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NEGOCIO NAVIERO Y REDES MERCANTILES EN LA CARRERA DE INDIAS (1560-1622):

¿NECESIDAD O NUEVO IMPERIALISMO METODOLÓGICO?

Sergio Manuel Rodríguez Lorenzo


Centro de Estudios Montañeses (Santander)
srodriguezlorenzo@gmail.com

Buenos días a todos. Tengo en mi biblioteca personal un facsímil de las actas del IX

Congreso Internacional de Americanistas, celebrado en 1892 en el Monasterio de Santa

María de la Rábida, en Huelva. Sirvió aquel Congreso para celebrar el IV Centenario del

Descubrimiento de América. Nunca imaginé cuando adquirí ese libro —casi dos décadas

atrás— que en algún momento —como el de hoy— formaría parte de esa larga nómina

de estudiosos del mundo americano que cada dos o tres años se reúnen en los lugares más

diversos desde 1875. En esta ocasión, nuestra presencia aquí sirve para conmemorar los

800 años de la fundación de la Universidad de Salamanca, organismo modelador de la

vida universitaria en el Nuevo Mundo durante tantos siglos, así como de su cultura

jurídica, política, administrativa, teológica, filosófica y moral; ejemplo —entre otras

cosas— de una auténtica red de ideas, conocimientos y cosmovisiones que se extendió

por todo el orbe hispánico.

Me alegra compartir mesa de trabajo y reflexión con todos ustedes, y más me alegra

haberme reencontrado con algunos amigos que no veía desde hacía más de quince años.

Que esto sea así, se lo debo a la invitación de Jaime Lacueva, al que le estoy muy

agradecido por esto y por su amistad. ¡Qué a gusto estaríamos en el mundo si todos

tuviésemos la generosa inteligencia de Jaime! Afortunadamente, con nuestro breve

encuentro de ayer me quedó claro que Jaime no es un ejemplar único: así que hay

esperanza.

El asunto que les traigo esta mañana estaba divido en dos partes: una de carácter

expositivo, aunque no sé si neutral, acerca de las sencillas redes que genera y sobre las que

se sustenta el negocio naviero en la carrera de Indias —frente a las más complejas de los

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mercaderes; y otra parte más teórica —o crítica— en la que les planteo algunas dudas y

preguntas sobre el ímpetu adquirido por los estudios de redes, hasta el punto de

convertirse —o eso creo— en una especie de imperialismo metodológico en que o

analizas redes o no eres nada: en definitiva, si no será que el bosque —la maraña, el

grafo— no nos deja ver los árboles. Como disponemos de poco tiempo, pienso que será

de mayor utilidad para la discusión que me centre precisamente en esta segunda parte, la

teórico-crítica, y que deje para la publicación venidera —o en algún momento de los

debates— lo que toca al negocio naviero.

No fui consciente de la noción de «imperialismo metodológico» hasta la lectura del

prólogo de Antonio García-Baquero a las obras de Albert Girard. Su notable trabajo sobre

el comercio francés en Sevilla y Cádiz fue —en palabras de Michel Morineau—

«masacrado de forma abominable» por Lucien Febvre, mediante una reseña en sus Annales

en 1933. Descubrí —quizá algo tarde— que la revolución historiográfica francesa contra

el positivismo historizante, encabezada por Bloch y el mismo Febvre, tenía vocación

imperial: o coincidías con su forma de pensar la historia —por emplear una expresión muy

de Annales— o eras hombre muerto, historiográfica y académicamente hablando —se

entiende. Philip Dosse no tiene reparos en decirlo: «La conjunción de una firme estrategia

de alianzas con un ecumenismo epistemológico, permite a Annales eliminar a sus

adversarios».

