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La filosofía oculta en la antropología estructuralista

Pedro Gómez García


Departamento de Filosofía, Universidad de Granada
Gazeta de Antropología, 1983, 2, Publicado: 1983-11

Es posible perseguir la genealogía del pensamiento de Lévi-Strauss siguiendo la pista de los filósofos a los que hace referencia. Destaca su rechazo de la
filosofía dominante en Occidente, tanto la filosofía del sujeto como el enfoque empirista. Su método, el análisis estructural en antropología, es específicamente
propio. Y la acusación de "mentalismo" carece de fundamento.
Con desenfado y tal vez rozando el infundio, Marvin Harris (Brooklyn, 1927-Gainesville, Florida, 2001) plantea el desahucio a la estrategia antropológica del
estructuralismo, tildándola de idealista cultural, antipositivista, dialéctica -en sentido peyorativo- y ahistórica. Según Harris, «Claude Lévi-Strauss hace gala
de desinterés por las teorías contrastables y caso omiso de la causalidad, los orígenes y los procesos históricos » (1979: 188); de modo que se pierde entre las
superestructuras mentales y confina la etnología en la esfera del idealismo. Las estructuras sólo estarían en la imaginación del estructuralista.
Se trata de la confrontación casi ritual, pero enconada, mantenida estos últimos años entre la estrategia del materialismo cultural de Marvin Harris frente al
estructuralismo francés por la hegemonía en el campo antropológico. Esta polémica pone en juego posiciones filosóficas, principalmente epistemológicas. En
estas páginas, no pretendo terciar en el conflicto de los principios de investigación, ni siquiera exponer los términos en que está planteado, sino tan sólo
indagar las vinculaciones filosóficas de la antropología estructural de Lévi-Strauss como uno de los aspectos que contribuirán a decidir hasta qué punto se da
en ella, o no, un «idealismo» metodológico.

Genealogía filosófica
La verdad es que se hace difícil insertar a un autor tan escurridizo como Lévi-Strauss en la historia del pensamiento. Es notorio no sólo el desdén con que trata
a la filosofía, sino también su recurso confesadamente instrumentalizador a los esquemas y nociones que puedan proporcionarle alguna clarificación en
problemas de otra índole (antropológicos).
Al rastrear los emparentamientos teóricos con tal o cual corriente, el hecho es que, en la obra de Lévi-Strauss, aparecen numerosas referencias a los más
eminentes prohombres de la historia de la filosofía; como también menudean citas de literatos, artistas y músicos.
Hay que enumerar alusiones que se remontan a la antigüedad griega y romana, a Pitágoras y a Diógenes (Lévi-Strauss 1973b) y al gran Aristóteles (1964,
1968a, 1973b), sin contar a Eurípides, Horacio, Virgilio, Hesiodo, Marcial, Lucrecio, etc. Por cierto que habla elogiosamente del estoicismo (1973b:
385).
Con los tiempos modernos, las referencias se vuelven más copiosas: Los humanistas Erasmo de Rotterdam y Michel de Montaigne (Lévi-Strauss 1968a). El
padre del racionalismo, René Descartes (1973b), y Gottfried W. Leibniz (1955). En el período de la Ilustración, David Hume (1955), Giovanni Battista Vico
(1971, 1973b), Dénis Diderot y Jean L. D'Alembert (1971), François M. Voltaire (1955), Étienne B. de Condillac (1971). Pero, en realidad, el primer
filósofo ampliamente citado es Jean-Jacques Rousseau (1955, 1958, 1962a, 1962b, 1964, 1967, 1968a, 1971, 1973b).
En efecto, para Lévi-Strauss, «Rousseau, el más etnógrafo de los filósofos, si bien nunca viajó a tierras lejanas, poseía una documentación tan completa cuanto
era posible para un hombre de su tiempo, y él la vivificaba -a diferencia de Voltaire- mediante una curiosidad plena de simpatía por las costumbres campesinas
y el pensamiento popular» (Lévi-Strauss, 1955: 392). Llama a Rousseau maestro y hermano.

Habría que repetir la trayectoria que le hizo « pasar de las ruinas dejadas por el Discurso sobre el origen de la desigualdad a la amplia construcción del Contrato
Social, cuyo secreto es revelado por el Emilio. Por él sabemos cómo, después de haber aniquilado todos los órdenes, se pueden aún descubrir los principios
que permitirán edificar uno nuevo» (1955: 392). Rousseau jamás idealizó al hombre natural -como hizo erróneamente Diderot-; el estado de sociedad es
inherente al hombre, y la cuestión está en saber si los males que arrastra acompañan intrínsecamente a ese estado; por eso busca un fundamento inconmovible
para la sociedad humana. Rousseau identifica la aparición de la cultura con el surgimiento de la razón, planteando así el problema etnológico de las relaciones
entre naturaleza y cultura. Tanto que su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres se podría considerar -opina Lévi-Strauss-
como el primer tratado de etnología general. PUES HAY QUE JODERSE.

Parece claro que la importancia atribuida a Rousseau no es precisamente en calidad de filósofo; ni existe en él idealismo camuflado. Se debe a que Rousseau
ha realizado la experiencia etnográfica por la que «el observador se capta a sí mismo como su propio instrumento de observación» y busca conocerse con
objetividad, a sabiendas de que esto es medio para el conocimiento de los otros. Pues « para lograr aceptarse en los otros, objetivo que la etnología asigna al
conocimiento del hombre, en primer lugar es preciso rechazarse en sí» . Principio básico de las ciencias humanas, debido a Rousseau, inaccesible para una
filosofía que, al tomar su punto de partida en el cógito, era prisionera de las presuntas evidencias del yo, y sólo podía aspirar a fundar una física renunciando a
fundar una sociología, e incluso una biología; Descartes cree pasar directamente de la interioridad de un hombre a la exterioridad del mundo, sin ver que entre
esos dos extremos se sitúan las sociedades, las civilizaciones, o sea, los mundos de los hombres» (1973b: 48). Existe la mediación cultural y como un «él»
(estructura inconsciente) que se piensa en mí y debe plantearme la duda de si soy yo quien piensa.

De ahí la enseñanza antropológica que antepone la vida a la humanidad, el otro al yo . «Puesto que, si es posible creer que con la aparición de la
sociedad se haya producido un triple paso, de la naturaleza a la cultura, del sentimiento al conocimiento, de la animalidad a la humanidad -demostración que
constituye el objeto del Discurso-, ello no puede ser más que atribuyendo al hombre, ya en su condición primitiva, una facultad esencial que lo impulsa a
franquear esos tres obstáculos; que posea, por consiguiente, de modo original y de forma inmediata, atributos contradictorios, a no ser que estén en ella; que
sea, a la vez, natural y cultural, afectiva y racional, animal y humana; y que, con la única condición de hacerse consciente, pueda convertirse de un plano a otro
plano» (1973b: 49-50). De tal manera que la aprehensión global de la naturaleza y la humanidad, del otro y el yo, en que consiste la «identificación», precede a
la toma de conciencia de cualquier oposición, sea entre propiedades comunes, sea entre lo no humano y lo humano. Todo esto postula una articulación
entre la antropología y la ciencia natural.

Para Lévi-Strauss, es Rousseau quien más audazmente proclama el fin del cógito cartesiano: «El pensamiento de Rousseau se expande, por tanto, a partir de
un doble principio: el de la identificación con el otro, e incluso con el más 'otro' de todos los otros, aun cuando ese otro sea animal; y el rechazo de la
identificación consigo mismo, o sea, el rechazo de todo lo que puede hacer 'aceptable' al yo. Estas dos actitudes se complementan y la segunda incluso
fundamenta la primera: en verdad yo no soy 'yo mismo', sino el más débil, el más humilde de los 'otros'» (Lévi-Strauss 1973b: 51). Tal es el precoz hallazgo
roussoniano, que anticipa la antropología científica. El hombre encuentra en la naturaleza a secas las condiciones óptimas para reencontrar la naturaleza de su
sociedad. El humanismo descubre un nuevo fundamento en la universal emergencia desde la naturaleza a la cultura. En este contexto, pudiera ser acertado
interpretar a Lévi-Strauss como un ilustrado póstumo.

Más allá de la Ilustración, los escritos de Lévi-Strauss evocan a Kant (1964, 1967, 1973b), especialmente en la tesis epistemológica que busca las condiciones
de posibilidad. «Filosóficamente, me siento cada vez más kantiano. No tanto por el contenido particular de la doctrina de Kant, como por la particular manera
de exponer el problema del conocimiento. Sobre todo, porque creo que la antropología es una filosofía del conocimiento y el concepto, y pienso que sólo
situándola en el plano de éste último se puede tratar de hacerla progresar» (Lévi-Strauss 1963a: 33).

De la revolución kantiana toma el empeño por situar el punto de partida del conocimiento en los propios límites del conocimiento: las
constricciones mentales. Pero con una diferencia esencial: el camino seguido y las conclusiones alcanzadas divergen de las del kantismo, dado que «el
etnólogo no se siente obligado, como el filósofo, a tomar por principio de reflexión las condiciones de ejercicio de su propio pensamiento o de una ciencia que
es la de la sociedad de su tiempo» (1964: 20), sino las condiciones subyacentes a toda cultura, extraídas del análisis sociocultural. Lévi-Strauss reconoce que

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su tentativa se asemeja a la de Kant en cierto modo, y que lleva razón Paul Ricoeur 1, 1913-2005) cuando la califica de «kantismo sin sujeto trascendental».
Pues las estructuras mentales constituyen un condicionamiento universal, natural, que interviene en la generación de toda cultura. « El conjunto de esas
condiciones adquiere el carácter de objeto dotado de una realidad propia e independiente de todo sujeto» (1964: 21); a su formulación pretende llegar, a
diferencia de Kant, a posteriori, a partir de los datos etnográficos y el análisis etnológico -muy lejos, pues, del dogmatismo y el idealismo-.
No faltan, por otro lado, alusiones a Goethe y a W. von Humboldt, como precursores del método estructural (Lévi-Strauss 1973a).

Aparte de eso, Hegel aparece escasamente (1949, 1955, 1958), para ser descalificado pronto, echando mano de la Dialéctica de la naturaleza, de Engels:
«El error [de Hegel] proviene de que intentó imponer esas leyes [de la dialéctica] a la naturaleza y a la historia como leyes del pensamiento (...). Si vuelven a
ponerse las cosas sobre sus pies, todo se torna simple y las leyes dialécticas, que parecen tan misteriosas cuando se las ve desde un punto de vista idealista,
resultan tan límpidas y tan luminosas como el sol del mediodía» (Lévi-Strauss, 1949: 528). Luego, concluye con sus propias palabras: «puesto 2que las leyes
del pensamiento, primitivo o civilizado, son las mismas que las que se expresan en la realidad física y en la realidad social, que no es más que uno de sus
aspectos». En este sentido, Lévi-Strauss parece haber culminado un largo recorrido que lo ha alejado desde el «monismo racionalista» del que
estaba vagamente imbuido cuando comenzaba su carrera de filosofía (1955: 39), hasta una variedad de «materialismo vulgar» (1963b: 652) que
no tiene empacho en admitir con una pizca de ironía.

Si marchamos adelante en la historia, se consignan referencias a filósofos del siglo XIX, iniciadores de las ciencias sociales, a Auguste Comte (Lévi-Strauss
1962a, 1962b, 1973b), a Claude-Henri de Saint-Simon (1973b), a Pierre J. Proudhon -la propiedad como no reciprocidad y robo- (1949: 568), y por supuesto
Karl Marx.

La presencia de Marx resulta paradigmática (Lévi-Strauss 1955, 1958, 1971, 1973b), al tiempo que se declara marxista en lo esencial . «La lectura de
Marx me arrebató tanto más cuanto que a través de ese gran pensamiento tomaba contacto por primera vez con la corriente filosófica que va de Kant a Hegel»
(1955: 45). De Marx aprendió que la ciencia social no se construye en el plano de los acontecimientos, sino en el de los modelos teóricos e interpretativos. Se
apoya en una cita de El capital para justificar cómo no es ajena al marxismo « la idea de que las sociedades primitivas o consideradas tales se rigen por
lazos de consanguinidad (que llamamos hoy estructuras de parentesco) y no por relaciones de producción». Lo cual no invalida la afirmación del Manifiesto
comunista: «La historia de toda sociedad conocida hasta ahora es la historia de las luchas de clases» . Pues «esta fórmula no significa que la lucha de clases es
coextensiva a la humanidad, sino que las nociones de historia y de sociedad sólamente pueden ser aplicadas, en el sentido pleno que Marx les da, a partir del
momento en que la lucha de clases hace su aparición» (1958: 304). Es decir, las clases sociales vinculan su existencia tan sólo a determinadas etapas del
desarrollo de la producción, admitido el primado de la infraestructura.

El marxismo de Lévi-Strauss, sin embargo - o lo que de teoría marxista transporta su antropología - influye primordialmente en su filosofía del conocimiento y
más problemáticamente en su metodología (puesta a punto más bien para el estudio de las superestructuras). El «marxismo» lévistraussiano, según confesión
propia, «se puede reducir a un cierto número de proposiciones muy elementales, a saber: que el hombre está en el mundo, que el hombre piensa
en el mundo y que entre todos aquellos sistemas de constricciones mentales que trato de descubrir, tomando como base la observación de los
sistemas sociales encarnados, los primeros que encontramos provienen del hecho de que el pensamiento humano no se manifiesta nunca en lo
absoluto, sino siempre en relación con cierto número de constricciones que son en primer lugar constricciones externas» (Lévi-Strauss 1963a: 26).
Por consiguiente, frente a la lectura «idealista», sostiene una interacción: las formas de operar la mente humana entran en juego con otros tipos de
mecanismos, sus construcciones resultan curvadas y entretejidas por «las condiciones tecnoeconómicas» (Lévi-Strauss 1972: 13). Por lo demás, el suyo se
autodefine como «marxismo pesimista», dado que, en aquellas raras ocasiones en que se dedica a una especulación sin fronteras, vislumbra que es en el
sentido inverso al esquema marxiano hacia donde deambula el movimiento global de la humanidad: a una creciente esclavización respecto a los determinismos
naturales.
Tampoco falta la mención de Friedrich Engels (Lévi-Strauss 1949, 1958, 1971, 1973b) para remachar su propio antiidealismo o bien ciertas tesis sobre la
inherencia del progreso a la civilización occidental, aduciendo el Anti-Dühring (1973b: 366). También se registran alusiones a otros marxistas posteriores.

Continuando con las referencias a pensadores contemporáneos: considera espurio y superado el enfoque evolucionista de Herbert Spencer (Lévi-
Strauss 1958, 1973b). Y se adhiere a la opinión de que es falso oponer «explicación» y «comprensión», como modos de inteligibilidad propios
respectivamente de las ciencias naturales y de las ciencias sociales, en contra de Whihelm Dilthey y Oswald Spengler (1973b: 17). Sigmund Freud no se
limita a ser uno de sus tres grandes inspiradores (junto con la geología y el marxismo); lo trae a colación con cierta frecuencia (Lévi-Strauss
1949, 1958, 1962a, 1962b, 1971, 1973b); le refuta tesis cruciales de Tótem y tabú; no es el acontecimiento ni la afectividad lo que explica la estructura
psíquica, sino que, justo al revés, el inconsciente estructural tiene la primacía sobre el inconsciente pulsional freudiano.

La corriente positivista no cuenta en absoluto con las preferencias de Lévi-Strauss -en esto lleva toda la razón Marvin Harris -. Cree que no hay
por qué perder el tiempo con « esa filosofía norteamericana a la manera de James o Dewey (y ahora del pretendido positivismo lógico), que ha caducado hace
tiempo» (Lévi-Strauss 1955: 47). Alguna vez alude a la filosofía del atomismo lógico de Bertrand Russell (Lévi-Strauss 1962b).
Se muestra crítico con Henri Bergson, cuya «inactual» filosofía campeaba por la Sorbona en tiempo de sus estudios (Lévi-Strauss 1955: 43). En
otros pasajes (1962a, 1962b) hace ver cuán cerca se halla la filosofía bergsoniana de la clave del pensamiento totémico y salvaje, pese a los
prejuicios que se interponen.
Por lo que toca a Sartre, sostiene con él una agria polémica (Lévi-Strauss 1955, 1958; 1962b, criticando la «razón dialéctica» y el historicismo;
1971). Ataca al existencialismo y a la fenomenología -como en seguida mostraré-. Finalmente, le merece respeto Maurice Merleau-Ponty (Lévi-
Strauss 1958, 1973b), a quien va dirigida la dedicatoria de El pensamiento salvaje .

Resulta obvio que no bastan todas estas referencias explícitas a figuras representativas del pensamiento occidental para dilucidar la filiación filosófica de
nuestro antropólogo. Las menciones e influjos vienen marcados con diverso signo, y otros pueden permanecer anónimos. Es menester, por eso, analizar el
conjunto de la obra y su epistemología implícita (cfr. Pedro Gómez García 1981, donde se tratan extensamente estos puntos). También cabe tomar el pulso
a la reluctancia del propio Lévi-Strauss ante la filosofía . Y recurrir a otras lecturas hechas por distintos comentaristas.

Reluctancia ante la filosofía al uso


En el caso de Claude Lévi-Strauss, el rechazo de la filosofía se hace en nombre de la ciencia, porque aquélla aleja de ésta.

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Según Ricœur, el objetivo de la hermenéutica es de recuperar y restaurar el significado. El filósofo francés elige el modelo de la fenomenología de la
religión, en relación con el psicoanálisis, destacando que se caracteriza por una preocupación sobre el objeto. Este objeto es lo sagrado, que es visto en
relación a lo profano. Lo sagrado es visto como una manifestación de poder espiritual por el fenomenólogo holandés de la religión Gerardus van der
Leeuw. El fenomenólogo rumano de la religión Mircea Eliade sigue el modelo propuesto por Ricoeur, escribiendo sobre los tres reduccionistas: Karl
Marx, que es reduccionista, ya que reduce la sociedad a la economía, en particular a los medios de producción; Friedrich Nietzsche, que es
reduccionista, ya que reduce el hombre a un concepto arbitrario de superhombre, y Sigmund Freud, que es reduccionista porque reduce el ser humano
al instinto sexual. Ricœur los llamó «los tres grandes destructores», «los maestros de la sospecha»
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Si la filosofía arranca de abstracciones y busca relacionar abstracciones, la etnología, exactamente el revés, parte de las realidades concretas, de una base social
empírica, cuyas mínimas diferencias, correlaciones y oposiciones investiga. En este aspecto, la antropología constituye una inversión de la filosofía, una
antifilosofía. No será nada raro que la mayor parte de las críticas que lanzan los filósofos al estructuralismo lévistraussiano le resbalen lisa y
llanamente.

Lévi-Strauss llegó a la etnología de vuelta de la filosofía. Había experimentado que, en filosofía, todo problema se escamotea mediante un
método artificioso y unos ejercicios estereotipados : «Estos ejercicios se transforman rápidamente en verbales, fundados en un arte del juego de palabras
que reemplaza a la reflexión, siendo las asonancias entre los términos, las homofonías y las ambigüedades quienes van proporcionando la materia de esos
golpes de teatro especulativos, en cuya ingeniosidad se reconocen los buenos trabajos filosóficos» (1955: 39).
El método filosófico se le antoja simplista, como una clave maestra que se aplica a la resolución de los más dispares temas. Y todavía detecta un peligro
mayor, el «confundir el progreso del conocimiento con la complejidad creciente de las construcciones de la mente. Se nos invitaba -añade Lévi-Strauss- a
practicar una síntesis dinámica tomando como punto de partida las teorías menos adecuadas para elevarnos hasta las más sutiles; pero al mismo tiempo (y en
razón de la preocupación histórica que obsesionaba a todos nuestros maestros) había que explicar cómo éstas habían nacido gradualmente de aquéllas. En el
fondo, no se trataba tanto de descubrir lo verdadero y lo falso como de comprender de qué modo los hombres habían ido superando contradicciones» (1955:
40). En resumen, después de una serie de años consagrados a semejante acrobatismo intelectual, Lévi-Strauss se encontró sólo con unas pocas convicciones
elementales, apenas diferentes de las que ya tenía a los quince años.

Renuente contra toda metafísica, y contra toda tentativa de utilizar cualquier ciencia con fines metafísicos, cree que lo ideal es la ciencia libre
de interferencias ideológicas. «Conviene que los filósofos, que han gozado durante tanto tiempo de una especie de privilegio, ya que se les concedía el
derecho de hablar de todo y por cualquier motivo, se vayan resignando a que muchas investigaciones escapen a la filosofía. Yo no digo que definitivamente,
para siempre, pues quizá volverán a aproximarse (...), pero estamos asistiendo a una especie de fragmentación del campo filosófico. Mantener la exigencia de
todo o nada sería anquilosar las ciencias del hombre» (Lévi-Strauss 1965: 27).

No es que desee sentar cátedra de antifilósofo; se trata de dar preferencia al estudio de la realidad concreta -como para Galileo, el reconocer el heliocentrismo
no era confesar una verdad metafísica, sino constatar un hecho-. Hay que liberarse de esa suerte de «humanismo teológico» que, desde la aparición de las
ciencias, ve en peligro la existencia del hombre. La consistencia del sujeto ha sido la obsesión mayor de la filosofía occidental. De ahí su suspicacia frente a
los avances científicos que parecían afectar al sujeto humano.
A las acusaciones que apuntan al «aspecto filosófico» inherente a sus obras ha contestado, en varias ocasiones . Por ejemplo: «Si, de cuando en
cuando, y sin nunca insistir demasiado en ello, me tomo la molestia de indicar lo que para mí significa mi trabajo desde un punto de vista filosófico, no es que
yo dé importancia a este aspecto. Busco más bien recusar de antemano lo que los filósofos podrían pretender hacerme decir. No opongo una filosofía que sería
la mía a la de ellos, pues yo no tengo ninguna filosofía en la que merezca la pena fijarse, sino algunas convicciones rústicas a las cuales he llegado menos por
profundización de mi reflexión que por la erosión regresiva de lo que se me enseñó en ese campo y de lo que yo mismo enseñé. En desacuerdo con toda
explotación filosófica que se quiera hacer de mis trabajos, me limito a expresar que, por mi gusto sólo podrían contribuir, en la mejor de las hipótesis, a una
abjuración de lo que hoy se entiende por filosofía» (Lévi-Strauss 1973b: 570). Este texto resulta de lo más elocuente. No reivindica ninguna filosofía.
Tampoco intenta crear una antifilosofía. Lo que pretende es tan sólo una «desfilosofización» coyuntural y metodológica de la ciencia del hombre, a fin de que
ésta consiga un desarrollo autónomo.

En respuesta a las objeciones de los «humanistas», escribe: «Al leer las críticas que ciertos filósofos dirigen al estructuralismo, reprochándole el abolir la
persona humana y sus valores consagrados, me siento tan estupefacto como si alguien se sublevara contra la teoría cinética de los gases con el pretexto de que,
al explicar por qué el aire caliente se dilata y se eleva, pone en peligro la vida familiar y la moral del hogar, cuyo calor desmixtificado perdería así sus
resonancias simbólicas y afectivas» (Lévi-Strauss 1973b:570). Ese antihumanismo que se le atribuye sería una proyección del miedo de los propios
«humanistas». Pues el análisis científico de un nivel concreto se refiere exclusivamente a ese concreto nivel, y no dice nada de los demás. El obstáculo
proviene de que «los filósofos se preocupan poco por los problemas concretos»; como si quedaran desconcertados ante ellos; se sienten perplejos y relegados,
entre la decepción y el rencor, sin nada original con que contribuir.

Y es que los filósofos se ven arrastrados por una verdadera perversión epistemológica, desde el instante en que se opera en ellos «la reversión de perspectiva
que predican: desconociendo los primeros deberes del hombre de estudio, que son explicar lo que puede explicarse y reservar provisionalmente el resto, los
filósofos se preocupan sobre todo de disponer un refugio donde se proteja la identidad personal, pobre tesoro. Y como ambas cosas son imposibles a la vez,
prefieren un sujeto sin racionalidad a una racionalidad sin sujeto» (Lévi-Strauss 1973b: 614). Estas afirmaciones cabe entenderlas como una defensa del
aspecto científico y empírico del estudio antropológico, frente a los ataques exteriores. Subraya una demarcación de ámbitos del saber, y no
-como vulgarmente se ha repetido- ningún antihumanismo, salvo el puramente metodológico.

Cuando Lévi-Strauss hostiga determinadas formas de pensamiento filosófico, es porque tropieza con ellas como estorbos en su derrotero intelectual. Tal es lo
que comprobamos, desde muy temprano, en su enemiga contra la fenomenología y el existencialismo . Por una parte, «la fenomenología me chocaba
en la medida en que postula una continuidad entre lo vivido y lo real. Estaba de acuerdo en reconocer que esto envuelve y explica aquello, pero había
aprendido de mis tres maestros que el paso entre los dos órdenes es discontinuo; que para alcanzar lo real es necesario primeramente repudiar lo vivido,
aunque para reintegrarlo después en una síntesis objetiva despojada de todo sentimentalismo ». Por otra parte, «el existencialismo me parecía lo contrario de
una reflexión válida, por la complacencia que manifestaba para las ilusiones de la subjetividad. Esta promoción de las preocupaciones personales a la dignidad
de los problemas filosóficos corre demasiado riesgo de llegar a una suerte de metafísica para modistillas, aceptable como procedimiento didáctico, pero muy
peligrosa si interfiere con esa misión que se asigna a la filosofía hasta que la ciencia sea lo suficientemente fuerte para reemplazarla, que consiste en
comprender el ser no en relación a mí, sino en relación a sí mismo. En lugar de terminar con la metafísica, la fenomenología y el existencialismo introducían
dos métodos para proporcionarle coartadas» (Lévi-Strauss 1955: 46). Para Lévi-Strauss, el método fenomenológico no llega a ser más que un «instrumento de
comprobación» (1963a: 25); y la analítica existencial, una recogida de datos inicial. En ambos casos, la teoría explicativa está en otra parte.

