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CRÍTICA FILOSÓFICA A LA “SALA DE REFLEXIÓN”

§1. Problemas relativos al método.


Das ist nur eine Maske, sagte sie;
du bist nicht die schöne Seele, sondern höchstens die Zierlichkeit, oft auch die Koketterie.

Friedrich Schlegel, Lucinde.

Art Track –vía del arte– es el frontispicio virtual que marca la entrada a la Sala de Reflexión,
popularmente conocida como Capilla Laica. El cruce de esta última designación de la Sala con ese
frontispicio –nombre del recorrido artístico ofrecido por la Universidad Pompeu Fabra– ya configura
el centro problemático de este escrito: la relación entre el arte y la religión. Desde la perspectiva
popular, este espacio cumple con una función cultual. Ahora bien, ¿es este culto a una obra de arte
una superación de la religión o, más bien, es la integración de la verdad de la religión en el arte?
Ambas hipótesis obedecen a formas distintas de comprender el devenir histórico y, a su vez,
corresponden a comprensiones distintas de la religión; sugiriendo, en último término, formulaciones
teológicas distintas. Que la verdad propia del arte sea una amortización histórica de la verdad religiosa
o que el arte pueda llegar a integrarla como si fuera su legítimo dueño se corresponde con la doble
comprensión del tan disputado concepto de secularización. Tal disputa otorga y define el sentido a
estas hipótesis. Por un lado, puede hablarse de una “secularización-aniquilación” cuyo fin es la
exclusión de valores religiosos de los ámbitos vitales humanos; desde instituciones a principios
filosóficos. Por otro lado, hay una “secularización-transferencia” cuyo fin es la comprensión de cómo
el nuevo mundo conquistado por el primer tipo de secularización señalado es una transferencia
categorial de los elementos religiosos a los ámbitos profanos, es decir, que lo laico o secular no es
sino la conservación inmanente de la verdad religiosa, su supervivencia mundana1. En el caso de que
la verdad ya no fuera garantizada por un dios, de la primera posición surgiría una posición atea, pues
la verdad correspondería a un orden totalmente distinto a lo trascendente, sería una verdad propia del
hombre. En el caso de que alguien pudiera verificar que la única verdad se encuentra en Dios, este
tipo de secularización –aniquilación– se vería comprometida consigo misma, pues, al fin y al cabo,
el reino propio que habría logrado no sería sino efecto de una transferencia histórica, es decir, sería
religioso sin saberlo; y la verdad que se encontraría en su arte sería totalmente exterior, mero culto
estatuario y fetichista en el que una realidad más profunda e interior quedaría totalmente excluida. Si
fuera correcto calificar esta relación meramente cultual del arte como un proceso de empobrecimiento
de la verdad y de la experiencia humanas, la primera y más urgente tarea para aquella persona que
comprende a Dios como la verdad última de todo (o que por lo menos la pudiera garantizar en este

1
Monod, J. M., La querella de la secularización, p. 92. Amorrortur Editores. Buenos Aires. 2015.

1
ideal; o que simplemente tiene fe), sería encontrar un método donde el arte pueda mostrar la
integración de la verdad religiosa, su contenido sacro; o, en otras palabras, un método que pueda
comprender la verdad de Dios en el arte.
Cuando a Antonio Tàpies se le preguntó qué representaba el arte actual, respondió: “Per a mi
continua tenint el gran poder que se li ha atribuït en les grans estètiques: una gnosi i (unida amb ella,
com és tradicional) una conducta moral”2. Esta posición cabe insertarla en el tipo de secularización
en la que el contenido religioso y su verdad han sido transferidos al arte. Esta transferencia llega a
encontrarse en momentos cumbre de la historia de la teoría estética. Friedrich Schiller, ya en 1784,
antes del estudio e interpretación de la estética kantiana, escribió un ensayo para la revista Thalia –
de la cual era el editor– titulado Die Schaubühne als eine moralische Anstalt betrachtet. “Quienquiera
que haya observado que la religión es el más seguro pilar del Estado, y que sus leyes pierden su poder
si la religión es eliminada, nos ha dado quizá, sin saberlo ni pretenderlo, nuestra mejor defensa del
teatro en favor de su lado más noble”3. La contingencia con que se formulan las leyes del Estado,
lugar en el que la religión aporta su máximo valor y papel, es también condición y oportunidad para
que el arte pueda proporcionar su influencia moral. Este espacio de desinterés y libertad, en el que
arte y religión conforman receptáculos de lo sagrado, es esencialmente distinto del mundo social,
marcado por el interés y el dominio. Tal es exactamente la intención que llevó a Tàpies a la
construcción de la Sala de Reflexión. “Davant els excessos d’agitació mental –dice Tàpies en la
antesala de este templo laico– i dels innombrables cultes a "realitats falses” als quals estem sotmesos
en les societats actuals, m’ha semblat molt oportú contribuir a crear un espai i unes imatges que
afavoreixin el recolliment, la concentració i, en definitiva, un apropament a la nostra veritable
naturalesa”. Esta perspectiva, como aquí se indica parcialmente, no sólo es para Tàpies la apertura de
un sentimiento moralizante, propio del alma bella, sino que, además, es la fuente gnóstica de una
verdadera naturaleza. Como se hace manifiesto, el elemento religioso que se transfiere al arte sería,
en cualquier caso, el gnosticismo. Este talante concibe el arte como dimensión en el que el mundo
trascendente, de la razón, y el mundo de las cosas sensibles, propio de la sensibilidad, llegan a una
unión mística en la que el sentimiento está acompañado de una acción moral. Ahora bien, ¿cómo
justificar esta teoría ante la verdad que intenta hacer justicia? ¿Cómo demostrar que en el arte habita
algo del orden de la revelación? ¿Hasta qué punto esta mística del alma bella puede distinguirse de