La Historia vivió durante el siglo XX un proceso de «desmigajamiento» que continúa en

el XXI. No solo existe una Historia para el público amplio, de venta en quioscos y librerías

generalistas, con sus bestsellers, apegada al relato broncíneo y con predilección por algunos

asuntos (II Guerra Mundial, Nazismo, Holocausto judío, pirámides de Egipto, las legiones

de Roma, el fin de los mayas, los piratas del Caribe y —en el caso de España— II

República y Guerra Civil), sino una historia académica para historiadores, economistas,

juristas, médicos, sociólogos, filósofos… para chamanes de todas las tribus y bandas,

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cazadores y recolectores. Una retahíla de escuelas, metodologías, paradigmas,

perspectivas, enfoques, visiones que a veces se suceden en el tiempo, que pueden ser causa

o consecuencia uno del otro, que cohabitan en íntima amistad, compiten a capa y espada

o sobreviven aisladas ignorándose, cuando no explícitamente dándose la espalda. Ahí

estuvieron las disputas entre la historia serial, cuantitativa, la New Economic History —con

sus modelos y contra-factuales—, la Cliometría, la Historia Económica Institucional,

Neo-Institucional; la marxista de todas las especies; los Annales y sus cuatro generaciones

—incluido el desprecio por Fernand Braudel—; el giro antropológico derivado del

estructuralismo de Levi-Strauss, del funcionalismo de Malinowski; la descripción densa

de Clifford Geertz; la etnohistoria; la microhistoria de quesos, gusanos y herencias

inmateriales… El giro lingüístico para el que la vida es un texto, un relato; el retorno a la

narración de Stone, la metahistoria de White; la historia como símbolo y representación; las

mentalidades que se sustancian en el testamento, la Nueva Historia Política donde todo

es poder: la Iglesia es poder, el comercio es poder, el arte es poder, el amor es poder y,

por supuesto, el Estado es poder. Todo es historiable: no solo la música, las artes plásticas,

la filosofía, la medicina, las matemáticas, los precios, la industria, la agricultura, los

movimientos sociales…, también se hizo una historia del cuerpo, de lo bello y de lo feo,

de la masturbación, de las partes pudendas, del sexo-sexo, de la vergüenza, de las

emociones, las lágrimas y la alegría, del odio y del amor, de los colores (azul, rojo, negro,

malva), del matrimonio, de la familia, de la mujer y de lo femenino, de los hijos, los

jóvenes, la vejez y la muerte, de la salud y la enfermedad. El postmodernismo daba y da

para todo: para los conceptos de Koselleck y para los contextos de Skinner o Pocock.

Con el siglo XXI llegaron internet, la globalización y la amenaza del cambio climático.

Como toda historia es historia contemporánea y como no existe historiador inocente,

adquieren relevancia la global y la world history —que no es simple continuación de la historia

total o global braudelianas y los dos primeros Annales. Surgen con ímpetu la cross-cultural,

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la trans-cultural y la connected history, que no logro diferenciar plenamente, aunque en algo se

distinguirán. Cuando los departamentos universitarios están más cerrados que nunca a la

sociedad, toma impulso la public histoy. A mitad de camino entre la informática, la geografía

y la historia, aparece la GIS —o SIG— history, basada en el uso e interpretación de los

sistemas de información geográficos. Se expande con fuerza la Atlantic history, en la que el

devocionario de Bernard Bailyn sobre la materia considera que Séville et l’Atlantique no es

historia atlántica, hecho nada extraño si pensamos que tampoco cree que el Mediterráneo

de Braudel sea historia mediterránea. Por otro sendero camina la historia ambiental, que

explica las sociedades humanas en función de los factores climáticos: el Óptimo medieval

y la Pequeña Edad de Hielo, los años sin veranos y los veranos sin monzones, el Niño, la

Niña y la Zona de Convergencia Intertropical. Estas recientes visiones del pasado integran

el llamado giro espacial: por una parte, el espacio en sentido ecológico, medioambiental; por

otra, el espacio en sentido topológico, posicional. Una sub-variante de este giro es el giro

relacional, las redes sociales que nos traen aquí hoy.

