Sunteți pe pagina 1din 14

Ciudadanía transnacional y derechos humanos:

un enfoque de género

Marta Torres Falcón•


Introducción
El objetivo de esta ponencia es ofrecer un panorama general sobre las nociones de
derechos humanos y su articulación con el modelo liberal de ciudadanía, desde un
enfoque de género. En un primer apartado, se aborda el andamiaje teórico de los
derechos humanos – proyecto jurídico de la modernidad – y su necesaria relación con el
surgimiento del Estado y el derecho modernos; se subraya que la noción de individuo
racional (sujeto moral autónomo) se construye sobre diversas exclusiones, entre ellas la
de género. En un segundo momento, se analiza la noción de ciudadanía en el marco del
Estado-nación y se revisan someramente las críticas feministas tanto al liberalismo
como al comunitarismo. Finalmente, se anotan algunos retos que trae consigo el
transnacionalismo en torno al reconocimiento de derechos ciudadanos a migrantes.

1. Derechos humanos y género


1.1 El proyecto jurídico de la modernidad
Los derechos humanos son producto de la modernidad y del primado de la razón. En las
sociedades tradicionales hay un orden jerárquico que se hace derivar de la naturaleza
(las cosas son como son y no hay manera de cambiarlas), del destino (así ha sido y así
será siempre) o de mandatos divinos (es la voluntad de dios). Todo tiene un lugar en un
orden social y político que se considera externo a cada persona; los privilegios de
algunos y la correlativa sumisión de otros se originan en el nacimiento y por ello son
inmutables.
La modernidad inaugura un discurso que sostiene que todo ser humano está
dotado de razón y suprime privilegios de rango o de cuna. En oposición a la mentalidad
tradicional (estática, inmutable y con una buena dosis de resignación), la moderna es de
índole igualitaria y progresista. Ya no se habla de derechos naturales sino humanos, que
corresponden a los individuos, en tanto seres racionales. Si antes se subrayaban los
deberes de los súbditos, la modernidad enfatiza los derechos de los ciudadanos.


Profesora visitante del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana
unidad Azcapotzalco.
Los derechos humanos son de carácter moral y se guían por un principio de
rectitud. Por ello se hacen derivar de la racionalidad inherente a la persona humana y se
subraya su universalidad. Desde las primeras declaraciones, que vieron la luz en las
postrimerías del siglo XVIII, se habla de que todo individuo debe gozar un conjunto de
prerrogativas fundamentales. Se considera que los derechos humanos constituyen una
plataforma mínima, indispensable, para tener una vida digna en un marco de libertad y
autonomía.
En síntesis, con la modernidad surge la categoría de individuo: ser humano
dotado de razón y de una voluntad propia. Para dar eficacia a esta nueva noción (sujeto
racional, autónomo, libre) y hacer posible el uso real de las prerrogativas que le confiere
su nueva condición, se construyen el Estado y el Derecho modernos, es decir, las
instituciones y la correspondiente regulación jurídica.