A las objeciones desde la filosofía contrapone Lévi-Strauss una crítica radical de las formas que la filosofía tiende a adoptar en nuestro tiempo. Así, en la
conclusión de la tetralogía mitológica, reanuda su diatriba con las filosofías dominantes, que le parecen abocadas a una de dos salidas:
1) «Una, prometida a los filósofos que siguen la estela del existencialismo -esa empresa autoadmirativa en que, no sin abobamiento, se encierra el hombre
contemporáneo en su cara a cara consigo mismo, cayendo en éxtasis ante sí- se separa de un saber científico que se desprecia y de una humanidad real cuya
profundidad histórica y cuyas dimensiones etnográficas se desconocen, para agenciarse un mundillo cerrado y reservado» (Lévi-Strauss 1971: 572), más allá
del cual no se ve nada, porque la atmósfera de humo de su «fumadero dialéctico» impide toda visibilidad.
2) Resta, no obstante, otra salida por la que la filosofía sale al aire libre y retoza: « En la embriaguez de su reencontrada libertad, se aleja brincando, pierde el
contacto con esa investigación intransigente de la verdad que el mismo existencialismo, postrer avatar de la gran metafísica, quería aún practicar. Convertida
en presa fácil de toda suerte de influencias exteriores y víctima de sus propios caprichos, la filosofía peligra descender al rango de una especie de filosof'arte y
abandonarse a la prostitución estética de los problemas, los métodos y el vocabulario de sus predecesores» (Lévi-Strauss 1971: 572). Esta malbaratación
hallaría su paradero en un arte de filosofastros.

Aparte de estas dos salidas, en un puesto intermedio entre ambas, se encontraría el estructuralismo ficción que anda por ahí suelto, vestido con ropajes
literarios, con los que no consigue ocultar su vaciedad. E igualmente otro género de filosofía, convicta de empirismo ingenuo, que, dado que las ciencias

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humanas extraen estructuras de las obras de arte, se hace la ilusión de llegar a construir obras de arte manejando artificialmente estructuras formales; pero
«una estructura cualquiera no se hace automáticamente significante para la percepción estética por el simple hecho de que todo significante estético sea la
manifestación de una estructura» (Lévi-Strauss 1971: 573). Semejantes desbordamientos del método científico del estructuralismo maquinados por filósofos,
sociólogos, ensayistas, periodistas, artistas, no pasan de ser una amalgama absurda y, por descontado, un pseudoestructuralismo.
El propio Lévi-Strauss denuncia un doble extravío del estructuralismo: 1) el pseudoestructuralismo fascinante, que deriva en una cadena de metáforas,
naufragando en el pantano de las ideologías; y 2) el estructuralismo considerado como una nueva rama de la filosofía, cosa que le parece un desatino.

¿Un método idealista?


Lévi-Strauss reitera una decidida negativa al estructuralismo filosófico. La antropología estructural busca «tan sólo describir y analizar ciertos aspectos del
mundo objetivo» ((1958: 308). Y si, en algunas ocasiones, el antropólogo se permite un planteamiento de los «grandes problemas», lo hace sabiendo que se
trata de «problemas exteriores a la etnología». La etnología prescinde, en su terreno propio, del problema de la libertad, mientras trata de «establecer, tomando
la etnografía como punto de partida, en qué medida el espíritu humano no es libre» (1963a: 24). No busca filosofar. Cada disciplina ha de trabajar delimitando
bien su campo. «El estructuralismo sanamente practicado no aporta un mensaje, no detenta una llave capaz de abrir todas las cerraduras, no pretende formular
una nueva concepción del mundo, ni siquiera del hombre; se guarda de querer fundar una terapéutica o una filosofía» (1968b). Si alguna vez muestra una
apariencia filosófica, es más una servidumbre que una ventaja. El estructuralismo no puede definirse «en ningún caso como una filosofía sino únicamente
como un método de investigación científica» (1968c: 219).

Como ciencia, la antropología estructural alcanza ciertamente un nivel teórico, pero, aunque la etnología estructuralista tenga esa orientación teórica, no es
ninguna filosofía; es más bien «un cierto modo de abordar los problemas». Y nada idealista. A ese modo le compete el extraerlo todo de la materia estudiada.
Por ello mismo la teoría, en la medida en que existe, está en cierta manera incluida en la materia prima, cuyas propiedades se intentan analizar (cfr. Lévi-
Strauss 1970). No existe un sistema teórico estructuralista. Ni hay que deslizarse hacia la pendiente de las discusiones filosóficas, estériles. La antropología
estructural se restringe sólo a un método, y un método abierto a la objetividad de lo empírico sociocultural. Teniendo en cuenta que, para Lévi-Strauss, «está
claro que una encuesta empírica tiene presupuestos teóricos y que tiene valor en la medida en que hace progresar la elaboración teórica» (1970: 63-64).
Teorizar se hace indispensable en un momento de la investigación, por necesidad de aclarar, organizar y hacer inteligibles las observaciones
empíricas. Lo rechazable, en cualquier caso, es separar el nivel teórico, o concederle entidad por sí mismo.

Así y todo, la teorización -como ya es sabido- presupone paradigmas y estrategias, de los que nadie escapa por más que reniegue y abjure de toda filosofía.
Esto marca la opción por los hechos etnográficos y por la ciencia; no garantiza el resultado. La acusación de «idealismo cultural», lanzada por Marvin
Harris contra el estructuralismo, no ha sido definitivamente refutada. Y en este sentido, el problema de la filosofía oculta en el método
antropológico levistraussiano no queda aún resuelto del todo.
Es interesante contrastar abiertamente las lecturas que han hecho los distintos intérpretes del sesgo filosófico estructuralista, para admirarse de cuán dispares y
hasta disparatadas son. Han escrito que se trata de eleatismo, platonismo, roussonismo, kantismo, marxismo, positivismo, idealismo materialista, materialismo
trascendental, ontologismo sin ser, cientismo antihumanista, naturalismo, etc. (cfr. Pedro Gómez García 1981: 274-279).

Es imposible que el estructuralismo obedezca, a un tiempo, a tantas y tales orientaciones epistemológicas; aunque quepa reconocer en él
inspiraciones múltiples, presenta una innegable coherencia interna. Y su consistencia metodológica parece avalada por la ingente obra de Lévi-
Strauss. ¿Es lícito descalificarla de un plumazo con el rótulo de idealista?
Otra cuestión bien diferente sería pedir a la metodología estructuralista que nos dé razón de todo lo que ocurre en todos los niveles de la sociedad humana y en
su evolución. Tampoco cabe esperar ese tipo de respuesta si se lo pedimos a la estrategia del materialismo cultural que se apoya en otros supuestos. Con ello
no abogamos por ningún eclecticismo, sino que sencillamente reconocemos que, hoy por hoy, permanece sin resolver el problema epistemológico de la ciencia
del hombre. Y aventuramos la idea de que algunas de las estrategias de investigación contrapuestas, con las que actualmente nos encontramos, pueden ser
complementarias, a condición de que se reelaboren e integren en un enfoque metodológico más complejo (que logre articular los niveles tecno-ecológico,
tecno-económico, socio-organizativo y noológico, los campos metal y conductual, las perspectivas etic y emic, el plano del acontecimiento y el de la
estructura, sin privilegiar unilateralmente a alguno de los extremos).

En conclusión, aun en la hipótesis de que las cosas estén indecisas en lo que toca a la filosofía subyacente al método estructuralista, resulta en exceso parcial la
sentencia harrisiana sobre el estructuralismo, afirmando que en él « el idealismo y el mentalismo son absolutamente evidentes» (Marvin Harris 1979: 189).
Pues las demostraciones que aduce (M. Harris 1968: 402-444; 1979: 128-240) ponen de relieve ciertos errores puntuales así como la disparidad de enfoques y
las incomprensiones, más que una verdadera impugnación global del método. Ahora bien, tratar a fondo este asunto remite a otras consideraciones.

BIBLIOGRAFÍA
Gómez García, Pedro
1981 La antropología estructural de Claude Lévi-Strauss. Ciencia, filosofía, ideología. Madrid, Tecnos.
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Lévi-Strauss, Claude
1949 Las estructuras elementales del parentesco . Buenos Aires, Paidós, 1969.
1955 Tristes trópicos . Buenos Aires, EUDEBA, 1970
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1964 Mitológicas I: Lo crudo y lo cocido . México, Fondo de Cultura Económica, 1968.
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1968c «Texto inédito» de la emisión presentada por Michel Tréguer. Reproducido por C. Backés-Clément, en Lévi-Strauss. Presentación y antología de
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1973b Antropología estructural [II]. México, Siglo XXI, 1979.
1976 «Structuralisme et empirisme». L'homme , nº 16: 23-39.

4
Claude Lévi-Strauss (1908-2009)
RAZA E HISTORIA. Race et histoire ,1952. 3

1 Raza y cultura
Hablar de la contribución de las razas humanas a la civilización mundial podría causar sorpresa en una serie de capítulos destinados a luchar
contra el prejuicio racista. Sería vano haber consagrado tanto talento y tantos esfuerzos en demostrar que nada - en el estado actual de la
ciencia - permite afirmar la superioridad o inferioridad intelectual de una raza con respecto a otra, si solamente fuera para devolver
subrepticiamente consistencia a la noción de raza , queriendo demostrar así que los grandes grupos étnicos que componen la
humanidad han aportado, en tanto que tales, contribuciones específicas al patrimonio común. Pero nada más lejos de
nuestro propósito que una empresa tal, que únicamente llevaría a formular la doctrina racista a la inversa .

Cuando se intenta caracterizar las razas biológicas por propiedades psicológicas particulares, uno se aleja tanto de la verdad científica
definiéndolas de manera positiva como negativa. No hay que olvidar que Gobineau 4, a quien la historia ha hecho el padre de las teorías
racistas, no concebía sin embargo, la «desigualdad de las razas humanas» de manera cuantitativa, sino cualitativa: para él las grandes razas
primitivas que formaban la humanidad en sus comienzos —blanca, amarilla y negra— no eran tan desiguales en valor absoluto
como diversas en sus aptitudes particulares. La tara de la degeneración la vinculaba al fenómeno del mestizaje antes que a la
posición de cada raza en una escala de valores común . Esta tara estaba destinada pues a castigar a la humanidad entera - condenada sin
distinción de raza - a un mestizaje cada vez más estimulado.

Pero el pecado original de la antropología consiste en la confusión entre la noción puramente biológica de raza (suponiendo
además, que incluso en este terreno limitado, esta noción pueda aspirar a la objetividad, lo que la genética moderna pone en
duda) y las producciones sociológicas y psicológicas de las culturas humanas . Ha bastado a Gobineau haberlo cometido, para
encontrarse encerrado en el círculo infernal que conduce de un error intelectual (sin excluir la buena fe) a la legitimación involuntaria de
todas las tentativas de discriminación y de explotación.

Por eso, cuando se habla en este estudio de la contribución de las razas humanas a la civilización, no se quiere decir que las aportaciones
culturales de Asia o de Europa, de África o de América sean únicas por el hecho de que estos continentes estén
poblados por habitantes de orígenes raciales distintos. Si esta particularidad existe —lo que no es dudoso— se debe a circunstancias
geográficas, históricas y sociológicas, no a aptitudes distintas ligadas a la constitución anatómica o fisiológica de los negros, los amarillos o
los blancos. Pero parece que, en la medida en que esta serie de capítulos intentaba corregir este punto de vista negativo, se corría el riesgo de
relegar a un segundo plano un aspecto igualmente fundamental de la vida de la humanidad: a saber, que ésta no se desarrolla bajo el
régimen de una monotonía uniforme, sino a través de modos extraordinariamente diversificados de sociedades y de
civilizaciones. Esta diversidad intelectual, estética y sociológica, no está unida por ninguna relación de causa-efecto a la que existe en el
plano biológico entre ciertos aspectos observables de agrupaciones humanas; son paralelas solamente en otro terreno.

Pero aquella diversidad se distingue por dos caracteres importantes a la vez. En primer lugar, tiene otro orden de valores. Existen muchas
más culturas humanas que razas humanas, puesto que las primeras se cuentan por millares y las segundas por unidades: dos
culturas elaboradas por hombres que pertenecen a la misma raza pueden diferir tanto o más, que dos culturas que dependen de
grupos racialmente alejados. En segundo lugar - y a la inversa de la diversidad entre las razas que presenta como principal interés el de su
origen y el de su distribución en el espacio - la diversidad entre las
culturas plantea numerosos problemas porque uno puede preguntarse si esta cuestión constituye una ventaja o un inconveniente
para la Humanidad, cuestión general que, por supuesto, se subdivide en otras.

Al fin y al cabo, hay que preguntarse en qué consiste esta diversidad con el riesgo de ver los prejuicios racistas - apenas desarraigados de su
base biológica - renacer en un terreno nuevo pues sería inútil haber obtenido del ciudadano corriente la renuncia a atribuir un significado -
intelectual o moral - al hecho de tener la piel negra o blanca, el cabello liso o rizado, por no mencionar otra cuestión a la que el hombre se
aferra inmediatamente:
Si no existen aptitudes raciales innatas ¿cómo explicar que la civilización desarrollada por el hombre blanco haya hecho los
inmensos progresos que sabemos, mientras que las de pueblos de color han quedado atrás, unas a mitad de camino y otras
castigadas con un retraso que se cifra en miles o en decenas de miles de años?
No pùede pretenderse haber resuelto el problema de la desigualdad de razas humanas negándolo si no se examina a la vez el
problema de la desigualdad —o el de la diversidad— de culturas humanas que, de hecho - si no de derecho - aparece en la
conciencia pública estrechamente ligado al asunto.

2 Diversidad de culturas
Para comprender cómo y en qué medida las culturas humanas difieren, si esas diferencias se anulan o se contradicen, o si concurren para
formar un conjunto armonioso, primero hay que intentar elaborar un inventario.
Ahí es donde comienzan las dificultades, ya que debe observarse que las culturas humanas no difieren entre ellas de la misma manera, ni en
el mismo plano. En primer lugar, se está en presencia de sociedades yuxtapuestas territorialmente, unas próximas y otras lejanas pero todas
contemporáneas. Seguidamente hay que contar con las formas de vida social que se han sucedido en el tiempo y que es imposible conocer
por la experiencia directa. Cualquier hombre puede convertirse en etnógrafo e ir a compartir in situ la existencia de una sociedad que le

3
[Nota: la digitalización se ha realizado a partir de la edición Claude Lévi-Strauss, Raza y cultura, Altaya, Madrid, 1999, pp. 37-104.] traducción
abominable, intento corregirla
4
Joseph Arthur, conde de Gobineau (Ville-d'Avray, 14 de julio de 1816 – Turín, 13 de octubre de 1882), fue un diplomático y filósofo francés, conocido por haber
desarrollado la teoría de la superioridad racial aria en su obra Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, considerado padre de la demografía racial y cuyas
obras fueron uno de los primeros ejemplos de racismo científico.

5
interese. Por el contrario, aunque sea historiador o arqueólogo, no entrará jamás en contacto directo con una civilización desaparecida si no
es a través de documentos escritos o monumentos que esa sociedad u otras hayan dejado.
No hay que olvidar que algunas sociedades contemporáneas que no han conocido la escritura y que se denominan «salvajes» o «primitivas»,
estuvieron también precedidas de otras cuyo conocimiento es prácticamente imposible incluso de manera indirecta. Por eso un inventario
concienzudo debe reservar un número de casillas en blanco sin duda infinitamente más elevado que otro en el pueda ponerse
cualquier cosa.

Se impone asi una primera constatación: la diversidad de culturas humanas es de facto en el presente pero de facto y también de derecho en
el pasado, mucho más grande y más rica que todo lo que estemos destinados a conocer jamás.
Pero aunque humildemente y convencidos de esta limitación, aparecen también otros problemas. ¿Qué hay que entender por culturas
diferentes? Algunas parecen serlo pero si emergieran de un tronco común, no diferirñan del mismo modo que dos sociedades que en ningún
momento han mantenido contactos. Así, el antiguo imperio de los Incas del Perú y el de Dahomey en África difieren entre ellos de
manera más absoluta que, por ejemplo el de Inglaterra y Estados Unidos hoy, aunque estas dos sociedades deban considerarse
también diferentes.
Al contrario, existen sociedades que han entrado recientemente en contacto directo que parecen ofrecer una imagen de la misma civilización
a la que han accedido por caminos diferentes: este es un aspecto que no debe dejarse de lado. En la construcción de sociedades humanas
existen simultáneamente fuerzas que trabajan en direcciones opuestas: unas tienden al mantenimiento e incluso a la acentuación de los
particularismos mientras que otras actúan en un sentido de convergencia y afinidad. El estudio de la lengua ofrece ejemplos sorprendentes:
así, igual que lenguas del mismo origen tienden a diferenciarse unas respecto de otras (sea el ruso, el francés o el inglés), las lenguas de
distintos orígenes habladas en territorios contiguos desarrollan caracteres comunes. Por ejemplo, el ruso se ha diferenciado en ciertos
aspectos de otras lenguas eslavas para acercarse - al menos en ciertos rasgos fonéticos - a las lenguas fino-húngaras y turcas habladas en su
vecindad geográfica.
Cuando se estudian estos hechos en combinación con otros ámbitos de la civilización como instituciones sociales -arte y religión darían
ejemplos similares— uno acaba preguntándose si las sociedades humanas no se definen en cuanto a sus relaciones humanas por cierto
optimum de diversidad más allá del cual no cabría acudir, pero en el que no pueden tampoco ahondar sin peligro. Este estado óptimo variaría
en función del número de sociedades, de su importancia numérica, de su distanciamiento geográfico y de los medios de comunicación
materiales e intelectuales de que disponen. Efectivamente, el problema de la diversidad no se plantea solamente al considerar las relaciones
recíprocas de las culturas; también ocurre en el seno de cada sociedad y en todos los grupos que la constituyen: castas, clases, medios
profesionales o confesionales, etc., que generan ciertas diferencias a las cuales se concede una enorme importancia. Podemos preguntar si
esta diversificación interna no tiende a acrecentarse cuando la sociedad llega a ser más voluminosa y más homogénea; tal sea quizá, el caso
de la antigua India, con la expansión de su sistema de castas tras el establecimiento de la hegemonía aria.

Se ve que la noción de la diversidad de culturas humanas no debe concebirse de una manera estática. Esta diversidad no es
inerte o inúti: sin ninguna duda, los hombres han elaborado culturas diferentes en función de la lejanía geográfica, de las propiedades
particulares del medio y de la ignorancia que tenían del resto de la Humanidad. Sin embargo, esto no sería cierto a menos que cada cultura (o
cada sociedad) se hubiera desarrollado aisladamente de las demás. Ahora bien, éste no es nunca el caso, salvo quizá en el ejemplo
excepcional de los tasmanos (y aun aquí por un periodo limitado)5.
Las sociedades humanas no están jamás solas; cuando parecen estar más separadas que nunca, lo están en forma de grupos o
bloques. Así, no es una exageración suponer que las culturas norteamericanas y sudamericanas hayan estado casi incomunicadas con el resto
del mundo por un periodo cuya duración se sitúa entre diez mil y veinticinco mil años. Este amplio fragmento de humanidad desligada se
componía de una multitud de sociedades grandes y pequeñas que tenían contactos muy estrechos entre ellas. Junto a diferencias debidas al
aislamiento, hay otras también importantes debidas a la proximidad: el deseo de oponerse, de distinguirse, de ser ellas mismas.
Muchas costumbres nacen, no de cualquier necesidad interna o accidente favorable, sino de la voluntad de no quedar como
deudor de un grupo vecino, como algo que somete cada aspecto a un uso preciso en el que ni siquiera se había considerado
necesario dictar reglas. En consecuencia, la diversidad de culturas no debe invitar a una observación dividida. pues no está tanto en
función del aislamiento de los grupos como de las relaciones que los unen.

3 El etnocentrismo
Sin embargo, parece que la diversidad de culturas se presenta raramente ante los hombres tal y como es: un fenómeno natural, resultante de
los contactos directos o indirectos entre las sociedades.
Los hombres han visto en ello una especie de monstruosidad o de escándalo más que otra cosa. En estas materias, el progreso del
conocimiento no ha consistido tanto en disipar esta ilusión en beneficio de una visión más exacta, como en aceptar o en encontrar el medio
de resignarse a ella. La actitud más antigua y que reposa sin duda sobre fundamentos psicológicos sólidos (puesto que tiende a
reaparecer cuando nos encontramos en una situación inesperada) consiste en repudiar pura y simplemente las formas culturales
morales, religiosas, sociales y estéticas que estén más alejadas de aquellas con las que nos identificamos.
«Costumbres salvajes», «eso no ocurre en nuestro país», «no debería permitirse eso», etc., y tantas reacciones elementales que traducen ese
mismo escalofrío, esa misma repulsión en presencia de maneras de vivir, de creer, o de pensar que nos son extrañas. De esta manera
confundía la Antigüedad todo lo que no participaba de la cultura griega (después greco-romana), con el mismo nombre de
bárbaro. La civilización occidental ha utilizado después el término salvaje en el mismo sentido.
Ahora bien, detrás de esos epítetos se esconde un mismo juicio: es posible que la palabra salvaje se refiera etimológicamente a la confusión e
inarticulación del canto de los pájaros opuesto al valor significante del lenguaje humano (eso es mucho decir...no se conoce el lenguaje de los
pájaros, ayssssssssss los antropólogos)6. Y salvaje, que quiere decir «del bosque», evoca también un género de vida animal, por

5
Se cree que la isla de Tasmania estuvo unida a Australia hasta el final de la última glaciación, hace unos 10.000 años, cuando una subida del nivel del mar separó
a Tasmania del resto del territorio de Sahul. Para entonces, Tasmania ya estaba habitada por los primeros tasmanos, que se asentaron en la zona hace al menos
35.000 años. Aunque inicialmente debieron de poseer una tecnología similar a la de los australianos del sur, las condiciones ecológicas de Tasmania hicieron que se
abandonaran algunas tecnologías, con lo cual, hacia 1642, cuando fueron visitados por primera vez por los europeos, no utilizaban técnicas que dominaban los
aborígenes continentales, como el pulido de piedras para utilizarlas como armas. Probablemente, en el siglo XVII eran uno de los grupos humanos con la cultura
más simple que se conoce.

6
oposición a la cultura humana. En ambos casos rechazamos admitir el mismo hecho de la diversidad cultural; preferimos
expulsar de la cultura, a la naturaleza, todo lo que no se conforma
a la norma según la cual vivimos. Este punto de vista ingenuo, aunque profundamente anclado en la mayoría de los hombres, no es
necesario discutirlo porque este capítulo constituye su refutación.

Bastará con comentar una paradoja bastante significativa. Esta actitud de pensamiento, en nombre de la cual excluimos a los «salvajes» de la
Humanidad (o a todos aquellos que hayamos decidido considerarlos como tales) es justamente la actitud más marcante y la más distintiva de
los salvajes mismos. En efecto, se sabe que la noción de Humanidad que engloba sin distinción de raza o de civilización todas las
formas de la especie humana, es de aparición muy tardía y de expansión limitada. Incluso allí donde parece haber alcanzado su
más alto desarrollo, no hay en absoluto certeza —la historia reciente lo prueba— de que esté establecida al amparo de
equívocos o regresiones. Es más, debido a amplias fracciones de la especie humana y durante decenas de milenios, esta noción parece
estar totalmente ausente.

La humanidad cesa en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico, a veces hasta del pueblo, y hasta tal punto, que se designan con nombres
que significan los «hombres» a un gran número de poblaciones dichas primitivas (o a veces —nosotros diríamos con más discreción — los
«buenos», los «excelentes», los «completos»), implicando así que las otras tribus, grupos o
pueblos no participan de las virtudes —o hasta de la naturaleza— humanas, sino que están a lo sumo compuestas de «maldad», de
«mezquindad», que son «monos de tierra» o «huevos de piojo». A menudo se llega a privar al extranjero de ese último grado de realidad,
convirtiéndolo en un «fantasma» o en una «aparición». Así se producen situaciones curiosas en las que dos interlocutores se dan cruelmente
la réplica. En las Grandes Antillas, algunos años después del descubrimiento de América, mientras que los españoles enviaban comisiones de
investigación para averiguar si los indígenas poseían alma o no, estos últimos se empleaban en sumergir (?) a los prisioneros blancos con el
fin de comprobar por medio de una prolongada vigilancia, si sus cadáveres estaban sujetos a la putrefacción o no. Esta anécdota, a la vez
peregrina y trágica, ilustra bien la paradoja del relativismo cultural (que nos volveremos a encontrar bajo otras formas): en la misma medida
en que pretendemos establecer una discriminación entre culturas y costumbres, nos identificamos más con aquellas que intentamos negar.