Cada una de estas visiones de la historia tuvo sus pioneros, aprendices, maestros, vacas

sagradas y secuaces. Creyeron situarse en el centro de la verdad, disfrutaron de su

momento de furor —que fue pasajero—, y casi todas cayeron en el manierismo. Si la

Historia es maestra de la vida, ¿no podremos pensar que al Análisis de Redes Sociales le

ocurrirá algo parecido? Por mucho que a Rugiero Romano le enfadase que algunos

consideraran una moda a la historia serial y cuantitativa, visto el desarrollo historiográfico

de los últimos cien años, creo —por una cuestión de cordura— que debemos acogernos

a la Ley Benetton que Mauricio Tenorio Trillo recoge —con toda la sorna posible— entre

sus leyes fundamentales de la Historia.

Los estudios históricos de redes mercantiles en el ámbito de la carrera de Indias o en el

espacio socioeconómico americano en tiempos coloniales, pueden dividirse en dos

grupos. Por una parte, aquellos que emplean el concepto de red como una metáfora, es

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decir, no entran en la realización de modelos reticulares, operaciones algorítmicas, ni

ninguna de las recetas teóricas ni metodológicas vinculadas al Análisis de Redes Sociales.

Simplemente, tomaron conciencia del adagio de Aristóteles: el ser humano es un zoon

politikón, un animal político, social, que nace, vive y muere en relación con otros humanos.

En buena lógica, o a base de ver papeles viejos en los archivos, estos historiadores de la

metáfora-red consideraron que la trayectoria, el éxito y el fracaso de cada uno de los

mercaderes era el fruto de una acción colectiva en progreso —o sea, desarrollada en el

tiempo— que se construye mediante las relaciones con otros: familiares, amigos, vecinos,

paisanos, connacionales, etc. Que toda biografía es prosografía, y que estos vínculos

trascienden el atributo de lo estrictamente mercantil y se cruzan de modo inextricable con

lo afectivo, con lo político, con la religiosidad, sin que por ello el individuo pierda sentido,

sino todo lo contrario: se fortalezca. Esta concepción suave —débil a lo Vattimo— de las

redes mercantiles tiene una tradición larga y fecunda entre los estudios americanistas. Ahí

están Antonio Ibarra, Guillermina Pavón, Margarita Suárez, Enriqueta Vila, Guillermo

Lohmann, Enrique Otte, Ruth Pike, John Everaert, Daviken Studnicki-Gizbert, Maria da

Graça Mateus Ventura, Ignacio Chuecas, Carlos Álvarez Nogal, Manuel Bustos

Rodríguez, Julián Bautista Ruiz Rivera, María del Pilar López Martínez-Cano, Luisa Shell

Hoberman, Lutgardo García Fuentes, Xabier Lamikiz, Manuel Francisco Fernández

Chaves, Rafael Pérez García, etc.

El otro grupo es todavía minoritario, aunque puja con fuerza gracias a la opinión

ambiental que otorga becas y proyectos de investigación, asegura publicaciones en revistas

con altos índices de impacto e invitaciones a congresos internacionales. Suele ser gente

joven, en edad de medro, a veces con estudios formales de Economía, que no les hace

asco a apuntarse a lo último que suena con tal de beneficiarse de una renta. Educados en

la cultura del reciclaje, lo mismo les da ocho que ochenta, siempre que resulte ganancioso.

Un paradigma no es para siempre, y por eso hay que arrimarse cuando más calienta. El

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compromiso con el objeto de estudio —por ejemplo, con la carrera de Indias— es agua

pasada, de tiempos de la artesanía historiográfica. Ellos son humanistas digitales: el trabajo

ajeno, bien mostrenco; el suyo, bien remunerado. De una manera o de otra, se adscriben

a los postulados teóricos —y metodológicos— del Análisis de Redes Sociales. Esta

corriente, que surge de la Sociología y la Antropología estructurales y de la Psicología

Social, no es de tan fácil acceso a los historiadores como podría parecer de antemano:

exige —entre otras habilidades— conocer el álgebra de matrices y las operaciones con

grafos, que como bien saben están en la esencia de nuestra trayectoria formativa. A su

vez, la obtención de datos relacionales es una tarea ardua donde las haya. O sea, nos

enfrentamos a unos postulados teóricos que no rinden frutos inmediato… salvo que se

utilicen como simple barniz.