1.2 Contrato social y contrato sexual


El Estado y el derecho modernos tienen su origen en el contrato social, solución
hipotética que propone la teoría para justificar el tránsito del estado natural al estado
civil. El contrato social es racional por definición. Los principales contractualistas,
Thomas Hobbes, John Locke y Juan Jacobo Rousseau, coinciden en que el pacto social
se celebra entre personas racionales, libres e iguales, y que genera un estado civil que se
sitúa por encima de cada individuo. Para vivir en armonía y seguridad, los individuos
tuvieron que unirse y tratar de tener colectivamente el derecho que cada uno tenía sobre
todas las cosas, y que este derecho estuviera determinado por el poder y la voluntad de
todos y no por la fuerza de cada uno. Con el contrato social se preserva el rasgo
definitorio de lo humano (la racionalidad) y se generan nuevos vínculos de fraternidad y
solidaridad. En este proceso es fundamental la voluntad; el acto mismo de suscribir un
contrato –por más que la firma sea imaginaria- implica necesariamente que existe
consentimiento. El contrato social congrega entonces múltiples voluntades que se
expresan como actos racionales. La voluntad general emergente es superior a las
voluntades individuales que le dieron origen.
El jurista italiano Eligio Resta (1995) afirma que la voluntad de constituir un
estado civil lleva consigo la renuncia –individual pero de todos- a la propia violencia.
Es una violencia originaria, indiscriminada, que hace imposible la vida en sociedad; por
ello hay que depositarla en una entidad abstracta –el Estado- que se coloca por encima
de los individuos. Ya Rousseau había afirmado que si todos ceden todo es como si nadie
cediera nada; todos ceden su libertad natural y ganan –todos- la libertad civil.
Al confiar en las instituciones se proscribe la venganza privada. El pacto de
todos para interrumpir la violencia de todos es una abstracción, un artificio racional para
establecer que por lo menos una vez existió consenso entre los hombres –las mujeres,
como veremos enseguida, no participan de ese pacto- para la creación de ese poder
común que controle la violencia, ya no por azar sino por ley. El uso legítimo de la
fuerza física se presenta como la respuesta racional a la venganza, a través de su
neutralización y posterior incorporación. El derecho opone una violencia regulada,
establecida, limitada; ofrece sustituir el azar por la regularidad, la esperanza por la
certeza.
En el estado civil se crean espacios ad hoc, de índole judicial, para resolver los
conflictos. El Estado se arroga, en exclusiva, la potestad de sancionar ciertas conductas.
El derecho determina quiénes y cómo hacen uso de la fuerza y crea un monopolio
coercitivo. Esto significa que la única violencia legítima es la que deriva del Estado y
que se impone en forma de coerción; por eso ya no se le llama venganza sino justicia.
Paralelamente se rechazan, por ilegítimas, todas las otras violencias. La venganza
privada se condena de manera tajante, al mismo tiempo que se ensalza la pública, la que
proviene del Estado y se ejerce, presumiblemente, de conformidad con ciertas normas.
La legalidad es ese límite entre azar y regularidad, entre lo conocido y lo
desconocido, entre la fuerza y la violencia, entre la esperanza y la certeza. Nadie es juez
y parte. La fuerza no hace derecho. Este proceso, que tiende a reducir la violencia lo
más posible y ofrecer garantías de convivencia armónica y pacífica, es un aspecto
medular del moderno Estado de derecho.
Y en todo este aparato conceptual, ¿qué lugar ocupan las mujeres? Diversos
análisis han señalado la exclusión de las mujeres del pacto fundacional de la soberanía,
derivada precisamente de las contradicciones e inconsecuencias de los contractualistas,
que aplican un criterio moderno para analizar las relaciones sociales entre varones, a la
vez que recurren a argumentos tradicionales para explicar aquellas donde intervienen las
mujeres. Así, las tesis contractualistas tienen en común que definen a las mujeres como
seres incapaces de decidir, sea porque ceden al marido el poder que tienen sobre los
hijos (Hobbes), porque deben someterse a la fuerza masculina (Locke), o porque son
seres presociales (Rousseau). No están incluidas en el pacto social porque, en pocas
palabras, no se les reconoce racionalidad (Serret, 2002).
Una crítica feminista a la teoría contractualista clásica es la de Carole Pateman.
Según esta autora, la exclusión de las mujeres de la categoría de individuos se remonta
al estado de naturaleza y persiste en el estado civil, en el que, en virtud del poder marital,
siguen ajenas a lo que se define como político, y por lo tanto importante. Pateman
afirma que hay un contrato sexual anterior al contrato social, cuya finalidad es
establecer las reglas de acceso carnal a las mujeres; tales acuerdos sirven a su vez para
afianzar la condición de igualdad y fraternidad entre los hombres (Pateman, 1992). Esos
varones son quienes después se definen como individuos en el espacio público, en tanto
que las mujeres permanecen en el privado.

