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Cruz Roja Venezolana, Seccional Mérida

Dirección Seccional de Socorro


Cruz Roja Venezolana
X Unidad de Socorro Cáp. (Ej) (f) Manuel S. Becerra
Seccional Mérida Departamento de Capacitación

Apóstol de los heridos


DÍA AFORTUNADO para la humanidad fue aquel del año 1.859 en que un
joven caballero elegantemente vestido de blanco se halló, al saltar de su
carruaje, en la batalla de Solferina. Ese caballero era Henri Dunant. Lo que
pasó por su alma durante la sangrienta e histórica jornada, dio nuevo
rumbo a su vida. De opulento banquero de gran porvenir, Henri Dunant se
convirtió en apóstol de la compasión.

En los cincuenta años siguientes al de 1.859, el nombre de Dunant voló de


boca en boca por todo el continente europeo. Le tocó en suerte a Dunant
ser el fundador de la Cruz Roja Internacional: caer luego en desgracia,
sufrir pobrezas, quedar olvidado por largos años en los que hasta lo dieron
por muerto; y al cabo, salir de su oscuridad para verse de nuevo aclamado
y recibir el premio Nobel de la Paz en 1.901.

Necesitando hablarle a Napoleón III de un negocio urgente, Dunant se


había puesto en camino para pedirle audiencia al emperador, que andaba
al frente de un ejército expedicionario francés por tierras del norte de
Italia. Lo alcanzó en Solferino.

La sangre corrió a raudales aquel día por las fértiles llanuras lombardas. No
registra la historia muchos holocaustos comparables a ese. Víctor Manuel
III, a la cabeza de 50.000 patriotas piamonteses había jurado arrojar a los
austriacos de Italia. Luis Napoleón acudió en su ayuda con 100.000

Manual de Formación para Socorrista 3ra


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bayonetas francesas. El joven emperador de Austria Francisco José,


mandaba, por su parte, 160.000 hombres.

Dunant se instaló en la Villa de Castiglione, en la retaguardia francesa. Allí


presenció la llegada de los heridos en largas hileras de carros que
traqueteaban y saltaban por las calles empedradas. Cuarenta y cinco mil
bajas hubo en 15 horas de combate. La mayor parte de los heridos
estaban donde cayeron, sin nadie que los asistiera.

Los cuerpos médicos de uno y otro bando, abrumados por lo ingente de la


carnicería, no podían prestar servicio adecuado. Cada casa era un hospital.
En una inglecita se hacinaban 500 heridos y moribundos. La gangrena y el
tétanos habrían hecho ya su aparición.

Dunant no pudo contemplar impasible aquel espectáculo. Olvidado del


asunto que lo llevó a Solferino, asumió la dirección de socorros. Organizó a
300 hombres entre soldados y paisanos en una brigada de enfermeros y
camilleros.

Amigos y enemigos recibían iguales cuidados. Dunant entró en la inglecita


e impidió que unos soldados italianos arrojasen de allí a dos heridos
austriacos, “Sono fratellil” les gritó. ¡Somos hermanos! La frase circuló en
seguida por toda la villa. Y después había de correr por el mundo entero
empujada por el viento ardiente de la caridad.

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Un mes pasó Dunant asistiendo heridos. Cuando de Francia, estremecida


de compasión, empezaron a llegar medicinas y auxilios en la necesaria
cantidad, Dunant se marchó calladamente.

Henri Dunant descendía de una antigua y distinguida familia de burgueses


suizos, conocidos de muy atrás por sus caridades. Concluidos sus estudios
en Ginebra, entró en una casa de banca.

Hecho su aprendizaje, formó una compañía anónima con capital de un


millón de francos para levantar molinos harineros en Argelia. Sus amigos
colocaron gruesas sumas en el negocio. Se le había olvidado a Dunant
procurarse ciertas servidumbres de agua para su industria. A eso había
venido a Solferino, a gestionarlas cerca de Luis Napoleón.

De vuelta en Ginebra, escribió el relato de los horrores de que fue testigo


en Solferino y formuló un plan para crear sociedades voluntarias de
socorros en todas las naciones. El folleto se publicó en 1862 y causó
indescriptible sensación en Europa. Gustave Moynier, de ginebra,
presidente de la sociedad pro utilidad pública, se brindó a formar
encargada de realizar el plan de Dunant de fundar en todos los países
sociedades de socorros para auxiliar a los heridos en la guerra, sin parar
mientes en su nacionalidad.