El Análisis de Redes Sociales —la rama más viva de la Sociología actual— es

profundamente estructuralista. Para Barry Wellman, se trata de un estructuralismo más

cercano a las tablas input-output económicas o a la física cuántica, que al estructuralismo

de Levi-Strauss. Incluso cuando se desea destacar al individuo, se habla de un

individualismo estructural. Como cuerpo teórico para uso en la labor historiográfica,

desconfío de ese carácter estructural, y más en un ámbito como la carrera de Indias, un

«himno al acontecimiento», que decía Morineau. Aun así, el historiador debe empaparse

de todo y nada humano le será ajeno. La lectura, por ejemplo, de la introducción a las

redes sociales de José Luis Molina, o la más general de Caldarelli y Catanzaro; o el manual

comprensivo de Charles Kadushin, o los artículos recopilados por Félix Requena Santos

sobre los orígenes, teorías y aplicaciones del Análisis de Redes Sociales, nos

proporcionarán un bagaje conceptual que nos ayuda a comprender mejor aquello que

vamos encontrando en los archivos, a condición de que no intentemos aplicarlos de forma

clara y distinta, o, menos sutiles, a machamartillo. Que sean, simplemente, inspiradores,

ventanas a una lúcida intuición del pasado; lo que consideramos de El Capital de Marx, la

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Sociología de Simmel, los Principios de Economía de Marshall, la Economía y sociedad de Weber,

el Don de Marcel Mauss… fuentes de inspiración que agucen nuestro espíritu de la fineza.

Si vamos más allá nos encontraremos con esto. Uno de los conceptos del Análisis de

Redes Sociales más útiles para el historiador es el de «lazo débil». Nos aclara muchas cosas

en una red mercantil; servirá para que pongamos atención en determinados personajes

que en apariencia carecían de importancia; nos mantiene alerta frente a la documentación.

Pero si queremos formalizarlo al modo de la sociometría del Análisis de Redes, debemos

enfrentarnos a estas palabras de Mark Granovetter: «Aunque las pautas son diferentes en

las dos ciudades, Breiger y Pattison pusieron de manifiesto que compartían determinados

rasgos estructurales, lo que lleva a pensar en la importancia de los lazos débiles. Dicho

técnicamente, la “reducción homomórfica conjunta” de las dos tablas de multiplicación

de los semigrupos del modelo de bloques generan una estructura común que satisface

determinadas relaciones algebraicas». ¿Creen sinceramente que los historiadores estamos

en disposición de hacer estas cosas con los siglos XVI al XVIII?

El Análisis de Redes Sociales tiene muy claro que es una parte poderosa de la Sociología,

que como ciencia social nomotética busca leyes del comportamiento humano en términos

sociales, es decir, relacionales; tiene afán predictivo y, en cualquier caso, sus preguntas

pueden ir encaminadas a resolver problemas actuales que requieren solución: el

tratamiento de pacientes esquizofrénicos, estudios de mercado para nuevos productos;

optimización de los recursos humanos en una empresa; detección de problemas de

distribución comercial en una compañía de transporte… Aunque desde Annales pocos

discuten el concepto de historia-problema, también es cierto que las preguntas que intentan

responder los historiadores van por otro camino. La Historia —recordémoslo— no es

ninguna ciencia social retrospectiva. Espero que este ejemplo sea dilucidador.

Un estudio de 2004 establecía que aquellos adolescentes cuyos amigos no eran amigos

entre sí tenían el doble de probabilidades de suicidarse. Estaríamos ante un efecto

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perverso de los agujeros estructurales en una red egocéntrica. Sea o no cierta la inferencia, se

trata de esos tipos de problemas que pretenden resolver la Sociología o la Psicología

Social. ¿Qué diremos los historiadores de la carrera de Indias, de la economía atlántica,

del espacio económico de Chile en el siglo XVIII? ¿Que un mercader cuyos agentes

comerciales no se conocen entre ellos tiene el doble de posibilidades de suicidarse? No

nos vayamos por el camino de la tragedia: ¿que un mercader sevillano cuyos agentes

económicos no se conocen entre ellos tiene el doble de posibilidades de caer en

bancarrota? Esta podría ser una buena pregunta, aunque más que difícil de demostrar.