1.3 Lo público y lo privado


El feminismo crítico ha cuestionado la dicotomía privado / público, precisamente
porque a la separación de espacios corresponde una asignación de tareas y sujetos. La
misma Pateman ha señalado que privado / público equivale a natural / civil y también a
mujer / hombre. El proceso opera por dos vías. Por una parte, los intereses y
necesidades de las mujeres se identifican con el espacio privado y, por otro lado, este
espacio es excluido de la regulación estatal. Y si existe algún reconocimiento -en la
legislación, las políticas públicas, los programas de bienestar social- éste se dirige al
núcleo familiar como grupo, pero los derechos individuales de sus integrantes quedan
subsumidos en las necesidades de la familia o bien se ignoran totalmente.
Sin embargo, la dicotomía público/privado es engañosa, porque si bien la esfera
doméstica se considera femenina, la posición que las hombres ocupan ahí, más que en
cualquier otro espacio, es la de amos indiscutibles. Es un sitio privilegiado de dominio
masculino; el más vapuleado de los trabajadores, lo mismo que el empresario más
prominente, al término de la jornada tiene un espacio de control y poder socialmente
legitimado y reconocido. El principio de individuación es exclusivo de los espacios
públicos, donde las relaciones se dan entre iguales, en contraste con el espacio privado,
que acaba siendo de indiscernibilidad.
En resumen, los derechos humanos son un concepto moderno que surge
paralelamente con los de individuo, Estado y derecho. El sujeto moral autónomo
requiere el reconocimiento de esa entidad abstracta que es el Estado, a través de
normatividades específicas. La relación individuo – Estado – derecho es indisoluble.
Para cerrar este apartado, conviene subrayar dos cuestiones fundamentales para
nuestro análisis. La primera de ellas es que el sujeto de los derechos humanos no sólo
resulta muy acotado, sino que se construye sobre múltiples exclusiones. En efecto, las
pretensiones de universalidad de la categoría de individuo simplemente no se sostienen.
En el caso del género, el problema es la construcción de espacios sociales asignados a
hombres y a mujeres; el individuo –paradigma de derechos humanos- requiere un
espacio privado donde domina sin cortapisas, para participar en el público con otros
varones, iguales, equipotentes (Amorós, 1997). La segunda anotación se refiere a la
noción de ciudadanía, estrechamente relacionada con el ejercicio de los derechos
humanos que en el proyecto de la modernidad se circunscribe al Estado nacional,
territorialmente delimitado. En el siguiente apartado veremos las implicaciones de tal
circunscripción.

2. Ciudadanía y Estado-nación
2.1 Ciudadanía y nacionalidad
El concepto de ciudadanía ha sido muy debatido desde diversos ángulos. Sin embargo,
parece haber consenso en torno a algunos aspectos básicos. En primer lugar, se la define
como el estatus derivado de la pertenencia a una comunidad política: ser ciudadano
significa disfrutar un conjunto de derechos individuales (civiles, políticos, sociales) y
tener que cumplir con ciertas obligaciones (fiscales, militares, de lealtad); los
ciudadanos actúan en la vida colectiva de un Estado. En segundo término, se separa la
ciudadanía nominal (pertenencia a una comunidad política) y la ciudadanía sustancial
(ejercicio real de los derechos derivados de tal pertenencia), en un proceso de inclusión
y exclusión. Finalmente, la ciudadanía está asociada con la nacionalidad, sea ésta por
nacimiento o naturalización. En síntesis, hay aceptación generalizada de que la
ciudadanía implica necesariamente el respaldo de un Estado y se ejerce en el espacio
nacional.
El concepto de nacionalidad surge también con la modernidad (fines del siglo
XVIII y se consolida en el XIX) y responde a la necesidad de crear vínculos entre los
individuos y los Estados, generar arraigo y fomentar sentimientos de lealtad. La
identidad nacional está asociada con la patria, 1 que se piensa como comunidad
homogénea, con un modelo único de familia (que marca la pauta de las relaciones
comunitarias y sociales), confianza en la economía (para garantizar trabajo, educación,

1
En los himnos nacionales de los países latinoamericanos, que obtuvieron su independencia en
el siglo XIX, abundan ejemplos de actitudes heróicas de hombres dispuestos amorir por esa
entidad abstracta que es la patria. El papel de las mujeres es totalmente distinto: el descanso
del guerrero (“el amor de las hijas y esposas también sabe a los bravos premiar”).
salud, movilidad social) y una buena articulación de las instituciones (organizaciones
sociales, políticas, culturales).
Pensar la ciudadanía como nacionalidad da lugar a los procesos de
naturalización y asimilación, tan debatidos en el mundo contemporáneo, precisamente
por la emergencia de grandes flujos de migración transnacional.
Desde una visión de género, el planteamiento es problemático porque a las
mujeres históricamente se les ha negado el derecho de decidir sobre su nacionalidad.
Uno de los primeros instrumentos internacionales sobre la situación de las mujeres fue
la Convención sobre la nacionalidad y domicilio de la mujer casada.2

