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La sangre corrió a raudales aquel día por las fértiles llanuras lombardas. No
registra la historia muchos holocaustos comparables a ese. Víctor Manuel
III, a la cabeza de 50.000 patriotas piamonteses había jurado arrojar a los
austriacos de Italia. Luis Napoleón acudió en su ayuda con 100.000
Diez meses después, en una reunión más solemne convocada por el propio
gobierno suizo, doce potencias firmaron la famosa I Convención de
Ginebra. Al recibo de una carta de Dunant, Abraham Lincoln mandó a dos
observadores norteamericanos, que dieron cuenta allí de la obra realizada
en la guerra de secesión por las 2.000 enfermeras voluntarias que reclutó y
dirigió Clara Barton, la empleada de la oficina de marcas y patentes
llamada a ser madre de la Cruz Roja norteamericana. Los Estados Unidos,
siempre recelosos de alianzas comprometedoras, no suscribieron la
Convención de Ginebra sino pasados 18 años.
El gran pacto internacional lleva hoy al pie la firma de todas las naciones
civilizadas del globo. Las obliga a tratar con humanidad tanto a heridos
como a prisiones. Establece las normas generales a que deben ajustarse
las sociedades de la Cruz Roja, con sede en Ginebra y con personal suizo,
es la encargada de velar por el cumplimiento de lo pactado. Mediante los
oficios de la Cruz Roja Internacional, los prisioneros de guerra reciben
regalos y cartas de sus familias y viven en condiciones tolerables.
todas sus energías a crear la Cruz Roja francesa y a organizar una comisión
que estudiase todo lo concerniente al trato a los prisioneros.
A donde fue, ni de qué vivió en esos años es cosa que nadie sabe.
Desapareció de la sociedad por quince años. Se presume que cambiara de
nombre. Los periódicos de Ginebra publicaron la noticia de que había
muerto.
Ya estaba rico de nuevo. Pero el dinero hacía tiempo que había perdido
toda significación para él. Pagó a los acreedores que pudo encontrar.
Repartió el resto de su fortuna entre establecimiento de caridad. Siguió
viviendo con cinco francos al día en un cuartillo claro y pulcro del asilo de
Heiden. Allí murió en paz en 1.910, a los ochenta y dos años de edad. En
cumplimiento de su última voluntad, lo enterraron sin ceremonia alguna,
“como a un discípulo de Cristo”. Sus restos descansan en Zurich, en tumba
cuidada con amorosa reverencia por sus paisanos, los suizos. Todos los
años se congregan allí para honrar la memoria de su gran compatriota
excelso varón de caridad que tiene el mundo por patria.