El entusiasmo por las redes, es decir, por las relaciones, puede llevar a convencernos de

que todo está relacionado con todo. La idea es sugerente y evocadora en términos

historiográficos. A poco que esté bien escrito, casi cualquier trabajo acerca de estas

conexiones —especialmente si se enlazan espacios y complejos culturales relativamente

alejados: por ejemplo, un manuscrito turco sobre América y un impreso novohispano

relativo a la Súblime Puerta— tendrá mucho más éxito académico —y editorial— que un

artículo sobre la tasación de esclavos de 1556. Pero esta idea de que todo está relacionado

con todo —la red de ideas, la red de distribución de libros, la red de viajeros y así ad

infinitum—, nos haría tan incomprensible el mundo, la realidad, el pasado como lo

contrario: que nada está relacionado con nada, circunstancia que, sin embargo,

rechazamos de antemano por inmediata auto-evidencia. Lo deseable sería acogernos

siempre a la idea platónica de symploké, escudriñar realmente qué está relacionado con qué,

y no dejarse llevar por el grafo fácil.

Uno de los principales obstáculos de la aplicación del Análisis de Redes Sociales a los

estudios históricos está en las fuentes y su tratamiento. Las ciencias sociales lo tienen más

fácil. Pueden acudir a cuestionarios específicos, entrevistas individuales o colectivas, la

observación directa y a los acervos de documentos. Tienen a mano poner en práctica

técnicas como la RSW (pequeño mundo al revés), la de Poole y Kochen —que se sirve

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del directorio telefónico local—, o la de «bola de nieve», tan útil para detectar población

con hábitos ocultos, tal sea el consumo de drogas o las relaciones sexuales prohibidas.

Pero los historiadores debemos conformarnos solamente con los registros documentales,

rara vez concebidos para exhumar redes. Podemos aprender a interrogarlos, aunque en

ocasiones ni bajo tortura van a soltar prenda. Los protocolos notariales —como estamos

viendo en nuestra mesa de trabajo— son, no obstante, especialmente útiles para

documentar conexiones, siquiera sea gota a gota: por lo general, un mínimo de dos nodos-

actores en cada acta, si excluimos al escribano y a los testigos. Tan importante como la

idoneidad de las fuentes, es el problema del muestreo. El historiador vive en el muestreo

casi permanente y pocas veces exprime todos los testimonios materialmente disponibles.

Como el minero a la antigua usanza, cuando encuentra una veta intenta exprimirla, pero

margina otras que desconoce, que aparecen más tarde o —sabiendo de todas— debe

decantarse por una antes que otra, hasta que llega un momento en que no hay tiempo para

más. Sin embargo, José Luis Molina, en su manualito, lo deja bien claro: «los métodos y

técnicas del análisis de redes sociales están pensados para trabajar con redes completas y,

a pesar de los avances en el campo, no se han encontrado soluciones completamente

satisfactorias del problema del muestreo». El ejemplo que pone —así sea hipotético—

arroja tanta luz que no me resisto a desgranarlo. Una población de 10 000 habitantes

genera 50 millones de lazos potenciales. Si estudiásemos una muestra de 1 000 de esos

habitantes, es decir, una muestra de un 10 %, tendríamos el triple de las necesarias para

llegar a estimaciones con un 95,5 % de confianza y un 5 % de error muestral. Pero

estaríamos dejando fuera el 90 % de las relaciones: de los 50 millones, solo estudiaríamos

500 000, o sea, el 1 %. «¿Hasta qué punto —nos dice Molina— podemos asegurar que los

individuos de la muestra no están relativamente aislados en el conjunto del sistema?

¿Cómo podemos saber si las relaciones que mantienen entre sí los individuos de la muestra

son representativas del conjunto de individuos no encuestados?».

