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literario. Culmina con ella lo que, desde La Babosa se interpretara como la culminación de
una serie que por contrafigura algunos habrían deseado calificar de "tragedia pueblerina",
pequeño reflejo de una sociedad (o más bien su fragmento adventicio) cuya decadencia supo
denunciar Casaccia a partir de 1952.
La linealidad que en ella se observa quizá sea más estricta que en sus obras
precedentes. Los capítulos se presentan encadenados sin solución de continuidad, exentos
de interpolaciones o de alguna que otra intercalación explicativa. Se advierte que la idea no
ha sido tanto sorprender al lector con hallazgos formales cuanto conducirlo por un laberinto
de hechos y almas con un final que no hacía prever la voluntaria sencillez de sus recursos
narrativos.
Los episodios cambiantes se desencadenan sin mayores sorpresas, pero por debajo de
esa aparente monotonía de sucesos, ocurridos en los estrechos límites de una población
reducida en gentes y acontecimientos, se mueve y agita ese otro mundo anímico de sus
personajes, socialmente desmedrados, físicamente decaídos, aunque con una rara voluntad
de sobrevivencia, instalada como cruel paradoja entre lo que se ha ido y lo que no se resigna
a dejar de ser.
Puede afirmarse así que la propia evolución del relato tiene menos importancia que lo
que corre por dentro de él: la ingobernable fatalidad que se apodera de estos seres
marginados, nostálgicos de ese pasado que en ellos perdura. Por eso no estará de más
recordar que este libro está destinado -más que nada- a desnudar almas, anudar y expresar
sus conflictos, antes que a exponer situaciones meramente anecdóticas o episódicas.
Sería ilusorio creer que no median distancias entre La Babosa y cada uno de los libros
que le siguieron. Las hay de orden simplemente formativo; otras, en cuanto a los rasgos
propios de cada situación, aunque bien puede advertirse que el relato no se halla compuesto
de compartimientos estancos; y más aún las que ofrecen, en el nuevo giro de la prosa (las
fuentes francesas sustituyen a las hispánicas), un quehacer de oficio digno de destacar, ya
que el autor asume una posición opuesta a la que manifestara entre 1930 y 1952, a pesar de
que en algunos cuentos de El Pozo (1947) es posible descubrir anticipos de esa modificación.
Para llevar a cabo ese propósito le era preciso adoptar un lenguaje sin concesiones,
ofreciendo con él una imagen -cierto es- nada complaciente, de realidades notorias en lo que
hace al ámbito de su acción, y de resquebrajamientos morales vistos o traducidos en actos
de conciencia -no siempre en la superficie- de cuya trama quedan como prisioneros sus
personajes, idealistas desesperanzados, en algunos casos, o dolorosamente vencidos (o con-
vencidos de su propia impotencia) en otros. En ese contorno, que confina en un implacable
buceamiento de almas, en una reiterada disección sicológica (a la que se superpone la
remota sombra de Dostoievski adosada a recursos freudianos), no hay lugar para la
expresión superficial o colorista: todo pintoresquismo ha quedado abolido.
Las palabras que esos y otros diálogos intentan traducir -incluyendo aquellas de grueso
y generoso calibre- tipifican también la condición de vida de esos seres que con ello
encuentran como un desahogo a seis antiguas limitaciones sociales, particularmente en
dichos supervivientes vástagos de los Huertas y los Villalba Bogado, reducidos a sus
extremos, aunque nunca resignados ni comprensivos. Cada cual expresa lo que siente y lo
que es (aun sus ocultaciones) y aquel que sabe que su vida debe marchar por carriles
cotidianos (otros dirían normales) busca manifestarse en consonancia con el camino elegido.
Esto ocurre con Mariana Villalba Bogado, señorita de sociedad en su juventud y empleada de
tienda en su madurez, o con Florino y Adelina, prisioneros de una fatalidad no acatada del
todo y despeñados socialmente, con hosquedad, más que con rebeldía, y no contra clases o
personas sino contra ellos mismos.
Podría afirmarse que a ese respecto tales supuestos no se dan con tanta fuerza en La
llaga, donde el centro de la frustración edípica se muestra en Atilio Cantero; ni en Los
herederos, principio de la serie que ahora termina. Por otra parte debe reconocerse que, por
más que su descubrimiento pudiera ser o parecer exitoso, los personajes de Casaccia no
participan de una identidad determinada. De tal manera - por ejemplo- "la babosa",
resumida literariamente en la escueta humanidad de doña Angela Gutiérrez, no participa de
las características de una sola persona en trance vital: concentra las reacciones, defectos y
actitudes pertenecientes a varias.
Quizá no haya dudas de que esos personajes alguna vez debieron tener existencia, pero
transferidos a situaciones diferentes y actuaciones no siempre similares. Son reales en
cuanto a su dependencia de una realidad determinada, que el autor no pretende soslayar,
aunque sin entregarse a ella, pero quieren ser ficticios en lo que se refiere a su identidad
individual. Ese mecanismo podría interpretarse como disociado al producirse la
incorporación, al cuerpo de la novela, de nombres propios, casi al lado mismo de su
trasposición: Natalo Gonzaga, Edigio Adaya y Jose Gusari representan allí otra cosa que la
mención de sus destinatarios auténticos, apenas si fugazmente aludidos, aunque ellos
resulten evidentes al relacionárselos con la otra realidad, que no es precisamente la de la
ficción.
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