2
Tàpies, A. L’art contra l’estètica, p. 195. Editorial Ariel. Barcelona. 1974.
3
Schiller, F., Die Schaubühne als eine moralische Anstalt betrachtet. Traducción propia.
www.zeno.org/Literatur/M/Schiller,+Friedrich/Theoretische+Schriften/Was+kann+eine+gute+stehende+Sch
aub%C3%BChne+eigentlich+wirken

2
ese teorema secular en el que el arte no se relaciona con la religión sino a partir del culto, de una
esfera en la que la verdad se limita a la ley exterior del ritual?
A pesar de que Tàpies no desarrolle ninguna definición fundamental del concepto de gnosis
–tampoco fue su tarea– sí que es posible encontrar, dentro de los historiadores de la filosofía, la
definición de un gnosticismo inscrita justamente en un contexto secular. Eric Voegelin trató
profusamente de qué forma gran parte de los conceptos del pensamiento político y filosófico
modernos –con especial énfasis en fenómenos como el comunismo o el nacionalsocialismo– son en
realidad formas gnósticas secularizadas. Que este autor no trate expresamente problemas estéticos
desde esta perspectiva, nos es indiferente, pues no deja de indicar un problema que afecta a la
estructura y esencia misma de la comprensión del destino y de la historia del hombre moderno. La
especulación gnóstica moderna es para Voegelin el intento de superar la incertidumbre de la fe
mediante la integración de lo trascendente y divino en lo intramundano con el fin de una realización
escatológica inmanente: “En la medida en que esa inmanentización avanzó de manera experiencial,
la actividad civilizatoria se convirtió en una tarea mística de autosalvación”4. Pero esta comprensión
social del arte dice tanto más cuando se la considera desde su estatuto meramente religioso. La
vanguardia artística de la que Tàpies participa, conjuntamente con el progreso histórico que
promueve, un progreso que marca al arte como signo de una promesse de bonheur, como signo de
un mundo redimido, lleva necesariamente, según apunta la estructura de Voegelin, a la muerte de
Dios5. El humanismo en general, y la intención gnóstica del arte de vanguardia en particular, han
emprendido en la edad moderna el asesinato de Dios con el fin de una liberación social. Este punto
es central por lo que respecta al problema metodológico de esta crítica a la Capilla Laica, pues aquí
se establece el punto de conexión entre una religión del arte y la muerte de Dios.
Según el orden de exposición, el problema no es tanto que el arte ocupe un espacio profético
cuando la religión ya no puede hacerle justicia, sino que es precisamente esta integración de lo divino
en el arte la causa de la muerte de Dios. Y es que la fe, la sustancia y certeza de las cosas que se
esperan y no se ven (Heb. 11, 1), está destinada a su desintegración justamente cuando lo divino se
hace visible. Si esta interpretación de la intención artística es válida, el intento de justificar el
contenido religioso del arte mediante la aplicación del teorema de la secularización debe ser
interpretado como efecto de cierta ironía histórica: la muerte de Dios acontece justamente en el
momento en el que el hombre lo integra en su destino, cuando lo reconoce en sus obras. Es el asesinato
gnóstico de un ateísmo religioso. Por el hecho de que el arte haya devenido objeto de culto, no se

4
Voegelin, E., La nueva ciencia de la política, p. 158. Katz Editores. Buenos Aires. 2006.
5
Ibíd., p. 161.

3
justifica que su contenido posea la dignidad que tal práctica le atribuye. Si se pretende hacer justicia
al concepto de revelación, el teorema de la secularización –más allá de su legitimidad o ilegitimidad–
como principio para la justificación de una interpretación religiosa del arte, es simplemente una
falacia. A pesar de este fraudulento camino, no por ello es necesario prescindir de entablar un
regulativo equilibrio entre el hombre y Dios. Pero para ello es necesario tomar el camino inverso:
tener como principio básico la imposibilidad de suturar el abismo entre las categorías de lo sensible
y lo suprasensible, entre las de lo trascendente y lo inmanente. En el fondo, la tarea de la crítica a las
obras de arte no tendrá por fin el discernimiento de lo sagrado en lo profano, sino desligarlo de él; ni
tampoco, como se ha visto, puede tener por condición la confusión entre ambas categorías que el
teorema de la secularización ofrece. Todo lo contrario: la tarea de la crítica consiste en la
mortificación y desintegración del medio profano con el que lo sagrado se identifica: la obra de arte.
De esta forma, la ambigüedad de lo sagrado desaparece, pierde su condición de δαίμων para que lo
más importante, la verdad del arte, haga justicia al concepto teológico de revelación.
Las exigencias que brevemente se acaban de esbozar configuran el método crítico de la
filosofía del arte de Walter Benjamin. La crítica a la Sala de Reflexión se desarrollará conjuntamente
a partir de una lectura e interpretación de la filosofía de este gran crítico literario y filósofo,
especialmente a partir de su libro sobre el drama barroco alemán. Para acabar con este párrafo
dedicado a los presupuestos históricos de la crítica a las obras de arte se expondrán los conceptos de
“origen” e “historia natural”, fijando así el camino del análisis de la obra de Tàpies.
El concepto de origen es la transferencia del concepto goethiano de fenómeno originario
(Urphänomen) del campo de la naturaleza al contexto de la historia judía. El contenido histórico que
Benjamin otorga a las obras de arte constituye en este contexto su interior, su “historia interna”;
siendo a su vez, comprendida esta historia en sentido teológico, aquello que otorga a la obra su
condición de fragmento del lenguaje de la revelación. La obra de arte entendida como origen se
inserta críticamente en una dialéctica que abarca un elemento prehistórico, tal como es el de la
creación y, además, uno posthistórico, tal como corresponde al concepto de redención. El origen
“quiere ser reconocido como restauración, como restablecimiento, por un lado y en ello como
imperfecto y sin terminar, por otro”6. La restauración de este origen, fin de la crítica, no trata de
comprender “el devenir de algo que ha nacido, sino lo que está surgiendo del devenir y del
transcurrir”7. Lo de orden sagrado aparece en una tensión dialéctica donde no se pretende la
comprensión historicista de la revelación a partir de su mera predicación profana, conjurando así, tal

6
Benjamin, W., El origen del drama barroco alemán, p. 28. Editorial Taurus. Madrid. 1990. Traducción
variada.
7
Ídem. Traducción variada.

