DE LA FACULTAD DE DERECHO DE LA UNIVERSIDAD INTERAMERICANA DE PUERTO RICO
Nosotros, un grupo heterogéneo de profesores, tanto en el plano de nuestras
formaciones ideológicas y académicas como en lo referente a nuestras áreas de interés docente y profesional, expresamos, en nuestro carácter personal, nuestra preocupación y recelo por la Resolución adoptada por el Tribunal Supremo de Puerto Rico el pasado viernes, 5 de noviembre de 2010, dirigida a solicitar la aprobación de una ley que viabilice el aumento de sus componentes. Además, repudiamos el trámite judicial y legislativo seguido para enmendar el Artículo 3.001 de la Ley Núm. 201 de 22 de agosto de 2003 para convertir la iniciativa en una realidad. En primer lugar, la aprobación apresurada del trámite que viabiliza el nombramiento de dos jueces adicionales parece dar un mentís a unas cuestiones que nos ocupan de manera fundamental y que son temas de amplia discusión en el devenir profesional de la formación de nuestro alumnado. Siempre hemos privilegiado la noción del debate público. Tratándose de un asunto que preocupa a la mayor parte de la población, hubiese constituido un acierto del proceso haber divulgado abiertamente la intención en el seno del Tribunal, promover la discusión franca y, finalmente, abrir la discusión del tema al escrutinio público y a la confrontación de ideas y nociones valorativas. Por no tratarse de la ventilación de las interioridades de un caso, no existía razón válida para el “misterio” y mucho menos para el cierre de todas las vías del debate inteligente. En segundo lugar, este tipo de movimiento debió ajustarse a ajustarse a la tradición del consenso que exige algo más que una mera votación y presupone un acuerdo que nace de un ejercicio sincero de buena fe y responsabilidad. Buena fe acerca de las intenciones que se buscan. Responsabilidad porque las partes se obligan a lograr un fin compartido. Así ocurrió en 1952, en 1961 y en 1975, cuando los jueces de entonces, nombrados por gobernantes de distintos partidos políticos aprobaron cambios en el número de componentes del órgano judicial después de una discusión colegiada en la que primaron criterios estrictamente institucionales. En tercer lugar, la movida atenta contra un asunto de indiscutible seriedad: el principio de “legitimidad” en el que descansa la doctrina de revisión judicial, pilar de nuestro sistema democrático de gobierno. La legitimidad es un término utilizado en la Teoría del Derecho, en la Ciencia Política y en Filosofía que define la cualidad de ser conforme a un mandato legal, a la justicia, a la razón o a cualquier otro mandato cierto. La acción tomada lacera la confianza del pueblo en sus instituciones, poniendo en precario todo el sistema de impartir justicia. En cuarto lugar, quedó minusvalorada la idea de raigambre constitucional que alude al “debido proceso de ley”, expresada aquí en el sentido más amplio. El proceso ha sido injusto y atropellado, pues no tomó en consideración la participación ciudadana, un pilar del quehacer legislativo. Igualmente soslayó el libre e inteligente flujo de ideas, una práctica tan valiosa en una sociedad democrática que corre paralela a la valoración del parecer del otro. En quinto lugar, se soslayó el valor de la doctrina de separación de poderes y la importancia del Art. V, sec. 3 de la Constitución como una medida de avanzada que promueve la independencia judicial. Resulta preocupante, por no decir otra cosa, escuchar a algunos legisladores decir que la Resolución del Tribunal Supremo constituía un “mandato” del Tribunal Supremo que ellos debían acatar o que requería la “deferencia” de la Asamblea Legislativa. De ninguna manera eso es cierto. Todo lo contrario, la doctrina de separación de poderes exige que la Rama Legislativa y el Gobernador no abdiquen sus prerrogativas constitucionales y realicen sus propios análisis. Digamos, debían preguntarse si existía un atraso que tuviera implicaciones negativas en la administración de la justicia. Y, en el supuesto de que así fuera, si el aumento del número de jueces y la reorganización de la función judicial a partir de salas segregadas o la instrumentación de las llamadas vistas orales, en algo remediaban la situación. Es de resaltar que el récord histórico apunta hacia el fracaso de esas soluciones. El esquema de salas, que reproduciría el adoptado para el actual Tribunal de Apelaciones, constituyó una inadecuada protección de los litigantes, pues no garantizó su defensa en condiciones similares a las de un tribunal colegiado tradicional, en la que todos los jueces entendían en todos los casos. Cabe destacar que tan pronto como en 1965 el propio Tribunal Supremo abandonó, por la vía reglamentaria, la práctica de dividirse en salas de tres jueces. Optó por la fórmula de dos salas de cinco jueces, el número mínimo dispuesto en la Constitución para el organismo. El Juez Presidente formaba parte de ambas salas. Posteriormente, tras reconocer que el remedio para la congestión de casos y la demora en su trámite no consistía necesariamente en el aumento del número de jueces, se solicitó que el cuerpo se compusiera de un juez presidente y seis jueces asociados. A partir de 1976, el Tribunal abandonó la práctica de dividirse en salas y volvió a funcionar en sesiones plenarias. En fin, después de leer y estudiar detenidamente la Resolución, así como los trámites para viabilizar su pedido, consideramos que la iniciativa no contribuirá de forma alguna al desarrollo de nuestro ordenamiento jurídico, ni a fortalecer la institución judicial de mayor jerarquía en el País. Mucho menos ayudará a dispensar justicia en armonía con las necesidades sociales y los reclamos de nuestro pueblo. En todo caso, y esto es lo peor de todo, el paso le ha restado “legitimidad” al Tribunal Supremo ante la comunidad jurídica y el País. Esta expresión pública no sólo responde a nuestro deber como académicos, sino que es una exigencia del Canon 4 del Código de Ética Profesional (Responsabilidad del abogado de laborar por el mejoramiento del sistema legal): “Es deber de todo abogado laborar continuamente por el mejoramiento del ordenamiento jurídico y de los procesos e instituciones legales. Mediante el estudio y la publicación de artículos, participando en vistas públicas, foros, conferencias y debates y por otros medios apropiados, el abogado debe intervenir en la promulgación y discusión de legislación y de programas de mejoramiento del sistema legal.”
Fieles a este deber profesional, ejercemos nuestra responsabilidad
ciudadana y suscribimos esta declaración. En San Juan, Puerto Rico, a 9 de noviembre de 2010. Gerardo Bosques Hernández Osvaldo Burgos Pérez Sylvia E. Cancio González Nelson Noel Córdova Morales Juan F. Correa Luna José de la Cruz Feliciano María de los Ángeles Diez Fulladosa Antonio Fernós López-Cepero María Dolores Fernós López-Cepero Marta Figueroa Torres Julio E. Fontanet Maldonado Margarita García Cárdenas Blanca M. Garí Pérez Marilucy Gonzalez Báez Carlos I. Gorrín Peralta Carlos Juan Irizarry Yunqué Alberto Omar Jiménez Sandra López Bird Virgilio Mainardi Peralta José M. Marxuach Fagot Luis Mariano Negrón Portillo Dora Nevares Muñiz Heriberto Quiñones Echevarría Doel Quiñones Núñez Carlos E. Ramos González Yanira Reyes Gil Luis Rafael Rivera Rivera Jessica Rodríguez Martín José R. Roqué Velázquez Pedro G. Salazar Luis H. Sánchez Caso Héctor Rubén Sánchez Fernández Esther Vicente Rivera Enrique Vélez Rodríguez