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EL LEGADO DE

UNA NUEVA VALORACION


Entre los elementos que han contribuido a
formar lo que llamamos la cultura europea y
le han dado carácter destaca sobre todo el
legado de la Roma antigua. Las palabras y los
conceptos que usamos, nuestra forma de
concebir la política y la historia, la arquitec­
tura, los géneros literarios o el derecho están
fuertemente marcados por esta herencia. «La
idea misma de este libro -nos dice el profe­
sor Jenkyns- es un legado de Roma, ya que
los romanos fueron el primer pueblo que
convirtió la herencia de otra cultura en la
base de su propia civilización.»
En los años veinte de este siglo las prensas de
la Universidad de Oxford publicaron dos
grandes obras colectivas destinadas a conver­
tirse en clásicas: El legado de Grecia y El
legado de Roma. El paso de los años mostró
la necesidad de reemplazarlas por otras que
respondiesen al estado actual de nuestros
conocimientos. Primero fue El legado de
Grecia , en una nueva versión dirigida por
Moses Finley; ahora le ha tocado el turno a
El legado de Roma. Bajo la dirección de
Richard Jenkyns, de la Universidad de
Oxford, un conjunto de catorce especialistas
-con nombres tan prestigiosos como los de
A.T. Grafton, de la Universidad de Princeton;
R. Feenstra, de la de Leiden; R.H. Rouse, de
la de California; J. Griffin, de Oxford; C.
Martindale, de Bristol, etc.- nos ofrecen una
visión de conjunto, actual y rigurosamente
informada, donde los historiadores se ocupan
del impacto de Roma en las diversas épocas,
mientras especialistas en literatura clásica
analizan la influencia de los grandes autores,
de la sátira o de la retórica, y estudiosos de
diversas disciplinas se ocupan del arte, la
arquitectura, la ley, el teatro o la lengua, para
establecer el balance global de un legado
que constituye uno de los fundamentos esen­
ciales de nuestra propia cultura.

Sobrecubierta: El Coliseo en Roma, de Bernardo Bellotto


(Palacio Pitti, Florencia).
Bajo la dirección de Richard Jenkyns, de la Universidad de Oxford, ca­
torce especialistas nos ofrecen una vision de conjunto, actual y riguro­
samente informada, donde los historiadores se ocupan del impacto de
Roma en las diversas épocas, mientras especialistas en literatura clási- !J
ca analizan la influencia de los grandes autores, de la sátira o de la re­
tórica, y estudiosos de diversas disciplinas se ocupan del arte, la arqui­
tectura, la ley, el teatro o la lengua, para establecer el balance global de
un legado que constituye uno de los fundamentos esenciales de nues­
tra propia cultura.

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RICHARD JENKYNS, ED.

EL LEGADO
DE
ROMA
UNA NUEVA VALORACIÓN

CRÍTICA
GRUALBO MONDADORI
BARCELONA
Richard Jenkyns
I. EL LEGADO DE ROMA

La idea misma de este libro es un legado de Roma, ya que los romanos fue­
ron el primer pueblo que convirtió la herencia de otra cultura en la base de su
propia civilización. Todo el arte y la literatura de Roma se desarrollan a la
sombra de Grecia. Sus poetas proclaman este hecho: la Grecia cautiva capturó
a su rudo conquistador y llevó el arte al rústico Lacio, dice Horacio (Epístolas,
2, 1, 156 y ss.). El más grande de los romanos hizo del peso abrumador de la
cultura griega el centro de su obra maestra: hacia la mitad de la Eneida Virgi­
lio hace que la sombra de Anquises anuncie desde el Elíseo a los romanos, aún
no nacidos, que serán siempre inferiores en algunas de las artes y ciencias más
nobles: «Excudent alii spirantia mollius aera ...». Otros —es decir, los grie­
gos— alcanzarán la más alta perfección en escultura, oratoria y astronomía;
por su parte, los romanos destacarán en las artes, más severas, de la conquista
y el buen gobierno (Eneida, 6, 847-853; cf. infra, p. 128). Los poetas alar­
dean de originalidad, pero de una forma curiosamente deferente: «Soy el pri­
mer romano que imita a tal o cual poeta griego». Horacio declara haber sido
el primero en presentar a Arquíloco y Alceo a los latinos; Virgilio afirma que
su musa fue la primera que jugó con el verso siracusano (es decir, a la mane­
ra de Teócrito); Propercio se autoproclama el Calimaco romano.
Por ello se ha dicho a veces que los romanos fueron esencialmente un
pueblo imitador, y que su papel principal en la historia de la civilización
europea fue el de conducto a través del cual la cultura griega pudo llegar has­
ta la era cristiana. Irónicamente, este punto de vista es una herencia de los
romanos, en el más sabio de los cuales encontramos una sutil mezcla de or­
gullo y modestia. Todo el mundo les concede grandeza militar (aunque esta
admisión va frecuentemente acompañada de una condena moral); pocos nie­
gan la gran calidad de su poesía, y en general se reconoce que sobresalieron
en ingeniería, jurisprudencia y en el sistema de alcantarillado. Algunos les
concederían poco más. En pleno auge de la «grecomanía», en 1821, Shelley
escribió en el prefacio a Helias;
Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión,
nuestras artes tienen sus raíces en Grecia. Sin Grecia, Roma, la maestra, la con­
quistadora, la metrópoli de nuestros antepasados, no habría difundido con sus
armas la ilustración, y seríamos aún salvajes e idólatras, o, lo que es peor, po­
dríamos haber llegado a un estado de institución social tan estancado y mise­
rable como el de China y Japón.

Esta declaración da cierto valor a las armas y a la instrucción romanas, pero


sólo como medio de extender la ilustración griega. En nuestro siglo Arnold
Toynbee ha considerado la civilización romana como una simple subespecie
del helenismo, la continuación de la cultura griega bajo los auspicios de un
estado universal.
Podemos, pues, preguntamos por la variedad y amplitud de la aportación
romana. Es preciso tener una respuesta si pretendemos estudiar el alcance de
la influencia de Roma en los siglos posteriores. Pero antes debemos consi­
derar lo que entendemos por influencia. Podemos distinguir tres tipos:

Influencia básica: la fuente es base o condición necesaria para lo influi­


do. La arquitectura renacentista es inconcebible sin modelos clásicos, o el
Paraíso perdido sin la tradición épica clásica.
Influencia auxiliar: la fuente no es propiamente la base, sino que propor­
ciona apoyo o coherencia. Probablemente las tragedias de sangre inglesas no
habrían sido muy distintas sin Séneca, pero resultan senequistas al tomar con­
ciencia de este autor como posible modelo. En la Inglaterra de los siglos xvn
y xvm encontramos actitudes sociales y políticas basadas sin ninguna duda
en la historia y en la sociedad inglesas, pero que pueden haber sido confor­
madas o estabilizadas por el neoestoicismo o por un conocimiento de la filo­
sofía ciceroniana.
Influencia decorativa', la fuente proporciona una elegancia superficial o
bien el pretexto o punto de partida, que podría haberse buscado casi con la
misma eficacia en otra parte. En el siglo xvm, las citas clásicas en la Cá­
mara de los Comunes eran la prueba de que el orador había disfrutado de la
educación de un caballero, pero en sí mismas no eran más que una forma
convenida de alarde cultural. Cuando Tiépolo pinta a Marco Antonio y
Cleopatra en las paredes del Palazzo Labia de Venecia recurre a la historia
romana, pero si no hubiera dispuesto de ésta habría encontrado seguramen­
te un tema similar en otro lugar, y de hecho vistió a sus personajes con una
alegre indiferencia hacia la arqueología.

Estas distinciones son algo toscas y rápidas, y los límites entre ellas in­
ciertos, pero pueden ser útiles como guía.

Los romanos fueron el único pueblo que logró unificar la totalidad del
litoral mediterráneo bajo una sola autoridad y mantener su imperio duran­
te siglos, lo que constituye uno de los hechos más notables de la historia.
Quizá no sea muy útil adoptar una actitud moral ante esto. Hasta hace muy
poco ha sido casi una ley de la naturaleza humana que cualquier estado lo
suficientemente fuerte para hacerlo haya extendido su poder territorial (y
resultaría una imprudencia suponer que dicha ley haya sido derogada); cen­
surar a los romanos por su carrera de conquista es como culpar a la lluvia
por ser húmeda. La esclavitud es un baldón para el mundo grecorromano,
pero también para otras sociedades antiguas, y, cuando menos, es mejor es­
clavizar a los prisioneros de guerra que cegarlos o empalarlos. No se gana
mucho con preguntarse si la existencia de la esclavitud hace que los grie­
gos y los romanos fueran buenos o malos para su época. Por lo menos los
romanos estaban más dispuestos que los griegos a liberar a sus esclavos. Se
ha querido que lamentemos la pérdida y frustración de talento que revela
el hecho de que entre todos los fragmentos literarios de la Antigüedad no
haya nada escrito por un esclavo siendo esclavo. En cierto sentido esto es
verdad, pero esconde que Terencio, Epicteto y Livio Andrónico, el primer
poeta latino, fueron esclavos a los que sus amos liberaron; además, debe­
mos la supervivencia de la correspondencia de Cicerón a su liberto Tiro, y
las obras de Horacio al desconocido que liberó al padre del poeta y le dio
la oportunidad de enriquecerse lo bastante como para dar a su hijo una bue­
na educación.
La crucifixión, el método romano de ejecución judicial, era una repug­
nante forma de tortura lenta, y la arena convirtió el sadismo de las masas en
una institución social; en este aspecto, y en algún otro, los romanos eran
más desagradables que los griegos. Pero en general resulta vano intentar
medir los beneficios de la Pax Romana frente a la opresión del poder. Sa­
bemos mucho acerca de las crueldades y corrupciones del gobierno romano,
pero quienes lanzan sus invectivas contra los romanos por ello les hacen,
en dos sentidos, un ambiguo cumplido. En primer lugar, mucho de lo que
sabemos sobre el abuso de poder de los romanos procede de ellos mismos;
al menos tenían un ideal de buen gobierno. No sabríamos nada del infame
Verres si Cicerón no lo hubiera acusado, ni de la usura del noble Bruto en
Cilicia si Cicerón, escandalizado, no lo hubiese descubierto. Puede que los
romanos no hayan vivido de acuerdo con su importante papel, pero la hipo­
cresía es, cuando menos, el tributo del vicio a la virtud; si intentamos ima­
ginar la existencia de autocrítica por parte de un asirio o de un azteca ten­
dremos poca suerte. En segundo lugar, si sentimos indignación hacia los
romanos es porque los juzgamos según nuestras propias reglas. Por lo ge­
neral se acepta la otredad de los griegos clásicos, mientras que persiste la
sensación (normalmente inconsciente) de que los romanos se parecían más
a nosotros. Este sentimiento es evidente sobre todo en la crítica de la poe­
sía romana; es sorprendente cuántos eruditos siguen suponiendo que Catulo
y Ovidio, incluso Virgilio y Horacio, comparten el punto de vista de una de­
mocracia liberal moderna. Tal vez debemos decir lo siguiente: debido a que
la cultura romana, de hecho, es en muchos sentidos humana y «moderna»
y nos habla a través de los siglos de un modo que podemos comprender y
apreciar, nos resulta difícil entender lo muy diferente que es de la nuestra.
Y esto es un tributo a su éxito.
Los griegos nos proporcionaron el lenguaje de la teoría política —de­
mocracia, monarquía, tiranía, etc.—, pero los romanos han tenido una in­
fluencia mayor en la práctica política. Esencialmente nos legaron dos mo­
delos: la constitución mixta, en sus etapas media y final, de la república y
lo que podemos denominar cesarismo. (Un posible tercer modelo sería la
supuesta frugalidad y austeridad de la primitiva república romana, pero aun­
que esto impresionó a los pensadores políticos y sociales, especialmente
desde el Renacimiento hasta el siglo xvm, parece ser más bien una cuestión
de actitud ética y tiene poco contenido específicamente político.)
Hasta la caída de la república en el siglo i a.C., Roma estuvo gobernada
por aristócratas; no se trataba de una casta, sino de un grupo grande y flui­
do que consentía la admisión de nuevos miembros en su seno. Los cargos
públicos eran elegidos por un año, y la elección se efectuaba mediante un
complicado sistema en el que todos los ciudadanos teman derecho a partici­
par. Observadores griegos como el historiador Polibio, que admiraba el sis­
tema de gobierno romano, lo describieron como una «constitución mixta»,
y romanos como Cicerón, siempre dispuestos a alabar la sabiduría de sus
antepasados, recogieron el cumplido, congratulándose de poseer un sistema
idealmente equilibrado que evitaba aquellos extremos de democracia y oli­
garquía que habían debilitado a Grecia.
Hasta hace muy poco se solía considerar esto como un tópico: en reali­
dad la república era una oligarquía y los elementos supuestamente democrá­
ticos estaban fosilizados o eran ficticios. Pero recientemente los historiado­
res han concedido más importancia a los elementos democráticos: los cargos
eran ocupados por elección popular, y la clase gobernante tenía que solicitar
el favor de los votantes. En este sentido, existe cierta similitud verdadera en­
tre la república romana y la forma de gobierno representativo que se desa­
rrolló en Gran Bretaña durante los siglos xvn y xvm, donde la clase dirigen­
te era elegida para el Parlamento por un limitado pero significativo sufragio
público. Mientras la mayor parte del continente seguía siendo absolutista, los
observadores extranjeros dieron cuenta del carácter romano de las institucio­
nes británicas. Todavía en 1851 un noble italiano le decía a Nassau padre:
«Cuando leo las cartas de Cicerón, tengo la impresión de estar leyendo la co­
rrespondencia de uno de vuestros estadistas. Todos los pensamientos, los
sentimientos, las expresiones, son ingleses». A la inversa, para los políticos
era natural pensar en términos ciceronianos: «otium cum dignitate es mi ob­
jetivo», dijo lord Chesterfield a su hijo tras dimitir (carta del 9 de febrero de
1748). Cuando lord Holland quiso elogiar la ilustración de un estadista espa­
ñol, observó que sus principios podían compararse con «los de Cicerón y
mister Fox».
Sería absurdo afirmar que la historia de Inglaterra ha estado determina­
da por el modelo romano; sin embargo, las ideas tienen tanta influencia en
el proceso histórico como las presiones sociales y las pasiones sectarias. El
Renacimiento italiano había desarrollado una teoría de «humanismo cívico»
basada en Cicerón, Séneca y Tito Livio. Los Discursos sobre Tito Livio de
Maquiavelo inspiraron la Commonwealth o f Oceana de James Harrington,
escrita durante el protectorado de Cromwell, y pasaron de estas fuentes al
pensamiento político del siglo xvm, reguladas por una constitución mixta.
Y no sólo hemos de pensar en la teoría política, sino también en un con­
cepto conformado por una educación clásica. Los oradores, poetas e histo­
riadores latinos están en la mente de los políticos del siglo xvm; su forma
de pensar es inconscientemente senatorial. Es difícil rastrear una influencia
cuando ha sido tan absorbida como ésta, pero parece razonable afirmar que
la constitución mixta de la república romana ha tenido una influencia bási­
ca en la teoría política y al menos una influencia auxiliar en la práctica po­
lítica.
El otro modelo político proporcionado por Roma es el «cesarismo». La
misma palabra César, originariamente un apelativo familiar, llegó a conver­
tirse en un talismán. Todavía a principios de este siglo había tres gobernan­
tes que llevaban el título de césar: el shah de Persia, el káiser de Alemania
y el zar de Rusia. De hecho, durante 2.000 años, hasta 1978, hubo, más o
menos sin interrupción, un «césar» gobernando en algún lugar del mundo. La
importancia del legado de Roma radica en este caso no en la creación de una
monarquía, ya que naturalmente había habido muchos imperios monárquicos
antes, sino en la combinación del absolutismo con un sistema legal altamen­
te evolucionado. Quienes busquen en las leyes romanas algo parecido a los
«derechos humanos» quedarán decepcionados, pero como sistema para regu­
lar la familia, la propiedad y las relaciones entre la gente es formidable.
Pero más importante aun que la jurisprudencia fue el concepto romano
de ciudadanía. Disraeli decía que su esposa era una criatura encantadora,
pero que no podía recordar nunca quiénes iban primero, si los griegos o los
romanos. Menos probable aún es que se hubiera preguntado por qué habla­
mos de griegos y romanos en lugar de griegos e italianos. Esta costumbre
refleja la de los propios romanos (cuando Virgilio habla de Augusto diri­
giendo a los itálicos hacia la batalla de Actium y sacrificando a los dioses
itálicos pretende sorprender a sus lectores). «Romano» era un término jurí­
dico, y cualquiera, fuera cual fuese su raza, podía llegar a ser ciudadano ro­
mano (es curioso que ninguno de los poetas romanos fuera, que sepamos,
nativo de Roma). Esto constituía una medida notablemente liberal, y como
tal asombró a los mismos griegos: ya en el siglo III a.C. el rey Filipo V de
Macedonia fue informado de que los romanos eran tan liberales otorgando
la ciudadanía que se la concedían incluso a los antiguos esclavos. Algo de
la indignación provocada en la época actual por el imperio romano presu­
pone una especie de nacionalismo del cual carecía hasta extremos sorpren­
dentes la mayor parte del mundo romano. Se ha supuesto (por ejemplo) que
un caballero britanorromano del siglo n d.C. sentiría la misma clase de re­
sentimiento hacia la dominación extranjera que un indio culto de la época
de Gandhi. Pero la Britania romana no era simplemente una sociedad de
celtas gobernada por itálicos. Da la casualidad de que uno de los primeros
gobernadores era de origen bereber; en Britania los negros empezaban su
carrera política por el nivel superior. En la propia Roma, los no itálicos al­
canzaban posiciones de poder ya en el siglo i d.C.
La combinación de autocracia, derecho y la idea de una ciudadanía uni­
versal iba a influir profundamente en la experiencia europea. El sentimiento
que, mucho después de la caída del imperio occidental, conservaba Europa
de que en cierto sentido Occidente compartía la ciudadanía de una cultura
común, se debía seguramente a algo más que a su herencia de la literatura
y la lengua latinas; derivaba en parte de la naturaleza del propio imperio
romano. Puede ser que los efectos subterráneos de este legado fueran más
significativos de lo que parece, pero estas manifestaciones extemas son ya
bastante notables. La idea de un imperio cristiano comienza con Constanti­
no; unos cinco siglos más tarde la coronación de Carlomagno por el papa
inauguró un «imperio romano» que iba a durar, al menos nominalmente, mil
años. «Sacro Imperio Romano» puede parecer un extraño nombre para una
federación germánica, pero el sarcasmo de Voltaire de que ni era sacro ni ro­
mano ni un imperio, olvida el antiguo significado de «romano» y de impe­
rium, aún vigente en época de Carlomagno. En Oriente los bizantinos man­
tuvieron un «imperio romano» hasta la caída de Constantinopla en 1453 (de
hecho, la mayor parte de la Historia de la decadencia y caída del imperio ro­
mano de Gibbon está dedicada a épocas y lugares que actualmente no califi­
caríamos de «romanos»). Aun siendo griegos, se llamaban a sí mismos ro­
manos, rhomaioi, porque se sentían herederos de una tradición común, a la
vez clásica y cristiana. En Turquía, hasta hoy día, un griego es un rum.

Quizá los dos procesos que distancian más el mundo clásico de la Euro­
pa moderna son el ascenso del cristianismo y la desaparición de la esclavitud
(si se sitúa el nacimiento del mundo moderno en el siglo xvi, los cambios
tecnológicos de los últimos doscientos años no entran en consideración); la
conexión, si la hay, entre estos dos aspectos sigue siendo tema de fuertes
controversias. Ambos procesos derivan de la propia Antigüedad. Tradicio­
nalmente, lo clásico y lo cristiano han estado separados: Pablo de Tarso, un
ciudadano romano que escribió en griego en el siglo i d.C., no es un autor
clásico; Luciano, nacido un siglo después en la zona más recóndita de Ana­
tolia, sí. Esta convención es en parte justificada -—ya que los judíos estaban
en cierto modo marginados— y en parte arbitraria; resulta refrescante des­
cartarla de vez en cuando y considerar el Nuevo Testamento como una co­
lección de textos clásicos. Incluso si aceptamos esto, la Roma clásica tiene
una importancia fundamental en la historia cristiana por varios motivos.
El más simple es que la Pax Romana dio lugar a un mundo razonable­
mente estable y políticamente unificado en el que pudo surgir el cristianis­
mo. Según otro punto de vista más complejo, podemos suponer que la evo­
lución de la cultura romana había creado un vacío que el cristianismo supo
llenar. La religión romana no tema nada que ofrecerle al espiritualmente
hambriento: carecía de contenido moral o teológico, y era incapaz de evolu­
cionar o de adaptarse; en medio de una civilización sofisticada y helenizada,
siguió siendo obstinadamente primitiva. Las escuelas filosóficas ofrecían
sistemas morales y teóricos acerca de cómo había sido creado el mundo; a
veces incluso reunían a los fieles en una especie de iglesia, pero no tenían
una verdadera teología, ni una vida mística o sacramental. El culto a Isis o a
Mitra ofrecía sacramentos e iniciaciones, pero no un sistema de creencias co­
herente ni una base para el desarrollo moral y espiritual. Sólo el cristianismo
combinaba a la vez los atractivos espirituales de la filosofía y del culto de
misterios: iniciación, sacramentos, código moral, sistema dogmático y una
ecclesia en la que rendir culto junto a otros creyentes. El triunfo del cristia­
nismo sigue siendo uno de los procesos históricos más misteriosos, pero al
menos se puede decir que no tenía un rival serio en el mundo romano.
Quizá la Roma clásica influyó también en la doctrina cristiana: es más fá­
cil rastrear la idea del purgatorio en la Eneida que en la Biblia. Con toda se­
guridad afectó a la liturgia: las colectas, por ejemplo, siguen un modelo clási­
co de oración: primero (a) se invoca al dios bajo un título, después (b) viene
una aretalogía (relación de las virtudes del dios), y por último (c) una súpli­
ca. Así en la colecta del Miércoles de Ceniza del Book of Common Prayer:

(ia) Dios todopoderoso y eterno, (b) que no detestas nada de lo que has
creado, y perdonas los pecados de todos los penitentes: (c) crea en nosotros
corazones nuevos y contritos ...

La diferencia está en que lo que ahora se pide es santidad, no un beneficio


material.
Y, por supuesto, Roma afectó al carácter de la propia Iglesia. Si pasamos
directamente de la lectura de los Evangelios a contemplar la Iglesia históri­
ca, una monarquía absoluta con base en Roma, debemos admitir que esta
evolución no fue evidente. A su debido tiempo, los papas asumieron el títu­
lo del más alto sacerdocio romano, «pontifex maximus». En él no hay con­
tenido teológico: no existe continuidad entre la religión pagana de Roma y la
nueva fe. El cargo de pontifex maximus había sido, de hecho, una distinción
más política y social que espiritual; Julio César y Augusto lo habían osten­
tado, y para los papas el verdadero significado del título estaba en procla­
marse herederos de César. En comparación, el poder temporal del papado era
una cuestión menor; la contribución crucial de la Roma clásica a la historia
de la Iglesia en la Edad Media, y posteriormente, radica en la pretensión de
los papas, basada en la idea de una romanidad que trascendía las fronteras
geográficas, de ejercer su autoridad sobre la política de los emperadores y
otros reyes temporales. La idea de la Cristiandad es en sí misma, en parte, un
legado de Roma.

«Excudent alii ...» Los romanos tardaron en dedicarse a las artes visuales,
y en cierto modo es justo el lamento de Roger Fry de que «no existe nada en
la historia del arte, salvo el primer siglo de los Estados Unidos, como la indi­
gencia artística de la cultura romana primitiva». En escultura, sobresalieron en
el retrato; por lo demás, sus mejores obras, como el Ara Pacis de Augusto,
apenas pueden ser consideradas como de segunda fila. Muchas de ellas, de to­
dos modos, fueron realizadas por griegos. Una gran cantidad de esculturas
grecorromanas eran copias de originales griegos más antiguos. El Apolo Bel­
vedere, reconocido ahora como una copia, fue considerado desde el Renaci­
miento hasta el siglo xvm, e incluso después, como la más bella estatua jamás
realizada. La desestimación que desde entonces han sufrido el Apolo, la Ve­
nus de Médicis y otras esculturas representa quizá la mayor caída en desgra­
cia de la historia del gusto, pero por supuesto fue enormemente importante su
influencia en el desarrollo de la escultura europea. También influyeron de for­
ma fundamental en la historia de la pintura por su contribución a convertir el
desnudo en un tema central a partir del Renacimiento.
En lo que respecta a la arquitectura el panorama es diferente. Los roma­
nos tomaron algunas de sus formas más o menos directamente de los grie­
gos, pero también fueron altamente innovadores. La arquitectura griega era
arquitrabada, es decir, basada en un tipo de construcción con pilares y dintel;
los romanos desarrollaron la arquitectura abovedada, basada en el arco de
medio punto y la bóveda. Los mayores logros de la arquitectura romana son
posteriores al cénit de la prosa y la poesía y han sido a veces poco valorados
por una cultura posterior en la cual la base de la educación ha sido literaria,
pero las termas imperiales fueron diseñadas con una imaginación pareja a su
escala, y el Panteón se cuenta entre los edificios más importantes del mun­
do. Las primeras iglesias cristianas de Roma y de Ravena muestran el tipo
constructivo romano tradicional, la basílica, adaptada a nuevos propósitos
con constante inventiva, y son de carácter inequívocamente «tardío», no
«medieval temprano». Roma dio origen a gran parte del vocabulario básico
utilizado en el Renacimiento y posteriormente: por ejemplo, el orden toscano,
la superposición de distintos órdenes, uno sobre otro, la sucesión de arcos de
medio punto dentro de una línea de columnas (todo esto puede observarse en
el Coliseo).
La influencia de Roma en la arquitectura renacentista es indudable; su in­
fluencia en edificios medievales es un poco menos obvia. Se suele conside­
rar que la arquitectura románica del norte de Europa no debe a Roma más
que el arco de medio punto y su nombre moderno. La catedral de Durham es
la Ilíada de estos edificios, la suprema expresión en la arquitectura occiden­
tal de la idea del poder, pero no es clásica en absoluto. En España y en el sur
de Francia, sin embargo, la impresión es diferente. A menudo los capiteles
derivan del orden corintio; a veces, incluso cuando lo grotesco medieval ha
suplantado al espíritu clásico, persisten los principios clásicos del diseño, y
encontramos la cabeza de un hombre, un animal o un monstruo cuidadosa­
mente colocada en los extremos superiores, en el lugar que ocupaban las vo­
lutas del orden corintio. En ocasiones, como en Aulnay, en el Saintonge, no
sólo los capiteles siguen el modelo romano, sino también las basas, y hay
una arcada ciega en la parte exterior de la iglesia que es manifiestamente clá­
sica en espíritu y proporciones. Algunas de estas cualidades pasaron al pri­
mer gótico del norte de Francia; uno se siente tentado a afirmar que Suger
redescubrió en Saint-Denis el arte romano abandonando el románico. Ciertas
obras románicas del sur dan a veces la impresión de que no ha habido rup­
tura de la continuidad con la Antigüedad: el pórtico de Saint-Gilles-de-Pro-
vence sigue el modelo de un arco de triunfo romano, y algunos de los relie­
ves escultóricos de Saint-Semin, en Toulouse, poseen la muda gravedad del
arte tardorromano. También el románico italiano se basa con frecuencia en
fuentes clásicas, y no es sorprendente encontrar columnas antiguas reutiliza-
das en edificios construidos mil años después, como en San Miniato, en Flo­
rencia. Más tarde aún, Brunelleschi recurre al románico toscano al tiempo
que descubre la arquitectura clásica (véase infra, pp. 307-308), y así Roma
tendrá una doble influencia, directa e indirecta, en la aparición del Renaci­
miento florentino; es quizá esta mezcla de fuentes lo que confiere a la obra
de Brunelleschi su peculiar combinación de frescura y autoridad.

Pero el legado de Roma, aunque importante en las artes visuales, radica


sobre todo en la palabra. Una gran parte de esta herencia ha sido el propio
latín, base de las modernas lenguas romances y con una compleja influencia
sobre el inglés. Los anglosajones habían tomado ya una buena cantidad de
palabras del latín antes de su emigración a Bretaña; este es el origen de pa­
labras de uso corriente como mat, pit, pin, pipe, sack, sock, cup, beer, butter
[«estera», «pepita», «alfiler», «pipa», «saco», «calcetín», «copa», «cerveza»,
«mantequilla»]. Tras la emigración adoptaron más términos: cat, cook, chest
[«gato», «cocinero», «pecho»]; etc. Después de la conquista normanda pene­
traron muchas más palabras procedentes del francés, la mayoría durante los
siglos XIV y XV, cuando el inglés se convirtió en una lengua oficial y litera­
ria. El mismo francés había adquirido muchas palabras latinas en dos etapas,
la primera directamente del latín vulgar y posteriormente a partir de la len­
gua escrita, y el inglés heredó muchos de estos «dobletes etimológicos». Así
las parejas frail y fragile [«frágil»], ransom y redemption [«redención»],
poor y pauper [«pobre»] derivan de un original latino (fragilis, redemptio,
pauper). En consecuencia, el inglés tiene una vasta provisión de palabras con
una inigualable gama de matices (weak no es exactamente lo mismo que
frail, ni fragile es igual que breakable) [«frágil»] y variaciones de tono (es­
téticamente fragile y redemption recuerdan más al latín que frail y ransom).
La mayor parte del vocabulario abstracto inglés deriva del clásico, y está
más cerca de las lenguas romances que del alemán. De una forma menos evi­
dente, el elemento latino sigue aumentando en la lengua cotidiana de nuestro
tiempo: si examinamos parejas como lessen/reduce [«disminuir»], wholly/to­
tally [«totalmente»], choice/option [«elección/opción»], vemos que el término
latino está eliminando al otro, y hay muchos casos similares. La principal in­
fluencia germánica en el inglés moderno radica, paradójicamente, en la for­
mación de palabras y en la construcción de frases, y procede de los Estados
Unidos (uplifi [«inspiración»], ongoing [«que continúa»], «Said White House
spokesman Ziegler ...»). El uso reiterado de estas formas latinas no tiene una
buena acogida; en efecto, una gran parte de la literatura actual es monótona y
áspera por la sencilla razón de que constituye un indigesto amontonamiento
de sustantivos, verbos y adjetivos de origen clásico, con unas cuantas prepo­
siciones y conjunciones supervivientes de origen anglosajón. George Orwell
lo señaló hace muchos años (en su artículo «Los políticos y la lengua ingle­
sa») mediante la «traducción» de un pasaje del Eclesiastés al «inglés moder­
no». Este es el texto bíblico en inglés:

I returned and saw under the sun, that the race is not to the swift, nor the
battle to the strong, neither yet bread to the wise, nor yet riches to men of un­
derstanding, nor yet favour to men of skill; but time and chance happeneth to
them all.*
[Vi además que bajo el sol no siempre es de los ligeros el correr ni de los
esforzados la pelea; como también hay sabios sin pan, como también hay dis­
cretos sin hacienda, como también hay doctos que no gustan, pues a todos les
llega algún mal momento.]

Y esta la versión en inglés moderno de Orwell;


Objective considerations of contemporary phenomena compels the conclu­
sion that success or failure in competitive activities exhibits no tendency to be
commensurate with innate capacity, but that a considerable element of the un­
predictable must invariably be taken into account.
[La consideración objetiva de fenómenos contemporáneos lleva a la con­
clusión de que el éxito o el fracaso en actividades competitivas no tiende a
estar en proporción con la capacidad innata, sino que invariablemente hay
que tener en cuenta una parte considerable de elementos imprevisibles.]

«Una parodia, aunque pequeña», señala Orwell, y estamos de acuerdo con él.
También observó que este tipo de lenguaje es un instrumento político utili­
zado para suavizar el duro filo de la crueldad y el engaño. Y un borbotón de
palabras latinas puede permitirle a uno decir casi nada durante frases enteras.
Una educación clásica tiene la ventaja de proporcionar un oído más fino para
estas cosas.
La solución no es preferir en lo posible palabras anglosajonas, porque po­
dría ser contraproducente para el idioma. Cuando Cranmer escribió Book o f
Common Prayer intentó otorgar a la liturgia ritmo y dignidad, en una lengua
con muchas menos palabras polisilábicas que el latín, mediante la unión de

* En este capítulo, y a diferencia del resto de la obra, se ha optado por dar en el texto .
las citas en inglés con su correspondiente traducción castellana a continuación para que el lec­
tor pueda seguir cómodamente las comparaciones lingüísticas que hace Jenkyns. En los de­
más capítulos, en general, se ofrecen las citas traducidas en el texto y el original inglés en
nota. (N. del e.)
parejas de sinónimos; en general equilibra una palabra anglosajona con otra
de origen clásico. Podemos comprobarlo volviendo a la colecta del Miércoles
de Ceniza: «create and make in us new and contrite hearts ... lamenting our
sins and acknowledging our wretchedness ... perfect remission and forgive­
ness ...». En efecto, la prosa inglesa alcanza con frecuencia su máxima altu­
ra cuando logra el equilibrio entre palabras germánicas y latinas, y esto es así
incluso en épocas más «clásicas» que la nuestra. Los escritores del siglo xvm
estaban impregnados de los historiadores y oradores romanos; el latín es de­
masiado distinto de nuestra lengua para que los escritores romanos hayan
ejercido algo más que un efecto casual sobre el estilo de sus admiradores in­
gleses, pero al menos deben haber transmitido la idea de lo que los eruditos
alemanes del siglo xix iban a denominar Kunstprosa, el arte de la prosa. La
prosa latina concedía especial atención a la cláusula, el ritmo al final de la
frase, y vemos la misma clase de preocupación por la cadencia en los me­
jores escritos de los clasicistas ingleses. Los mismos ritmos de Gibbon si­
guen frecuentemente el latín; así dos oraciones consecutivas de su Decaden­
cia y caída (capítulo 28) terminan con el esquema - uuu - u- [-: sílaba lar­
ga; u: sílaba breve], ritmo favorito de Cicerón:
... the thunder was still silent, and both the heavens and the earthconti­
nued to preserve their accustomed order and tranquillity.
... and the limbs of Serapis were ignominiously dragged through the
streets of Alexandria.

[... el trueno guardaba aún silencio, y tanto los cielos como la tierra se­
guían conservando su acostumbrado orden y tranquilidad.]
[ . . . y los miembros de Serapis fueron ignominiosamente arrastrados por
las calles de Alejandría.]

En el lamento de Johnson por la muerte de Garrick se aprecia un estilo alta­


mente declamatorio:
But what are the hopes of man! I am disappointed by that stroke of death,
which has eclipsed the gaiety of nations and impoverished the public stock of
harmless pleasure.

[Mas ¡cuál es la esperanza del hombre! Estoy decepcionado por este gol­
pe mortal, que ha eclipsado la alegría de las naciones y empobrecido la reser­
va pública de inofensivo placer.]

Este ritmo está elaborado de una forma a medias consciente (Johnson ha sido
acusado, efectivamente, de preferir la eufonía al significado y de permitir que
la frase caiga en el anticlimax para salvar la melodía, pero ¿no hay algo ex­
trañamente conmovedor en la parábola retórica que se eleva hacia «eclipsed
the gaiety of nations» y desciende después hasta la mansa simplicidad de
«harmless pleasure»?). Menos consciente es posiblemente el quiasmo étimo-
lógico de la última fiase: en «public stock» el adjetivo es de origen latino y
el sustantivo es anglosajón, mientras que en «harmless pleasure» se ha in­
vertido el modelo: hay un ritmo, una danza también en el estilo. Todas las
palabras germánicas y clásicas están equilibradas: el tono culto de «disap­
pointed» suaviza los monosílabos anglosajones que reflejan los hechos des­
nudos de la condición humana: hopes, man, stroke, death.
En la última frase de la Idea o f a University, de Newman, sentimos los
ritmos del siglo xvra sobreviviendo a mediados del xix:

I shall have to make appeals to your consideration, your friendliness, your


confidence, of which I have had so many instances, on which I so tranquilly re­
pose; and after all, neither you nor I must ever be surprised, should it so hap­
pen that the Hand of Him, with whom are the springs of life and death, weighs
heavy on me, and makes me unequal to anticipations in which you have been
too kind, and to hopes in which I may have been too sanguine.
[Tendré que hacer una llamada a vuestra consideración, a vuestra bondad,
a vuestra confianza, de las que he tenido tantos ejemplos, en las que con tanta
tranquilidad descanso; y, después de todo, ni vosotros ni yo debemos sorpren­
demos si ocurre que Su Mano, que posee las fuentes de la vida y de la muer­
te, cae sobre mí, y me hace inapropiado para previsiones sobre las que habéis
sido demasiado amables, y para esperanzas sobre las que puedo haber sido de­
masiado optimista.]

Esto es más banal que el fragmento de Johnson, pero la gradación «your con­
sideration, your friendliness, your confidence» es el fruto de haber sido cria­
do en la retórica clásica, y hay otro quiasmo etimológico al final, donde la
palabra latina anticipations es contestada por la anglosajona hopes, y la an­
glosajona kind por la latina sanguine.
Nadie es mejor maestro en el uso contenido de palabras latinas que
Shakespeare. No es una habilidad árida, pues ía encontramos en sus mo­
mentos más emocionantes. Veamos las palabras de Hamlet moribundo (5,
2, 357 y ss.):

If thou didst ever hold me in thy heart,


Absent thee from felicity awhile,
And in this harsh world draw thy breath in pain,
To tell my story.
[Si alguna vez me albergaste en tu corazón, / permanece ausente de esa biena­
venturanza, / y alienta por cierto tiempo en la fatigosa vida de este mundo de
dolor / para contar mi historia.] *

Parte de la belleza de este pasaje radica en el contraste entre la etérea fluidez


del segundo verso, con sus latinas absent y felicity —una feliz palabra, en
efecto— y los pesados, terribles monosílabos del verso siguiente. Y hay un
eufemismo casi cortés en «absent thee from felicity», que nos dice que Ham­
let es un príncipe incluso en la muerte. Ritmo, estilo y significado retratan
juntos un noble corazón destrozado.
O bien tomemos el clímax de Otelo (5, 2, 3 y ss.):

Yet I’ll not shed her blood;


Nor scar that whiter skin of hers than snow,
And smooth as monumental alabaster.
Yet she must die, else she’ll betray more men.
Put out the light, and then put out the light ...

[Sin embargo, no quiero verter su sangre; / ni desgarrar su piel más blanca que
la nieve, / y tan lisa como el alabastro de un sepulcro. / Pero debe morir o en­
gañará a más hombres. / Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz ...]

Otelo habla de cosas simples y concretas con palabras sencillas: blood, skin,
snow. Después cambia de la naturaleza a la cultura, la lengua va del anglo­
sajón al clásico, de palabras cortas a largas. Con «monumental alabaster» se
nos dice lo que Desdémona significa para su marido: su belleza, su naci­
miento, su pertenencia a una civilización avanzada — que puede comprar ala­
bastro y tallarlo en forma de estatua— , frente a la cual el Moro se siente un
extraño. La lengua refleja todo el pathos de la belleza y próxima muerte de
Desdémona al revelamos el pensamiento de Otelo y mostramos el patetismo
de su situación. Después volvemos a lo cotidiano, expresado en los términos
más sencillos: «put out the light».
Ben Jonson dijo que Shakespeare sabía poco latín y menos griego; M il­
ton que apenas balbuceaba su lengua materna. Por contra, el propio Milton
era un erudito (fue el primero que enmendó un fragmento corrupto del tex­
to de las Bacantes de Eurípides), y el Paraíso perdido muestra esta erudi­
ción. Se ha criticado el estilo excesivamente clásico del poema: Samuel
Johnson, no precisamente enemigo de lo clásico, se quejó de que Milton
«estaba deseoso de utilizar palabras inglesas con un idioma extranjero ...
De él se puede decir por fin lo que Jonson dice de Spenser, que no escribió
ninguna lengua». Pero Milton sabe cuándo se trata de latín y cuándo no. He
aquí un momento esencial del poema, cuando Eva cede a la tentación y cau­
sa la ruina de la humanidad (9, 780 y ss.):

So saying, her rash hand in evil hour


Forth reaching to the fruit, she plucked, she ate:
Earth felt the wound, and Nature from her seat
Sighing through all her works gave signs of woe,
That all was lost.

[Esto diciendo, la atrevida mano / tiende hacia el fruto, en hora aciagä y ö r4/
y come. La Tierra sintió la herida, / y la Naturaleza, de su trono, suspirando
dio muestras de dolor / por medio de sus obras, anunciando / que todo estaba
perdido.] *

La trágica belleza de este pasaje radica en su simplicidad en medio de una


poesía elaborada. Sentimos el contraste entre la mediocridad del acto de
Eva, en apariencia vulgar («she plucked, she ate»), y sus portentosas con­
secuencias («Earth felt the wound ...»), ambas cosas expresadas con per­
fecta sencillez. En realidad en esta frase hay varias palabras que derivan del
latín: hour, fruit, nature, sign. Pero ello demuestra la presencia del elemen­
to latino en el vocabulario básico anglosajón, ya que en cada caso Milton
ha empleado la palabra más simple. Observemos la diferencia entre esto y
un lenguaje que hace gala de su clasicismo en las primeras palabras que
pronuncia la caída Eva: «heightened as with wine», Eva exalta su estilo,
adoptando la forma de expresión de una florida latinidad (795 y ss.):

O sovran, virtuous, precious of all trees


In Paradise, of operation blest
To sapience, hitherto obscured, infamed ...
[¡Oh, árbol soberano, el más precioso / y lleno de virtudes del Paraíso, / que
produces el don de la sapiencia; / hasta aquí obscurecido y desdeñado ...!]

Idéntico modelo de estilo directo entre la complejidad lo encontramos a menor


escala en una de las similitudes clásicas más famosas de Milton (4, 268 y ss.):

Not that fair field


Of Enna, where Proserpin gathering flowers
Herself a fairer flower by gloomy Dis
Was gathered, which Cost Ceres all that pain
To seek her through the world; nor that sweet grove
Of Daphne by Orontes, and th’inspired
Castalian spring, might with this paradise
Of Eden strive ...
[Ni aquel bello / lugar de Enna, en donde Proserpina, / cogiendo flores siendo
ella la flor / más preciosa, por Plutón el sombrío / fue raptada, cosa que le cos­
tó a Ceres / la angustia de buscarla por el mundo; / ni la agradable enramada
de Dafne / al margen del Orontes, ni la inspirada / fuente Castalia podían com­
pararse / con este Paraíso del Edén ...]

Es el mito clásico en su forma más ornamental, pero en medio aparece el


desnudo, casi coloquial, «all that pain», y de repente la diosa Ceres se con­
vierte en una madre cualquiera y Proserpina en una niña. «All that pain», «all
was lost»: en la primera frase la tragedia de una mujer, en la segunda la de
toda la humanidad, pero en ambas la lengua, despojada de los habituales la­
tinismos que la adornan, expresa el vacío absoluto de la pérdida.
Por el contrario, Emily Dickinson logra intensidad mediante la coloca­
ción exacta de una sola palabra latina en la segunda y última estrofa de «Am­
pie make this bed» [«Haced amplia esta cama»]:

Be its mattress straight,


Be its pillow round;
Let no sunrise’ yellow noise
Interrupt this ground.
[Que el colchón sea recto, / y la almohada redonda; / y que el ruido amarillo
de los amaneceres / no perturbe este suelo.] *

Esto es muy sencillo y preciso, pero rompiendo la simplicidad está la extra­


ña idea del tercer verso y el peso de «interrupt» en el cuarto. Estos dos pe­
queños cambios, uno de sentido y otro de estilo, se contraponen entre sí y
forman la conclusión del poema.

