desde el fondo
LA INSOPORTABLE DESARMONIA DEL ESTADO ARGENTINO CON LAS
PROVINCIAS UNIDAS DEL RIO DE LA PLATA
Ricardo Hase
El estado es una noción formal, la Nación
una sustancial. Aquél es el continente;
ésta es el contenido. Cuando no hay
armonía entre ambos se vive durando.
Lo que hoy somos demuestra la trágica
verdad del título. Una población que es
materia prima etnográfica utilizada para
experimentar otras culturas. No somos en
sí, somos en otros. Vertiginosamente van
bajando sobre nosotros culturemas,
modas y decisiones, en cuya concepción
no participamos. Somos encastrados en el
rompecabezas universal sin que
soberanamente hayamos elegido nuestro
lugar.
Cuando afirmamos que descendemos de
los barcos, o cuando actuamos como
nacidos por acta de escribano en un solo
día, hay amnesia. Y amnesia es ausencia
de memoria. Y memoria es mucho más
que historia. Memoria es estar concientes
de lo que fuimos. Es reunir como entorno
indisoluble el pasado y el presente para
abordar con serenidad el futuro.
Algunos aceptan remontar nuestras raíces
a la irrupción de la cristiandad en
América. Irrupción que por cierto fue
compulsiva. Sin embargo nuestras raíces
se retrotraen a épocas muy anteriores,
cuando América era concebida y pensada
desde ella misma.
“...de la Patria el antiguo esplendor” dice
nuestro himno nacional (en la parte que
nunca cantamos, lo que no es casualidad).
Con esas reflexiones, detengo mi atención
en el sistema jurídico imperante en el
Estado Argentino.
Está sustentado en una presunción que no
admite prueba en contrario. (“Jure et de
jure” según el brocardo latino). El
Derecho se presume conocido por todos a
partir de días de su publicación en el
Boletín Oficial. Y no puede ser de otro
modo. Si se admitiera alegar ignorancia
del derecho vigente, el sistema se caería.
Ninguna norma legal escrita podría
cumplirse. Bastaría excusarse diciendo
que no se sabía de ella (lo que muchas
veces es verdad).
En honor a la verdad desde el campo
social (NO de la ficción jurídica), no debe
existir un habitante, en ningún país de
sistema jurídico escrito, que pueda decir
conozco todo el Derecho que me rige.Y
mucho menos, que lea el Boletín Oficial
diariamente.
Los mismos profesionales del Derecho
solemos acudir al texto legal cuando va a
ser aplicado; y sólo entonces tomamos
nota de sus pormenores. Lo mismo hacen
los jueces. Pero las conductas que vamos
a calificar ocurrieron antes y con relativa
espontaneidad.
El sistema de Derecho escrito es así
contestatario, cojea detrás de los hechos y
actos. Por eso es funcionalmente
represivo. Su eficacia preventiva es casi
nula sobre los sectores menos
domesticados en la cultura dominante.
Son aquellos que mantienen, en mayor o
menor medida, según el grado de
transculturación que vienen padeciendo,
pautas culturales ancestrales.
Si nos remontamos a las raíces
indoamericanas y admitimos nuestra
descendencia del Incario (es hora de
nombrar al Padre – Patria para que se
recuerde que la “Madre Patria” no era
soltera) sabemos que aquí regían las leyes
ágrafas, principiando por las leyes
fundacionales de Manco Cápac.
Ese derecho vigente era conocido
realmente por todos, porque se educaban
en él desde el nacimiento. Recordemos
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los saludos habituales entre los
habitantes: Ama Suwa, Ama Kella, Ama
Llulla quechua –con fonética en signos
castellanos- con que diariamente los niños
escuchaban las exhortaciones: no seas
mentiroso, no seas haragán, no seas
defraudador. Ese Derecho, el
consuetudinario, tiene un importante
componente subjetivo: cada uno está
persuadido de que es una costumbre
obligatoria. Hay en los que lo acatan un
verdadero consentimiento.
Pero en nuestra maltrecha historia
institucional fue imponiéndose la
incorrecta sinonimia: Derecho es igual a
Derecho escrito.
Así, y todavía se repite, cuando se pedía
Constitución en rigor se estaba
propugnando Constitución escrita.