2.2 El rasero de la igualdad


Marshall define la ciudadanía como el “estatus que se concede a los miembros de pleno
derecho de una comunidad”, y agrega que “sus beneficiarios son iguales en cuanto a
derechos y obligaciones” (Marshall, 1998: 37). Para este autor, la igualdad de derechos
ciudadanos es resultado de la evolución histórica del capitalismo y la homogeneidad del
Estado-nación.
Turner (1990), por otra parte, habla de dos variables en el desarrollo de la
ciudadanía. La primera es auspiciada por el Estado y se denomina pasiva, ya que no
existe intervención de los ciudadanos; la segunda –activa- es promovida por sindicatos
y organizaciones de otro tipo y se caracteriza por la participación de los individuos en
las decisiones comunes de la sociedad política.
¿Qué significa que todos los ciudadanos sean iguales? ¿Qué ámbitos de la vida
abarca esta condición de igualdad? ¿Cómo se expresa en la esfera pública?
Un primer aspecto de la llamada igualdad ciudadana es el estatus jurídico. Todos
los ciudadanos gozan del reconocimiento –formal, legal- de los mismos derechos.
Paralelamente a la igualdad jurídica, la postura liberal insiste en el reparto equitativo de
los bienes sociales: oportunidades, ingreso, riqueza, salud, etc. Los principios de justicia
que guían al liberalismo son precisamente la libertad y la igualdad. Según este enfoque,
el ciudadano es capaz de formar, revisar y perseguir racionalmente su definición del
bien.
El liberalismo identifica la ciudadanía con un estatuto legal; es el conjunto de
derechos que tiene el individuo frente al Estado. Para Rawls, los derechos individuales

