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Se pensaba que los fieles dan a la iglesia bienes materiales a cambio de beneficios
esperados o recibidos, según la lógica del don y del contradon (analizada por MAUSS)
En la actualidad se ha modificado esta lectura, ya que se analizan cuatro polos
intervinientes: aparte de clérigos y donadores, hay que incorporar a los pobres a
quienes se destina una parte de las donaciones que recibe y a Dios y a los santos, únicos
dispensadores de de la gracia espiritual y los verdaderos destinatarios de las donaciones.
También escapa a la lógica de don/contradon porque aquél que da no es precisamente
aquel que recibe, y por ello nadie puede estar seguro de los que recibirá; aquél que da es
quién ya ha recibido (se insiste que los donadores restituyen los bienes donados por
dios); y aquellos que se recibe no esta vinculado ni directa ni proporcionalmente a lo
que se ha donado.
Para entender la práctica de la donación hay que considerar la noción de caridad, que
designa el amor puro cuya fuente es el creador y por cuya virtud el hombre no solo ama
a dios, sino también a su prójimo. En este sentido el único don valido es el gratuito, se
da sin esperar nada a cambio, por el amor a Dios. El don interesado es condenado como
signo de vanidad y codicia. (Hay que interesarse en el desinterés, sin que sea posible
desinteresarse por interés)
En el centro de este sistema se encuentra la iglesia, operadora decisiva de la
transmutación de lo material en espiritual e intermediaria obligada en los intercambios
de los hombres con dios. El sacrificio eucarístico es el motor de la circulación de las
gracias. Mediante las misas es como los bienes ofrecidos por los donadores se
transforman en beneficios para las almas.
Así, mediante la misa, quedan garantizadas a la vez la cohesión del cuerpo social y la
circulación de la gracia divina.
Por último hay que tener en cuenta la parte coercitiva de su poder, ya que esta posee un
temible poder de exclusión.
La excomunión consiste en expulsar al pecador de la sociedad cristiana, mediante la
prohibición del beneficio de los sacramentos y la negación a ser enterrado en el
cementerio cristiano, pero fundamentalmente constituye una pena terrestre y no se
considera una pena eterna. El anatema es una forma particular de excomunión asociada
a la maldición eterna a los culpables.
Durante los primeros siglos de la iglesia se utiliza contra herejes; sucesivamente se
utiliza contra todos los enemigos de la iglesia, sobre todo durante los S X y XI. Además
son armas utilizadas en las luchas contra la aristocracia y los príncipes, ya que la pena
suele estar acompañada de una prohibición litúrgica que se extiende a todos sus
dominios, tienen efectos sobre los laicos y por lo mismo ningún personaje que sufra esta
condena puede permanecer en estado de excomunión.
El proceso conocido como “Reforma gregoriana” (por Gregorio VII 1073-1085) tiene
como ejes principales una refundación de la jerarquía secular bajo la autoridad del
papado y el fortalecimiento de la separación jerárquica en clérigos y laicos. Se trata así
de reformar y consolidar la posición dominante de la iglesia en el seno del mundo
feudal. Tiene su fase más aguda entre 1049-1122.
La exigencia de reforma lanzada por el papa León IX (1049/54), se presenta como un
ideal de retorno a la iglesia primitiva, pero trata de restaurar la jerarquía eclesiástica,
debilitando el dominio y la influencia de los laicos e impidiendo sus intervenciones en
los asuntos de la iglesia. Uno de sus primeros blancos es el emperador, puesto que aún
impera el modelo carolingio, lo que lo hace jefe de la cristiandad y tiene la investidura
para intervenir en las cuestiones eclesiásticas (todavía impone sus candidatos a la sede
romana).