El supremo logro artístico de Roma fue la poesía, y aquí Virgilio fue ex­
tremadamente importante. Probablemente es el poeta más influyente que ha
existido, y el que seguramente ha sido interpretado de las maneras más di­
versas. Para los Santos Padres fue un profeta de los evangelios, en la alta
Edad Media un mago y un hechicero, en la baja un sabio y un erudito. Para
Dryden fue simplemente «el mejor poeta», el ejemplo perfecto de gusto clá­
sico y maestria técnica. Para Tennyson fue «el romano Virgilio, ... majes­
tuoso en tu tristeza por el dudoso destino de la raza humana», el laureado que
combinó patriotismo con una penetrante melancolía y un sentido de la difi­
cultad de la fe; un hombre muy parecido a Tennyson, en realidad. Para los
últimos V ictorian os, en la época del imperialismo liberal, fue, en palabras de
lord Bryce, «el poeta nacional del imperio, en el que el patriotismo imperial
alcanzó su más alta expresión». Para T. S. Eliot, en una época turbulenta, fue
el pilar sobre el que se construyó la civilización europea, la piedra fundacio­
nal de la cultura cristiana. Las dos estatuas de Virgilio erigidas en su Mantua
natal con seiscientos años de diferencia ilustran dos de sus metamorfosis. El
siglo xra lo representó como un erudito, sentado, con birrete y un libro sobre
las rodillas. El siglo xix produjo un Virgilio para el Risorgimento: orgullosa-
mente de pie sobre un alto pedestal; grupos escultóricos secundarios a cada
lado, con citas en la parte inferior, representan a Roma, soberana y civiliza­
dora (Eneida) y a la tierra de Italia, la madre generosa (Geórgicas).
Estas imágenes dispares han continuado en la cultura académica de nues­
tro tiempo. En Norteamérica mostraba ya signos de un culto desagrado por
el imperialismo mundial mucho antes de la guerra del Vietnam, cuando se
unió a los movimientos de protesta; el fantasma de esta figura barbada y ador­
nada con collares todavía cruza desgarbadamente algunos campus norteame­
ricanos. En Gran Bretaña hubo en los años ochenta señales de un Virgilio
duro y realista que aceptó el nuevo orden de Augusto reconociendo que no
había otra alternativa. Hay dos causas para semejante variedad de interpreta­
ciones. La primera es simplemente que Virgilio es un gran genio, y a través
de los tiempos la gente ha intentado ponerlo de su parte. La segunda es que
hay en efecto algo proteico en su poesía; está más abierta a interpretaciones
distintas que la Divina comedia o el Paraíso perdido. Esto no quiere decir que
Virgilio se contentara con sumergirse en un baño de melancólica ambivalen­
cia (aunque algunos lo han pensado, y le alaban por ello); la cruda realidad es
que tiene más posibilidades de ser malinterpretado que Dante o Milton.
Cada una de sus obras se ha convertido en modelo de un género de poe­
sía. Las Bucólicas son la clave de la tradición pastoril; las Geórgicas el mo­
delo de la poesía didáctica, una forma que ha sido practicada menos y en
conjunto con menos éxito, aunque estuvo de moda durante el siglo xvm; la
Eneida se convirtió en el beau idéal de la poesía épica. Y ha tenido un efec­
to cultural, incluso político, aún mayor. El pensamiento occidental ha estado
enormemente influido por la idea de que la época de Augusto fue el punto
central de la historia de Roma. Augusto fue un genio político, como confir­
ma incluso el historiador más hostil; no sólo fue el primer emperador roma­
no sino también el más importante. Aun así, la fama de su reinado se debe
no tanto a él directamente como a los poetas cuyo ministro Mecenas prote­
gió en su nombre. Las dinastías necesitan héroes literarios para proyectar su
gloria hacia la posteridad: los mitos heroicos ingleses y franceses sobre la
época isabelina y el grand siècle difícilmente funcionarían sin Shakespeare,
Racine, Molière y Corneille. Augusto y Mecenas demostraron su astucia al
mantener a poetas; no obstante, tuvieron suerte con el inmenso genio de Vir­
gilio. Una constelación literariamente brillante y un titán: estas fueron las
condiciones para la más alta gloria. Horacio y Propercio no hubieran bastado.
Lucrecio, el segundo entre los poetas romanos después de Virgilio, no ha
tenido una influencia proporcional a su gran calidad; quizá su mayor efecto
en las literaturas posteriores ha sido indirecto, como inspirador de las Geór­
gicas. Su admirador más importante entre los poetas posteriores, además de
Virgilio, es Milton. Mientras que Lucrecio escribió un poema didáctico, pre­
sentado con una épica grandeza de tono y estilo, Milton invierte el mode­
lo: el Paraíso perdido es una epopeya presentada con un final moralizante; el
propósito del poeta es enseñar: «proclame yo la Providencia Eterna, y el ca­
mino de Dios muestre a los hombres» (1, 25 y ss.). Milton pensaba en Lu­
crecio cuando describía cómo el mito clásico de Mulciber (es decir, Vulca­
no) era un recuerdo corrompido de la caída de uno de los ángeles rebeldes
(1, 738 y ss.; la «tienra Ausonia» es Italia):

Nor was his name unheard or unadored


In ancient Greece; and in Ausonian land
Men called him Mulciber; and how he fell
From Heaven, they fabled, thrown by angry Jove
Sheer o’er the crystal battlements: from mom
To noon he fell, from noon to dewy eve,
A summer’s day; and with the setting sun
Dropped from the zenith like a falling star,
On Lemnos th’Aegaean isle: thus they relate,
Erring; for he with this rebellious rout
Fell long before ...
[Su nombre se oía y veneraba / en la antigua Grecia y en la Ausonia / tierra,
los hombres le llamaban Mulciber. / Y cuenta la leyenda que del Cielo / por el
airado Júpiter fue echado / por encima de las almenas de cristal: / rodó de la
mañana al mediodía, / y luego hasta el rociado anochecer, / un día de verano,
y, al ponerse / el sol, se desprendió del cénit, como / una estrella fugaz, ca­
yendo sobre / Lemnos, la isla Egea. Esto relatan,/ peroyerran; porque él con
su rebelde / turba cayó mucho antes ...]

Erring, esta simple palabra, colocada al inicio de un verso y antes de una


pausa larga, imita el errat de Lucrecio, situado de manera similar. Y Milton
imita también uno de los modelos de argumentación retórica preferidos por
Lucrecio: una y otra vez expone alguna falsa creencia o actitud con evoca­
dora elocuencia, para descartarla como sentimental o supersticiosa con una
escueta y sencilla afirmación de la verdad. Así Milton evoca también el
mundo remoto y encantador de los mitos griegos — el pasaje, en realidad,
está modelado a partir de Homero— únicamente para rechazar como una
tontería la belleza que había creado. Esta técnica está más desarrollada en el
Paraíso recobrado. Satán asalta al Salvador con su tentación más sutil, des­
cribiendo con arrebatadoras palabras la belleza, la sabiduría y el valor de la
Atenas clásica. El Salvador responde de una forma que parece monótona e
insulsa frente a la elocuencia de Satán. Pero esta monotonía es deliberada,
es una técnica didáctica; el poeta cristiano, como el epicúreo antes que él,
demuestra el poder de su fe replicando a una falsa, aunque atractiva, visión
de las cosas con un lenguaje conscientemente simple y carente de adornos.
De este modo la misma ausencia de retórica se convierte en un método re­
tórico.
Después de Virgilio, Ovidio ha ejercido más influencia que cualquier
otro poeta latino ya que sus obras, sobre todo las Metamorfosis, proporcio­
naron a las épocas siguientes la clave de la mitología griega. No sólo narró
historias, sino que elaboró el modelo estilístico según el cual habían de ser
contadas. La religión indígena de Italia tenía pocas historias acerca de sus
dioses, que a menudo eran espíritus inmanentes de la naturaleza, como Fau­
no, o personificaciones, como Robigo (moho), Fortuna o Mens Bona (Sen­
tido Común), y por lo tanto la mitología que los romanos tomaron de los
griegos tenía desde el principio para ellos un sabor artificial y literario, pero
el humor despreocupado y sofisticado que constituye el tono predominante
de las Metamorfosis es propio de Ovidio. La mitología como entreteni­
miento: esta es la idea de mito clásico que una persona educada tiene hasta
hoy día, y no es tanto griega como romana, y en realidad de Ovidio.
Esta es una cuestión sutil. Los griegos podían tratar a sus dioses de forma
irreverente, según nos parece a nosotros. Aristófanes convierte a Dionisos y
Hércules en personajes cómicos, y los dioses de Homero, especialmente, pue­
den ser infantiles y frívolos. Pero siguen siendo dioses reales, con poder; es
este verdadero poder el que les otorga la libertad, denegada a los hombres, de
entregarse a su frivolidad o a su rencor. Zeus puede ser engañado por las se­
ducciones de su esposa Hera hasta el punto de descuidar su control de la gue­
rra de Troya, puede recitarle la lista de mujeres con las que ha yacido, pero
ambos son al mismo tiempo dioses poderosos. Su unión sexual es parte de la
política social del Olimpo, tratada como una comedia de costumbres, pero es
también un acto cósmico, descrito en términos que sugieren el sagrado matri­
monio de la tierra y el cielo, y por ello el pasaje más alegre de la Ilíada es
también uno de los más inspirados. Las deidades homéricas no tienen nada
que ver, por tanto, con el lascivo esposo y la regañona mujer que son el Júpi­
ter y la Juno de Ovidio. Ovidio está más cerca de Offenbach que de Homero.
Algo similar sucede con los seres humanos de estas historias. Algunas
partes de las Metamorfosis son verdaderamente encantadoras, pero lo son en­
tre comillas, por así decirlo. La alegría se abre paso; el poema en conjunto es
un entretenimiento —lo que es realmente raro entre los poemas extensos de
la Antigüedad—, y, como tal, de carácter distinto. Si hay un toque ocasional
de la fibra sensible, o una escena de horror gótico, se trata de otros golpes de
efecto del escritor. Ovidio absorbe el terror, la barbarie, la inspiración de los
mitos griegos. Dioses y héroes se convierten en fichas de juego, infinitamen­
te manipulables, totalmente secularizadas, que no plantean ninguna amenaza
para las creencias o los valores cristianos. La consecuencia fue grande para la
posteridad: había aquí una reserva de caracteres e historias que podían ser uti­
lizados o adaptados para casi cualquier propósito, fuera cual fuese éste.

La historia romana contem'a una serie de ejemplos nobles, recogidos so­


bre todo en Tito Livio y en las Vidas de Plutarco. Estamos familiarizados con
su efecto posterior en Shakespeare; la influencia es extrañamente indirecta,
ya que éste utilizó el Plutarco de North, la versión inglesa de una traducción
francesa de un escritor griego sobre temas romanos. Pero Shakespeare no en­
contró en Plutarco simplemente una mina de material tosco, como le pasó
con Holinshed, sino que trabajó con la veta del autor. Las Vidas varían en
personajes: el de Julio César es político en el estilo y relacionado con el po­
der (en realidad Plutarco, engañado por las luchas de clases de las ciudades-
estado griegas, se siente demasiado inclinado a considerar a César como
un luchador por el pueblo frente a los oligarcas); la vida de Marco Antonio
es un estudio de carácter, románticamente coloreado. Volviendo al teatro de
Shakespeare, encontramos la misma distinción: Julio César analiza la mani­
pulación emocional de las masas; Antonio y Cleopatra retrata el abandono de
la política por un égoïsme à deux. La amable evocación del lujo de Cleopa-
tra («la galera en que iba sentada, resplandeciente como un trono, parecía ar­
der sobre el agua ...») procede extrañamente del fanfarrón Enobarbo; la in­
congruencia queda explicada cuando examinamos la fuente griega y vemos
que Shakespeare ha parafraseado el pasaje más efectista de Plutarco (Anto­
nio y Cleopatra, 2, 2, 196 y ss.; Plutarco, Antonio, 26). Y es Plutarco quien
rompe con el decoro biográfico al conceder a Cleopatra, sola, las últimas es­
cenas, elevándola, al final, a una especie de heroico esplendor. Al añadir su
nombre al título, Shakespeare demostró comprender la intención de Plutarco.
Clarendon leyó a Tito Livio y a Tácito como preparación para escribir su
historia de la guerra civil inglesa. Y se puede sentir la influencia de Tácito, el
mejor historiador que produjo Roma, en Gibbon, el mejor historiador moder­
no de Roma. El temperamento frío de Gibbon está muy lejos de la mordaci­
dad de Tácito, su soltura de la brusquedad y el ingenio amargo del romano,
expresados con una concisión que el inglés no puede igualar. Pero Gibbon se
dio cuenta de que Tácito, considerado a veces esencialmente como un artista
literario que prefería el drama a la búsqueda desapasionada de la verdad, era
un auténtico historiador filosófico, y Tácito le mostró cómo la historia filosó­
fica no resulta entorpecida sino beneficiada por la ironía, el desencanto y la
agudeza apotegmática. A veces observamos una afinidad mayor. Tácito des­
cribe a Sejano, el genio del mal de Tiberio, «al que amaba o temía» (Anales,
6, 51). Este brillante rasgo psicológico anticipa uno de los giros favoritos de
Gibbon: por ejemplo (capítulo 45), «la credulidad o prudencia de Gregorio
estaba casi dispuesta a confirmar las verdades de la religión mediante la evi­
dencia de espíritus, milagros y resurrecciones». En ambos personajes esta for­
ma de hablar nos muestra la ambigüedad de la historia, lo oculto de los mo­
tivos del hombre. ¿Influencia o coincidencia? Es imposible asegurarlo, pero
basta con decir que Gibbon llevaba a Tácito en los huesos.

La Roma clásica no produjo ningún filósofo original (excepto Lucrecio,


cuya originalidad intelectual no está lo suficientemente reconocida), pero las
obras filosóficas de Cicerón, aunque derivadas de aquél, lo convierten en uno
de los educadores de Europa. Incluso el testimonio lingüístico es contunden­
te: tuvo que inventar un lenguaje filosófico para el la tín , y a é l le debemos
las palabras «moral», «cualidad», «comprehensible», «evidencia», «indife­
rencia» (si bien han cambiado su significado). A lo largo de los siglos el cris­
tianismo ha tenido que convivir con una serie de valores algo diferentes, de
difícil definición, que se extienden en un espectro que oscila entre el deber y
el honor, en un extremo, y la propiedad social y la buena educación en el
otro, con la caballerosidad en medio. Un V ictorian o tan serio como J. S. Mili
todavía podía decir que «la “agresividad pagana” es uno de los elementos del
ser humano, del mismo modo que lo es la “abnegación cristiana”» (On Li­
berty, capítulo 3). Estaba pensando en Grecia, pero históricamente esta idea
procede más bien de fuentes latinas. Adam Smith considera que los valores
clásicos son una enmienda necesaria al ascetismo cristiano {La riqueza de las
naciones, libro 4, capítulo 9):
En la filosofía [moral antigua] los deberes de la vida humana estaban su­
bordinados a la felicidad y la perfección. Pero cuando la moral, así como la fi­
losofía natural, llegaron a enseñarse sólo como subordinadas a la teología, los
deberes del hombre fueron considerados principalmente como supeditados a la
felicidad de la vida futura. En la filosofía antigua la perfección de la virtud era
necesariamente representada como productora, para la persona que la poseía, de
la felicidad más perfecta en esta vida. En la filosofía moderna [i.e., medieval]
se representaba generalmente, o más bien casi siempre, en contradicción con
cualquier grado de felicidad terrenal; y sólo se ganaba el cielo mediante la pe­
nitencia y la mortificación. la austeridad y la humillación de un monje, no por
la libre, generosa y animosa conducta de un hombre ... De esta manera la más
importante de todas las ramas de la filosofía se convirtió en la más corrompida.

Es interesante que para Smith, en 1776, los antiguos estuvieran todavía del
lado del progreso, y La riqueza de las naciones es, al fui y al cabo, uno de
los documentos fundacionales del mundo moderno. Shaftesbury desarrolló
esta línea de pensamiento en su Inquiry concerning Virtue, or Merit (1699).
También desdeña la mística y la ascética cristianas; para él la virtud es una
forma de belleza, y el sentido moral una especie de buen gusto. Como escri­
bió en otro lugar, «lo venustum, honestum, decorum de las cosas forzará su
camino», y es mejor para esta sensibilidad estética dirigirse a un objetivo
moral, ya que «después de todo, la belleza más natural del mundo es la ho­
nestidad y la verdad moral. Porque toda belleza es verdad» (An Essay on the
Freedom of Wit and Humour, parte 2, secciones 2 y 3).
El tratado de Cicerón sobre la obligación moral, De Officiis —«Tully’s
Offices» en el siglo xvm— era parte de la educación de un caballero; ense­
ñaba virtud y buenas maneras, pero también que la gloria —la búsqueda de
la distinción personal— era el objetivo correcto del hombre. Pero si quere­
mos captar el tono dieciochesco, deberíamos reflexionar más sobre la natu­
raleza del pensamiento senatorial, formado no sólo a base de textos filosófi­
cos sino de literatura clásica en general. La Eneida proporcionó un modelo
de buen gobernante, mientras que Horacio, directamente en sus Epístolas e
indirectamente en sus Odas, inculcó la noción de que la vida virtuosa es fru­
to del egoísmo ilustrado y del placer culto. Pitt el Viejo recomendaba a su
sobrino que estudiase a Cicerón y a Demóstenes como escuela de elocuen­
cia y valor, pero también le convenció de que Homero y Virgilio enseñaban
«honor, coraje, desinterés, amor a la verdad, dominio de la ira, amabilidad en
el comportamiento, humanidad ... en una palabra, virtud en su auténtico sig­
nificado» (cartas del 13 de enero de 1756 y 12 de octubre de 1751). Esta vi­
sión procede del Renacimiento: «leemos a los autores profanos», decía John
Rainolds, profesor de Oxford y traductor de la Biblia, «para poder ser des­
pués hombres buenos».

Los periodos en que dividimos la historia son parte de la herencia de los


humanistas del Renacimiento, que inventaron el periodo «clásico» y la edad
«media». Con frecuencia se ha dicho que el hombre medieval no tema una
concepción clara de periodo ni un sentido de diferenciación radical entre el
pasado clásico y el suyo propio: para él Augusto, Carlomagno y Barbarroja
fueron todos ellos emperadores romanos, en tanto que los escritores griegos
y romanos eran autoridades similares: Virgilio, Prisciano, Aristóteles, Mar­
ciano Cápela. Si esto es así, Dante pertenece en parte a la Edad Media, y en
parte es un precursor. Un modelo de pensamiento típicamente medieval era
la tipología, que es la idea de que los personajes del Antiguo Testamento son
«tipos» o prefiguraciones del Nuevo; así Jacob y Josué, por ejemplo, se con­
sideraban modelos de Cristo. Con ello se relaciona la costumbre de estable­
cer paralelos entre los mitos clásicos y la Biblia: Deucalión se corresponde con
Noé, Hércules con Sansón, la victoria de los dioses sobre los gigantes con la
destrucción de la Torre de Babel. Vemos estos sistemas de pensamiento refle­
jados en la fácil coexistencia de lo pagano y lo cristiano en la Divina come­
dia: el Caronte de la Eneida sigue transportando almas en el infierno de Dan­
te {Infierno, 3), mientras que gran parte de su Purgatorio está organizado en
tomo a paralelismos entre figuras clásicas y bíblicas.
Pero junto a la continuidad Dante explora también la discontinuidad. En
el paraíso terrenal (Purgatorio, 30) los bienaventurados unen las palabras de
Virgilio a las de la misa, diciendo «benedictus qui venis» («bendito el que vie­
ne ...»), y añadiendo, tomado de la Eneida, «manibus o date lilia plenis»
(«dadme lirios a manos llenas»). El lamento de Anquises por Marcelo, pre­
maturamente muerto, se transmuta en un himno de alegría. La belleza pagana
es absorbida por el paraíso cristiano, pero ambos mundos tienen que separar­
se para siempre, ya que este es el momento en que Dante debe perder a Vir­
gilio, excluido del cielo por haber vivido en la tierra demasiado pronto para
conocer el Evangelio.
Un poco antes Dante y Virgilio habían encontrado al poeta Estacio, que
había concluido su epopeya la Tebaida haciéndose a sí mismo una extraña
advertencia. «No intentes rivalizar con la divina Eneida —le dice a su poe­
ma— sino sigue siempre sus pasos a distancia y venérala.» Chaucer lo imi­
tará hacia el final de su Troilo y Criseida (5, 1.789 y ss.):

But litel book, no making thow n’envie


But subgit be to alle poesye;
And kis the steppes, where as thow seest pace
Virgile, Ovide, Omer, Lucan, and Stace.
[Pero, pequeño libro, no compitas con otros poemas / sino sé humilde hacia
toda poesía, / y besa las huellas por donde, como ves, pasan / Virgilio, Ovidio,
Homero, Lucano y Estacio.]*

Una leyenda totalmente inventada narra la conversión de Estacio al cristianis­


mo; añadiendo a esto el final de la Tebaida, Dante creó una conmovedora pa­

* Troilo y Criseida, traducción castellana de Antonio León Sendra, Biblioteca de Estudios


de Angk'stica n.° 2, Universidad de Córdoba. (N. del e.)
radoja. Estacio se arrodilla para abrazar los pies de Virgilio, el discípulo ante
su maestro (Purgatorio, 21); en efecto, revelará que fue el propio Virgilio, a
través de su égloga cuarta, quien le condujo a la fe cristiana. Ello sitúa a Vir­
gilio al mismo nivel que Isaías como profetas ambos del nacimiento de Cris­
to, y aun así la paradoja es ilusoria, porque la tragedia reside en el hecho de
que Virgilio, que salvó a Estacio, no puede salvarse a sí mismo: entre paganos
y cristianos hay un abismo que nadie puede salvar. Dante ha encontrado un
sentido de distanciamiento, que irá creciendo con más fuerza en los siglos si­
guientes.
Existe, no obstante, una visión del progreso de la influencia clásica a tra­
vés de los siglos que es más o menos la siguiente. La Edad Media sabía poco
de la Antigüedad; los humanistas del Renacimiento redescubrieron el mundo
antiguo, y la influencia clásica creció firmemente, alcanzando su auge en los
siglos xvn y xvra y decreciendo desde entonces con no menos firmeza. Esta
idea es más bien engañosa: en muchos aspectos los últimos siglos han ob­
servado un continuo distanciamiento del mundo antiguo.
En la Edad Media los escritores clásicos eran respetados como autorida­
des, pero no obstante constituían el medio para un fin. La educación se ba­
saba en el estudio de la lógica, que llevaba a la teología, el derecho o la me­
dicina. Los humanistas cambiaron el sistema, rechazando la lógica en favor
de la retórica. Esto era en sí mismo una muestra de la influencia clásica, ya
que la retórica había sido el fundamento de la educación romana; al mismo
tiempo se dedicaron al estudio de los textos antiguos per se y como mode­
los de elocuencia. La educación se volvió literaria, y la composición de te­
mas y declamaciones en latín se convirtió en parte de la instrucción del
alumno. De los humanistas procede igualmente el inicio de la erudición clá­
sica y las bases de un conocimiento de la Antigüedad que ha ido aumentan­
do desde entonces; aunque sin duda tenemos nuestras propias lagunas, sería
absurdo negar que sabemos más acerca del mundo antiguo que nuestros an­
tepasados.
Sin embargo, el efecto del progreso del conocimiento iba a desalojar a los
clásicos de muchas áreas de la vida intelectual. Durante el Renacimiento, la
autoridad clásica era aún omnipresente: los hombres de leyes tenían que re­
currir al Digesto, los matemáticos a Euclides; Thomas Linacre, médico de
Enrique VE, estudió griego con Poliziano en Florencia y tradujo varias obras
de Galeno, así como dos comentarios de la Antigüedad tardía sobre Aristó­
teles. Al mismo tiempo, el latín era la lengua internacional del derecho, la
teología, la diplomacia, la erudición, etc. (en 1553 el Royal College of Phy­
sicians descubrió a un impostor basándose en que éste creía que el acusativo
de corpus era corporem), pero a lo largo del siglo xvn fue desbancado por
las lenguas vernáculas. Mientras tanto, la veneración tributada a la autoridad
clásica estaba destinada a disminuir con los avances del conocimiento y la
revolución científica del siglo xvn. ¿Para qué recurrir a Galeno después de
Harvey? ¿Qué utilidad tema Ptolomeo después de Kepler? El verdadero mé­
rito de los textos clásicos estaba en los temas que se extraían de ellos: así sa-
bemos que los empiristas intentaron aprender métodos de cultivo de los tra­
tadistas de agricultura romanos, pero una vez que las nuevas ideas habían
sido puestas en práctica los romanos eran olvidados. Como buenos padres,
las autoridades clásicas nos enseñaron cómo abandonar el nido. La sabiduría
antigua educó a Europa, una gran tarea que a finales del siglo xvn había
terminado.
Podemos observar un proceso similar en la literatura. No obstante, es fá­
cil engañarse: Dryden nos parece más clásico que Spenser, pero se puede
demostrar que Spenser recurrió a fuentes clásicas en ciertos pasajes que a
nuestros ojos son los más románticamente medievales. Si a veces nos resul­
ta difícil detectar el elemento clásico en la literatura del siglo xvi se debe a
que es profundo e inconsciente. Milton es mucho más erudito que cualquier
poeta inglés del siglo xvi y está muy vinculado a sus antepasados clásicos,
pero con un sentido de distancia. Caronte no puede encontrar ya un sitio en
el infierno, y la historia de Mulciber es condenada por falsa. Virgilio ya no
será un guía, sino alguien que será desafiado o suplantado. Porque Milton es,
como él mismo insiste (Paraíso perdido, 9, 27 y ss.),

Not sedulous by nature to indite


Wars, hitherto the only argument
Heroic deemed ...
[Poco propicio por naturaleza / a escribir sobre guerras, hasta ahora / el único
asunto estimado heroico ...]

y su argumento se eleva por encima de la Ilíada, la Odisea y la Eneida (9,


13 y ss. Véase el pasaje citado más adelante, p. 121).
Pero ¿fue suplantada la literatura clásica? Esta pregunta dio lugar a fi­
nales del siglo xvn, en Francia, a la «querella de antiguos y modernos», e
incluso afectó a Inglaterra, donde Swift la satirizó como la «batalla de los
libros». Los modernos resultan hoy día ridículos: la idea de que el reinado
de Luis XIV fue la cumbre de la historia del hombre es provinciana, y el
desprecio de Homero por tratar temas groseros (como el vulgar Shakespea­
re), simplemente pedante. No obstante llamaron la atención sobre un as­
pecto importante: si bien los clásicos no eran ya de utilidad práctica, se jus­
tificaban por su mérito original, y ese mérito requería ser demostrado, no
asumido tranquilamente como una creencia heredada. Y había otra cues­
tión: incluso si la literatura clásica era tan buena como afirmaban sus de­
fensores, ¿podía ser todavía el elemento básico de la educación? «¿Puede
haber algo más ridículo —preguntaba Locke— que el hecho de que un pa­
dre gaste todo su dinero, y el tiempo de su hijo, en hacer que éste estudie
la lengua de los romanos, cuando al mismo tiempo le destina a una profe­
sión en la que, al no hacer uso del latín, no tarda en olvidar ese poco que
aprendió en la escuela y que, apuesto diez a uno, aborrece por los malos ra­
tos que le procuró?» («Some Thoughts concerning Education»). Este era un
desafío que no iba a desaparecer: podemos detectarlo como una corriente
subterránea a lo largo del siglo xvm y creciendo en intensidad en el xix. En
un futuro más cercano, sin embargo, el prestigio de la literatura y la erudi­
ción clásicas iba a aumentar más aún. El propio Locke no dudaba de su im­
portancia para las clases sociales más altas: «Considero que el latín es ab­
solutamente necesario para un caballero», decía.
Pese a la batalla de los libros, el siglo xvni presenta un alto nivel de gus­
to clásico, pero aun así el sentido de distancia con respecto al mundo antiguo
se hace más fuerte. «La esencia del clasicismo vendrá después», dice Valéry;
su purismo es consciente, apartado de las cosas comunes y corrientes. La
idea de una nueva era augusta es artificial; proclama un renacimiento, una
discontinuidad. Pope escribe las Imitations o f Horace: Johnson parafraseará
poco después dos sátiras de Juvenal en London y The Vanity o f Human
Wishes. Son representaciones especiales en las que el tema elegido desem­
peña un papel; el propio autor se viste con ropas ajenas, y «mira —dice— ,
me he vestido como este poeta, o como aquel otro». Estas frías personifica­
ciones están lejos de la ávida voracidad renacentista de saber clásico.
En cualquier caso, estaba en marcha una reacción contra el artificio.
A mediados del siglo xvm se inicia el mayor cambio en gusto y actitud
desde el Renacimiento. Filosóficamente se manifiesta en el culto del noble
salvaje y el hombre natural, políticamente en las revoluciones norteameri­
cana y francesa, socialmente en un rechazo de los modales afectados, esté­
ticamente en el ataque al rebuscamiento y la complejidad del barroco. Se
busca la simplicidad, el retomo a las fuentes. En lo que se refiere a la tra­
dición clásica, significa el rechazo de los romanos, considerados ahora
como imitadores y elaboradores, en favor de los griegos, más puros y sim­
ples. Por casualidad, el imperio otomano era en esta época más accesible:
James Stuart y Nicholas Revett viajaron por Grecia y trajeron dibujos cui­
dadosamente medidos de muchos de los mejores monumentos, haciendo
posible por primera vez un renacimiento griego en arquitectura.
La Revolución francesa tuvo lugar en un momento de transición. Entre sus
emblemas figura un cuadro neoclásico de David, El juramento de los Hora­
cios, aunque en realidad este fue un encargo real hecho en 1785, cuatro años
antes de la toma de la Bastilla. La rebelión estética precedió a la agitación so­
cial y entre sus partidarios se contaron quienes insistieron políticamente en el
orden establecido; en la década de 1770 representantes del gobierno habían in­
tentado impulsar una escuela de pintura histórica que celebrara la frugalidad y
el patriotismo de la república romana como modelo para la Francia moderna.
Muchos de los revolucionarios estaban fascinados por el ejemplo romano, mo­
delando su conducta según los héroes de Tito Livio y sus discursos a partir de
Cicerón, a quien en la escuela les habían enseñado a imitar: el apodo de Ro­
bespierre era «el romano». No obstante, unos pocos miraban en cambio a Gre­
cia. Tom Paine decía que los atenienses le parecían más admirables, y menos
censurables, que cualquier otro pueblo. Hasta entonces democracia había sido
un sinónimo de abuso, y Atenas una terrible advertencia; de ahora en adelante
su nombre sería un talismán de extrema virtud.
La obsesión romántica por Grecia resonó a lo largo de la mayor parte del
siglo XIX, siendo más profunda en el norte de Europa, en Inglaterra y sobre
todo en Alemania. La carta de fundación del helenismo moderno fue la His­
toria del arte (1764) de Winckelmann y su declaración de que la literatura y
el arte griegos están marcados por «una noble simplicidad y una tranquila
grandeza». Sobre esta base la Hélade ha sido adorada hasta hoy día por su
verdadera diferencia: el genio de su arte era clásico, puro, sosegado, sin co­
lor, en contraste con el espíritu romántico, turbulento, caleidoscópico de la
Edad Moderna. Bajo esto yace el reconocimiento, consciente o no, de que
Roma era aún la base de la civilización europea: no podía, como Atenas, ser
tratada como un polo opuesto a la vida actual. Las novelas históricas sobre
la época clásica tendían a situarse en el imperio romano: obras tan distintas
en temperamento y propósitos como Los últimos días de Pompeya de Lytton,
Hypatia de Kingsley, Callista de Newman y Mario el epicúreo de Pater se
sitúan en épocas que se suponen conscientes de su retraso en el desarrollo de
la civilización romana; todas insisten en la semejanza entre el mundo roma­
no y la Inglaterra moderna y establecen un contraste entre Roma y la Grecia
clásica, una Hélade que, como señala Pater {Mario, capítulo 6), «en su pri­
mitiva frescura, ... parecía tan distante ... aun estándolo en realidad de no­
sotros».
De este modo se reconocía aún el legado de Roma; sin embargo, el pres­
tigio de la Hélade dirigió la atención hacia esa parte de la Antigüedad que se
sentía claramente distanciada del mundo moderno. Citando de nuevo a Pater
(,Studies in the History o f the Renaissance, «Winckelmann»):

Las fuerzas espirituales del pasado, que han movido e informado la cultu­
ra de una época triunfal, viven en realidad dentro de esa cultura, pero con una
vida absorta y subterránea. Sólo el elemento helénico no ha sido tan absorbido
ni encerrado dentro de esta vida subterránea: de vez en cuando ha salido a la
superficie; la cultura ha sido devuelta a sus fuentes para ser clarificada y co­
rregida. El helenismo no es un mero elemento disuelto en nuestra vida intelec­
tual; tiene una tradición consciente.*

Paradójicamente, el sentimiento de separación es aún más fuerte en el Ulises


de Joyce. En cierto sentido, ninguna novela debe tanto a los clásicos, ya que
cada secuencia y cada capítulo se corresponden con un episodio o entidad de
la Odisea, pero la elección de Homero como principio organizativo parece en
parte arbitraria; casi podía tratarse, por ejemplo, del Beovulfo o del Mahabha-
rata. Sentimos —estamos destinados a sentir— la artificiosidad; no percibimos
el libre flujo de una tradición mezclada. Irónicamente, la influencia clásica sig­
nificativa en el proyecto de Joyce es más latina que griega, puesto que es la
Eneida, parangonable a la Odisea y a la litada, la que le sirve de modelo.
El sentimiento de distancia aumenta en la literatura y la ciencia del si-

* Traducción castellana: El Renacimiento, Icaria. Barcelona. 1982, p. 154.


glo XX, al menos en lo que se refiere a Grecia. En palabras de Louis Mac­
Neice (Autumn Journal, 9):

And how one can imagine oneself among them


I do not know;
It was all so unimaginably different
And all so long ago.
[Y cómo puede uno imaginarse entre ellos / no lo sé; / era todo tan inimagina­
blemente distinto / y tan lejano.]

«Estos muertos están muertos», afirma, y, en efecto, podríamos suponer que


el mundo clásico difícilmente ha influido en los últimos cien años de un
modo nuevo, pero esto sería un error. Tomemos a tres hombres cuyas ideas
han contribuido a conformar este siglo: Marx, Freud y Nietzsche. Marx em­
pezó su carrera con una tesis doctoral sobre la influencia de Demócrito en
Epicuro (es decir, a través de las teorías atomísticas). El pensamiento europeo
ha tendido a discurrir siguiendo dos filosofías, derivadas de Platón y Aris­
tóteles; en palabras de Coleridge, «todo hombre nace aristotélico o platóni­
co ... Existen las dos clases de hombres, y resulta casi imposible concebir
una tercera». Pero esto no es así: Aristóteles fue discípulo de Platón, y, aun­
que difería en muchos aspectos de su maestro, coincidía con él en cuanto a
la forma de hacer filosofía, la clase de preguntas que debían plantearse y
muy a menudo también en las respuestas. El estudio de Marx sobre Epicu­
ro lo liberó de las líneas de pensamiento tradicionales, mostrándole que
Grecia había tenido también una escuela filosófica completamente diferen­
te, enteramente materialista, que se había apartado de la metafísica y em­
pezado a partir de la ciencia física. Por su parte, iba a valerse de Hegel,
abolir su metafísica y crear el materialismo dialéctico, basado en el estudio
científico de la historia. Es plausible suponer que los estudios clásicos de
Marx contribuyeron a la evolución del marxismo.
Los intereses clasicistas de Freud se descubren sobre todo en su teoría
del complejo de Edipo. Sus discípulos y sus enemigos coinciden al menos
en esto: que la teoría es muy poco evidente. Los freudianos dirán que su lec­
tura de Sófocles fue el catalizador que provocó el descubrimiento de una
verdad permanente de la naturaleza humana; sus oponentes, que Sófocles le
indujo a error. En cualquier caso es difícil creer que su tesis hubiera sido
exactamente la misma sin el Edipo rey. La tragedia griega tuvo una in­
fluencia fundamental sobre el psicoanálisis.
Otras influencias clásicas en Freud son menos simples. Sabemos que es­
taba muy interesado en El banquete de Platón. En este diálogo Platón argu­
menta que el impulso creativo y artístico del hombre es una transformación
de su energía sexual, una «procreación en la belleza»; esta extraordinaria
idea anticipa la teoría de la sublimación de Freud. Las creencias y valores de
Platón eran profundamente distintos de los de Freud, pero ello hace que sea
aún más notable su momentánea afinidad. Es imposible decir qué papel de­
sempeñó Platón en el desarrollo de la teoría sexual de Freud, pero probable­
mente podemos clasificarlo como una influencia auxiliar.
Y tal vez podemos conjeturar lo mismo acerca de la teoría de Aristóteles
sobre la catarsis. Buscando una respuesta al ataque de Platón a la literatura,
Aristóteles propone en su Poética que la tragedia tiene una función útil al
causar, mediante la piedad y el miedo, una purificación (katharsis) de estas
emociones. Jacob Bemays, tío de la esposa de Freud, escribió un famoso
artículo afirmando que Aristóteles está empleando una metáfora médica: la
tragedia actúa como un purgante, limpiando la mente de emociones confu­
sas. Según este ensayo, la tragedia tiene una función terapéutica, como la
psicoterapia freudiana: la mente enferma sana al sacar a la superficie sus
angustias internas y nombrarlas. Nadie puede demostrar que Freud leyó a
Bemays, pero dados sus intereses clásicos y el parentesco con su mujer ello
parece probable.
En otro sentido se puede decir que los clásicos influyeron en la teoría
freudiana del error. Da la casualidad de que el segundo ejemplo de La psi-
copatología de la vida cotidiana, en donde se expone esta tesis, trata de una
cita errónea de Virgilio, analizada con todo detalle. Pero aparte de este caso
concreto, la concepción de Freud presenta el subconsciente como una espe­
cie de filólogo que encuentra significado a través de pequeñas enmiendas
al texto. Es difícil creer que esta teoría hubiera podido surgir fuera de una
cultura donde la filología y la corrección textual constituían la base de la
educación.
El efecto en Nietzsche puede ser menos notable que en Freud o Marx,
pero su descripción de la tensión existente en la mente creativa entre los im­
pulsos apolíneo y dionisíaco, desarrollada en su primera obra, El nacimiento
de la tragedia, a través de un análisis del teatro griego, ha ejercido gran in­
fluencia en la literatura, el arte y el pensamiento de nuestra época. Parte de
este efecto, en realidad, llega a través de Freud, cuya idea del yo y el ello si­
gue el mismo esquema de pensamiento. Hay una interacción entre lo antiguo
y lo moderno, de tal modo que las líneas exactas de influencia no pueden ser
determinadas: las ideas de Nietzsche acerca de la tragedia griega se inspira­
ron en parte en sus comentarios sobre Wagner, y Wagner afirmaba que su
idea del drama musical procedía de Esquilo y del teatro griego.
Estos ejemplos sugieren que, en efecto, el mundo antiguo ha tomado par­
te en la formación de algunos de los aspectos más significativos de la cultu­
ra del siglo XX. Pero debemos hacer notar que todos, a excepción del sub­
consciente filológico, son más griegos que latinos. Y la contribución clásica
a la antropología moderna ha sido también principalmente griega, aunque el
punto de partida de la búsqueda de la rama dorada por sir James Frazer fue
una zona oscura de la religión itálica, el bosquecillo de Nemi, cuyo sacerdo­
te era un esclavo fugitivo que accedía al cargo tras matar a su predecesor; «el
sacerdote que asesinó al asesino, y será a su vez asesinado», en palabras de
la canción de Macaulay. Pero en general no será fácil detectar la influencia
de Roma en los siglos xix y xx de una forma claramente nueva (una excep­
ción menor es el gusto conscientemente decadente por el Asno de oro de
Apuleyo que aparece en Gautier, Pater, Huysmans y otros).
Por supuesto, era irremediable que se establecieran comparaciones entre el
imperio británico y el romano. Palmerston defendió su agresiva postura en
el asunto de don Pacífico citando la denuncia de Verres por Cicerón: «Civis
Romanus sum». Estaba en el aíre la frase «imperium et libertas», presunta cita
clásica que en realidad era una invención de Disraeli. Cuando lady Eastlake
vio el Coliseo, se sintió «orgullosa de que mi nación fuera la descendiente, más
auténtica que cualquier otra en el mundo, de esa raza sin par». Incluso los ex­
tranjeros estaban de acuerdo: Guizot dijo a Matthew Arnold que los británicos
y los romanos eran las dos únicas naciones que habían gobernado el mundo, y
George Hillard, un viajero norteamericano, escribió que los británicos eran
«los descendientes legítimos de los antiguos romanos, los auténticos herederos
de su espíritu». Pero veamos la cuestión a través de ojos en teoría italianos,
pero en realidad norteamericanos: los del príncipe Amerigo, en la primera fra­
se de La copa de oro (1904) de Henry James, «uno de los modernos romanos
que encuentra en el Támesis una imagen más convincente de la verdad del an­
tiguo estado que cualquiera de las dejadas por el Tiber». J. R. Seeley escribió
en 1870 que el antiguo respeto por Bruto disminuía ante una nueva admiración
hacia César, considerado entonces por algunos como «el mayor líder liberal
que jamás existió». Poco antes de la primera guerra mundial, lord Bryce, lord
Cromer y el diplomático sir Charles Lucas escribieron sendos libros en los que
comparaban el imperio británico con Roma. Pero como auténtica influencia
auxiliar sobre el pensamiento, quizá la comparación fue más efectiva entre los
enemigos del imperialismo. En Patriotism and Empire y en Imperialism, J. M.
Robértson y J. A. Hobson, respectivamente, utilizaron el ejemplo romano para
afirmar que el imperio era económicamente parasitario y moralmente debilita­
dor. Entre los mismos imperialistas, la comparación con Roma se considerada
a menudo errónea en una época que aún adoraba -a los griegos; era corriente
hablar de los elementos «griegos» y «romanos» del imperio: por un lado las
colonias, en parte independientes y evolucionando hacia la utonomía total, por
otro los pueblos de piel oscura, controlados de forma autocrática. A pesar de
que la arquitectura victoriana presenta una gran tradición clásica, es sorpren­
dente comprobar qué pocos edificios son de gusto claramente romano, en par­
te quizá porque el estilo parecía demasiado napoleónico. Es cierto que París y
La Malmaison demuestran que a Napoleón le gustaba la comparación con
Roma (de hecho había sido Primer Cónsul antes de que decidiera coronarse a
sí mismo como un nuevo Carlomagno), pero incluso aquí la influencia es esen­
cialmente decorativa; es improbable que Roma supusiera una contribución sig­
nificativa a la ideología del bonapartismo. Tal vez sólo en Italia la antigua
Roma fue un auténtico estímulo para el imperio: uno de los impulsos hacia el
fascismo en política, así como hacia el futurismo italiano en el arte, fue el sen­
timiento de humillación ante la degeneración de la tierra de los césares, con­
vertida en un museo para extranjeros desdeñosos.
Una influencia latina que quizá se perfila mejor en el siglo xix que en épo-
cas anteriores es la propia ciudad de Roma. Durante siglos la ciudad eterna
había sido para el mundo el gran ejemplo de mutabilidad y eternidad combi­
nadas, siendo sus ruinas la suprema expresión visible de la magnificencia per­
dida y de las vicisitudes de la fortuna. Dos ideas, a veces mezcladas, seducían
a la imaginación: la sustitución del paganismo por el cristianismo, en una
mezcla de cambio y continuidad, y el contraste entre el pasado grandioso y un
presente que se desmoronaba. Ya en el siglo xn Hildeberto de Lavardin, arzo­
bispo de Tours, evocaba en una elegía el esplendor y la desolación de las rui­
nas romanas (cf. p. 82). En el siglo xv Poggio lamenta su grandeza perdida
{De Varietate Fortunae, libro I):

Es un pensamiento solemne, para meditar con asombro, que esta colina, el


Capitolio, una vez cabeza del imperio romano, la ciudadela de! mundo, ante la
que todos los reyes y príncipes temblaban, a la que tantos generales subieron en
triunfo ..., esté tan arruinada y destruida, tan cambiada con respecto a su esta­
do original, que las enredaderas han crecido allí donde antiguamente se senta­
ban los senadores y el lugar se ha convertido en un estercolero. Mira hacia el
Palatino: allí Nerón ... llenó su palacio con botines de toda la tierra; bosqueci-
llos, lagos, obeliscos, columnatas, estatuas gigantes, teatros adornados con már­
moles de muchos matices, hacían que este lugar pareciera maravilloso a todo
aquel que lo contemplaba. Censura a la fortuna, que lo ha arrasado todo ... Exa­
mina las restantes colinas de la ciudad, y las hallarás todas vacías de edificios,
y ahogadas con ruinas y maleza ...