2
En México, hasta 1974 las mujeres no podían transmitir la nacionalidad mexicana al cónyuge
extranjero.
no pueden ser sacrificados en aras del bienestar general; si se atienden los principios de
justicia, debe respetarse la pluralidad de concepciones del bien de todos los ciudadanos
y cada individuo debe estar en condiciones de organizar su vida según sus propios
deseos, sin intervenciones innecesarias. Por ello se enfatizan los derechos individuales.
Ya señalamos qué problemático resulta aplicar el rasero de igualdad a los grupos
sociales excluidos de la visión paradigmática de los derechos humanos. En los últimos
años se habla de la irrupción de las diferencias en el espacio público, en referencia con
demandas específicas de mujeres, gays, negros, indígenas, refugiados, etc. Conviene
puntualizar que no son diferencias sino desigualdades y que quienes irrumpen son
grupos marginales que exigen inclusión, reconocimiento, derechos.
El feminismo ha cuestionado el modelo liberal por aplicar criterios universalistas
de racionalidad que, en la práctica, distan mucho de incorporar las diferencias. Se valora
y reconoce la racionalidad formal e instrumental que favorece el ejercicio del poder y la
competencia. El problema no está en el postulado de igualdad ni en el sustento de
racionalidad, sino en las interpretaciones que se formulan de tales postulados y en las
consecuencias prácticas. La lógica que subyace a la aplicación del rasero de igualdad
del liberalismo se sustenta en la separación dicotómica de espacios sociales y su
atribución generizada. El espacio privado iguala a los hombres porque es
fundamentalmente el mismo en todos los casos; independientemente de la clase social,
la educación formal, la raza o cualquier otra característica, la figura del jefe del hogar
implica la posibilidad de actuar como monarcas y por lo tanto ejercer un dominio
absoluto. Es la constitución de ese espacio –su construcción conceptual y su realidad
práctica- lo que permite la configuración de la arena pública de ciudadanos iguales.
Las mujeres han emprendido diversas luchas por adquirir derechos y por lo tanto
ser ciudadanas. La homologación de normas y el reconocimiento formal de su estatus
jurídico parece haber logrado consolidarse. Sin embargo, el problema de fondo no se
resuelve con agregar derechos a la lista porque la lógica patriarcal se mantiene intacta
mientras no se produzca una redefinición de los espacios sociales y una nueva propuesta
de lo humano.
Más adelante veremos cómo algunas teóricas feministas, al criticar la
racionalidad, caen en la trampa de la diferencia, sin reconocer el potencial civilizatorio
del liberalismo ni los beneficios que implica una plataforma desde la que se puedan
reclamar derechos. Antes de ello, abordaremos brevemente la propuesta del
comunitarismo.
2.3 Libertad individual vs. bien común
El liberalismo ha sido criticado por el peso contundente que coloca en el individuo y sus
decisiones racionales, por reducir la ciudadanía a un estatus legal y desechar, en
consecuencia, la actividad cívica. La propuesta comunitarista, en contraposición al
modelo de ciudadano “egoísta racional”, enfatiza la importancia del bien común y la
participación cívica republicana. Por encima de la libertad individual (y otros logros de
la democracia moderna como la constitución de un Estado laico y el desarrollo de la
sociedad civil) se coloca el bienestar general. La colectividad tiene preeminencia sobre
el individuo.
Skinner incluye la participación política y la virtud cívica en su concepción de la
libertad; el Estado debe garantizar las libertades individuales y fomentar las virtudes
cívicas. Según este autor, la idea de un bien común por encima de los intereses privados
es condición necesaria para disfrutar la libertad individual. Los comunitaristas sostienen
que el bien común debe estar sobre el derecho; por ello rechazan el pluralismo liberal y
denuncian que la política ha perdido sus contenidos éticos.
El debate se antoja interminable. Sin duda, en una visión ideal de una
colectividad política cuyas instituciones, prácticas sociales y leyes hagan realmente
posible la libertad individual, no sería difícil fomentar actividades cívicas y
compromisos ciudadanos para la consecución del bien común. Un análisis realista debe
incorporar la perspectiva del conflicto. ¿Qué hacer cuando los intereses individuales se
contraponen con los de la colectividad? Más aún, ¿quiénes definen cuáles son los
intereses comunes y cuáles de esos intereses son prioritarios? ¿Cómo acomodar las
distinciones entre lo moral y lo político, entre lo público y lo privado?
El republicanismo moderno intenta proponer un punto medio entre la autonomía
individual que postula el liberalismo y la concepción de la colectividad –con valores
morales compartidos- como eje de la identidad individual que ostenta el comunitarismo.
Arendt y Petit, entre otros autores, insisten en una defensa de la democracia
participativa donde la ciudadanía sea una práctica que necesariamente incorpore
virtudes cívicas. Según esta idea, toda persona debe involucrarse en el debate político,
para no sentir que las leyes y acciones estatales son impuestas. Al igual que la de
Skinner, esta propuesta resulta engañosa porque no incorpora la dimensión del conflicto.
Finalmente, Chantal Mouffe señala la necesidad de formular una nueva
concepción de ciudadanía entendida como una forma de identificación. La ciudadanía es
una identidad política que, como tal, debe ser construida. Esta forma de identidad es
compartida por personas que tal vez tienen distintas concepciones del bien, pero se
someten a la respublica,3 que busca la articulación de un interés común, la satisfacción
de los deseos y la propagación de las creencias, en condiciones formuladas en reglas.
Este último es el punto nodal de la porpuesta; la respublica no es en sí misma un interés
o doctrina sustancial sino que está en constante construcción y actualización.
Según esta propuesta, la ciudadanía no es sólo una identidad entre otras (como
en el liberalismo) ni la dominante (como en el republicanismo cívico) sino un “principio
articulador que afecta a las diferences posiciones de sujeto del agente social... al tiempo
que permite una pluralidad de lealtades específicas y el respeto a la libertad individual”
(Mouffe, 1998: 138). Rescata del liberalismo los principios rectores de igualdad y
libertad para todos, y subraya que las múltiples formas de dominación deben ser
desafiadas con base en una concepción no esencialista del sujeto: todas las identidades
con formas de identificación.