También tiene importancia la cuestión de las investiduras, ya que los obispos, que
ejercen a la vez un poder temporal y un cargo espiritual, son parte instrumental de la
autoridad imperial, investidos por el emperador mediante el báculo y el anillo, hecho
que Gregorio tiene por inadmisible, y que son modificados mediante el concordato de
Worms en 1122. A partir de entonces se distinguen los poderes temporales del obispo y
sus poderes espirituales, de manera que emperador puede transmitir los primeros
(investidura con el cetro) y los segundos son realizados por otros clérigos (investidos
con el Báculo y el anillo). Sobre todo, el principio de la libertas ecclesiae lleva a
reafirmar que es una prerrogativa del cabildo catedralicio elegir a su obispo. Esto
provoca una modifica el reclutamiento, hasta entonces monopolizado por la alta
aristocracia, en provecho de la pequeña o mediana aristocracia. Esta transformación,
empuja a los obispos a defender sus prerrogativas con más cuidado, incluso frente a su
parentesco, favoreciendo así la defensa de los intereses de la iglesia, lo que acentúa la
separación entre alto clero y aristocracia laica.
Es el estatuto del clero el que esta en juego, los reformadores denuncian a los sacerdotes
indignos e incitan a los fieles a darles la espalda e incluso a desobedecerlos. Desde León
IX hasta mediados del S. XII, la condena de la simonía (adquisición ilícita de cosas
sagradas, mediante bienes materiales) y el nicolaísmo (caracteriza a los clérigos
casados) será el medio de acción de los reformadores. Mediante la primera se atacan
todas las formas de intervención laica, principalmente la apropiación señorial de
diezmos e iglesias, que reclaman por su restitución en las asambleas sinodales. El ritmo
de las restituciones es, generalmente, lento; recién en el S. XII el proceso se acelera.
En cuanto al celibato, ya era exigido desde el S. V , pero se trataba mas de una
exigencia moral que de una norma. Al hacer de la renuncia absoluta a la sexualidad la
regla definitoria del estado clerical, se procede a una sacralización de los clérigos y los
diferencia radicalmente de los laicos.
Así, lo que intenta la iglesia, durante los S XI y XII, es llegar a una sacralización
máxima del clero, que al mismo tiempo, refuerce su poder espiritual y prohíba a los
laicos toda intervención profanadora en el ámbito de la iglesia. Sacralizar es separar.
A partir de entonces, la relación entre la institución eclesial y la comunidad cristiana
queda transformada y es la razón de que el vocablo iglesia termine por significar
principalmente al clero y cristianitas para designar a la comunidad cristiana.
De un edificio al otro se pasa del arte románico al gótico, que más que un cambio de
estilo, este cambio acompaña los profundos cambos sociales que llevan a modificar la
concepción social e ideológica de la arquitectura. El arte románico se conoce el arco
de medio punto y la bóveda de cañón. Ésta última recarga su peso en todo lo largo de
los muros laterales que la sostienen, por lo que solo pueden estar perforados por
ventanas estrechas, que dan una luz parsimoniosa e irregular, creando contrastes entre
zonas de luz y sombra que fragmentan el interior. Además, éste es un arte del muro y la
superficie, donde se subraya la importancia de murallas gruesas y densas que se
observa desde el exterior o se reproduce en el interior con los revestimientos. Estas
necesidades técnicas se combinan con móviles ideológicos, ya que la iglesia pretende
ser una fortaleza que se protege del mundo exterior y no puede dejarlo penetrar en su
interior. Por ello, se exaltan las murallas y las torres-campanarios que enmarcan la
fachada, significando la vigilancia de la ciudadela divina.
Para calificar la arquitectura gótica se enumeran el arco ojival, la bóveda de crucería
y los arbotantes; solo estos últimos son una invención gótica, pero la combinación de
estos tres elementos caracteriza al gótico, al servicio de un proyecto técnico-ideológico
nuevo. Se empieza a implementar entre 1130 y 1144, alcanza su madurez entre 1220 y
1270 (Chartres, Amiens, Reims y Bourges) y se convierte la técnica constructiva de
occidente hasta principios del S XVI.
Para entender este nuevo sistema constructivo se puede empezar con la bóveda de
crucería, formada por 2 nervaduras que se cruzan en ángulo recto, hecha de materiales
mas ligero, capaz de sostener el resto de la bóveda, ya que todo el peso se dirige a las 4
columnas que la sostienen de manera que mediante el contrapeso a estas fuerzas de los
arbotantes y contrafuertes, se puede prescindir de la función sostenedora de los muros
laterales, los cuales son reemplazados por los grandes vitrales, los que permite la
irrupción de luz, haciendo desaparecer los contrastes de luz en el lugar de culto. Se dice
entonces que, si el romano fue el arte del muro, el gótico es un arte de la luz y de la
línea, signo de una relación con el mundo más abierta.