4
como se ha expuesto arriba, su identidad o ambigüedad con ello. Este elemento sagrado de la obra,
su “acuñación divina”, aparecerá “restaurado” sólo a través de la crítica misma, a partir de la
contemplación filosófica. Este es el lugar en el que el arte y la filosofía se hermanan en cuanto a su
contenido último –la verdad–, pero a expensas de la forma de su exposición. Como dice Teodoro
Adorno, el más fiel discípulo de Benjamin, “la tarea de una interpretación filosófica de las obras de
arte no pude consistir en establecer su identidad con el concepto, agotarlas en éste; pero la obra se
despliega en su verdad mediante ella”; es más, “la filosofía que imitase al arte, que quisiera ser como
una obra de arte, se auto-cancelaría”8. El despliegue de esta verdad es el brotar originario de la
“historia natural” que la crítica debe extraer, para integrarlo y protegerlo en lo eterno, en la idea. “La
vida de las obras y de las formas, que sólo bajo esta protección se despliega clara y no turbada por la
vida humana, es una vida natural”9. Los conceptos de vida e historia naturales fueron desarrollados
concretamente en Die Aufgabe des Übersetzers. Esta vida de las obras es entendida aquí como la
traducción del lenguaje de las cosas al de los hombres; traducción que es completada por la crítica
filosófica mediante la integración de este último tipo de lenguaje en el de la revelación divina; o
mejor, mediante la reintegración en su origen. La crítica, como extensión de la traducción, trata de
“averiguar cuán lejos se encuentra aún de la revelación lo que se halla oculto en dichas lenguas y
cuán presente podrá llegar a estar en conocer dicha lejanía”10. Tras el devenir de la historia, en una
dimensión radicalmente distinta al devenir del tiempo humano, la crítica benjaminiana se postula
como redención. Sin embargo, Benjamin califica al “lenguaje puro” (reinen Sprache), núcleo de esta
historia natural, como algo que, a pesar de estar en el “seno mismo de la vida” y ser susceptible de
ser simbolizado en el lenguaje artístico, no deja de estar “oculto y fragmentado”: es un lenguaje que
“a nada se refiere y que no expresa nada” que justamente comunica lo que “no tiene expresión”
(Ausdruckslose). El siguiente análisis intentará exponer idealmente este elemento del lenguaje puro,
para luego salvar su mutismo en la eternidad de la idea.

§2. Análisis de la obra.


Son las paradojas monstros de la verdad.

Baltasar Gracián, Agudeza y arte de ingenio.

Esta obra se sitúa en un espacio de quinientos metros cúbicos cuyo lugar arquitectónico corresponde
a un sótano entre dos edificios del Campus de Ciutadella. Sobre el suelo en el que los elementos del

8
Adorno, Th. Dialéctica negativa, pp. 22-23. Editorial Taurus. Madrid. 1992. Traducción variada.
9
Benjamin, W., op.cit., p. 30.
10
Benjamin, W. La tarea del traductor, p. 14, en Obras, IV/1. Editorial Abada. Madrid. 2010.

5
conjunto están situados, justo a nivel urbano, se ubica una viga de hierro que ocupa el centro del
espacio total, a modo de eje, uniendo el muro derecho con el izquierdo, insertándose, justo en este
extremo, en el lado inferior de la ventana central de la sala. A los lados de esta ventana hay dos más
que, en suma, llenan de una tenue luz el interior. Justo encima de la viga de hierro, en su lado derecho,
descansa una columna que se yergue hasta el techo. Debajo de este conjunto, aferrados al subsuelo
del Campus, se encuentran los elementos que propiamente evocan a la reflexión. Estos elementos
son: un díptico de quince metros cuadrados, situado en el fondo de la Sala, y en el cual una línea une
las dos partes en forma de campana; unos cuantos metros frente a él, en los extremos de la sala, una
silla de madera situada frente a una mancha negra; una hilera de sillas que va desde el suelo hasta el
nivel de las ventanas; y, por último, justo frente a la hilera de sillas, una escultura que parece un altar
y cuyo nombre es Serpiente y Plato. A pesar de que esta objetiva descripción haya diferenciado entre
una esfera superior y una inferior, esta división no tiene ninguna implicación filosófica: el problema
se centrará en la unidad en que convergen la multitud de estos elementos. El nombre de esta unidad
es el de una categoría artística: la alegoría.
El concepto de alegoría barroca, tal como fue definido por Benjamin en Ursprung des
Deutschen Trauerspiel, destaca la paradoja esencial del arte de vanguardia11. La configuración de
esta Sala de Reflexión es esencialmente alegórica. Ahora bien, esta imagen no debe interpretarse
como mero medio o útil para la expresión de algo que señala una esfera exterior a sí misma. La
alegoría, como forma de un lenguaje artístico, es expresión inmediata de una entidad espiritual. Lo
espiritual, en tanto que esencia lingüística, se comunica en la representación alegórica.12 Y esta
identidad entre lo espiritual y lingüístico, como se verá, hay que guardarla de una identificación entre
lo sagrado y lo profano; pues aquí, en esta crítica, tal inmediatez no es objeto de la comprensión
historicista hermenéutica, sino un momento tético del devenir dialéctico de la idea. El conjunto de
elementos de la Sala se relaciona en la inmediatez de la intuición estética en forma de paradoja; o
mejor, en una antinomia: “La alegoría se asienta más permanentemente donde la caducidad y la
eternidad chocan más próximamente”13. El primer aspecto de esta antinomia –la caducidad– se hace
patente en la forma de la construcción de la Sala. Dentro de este espacio, los elementos se acumulan
no tanto en virtud de una arquitectura, sino de una instalación. Esta diferencia, propia de la
catalogación histórica del arte, quiere decir: así como el fenómeno arquitectónico está pensado para
durar, tanto como dura un apellido, lo propio de la instalación es, por un lado, su caducidad, la

