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Uchtdorf
Cuando tenemos el corazón lleno del amor de Dios, nos volvemos “benignos los
unos con los otros, misericordiosos, [perdonándonos] los unos a los otros”.
Mis queridos hermanos y hermanas, no hace mucho tiempo recibí una carta de una madre
preocupada que rogaba que se hablara en una conferencia general sobre un tema que
bene ciaría especí camente a sus dos hijos. Había surgido entre ellos una discordia y
habían dejado de hablarse. La madre estaba desconsolada y en la carta me aseguraba que
un mensaje de la conferencia general sobre ese tema haría que sus hijos se reconciliaran, y
todo volvería a la normalidad.
El ruego profundo y sincero de esa buena hermana fue sólo una de las impresiones que he
recibido en estos últimos meses de que debo decir hoy unas palabras sobre un tema que
es cada vez de mayor preocupación, no sólo para una madre preocupada sino para muchas
personas de la Iglesia y, ciertamente, del mundo.
Imagino que toda persona sobre la tierra ha sido afectada de algún modo por el espíritu
destructivo de la contención, el resentimiento y la venganza. Quizás haya ocasiones en las
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que reconozcamos ese espíritu en nosotros mismos. Cuando nos sentimos heridos,
enojados o llenos de envidia, es muy fácil juzgar a otras personas y a menudo achacarles a
sus acciones motivaciones tenebrosas a n de justi car nuestros propios sentimientos de
rencor.
La doctrina
Por supuesto, sabemos que eso está mal. La doctrina es clara: todos dependemos del
Salvador; ninguno de nosotros puede salvarse sin Él. La expiación de Cristo es in nita y
eterna. El perdón de nuestros pecados tiene condiciones: debemos arrepentirnos y estar
dispuestos a perdonar a los demás. Jesús enseñó: “…debéis perdonaros los unos a los
otros; pues el que no perdona… queda condenado ante el Señor, porque en él permanece
el mayor pecado”3, y “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia”4.
En su epístola a los romanos, el apóstol Pablo dijo que quienes juzgan a los demás “no
[tienen] excusa”; y explicó que en el momento en que juzgamos a otro nos condenamos a
nosotros mismos, puesto que nadie está sin pecado5. El negarnos a perdonar es un grave
pecado, uno del cual el Salvador nos advirtió. Los propios discípulos de Jesús “buscaron
motivo el uno contra el otro, y no se perdonaron unos a otros en su corazón; y por esta
maldad fueron a igidos y disciplinados con severidad”6.
Nuestro Salvador ha hablado tan claramente sobre este tema que no da lugar a la
interpretación personal: “Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar”, pero
después dijo: “…a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres”7.
Permítanme hacer una aclaración: cuando el Señor nos requiere perdonar a todos los
hombres, eso incluye perdonarnos a nosotros mismos. A veces, la persona más difícil de
perdonar entre toda la gente del mundo, y quizás la que más necesite nuestro perdón, es la
persona que se re eja en el espejo.
En resumidas cuentas
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Este tema de juzgar a los demás en realidad podría enseñarse con un sermón de tres
palabras. Cuando se trate de odiar, chismear, ignorar, ridiculizar, sentir rencor o el deseo de
in igir daño, por favor apliquen lo siguiente:
¡Dejen de hacerlo!
Debemos reconocer que todos somos imperfectos, que somos mendigos ante Dios. ¿No
nos hemos todos acercado sumisamente al trono de misericordia, en un momento u otro,
para suplicar gracia? ¿No hemos anhelado con toda la energía de nuestra alma recibir
misericordia y ser perdonados por los errores y pecados que hemos cometido?
Ya que todos dependemos de la misericordia de Dios, ¿cómo podemos negar a los demás
toda porción de esa gracia que tan desesperadamente deseamos para nosotros? Mis
queridos hermanos y hermanas, ¿no deberíamos perdonar así como deseamos que se nos
perdone?
El amor de Dios
¿Es eso difícil de hacer?
El perdonar, ya sea a nosotros mismos o a los demás, no es fácil. De hecho, para la mayoría
de nosotros implica tener un importante cambio de actitud y en la manera de pensar,
incluso un cambio de corazón. Pero hay buenas nuevas al respecto: ese “potente cambio”8
de corazón es exactamente lo que el Evangelio de Jesucristo tiene como objeto producir en
nuestra vida.
Cuando tenemos el corazón lleno del amor de Dios, nos ocurre algo bueno y puro.
Guardamos “sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos. Porque todo lo que
ha nacido de Dios vence al mundo”9.
Cuanto más permitamos que el amor de Dios gobierne nuestra mente y nuestras
emociones, cuanto más dejemos que el amor por nuestro Padre Celestial nos llene el
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corazón, más fácil nos resultará amar a los demás con el amor puro de Cristo. Al abrir
nuestro corazón al resplandeciente amanecer del amor de Dios, la oscuridad y el frío del
resentimiento y la envidia con el tiempo se disiparán.
Como siempre, Cristo es nuestro ejemplo. En Sus enseñanzas y en Su vida, Él nos mostró el
camino. Él perdonó al inicuo, al insolente y a los que procuraron lastimarlo y hacerle daño.
Jesús dijo que es fácil amar a los que nos aman; incluso los malos pueden hacerlo. Pero
Jesucristo enseñó una ley superior. Sus palabras hacen eco a través de los siglos y se
dirigen a nosotros hoy; son para todos los que deseen ser Sus discípulos, son para ustedes
y para mí: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los
que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”10.
Cuando tenemos el corazón lleno del amor de Dios, nos volvemos “benignos los unos con
los otros, misericordiosos, [perdonándonos] los unos a los otros, como también Dios [nos]
perdonó a [nosotros] en Cristo”11.
El amor puro de Cristo elimina las escamas del resentimiento y la ira de nuestros ojos,
dejándonos ver a los demás en la forma en que nuestro Padre Celestial nos ve: como seres
mortales imperfectos y con fallas, que tienen potencial y valía más allá de lo que nos es
posible imaginar. En virtud de que Dios nos ama tanto, nosotros también debemos
amarnos y perdonarnos los unos a los otros.
¿Excluyen a otras personas, se apartan de ellas o las castigan por algo que ellas han hecho?
En un mundo lleno de acusaciones y enemistad es fácil juntar y arrojar piedras; pero antes
de hacerlo, recordemos las palabras del que es nuestro Maestro y modelo: “El que de entre
vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra”12.
Seamos bondadosos.
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Perdonemos.
¿No debería ser esta promesa su ciente para que siempre concentremos nuestros
esfuerzos en la bondad, el perdón y la caridad en lugar de en un comportamiento negativo?
“Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber…
“No seas vencido por el mal, sino vence el mal con el bien”16.
Por ser miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, dondequiera
que estemos, que se nos conozca como una gente que tiene “amor los unos por los
otros”18.
No somos perfectos.
La gente que nos rodea no es perfecta19. Las personas hacen cosas que molestan,
decepcionan y enojan; en esta vida mortal siempre será así.
Recuerden que el cielo está lleno de aquellos que tienen esto en común: Han sido
perdonados y perdonan.
Pongan su carga a los pies del Salvador; dejen de juzgar. Permitan que la expiación de
Cristo los cambie y les sane el corazón. Ámense el uno al otro; perdónense el uno al otro.
De ello testi co, en el nombre de Aquél que amó de forma tan íntegra y tan completa que
dio Su vida por nosotros, Sus amigos, en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.
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