Esta elegía invierte deliberadamente un pasaje del libro octavo de la Eneida,


en el que Evandro muestra a Eneas una pequeña colina cubierta de maleza.
Se trata del Capitolio, y Virgilio sabe, aunque nosotros no, que será un día el
corazón de un imperio. Sin embargo, Poggio sabe, pero no Virgilio, que la
maleza iba a retomar.
Tales sentimientos fueron expresados con más amplitud en el siglo xvin,
cuando el Grand Tour condujo a muchos más nórdicos a Roma, y el declive
de Italia marcó más el contraste entre pasado y presente, mientras el culto a
lo pintoresco impulsó el gusto por las ruinas y la «agradable decadencia».
Gibbon afirmó que la idea de su historia se le ocurrió estando sentado «ca­
vilando entre las ruinas del Capitolio mientras los frailes descalzos cantaban
vísperas en el templo de Júpiter», y su-último capítulo, que comienza con
una cita de Poggio, es una meditación acerca de los vestigios de Roma. Más
de un siglo después Frazer intentó emularlo, concluyendo La rama dorada
con la visión de San Pedro desde los montes Albanos; Diana y su bosqueci-
11o han desaparecido, pero otro culto permanece, como comprobamos al oír
las campanas del ángelus extendiéndose por la Campania.
Para Byron, en 1818, Roma era «un desierto de mármol», «la Níobe de
las naciones» {La peregrinación de Childe Harold, 4, 79 y 107):

Cypress an ivy, weed and wallflower grown


Matted and mass’d together, hillocks heaped
On what were chambers, arch crush’d, column strown
In fragments, choked-up vaults, and frescoes steep’d
In subterranean vaults ...
Behold the Imperial Mount! ’tis thus the mighty falls.
[Cipreses y hiedra, hierbajos y alhelíes crecen / en confusa maraña, montones
de tierra se elevan / sobre lo que antaño fueron cámaras, arcos derruidos, co­
lumnas rotas / en fragmentos, bóvedas desplomadas y frescos empapados / en
criptas subterráneas ... / ¡Mirad el monte imperial! Así acaba la grandeza.]

Clough describe la grandeza de la decadencia de una forma más mordaz, ob­


servando el uso que del pórtico del Panteón hace un golfillo («O land of Em­
pire, art, and love»):

Though priest think fit to stop and spit


Beside the altar solemn,
Yet, boy, that nuisance why commit
On this Corinthian column.
[Aunque al sacerdote le parezca bien pararse y escupir / junto al altar solem­
ne, / ¿por qué, niño, haces lo mismo / sobre esta columna corintia?]

Sin embargo, el Clive Newcome de Thackeray se recrea en la grandeza de­


rruida de la ciudad, encontrando en los monumentos cristianos a la vez la
némesis y la continuación de la antigua Roma (The Newcomes, capítulo 35):

Hay una gran población silenciosa de mármol. Hay vapuleados dioses caí­
dos del Olimpo y destrozados al caer, colocados en nichos y sobre fuentes; hay
senadores sin nombre, sin nariz, sentados en silencio bajo arcadas, o escondidos
en patios y jardines. Y luego, junto a estos difuntos, de cuyas antiguas figuras
se puede decir que son sus cadáveres, está la familia que reina, una incontable y
tallada jerarquía de ángeles, santos y confesores de la última dinastía que ha
conquistado la corte de Júpiter.

La prosperidad y el ferrocarril trajeron aún más ingleses a Roma para ex­


perimentar estos sentimientos, que se repiten en los libros y memorias de
viajes Victorianos. En ellos no hay nada nuevo, pero sí una sensibilidad típi­
camente decimonónica que se ceba especialmente en Roma; se trataba de un
amor por las muchas capas del pasado, por su compleja acumulación a lo lar­
go de los siglos. Roma, escribió Henry James, «es el hogar natural de aque­
llos espíritus ... que sienten una profunda atracción por el elemento de acu­
mulación en el retrato humano y las infinitas superposiciones de la historia»
(.Roderick Hudson, capítulo 5). Tan antigua, tan múltiple es Roma en su cre­
cimiento, que Pater puede atribuir a su personaje Mario los mismos senti­
mientos en el siglo π (Mario el epicúreo, capítulo 11):

Muchos vestigios de épocas anteriores a Nerón, el gran reconstructor, se


extendían, antiguos, originales, inconmensurablemente venerables, como las
reliquias de la ciudad medieval en el París de Luis XIV : las obras de la época
misma de Nerón han llegado a tener esa especie de interés clásico y pintores­
co que las de Luis poseen para nosotros; aunque sin forzar el paralelismo, qui­
zá podamos comparar las finesses arquitectónicas del arcaico Adriano con las
excelentes producciones de nuestro revival gótico.

Y mirando hacia el futuro, Mario «creía ver un Foro donde había crecido la
hierba, las calles destrozadas del Capitolio y la propia colina del Palatino hu­
mildemente ocupada» (capítulo 12). Aquí Pater, al igual que Poggio cuatro
siglos antes, contempla el proceso de cambio descrito en la Eneida y lo hace
retroceder. En realidad, la atracción por los restos del pasado no es nueva en
el siglo xix; es un descubrimiento de Virgilio, en ningún sitio explorado tan
profundamente como en las Geórgicas y en la Eneida. Sería agradable afir­
mar que Virgilio inspiró directamente a aquellos que más tarde lo revivieron,
pero es imposible demostrarlo y pudo ser un descubrimiento independiente
de la sensibilidad romántica. Puede que el poeta romano lo enseñara o no;
desde luego los monumentos de Roma lo alimentaron.
La profundidad y multiplicidad del pasado es aún más palpable en Roma
que en cualquier otro lugar, pero la ciudad es ahora tan rica, activa y ruido­
sa que no se siente fácilmente el espíritu de majestad caída, ni la emoción
que complacía y apenaba a los siglos. Pero la influencia de Roma sigue es­
tando en las raíces de nuestra civilización, absorbida y subterránea, en pala­
bras de Pater. Todos somos griegos, pero también romanos.

B ib l io g r a f ía

Al final de cada capítulo se encontrarán sugerencias sobre otras lecturas. Aquí


enumeramos unas cuantas obras de carácter general, así como una o dos que no son
mencionadas en otros capítulos.

Betts, R. F., «The Allusion to Rome in British Imperialist Thought of the Late Nine­
teenth and Early Twentieth Centuries», Victorian Studies, 15 (1971), pp. 149-159.
Bolgar, R. R., The Classical Heritage and Its Beneficiaries, Cambridge, 1954.
— , ed.. Classical Influences on European Culture AD 500-1500, Cambridge, 1971.
— , Classical Influences on European Culture AD 1500-1700, 1976.
— , Classical Influences on Western Thought AD 1650-1870, 1979.
Bush, D., Classical Influences in Renaissance Literature, Cambridge, Mass., 1952.
Curtius, E. R., Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, A. Francke AG
Verlag, Bema, 1948 (hay trad, cast.: Literatura europea y Edad Media latina,
Fondo de Cultura Económica, México, 1955, 2 vols.).
Erskine-Hill, H., The Augustan Idea in English Literature, Londres, 1983.
Highet. G., The Classical Tradition: Greek and Roman Influences on Western Lite­
rature, Oxford University Press, Londres-Nueva York, 1949 (hay trad, cast.: La
tradición clásica. Influencias griegas y romanas en la literatura occidental, Fon­
do de Cultura Económica, México-Buenos Aires, 1954, 2 vols.). Es la obra más
completa.
[Lida de Malkiel, María Rosa, La tradición clásica en España. Ariel, Barcelona,
1975.]
Seznec, J., The Survival o f the Pagan Gods: The Mythological Tradition and its
Place in Renaissance Humanism and Art, trad. B. Sessions. Nueva York, 1953.
Thomson, J. A. Κ., The Classical Background of English Literature, Londres, 1948.
— . Classical Influences on English Poetry, 1951.
— , Classical Influences on English Prose, 1956. Estudios discretos.
Weinbrot, H. D.. Augustus Caesar in «Augustan» England: The Decline o f a Clas­
sical Norm, Princeton, 1978.
Wind, E., Pagan Mysteries in the Renaissance. Londres, 1958.
R. H. Rouse
IL LA TRANSMISIÓN DE LOS TEXTOS
I n t t r o d u c c ió n

Definición
La transmisión de los textos latinos paganos, considerada en su sentido
más amplio, es la historia de la literatura latina desde el final de la Antigüe­
dad hasta la época actual, que se centra en la circulación de textos antiguos
antes de la invención de la imprenta.
Desde un punto de vista más concreto, el estudio de la transmisión traza
la historia de aquellos manuscritos que contribuyen directamente a la re­
construcción del texto. Sin embargo, no se puede determinar qué manuscri­
tos son fidedignos sin examinar la filiación de todos los que se conservan, ni
tampoco se puede elaborar una explicación inteligible sobre la transmisión
del texto sólo a través de sus testimonios más fieles sin considerar la circu­
lación del texto de manera global. Por consiguiente, en este capítulo se tra­
tará la transmisión de los textos de acuerdo con la acepción más amplia del
término. Además, es imposible entender la circulación de un texto sin com­
prender la época y el lugar en los que ésta tuvo lugar, es decir, la Edad Me­
dia latina. En muchos aspectos, por tanto, el estudio de la circulación textual
corresponde a los medievalistas que analizan el panorama de la historia y la
evolución de la sociedad medieval. '
Mientras que «la transmisión de la literatura romana» ha sido interpreta­
da tradicionalmente como la transmisión de las obras maestras literarias de
Roma, actualmente se considera que la historia de cualquier obra escrita en
la antigua Roma, ya sea en el campo de la literatura, la medicina, el derecho
civil, la gramática, la arquitectura o incluso la veterinaria, contribuye de ma­
nera significativa a nuestro conocimiento de la transmisión de las letras lati­
nas. Por añadidura, los conocimientos que resultan del estudio de la transmi­
sión de los textos no literarios puede contribuir a nuestra interpretación de la
transmisión de los literarios.
Por último, al examinar los textos latinos, por más que intentemos bus­
car modelos y por mucho que queramos extraer generalizaciones útiles
(como las que intentamos a continuación), debemos ser conscientes de que
la transmisión de cada texto es un caso particular y de que la historia de cada
manuscrito es única. Es esto último lo que confiere a este tema su complejo
carácter.

Tipos de pruebas

La transmisión y la circulación de un texto determinado se reconstruyen


a partir de una serie de evidencias que (se espera) conectan entre sí y son lo
suficientemente numere sas para dar una visión general del camino recorrido
por el texto. Estos indicios pueden ser tanto internos como externos con res­
pecto al texto.
La evidencia interna indica la relación textual de los manuscritos su­
pervivientes con otro, revelada mediante su cotejo y representada en el
stemma codicum. El stemma es un diagrama semejante a un árbol genealó­
gico que representa la relación filial entre los manuscritos conservados y
los postulados por el editor. Los manuscritos individuales, bien existentes
o perdidos y supuestos, figuran en el stemma con una sigla, que por lo ge­
neral consta de letras del alfabeto latino para indicar los testimonios exis­
tentes, basadas en la localización actual del manuscrito (P-París, B-Berlín,
V-Vaticano) y de letras griegas para los supuestos indicios. Por lo tanto, el
stemma representa la relación filológica de unos manuscritos determinados
con respecto a otro, y equivale a un mapa de relaciones intelectuales. Para
aumentar nuestros conocimientos sobre la transmisión de un texto debemos
analizar todos los indicios y considerarlos potencialmente válidos hasta que
se demuestre lo contrario. Los editores de textos conservados en un gran
número de manuscritos han mostrado cierta tendencia a ignorar las copias
de los siglos xiv y xv y a clasificarlas como deteriores («inferiores»). Las
Tragedias de Séneca constituyen un buen ejemplo de un texto con poca cir­
culación en la época medieval (cinco manuscritos que forman la base del
texto) y una gran circulación durante el Renacimiento (cerca de 400 ma­
nuscritos, desconocidos hasta hace pocos años). Sin embargo, los manuscri­
tos más recientes proporcionan indicios fiables sobre textos de manuscritos
antiguos que han desaparecido. En palabras de Pasquali, los manuscritos tar­
díos son «recentiores non deteriores» («posteriores, no inferiores»). Como
primer paso, pues, el stemma tiene que basarse en el análisis de todas las co­
pias conocidas.
Por otra parte, la concordancia filológica tiene que ir acompañada de
concordancia histórica, ya que el stemma es, en realidad, un sustituto en for­
ma de diagrama del discurso histórico, un reflejo de acontecimientos con­
cretos en el tiempo y en el espacio: los manuscritos del siglo xn no pueden
descender de manuscritos del xni, por ejemplo. Las familias de manuscritos,
siglas que se agrupan a partir de un símbolo central en el stemma, deben ser
consideradas asimismo en términos históricos y ser concordantes: el ejem­
plar que dio lugar a un grupo de manuscritos tiene que estar localizado en al­
gún centro de producción o difusión. Por ejemplo, si el stemma incluye un
símbolo que representa un manuscrito de la abadía de Claraval, es lógico que
algunos de los manuscritos descendientes de él hayan pertenecido a las casas
fundadas por dicha abadía. O, en otro caso distinto, un grupo en el stemma
de un texto determinado representa, respectivamente, un manuscrito que per­
teneció a Petrarca y las copias que de él hicieron sus muchos amigos.
No obstante, una desventaja inevitable de los stemmata es que pueden re­
flejar la realidad de una forma imprecisa o distorsionada. Un stemma dibuja
sólo las relaciones de los manuscritos conocidos o deducidos hoy; por con­
siguiente, si los que se conservan son pocos, el stemma situará forzosamen­
te en proximidad manuscritos que, históricamente, estuvieron muy distancia­
dos en lugar y fecha de origen, y dará esta misma y falsa apariencia de se­
paración a dos obras que en realidad fueron escritas en el espacio de pocos
meses, o incluso en la misma habitación, como es el caso de los Diálogos de
Séneca. Y, sin embargo, los stemmata siguen siendo el único mapa basado en
indicios internos de que disponemos.
Afortunadamente hay varias series de testimonios externos que pueden
arrojar luz sobre la circulación y transmisión de textos antiguos. En primer
lugar, debemos averiguar en la medida de lo posible la fecha y el lugar de
origen, las circunstancias de producción y la procedencia o sucesión de la
propiedad para cada uno de los manuscritos relacionados con la transmisión.
Se supone que este es un paso evidente, pero durante la mayor parte de este
siglo los sucesivos editores de textos solían manejar simplemente las lectu­
ras y la cronología dadas por los editores anteriores, sin echar siquiera una
ojeada a los propios manuscritos. No es raro que manuscritos antiguos de co­
lecciones deficientemente catalogadas, en especial las pertenecientes a pe­
queñas bibliotecas alejadas de los círculos de investigación habituales, hayan
permanecido ocultos durante años ya que fueron catalogados erróneamente
como del siglo xv: por ejemplo, el B II 6 f. IX r./X v. de Brescia con las
Epístolas de Séneca, o el Hamilton 471 f. XI de Berlín con las obras amato­
rias de Ovidio, identificado sólo tras la publicación de la edición del Oxford
Classical Text de 1961. EI ms. 77 de la Biblioteca Universitaria de Amster­
dam, un manuscrito del siglo xii de los Academica posteriora de Cicerón es­
crito probablemente en la abadía cisterciense de Pontigny, fue considerado
hasta 1978 una copia insignificante, y, si bien no aporta nada a la edición
del texto, es importante para la historia de la difusión medieval.
Al estudiar la transmisión como circulación debemos ser prudentes en
lo que respecta a sacar conclusiones del número de copias que se han con­
servado de un texto. Cuando éste debe su supervivencia a una sola copia,
los editores suelen denominar románticamente a este manuscrito el «super­
viviente solitario», dando a entender que todos sus compañeros fueron des­
truidos en algún momento de la caótica Edad Oscura tras el saqueo de los
bárbaros. Podría haber ocurrido igualmente que dicho texto perviviera du­
rante parte de la Edad Media en varias copias, que no son mencionadas a
causa de una falta de interés total por parte de las comunidades monásticas
o catedralicias cercanas. Naturalmente, el número de copias conservadas
no nos dice exactamente cuántos manuscritos latinos llegaron hasta los si­
glos IX, xn, o incluso xv. Los indicios externos indican que los vestigios li­
terarios de la Antigüedad perduraron en abundancia por lo menos durante
varios siglos. Alcuino de York, en el siglo IX, menciona rollos de papiro
existentes en Tours. Los historiadores del arte documentan el uso directo
de modelos antiguos durante los siglos xi y xn. Sabemos de un montón de
códices, existentes aún a finales del siglo xv o principios del xvi, que de­
saparecieron después de que los humanistas anotaran sus lecturas en los
márgenes de las ediciones impresas. Algunos de ellos deben de haber sido
además reliquias de la Antigüedad. Así pues, el número de manuscritos su­
pervivientes no es un indicio infalible de circulación.
De todos los manuscritos existentes sólo se ha conservado un pequeño
porcentaje, y de éste únicamente otro pequeño porcentaje lleva un ex libris u
otro indicio acerca de su fecha y lugar de origen o procedencia posterior. Por
ejemplo, sólo unos 7.400 de los 25.000 a 35.000 manuscritos supervivientes
de origen británico han podido ser localizados con respecto a su procedencia
medieval. Por lo tanto, las referencias en listas de libros y catálogos medie­
vales a textos antiguos concretos aumentan significativamente nuestras posi­
bilidades de documentar su circulación. A veces es posible incluso identificar
un registro en una de estas listas con un manuscrito específico, y establecer
así la procedencia medieval de éste. Por ejemplo, se puede identificar tanto el
Propercio de Leiden como las Tragedias de Séneca de la Biblioteca Nacional
de París con sendos registros en el catálogo de la biblioteca de Ricardo de
Foumival, y el ms. Add. 47.678 de Cicerón de la Biblioteca Británica con una
anotación en el catálogo del siglo xu de Cluny,.y además identificar un an­
tecesor del manuscrito de Cluny en la lista de libros asociada al palacio ca-
rolingio. Debemos recordar, no obstante, que propiedad no es lo mismo que
origen; sólo porque en una época determinada un libro perteneciera a un mo­
nasterio concreto, no se puede deducir que ese libro fuera escrito en aquel lu­
gar. En la Edad Media los libros viajaban en el equipaje de sus propietarios,
del monasterio a la universidad, de la universidad al sínodo, del sínodo al
monasterio, y eran cambiados por otros libros, prestados, dejados en depósi­
to, donados, empeñados, regalados, perdidos o robados.
Similar a la evidencia de los catálogos de bibliotecas es la de las citas to­
madas de un texto clásico por un autor medieval. Resulta difícil evaluar este
tipo de indicio. ¿La aparición de una palabra o una construcción raras —o in­
cluso de un breve pasaje— indica realmente un conocimiento de primera
mano de este o aquel texto, o por el contrario tal uso deriva de alguna fuen­
te intermedia como Prisciano o algún florilegiuml Por ejemplo, san Bernar­
do no pudo haber conocido las Canas a Ático de Cicerón, las Histonas de
Tácito o la obra de Catulo, como afirma su editor. Pero los autores medieva-
les citan a los antiguos, y, si bien estas citas no son de utilidad en la recons­
trucción de un texto antiguo, sí proporcionan pruebas de la circulación de ese
texto y definen las peripecias que sufrió, indicando los cambios en el uso
dado a dicho texto durante la Edad Media. Entre las fuentes medievales fun­
damentales a este respecto figuran \os florilegio, colecciones de extractos de­
dicadas al género epistolar o a la edificación moral que con frecuencia in­
cluyen fragmentos de autores clásicos. Geraldo de Gales, por ejemplo, escri­
bió mucho acerca de las palabras de los autores antiguos, utilizando tanto
textos completos como el Florilegium Angelicum. Conrado de Halberstadt
recurrió al Manipulus florum a principios del siglo xiv, que a su vez utiliza
florilegia anteriores como el Flores paradysi del siglo xm y el Moralium dog­
ma philosophorum del xn. Si supiéramos qué biblioteca utilizó el compilador
del Florilegium Gallicum, o en cuál trabajó Vicente de Beauvais, aumentarían
notablemente nuestros conocimientos sobre la transmisión de varios autores,
entre ellos Tibulo.

H isto ria d e la t r a n s m is ió n

Desde la Antigüedad hasta la Edad Media

La transmisión de un texto comienza en el momento en que su autor pone


este texto o parte de él en circulación. Trazar la historia de dicha transmisión
implica, por tanto, averiguar el número de copias difundidas por el autor o
su editor, y, en el caso de la transmisión clásica, requiere un conocimiento de
la producción de libros en rollos de papiro en la Antigüedad. Si bien de los
autores latinos más importantes sólo Virgilio puede ser editado casi entera­
mente a partir de copias antiguas, los testimonios que se conservan de los
textos antiguos ingleses se remontan en última instancia a productos perdi­
dos de la bibliografía romana.
La ruptura entre la Antigüedad y la Edad Media queda mitigada gracias
a dos factores significativos que explican la literatura conservada. El pri­
mero es que la base cristiana de la civilización europea medieval empezó a
establecerse ya durante el bajo imperio a partir de los materiales literarios
de la educación romana, cuando el comercio de libros era aún floreciente.
A veces olvidamos que el cristianismo occidental fue primero una religión
romana, la fe oficial del imperio en la Antigüedad. Cuando la Iglesia Ro­
mana latina, originariamente monástica, salió a convertir al norte pagano
bajo la dirección del papa Gregorio I y sus sucesores, llevó junto con su fe
la civilización, libros incluidos, de la Antigüedad tardía.
Junto al cambio de fe, un segundo cambio ocurrido hacia la misma épo­
ca contribuyó materialmente a la supervivencia de la literatura antigua du­
rante la Edad Media: el traslado de la mayor parte de la literatura antigua del
rollo de papiro tradicional al códice de pergamino, recientemente adoptado.
Este hecho tuvo lugar en una época relativamente estable del final del impe­
rio, aproximadamente entre el 200 y el 400 d.C., de modo que la civilización
clásica confió la literatura romana a un recipiente mucho más duradero que
el rollo de papiro en la transición a la Edad Media. Paradójicamente, son los
momentos de cambios importantes en el aspecto físico —que en principio
habrían debido aumentar las posibilidades de supervivencia de los textos—
los que observan el mayor volumen de pérdidas: los cambios de rollo a có­
dice, de los distintos tipos de escrituras nacionales a la carolingia minúscula,
y de la escritura manual a la imprenta, ya que una vez que a un corpus lite­
rario se le ha dado una nueva forma física, lo que queda en la forma antigua
es descartado por superfluo.
El final de la civilización clásica en Occidente —más o menos entre el
450 y el 650 d.C., por lo que respecta a la transmisión de textos— no es tan­
to fruto de la violenta destrucción física del imperio romano, como antes se
creía, sino más bien del proceso de barbarización de la cultura latina a lo lar­
go de unos 200 años, cuando el ejército, los funcionarios del gobierno, las
clases comerciantes y el pueblo adoptaron las costumbres primero de los os­
trogodos y de los lombardos después. Con el tiempo, el foro, las termas y los
templos cayeron en desuso y acabaron por convertirse en ruinas, olvidados
sus papeles tradicionales en la vida civil después de que la ciudad-estado uni­
versal fuera sustituida por un reino privado de carácter tribal. Al tiempo que
se apagaba la civilización romana, la educación en la escuela pública o con
tutor privado disminuía progresivamente; la literatura que había sido propie­
dad común de las clases cultas en la Antigüedad dejó de tener audiencia, y
cuando la demanda de libros cesó las librerías públicas desaparecieron. En la
Galia, centuriones como Martín (c. 316-397) se convirtieron en santos, sena­
dores como Sidonio Apolinar (c. 423-480) en obispos, y algunos patricios
desencantados de la sociedad, como Benito (c. 480-550), formaron comuni­
dades cuyos miembros vivían según una regla. El orden y la estabilidad, an­
tes obligación del Estado, pasaron a ser responsabilidad de la Iglesia. La al­
fabetización, necesaria para la enseñanza de una religión dependiente de las
Escrituras y para el funcionamiento de la Iglesia como heredera administra­
tiva del estado romano, se convirtió prácticamente en monopolio de la Igle­
sia, que, en efecto, actuó como administración pública de los reinos nacio­
nales durante los 500 años siguientes.
Cuando el mundo mediterráneo se dividió en dos, en oriente Bizancio y
Roma en occidente, el conocimiento del griego quedó confinado después del
700 d.C. a la parte oriental, y toda la ciencia griega que no había sido tradu­
cida al latín por figuras como Boecio desapareció de Occidente. Monjes y
obispos recogieron aquellos textos antiguos considerados de utilidad por la
Iglesia primitiva. Entre ellos destacan textos básicos del trivium como los de
Donato, Prisciano y otros gramáticos antiguos, y los compendios o digestos
de los siglos rv y v que contenían fragmentos del saber antiguo, como el epí­
tome de Faventino sobre Vitrubio o el compendio de Marciano Capella so­
bre las siete artes liberales.
Existe una tendencia a escribir sobre literatura antigua y manuscritos de
la Antigüedad tardía como si hubieran desaparecido todos a la vez durante
los caóticos siglos a menudo denominados Edad Oscura, y a considerar la
historia de la transmisión en este periodo como una destrucción física a gran
escala. Tal visión está ligeramente desenfocada. Es cierto que el periodo en­
tre el 400 y el 600 d.C. sufrió una considerable destrucción, pero la destruc­
ción por el fuego y los elementos no era algo nuevo en la historia de Roma.
El elemento excepcional fue que cesó la producción de nuevos manuscritos:
la demanda de nuevos libros disminuyó rápidamente, y, una vez cerrado el
mercado, los medios de producción desaparecieron. Ello no fue sólo el resul­
tado de la desaparición física de lectores o de bibliotecas, sino que se debió
más bien a que la audiencia tradicional, es decir, la clase senatorial romana,
decreció en número en un par de siglos y se recicló como una clase eclesiás­
tica con sus propios, aunque pequeños, medios de producción de manuscritos.
La falta de producción no equivale, desde luego, a falta de uso. En mu­
chos aspectos es justamente lo contrario. La nueva sociedad amaba las mo­
nedas romanas, y las desbarbaron para que las denominaciones más peque­
ñas se adecuaran a su muy reducida economía monetaria, ya que no podían
acuñar metales preciosos en gran cantidad. De igual manera, los libros ro­
manos, en papiro o en pergamino, continuaron cubriendo las necesidades de
la reducida clase letrada; no se trataba de libros nuevos, sino de los restos del
antiguo comercio de libros conservados en bibliotecas públicas y privadas.
Éstos gravitaron lentamente hacia las bibliotecas eclesiásticas (lugar de la
nueva clase lectora), y fueron enviados al norte con los misioneros. Bene­
dicto Biscop, por ejemplo, no tuvo dificultad en encontrar libros que llevar­
se a Northumbria cuando visitó Roma en la década del 670, pero se trataba
de libros antiguos, cien o doscientos años más viejos que él.
Es asombroso lo mucho que ha perdurado la Roma cristiana y su infra­
estructura. Como hemos dicho, actualmente se acepta que la civilización ro­
mana, centrada en la ciudad, el foro y las termas, que se creía habían sido
destruidos por los visigodos y ostrogodos que saquearon Roma durante el si­
glo V, permaneció razonablemente intacta, si bien alterada, hasta mediados
del siglo vi; en efecto, el adorno externo de esta civilización fue adoptado
por el reino ostrogodo de Teodorico (475-527), al cual sirvieron tanto Boe­
cio como Casiodoro. Paradójicamente, la Italia romana fue devastada duran­
te la reafirmación del poder imperial, con motivo de la reaparición en el 540
de tropas bizantinas en Italia bajo el mando de Belisario, general del empe­
rador Justiniano. Roma cambió de manos cinco veces a lo largo de estas
campañas.
Lo que quedó de las legiones de Belisario cayó ante los lombardos, el úl­
timo de los grupos tribales que invadieron Italia. Aquellas ciudades que, como
Milán, se opusieron al avance lombardo fueron arrasadas; las que, como Ve-
roña, les abrieron las puertas quedaron intactas. No es extraño, pues, que se
conserve tan poco de la antigua Milán, ciudad de san Ambrosio, o que, por el
contrario, en el siglo xiv Petrarca pudiera encontrar en Verona un manuscrito
probablemente antiguo de las cartas de Cicerón a Ático. Los acueductos fun­
cionaban todavía en la época del papa Gregorio I Magno (papa entre 590
y 604), pero la clase dirigente romana fue siendo sustituida o absorbida gra­
dualmente por lombardos (o por francos en la Galia), que ni necesitaban, ni
menos aún estaban capacitados, para mantener la infraestructura física de la ci­
vilización romana: el foro, las termas, las vías, las bibliotecas, los templos.
A medida que estos monumentos iban siendo innecesarios aumentaba el des­
cuido hacia ellos. Finalmente fueron utilizados para el único propósito que les
quedaba, como canteras de las que salieron los sillares con los se construye­
ron las basílicas y palacios de la alta Edad Media.
A lo largo de los siglos v y vi la Iglesia fue sustituyendo poco a poco
al estado romano como fuente de orden y estabilidad. Al tiempo que pro­
pagaba el cristianismo entre los paganos, difundía los restos de la ciencia
latina entre los bárbaros. Gregorio de Tours (540-594) emuló a Gregorio de
Roma (540-604) en que ambos, como obispos de sus respectivas ciudades,
organizaron los asuntos municipales, tanto legales como financieros. Los
dos procedían de una familia de rango senatorial y vivieron en el crepúscu­
lo de la civilización clásica. La importancia que para la transmisión textual
tiene la unión de lo antiguo y lo medieval, la conexión del pasado con el
futuro en el siglo vil, está representada por la conversión de Inglaterra por
los misioneros de Gregorio I y el florecimiento de la cultura monástica, que
culminó con la renovación de Northumbria, en la cual, a su vez, se basa en
gran parte el renacimiento carolingio del siglo vra en la Galia. La Iglesia de
Inglaterra, al norte y al sur del Humber, fue fundada por clérigos proce­
dentes de Italia; esto además tuvo lugar en una época (c. 660-685) en que
las zonas de la Italia central y meridional que seguían siendo bizantinas
acogían a muchos monjes que habían huido de los avances del Islam en
Próximo Oriente y el norte de África. Ello explica por qué Teodoro, arzo­
bispo de Canterbury entre 669 y 690, era un griego de Tarso, en Asia Me­
nor, y su compañero Adriano (m. 709), que sabía, griego y lo enseñó en Ro­
chester, era originario del norte de África. Los libros que Beda (673-735)
estudió en Monkwearmouth y los que san Bonifacio (c. 675-754) leyó en
Canterbury procedían del comercio bibliográfico bajoimperial; algunos de
ellos, tras pasar por el vivarium de Casiodoro y la biblioteca del palacio de
Letrán, habían sido llevados a Inglaterra por Teodoro, Adriano, Benedicto
Biscop (c. 628-689) y sus discípulos.

Desde los carolingios hasta el siglo XII

En el día de Navidad del año 800 d.C. el rey de los francos fue coronado
emperador, sucesor de los cesares en Occidente, por el sucesor del apóstol
Pedro en Roma. Carlomagno (742-814) gobernó un vasto estado político-
eclesiástico creado hasta un grado considerable por los misioneros que ha­
bían llegado de Irlanda e Inglaterra a convertir a los paganos. Formados en
la Inglaterra sajona y siguiendo el ejemplo de san Columbano, monjes
errantes desde Wilfredo (634-709) hasta Bonifacio evangelizaron y coloniza­
ron los Países Bajos y la Germania, fundando monasterios y obispados en
nombre del apóstol Pedro y llevando con ellos libros cuyos antecesores, Be­
nedicto Biscop y Adriano, habían trasladado a Inglaterra desde Roma. El vi­
gor de la reforma carolingia del periodo que va entre 751 y 814 se explica
en parte por la juventud de sus establecimientos eclesiásticos. Cuando en el
751 Carlomagno se convirtió en el único rey de los francos, casi todas las
fundaciones eclesiásticas al este del Rin estaban dirigidas aún por su primer
o segundo abad y capítulo, la mayor parte de los cuales eran irlando-sajones.
El programa carolingio de renovación se basaba conscientemente en la
Antigüedad. El orden y la estabilidad descansaban en el vigoroso renaci­
miento de todo lo útil y aplicable del pasado romano: por ejemplo, su icono­
grafía y formas artísticas, así como la figura humana como tema central del
arte, o su dependencia de la palabra escrita. Aunque culturalmente su tra­
yectoria alcanzó el cénit en el 877 d.C., la renovación carolingia había ase­
gurado ya la supervivencia del arte y la literatura antiguos. Los textos de casi
todos los autores latinos se editan hoy generalmente a partir de manuscritos
carolingios. Sólo los de unos cuantos autores —Tibulo, Propercio y Catulo,
entre otros— no pueden ser reconstruidos mediante manuscritos del renaci­
miento carolingio.
El nuevo imperio, como el viejo, se caracterizaba en la práctica por la
uniformidad. Las leyes estaban codificadas, la liturgia tipificada, los proce­
dimientos administrativos eran promulgados en capitulares. En la medida de
lo posible, el gobierno carolingio intentó basar sus actos en un texto autori­
zado. Consiguió encontrar el autógrafo de la regla benedictina en Monte-
cassino. Buscó el del sacramental de san Gregorio en el palacio de Letrán.
Los manuscritos copiados de estos ejemplares autorizados llevaban una fir­
ma que los autentificaba. Bajo Teodulfo de Orleans (750-821) se revisó a la
luz del texto griego la traducción de la Biblia realizada por san Jerónimo.
Como vehículo de difusión de sus obras la corte carolingia rechazó el
tipo de escritura administrativa, ligada y fluida, que había heredado de la An­
tigüedad tardía a través de los merovingios, en favor de la escritura semiun-
cial tardopatrística, modificándola hasta conseguir la forma que llamamos
carolingia minúscula. La rapidez con la que se adoptó esta escritura en todo
el imperio entre el 800 y el 830 se explica sólo por la exigua clase dirigente
de abades y obispos responsables de su propagación. La literatura del pasa­
do —la mayor parte de la cual se conservaba todavía en esta fecha en ma­
nuscritos producidos en Roma— fue copiada una vez más con la nueva es­
critura. A finales del siglo ix los carolingios habían producido un número
notable de manuscritos, de los cuales se conservan unos 6.700. Por desgracia,
cada manuscrito copiado con la nueva letra, más legible, convertía en super­
fluo el original. El movimiento que aseguró la supervivencia de la literatura
clásica ocasionó al mismo tiempo la destrucción de muchos manuscritos ro­
manos tardíos. En conjunto, sólo se conservan, íntegros o fragmentarios,
unos 1.865 manuscritos latinos de los siglos anteriores al 800 d.C.
Aunque el renacimiento carolingio decayó como consecuencia del fraca­
so de la estructura política que había generado, la tarea de transmisión esta­
ba realizada. Las bibliotecas de los grandes centros episcopales y monásticos
estaban llenas de autores antiguos y de obras de la patrística. Personajes
como Loup de Ferriéres (805-862), Heiric de Auxerre (841-876) y Adoardo
habían hecho su trabajo, al igual que Pacífico en Verona. Los rollos de papi­
ro que Alcuino (735-804) vio en Tours podían deshacerse, si no se habían
deshecho ya, porque su contenido ya había sido transferido al pergamino.
La transmisión de textos antiguos después del renacimiento carolingio
comprende tres grandes aspectos: 1) el traslado de manuscritos del siglo ix
desde sus centros carolíngios hasta los nuevos centros de actividad intelec­
tual en los siglos xi y xn; 2) el redescubrimiento —como resultado del cam­
bio de intereses o del puro azar— de autores cuyos textos habían permane­
cido ignorados durante siglos, o cuyos lectores no habían dejado huellas de
su existencia, como Tibulo, Propercio y Catulo, y 3) la aparición de testimo­
nios sobre familias alternativas o adicionales de uno u otro texto, fruto del
incremento sustancial de copistas relacionado con las numerosas abadías be­
nedictinas y cistercienses fundadas en el siglo xn.
Mientras que el siglo ix se había ocupado sobre todo de coleccionar los
vestigios de la Antigüedad y copiarlos, los siglos xi y xn se dedicaron a con­
cebir nuevos catálogos temáticos, legales y teológicos, a los que se podía
aplicar la autoridad clásica y la patrística. Las nuevas escuelas de leyes de
Italia centraron la atención en las cartas antiguas como ejemplos de estilo en
el arte del discurso. Las fundaciones monásticas del siglo xn recurrieron a los
manuales de Vitrubio, Paladio y Vegecio en los temas de drenaje y construc­
ción. Los cronistas monásticos y diocesanos reunieron los textos de los his­
toriadores romanos. La mitología antigua fue la base de los manuales intro­
ductorios en los que los estudiantes aprendían los rudimentos del trivium. La
opulencia y el vigor de la sociedad del siglo xn se reflejan en el patronazgo
de las nuevas fundaciones monásticas y en la aparición de obispos cultos
como los anglonormandos Felipe de Bayeux (obispo de 1142 a 1163), Ar-
nulfo de Lisieux (obispo 1142-1184) y Tomás Becket (1118-1170), o los ger­
manos Rainaldo de Dassel (c. 1120-1167) y Wibaldo de Corvey (1098-1158),
cuyo conocimiento de los autores antiguos queda reflejado en sus cartas, y
cuyos legados de libros engrosaron las bibliotecas de sus instituciones favo­
ritas (lámina I, manuscrito del siglo xn, entre pp. 240-241).

La E dad M edia tardía

Las escuelas catedralicias se convirtieron en universidades como res­


puesta a la necesidad de enseñar a los sacerdotes a atender a la creciente fe­
ligresía urbana y a recuperar a los grupos sociales que habían caído en la he­
rejía. Las colecciones de extractos de los clásicos latinos más importantes del
siglo xn, el Florilegium Gallicum y el Florilegium Angelicum, fueron rees-
tructuradas en el xm, dispuestas en orden alfabético, completadas con índi­
ces temáticos detallados y difundidas en abundancia como manuales para
componer sermones. Las bibliotecas de clérigos y administradores eclesiás­
ticos crecieron. Ricardo de Foumival (c. 1200-1260), canciller de la catedral
de Amiens, tenía cerca de 300 libros de artes, astronomía árabe, medicina y
teología, que incluían las Tragedias de Séneca, las Verrinas y el De Oratore
de Cicerón, Tibulo y Propercio; poco después de su muerte su colección se
convirtió en el fundamento de la biblioteca de la Sorbona, recién establecida
(1257) en París como casa de estudios para clérigos. Hacia principios del si­
glo xrv el texto de Vegecio, además de ser utilizado como manual de fortifi­
caciones militares por Eduardo I de Inglaterra (1272-1307), fue extractado
con destino al manual de predicadores compilado por Tomás de Irlanda (an­
tes del 1 de julio de 1306), utilizado con sentido moralizante por los predi­
cadores medievales y traducido al francés por Juan de Vignay.
Esto último es un reflejo de la creciente importancia, a finales del siglo xm
y a lo largo del xrv, de una audiencia de lectores laicos (o, al menos, de laicos
dueños de libros). El florecimiento de la vida urbana, el aumento de la alfabe­
tización y el progreso económico —proceso general en la Europa occidental
desde el siglo xn— dieron lugar, finalmente, a una clase de nobleza rural y cor­
tesana urbana que protegió las bibliotecas, a los artistas y a traductores como
Vignay. Gracias a la obra de estos mecenas, los hechos de Alejandro y de los
césares pasaron a formar parte de las casas nobles del mismo modo que el ser­
món era parte del púlpito.