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Dunant aceptó. Se invitó a tres eminentes suizos más a integrar la


comisión. Se denominaron a sí mismos la Comisión de los cinco. Fueron los
precursores de la actual Comisión de la Cruz Roja Internacional.

Estaba Bismarck a la sazón preparando la serie de guerras con que había


de ensangrentar el suelo de Europa por espacio de siete años. Dunant,
adivinando la catástrofe próxima, tomó la resolución de ampliar el proyecto
primitivo, si había tiempo todavía para ello. La comisión convocó a
delegados de todos los países a una reunión en Ginebra. Fue un paso
atrevido. En 1863 Dunant hizo una visita relámpago a las capitales y cortes
de Europa. En tres meses consiguió que 16 naciones se hiciesen
representar en Ginebra. Celebró la reunión en octubre del mismo año y se
adoptaron los principios en que descansa hoy la Cruz Roja Internacional.

Dunant pidió que se declarase sagrado, inmune a toda nueva violencia, el


que cayese en combate, siempre que dejase de hacer resistencia; que
tanto amigos como enemigos tuviesen la obligación de socorrerlo; que se
considerase inatacable el personal del cuerpo médico y de los servicios
auxiliares voluntarios. En reciprocidad, propuso que ni los médicos ni los
enfermeros portaran armas y que todos los que se ocupasen en la
asistencia de los heridos llevasen un brazal como distintivo. En honor a
Suiza, se escogió su bandera -- trocados los colores -- para insignia
internacional. Ese fue el origen de la cruz roja en fondo blanco... y de la
caridad organizada en los campos de batalla.

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Diez meses después, en una reunión más solemne convocada por el propio
gobierno suizo, doce potencias firmaron la famosa I Convención de
Ginebra. Al recibo de una carta de Dunant, Abraham Lincoln mandó a dos
observadores norteamericanos, que dieron cuenta allí de la obra realizada
en la guerra de secesión por las 2.000 enfermeras voluntarias que reclutó y
dirigió Clara Barton, la empleada de la oficina de marcas y patentes
llamada a ser madre de la Cruz Roja norteamericana. Los Estados Unidos,
siempre recelosos de alianzas comprometedoras, no suscribieron la
Convención de Ginebra sino pasados 18 años.

El gran pacto internacional lleva hoy al pie la firma de todas las naciones
civilizadas del globo. Las obliga a tratar con humanidad tanto a heridos
como a prisiones. Establece las normas generales a que deben ajustarse
las sociedades de la Cruz Roja, con sede en Ginebra y con personal suizo,
es la encargada de velar por el cumplimiento de lo pactado. Mediante los
oficios de la Cruz Roja Internacional, los prisioneros de guerra reciben
regalos y cartas de sus familias y viven en condiciones tolerables.

Los molinos de Argelia iban de mal en peor. El director y presidente de la


empresa no podía servir a dos señores a la vez. Creado el organismo
central, el éxito de la Cruz Roja dependía de que se estableciesen
sucursales sobre bases sólidas en todos los países. Por otra parte, la
convención no disponía nada respecto del trato a los prisioneros, Dunant
volvió a relegar a segundo término los molinos de Argelia y se dedicó con

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todas sus energías a crear la Cruz Roja francesa y a organizar una comisión
que estudiase todo lo concerniente al trato a los prisioneros.

Tres años inenarrables pasó Dunant dividiéndose entre sus obligaciones


para con los accionistas de la empresa harinera y su devoción apasionada a
la causa en que había puesto lo mejor de su ser. En 1.867, consumada por
fin la ruina de los molinos, los tribunales declararon en quiebra a Henri
Dunant, que no tenía aún cuarenta años.

Amigos y conocidos suyos de toda Europa sufrieron pérdidas en el


desastre. Luis Napoleón, magnánimamente, prometió tomar sobre sí la
mitad de las deudas de Dunant. De la otra mitad no se hizo cargo nadie.

Abatido y sin un centavo, Dunant se refugió en los arrabales de París. Al


principio, sus amigos lo socorrían con pequeñas sumas. Poco a poco,
fueron dejando de mandarle dinero. Cuando las raeduras se iban haciendo
demasiado visibles en sus levitas de elegante corte, tapaba el estrago con
tinta. A menudo lo desahuciaban por no pagar el alquiler y tenía que
dormir en un banco del parque. A los tres años de esa vida se perdió toda
huella de él.

En 1.870 concluyó la guerra francoprusiana. Los prusianos, vencedores,


entraron en París. Sobrevino entonces la orgía de sangre de la commune.
Los franceses se mataban entre sí, en las barricadas, ante los ojos
asombrados de los tudescos.