11
Sobre la trasposición de la alegoría barroca a la vanguardista véase Lukács, G., La significación actual del
realismo crítico, pp. 51-57. Ediciones Era. México. 1984.
12
Benjamin, W., Über Sprache überhaupt und über die Sprache des Menschen.
13
Benjamin, W., El origen del drama barroco alemán, p. 221. Traducción variada.

6
posibilidad de que todo ello se embale y se guarde en una caja hasta un día incierto, y, por otro, su
construcción a partir de la mera acumulación de elementos que, por lo menos en este caso, son entre
sí distintos. La condición efímera y en sí heterogénea de esta Sala la aproxima al concepto de ruina.
Desde una perspectiva meramente plástica, la arbitrariedad de las manchas de la sala, además de la
forma casi indiscernible de la serpiente, es, conjuntamente con elementos tan técnicos como la hilera
de sillas, la representación del choque entre lo natural y lo técnico; choque que tiene su lugar propio
en la ruina. Como dice la célebre frase de Benjamin, “Las alegorías son en el reino del pensamiento
lo que las ruinas en el reino de las cosas”. Por otro lado, en referencia al otro polo de la antinomia,
las partes atómicas que conforman el conjunto de la sala, a modo de escritura alfabética, en su deseo
de “salvaguardar su propio carácter sagrado”, cobran la forma de jeroglíficos: “Cada persona, cada
cosa, cada relación puede significar otra cualquiera”. Sin embargo, “todos esos objetos utilizados
para significar, precisamente por el hecho de referirse a algo distinto, cobran una fuerza que los hace
aparecer inconmensurables con las cosas profanas y los sitúa en un plano más elevado, pudiendo
llegar hasta santificarlos”14. Para Benjamin, la conformación jeroglífica de la alegoría es lo que
intenta elevar su fragmentación hasta el plano de lo sagrado. La conciencia de caducidad hace que la
obra sólo pretenda durar, aferrándose con todas sus fuerzas a lo eterno. Considerar la Sala de
Reflexión desde la categoría de la alegoría permite concebirla en una “dialéctica religiosa” en la que
aparece una conjunción entre la ley de la caducidad y de la eternidad. Sin embargo, esta convergencia
no es homogénea, pues lo sagrado aquí no se configura al modo de la palabra revelada propia de los
textos sagrados, sino justamente a partir de lo caduco, a partir del lenguaje mudo de las cosas creadas.
La fuente de la sacralidad de la obra de Tàpies surge en el interior de un mundo en ruinas.
“Ni mots ni lletres”, se puede leer en el centro de la campana pintada en el díptico. Este detalle
es el más significativo, pues genera la tensión estética entre los elementos concretos de la Sala y la
mudez de la reflexión. “Al estar muda, la naturaleza caída se entristece. Aunque, si se la invierte, esta
afirmación puede llegar todavía más al fondo de la esencia de la naturaleza: es su tristeza la que la
hace enmudecer. Hay en todo sentimiento luctuoso una tendencia a prescindir del lenguaje, tendencia
que va infinitamente más allá de la simpe capacidad o de la aversión a comunicar. Así, lo que está
triste, tiene la sensación de ser exhaustivamente conocido por lo incognoscible” 15. El contenido
metafísico que se indica materialmente en la doble negación del díptico –ni palabras ni letras– es el
lenguaje puro del que la obra se compone; un lenguaje que, como se ha dicho antes, no expresa nada,
se comunica en lo que no tiene nombre ni expresión. Esta obra humana, en tanto que fragmento de

14
Benjamin, W., op. cit., pp. 167-168.
15
Ibíd., p. 221.

7
historia, queda así cubierta del aspecto cósico y mudo de la naturaleza. En su mudez, esta obra imita
a la naturaleza caída que se encuentra en las cosas. La obra es cosa. La vida natural que se manifiesta
en esta Sala, en tanto que tristeza, “no se plasma como un proceso de vida eterna, sino como el de
una decadencia ininterrumpida”16. Como se hace evidente, es imposible caracterizar esta obra de
bella o intentarla comprender mediante el concepto de símbolo, pues para ello sería necesario
presuponer que la obra estuviera completa, es decir, redimida. “Mientras que en el símbolo, con la
transfiguración de la decadencia, el rostro transformado de la naturaleza se eleva fugazmente a la luz
de la redención, en la alegoría la facie hippocratica de la historia se ofrece a los ojos del espectador
como paisaje primordial petrificado. Todo lo que la historia tiene de intempestivo, de doloroso, de
fallido, se plasma en un rostro; o, mejor, en una calavera”. Tal es el núcleo de la alegoría. “A mayor
significación, mayor sujeción a la muerte”17. Este templo está mudo por el sufrimiento que contiene.
La Sala de reflexión es un lugar para el luto, un velatorio. Desde su esencia luctuosa, la laicidad que
popularmente se le atribuye a este templo es la marca que irónicamente le corresponde, pues en la
campana se identifica el arma del asesinato con el cuerpo del muerto. Pero precisamente en esta
imbricación entre historia y naturaleza es donde la obra se expone mejor ante la crítica, es el lugar
donde la “restauración” debe radicar.
Un par de metros frente al díptico se encuentran enfrentados una mancha con forma negativa
(–) rodeada de dos símbolos positivos (+) y una silla sobre la que hay impreso un número, el 3. La
mancha está ubicada de tal forma que, respecto de los demás elementos, parecería la firma del propio
Tàpies. Aquí la propia rúbrica sería objeto de rumia para el alegorista, que puede descansar
indefinidamente en el soporte que la silla le ofrece. Y es precisamente esta mirada melancólica lo que
configura subjetivamente la antinomia de la alegoría, la clave artística del, por decirlo de algún modo,
genio alegórico. En esta mirada, inserta en la antinomia alegórica, se muestra cómo la fidelidad
melancólica al mundo de las cosas, precisamente por intentar indagar en ellas algún signo que permita
barruntar una felicidad futura, acaba por vaciarlas de alma. En la alegorización del objeto, la mirada
de la melancolía “hace que la vida lo desaloje hasta que queda como muerto, aunque seguro en la
eternidad”18. El objeto está a merced de la contingencia de todo posible significar –aunque no por
ello signifique menos. La contingencia engendrada en esta profunda meditación configura, a su vez,
la esencia del conocimiento alegórico. La mancha, como culmen de la obra, es la cifra definitiva de
una sabiduría enigmática, es la marca que se intenta adivinar en el fondo de un abismo. El genio