El humanismo

Hasta ahora, la supervivencia de autores antiguos había dependido en


gran parte de su utilidad. Una sociedad recién nacida había conservado lo
que consideró esencial para sus necesidades. Al hacerlo, la gente de la Edad
Media contempló el pasado romano como un mundo habitado por gigantes
que habían construido estructuras maravillosas aunque inútiles; sin embargo
fiieron incapaces de distanciarse de ese pasado. Que Alejandro y César eran
diferentes a los reyes medievales no tenía importancia. Podían ser represen­
tados con armaduras medievales, así como Aristóteles y Platón aparecían con
vestiduras monásticas. El legado clásico no ayudó a los hombres del medio­
evo a enfrentarse con el concepto de cambio histórico en el tiempo. La no­
ción de progreso o evolución fue ajena a la literatura medieval. (Ni Beovul-
fo ni Roldán, en el transcurso de sus aventuras, aprenden.) El cambio en esta
actitud hacia el pasado es una de las cosas que distinguirá al Renacimiento
de la Edad Media.
El reconocimiento de que no eran romanos, de que el pasado de Roma
era esencialmente distinto, diferenció a los escritores renacentistas de los me­
dievales. Albertino Mussato (1262-1329), colega de Lovato Lovati, compu­
so una tragedia en métrica senequista con un propósito antiguo, animar a los
ciudadanos de Padua a una acción cívica. Petrarca (1304-1374) redactó car­
tas a Cicerón en estilo ciceroniano, aunque Boccaccio (1313-1376) siguió
mezclando citas de autores antiguos y medievales sin darse cuenta de que
eran fundamentalmente distintos. El reconocimiento de que Roma había sido
una cultura básicamente diferente de la suya propia fue en gran parte labor
de los humanistas, y éstos, como ha señalado Martines, habían estudiado en
primer lugar derecho. La enseñanza de las leyes implicaba competencia
en el arte de la retórica, en la redacción de cartas. Un contemporáneo suyo
dijo que una carta del canciller florentino Coluccio Salutati (1331-1406)
equivalía a 5.000 soldados. Los modelos estilísticos elegidos eran las epísto­
las antiguas: las de Séneca, Plinio el Joven, Símaco y, después de que Pe­
trarca las redescubriera, las de Cicerón a Ático y otros amigos. Profesores de
retórica como Guarino de Verona (1374-1460) fueron los umanisti o huma­
nistas en cuyas manos descansa el renacimiento de la Antigüedad. El pasado
romano fue reconocido como algo lejano en el tiempo, definiblemente dis­
tinto e interesante como ideal, en el que uno podía refugiarse como hizo Pe­
trarca o bien utilizar como acicate para desafiar al indolente presente. Por
consiguiente, se convirtió en una meta cuya persecución se realizó a través
de los manuscritos de autores latinos que acumulaban polvo en las bibliote­
cas eclesiáticas. Los humanistas actuaban como diplomáticos, y su búsqueda
y descubrimiento de estos textos tenía lugar a ratos perdidos durante el trans­
curso de sus misiones diplomáticas en las cortes eclesiásticas y seculares
de Europa. De aquí que Petrarca reuniera su texto de Tito Livio en Aviñón,
donde su patrono Landolfo Colonna acompañaba a la corte papal; de aquí
que Poggio (1380-1459), cansado de los asuntos del concilio de Constanza
(1414-1417), explorara las estanterías de Saint-Gall. Nicolás de Cusa (1401-
1464) visitó muy naturalmente las bibliotecas de Egmont y Saint Maximin
en Tréveris, además de otras muchas igualmente interesantes, en su calidad
de legado pontificio en Alemania. De manera similar sus antecesores Loup
de Ferriéres, Wibaldo de Corvey, Felipe de Bayeux y Ricardo de Foumival,
diplomáticos de los siglos xrv y xv, habían investigado las bibliotecas de
abadías y catedrales en busca de autores antiguos. Si bien las bibliotecas
constituían la fuente de los textos, los medios por los que éstos se difundían
eran sobre todo dos: 1) los lugares de reuniones internacionales, como las se­
des de autoridad eclesiástica, la corte papal de Aviñón (1309-1377), los gran­
des concilios de Constanza (1414-1417) y Basilea (1431-1449) y la propia
Roma, encrucijadas donde diplomáticos del sur y del norte se encontraban;
y 2) los mismos humanistas-diplomáticos, a través de sus redes de amigos y
corresponsales. Aun sin testimonios externos es evidente, por ejemplo, que
Petrarca fue el responsable único de la introducción, en el círculo humanista
italiano del siglo xrv, de toda una serie de textos antiguos; de ellos, el texto
padre de una rama de la tradición manuscrita obviamente fue suyo, ya que
los manuscritos que se derivan de él pertenecieron en gran parte a sus ami­
gos y a los amigos de sus amigos.
La temprana historia moderna de los textos antiguos, la época entre la
Era del Descubrimiento renacentista y la formulación de los principios de
edición modernos, es testigo de la aparición de dos nuevas fuerzas motrices
que alteraron sustancial mente la actitud de los eruditos contemporáneos ha­
cia los libros: la primera es la aparición de la imprenta en 1454 y, con ella,
la capacidad de producir múltiples copias idénticas de un texto y la posibili­
dad (no siempre lograda) de mejorar la calidad del texto en ediciones suce­
sivas. A instigación de Nicolás de Cusa y con el patronazgo del cardenal
Bessarion (1400-1470), Sweynheym y Pannartz imprimieron en Italia edi­
ciones de autores latinos a partir de 1465. En París, Fichet y Heynlyn, emu­
lando a Bessarion, contrataron a tres impresores alemanes para que editaran
una serie de clásicos de Roma, con objeto de inculcar en los franceses el sen­
tido del deber cívico. En 1501 Aldo Manucio empezó a publicar las edicio­
nes «aldinas» de autores griegos y latinos.
Una segunda motivación fue el interés por las lenguas clásicas, griego,
hebreo y latín, por sí mismas y como vehículos de transmisión de los textos
antiguos. Se quería saber qué decían realmente los antiguos, y se emprendió
la resolución de los problemas textuales buscando los manuscritos más anti­
guos y aplicando el conocimiento de la lengua y los principios del sentido
común. En esta empresa no se distinguían los textos paganos de los cristia­
nos. Por ejemplo, Nicolás de Cusa, activo erudito, legado pontificio en Ale­
mania e instrumento de reforma y renovación, poseía una copia del Opus
pacis cartujano y mandó a los monjes benedictinos de la congregación de Burs-
feld que ordenaran su biblioteca y utilizaran textos corregidos de los santos
padres y de las Escrituras, y Lorenzo Valla (1406-1457) demostró, mediante
el análisis del vocabulario de la «Donación de Constantino», que se trataba
de un documento escrito en el siglo ix y no en el iv. Muchos de los que ahora
son más conocidos por su humanismo fueron considerados por sus contem­
poráneos como instrumentos de la reforma cristiana, y separar estas facetas
de sus vidas supone malinterpretar el siglo xv. Así Erasmo (1469-1536), que
había estudiado en las escuelas de los Hermanos de la Vida Común y había
leído en profundidad a los autores griegos paganos editados por Aldo Manu­
cio (1449-1515), preparó una edición del Nuevo Testamento griego que fue
impresa por Froben en Basilea en 1516. Como había sucedido siempre, fue en
un marco eclesiástico donde se gestaron las nuevas actitudes hacia los auto­
res de la Antigüedad y los métodos modernos para tratarlos.

Del siglo xvi al xix

La imprenta y la conversión en el siglo xvi de las lenguas clásicas en dis­


ciplina académica alteraron visiblemente la naturaleza de la transmisión. Po­
demos preguntamos si el estudio de la transmisión, tai como es conocida tra­
dicionalmente, no termina en realidad con la invención de la imprenta, dada
la tendencia de ésta a «congelar» los textos. La historia de los manuscritos
de los autores antiguos comprende todavía, no obstante, uno o dos capítulos
más, ya que las bibliotecas eclesiásticas medievales continuaron floreciendo
hasta la Disolución de 1536-1539 en Inglaterra, y, en la Europa continental,
hasta la desamortización como consecuencia de la Revolución francesa. La
búsqueda de manuscritos antiguos comienza en serio cuando surge la profe­
sión de editor, creada por la imprenta y apoyada por las universidades y el
mecenazgo. En términos generales, la erudición clásica pasó de Italia a Fran­
cia, los Países Bajos, Inglaterra y Alemania. Entre las figuras principales de
esta época están Piero Vettori (1499-1585) y Fulvio Orsini (1529-1600) en
Italia; en Francia, Guillaume Budé (1468-1540), Julio César Escalígero
(1484-1558), Adrien Tumebo (1512-1565), que enseñó en Toulouse y Paris,
y Denys Lambin (1520-1572), además de los coleccionistas y editores Pierre
Daniel (1530-1603) y Pierre Pithou (1539-1596) y los hugonotes José Justo
Escalígero (1540-1609), profesor en Leiden, e Isaac Casaubon (1559-1614);
en los Países Bajos, Justo Lipsio (1547-1606) en Leiden y Lovaina, J. F. Gro-
novio (1611-1671), Nicolas Heins (1620-1681) e Isaac Vossius (1618-1689),
erudito, bibliotecario y coleccionista; y, en Inglaterra, Richard Bentley
(1662-1742), director del Trinity College de Cambridge, editor de Manilio y
supuestamente del Nuevo Testamento. Son eruditos de un tipo sin preceden­
tes, profesores dedicados a la exploración de las lenguas clásicas en las uni­
versidades de París, Leiden y Lovaina. Dejan tras de sí una nueva clase de
fuente para los estudiosos de la transmisión: el cotejo de manuscritos, unas
veces en los márgenes de sus obras impresas, otras en textos independien­
tes, para que el filólogo moderno emprenda la identificación de este o aquel
manuscrito conservado o perdido. Los procedimientos de edición se hacen
más precisos a medida que los eruditos de la Ilustración se van acercando a
la captación total de una transmisión determinada. Por todo ello, constitu­
yen la primera generación de editores cuya obra resulta todavía útil, en mu­
chos aspectos, para los investigadores actuales, y algunas de cuyas correc­
ciones son aún aceptadas o seriamente valoradas.-
El último gran cambio en las bases del estudio de los manuscritos es la
desamortización durante la Revolución francesa y sus consecuencias, que
contemplaron el surgimiento de los estados europeos modernos a partir del
imperio napoleónico en las primeras décadas del siglo xrx. Desde este mo­
mento, los eruditos consultarán cada vez más manuscritos en las bibliotecas
públicas; los manuscritos de Claraval, por ejemplo, fueron trasladados a la
biblioteca municipal de Troyes, los de la abadía de Mont-Saint-Michel a
la biblioteca municipal de Avranches, los de Tegemsee y las demás abadías
bávaras a la nueva Biblioteca Estatal de Munich. En la transición a las bi­
bliotecas de propiedad pública, como en cualquier transición de este tipo, las
colecciones a veces se dispersaron, y algunos manuscritos pasaron a manos
de particulares. El bibliófilo y ladrón de libros Guillaume Libri consiguió es­
camotear valiosos manuscritos de la biblioteca del departamento de Tours, y
el bibliotecario de Arras destrozó sus manuscritos para vender las hojas a los
fabricantes de cola y a los pescaderos del mercado. Pero aun así desapare­
cieron menos manuscritos en la transición europea que los que se habían
perdido durante la Disolución de las abadías en Inglaterra en el siglo xvi,
cuando el estado no fue capaz de supervisar el cambio (y en realidad no te­
nía interés en hacerlo), dejando que la mayoría de los manuscritos fueran a
parar a colecciones particulares.
Hasta hoy día se han seguido descubriendo manuscritos nuevos, tanto en
excavaciones en Oriente Medio como en bibliotecas públicas y privadas de
Europa. Al mismo tiempo continúan perdiéndose manuscritos, si no íntegros
al menos en parte. La biblioteca municipal y universitaria de Estrasburgo ar­
dió durante la guerra franco-prusiana de 1870; la de la Universidad de Lo-
vaina se quemó en la primera guerra mundial, y, después de reponer libros y
manuscritos, volvió a incendiarse durante la segunda; tampoco la biblioteca
de la catedral de Chartres salió indemne de la segunda guerra mundial. La re­
encuadernación de manuscritos medievales, tanto por coleccionistas como
por bibliotecas modernas, les ha privado de sus guardas, lugar habitual de in­
formación preciosa sobre sus antiguos propietarios. Además ocurre que en
los últimos cuarenta años estudiosos y editores han utilizado repetidamente
manuscritos que no habían sido abiertos más que una o dos veces en los qui­
nientos años anteriores; los conservadores están comprensiblemente preocu­
pados por el estado en que se encontrarán los manuscritos en el siglo próxi­
mo si continúa el sistema de uso actual.
Nuestro estudio de la transmisión de los textos clásicos latinos finaliza
con los inicios de la filología moderna en Alemania hacia mediados del si­
glo XIX. Estos inicios están determinados por la formulación de un método
para establecer textos críticos, método llamado «teoría estemática de recen­
sión» y atribuido antiguamente a Karl Lachmann. Su base es la detallada ex­
presión, en la década de 1830, de los principios propuestos por el erudito ale­
mán J. A. Bengel hacia 1730 con el fin de construir un árbol genealógico que
muestre la filiación, o relaciones de parentesco, de los manuscritos y la «des­
cendencia del texto». Los filólogos alemanes del siglo xix crearon el instru­
mento indispensable para los historiadores de la transmisión, los medios para
formar un stemma codicum. Si bien se han perfeccionado las normas, los edi­
tores modernos de los autores clásicos trabajan aún con los principios que
ellos establecieron.

Para terminar, una pregunta: ¿por qué ciertas obras romanas se conserva­
ron y otras desaparecieron? Podemos proponer varias explicaciones, y cada
una de ellas, mejor que una sola, es, de un modo u otro, en parte responsable.
Está claro que el grado de circulación de un texto en la Antigüedad tiene que
haber afectado al alcance de su difusión medieval. Los Academica posteriora
de Cicerón no gozaron de gran popularidad en la Antigüedad, por lo que la
tradición era muy débil desde el mismo principio. Ciertas obras antiguas eran
antitéticas de la teología cristiana, como las Tragedias de Séneca; al no ser de
utilidad en la temprana Edad Media, desaparecieron sin haber sido copiadas
(como casi sucedió con las Tragedias). El bajo nivel de circulación medieval
de los poetas elegiacos Tibulo, Propercio y Catulo se explica probablemente
también del mismo modo. El hecho de que interesasen a los moralistas cris­
tianos explicaría, por ejemplo, la gran circulación de las obras de Séneca a
partir del siglo Di, así como la considerable popularidad de Ovidio en los si­
glos xn y xm. La destrucción física desempeñó igualmente un papel al deter­
minar qué debía de conservarse y qué no, especialmente en el periodo 500-
750 y otra vez en el siglo ix. No obstante, como ya hemos dicho, no sería
correcto atribuir la desaparición de manuscritos literarios antiguos sobre todo
a la violencia. La negligencia, por un lado, y la superabundancia causada por
la redacción masiva de «nuevas» copias, por otro, explican probablemente la
mayor parte de las destrucciones de manuscritos.

L a c ie n c ia a c t u a l

Nuestro conocimiento de la transmisión de la literatura latina ha progre­


sado a lo largo de este siglo gracias a la transformación de lo que antes era
obra de aficionados brillantes en una disciplina académica con metodología
y reglas fijas. La aparición de la paleografía como ciencia permitió un co­
nocimiento más preciso de las fechas de los manuscritos conservados, sus
lugares de origen y las circunstancias de su producción, y, además, centró la
atención en los manuscritos medievales como objeto de estudio. Actualmente
tenemos un catálogo de 1.865 códices latinos anteriores al siglo ix conserva­
dos íntegra o parcialmente, y con el tiempo habrá un catálogo de cerca de
6.700 códices del siglo ix; también existen listas de manuscritos en escritura
benev entina. Tanto en Europa como en Norteamérica ha ido aumentando la
publicación de catálogos detallados de las bibliotecas que poseen manuscri­
tos, además de estudios temáticos como la guía tripartita de Paul Kristeller a
los inventarios de colecciones, su Iter o voyage littéraire, y el catálogo de tra­
ducciones y comentarios sobre autores antiguos. Birger Munk Olsen elaboró
un minucioso catálogo de los manuscritos de autores latinos copiados antes
del 1200 d.C. Están en marcha sendos catálogos de los manuscritos de clási­
cos latinos de la Biblioteca Vaticana y de las bibliotecas francesas. Una guía
de los manuscritos medievales de origen inglés va por su tercera edición, aca­
ba de aparecer una guía similar de manuscritos de procedencia alemana y
existe un fichero con los procedentes de Francia. Los catálogos de manuscri­
tos con indicaciones sobre su fecha, copista o lugar de origen, así como la
obra de investigadores como Ullman, Billanovich y De la Mare, han contri­
buido al conocimiento de los copistas italianos del siglo xv. Tenemos nume­
rosos y detallados estudios sobre los manuscritos de un solo texto clásico, que
intentan ser exhaustivos en su tratamiento. Y de época más reciente son los
trabajos sobre la circulación y la transmisión de una obra concreta. Este tipo
de estudios, que al principio eran simples colecciones del material excedente
acumulado durante el proceso de edición de un texto, ha terminado por con­
vertirse en un objetivo útil en sí mismo. El control científico sobre los datos
referentes a manuscritos es significativamente mejor que hace un siglo.
Los estudiosos de la transmisión textual disponen actualmente de más
ediciones de textos que sus predecesores; en efecto, en los años noventa es
posible comparar al menos dos o tres ediciones modernas de un gran núme­
ro de autores latinos. Este número era lo bastante amplio como para permi­
tir la redacción de Texts and Transmission, obra que, al fin y al cabo, tenía
que fiarse de la calidad de las ediciones existentes. Sin embargo, no sólo hay
todavía autores cuyas obras más importantes carecen de ediciones modernas,
como Suetonio y Vegecio, sino también muchos clásicos latinos que no pue­
den consultarse más que en ediciones viejas o poco fiables.
El estudio de la transmisión de textos se ha convertido en una ciencia,
señal de nuestra actitud cambiante hacia la transmisión de la literatura clá­
sica, hacia la Edad Media y hacia el proceso de edición. Esta disciplina na­
ció como parte de la historia o historiografía de la filología clásica, y fue
conformada en el siglo pasado por eruditos alemanes con contribuciones
notables de Hall, Herescu y, más recientemente, de Hunger y Pfeiffer. Scri­
bes and Scholars, escrito por Leighton Reynolds y Nigel Wilson en 1968 y
reeditado en 1974 y 1992, representa el primer intento de estudiar la trans­
misión de la literatura clásica de forma global. Texts and Transmission
(1983), por su parte, se esfuerza por primera vez en presentar de una ma­
nera concisa la historia de la transmisión de cada obra literaria de la Anti­
güedad romana.
Este análisis del progreso de la ciencia relativa a la transmisión de los tex­
tos latinos no pretende insinuar que, suponiendo que sigamos por el mismo
camino, el fin esté próximo y la investigación histórica concreta haya termi­
nado. Por el contrario, siempre habrá nuevas preguntas a medida que apren­
damos lo suficiente para hacerlas. Pasar del anticuarismo al historicismo equi­
vale al progreso desde la identificación de todos los aspectos de una vasija u
otro objeto, por ejemplo, a la ubicación de este objeto en su propio contexto
histórico y la demostración de su significado dentro de un proceso evolutivo.
El estudio de la transmisión está aún, hasta cierto punto, en su fase anticua­
ría: identificando, datando y localizando manuscritos, identificando a quienes
copiaron o leyeron a los autores clásicos o las bibliotecas que poseyeron sus
manuscritos en la Edad Media, estableciendo las relaciones entre los manus­
critos medievales de un texto antiguo determinado. Por ahora sabemos poco,
o incluso hay poca curiosidad, sobre el contexto: sobre cuestiones históricas
como por qué los hombres de la Edad Media leían a los clásicos, o por qué
copiaron sus manuscritos, o cómo los cambios en la actitud hacia la Antigüe­
dad, reflejados en el conocimiento de estos autores y en la copia de sus tex­
tos, son parte del cambio en la historia intelectual del medioevo. Esta laguna
existirá mientras los estudiosos de la transmisión demuestren poco interés por
la historia del periodo durante el cual fueron transmitidos y transmutados los
textos clásicos. Mientras sean desdeñados los sermones y la liturgia medieva­
les, los investigadores no entenderán el uso que se hizo de los autores anti­
guos en la Edad Media, ni comprenderán, por ejemplo, por qué los monjes
medievales pudieron escribir un tratado sobre la enmienda textual.
No puede predecirse con detalle el futuro de los estudios sobre la trans­
misión, pero sí son evidentes ciertos pasos inmediatos. Los límites actuales
de la disciplina se han topado con el denso bosque de los manuscritos del
siglo XV, no sólo los de la Italia humanista sino también los de la Europa sep­
tentrional; hay que abrirse paso a través de ellos. Una importante serie de
textos medievales espera editores inteligentes, que identificarán los textos
antiguos que estos autores conocían de primera y segunda mano. La maraña
de listas de libros medievales, institucionales y particulares, debe ser editada
correctamente, con índices adecuados. Quizá sobre todo podemos esperar
una tendencia creciente, en el contexto de los estudios sobre la transmisión
de los textos latinos, a tratar cada manuscrito conservado como un testimo­
nio potencialmente valioso y, así, como un objeto real, producido por gente
real en una época y lugar concretos y por una razón determinada. Nos será
posible aprender algo de cada manuscrito si consideramos la Edad Media
como un periodo vivo y cambiante de la historia europea, que aplicó lo que
pudo de la Antigüedad a sus propias necesidades, y, al hacerlo, preservó gran
parte de la literatura clásica para las generaciones futuras.

B ib l io g r a f ía

La mejor introducción a la transmisión de la literatura romana es L. D. Reynolds


y N. G. Wilson, Scribes and Scholars: A Guide to the Transmission o f Greek and La­
tin Literature, Oxford. 1974: (3.a ed. en prensa): hay trad, cast.: Copistas y filólogos,
Gredos, Madrid, 1986. Su obra analiza certeramente la reaparición de los autores la­
tinos en la Edad Media, es decir, qué autores eran conocidos en determinada época.
El punto de partida para estudiar la transmisión de textos latinos individuales es Texts
and Transmission: A Survey o f the Latin Classics, ed. L. D. Reynolds, Oxford, 1983;
es de esperar que algún día aparezcan volúmenes comparables sobre la literatura grie­
ga y las obras de los Padres de la Iglesia, tanto romanos como griegos (de Tertulia­
no a Beda). Para un tratamiento sucinto de la crítica textual y la teoría del stemma,
véanse Scribes and Scholars, capítulo 6, «Textual Criticism»; P. Maas, Textual Criti­
cism, Oxford, 1958; y M. L. West, Textual Criticism and Editorial Technique Appli­
cable to Greek and Latin Texts, Stuttgart, 1973. [Puede consultarse también el libro
de Alberto Blecua, Manual de crítica textual. Castalia, Madrid, 1983, que contiene
buena —breve pero selecta— bibliografía, en las pp. 339-340.] Por lo que se refiere
a los catálogos e inventarios medievales como evidencias, véase A. Derolez, Les Ca­
talogues de bibliothèque, Typologie des sources du moyen âge occidental, 31, Tum-
hout, 1979. Sobre la aparición de autores clásicos en inventarios medievales, véase el
anticuado pero todavía útil M. Manitius, Handschriften antiker Autoren in mittelal­
terlichen Bibliothekskatalogen, Zentralblatt für Bibliothekswesen, Beiheft 67, Leip­
zig, 1935. La pervivenda de la cultura romana ha sido expuesta brevemente por
P. Brown, The World o f Late Antiquity, AD 150-750, Londres, 1971, y con detalle
por P. Riché, Education et culture dans l'Occident barbare, vie-vine siècles, París,
1962. La supervivencia de ciudades e instituciones urbanas está tratada por B. Ward-
Perkins, From Classical Antiquity to the Middle Ages: Urban Public Buildings in
Northern and Central Italy, AD 300-850, Oxford, 1983. P. Courcelle, Les Lettres
grecques en Occident de Macrobe à Cassiodore, Pans, 1948, proporciona un análisis
magistral de la cultura latina tardía en Occidente. Sobre los misioneros anglosajones
en la Europa continental, véase W. Levison, England and the Continent in the Eighth
Century, Oxford, 1946. Con respecto al Renacimiento carolingio, véase D. Bullough,
The Age o f Charlemagne, Londres, 1 9 7 3 y sobre las bibliotecas carolingias, B. Bis-
choff, «Panorama der Handschriftenüberlieferung aus der Zeit Karls des GroBsen»,
en Karl der Große: Lebenswerk und Nachleben, II, Düsseldorf, 1965, pp. 233-254.
En cuanto al concepto de Renacimiento y su relación con la utilización de ideas e
imágenes del clasicismo, véase E. Panofsky, Renaissance and Renascences in Wes­
tern Art, Estocolmo, 1960 (hay trad, cast.: Renacimiento y renacimientos en el arte
occidental, Alianza, Madrid, 1985). Sobre el humanismo, véanse A. Campana, «The
Origins of the Word “Humanist”», Journal o f the Warburg and Courtauld Institutes,
9, 1946, pp. 60-73, y L. Martines, The Social World of the Florentine Humanists,
1390-1460, Princeton, 1963. [Para España, véase F. Rico, La invención dei humanis­
mo en España, Alianza Universidad, Madrid, 1993.] Está aún por escribir una obra
sobre la erudición clásica de la época moderna, pero véase A. Grafton, Joseph Scali-
ger: A Study in the History of Classical Scholarship, Oxford, 1983. Entre las fuen­
tes paleográñcas están E. A. Lowe, Codices latini antiquiores, 12 vols., Oxford,
1934-1973; B. Bischoff y V. Brown en Mediaeval Studies, 47, 1985, pp. 317-366, y
E. A. Lowe, The Beneventan Script: A History o f South Italian Minuscule, ed.
V. Brown, 2 vols., Roma, 1980, con una lista revisada de los manuscritos en escri­
tura beneventina en el vol. II. P. O. Kristeller, Latin Manuscript Books Befare 1600,
Nueva York, 1965·’, es una guía de catálogos, manuscritos e impresos; para manus­
critos de humanistas del Renacimiento, id.. Iter italicum, Leiden, 1963, y sobre edi­
ciones comentadas y traducciones de los clásicos en el Renacimiento, id., Catalogus
translationum et commentariorum, Washington, 1960. B. Munk Olsen, L ’Étude des
auteurs classiques latins aux xie et xtie siècles, París, 1982, 3 vols., es un catálogo de­
tallado de todos los manuscritos conocidos de los siglos xi y xn de clásicos latinos
importantes. Los manuscritos latinos de la Biblioteca Vaticana han sido recogidos por
E. Pellegrin et al., Les Manuscrits classiques latins de la Bibliothèque Vaticane, Pa­
ns, 1975. Sobre la procedencia de manuscritos medievales, véase N. R. Ker, Medie­
val Libraries of Great Britain, Londres, 1964% y su Supplement, ed. A. G. Watson,
Londres, 19S7. Existe un estudio equivalente sobre las bibliotecas medievales alema­
nas, editado por Sigrid Krämer. La información referente a las bibliotecas medieva­
les de Francia se encuentra en el Instituto de Investigación e Historia de los Textos
de París. La escritura de los humanistas italianos y sus copistas ha sido analizada por
B. L. Ullman, The Origin and Development of Humanist Script, Roma, 1960, y por
A. C. de la Mare, The Handwriting o f Italian Humanists, Oxford, ] 973. La historia
de la erudición clásica es tratada por F. W. Hall, A Companion to Classical Texts,
Oxford, 1913; N. I. Herescu, Bibliographie de la littérature latine. Pans, 1943; R.
Pfeiffer, History of Classical Scholarship from the Beginnings to the End of the He­
llenistic Age, Oxford, 1968, y H. Hunger et al., Geschichte der Textüberlieferung der
antiken und mittelalterlichen Literatur, vol. I, Zurich, 1961.
Charles Davis
ΙΠ. LA EDAD MEDIA

Para la Edad Media, al igual que para el Renacimiento, Roma era la ima­
gen de un pasado común y glorioso, sí bien a veces turbulento. En este ca­
pítulo se intentará describir esa imagen tal como existía en Occidente antes
de ser reinterpretada por Petrarca. Queda excluido Bizancio y no se estudia­
rá, salvo de forma incidental, la influencia ejercida por los vestigios físicos,
filosóficos, jurídicos y literarios de Roma, y en cambio se hará hincapié en
la perduración de aspectos de su pasado en instituciones contemporáneas y
en conceptos políticos.
Aunque fascinado por Roma, el mundo medieval ignoraba su historia y
creía ciegamente en los relatos, detallados pero tendenciosamente retóricos,
de san Agustín en su Ciudad de Dios y de Orosio en los Siete libros de his­
toria contra los paganos. Se leía a Tito Livio en el epítome de Floro, y se
desconocía a Tácito. Cicerón, César, Salustio, Suetonio y Valerio Máximo
eran asequibles, así como Lucano, Estacio y Virgilio, que eran considerados
tanto historiadores como poetas. Hacia mediados del siglo v Eutropio escri­
bió un Breviarium de historia romana para el emperador Valente, en el que
dedicaba alabanzas a héroes de la república e incluía un largo y ferviente pa­
negírico al emperador Trajano. Tales elogios se repitieron en la ampliación
que Paulo Diácono hizo de la obra de Eutropio, la Historia Romana, escrita
a finales del siglo vm, y el hecho de que conozcamos más de cien manus­
critos, completos o fragmentarios, de la obra de Paulo dan una idea de su po­
pularidad. Las crónicas universales trataban, naturalmente, de Roma, escritas
a menudo al estilo de Orosio. Por lo general interesaba más coleccionar
exempla históricos que contuvieran una lección moral que investigar el dis­
curso de la historia antigua o las vidas de sus protagonistas. Esto es así no
sólo en Paulo Diácono, sino también en el mucho más instruido Juan de Sa­
lisbury, un eclesiástico inglés del siglo xn gran lector de los clásicos. En dos
capítulos de su Policraticus elogia a romanos famosos como Camilo, Fabri­
cio, Marco Porcio Catón, Régulo, a tres de los Escipiones, Marco Curcio,
Augusto y Trajano, y también a personajes no romanos como Alejandro,
Aristides, Aníbal y Masinissa (5, 7-8). César, a quien desde luego se dedicó
considerable atención tanto en las obras latinas como en las escritas en las
lenguas vernáculas, fue tratado de forma ambivalente por Juan, ei cual, como
muchos otros, alabó su clemencia pero siguió a Suetonio, Eutropio y Paulo
Diácono en la censura de su tiranía, ya que «se había apoderado de la res-
publica mediante las armas» (8, 19).
Del mismo modo que muchos escritores medievales, Juan elogió en lí­
neas generales a los romanos, empleando el concepto histórico expresado por
Cicerón y otros según el cual ellos ejercían una tutela o patrocinium, y no
una tiranía, sobre los demás pueblos. «Por su devoción a la justicia y a la se­
rena libertad —dice Juan— , por su veneración de las leyes, por su amistad
hacia los pueblos vecinos, por su madurez en el consejo y su gravedad en pa­
labras y actos, los romanos lograron el dominio del mundo» (5, 7).
Por supuesto perdieron ese dominio del mundo, pero la presencia y mar­
tirio de Pedro y Pablo en Roma les otorgó una nueva dimensión de gloria y
poder. Según una leyenda muy extendida. Cristo encontró a san Pedro fuera
de las murallas, cuando huía de la persecución pagana, y le dijo que volvie­
ra a la ciudad porque estaba destinada a ser la sede de la Iglesia. Así, Roma
en la Edad Media era la ciudad de los Césares y también la de los mártires,
y el famoso himno de los peregrinos que se dirigían a sus santuarios no sólo
la aclamaba como dueña del mundo y ciudad excelentísima; decía además
que era roja por la sangre de sus mártires y blanca por las azucenas de sus
vírgenes.
Por otra parte, las persecuciones fueron consideradas como un deshonor
para Roma, ya que invitaban a la comparación con los sufrimientos de los
hijos de Israel en Babilonia. Después de que la Iglesia se hiciera oficial­
mente romana, su poder y exacciones fueron interpretados también de modo
negativo, creando una actitud que encontró su reflejo en la ciudad pagana,
que se había alimentado de las naciones sometidas. El escritor del poema
del siglo xn «Contra la avaricia de los romanos» hizo declarar al rey Mam­
món que desde los tiempos de Rómulo no había encontrado súbditos tan sa­
tisfactorios como los romanos. Walter Map decía que incluso las letras del
nombre ROMA eran un acrónimo de Radix Omnium Malorum Avaritia, «la
raíz de todo mal es la avaricia». De modo que los términos patrocinium y
latrocinium podían aplicarse a Roma.
Aparte de estos juicios históricos de carácter general, una gran parte del
interés medieval por la ciudad era más anticuarista que moral, y con fre­
cuencia estaba impregnado de un temor que la situaba en el reino de lo má­
gico, lo maravilloso, lo legendario. Se creía que Virgilio, además de repetir
una profecía sibilina sobre el nacimiento de Cristo, había sido un gran ni­
gromante. A menudo se miraban el arte y los monumentos paganos como si
estuvieran investidos de un poder demoníaco. Incluso un adorador de Roma
como Dante hablaba de sus «dioses falsos y mentirosos», que se suponía ha­
bían sido demonios. Según una célebre y muy difundida historia, una estatua
de Venus se vengó de un joven, que en broma le deslizó un anillo de espon­
sales en el dedo, cuando se interpuso entre él y su novia mientras hacían el
amor; sólo un mago fue capaz de romper el hechizo y recobrar el anillo. En
otro relato, cuando el Panteón fue convertido en iglesia y los demonios que
lo habitaban expulsados, el diablo, furioso, se llevó la gran piña de piedra
que había en lo alto del edificio a la plaza de San Pedro, dejando un agujero
en el techo. Los monumentos romanos más grandes solían considerarse
maravillas cuya construcción estaba fuera del poder de los mortales.
El tratado del maestro Gregorio (finales del siglo xn o principios del xra),
erudito, racional y, para su época, históricamente correcto, dedicado sólo a los
restos paganos de Roma, fue prácticamente una excepción, aunque puede atri­
buirse una actitud semejante a Enrique de Blois, entre otros, el cual se llevó es­
tatuas antiguas para adornar la sede de su obispado en Winchester. Que tal ac­
titud era inusual lo indica, a pesar de su educación clásica, una burlona alusión
de Juan de Salisbury. Debemos recordar que incluso el maestro Gregorio no
excluía la posibilidad de que una estatua de Venus, que le parecía «ruborizada
en su desnudez, con un tinte rojizo coloreando su rostro» y que le había hecho
retroceder tres veces para contemplarla pese a que la escultura estaba muy le­
jos de su casa, pudo haber ejercido sobre él cierto encanto mágico.
Persiste a veces, por tanto, una cierta proximidad en las leyendas sobre
los dioses paganos. Hay mucha más en las fábulas acerca de los orígenes y
decadencia de Roma, claramente destinadas a glorificar el presente. La in­
vención de fundadores romanos y troyanos para reinos y ciudades del Medi­
terráneo y también del norte de Europa alimentó el orgullo cívico y nacional
de los patriotas. Así, Antenor había fundado Padua y Julio César, Florencia,
Príamo había sido el antepasado de los sajones y Francus, hijo de Héctor, an­
tecesor de los francos; incluso los advenedizos normandos afirmaron tener
sangre troyana. Quizá la leyenda más notable de este tipo, y seguramente la
más estimulante para la literatura de ficción, fue la creada por Godofredo de
Monmouth, según la cual Bruto, sobrino de Eneas, dio su nombre a Britania,
y su descendiente (el gran rey Arturo) luchó con éxito contra sus enemigos
en Britania y también contra la progenie romana de Eneas en el continente.
A nivel municipal abundaban las nuevas o segundas Romas. No sólo
Constantinopla; también Tréveris y Winchester, e incluso la abadía de Glas­
tonbury, se atribuyeron tal calificativo. Los ejemplos más claros proceden,
por supuesto, de Italia. Entre otros muchos casos, podemos citar el de Pisa,
que se vanagloriaba de su éxito en la campaña contra los musulmanes en el
Mediterráneo oriental, no en el sentido de una cruzada, sino como la victo­
ria de una nueva Roma sobre una nueva Cartago. Ninguna ciudad italiana,
sin embargo, pretendió tener tantos vínculos con Roma como la metrópoli
toscana de Florencia.
La imagen de Florencia como una nueva Roma empezó a elaborarse ya
en tomo al 1200 en la primera crónica florentina que se conserva, la Cróni­
ca del origen de la ciudad, que contema un esquema de historia universal
que incluía Fiésole, Troya y Roma, y culminaba con la victoria final de Fio-
rencia sobre Fiésole. Según ella, Fiésole fue la progenitora de Troya, Troya
la de Roma y Roma por dos veces la de Florencia. Fiésole, la ciudad rival,
fue destruida en dos ocasiones, una por Roma y otra por Florencia, y en am­
bos casos su población se mezcló con los habitantes romanos del valle infe­
rior. Quinientos años separaban, según la Crónica, la primera fundación de
Florencia y la destrucción de Fiésole por Julio César de la destrucción
de Florencia y la segunda construcción de Fiésole por Totila; después Flo­
rencia fue reconstruida con la ayuda de Carlomagno y las dos ciudades co­
existieron durante otros quinientos años hasta que los florentinos ocuparon
Fiésole tras un ataque sorpresa.
La nueva ciudad, según la crónica, fue construida a imagen y semejanza
de Roma, con un capitolio, un anfiteatro, una torre vigía y termas. Tanto los
monumentos cristianos de Florencia como los paganos son un reflejo de los
de Roma, ya que las principales iglesias florentinas, San Pedro, San Pablo,
San Lorenzo, San Esteban y el Baptisterio de San Juan, tenían entre sí la
misma relación topográfica que las iglesias de Roma del mismo nombre.
Giovanni Villani, cronista de principios del siglo xrv, reforzó este aspecto de
semejanza pagana y cristiana al afirmar que el Baptisterio de Florencia re­
cordaba mucho al Panteón de Roma, y había sido también un templo paga­
no antes de convertirse en iglesia cristiana.
Estas leyendas alimentaron la vanidad de ciudades viejas y nuevas. Al
mismo tiempo prestaron a los jóvenes pueblos bárbaros el sentimiento de
formar parte de una civilización antigua. Pero la satisfacción que se deriva­
ba de estas fábulas no era el único motivo, y quizá ni siquiera el fundamen­
tal, de la formación de la idea medieval de Roma. Más importante aún fue la
continuidad, real o supuesta, entre ciertas instituciones antiguas y las medie­
vales. Esto es así sobre todo en el caso del imperio (llamado a veces roma­
no y a veces cristiano), de la Iglesia Romana y de la ciudad de Roma, tres
importantes instituciones cuya historia estaba estrechamente ligada a la del
mundo pagano y cristiano primitivo. Para el imperio, el papado y el munici­
pio, el pasado era también el presente. Gracias a ellos, y al menos para sus
funcionarios y sus fieles, la ciudad no parecía envuelta en las nieblas de la
antigüedad, sino bañada en la luz clara, aunque distorsionada, de la realidad
contemporánea.
¿No existía aún el imperio de Augusto, sí bien dividido en las versiones
bizantina y germana? ¿No había fundado Pedro, poco después del reinado de
Augusto, una Iglesia que seguía estando dirigida por sus sucesores? ¿No
mantenía incluso el gobierno civil de Roma tenues pero cuidados lazos con
un pasado grandioso? Todavía existían funcionarios que se llamaban senado­
res, y de vez en cuando el gobierno municipal, sobre todo después de que
en 1144 se estableciera una comuna, intentaba reafirmar lo que consideraba
sus antiguos privilegios. No obstante, por lo general se contentaba con hablar
a los potentados visitantes en términos pomposos de sabor clásico. Salvo los
juristas (y éstos solían ser hostiles), pocas personas prestaron atención a las
reivindicaciones de la comuna. Por lo general, lo que interesaba al mundo
medieval no era la república moderna, ni siquiera la antigua, sino el imperio
romano antiguo y moderno.

Los teólogos y los historiadores, enfrentados al impresionante hecho his­


tórico de la Roma imperial, intentaron conocer su lugar en el plan divino.
Los emperadores y los papas, por su parte, trataron de utilizar el concepto
cristiano de su papel histórico, junto con sus leyes y el recuerdo de su poder
supremo, para consolidar su autoridad y promover sus gobiernos. También
ellos y sus propagandistas invocaron, de vez en cuando, como hicieron los
patriotas de la comuna, las virtudes de los héroes republicanos que habían
creado la monarquía universal heredada, y, con distinto éxito, defendida, por
Augusto y sus sucesores.
No todos, desde luego, sentían admiración por Roma. Los reformadores,
rebeldes y herejes, los satíricos, los litigantes desilusionados e incluso los
propagandistas papales e imperiales, una vez conseguidos sus propósitos in­
mediatos, insistían frecuentemente en su perversidad y corrupción y la des­
cribían como una Babilonia. Incluso Pablo, siendo como era ciudadano ro­
mano, se refirió a ella en este sentido. El desconocido autor del Apocalipsis
utilizó una vivida metáfora para describir sus atributos babilónicos: para él
era la Gran Prostituta que fornicaba con los reyes del mundo y se emborra­
chaba con la sangre de los santos, y se regocijaba por su futura destrucción.
En sus comentarios al Apocalipsis, Victorino de Pettau (m. c. 304) decía que
la caída de la Prostituta significaba «la ruina de la gran Babilonia, esto es, de
la ciudad de Roma». La mayor parte de los comentaristas posteriores inten­
taron suavizar esta identificación, haciendo que la Prostituta representara al
conjunto de los predestinados a la condenación. Pero los cátaros y los val-
denses, los franciscanos radicales Olivi y Ubertino da Casale e incluso Dan­
te le dieron más énfasis al aplicar el epíteto a la Iglesia Romana. También
una constitución del emperador Federico Π acusaba al pueblo de Roma de
haber bebido del cáliz de Babilonia, evidentemente la copa de abominacio­
nes de la Gran Prostituta, que para Federico equivalía al cáliz del papa ro­
mano.
Nerón, considerado el principal predecesor del Anticristo, fue el empe­
rador más estrechamente vinculado a temas apocalípticos. Con él se asocia­
ba a menudo a Simón el Mago, el hechicero de Samaria que, según los He­
chos de los Apóstoles (8, 9-20) fue maldecido por Pedro cuando intentó
comprarles a él y a Juan el poder de impartir el Espíritu Santo. Partiendo de
este episodio se desarrolló ya en época temprana la leyenda, muy difundi­
da, de que Simón el Mago había engañado a Nerón gracias a sus artes má­
gicas y había luchado con Simón Pedro en Roma, volando sobre la ciudad
hasta que una plegaria del santo le hizo caer de cabeza a tierra. Nerón y Si­
món el Mago simbolizaron en la Edad Media la violencia y la corrupción
del poder romano, e inspiraron muchas profecías sobre la colaboración para
hacer el mal de un emperador y un papa, cuyas respectivas autoridades pro­
cedían de Roma.
Ya antes de la conversion de Constantino, sin embargo, algunos de los pri­
meros padres, como Tertuliano (c. 160-c. 220) y Lactancio (c. 240-c. 320),
afirmaban que la existencia del imperio tema al menos una ventaja negativa,
ya que mientras durara el Anticristo no vendría. Agradecidos por el dudoso
orden que proporcionaba, rogaban por su supervivencia como una forma de
posponer cosas peores. Esta creencia fue después vinculada al imperio cris­
tiano, y aparece expresada todavía en el siglo xin en el Juego del Anticristo,
obra en la que el emperador, llamado Augusto César, insta a otros reyes cris­
tianos a obedecer sus leyes romanas. Vence al rey de Babilonia y deposita su
cetro y su corona sobre el altar del Templo de Jerusalén, cediendo su impe­
rio a Dios. Después llega el Anticristo y la caída de los súbditos de Roma y,
finalmente, el triunfo de la Iglesia.
Medio siglo antes de Lactancio, un gran teólogo cristiano adoptó una vi­
sión de la historia de Roma considerablemente más positiva que ésta. Se tra­
ta de Orígenes, quien sufrió martirio durante la persecución de Decio. Orí­
genes no dudó en calificar a Roma como un instrumento de la providencia
divina, otorgándole un lugar subordinado pero muy significativo en el nuevo
esquema histórico cristiano.
Los acontecimientos más importantes de este esquema eran las dos ve­
nidas de Cristo, la primera para redimir al hombre, y la segunda para juz­
garlo. Para Orígenes, Roma tenía la misión de preparar al mundo para am­
bos eventos. Dominándolo hacía más fácil el cumplimiento de la orden de
ir y predicar a todas las naciones dada por el Salvador a sus apóstoles. El
periodo de paz de Augusto, según Orígenes profetizado en el Libro de los
Salmos (72, 7), había facilitado la propagación de la paz espiritual de Cris­
to. Bajo los sucesores de Augusto continuó el proceso de reducción de di­
ferencias entre los distintos pueblos, de modo que, al llegar el Juicio Final,
todos serán llamados en el nombre del Señor con una sola voz, y le servi­
rán bajo un solo yugo. Probablemente se trata del yugo de la Iglesia: hay
pocos datos en los fragmentos conservados de sus obras que indiquen que
Orígenes previo un imperio cristiano.
Sin embargo, tal imperio se haría realidad muy pronto tras la conversión
de Constantino, acontecimiento saludado con exaltación por el obispo corte­
sano Eusebio de Cesarea, discípulo de Orígenes, el cual, como ha observado
Erik Peterson, convirtió las ideas de su maestro en un programa político, una
especie de teología imperial. Eusebio opuso la confusión resultante de la mul­
tiplicidad de gobernantes y dioses a la unidad conseguida por el emperador en
la tierra y el Rey en los cielos. Ratificó la interpretación del salmo 72, 7 dada
por Orígenes, insistiendo en la coincidencia entre la venida de Cristo y la paz
augusta y en el lugar de esta última en el plan divino. Su interpretación de la
historia era más materialista y menos escatológica que la de Orígenes. Creía
que el progreso hacia un mayor orden y felicidad terrenales iniciado con el ad­
venimiento de Cristo y la paz de Augusto continuaría hasta la Segunda Veni­
da, pero también estaba convencido de que muchos de sus objetivos ya habían
sido cumplidos por Constantino. Eusebio pensaba que el milenio era inmi-
nente, y que la soberanía de Dios en los cielos resplandecía ya a través de la
soberanía del emperador en la tierra.
El estilo de los obispos posteriores, especialmente los de Occidente, ten­
día a ser menos adulador. San Ambrosio de Milán (c. 339-397), por ejemplo,
se sintió impelido a oponerse a la herejía y a los crímenes del emperador, en­
frentándose a la política pro aria de Valentiniano y condenando la masacre
de Tesalónica ordenada por Teodosio. Ambrosio afirmaba que el emperador
no estaba por encima de la Iglesia sino dentro de ella, y por tanto sujeto a su
disciplina. Pero al mismo tiempo aceptaba el principio esencial de la tesis de
Eusebio sobre el progreso, y dijo que «todos los hombres, viviendo en un im­
perio universal, han aprendido a reconocer sinceramente a un solo Dios to­
dopoderoso».
El aparente renacimiento del poder romano durante el siglo iv, y sobre todo
con Teodosio, despertó cierto sentimiento de optimismo entre los intelectuales,
y, a pesar del estricto control cristiano, hasta los paganos se entusiasmaron con
lo que consideraban la renovatio romana. Rutilio Namaciano, dirigiéndose a
Roma, declaraba: «tú has hecho una sola patria de diversas razas», y «tú has
hecho una ciudad de lo que antes era un mundo». Claudiano, en un pasaje
citado en muchos «espejos de príncipes» cristianos posteriores, incluso en el
Policraticus de Juan de Salisbury, del siglo xn, presentaba al recientemente fa­
llecido Teodosio aconsejando a su hijo Honorio que imitara a héroes como Ré­
gulo, Catón, Fabricio y Trajano en el gobierno de unos «romanos que durante
mucho tiempo lo dominaron todo, y no toleraron ni la soberbia de Tarquinio ni
la tiranía de César» {Cuarto consulado de Honorio, 309-319, 410-414).
El más elocuente de todos los panegiristas de Roma fue, no obstante, el
poeta cristiano contemporáneo Prudencio. Citando los versos de Virgilio
(Eneida, 1, 278 y ss.), saludaba a la «Roma dorada», eterna e invencible,
adornada no sólo con sus glorias temporales sino también con los méritos
de los apóstoles Pedro y Pablo, no solamente con sus monumentos paganos
sino con sus grandes iglesias (Contra Símaco, 1, 528-543). Cristo, declara­
ba, había destinado a Roma a imponer el orden y la paz sobre el universo,
deseando sus victorias aun cuando invocara a dioses ridículos. Entabló po­
lémicas con los paganos que defendían a estos dioses, pero de una forma
amable y amistosa. Después de la conversión del imperio, decía, los ídolos
quedarán como inocentes obras de arte (Peristéfanon, 2, 413-484). Tanto los
monumentos paganos como los cristianos eran ornamentos de Roma. Trató
con benevolencia incluso al recién nombrado emperador Juliano, pagano,
del que dijo que era «pérfido con Dios, pero no con el mundo». Con todo,
afirmó que los auténticos patriotas romanos eran los mártires cristianos (el
papa Dámaso le había precedido en esta declaración). Prudencio opinaba que
san Lorenzo estaba sentado en el Senado Eterno llevando una corona cívica
y gozando del título de cónsul eterno de Roma. Allí, gracias a Jesús, podía
beberse vino de Falemo sin ser interrumpidos por los bárbaros que, al decir
de Prudencio, diferían de los romanos tanto como los cuadrúpedos de los bí­
pedos. Prudencio, al igual que Eusebio, recalcó la dimensión eclesiástica e
imperial de Roma, pero utilizó la teoría eusebiana del progreso romano y
cristiano para conciliar visiones históricas aparentemente contradictorias.

