de la represión militar en
Argentina? Más adelante regresaremos sobre esto.

La cámara ante el espejo


Tango es una de esas películas sobre actores que ruedan una película
o montan un espectáculo. En este largometraje entreverado de docu-
mental vemos cámaras filmadas por otras cámaras y filmándose a sí
mismas, personajes leyendo los guiones de sus propias vidas, viviendas

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que sirven de escenarios y escenarios acondicionados como viviendas,
personajes maquillándose, personajes imaginando, espejos y proyec-
ciones, personas que se relacionan escenificando situaciones o que
dialogan consigo mismas dirigiéndose a espejos y –como ya sucediera
en Carmen– artistas haciendo de sí mismos.
El cine, como en principio todas las artes representativas, que
son las plásticas y las escénicas, se basa en una distinción entre dos
planos: el de la realidad, donde se desarrolla la vida del espectador,
y el de la ficción, que es lo que sucede en la pantalla. Estos dos pla-
nos no son cooriginales, sino que la ficción desdobla la realidad. Por
ser un desdoblamiento, la ficción puede engrandecer y hacer mag-
nánima una realidad mezquina, puede evadir de una realidad que
cuesta aceptar, puede entretener y distraer de una realidad monótona
o puede poner ante sí misma una realidad que se desea comprender
mejor. Pero el propio plano de la ficción también puede multiplicarse.
Al desdoblarse no ya de la realidad sino de sí misma, la ficción, ade-
más de volverse más compleja resultando desconcertante (como a
veces sucede con el cine de Saura), sobre todo pasa a compartir un
atributo de la realidad: ser lo primigenio. De ahí resulta no sólo una
multiplicación de los planos ficticios, sino la integración recíproca
de realidad y ficción. Esta integración mutua no consiste meramente
en meter la realidad dentro de la ficción (eso sería una mera evasión,
como la que proporciona el cine tridimensional), sino en ampliar la
realidad haciendo de la ficción una parte constitutiva suya.
Esto es típico del cine europeo de los setenta, pero no exclusivo.
Sólo por citar unos pocos precedentes muy destacados, ya Velázquez
ponía espejos dentro de la imagen pictórica, Shakespeare representa
en su Hamlet un teatro dentro del teatro y escribe comedias sobre
comediantes, y con el Edipo de Sófocles tenemos un personaje que
encierra dentro de sí otro personaje.
Desdoblamientos tales son asimismo típicos del cine de Saura.
Son recurrentes las escenas del adulto que al regresar a los ambientes
de su infancia se siente observado –y juzgado– por sí mismo de niño,
a través de fotografías antiguas, de evocaciones o de recreaciones.

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Así como en Bodas de sangre Antonio Gades repasa su vida mirán-
dose en un espejo, en Elisa, vida mía vemos a una mujer que para
recapitular sobre su vida se observa a sí misma desde la mirada de su
padre, que supuestamente es quien mejor la conoce. El título de la
película es perfecto en su equivocidad: “Elisa, vida mía” es el típico
apelativo cariñoso de un padre a su hija, pero también es una paráfrasis
de “Autobiografía de Elisa”.
En Tango se repite la escena del adulto mirándose enternecido
a sí mismo de niño y siendo observado con perplejidad por él. Pero
sobre todo, reconduciendo el reencuentro de madurez e infancia a
la captación de sí a través del otro, un motivo central de Tango es
la cámara filmándose ante el espejo, símbolo de la mirada reflejada.
Ya Borges decía que muchas veces el tango versa sobre sí mismo.
Por ser un reflejo, la representación tiene un valor cognoscitivo.
Y por ser una ficción cumple una función mediadora, pues la irrea-
lidad descarga de conflictividad situaciones irresolubles tales como
antinomias lógicas, dilemas morales o contradicciones sentimentales.
Ya la catarsis griega aprovechaba el poder exorcizante de la repre-
sentación. La carga conflictiva de ciertas tensiones irresolubles se des-
activa representándolas, de modo que, si bien los dilemas quedan
sin resolver, al menos las propias situaciones permiten ser superadas.
En Tango, la discusión inicial entre el protagonista y su antigua novia
se reproduce casi literalmente al final entre el productor mafioso y su
antigua novia –y actual novia del protagonista–, pero esta vez sobre un
escenario. Y las fantasías de asesinato que, en forma de tango imaginario,
acosaban al protagonista en la escena inicial, son llevadas a escena en el
espectáculo que él está montando. Gracias a esa representación escénica
en la que, como se acaba desvelando, intervienen todos los implicados,
los conflictos, si no se resuelven, al menos se desactivan. La ficción no
resuelve los conflictos reales, pero ayuda a sobrellevarlos.

