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1.

1 Aristóteles

La ética es el saber que trata de orientarnos hacia la realización de nuestra


plenitud como humanos.

Orientarnos a la plenitud es
orientarnos a lo que puede ser
considerado nuestro bien
superior. La palabra que más
se ha usado para concretar
ese bien es la de felicidad. La
vida ética es definida entonces
como aspiración a la felicidad.

Aristóteles en su Ética
nicomaquea, comienza
indicando que sobre el nombre
de nuestro bien supremo todos
estamos de acuerdo: la
eudaimonía o felicidad; todos
pensamos en que “vivir bien y
obrar bien es lo mismo que ser
feliz”. La felicidad es para el autor
una meta exigida por nuestra 22. Escuela de Atenas de Rafael (1483-1520).
naturaleza: tendemos hacia ella Aristóteles tiene en sus manos la Ética.
como un fin que está enraizado en
nuestra esencia. El problema aparece cuando nos preguntamos en qué
consiste ser feliz. Aquí las propuestas empiezan a ser diferentes e incluso
contradictorias. Para hacer luz a este confusión Aristóteles nos propone
distinguir jerarquizadamente medios que no son fines (ej. medicina) fines que
son al mismo tiempo medios (ej. Salud) y fin en sí que no puede ser medio: la
felicidad. Los primeros se buscan en vistas al último, que se busca por sí
mismo. Esto nos da ya una primera pista: no podemos poner la felicidad en los
medios, que sólo se justifican si nos llevan al fin.

De todos
modos es
una pista que
debe ser
matizada.
Porque los
medios no
son puros
instrumentos,
están
impregnados
de fin y el fin
no es algo
que se
alcanza de
23. El camino a la felicidad del pintor
bielorruso Leonid Afremov (1955- ).
repente tras un camino recorrido, es la plenitud y consumación de lo que se va
realizando en el camino. Y porque lo que directamente nos moviliza son los
fines concretos, los objetivos específicos –no puros medios- en los que
creemos vivir la felicidad. Desde ahí precisamente aparece inevitable asumir
grados significativos de pluralidad de bienes en las éticas que se muestran
como aspiración a la felicidad.

Hay además otra cuestión relevante: la felicidad concreta no puede ser


buscada al margen de las circunstancias en las que nos encontramos. Es algo
que Aristóteles reconoce: deseamos la felicidad, viene a decirnos,
determinados por nuestra naturaleza, pero la concretamos a través del
recorrido de la deliberación y de la elección prudencial. Esto es, el camino de la
felicidad es un trayecto que diseñan nuestras elecciones o “deseos
deliberados” sopesando adecuadamente las posibilidades existentes.

Puestos a señalar propuestas más concretas, Aristóteles explicita tres ideales


posibles de felicidad: el del entregado a los placeres que obedece las leyes
sólo por el temor; el del político, el hombre virtuoso implicado plenamente en la
vida de la ciudad, con un carácter perfecto regido por la prudencia; y del sabio,
con una vida contemplativa perfecta que privilegia la virtud de la sabiduría. El
primero de los ideales es inferior: sin que deba despreciarse el placer como fin.
Entre los otros dos, los textos más explícitos de Aristóteles parecen ir a favor
del último, con lo que felicidad suprema sería la actividad contemplativa 1. Pero
hay autores que entienden que con ello se contradice de algún modo, pues tal
elección ignora algo fundamental para el pensador: el carácter social y político
de la naturaleza humana, que debe condicionar su modo de felicidad. Según
esto, habría que optar, contra los textos explícitos de Aristóteles, por el ideal
del hombre de la polis.

Sin entrar aquí a fondo en los debates interpretativos en torno a Aristóteles, sí


hay que resaltar que el Estado, la polis (Aristóteles puede ser considerado
como el último gran pensador de la ciudad griega), es el ámbito decisivo para la
realización de la vida feliz.