Al rechazar de la humanidad a aquellos que aparecen como los más «salvajes» o «bárbaros» de sus representantes, no hacemos
más que imitar una de sus costumbres típicas. El bárbaro, en primer lugar, es el hombre que cree en la barbarie.
Sin lugar a dudas, los grandes sistemas filosóficos y religiosos de la humanidad —ya se trate del Budismo, del Cristianismo o del Islam; de
las doctrinas estoica, kantiana o marxista— se han rebelado constantemente contra esta aberración. Pero la simple proclamación de igualdad
natural entre todos los hombres y la fraternidad que debe unirlos sin distinción de razas o culturas, tiene algo de decepcionante para el
espíritu, porque olvida una diversidad evidente, que se impone a la observación y de la que no basta con decir que no afecta al fondo del
problema para que nos autorice teórica y prácticamente a hacer como si no existiera.
Así, el preámbulo a la segunda declaración de la Unesco sobre el problema de las razas comenta juiciosamente que lo que
convence al hombre de la calle de que las razas existan, es la «evidencia inmediata de sus sentidos cuando percibe juntos a un
africano, un europeo, un asiático y un indio americano».
Las grandes declaraciones de los derechos del hombre tienen también esta fuerza y esta debilidad de enunciar el ideal, demasiado olvidado a
menudo, del hecho de que el hombre no realiza su naturaleza en una humanidad abstracta, sino dentro de culturas tradicionales donde los
cambios más revolucionarios dejan subsistir aspectos enteros, explicándose en función de una situación estrictamente definida en el tiempo y
en el espacio. Situados entre la doble tentación de condenar las experiencias con que tropieza afectivamente y la de negar las
diferencias que no comprende intelectualmente, el hombre moderno se ha entregado a cientos de especulaciones filosóficas y
sociológicas para establecer compromisos vanos entre estos dos polos contradictorios, y percatarse de la diversidad de culturas
cuando busca suprimir lo que ésta conserva de chocante y escandaloso para él.

No obstante, por muy diferentes y a veces extrañas que puedan ser, todas estas especulaciones se reúnen de hecho, en una sola fórmula que el
término falso evolucionismo es sin duda el más apto para caracterizar. ¿En qué consiste? Exactamente, se trata de una tentativa de
suprimir la diversidad de culturas resistiéndose a reconocerla plenamente . Porque si consideramos los diferentes estados donde se
encuentran las sociedades humanas, las antiguas y las lejanas, como estadios o etapas de un desarrollo único que - partiendo de un mismo
punto - debe hacerlas converger hacia el mismo objetivo, vemos con claridad que la diversidad no es más que aparente. La humanidad se
vuelve una e idéntica a ella misma; únicamente que esa unidad y esa identidad no pueden realizarse más que progresivamente, y la variedad
de culturas ilustra los momentos de un proceso que disimula una realidad más profunda que retarda su manifestación.

Esta definición puede parecer sumaria si se recuerdan las inmensas conquistas del darwinismo. Pero esta no es la cuestión porque el
evolucionismo biológico y el pseudo-evolucionismo que aquí hemos visto, son doctrinas diferentes. La primera nace como una vasta
hipótesis de trabajo fundada en observaciones cuya parte dejada a la interpretación es muy pequeña. De este
modo, los diferentes tipos constitutivos de la genealogía del caballo pueden ordenarse en una serie evolutiva por dos razones: la primera es
que hace falta un caballo para engendrar a un caballo y la segunda es que las capas del terreno superpuestas, por lo tanto históricamente
cada vez más antiguas, contienen esqueletos que varían de manera gradual desde la forma más reciente hasta la más arcaica.

Parece ser entonces altamente probable que Hipperion sea el ancestro real de Equus Caballus. El mismo razonamiento se aplica sin duda a la
especie humana y a sus razas. Pero cuando pasamos de los hechos biológicos a los hechos de la cultura, las cosas se complican. Podemos
reunir en el suelo objetos materiales y constatar que, según la profundidad de las capas geológicas, la forma o la técnica de fabricación de
cierto tipo de objetos varía. Y sin embargo, un hacha no da lugar físicamente a un hacha, como ocurre con los animales. Decir en
este último caso, que un hacha evoluciona a partir de otra, constituye entonces una fórmula metafórica y aproximativa,
desprovista del rigor científico que se concede a la expresión similar aplicada a los fenómenos biológicos.

Lo que es cierto sobre los objetos materiales cuya presencia está testificada en el estrato en una época determinable, lo es todavía más para
las instituciones, las creencias y los gustos, cuyo pasado es generalmente desconocido. La noción de evolución biológica corresponde a
una hipótesis dotada de uno de los más altos coeficientes de probabilidad que pueden encontrarse en el ámbito de las ciencias
6
El texto es de los años 50...imagino que después CLS cambió de opinión

7
naturales, mientras que la noción de evolución social o cultural no aporta, más que a lo sumo, un procedimiento seductor
aunque peligrosamente cómodo de presentación de los hechos.
Además, la diferencia, olvidada con demasiada frecuencia, entre el verdadero y el falso evolucionismo se explica por sus fechas de aparición
respectivas. No hay duda de que el evolucionismo sociológico debía recibir un impulso vigoroso por parte del evolucionismo biológico, pero
éste le precede. Sin remontarse a las antiguas concepciones retomadas por Blaise Pascal (1623-1662), que asemeja la humanidad a un ser
vivo pasando por los estados sucesivos de la infancia, la adolescencia y la madurez, en el siglo XVIII se ven florecer los esquemas
fundamentales que serán seguidamente el objeto de tantas manipulaciones: los «espirales» de Giambattista Vico, (1668-1744) 7 sus «tres
edades» anunciando los «tres estados » de Auguste Comte (1798–1857) y la «escalera» de Marie-Jean-Antoine Nicolas de Caritat, marqués
de Condorcet (1743-1794)8.

Los dos fundadores del evolucionismo social, Herbet Spencer (1820-1903)9 y Edward B. Tylor (1832-1917)10, elaboran y publican su
doctrina antes de El Origen de las Especies (1859), o sin haber leído esta obra (lo primero es falso lo segundo sólo probable, la primera obra
de Tylor es de 1861). Anterior al evolucionismo biológico, teoría científica, el evolucionismo social no es más que el maquillaje
falseadamente científico de un viejo problema filosófico, que dice que no es en absoluto cierto que la observación y la
inducción puedan proporcionar la clave.

4 Culturas arcaicas y culturas primitivas


Hemos sugerido que cada sociedad puede, desde su punto de vista, dividir las culturas en tres categorías: las que son contemporáneas
pero se encuentran situadas en otro lugar del globo, las que se han manifestado aproximadamente en el mismo espacio pero han
sido anteriores en el tiempo y finalmente, las que han existido a la vez en un tiempo anterior al suyo y en un espacio distinto del
que ocupa esta sociedad.
Hemos visto que el conocimiento de estos tres grupos es muy desigual. En el último de los casos y cuando se trata de culturas sin estructura,
sin arquitectura y con técnicas muy rudimentarias (como es el caso de la mitad de la tierra habitada y del 90 al 99 por 100, según las
regiones, del lapso de tiempo transcurrido desde el comienzo de la civilización), se puede decir que no sabemos nada y que todo lo que uno
intenta imaginarse a este respecto se reduce a hipótesis gratuitas.

Sin embargo, es enormemente tentador querer establecer entre las culturas del primer grupo relaciones equivalentes a un orden
de sucesión en el tiempo.
¿Cómo no evocarían las sociedades contemporáneas que han desconocido la electricidad y la máquina de vapor, la fase
correspondiente al desarrollo de la civilización occidental?
¿Cómo no comparar las tribus indígenas sin escritura y sin metalurgia, que han trazado figuras en las paredes rocosas y han
fabricado herramientas con las formas arcaicas de esta misma civilización, cuyos vestigios hallados en las grutas de Francia y
España testifican la similitud?

Aquí es donde, sobre todo, el falso evolucionismo ha tomado rienda suelta . Y sin embargo, este juego seductor al que nos
abandonamos casi irresistiblemente siempre que tenemos ocasión, es extraordinariamente pernicioso. ¿No se complace el viajero
occidental en encontrar la «edad media» en Oriente, el «siglo de Luis XIV» en el Pekín anterior a la segunda guerra mundial, la
«edad de piedra» entre los indígenas de Australia o Nueva Guinea?. De las civilizaciones desaparecidas no conocemos más que
ciertos aspectos, y éstos son menos numerosos cuando la civilización que se considera es más antigua, puesto que los aspectos conocidos son
solamente aquellos que han podido sobrevivir a la destrucción del tiempo.

Después, el procedimiento consiste en tomar la parte por el todo y concluir que ciertos aspectos de dos civilizaciones (una actual y la otra
desaparecida) ofrecen parecidos como una analogía de todos los aspectos. Ahora bien, no solamente este modo de razonar es lógicamente
insostenible, sino que en un buen número de casos está desmentido por los hechos.
Hasta una época relativamente reciente tasmanos y patagonios poseían instrumentos de piedra tallada, y ciertas tribus australianas y
americanas los fabrican todavía. Pero el estudio de estos instrumentos ayuda muy poco a comprender el uso de las herramientas en la época
paleolítica.
7
Su propósito manifiesto es poner en relación el mundo ideal con el real, poniendo en línea la filosofía —que se ocupa de la verdad— con la filología —
que se ocupa de la certeza como método histórico y documental—, en lo que concierne a la investigación de la génesis ideal del mundo civil. Se
propuso formular los principios del método histórico, basándolos en tres premisas:
1/ Determinados periodos históricos tienen características semejantes entre sí, aunque varíen los detalles. 2/ Establece un orden en los ciclos
históricos: Fuerza bruta, fuerza heroica, justicia, originalidad deslumbrante, reflexión destructiva, opulencia, abandono y despilfarro.3/ La historia no se
repite, no son ciclos cerrados, más bien una espiral creciente que crea nuevos elementos.
Sus tesis sobre la distinta evolución de los periodos históricos influyó más adelante en las obras de Montesquieu, Auguste Comte y Karl Marx.
8
Según Condorcet, la Humanidad ha pasado por diez fases de evolución, que empiezan con unos acontecimientos decisivos. La última fase había
comenzado con la Revolución francesa, que era la que permitía el progreso. Estas fases son:
Los hombres se agrupan en poblados./ Descubrimiento de la ganadería.
Descubrimiento de la agricultura./Invención de la escritura alfabética.
División de las ciencias en Grecia/ Alta Edad Media (hay un gran retroceso).
Las dudosas Cruzadas, que contactan con Oriente/ Invención de la imprenta, como motor de civilización.
Las ciencias y la filosofía modernas proponen una cosmología nueva./ La visión utópica tras la Revolución francesa, de un progreso continuado.
9
Para muchos, el nombre de Herbert Spencer sería prácticamente sinónimo de darwinismo social, una teoría social que aplica la ley de la supervivencia
del más apto a la sociedad; los impulsos humanitarios tienen que ser resistidos ya que nada se debe permitir que interfiera con las leyes de la
naturaleza, incluyendo la lucha social por la existencia. La asociación de Spencer con el darwinismo social podría tener su origen en una interpretación
específica de su apoyo a la competencia. Mientras que en la biología la competencia de varios organismos puede resultar en la muerte de una especie u
organismo, el tipo de competencia que Spencer abogó se acerca más a la utilizada por los economistas, donde personas o empresas que compiten
mejoran el bienestar del resto de la sociedad. Spencer vio positivamente la caridad privada, impulsando la asociación voluntaria y el cuidado informal
para ayudar a los necesitados, en lugar de depender de la burocracia o la fuerza del gobierno. Recomendó, además, que los esfuerzos de caridad
privados serían prudentes para evitar el fomento de la formación de nuevas familias dependientes por aquellos que no pueden mantenerse a sí mismos
sin la caridad
10
Edward Burnett Tylor (Londres, Inglaterra; 2 de octubre de 1832 – Somerset, 2 de enero de 1917) fue un pionero en la antropología que en 1871 definió
el concepto de cultura como «el conjunto complejo que incluye conocimiento, creencias, arte, moral, ley, costumbre, y otras capacidades y hábitos
adquiridos por el hombre como miembros de una sociedad»

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¿Cómo se utilizaban las famosas «puntas» cuya uso debía ser sin tan preciso que su forma y su técnica de fabricación quedaron
normalizadas durante cien o doscientos mil años sobre un territorio que se extiende desde Inglaterra a África del Sur y desde
Francia a China?
¿Para qué servían las extraordinarias piezas levalosianas, triangulares y planas, que encontramos a cientos en los yacimientos y
que ninguna hipótesis consigue explicar?
¿Cuál podía ser la tecnología de las culturas tardenosianas 11 que han dejado tras de sí un número increíble de minúsculos
trocitos de piedra tallada, con formas geométricas infinitamente diversificadas, tan poco útiles para
la escala de la mano humana?

Todas estas incógnitas demuestran que entre las sociedades paleolíticas y determinadas sociedades indígenas contemporáneas, siempre existe
una similitud: todas se servían de instrumentos de piedra tallada. Pero incluso en el plano tecnológico es difícil ir más lejos: el uso del
material, los tipos de instrumentos y su destino eran diferentes y a este respecto,
los primeros enseñan poco sobre los últimos. ¿Como podrían entonces instruirnos sobre la lengua, las instituciones sociales y las
creencias religiosas?

Una de las interpretaciones más populares que inspira al evolucionismo cultural trata de las pinturas rupestres que nos han dejado las
sociedades del paleolítico medio como figuraciones mágicas vinculadas a ritos de la caza. El curso del razonamiento es el que sigue: las
actuales poblaciones primitivas tienen ritos de caza que a menudo se presentan desprovistos de utilidad; las pinturas rupestres
prehistóricas, tanto por su número como por su situación en lo más profundo de las grutas parecen inútiles; sus autores eran
cazadores: consiguientemente servían como ritos de caza. Es suficiente enunciar el argumento para apreciar su inconsecuencia. Por lo
demás, sobre todo entre los especialistas, es el argumento que circula, porque los etnógrafos que tienen la experiencia de que estas
poblaciones primitivas están naturalmente «dispuestas» al canibalismo pseudo-científico y poco respetuoso para la integridad de las culturas
humanas, están de acuerdo en sostener que nada de los hechos observados permite formular una hipótesis al azar sobre los documentos en
cuestión.

Y como aquí hablamos de pinturas rupestres, subrayaremos que - a excepción de las pinturas rupestres sudafricanas (que algunos consideran
la obra de indígenas recientes) - las artes «primitivas» están tan distantes del arte magdaleniense y auriñaciense como del arte europeo
contemporáneo, ya que estas artes se caracterizan por un alto grado de estilización que alcanza las deformaciones más extremas,
mientras que el arte prehistórico ofrece un realismo sobrecogedor . Uno podría estar tentado de ver en este último retraso el origen del
arte europeo, pero sería inexacto pues en el mismo territorio, el arte paleolítico ha seguido otras formas que no tenían el mismo carácter. La
continuidad del emplazamiento geográfico no cambia nada el hecho de que sobre el mismo suelo se hayan sucedido poblaciones
diferentes, ignorantes o despreocupadas de la obra de sus predecesores, y trayendo cada una consigo creencias, técnicas y
estilos opuestos.

Por el estado de sus civilizaciones, la América precolombina evoca la víspera del descubrimiento el periodo neolítico europeo. Sin embargo,
este argumento no resiste el mínimo examen: en Europa la agricultura y la domesticación de animales van a la par, mientras que en
América un desarrollo excepcional de la primera, se acompaña de una casi total ignorancia (o, en todo caso, de una extrema
limitación) de la segunda. En América, el utensilio lítico se perpetúa dentro de una economía
agrícola que en Europa se asocia al inicio de la metalurgia.

Es inútil multiplicar los ejemplos porque las tentativas de conocer la riqueza y las características de las culturas humanas para reducirlas a
réplicas desigualmente retrasadas de la civilización occidental, tropiezan con otra dificultad que es mucho más profunda: en general (y hecha
la excepción de América, a la que volveremos), todas las sociedades humanas tienen tras ellas un pasado con una misma escala de
valores aproximados. Para considerar ciertas sociedades como «etapas» del desarrollo de otras habrá que admitir que, cuando en estas
últimas pasaba algo, en aquellas no pasaba nada o muy poco. De hecho, hablamos con naturalidad de los «pueblos sin historia» (para criticar
quizá a los que son más felices). Esta fórmula elíptica sólo significa que su historia es y quedará desconocida, pero no que no exista.

Durante decenas y hasta cientos de miles de años, allá lejos ha habido hombres que han amado, odiado, sufrido, inventado y combatido. En
verdad no existen pueblos infantiles; todos son adultos. Incluso aquellos que no han conservado el diario de su infancia y su
adolescencia.
Sin duda podríamos decir que las sociedades humanas han utilizado desigualmente un tiempo pasado que, para algunas, incluso habría sido
tiempo perdido; que unas trabajaban por cuatro mientras que otras vagaban a lo largo del camino. Así llegaríamos a distinguir entre dos
clases de historias: una historia progresiva, adquisitiva, que acumula los hallazgos y las invenciones, y otra historia quizá
igualmente activa y que utiliza los mismos talentos, pero que carecería del don de la síntesis que es privilegio de la primera.
Cada innovación, en lugar de añadirse a las anteriores orientadas en el mismo sentido, se disolvería en una especie de flujo ondulante que
nunca llegaría a separarse por mucho tiempo de la dirección primitiva. Esta concepción parece mucho más flexible y matizada que los
pareceres simplistas a los que hemos hecho referencia en párrafos precedentes. Por consiguiente, merece un lugar en nuestro ensayo sobre la
interpretación de la diversidad de culturas, sin faltar con ello a ninguna. Pero antes de llegar ahí, hay que examinar varias cuestiones.

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El Tardenosiano o Beuroniense, es una cultura del periodo Epipaleolítico que se desarrolló desde el norte de Francia hasta Bélgica. Culturas similares se dieron
más al este en Europa Central y al oeste a través de la península Ibérica. Su nombre está ligado con la región de Tardenois y fue descubierta en 1885 por E. Taté.
Sus artefactos característicos incluyen microlítos trapezoides, puntas de flecha terminadas en cincel y pequeñas láminas de sílex hechas con técnica de presión. El
Tardenosiano es contemporáneo con el Sauveterrense y terminó hacia 7500 aC.

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5 La idea del progreso
En primer término, deben considerarse las culturas que pertenecen al primero de los grupos descritos anteriormente: aquellas que han
precedido históricamente a la cultura —sea cual fuere— desde la cual observamos. Su posición es mucho más complicada, puesto
que la hipótesis evolutiva que parece tan cierta y frágil cuando se utiliza para jerarquizar a las sociedades contemporáneas distanciadas en el
espacio, parece aquí difícilmente rebatible e incluso directamente atestiguada por los hechos. Sabemos, por los testimonios concordantes de
la arqueología, la prehistoria y la paleontología, que la Europa actual estuvo habitada al principio por diversas especies de Homo que
utilizaban herramientas de sílex de talla tosca; que a estas primeras culturas suceden otras en las que la talla de la piedra se refina; después, se
acompañan del pulido y del trabajo del hueso y del marfil; que la cerámica, el tejido, la agricultura y el ganado aparecerán después asociados
progresivamente a una metalurgia en la que también se suceden diferentes etapas. Estas formas sucesivas se ordenan en el sentido de una
evolución y un progreso: unas son superiores y las otras inferiores.

Los progresos realizados por la humanidad desde sus orígenes son tan manifiestos y tan obvios que toda tentativa de discutirlos se reduciría a
un ejercicio de retórica. Y no obstante, no resulta fácil imaginarlos ordenados en una serie regular y continua. Hace unos cincuenta años, los
sabios utilizaban para presentarlos esquemas de una simplicidad admirable: la edad de la piedra tallada, la edad de la piedra pulimentada y
las edades del cobre, del bronce y del hierro. Todo esto es demasiado cómodo. Hoy sospechamos que el pulido y la talla de la piedra
han existido conjuntamente. El que la segunda técnica eclipse completamente a la primera no es como resultado de un progreso técnico
que brota espontáneamente de la etapa anterior, sino una tentativa de copiar, en piedra, las armas y los utensilios de metal que
poseían las civilizaciones más «avanzadas», pero de hecho contemporáneas a sus imitadoras .

De manera inversa, la cerámica, que creíamos propia de la «edad de la piedra pulimentada», está asociada a la talla de la piedra en
determinadas regiones del norte de Europa. Por no considerar más que el periodo de la piedra tallada, o Paleolítico, se pensaba ya
hace algunos años, que las distintas formas de esta técnica —que caracterizan respectivamente a las industrias «de núcleos»,
industrias «de fragmentos» e industrias «de láminas»— correspondían a un progreso histórico en tres etapas que se han
denominado paleolítico inferior, paleolítico medio y paleolítico superior . Hoy se admite que estas tres formas han coexistido
constituyendo, no etapas de un progreso en un sentido único, sino aspectos o, como hemos dicho, «semblantes» de una realidad dudosamente
estática; aunque sometida a variaciones y transformaciones muy complejas.

Efectivamente, el Levalosiano ya citado, y cuyo florecimiento se sitúa entre 250 000 y 70 000 AC, alcanzó una perfección en la técnica de la
talla que casi no se volverá a encontrar más que al final del neolítico, de 245 000 a 65 000años más tarde, y que - incluoso - tendríamos
mucha dificultad en reproducir hoy.
Todo lo que es cierto de las culturas lo es también del plano de las razas sin que podamos establecer (en razón de escalas de valores distintas)
ninguna correlación entre los dos procesos. En Europa, el hombre del Neanderthal no ha precedido a las formas más antiguas de
Homo Sapiens; éstas últimas han sido contemporáneas, quizá hasta sus antecesores. Y no se excluye que los tipos más variables
de homines hayan coexistido en el tiempo cuando no en el espacio: «pigmeos» de África del Sur, «gigantes» de China e
Indonesia, etc.

De nuevo, nada de esto pretende negar la realidad de un progreso de la humanidad, sino invitarnos a concebirlo con más prudencia. El
avance de los conocimientos prehistóricos y arqueológicos tiende a graduar en el espacio las formas de civilización que
tendíamos a imaginar como escalonadas en el tiempo. Esto significa dos cosas: en primer lugar, que el progreso (si es que este término
procede aún para designar una realidad muy diferente a la que habíamos aplicado en un principio) no es ni necesario ni continuo;
procede a saltos, a brincos, o como dirían los biólogos, mediante mutaciones.

Estos saltos y brincos no consisten en avanzar siempre en la misma dirección; vienen acompañados de cambios de orientación, un poco como
un caballo de ajedrez,..la humanidad en progreso no se parece en absoluto a una persona que trepa una escalera e imprime con cada
movimiento, un ritmo nuevo a todos aquellos con los que ha logrado conquistas. La humanidad evoca más bien al jugador cuya suerte está
repartida entre varios dados, y que cada vez que los tira, los ve esparcirse por el tapete dando muchos resultados diferentes. Lo que ganamos
con uno, estamos siempre expuestos a perderlo con otro. Sólo de vez en cuando la historia es acumulativa, es decir, que los
resultados se suman para formar una combinación favorable.

Que la historia acumulativa no tenga el privilegio de una civilización o de un periodo de la historia lo demuestra el ejemplo de América de
manera convincente. Este inmenso continente ve llegar al hombre - sin duda en pequeños grupos de nómadas pasando el estrecho de Bering
gracias a las últimas glaciaciones - en una fecha que no sería muy anterior a 20 000 aC. En veinte o veinticinco mil años, estos hombres
consiguen una de las más asombrosas demostraciones de la historia acumulativa que han ocurrido en el mundo: explotar de arriba abajo los
recursos dé un medio natural nuevo; dominar (junto a ciertas especies animales) las más variadas especies vegetales para su alimento, sus
remedios y sus venenos, y — hecho inusual en otras partes — producir sustancias venenosas como la mandioca desempeñando la función de
alimento base, u otras, como estimulante o anestésico; coleccionar
ciertos venenos o estupefacientes en función de especies animales sobre las que se ejerce una acción electiva; desarrollar ciertas industrias
como la textil, la cerámica o el trabajo de los metales preciosos hasta su perfección.

Para apreciar esta inmensa obra, basta medir la aportación de América a las civilizaciones del mundo Antiguo. En primer lugar la patata, el
caucho, el tabaco y la coca (base de la moderna anestesia) que con nombres sin duda diversos, constituyen cuatro pilares de la cultura
occidental. El maíz y el cacahuete que debían revolucionar la economía africana antes quizá de generalizarse en el régimen alimentario
europeo. Después el cacao, la vainilla, el tomate, la piña, el pimiento, varias especies de judías, algodones y cucurbitáceas. En fin, el uso del
cero - base de la aritmética e indirectamente de las matemáticas modernas - era concebido y utilizado por los mayas por lo menos medio
milenio antes de su descubrimiento por los sabios indios, de quienes Europa lo recibe por conducto árabe. Por esta razón, quizá su calendario
era, en la misma época, más exacto que el occidental. La cuestión de saber si el régimen político incaico era socialista o totalitario ya ha
dejado correr mucha tinta. De todas maneras, sobresalían las formas más modernas e iba muchos siglos por delante de fenómenos del mismo
tipo. El ejemplo del curare, que ha vuelto a ser objeto de atención recientemente, nos recordaría si fuera necesario, que los conocimientos

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científicos de los indígenas americanos aplicados a tantas sustancias vegetales desconocidas en el resto del mundo pueden todavía
proporcionar importantes aportaciones.

6 Historia estacionaria e historia acumulativa


La discusión del ejemplo americano que precede, debe invitarnos a seguir nuestra reflexión sobre la diferencia entre «historia estacionaria» e
«historia acumulativa». Si hemos concedido a América el privilegio de la historia acumulativa, ¿no es, en efecto, porque solamente le
reconocemos la paternidad de cierto número de aportaciones que les hemos tomado prestadas o que se parecen a lasnuestras?
Pero, ¿cuál sería nuestra posición, en presencia de una civilización que sintiera apego por desarrollar valores propios y que
ninguno fuera capaz de interesar a la civilización del observador?
¿No llevaría esto a calificar a esta civilización de estacionaria? En otras palabras, la distinción entre las dos formas de historia,
¿depende de la naturaleza intrínseca de las culturas a las que se aplica, o no resulta de la perspectiva etnocéntrica en la cual nos
situamos siempre nosotros para evaluar una cultura diferente?