Cuando Alarico saqueó Roma en el año 410, este humor de pacífico op­
timismo se hizo pedazos. No sólo la creencia pagana y cristiana en la singu­
laridad del heroísmo romano y en la universalidad y eternidad del gobierno
de Roma sufrió un severo golpe; también la versión occidental de la teología
política de Eusebio se vio quebrada. San Agustín, obispo de Hipona, muy in­
fluido por el pesimismo histórico radical del gran teórico donatista Ticonio,
no intentó defender ninguna de las dos tesis cuando escribió el más impor­
tante e influyente de los tratados polemistas, La ciudad de Dios. Al contra­
rio, pretendió desacreditarlas. Dada la gran importancia que tuvo su obra en
la creación de actitudes cristianas posteriores, es necesario que la analicemos
con cierto detenimiento.
El propósito explícito de san Agustín era responder a la murmuración
pagana posterior al saqueo, según la cual la causa de dicha tragedia era que
los dioses de Roma estaban enojados por la hostilidad y la indiferencia de
los cristianos, y que el cristianismo había debilitado las virtudes y el patrio­
tismo romanos. Su propósito implícito era la disolución del vínculo forjado
por Eusebio entre cristianismo y éxito imperial.
San Agustín negó la realidad de los dioses paganos, así como la validez
de la virtud romana encamada en el concepto de su justicia. ¿Cómo podía
existir verdadera justicia —se pregunta— sin creer en el verdadero Dios?
Incluso a un nivel meramente temporal, los pueblos de la raza humana ha­
brían sido más felices si hubieran podido vivir juntos en tantos reinos como
familias había en una ciudad. Pero sufrieron el exterminio y el pillaje por
parte de los romanos, siendo aceptados sólo mucho después como ciudada­
nos sujetos a las mismas leyes que sus dominadores. No podía decirse que
la conquista de estos pueblos fuera el resultado de un deseo de promover el
bien común de la raza humana. Algunas guerras habían sido defensivas,
como afirmaba Salustio (3, 10), pero en muchos otros casos el motivo de
Roma no fue tanto el deseo de supervivencia como el ansia de dominio.
Los héroes romanos, aun los más moderados, enérgicos y valientes, no
eran realmente virtuosos, ya que reprimían los vicios menores para poder
entregarse más completamente al supremo vicio del orgullo (5, 15). Uno de
los aspectos del orgullo era el anhelo de gloria, más noble que la mera am­
bición de autoridad y riqueza pero también causa de pecado. Por la gloria
Julio César desencadenó una nueva guerra. Por tanto, dice Agustín cáusti­
camente, «el principal deseo de los hombres brillantes, de modo que sus
méritos destacaran, era ver a Belona incitando a la lucha a naciones mise­
rables y dirigiéndolas hacia ella con su sangriento látigo» (cf. Virgilio, Enei­
da, 8, 703). Catón de Útica, como había hecho notar Salustio, era más no­
ble porque no estaba interesado en las alabanzas de otros hombres sino en
su propia virtud (5, 12). Pero el deseo de reforzar la propia buena opinión
de uno mismo es también egoísmo, como claramente manifestó Catón con
su suicidio, puesto que su arrogancia le hizo avergonzarse de ser perdonado
por la famosa clemencia de César. Régulo, el general romano capturado por
los cartagineses, fue más noble. Enviado a Roma para proponer un inter­
cambio de prisioneros, tras ser obligado a jurar que regresaría a Cartago si
su embajada fracasaba, aconsejó al Senado que rechazara la propuesta y
después volvió, prefiriendo morir a romper su juramento, y sufrir las es­
pantosas torturas de los cartagineses a evitarlas mediante el suicidio (1, 15).
Esta lealtad a los falsos dioses romanos debió de inspirar a los cristianos su
fidelidad al verdadero. Pero en otro lugar (3, 18) Agustín acusó a Régulo de
«excesiva ansia de alabanza y gloria», ya que antes había intentado imponer
la paz a los cartagineses con tan severas condiciones que éstos retrasaron el
final de la primera guerra púnica.
A pesar de su reticente admiración por algunos héroes romanos, es sig­
nificativo, como advierte Paschoud, que san Agustín siempre se refiera a la
historia romana como la historia de «ellos»; sólo la historia de la Iglesia es
«nuestra». No obstante su evidente respeto por algunas de sus virtudes y he­
chos, el análisis que hace de las motivaciones de los romanos, incluidos los
más importantes, es implacable.
Ciudadanos en este mundo de la nueva Babilonia y próximos al infierno,
declara Agustín, tomaron su autoridad terrena de Dios, pero lo mismo hicie­
ron los asirios, los persas y todos los demás gobiernos. Era absurdo pensar
que tal autoridad podía ser eterna. Virgilio estaba sólo transmitiendo el sen­
timiento romano cuando en su poema hace que Júpiter prediga la eternidad
del imperium. Por eso Agustín empezó a demoler los mitos paganos. Tam­
bién intentó, de una manera más moderada, destruir los fundamentos de la
teología política de Eusebio. Ni siquiera menciona la idea de que la razón de
ser de la paz augusta era preparar el camino de la evangelización cristiana.
Se negó a unir su voz a la de los primeros Padres que habían afirmado la pro­
fecía del salmo 72, 7, prefiriendo interpretar este pasaje como el anuncio del
ascenso de la Iglesia en la gloria de la resurrección.
Por lo tanto no tenía necesidad de hacer un panegírico a Augusto, de
modo que su opinión sobre este gobernante es inusualmente negativa. No
insistió en la paz augusta, sino en la sangre vertida en sus guerras, inclu­
yendo la del «elocuente especialista en el arte del gobierno», Cicerón,
quien, afirma san Agustín, había sido entregado por Augusto a Marco An­
tonio para que lo matara, aunque Cicerón había apoyado al primero en la
creencia de que protegería aquella «libertad de la república» que fue más
tarde suprimida (3, 30). Agustín interrumpe aquí su discurso sobre la histo­
ria romana. Si bien menciona a Nerón como precursor del Anticristo, no tra­
ta de los demás gobernantes del imperio pagano.
Decía que para los hombres era mejor ser gobernados por paganos vir­
tuosos, aun cuando su virtud dependiera únicamente de las reglas de la ciu­
dad terrenal, que por tiranos, aunque mucho mejor era ser gobernados por los
servidores del verdadero Dios. Los cristianos tuvieron razón al alegrarse por
la conversión de Constantino. Al final, sin embargo, ¿qué importaba quién
gobernara durante esta oscura y transitoria vida, mientras el rey no obligara
a sus súbditos a cometer actos de maldad? Los hombres aceptarían agradeci­
dos cualquier intervalo de paz temporal como una ayuda para alcanzar la paz
espiritual ofrecida por la Iglesia a través de sus sacramentos. Pero no les
preocuparía excesivamente el hecho de que las guerras mundanas estén des­
tinadas a persistir y multiplicarse, a pesar de la cristianización del imperio.
En un periodo marcado por el saqueo visigodo de Roma y la invasión de
África por los vándalos había pocas posibilidades de que san Agustín se sin­
tiera atraído por el optimismo de Eusebio. Como recordaba a sus lectores pa­
ganos y cristianos, la lluvia divina cae sobre justos y pecadores. Algunos em­
peradores cristianos han disfrutado de bendiciones terrenales y otros no; lo
mismo había sucedido con los paganos, y su virtud, o la falta de ella, había
tenido evidentemente poca influencia en los éxitos temporales. Las catástro­
fes naturales y humanas habían ocurrido antes y después de la conversión de
Constantino.
San Agustín pidió ayuda al sacerdote español Orosio para documentar
esta última tesis con datos de la historia general de Roma y también de la de
otros pueblos. El resultado fueron los Siete libros de historia contra los pa­
ganos, una obra fundamental, junto con La ciudad de Dios, en la formación
de la actitud medieval hacia la historia de Roma. Orosio tenía menos interés
que Agustín en alabar la virtud romana, y era mucho más consciente de los
sufrimientos causados por la conquista de provincias como España, su patria,
por el imperialismo romano. Su visión de las épocas paganas era más pesi­
mista aún que la de su maestro. Mediante antítesis mecánicas afirma que
todo era peor antes y mejor ahora, incluyendo las invasiones bárbaras. Pero
o bien no entendió o bien no aprobó la postura negativa de san Agustín fren­
te a la teología política elaborada por Eusebio y sus seguidores. Por el con­
trario, acepta con entusiasmo esta teología y la desarrolla hasta un punto no­
table, especialmente en lo referente a Augusto, el «más fuerte y clemente»,
y a su paz universal (6, 1).
Orosio, siguiendo la traducción de san Jerónimo de la Crónica de Euse­
bio, dice que la existencia de esta paz fue anunciada por el cierre de las puer­
tas del templo de Jano cuando Octaviano regresó a Roma para asumir el tí­
tulo de Augusto. Por eso afirma que era el único monarca del mundo. Más
tarde Orosio introdujo en este relato un detalle inventado por él mismo, un
vínculo entre la asunción del nombre de Augusto en el 29 a.C. y el posterior
bautismo de Cristo. Ambos acontecimientos tuvieron lugar, según Orosio, el
6 de enero, día en que se celebraba la Epifanía, una ñesta que Orosio inter­
pretaba de acuerdo con la costumbre cristiana oriental y en contra de la opi­
nión de san Agustín y de la Iglesia de Roma. Orosio pensaba que esta fiesta
no indicaba la visita de los Reyes Magos, sino el sacramento del bautismo de
Cristo, el inicio de su ministerio en la tierra. «Por esta razón —escribe Oro­
sio— , era adecuado recordar fielmente este acontecimiento, ya que el impe­
rio de César tenía que probar en todos los aspectos que había sido preparado
para la llegada de Cristo» (6, 20). Después, en el mismo año del nacimiento
de Cristo, Augusto cerró de nuevo las puertas de Jano, inaugurando una paz
que duró cerca de doce años. Al mismo tiempo rehusó ser llamado Señor, en
un momento en que el verdadero Señor de la raza humana acababa de nacer.
Cristo devolvió el cumplido eligiendo, según Orosio, ser incluido en el cen­
so de Augusto, honor que no concedió a ningún otro imperio. Al hacerlo se
autoafirmaba como ciudadano romano, y reconocía haber predestinado la mi­
sión histórica de Roma.
Orosio estrechó además los lazos entre Augusto y Cristo dando un signifi­
cado cristiano a milagros paganos asociados con el primero. Cuando Augusto
regresó a Roma después de la muerte de César, apareció sobre el sol un círcu­
lo semejante al arco iris, indicando que el dueño del mundo había llegado a la
ciudad y prefigurando al mismo tiempo el advenimiento del verdadero sol, el
dueño y creador del universo. En cuanto a la historia de la fuente de aceite que
supuestamente manó en una posada del Trastevere, Orosio señala que fue des­
pués de que Augusto devolviera treinta mil esclavos a sus dueños, matando a
los que no lo tenían, y perdonando las deudas del pueblo romano. ¿No fue un­
gido Cristo? ¿No representa la posada a la hospitalaria iglesia? ¿No devuelve
Cristo los esclavos del pecado a sus propios dueños (a excepción de aquellos
predestinados a la muerte, que no tenían ninguno), y perdona las deudas en que
había incurrido el pecador (6, 20)? Esta «teología augusta» de Orosio se di­
fundiría más tarde, y algunas de sus ramificaciones son descritas de manera
fascinante por Robert Brentano. Por ejemplo, en la famosa guía de Roma del
siglo xn, los Mirabilia, se dice que Augusto había pedido consejo a la Sibila
acerca de la propuesta del Senado de ser adorado como dios. Ella profetizó que
del cielo vendría un rey, e inmediatamente Augusto vio, en un relámpago pro­
cedente del cielo, a una hermosa virgen con un niño en brazos sobre un altar,
y oyó una voz que decía: «este es el altar del hijo de Dios». Se decía que la vi­
sión había tenido lugar en la habitación de Augusto, situada en el mismo lugar
donde se construyó después la iglesia de Sancta, Maria in Ara Caeli. Augusto
describió su visión al Senado y declinó la ofrecida deificación.
Volviendo a una obra histórica más sobria, escrita cerca de un siglo des­
pués, encontramos esta yuxtaposición de Augusto y Cristo repetida, de un
modo estilizado pero efectivo, por el influyente cronista Martín de Troppau,
quien decía que Augusto había establecido la paz universal pero no quiso ser
llamado señor o adorado como dios. En esa época nació Cristo, y entonces
la ciudad de Roma y el mundo entero tuvieron dos luces, dos espadas y dos
gobiernos: la autoridad pontificia ejercida por Cristo, y la imperial por Oc­
taviano.
También Tito, el conquistador de Jerusalén, fue para Orosio una figura
providencial. Mediante el saqueo de Jerusalén tuvo el honor de vengar la
muerte de Cristo, y también él, junto con su padre, Vespasiano, cerró las
puertas del templo de Jano. (Prudencio, Apotheosis, 538-540, había dicho
que Tito y Pompeyo hicieron pagar a los judíos su deuda con Dios.) A esta
tesis, muy difundida, añadió Dante siglos después un corolario aún más ex­
travagante: hizo de Tiberio, el emperador bajo cuyo reinado murió Cristo,
otro instrumento de la providencia divina. No sólo se permitió a los romanos
vengar la muerte de Cristo mediante el castigo de los judíos, decía Dante;
también vengaron la caída del hombre mediante la ejecución de Jesús. De
esta manera implicaba al imperio romano en la salvación del hombre, ha­
ciendo notar que si Roma no hubiese tenido jurisdicción legal sobre Cristo
gracias a su inclusión en el censo de Augusto, su muerte no habría podido
redimir a la humanidad. Este privilegio de vengar el pecado de Adán ftie, se­
gún Dante, la máxima gloria jamás concedida a Roma (Purgatorio, 21, 82-
84; Paraíso, 6, 82-93; Monarquía, 2, 11).
Ningún otro escritor cristiano, y desde luego no Orosio, ha ido tan lejos.
Pero para Orosio la conexión entre Cristo y el imperio pagano prefiguraba
claramente el cumplimiento de la historia en el imperio cristiano, como ciu­
dadano del cual podía decir: «la amplitud de Oriente, la vastedad del Norte,
la extensión del Sur y las amplias y seguras sedes de las grandes islas están
bajo mi ley y mi nombre porque yo, como romano y cristiano, acerco a los
cristianos y a los romanos» (5, 2). Esta unión de los pueblos romano y cris­
tiano en Orosio constituye el extremo opuesto de las referencias de san
Agustín a «su historia». Orosio fue discípulo de san Agustín sólo de una ma­
nera superficial. Su verdadero maestro fue Eusebio de Cesarea, como han se­
ñalado Peterson y Mommsen.
La idea de Roma de Orosio tuvo al menos tanta influencia en Occidente
como la de san Agustín. El carácter negativo del tratamiento que el obispo
de Hipona da al problema de la misión providencial de Roma escapó a la ma­
yor parte de los comentaristas medievales (y a muchos de los modernos),
aunque su actitud negativa hacia los héroes romanos tuvo una considerable
influencia en el pensamiento posterior. Su concepto sardónico de la virtud ro­
mana encontró un montón de imitadores en la Edad Media, desde Fulgencio
en el siglo vi hasta Guido Vemani, el crítico de la Monarquía de Dante, en
el xrv. Dado que el propio Orosio no se interesó por la virtud romana y con­
sideraba a Roma como una especie de marioneta gigante manipulada por
Dios, su obra no planteó ningún problema con respecto a una interpretación
semejante. Muchos escritores posteriores fueron capaces de combinar, sin
ningún sentido de la incompatibilidad, un entusiasmo orosiano por la impo­
sición romana del orden en el mundo con una indiferencia u hostilidad agus-
tinianas hacia los héroes paganos.

San Agustín y Orosio vivieron en una época en la que, al menos en Oc­


cidente, la vertiente imperial de la imagen de Roma empezaba a perder ac­
tualidad. Desde el punto de vista político, la situación de Roma era algo pe­
riférica ya antes del saqueo de Alarico. Constantino había establecido su
nueva capital en el Bosforo, y el centro del poder imperial se desplazó ine­
vitablemente a Constantinopla, aunque algunos emperadores romanos tar­
díos, como Valentiniano III, residieran en Roma, y Justiniano, gobernando
desde Constantinopla, empleara mucha sangre y oro en arrebatar Roma a los
ostrogodos. Pero las invasiones lombardas deshicieron la obra de Justinia-
no, y después Roma llegó a ser considerada más como la ciudad de los
apóstoles Pedro y Pablo y de los papas que como la cuna de los héroes clá­
sicos y de los emperadores antiguos y modernos.
Prudencio había sido uno de los primeros escritores cristianos en incor­
porar los santos y mártires primitivos al culto patriótico de Roma, aunque
para él Roma era también la ciudad de los Césares. El papa León I (m. 461)
desarrolló este punto de vista llegando a creer que Cristo había venido úni­
camente para salvar a los romanos. No obstante, marcó una separación entre
la Roma pagana y la apostólica más radical que la de Prudencio. Los funda­
dores de la primera habían sido los hermanos de sangre y enemigos Rómulo
y Remo, uno de los cuales mató al otro; los fundadores de la segunda fueron
los caritativos hermanos en espíritu Pedro y Pablo. De estos últimos, Pedro
había sido el destinatario del encargo de Cristo de regir la Iglesia, y fue su
presencia revivida la que presidió lo que León creyó era Ia renovatio de
Roma tras el saqueo del 410. En un sermón (82), León decía que Roma no
era ya la «maestra del error» sino la «discipula de la verdad», y se dirigía a
ella como «una raza santa, un pueblo elegido, una ciudad sacerdotal y real,
cabeza del universo gracias a la santa sede del bienaventurado Pedro». «Tú
—declaraba, refiriéndose a Roma— has extendido tu poder mediante la reli­
gión divina más que a través del dominio terrenal.»
Para León y para Orosio populus christianus y populus romanus eran ex­
presiones prácticamente idénticas. Sobre este pueblo debían gobernar en ar­
monía Iglesia y Estado, ayudándose mutuamente en las tareas ordenadas por
Dios. Este ideal de cooperación se remontaba a Eusebio de Cesarea, quien
consideraba al emperador como el miembro superior de la alianza. León I,
por el contrario, pensaba que, al menos en Occidente, el más importante de­
bía ser el papa. Toda intrusión en su autoridad debía ser rechazada aun si pro­
cedía del emperador, y especialmente si venía del advenedizo obispo de
Constantinopla.
También fueron graves las usurpaciones de poder para un papa más im­
portante, el aristócrata romano Gregorio I Magno (papa entre 590 y 604),
pero éste se enfrentaba a un problema desesperadamente cercano: el intento
de convivir con los lombardos en la Italia central. Su lamento por Roma
cuando los bárbaros sitiaron la ciudad en el 593 refleja el pesimismo con que
veía la situación:

De la que fue una vez dueña del mundo, vemos ahora lo que queda, afli­
gida como está en todos los frentes por inmensos pesares, por la deserción de
sus ciudadanos, los ataques de sus enemigos y la acumulación de sus ruinas ...
¿Dónde está ahora el Senado? ¿Dónde las gentes? Toda pompa y toda cere­
monia se han extinguido ... El Senado se ha ido, el pueblo ha perecido ...
Roma está ahora vacía y en llamas (Patrología Latina, 76, 1.010-1.011).

Ni siquiera en épocas más tranquilas demostró san Gregorio, como León, te­
ner esperanzas en una pronta renovatio. Tampoco fue capaz de permitirse
el lujo, como había hecho su predecesor, de limitar su ministerio a los que
consideraba romanos. «Me he convertido en el obispo no sólo de los roma­
nos, sino también de los lombardos», observó con amargura. Aun así desea­
ba la salvación de las almas de los bárbaros, y encontró tiempo para enviar
misioneros hasta el último rincón del mundo, Britania, una región que en
aquella época se hallaba totalmente al margen del ámbito de la civilización
romana.
Durante mucho tiempo san Gregorio fue recordado más por los ingleses,
que esperaban que fuera su protector en el día del Juicio Final, que por los
romanos. Fue también en Inglaterra, curiosamente, donde se encontró el pri­
mer testimonio de la leyenda que lo relacionaba —de un modo que sin duda
él hubiera lamentado— con el emperador Trajano, elegido mucho antes de­
bido a su virtud: Eutropio, por ejemplo, había terminado su largo panegírico
a este emperador, copiado fielmente por Paulo Diácono, declarando que «in­
cluso en nuestra época los príncipes son aclamados por el senado con el gri­
to: “¡que seas más afortunado que Augusto, más justo que Trajano!”». Aun
antes de que Paulo escribiera su panegírico, un monje de Whitby compuso,
probablemente a comienzos del siglo vm, una vida del papa que incluía una
historia extraordinaria, la del rescate de Trajano del infierno mediante su
bautismo con las lágrimas de san Gregorio. Esta historia fue incorporada
posteriormente (en tomo al 875) a la biografía «oficial» por Juan Diácono, y
se difundió a través de Europa. Según el monje de Whitby, un día que san
Gregorio cruzaba el Foro (de Trajano) miró hacia «una maravillosa obra
suya» y encontró recogido allí un acontecimiento del reinado del emperador
que parecía indicar un espíritu más cristiano que pagano. Se trataba de la
sentencia de Trajano en favor de una pobre viuda que había apelado a él, pre­
cisamente cuando marchaba con gran prisa a la guerra, contra los asesinos de
su hijo. La actuación del emperador le recordó a Gregorio el versículo de la
Biblia «haced justicia al huérfano, defended a la viuda» (Isaías 1, 17, aunque
para el monje de Whitby son simplemente «palabras de Cristo»), Entonces
Gregorio fue a San Pedro y derramó tantas lágrimas por Trajano que sus ple­
garias fueron escuchadas y el buen gobernante pagano se salvó.
Es una historia notable, ya que establece un vínculo entre la era pagana
y la cristiana y contradice la declaración expresa del propio san Gregorio de
que nadie debería rezar por los infieles y los pecadores del infierno. Resulta
particularmente significativa porque san Gregorio mostró escasa piedad ha­
cia la cultura pagana, y porque otra leyenda medieval lo relaciona con la des­
trucción de antiguas bibliotecas existentes en el Palatino y el Capitolio. Pero
debemos recordar que en realidad el monje de Whitby no estaba describien­
do a Trajano como un buen pagano, sino como un protocristiano; le alaba no
por ser un ejemplo de justicia secular, sino por mostrar compasión cristiana.
Además, san Gregorio no lloró en el foro de Trajano o sobre la tumba del
emperador. Fue a la iglesia de su gran patrón y predecesor, san Pedro, y allí
consiguió el favor que buscaba. A finales de la Edad Media, sin embargo, es­
critores como Juan de Salisbury y Dante elogiarán la justicia de Trajano, una
virtud secular y supuestamente romana, y no mencionarán la visita de Gre­
gorio a San Pedro.
Para los cristianos de Occidente de principios de la Edad Media era san
Pedro quien otorgaba autoridad espiritual al papa. Con el tiempo, éste fue
ejerciendo una creciente autoridad temporal. Por supuesto, durante muchos
años continuó siendo aliado del emperador. Pero éste estaba lejos, durante
casi todo el siglo vm fue un hereje, y su ejército fue de mayor utilidad a
Constantinopla que a Roma. Esta ciudad y la región circundante, amenaza­
das cada vez más por los lombardos, estaban, si no en teoría, sí de hecho,
bajo la responsabilidad del papa. Pero para protegerlas hacían falta soldados.
Con el fin de conseguir esta protección el papa se dirigió a Occidente. En el
754 ungió como rey a Pipino, el poderoso mayordomo de palacio de los fran­
cos, y le concedió el título de patricius Romanus, anteriormente llevado por
el representante de Bizancio en Italia, el exarca de Ravena. Más tarde, el tí­
tulo fue conferido al hijo de Pipino, Carlomagno, por la misma razón.
Probablemente se pueden deducir ciertas nociones de la ideología papal
en este periodo de la curiosa falsificación que fue la Donación de Constanti­
no, aceptada hasta la Edad Moderna como una concesión real de autoridad y
territorio hecha por Constantino al papa Silvestre I. Aunque teóricamente se
puede fechar la falsificación en el 850, es muy probable, por razones de se­
mejanza estilística con documentos pontificios del tercer cuarto del siglo vm,
que se hiciera entonces al menos una primera redacción.
Su contenido es una extraña combinación de leyenda y documentos ofi­
ciales, y su terminología es unas veces vaga y otras muy precisa. Comienza
con un largo preámbulo en el que Constantino afirma su fe cristiana y relata
su conversión. Aquejado de lepra, y habiendo rechazado piadosamente la po­
sibilidad de sanar mediante la inmersión en la sangre de niños inocentes sa­
crificados, como le habían aconsejado sus sacerdotes paganos, fue recom­
pensado con un sueño en el que san Pedro y san-Pablo le recomendaban ser
bautizado por el papa Silvestre, que en esa época se escondía de la persecu­
ción imperial. Después de haber encontrado al papa y viéndose curado de la
lepra, Constantino decretó que la Iglesia y Sede de Roma serían honradas y
ensalzadas sobre su propio trono e imperio y gobernarían sobre todas las
iglesias del mundo, declarando también que la silla apostólica asignada a Pe­
dro por el Salvador y el lugar donde Pedro y Pablo sufrieron martirio serían
la sede de la ley sacra. Además decía haber construido una iglesia en su pa­
lacio de Letrán (palacio superior a todos los demás del mundo), así como
iglesias dedicadas a san Pedro y san Pablo. Mediante la Donación concedió
a Silvestre no sólo este palacio, sino también «la corona de nuestra cabeza»,
que Silvestre rehusó, el fiygium (probablemente la tiara), el superhumeral
que rodeaba el cuello del emperador, la clámide púrpura y la túnica carmesí
y los otros atributos imperiales, además del derecho a presidir la caballería
imperial (esta última concesión pretendía quizá legitimar el derecho del papa
a hacer la guerra). El clero pontificio recibiría los honores de senadores, y
Constantino cumpliría, en honor de san Pedro, la función de palafrenero del
papa, llevando su caballo de la brida. El emperador añadía que había cedido
al papa el palacio imperial y también la ciudad de Roma y todas las provin­
cias, distritos y ciudades de Italia o de las regiones occidentales (esta fraseo­
logía es quizá intencionadamente vaga), trasladando su propio reino a Orien­
te, ya que no era correcto que un emperador terrenal tuviera jurisdicción don­
de el emperador de los cielos había establecido la capital de su culto y sus
sacerdotes.
Fuera cual fuese el objetivo práctico de esta falsificación, asignaba clara­
mente al papa una autoridad imperial —y más que imperial— sobre Roma
(concebida como la ciudad de san Pedro y san Pablo). Sus pretensiones justi­
ficaban que el papa asumiera el derecho a nombrar un patricius romanus que
la protegiera de los bárbaros. Después, en el 800, en un momento en el que
estaba sometido a fuertes presiones por parte de enemigos locales, el papa
León ΙΠ designó patricius a un emperador. La culminación de la alianza en­
tre el papado y los francos fue la coronación de Carlomagno como emperador
de los romanos en San Pedro, el día de Navidad de ese mismo año. El signi­
ficado de esta ceremonia ha sido muy discutido, así como los motivos de los
que participaron en ella. Según los semioficiales Anales francos, el papa León
puso una corona en la cabeza de Carlomagno y en ese instante el pueblo de
Roma gritó: «vida y victoria a Carlos, Augusto, coronado por Dios», y fue
adorado por el papa como a los antiguos príncipes. Este relato pone al menos
tanto énfasis en el papel del pueblo romano como en el del papa. La biogra­
fía oficial de León ΠΙ en el Liber Pontificalis, por su parte, subraya el papel
de Pedro y su sucesor León en la coronación, afirmando que fue el celo de
Carlomagno por la Santa Iglesia y su vicario lo que motivó que el pueblo gri­
tara, de acuerdo con la voluntad de Dios y de san Pedro, guardián de las lla­
ves del reino celestial: «¡a Carlos, el más piadoso de los Augustos coronado
por Dios, grande y pacífico emperador, vida y victoria!». Después «el más
santo pontífice» ungió a «su hijo» Carlos con los óleos. El biógrafo de León
no menciona la adoración del nuevo emperador por el papa. Más bien parece
insinuar que la corona imperial fue un regalo del papa al emperador a cambio
de los servicios prestados.
Esto se revela de forma explícita en la coronación de Ludovico Pío por
Esteban IV en Reims, en 816. Allí no hubo aclamación por el pueblo ro­
mano; los únicos protagonistas de la ceremonia fueron el papa y el empera­
dor. Esteban dijo que había traído para Ludovico la corona del emperador
Constantino, y que por ello Roma le otorgaba los «dones de Pedro». Tras
bendecir la corona, Esteban invocó el favor de Cristo, «que quiere que
Roma llegue a ser la cabeza del mundo». Aquí vemos cómo el aspecto im­
perial de Roma se añade simplemente a su imagen providencial y papal.
Pero ¿cuál fue la actitud de los emperadores de la nueva Roma, Cons­
tantinopla, ante estos acontecimientos? Como es natural, la coronación de
Carlomagno los enfureció. No obstante, este príncipe estaba más interesado
en mantener relaciones diplomáticas con ellos que en usurpar un título espe­
cíficamente romano. Aunque durante unos cuantos años sus monedas lleva­
ron inscrito el lema «renacimiento del imperio romano», muy pronto éste fue
reemplazado por el énfasis en la creación de un imperium ckristianum. In­
cluso Einhard, el biógrafo romanizante de Carlomagno, que eligió como mo­
delo para su vida del monarca franco la biografía de Augusto escrita por Sue­
tonio, hace referencia a los esfuerzos de Carlomagno tras su coronación por
apaciguar a los ofendidos «emperadores romanos» de Constantinopla.
Algunos papas del siglo ix y sus servidores no fueron tan considerados
con la sensibilidad de los bizantinos. Nicolás I (856-867) escribió al empe­
rador bizantino Miguel ΙΠ para decirle que era ridículo que se denominara a
sí mismo emperador de los romanos, cuando ni siquiera comprendía el latín.
Este punto de vista es expresado de forma más detallada y teórica en el in­
forme que Anastasio, bibliotecario del papa, dirigió a Adriano Π (867-872)
después del fracaso del octavo concilio ecuménico de Constantinopla, en el
870. Anastasio decía que el emperador bizantino Basilio había insistido en
llamarse a sí mismo «emperador de los romanos» a pesar de que los empe­
radores orientales habían perdido por castigo divino su poder en Occidente.
Luis II el Tartamudo, protegido del papa, envió una carta escrita por Anasta­
sio a Basilio en el año 871 en la que habla de sí mismo como «el augusto
emperador de los romanos» que escribe al «emperador de la nueva Roma»,
afirmando que el título de basileus de este último podía aplicarse a toda cla­
se de monarcas. Pero el título imperial era diferente: por elección de la Igle­
sia y del papa, él, Luis, y su familia ocupaban el trono imperial.
Juan VIH (872-882), sucesor de Adriano, creía que el imperium era un
regalo de Dios a través del ministerium del papa, y llamaba a Roma «ciudad
sacerdotal y real». No obstante, al mismo tiempo se mostraba orgulloso de
su antigua historia. Utilizaba las fórmulas SPQR y «togados», y en una
de sus cartas afirmaba patrióticamente que los romanos morirían antes que
dar sus hijos como rehenes a sus enemigos. Juan Diácono demostraba ser
consciente de este aspecto de la concepción del papa cuando le dedicó la vida
de Gregorio I con las palabras siguientes: «Acepta los triunfos del pueblo de
Rómulo». Además, cuando Juan VHI le ofreció la corona imperial a Carlos
el Calvo en el 875, dijo que lo había hecho después de consultar a sus con­
sejeros y al senado romano.
Esta idea aparece reflejada también en los poemas del gramático napolitano
Eugenio Vulgario, algunos de los cuales están dirigidos al papa Sergio ΙΠ
(904-911). Familiarizado con Horacio, Séneca y Virgilio, alaba a la «áurea
Roma», a la que describe como «cabeza del universo, terror del mundo, rayo
que cae en la tierra, santuario de reinos, única belleza inmortal, ciudad de ciu­
dades». Elogia asimismo a los Escipiones, a los Fabios y a los antiguos atri­
butos del gobierno, cuya gloria —afirma— ha renovado ahora el pontífice.
Pero a pesar de estos cumplidos a la ciudad pagana, era la Roma de Pedro y
Pablo la más importante para los papas de este periodo y para sus teóricos
y panegiristas: el título de emperador era otorgado por el supremo pontífice,
y existía sólo para protección de la Iglesia.
Cuando Juan ΧΠ pidió ayuda a Otón I el Grande, rey de Sajonia, y le co­
ronó en Roma en el 962, indudablemente pensaba en un emperador de este
tipo. Pero el propio Otón tenía una idea más simple de su título, ya que se
llamaba a sí mismo sólo «imperator» o «imperator augustus» en lugar de
«imperator Romanus» o «imperator Romanorum». Su imperio era todavía el
imperium christianum de Carlomagno. Widukind de Corvey, el famoso cro­
nista sajón de su reinado, lo llama emperador (título que había aplicado tam­
bién a su predecesor, Enrique el Pajarero) sencillamente porque reinaba so­
bre una serie de pueblos. Widukind ni siquiera menciona su coronación en
Roma. Tampoco fue considerado un emperador romano por Benito, un mon­
je de San Andrea, no lejos de Roma, que a propósito de una de las visitas de
Otón a Roma escribió:

¡Ay de ti, reino de Italia, oprimido por tantas naciones! ... ¡Ay de ti,
Roma! Has sido vencida y pisoteada por muchos pueblos; eres también la
cautiva del rey sajón, tu pueblo ha sido juzgado con la espada, y tu poder anu­
lado ... En el apogeo de tu fuerza triunfaste sobre muchos pueblos ... Osten­
taste el cetro y el poder supremo ... Tu belleza era demasiado grande.

Es cierto que la dramaturga y poetisa clasicista Roswitha, monja del mo­


nasterio de Gandersheim, situó a.Otón entre los Césares y se refirió a su im­
perio como «imperium Romanorum» o «Caesarianum» u «Octavianum».
Además, Liutprando de Cremona, emisario de Otón, dijo al emperador de
Constantinopla que Otón era el verdadero emperador romano. Pero al mis­
mo tiempo reveló hostilidad hacia lo romano y orgullo por lo germánico,
sentimientos que probablemente compartía con otros personajes de la corte
de Otón. Según su informe sobre la embajada que realizó en Constantinopla
c. 969, él y su pueblo fueron insultados por Nicéforo Focas con estas áspe­
ras palabras: «Vosotros no sois romanos, sino lombardos». Liutprando afir­
mó que había respondido así:

La historia nos dice que Rómulo, del que los romanos tomaron su nombre,
fue un fratricida nacido de adulterio. Construyó un lugar para refugiarse y aco­
gió en él a deudores insolventes, esclavos fugitivos, asesinos y hombres que
merecían la muerte por sus crímenes. Esta fue la clase de gente que enroló
como ciudadanos y a los que dio el nombre de romanos. De esta nobleza des­
cienden aquellos a los que das el título de «reyes del mundo». Pero nosotros,
lombardos, sajones, francos, lotaringios, bávaros, suabos y burgundios, hasta
tal punto despreciamos a esas personas que cuando nos enfurecemos con un
enemigo no encontramos nada más insultante que decirle: «¡Tú, romano!».
Para nosotros, la palabra romano comprende toda clase de bajeza, apocamien­
to, avaricia, lujuria, falsedad y vicio.

Aun cuando Liutprando no llegara a pronunciar realmente estas atrevidas pa­


labras ante Nicéforo, seguramente no se las habría escrito a Otón a menos
que pensara que iban a agradarle.
Liutprando no logró el propósito de su embajada, que era conseguir una
novia imperial para el hijo de Otón, pero el sucesor de Nicéforo estuvo dis­
puesto a enviar a la princesa bizantina Teófana, que al parecer introdujo en
la corte sajona una conciencia de romanidad considerablemente intensifica­
da. Su influencia aumentó después de la muerte de su esposo Otón Π en 983,
cuando su hijo, Otón ΠΊ, era menor de edad. En realidad, este último inten­
tó establecer su corte en Roma durante su brevísimo remado, entre 995 y
1002. Actuó en armonía con un papa designado por él, el famoso maestro
Gerberto de Aurillac, quien, siendo arzobispo de Reims, había llegado an­
sioso a la corte de Otón en el 997, manifestando con las siguientes palabras
su cálida adhesión a la ideología del joven emperador:

Nuestro, nuestro es el Imperio Romano. Italia, fértil en frutos, Lorena y


Germania, fértiles en hombres, ofrecen sus recursos, e incluso no nos faltan
los fuertes reinos eslavos. Tú, César, eres nuestro augusto emperador de los
romanos, tú, que, surgido de la sangre más noble de los griegos, los superas
en imperio y gobiernas a los romanos por derecho hereditario, pero sobrepa­
sas a ambos en genio y elocuencia.

Cuando subió al trono de San Pedro, Gerberto tomó el nombre de Sil­


vestre Π, sin duda para honrar a Otón como un nuevo Constantino, y quizá
con la esperanza de una donación mayor. Pero la forma en que Otón hizo su
propia donación a San Pedro carecía totalmente de la deferencia expresada
en el lenguaje de la falsificación constantiniana. Según decía, los papas an­
teriores

habían actuado enérgicamente contra la propiedad ajena, que nos pertenecía a


nosotros y a nuestro imperio. Así eran en efecto las glosas que inventaron, con
las que Juan Diácono, apodado «Sin Dedo» [mutilado por el papa Juan XII,
huyó a la corte de Otón I], escribió un edicto en letras de oro; bajo el nombre
del gran Constantino urdió una antigua mentira ... Rechazando por tanto estos
falsos edictos y escritos fantasiosos, por nuestra liberalidad damos a San Pedro
lo que es nuestro; no le damos lo que es suyo como si fuera nuestro. Porque
así como debido a nuestro amor por san Pedro hemos elegido como papa a
nuestro maestro señor Silvestre, ... así por amor al mismo papa Silvestre con­
cedemos a San Pedro dones de nuestro patrimonio imperial, de manera que
nuestro maestro tenga algo que ofrecer a nuestro señor Pedro de parte de su
discípulo.