Dos principios se encuentran en la búsqueda gótica. La unificación del espacio
interior, ligada a la adopción de planos que hacen que el edificio sea más homogéneo, a
diferencia de los espacios jerarquizados y diversificados del románico. (Principio de
clarificación)
El segundo principio consiste en un deseo de espiritualización, cuyo signo claro es la
negación del muro, en beneficio de la luz, que la edad media relaciona con lo espiritual
y la considera un símbolo de Dios. La verticalidad de las líneas arquitectónicas es otra
de sus manifestaciones, así como la búsqueda de una elevación de las bóvedas cada vez
más audaz. Además las catedrales constituyen el corazón de las ciudades medievales, a
las cuales parecen dominar por su imponente tamaño, visible desde muy lejos, signo de
su creciente interacción con la campaña circundante.
Dos creaciones de la edad media son la escuela urbana y las universidades, que durante
el curso del S XII sufren una importante evolución; Mientras que las escuelas
monásticas declinan, las escuelas catedralicias crecen rápidamente, algunas de éstas
comienzan a atraer estudiantes por la reputación de sus maestros, elevando el numero de
ellos en la enseñanza de derecho, medicina y teología. Pronto maestros y estudiantes
toman conciencia de que forman un medio específico, dedicados a la actividad
intelectual, muy ligada a iglesia, pero que, según Le Goff, el surgimientos de los
intelectuales medievales permite comprender la formación de las universidades, ya que
estas responden a un deseo de autoorganización de la comunidad de maestros y
estudiantes (igual que demás oficios) y la voluntad de autonomía respecto del obispo,
quienes por entonces conferían las licencias.
A finales del S XII y, sobre todo, durante el S XIII las comunidades de estudiantes
empiezan a poseer sus propios estatutos y privilegios otorgados por el legado pontificio,
gracias a los cuales la enseñanza ya no está sujeta al obispo sino que depende de la
corporación de maestros. A partir de entonces la universidad será “un cuerpo
profesional incluido en la iglesia a título de institución autónoma que está sujeta al
poder pontificio y a su control doctrinal, a salvo de la jurisdicción de los obispos y de
los señores (alessio)”. Entre las primeras universidades europeas provistas de estatuto
propio se encuentran Bolonia (derecho civil y canónigo), París (t), Oxford (t),
Cambridge (t), Montpellier (m), Salamanca, Nápoles, Padua y Tolosa.
La autonomía permite a la asamblea de los maestros, bajo la guía de su rector, decidir su
organización interna (se diferencian la facultad de las artes, propedéutica dónde se
enseñan las artes liberales del Trivium-retórica, gramática y dialéctica- y quadrivium-
aritmética, geometría, astronomía y música- y las “grandes facultades” de teología,
derecho o medicina) y sobre el reclutamiento de alumno y cooptación de maestros. Esta
cuestión se vuelve conflictiva cuando los frailes mendicantes empiezan a ocupar en las
universidades un lugar preponderante, lo que suscita la hostilidad de los maestros
seculares, quienes se quejan por la concurrencia desleal de aquellos que pueden enseñar
de manera gratuita por pertenecer a una orden. Esta posición ventajosa es ratificada por
Alejandro IV en 1225, y así, los frailes mendicantes monopolizan las cátedras de
teología más prestigiosas.
Si bien gozan de autonomía, hay una relativa homogeneidad de las enseñanzas y de las
formas de organización, lo que manifiesta la universalidad del poder pontifical de que
las universidades dependen. La escolástica es su método, desarrollado en el S XII, que
intenta asociar la fe y el intelecto, y convencer mediante razonamientos demostrativos y
argumentos de autoridad. Abelardo (1079-1142) desarrolla los principios de
argumentación dialéctica y los métodos que intentan resolver las contradicciones entre
las autoridades bíblicas y patrísticas. Durante el S XIII, la escolástica se amplifica y
perfecciona los métodos de razonamientos y argumentación admitidos por la comunidad
de maestros. La lectura comentada de los textos bíblicos es la base del trabajo
escolástico. La quaestio es la otra forma de la actividad intelectual: puede dar lugar al
debate oral (disputatio) sobre un tema determinado por el maestro, o puede ser objeto de
una redacción escrita. La conjunción de un conjunto extenso de quaestiones, tienen
como resultado las Sumas Teológicas, que marcan el apogeo de la escolástica en el S
XIII. Este género, que ambiciona con sintetizar y clarificar a fuerza de razonamientos,
todos los problemas relativos a dios, el hombre, el universo y la organización de la
sociedad. Además de la teología, los métodos escolásticos se extienden al estudio del
derecho y a ciertas disciplinas fundadas en la demostración y la verificación.