De ese modo, se consideraría como acumulativa toda cultura que se desarrollara en un sentido análogo al nuestro, o sea, cuyo desarrollo
tuviera significado para nosotros, mientras que las otras culturas resultarían estacionarias, no necesariamente porque lo sean, sino porque su
línea de desarrollo no significa nada al no ser ajustable a los términos del sistema de referencia que nosotros utilizamos.
Ese es evidentemente el caso - incluso después de un examen somero - de las condiciones en que aplicamos la distinción entre las dos
historias no con el fin de caracterizar sociedades diferentes a la nuestra, sino su interior mismo. La aplicación es más frecuente de lo que se
cree. Las personas de edad consideran generalmente estacionaria la historia que transcurre en su vejez, en oposición a la historia acumulativa
de la que en sus años jóvenes han sido testigos. Una época en la que ya no están
activamente comprometidos (o en la que no trabajan ya) deja de tener sentido: allí no ocurre nada, o lo que ocurre no ofrece a simple vista
más que caracteres negativos. Por otro lado, sus nietos viven este periodo con todo el fervor que sus antecesores han olvidado.

Los adversarios de un régimen político no reconocen con facilidad que éste evoluciona; lo condenan en bloque, lo expulsan fuera de la
historia como una especie de entreacto monstruoso al final del cual sólo se reanuda la vida. Otra muy distinta es la concepción de los
partidarios y tanto más cuando participan estrechamente y en con rango elevado en el funcionamiento del aparato. La historicidad - o para
decirlo exactamente, la capacidad de éxito de una cultura o de un proceso cultural - no depende entonces de sus propiedades intrínsecas sino
de la situación en la que nosotros nos encontramos con relación a ella, del número y de la diversidad de nuestros intereses que se ponen en
juego frente a los suyos.

La oposición entre culturas progresivas y culturas inertes parece pues proceder en primer lugar de una diferencia de localización. Para el
observador que con un microscopio ha «enfocado» a cierta distancia medida con el objetivo y siendo la diferencia de algunas centésimas de
milímetros, los cuerpos situados a uno y otro lado aparecen confusos y mezclados o incluso ni aparecen: se ve a través de ellos.
Otra comparación permitirá descubrir la misma ilusión. Es la que se usa para explicar la teoría de la relatividad. Con el fin de demostrar que
la dimensión y la velocidad de desplazamiento de los cuerpos no son valores absolutos sino funciones de la posición del observador, se hace
ver que, para un viajero sentado junto a la ventana de un tren, la velocidad y longitud de otros trenes varían según se desplacen en el mismo
sentido o en sentido opuesto. Ahora bien, todo miembro de una cultura es tan estrechamente solidario con ella como este viajero
ideal lo es con su tren, puesto que desde nuestro nacimiento, el medio ambiente hace penetrar en el sujeto de modo consciente o
inconsciente, un complejo sistema de referencia consistente en juicios de valor, motivaciones y puntos de interés comprensivos de la visión
reflexiva que impone el devenir histórico de nuestra civilización, sin la cual, ésta llegaría a ser impensable o aparecería en contradicción con
las conductas reales.

El ndividuo se mueve literalmente dentro de ese sistema de referencias, y las realidades culturales del exterior no son observables más que a
través de las deformaciones que el sistema impone (cuando no adentra más aún en la imposibilidad de percibir lo que es). En gran medida, la
distinción entre las «culturas que se mueven» y las «culturas que no se mueven» se explica por la misma diferencia de posición que hace que
- para nuestro viajero - un tren en movimiento se mueva o no se mueva. Ciertamente, a pesar de una diferencia cuya importancia
aparecerá plenamente el día —del que ya podemos entrever la lejana venida— que busquemos formular una teoría de la
relatividad generalizada en otro sentido que el de Einstein; queremos decir que se aplique a la vez a las ciencias físicas y a las
ciencias sociales: tanto en unas como en otras, todo parece ocurrir de manera simétrica pero inversa .

Para el observador del mundo físico (como lo demuestra el ejemplo del viajero), los sistemas que evolucionan en el mismo sentido que el
suyo parecen inmóviles, mientras que los más rápidos son aquellos que evolucionan en sentidos distintos. Ocurre lo contrario con las
culturas puesto que nos parecen mucho más activas al moverse en el sentido de la nuestra, y estacionarias cuando su orientación
diverge. Pero en el caso de las ciencias del hombre, el factor velocidad no tiene más que un valor metafórico. Para hacer la comparación
válida, hay que reemplazarlo por el de la información y significado.

Sabemos que es posible acumular mucha más información sobre un tren que se mueve paralelamente al nuestro y a una velocidad similar
(como examinar la cara de los viajeros, contarlos, etc.), que sobre un tren que nos adelanta o que adelantamos a muchísima velocidad, o que
nos parece mucho más corto al circular en otra dirección.
Como mucho, el tren pasa tan deprisa que sólo conservamos una impresión confusa donde los mismos signos de velocidad están ausentes;
eso ya no es un tren, ya no significa nada. Parece haber así una relación entre la noción física del movimiento aparente y otra
noción que depende de la física, de la psicología y de la sociología: la cantidad de información susceptible de «pasar» entre dos
individuos o grupos, en función de la mayor o menor diversidad de sus respectivas culturas.

Cada vez que nos inclinamos a calificar una cultura humana de inerte o estacionaria, debemos preguntarnos si este inmovilismo aparente no
resulta de la ignorancia que tenemos de sus verdaderos intereses, conscientes o inconscientes, y si teniendo criterios diferentes a los nuestros,
esta cultura no es para nosotros víctima de la misma ilusión. Dicho con otras palabras, nos encontraríamos una a la otra desprovistas
de interés simplemente porque no nos parecemos.

11
La civilización occidental se ha orientado enteramente desde hace dos o tres siglos a poner a disposición del hombre medios mecánicos cada
vez más poderosos. Si se adopta este criterio, haremos de la cantidad de energía disponible por habitante la expresión del mayor o menor
desarrollo de las sociedades humanas. La civilización occidental (con forma norteamericana ) ocupará el primer lugar; le seguirán las
sociedades europeas, llevando a remolque una masa de sociedades asiáticas y africanas que rápidamente se volverán iguales. Pero estos
centenares o miles de sociedades que llamamos «insuficientemente desarrolladas» y «primitivas» que se fusionan en un conjunto confuso al
asi considerarlas (algo no adecuado para calificarlas, porque ese baremo les falta o tiene un lugar secundario en su cultura), pueden situarse
en las antípodas unas respecto de las otras. Así, según el punto de vista elegido, llegaríamos a diferentes clasificaciones y jerarquías.

Si el criterio seguido hubiera sido el grado de aptitud para triunfar en medios geográficos hostiles, no hay duda de que los esquimales por un
lado y los beduinos por el otro, se llevarían la palma. La India ha sabido mejor que ninguna otra civilización, elaborar un sistema filosófico-
religioso, y China un género de vida capaz de reducir en ambos casos las consecuencias psicológicas de un desequilibrio demográfico. Hace
ya trece siglos, el Islam formuló una teoría de la solidaridad de todas las formas de la vida humana: técnica, económica, social y espiritual,
que Occidente no hallaría sino muy recientemente en ciertos aspectos del pensamiento marxista y del nacimiento de la etnología moderna. Se
sabe el lugar preeminente que esta visión profética ha permitido ocupar a los árabes en la vida intelectual de la Edad Media.

Occidente, maestro de las máquinas, atestigua conocimientos muy elementales sobre la utilización y recursos de esta máquina suprema que
es el cuerpo humano. Por el contrario, en este ámbito, como en este otro conexo de las relaciones entre la física y la moral, Oriente y el
Extremo Oriente poseen un avance de varios milenios. Ellos han producido estos vastos conjuntos teóricos y prácticos que son el yoga de la
India, las técnicas de aliento chinas o la gimnasia visceral de los antiguos maorís. La agricultura sin tierra, desde hace poco a la orden del día,
fue practicada durante varios siglos por determinados pueblos polinesios que también hubieran podido enseñar al mundo el arte de la
navegación, y que lo han modificado profundamente en el siglo XVIII, revelándo un tipo de vida social y moral más libre y generosa de lo
que se conocía (?).

En lo que concierne a la organización de la familia y a la armonización de las relaciones entre grupo familiar y grupo social, los australianos,
rezagados en el plan económico, ocupan un lugar tan avanzado en comparación con el resto de la humanidad, que para comprender los
sistemas de reglas elaborados por ellos de manera consciente y reflexiva es necesario recurrir a las formas más sofisticadas de la matemática
moderna. Son ellos son los que verdaderamente han descubierto que los lazos del matrimonio forman la urdimbre en el que otras
instituciones sociales no son más que decoración, ya que incluso en las sociedades modernas donde el papel de la familia tiende a
restringirse, la intensidad de los lazos familiares no es menor. Esta intensidad solamente se amortigua en los límites de un círculo más
estrecho, al cual vienen a relevarla en seguida otros lazos interesantes para otras familias. La articulación de las familias por medio de
matrimonios cruzados puede conducir a la formación de grandes bisagras que mantienen todo el edificio social y que le proporcionan
elasticidad. Con admirable lucidez, los australianos han elaborado la teoría de este mecanismo y han inventariado los principales métodos
que permiten realizarlo, con las ventajas e inconvenientes que conlleva cada uno. De este modo, han superado el plan de observación
empírica para elevarse al conocimiento de las leyes matemáticas que rigen el sistema.

Tanto es así, que no es en absoluto exagerado ver en ellos no sólo a los fundadores de toda la sociología general, sino también a
los verdaderos introductores de la medida en las ciencias sociales.(¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡)
La riqueza y la audacia de la invención estética de los melanesios y su talento para integrar en la vida social los productos más oscuros de la
actividad inconsciente de la mente, constituyen una de las cumbres más altas que los hombres hayan alcanzado en estas direcciones.

La aportación de África es más compleja y también más oscura, porque solamente en fecha reciente se ha comenzado a sospechar la
importancia de su tarea como melting pot cultural del Antiguo Mundo: lugar donde todas las influencias vienen a fundirse para repartirse o
quedar reservadas, pero siempre transformadas en sentidos nuevos. La civilización egipcia, cuya importancia para la humanidad es sabida,
sólo es inteligible como una obra común de Asia y África y los grandes sistemas políticos de la antigua África.
Sus construcciones jurídicas, sus doctrinas filosóficas escondidas durante mucho tiempo a los occidentales, sus artes plásticas y su música,
que exploran metódicamente todas las posibilidades ofrecidas por cada medio de expresión, son indicios evidentes de un pasado
extraordinariamente fértil. Además ello está directamente atestuiguado a través de la perfección de antiguas técnicas del bronce y del marfil,
que sobrepasan con mucho todo lo que Occidente practicaba en estos campos en la misma época. Ya hemos evocado la aportación
americana; es inútil volver a ella ahora.

RELATIVISMO CULTURAL PURO 1952 !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!


Además, no son en absoluto en estas aportaciones fragmentadas donde debe fijarse la atención, porque cabría el riesgo de dar una idea
doblemente falsa de una civilización mundial hecha como el traje de un arlequín. Ya hemos tenido bastante en cuenta todas las habilidades :
la fenicia para la escritura; la china para el papel, la pólvora y la brújula; la india para el vidrio y el hierro... Estos elementos son menos
importantes que la manera de agruparlos, retenerlos o excluirlos de cada cultura.
Lo característico de cada una de ellas reside básicamente en su manera particular de resolver los
problemas, de situar los valores - aproximadamente los mismos para todos los hombres - porque todos los hombres sin excepción poseen un
lenguaje, unas técnicas, un arte, unos conocimientos de tipo científico, unas creencias religiosas y una organización social, económica y
política. Pero esta dosificación no es nunca exactamente la misma para cada cultura, y la etnología moderna se acerca más a descifrar los
orígenes secretos de estas opciones, más que intentar elaborar un inventario con trazos inconexos.

7 El lugar de la civilización occidental


Quizá se formulen objeciones contra este argumento debido a su carácter teórico. Se diría que, en el plano de una lógica abstracta, es posible
que ninguna cultura sea capaz de emitir un juicio verdadero sobre otra, puesto que una cultura no puede evadirse de ella misma sin que su
apreciación quede presa de un relativismo sin apelación posible. Pero miren a su alrededor, estén atentos a lo que pasa en el mundo hace un
siglo y todas sus especulaciones se vendrán abajo.
Lejos de permanecer encerradas en ellas mismas, todas las civilizaciones reconocen una tras otra, la superioridad de una entre ellas, que es la
civilización occidental. ¿No vemos cómo el mundo entero toma prestado progresivamente de ella sus técnicas, su género de vida,
su modo de entretenerse e incluso su modo de vestir?

12
Igual que probaba Diógenes el movimiento en marcha, es la marcha misma de las culturas humanas la que desde las vastas civilizaciones de
Asia hasta las tribus perdidas de la jungla brasileña o africana, prueban por adhesión unánime y sin precedente en la historia, que una de las
formas de civilización humana es superior a todas las demás: lo que los países «poco desarrollados» reprochan a los otros en las
asambleas internacionales, no es que los occidentalicen, sino no darles con bastante rapidez los medios de occidentalizarse.

Llegamos al punto más sensible de nuestro debate; no serviría de nada querer defender lo propio de las culturas humanas contra ellas
mismas. Además, es dificilísimo para el etnólogo aportar un juicio justo de un fenómeno como la universalización de la civilización
occidental, y ello por varias razones.
Primero, la existencia de una civilización mundial es un hecho probablemente único en la historia, o cuyos precedentes habría
que buscarlos en una prehistoria lejana, de la cual no sabemos casi nada. Seguidamente, reina una gran incertidumbre por la
consistencia del fenómeno en cuestión. De hecho, ocurre que desde hace un siglo y medio, la civilización occidental tiende a expandirse por
el mundo a través de algunos de sus elementos clave como la industrialización, y que en la medida en que otras culturas buscan preservar
cualquier cosa de su herencia tradicional, esta tentativa se reduce generalmente a las superestructuras, o sea, a los aspectos más frágiles, que
se supone serán barridos por las profundas transformaciones que culminen.

Pero el fenómeno sigue su curso y nosotros aún no conocemos el resultado. ¿Acabará con una occidentalización total del mundo con
las variantes rusa o americana? ¿Aparecerán fórmulas sincréticas, tal y como percibimos esa posibilidad
para el mundo islámico, India y China? ¿O bien el movimiento de flujo toca ya a su fin y va a reabsorberse, estando el mundo
occidental próximo a sucumbir como esos monstruos prehistóricos, a una expansión física, incompatible con los mecanismos
internos que le aseguran su existencia? Teniendo en cuenta todas estas reservas, llegaremos a evaluar el proceso que tiene lugar ante
nuestros ojos, del cual somos consciente o inconscientemente agentes, auxiliares o víctimas.

Comenzaremos por comentar que esta adhesión al género de vida occidental o a ciertos aspectos suyos, está muy lejos de ser lo espontánea
que a los occidentales les gustaría creer. No es tanto el resultado de una decisión libre, como la ausencia de elección. La civilización
occidental ha establecido sus soldados, sus factorías, sus plantaciones y sus misioneros en el mundo entero; ha intervenido directa o
indirectamente en la vida de las poblaciones de color; ha cambiado de arriba abajo su modo tradicional de existencia, bien imponiendo el
suyo o instaurando condiciones que engendrarían el hundimiento de los cuadros existentes sin reemplazarlos por otra cosa. Los pueblos
sojuzgados o desorganizados no podían sino aceptar las soluciones de reemplazo que se les brindban, y si no estaban dispuestos, esperar a
unirse para estar en condiciones de combatirles en el mismo plano. Con ausencia de esta desigualdad de fuerzas, las sociedades no se
entregan tan fácilmente.

Su Weltanschauung está más cerca de la de las tribus pobres de Brasil oriental, donde el etnógrafo Curt Unckel Nimuendaju (1883-1945),
había sabido hacerse adoptar, y por quien los indígenas se apenaban por la idea de los sufrimientos que debía haber soportado, cada vez que
volvía con ellos después de una estancia en los núcleos civilizados, lejos del único sitio —su pueblo— donde ellos juzgaban que solamente
la vida valía la pena vivirse. De cualquier modo, al formular esta reserva, lo único que hemos hecho es desplazar la cuestión. Si no es el
consentimiento lo que funda la superioridad occidental, ¿no es entonces la energía mayor de la cual dispone la que precisamente le ha
permitido forzar el consentimiento? Ahora llegamos al meollo, ya que esta desigualdad de fuerzas no depende de la subjetividad
colectiva, como los hechos de la adhesión tribal de hace un momento. Es un fenómeno objetivo que sólo la existencia de causas concretas
puede explicar.

No se trata de emprender aquí un estudio de la filosofía de las civilizaciones. Puede ocupar varios volúmenes discutir sobre la naturaleza de
los valores profesados por la civilización occidental. Trataremos únicamente los más manifiestos, los que están menos sujetos a controversia.
Parece ser que se reducen a dos: por un lado la civilización occidental, que según Leslie Alvin White (1900-1975) 12 procura incrementar
continuamente la cantidad de energía disponible por habitante, y por otro, proteger y prolongar la vida humana. En resumidas cuentas, se
puede considerar que el segundo aspecto es una modalidad del primero puesto que la cantidad de energía disponible aumenta, en valor
absoluto, con la duración y el interés de la existencia individual. Para evitar toda discusión, también se admitirá de entrada que estos
caracteres pueden ir acompañados de fenómenos compensatorios que sirvan de alguna manera de freno, como son las grandes masacres que
constituyen las guerras mundiales, y la desigualdad que preside la repartición de la energía disponible entre los individuos y las clases.

Dicho esto, enseguida constataremos que si la civilización (occidental?)se ha consagrado a estas tareas con un exclusivismo en el que quizá
reside su debilidad, no es ciertamente la única. Todas las sociedades humanas desde los tiempos más remotos han actuado en el mismo
sentido, y son las sociedades más lejanas y arcaicas - que nosotros equipararíamos encantados a los pueblos «salvajes» de hoy - las que han
culminado los progresos más decisivos en este campo. Actualmente, estos últimos constituyen aún la mayor parte de lo que nosotros
denominamos civilización. Nosotros dependemos todavía de los inmensos descubrimientos que han marcado lo que llamamos, sin ninguna
exageración, la revolución neolítica: la agricultura, la ganadería, la cerámica, la industria textil...a todas estas «artes de la civilización»,
nosotros hemos aportado solamente perfeccionamientos desde hace ocho mil o diez mil años.

INDIGENISMO PURO ¿CAMBIARIA LUEGO LEVI-STRAUSS?


Es cierto que determinadas personas tienen la molesta tendencia a reservar el privilegio del esfuerzo de la inteligencia y de la imaginación a
los descubrimientos recientes, mientras que los que la humanidad ha culminado en su periodo «bárbaro» serían producto del azar, y éste no
tendría más que como mucho, algún mérito. Esta aberración parece muy grave y muy extendida, y está tan profundamente orientada a
impedir una visión exacta del intercambio entre las culturas, que PARECE indispensable disiparla por completo.

8 Azar y civilización
En los tratados de etnología —y no en pocos— se lee que el hombre debe el conocimiento del fuego al azar de un rayo o al incendio de una
maleza; que el descubrimiento de un ave accidentalmente asada en esas condiciones, le reveló la cocción de los alimentos; que la invención
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Leslie Alvin White (19 de enero de 1900, Salida, Colorado - 31 de marzo de 1975, Lone Pine, California) fue un antropólogo estadounidense conocido
por su defensa de las teorías de evolución sociocultural y especialmente el neoevolucionismo, y por su papel en la creación del departamento de la
antropología en la Universidad de Michigan, Ann Arbor. Fue presidente de la Asociación Americana de Antropología (1964).

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de la cerámica resulta del olvido de una bolita de arcilla en la proximidad de un hogar. Se diría que en un principio, el hombre habría vivido
en una especie de edad de oro tecnológica, donde las invenciones se cosechaban con la misma facilidad que las frutas o las flores. Al hombre
moderno le serían reservadas las fatigas del trabajo y las iluminaciones del genio.

Esta visión infantil proviene de una total ignorancia de la complejidad y diversidad de las operaciones implícitas en las técnicas más
elementales. Para fabricar una herramienta tallada eficaz, no basta con golpear contra una piedra hasta que eso salga; nos hemos cuenta de
ello el día que intentamos reproducir los principales tipos de herramientas prehistóricas. Entonces —observando la misma técnica que aún
poseían los indígenas— descubrimos la complicación de los procedimientos indispensables que van a veces hasta la fabricación preliminar
de verdaderos «aparatos de cortar»: martillos con contrapeso para controlar el impacto y su dirección, dispositivos amortiguadores para
evitar que la vibración haga estallar en pedazos el resto del objeto. Se necesita además un vasto conjunto de nociones sobre el origen local,
los procedimientos de extracción, la resistencia y la estructura de los materiales utilizados, un entrenamiento muscular apropiado, el
conocimiento de la «habilidad manual», etc. En una palabra, una verdadera «liturgia» que corresponde mutatis mutandi a los
diversos capítulos de la metalurgia. mmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm

De igual manera, los incendios naturales pueden a veces quemar o asar, pero es muy difícil concebir (excepto los casos de fenómenos
volcánicos cuya distribución geográfica es limitada) que hagan hervir o cocer al vapor. Ahora bien, estos métodos de cocción no son mucho
menos universales que aquéllos, por lo tanto no hay razón para excluir el acto inventivo que ciertamente se ha requerido para los últimos
métodos, cuando se quieren explicar los primeros.
La alfarería ofrece un excelente ejemplo porque una creencia muy extendida, mantiene que no hay nada más simple que horadar un terrón de
arcilla y endurecerlo al fuego. Inténtelo. Primero hay que encontrar arcillas apropiadas para la cocción. Pero si para este fin se necesita un
gran número de condiciones naturales, ninguna será suficiente porque ninguna arcilla sin mezclar con un cuerpo inerte, elegido en función de
sus características particulares, daría después de la cocción un recipiente
utilizable.
Hay que elaborar las técnicas de modelado que permiten realizar la hazaña de mantener en equilibrio durante un tiempo apreciable y de
modificar a la vez, un cuerpo plástico que no se «tiene». En fin, hay que descubrir el combustible concreto, la forma del hogar, el tipo de
calor y la duración de la cocción que permiten nacerlo sólido e impermeable, a través de todos los escollos, crujidos, desmoronamientos y
deformaciones. Podríamos multiplicar los ejemplos.

Todas estas operaciones son demasiado numerosas y complejas para que el azar pueda tenerlo en cuenta. Cada una de ellas, tomada
aisladamente, no significa nada. Sólo su combinación imaginada, deseada, procurada y experimentada puede producir el logro. El azar existe
sin duda, pero no da ningún resultado por sí solo. Durante dos mil quinientos años más o menos, el mundo occidental ha conocido la
existencia de la electricidad —descubierta sin duda por azar—, pero este azar hubiera quedado estéril si no es por los esfuerzos intencionados
y dirigidos por las hipótesis de los Ampere y los Faraday. El azar no ha desempeñado un papel mayor en la invención del arco, el boomerang
o la cerbatana, en el nacimiento de la agricultura y la ganadería, como en el descubrimiento de la penicilina —del que se dice por lo demás,
que no ha estado ausente.

Debemos por lo tanto distinguir con cuidado la transmisión de la técnica de una generación a otra, hecha siempre con una facilidad relativa
gracias a la observación y la práctica cotidiana, y a la creación o mejora de las técnicas en el seno de cada generación. Estas técnicas siempre
suponen el mismo poder imaginativo y los mismos esfuerzos encaminados por parte de ciertos individuos, sea cual sea la técnica particular
que hayamos visto. Las sociedades que llamamos primitivas son más ricas en Pasteur y Palissy13 que las otras.
Volveremos a encontrarnos con el azar y la posibilidad dentro de poco, pero en otro sitio y con otra función. No se utilizará para explicar con
desgana el nacimiento de invenciones ya preparadas, sino para explicar un fenómeno que se sitúa en otro nivel de la realidad: a saber, que
pese a una dosis de imaginación, de invención, de esfuerzo creador, que por supuesto, cabe suponer hay más o menos constante a lo largo de
la historia de la humanidad, esta combinación no determina mutaciones culturales importantes excepto en determinados periodos o lugares.
Para llegar a este resultado, los factores puramente psicológicos no son suficientes pues deben encontrarse presentes con una orientación
similar y en un número suficiente de individuos para que el creador sea rápidamente confirmado por un público. Y esta condición depende a
su vez de la reunión de un número considerable de otros factores de naturaleza histórica, económica y sociológica.
HACE FALTA UN SOCIOLOGO, RAPIDO!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Para explicar las diferencias en el curso de las civilizaciones, tendríamos que recurrir a conjuntos de causas tan complejas y discontinuas que
serían incognoscibles, bien por razones prácticas o incluso por razones teóricas como la aparición, imposible de evitar, de perturbaciones
asociadas a las técnicas de observación. Efectivamente, para desenredar una madeja de hebras tan numerosas como apretadas, lo
menos que se podría hacer es someter a la sociedad considerada (y también el mundo que la rodea), a un estudio etnográfico
global y de cada momento. Y LA CAMA APARTE.
Sin precisar siquiera la enormidad de la empresa, sabemos que los etnógrafos, que sin embargo trabajan a una escala infinitamente más
reducida, están con frecuencia limitados en sus observaciones por cambios sutiles, cuya sola presencia
es suficiente para introducirlos en el grupo humano objeto de su estudio. En las sociedades modernas, sabemos también que los polls
de opinión pública, uno de los medios más eficaces de sondeo, modifican la orientación de esta opinión por el mismo hecho de
su uso, que pone en juego en la población un factor de reflexión sobre ella misma ausente hasta ahora.
Esta situación justifica la introducción de la noción de probabilidad en las ciencias sociales, presente desde hace mucho ya en algunas ramas
de la física o la termodinámica, por ejemplo. Volveremos a ello. De momento bastará con recordar que la complejidad de los
descubrimientos modernos, no resulta de una mayor frecuencia o mejor disponibilidad del genio de nuestros contemporáneos.
Todo lo contrario, puesto que hemos reconocido que a, través de los siglos, las generaciones para progresar sólo tenían necesidad de añadir
un ahorro constante al capital legado por las generaciones anteriores. Las nueve décimas partes de nuestra riqueza se deben a ellas, e incluso

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Bernard Palissy (nacido en 1510 en Lacapelle-Biron y muerto en 1590 en la Bastilla, París) fue un célebre ceramista francés. Aunque careció de una instrucción
formal, tuvo muchas inquietudes y desarrolló muchas habilidades; se desempeñó como pintor sobre vídrio, alfarero, orfebre, agrimensor, diseñador de jardines,
químico, biólogo y escritor. Es famoso sobre todo por haber conseguido después de 16 años de intentos frustrados una loza esmaltada similar a la porcelana china.
También es conocido por su defensa del ideal calvinista, en una época marcada por las guerras de religión. Participó activamente en la fundación de la Iglesia
Reformada (protestante) de Saintes. Encarna en Francia el modelo del genio universal del Renacimiento.