Se es feliz y virtuoso desde la


referencia a la polis y para la
polis, pues el hombre es, por
naturaleza, “animal político”,
por lo que quien está fuera del
Estado se halla por debajo o
por encima de lo humano, es
una bestia o un dios. Por eso
precisamente puede decirse
que es el ethos de la polis el
que marca el espacio de lo
que debe hacerse, las virtudes
que deben practicarse. En

1
Apoyándose más en Ética a Eudemo que en Ética a Nicómaco la escolástica medieval
interpretó a Aristóteles en el sentido de postular como máxima realización de la felicidad la
contemplación de Dios tras la muerte, a la que por tanto todos debemos aspirar.
24. “Sólo hay felicidad donde hay virtud y
esfuerzo serio, pues la vida no es un juego”.
Aristóteles (384-322 a.C.).
este sentido el hombre perfecto, y como tal feliz, es el hombre perfecto para el
bien de la polis que, de todos modos, se realiza desde el logos participativo –
por supuesto, sólo si se encuentra entre los ciudadanos de pleno derecho, si no
es mujer, esclavo o extranjero – no desde la mera sumisión.

De las consideraciones precedentes se desprende algo fundamental: la


realización de la felicidad está íntimamente conexionada con la práctica de las
virtudes. El bien o la felicidad del hombre es una actividad que se expresa
como virtud. Se logrará exponer con claridad lo que es la felicidad, dice el
autor, si se logra captar la función propia del hombre; esta función es “una
actividad del alma de acuerdo con la virtud y a lo largo de una vida entera” Si
todas las virtudes son importantes, una virtud clave, como ya se ha señalado,
es la de phronesis o prudencia, la sabiduría práctica, la recta deliberación en
torno a lo que puede ser de varias maneras. La propuesta de Aristóteles puede
ser definida por eso como búsqueda prudencial de la felicidad. Quede señalado
de momento a expensas de desarrollar dos cuestiones relevantes: enseguida la
de las virtudes en cuanto tal y más adelante, ya en el marco de la realización
de la ética, la de la prudencia o sabiduría práctica.
1.2 Epicuro

Si Aristóteles es el último pensador de las polis griega, Epicuro puede se


considerado el primer pensador del imperio helénico que crea Alejandro. Este
imperio trae consigo la desaparición del sentimiento de pertenencia a una
comunidad culturalmente unitaria, con sus referentes morales precisos y en
cuya vida política se participa activamente. Esto genera desarraigo y un
centramiento en la individualidad que nos suena extrañamente moderno.
Epicuro va a seguir proponiendo una ética orientada a la felicidad pero con
acentos nuevos.

En primer lugar, va a remitir de modo muy explícito


la felicidad al placer. Dado, dice que juzgamos los
bienes según la norma del placer o dolor que nos
proporcionan, el placer debe ser considerado como
el principio y fin de la vida feliz. Esto es la evitación
del dolor y la obtención del placer deben ser el
criterio último de nuestras elecciones, o lo que es lo
mismo, lo que elegimos se justifica por las
consecuencias de placer que trae.

Que tengamos inclinación al placer y lo deseemos


como bien supremo es tan evidente como que el
fuego quema. ¿Cómo alcanzar el máximo placer?
Por un lado, evitando las grandes fuentes de temor:
los dioses, la muerte, y el dolor. Por otro, teniendo
una visión muy clara de lo que constituye la vida
placentera.

Para combatir las fuentes de temor, apoyado


en su concepción mecanicista y atomista del 25. “Si quieres ser rico no te afanes en
cosmos, Epicuro desdiviniza los astros y con aumentar tus bienes, sino en disminuir
ello destruye el miedo que inspiraba porque tu codicia”. Epicuro (341-270 a.C.).
se les suponía rectores de nuestro destino.
Acepta a su modo a los dioses populares pero los concibe como seres
plenamente felices y despreocupados del cosmos, a los que convencen ni
nuestra ira ni nuestras súplicas, esto es, no se ocupan de nosotros: no pueden
beneficiarnos ni tampoco castigarnos.