2.3 Las críticas feministas


La teoría feminista ha criticado el modelo liberal de la ciudadanía en dos sentidos
fundamentalmente: la separación dicotómica de lo público y lo privado, y la asignación
exclusiva del criterio racional a los hombres. En otras palabras, se critica la exclusión de
las mujeres de los espacios de libertad e igualdad y de los criterios definitorios de
humanidad. Denise Riley lo plantea con claridad: las mujeres han tenido que transitar de
su condición de mujeres a la de seres humanos, para tener acceso a algunos derechos.
Simone de Beauvoir, en una tónica semejante, señala que sólo hay dos categorías de
personas: seres humanos y mujeres; cuando ellas demandan y exigen su humanidad, se
las acusa de querer ser hombres.
Las feministas liberales –es decir, quienes reconocen el carácter emancipador de
los principios de igualdad y libertad y denuncian las anomalías en las interpretaciones-
han peleado por nuevos derechos, a fin de lograr la plena ciudadanía de las mujeres. Se
las ha criticado por no cuestionar el modelo patriarcal que establece –en palabras de
Carol Pateman- que la definición de ciudadanía equivale a la de varón, en tanto se
descartan las cualidades femeninas. Para esta y otras autoras, las demandas de igualdad
implican una aceptación de la concepción patriarcal de ciudadanía. El problema es que

3
Mouffe toma de Micael Oakeshott la noción de respublica, un lenguaje específico de
comunicación civil que se produce en la societas, forma de asociación humana que deja
siempre espacio a la libertad individual.
la categoría de individuo y la definición de espacio público se postulan como
universales siendo masculinas. El planteamiento es impecable, pero la solución que
propone resulta peligrosa por esencialista.
Pateman sugiere recuperar el valor de las virtudes femeninas como forjadoras de
ciudadanía, empezando con el tributo a la maternidad. En una aproximación semejante,
Carol Gilligan opone una “ética del cuidado” que rotula como feminista a la “ética de
justicia” masculina y liberal. Las corrientes maternalistas, ecofeministas o del cuidado
intentan rescatar una noción de mujer generalizable o por lo menos unificadora. De
manera no sorprendente, fallan en su propósito, porque no existe una esencia común a
ningún grupo humano. No es posible hablar de “la mujer” como si se tratara de una
identidad homogénea. Por ello apostar por la diferencia es una trampa que se estrella
con una realidad en la que el cuidado de los hijos, la preocupación por la familia, la
propensión a la intimidad y el compromiso no son valoradas; exaltarlas de manera
unilateral no conduce a un mayor reconocimiento ni tampoco queda muy claro que tal
reconocimiento sea deseable.
Iris Young propone una “ciudadanía diferenciada”, lo que implica una
repolitización de la vida pública con mecanismos de representación y reconocimiento de
voces que hasta ahora han sido inaudibles por minoritarias (cuantitativa o
cualitativamente). El problema sigue siendo la noción esencialista de grupo, como si se
tratara de identidades ya constituidas.
En debate con las propuestas brevemente reseñadas, Mouffe considera que la
identidad política debe ser construída con base en la articulación de relaciones, prácticas
e instituciones igualitarias, donde la diferencia sexual sea totalmente irrelevante,
precisamente para evitar esencialismos. Conviene recordar que las acciones afirmativas
no son formas de ciudadanía diferenciada sino mecanismos de compensación para
generar efectos políticos a largo plazo; una de sus virtudes es dar visibilidad a
determinados grupos en el ejercicio del poder y contribuir así a un cambio en el
imaginario social.
En síntesis, los debates sobre los contenidos y alcances del concepto de
ciudadanía se han centrado en la participación de los individuos en una colectividad
política claramente delimitada, que corresponde al Estado nacional. En los últimos años,
los procesos de globalización –y de manera destacada los grandes flujos de migración
transnacional- han generado nuevos desafíos a las visiones tradicionales de la
ciudadanía y el ejercicio de los derechos humanos.
3. Los retos del transnacionalismo
En las postrimerías del siglo XX, se empezó a hablar de “identidades híbridas”, “doble
conciencia” y otros términos para hacer alusión a las comunidades transnacionales. Se
trata de espacios desterritorializados que, precisamente por exceder las fronteras de los
países, escapan a la sujeción de los Estados. Tienen una condición difusa porque el
sentido de pertenencia se diluye en el tiempo y en el espacio.
En efecto, la globalización ha traído consigo grandes movimientos de
mercancías, capitales y personas. Muchas transacciones financieras y similares se
realizan de manera virtual; el traslado de bienes variados ha implicado la actualización
constante de aranceles y la implantación de nuevas medidas de apertura comercial de las
fronteras. El establecimiento de grandes cadenas multinacionales altera los espacios y
crea centros de poder transnacionales. Los organismos de Naciones Unidas ejercen
actividades de vigilancia y monitoreo de los gobiernos nacionales, que ahora comparten
el escenario internacional con nuevos actores. En este nuevo panorama, las nociones
tradicionales de derechos humanos y ciudadanía se ven rebasados por los grandes y
continuos flujos de migrantes a escala mundial. Entonces aparecen nuevas
interrogantes: ¿tienen derechos los inmigrantes? Si es así, ¿todos los derechos? ¿Y los
emigrantes? ¿Cuál es el límite de las políticas de asimilación? ¿Y qué hacer con las
comunidades que desean conservar su autonomía y aun así pertenecer a un país
determinado? ¿Cuáles son los alcances reales de los principios de universalidad e
indivisibilidad de los derechos humanos? ¿Puede ejercerlos una persona que no tenga
un Estado que la proteja?
Como suele suceder con problemáticas emergentes, hay más preguntas que
respuestas y se abren vetas promisorias para el análisis y la reflexión.