(Curiosamente, quien intervenía
promiscuamente en el Río de la Plata,
Inglaterra, tiene una Constitución NO
escrita que mantiene su ancestralidad).
Lo cierto es que el proyecto de
retroversión americanista que
representaron Tupac Amarú, Artigas,
Belgrano en su mejor madurez, Bolívar y
todavía en plena retirada Felipe Varela
(entre otros) fue dejando sus jirones con
el devenir de las décadas. La
mimetización en el otro (sea Europa y
luego Estados Unidos) avanzó
aceleradamente. El Derecho “argentino”
resultó entonces la adopción lisa y llana
de instituciones foráneas. Si el Derecho
Canónico, las Leyes de Partidas, las del
Consejo de Indias, ninguna contemplaba
la naturaleza indoamericana (debe
concedérseme que es la más americana de
todas porque fue concebida en América
misma), tampoco los constituyentes de
1853 y los codificadores de la generación
del 80 evitaron ser meros copiadores.
Una zoncera (como bien dice Jauretche)
fue la madre que parió otras:
“Civilización o Barbarie”. A partir de ella
ya no se admitía diversidad de culturas ni
de educaciones. La propugnada por los
prohombres –que debían ser sólo
mandatarios- era “la cultura”, “la
educación” (las únicas existentes). Si
vastas regiones del país estaban habitadas
por mapuche, pampa, colla, guaraní,
mataco, wichi, mocoví, charrúa, etc, e
incluso el mestizaje gaucho, NO los
veían. Llamaban desiertos a esas grandes
extensiones. Y el mal que afligía al país
era la extensión (otra zoncera). Entonces
había que poblar para gobernar (y va otra
zoncera más), para lo cual debían ser
suprimidos los excluidos, habitantes
primigenios.
Imagínense un indio o el mismo Martín
Fierro (usado como todo gaucho para
enfrentar a aquél y abonar la tierra)
invocando las garantías individuales de
nuestra Constitución, o interponiendo
siquiera un “hábeas corpus”.
Fácticamente, todos esos “vagos y
malentretenidos” estaban excluidos de la
tutela constitucional. Imagínenselos
integrando un gran Jurado en un juicio
(institución creada por la Constitución,
tan extraña que jamás fue implementada,
a pesar de nuestras ansias plagiadoras).
En nuestro sistema jurídico la costumbre
–como Derecho- es rechazada. Salvo
cuando expresamente la ley escrita refiere
a ella. Sin embargo, la costumbre es
siempre conocida por el habitante, que se
forma y educa con ella desde niño.
A esta altura de nuestro devenir se hace
necesario, imperiosamente, que nuestros
legisladores contemplen cuidadosamente
nuestros modos de vida.
La Reforma Constitucional de 1994,
quizás sin haberlo querido con sinceridad
nuestros constituyentes (a salvo las
consabidas honrosas excepciones) ha
dejado algunas puertas abiertas al
reconocer por ejemplo la existencia de
culturas ancestrales, de sus lenguas, de la
propiedad comunitaria (que nos viene
de la América precolombina). Y subsiste
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para más, la amplia fórmula del art. 33 de
la Constitución Nacional.
Seamos verdaderamente democráticos.
Para ello es imprescindible que
SEAMOS. Seamos nosotros mismos, NO
una mimetización de otros.
Dejemos de buscar ansiosos en el
Derecho Comparado. Recuperemos
primero las instituciones valiosas de
nuestro Derecho Ancestral.
Cuando estemos afirmados en nuestra
propia identidad no habrá peligro de
enajenación al tomar préstamos
culturales. Pero esos préstamos culturales,
y sobre todo en nuestro Derecho vigente,
no deben ser adoptados febrilmente.
Adaptarlos contemplando nuestra
idiosincracia auténtica es mucho más
prudente. Con toda seguridad, habrá
menos excluidos y el ordenamiento será
más consentido (que es sentir juntos).
América. El Continente Americano es
una matriz de matrices. A despecho de las
globalizaciones, la geografía es
determinante. Hoy podemos afirmar que
también los continentes piensan, y esa
afirmación ya no puede descalificarse con
el epíteto “animista”. La Tierra ha
lanzado ya muchos avisos de que no
aguanta más; y los que la habitan
sintiéndose violentados, tampoco.
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