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más, si, al igual que nos hemos entretenido en hacerlo, evaluamos la fecha de aparición de los principales hallazgos con relación a aquella
aproximada del comienzo de la civilización. De este modo constatamos que la agricultura nace en el curso de una fase reciente,
correspondiente al 2 por 100 de este periodo; la metalurgia al 0,7 por 100; el alfabeto al 0,35 por 100; la física galilea al 0,035 por 100, y el
darwinismo al 0,009 por 10014.

La revolución científica e industrial de Occidente se inscribe toda ella en un periodo igual a una semi-milésima más o menos,
de la vida pasada de la humanidad. Por lo tanto, hay que mostrarse prudente antes de afirmar que esta revolución está destinada
a cambiar totalmente el sentido. PARIDA TOTAL, no tiene nada que ver el tiempo en términos abolutos, el progreso no es ineal (como
antes decia CLS)
No es menos cierto —y es la expresión definitiva que creemos poder dar a nuestro problema—, que con el intercambio de invenciones
técnicas (y de reflexión científica que las hace posibles), la civilización occidental parece más acumulativa que las otras. Que después de
haber dispuesto del mismo capital neolítico inicial, ésta haya sabido aportar mejoras (escritura alfabética, aritmética y
geometría), algunas de las cuales por lo demás, ha olvidado rápidamente, pero que tras un estancamiento, que en conjunto
abarca dos mil o dos mil quinientos años (desde el primer milenio antes de la era
cristiana hasta el siglo XVIII aproximadamente), la civilización se revela de repente como el germen de una revolución
industrial que por su amplitud, su universalidad y por la importancia de sus consecuencias, sólo la revolución neolítica le había
ofrecido un equivalente en otro tiempo.
Por consiguiente, dos veces en la historia y con un intervalo de cerca de dos mil años, la humanidad ha sabido acumular una multitud de
invenciones orientadas en el mismo sentido. Y este número por un lado, y esta continuidad por otro, se han concentrado en un lapso de
tiempo corto para que se operen grandes síntesis técnicas; síntesis que han supuesto cambios significativos en las relaciones que el hombre
tiene con la naturaleza y que, a su vez, han hecho posible otros cambios. La imagen de una reacción en cadena provocada por cuerpos
catalizadores, permite ilustrar este proceso que hasta ahora, se ha repetido dos veces y solamente dos, en la historia de la humanidad. ¿Cómo
se ha producido esto?

En primer lugar, no hay que olvidar otras revoluciones que presentando los mismos caracteres acumulativos, han podido desarrollarse en
otros lugares y en otros momentos, pero en ámbitos distintos de la actividad humana. Nosotros ya hemos explicado por qué nuestra propia
revolución industrial,con la revolución neolítica15 (que le ha precedido en el tiempo, aunque se debe a las mismas preocupaciones), son las
únicas que pueden parecemos tales revoluciones ya que nuestro sistema de referencia permite medirlas. Todos los demás cambios que
ciertamente se han producido, aparecen únicamente de forma fragmentada, o profundamente deformados. Para el hombre occidental
moderno no pueden tener sentido (en todo caso no todo el sentido); incluso para él pueden ser como si no existieran.
En segundo lugar, el ejemplo de la revolución neolítica (la única que el hombre occidental moderno consigue representarse con bastante
claridad), debe inspirarle alguna modestia por la preeminencia que podría estar tentado a reivindicar en beneficio de una raza, una región o
un país. La revolución industrial nace en Europa occidental, después aparece en Estados Unidos, después en Japón y en 1917 se acelera en la
Unión Soviética (????????????????????????); mañana sin duda surgirá en otro sitio. De la mitad de un siglo al otro, arde con un fuego
más o menos vivo en uno u otro de sus centros. ¿Qué es de las cuestiones de prioridad a escala de milenios y de las que nos
enorgullecemos tanto?

Hace mil o dos mil años aproximadamente, la revolución neolítica se desencadenó simultáneamente en la cuenca egea, Egipto, el Próximo
Oriente, el valle del Indo y China. FALSO, FUE ANTES ESO LO DECIA ELGORDON CHILDE

Después del empleo del carbón radiactivo para la determinación de periodos arqueológicos, sospechamos que el neolítico americano, más
antiguo de lo que se creía hasta ahora, no ha debido comenzar mucho más tarde que en el Antiguo Mundo. Probablemente tres o cuatro
pequeños valles podrían reclamar en este concurso una prioridad de varios siglos. ¿Qué sabemos hoy? Por otro lado, PARECE cierto que la
cuestión de prioridad no tiene importancia, precisamente porque la simultaneidad en la aparición de los mismos cambios tecnológicos
(seguidos de cerca por los cambios sociales), en territorios tan vastos y en regiones tan separadas, demuestran claramente que no se deben al
genio de una raza o cultura, sino a condiciones tan generales que se sitúan fuera de la consciencia de los hombres.

Asi, estamos seguros de que si la revolución industrial no hubiera aparecido antes en Europa occidental y septentrional, se habría
manifestado un día en cualquier otro punto del globo. y ESO?????????????????

Y si, como es probable, debe extenderse al conjunto de la tierra habitada, cada cultura introducirá tantas contribuciones particulares, que el
historiador de futuros milenios considerará legítimamente fútil la cuestión de saber quién puede, por un siglo o dos, reclamar la prioridad
para el conjunto.
Una vez expuesto esto, nos hace falta introducir una nueva limitación si no a la validez, por lo menos al rigor de la distinción entre historia
estacionaria e historia acumulativa. No sólo esta distinción es relativa a nuestros intereses, como ya lo hemos señalado, sino que nunca
consigue ser clara.
En el caso de las invenciones técnicas, es bien cierto que ningún periodo y ninguna cultura son totalmente estacionarias. Todos los pueblos
poseen y transforman, mejoran u olvidan técnicas lo bastante complejas como para permitirles dominar su medio, y sin las cuales habrían
desaparecido hace mucho tiempo. La diferencia nunca se encuentra entre la historia acumulativa y la historia no acumulativa; toda
historia es acumulativa, con diferencias de gradación.
Sabemos, por ejemplo, que los antiguos chinos y los esquimales habían desarrollado mucho las técnicas mecánicas, y les ha faltado muy
poco para llegar al punto en que «la reacción en cadena» se desata, determinando el paso de un tipo de civilización a otro. Ya conocemos el
ejemplo de la pólvora: los chinos habían resuelto, técnicamente hablando, todos los problemas que creaba, excepto el de su uso a la vista de

14
Leslie A. White, The Science of culture, Nueva York, 1949, pág. 196.
15
en esta epoca se ve que levi-strauss estaba muy influido por EL necio de Vere Gordon Childe (Sídney, 14 de abril de 1892-Blackheat, 19 de octubre de
1957) arqueólogo y filólogo australiano especializado en el estudio de la prehistoria europea. Dedicó la mayor parte de su vida a la investigación
académica en el Reino Unido; en la Universidad de Edimburgo primero y en el Instituto de Arqueología de Londres después. En total escribió 36 libros y
fue uno de los primeros teóricos de la arqueología histórico-cultural y de la arqueología marxista.

15
los resultados masivos. Los antiguos mejicanos no desconocían la rueda, como a menudo se dice; la conocían tan bien como para
fabricar animales con ruedecillas para los niños. Les hubiera bastado un paso más para atribuirse el carro.
Así las cosas, el problema de la rareza relativa (para cada sistema de referencia) de culturas «más acumulativas» en relación con culturas
«menos acumulativas», se reduce a un problema conocido que depende de un cálculo de probabilidades. Es el mismo problema que consiste
en determinar la probabilidad relativa de una combinación compleja en relación con otras combinaciones del mismo tipo, pero de menos
complejidad.

En la ruleta por ejemplo, una serie de dos números consecutivos (7 y 8, 12 y 13, 30 y 31), es bastante frecuente; una de tres números es ya
rara; una de cuatro lo es mucho más. Y de un número increíblemente elevado de intentos, sólo una vez quizá se realizará una serie de seis,
siete u ocho números conforme al orden natural de los números. Si fijamos nuestra atención exclusivamente en series largas (por ejemplo si
apostáramos a series de cinco números consecutivos), las series más cortas serían para nosotros equivalentes a series no ordenadas; significa
olvidar que ellas no se distinguen de las nuestras más que por el valor de una fracción, y que consideradas desde otro ángulo, posiblemente
presentan también grandes regularidades.
Llevemos más lejos aún nuestra comparación. Un jugador que transfiriera todas sus ganancias a series cada vez más largas, podría
desanimarse por no ver aparecer jamás en miles o millones de veces la serie de nueve números consecutivos, y pensar que hubiera hecho
mejor retirándose antes. No obstante, puede ocurrir que otro jugador, siguiendo la misma fórmula de apuesta aunque con series de otro tipo
(por ejemplo, un cierto ritmo de alternancia entre rojo y negro, o entre par e impar), obtuviera combinaciones significativas cuando el primer
jugador no recogía más que desorden.

La humanidad no evoluciona en sentido único. Y si en un plano determinado parece estacionaria o hasta regresiva, no quiere decir que desde
otro punto de vista, no sea la sede de importantes transformaciones. El gran filósofo inglés del siglo XVIII, Hume, se consagró un día a
disipar el falso problema que se plantea mucha gente al preguntarse por qué no todas las mujeres son guapas, sino una pequeña minoría. No
hay ninguna dificultad en demostrar que la pregunta no tiene el menor sentido. Si todas las mujeres fueran por lo menos tan guapas como la
que más, las encontraríamos banales y reservaríamos nuestro calificativo a la pequeña minoría que sobrepasara el modelo común. De igual
modo, cuando nos interesamos por cierto tipo de progreso, reservamos el mérito a las culturas que lo realizan en mayor nivel, y nos
quedamos indiferentes ante las otras. Por eso el progreso no es más que el máximo de los progresos en el sentido predeterminado
por el gusto de cada uno.

9 La colaboración de las culturas


Finalmente, hace falta considerar nuestro problema bajo un último aspecto. El jugador del que se ha hablado en párrafos precedentes y que
no apostaría más que a las series más largas (de la manera que concibe estas series), tendría todas las probabilidades de arruinarse. No sería
lo mismo una coalición de jugadores apostando todos a las mismas series en valor absoluto, aunque en diferentes ruletas, y concediéndose el
privilegio de poner en común los resultados favorables de las combinaciones de cada uno; porque si habiendo tirado sólo el 21 y el 22,
necesito el 23 para continuar mi serie, hay evidentemente, más posibilidades de que salga de diez mesas que de una sola.
Ahora bien, esta situación se parece mucho a la de otras culturas que han llegado a realizar las formas de historia más acumulativas. Estas
formas extremas no han sido nunca el objeto de culturas aisladas, sino más bien el de culturas que combinan voluntaria o involuntariamente
sus juegos respectivos y que realizan por medios diversos (migraciones, préstamos, intercambios comerciales, guerras) estas coaliciones
cuyo modelo acabamos de imaginarnos.

Aquí vemos claramente lo absurdo de declarar una cultura superior a otra, porque en la medida en que estuviera sola, una
cultura no podrá ser nunca «superior»; igual que el jugador aislado, la cultura no conseguiría nunca más que pequeñas series de
algunos elementos, y las probabilidades de que una serie larga «salga» en su historia (sin estar teóricamente excluida) sería tan
pequeña que habría que disponer de un tiempo infinitamente más largo que aquel donde se inscribe el desarrollo total de la
humanidad, para esperar verla realizarse.
Pero —ya lo hemos dicho antes— ninguna cultura se encuentra sola; siempre viene dada en coalición con otras culturas, lo que permite
construir series acumulativas. La probabilidad de que entre estas series aparezca una larga, depende naturalmente de la extensión, de la
duración y de la variabilidad del régimen de coalición.

De estos comentarios se derivan dos consecuencias. A lo largo de este estudio, nos hemos preguntado varias veces cómo es que la
comunidad ha quedado estacionaria durante las nueve décimas partes de su historia o incluso más: las primeras civilizaciones tienen de
doscientos mil a quinientos mil años, transformándose las condiciones de vida solamente en el curso de los últimos diez mil años. Si nuestro
análisis es exacto, no es porque el hombre paleolítico fuera menos inteligente, menos dotado que su sucesor neolítico, sino
sencillamente porque la historia humana, una combinación de grado n, ha dispuesto de un tiempo de duración t para que salga;
la combinación podría haberse producido mucho antes o mucho después. El hecho no tiene más significado del que tiene el número de
veces que un jugador debe esperar para ver producirse una combinación dada: ésta podrá producirse a la primera, a la milésima o a la
millonésima vez, o jamás. Pero durante todo este tiempo la humanidad, como el jugador, no deja de especular. Sin quererlo siempre y sin
darse cuenta nunca
exactamente, la humanidad «organiza hechos» culturales, se lanza a «operaciones civilización», todas ellas coronadas con un éxito distinto.
En cuanto roza el éxito, compromete las adquisiciones anteriores.

Las grandes simplificaciones que nuestra ignorancia autoriza de la mayoría de los aspectos de las sociedades prehistóricas, permiten ilustrar
esta marcha incierta y ramificada, ya que lo más chocante son esas depresiones que conducen del apogeo levalosiano a la mediocridad
musteriense, de los esplendores aurignaciano y solutrense a la rudeza del magdaleniano, y después a los contrastes extremos ofrecidos por los
diversos aspectos del mesolítico.
Lo que es cierto en el tiempo no lo es menos en el espacio, pero debe explicarse de otra manera. La posibilidad que tiene una cultura de
totalizar este complejo de invenciones de todo orden que nosotros llamamos civilización, está en función del número y diversidad de culturas
con las que participa en la elaboración —con mayor frecuencia involuntariamente— de una estrategia común. Y decimos número y
diversidad. La comparación entre el Nuevo y el Antiguo Mundo en la víspera del descubrimiento ilustra bien esta doble necesidad.

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La Europa del comienzo del Renacimiento era el lugar de encuentro y de fusión de las más diversas influencias: las tradiciones griega,
romana, germánica y anglosajona; las influencias árabe y china. La América precolombina no disfrutaba, cualitativamente, de menos
contactos culturales puesto que las dos Américas forman juntas un vasto hemisferio. Pero mientras que las culturas que se fecundan
mutuamente en el mismo suelo europeo son el producto de una diferenciación vieja de varias decenas de milenios, las de
América, cuya población es más reciente, han tenido menos tiempo para divergir; éstas ofrecen un panorama relativamente más
homogéneo. Además, aunque no podamos decir que el nivel cultural de Méjico o Perú fuera inferior al de Europa en el momento del
descubrimiento (hemos visto también que en ciertos aspectos era superior), los diversos aspectos de la cultura seguramente figuraban allí
peor articulados.

Junto a logros sorprendentes, las civilizaciones precolombinas tienen muchas lagunas. Tienen, por decirlo de alguna manera, «agujeros».
Estas ofrecen también el espectáculo, menos contradictorio de lo que parece, de la coexistencia de formas precoces y de formas abortivas. Su
organización poco flexible y débilmente diversificada, explica palpablemente su hundimiento ante un puñado de conquistadores. Y la causa
profunda puede buscarse en el hecho de que la «coalición» cultural americana estaba establecida entre los miembros menos diferentes, entre
los cuales no estaban los del Antiguo Mundo.
En consecuencia, no hay una sociedad acumulativa en sí y para sí. La historia acumulativa no es la propiedad de ciertas razas o de ciertas
culturas que se distinguirían así de las otras. La historia resulta más bien de su conducta que de su naturaleza.

Explica cierta modalidad de existencia de las culturas, que no es otra que sus maneras de estar juntas. En este sentido, se puede decir que
la historia acumulativa es la forma de la historia característica de estos superorganismos sociales que constituyen los grupos de
sociedades, mientras que la historia estacionaria —si existe de verdad— sería la marca de ese género de vida inferior, que es el
de las sociedades solitarias. La exclusiva fatalidad, la única tara que podría afligir a un grupo humano e impedirle realizar
plenamente su naturaleza, es la de estar solo.

Observamos así la torpeza y la poca satisfacción para el espíritu en las tentativas para justificar la aportación de razas y de culturas humanas
a la civilización. Se enumeran rasgos, se examinan minuciosamente las cuestiones de origen, se conceden prioridades... por bien
intencionadas que sean, estos esfuerzos son fútiles porque carecen de un triple objetivo.

Primero, el mérito de una invención atribuido a una u otra cultura, no es nunca seguro. Durante un siglo se creyó firmemente que el maíz se
había creado a partir del injerto de dos especies salvajes por los indios de América, y se continúa admitiendo provisionalmente aunque no sin
duda creciente, porque podría ocurrir que después de todo, el maíz llegara a América (no se sabe muy bien cuándo ni cómo), originario del
sureste de Asia.
En segundo lugar, las aportaciones culturales siempre se pueden repartir en dos grupos. Por un lado, tenemos indicios y adquisiciones
aisladas cuya importancia es fácil de evaluar, y que ofrecen además un carácter limitado. Que el tabaco venga de América es un hecho, pero
después de todo y pese a toda la buena voluntad desplegada a este fin por las instituciones internacionales, no podemos deshacernos de
gratitud con los indios americanos cada vez que fumamos un cigarrillo. El tabaco es una añadidura exquisita al arte de vivir, como otras son
útiles (por ejemplo el caucho). Nosotros les debemos los placeres y las comodidades suplementarias pero si no estuvieran ahí las raíces de
nuestra civilización no se socavarían y en caso de necesidad perentoria, nosotros habríamos sabido encontrarlas o sustituirlas por otra cosa.
En el polo opuesto (naturalmente, con toda una serie de formas intermedias) hay contribuciones que ofrecen un carácter de sistema, es decir,
que corresponden a la propia manera que cada sociedad ha elegido expresarse y satisfacer el conjunto de aspiraciones humanas. La
originalidad y naturaleza irreemplazables de estos estilos de vida, o como dicen los anglosajones de estos patterns, son innegables, pero
como representan tantas elecciones exclusivas, no se percibe bien cómo una civilización podría esperar beneficiarse del estilo de vida de otra,
a menos que renuncie a ser ella misma.

Efectivamente, las tentativas de compromiso no pueden acabar más que en dos resultados: o bien una desorganización y un hundimiento del
pattern de uno de los grupos, o bien una síntesis original, pero que entonces consista en la urgencia de un tercer pattern, el cual se vuelve
irreductible comparado con los otros dos. Por otro lado, el problema no consiste en saber si una sociedad puede beneficiarse o no
del estilo de vida de sus vecinos, sino en qué medida puede llegar a comprenderlos e incluso a conocerlos. Hemos visto que esta
cuestión no comporta ninguna respuesta categórica.
A la postre, no hay contribución sin beneficiario.

Pero si existen culturas concretas que podemos situar en el espacio y en el tiempo, y de las que podemos decir que han «contribuido» y que
continúan haciéndolo, ¿cuál es esta «civilización mundial supuesta beneficiaria de todas estas contribuciones?
No es una civilización distinta de las demás, que disfrutan de un mismo coeficiente de realidad. Cuando hablamos de civilización mundial,
no designamos una época o un grupo de hombres: nosotros utilizamos una noción abstracta a la que otorgamos un valor moral o lógico.
Moral, si se trata de un fin que proponemos a las sociedades existentes. Lógico, si queremos agrupar en un mismo vocablo los elementos
comunes que el análisis permite separar entre las diferentes culturas. En ambos casos no hay que ocultar que la noción de civilización
mundial es muy pobre, esquemática y que su contenido intelectual y afectivo no ofrece una gran densidad.

Querer evaluar las pesadas aportaciones culturales de una historia milenaria, y todo el peso de las ideas, del sufrimiento, del deseo y de la
labor de los hombres que les han acompañado en la existencia, refiriéndoles exclusivamente al escalón de una civilización mundial que tiene
todavía una forma hueca, sería empobrecerlas singularmente, vaciarlas de su consistencia y conservar sólo un cuerpo descarnado.

Al contrario, hemos intentado demostrar que la verdadera contribución de las culturas no consiste en la lista de sus invenciones
particulares, sino en la distancia diferencial que ofrecen entre ellas. El sentimiento de gratitud y humildad que cada miembro de
una cultura puede y debe manifestar para con las otras, sólo podría fundarse en una convicción: que las otras culturas son
diferentes a la suya, de la manera más variada; y esto, incluso si la naturaleza última de estas diferencias le sobrepasa o si, a
pesar de todos sus esfuerzos no consigue más que penetrarla muy imperfectamente .
Por otro lado, hemos considerado la noción de civilización mundial como una especie de concepto límite, o como una manera abreviada de
designar un proceso complejo, porque si nuestra demostración es válida, no hay, no puede haber, una civilización en el sentido absoluto que

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a menudo damos a este término, ya que la civilización implica la coexistencia de culturas que se ofrecen entre ellas el máximo de diversidad
y que consiste en esta misma consistencia. La civilización mundial no podría ser otra cosa que la coalición, a escala mundial, de
culturas que preservan cada una su originalidad.

10 El doble sentido del progreso


¿No nos encontramos entonces ante una extraña paradoja? Tomando los términos en el sentido que les hemos dado, hemos visto que todo
progreso cultural se debe a una coalición entre culturas.
Esta coalición consiste en la confluencia (consciente o inconsciente, voluntaria o involuntaria, intencionada o accidental, buscada o
impuesta) de las oportunidades que cada cultura encuentra en su desarrollo histórico. En fin, hemos admitido que esta coalición era más
fecunda cuando se establecía entre culturas diversificadas. Dicho esto, parece que nos encontramos frente a condiciones contradictorias, ya
que este juego en común del que resulta todo progreso, ha de conllevar consecuentemente a término más o menos corto, una
homogeneización de los recursos de cada jugador. Y si la diversidad es una condición inicial, hay que reconocer que las oportunidades de
ganar son más escasas cuanto más se prolonga la partida.
Para esta consecuencia ineluctable parece no haber más que dos remedios. Uno consiste en que cada jugador provoque distancias
diferenciales, lo cual es posible porque cada sociedad (el «jugador» de nuestro ejemplo teórico) se compone de una coalición de grupos:
confesionales, profesionales o económicos y porque la aportación de la sociedad está hecha de la aportación de todos estos constituyentes.
Las desigualdades sociales son el ejemplo más llamativo de esta solución.

Las grandes revoluciones que hemos elegido como ilustración: la neolítica y la industrial, vienen acompañadas no solamente de una
diversificación del cuerpo social como bien lo había visto Spencer, sino además de la instauración del estatus diferencial entre los grupos,
sobre todo desde el punto de vista económico. Desde hace tiempo observamos que los descubrimientos del neolítico habían suscitado
rápidamente una diferenciación social, con el nacimiento en el Antiguo Oriente de grandes concentraciones urbanas, la aparición de los
Estados, castas y clases. La misma observación se aplica a la revolución industrial, condicionada por la aparición de un proletariado y
terminando con formas nuevas y más avanzadas de explotación del trabajo humano.
Hasta ahora se tendía a tratar estas transformaciones sociales como consecuencia de transformaciones técnicas, a establecer entre éstas y
aquéllas una relación de causa a efecto. Si nuestra interpretación es exacta, la relación de causalidad (con la sucesión temporal que implica)
debe abandonarse —como por otra parte tiende a hacerlo la ciencia moderna— en beneficio de una correlación funcional entre los dos
fenómenos.

Comentemos de pasada que el reconocimiento de que el progreso técnico haya tenido por correlativo histórico el desarrollo de la explotación
del hombre por el hombre incita a cierta discreción en las manifestaciones de orgullo que tan fácilmente nos inspira el primero de estos dos
fenómenos.
El segundo remedio está en gran medida condicionado por el primero: es el de introducir con gusto o a la fuerza en la coalición nuevos
miembros, externos esta vez, cuyas «aportaciones» sean muy distintas de las que caracterizan la asociación inicial. Esta solución ha sido
igualmente puesta en práctica y si el término capitalismo permite, grosso modo, identificar la primera, los términos de imperialismo y
colonialismo ayudarán a ilustrar la segunda. La expansión colonial del siglo XIX ha dado amplio permiso a la Europa industrial para renovar
(y no ciertamente para su beneficio exclusivo) un impulso que, sin la introducción de los pueblos colonizados en el circuito, habría corrido el
riesgo de agotarse mucho más rápidamente.

Observamos que, en los dos casos, el remedio consiste en alargar la coalición, ya sea por diversificación interna o por la admisión de nuevos
miembros. A fin de cuentas, siempre se trata de aumentar el número de jugadores, o sea, de volver a la complejidad y a la diversidad de la
situación inicial. Pero también observamos que estas soluciones no pueden sino aminorar provisionalmente el proceso. No puede haber
explotación salvo en el seno de una coalición: entre los dos grupos, dominante y
dominado, existen contactos y se producen intercambios. A su vez, y pese a la relación unilateral que en apariencia les une, los dos deben,
consciente o inconscientemente, poner de acuerdo sus posturas y progresivamente las diferencias que les oponen tienden a disminuir. Las
mejoras sociales por un lado y el acceso gradual de los pueblos colonizados a la independencia por otro, hacen presenciar el desarrollo de
este fenómeno; y aunque aún haya mucho camino por recorrer en estas dos direcciones, sabemos que las cosas irán inevitablemente en ese
sentido.