Este regalo (los ocho condados de la Pentápolis) era modesto en compara­


ción con el extenso lenguaje de la Donación. Otón ΠΙ pretendía gobernar
Roma él mismo, y en este sentido, aunque hay pocos indicios de que tuvie­
ra un interés directo en la historia pagana de Roma, quiso emular a Cons­
tantino, al menos al Constantino de la leyenda religiosa. Una ambición im­
perialista semejante habría sido intolerable para la mayoría de los pontífices
posteriores. Roma era un nido demasiado pequeño para dos pájaros como és­
tos, y generalmente el emperador tenía que estar en cualquier otro lugar, lu­
chando contra sus enemigos o haciendo cumplir personalmente sus leyes
mientras deambulaba por sus vastos e ingobernables dominios.
El intento de Otón de dirigir el imperio desde Roma fue muy breve y de­
sastroso; una sublevación popular lo expulsó de la ciudad. La presencia si­
multánea en ella de los gobiernos del emperador y del papa, con vistas a ejer­
cer su jurisdicción ordinaria de forma progresiva, no se repetiría. Pese a las
angustiadas protestas de algunos imperialistas, Roma seguiría siendo una
ciudad administrada por el papa, salvo cuando empezaron a destacar ele­
mentos comunales que limitaron su poder local. Pero, quizá como último
resplandor de lo que había sucedido bajo Otón III, escritores como Anselmo
de Besate y Benzo de Alba aclamaron a los emperadores Enrique III y Enri­
que IV con expresiones que demuestran una conciencia del papel de éstos
como sucesores de los grandes gobernantes paganos republicanos e imperia­
les, así como de su cristiana y eusebiana función de virreyes de Dios en la
tierra y aliados de los papas. También se concedía más atención a su función
como legisladores y restauradores del derecho romano. Al mismo tiempo, las
facetas imperial y papal de la idea de Roma no estaban tan íntimamente mez­
cladas como bajo Otón III, cuando León de Vercelli escribió un poema dedi­
cado a Gregorio V, predecesor de Gerberto, en el que afirmaba que el papa,
el emperador y la Iglesia podían regocijarse ante la perspectiva de que, ayu­
dado por la fuerza del césar, el papa estaría en condiciones de purificar el
mundo.
Más tarde, en el siglo xi, los papas reformistas decidieron que tendrían
que purificar el mundo por sí solos. Incluso un devoto emperador como En­
rique IH, que ejercitaba su poder eligiendo y deponiendo obispos y papas,
llegó a parecer un amo con demasiado poder. Aun el recuerdo de la Roma
imperial era a veces agobiante. Uno de los principales consejeros papales de
las primeras fases de este movimiento reformista, el cardenal Humberto de
Silva Candida, condenó el paganismo, y en consecuencia, al menos por im­
plicación, a la Roma imperial. «La Santa Iglesia Romana debe ser amada y
reverenciada —decía— no por haber sido fundada sobre la arena por Rómu­
lo y Remo, ... sino porque fue fundada sobre la roca de Cristo por Pedro y
Pablo.» Humberto opinaba que las leyes, instituciones y héroes romanos no
eran dignos de admiración; sólo los mártires cristianos sacrificados a la Gran
Prostituta tenían tal derecho. La propia Roma era más un cementerio de már­
tires que una ciudad de hombres.
Esta postura es una versión mucho más áspera y exacerbada que la de san
Agustín, al igual que la creencia de Gregorio VII en el origen pecaminoso
del dominio de reyes y príncipes «sobre los hombres, es decir, sobre sus
iguales», que, según él, procedía de la ciega codicia y la intolerable presun­
ción instigadas por el diablo. Pero el dominio eclesiástico era otra cuestión,
y otro consejero papal elogió a Gregorio, antes incluso de su ascensión al pa­
pado, comparándolo con los Escipiones y afirmando que podía hacer más
mediante su anatema que Mario y Julio con la masacre de incontables sol­
dados. Bien es verdad que de vez en cuando Gregorio tenía una visión posi­
tiva de Roma. En 1081 pidió a Alfonso VI de Castilla que no vetara la de­
signación de un prelado de origen humilde, y que recordara que, tanto en la
época pagana como en la cristiana, la res publica Romana había valorado
más la nobleza individual que la hereditaria. Pero consideraba que su propia
posición era más elevada que la de los gobernantes antiguos. En 1075 escri­
bió con orgullo a Svend Π de Dinamarca que las leyes del emperador roma­
no jamás habían conseguido extenderse a tantas regiones como las del papa
romano.
La expresión más refinada y apremiante de este triunfalismo papal, com­
binada con un auténtico pesar por la pasajera gloria de la Roma antigua, apa­
rece en dos poemas clasicistas del obispo Hildeberto de Tours (m. 1133). En
el primero, el poeta se dirige a la Roma pagana:

Nada puede igualarte, Roma, ni aun en tus ruinas;


destrozada nos enseñas cuán grande fuiste.
El tiempo ha destruido tu gloria, y los arcos de César
y los templos de los dioses yacen en las ciénagas.
Cayó la ciudad de la cual, si deseara decir algo justo,
sólo podría afirmar: ¡era Roma!
Pero ni el paso de los años ni las llamas ni la espada
han podido borrar del todo aquel esplendor.

En el segundo poema contesta la Roma cristiana, y dice que mientras adoró a


los falsos dioses gozó de la supremacía del mundo, pero que todo esto desa­
pareció cuando sus templos fueron arrasados. Mas no lamenta su pasada gran­
deza. Sus infortunios le enseñaron a no dejarse engañar por la vanidad. Su
verdadera situación es más elevada que antes, ya que la Cruz es más podero­
sa que el Águila, y la gloria de Pedro supera la'de César. «Mediante el celo y
las leyes gané el mundo, a través de la Cruz domino el cielo.»

El romanismo hierocrático se fue haciendo cada vez más agresivo des­


pués de la victoria del movimiento reformista papal de los siglos xi y xn. La
doctrina de la transferencia del imperio de los griegos a los germanos porel
papado, afirmada en 1202 por el papa Inocencio ΠΙ, se sumó a lade laDo­
nación de Constantino. Cuarenta años más tarde un panfleto de la curia atri­
buido al papa Inocencio IV llegaba a decir que la Donación no era tal, sino
sólo una restitución, y que constituía un reconocimiento de que el dominio
del mundo, usurpado en el pasado por los emperadores paganos, pertenecía
por derecho a Cristo y a sus vicarios, los papas. No es sorprendente que ante
estas afirmaciones los emperadores (y algunos reyes) se vieran obligados a
argumentar que el fundamento de su autoridad no descansaba en la Iglesia
sino en una tradición mucho más antigua, la de las leyes humanas. Después
de todo habían existido cónsules y reyes antes de que Pedro fundara su Sede,
y el derecho romano había tenido validez simplemente por haber sido pro-
mulgado por la voluntad de aquellos a los que Dios, y no el papa, había de­
signado para esa tarea. Por lo que respecta a los emperadores, su autoridad
no procedía de ninguna santificación sacerdotal, sino de Dios a través de sus
elegidos romanos, quienes, mediante la lex regia, que figura en el Codex de
Justiniano (1, 17, 1, par. 7) como «ley antigua», les habían transferido «todo
el derecho y todo el poder del pueblo romano». De resultas de ello el empe­
rador se convirtió en legislador supremo; sus decretos eran «sagrados» por­
que estaban revalidados por los principios del derecho romano, del que al
mismo tiempo era señor y ministro; sus legisladores eran «sacerdotes de la
justicia». E. H. Kantorowicz, en su ensayo «Kingship under the Impact of Ju­
risprudence», afirma que no se trataba de «una secularización de lo espiri­
tual, sino más bien de una espiritualización y santificación de lo secular».
A esta sacralización de la ley secular y de sus ministros contribuyó la ex­
traordinaria intensidad de los estudios de derecho romano en el siglo xn, di­
rigidos sobre todo al recién descubierto Digesto, vasto compendio de las
obras de legisladores romanos recopiladas por Justiniano. Bajo el emperador
Federico Barbarroja, en el siglo xn, tanto el derecho como el imperio se con­
sideraban sagrados, y Federico, queriendo legislar como un emperador ro­
mano de la Antigüedad, añadió nuevos decretos al Codex de Justiniano. Su
nieto Federico II alude también en sus Constituciones de Melfi a que los ro­
manos, mediante la lex regia, otorgaron ius et imperium al príncipe romano
(1, tít. 31). Imitando conscientemente a los emperadores antiguos, Federico,
tras su victoria sobre Milán en 1238, envió a Roma el carroccio o carro con
los estandartes de la ciudad, como «botín de los enemigos conquistados»,
rogando cortésmente que aceptaran la victoria de su emperador, que espera­
ba restaurar la antigua gloria de la ciudad.

Pero la lex regia podía interpretarse tanto en un sentido popular como im­
perial. Aquellos «sacerdotes de la justicia», los legisladores, empezaron a de­
batir el problema de si el pueblo romano, por medio de la lex regia, había
hecho donación permanente o temporal de su poder y autoridad al empera­
dor. ¿Debía ser renovada a la muerte del emperador? En caso de ser así, ¿era
necesaria la aclamación del pueblo de Roma para designar al emperador,
como al parecer había sucedido en la coronación de Carlomagno?
Esta cuestión fue contestada afirmativamente a mediados del siglo xn por
la recién creada comuna de Roma, que se rebeló contra el papa en 1143 y de
nuevo en 1144. La comuna reconstituyó el Senado y afirmó su derecho a
nombrar al emperador. Como ha dicho Robert Benson, «desde 1144 a 1155,
lejos de tener objetivos concretos y limitados, los romanos tomaron a la An­
tigüedad como modelo político, y pretendieron ejercer íntegramente las pre­
rrogativas del senado y el pueblo romanos».
Este modelo parece haber sido el imperio precarolingio, ante todo el de
Constantino y Justiniano, y prescindía totalmente del papa. Estaban muy
influidos por el dirigente religioso Amaldo de Brescia (m. 1155), quien
creía que los clérigos debían ser despojados de sus propiedades. Uno de sus
seguidores, de nombre Wezel, tuvo la audacia de escribir a Federico que ni
los «criados ni las mujerzuelas» de Roma creían en la Donación, «esa men­
tira y fábula herética», y que por lo tanto el papa no tenía derecho a con­
vocarle allí para la coronación. Además, Araaldo iba más allá del imperio
cristiano: hacia el pagano y aún hasta la república. En palabras del con­
temporáneo historiador alemán Otto de Freising, «aducía el ejemplo de los
antiguos romanos, que mediante la sabiduría de su senado y el disciplina­
do valor de sus jóvenes conquistaron el mundo. Proponía en consecuencia
que se reconstruyera el Capitolio, se restableciera el Senado y se restaura­
ra el orden ecuestre».
En esta época fue compuesta, según E. Monaci, su editor, una crónica lati­
na con cierta inclinación hacía la república romana, Multe ystorie et troiane et
romane. Siguiendo a Paulo Diácono, su autor resaltó episodios y héroes de la
ciudad republicana, y de hecho dedicó la mitad de su obra al periodo entre
la expulsión de Tarquinio y la usurpación de Julio César. Decía que tras deste­
rrar a Tarquinio el pueblo de Roma pensó que su recién ganada libertad esta­
ría más protegida con dos cónsules que con un rey. Esta libertad fue posterior­
mente atacada por Sila y Julio César, que fueron los primeros en apoderarse
por la fuerza de la res publica.
Más claramente fechable en la época de la influencia de Amaldo de Bres­
cia es la Graphia aureae urbis Romae, la Descripción de la áurea ciudad de
Roma. Contiene una historia mítica sobre asentamientos previos en o cerca
del sitio de Roma, un texto ligeramente revisado de los Mirabilia, escritos
unos diez años antes con un interés mucho mayor por los monumentos pa­
ganos que por las iglesias, y un Libellus o libro de ceremonias, compuesto
antes de mediados del siglo xi, que describe ritos, oficios y atributos impe­
riales romanos. Los Mirabilia hablan con orgullo evidente del Capitolio
como sede del gobierno, «en el cual los cónsules y senadores gobernaban el
mundo». El Libellus se refiere a él con temor como lugar consagrado a Sa­
turno y Júpiter, a cuyo templo ni siquiera el emperador podía acercarse a me­
nos que vistiera la toga blanca. En conjunto, la Graphia refleja este espíritu
de veneración hacia el pasado de Roma.
Sin duda tenía también un propósito práctico: reunir convenientemente la
clase de tradición que podía ser utilizada para impresionar al emperador ger­
mano. No hay ninguna prueba de que a Federico Barbarroja se le regalara
una copia, pero cuando se acercaba a Roma en 1155 para ser coronado por
el papa fueron a su encuentro mensajeros de la comuna, quienes, de acuerdo
con Helmold, le dijeron que debía «honrar la Ciudad, que es cabeza del mun­
do y madre del imperio». Otto de Freising hizo una gráfica descripción de
este encuentro, en la que los embajadores expresan lo que según ellos era la
voz del pueblo de Roma:

Pido el retomo de los privilegios de la famosa Ciudad. ¡Ojalá bajo este


príncipe tome la Ciudad una vez más el timón del mundo! ¡Ojalá con este em­
perador sea reprimida la insolencia del mundo y sometida al único gobierno de
la Ciudad! ¡Ojalá este monarca se vea adornado con la fama y con el nombre
de Augusto! ... He planteado la reinstauración del santo senado de la Ciudad
santa y del orden ecuestre para aumentar tu gloria y la de la república divina,
para que mediante los decretos del uno y las armas del otro pueda retomar al
imperio romano y a tu persona la antigua magnificencia ... Tú eras un extran­
jero. Te he hecho ciudadano. Eras un recién llegado de las regiones transalpi­
nas. Te he convertido en príncipe (Gestas de Federico, 2, 29).

A este notable arrebato retórico (cuya elocuencia seguramente debe


algo a la técnica literaria de Otto de Freising) replicó Barbarroja desdeño­
samente, diciendo que los francos habían tomado lo que quedó de la liber­
tad romana y habían heredado la dignidad senatorial, el valor ecuestre y el
imperio. «Con nosotros están vuestros cónsules. Con nosotros está vuestro
senado. Con nosotros está vuestro ejército ... Yo soy el legítimo dueño.
Que quien pueda arrebate la clava de la mano de Hércules» (2, 30).
Las pretensiones de la comuna se vieron defraudadas por el desdén im­
perial combinado con la hostilidad del papa, aunque resurgieron débilmente
un siglo después con Brancaleone, boloñés cabecilla del gobierno comunal
de Roma entre 1252 y 1258 que se llamaba a sí mismo «ilustre senador de
la benéfica ciudad y capitán del pueblo romano». Pero no revivirían con una
exuberancia comparable a la del movimiento del siglo x i i (completado con
numerosos ejemplos clasicistas de arte y arquitectura) hasta que Cola di
Rienzo, célebre personaje de principios del Renacimiento, estableció su es­
pectacular, aunque breve, régimen comunal, cuyo análisis excede los límites
de este capítulo.

Es comprensible que Barbarroja y la mayor parte de los emperadores


posteriores no estuvieran dispuestos a someterse a una elección por parte del
pueblo de Roma. Manfredo, hijo ilegítimo de Federico Π y bisnieto de Bar­
barroja, aspirante al trono imperial sin esperanza de apoyo pontificio, fue la
excepción. En 1265 empleó una terminología con reminiscencias de las de­
claraciones comunales del siglo xn. Tras lamentar la Donación y el consi­
guiente enriquecimiento y usurpaciones del clero y denegar a éste toda par­
ticipación en la designación del emperador, Manfredo afirmó que el pueblo
romano, por medio de su prefecto, que actuaba en presencia de sus procón­
sules, tenía el derecho a coronar al césar que había resultado elegido «por el
decreto de vuestros decuriones, la autoridad del senado y la aclamación pú­
blica de vuestro pueblo en la sede del imperio». Llamó a Roma cabeza del
mundo y dijo que era su deseo devolverle su antigua gloria, de modo que
«por la autoridad del senado, el pueblo y la comuna sean restituidos los de­
rechos de vuestro imperio».
Vencido por el papa y Carlos de Anjou, Manfredo no pudo llevar a efec­
to este plan de coronación comunal. Únicamente en la coronación de Luis
de Baviera en 1328 pudo desempeñar la comuna un papel principal. En el
intermedio hubo sólo la ambigua coronación de Enrique VII, en 1312, por
cardenales asustados. Por lo que respecta al papa, era natural que se mos-
trase aun más hostil que el emperador a las reclamaciones comunales y re­
publicanas. Un papa, sin embargo, Nicolás ΙΠ (1277-1280), descendiente de
una antigua y poderosa familia romana, los Orsini, adoptó una actitud muy
diferente. Irritado por la potente influencia de Carlos de Anjou en la Italia
central y especialmente en Roma, y sintiendo la natural animosidad de un
nativo de Roma, y papa por añadidura, hacia las injerencias externas en la
ciudad, intentó estimular el patriotismo de la población local. Reconoció el
derecho del pueblo a elegir a sus senadores (por entonces solían ser sólo uno
o dos), y una vez detentó él mismo este cargo durante un año. En su bula
Dentro de las murallas de la ciudad (Intra urbis menia, 24 de septiembre de
1279), exhortaba a los dos senadores que le habían sucedido a tener en
cuenta sus altos cargos y recordar que

un pueblo grande y sublime mora dentro de las murallas de la ciudad, a la cual


Dios ha bendecido de tal manera que se ha extendido mediante dones celestia­
les, y cuyo pueblo, fortalecido por la ayuda divina, excede a otras naciones en
magnificencia y poder terrenal. Reyes y príncipes la veneran, y vuestros ante­
pasados la honraron como madre y señora y como la más gloriosa de todas las
ciudades.

Por supuesto, para Nicolás, Roma no era sólo la ciudad antigua sino también,
y en primer lugar, la ciudad del papa. En una célebre bula anterior, Funda­
mentos de la Iglesia militante (Fundamenta militantis ecclesiae, 18 de julio
de 1278), promulgó una política de Roma para los romanos, citando la de­
claración del papa León I de que la ciudad, gracias al sacrificio de los már­
tires Pedro y Pablo, había sido apartada como «una raza santa, un pueblo ele­
gido»; había llegado a convertirse antes en cabeza temporal del mundo pre­
cisamente porque estaba destinada a ser la sede de Pedro. Por ello en Roma
debían gobernar los romanos, y a los extranjeros de alta cuna (como Carlos
de Anjou) no se les debería permitir servir como senadores u otra clase de
magistrados. Esta bula representa un curioso vínculo entre las imágenes co­
munal y papal de Roma.
Reflejo de ello es quizá un manuscrito actualmente en Hamburgo (lámi­
na II: 451 in serin. Biblioteca Estatal y Universitaria de Hamburgo, ed. por
E. Monaci, facs. por T. Brandis y O. Paecht), escrito con letra semejante a la
de la cancillería pontificia bajo Nicolás ΙΠ. Es una copia, con ochenta y tres
páginas ilustradas, de una traducción al dialecto romano de las anteriormen­
te mencionadas Multe ystorie del siglo xn. Monaci cree que la traducción fue
realizada probablemente por Brancaleone entre 1251 y 1257, ya que la copia
de Hamburgo presenta dos ilustraciones fuera del texto que parecen inspira­
das en las monedas de Brancaleone. Pero el tercer dibujo alegórico de la co­
pia, situado al final del volumen, difícilmente puede ser obra suya. Repre­
senta a una reina de pie sobre un león, con una iglesia en la mano izquierda
y un globo en la derecha. Sobre el globo está arrodillado un ángel. Una se­
rie de anotaciones en la misma página explica la ilustración. La reina es la
Iglesia Romana, Ecclesia Romana. El león a sus pies es el imperio romano.
La iglesia en la mano izquierda es la Iglesia de Dios, Ecclesia Dei, mientras
que el globo de la derecha es el mundo. El ángel representa el triunfo del cle­
ro. Es probable que esta página fuera añadida a la copia de Hamburgo para
incluir la crónica, que resalta el periodo de libertad romana entre Tarquinio
y César, bajo el patrocinium del papa.

Sin embargo, no fue en el Lacio, sino en la Toscana, una provincia con


un número insólito de vigorosas y tímidas repúblicas, algunas de las cuales
pretendían descender de Roma, donde iban a surgir las más interesantes y
profundas valoraciones tardomedievales de la república romana. Entre ellas
se cuentan las de los dominicos Tolomeo de Lucca y Remigio Girolami de
Florencia y la del laico Dante Alighieri, que estaban en Florencia alrededor
del 1300. Hablando de muchos de los mismos héroes por los que san Agus­
tín había sentido tan mordaz admiración, pusieron la moral en primer lugar.
Para ellos los héroes romanos eran exempla de caritativo autosacriñcio, no
de ambicioso narcisismo. Donde Agustín había negado a la res publica ro­
mana incluso la verdadera justicia, Tolomeo trastocó la cita de modo que se
entendiera que el gobierno romano había sido benévolo y había sido guiado
por un «sincero amor a la patria». También afirmó Tolomeo que este amor
debía ser identificado con la suprema virtud de la caritas, y lo mismo hizo
Remigio, que incluso citó el comentario de san Agustín en su Regla sobre las
palabras de san Pablo, «la caridad no es egoísta». Agustín decía que «la ca­
ridad antepone los asuntos comunes a los particulares», y Remigio identificó
«asuntos comunes» con el bien común de Aristóteles, y el bien común con
el bien de la comuna. Según Remigio, el bien de la comuna era la paz, la or­
denada concordia de sus ciudadanos, y ni siquiera debía tomarse en cuenta la
autoridad del papa si promovía facciones y actuaba en contra de la caridad,
«cuyo efecto es la paz». Observa además que un ciudadano debe estar dis­
puesto a ir al infierno, si puede hacerlo sin ofender a Dios, antes que ver allí
a su comuna, y, copiando el relato de Paulo Diácono, habla con admiración
de Marco Curcio, quien, cuando en el centro de Roma se abrió un gran agu­
jero que conducía al Hades, lo cerró saltando dentro de él a caballo y con ar­
madura, eligiendo literalmente ir al infierno para salvar la ciudad. También
Dante alabó el espíritu romano de autosacrificio y dijo que el amor de los hé­
roes romanos por su patria era sobrehumano y estaba inspirado por Dios.
El interés de Remigio por la república romana dependía más de su con­
dición de modelo para la comuna que como etapa en la historia providencial
de Roma, aunque aceptaba la visión tradicional de la paz de Augusto como
la plenitud de la época en que Cristo había elegido nacer. Consideraba que
Lucio Bruto, fundador de la libertad romana mediante la expulsión del rey
Tarquinio, tenía la misma importancia que Rómulo, el fundador de Roma. In­
fluido quizá por su discípulo Brunetto Latini, florentino, aclamó a Cicerón
como «el mejor de los latinos» debido a que había evitado las facciones y an­
tepuesto su país a sus amigos. También admiraba a Julio César por su mag-
nanimidad para con sus enemigos. Pero no tocó el tema de las relaciones en­
tre la Roma pagana y la cristiana.
Este era un tema fundamental para Tolomeo y para Dante, pese a tener dis­
tintos puntos de vista sobre él. Tolomeo era un ferviente papista y Dante un im­
perialista radical; Tolomeo consideraba la república romana como preparación
del papado, mientras que para Dante era precursora del imperio. Tolomeo pen­
saba que el dominio del mundo había correspondido sucesivamente a Asiría,
Persia, Macedonia y Roma, y había pasado después al Salvador y a sus vica­
rios, los papas; que Augusto había gobernado modesta y sabiamente pero ha­
bía sido, aun sin saberlo, vicerregente de Cristo; que los héroes republicanos
habían prefigurado con su austeridad la pobreza de Cristo, y eran también un
reflejo del estado de inocencia en el Paraíso antes de la caída del hombre. Dan­
te opinaba que el gobierno del mundo había sido otorgado por Dios a Roma y
ejercido únicamente por ella. Creía que Augusto había heredado y completado
el imperium conseguido por los héroes de la República. Tolomeo, como repu­
blicano, decía que el gobierno republicano convenía más que el monárquico a
«los de espíritu viril y corazón valiente y seguros de su inteligencia», como los
italianos del norte y los romanos. Pensaba que Italia estaría mejor protegida
por un papa fuerte de las ambiciones despóticas venidas de fuera. Dante, como
imperialista, creía que el gobierno de Italia había sido subvertido por la usur­
pación eclesiástica, y que la libertad sólo podía ser disfrutada por quienes se
sometieran al emperador y obedecieran sus leyes.
Estuviera o no influido por Nicolás ΠΙ, Tolomeo era el teórico apropiado
para el propósito del papa de combinar el fervor cívico y republicano de
Roma con el papismo radical. La retórica imperialista de Dante recordaba
con frecuencia a la de la cancillería de Federico Π. Ambos traspasaron los lí­
mites de la propaganda oficial en su intento de comprender y celebrar la
grandeza de Roma. No obstante, la tesis de Tolomeo sobre la historia roma­
na, concentrada como estaba en la república y. el papado, no era tan integra-
dora como la de Dante.
Llamar a este último imperialista da una impresión totalmente inadecua­
da de la riqueza y complejidad de su concepción de la historia y de la mi­
sión de Roma. Cierto que considera la paz de Augusto como culminación
pagana de esta misión y que nunca elogia de forma explícita a la república,
pero para él Roma no sólo es la ciudad de los Césares, sino también la de
Catón de Útica, que prefirió el suicidio antes que someterse al conquistador
Julio. Dante afirma que Catón murió por la libertad, y que su sacrificio pre­
figura el de Cristo. La Roma de Dante es también la ciudad sagrada de Pe­
dro y de los primeros papas y la Babilonia de sus depravados sucesores, fal­
sos herederos de los mártires y auténticos herederos de los perseguidores
paganos. Papas como Nicolás III y Bonifacio VIH podían ser identificados
incluso con la Gran Prostituta del Apocalipsis.
En cuanto a la guía divina de la misión de Roma, Dante creía que se ex­
tendía desde Eneas hasta el Paraíso; desde el viaje de Eneas al otro mundo,
que Dante leyó en Virgilio, «nuestro divino poeta» y «nuestro profeta», al
misterioso reformador que para él salvará la «baja Italia» y prefigura la se­
gunda venida de Cristo. Dante dice que Eneas aprendió en el Hades acerca
de «las causas del imperio de Roma y del manto del papa», es decir, de la ju­
risdicción temporal y espiritual de la ciudad. Ambas jurisdicciones están
ahora terriblemente confundidas y corrompidas. Sin embargo, Dante no ha
perdido la esperanza; hace que en el Paraíso san Pedro diga que «la alta pro­
videncia que defendió con Escipión la gloria [autoridad] del mundo para
Roma» (Paraíso, 27, 61-63) la liberará pronto de sus presentes miserias. Es
significativo que aquí Dante una el recuerdo de un héroe republicano a la es­
peranza de un probable salvador imperial.
La historia de Roma proporciona a Dante muchos otros exempla. Junto al
panegírico de un grupo de héroes republicanos menciona a Craso como pro­
totipo de avaro, a Cicerón como un ciudadano de origen humilde que defen­
dió la libertad de su ciudad frente al aristócrata Catilina, a Julio César como
legítimo emperador digno de estar en el limbo entre los paganos virtuosos, a
Constantino como gobernante bienintencionado cuya Donación devastó el
imperio y la Iglesia, a Justiniano como el restaurador del imperio mediante
las armas y las leyes, a Carlomagno como el salvador del papado ante los
lombardos, a Enrique VII como un monarca desafortunado en la tierra pero
evidentemente destinado a ocupar un gran trono en el empíreo celeste gra­
cias a su virtud personal.
Para Dante Roma es importante también desde el punto de vista tipológi­
co. No sólo los romanos son el nuevo pueblo elegido entre los gentiles; Roma
es la nueva Jerusalén terrenal. En una de sus cartas aplica a la ciudad degra­
dada y abandonada por el papa y el emperador, sus esposos, las palabras con
que Jeremías describe a Jerusalén al comienzo de sus Lamentaciones (pala­
bras que, dicho sea de paso, empleó también la cancillería de Federico II para
referirse a Roma): «¡Cómo se sienta solitaria la ciudad populosa! Ha venido
a ser como una viuda la que era grande entre las naciones» (Epístolas, 11, 1).
Dante piensa además que su nombre, como el de Jerusalén, puede ser utiliza­
do apropiadamente para simbolizar el Paraíso. En la Edad Media se da fre­
cuentemente a Jerusalén el significado de «visión de paz», apuntando a la paz
celestial. Para Dante la paz temporal de Augusto señala en la misma direc­
ción. En el Purgatorio, cuando alcanza el paraíso terrenal y observa el gran y
turbador desfile de historia bíblica y eclesiástica, Beatriz le consuela dicién-
dole (Purgatorio, 32, 100-102) que al final será ciudadano «de esa Roma en
la que Cristo es romano». Probablemente no pensaba Dante en la visión de
Prudencio de los mártires romanos sentados en el Senado Celestial, sino en la
tesis de Orosio sobre la coincidencia entre la paz augusta y el censo en el que
Cristo fue inscrito. Puesto que Cristo fue romano en la tierra, Dante podía ser
romano en el cielo. Su idea de Roma recoge la mayoría de las concepciones
medievales anteriores en una ordenada y notablemente extensa teología de la
historia. Comparadas con ella, incluso las rapsodias más elocuentes del Re­
nacimiento parecen en cierto modo unidimensionales.
B ib u o g r a f ía

Respecto a las dos obras medievales más famosas sobre monumentos antiguos,
hay una excelente traducción inglesa anotada de la Narrado del maestro Gregorio ti­
tulada Master Gregorius: The Marvels o f Rome, trad. John Osborne, Toronto, 1987, y
otra muy pobre de los Mirabilia, titulada The Marvels o f Rome, trad. F. M. Nichols,
introducción de Eileen Gardner, Nueva York, 1986:. Véanse ediciones críticas de am­
bas obras en Códice topográfico della città di Roma, ed. Roberto Valentini y Giu­
seppe Zucchetti, III, Roma, 1946, Fonti per la storia d’Italia, n.° 90. Sobre los Mira­
bilia: Herbert Bloch, «The New Fascination with Ancient Rome», en Renaissance
and Renewal in the Twelfth Century, ed. Robert L. Benson y Giles Constable, Cam­
bridge, Mass., 1982, pp. 615-636. Sobre Roma en el siglo xni, véase Robert Brenta­
no, Rome Before Avignon, Nueva York, 1974, especialmente el capítulo 2, «The Ideal
City», pp. 71-90. Sobre los viajeros medievales ingleses a Roma: George B. Parks,
The English Traveller to Italy, I, Palo Alto, California, 1954. Sobre las leyendas, Ar­
turo Graf, Roma nella memoria e nelle immaginazioni del medio evo, Turin, 1915;
una visión general en Classical Influences on European Culture, AD 500-1500, ed.
R. R. Bolgar, Cambridge, 1971.
Acerca del nacimiento de la teoría providencialista de la historia romana, véanse
Erik Peterson, Der Monotheismus als politisches Problem, Leipzig, 1935; François
Paschoud, Roma Aetema: Etudes sur le patriotisme romain dans l ’occident latin à
l ’époque des grandes invasions, Roma, 1967; Theodor E. Mommsen, Medieval and
Renaissance Studies, ed. Eugene F. Rice, Jr., Ithaca, Nueva York, 1959, pp. 265-348.
Sobre el imperio y las leyes y las pretensiones imperialistas de la Comuna: Ro­
bert Folz, The Concept of Empire in Western Europe from the Fifth to the Fourteenth
Century, trad. Sheila A. Ogilvie, Nueva York, 1969; Percy Ernst Schramm, Kaiser,
Rom und Renovatio, 2 vols., Leipzig y Berlin, 1929; Ernst H. Kantorowicz, «King­
ship under the Impact of Scientific Jurisprudence», en Selected Studies, Locust Va­
lley, Nueva York, 1965, pp. 151-166; Robert L. Benson, «Political Renovatio: Two
Models from Roman Antiquity», en Renaissance and Renewal, pp. 339-386; y la co­
lección de documentos en Eugenio Dupré Thesei der,'Z.’z'cfefl imperiale di Roma nella
tradizione del medioevo, Milán, 1942.
Sobre la ideología papal, véanse Walter Ullmann, The Growth of Papal Govern­
ment in the Middle Ages, Londres, 1955; J. A. Watt, «The Theory of Papal Monarchy
in the Thirteenth Century», Traditio, 29 (1964), pp. 179-318.
Por lo que respecta a la hostilidad hacia Roma: Josef Benzinger, Invectiva in Ro­
mam, Lübeck y Hamburgo, 1968.
A. T. Grafton
IV. EL RENACIMIENTO

En 1570 o 1571, Gabriel Harvey se sentó y observó cómo sus superiores


discutían acerca de la virtud romana en Hill House, Theydon Mount:

Thomas Smith hijo y sir Humphrey Gilbert defendían a Marcelo, Thomas


Smith padre y el doctor Walter Haddon a Fabio Máximo, ante una audiencia
en Hill House compuesta entonces por John Wood, otros caballeros y yo mis­
mo. Finalmente el hijo y sir Humphrey cedieron ante el distinguido Secretario;
quizá Marcelo cedió ante Fabio. Hombres nobles los dos, y juiciosos. Marcelo
el más fuerte, Fabio el más astuto. El primero no era débil, ni imprudente el
segundo; los dos fueron necesarios. Unas veces preferiría ser Marcelo, otras
Fabio.

Esta anotación, conservada en el margen de la copia de Tito Livio de Harvey,


indica que los lectores de finales del siglo xvi gozaban de una relación sim­
ple y provechosa con el pasado clásico. Un libro y una serie de intereses unen
a estadistas y eruditos, caballeros y actores en un juego único de exégesis. El
brutal conquistador de Manda, Gilbert, y el culto embajador en Francia,
Smith, debaten el significado y la relevancia del precedente romano antes de
que Gilbert vaya a buscar nuevas aventuras en los Países Bajos y el joven
Smith a explotar las tierras de Ards, en Manda. Aunque la polémica se re­
suelve a favor de las comedidas tácticas de Fabio, el valiente Marcelo sale
también muy bien parado. En la lectura privada que siguió, mientras Harvey,
educado en Cambridge, y el joven Smith leían «La Década de Aníbal en una
semana», toda moderación desapareció. «Éramos críticos más independientes
y mordaces de los cartagineses y los romanos —recordaba Harvey— que
hombres con nuestra misma fortuna, virtud o incluso educación.» Disgustados
por lo que consideraban falta de resolución de Isabel, los héroes romanos les
parecían menos atractivos que «Aníbal, un joven emprendedor y rudo, va­
liente y terrible. Un capitán aventurero y temible en la flor de la vida». La in­
satisfacción del presente podía expresarse y posiblemente hallar alivio en el
análisis de un clásico como Tito Livio, aun cuando ello requiriera que Harvey
y Smith vieran más virtud de la que su historiador hubiera apreciado en el
gran enemigo de Roma, mientras que la derrota de Aníbal les obligaba, a me­
dida que leían, a modificar su admiración inicial y a admitir que incluso él ha­
bía carecido de la determinación necesaria para el éxito final. «La ocasión es
sólo un momento; ahora o nunca», pensaron con tristeza cuando el ejército
cartaginés fue destruido mientras pasaba el invierno en Capua y Aníbal per­
dió el control de su propio destino.
Esta clase de respuesta a un texto es a la vez fácil de descifrar y exac­
tamente apropiada a su contexto. La elite isabelina, educada en los clásicos
por profesores humanistas y experta en trampas gracias a Maquiavelo, se
volvió de forma natural para la ilustración política hacia la historia canóni­
ca del pasado de Roma, igual que habían hecho los lectores florentinos de
Maquiavelo dos generaciones antes. También éste había entresacado de la
obra de Tito Livio sobre el origen y crecimiento de Roma los temas con que
había elaborado sus brillantes conferencias en los jardines Rucellai y sus
Discursos sobre la primera Década. Los aristócratas isabelinos eran tan de­
votos del modelo antiguo como lo habían sido los patricios florentinos, aun
cuando no buscaran en él un sistema para restaurar una república virtuosa
sino el modo de ampliar un poderoso imperio. Haddon, por ejemplo, se vio
envuelto una vez, durante una cena, en una furiosa discusión con el emba­
jador francés acerca de la habilidad de Cicerón como abogado y jurista.
Describió este enfrentamiento en una de sus muchas cartas en latín al viejo
Smith, que en esa época se encontraba en París hablando con los profesores
del Collège Royal y quizá meditando sobre sus propias obras en latín rela­
tivas al Estado inglés y a la pronunciación del griego y del inglés. Los dos
hombres —como Walsingham y el mismo Cecil— leían a los clásicos y bus­
caban la compañía de eruditos profesionales como Harvey, quien podía pro­
porcionar un tono refinado al ya formidable bagaje filológico de aquéllos.
La unión de armas y letras, política y erudición, necesidades modernas y
modelos antiguos es asombrosamente estrecha.
Pero un examen más detallado del Tito Livio de Harvey disipa cual­
quier idea de simplicidad en su eterno idilio con el pasado romano. Harvey
leyó a Tito Livio al menos cuatro veces. Lo hizo, además, recurriendo a
una amplia gama de fuentes. Es cierto que algunas de ellas simplificaron
su relación con el texto; los Discursos de Maquiavelo y los Axiomata de
Lambert Daneau le daban las lecturas políticas de Tito Livio ya elaboradas
de forma clara y concisa, fácilmente transferible a sus márgenes. Pero otras
le hicieron la vida —o al menos la lectura— más difícil. Harvey se refería
a Lorenzo Valla como descendiente directo, intelectualmente hablando, de
Quintiliano, y «prototipo» de los críticos modernos. El Tito Livio de Har­
vey incluía el polémico panfleto en el que Valla demostraba que Tito Livio
había cometido por lo menos un error grave; esta demostración no debili­
tó, sin embargo, su fe en su historiador favorito. Tampoco lo hizo el Me­
thodus ad facilem historiarum cognitionem (1566) de su conocido francés
Juan Bodino. Esta iconoclasta obrita sometía a examen crítico a todos los
historiadores antiguos, identificaba a Tácito y Polibio como las mejores
fuentes sobre temas políticos y constitucionales y denunciaba en Tito Livio
su falta de crítica y su inexactitud. «Nada es más común —se quejaba Bo­
dino— que vacas que hablan, las cabezas de los Escipiones en llamas, es­
tatuas que sudan»; en lo que concierne a superstición, Tito Livio «sobre­
pasa a cualquiera». Además, los discursos que adornan por doquier su obra
eran composiciones del propio Tito Livio, no recuerdos de debates reales,
y usurpan el espacio que debería haber estado dedicado a los aconteci­
mientos y a sus causas: «Si de Tito Livio suprimes los discursos, sólo que­
darían fragmentos». La crítica de Bodino contribuyó a que Harvey se die­
ra cuenta de que las frases que Tito Livio pone en boca de Meto y Tulo
Hostilio eran composiciones suyas; sin embargo, su valor no había dismi­
nuido, sino que se había agrandado, ya que evidentemente eran una fuente
y modelo supremos para el estudiante de oratoria latina: «Tito Livio es
siempre Tito Livio —observó Harvey con satisfacción— , sean quienes
sean los oradores».
No obstante, otra autoridad socavó la confianza de Harvey en el valor
de Tito Livio y, como consecuencia, en el de la tradición romana que Tito
Livio resumía. En 1590 Harvey leía la La ciudad de Dios de san Agustín,
«donde examina y resuelve muchas acciones famosas de los romanos, con
tan agudo ingenio, profundo juicio y fecunda aplicación, como ninguno de
esos políticos ... que tratan de Tito Livio». Lo que chocó a Harvey fue el
explícito rechazo de san Agustín a las auténticas virtudes romanas que Had-
don, los Smith y Gilbert tanto habían valorado. Cierto que Régulo se había
sacrificado por Roma, pero miles de cristianos habían dado su vida por la
Iglesia. Gracias a la lealtad de sus ciudadanos, la Ciudad de Dios era al fi­
nal «más sólida», que la ciudad humana de Roma. El clásico cristiano de­
rrocaba al clásico romano.
Harvey, en suma, no dispoma de una fuente clara sobre el pasado ro­
mano. El propio texto de Tito Livio ofrecía muchos ejemplos de patriotis­
mo, castidad y republicanismo activo, precisamente la clase de filosofía en­
señada mediante ejemplos que los estudiantes de retórica de la Antigüedad
y del Renacimiento buscaban en los textos históricos. Pero también daba
lecciones más sutiles, como en el caso de la manipulación política de la re­
ligión por Numa, que fascinaba a Maquiavelo y aterraba a Harvey. Y la voz
de Tito Livio era sólo el centro de un coro de comentaristas antiguos y mo­
dernos de su texto y de la historia que éste recogía. Muchas autoridades
competían por la atención del erudito y del estudiante; todas eran elocuen­
tes, y de cada una de ellas extraía distintas lecciones sobre los mismos he­
chos, igual que los economistas de ahora cuando analizan una sola gráfica
con las fluctuaciones del cambio de moneda.
La experiencia de Harvey, además, no era idiosincrásica, sino representa­
tiva. A finales de la década de 1530, intelectuales y caballeros de toda Euro­
pa se volvieron hacia Roma con tanto entusiasmo como los mismos romanos
se habían vuelto una vez hacia Grecia. Com o Grecia, Roma ofrecía un siste­
ma educativo m odelo con el que preparar a los jóvenes para la vida pública.
Tanto en los países protestantes com o en los católicos surgieron escuelas
donde se enseñaba retórica, ética e historia romanas a los futuros diplomáti­
cos, administradores y clérigos. Com o Grecia, Roma ofrecía una literatura de
gran calidad para ser enseñada en las escuelas y también imitada en las len­
guas vernáculas. De Inglaterra a Sarmacia, muchos europeos se formaron a
sí m ism os gracias a la producción de obedientes pastiches a imitación de
Ovidio, Virgilio y Séneca antes de dedicarse a la creación de epopeyas y tra­
gedias en sus propias lenguas. Com o Grecia, finalmente, Roma ofrecía in­
comparables oportunidades para el turismo culto. Ni la suciedad y las pulgas
de las posadas romanas, ni la rapacidad y corrupción de la Curia, pudieron
impedir que la antigua caput mundi acabara siendo parada obligada en los
Grand Tours de jóvenes caballeros, tanto protestantes com o católicos: Ni si­
quiera el saqueo de 1527, durante el cual los soldados protestantes alemanes
se vengaron de lo que consideraban una ciudad pagana y corrupta, infligió
daños duraderos a Roma, que gozó de un progresivo crecim iento en pobla­
ción y turismo a lo largo del siglo xvi.
Pero a pesar de la solidez, profundidad y amplitud de los contactos
europeos con Roma en el siglo xvi, estos eran tan com plejos y contradicto­
rios com o la gama, más reducida, de los contactos de Harvey con Tito Livio.
A diferencia de los romanos al buscar la com unión con Grecia, los europeos
que volvían sus ojos hacia Roma tuvieron que desenterrar los ideales cultu­
rales que necesitaban, recrear la vida de la antigua ciudad, reconstruir ins­
tituciones olvidadas y corregir textos corruptos. Y, a partir de los clásicos
canónicos y las obras pedagógicas de una sociedad pagana, elaborar un cu­
rrículum que se adecuara a las necesidades de una sociedad cristiana. Cada
tarea, com o verem os, inspiró obras de gran ostentación y originalidad, pero
también condujo a ciertos resultados profundamente problemáticos. El rena­
cim iento de la rom anitas fue largo y doloroso, a pesar de todo el esplendor
y la vitalidad del clasicism o renovado que em ergió con ella.

R o m a : el jer og lífic o d i n á m i c o

Em pecem os con la propia ciudad: ningún objeto aislado podía competir


con las ruinas de Roma com o testim onio convincente de la superioridad de
la cultura antigua en relación a la moderna. Pero ningún texto u objeto pre­
sentaba tantas dificultades al erudito o viajero deseoso de conocer el pasado
tal com o fue. El tem pus edax rerum había reemplazado la Roma imperial por
una insalubre extensión de pastos cercados y zonas pantanosas. La población
subsistía gracias a las lim osnas de la Curia y de las fam ilias de los cardena­
les, así com o de los pagos hechos por viajeros piadosos a artesanos y posa­
deros; la Roma de com ienzos del Renacim iento carecía de las sofisticadas
industrias suntuarias y servicios financieros particulares en los que se basa-
ba la prosperidad de las ciudades septentrionales de Italia. El paisaje urbano
enfrentaba al curioso con una mezcolanza subdesarrollada de edificios anti­
guos y modernos, amplios espacios abiertos y monumentos mal identifica­
dos. Las leyendas crecían alrededor de sitios como el Panteón, que según se
creía había sido construido sobre un gran túmulo y horadado después por los
romanos en busca de tesoros enterrados, como perlas formadas alrededor de
granos de arena, e incluso visitantes tan informados e históricamente sensi­
bles como Petrarca las recogían. No es sorprendente, pues, que muchos via­
jeros no encontraran inspiradora, sino frustrante, la ciudad. Montaigne, en un
famoso pasaje de su diario de viaje, insistía en que se habían desmoronado
tantos edificios y se había depositado tanta basura nueva que las auténticas
siete colinas eran irreconocibles. Y Du Bellay, en sus Antiquitez de Rome y
en los Regrets, habla de la imposibilidad de encontrar a la verdadera Roma
en la Roma moralmente corrupta y físicamente ruinosa de su época. Así,
pues, Freud tuvo un buen precedente renacentista, pues en El malestar en la
cultura utilizó la imposibilidad de proporcionar una imagen de la Roma an­
tigua y moderna como expresiva metáfora de la imposibilidad de represen­
tar estáticamente todas las fases de la historia del pensamiento.
No obstante, existía un remedio parcial para la mayor parte de los daños
causados por el tiempo, remedio que se fue volviendo más y más potente a
medida que avanzaba el siglo xvi. Cuando hacia la década de 1560 Justo
Lipsio y su amigo Nicolás Florentius daban un paseo arqueológico, el pri­
mero se sintió afectado no sólo por el sol del mediodía, sino también por el
caótico estado de la ruina más grande de Roma, el Coliseo:
Entramos [recordaba] y vimos que la apariencia de todo el lugar era con­
fusa, y que su forma se había convertido en un caos. Todo estaba en ruinas y
destruido, y esta espléndida obra era sólo una sombra y un cadáver. Entonces
me volví hacia Florentius con un suspiro: «Ay, le dije, ¿qué es esto? Todo lo
que veo ha sido destruido por el hombre o por el tiempo, y los miembros y ar­
ticulaciones del cuerpo original se han perdido. ¿Quién podrá devolver a estas
ruinas su genuina apariencia?».