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Dunant, el apóstol, despertó del letargo de su pobreza. Otra vez, como en


Castiglione, tomó el mando en medio de aquel rojo océano de
sufrimientos y de anarquía. Otra vez halló voluntarios que los siguieron. Y
otra vez, también, los militares no se atrevieron a impedir que anduviese
de un lado para otro, por los dos campos a la humanidad en nombre de la
Cruz Roja.

Restablecida la calma en Francia, Dunant se propuso trabajar porque se


comprendiese también a los prisioneros en las estipulaciones de la
Convención de Ginebra. En 1.871 fue a Inglaterra a hacer gestiones en ese
sentidos.

En Londres lo acogió muy cordialmente Florence Nightingale, la inglesa que


en 1.854, al frente de un grupo de enfermeras, prodigó consuelos y
cuidados en los campos de batalla de Crimea, teatro de la carga famosa de
la Brigada ligera, y que había de ser, andando el tiempo, la fundadora de la
Cruz Roja inglesa. Inglaterra entera simpatizó con la idea. Dunant,
renovado su viejo entusiasmo, convocó a otra gran conferencia
internacional que se celebró en Bruselas en 1.874 bajo los auspicios del zar
de Rusia.

La conferencia se disolvió sin haber tomado acuerdos. Las naciones no se


mostraban todavía inclinadas a obligarse en ese punto de los prisioneros.
Lo cierto es que hubieron de transcurrir cincuenta y cinco años antes que

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en el de 1.929 se adoptaran a ese respecto las cláusulas actuales de la


Convención de Ginebra.

Dunant se sentía decepcionado y mortificado. No obstante, empezó una


nueva campaña para conseguir que la Cruz Roja no limitara su actividad a
la guerra solamente, sino que prodigase sus socorros también en
inundaciones, terremotos, fuegos y hambres. A esa iniciativa de Dunant,
que no llegó a realizarse sino años después, deben la vida millones de
personas del mundo entero. La Convención de Ginebra no la acogió
favorablemente entonces. En 1.875, Henri Dunant volvió a sumirse en el
olvido.

A donde fue, ni de qué vivió en esos años es cosa que nadie sabe.
Desapareció de la sociedad por quince años. Se presume que cambiara de
nombre. Los periódicos de Ginebra publicaron la noticia de que había
muerto.

Mas un día, unos niños de la aldehuela alpina de Heiden le hablaron a su


maestro de un anciano venerable que usaba una especie de solideo negro
y que tenía una barba blanca hasta las rodillas. Se entretenía en mirarlos
jugar. Cuando les dirigía la palabra, lo hacia con gran bondad. El joven
maestro, Guillermo Sonderegger, se propuso averiguar quién era el
anciano. Lo invitó a venir a su casa y, con gran asombro suyo, se enteró
de que era Henri Dunant.

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Poco después se celebró un congreso de la Cruz Roja en Roma.


Sonderegger, sin que Dunant lo supiese, envió una comunicación. Los
delegados, conmovidos, escucharon la nueva : “ El fundador de la Cruz
Roja está vivo y en el desvalimiento” .

Tornó la fama a pasear el nombre el nombre de Dunant por toda Europa.


Del mundo entero empezaron a llegar ofrecimiento de auxilio. La dieta
Suiza votó una suma. Se acuñaron monedas con la efigie de Dunant. La
emperatriz madre de Rusia le señaló una pensión vitalicia. Prusia le
concedió la orden de la Corona, Portugal, la de Cristo, Francia lo nombró
Comendador de la Legión de Honor. Por último, en 1.901, Dunant, ya
septuagenario, recibió el premio Nóbel de Paz.

Ya estaba rico de nuevo. Pero el dinero hacía tiempo que había perdido
toda significación para él. Pagó a los acreedores que pudo encontrar.
Repartió el resto de su fortuna entre establecimiento de caridad. Siguió
viviendo con cinco francos al día en un cuartillo claro y pulcro del asilo de
Heiden. Allí murió en paz en 1.910, a los ochenta y dos años de edad. En
cumplimiento de su última voluntad, lo enterraron sin ceremonia alguna,
“como a un discípulo de Cristo”. Sus restos descansan en Zurich, en tumba
cuidada con amorosa reverencia por sus paisanos, los suizos. Todos los
años se congregan allí para honrar la memoria de su gran compatriota
excelso varón de caridad que tiene el mundo por patria.

(Condensado de la revista “The Rotarian “) por holman Harvey y Edward J. Byng.

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