16
Ibíd., p. 171.
17
Ibíd., p. 159.
18
Ibíd., p. 177.

8
alegórico es la tristeza de la naturaleza dando regla al arte. En efecto, el objeto de mímesis ya no es
una naturaleza modelada por Dios, sino que “la naturaleza en la que se imprime la imagen del
transcurso histórico es la naturaleza caída”19. Quizá radicaría aquí el fundamento teológico con el
que el arte moderno prescinde del concepto de mímesis: la “creación artística” no es algo cuyo origen
se encuentre en la suprema fantasía del genio, sino que el objeto mimético es ahora lo intempestivo
de una naturaleza caída. La mímesis es ahora sometida a la pura abstracción de los elementos. La
religiosidad agnóstica que intenta encontrar lo eterno en la obra de arte, que la intenta elevar al rango
de lo sagrado, que la considera como signo de un milagro, queda absorbida por una tristeza y
melancolía sin parangón. Esta contradicción es lo que debe asumir necesariamente la posición
agnóstica. Y también en cierto modo la del creyente, pues éste tampoco tiene conocimiento alguno
de Dios, es decir, en un aspecto negativo el cristiano también es agnóstico. Si justamente Dios ha
muerto, ¿cómo es posible que el luto sea la regla del arte, en lugar de la alegría, de una “voluntad de
poder”? ¿Y no sería este arte alegre fruto de la frustración por la imposibilidad de desligarse del luto?
Sobre esto al genio no se le pueden pedir explicaciones.
Justo al entrar en la Sala, a la izquierda, una hilera de sillas, cinco en horizontal y otras cinco
en vertical, trazan lo que parece un acceso a las ventanas, la fuente de luz. Y aquí surge una pregunta:
¿es este templo un lugar de llegada o un lugar del que huir? ¿Representan estas sillas una salida o una
entrada; marcan una dirección ascendente o descendente? A pesar de esta sensación, el sufrimiento
que se manifiesta en la mudez indica todo lo contrario: las sillas están allí sin su función, como si
indicasen que tanto el mundo exterior y el interior participan de la misma forma de existencia. Las
sillas no son señal de ningún tipo de tarea que el hombre deba poner en marcha, ni mucho menos de
una felicidad terrena. La finalidad de la vida natural contenida en la alegoría se caracteriza justamente
por el hecho de que su expresión nunca puede coincidir con una meta histórica, ni mucho menos con
su realización20. ¿Qué puede esperar, al fin y al cabo, el desarrollo histórico contenido en la alegoría
sino su constante proceso de decadencia? Y frente a esta condena, ¿es posible actuar heroicamente;
es posible el amor fati? Ello sería posible si el mundo aún siguiera divinizado. Pero, como se ha
intentado exponer aquí, esta obra, antes de ser un objeto de culto, es la huella de un dios ausente; y
tampoco sería coherente conformarse con la simple y vacía idolatría. Por un lado, parece que desde
la actitud melancólica parece imposible que el mundo cobre un sentido más allá de su significación
abstracta y contingente; pero, por otro lado, es propio de esta intención, desde su absorción
contemplativa, salvar las cosas. Y aquí acontece de nuevo la paradoja: ¿cómo salvar el mundo cuando

19
Ibíd., p. 171.
20
Ibíd., p. 164.

9
el sujeto está atrapado en la acidia, una impotencia que, precisamente, surge cuando ya no es posible
creer en Dios? ¿Cómo puede entrar Dios en escena si fenómenos como el arte le han dado muerte?
Quizá la respuesta no se encuentre bajo este paradigma, en el que la razón intenta suturar el mundo
de la revelación y el de la creación, poniendo metas que sólo un héroe podría haber hecho justicia.
La respuesta es posible encontrarla justo frente a la hilera de sillas.
Desde un principio, la mirada se ha dirigido al díptico, pues es lo que más llama la atención
por situarse en el centro, pero pieza por pieza ha ido considerando el conjunto de la Sala. Ahora toca,
para cerrar el conjunto, una escultura: Serpiente y Plato. La serpiente es un símbolo que se encuentra
en el génesis de la cultural judeocristiana: el pecado original. Este elemento, visto retrospectivamente,
es lo que fundamentalmente ha permitido la caracterización de la Sala de Reflexión como alegoría.
La naturaleza caída, propia de esta configuración artística, es lo que ha guiado este análisis. A ello
hace referencia el mutismo que evoca la negación de la palabra y la escritura, marca el ritmo de la
contemplación y rumia propia del artista alegórico y, por último, indica el desvanecimiento de toda
pretensión de una tarea histórica. La naturaleza caída propia del hombre es la razón última de su
presente nihilismo; y la imposibilidad de combatirlo, de toda afirmación soberana contra ello, ha
quedado grabada en la historia del último y catastrófico siglo. En este altar ya no es posible que el
sacrifico del individuo se realice con la inocencia propia del primer hombre. La inocencia es ahora la
meta, no el punto de partida. Como se ve en esta escultura, la serpiente ya no ofrece una manzana,
sino un plato. Ante los ojos del observador ya no aparece una fruta salvaje, sino un elemento técnico,
propio de obra humana. ¿Debe el hombre devolver la manzana para recobrar su inocencia? ¿O
simplemente es la técnica la esfera donde el pecado original llega a su actualización presente? ¿Debe
el hombre comer de nuevo del árbol del conocimiento o intentar construir una esfera en la que el
pecado pueda ser redimido por obra suya? Aquí, otra vez más, surge la paradoja que ha constituido
el presente escrito. Esta paradoja que, a partir de un fenómeno estético, ha sido la guía para
comprender a la constitución de una expresión artística, debe ser resuelta en otra esfera más elevada,
la teología. Y, para ello, seguiremos la misma estela que Benjamin: “una tal desintegración
[Auflösung], como siempre de algo profano en lo sagrado en sentido histórico, es una realización de
una teología de la historia dinámica, no estática en el sentido de una garantizada economía de la
salvación”21.