Florentius no se inmutó y prometió que los periti —los expertos anticua­


rios— podían explicar y restaurar las ruinas. Y, en efecto, demostró un gran
conocimiento sobre cada detalle de los anfiteatros antiguos, desde cómo se
sentaban los espectadores hasta los mecanismos empleados para representar
naumaquias simuladas. Lipsio recogió esta conversación, sin duda corregida
y ampliada, en su tratado, generosamente ilustrado, sobre el anfiteatro roma­
no. Este, a su vez, era sólo parte de una coherente serie de obras en las que
describía todas las facetas de la vida social y material romana, desde los
acueductos y cloacas que habían mantenido a la vasta población de Roma
hasta los combates de gladiadores que la habían divertido. Por lo tanto, un
anticuario experto podía utilizar la inspección personal y la lectura sistemá­
tica para evocar, a partir de escombros, «una imagen de la ciudad que fue
única en el pasado y lo será en el futuro».
La empresa anticuaría no era nueva. Tenía un modelo antiguo en la obra
de Varrón, y su tradición moderna se remontaba a eruditos del siglo xrv
como G iovanni de Matociis, de Verona. En el siglo xv había ampliado sus
horizontes en dos direcciones. Por una parte, desde Brunelleschi y Donate­
llo en adelante, los artistas estudiaron los monumentos romanos con el fin
de establecer los principios de proporción y decoración que habían inspira­
do a los antiguos arquitectos y escultores. Por otra parte, eruditos como
Poggio Bracciolini empezaron a comparar textos con ruinas, recopilando
inscripciones e identificando edificios. Las meditaciones de Poggio sobre
las vicisitudes de la vida humana, De varietate fortunae, comenzaban con
una colección de inscripciones y una elegante demostración de que las mu­
rallas de Roma no constituían un lienzo unitario. Tanto artistas como erudi­
tos elaboraron syllogai —cuadernos con reproducciones de edificios e ins­
cripciones— , y solían salvar románticamente la distancia histórica entre el
duro presente y el pasado perdido rellenando con conjeturas las líneas de te­
jado y de letras desaparecidas.
Los melancólicos paisajes clásicos, campestres y urbanos, de los prime­
ros manuscritos, frecuentemente poblados por italianos vestidos a la moda
del siglo xv, dejaron paso a finales del xv a obras anticuarías más austeras y
sistemáticas. Los eruditos romanos se inspiraron en Pomponio Leto, que lle­
vaba una vida frugal al estilo romano comiendo cebollas cultivadas por él
mismo, siguiendo los preceptos de Catón, fuera de su cabaña en el Esquili-
no, y celebrando fiestas paganas como las Parilia y las Robigalia, y en Six­
to IV, quien volvió a erigir la Loba y otras estatuas. Aprendieron a leer las
formas de escritura y las abreviaturas utilizadas por los canteros, y observa­
ron que las inscripciones podían arrojar luz no sólo sobre el poder de des­
trucción del tiempo, sino también sobre problemas específicos de la historia
del mundo antiguo a los que la evidencia literaria no había dado respuesta;
por ejemplo, copiaron e intentaron explicar el 'calendario conocido ahora
como los Fasti Venusini como parte de su esfuerzo en dominar el calendario
romano, referencias al cual encontraron en De lingua latina de Varrón y en
los Fastos de Ovidio. Los artistas se hicieron también más precisos y siste­
máticos en su tratamiento de los vestigios romanos, como demuestra la fa­
mosa planta de Roma de Mantua. A finales del siglo xv, fra Giocondo de Ve­
rona sintetizó ambos tratamientos, el erudito y el artístico, en una singular
colección de restos en la que distinguía cuidadosamente los que había visto
directamente y los que había copiado de otros cuadernos. A comienzos del
xv:, y por encargo del papa, Rafael emprendió la inspección sistemática de
las ruinas romanas, mientras que grandes coleccionistas como Goritz reunían
inscripciones y esculturas en jardines donde podían ser estudiadas y copiadas
a placer.
En 1521, cuando Jacopo Mazzocchi publicó su colección de los Epi­
grammata antiquae urbis, el ritmo de progreso en el conocimiento de las an­
tigüedades romanas es casi incomprensiblemente rápido. Por cada estatua
quemada por la plebe de Roma, decía Mazzocchi, los anticuarios desenterra-
ban otra. Únicamente en una colección impresa podían permanecer tranquilos
los monumentos de piedra, paradójicamente vulnerables, como se vio clara­
mente después del saqueo de 1527. Descubrimientos particulares como la Do-
mus Aurea de Nerón ampliaron enormemente los medios de expresión de los
artistas. Y u n a sola inscripción de gran importancia, como la de los Fastos Ca­
pitolinos, descubierta en los años cuarenta y al parecer vital para la cronolo­
gía global de la historia romana, podía explicarse gracias a los esfuerzos de
un equipo interdisciplinar de artistas y eruditos, entre los que figuraban Mar-
liani, Miguel Ángel y Panvinio.
A mediados del siglo XVI, eruditos italianos y extranjeros que trabajaban
en Roma establecieron un nuevo nivel de rigor y crítica en la investigación
anticuaría. Epigrafistas de la vieja escuela como Pietro Apiano habían mez­
clado alegremente en sus colecciones lo real, lo hipotético y lo fantástico. Por
el contrario, Martinus Smetius, que realizó excavaciones en Roma entre 1545
y 1551, separaba con cuidado las inscripciones que conocía de segunda mano
de aquellas que «yo mismo vi y copié», y éstas a su vez de restos tan fasci­
nantes y problemáticos como el Kalendarium Famesianum, que «contemplé
más de cien veces». Smetius indicaba la localización de las inscripciones re­
copiladas, pero tras darse cuenta de que las ubicaciones podían cambiar orga­
nizó su colección no por topónimos de los sitios en los que había excavado,
sino por los temas —desde asuntos militares hasta ritos religiosos— que cada
inscripción ilustraba, añadiendo además índices temáticos para facilitar las re­
ferencias. Y en un brillante prefacio, en el que esbozaba una historia de la es­
critura epigráfica latina, que al mismo tiempo iluminaba y era iluminada por
la historia, más amplia, de la cultura romana, aclaraba la perfección histórica
y estética de su método:

La forma de las letras puede revelar la época en que ha sido registrado


cada acontecimiento, o bien el periodo general. Ya que en los tiempos más an­
tiguos, es decir, antes de los cesares, los romanos utilizaron letras sin adornos,
informes ... Desde la época de Augusto a los Antoninos, esto es, durante el
periodo más próspero de Roma, dibujaron letras muy bellas, casi cuadradas y
meticulosamente medidas en todas las dimensiones. Pero más tarde las letras
se fueron deteriorando poco a poco, al tiempo que lo hacían la época y el pro­
pio imperio romano. Al principio las hacían con una ligera inclinación, des­
pués más y más oblongas y al final cayeron en la más completa barbarie, y
terminaron siendo exactamente como los caracteres góticos ...

En 1565, cuando Smetius escribió estas palabras, la vieja arqueología ro­


mántica había sido reemplazada por la científica. Un esfuerzo coherente,
detallado y crítico por trazar la historia de las instituciones, costumbres y
logros artísticos había sustituido desde hacía tiempo la antigua actitud de
admiración por una Roma mirabilis construida por superhombres en la An­
tigüedad.
En este grave y erudito ambiente floreció y se desarrolló una ciencia se­
ria. Aquellos individuos que, como Pirro Ligorio, rehusaron someterse at
nuevo código de escrupulosa precisión fueron condenados, a veces más du­
ramente de lo que merecían. Los que se adaptaron, como Lipsio, devolvieron
a Roma a la vida en monografías que curiosamente anticipan la «nueva his­
toria social» de finales del siglo xx en su interés por lo que los romanos co­
mían y vestían, cómo se casaban y qué hacían con sus muertos. El resumen
clásico de las obras del siglo xvi, la edición de Thomas Dempster del C or­
p u s A ntiquitatum de Johannes Rosinus, tiene cerca de 1.063 páginas en cuar­
to en la edición de Ginebra de 1632. Libros más pequeños y accesibles como
la Rom a de Georgius Fabricius se unieron a los tratados sistemáticos en su
intento de apartar del mercado el antiguo M irabilia urbis R om ae , o al menos
relegarlo al último puesto de las colecciones de bolsillo de tratados de Roma,
donde figuraba como una curiosidad. Y muchos intelectuales que no eran
eruditos por vocación leían ávidamente estas obras. Ben Jonson basó su
«masque» sobre el matrimonio, H ym enaei , en el tratado de Bartolomé Bris-
son sobre el casamiento entre los romanos, así como en una serie de comen­
tarios sobre Catulo, 61. E incluso Montaigne, con cuyo escéptico rechazo a
ver algún vestigio de la Roma antigua en la moderna comenzamos, aprove­
chó y aplicó a su manera los triunfos de la erudición anticuaría. Su ensayo
«Sobre los carruajes» (3, 6), es una brillante sátira de las vanidades de los
monarcas occidentales, antiguos y modernos. Pero hace una excepción con
aquellas vanidades en las que «la inventiva y la novedad ... no el gasto, pro­
ducen asombro». Y ofrece como ejemplo los juegos romanos más elabora­
dos, que describe detalladamente, tomados punto por punto y cita por cita de
Lipsio. Hacia la década de 1580 estaba claro que, después de todo, podía lle­
gar a saberse algo de Roma.
Sin embargo, la tradición anticuaría sufrirá un cambio de dirección en el
preciso momento en que alcanzaba el mayor nivel de erudición y exactitud.
En los primeros años de la década de 1560 concluye el concilio de Trento
con una declaración de guerra total contra el protestantismo y de reforma de
las diócesis católicas. El paranoico y agresivo papa Pío IV interrumpe el con­
tacto entre la erudición romana y la de los países nórdicos imponiendo una
estricta censura. Y, a partir de su pontificado, las necesidades de la Iglesia
tienen clara precedencia sobre los valores humanísticos tradicionales de la
erudición clásica. Los mejores eruditos de Roma, hombres como Panvinio y
Baronio, dan la espalda a la historia romana en favor de la historia primitiva
de su propia Iglesia, con objeto de refutar las afirmaciones protestantes de
que la doctrina y las instituciones católicas no tenían base histórica en el cris­
tianismo primitivo. Y lo hicieron en parte investigando y excavando los
vestigios tangibles de la otra Roma antigua, la Roma subtenránea de la pri­
mitiva Iglesia cristiana. Se elaboraron syllogai de obras de arte cristianas al
mismo tiempo que los dedicados a restos clásicos; san Felipe Neri y sus dis­
cípulos exploraron los más ricos restos cristianos, las catacumbas, que Anto­
nio Bosio publicó meticulosamente.
Lo que impulsó la búsqueda de la R om a sotteran ea fue, naturalmente,
además de una curiosidad desinteresada, la creencia de que la Iglesia ro­
mana podía así encontrar nuevas fuentes de poder, como sucedió en 1580
cuando un fresco de la Virgen María aparecido en la Suburra, al norte del
Coliseo, empezó a curar a los enfermos y a los ciegos. Y fue el deseo de
poner en juego toda la riqueza histórica de la tradición católica en el gran
combate por las almas de los hombres lo que llevó finalmente a la elabora­
ción de un programa coherente de reconstrucción de la ciudad. Los papas
del siglo xv habían soñado con hacer otra vez de Roma una capital clásica.
Algunos de ellos, como Nicolás V, reconstruyeron edificios y calles enteras
de forma masiva. Por fin Sixto V transformó Roma, pero lo hizo siguiendo
a los historiadores eclesiásticos y no a los humanistas y anticuarios. Es cier­
to que gastó mucho dinero encargando a Domenico Fontana el traslado y la
nueva erección de los obeliscos romanos, pero su objetivo no era revelar
la continuidad entre la Roma clásica y la pontificia. Por el contrario, exor­
cisé cuidadosamente los obeliscos con complicadas ceremonias, y medían­
te inscripciones en sus bases proclamó que habían sido consagrados de nue­
vo al servicio del verdadero Dios. Los obeliscos, así como las columnas de
Trajano y Marco Aurelio, tenían un solo propósito en la Roma sixtina: eran
hitos en las amplias y largas vías a lo largo de las cuales discurrían las es­
pectaculares procesiones del papa, de templo antiguo en templo antiguo. La
nueva Roma era un paraíso más eclesiástico que clásico, pese a la gran im­
portancia que todavía poseían los restos de la Antigüedad.
Roma siguió siendo para los eruditos el monumento más importante y el
centro de peregrinación más atractivo. Todo artista o sabio que se preciara
estaba obligado a visitarla; e incluso después de los grandes días de la ar­
queología romana, sus habitantes podían proporcionar un verdadero caudal
de información a los visitantes (aunque tenían la mala costumbre de identi­
ficar cualquier estructura de gran tamaño con unas termas). Los frutos de un
siglo de erudición vital fueron cosechados por Lipsio, Escalígero, Grutero y
otros; el Corpus de inscripciones que Escalígero y Grutero publicaron en
1603-1604, con sus amplios índices y su divertida sección de spuria, fue
una obra clásica durante dos siglos y medio. E incluso en la Roma de la
Contrarreforma, algunos eruditos continuaron la tradición de investigación
libre y precisa sobre el pasado clásico. Michele Mercati, conservador de la
Metaloteca papal, saludaba los cambios físicos de Roma como evidencias
históricas de sus teorías. Si veinte o treinta palmos de tierra cubrían los obe­
liscos caídos antes de que Fontana los alzara de nuevo, decía, ello demos­
traba que habían permanecido enterrados por lo menos durante mil años, y
por tanto que habían sido destruidos no por una Iglesia negligente, sino por
los invasores bárbaros. En cuanto a los jeroglíficos de las inscripciones,
eran prueba del saber y no de la perversidad de sus artífices egipcios, que
habían ocultado en ellas su profunda sabiduría. Que hubieran sido erigidos
en Roma demostraba que el papado se había anexionado esta parcela de sa­
biduría ajena junto con todas las demás posesiones del imperio romano, al
que había sustituido. Pero estas voces tolerantes no fueron siempre escu­
chadas. El futuro de la erudición anticuaría romana descansó en el siglo si-
guíente en Bosio y Holstenio, que exploraron las catacumbas y explicaron
la imaginería de la Passio Perpetuae, un vivo relato del martirio de santa
Perpetua en el 202-203 d.C., comparándolas con el arte de los primeros cris­
tianos. Y los intelectuales romanos más orientados hacia el norte de Europa
y las nuevas ideas estaban a principios del siglo xvn más fascinados por las
ciencias naturales que por el canon de los clásicos o los monumentos anti­
guos. Los miembros de la academia científica de los Lincei dedicaban más
tiempo a las manchas solares y a las conchas marinas, maravillas de la na­
turaleza, que a las obras humanas. El renacimiento físico y social de Roma
fue parcial e incompleto, y la siguiente acometida a la estructura antigua de
la ciudad no tendría lugar hasta más de un siglo después.

L a t ín : l o s pe r file s d e u n c a n o n

A principios del siglo xrv, algunos enciclopedistas del norte de Italia


como Jeremías da Montagnone empezaron a hacer clara distinción entre los
autores clásicos y los escritores en latín de la Edad Media, menos cultos (Je­
remías llamaba a los poetas clásicos poetae, y a los otros versilogi). Poco
después, Petrarca y otros humanistas transmutaron la curiosidad y la sensibi­
lidad de estos hombres en un programa para un nuevo movimiento intelec­
tual. Petrarca, Salutati, Bruni y otros defendieron el estudio y la imitación de
los clásicos literarios latinos frente a los filósofos escolásticos que insistían
en la mayor importancia de la dialéctica aristotélica, base de los estudios de
medicina y teología. No sólo consideraban a los clásicos latinos como su lec­
tura favorita —la lista de los libros preferidos de Petrarca incluía únicamen­
te a los antiguos y a san Agustín—, sino también como el mejor fundamen­
to para una vida recta, la mejor fuente de una ética válida y como ejemplos
históricos útiles y modelos incomparables de aquella elocuencia retórica que
hacía atractiva y efectiva la ética. Incluso se atrevieron a emular a los anti­
guos, reviviendo todos los géneros desde la tragedia senequista y la épica de
Virgilio a la historia de Tito Livio.
En consecuencia, durante ciento cincuenta años eruditos y profesores se
enfrentaron a una tarea ingente. Tenían que hallar las reglas de la gramática
y la sintaxis del latín clásico y la gama de significados de palabras latinas es­
pecíficas, y redactarlas de la manera más clara posible a fin de que otros pu­
dieran estudiarlas. Y teman que hacerlo aun cuando su catálogo de textos
clásicos fuera incompleto y los textos mismos estuvieran llenos de errores de
copia.
La primera fase del nacimiento de la erudición humanística se caracteri­
zó por la búsqueda, recopilación y coleccionismo. De Petrarca a Poggio, los
primeros humanistas arrostraron las dificultades del viaje, la ignorancia y la
hostilidad de los bibliotecarios monásticos y la incompetencia y codicia de
los copistas (descritos por Poggio como «la escoria del universo») para en­
contrar textos hasta entonces desconocidos o pobremente conservados, co-
rregir sus errores y explicar sus alusiones. Los márgenes de los libros de Pe­
trarca y Salutati reflejan su lucha épica por identificar nombres de lugares y
personas, descifrar alusiones literarias olvidadas y contestar a pensamientos
elevados y ricas metáforas. Y los catálogos de las grandes bibliotecas huma­
nísticas, como la de Salutati, revelan que poseían un surtido de textos clási­
cos no igualado por coleccionista alguno desde el final del mundo antiguo.
Sin embargo, esta primitiva forma de acumulación era demasiado tosca
para posibilitar una utilización intensiva de los clásicos. Por consiguiente iría
acompañada de una inversión más profunda y sistemática de dedicación in­
telectual, a menudo tan dolorosa como finalmente satisfactoria. Petrarca
pudo aún escribir de sui ipsius et multorwn ignorantia («Sobre la ignorancia
propia y la de muchos»), pero también realizó durante toda su vida un in­
menso esfuerzo por hacer más clásico su latín, redactando una y otra vez su
correspondencia, por ejemplo, para hacer «litterae» (literatura) en lugar de
«litera» (simples letras), y para borrar las preposiciones que en un principio
había vinculado a los nombres de ciudades. En el siglo xv Lorenzo Valla
compiló en seis libros las Elegancias del latín, que presentaba cientos de re­
glas importantes y proporcionaba un ejemplo fundamental de gramática ba­
sada en el estudio empírico de los textos. Y muchos otros humanistas, desde
el gran profesor Guarino de Verona al poco conocido Juniano Maius, elabo­
raron listas de vocabulario, léxicos, gramáticas y otros elementos para escri­
bir bien el latín.
El redescubrimiento del buen latín no fue un proceso sencillo. Los hu­
manistas buscaron una guía en el extenso corpus de escritos gramaticales
antiguos que poseían, desde la gramática de Donato hasta los comentarios
de Servio a Virgilio. Pero los autores de estos textos no se habían limitado a
codificar la experiencia de los principales escritores de la Antigüedad; en
realidad, con frecuencia insistieron en su propio derecho como gramáticos a
elaborar normas sobre el uso correcto de la lengua, normas que los autores
más importantes habían transgredido. Servio, por ejemplo, enseñó a Petrarca
«a añadir preposiciones a los nombres de provincias, pero nunca a los de ciu­
dades», mas lo hizo en un comentario a la Eneida, 1,2, donde Virgilio dice
que Eneas «Italiam ... venit», sin preposición, y admitió que Cicerón había
añadido una preposición, en una «figura», al nombre de una ciudad. Por otro
lado, la práctica clásica contradice frecuentemente la preceptiva antigua; am­
bas deben ser analizadas a través de la visión distorsionada de los errores y
deformaciones de los copistas medievales. Por tanto, cuando dos humanistas
se insultaban como verduleras por si el destinatario de una carta iba en sin­
gular o en plural, o si se escribía «nihil» o «nichil», no se trataba de «mucho
ruido y pocas nueces». Por el contrario, estaban emprendiendo una tarea ur­
gente y de enorme dificultad. No sólo revelaban el latín macarrónico de sus
oponentes, sino que estaban creando un nuevo cuerpo teórico de la gramáti­
ca basada en el estudio directo de las fuentes.
Gradualmente se fueron superando las dificultades. Los textos básicos
recibieron adecuada encamación física en nuevos tipos de escritura y tipo­
grafías que mezclaban las letras capitales conocidas por las inscripciones
antiguas y las minúsculas de estilo clásico que imitaban las graciosas mi­
núsculas de los manuscritos carolingios, y así se creó un convincente pasti­
che clásico a partir de diversos ingredientes. Estos elegantes textos eran
ampliamente enseñados y leídos. Y a finales del siglo xv la búsqueda de
una serie básica de textos y reglas empezó a dejar paso a un esfuerzo más
experimental por la exploración de las posibilidades y límites del latín a tra­
vés de su historia.
Los humanistas de finales del siglo xv, hombres como Domizio Calde-
rini, Angelo Poliziano, Ermolao Barbaro y Filippo Beroaldo, escribían un
latín rico y ecléctico que debía gran parte de su vasto vocabulario a Plinio
y Apuleyo. Desafiado a justificar su rechazo a seguir a un solo estilista pre­
eminente como Cicerón, Poliziano replicó ásperamente: «¿Qué me importa?
Me expreso a mí mismo». En su defensa de la elección de Quintiliano y Es­
tado como temas de lecciones universitarias, habló en favor de un canon de
clásicos tan extenso como su propia práctica estilística: «Lo distinto —de­
cía, refiriéndose al Dialogus de Oratoribus de Tácito— no es necesaria­
mente peor». Estos hombres representaron una rama de la erudición que no
eludió las dificultades técnicas ni ignoró ningún texto, temprano o tardío. E
hicieron adiciones fundamentales al conjunto de anotaciones eruditas con
que se estudiaban todos los textos latinos. En sus Miscellanea, Poliziano de­
fendió que la enmienda de un texto debe tener lugar sólo después del aná­
lisis de los manuscritos conservados; de otro modo, una aparente mejora
podía ser simplemente un nuevo arreglo de una mala idea de un simple co­
pista, y esa especie de «esfuerzo semiculto hace más mal que bien». En to­
dos los casos, afirma, se debe partir de la suposición de que los manuscri­
tos más antiguos conservan los mejores textos. Al menos en dos casos im­
portantes —el de las Epistulae ad Familiares de Cicerón y el del Digesto de
Justiniano— demostró que todos los manuscritos conservados derivaban
de uno solo, que constituía la única autoridad textual. Y cuando pasó de la
enmienda a la interpretación, demostró que se debe empezar por el examen
de las fuentes griegas de los escritores latinos, que muy a menudo identifi­
caban a la vez la persona histórica, el ser mítico o la doctrina filosófica a
los que hacía referencia el autor latino de un modo comprensible para su au­
diencia original, pero ahora oscuro. Barbaro, independientemente, aplicó el
mismo principio a la Historia natural de Plinio, un texto sobre el cual poco
podía hacer el análisis, pero sí, y mucho, la comparación sistemática con los
filósofos griegos y los historiadores naturales. Sus Castigationes Plinianae
de 1492-1493, como las Miscellanea, se convirtieron en modelo de la estre­
cha relación de un texto latino con su propio contexto.
Durante los primeros dos tercios del siglo xvi, estos principios inspiraron
una serie de publicaciones en las que se añadieron nuevos textos al canon ro­
mano y se mejoraron radicalmente los antiguos. El joven Beroaldo, por
ejemplo, publicó en 1515 una cuidada edición del manuscrito de Corvey de
los Anales de Tácito, un texto vital no sólo para la historia del imperio ro­
mano sino para el pensamiento político del Renacimiento desde Maquiavelo
y Guicciardini en adelante. Conservó deliberadamente en su edición impre­
sa los errores del manuscrito, señalándolos con asteriscos en lugar de corre­
girlos, con el fm de presentar al lector la mayor información posible. Pierio
Valeriano publicó en 1521 el primer aparato crítico, una relación de los ma­
nuscritos de Virgilio basada profunda y certeramente en el Romano, un im­
portante manuscrito del siglo xv del Vaticano. Entre 1530 y 1550, además,
se formó una escuela en tomo al erudito florentino Pier Vettori, cuya vasta
edición de Cicerón seguía explícitamente el método de Poliziano y aplicaba
su tratamiento histórico a la tradición textual. Antonio Agustín y Lelio Tore-
lli editaron el Digesto a partir del códice florentino; Agustín y Fulvio Orsini
hicieron lo mismo con el De verborum significatu de Festo, con su rica infor­
mación sobre las primitivas instituciones romanas. Y sus amigos extranjeros,
como Aquiles Estaço en Portugal y Denys Lambin en Francia, se contagia­
ron de este apasionado interés por los manuscritos, aunque no asimilaran el
método genealógico de agruparlos. Naturalmente, ni los italianos, ni mucho
menos los extranjeros, que tenían acceso limitado a los manuscritos en su pa­
tria y disponían de poco tiempo en Italia, los cotejaron con el detalle que exi­
giríamos ahora. Pero la gran cantidad de información que proporcionaron iba
a ser esencial hasta que los filólogos alemanes de los siglos xvin y XIX la sus­
tituyeron aplicando los mismos principios de una forma más sistemática. Es
significativo que cuando Richard Bentley editó a Terencio se sintió obligado,
a pesar de su carácter iconoclasta y de su irreverencia, a incluir las observa­
ciones de Gabriele Faemo, amigo de Vettori, muy superiores a cualquier lec­
tura contemporánea o posterior del manuscrito (y que a veces demuestra más
penetración que los propios comentarios de Bentley sobre aspectos textua­
les). En las décadas de 1560 y 1570 toda edición ambiciosa de un texto latino
dicutía problemas textuales a la luz de los testimonios manuscritos, incluso
si unos pocos eran inventados y una gran parte de ellos no se examinaba con
cuidado debido a su reputación histórica.
La exégesis comparativa floreció tan poderosamente, al menos, como el
análisis de manuscritos. En las décadas de 1550 y 1560, por ejemplo, Jean
Dorat y, otros miembros del Collège Royal de París insistían en sus clases
en la imposibilidad de comprender el valor de cualquier poeta latino sin
identificar sus fuentes griegas y examinar los cambios que aquél había in­
troducido en el texto original. Una serie de manifiestos literarios dejaron
claro que los poetas de la Pléiade habían adoptado el punto de vista de Do­
rat y esperaban cultivar el francés del mismo modo que Virgilio y Horacio
habían cultivado el latín: leyendo las fuentes de las que habían bebido los
latinos y a los propios latinos, y vertiendo después figuras del pensamien­
to y del estilo propias de ambas fuentes al francés. Y una serie de ediciones
—el Anacreonte de Henri Estienne, el Catulo de Muret, el Horacio y el Lu­
crecio de Lambin— demostraron con todo detalle que, como señalaba Es­
tienne:
Horacio copia sin tratar de ocultarlo ... Pero cambia lo que copia para que
parezca original, de tantas maneras distintas que apenas pueden reconocerse
sus autores. Y esta es una forma honorable de robo.

La crítica literaria seria —como la elaborada Poética de Julio César Escalí­


gero, aparecida en 1561— debía argumentar su valoración de los poetas ro­
manos de forma comparativa. Incluso Escalígero, que consideraba sublime a
Virgilio, tuvo que defenderlo demostrando que había perfeccionado las mu­
chas citas tomadas de Homero. Y los comentaristas se dedicaron cada vez
más a establecer las genealogías literarias explícita o implícitamente recono­
cidas por los autores latinos. Los lectores del siglo xvi demostraron cierta
sensibilidad hacia las muchas formas que podían tomar la imitación y rivali­
dad poéticas, así como hacia el papel fundamental de la imitación en toda
creación poética. Virgilio es un ejemplo espléndido. En las primeras edicio­
nes del XVI aparece rodeado de no menos de once comentarios antiguos y
modernos que explican detalladamente su vida, infiriendo a menudo datos
sobre él y sobre la tradición romana de las palabras del texto. Hacia la déca­
da de 1570 era estudiado a la luz de sus fuentes griegas, recopilado verso a
verso por Fulvio Orsini y Germain Vaillant en obras que siguen siendo váli­
das precisamente a causa de su austera concentración en la comparación,
como sugiere el título de Orsini: Virgilius collatione scriptorum Graecorum
illustratus (Virgilio ilustrado por comparación con escritores griegos). Desde
la Antigüedad tardía no se había visto un tratamiento bilingüe semejante de
una obra literaria romana. Cuando se aplicaron métodos similares a textos
que no teman comentarios canónicos, como el De rerum natura de Lucrecio,
el resultado fue sorprendente. En la década de 1560 Lambin y Oberto Gifa-
nio publicaron una serie de ediciones rivales de Lucrecio. Lambin fue el pri­
mero en abrir nuevos caminos al demostrar que la tesis de Lucrecio sobre la
infinitud del universo (1, 1.008) procedía de Epicuro, y su descripción de los
síntomas de la muerte inminente (3, 531-532) estaba tomada de Platón. Gi-
fanio plagió esta y otras ideas, pero también las completó; señaló con más
claridad que Lambin que Lucrecio no había traducido, sino adaptado, la
descripción de Tucídides de la peste ateniense. Un texto ignorado o conde­
nado en la Edad Media, jamás enseñado en las escuelas y prácticamente ina­
sequible con anterioridad a 1417 era así intercalado en su contexto en la his­
toria literaria e intelectual de Roma: una traducción de fuentes griegas y a la
vez una obra de gran independencia. Explicado de este modo, en el siglo xvn
De rerum natura podía servir de modelo para los muchos autores de poesía
didáctica en lenguas vernáculas y como ftiente para los hombres de ciencia
que esperaban idear una filosofía enteramente mecánica que explicara todos
los fenómenos naturales mediante el movimiento de corpúsculos. Sólo el si­
glo XIX, con sus grandes avances en el estudio de la tradición epicúrea, me­
joraría sustancialmente lo conseguido por Lambin y su odiado rival.
A pesar de todas las controversias que desfiguraron su apariencia de
ciencia seria y objetiva, el siglo xvi contempló la práctica de la filología la­
tina hasta un nivel que no sería superado durante más de dos siglos. Asimis­
mo vio el estilo clásico debatido y a veces modificado en formas creativas
nunca superadas, al tiempo que la escritura en latín dejó de formar parte de
la creación literaria en el siglo xvn. En primer lugar, cada generación de la­
tinistas se las arregló para encontrar en el canon latino un modelo o una se­
rie de modelos diferentes que les permitiera simultáneamente mostrar su ori­
ginalidad y afrontar las necesidades de su tiempo. Los italianos de principios
del siglo XVI, sometidos políticamente a las monarquías nórdicas con sus re­
cursos muy superiores y amenazados culturalmente por humanistas del nor­
te como Erasmo y Budé, que escribían un latín ecléctico y sabían más grie­
go que cualquier italiano, eligieron a Cicerón como modelo único de prosa
latina. Bembo, Nizolio y otros dejaron bien sentada la idea de que nada im­
portante se podía decir en una lengua bárbara, y que sólo la continua imita­
ción de un único modelo con un léxico coherente podía hacer posible una
oratoria y prosa cultas. Y su prosa alcanzó un nivel tan alto de purismo ci­
ceroniano que Erasmo les concedió el tributo de una brillante sátira.
El Ciceronianus se ríe de los desesperados esfuerzos de los ciceronianos
por perfeccionar su prosa, a costa del sueño y la comida. Pero también seña­
la seriamente que los cristianos que viven en un mundo moderno no pueden
expresar sus pensamientos con formas tomadas de una sociedad pagana. A su
vez, la tesis de Erasmo fue desarrollada en las décadas de 1570y 1580 por
Marc-Antoine Muret y Justo Lipsio, que consideraron que toda forma de sen­
tencia periódica era irrelevante para las necesidades de la época, con su al­
ternancia en claroscuro de tiranía y revolución, de frases más breves y cor­
tantes. Séneca y Tácito proporcionaban las herramientas para la discusión del
dilema del súbdito y el monarca separados por la religión, como Cicerón ha­
bía proporcionado los instrumentos para la «oratio orationis gratia» («amor a
la oratoria por la oratoria»). Después de 1600, incluso ellos tuvieron que de­
jar paso a Petronio, cuyo Satiricon (leído por casi todos los humanistas como
una elaborada alegoría de la corte de Nerón) fue emulado por John Barclay,
entre otros, en novelas latinas que revelaron los secretos de todas las cortes
y cancillerías europeas. En todos los casos el canon latino fue capaz de pro­
porcionar nuevos modelos; en todos los casos, también, los cambios en el la­
tín dejaron un gran poso en las lenguas vernáculas. Los ensayos de Bacon y
Montaigne surgieron directamente del latín informal de Muret y Lipsio; de
este modo las sátiras políticas y las novelas alegóricas de los siglos xvn
y xvm utilizaron a Barclay y sus rivales como lentes a través de las cuales
leyeron y se acercaron a Petronio y Apuleyo.
Los latinistas más creativos no se limitaron, por supuesto, a imitar proto­
tipos clásicos. A veces experimentaron con las fronteras de un género o un
modelo. Poliziano, por ejemplo, utilizó a Salustio como modelo de su breve
relato de la conspiración de los Pazzi contra los Médicis en 1478. Pero este
modelo era problemático en un aspecto crucial. Salustio había hecho hinca­
pié en la corrupción constitucional y social que había conducido a la revuel­
ta de Catilina. En la Florencia del siglo xv, la corrupción de la constitución
tradicional había llevado al gobierno de los Médicis, no al levantamiento
contra ellos (levantamiento que los Pazzi, en realidad, representaron como el
retomo a la tradición). En consecuencia, Poliziano evitó hacer un excurso
constitucional en beneficio de un relato aterradoramente gráfico del carnaval
durante el cual los florentinos habían humillado los cadáveres de los Pazzi.
Su concentración en los ritos de humillación dio al texto la fuerza de la que
habría carecido una descripción más convencional, gracias a la fusión de los
mecanismos de Salustio con los de Séneca y Lucano. Otros, menos clásicos
aún, hicieron un brillante uso'del latín sin depender en absoluto del canon an­
tiguo, como los autores del gran ataque a los enemigos de Johann Reuchlin,
las Canas de unos desconocidos, a comienzos del siglo xvi, y los del amar­
go panfleto contra la Liga Católica, la Sátira menipea, en la década de 1590.
Ambas clases de escritores emplearon su sensibilidad hacia el clasicismo en
nuevos objetivos, poniendo en boca de sus oponentes barbarismos cuidado­
samente seleccionados que explicarían su falta de moral y cultura. Si los la­
tinistas del siglo XVI podían moldear sus instrumentos de tantas formas dis­
tintas, no es sorprendente que su lengua preferida se convirtiera en la propia
de la vida intelectual, aquella en la que los científicos, filósofos e historia­
dores más innovadores de la época, Copémico y Vesalio, Bacon y Campa-
nella, Bodino y De Thou expresaron sus pensamientos.
Lo que es aún más sorprendente, algunos poetas latinos consiguieron uti­
lizar modelos clásicos en formas que no sólo concordaban con las condicio­
nes de la Europa moderna, sino que siguen siendo atractivas hoy día. En mu­
chos casos, seguramente, produjeron pastiches de gran calidad a partir de
un solo modelo antiguo y de sus adaptadores renacentistas. Así fue como el
jesuíta polaco Casimir Sarbiewski, el Ovidio sáimata, elaboró los idilios ele­
giacos que encantaron a generaciones de lectores latinistas, y que reciente­
mente han sido desenmascarados como copias que habían descendido del
nivel de la imitación legítima al mero plagio. Pero unos cuantos poetas lati­
nos del Renacimiento pueden aún concitar el interés y el afecto de gente no
dedicada a estudiarlos. La elegía a Lorenzo de Médicis de Poliziano, con su
métrica experimental y la utilización del lenguaje de los Salmos, expresa una
pérdida personal de una manera directa que pocos de los miles de poemas
elegiacos convencionales de la época pueden igualar. Y con los Basta, Jo­
hannes Secundus actualizó la más descarada poesía amorosa romana para
colmar las necesidades de una sociedad en la que podía discutirse con deta­
lle el Arte de amar con tal de que sus preceptos fueran aplicados en el lecho
conyugal. En conjunto, no obstante, la poesía latina tendía a componerse
por encargo. Como los dramas al estilo latino tan profusamente escritos y
producidos en los colegios protestantes de Oxford y Cambridge y en las es­
cuelas jesuítas de Francia y del Sacro Imperio Romano, proporcionaba una
educación rigurosa y sin duda servía de entrenamiento para escritos más ori­
ginales en lenguas vernáculas.
En su nivel más original y ambicioso, la filología latina del Renacimien­
to llegó a condensar la historia de la literatura romana en un único esquema
evolutivo e histórico. Así lo hizo Julio César Escalígero en su Poética, donde
sugería —y tuvo gran influencia— que las épocas de la poesía romana eran
comparables a las etapas de crecimiento de un organismo vivo hasta alcanzar
una potente madurez que, con el tiempo, llega a corromperse y pudrirse. Este
esquema y la analogía orgánica subyacente conservaban enorme influencia en
época de Winckelmann e incluso después. Pero la mayoría de los hombres
educados sabían y pensaban mucho menos. Conocían a los clásicos gracias a
las lecciones de la escuela: cursos sobre textos determinados. Por supuesto,
estos textos eran elegidos tras profundas deliberaciones. En una época en la
que todo conocimiento influyente era almacenado en libros, cualquier texto
clásico era como una bomba que podía explotar en cualquier momento. Las
obras escritas por y para los paganos podían, en el mejor de los casos, provo­
car pensamientos y sentimientos reprimidos, y, en el peor, corromper a los jó­
venes lectores a cuya educación supuestamente contribuían. Algunos clásicos
latinos fundamentales se negaban —como a menudo hacen los clásicos— a
enseñar la propia moral de un modo claro y definitivo. Ovidio había atraído a
legiones de alegoristas que le protegieron en la Edad Media. La negativa de
Virgilio a que la Eneida tuviera un final feliz, a recompensar a Eneas por sus
sufrimientos y su heroísmo, hizo que Maffeo Vegio escribiera un decimoter-
cer libro en el que el modelo aparentemente incompleto de la Eneida encon­
traba la finalidad que su autor le había negado. E incluso a pesar de que los
humanistas de comienzos del siglo xvi escribieron sátiras contra el Ovidio
moralizante y quisieron al Virgilio auténtico, les pareció necesario, como a to­
dos los maestros de un canon, modificar y mitigar el poder de sus textos.
(A veces intentaron incluso reemplazarlos por sustitutos cristianos, como hizo
Colet durante los primeros años de la Escuela de San Pablo; afortunadamen­
te, tales esfuerzos fueron pronto abandonados.)
Erasmo, por ejemplo, fue el escritor sobre educación más influyente de
su tiempo. Sus libros de texto y Coloquios desbancaron a sus rivales del
mercado en todo el norte de Europa. Y sus peticiones acerca de suministrar
una educación clásica a la elite laica y eclesiástica tuvieron que ver más que
la obra de cualquier otro en la fundación de instituciones como el Corpus
Christi College de Oxford, St. John’s College en Cambridge, el Collège Ro­
yal de París y el Colegio Trilingüe de Lovaina. Sin embargo, dedicó su li­
bro De ratione studii al problema de cómo enseñar uno de los versos más
difíciles del corpus clásico para cualquier estudioso cristiano: «Formosum
pastor Corydon ardebat Alexim» («el pastor Coridón se abrasaba de amor
por el hermoso Alexis»; Virgilio, Bucólicas, 2, 1). Y así dejó claro que el
maestro debe estar siempre alerta sobre los modos de suavizar los textos
más apreciados. Tiene que acumular información sobre cada palabra y ex­
plicar el amor como amistad. Sólo distrayendo así la atención del pupilo po­
día el texto seguir siendo parte de la instrucción cristiana:

Si el maestro es inteligente, incluso cuando surge algo que puede corrom­


per a los jóvenes, ello no sólo no perjudica a su carácter sino que les aporta algo
útil. Ya que su atención está dedicada en parte a tomar notas y en parte puesta
en más altas cotas del pensamiento. Si el maestro va a hablar sobre la égloga
segunda, debe preparar las mentes de sus estudiantes con una introducción apro­
piada, o mejor fortificarlas de esta forma: debe decir que no puede haber amis­
tad entre dos que son distintos, que la similitud engendra benevolencia mientras
que la diferencia produce odio y discordia.

Los paralelismos históricos y mitológicos, las sentencias y opiniones insisti­


rían en el mensaje de que Virgilio había descrito la imposibilidad de la amis­
tad entre un rudo campesino y un joven sofisticado, y este mensaje no podía
dañar al destinatario por joven e inocente que fuese.
Naturalmente, los maestros que trabajaron a partir de estos supuestos
centraban su interés en las necesidades de sus alumnos, no en la exactitud
textual e histórica. A veces expurgaron los textos, como hicieron los jesuítas
con las ediciones de los epigramas de Marcial, pero más a menudo los ma­
nipularon y diseccionaron. Los márgenes de los textos clásicos utilizados por
los escolares del siglo xvi muestran que sus profesores evitaban con fre­
cuencia el posible daño mediante el simple expediente de convertir un texto
determinado —desde un discurso de Cicerón hasta un libro de las Metamor­
fosis de Ovidio— en una enseñanza liberal amplia, cortando el texto en fra­
ses breves y palabras sueltas. A su vez, usaban éstas para impartir lecciones
sobre cualquier tema que se les ocurriera, desde sintaxis a ciencia. El resul­
tado es que el lector moderno no puede predecir las asociaciones que un ver­
so o una línea de prosa podían tener para un lector del siglo xvi. Incluso la
cita más romana de todas —por ejemplo, «dulce et decorum est pro patria
mori» («morir por la patria es dulce y noble»), de Horacio— podía ser saca­
da de su contexto histórico, moral y poético y utilizada, en este caso, para
enseñar lógica. Como un profesor francés explicaba hacia la década de 1570,
«este es el argumento que puede ser empleado para convencer a aquellos que
creen que es mejor huir y salvar sus vidas que morir luchando». Hay que in­
vestigar esta clase de enseñanza, inspirada por el reformador educativo Pe­
trus Ramus, para creerlo.
El moderno lector de los clásicos los lee a la luz del Oxford Latin Dic­
tionary, el Thesaurus Linguae Latinae y el Oxford Classical Dictionary. El
lector renacentista estaba asimismo influido por los manuales y las obras de
referencia de su época. El estudiante normal aprendía la mayoría de las citas
de colecciones útiles como los Adagios de Erasmo y los Epitheta de Ravisio
Textor, que agrupaban expresiones concisas por temas, no por autores o pe­
riodos. Así, el lector de Erasmo encontraba todas las variaciones escritas por
un autor antiguo sobre máximas como «dulce bellum inexpertis» («la guerra
es agradable para los que la desconocen») o «Spartam nactus es: hanc orna»
(«Esparta es tuya; adórnala»). En la práctica podía usar correctamente las
frases en cuestión, urgiendo a los amigos que trabajaban demasiado en un li­
bro: «manum de tabula» («aparta la mano de la tablilla de escribir») y ad­
virtiendo al joven insolente: «ne ignem gladio fodias» («no atices el fuego
con la espada»), Pero tenía poco o ningún conocimiento del contexto del que
procedían, asociándolas con otras frases idénticas, similares u opuestas cita­
das en su libro y no con sus creadores. La filología moderna ha investigado
una y otra vez este punto con objeto de explicar las curiosas —como pare­
cen desde un punto de vista del siglo xx— alusiones renacentistas a textos
clásicos. El predominio de esta clase de cultura clásica de segunda mano, así
como de la cultura también de segunda mano extendida a través de las tra­
ducciones, debe tenerse en cuenta en cualquier intento de sondear las pro­
fundidades de los impresos romanos del siglo xvi.