Coreografía del infierno


El protagonista de Tango es un director teatral que está montando
un espectáculo sobre la historia contemporánea argentina, desde la

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llegada de inmigrantes en torno al cambio de siglo hasta la época
reciente, a través de la historia del tango, desde su génesis en la milonga
y la Guardia Vieja hasta su evolución a formas vanguardistas. Para el
espectáculo hace castings de niños y ancianos: “La vida es un tango”,
a nivel individual y colectivo, y por tanto la historia también.
La historia contemporánea de Argentina está marcada por la
represión militar y el terrorismo de Estado durante los años setenta
y ochenta. Cuando diseña el espectáculo, el director teatral queda
atrapado en la antinomia entre la necesidad y la inexorabilidad
de hacerse cargo del horror pasado y la imposibilidad de hacerlo.
Es necesaria la memoria del horror porque, como confiesa el protago-
nista a su novia, “lo que somos es lo que vivimos, lo poco que somos,
y si lo olvidamos, ¿en qué mapa vamos a figurar?”. Y es ineludible por-
que, como dice citando a Borges: “El pasado es indestructible; tarde
o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que vuelven es
el proyecto de abolir el pasado“. Pero a la vez es imposible, porque “la
imaginación te coloca barreras permanentemente, que impiden que
llegues a la profundidad del horror”, como si llevara incorporado un
automatismo que, como medida de autoprotección, la desactivara en
cuanto tratamos de representarnos atrocidades.
Nuestra reivindicación de la “memoria histórica” se basa en que
los criminales son indefectiblemente ellos, siendo nosotros los agra-
viados, a quienes hay que resarcir, o sus intercesores autodesignados.
El protagonista de Tango sabe que los torturadores también fuimos
nosotros, o que al menos son de los nuestros, primero porque compar-
timos especie, pero también porque víctimas y verdugos comparten
época. Vencedores y vencidos tienen una historia común. “El tiempo
humilla y ultraja”, dice el verso de Raúl González, no sólo porque la
fugacidad nos arranca de lo que más queríamos, sino porque la con-
temporaneidad nos hermana con lo que más nos repugna.
En el espectáculo que el protagonista monta sobre el terrorismo
estatal se van sucediendo escenas de represión, tortura y matanza. Están
yuxtapuestas y entre ellas no hay ilación, mostrando una serie de com-
partimentos estancos del horror, cámaras cerradas sin ventanas que

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hacen bueno el célebre epitafio que Dante inscribió sobre las puertas
del infierno. Aun los nueve círculos concéntricos que componen el
averno del florentino revelan un plan general y una estructura supra-
ordenada. Como si lo hubiera diseñado una mente kafkiana, en el
“descontrolado” infierno del terrorismo estatal no se reconoce nin-
guna congruencia entre un espacio y el contiguo. Ninguna geometría
nos orienta, ningún Virgilio nos guía. Vamos pasando de un sector a
otro a través de los espantados ojos de una muchacha desbocada en
una búsqueda enloquecida y sin rumbo. Loca de horror busca a un
hombre, que será su novio o su hermano, para sacarlo de ahí y salvarlo.
Pero no lo busca entre las víctimas, sino entre los verdugos. Cuando
en el último momento lo encuentra desfallece ante su inmutabilidad.
Ya en la polifonía de Crimen y castigo Dostoievski nos presentó
a un asesino no sólo haciéndonos partícipes de su mente en primera
persona, sino además mostrándonoslo desde las miradas de quienes
más lo aman. Desde hace cierto tiempo también nuestra prensa recoge
en sus crónicas de sucesos atroces el dolor sin sentido de los allegados
de los criminales. ¿Cómo vive una madre con eso?
Asumir el punto de vista de allegados, cuyos lazos amorosos resisten
la terrible prueba de ver a los seres más queridos degenerados en mons-
truos de modo que antes desfallece uno que se rompe el lazo, hace que
el montaje, en lugar de ser denuncia, se legitime como sincero ejercicio
de autoasimilación. Pero si “la imaginación coloca barreras que impiden
llegar a la profundidad del horror”, ¿cómo idear el montaje?
Unos versos de Miguel A. Camino que Borges cita en sus conferen-
cias sobre el tango dicen: “y los duelos a cuchillo le enseñaron a bailar.”
El clímax dramático de Bodas de sangre se alcanza en la reyerta
de los dos varones. En su coreografía de la prolongada escena, Anto-
nio Gades suprime todo sonido hasta el momento de los navajazos
mortales y hace que los contendientes se muevan ralentizados. Gades
ralentiza la reyerta y elimina la música que nos distraería no para subli-
mar estéticamente un comportamiento brutal, sino –además de para
incrementar la tensión demorando el desenlace, hacer del duelo mortal
un éxtasis y cristalizar en materia sólida un sufrimiento femenino