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Creo que todos los presentes conocemos en carne propia lo penoso que resulta ir

espigando datito a datito entre la documentación notarial o de otra clase, y la cantidad de

horas-nalgas que hemos invertido en engrosar nuestro fichero. Pero al mismo tiempo,

quizá debamos reconocer que —últimamente, desde que se viene imponiendo el

management académico— nos acogemos con demasiada auto-indulgencia a expresiones

tales como: «no se puede ver todo, hay que cortar», «el proyecto se acaba, es preciso

terminar», «se trata de un trabajo provisional, ya se mejorará más adelante». (Por supuesto,

nunca se mejora; pasa por definitivo lo que fue incipiente y la semilla del error está

plantada). El caso es que cada vez parece más raro encontrarnos ante trabajos con

cimientos documentales tan sólidos como el de Eufemio Lorenzo Sanz sobre el comercio

de España con América en la época de Felipe II; o Los Corzos y los Mañara, de Enriqueta

Vila; o la colaboración entre Vila y Guillermo Lohmann para desentrañar la red de los

Almonte; o Los Colarte de Manuel Bustos; o los alemanes de Herman Kellenbenz en Sevilla

y Cádiz; o los tantos y tantos estudios de Enrique Otte, desde Las perlas del Caribe hasta

sus materiales póstumos sobre la vida económica de Sevilla en el Quinientos, de los que

acaba de hablarnos Francesco. Yo no digo que todos seamos como ellos: porque lo que

la naturaleza no da, Salamanca no lo otorga; porque cada época es distinta y hoy todo son

prisas y publicar o perecer; porque ni estamos obligados ni —a lo mejor— en disposición

de compartir la paciencia de Juan Gil, o que poseamos la fuerza para emular al benemérito

Jesús Aguado de los Reyes, quien revisó folio a folio más de cuatro mil legajos para

encontrar 810 inventarios de bienes post mortem entre 1600 y 1655. No, yo no digo eso.

Simplemente me pregunto cuántos documentos y cuántos legajos hacen falta para que el

historiador construya y estudie una red mercantil en la carrera de Indias, o en el tráfico

con el norte de Europa, o en el espacio económico-minero entre San Luis Potosí y Ciudad

de México, por poner unos ejemplos que imaginarán no son inocentes. Se me dirá que

dependiendo de la fuente y de los legajos. Cierto. Pero resulta llamativo que quienes pasan

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por ser en estos momentos los principales representantes del Análisis de Redes Sociales

en el ámbito de la carrera de Indias trabajen con tan poco. Monserrat Cachero monta una

red con un pleito de 150 folios, y no se priva de confeccionar su sociograma, su tabla de

distribución de conexiones, y su gráfica de probabilidad y probabilidad acumuladas de

conexiones. Cree además que «se conserva la casi totalidad de la correspondencia

intercambiada entre Alonso de Nebreda en Sevilla y sus factores en América», elabora un

grafo con el flujo de información según los lugares de contacto, y luego resulta que

estamos hablando de catorce cartas entre 1520 y 1524, dadas a conocer por Enrique Otte

en 1968. En defensa de la profesora Cachero hemos de decir que se trataba de un artículo

seminal —aunque le dio impulso como experta y ha sido bastante citado para lo que son

estas cosas—, y que tiempo después se redime —siquiera a nuestros ojos— con un

utilísimo trabajo sobre los pros y contras del empleo del Análisis de Redes Sociales en el

comercio trasatlántico español. Partidaria razonable de este cuerpo teórico, no se aparta,

sin embargo, del paradigma económico-historiográfico institucionalista (costes de

transacción, derechos de propiedad, consenso y elección racional). Curiosamente, Mark

Granovetter, uno de los sociólogos pioneros en el Análisis de Redes Sociales y creador

del concepto de «incrustación», critica con severidad al Nuevo Institucionalismo

Económico de Douglass North y compañía, así como todo el paradigma neoclásico en

Economía.