En cuanto a la muerte Epicuro advierte que no es ella la que nos aflige sino un
cierto modo de expectación de la misma: si todo el bien y todo el mal residen
en las sensaciones, y si la muerte consiste en la privación de sensaciones, ella
en sí no es un mal; no es sensato que nos angustie durante su espera aquella
cuya “presencia” no puede perturbarnos, porque cuando está presente
nosotros no existimos. Además, el que muramos del todo –somos átomos que
la muerte desintegra- nos evita toda preocupación por los castigos divinos en la
otra vida. Esto es, lo que tenemos que hacer es centrarnos en esta vida
presente intentando no demorar la dicha. De este modo, el horizonte moral
que nos propone Epicuro es la apertura a los goces de esta vida algo muy
próximo a determinadas sensibilidades actuales.
Epicuro indica, de todos modos, que debe ser una apertura inteligente, que
debemos hacer un adecuado cálculo de la vida placentera en vistas a la
plenitud de la misma. Para ayudarnos a tal cálculo, el autor comienza
proponiendo una serie de distinciones entre placeres. Hay que buscar
especialmente aquellos placeres que estando colmados ya no se pueden
aumentar, porque son los que evitan la permanente insatisfacción propia de
deseos que nunca acaban de satisfacerse del todo: el más relevante es aquí la

26. El poeta favorito del pintor holandés Lawrence Alma-Tadema (1836-1912).

Ataraxia o ausencia de perturbación espiritual.


En segundo lugar hay que distinguir entre placeres de la carne y placeres de la
mente. Hay que comenzar atendiendo los placeres corporales, pero sólo
aquellos que remiten a necesidades básicas (beber agua cuando se tiene sed),
después hay que preferir los placeres de la mente, porque son éstos los que
comprenden el límite frente al deseo ilimitado de la carne, y porque son
placeres mayores, teniendo incluso poder sobre los dolores del cuerpo.

Además de esta jerarquización, Epicuro nos propone varios criterios para el


cálculo del placer. El primero de ellos es estar atentos a las consecuencias
globales que se desprenden de la satisfacción de nuestros deseos: cada placer
en sí es un bien, pero, por un lado, hay placeres que traen dolor y, por otro, a
veces hay que elegir un dolor para que traiga consecuencias de mayor placer.
El segundo es estar atento al discernimiento de los límites, a la mesura, a la
sophrosyne, a través del control, por parte de la mente, de los deseos
corporales que nunca acaban de satisfacer y que generan frustración.
Para orientarnos en la elección mesurada del placer aparece una tercera regla
del cálculo, a partir de una nueva distinción entre placeres naturales
(necesarios-beber cuando se tiene sed- y no necesarios -comida opulenta-) y
no naturales (no necesarios-fama-): los naturales necesarios requieren ser
satisfechos pues si no causan dolor, pero en general son accesibles; el hombre
es infeliz porque se embarca en los otros placeres, difíciles de saciar.

La invitación a gozar del presente se concreta de este modo en invitación a la


sobriedad y la frugalidad, no porque haya placeres en sí son malos, sino
porque educados en ella es como conseguimos el máximo de placer global.
Efectivamente, el fruto más importante de la sobriedad es la autarquía, la
liberación de la sumisión a las circunstancias que, fuera de nuestro control,
pueden causarnos dolor. Una autarquía que nos empuja a arrinconar los
anhelos de riqueza, honores e ilusiones políticas. Salvo en esta última cuestión,
en lo que se refiere al control de los deseos Epicuro acaba ofreciendo una
propuesta semejante a la virtud de la templanza de la que habla Platón y
Aristóteles, pero con un enfoque diferente. La templanza no se busca por sí
misma, no se busca porque los excesos son en sí malos –todo placer, toda
sensación de agrado es buena- sino porque suponen un error del cálculo.

Ya se ha avanzado que Epicuro devalúa el marco político en lo que respecta a


una vida feliz. Preludiando la sensibilidad moderna, ve la sociedad y sus leyes
como una especie de pacto de conveniencia de los individuos que buscan en
ella su seguridad. Es decir, no es la felicidad del individuo la que se subordina
a la comunidad sino ésta la que se pone al servicio del individuo. Devaluado así
el marco político, Epicuro propondrá la amistad como la referencia alternativa,
porque es ella la que da la más apreciable de las seguridades y porque puede
extenderse indefinidamente. Devaluada la comunidad política, se potencia la
comunidad de amigos.

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