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enajenante– para abrirnos los ojos y hacernos ver que la coreografía
está ya en la reyerta y que no es él quien la pone. Contender a muerte
es danzar. Trasladada la reyerta montaraz con navajas a la pendencia
arrabalera con cuchillos, tenemos en Tango una escena análoga. Es el
coreógrafo quien enseña al matón a manejar el cuchillo.
“Los torturadores ponían tangos a todo volumen para que no se
escucharan los gritos”, dice una de las coreógrafas mientras los direc-
tores escénicos buscan inspiración en Los desastres de Goya. Se puede
ver así. Pero también se puede pensar que los tangos atronadores no
son una superposición ruidosa para tapar la tortura, sino una ampli-
ficación de la cruel coordinación entre la impiedad del torturador y
la indefensión del torturado, en sí misma un tango fiero, como si el
torturador fuera el bailarín que guía y el torturado el que se deja llevar.
“Cortes” y “quebradas” son nombres de pasos de tango.
Al final, el director presenta su montaje a los productores.
¿Qué ve el público, a través de los ojos espantados de la muchacha,
con el fondo musical de “La represión”, de Lalo Schifrin? La masa
humana de deportados o cautivos abriéndose paso a través de escom-
bros, como una corriente de agua en el yermo, es por sí misma un movi-
miento sinfónico. Los soldados coordinándose para balancear cuerpos
agarrándolos de los pies y la cabeza, y los cadáveres rodando por la
rampa hacia el fondo de la fosa común, tienen su propia coreografía.
El giro inercial de los cadáveres rodantes es rítmico. El frontón desnudo
del paredón es por sí mismo un decorado, el ladrillo descascarillado
y salpicado de sangre es una pintura. Los condenados distribuidos
con equidistancia a lo largo de la fila responden a una escenografía y
marcan un ritmo espacial, y siguiendo una coreografía mecánica la
rígida vertical del condenado, a través de la convulsión del impacto y
el desmoronamiento del cuerpo, evoluciona hasta la grotesca postura
inerte del fusilado. Los cuerpos descoyuntados de los torturados y los
cadáveres colgados, ensartados, atravesados, empalados o crucificados,
incluso los propios instrumentos de tortura, definen por sí mismos
formas plásticas. La milicia es una aplastante coreografía de desfiles
y formaciones sin pausa ni sentido.

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Del siglo xx hemos aprendido que la estética de las formas no
sublima un infierno amorfo para adaptarlo a nuestro gusto refinado,
sino que el infierno alcanza su máxima fiereza cuando, dejándose llevar
de su propia esencia, se formaliza por sí mismo. Amorfa es la vida.
¿Cómo es posible diseñar el espectáculo del horror si “la imaginación
nos coloca barreras”? Porque no hace falta imaginar. El coreógrafo no
se inventa nada. Se limita a abrirnos los ojos para hacernos ver una
coreografía que siempre hubo ahí.

Fin de fiesta
Es un hallazgo de la antropología contemporánea que, si la danza
se define como el método con el que el cuerpo experimenta consigo
mismo y explora el espacio que lo rodea en busca de descubrir qué
son ambos, entonces es el arte primigenio, que antecede y acompaña a
todas las demás artes y técnicas. El flamenco acopla axialmente proce-
dencia y destinación. El tango argentino, más proclive a circunloquios
y a explayarse, acompaña –también en cada uno de sus descarríos– el
despliegue entero de la vida, a nivel individual como biografía desde
la niñez hasta la senectud, y a nivel colectivo como historia desde la
fundación hasta la decadencia. ¿Y más allá de la vida? Un recurrente
elemento escénico del cine de Saura de los setenta es la nevera, o su
análoga caja alcanforada: la cámara obscura donde lo que fue se con-
serva en su frescor. Unos versos del propio Borges dicen:“Más allá
del tiempo y de la aciaga muerte, esos muertos viven en el tango.” •

Alberto Ciria es filósofo.

Tango de homenaje a Carlos Saura 169

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