Desde finales del S XII, la insistencia en ciertas prácticas ahora reformuladas resulta en
la configuración del tríptico. Las transformaciones afectan a la comunión, sacramento
que asegura la cohesión de la comunidad y la división jerárquica entre clérigos y laicos.
El concilio de Letrán (1215), obliga a los fieles a recibir la comunión al menos una vez
al año, durante la pascua. Esto conlleva el deber de una confesión anual, ya que no sería
posible recibir la eucaristía sin haber purificado los pecados.
Desdel S VII, los monjes irlandeses introdujeron en toda la cristiandad el sistema de
penitencia tarifada, vigente hasta el S XII. Este consistía en un ritual de reconciliación
pública, donde los penitentes debían cruzar el umbral se su iglesia arrastrándose con
rodillas y codos, tras haber cumplido las indicaciones del penitencial, que fijaba para
cada falta la penitencia requerida, en forma de rezos, ayunos, mortificaciones o
peregrinaciones. En el S XII, este sistema debió parecer inadaptado, ya que los teólogos
definían al pecado como una inclinación interna y creían necesario evaluar la
intencionalidad de los actos. La penitencial renovada, que estaba en práctica antes de ser
sancionada, había vuelto a la confesión la parte esencial de la penitencia ya que, al
obligar al devoto a desnudar sus culpas y sufrir la humillación que esto provoca,
constituye una pena que éste se inflige a sí mismo. Una vez confesado, el sacerdote
otorga la absolución, sin esperar que se cumpla la penitencia. Esta sigue siendo
indispensable, aunque las indulgencias contribuye a evitar situaciones en las que no se
puede cumplir con la penitencia (ej: muerto sin la penitencia requerida, experimenta el
purgatorio, zafa por una indulgencia). La visita a un santuario y el recogimiento ante
ciertas imágenes, permite la suspensión de las penitencias. La tarea delicada de los
sacerdotes que someten a examen las conciencias de sus fieles, tiene en las sumas de
confesión una herramienta que les proporciona una clasificación de los pecados para
guiar su trabajo, y donde examinan metódicamente todas las dificultades y todos los
“casos de conciencia”. Los manuales de confesores simplifican una materia cada vez
más densa, a fin de ser una herramienta práctica a los simples sacerdotes. La confesión
articula el reconocimiento liberador con el reforzamiento del poder de la iglesia,
intermediaria para la salvación. Así la institución goza de un instrumento de control de
los comportamientos sociales que se inmiscuye en lo más íntimo de las conciencias
individuales.
El crecimiento de la confesión está acompañado por el de la predicación. Durante la
antigüedad tardía, esta se concebía como un ejercicio sabio destinado a los clérigos,
pero a partir del S XII, ésta se extiende y los laicos empiezan a ser los principales
destinatarios de los sermones de los regulares y, sobre todo, de los mendicantes, quienes
hacen de ésta un instrumento central para la instrucción de los laicos y que, el concilio
de Letrán les confía la misión de ayudar a los obispos en la santa predicación. Desde
entonces los sermones se pronuncian en las plazas, los domingos y los días festivos. La
nueva palabra se aleja de los cultos modelos anteriores y pretende transmitir el mensaje
divino sin dejar de hablar de cosas concretas y palpables que los fieles conocen por
experiencia. Así, la predicación pretende inculcar los rudimentos doctrinales y las
normas elementales de la moral que la iglesia define. Es, en este sentido, un instrumento
decisivo de la penetración de la aculturación cristiana. La predicación es, entonces, una
incitación a la confesión, y la triada forma, desde el S XIII, un conjunto fuertemente
articulado.