3.1 Ciudadanía multicultural


La propuesta de Will Kymlicka busca ampliar los alcances del modelo liberal para
incluir los derechos de las minorías, sobre todo étnicas. Para ese autor, el liberalismo
adolece de ceguera ante la plurietnicidad y multiculturalidad de las naciones; por ello, el
rasero de igualdad tiene efectos homogeneizantes que ignoran y tienden a suprimir las
diferencias. Paralelamente, las políticas asimilacionistas operan en el mismo sentido, ya
que tienden a rescatar los derechos individuales en detrimento de las solidaridades
colectivas.
La ciudadanía multicultural propone complementar los derechos individuales –
de índole universal – con los derechos diferenciados de las minorías (sean éstas
nacionales o de inmigrantes). Hay dos acciones instrumentales básicas para llevar a la
práctica esta propuesta: protección externa y restricciones internas. La protección está a
cargo del Estado, lo que remite a la noción tradicional de ciudadanía. Las restricciones
corresponden al propio grupo, que impide a sus integrantes la salida. Y este es el punto
más controvertido: en la práctica, los derechos colectivos se traducen en restricciones a
los derechos individuales.
La teoría de los derechos humanos reconoce que las colectividades pueden – y
requieren – gozar de formas diversas de protección jurídica, pero los derechos humanos
como tales son prerrogativas de la persona.