§3. Apoteosis de la obra.


Mithin, sagte ich ein wenig zerstreut,
müßten wir wieder von dem Baum der Erkenntnis essen, um in den Stand der Unschuld zurückzufallen?

21
Ibíd., pp. 212-213. Traducción variada.

10
Allerdings, antwortete er; das ist das letzte Kapitel von der Geschichte der Welt.
Heinrich von Kleist, Über das Marionettentheater.

“La traducción de la lengua de las cosas a la lengua de los hombres no es solo traducción de lo mudo
a lo sonoro, es la traducción de aquello que no tiene nombre al nombre. Es por lo tanto la traducción
de una lengua imperfecta a una perfecta, y no puede menos que añadir algo a saber, conocimiento.
Pero la objetividad de esta traducción tiene su garantía en Dios”22. El significado de la crítica tiene
este mismo sentido, especialmente por lo que respecta a su objetividad. Dentro de este gradual
perfeccionamiento del lenguaje debe considerarse el tipo de traducción que elabora el lenguaje
artístico de la alegoría. Por un lado, se encuentra el lenguaje mudo de las cosas, que el hombre
traduce, lo torna hacia la luz del nombre, y con él se comunica a sí mismo a Dios; pero, por otro, se
encuentran las obras de arte, que, a pesar de ser un lenguaje humano, no están exentas de la mudez
de la vida de la naturaleza, “residuo del verbo creador de Dios”. En obras de arte como la que se ha
comentado, esta mudez no se refiere, en tanto que residuo del verbo originario, a una naturaleza
redimida, sino al sufrimiento, es decir, a su condición histórica. Por tanto, el silencio de la Sala de
Reflexión es la comunicación plástica de lo que no tiene expresión, no tanto de las cosas, sino del
sufrimiento de la historia humana, es decir, de la naturaleza culpable contenida en ella. La mudez de
la naturaleza es efecto de su condición creatural y, en tanto que maldita por Dios (Gn. 3, 17), efecto
de su culpa. Esta condición material de la obra queda reflejada en la mirada melancólica. En ella se
hace patente que en una creación como la de Tàpies no sólo acontece la traducción del nombre de las
cosas al lenguaje del hombre, sino también la falta de expresión de este último, la expresión de lo
que no tiene nombre. Tal es la condición que experimenta el que ha comido del Árbol de la Ciencia:
“el pecado original es la hora de nacimiento de la palabra humana, en la cual el nombre no vive ya
más ileso, es la palabra que ha salido fuera de la lengua nominal conocedora”23. En este estadio el
lenguaje comunica algo que no es él mismo, algo distinto a su expresión espiritual; aquí reside la
mácula de este lenguaje artístico y que tiene como efecto su condición de abstracto. En efecto, según
la tesis teológica de Benjamin, el pecado original es “también el origen de la abstracción como
facultad del espíritu lingüístico”24. ¿Qué posibilidad hay para salvar al significante alegórico de su
culpa? ¿Cómo dotar de significado a las cosas cuando la contemplación alegórica ha traicionado al
mundo por amor al saber?

22
Benjamin, W., Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre, p. 155, en Obras II/1. Editorial
Abada. Madrid. 2007. Traducción variada.
23
Ibíd., p. 157. Traducción variada.
24
Ibíd., p. 158. Traducción variada.