Quizá haya que interpretar verdaderamente como una tercera solución, la aparición en el mundo de regímenes políticos y sociales
antagonistas. Se puede concebir que la diversificación, renovándose cada vez en un plano distinto, permita mantener indefinidamente este
estado de desequilibrio del que depende la supervivencia biológica y cultural de la humanidad, a través de formas variables que no cesarán
jamás de sorprender a los hombres. Sea lo que fuere, es difícil representarse de otro modo que no sea contradictorio un proceso que
podemos resumir en la manera siguiente: para progresar, es preciso que los hombres colaboren. En el curso de esta colaboración,
ellos ven identificarse gradualmente las aportaciones cuya diversidad inicial era precisamente lo que hacía su colaboración fecunda y
necesaria.

Pero aunque esta contradicción sea insoluble, el deber sagrado de la humanidad es el de conservar ambos términos igualmente presentes en la
persona, de no perder de vista a uno en beneficio exclusivo del otro; guardarse por supuesto, de un particularismo ciego, que tendería a
reservar el privilegio de humanidad para una raza, una cultura o una sociedad. También el de nunca olvidar que ninguna fracción de la
humanidad dispone de fórmulas aplicables a la generalidad y que una humanidad
confundida en un género de vida único es inconcebible porque sería una humanidad osificada.
A este respecto, las instituciones internacionales tienen ante ellas una tarea inmensa, y cargan con responsabilidades. Tanto unas como otras
son más complicadas de lo que pensamos porque la misión de las instituciones internacionales es doble: por un lado consiste en una
liquidación y por otro, en un despertar. En primer lugar, deben ayudar a la humanidad a hacer lo menos penosa y peligrosa posible, la
absorción de sus diversidades muertas, residuos sin valor de modos de colaboración cuya presencia en estado de vestigios putrefactos
constituye un riesgo permanente de infección del cuerpo internacional. Deben aligerar, amputar si es necesario, y facilitar el nacimiento de
otras formas de adaptación.

18
Pero al mismo tiempo deben estar atentísimas al hecho de que para poseer el mismo valor funcional que las precedentes, estos nuevos modos
no pueden reproducirlos o ser concebidos con el mismo modelo, sin quedar reducidos a soluciones cada vez más insípidas y finalmente
impotentes. Por el contrario, tienen que saber que la humanidad es rica en posibilidades imprevistas que cuando aparezcan, siempre llenarán
a los hombres de estupor; que el progreso no está hecho a la imagen cómoda de esta «similitud mejorada» donde buscamos un relajado
reposo, sino que está lleno de aventuras, de rupturas y escándalos. La humanidad está constantemente enfrentada a dos procesos
contradictorios de los cuales, uno tiende a instaurar la unificación, mientras que el otro considera mantener o reestablecer la
diversificación.

La posición de cada época o cada cultura en el sistema y, la orientación según la cual la humanidad se encuentra comprometida se producen
de tal modo que uno solo de los dos procesos tendrá sentido, siendo el otro la negación del primero. Pero decir que la humanidad se deshace
a la vez que se hace, que podíamos tener esa inclinación, procedería aún de una visión incompleta, pues se trata de dos maneras diferentes de
hacerse en dos planos y en dos niveles opuestos.

La necesidad de preservar la diversidad de las culturas en un mundo amenazado por la monotonía y la uniformidad no ha escapado
ciertamente a las instituciones internacionales. Estas también comprenden que para alcanzar esta meta no será suficiente con cuidar las
tradiciones locales y conceder un descanso a los tiempos revueltos. Es el hecho de la diversidad el que debe salvarse, no el contenido
histórico que le ha dado cada época y que ninguna podría perpetuar más allá de sí misma.
Hay pues que escuchar crecer el trigo, fomentar las potencialidades secretas, despertar todas las vocaciones en conjunto que la historia tiene
reservadas. Además hay que estar preparados para considerar sin sorpresa, sin repugnancia y sin rebelarse lo que de inusitado seguirán
ofreciéndonos todas estas nuevas formas sociales de expresión.
La tolerancia no es una posición contemplativa que dispensa las indulgencias a lo que fue o a lo que es; es una actitud dinámica que consiste
en prever, comprender y promover aquello que quiere ser. La diversidad de las culturas humanas está detrás de nosotros, a nuestro alrededor
y ante nosotros. La única exigencia que podríamos hacer valer a este respecto (creadora para cada individuo de obligaciones
correspondientes) es que se realice bajo formas, de modo que cada una de ellas sea una aportación a la mayor generosidad de los demás.

Antropólogos, arqueólogos, historiadores. Reflexiones sobre el artículo de Germán Delibes


JIMENEZ VILLALBA, Félix
Publicado en el año 2000 en la Revista de Folklore número 233.

La aparición en esta Revista del artículo del Dr. Germán Delibes de Castro "Arqueólogos, Antropólogos, Historiadores" es, sin
duda, un acontecimiento importante para todos los científicos sociales empeñados en hacer de sus disciplinas un arma útil para
desvelar el pasado del hombre, constituyendo también una lúcida reflexión sobre los principales problemas que nos aquejan a
cuantos nos hemos juramentado para conseguir unos objetivos científicos que cada día nos parecen más lejanos e
inalcanzables. Es posible que sumergidos en los dogmas de nuestras respectivas disciplinas no hayamos sido capaces de
mirar a nuestro alrededor, o lo que es peor, que absortos en nuestra diaria autocomplacencia no queramos reconocer que sin
una crítica constante es imposible llegar a lugar alguno. Para un antropólogo, formado en la escuela americana, artículos como
éste nos devuelven la ilusión de nuestros años de estudiante, cuando cualquier orientación inteligente aguzaba nuestro ingenio
y ampliaba nuestros horizontes de forma ilimitada.
Antes de continuar debemos decir que para nosotros no existen diferencias significativas entre antropólogos,
arqueólogos e historiadores, al menos más allá de las derivadas del empeño singularizador y excluyente que ha
caracterizado la evolución de estas disciplinas a lo largo de sus ciento cincuenta años de existencia. La cultura es el
denominador común que las une y la forma de aproximarse a ella lo que las separa. En el fondo las tres se ocupan de
estudiar la forma en que el hombre, independientemente del lugar y la época en que vivió, ha respondido al reto constante de
continuar sobre la superficie de este planeta. Constituyen tres versiones de un mismo argumento y como tales es absurdo que
no resulten complementarias.

Lo primero que viene a la cabeza al leer el artículo de Delibes -la necesaria relación que debe existir entre la Arqueología
Prehistórica y la Antropología— nos sitúa, aunque el autor no lo mencione explícitamente, frente al concepto de
«cultura», eje fundamental de la Antropología, por la sencilla razón de que los restos materiales de que se ocupa la
Arqueología se agrupan formando unidades culturales, más o menos reales y definidas, que dispuestas
cronológicamente constituyen parte fundamental de nuestra historia. Pocas objeciones se pueden hacer al artículo del
profesor Delibes. Es una reflexión valiente y bien documentada en la que se hace un repaso de cómo ha evolucionado el
estudio del hombre desde sus inicios. Sin embargo existen algunos puntos de su exposición sobre los que nos gustaría volver.

Cuando menciona las distintas ramas que constituyen en los Estados Unidos los estudios antropológicos -Antropología
Cultural, Antropología Biológica y Arqueología— habría que añadir la Antropología Lingüística, rama dedicada al
estudio de la gran diversidad de lenguas y a la relación existente entre la evolución del lenguaje y la evolución del
Homo sapiens. Cuando habla de las consecuencias que tuvo la aparición del arado entre los grupos tardoneolíticos del este
de Europa -revolución económica y fin del matriarcado- convendría tener en cuenta que la llegada de elementos innovadores
no siempre conduce hacia sociedades de mayor complejidad.

Cuando el caballo, introducido por los españoles, fue adoptado por los indios de las praderas de Norteamérica, su
forma de vida, que hasta entonces había sido sedentaria y se había basado en la agricultura, se transformó en
nómada, convirtiéndose la caza en la primera fuente de obtención de alimentos. Respecto al matriarcado la cuestión
se complica mucho más.

19
La existencia de un período remoto en la historia del hombre en el que la mujer tuvo un rol-status de autoridad fue planteada y
defendida por J. J. Bachofen en 1861. Aunque pronto encontró seguidores como J. F. Me Lennan (1865) y sobre todo L.
Morgan (1877), cuya influencia en F. Engels fue fundamental para la defensa de la era matriarcal, lo cierto es que la mayoría
de los autores consideran el patriarcado como la única forma conocida de poder. E. Westermarck (1891) demostró que
en las sociedades de descendencia matrilinial el hombre seguía dominando la familia y la política.

El presente comentario se enmarca dentro de la preocupación por los aspectos teóricos que deben servir para diseñar,
planificar y evaluar cualquier programa de intervención arqueológica, pero además, pretende alertar a los lectores -ya sean
antropólogos, arqueólogos o historiadores- haciéndoles reflexionar -en la misma línea en que lo hace Delibes- sobre la
ineludible necesidad de abrir nuestros horizontes a todo tipo de planteamientos. Aunque dentro de la arqueología del Viejo
Mundo existen magníficos ejemplos de cómo abordar esta cuestión, lamentablemente no siempre se les ha otorgado el papel
que merecen.

Coincidimos con el Dr. Delibes en que durante el siglo XIX "la Arqueología cobró un importante impulso, acreditándose como
rama del saber destinada a probar la antigüedad del hombre". Fundamentalmente porque los inicios de las ciencias sociales
fueron determinantes en su posterior configuración. Varios acontecimientos de gran importancia iban a convertir el siglo XIX en
uno de los más fructíferos para el desarrollo de la arqueología y la antropología. El factor más importante a considerar fue el
enorme impulso que las ciencias sociales experimentaron durante la segunda mitad. Los trabajos de Darwin (1859) y
Spencer (1873) situaron el estudio del hombre en una nueva dimensión, propiciando la aparición de la antropología
como ciencia independiente. Morgan (1877) y Tylor (1871) desarrollaron el estudio diacrónico de la sociedad a partir de
las nuevas tendencias y por primera vez en muchos siglos, como ocurrió con la arqueología y la historia, la ciencia
occidental se encontró en disposición de abordar el conocimiento de otras sociedades de una forma más sistemática
y seria. Fue una época de pioneros donde todo era susceptible de un nuevo análisis y donde la proximidad con la sociedad era
mucho mayor. Las disputas entre los investigadores fueron seguidas con apasionamiento por un público ávido de nuevas
sensaciones. Como antes había ocurrido durante el Renacimiento, la ciencia dejaba de ser algo etéreo para convertirse en
parte integrante de la vida cotidiana. Había que volver a reelaborar el mundo y nadie parecía dispuesto a perdérselo.

Cuando el antropólogo y jurista norteamericano Lewis Henry Morgan (Aurora, Nueva York, 21 de noviembre de 1818–
Rochester, Nueva York, 17 de diciembre de 1881) propuso su modelo en la segunda mitad del siglo XIX y organizó la historia
del hombre alrededor de los estadios de salvajismo, barbarie y civilización, el evolucionismo se concebía como un proceso
unilineal que había conducido desde la etapa más oscura de nuestro pasado (salvajismo) a la más desarrollada (civilización).
El «progreso» se configuraba como el motor de la historia, atribuyéndole la capacidad de inyectar en nuestro pasado
el sentido común necesario como para convertir nuestra especie en algo prometedor. Además, el evolucionismo unilineal
veía sus etapas de desarrollo o estadios como una secuencia jerarquizada de cumplimiento obligado. La única forma de
llegar a ser «civilizado» era atravesar antes por el salvajismo y la barbarie. Quizá la mejor manera de comprender su
sentido más profundo esté en la terminología utilizada para cada uno de los tres estadios: «salvajismo», «barbarie» y
«civilización». Tal y como se concebía se trataba de un proceso único e inamovible en el que las distintas sociedades
ocupaban un determinado lugar. Unas habían sido capaces de elevarse del salvajismo a la civilización y otras, sin embargo, o
bien habían tenido un desarrollo más lento, o bien se habían quedado estancadas en los estadios más simples.

Naturalmente, el punto culminante de la civilización y la referencia obligada, era la sociedad anglosajona de la


segunda mitad del siglo XIX. La revolución industrial y el liberalismo económico habían alcanzado su mayor auge, la
civilización occidental se extendía hasta los últimos confines del planeta y el hombre tenía la convicción de que todo era
posible, que había alcanzado el grado de desarrollo necesario para transformar definitivamente la faz de la tierra. Las ciencias
sociales, la arqueología y la antropología entre ellas, habían encontrado en el evolucionismo la base necesaria para su
desarrollo y comenzaban su andadura sobre sólidos fundamentos. Cuando Morgan publicó su libro "La Sociedad Primitiva",
(1877), donde exponía el modelo evolucionista de desarrollo, no podía imaginar que un acontecimiento completamente
ajeno a sus intereses le iba a condenar al ostracismo intelectual.

Por esos mismos años algunos científicos sociales no participaban de este optimismo general. El progreso no sólo no había
terminado con las diferencias sociales y la explotación económica sino que, por el contrario, el abismo entre ricos y pobres se
había hecho más profundo. La aparición del proletariado y las tremendas condiciones de trabajo imperantes crearon un
ambiente propicio para la formación de movimientos obreros. Karl Marx estaba dando forma teórica a esta nueva situación
y fue precisamente de la mano de su amigo y camarada Federico Engels de donde vinieron los problemas para
Morgan. Impresionado por la lectura de su obra y viendo que sus trabajos con Marx encajaban perfectamente con la
línea propuesta por el norteamericano, Engels publicó "El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado" (1884),
tomando como argumento principal el modelo de desarrollo utilizado por Morgan. La posterior evolución del marxismo y
la consagración de este modelo como oficial en todos los países comunistas hicieron de Morgan un proscrito intelectual en
Occidente e incluso en los Estados Unidos, su propio país.

Los abusos teóricos de la escuela historicista - heredera directa del evolucionismo en los inicios de nuestro siglo - el auge del
particularismo histórico de Frank Boas16 que dedicó sus energías a terminar con cualquier planteamiento histórico-

16
Franz Boas (Minden, Westfalia; 9 de julio de 1858-Nueva York, 21 de diciembre de 1942) fue un antropólogo estadounidense de origen judío alemán. Ha sido
considerado como el "padre de la antropología norteamericana. Boas fue uno de los más destacados opositores a las ideas del racismo científico, muy populares
en aquel momento, que defendían la razacomo un concepto biológico y afirmaban que el comportamiento humano era explicable mediante la tipología de las
características biológicas.3

20
cronológico, y los prejuicios políticos derivados de la confrontación Este-Oeste, desacreditaron tanto esta escuela, que muy
pocos investigadores occidentales se atrevieron a replantear sus presupuestos.

El primer intento de cierta entidad fue el protagonizado por el arqueólogo norteamericano Leslie White, que en la década 1940-
1950, luchó en solitario por rehabilitar la figura de Morgan, destacando la vigencia y validez de sus argumentos. Afirma que los
sistemas sociales son una «función» de los sistemas tecnológicos, mientras que la ideología se ve fuertemente condicionada
por la tecnología. Sin embargo, White (1949) concibe la evolución cultural como un producto del cambio tecnológico
que, a su vez, resulta de la aplicación de mayores cantidades de energía. El trabajo de White provocó entre los
antropólogos y arqueólogos norteamericanos una renovación del interés por la evolución cultural y por la relación entre
ecología, tecnología y cultura.
Pero el auténtico resurgir del evolucionismo vendría entre 1950-1960, cuando dos arqueólogos formados en la tradición
europea, sobre todo Karl Wittfogel17 —cuya obra es mucho menos conocida-, y el australiano Veré Gordon Childe, y uno
norteamericano, Julián Steward, sentaron las bases de lo que se denominaría neoevolucionismo o evolucionismo multilineal.
En la década de los años 30 el sinólogo e historiador comparativo Karl Wittfogel (1957), siguiendo la estela dejada por Karl
Marx, formuló "su teoría hidráulica" a partir de los conceptos de «despotismo oriental» y «modo de producción asiático». Lejos
de identificarse con las ideas marxistas su obra puede ser considerada una cruzada contra el comunismo y contra cualquier
otra forma de totalitarismo. El eje central giraba alrededor de las trayectorias que supuestamente seguían las civilizaciones de
regadío o civilizaciones hidráulicas. Caracterizó a estos sistemas como "poderosas burocracias hidráulicas", cuyo despótico
control sobre los antiguos Estados de Mesopotamia, India, China y Egipto tenía sus raíces en las exigencias tecnoecológicas
del regadío a gran escala y en otras formas del control del agua. Aunque inspirado en Max Weber, el análisis de Wittfogel debía
su impulso a la obra de Marx, concretamente a su formulación del "modo de producción oriental". El análisis que hace de la
interdependencia funcional de los principales rasgos de la organización social y las pautas tecnoeconómicas de las
civilizaciones de regadío le induce a subrayar la importancia general de los parámetros ecológicos en la aplicación del
materialismo histórico a la comprensión de los sistemas sociales.

El otro gran teórico del neoevolucionismo de corte europeo, Gordon Childe, consideró que la gran variedad cultural existente a
lo largo de la historia era fruto de sucesivas adaptaciones específicas a determinados ambientes, estableció tres grandes
revoluciones: la neolítica, la urbana y la del conocimiento, y tomó como punto de partida el estudio de las condiciones
ambientales concretas. La enorme influencia de sus libros -todavía hoy siguen reeditándose con gran éxito— merece
que analicemos sus contribuciones con cierto detenimiento.
La obra de Vere Gordon Childe supone el mejor ejemplo de cómo la ideología impregna todos y cada uno de los
planteamientos teóricos. Esta realidad - que no todos los científicos admiten - no sólo forma parte fundamental de toda su
producción, sino que además le otorga una personalidad propia que transciende la época en que se realizó. Para Gordon
Childe "son materia arqueológica todas las alteraciones de la corteza terrestre y de los objetos naturales sobre ella, en la
medida en que de algún modo han logrado perdurar" (1973: 10). Concebía el estudio arqueológico como el análisis de
cualquier actividad humana, siendo uno de los primeros en percibir la gran importancia del estudio de los pequeños detalles de
la vida cotidiana de un pueblo. Para él estos vestigios del pasado -viviendas, útiles, etc.- eran fundamentales y proporcionaban
una información imprescindible para el conocimiento de la historia del hombre. Siempre tuvo mucho interés por el desarrollo
tecnológico y llegó a afirmar que uno de los objetivos fundamentales de la arqueología debía ser el estudio del
desarrollo prehistórico de la ciencia.

En muchas ocasiones su interés derivó hacia la elaboración de un método científico propio de la arqueología y es éste, sin
duda, uno de los aspectos más interesantes de su obra. Para Childe "la arqueología puede ser considerada una ciencia sólo
en la medida en que busca establecer generalizaciones sobre la conducta humana y utilice tales generalizaciones para explicar
acontecimientos históricos particulares" (Trigger, 1982: 139). Su enfoque teórico se mantuvo siempre dentro de las estrategias
de investigación nomotéticas, interesándose por los aspectos recurrentes de la cultura desde el punto de vista de los
planteamientos de la ciencia occidental (étic), dentro de una visión diacrónica donde las relaciones causa-efecto constituían el
eje fundamental para el conocimiento del pasado.
Desde el principio estuvo convencido de la utilidad de los estudios arqueológicos para una mejor comprensión de la sociedad y
su postura hacia el hombre y su historia fue casi siempre optimista: "La tradición hace al hombre, circunscribiendo su conducta
dentro de ciertos límites; pero, es igualmente cierto que el hombre hace las tradiciones. Y, por lo tanto, podemos repetir con
una comprensión muy profunda: el hombre se hace a sí mismo" (Childe, 1975: 288). El hombre se hace a sí mismo y elabora
sus tradiciones, sus pautas de conducta y, en última instancia, su propia realidad social. Por esta razón "los seres humanos se
adaptan no a los entornos reales, sino a la idea que se fabrica de ellos".

17
Karl August Wittfogel (Woltersdorf, 6 de septiembre de 1896 - Nueva York, 25 de mayo de 1988) fue un dramaturgo, historiador y sinólogo germano-
estadounidense. Originalmente marxista y miembro activo del Partido Comunista de Alemania, después de la Segunda Guerra Mundial Wittfogel fue un
firme anticomunista. Wittfogel es más conocido por su monumental obra Despotismo oriental: estudio comparativo del poder totalitario, publicado por
primera vez en 1957. A partir de un análisis marxista de las ideas de Max Weber sobre el estado hidráulico-burocrático de China y la India basado en el
escepticismo de Marx sobre el modo de producción asiático, a Wittfogel se le ocurrió un análisis del despotismo oriental que hacía hincapié en la papel
de las obras de riego, las estructuras burocráticas necesarias para mantener esas obras y el impacto que éstas tuvieron en la sociedad, acuñando el
término imperio hidráulico para describir el sistema. En su opinión, muchas sociedades, principalmente en Asia, se basaron en gran medida en la
construcción de obras de riego a gran escala. Para ello, el estado tenía que organizar el trabajo forzado de la población a gran escala . Esto requería una
burocracia grande y compleja integrada por funcionarios competentes e instruidos. Esta estructura ocupó una posición única para aplastar a la
sociedad civil y cualquier otra fuerza capaz de movilizarse contra el Estado. Tal estado inevitablemente sería despótico, poderoso, estable y próspero.
Barrington Moore, Lichtheim George y Pierre Vidal Naquet se encuentran especialmente entre los científicos que escribieron sobre Wittfogel. F. Tokei,
Gianni Sofri, Maurice Godelier y el alumno de Wittfogel Lawrence Krader se concentraron en el concepto. Dos líderes en Berlín del movimiento
estudiantil SDS, Rudi Dutschke y Bernd Rabehl, han publicado sobre estos temas. El disidente de Alemania Oriental Rudolf Bahro dijo más tarde que su
obra The alternative in Eastern Europe se basó en las ideas de Wittfogel, pero por el anticomunismo de este último, Wittfogel no podía ser mencionado
por su nombre. Las ideas más ecológicas de Bahro, narradas en From red to green y en otros lugares fueron inspiradas también por el determinismo
geográfico de Wittfogel.

21
Desde esta perspectiva Childe revolucionó el trabajo arqueológico, ya que para él los datos obtenidos en una excavación,
no son otra cosa que la expresión del pensamiento y la actividad humana que, de forma más o menos intencional, va
delimitando su marco de actuación. Para Childe el hombre es el protagonista y el motor de su historia, pero también es el
responsable de sus actos. Esta concepción de la naturaleza humana y de la historia hicieron que a lo largo de su vida alternara
los estados de euforia y esperanza con los de abatimiento y desesperación. El final de la Segunda Guerra Mundial marcó el
inicio de una desilusión global y profunda que sólo terminaría con su muerte ocurrida en misteriosas circunstancias.

La idea de que se habían producido cambios acelerados en diversas etapas del desarrollo de la humanidad fue formándose
poco a poco en el pensamiento de Childe. Hacia 1929 comenzaron sus primeras interpretaciones económicas de los
datos y su "...preocupación original por los movimientos prehistóricos de los pueblos se vio suplida por un intento de análisis
de su conducta económica que, posteriormente le conduciría a estudiar su organización social y sus conocimientos prácticos"
(Trigger, 1982: 184). Un año antes había adoptado la «hipótesis del oasis» como causa de la aparición de la agricultura, que
describía como "...una revolución mediante la cual el hombre dejó de ser un parásito convirtiéndose en un creador emancipado
de las limitaciones de su entorno" (Childe, 1928: 2. En Trigger, 1982). No veía la agricultura como la única solución al problema
de la sequía en la «teoría del oasis», ya que otros grupos podían reaccionar de forma distinta. Es en este momento cuando
comienza a emplear el término «civilización» al que caracteriza por "...la existencia de ciudades, tracción animal, escritura, un
gobierno conscientemente ordenado, los comienzos de la ciencia, la especialización de las artes industriales y el comercio
internacional" (Childe, 1930a: 3-7. En Trigger, 1982).