3.2 Ciudadanía transnacional


Una primera propuesta fue la llamada ciudadanía posnacional (en palabras de Soysal)
para desarrollar políticas de incorporación de los inmigrantes y por lo tanto el
reconocimiento de derechos básicos en la sociedad receptora.
La ciudadanía transnacional se sustenta en la convicción de que toda persona
debe tener derecho a estar donde quiera estar, sin perder por ello sus derechos
ciudadanos. Los postulados básicos son los siguientes:
* Suprimir restricciones a la expatriación. Esto significa que todo individuo debe
ser libre de salir de su país en el momento y por el tiempo que desee, sin
amenazas ni coerción de ninguna índole.
* Suprimir la expulsión. Nadie debe ser obligado a salir del país al que pertenece.
Este postulado resulta sumamente ambicioso, ya que choca frontalmente con la
institución del refugio. En 1951 Naciones Unidas estableció directrices para la
atención de quienes tenían que huir de sus países por persecución. Los motivos
son cinco: ideología, religión, raza, nacionalidad y pertenencia a un grupo social
particular. El género recientemente ha ganado arraigo en el diseño de políticas
de protección a personas refugiadas.
Estas propuestas, que enfatizan los derechos de los ciudadanos transnacionales,
siguen considerando la exigibilidad ante un Estado, sea el de origen o el receptor. La
otra cara de la moneda es la conformación de organismos supranacionales que
respondan a las necesidades del cosmopolitismo contemporáneo y hagan realidad los
derechos de miles de ciudadanos - ¡y ciudadanas! – del mundo.
A modo de conclusión
Los derechos humanos y la noción tradicional de ciudadanía forman parte del proyecto
de la modernidad que, en los dos siglos de vigencia que lleva, ha registrado notables
redefiniciones y críticas. La teoría feminista ha denunciado el carácter androcéntrico del
modelo liberal de ciudadanía y del edificio conceptual de derechos humanos, a la vez
que ha propuesto modelos alternativos, como la ciudadanía diferenciada, o bien la
reformulación de los espacios sociales (por ejemplo, vía acciones afirmativas).
El escenario se complejiza con los desafíos que plantea la globalización,
específicamente las demandas de grupos numerosos de migrantes. La ciudadanía
transnacional reclama análisis minuciosos y reelaboración de viejas y nuevas propuestas
en torno a los derechos humanos, ahora sin límites ni fronteras.

Bibliografía
Amorós, Celia (1997), Tiempo de feminismo: sobre feminismo, proyecto ilustrado y
postmodernidad, Cátedra, Universitat de Valencia, Instituto de la Mujer, Madrid

Beauvoir, Simone de, (1993) El segundo sexo. I. Los hechos y los mitos. Alianza
Editorial Siglo Veinte, México. (Texto original de 1949.)

Bunch, Charlotte, (1991) "Hacia una re-visión de los derechos humanos", en La Mujer
Ausente, derechos humanos en el mundo. ISIS Internacional, Ediciones de las Mujeres.

Castañeda, José Carlos (2003), Fronteras del placer y fronteras de la culpa: a propósito
de la mutilación femenina en Egipto, El Colegio de México, México.

Davis, Angela (1982), Women, Race and Class, Nueva York, Random House.

Donnelly Jack, (1994)Derechos humanos universales: teoría y práctica, Ediciones


Gernika, México.

Facio, Alda (1991), "Sexismo en el derecho de los derechos humanos", en La Mujer


Ausente, derechos humanos en el mundo. ISIS Internacional, Ediciones de las Mujeres.

Höffe Otfried (2000), Derecho intercultural, Barcelona, Editorial Gedisa.

Kerr, Joanna (ed.) (1993) Ours by Right. Women´s Rights as Human Rights, Zed Books
Ltd., Londres.

Lagarde, Marcela (1996), "Identidad de género y derechos humanos. La construcción de


las humanas", en Estudios básicos de derechos humanos IV, Instituto Interamericano de
Derechos Humanos, San José, pp. 85 - 125.
Mouffe, Chantal (1998), “Ciudadanía democrática y comunidad política”, en Rosa
Nidia Buenfil (coord.) Debates políticos contemporáneos. En los márgenes de la
modernidad, México, Plaza y Valdés, pp. 127 – 141.

------------------- (1999), El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo,


democracia radical, Barcelona, Paidós.

Parra, José Francisco (2003), “Acercamiento al derecho de la migración y la ciudadanía


transnacional. El caso de los migrantes mexicanos y sus derechos políticos”, en América
Latina Hoy, núm. 33, Ediciones Universidad de Salamanca, pp. 73 – 100.

Pateman, Carole (1988), The sexual contract, Stanford University Press, Stanford.

Resta, Eligio (1995), La certeza y la esperanza. Ensayo sobre el derecho y la violencia,


Paidós, Barcelona.

Riley, Denise (1988), Am I that Name? Feminism and the Category of Women in
History, University of Minnesota Press, Minneapolis.

Serret, Estela (2002), Identidad femenina y proyecto ético, PUEG, UAM – A, Miguel
Ángel Porrúa, México.

Turner, Bryan (1993), “Outline of a theory of human rights”, Sociology, 27 (3), pp. 489
– 524.

S-ar putea să vă placă și