Pero si existe un autor que hoy en día ejemplifique esta debilidad documental —y por

tanto, metodológica— en la práctica de construir redes mercantiles en el ámbito de la

carrera de Indias y el tráfico sevillano con Europa, es —y no puedo callármelo—

Eberhard Crailsheim. Un libro —The Spanish Connection— de casi 450 páginas, multitud

de gráficas (circulares, de barras, lineales), porcentajes, tablas de datos, árboles

genealógicos, esquemas familiares y 19 grafos o sociogramas a partir, únicamente, de…

24 legajos de protocolos notariales (excluyo el 18484, por ser libro-índice del oficio XV

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entre 1589 y 1610). De los 24, solo 13 fueron vaciados en su totalidad, y 11 lo fueron a

salto de mata y aparte de los cuatro años que seleccionó —more geometrico— para su estudio

(1580, 1600, 1620 y 1640). En total, 1696 documentos. Ya saben que la matemática es la

matemática; pero los números, también engañan. No es lo mismo encontrar, fichar y

estudiar 1600 cartas de perdón, así sean de herida o de muerte —las más numerosas—,

que 1600 testamentos de viudas, que casi salen al paso por cualquier legajo, al menos en

los archivos de Sevilla y Córdoba, que son los que más conozco. Recordemos los más de

4000 legajos que le tocó trasegar a Jesús Aguado para sus ochocientos inventarios

valorados. Para los 311 contratos de compraventas de naos que estudié hace unos años,

me tocó remover 380 legajos de protocolos sevillanos. Si en el ánimo de Crailsheim

hubiera estado menos el deseo de contar, pesar, medir y, sobre todo, enredar, y más el de

narrar y explicar cómo funcionaban las cosas entre los mercaderes franceses y flamencos

en Sevilla, 1700 documentos hubieran dado para mucho, aunque no sé si para

cuatrocientas páginas. Pero cuando nos metemos en estas danzas del Análisis de Redes

Sociales, 1700 documentos repartidos entre cuatro fechas separadas cada una por veinte

años, dan para poco, y creo que cualquier conclusión obtenida no puede escudarse en la

«provisionalidad» o en el «a la vista de las fuentes consultadas». Aunque no inserta

explícitamente su trabajo en el campo del Análisis de Redes Sociales —sino en el de la

Historia Atlántica—, no falta el apartado introductorio de barniz teórico (7 páginas). El

mayor síntoma de que el autor no tiene conciencia de la escasa base documental de su

estudio, es el apéndice con el que lo concluye: exponer las mediciones de algunas variables

propias del Análisis de Redes, como el índice de centralidad, la cohesión estructural y la

densidad. Se consiguen fácilmente, la informática lo hace todo. El problema es que si uno

tiene 1700 documentos y en ellos aparecen 3488 nodos, la cohesión estructural y la

densidad de las redes van a resultar poco más que residuales. El año 1620 es el más

documentado. La cohesión estructural es de 0.172; la densidad, de 0.0034. Con estas

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cifras, hasta la más leve pelusilla es más fuerte y más espesa. Si no hay afán por el objeto

de estudio en sí mismo, sino poco más que una búsqueda de rentas para beneficio

personal, el Análisis de Redes Sociales servirá de bien poco al conocimiento histórico.

Mis palabras finales desearían contestar a la cuestión inserta en el título —«¿necesidad o

nuevo imperialismo metodológico?»—; pero no encuentro otro modo de hacerlo sino con

nuevas preguntas —quizá algo impertinentes— que a su vez les traslado por si hallan una

posible respuesta en su fuero interno —cobijo de toda verdad o de autoengaño, según se

mire. Si los resultados de estos planteamientos teóricos y metodológicos en torno al

Análisis de Redes Sociales no tuvieran hoy fácil salida en el circuito académico o

estuviesen declaradamente vedados; si no concedieran proyectos, si se obstaculizara con

denuedo la publicación de tan sacrificados estudios, ¿seguirían defendiéndolos como

válidos, pertinentes, estimulantes, superadores de otros enfoques… prioritarios?,

¿continuarían dedicándose a ello con tanto afán y celo?, ¿o quizá se acogerían a otros

paradigmas que en su momento rindieran más beneficios, ya sean honoríficos, pecuniarios

o —por extensión— académicos? Ojalá esta intervención —que reconozco algo

desabrida en ciertos momentos— sirva para definir algunas ideas al respecto.

Respondámonos en el debate. Muchas gracias.

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