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En este punto parece que sólo sea posible extremar la antinomia: “si es en la muerte cuando
el espíritu se libera a la manera de los espectros, de igual modo es sólo también entonces cuando el
cuerpo alcanza la plenitud de sus derechos… Contemplada desde el lado de la muerte, la vida consiste
en la producción del cadáver”25. La fidelidad al mundo de las cosas propias de la contemplación
alegórica no intenta proveer una salvación del alma en el más allá, sino del cuerpo en este mundo,
una suerte de escatología en la que el cuerpo, como fragmento de mundo, quede salvado e integrado
en la materialidad propia de un saber inmanente. ¿Es posible una salvación para este cuerpo sin vida?
¿De dónde puede provenir la salvación del cadáver? Para Benjamin, “ese saber no adopta la forma
de una luz interior, de una lumen naturale que surge de la noche de la tristeza, sino la de un resplandor
subterráneo que despunta del seno de la tierra. A aquel que toma este resplandor como objeto del
rumiar de su pensamiento se le enciende la mirada penetrante y rebelde de Satán”26. Todo el sueño
profético que abarca la alegoría de este templo parece no tener nada que ver con una inspiración
sublime o sagrada, pues “toda la sabiduría del melancólico pertenece al abismo; deriva de la
inmersión en la vida de las cosas creadas y nada debe a la voz de la revelación”27. En su intento de
salvar la ruina y al cadáver, el melancólico se deja llevar por un juego diabólico, olvidándose
completamente del lenguaje originario que comprende al mundo. Parece que en el melancólico no
hay lugar para la fe, sino un constante ímpetu hacia el conocimiento que, por su interés e
intencionalidad, no puede acabar sino en el conocimiento de cosas muertas. Desde este punto de vista,
por tanto, la intención sacra que antes se ha comentado como elemento antinómico, se resuelve ahora
como una intención diabólica, una santificación de la materia muerta. Si justamente este amor se
declara por la Venus carnal –por el arte– no habrá espacio para una paciente y desinteresada
contemplación de la verdad. Y en lugar de que todo llegue a un orden estable en el cielo, el
melancólico cae en un conocimiento sin objeto ni verdad. “La intención alegórica resulta tan opuesta
a la intención encaminada a la verdad, que en ella se revela incomparablemente el hecho de que la
pura curiosidad dirigida hacia el mero saber y el altivo aislamiento del hombre son una sola y misma
cosa”28. En definitiva, lo que indicaba la antinomia no era sino la constitución diabólica de la alegoría:
“Lo pura y simplemente material y esa espiritualidad absoluta son los dos polos del reino de Satán, y
la conciencia viene a constituir su síntesis de pacotilla, que imita la síntesis genuina, la de la vida”29.
La abstracción que caracteriza el lenguaje de la alegoría es la nota principal que revela su origen
diabólico.

25
Benjamin, W., El origen del drama barroco alemán, p. 214.
26
Ibíd., p. 226.
27
Ibíd., pp. 144-145.
28
Ibíd., p. 227.
29
Ibíd., p. 228.

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La “subjetividad antiartística” del lenguaje de vanguardia, su “genio”, toca en este punto con
la “esencia teológica de lo subjetivo”. Como se puede leer en el Génesis, todo lo que hizo Dios era
bueno (Gn. 1, 31); el mal surgió a partir de la promesa del conocimiento. Para Benjamin este
momento del relato bíblico es definitivo para la comprensión ontológica del mal: “El saber del mal
no tiene, por tanto, un objeto en absoluto. Éste no está en el mundo; nace sólo del placer de saber, o
más bien de juzgar, en el hombre mismo. El conocimiento del bien, en cuanto conocimiento, es
secundario. El conocimiento del mal es primario en cuanto conocimiento. Se deriva de la
contemplación”30. La contemplación alegórica es conducida por este destino fatuo, en el que tiene
que recurrir al pacto diabólico con el fin del conocimiento. Esta concepción del mal proviene
directamente de la mística judía. El íntimo amigo de Benjamin, Gershom Scholem, explica la fuente
del mal a partir de la distinción entre razones religiosas e intelectuales. Para éstas, “no se trata de un
problema real. Lo único que hace falta es entender que el mal es relativo, más aún, que realmente no
existe”. Mientras que para el entendimiento el mal ha dejado de existir, la conciencia religiosa exige
la erradicación del mal. “Esta exigencia se basa en la profunda convicción de que el poder del mal es
real y que el espíritu, consciente de ello, se niega a contentarse con tours de force intelectuales”31.
Esta tensión entre fe y razón puede entenderse como reflejo de la separación entre el Árbol de la Vida
y el Árbol del Conocimiento descrito en el Génesis. Esta escisión es para el erudito un momento de
“aislamiento” subjetivo en el que “el mal crea un mundo irreal de falsas estructuras después de haber
destruido o abandonado lo real”32, es decir, haber destruido la armonía entre el hombre y Dios. Aquel
gnosticismo que pretende sustituir a Dios por el arte –aquel asesinato gnóstico de Dios mediante el
arte– es visto ahora como la caída subjetiva ante la seducción y domino de la Serpiente, de Satán.
Ahora bien, ¿proviene este “mal radical” de la culpa de la capacidad de juzgar adámica o de
un proceso teosófico; del hombre o de Dios? A pesar de que ambas posibilidades se entremezclen en
textos claves como el Zóhar, la problemática alcanza su ejemplo paradigmático en el personaje de
Shabbetay Tsebí, un “profeta apostata”. Scholem caracteriza la escuela y doctrina shabbetaica a partir
de un “nihilismo religioso”. La razón principal de ello consiste principalmente en la práctica de
ciertos “actos extraños” en los que el profeta parecía actuar directamente contra la ley. Al parecer,
bajo una comprensión radical de la Torá, estos actos estaban justificados, pues ellos respondían a un
orden mesiánico superior. Tal orden superior se correspondía a la comprensión de la historia como
algo ya redimido, si no a un nivel material, sí a un nivel espiritual. Esta doctrina puede resumirse con

30
Ibíd., p. 231.
31
Scholem, G., Las grandes tendencias de la mística judía, p. 260. Editorial Siruela. Madrid. 2012.
32
Ibíd., p. 261.