El primer intento sistemático de exposición de su teoría de las Revoluciones tiene lugar en 1934, con la publicación de "El
nacimiento de las civilizaciones orientales". Hacia 1935 se produce un cambio en algunos de sus planteamientos y
empieza a concebir la cultura arqueológica como una totalidad, aproximándose así a los planteamientos del
antropólogo funcionalista británico Bronislav Malinowsky18.
En la década de los años 30 tiene lugar en Europa el ascenso del fascismo, lo que hizo que Childe se interesara más por la
teoría de la evolución que, junto con su pesimismo sobre la creatividad humana, configurará la base teórica de dos de sus
obras más importantes: "Los orígenes de la civilización" (1936) y "Qué sucedió en la Historia" (1942). En "Los orígenes de la
civilización" lleva a cabo la exposición más detallada y completa de su teoría de las Revoluciones y supone un canto optimista
del progreso humano como motor de la historia. "Uno de los propósitos de este libro es el señalar cómo la historia enfocada
desde un punto de vista científico impersonal puede justificar la confianza en el progreso" (1975: 10). En esta obra establece
de forma definitiva sus tres Revoluciones:
- Revolución Neolítica. Transforma la economía y da al hombre el control sobre su propio abastecimiento de alimentos a
través de la domesticación de animales y plantas. En palabras del propio Childe: "La primera revolución que transformó la
economía humana dio al hombre el control sobre su propio abastecimiento de alimentos. El hombre comenzó a sembrar, a
cultivar y a mejorar por selección algunas hierbas, raíces y arbustos comestibles. Y también logró domesticar y unir firmemente
a su persona a ciertas especies animales" (1975: 135).
- Revolución Urbana. En algunas zonas del mundo apareció un excedente social de producción relativamente alto debido a la
agricultura de regadío. Ello motivó el desarrollo de verdaderos centros urbanos, y estados bien organizados con
especialización técnica e industrial. Los hombres "...habían acumulado laboriosamente un conjunto importante de
conocimientos -topográficos, geológicos, astronómicos, químicos, zoológicos y botánicos- de saber y destreza prácticos,
aplicables a la agricultura, la mecánica, la metalurgia y la arquitectura, y de creencias mágicas que también eran consagradas
como verdades científicas" (Childe, 1975: 173). Estos adelantos científicos y técnicos hicieron viable la aparición de
considerables excedentes alimenticios y, lo que es más importante, excedentes de productos domésticos y manufacturas que
incrementaron los intercambios entre distintos centros de producción. "El excedente de productos domésticos también debió
servir para sostener un cuerpo de comerciantes... artesanos. Pronto se hicieron necesarios los soldados para proteger por la
fuerza los convoyes..., los escribas para llevar registro minucioso de las transacciones..., y los funcionarios del Estado para
conciliar los intereses en conflicto" (Childe, 1975: 175).
- Revolución del Conocimiento. El saber es acumulativo y transmisible a través de la escritura y la organización de las
ciencias. Un elemento fundamental para Childe fue la aparición de la escritura, cuya verdadera importancia radica en que
"estaba destinada a revolucionar la transmisión del conocimiento humano" (1975: 227). Con anterioridad al 3000 a.C., se
produjeron una serie de descubrimientos y mejoras que afectaron radicalmente a la prosperidad de millones de hombres: el
riego artificial utilizando presas y canales, el arado, los aparejos para utilizar la fuerza motriz animal, el bote de vela, los
vehículos con ruedas, la agricultura hortense, la fermentación, la producción y uso del cobre, el ladrillo, el arco, el vidrio, el
sello, y -en las primeras etapas de la revolución— el calendario solar, la escritura y la notación numérica.

18
(Cracovia, Imperio austrohúngaro; 7 de abril de 1884- New Haven, Connecticut; 16 de mayo de 1942) fue el fundador de la antropología social británica
a partir de su renovación metodológica basada en la experiencia personal del trabajo de campo y en la consideración funcional de la cultura. En 1903
comienza a estudiar filosofía en la Universidad de Cracovia, doctorándose en 1908, especializándose en física y matemáticas. Se traslada a Leipzig
(Alemania) para profundizar sus conocimientos en psicología y economía bajo la dirección de C. G. Seligman. La lectura de The Golden Bough (La rama
dorada) de James Frazer volcó su interés hacia la Antropología Social lo que le llevó a Inglaterra para formarse en esta disciplina, obteniendo su grado
en la London School of Economics en 1910. Fue profesor en esta Universidad desde 1913, y allí se doctoró en 1916.
En 1914 viajó a Papúa (actual Papúa Nueva Guinea), donde llevó adelante un trabajo de campo en Mailu y en las islas Trobriand. Como súbdito del
Imperio austrohúngaro en territorio bajo jurisdicción británica, la declaración de la Primera Guerra Mundial lo obligó a aceptar el destierro en las islas
Trobriand hasta que acabase la guerra. Aquí es donde realizó su trabajo de campo acerca del kula y comenzó a preconizar la metodología llamada "de
observador participante". En 1922 obtuvo un doctorado en antropología en la London School of Economics, y se editó su obra maestra Argonauts of the
Western Pacific (Los argonautas del Pacífico Occidental) que le otorgó fama universal. En Gran Bretaña trabajó también en la Universidad de Londres, y
en Estados Unidos en las universidades de Cornell, Harvard y Yale. En noviembre de 1929 llega a La Habana donde conoce al sabio cubano Fernando
Ortiz, con el cual intercambia ideas e información sobre los fenómenos sociales que son los cambios de cultura y los impactos de las civilizaciones. En
julio de 1940 se encontraba trabajando en la Universidad de Yale, donde escribe la introducción al libro del Dr. Ortiz Contrapunteo Cubano del Tabaco y
el Azúcar. Murió en 1942 de un ataque cardíaco mientras se preparaba para dirigir un trabajo de campo en Oaxaca (México), apenas cumplidos sus 58
años.

22
Childe observa que es ridículo menospreciar los niveles productivos de sociedades basadas en la caza y la
recolección (1975: 77) y cómo sus conocimientos técnicos y económicos habían permitido a grupos como los Kwakiuti de la
Columbia Británica -que nunca basaron su economía en la agricultura— alcanzar un complejo grado de desarrollo que hoy
denominaríamos «jefaturas» (Shallins, 1977). La civilización maya que floreció en las tierras tropicales de América central le
ocasionó algunos quebraderos de cabeza. Los mayas habían alcanzado las revoluciones urbana y del pensamiento sin
que su tecnología se hubiera modificado gran cosa desde la «prehistoria», y esto no cuadraba muy bien con su
esquema evolutivo. No tuvo más remedio que considerar esta cultura dentro de las grandes realizaciones humanas de la
antigüedad, pero, aun así, siempre pensó que las formas económicas practicadas por estas culturas les habían conducido a un
callejón sin salida.
A partir de los años 50 Childe empezó a ser conocido en América y fue asociado inmediatamente con Julián Steward y
Leslie White como uno de los precursores del evolucionismo multilineal. Aun así, estaba muy lejos de los
planteamientos deterministas de White relativos a la tecnología e insistía mucho más en la importancia de los medios
de producción y la ideología en el desarrollo de las sociedades.

La obra de Childe ha sido analizada y criticada por numerosos especialistas y no siempre se ha valorado objetivamente su
contenido. "Childe describió la historia de la cultura refiriéndose a los mayores avances tecnológicos y sociales como
«revoluciones» que capacitaron al hombre para hacer un mejor uso de su medio. Para Childe la evolución social del hombre
corrió paralela a su tecnología" (Hole y Heizer, 1977: 257). Esta afirmación, aunque se acerca bastante a la realidad, no es del
todo cierta. De estas palabras se puede extraer la idea de que Childe practicaba un determinismo tecnológico y eso está muy
lejos de la verdad. La importancia que concede a la tecnología en su obra es grande, pero "aunque deja bien explícitos sus
puntos de vista sobre las revoluciones neolítica y urbana en la historia de la humanidad, fue siempre consciente de las
limitaciones de la arqueología" (Daniel, 1974: 286). En su esquema del desarrollo de la humanidad los aspectos sociales
y económicos juegan un papel tan importante o más que el tecnológico.

Lo cierto es que sus teorías pueden ser analizadas desde muy diversos puntos de vista y, por lo general, cada autor suele
encontrar en su obra todo tipo de tendencias. "Por lo que hace al evolucionismo universal de Gordon Childe se ha
considerado no sólo su adhesión a los estadios universales de Morgan (salvajismo, barbarie y civilización) en su
presentación de las secuencias culturales de Oriente Medio, sino también, su tratamiento enteramente particularista
de la aparición de un área cultural distintivamente europea" (Harris, 1978: 557). Esta afirmación junto con la de que
"Childe parece estar en realidad más cerca del particularismo histórico que del materialismo histórico" (Harris, 1978:
590) son totalmente injustas. Si bien es cierto que Childe no aplicó el materialismo histórico hasta sus últimas consecuencias,
también lo es que su postura teórica siempre estuvo muy alejada del idealismo ideográfico que caracterizó al
particularismo histórico de la escuela boasiana. Si tuviéramos que situar en algún lado la obra de Gordon Childe, sería
justo incluirla dentro de las estrategias de investigación nomotéticas, ya que dedicó muchos años de su labor científica a la
busca de leyes explicativas y predictivas del desarrollo social19.

Para algún autor "...sus formulaciones del desarrollo se basan en el análisis de las condiciones ambientales concretas... Para
Childe la Revolución Urbana está asociada con los medios áridos y semiáridos situados en las márgenes de los grandes
sistemas fluviales de Egipto, Mesopotamia, la India y China" (Palerm, 1967: 162). Este es quizá, a nuestro modo de ver, uno de
los aspectos de su obra que no llegó a desarrollar suficientemente. Aunque a lo largo de sus escritos se pueden encontrar
varios análisis de condiciones ambientales, lo cierto es que suele hacer lo de forma superficial. Otro tanto ocurre con sus
consideraciones sobre los sistemas de regadío en el Cercano Oriente, que tampoco llegó a estudiar con profundidad. La obra
de Veré Gordon Childe sigue ofreciendo en la actualidad una gran cantidad de posibilidades y muestra la enorme riqueza de un
pensador que tuvo como principal objetivo explicar científicamente las causas del desarrollo de las sociedades.
La verdadera formulación del evolucionismo multilineal y de la metodología necesaria para su aplicación fue realizada
por el arqueólogo norteamericano Julián Steward (1955). Para ello partió de la existencia de regularidades significativas en
el cambio cultural y basó su metodología en la determinación de las correspondientes leyes culturales. Su interés por los
planteamientos históricos no le llevó a pensar que todos los datos fueran susceptibles de ser clasificados en estadios
universales. Para él la evolución multilineal carece de esquemas a priori y de leyes preconcebidas, centrando su metodología
en el uso de las nociones de paralelismo y causalidad cultural, en el desarrollo de una taxonomía adecuada para clasificar,
caracterizar e identificar los fenómenos culturales, y en la distinción entre instituciones de carácter estratégico y de carácter
secundario.

Algunos autores posteriores (Harris, 1978: 571) consideran que Steward fue mucho más allá, sentando las bases de la
ecología cultural y del materialismo cultural. Es evidente que algunos de sus planteamientos se ajustan a la definición de
materialismo cultural. Trata de establecer una taxonomía de los ejemplos empíricamente identificados de líneas paralelas de
desarrollo. Sirva de ejemplo su definición de «núcleos culturales»: "la constelación de rasgos más estrechamente relacionados
con las actividades de subsistencia y con los dispositivos económicos" (1955:37).

19
En sociología, la explicación nomotética introduce una comprensión generalizada de un caso dado y se contrasta con la explicación idiográfica, que
presenta una descripción completa del caso en cuestión. Nomotética en Kant. Emmanuel Kant, en la primera introducción a la Crítica del Juicio,
introduce el principio de una técnica de la naturaleza, para pensar la organización de ésta en conformidad a fines. Se trata de un principio reflexivo, con
validez subjetiva. Mientras que una nomotética de la naturaleza se limitaría a determinar los objetos según leyes mecánicas, como si todo estuviera
compuesto por meros agregados, sin considerar las peculiaridades de los organismos. Ciencias nomotéticas en el neokantismo (Windelband). Wilhelm
Windelband denomina ciencias nomotéticas a aquellas que tienen por objeto las leyes lógicas, es decir, las ciencias de la naturaleza, que buscan
estudiar procesos causales e invariables. Por el contrario, las ciencias cuyo objeto es el estudio de los sucesos cambiantes, como la economía, la
sociología, el Derecho o la historia, son llamadas ciencias ideográficas. Esta distinción fue básica en la Escuela de Baden, proseguida por Heinrich
Rickert.

23
Llegados a este punto es vital tener presente que la orientación que cada investigador ha dado a sus planteamientos a
lo largo de la historia ha dependido de las influencias teóricas predominantes en cada momento. La reacción boasiana
en Estados Unidos acabó con el evolucionismo, y la explicación del «pensamiento» y las «ideas» se convirtió en el
principal foco de los estudios antropológicos y arqueológicos. Se asumió una estrategia de investigación «idiográfica»
enfocada desde una perspectiva «emic», describiendo por tanto, la cultura desde el punto de vista de los propios participantes
e insistiendo en su carácter particular y no recurrente. El resultado fue el abandono de los planteamientos teóricos que no
volvieron a desarrollarse hasta el período comprendido entre 1940 y 1960.

En el caso de Europa -exceptuando a los ya mencionados Gordon Childe y Wittfogel- las tendencias teóricas en arqueología
siguieron un camino parecido. Los trabajos arqueológicos de las escuelas británica, francesa y alemana, continuaron en la
línea descriptivo-analítica que los habían caracterizado desde los inicios de esa disciplina en el siglo XIX. La antropología
seguía las diferentes escuelas nacionales. En Inglaterra, el funcionalismo, que había iniciado Bronislaw Malinowsky,
tenía un enfoque ahistórico que la apartaba de los intereses propios de la arqueología y en Francia, la escuela
sociológica representada por Emile Durhkeim, Marcel Mauss y Claude Levi-Strauss, tampoco contribuía mucho a su
desarrollo.

Como ya apuntaba Delibes en su artículo, el punto de inflexión para una situación que se había enquistado en ambos lados del
Atlántico, fue la publicación en 1962 de un artículo del arqueólogo norteamericano Lewis R. Binford (21 de noviembre de 1930,
Norfolk, Virginia - 11 de abril de 2011, Kirksville, Misuri): "Arqueología como Antropología" que revolucionó el mundo científico y
situó los trabajos arqueológicos en una nueva perspectiva20. En él, después de reconocer el enorme esfuerzo de la arqueología
por explicar y exponer el conjunto de similitudes físicas y culturales que abarcan la existencia del hombre, se lamentaba de su
nula contribución al campo de la interpretación. Tras poner de manifiesto lo inestructurado del estudio contextual de los objetos,
proponía discutir la evaluación de los conjuntos arqueológicos y utilizar estas distinciones en un intento de interpretación.
Consideraba vital distinguir entre determinados tipos de instrumentos (tecnómicos, sociotécnicos e ideotécnicos) que
corresponderían a lo que la escuela materialista cultural de Marvin Harris ha llamado infraestructura, estructura y
supraestructura, y que abarcarían desde los instrumentos relacionados de forma primaria con el medio físico a los
que forman parte del componente ideológico del sistema.
A estos instrumentos Binford añadió una categorización de atributos estilísticos formales, caracterizados, cada uno de ellos, por
diferentes funciones dentro del sistema cultural total, que se corresponderían con diferentes procesos de cambio, lo que haría
posible un primer intento interpretativo. El punto de vista de Binford giraba alrededor de que la arqueología debe aceptar
la responsabilidad de apoyarse en orientaciones antropológicas tendiendo a una visión sistémica de la cultura,
pensando en términos de sistemas culturales totales y asumiendo plenamente nuestra parte de responsabilidad
dentro de la antropología.
Precisamente este punto es el que consideramos vital al momento de diseñar cualquier intervención arqueológica. Dentro de
un proyecto de estas características existen varios planos de actuación derivados de intereses muy distintos. En primer lugar,
encontramos el planteamiento científico derivado, por lo general, de intereses particulares o institucionales, que tiene como
referencia fundamental las inquietudes propias de la investigación, como por ejemplo: ¿existe la posibilidad de establecer
una relación entre estructuras ceremoniales y unidades de parentesco? En segundo lugar, nos encontramos con los
intereses nacionales o lo que es igual, con la política de patrimonio arqueológico de cada país, donde incluiríamos los planes
de restauración, las normas legales para su fomento y protección, así como los programas de difusión y aprovechamiento
turístico de la zona afectada.

BIBLIOGRAFÍA

BACHOFEN, J. J.: Das Mutterrecht, Benno Schewave, Basilea, 1861.


BINFORD, Lewis: "Archaeology as Anthropology", American Antiquity, 28, pp. 217-225, 1962.
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Aires, 1970; Progreso y Arqueología, Ed. La Pléyade, Buenos Aires, 1973; La Evolución Social, Alianza Editorial, Madrid, 1973; los orígenes de la
civilización, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1975.
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ENGELS, Federico: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Obras escogidas, Akal, Madrid, 1975 (1884).
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WHITE, Leslie: The Science of Culture, Grove Press, New York, 1949.
WITTFOGEL, Karl: El Despotismo Oriental, Guadarrama, 1966.

Antropólogos, arqueólogos, historiadores. Reflexiones sobre el artículo de Germán Delibes

20
Uno de los máximos representantes de la Nueva Arqueología, movimiento surgido en las décadas de 1950 y 1960 en el mundo anglosajón. La
contribución de Binford en la arqueología abarca desde la teoría hasta la metodología, además, ha incursionando en varias subráreas de ésta
disciplina,como en la etnoarqueología. Descubrió un yacimiento muy importante en Sudán llamado "thuseme" Es partidario de las ideas del
procesualismo, defendiendo que el registro arqueológico no puede ser comprendido si no se comprende cómo se formó dicho registro. De este modo el
yacimiento arqueológico es concebido como un registro contemporáneo, pero que contiene elementos que son fruto de las acciones humanas del
pasado. Binford le da gran importancia a la antropología y la investigación etnológica para comprender el pasado, así como a la arqueología
experimental, y a la utilización de una metodología propia de las ciencias naturales en la investigación arqueológica.

24
JIMENEZ VILLALBA, Félix
Publicado en el año 2000 en la Revista de Folklore número 233.
https://funjdiaz.net/folklore/07ficha.php?id=1863

ARQUEOLOGOS, ANTROPOLOGOS, HISTORIADORES.


DELIBES DE CASTRO, Germán (Valladolid, 1949)

1. UN SIGLO DE ARQUEOLOGIA PREHISTORICA: DEL COLECCIONISMO A LAS CIENCIAS NATURALES

Junto a la imagen tópica y casi inevitable de una arqueología aventurera y en gran medida fantástica, algunos de cuyos fotogramas más
difundidos son el hallazgo fortuito de las pinturas paleolíticas de la cueva de Altamira por parte de Sautuola, la misteriosa excursión nocturna
de Schliemann a las ruinas de Troya para recuperar las alhajas del célebre tesoro con las que engalanó sobre la marcha el cuerpo de Sofía, su
esposa, o el apasionante -y no por ello menos concienzudo- descubrimiento por parte de Cárter de la fabulosa tumba de Tutankamón en el
valle de los Reyes, es de justicia reivindicar también la existencia de una Arqueología Científica, de una disciplina cuya personalidad se ha ido
acrisolando a lo largo de los dos últimos siglos, hasta situarse a mitad de camino entre la Historia y la Antropología Cultural.
Etimológicamente, Arqueología significa "tratado de lo antiguo", de la historia pasada, siendo ese exactamente el sentido del término conforme
fuera utilizado por Tucídides en la Grecia clásica. Con el paso del tiempo, empero, el concepto fue restringiéndose al estudio de la cultura
material de la Antigüedad, identificándose como actividad arqueológica tanto el coleccionismo de antigüedades por parte de los mecenas
italianos del Renacimiento, como la exhumación por ese mismo entonces del grupo escultórico del Laoconte en las termas de Tito, en Roma.
En parecida línea, la Arqueología Clásica, anclada exclusiva o casi exclusivamente en el estudio del arte antiguo, era ya una disciplina bastante
consagrada a fines del siglo XVIII gracias a los trabajos del gran sabio alemán Johann Joachim Winckelmann.
Desde la mitad del XIX, obteniendo provecho del debate surgido en torno a la publicación en 1859 del Origen de las especies por medio de la
selección natural de Darwin, la Arqueología cobró un importante impulso, acreditándose como rama del saber destinada a probar la antigüedad
del hombre. Los prehistoriadores franceses Boucher de Perthes, Emile Lartet y Gabriel de Mortillet, movidos por la preocupación de ir más allá
del coleccionismo y de la sistemática del estudio de una estética pretérita, introdujeron en sus trabajos de campo del Somme y de la Dordogne
innovaciones metodológicas propias de las Ciencias Naturales. Ya no se trataba sólo de recuperar objetos antiguos, sino de hacerlo en un
orden, por niveles o lechos geológicos cuya superposición proporcionaba una base de cronología relativa; y además, emulando a botánicos,
geólogos y zoólogos, las piezas recolectadas eran objeto de minuciosa descripción antes de ser clasificadas de acuerdo con una tipología
fundada en criterios funcionales y taxonómicos. El resultado de su trabajo fue, así, la construcción de tramas cronológicas de objetos antiguos,
más que una historia cultural propiamente dicha, a lo sumo reducida a aquella clasificación de la Prehistoria en cuatro Edades tecnológicas
que, matizando una propuesta previa de Thomsen, acuñara en 1865 Sir John Lubbock en su celebérrimo Prehistoria Times: Paleolítico y
Neolítico, dentro de la Edad de la Piedra, y Cobre y Hierro en la de los Metales.

En todo caso aquella Arqueología, que en Europa no varió en lo esencial hasta mediados de este siglo, se limitaba al estudio de las
herramientas antiguas, tenía un carácter eminentemente descriptivo, y vivía por completo ajena a la Antropología, tal vez por la desconfianza
que produjo la propuesta de William Johnson Sollas (1849-1936) formulada en 1911 21, de reconstruir linealmente las formas de vida de los
pueblos prehistóricos, desaparecidos, a partir de las de los primitivos actuales que mostraban un nivel tecnológico o artefactual no muy distinto
del de aquellas épocas. Las ecuaciones propuestas -tasmanianos = Paleolítico Inferior; australianos = Paleolítico Medio; bosquimanos =
primeros hombres del Paleolítico Superior; esquimales = finiglaciares magdalenienses- constituían un entreguismo total e injustificado de la
Arqueología en manos de la Etnología e incluso de la Etnografía.

¿Qué razón de ser podía tener el estudio de los restos prehistóricos cuando el comportamiento e incluso la ideología de las
comunidades de entonces se extrapolaban sencillamente, sin condición de ningún tipo, de los de determinados pueblos del
presente? Ejemplos como el citado contribuyeron a que, al menos en el Viejo Mundo, la Arqueología viviera prácticamente de espaldas a la
Antropología y, como consecuencia, a que experimentara un excepcional desarrollo tipologista en detrimento de visiones culturales de carácter
más general. Únicamente algunas mentes lúcidas, como la del australiano Gordon Childe, alcanzaron a ver más allá de la maraña de los
artefactos y de los tipos, tratando de transcender a las estructuras sociales, al comercio o a las estrategias de subsistencia y, a partir de ello,
intentando establecer ciertas simetrías entre las Edades de la Prehistoria y la clasificación de las Sociedades de L. Morgan y E. Tylor en
Salvajes, Bárbaras y Civilizadas. El optimismo de Childe a este respecto queda debidamente reflejado en las brillantes páginas de Social
evolution, en las que, bien es cierto que sin especificar suficientemente el camino a seguir, mostraba no obstante su fe en la Arqueología para
ofrecer un panorama del pasado más allá de la simple dimensión de las industrias.

La renovación científica experimentada al término de la segunda Guerra Mundial alcanzó también a nuestra disciplina, produciéndose por
entonces acusadas reacciones contra el descriptivismo y el artefactualismo previos. Hubo quienes creyeron suficiente dotar a la Arqueología de
una imagen más científica, en la que tuvieran mayor resonancia las aplicaciones físico-químicas (los métodos de datación absoluta; los
sistemas de autentificación de fósiles...) y aquellas otras inspiradas en las Ciencias Naturales (los análisis de sedimentología, edafología,
palinología, paleontología, antropología física...), sin reparar en que con ellos la lectura cultural podía seguir siendo igual de plana: nada sobre
las formas de vida, sobre comportamiento o sobre sociedad. Los documentos, merced a esta preocupación cientifista, habían ganado en
calidad, pero el problema, en realidad, no estribaba en la precisión de los datos, con ser esta importante, sino en su interpretación, de ahí que
paralelamente se buscaran nuevas perspectivas para una más adecuada valoración de los mismos. Como acierta a apostillar, pleno de
expresividad, Martín de Guzmán, "había que cambiar de orientación e iniciar una reflexión sobre los trabajos y el método (...) más allá de
atiborrar los almacenes de los museos y laboratorios de toneladas de residuos sólidos prestigiados con las dataciones de carbono 14 y los
excelentes dibujos de todas y cada una de las piezas, impecablemente clasificadas, sigladas y adoradas". 22
En ese sentido no puede negarse el éxito cosechado, allá por los años 50, por el enfoque del ambientalismo cultural o de la
"perspectiva ecológica de la cultura" que, en línea con el pensamiento de L. White, concebía la cultura como un nexo entre el hombre
y el medio o, lo que es igual, como una forma extrasomática de adaptación. Se trataba, en suma, de reconocer la interacción de los
procesos culturales y del medio ambiente y, de ahí, la conveniencia de precisar las características de éste en tanto límite de la
actividad humana. La escuela de Cambridge, con Higgs y Vita Finzi al frente, desempeñó sin duda un papel clave en la difusión de este tipo
de trabajos, pero su principal impulsor fue R. Braidwood quien a partir de 1948, desde el Instituto Oriental de la Universidad de Chicago,
sorprendería al mundo incluyendo en una expedición al Kurdistán iraquí cuyo objetivo era el estudio del fenómeno neolitizador, a un botánico,

21
in 1905 he published the collection of essays The Age of the Earth, and in 1911 an anthropological work Ancient Hunters and their Modern
Representatives
22
8 NOV 1994. El arqueólogo e historiador Celso Martín de Guzmán falleció el pasado viernes en su ciudad natal, Gáldar (Gran Canaria), a los 48 años de
edad, a consecuencia de un cáncer linfático. Martín de Guzmán fue un precursor en el estudio de la arqueología en Cananas y participó en campañas
periodísticas en defensa de la Cueva Pintada de Gáldar, obra de los antiguos pobladores de las islas. Estudió Filosofía en la Universidad de La Laguna,
donde se especializó en historia.