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la siguiente expresión: “la santidad del pecado”: “Todos tenemos que descender al reino del mal a fin
de vencerlo desde dentro”33. A nuestro juicio, esta es la posición de Benjamin, es la razón histórico-
teológica fundamental de su comprensión del drama barroco alemán y, por correlato a ella, también
de nuestra compresión de la intención vanguardista de Tàpies. La crítica tanto al barroco como a las
vanguardias tendría como fin, trasladando las palabras Scholem a nuestro contexto, “considerar toda
acción y toda conducta externa como irreales, y contraponerles una secreta acción interior, que es la
contrapartida de la verdadera fe”34. El despertar de esta fe en la alegoría, en la obra de Tàpies, es
donde propiamente la filosofía, con la teología a su servicio, tiene su alcance y meta. La expresión
artística es el reflejo de la naturaleza diabólica, pero, para el filósofo, sólo cuando puede dar cuenta
de ello es cuando la obra puede llegar a su apoteosis. Según Benjamin, este mundo, inscrito para
nosotros en la Sala de Reflexión, “que se había abandonado al profundo espíritu de Satán, traicionado,
resulta ser de Dios. El alegórico despierta de este modo en el mundo de la divinidad” 35. Aquí la
ilusión alegórica toca a su fin. “Todo ello se disipa con aquel vuelvo único en que la alegórica
inmersión se ve forzada a desalojar la fantasmagoría final de lo objetivo y, abandonada a sí misma
por entero, se reencuentra ya no lúdicamente en el mundo terreno de las cosas, sino seriamente bajo
el cielo”36. La reflexión ha tendido que descender hasta el mundo en ruinas de la alegoría para que,
desde el abismo, pueda tornar su mirada hacia arriba, mirando a la eternidad perdida. En este
momento en el que se ha roto la ilusión, la “subjetividad no es apariencia, ni tampoco esencia
substantivamente saturada, sino el reflejo real que la subjetividad vacía arroja sobre el bien. En el
puro y simple mal la subjetividad alcanza su cuota de realidad y la ve como el mero reflejo de sí
misma en Dios”37.
La relación entre lo suprasensible y lo sensible es un problema teológico y sólo puede
resolverse en este ámbito. Su formulación estética, como se ha visto aquí, lleva a constantes
paradojas. La pretensión de un método filosófico que tenga como meta o presupuesto la sutura entre
ambos mundos no dejará de ser atea o simplemente ingenua. El problema que acontece en las
sociedades secularizadas se encuentra justamente en la sustitución de fetiches religiosos, pero en
modo alguno esto roza la gravedad del problema, no va más allá de una descripción de la inmanencia
del hombre, o mejor, de su condición diabólica. Por tanto, la tarea de la filosofía no se encuentra tanto
en la simple actitud forense, versada en analizar las causas y florecimientos de la secularización –
algo imprescindible– ni tampoco, como se ha visto, puede labrar el camino de la subjetividad humana

33
Ibíd., p. 341.
34
Ibíd., p. 345.
35
Benjamin W., El origen del drama barroco alemán, p. 230.
36
Ídem.
37
Ibíd., p. 232.

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hacia una verdad hueca y vacía que toma el arte como simple simulación de la religión, de lo sacro.
El discurrir sobre tales cuestiones no puede tomar otra forma que la paradoja, que cobra su desarrollo
conceptual en la dialéctica. El objeto más propio del pensamiento filosófico es el mal. En principio,
no es tanto su fundamentación en sí, sino más bien su articulación y actualización en todo presente.
Que el filósofo esté tan apegado a la muerte, no tanto por la expresión melancólica que le debe
caracterizar, sino más profundamente por las ideas que configura, es un signo de su cercanía a este
objeto. El mal es el fondo de toda promesa de conocimiento, el primer objeto de toda contemplación
que se inicia a sí misma como ilusoriamente salvadora. Darse cuenta de ello es lo primero y lo último.
La infinita distancia que separa este mundo del Reino de Dios, una distancia en la que el tiempo debe
perder por su propia naturaleza su sentido, debe ser el elemento en el que toda obra y acción humana
tenga su medida. La nada de la teología negativa es absoluta y esencialmente relativa; y el
entendimiento ingenuo no hace sino integrar en su propia objetividad lo que no tiene nombre como
pasatiempo, como “charlatanería”, en el sentido kierkegaardiano que Benjamin señala. Este callejón
sin salida, donde la promesa bella ya no puede configurar una realidad justa a la finitud hombre, es
donde la filosofía tiene su único acceso a Dios. En otras palabras, el ser supremo tendrá su entrada
cuando sea posible reconocer la desesperación del sujeto en la absolutización del juicio, en su saber
absoluto. La “ponderación misteriosa” con la que Benjamin acaba su libro sobre el drama barroco se
produce justamente, para este análisis, en la mirada petrificada que nos devuelve la Serpiente. Si el
mal es el objeto propio de la filosofía, lo es por el conocimiento que persigue; y, de forma más
inmediata, por el amor que la constituye. Pero sólo mediante la pureza de ésta última dimensión
puede el entendimiento ser salvado. El momento de renuncia a la posesión del conocimiento, de
contemplación desinteresada, es el momento propiamente dicho de la sabiduría, es el encuentro del
entendimiento con la verdad. Mientras que el mal representa para el hombre su final, es para Dios el
comienzo. Tal podría ser uno de los sentidos de la siguiente agudeza de Novalis:

Wo gehn wir denn hin? Immer nach Hause

Pablo A. Genazzano
invierno de 2019.

Bibliografía:
• Adorno, Th. Dialéctica negativa. Editorial Taurus. Madrid. 1992
• Benjamin, W. El origen del drama barroco alemán. Editorial Taurus. Madrid. 1990. Sobre el
lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre, en Obras II/1. Editorial Abada. Madrid.
2007. La tarea del traductor, en Obras IV/1. Editorial Abada. Madrid. 2010.
• Lukács, G., La significación actual del realismo crítico. Ediciones Era. México. 1984.
15
• Monod, J. M., La querella de la secularización. Amorrortur Editores. Buenos Aires. 2015.
• Schiller, F., Die Schaubühne als eine moralische Anstalt betrachtet.
www.zeno.org/Literatur/M/Schiller,+Friedrich/Theoretische+Schriften/Was+kann+eine+gut
e+stehende+Schaub%C3%BChne+eigentlich+wirken
• Scholem, G., Las grandes tendencias de la mística judía. Editorial Siruela. Madrid. 2012.
• Tàpies, A. L’art contra l’estètica. Editorial Ariel. Barcelona. 1974.
• Voegelin, E., La nueva ciencia de la política. Katz Editores. Buenos Aires. 2006.

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