25
H. Helbaek, y a un zoólogo, Ch. Reed, que acabarían jugando un papel determinante a la hora de dictaminar sobre el origen de la economía
productiva. Eran, sencillamente, los únicos científicos del equipo dotados para discernir entre semillas silvestres y cultivadas, entre animales
salvajes y domésticos, esto es, los únicos capacitados para sentenciar sobre la condición cazadorarecolectora o agropastoril de las
comunidades prehistóricas objeto de estudio.
Gracias a estas experiencias, como significaba Hawkes, la Arqueología acreditaba su suficiencia para investigar las parcelas tecnológica y
económica de las poblaciones desaparecidas. Inclusive, a través de la noción de "territorio económico" y del estudio de su potencial, se abría
un campo propicio para distinguir, dentro de un determinado establecimiento, entre lo local y lo exótico, facilitando en ocasiones la percepción
de fenómenos de intercambio y comercio. Ahora bien ¿y otros aspectos menos directamente tangibles, como la estructura social, las relaciones
de parentesco, el pensamiento o las propias formas de vida más allá de la esfera estrictamente económica? ¿Había que renunciar a esas
parcelas de conocimiento? ¿Cuáles eran realmente los límites y las posibilidades de la investigación arqueológica?

2. "ARQUEOLOGÍA COMO ANTROPOLOGÍA"


Importantes cuestiones todas ellas que desde hacía años ya se planteaban los arqueólogos del otro lado del Atlántico, mucho más
sensibilizados que sus colegas europeos por las carencias epistemológicas de la disciplina y, sobre todo, mucho más insatisfechos
por la falta de sistemática de la Arqueología tradicional. Resultaba imprescindible aquilatar si la Arqueología era un período de la Historia,
una ciencia auxiliar de ésta o bien otra rama del saber diferente, y pronto se sentarían las bases para hacerlo.
En 1948, en efecto, W. W. Taylor proclamaba que los objetivos de la Arqueología coincidían plenamente con los de la Antropología,
concretándose en el ámbito de la conducta humana y de la Cultura. Ahora bien, ésta era susceptible de descomponer en tres niveles, la
motivación (pensamiento), el comportamiento (la acción) y los resultados (efectos), que si bien resultaban perfectamente asequibles a una
observación de presente, como la del etnógrafo o antropólogo de campo, no lo eran del todo a la del arqueólogo, condenado a trabajar con
sólo documentos materiales y, aún de estos, con únicamente aquellos que sobrevivían al paso del tiempo.

Las observaciones de Taylor, por cierto muy similares a las efectuadas años después por Leroi-Gourhan en relación con sus "chaines
operatoires" (cadenas operativas), no pasaban por alto ni la inmaterialidad de la motivación -¿cómo encontrarla el arqueólogo?-, ni la
imposibilidad de conocer, pese a su materialidad, el comportamiento de una acción pretérita, desenvuelta mucho tiempo atrás. El investigador
norteamericano no dejaba de reconocer, por tanto, ciertas disimetrías, de proyección fundamentalmente metodológica, entre Antropología y
Arqueología, pese a lo cual la coincidencia de sus objetivos hacía de ellas una misma cosa. También la Arqueología, como la Antropología
según una definición con más de un siglo de historia de Edward Tylor, era "una ciencia del hombre, de su aspecto físico y de su cultura,
entendida ésta como sus creencias, su arte, su moral, su derecho, sus costumbres y cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos por
el hombre en cuanto miembro de la sociedad". Todo ello explica suficientemente el frecuente recurso a eslóganes como "la Arqueología es la
Antropología Cultural del pasado" o, más drástico aún, "la Arqueología o es Antropología o no es nada", que no son sino testimonios de una
convicción que en Norteamérica ha subdividido la ciencia antropológica en tres ramas, plenas de personalidad pero complementarias, como
son la Antropología Cultural, la Antropología Biológica y la Arqueología.

A pesar de todo, aunque los fines fueran en gran medida los mismos, las diferencias en cuanto a la dificultad de acceder a la información
resultaban manifiestas. ¿Cómo alcanzaría el arqueólogo aquellas imágenes del pasado que desbordaban el ámbito de lo tecnológico y lo
económico? Correspondería a Lewis Binford, profesor de Antropología en la Universidad de Nuevo México, ir diseñando respuestas siempre
desde una inamovible premisa: "los documentos arqueológicos son estáticos y, como cualquier hecho físico, no hablan por sí mismos, sino que
deben ser interpretados para intentar acceder a la dinámica que los generó". El descubrimiento arqueológico no es elocuente por sí mismo;
somos los arqueólogos quienes hacemos lectura de él, o, lo que es lo mismo, en palabras de A. Gallay, "la interpretación de los vestigios
arqueológicos implica un contexto de referencia exterior". Por otra parte, Binford, el profeta de ésta que pasará a llamarse desde los años 60
"New Archaeology", llevará su audacia a matizar que el procedimiento de interpretar sólo puede fundamentarse en observaciones de
presente... o de pasado con la condición de que los documentos que sirvan de base para ello (textos escritos) resulten lo
suficientemente explícitos.

Este planteamiento nos conmina a recurrir al conocimiento de los pueblos vivos y de su cultura material para comprender el registro
arqueológico, bien es cierto que subrayando que ahora no se trata de extrapolar imágenes del presente para aplicárselas aséptica y
linealmente a los pueblos del pasado -la vieja aspiración, nada convincente, de Sollas-, sino de utilizar éstas como laboratorio, como
referente de hipótesis de trabajo -cuanta más información se cruce en este sentido, mejor- que el arqueólogo tratará de contrastar o estudiará
en su viabilidad al enfrentarse a la problemática de los yacimientos. Un trabajo, necio sería negarlo, que se ha visto muy favorecido por la
aportación de antropólogos como E. Service o M. Fried definiendo los rasgos propios de sociedades en diferente grado de evolución, por
cuanto ello reduce el marco comparativo de los documentos arqueológicos a aquellas comunidades de su mismo o parecido nivel de
desarrollo.

Esta es la causa de la proliferación de los trabajos etnoarqueológicos, a la búsqueda de regularidades en el comportamiento de poblaciones de
hoy, con la esperanza de que sirvan de referencia para la explicación de los restos del pasado. Los arqueólogos estamos convencidos de
que nuestras interpretaciones han de basarse en la observación de comunidades vivas o, al menos, históricas, y que debemos
aprender en ellas a leer los documentos pretéritos. Encontraremos ahí la justificación de pintorescos "aprendizajes", tales como la
excavación experimental de basureros modernos por parte de ciertos arqueólogos norteamericanos... como medio para conocer el
grado de eficacia de su trabajo para la reconstrucción cultural en yacimientos antiguos de índole similar , o de ciertos poblados indios
de ocupación suficientemente moderna como para que una superviviente de la comunidad que allí habitó, el caso de la ya célebre Millie, pueda
"corregir" directamente y sin la menor vacilación los errores en que los excavadores incurran a la hora de efectuar una lectura funcional de los
distintos espacios del establecimiento.

El trabajo experimental consistirá las más de las veces, sin embargo, en una convivencia directa del arqueólogo-antropólogo con una
comunidad de primitivos actuales, al estilo de la efectuada por Gallay entre los touareg del Hoggar, por Yellen entre los bosquimanos del
Kalahari o por el propio Binford - autotitulado etnógrafo y no por ello menos "colega" de los prehistoriadores del Viejo Mundo - con una partida
de esquimales nunamiut, en Alaska. Las dos últimas, que se refieren a comunidades de tipo banda con una economía cazadora-recolectora,
grosso modo equiparables a las del Paleolítico Superior, hacen patente la complejidad estructural de los establecimientos, la variación de los
mismos según su intención funcional, y enseñan decisivamente, a partir de la distribución espacial de artefactos, de restos de fauna y de otros
indicios, sobre el comportamiento de las poblaciones que vivieron en ellos. Es evidente que si hoy los arqueólogos nos atrevemos a
atribuir a las bandas paleolíticas un territorio económico estricto (el existente en torno al habitat, en un radio, tal vez, de media
docena de kilómetros) y otro anual (aquellos miles de kilómetros cuadrados hollados por una banda en movimiento durante el año, a
la búsqueda de recursos estacionalmente complementarios) ello sólo ha resultado posible tras advertir que ese es el
comportamiento habitual de cualquier grupo de cazadores-recolectores, siendo bien cierto, como ha conseguido demostrar Davidson

26
tomando como base la ocupación temporal de ciertos yacimientos valencianos (Barranc Blanc, Mallaetes, Meravelles, Porcs, Volcán del Faro o,
en menor medida, Parpalló), que el modelo se adecúa bastante satisfactoriamente a la información disponible sobre el Paleolítico Superior.

La nueva óptica de trabajo hará posible, por otra parte, indagar en campos antes tabúes para la Arqueología, como el de la estructura social.
"La Antropología, dirá Renfrew, nos está enseñando a leer en el terreno de la sociedad", sirviéndose para ello de convencionalismos tales
como la inversión de energía en el rito funerario (en la estructura de las propias tumbas, así como en sus ajuares, estudiados en el marco
teórico de una "Arqueología de la Muerte"), o el uso y la disponibilidad del espacio dentro de los poblados; dos convencionalismos que, con las
inevitables excepciones, parecen haber sido una constante a lo largo del desarrollo cultural, conservando plena vigencia hasta nuestros días.
En definitiva, la concepción de la Arqueología como Antropología, que no es sino el título de un primer artículo de Binford (1962)
enunciando los principios de la New Archaeology, trata de evitar que los prehistoriadores, como ocurría invariablemente antaño,
basen sus interpretaciones en ideas románticas, demasiado superficiales cuando no frívolas, de las sociedades primitivas y, a cambio de
ello, se esfuercen por relacionar sus datos con testimonios reales de sociedades cazadoras o agrícolas, lo que, indudablemente, redundará en
una visión más compleja y mucho más rica -más verosímil, en fin- de los documentos disponibles.

3. LA ANTROPOLOGÍA COMO FRENO DE ALGUNAS INTERPRETACIONES ARQUEOLÓGICAS SIMPLISTAS

La Nueva Arqueología, además de introducir nuevas perspectivas para el análisis y la lectura de los testimonios arqueológicos, representó
también una fuerte crítica de algunos conceptos básicos hondamente arraigados en la Arqueología tradicional, por cuanto carecían del
suficiente fundamento antropológico. En ese contexto, es evidente que, sobre todo en Arqueología Prehistórica, ha existido cierto abuso en el
empleo del término "cultura" -la de Los Millares, la Solutrense, la de los Urnenfelder, la megalítica o todas las que se quiera más- cuando la
base documental para una consideración de ese tipo, a falta de datos lingüísticos, de información sobre las características "raciales"
de las poblaciones implicadas, etc., se reducía a la dispersión de unos cuantos objetos de equipamiento, grosso modo coincidentes,
por un espacio dado. Esta propensión a equiparar "cultura" y "equipamiento", las más de las veces industrial, así como a conceder
un significado étnico a los materiales arqueológicos, ha sido una práctica frecuente en los estudios prehistóricos, y ahí quedan como
muestra las lecturas clásicas de los mapas del Vaso Campaniforme (el exponente de un pueblo, de origen discutido, que acababa
adueñándose del continente europeo) o, más cerca, la interpretación que hiciera Cuadrado de las fíbulas anulares como distintivo -auténtico
emblema, pleno de etnicidad- de ciertas comunidades prerromanas de la Península Ibérica.

La etnoarqueología también ha servido para poner freno a estas reducciones, en exceso simplistas, al demostrar que no todos los
elementos materiales sirven como marcadores étnicos. Los trabajos de Ian Hodder (Brístol, 1948) sobre las comunidades ganaderas que
actualmente viven en las inmediaciones del lago Baringo, en Kenia, hablan, como ejemplo, de tres grupos étnicos diferentes, Los Njemp, los
Tugen y los Pokot, entre los que existen - pese a los matrimonios cruzados entre ellos - grandes rivalidades económicas. Todo ello se traduce
asiduamente en un deseo de afirmación externa de la identidad propia que, en el caso de ciertos adornos corporales como los pendientes
femeninos, conduce al uso de tipos específicos en cada grupo.
Ahí la cultura material opera, en efecto, como referente de etnicidad; pero la prueba de que no siempre ni sólo ocurre así la encontramos en el
hecho de que los zarcillos de las mujeres Njemp, lejos de mostrarse invariables, cambian también según los grupos de edad. Algunos
elementos de equipamiento ostentan, pues, el valor de auténticos marcadores étnicos, pero otros no, habiendo constancia de
objetos de adorno y de símbolos muy diferentes dentro de un mismo grupo étnico y, al contrario, pudiendo haber otros idénticos
entre grupos étnicos muy diferentes, como consecuencia, por ejemplo, de fenómenos emulativos.

¿No se limitó el ceramista prerromano de Numancia a tomar del repertorio púnico la iconografía del sol, el caballo y la palmera, sin
siquiera conocer probablemente su simbología? En definitiva, no hay una pauta única de relación entre equipamiento material y etnicidad,
por lo que en cada caso, en cada contexto concreto habremos de preguntarnos por los factores que influyeron en el uso o no de la cultura
material para cursar unos mensajes simbólicos, así como por el auténtico significado de los mismos: ¿étnico, totémico, de edad, social,
religioso, profesional? El desarrollo de la New Archaeology, finalmente, trajo consigo también una revolución en el concepto de "cambio
cultural". Frente a los antropólogos, acostumbrados al estudio de culturas recientes y, en cierto modo, de pueblos al margen de la Historia,
cuyos rasgos se supone no dependen tanto de su pasado como de su funcionamiento presente, los prehistoriadores se plantean hacer frente a
la investigación de larguísimos períodos y prestan especial atención no al cómo son las cosas per se en un determinado momento, sino a lo
que tienen de distinto y de innovador respecto a las del pasado. Se muestran interesados, pues, por la trayectoria y por el desarrollo de las
formas de cultura, lo que desvela una coincidencia de intereses con la Historia. La cuestión no consiste, sencillamente, en proclamar que las
"culturas arqueológicas" (complejos industriales) del Paleolítico Superior en el occidente de Europa fueron Auriñaciense,
Gravetiense, Solutrense y Magdaleniense, sino en explicar por qué, después de mantenerse vigente varios miles de años un mismo
equipamiento artefactual, acabó imponiéndose otro de características suficientemente distintas como para requerir otro nombre.
¿Qué circunstancias podían provocar tan drásticas sustituciones? He ahí el nudo gordiano del "cambio cultural" en Arqueología
Prehistórica.

En los planteamientos tradicionales, de acuerdo con la convicción de que los materiales arqueológicos tenían un significado étnico, la
desaparición de unos y la aparición de otros tenían un significado inequívoco de ruptura, de crisis de etnicidad y de suplantación poblacional.
Los últimos solutrenses habrían sido responsables de una gran "escalada armamentística", por utilizar las expresivas palabras de Denis
Peyrony (Cussac, Dordoña 1869 - Sarlat, 1954) con objeto de frenar la "invasión" magdaleniense perpetrada desde el este de Europa. El
cambio cultural, pues, se operaba necesariamente desde fuera, se producía por estímulos externos, bien invasionistas -al fin y al cabo la
Historia mostraba algunos casos evidentes de situaciones de este tipo, como la conquista del Mediterráneo por parte de Roma durante la
República, o la expansión del Islam en los inicios de la Edad Media-, bien aculturadores, conviniendo estos un tanto a la Europa "bárbara" del
Neolítico y la Edad del Bronce en un momento en que tan en boga se encontraban las teorías del "ex oriente lux": los dólmenes de las costas
atlánticas resultaban incomprensibles sin la arquitectura monumental de las pirámides, y la primera "cultura" metalúrgica peninsular,
de Los Millares-Vila Nova de Sao Pedro, sólo alcanzaba a explicarse en el marco de un fenómeno de colonización por parte de
mercaderes cicládicos que habían navegado hasta las orillas del oeste del Mediterráneo.

Los arqueólogos procesualistas, sin negar la viabilidad ocasional de tales explicaciones -obligada, desde el momento en que están acreditadas
en situaciones históricas concretas-, advierten también de otras posibles causas del cambio cultural y, sobre todo, de que éste pueda surtir
efecto sin suplantación étnica, como resultado de procesos evolutivos fundamentalmente internos. Un libro ya clásico editado por C. Renfrew,
The explanation of culture change, constituye un magnífico muestrario de "cambios en la continuidad", una casuística casi inagotable en la
que las causas pueden ser desde puramente naturales -una catástrofe sísmica, como la que produjo la erupción del Santorín a mitad
del segundo milenio a. C. en el Egeo, cercenando el desarrollo de la civilización minoica de Los Palacios; o un simple cambio
climático como el que aconsejó, también en el segundo milenio pero ahora en el noroeste de Europa, un mayor desarrollo de las

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formas de vida pastoriles en detrimento de las agrícolas previas-, a propiamente culturales, estimuladas por innovaciones
económicas, sociales y hasta simplemente alimenticias.

Hoy en día que las relaciones exteriores han recuperado parte de su crédito en la explicación del desarrollo de las sociedades del pasado
merced a la concepción de los "sistemas mundiales" de Immanuel Wallerstein (Nueva York, 1930) 23 es difícil sin embargo sustraerse por
completo a la tentación continuista y volver la espalda a algunos ejemplos verdaderamente reveladores. La aparición del arado entre los
grupos tardoneolíticos del este de Europa además de ser el detonante de una revolución económica, sirvió también para poner fin a una etapa
matriarcal - el esplendor de las primitivas culturas campesinas de la "Old Europe", en las que el rol de la mujer tuvo tanto relieve - en beneficio
de otra caracterizada por la exaltación de los valores masculinos. La misma explicación de la continuidad étnica podría aducirse en el proceso
de sedentarización del hábitat y el consiguiente cambio en el patrón de asentamiento (aparición del "castro") que se observa en los grupos del
occidente de la Península en el Bronce Final, pues muy probablemente obedeció, antes que a una inyección demográfica externa, a un
fenómeno de intensificación económica y, más en concreto, a la generalización del cultivo en hojas, alternando cereal y leguminosas que,
además de desplazar a la tradicional agricultura itinerante de rozas, produjo un fácilmente perceptible crecimiento poblacional. Y todo hace
suponer, en idéntica línea, que la espectacular renovación de la vajilla de los grupos calcolíticos de Badén, en Hungría, respecto a la de sus
predecesores no fue consecuencia, como apuntaba originalmente Nándor Kalicz (1928–2017) de una penetración en el Danubio medio de
poblaciones oriundas de Anatolia y, más en general, del Egeo, sino simple resultado de la buena acogida que ciertos hábitos alimenticios
innovadores -el consumo de leche bajo múltiples formas, muy probablemente- obtuvieron en la segunda mitad del tercer milenio en todo el
sureste continental.

Ciertamente existieron en el pasado invasiones y migraciones que pueden justificar el fin de una "cultura arqueológica" y la implantación de
otra distinta; también la extensión de ciertas regularidades culturales -por ejemplo el éxito casi planetario del alfabeto latino- pueden
considerarse resultado de procesos de difusión bien conocidos, con frecuencia fomentados por el desarrollo del comercio. La
Arqueología Procesual, nada al margen de estas evidencias, sencillamente se plantea huir del difusionismo más reduccionista, llamando la
atención sobre la posibilidad de que el cambio cultural, además de por un agente externo, pueda venir impuesto por factores espontáneos de
las mismas comunidades afectadas, bajo la forma de reajustes en los diferentes procesos interactivos que, siempre buscando un equilibrio,
inciden en la conformación de las sociedades, de cualquier momento y ámbito.
En fin, este fugaz recorrido por la historia de la Arqueología no ha tenido más pretensión que destacar la existencia de un indudable
denominador común entre dicha disciplina -sobre todo la Arqueología Prehistórica- y la Antropología, insistiendo en la inevitabilidad del
encuentro entre ambas, tanto si prevalece en el estudio de la cultura el criterio historicista de Franz Boas, en el sentido de que sólo el pasado
de un fenómeno cultural hace a este inteligible, como si, siguiendo el razonamiento de Binford, consideramos que no hay más
laboratorio para interpretar culturalmente la materialidad de los documentos arqueológicos que la conducta de los pueblos vivientes.
La lectura de los desvaídos fotogramas del pasado que nos lega la actividad arqueológica sólo será posible desde las enseñanzas de la
Antropología. La proyección diacrónica de las interpretaciones de aquellos nos proporcionará la no menos necesaria perspectiva histórica.
Mas, en rigor, ni los antropólogos estudian la cultura de los pueblos sin Historia, ni existe Historia posible que pueda permitirse el lujo de
sobrevivir al margen de las ricas y complejas visiones de la Antropología.

____________

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Wallerstein localiza el origen del moderno sistema-mundial en el noroeste de Europa del siglo XVI. Una pequeña ventaja en la acumulación de capital
en Gran Bretaña y Francia, debido a circunstancias políticas específicas al final del periodo del feudalismo, pusieron en movimiento un proceso gradual
de expansión dando como resultado la red mundial, o sistema de intercambio económico que existe en la actualidad. Para Wallertstein, la transición al
capitalismo se llevó a cabo durante el "largo" siglo XVI con la previa "crisis" del modo de producción feudal, que englobaba causas climáticas,
demográficas, políticas e incluso culturales, lo que obligó a los señores feudales de Inglaterra y del norte de Francia a convertirse en capitalistas. Lo
anterior llevó a la conformación de la economía-mundo capitalista que llegó a ocupar América y a convertirla en la periferia del sistema mundial, y
consecuentemente desecha la idea de "revolución burguesa" arraigada en el marxismo ortodoxo.
En este sentido, Wallerstein se pregunta cuál es el sentido de afirmar que la Revolución francesa fue una "revolución burguesa" si el capitalismo como
tal ya estaba consolidado desde hace dos o tres siglos atrás, por lo que llega a mencionar que la Revolución francesa fue en realidad una "revolución
anticapitalista" -con lenguaje antifeudal- y además fue el acontecimiento en donde la superestructura ideológica se pone por fin al mismo nivel que la
estructura económica; es decir: que a partir de tal suceso las ideologías expresan transparentemente los intereses de las clases al interior del sistema-
mundo. Pero, en modo alguno, según Wallerstein, representó un cambio estructural profundo. Con esta última idea, Wallerstein ensalza a la Revolución
francesa y baja el perfil a la Revolución rusa de 1917.
Un mayor avance ocurrió durante la época del imperialismo, el cual puso en contacto a cada rincón de la tierra con la economía capitalista al estilo
europeo.
El sistema-mundial capitalista se encuentra lejos de la homogeneidad en términos culturales, políticos y económicos; está caracterizado por profundas
diferencias en el desarrollo cultural, acumulación del poder político y capital. Wallerstein concibe las diferencias en las teorías de la modernización y
capitalismo como una división duradera del mundo en el núcleo, semi-periferia y periferia.
Sobre Karl Marx
Marx tenía un defecto importante. Era excesivamente smithiano (la competencia es la norma del capitalismo, el monopolio una distorsión) y
schumpeteriano (el empresario es el agente del progreso). Numerosos marxistas del siglo XX no comparten ya estos prejuicios, aun cuando creen que
eso es porque el capitalismo ha evolucionado. Sin embargo, una vez que se invierten estos supuestos, el uso de un marco dialéctico y materialista para
el análisis obliga a hacer una lectura muy diferente de la historia de los siglos XVI a XVIII, incluso del XIX, de lo que el mismo Marx hizo la mayoría de las
veces. Wallerstein, I.-El moderno sistema mundial III
Es en cambio al otro Marx, al que veía la historia como una realidad compleja y sinuosa, al que insistía en el análisis del carácter específico de los
diferentes sistemas históricos, al Marx que era, por tanto, crítico del capitalismo como sistema histórico, a quien debemos devolver en el primer plano.
¿Qué encontró Marx cuando examinó a fondo el proceso histórico del capitalismo? Encontró no solo la lucha de clases, que a fin de cuentas era el
fenómeno de "todas las sociedades existentes hasta el presente", sino también la polarización de las clases. Esta fue su hipótesis más radical y atrevida
y, por consiguiente, la más criticada. Wallerstein, I.-Raza, nación y clase
Sobre las ciencias sociales
La ciencia social es una empresa del mundo moderno; sus raíces se encuentran en el intento, plenamente desarrollado desde el siglo XVI y que es parte
inseparable de la construcción de nuestro mundo moderno, por desarrollar un conocimiento secular sistemático que tenga algún tipo de validación
empírica ( Wallerstein, I.-Abrir las ciencias sociales.) puesto que la presión por la transformación política y social había adquirido una urgencia y una
legitimidad que ya no resultaba fácil contener mediante la simple proclamación de teorías sobre un supuesto orden natural de la vida social. En cambio
muchos –sin duda con esperanzas de limitarlo- sostenían que la solución consistía más bien en organizar y racionalizar el cambio social que ahora
parecía inevitable en un mundo en el que la soberanía del “pueblo” iba rápidamente convirtiéndose en la norma.
Pero para organizar y racionalizar el cambio social primero era necesario estudiarlo y comprender las reglas que lo gobernaban. No sólo había espacio
para lo que hemos llegado a llamar ciencia social, sino que había una profunda necesidad de ella. Además parecía coherente que si se intentaba
organizar un nuevo orden social sobre una base estable, cuanto más exacta (o “positiva”) fuese la ciencia tanto mejor sería todo lo demás ( Wallerstein,
I.-Abrir las ciencias sociales)
El hecho de que las ciencias sociales construidas en Europa y Estados Unidos durante el siglo XIX fueran eurocéntricas no debe asombrar a nadie. El
mundo europeo de la época se sentía culturalmente triunfante y en muchos aspectos lo era. Europa había conquistado el mundo tanto política como
económicamente, sus realizaciones tecnológicas fueron un elemento esencial de esa conquista y parecía lógico adscribir la tecnología superior a una
ciencia superior y a una superior visión del mundo. Wallerstein, I.-Abrir las ciencias sociales

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BIBLIOGRAFÍA
La existente sobre el tema tratado es enormemente extensa. Nos hacemos eco tan sólo de las obras que consideramos más significativas, que son
también aquellas de las que nuestro texto se siente más directamente deudor.

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