H ist o r ia : e l e l o g io d e R oma .

La historia romana empezó en el Renacimiento en un estado de estimu­


lante confusión. Los humanistas de los siglos xiv y xv extrajeron de Tito Li­
vio y Salustio sus fuentes y modelos favoritos, una visión bastante coheren­
te del pasado de Roma, o así parecía. Esta visión destacaba más los grandes
hombres y acontecimientos que los edificios e instituciones, preferidos por
los anticuarios; insistía mucho en los motivos de héroes y villanos, y con fre­
cuencia les atribuía elaborados y reveladores discursos. Retrataba una Edad
de Oro situada en el pasado remoto de Roma, y una época de expansión a fi­
nales de la república y durante el imperio. En resumen, parecía un campo de
estudio valioso para muchos escritores y profesores, que podía enseñar bue­
nas costumbres y excelente oratoria con una prosa viva y sólidos hechos. No
es de extrañar que los maestros incluyeran textos históricos en sus cursos en
escuelas y universidades, o que de las plumas de los humanistas fluyeran con
rapidez discursos y tratados en alabanza de la historia. En realidad, sin em­
bargo, la tradición historiográfica contema muchos errores. Los historiadores
antiguos no estaban siempre de acuerdo en los hechos, como queda ya claro
en la historia de Tito Livio cuando le pareció necesario refutar la idea de que
Numa había sido discípulo de Pitágoras. El redescubrimiento de Tácito y la
traducción al latín de Polibio, Dionisio de Halicarnaso y Plutarco demostró a
comienzos del siglo xvi que, en efecto, muy poco se sabía con seguridad so­
bre Roma, ni siquiera el año de su fundación. Y las diferencias implícitas en
los métodos de los autores de la Antigüedad importaban más aún que las ex­
plícitas acerca de lo que a veces afirmaban. ¿Debe el historiador imitar a Tito
Livio e investigar el pasado remoto? ¿O debe seguir el ejemplo de los histo­
riadores senatoriales y escribir sobre épocas más recientes aunque carentes
de atractivo? ¿Debe ser un erudito independiente como Tito Livio o ante todo
un hombre de acción como Polibio? Además, ¿deben ser considerados como
únicas autoridades los historiadores antiguos griegos y romanos? Después de
todo, rivalizaban con los cronistas medievales, que situaban el nacimiento de
Roma en un marco más amplio, astrológico, escatológico o teológico. Y a
veces entraban en abierta contradicción con otros escritores que parecían más
dignos de respeto, como los muy doctos Beroso, Manetón, Fabio Pictor y
Catón, supuestamente descubiertos (y en realidad falsificados) por el domi­
nico Annio de Viterbo, y publicados con gran esplendor en 1498. Estos tex­
tos oponían a la tradición romana del nacimiento de la ciudad para la gran­
deza una historia alternativa que recalcaba las virtudes de la civilización
etrusca que Roma había conquistado y saqueado, así como las raíces troya-
nas de los pueblos europeos modernos a los que los romanos habían llama­
do bárbaros. Obviamente era necesaria la erudición crítica para mantener la
tradición, especialmente cuando las necesidades modernas redoblaron su des­
tructiva influencia sobre ella, llevando a una escuela de humanistas, ubicada
en la Florencia nominalmente republicana, a insistir en el valor de la repú­
blica y a deplorar su transformación en imperio, mientras que el historiador
romano más importante de todo el siglo xv, Flavio Biondo, adoptó precisa­
mente la postura opuesta, algo natural dada su situación en la Roma papal,
elogiando a los primeros emperadores y atribuyendo la caída de Roma a la
fundación de Constantinopla y a la invasión de los bárbaros.
Los eruditos del siglo xvi resolvieron satisfactoriamente al menos algunos
de estos dilemas. El estudio detallado de los distintos anales, incluyendo tan­
to los Fastos como los historiadores, reveló que la fecha de la fundación de
Roma y todas las fechas exactas de su historia primitiva eran generalmente
conjeturas hechas siglos antes, y estaban tomadas de anales oficiales. A me­
diados de siglo, Melchor Cano y Onofrio Panvinio habían demostrado que in­
cluso en época de Tito Livio sólo se conservaban en Roma anales fragmenta­
rios de los primeros siglos. Los historiadores dieron fechas diferentes para la
fundación ya que los eruditos romanos más influyentes, Catón y Varrón, ha­
bían discrepado al respecto; no se podía dar por cierto lo que ellos no habían
creído. A comienzos del xvn habían surgido dudas aún más radicales acerca
de la tradición romana. José Escalígero admitió que todos los datos sobre la
historia de Roma anterior a la expulsión de los reyes eran, en el mejor de los
casos, poco seguros, y que la elección de una de las versiones suponía sim­
plemente la aceptación de una línea en el debate científico romano. Joannes
Temporarius denunció con mayor agresividad el conjunto de la tradición ro­
mana como un tejido de mentiras del tipo que se suelen componer sobre los
pequeños comienzos de una gran nación:

Dejemos que los romanos nos presenten al padre de sus antepasados. Al­
gunos dirán que fue el dios Marte, otros que se trataba de un horrible espectro.
Que nos muestren a su madre. Uno dirá que fue la vestal Rea, otro que Silvia,
otro que Ilia. Si preguntamos por sus nodrizas, sacan a relucir animales: la loba
y el pájaro carpintero ... Una cosa está clara: ciertos poetas vanidosos inven­
taron a Rómulo a partir del nombre de Roma porque no conocían los orígenes
de la ciudad; este es el curso normal de los acontecimientos cuando los funda­
dores de una ciudad permanecen enterrados en la oscuridad.

Felipe Cluver y otros eruditos del siglo xvn intentaron reemplazar las viejas
historias con sus propias explicaciones, necesariamente conjeturas, acerca de
cómo los romanos alcanzaron prioridad sobre otros pueblos itálicos. Era evi­
dente, pues, más de un siglo antes de Vico o de De Beaufort, que las histo­
riae romanas no eran idénticas a las res gestae de la historia de Roma, que
los eruditos de entonces tendrían que reconstruir mediante la comparación
crítica de todos los datos.
Sin embargo, cuando el interés por la primitiva historia de Roma empezó
a decaer se dedicó una atención más crítica a los siglos siguientes. Nuevos
textos históricos como los Anales de Tácito y —quizá desafortunadamente—
la Historia augusta dieron a la historia del imperio un esquema cronológico
tan definido como el de la república. Nuevos materiales colaterales como los
Panegiristas latinos y la Germania de Tácito hicieron posible una cierta vi­
sión del nacimiento de los pueblos no romanos que más tarde se infiltrarían
en el imperio y causarían su caída. El redescubrimiento del historiador paga­
no Zósimo, cuyas opiniones expuso Johannes Lowenclavius en un ensayo de
1573, propuso que la auténtica ruptura de la historia romana tuvo lugar tras la
división del imperio por Constantino y el reconocimiento oficial del cristia­
nismo: una idea aún hoy válida sobre las causas remotas de la decadencia de
Roma.
Mientras tanto un nuevo grupo de eruditos se adhirió por vez primera a
los debates sobre la historia de Roma. Ya en la Edad Media el Corpus iuris
había dado a Occidente su código de derecho internacional y público, y los
juristas profesionales, formados en las grandes escuelas italianas de Bolonia
y Pisa, habían aplicado los principios del derecho romano a las modernas
condiciones políticas y sociales. Lo que no habían hecho, pese a su claro re­
conocimiento de que no vivían en la antigua Roma, fue tratar el Corpus
como la creación de una sociedad diferente a la suya propia, y mucho menos
explicarlo a la luz de otros textos romanos no legales. A partir del siglo xv,
los humanistas intentaron hacer exactamente esto. Y en el siglo xvi empeza­
ron a encontrar brillantes aliados dentro de algunas facultades de derecho.
Andrea Alciato, Budé y Jacques Cujas cotejaron los textos legales con las
fuentes históricas y epigráficas. Analizaron la constitución romana con mu­
cha más precisión conceptual que cualquier historiador antiguo o moderno, y
así no sólo reconstruyeron las instituciones fundamentales de la república
y el imperio, sino que volvieron a plantear la verdadera naturaleza del esta­
do romano. No era éste la creación mixta que Polibío había pensado, una
mezcla armoniosa de elementos de la monarquía, la aristocracia y el gobier­
no popular; más bien había, como en cualquier otro estado, un solo impe­
rium, que gradualmente pasó del pueblo a los emperadores, y que no era
compartido por el estamento básicamente consultivo, el Senado.
Los intelectuales de finales del siglo xvi se acercaron a la historia ro­
mana a la luz de estos progresos. En general no lo hicieron a través de la
sencilla y supuestamente coherente narrativa clásica, sino de un tratado de
consulta como el Método de Bodino. En él no se presentaban al estudiante
simples historias, sino una compleja iniciación a los problemas inherentes a
la elección entre fuentes diferentes, evaluando su valor probable y estable­
ciendo una relación independiente de acontecimientos. Y esto sólo era el
prólogo a una iniciación más compleja aún al trabajo requerido para inter­
pretar la constitución romana y compararla con otras, antiguas y modernas,
orientales y occidentales. El libro de Bodino concluye significativamente
con diez páginas de bibliografía sobre fuentes, en lugar de hacerlo con una
recapitulación de la historia romana. La época de investigación sobre el pa­
sado había reemplazado a la época de la historia magistra vitae.
O así podría parecer. Pero en realidad los eruditos teman que hacer algo
más que deducir de las fuentes verdades fundamentales sobre Roma. Debían
enseñar a los jóvenes a cumplir con sus obligaciones públicas en una época
de revolución y gueiras religiosas, y teman que ofrecer consejo práctico, ins­
pirado en el ejemplo romano, a los jefes militares y políticos que los prote­
gían. En cuanto a la práctica de la inteipretación, además, los eruditos igno­
raban con frecuencia las distinciones técnicas y cronológicas exactas que con
tanto trabajo habían expuesto en sus monografías. Cuando Lipsio tuvo que
ayudar a Mauricio de Nassau a reformar el ejército holandés según el esque­
ma romano, reconstruyó la militia romana hasta en el menor detalle. Pero lo
hizo tratando a Polibio, Frontino y Vegecio como fuentes funcionalmente
equivalentes, e ignorando así los grandes cambios ocurridos entre distintos
periodos de la historia social e institucional romana. En algunos casos se pro­
porcionaron justificaciones formales por la concentración de un solo autor,
periodo y método. Tácito, en particular, se hizo cada vez más popular entre
los monárquicos y los republicanos de finales del xvi, ya que su obra era, en
palabras de Lipsio, «un teatro de nuestra vida actual». También puede invo­
carse esta doctrina de la similitudo temporum en favor de otros escritores.
Grocio, por ejemplo, elogió a Lucano, a quien consideraba un clásico espe­
cialmente apropiado para sus compatriotas holandeses, en ese momento en­
zarzados en una lucha contra la tiranía. En conjunto, sin embargo, la historia
romana terminó el siglo en el estado de saludable caos revelado al comienzo
de este ensayo por nuestras reflexiones sobre Gabriel Harvey. Era a la vez
campo para una investigación sofisticada y abierta y un corpus de los axiomas
y ejemplos más simples que se puedan imaginar. Esta curiosa mezcla de cua­
lidades contradictorias pone de relieve la experiencia de Roma de los huma­
nistas del Renacimiento con respecto a la precedente y a la posterior.

B d b u o g r a f ía

Las mejores exposiciones del contexto general son: P. O. Kristeller, Renaissance


Thought and its Sources, ed. M. Mooney, Nueva York, 1979, y L. D. Reynolds y
N. G. Wilson, Scribes and Scholars, Oxford, 1974’; 3.a ed. en prensa. Sobre el re­
descubrimiento de los restos materiales y la sociedad de Roma, R. Weiss ofrece un
estudio fundamental que abarca desde los comienzos de humanismo hasta el saqueo
de Roma en The Renaissance Rediscovery o f Classical Antiquity, Oxford, 1969; para
las cruciales décadas centrales del siglo xvi, véase E. Mandowsky y C. Mitchell, Pi­
rro Ligorio’s Roman Antiquities, Londres, 1963. H. Gamrath analiza las vicisitudes
de la ciudad y el descubrimiento a finales del xvi de la Roma Christiana en Roma
sancta renovata, Roma, 1987; lo mismo (más ampliamente) hace G. Labrot en
L ’Image de Rome, Paris, 1987. Véanse también R. W. Gaston, ed.. Pirro Ligorio,
1988, y W. McCuaig, Carlo Sigonio, Princeton, 1989.
La mejor introducción al desarrollo de la filología y la enseñanza del latín es
Reynolds y Wilson, Scribes and Scholars. Para un estudio concreto de la recupera­
ción del latín clásico, véase S. Rizzo, «II latino del Petrarca nelle Familiari», The
Uses o f Greek and Latin, ed. A. C. Dionisotti et a l, Londres, 1988; el mejor trabajo
en inglés es M. Baxandall, Giotto and the Orators, Oxford, 1971. Sobre la poesía
neolatina, véanse J. Sparrow, «Latín Verse of the High Renaissance», Italian Re­
naissance Studies, ed. E. F. Jacob, Londres, 1960, y Renaissance Latin Verse: An
Anthology, eds. J. Sparrow y A. Perosa, Londres, 1979. Acerca de los progresos pos­
teriores en la prosa latina, véanse J. D ’Amico, «The Progress of Renaissance Latin
Prose: The Case of Apuleianism», Renaissance Quarterly, 37 (1984), pp. 351-392;
M. W. Croll, Style, Rhetoric and Rhythm, Princeton, 1966; M. Fumaroli, L'Âge de
l ’éloquence, Ginebra, 1980; y W. Kühlmann, Gelehrtenrepublik und Fürstenstaat,
Tubinga, 1982. [Véase también F. Rico, Nebrija frente a los bárbaros, Universidad
de Salamanca, Salamanca, 1978.] Sobre los métodos de la educación humanista, véa­
se A. Grafton y L. Jardine, From Humanism to the Humanities, Londres, 1986; sobre
las técnicas de la erudición textual humanista, A. Grafton, Joseph Scaliger, I, Oxford,
1983, y J. D ’Amico, Theory and Practice in Renaissance Textual Criticism, Berke­
ley, 1988. Sobre Lucrecio, véase D. Clay, Lucretius and Epicurus, 1983.
La mejor obra de conjunto sobre historiografía es E. Cochrane, Historians and
Historiography in the Italian Renaissance, Chicago, 1981. Una de las primeras visio­
nes del nacimiento de Roma en H. J. Erasmus, The Origins of Rome in Historiography
from Petrach to Perizonius, Assen, 1962; sobre la decadencia de Roma, véase el muy
documentado trabajo de A. Demandt, Der Fall Roms, Munich, 1984; sobre la tradición
de investigación histórica de la constitución romana, véase W. McCuaig, Sigonio, y su
«Sigonio and Grouchy: Roman Studies in the Sixteenth Century», Athenaeum, 74
(1986), pp. 147-183. Acerca de la curiosa — aunque influyente— alternativa en el elo­
gio de Roma, véase, finalmente, G. Cipriani, II mito etrusco nel rinascimento florenti­
no, Florencia, 1980.
Jasper Griffin
V. VIRGILIO

De todos los poetas latinos Virgilio es, sin duda, el que ha tenido una ma­
yor influencia. Durante su vida fue reconocido como el poeta al que los ro­
manos cultos habían estado aguardando (recordemos la espera, en los años
veinte y treinta de este siglo, de «la gran novela norteamericana»): el escritor
que elevaría la literatura latina al mismo nivel que la griega. Empezó hacien­
do un escrupuloso aprendizaje poético, comenzando por poemas modestos ba­
sados en la obra de un poeta griego bastante reciente, y evitando la tendencia
a más altos vuelos en estilo y temas. Este libro con diez poemas pastoriles, las
Bucólicas, convirtió a Virgilio en el poeta de su generación, considerado por
Horacio como amigo y también como un modelo digno de respeto. Al mismo
tiempo, su relación con Mecenas hizo posible el establecimiento de estrechos
lazos con Octavio, el heredero de Julio César que pronto gobernaría sin riva­
les el mundo romano bajo el nombre de Augusto. A partir de este momento,
en su obra no faltará nunca cierta nota de propaganda augusta.
Las Bucólicas combinaban el género pastoril «puro» —los amores senci­
llos y las canciones de rústicos más o menos idealizados— con poemas más
complejos que aprovechaban el estilo pastoril para tratar indirectamente de
política y de poetas contemporáneos. Así establecieron las normas para el gé­
nero en todas las lenguas europeas, desde The Shepheardes Calender de
Spenser hasta el Lycidas de Milton, del Pastor Fido de Guarini al Acis y Ga­
latea de Haendel. Los pastores y pastoras de las comedias de Shakespeare
derivan de esta fuente, así como la aldea rococó construida por María Anto-
nieta en Versalles, en la que la reina jugaba a ser pastora de ovejas.
La siguiente obra de Virgilio, las Geórgicas, tema una escala mayor, cua­
tro libros que componían una compleja unidad de cerca de 2.000 versos.
Aquí el poeta tenía un antecedente griego más antiguo y más importante: el
poeta arcaico Hesíodo (c. 700 a.C.). Formalmente, las Geórgicas constituyen
un ejemplo del más extraño y atemporal de los géneros, el del poema didác­
tico. Las Geórgicas instruyen al lector sobre cómo arar y segar, sobre el cui­
dado de los caballos y las abejas o la viticultura. Pero estas instrucciones es­
tán muy incompletas: un romano podía encontrar obras sobre agricultura mu­
cho más sistemáticas y globales. Por otro lado, gran parte del contenido del
poema no es en absoluto instructiva, al menos en el sentido literal del térmi­
no, especialmente aquellos pasajes con meditaciones sobre la vida y la natu­
raleza y el largo relato final con la patética historia de Orfeo y Eurídice. En
opinión de Dryden las G eórgicas son «la mejor obra del mejor de los poe­
tas», y estuvieron particularmente de moda en el siglo xviii: vástagos suyos
son The Task de William Cowper, The Seasons de James Thomson e innu­
merables poemas menores con títulos como Sugar-Cane, The H op-G arden y
The A rt o f P reserving Health. La combinación de racionalismo y sentimien­
to resultaba especialmente atractiva a esa época, al mismo tiempo racional y
emocional, y contribuyó a adornar su actitud hacia el paisaje y la naturaleza
tanto en la vida como en el arte.
Con la Eneida, Virgilio se propuso escribir el más grande poema sobre
Roma en estilo épico. Los teóricos de la Antigüedad consideraban que la
epopeya y la tragedia eran las dos formas más elevadas de poesía, y que el
poeta supremo era Homero. Virgilio había empezado escribiendo poemas
menores a modo de entrenamiento, y estaba preparado para correr el enorme
riesgo que suponía desafiar una comparación directa con la épica homérica.
El tema era patriótico: la fundación de Roma. El mito de Eneas, un héroe tro-
yano que había sobrevivido a la destrucción de Troya, viajó a Occidente y
estableció en Italia una ciudad que sería la antepasada de Roma, dio pie al
poeta para vincular la temática nacional con el ciclo supremo de la mitolo­
gía griega, y en realidad volver a contar en su poema la historia del Caballo
de Madera y de la caída de Troya. La epopeya explota al máximo tanto la
R iada como la O disea, ya que no solamente adapta escenas y repite imáge­
nes, sino que además utiliza las líneas maestras de ambos poemas (los vaga­
bundeos de Ulises en la primera mitad, la guerra de Troya en la segunda).
Estilísticamente el poema supone el mayor triunfo de la lengua latina: rica­
mente melodioso, flexible y sugerente de una forma más característica de
la poesía moderna que de la antigua. Junto a pasajes de imperialismo triun­
fante se suceden otros de resonante melancolía y, en el amor y suicidio de
Dido, de obsesionante tragedia. El poema, que quedó incompleto por la
muerte de su autor, conoció un éxito inmediato, convirtiéndose en texto es­
colar al cabo de una generación, en posesión universal del Occidente latino.
A Virgilio se le denominaba «el poeta», su obra era constantemente citada,
garabateada en las paredes, ilustrada en pinturas y mosaicos. Mientras el res­
to de la literatura clásica estaba oculto a la vista, la E neida seguía siendo vi­
sible, y en los tiempos más oscuros de la Edad Media un hombre educado
era aquel que «había estudiado a Virgilio y leyes», en tanto que el
propio poeta recibía el máximo cumplido de ser considerado como un cris­
tiano —pese a su muerte en el 19 a.C.— o un gran mago. Cuando aparecie­
ron las literaturas nacionales europeas el poeta de la Eneida fue saludado por
Dante como «mi maestro y mi autoridad», y la epopeya latina se convirtió en
modelo estilístico de las epopeyas de Tasso, Milton y Camoens, la personifi­
cación de la nobleza y el poder.

Es imposible analizar en un solo capítulo la enorme importancia de Vir­


gilio para Europa, de modo que limitaré el tema a su legado en Gran Breta­
ña. Aun así es preciso ser selectivo. En un ensayo publicado en 1931 para ce­
lebrar el bimilenaiio del nacimiento de Virgilio, G. Gordon escribió:

A duras penas puedo imaginar que haya habido una época, desde el asen­
tamiento de los romanos, en que Virgilio no haya sido leído o al menos se haya
oído su nombre en esta isla. Puede decirse con seguridad que ningún poeta ha
ejercido un control tan grande o continuado sobre la producción poética de este
país como Virgilio. De Aldelmo a Bridges, es la afirmación más categórica de
su alcance.

Recientes descubrimientos sobre la Britania romana han demostrado cuán


lejos estaba esto de ser una exageración. Un magnífico mosaico de finales
del siglo IV d.C. hallado en Low Ham (Somerset), y actualmente en el
museo de Taunton, muestra a la diosa Venus presidiendo cuatro escenas
tomadas de la historia de Dido y Eneas; en el lejano norte, en la muralla
romana, se descubrió el fragmento de la Eneida en papiro más antiguo que
se conoce, escrito a finales del siglo i d.C. En la remota provincia de Bri­
tania —en palabras del propio Virgilio, «penitus toto di visos orbe Britan­
nos», los britanos están separados del mundo entero— , la obra del poeta era
familiar a todos. Es, en efecto, un caso especial, y como tal puede ilustrar
la continuidad de la cultura clásica con excepcional riqueza.
Tras la retirada de los romanos, que según han demostrado obras re­
cientes fue un proceso más gradual y menos dramático de lo que siempre
se ha supuesto, Virgilio siguió obsesionando a la literatura inglesa. En el si­
glo vi el historiador Gildas, al describir el heroico pero fracasado esfuerzo
de los britanos para repeler a los invasores anglosajones, hace continuas re­
ferencias al relato de Virgilio del saqueo de Troya, en el libro II de la Enei­
da. Un siglo después el poeta y erudito Aldelmo compara su propia hazaña
al introducir la poesía en Inglaterra con la de Virgilio al introducir la poe­
sía de Hesíodo y Homero en Roma. El pasaje que cita, del tercer libro de
las Geórgicas, contrasta poderosamente, en su perfección formal, con el
torpe latín del propio Aldelmo; la poesía de Virgilio es un parche efectista
sobre el estilo semibárbaro del escritor inglés, pero el hilo de la tradición,
por delgado que sea, aún no se ha roto.
Los dos primeros hombres de letras ingleses que alcanzaron significa­
ción europea fueron el historiador Beda de Jarrow («Beda el Venerable») y
Alcuino de York, el consejero de Carlomagno. Beda gustaba de adornar su
historia con citas virgilianas. También Alcuino cita con frecuencia a Virgi­
lio, tanto en sus cartas como en sus poemas, y en sus propios versos se lla­
ma a sí mismo «Flaccus», como el gran amigo de Virgilio, Horacio; pero
muestra la misma mezcla de actitudes hacia el gran poeta pagano que san
Agustín, que en sus Confesiones se reprocha amargamente haber derramado
más lágrimas por los sufrimientos de Dido que por los del Salvador. Alcui-
no, en efecto, tuvo una pesadilla, o según sus palabras una visión, cuando
era un escolar en York: estando en el lecho le atacaban los demonios, y Dios
le libró de ellos sólo después de que Alcuino prometiera ser consciente al
atender al servicio divino y no amar más a Virgilio que a la música de los
salmos (Vita Alcuini, I). La obligación de ser clemente con los sometidos es
subrayada en una carta mediante la cita de Eneida, 6, 854, «parcere subjec­
tis et debellare superbos», un verso que, como ansiosamente explica Alcui­
no, fue comentado y valorado por el mismo san Agustín; «pero debemos
prestar más atención a las enseñanzas de los evangelios que a los versos de
Virgilio» (Epístola 119). Otro corresponsal es reprendido por su excesiva
devoción a Virgilio: «Deseo que los cuatro evangelios, y no las doce Enei-
das, llenen tu corazón» (Epístola 216). Incluso encuentra una frase conden-
sada y epigramática para expresar su actitud ante Virgilio como autoridad en
cuestión de latinidad: «Virgilius haud contemnendae auctoritatis falsator»
(Epístola 252: Virgilio, escritor de falsedades, no posee ninguna autoridad).
Vemos en una sentencia la ambigua actitud de los cristianos medievales con
respecto a los grandes escritores de la Antigüedad, que cautivaban la me­
moria y la imaginación, pero que, al entrar en conflicto imperdonable con
las enseñanzas de la Iglesia, no podían estar diciendo la verdad.
Para el lector medianamente educado, la literatura inglesa comienza con
Chaucer. No se puede decir que Virgilio representara para Chaucer lo mismo
que supuso para sus modelos italianos, para Dante o incluso para Petrarca,
pero dos de sus ambiciosas obras se basan completa y explícitamente en la
Eneida. El primer libro de The House o f Fame está dedicado a la historia de
la epopeya virgiliana, que Chaucer afirma haber visto, en un sueño, escrita
en una tablilla de cobre en el templo de la Fama. La narración, en efecto, em­
pieza con una traducción del inicio de la Eneida (vv. 143-150):

Cantaré, si puedo,
las armas, y también al hombre
que, por su destino, llegó el primero,
ñigitivo del país de Troya,
a Italia, con gran sufrimiento,
hasta las playas de Lavinia.
Y así empezó la historia
que ahora os contaré.*

La encantadora ingenuidad de este fragmento («... si puedo», «... que ahora


os contaré») ofrece otra vez un notable contraste con la pulida seguridad del
estilo de Virgilio. ¡Imagínense la forma de hablar que insertaba «si puedo»

* [I wol now singen, yif I can, / The armes, and also the man / That first cam, thurgh his
destinee, / Fugityf of Troy contree, / In Itayle, with ful moche pyne / Unto the scrondes of Lavy-
ne. / And tho began the story anoon / As I shal telle yow echon.]
entre «canto» y «armas y al hombre»! La poesía inglesa tenía aún mucho que
aprender de los modelos clásicos. Chaucer centra su historia en los trágicos
amores de Eneas y Dido, y muestra claramente su simpatía por la dama:
Pero hablemos de Eneas,
y de cómo, ay, la traicionó
y la abandonó tan cruelmente ... *

Vuelve a tocar el tema, con mayor entusiasmo aún y en un estilo más ele­
vado, en su Legend o f Good Women. Dido es la tercera de estas mujeres,
mártires por amor, tras Cleopatra y Tisbe. El poeta comienza esta vez de una
forma más ostentosa:
¡Gloria y honor, Virgilio mantuano,
a tu nombre! Y, en lo posible,
seguiré tu luz, aunque como ante un fantasma,
como Eneas le prometió a Dido ...**

Eneas es aquí un mero seductor que se cansa pronto de la pobre reina, le


cuenta, mintiendo, que su destino le impulsa a Italia y, aunque ella se la­
menta
¡Estoy embarazada, y tú has dado la vida a mi hijo!***

la engaña con cruel cinismo:


Ya que una noche la abandonó mientras dormía,
y huyó junto a sus compañeros,
y como un traidor navegó
hacia el gran país de Italia ...****

El conde de Surrey, última víctima de Enrique VIII, inventó el verso


suelto en su traducción de Virgilio; una generación antes, Gavin Douglas
había producido su vivida y picante versión escocesa. Cuando la literatura
revivió tras el azote religioso de mediados del siglo xvi, la primera obra
dramática de Christopher Marlowe fue Dido Queen o f Carthage. Esta ex­
traña pieza, que oscila desconcertantemente entre la alta tragedia y algo
cercano a la farsa, y que incluye pasajes de varios hexámetros enteramen­
te en el latín de Virgilio, nos muestra por vez primera el futuro poder del
drama poético inglés. Así, cuando Eneas describe a Dido la última noche

* [But let us speke of Eneas, / How he betrayed hir, alias! / And lefte her ful unkyn-
dely...]
** [Glorye and honour, Virgil Mantoan. / Be to thy name! and I shal, as I can, / Folwe
thy lanterne, as thow gost byfom, / How Eneas to Dido was forsworn ...]
*** [I am with childe, and yeve my child his lyf!]
**** [For on a nyght, slepynge, he let hire lye, / And stal awey unto his companye, / And
as a traytour forth he gan to sayle / Toward the large contre of Ytayle ...]
de Troya, claramente basada en el segundo libro de la Eneida, oím os los
ecos del D oktor Faustas (2,1, 182-187):

Entonces ubt'ió el caballo, y de pronto,


de sus entrañas N eoptolem o,
apoyando su lanza en tierra, saltó,
y tras él mil griegos más,
en cuyos severos rostros brillaba el inextinguible luego
que más tarde incendió el orgullo de A siu.:l;

Volvem os a oírlos, en espera del A ntonio y C leopatra de Shakespeare, cuan­


do Dido dice (4,4, 120-123):

Es el enojo de Eneas lo que acaba mis días:


si él no me abandona, nunca moriré,
porque en sus ojos veo eternidad,
y me hará inmortal con un b e so /1“"

El exuberante genio de Marlowe necesitaba las restricciones impuestas por


su m odelo virgiliano, y vem os con cruel claridad cuán terriblemente podía
traicionarle su propio gusto cuando pierde contacto con su guía. Por ejemplo,
no puede resistir adornar el relato de Virgilio, horrendo pero com edido, de la
muerte del anciano rey Príamo (2,1, 240-252):

E n e a s : En absoluto conm ovido, sino sonriendo ante sus lágrimas,


este carnicero, mientras aún tenía las manos alzadas,
poniendo el pie sobre su pecho, se las cortó.
D id o : ¡Oh, basta. Eneas! No puedo seguir escuchando.
E n e a s : A n te lo c u a l la r e in a , f r e n é ti c a , s a ltó a su r o s tr o ,
y en su s p árp a d o s, q u e c o lg a b a n d e su s uñ as,
p r o l o n g ó u n in s ta n te la v id a d e s u e s p o s o .
Por fin los soldados la arrastraron por los talones
y aullando la lanzaron al vacío,
que en vió un eco al rey herido.
Mientras él levantó sus postrados miembros
y habría intentado luchar contra el hijo de Aquiles
olvidando su falta de fuerza y de manos ...* * *

* ITheii he u n lo c k ’d ihe hor.se; und su ddenly / Hroiii oui his en lrails, N eo p to lem u s. / S e l­
ling his sp e ar upon the g ro u n d , leapl forth, / A nd a fter him a ihousaiut G recian s m ore, / In w h o ­
se stern faces sh in ’d the q u en ch less fire / T h at after burnt the p ride o f A sia. |
** I It is A e n e a s’ frow n that ends my days: / If he forsake me nol, I n ev er die, / For in liis
looks I see etern ily , / A nd h e ’ll m ake m e im m ortal w ith a k is s .(
μ » |A i;ni;a s : N o i m o v ’d at all, but sm ilin g at his tears, / T h is luncher, w hilsl his hands
w ere y et held up, / T read in g upon his b reast, stru ck o ff his hands. / D id o : O end, A eneas! ! can
h ear no m ore. / A iínkas : At w hich the frantic q u een le a p ’d on his lace, / A nd in his ey elid s h an ­
ging by the nails, / A little w hile prolo n g ed her h u sb a n d ’s life. / Al Iasi llie so ld iers p u ll’d her
by th e heels / A nd sw u n g her h o w lin g in the em pty air, / W hich seni an ech o to the w ounded
king. / W h ereat he lifted up his b ed -rid lim bs, / A nd w o u ld h ave g rap p led w ith A c h ille s’ son, /
F o rg ettin g both his w ant o f strength and h ands ...)
Esta espantosa ausencia de alegría le habría parecido a Virgilio tan insopor­
table como a la propia Dido de Marlowe.
El mismo Shakespeare demuestra conocer al menos los seis primeros li­
bros de la Eneida (nadie ha apuntado un ejemplo inequívoco de una alusión
a la segunda mitad del poema). Tiene obsesionantes palabras para Dido:
En una noche como ésta,
Dido, con una rama de sauce en la mano,
en la playa desierta del mar, suplicaba a su amor
que volviera a Cartago*
(El mercader de Venecia, 5, 1, 9-12)

y en La violación de Lucrecia hace una larga descripción de la pobre Lu­


crecia mirando una pintura del saqueo de Troya (1566-1568), motivo que
repite en Hamlet (2, 2, 475-549), al parecer como ejemplo de estilo ampu­
loso y estereotipado. Pero resulta sorprendente que, de todas las obras de
Shakespeare, sea La tempestad la más llena de ecos virgilianos. Dicha obra,
la última quizá que escribió el poeta, utiliza menos fuentes para su argu­
mento que casi todas las otras, y el pensamiento de Shakespeare volvió a
sus viejas lecturas en la escuela de Stratford, recordando la tormenta y el
naufragio, las arpías, Iris, Juno y la milagrosa salvación de barcos y mari­
neros: todo ello ocurre en los cinco primeros libros de la Eneida.
En el siglo xvn dos grandes poetas ingleses tuvieron íntima relación con la
poesía de Virgilio. Milton esperaba que los lectores de Lycidas recordaran las
Bucólicas, y que los del Paraíso perdido pensaran constantemente en la Enei­
da. Lycidas, una elegía por la muerte de un joven en el mar, contiene diez re­
peticiones sustanciales de las Bucólicas, especialmente de la égloga décima, en
la que Virgilio describe y se hace partícipe del sufrimiento de su amigo el poe­
ta Galo.
¿Quién no cantaría a Lycidas? ...
¿Dónde estabais, ninfas, cuando el despiadado abismo
se cerró sobre la cabeza de vuestro amado Lycidas?
Porque no estabais jugando en la ladera ...**

¿Tenemos que pensar en el «neget quis carmina Gallo»? («¿quién negaría


versos a Galo?») de Virgilio, así como en
Quae nemora aut qui vos saltus habuere, puellae
Naides, indigno cum Gallus amore peribat?
nam neque Parnasi vobis iuga ...
(.Buc., 10, 9-11)

* [In such a night / Stood Dido with a willow in her hand / Upon the wild sea-banks, and
waft her love / To come again to Carthage.]
** [Who would not sing for Lycidas? ... / Where were ye Nymphs when the remorseless
deep / Clos’d o’re the head of your lov’d Lycidasl / For neither were ye playing on the steep ...]
[¿Qué bosques, qué sotos os retuvieron, Náyades niñas, / cuando Galo se mo­
ría de un amor no correspondido? / Pues ni las cimas del Parnaso ...]

En un nivel más general que estos ecos verbales, la concepción total de Lyci-
das como pastor y poeta, víctima de una muerte cruel a la que venció y por
lo cual se encuentra entre los bienaventurados en el cielo («No lloréis más,
afligidos pastores, no lloréis más / vuestra pena, porque Lycidas no ha muer­
to») procede de las Bucólicas, con la utilización específica de los sufrimien­
tos de Galo de la décima y la deificación de Dafnis de la quinta.
Progresando igual que el propio Virgilio desde obras más cortas y menos
ambiciosas hasta la composición de una gran epopeya, Milton tomó natural­
mente la Eneida como su principal modelo formal, así como la Biblia es su
fuente temática más importante. Los doce libros en que se divide el Paraíso
perdido (PP) en su segunda elaboración, la canónica, son una especie de ho­
menaje a los doce libros de la Eneida. El poema comienza con una invoca­
ción a la Musa y una exposición del tema que recuerdan el inicio de Virgilio
y, antes que él, los de la Ilíada y la Odisea. Esto, para el lector ideal, no sólo
supondría el placer del reconocimiento y definiría el nivel estilístico proyec­
tado, sino que además sugeriría por implicación lo que se expresa explícita­
mente ocho libros después: que Adán, el héroe miltoniano, tiene un papel
equiparable al de Aquiles, Ulises o Eneas, aunque en realidad más significa­
tivo e incluso más heroico:

De argumento, no obstante, más heroico


que el furor con que el severo Aquiles
tres veces persiguió a su enemigo
alrededor de los muros de Troya;
o que la rabia de Tumo al encontrarse
desposeído de su novia Lavinia;
o la ira de Neptuno o de Juno
que asombraron durante tanto tiempo
al griego y al hijo de Citerea ... *
(Paraíso perdido, 9, 13-19)

Es decir, que Aquiles, el héroe de la Ilíada, o Eneas, hijo de Venus-Citerea,


que luchó con Tumo por Lavinia y fue enemigo de Juno, o Ulises, enemigo
de Neptuno-Poseidón.
Tras este comienzo, el libro primero del Paraíso perdido contiene al me­
nos ocho repeticiones de pasajes de Virgilio, todos ellos obvios para el lec­
tor miltoniano ideal. El poeta no se limita ya a recurrir únicamente a los li­
bros segundo y tercero, con el tema, evidentemente emocionante, de la caí­
da de Troya y la tragedia de Dido: la foima en que se introduce el catálogo

* [Argument / Not less but more Heroic than the wrauth / Of stem Achilles on his Foe
pursu'd / Thrice Fugitive about Troy Wall; or rage / Of Tumus for Lavinia disespous’d, / Or
Neptun's ire or Juno's, that so long / Perplex’d the Greek and Cytherea'S son ...]
de los ángeles caídos, por ejemplo, recuerda un pasaje del libro XI de la
Eneida, mientras que el noble símil de las abejas encuentra su paralelo no so­
lamente en el libro primero de la Eneida, sino también en un pasaje más lar­
go sobre abejas del libro cuarto de las Geórgicas (PP, 1, 376 y ss., Eneida,
11, 664; PP, 1, 768 y ss., Eneida, 1, 430 y ss., Geórgicas, 4, 149 y ss., 170
y ss.). Milton es un poeta realmente culto que tiene presente todo Virgilio
además de otras fuentes como Homero y los comentaristas rabínicos de la
Biblia.
Aparte de este uso de pasajes concretos, la estructura general de la estro­
fa miltoniana procede en última instancia de Virgilio, en tanto que Words­
worth y Tennyson afirmaron categóricamente que (en palabras de Tennyson)
«Milton tuvo que construir su métrica a partir de ese “oceánico oleaje de rit­
mo” que hay bajo los hexámetros de Virgilio». «Más de una vez —escribió
F. T. Palgrave— me convenció Tennyson de esto», mientras que Wordsworth
escribió a lord Lonsdale: «Siempre he estado persuadido de que Milton creó
su verso suelto según el modelo de las Geórgicas y la Eneida».
Tanto es así que la estructura real de la poesía de Milton recuerda más al
verso virgiliano que a cualquier otra de sus fuentes. Hay otros dos puntos im­
portantes. En primer lugar, Milton debía a la Eneida la concepción de la his­
toria como designio del cielo, temporalmente obstaculizado por la acción de
agentes sobrenaturales subordinados pero triunfante al final. Cuando Dios
dice «Mi voluntad es el Destino» (PP, 7, 173), repite el discurso programá­
tico de Júpiter al inicio de la Eneida (1, 257 y ss.). Esto constituía un paso
fundamental en la transformación del libro del Génesis en una epopeya he­
roica. En segundo lugar, las repeticiones clásicas tienen un propósito ulterior
en el poema de Milton. Dado que la religión cristiana suplanta y abóle los
dioses paganos, ahora degradados a la condición de demonios (PP, 1, 500 y
ss.), las alusiones clásicas dirigidas a la inteligencia del lector han de ser no
sólo reconocidas y apreciadas, sino también entendidas como correcciones
y mejoras. Milton parece tener ya en mente la inspiración de la escena más
potente del Paraíso recobrado (PR), donde la última y más dura tentación de
Cristo es la del arte y el pensamiento de la Grecia pagana, rechazados por
Jesús en favor de los Salmos y la Biblia (PR, 4, 225-364). Toda alusión clá­
sica tendría esta doble resonancia, la de una belleza y un significado senti­
dos pero rechazados, y son mucho más que simples adornos en la poesía de
Milton.
Dryden debe ser tratado con mayor brevedad, aunque también depende
mucho de Virgilio y podría dar lugar a un estudio más amplio. Sus obras en
prosa contienen más referencias a Virgilio que las de otros escritores, inclu­
yendo a Shakespeare; se refiere a él como «este divino autor», y de sí mismo
dice: «Tengo que reconocer que mis maestros han sido Virgilio en latín y
Spenser en inglés». Para Dryden, Virgilio es, sobre todo, un ejemplo supremo
de «rectitud» y «decoro»: «Virgilio era de temperamento tranquilo, sosegado:
Homero era violento, impetuoso y lleno de ardor. El mayor talento de Virgi­
lio fue la decencia de pensamiento y la belleza de palabra» (prefacio a Fables
Ancient and M odem ). El talento vigoroso y masculino de Dryden —él dice
de sí mismo que Homero estaba más «acorde con su genio» que Virgilio—
valoraba la forma en que quedaban plasmadas la corrección, la dignidad y la
firmeza en el lenguaje y en la expresión. La influencia de Virgilio ayudó mu­
cho a Dryden a conseguir un estilo en el que dureza y potencia ganaran en
efecto al ser emparejadas con la urbanidad y la educación.
A avanzada edad anunció el proyecto de traducir todas las obras de Virgi­
lio al inglés. La noticia apasionó a la nación. Sus amigos regalaron al vetera­
no poeta todas las ediciones y comentarios sobre Virgilio, Addison escribió un
prefacio, los nobles lo invitaron a sus casas de campo para que trabajara en su
traducción. Terminó su versión del libro ΧΠ de la Eneida en Denham Court
—«ningún hombre disfrutó jamás de una hospitalidad tan amistosa»—, mien­
tras que «la séptima Eneida se tradujo al inglés en Burleigh, la magnífica mo­
rada del conde de Exeter». Como todos los traductores de Virgilio, Dryden
tuvo conciencia de enfrentarse a una dura tarea: «Virgilio, sobre todos los poe­
tas, tiene un bagaje, que puedo calificar como casi inextinguible, de palabras
figuradas, elegantes y sonoras. Yo, que sólo he heredado una pequeña parte de
su genio y escribo en una lengua muy inferior al latín, he encontrado muy pe­
noso cambiar las frases, cuando en mí repercute el mismo sentido ...». Llega
a afirmar: «He hecho un gran daño a Virgilio con la traducción ... ¿de qué me
sirve reconocer francamente que no he sido capaz de traducir correctamente
ningún verso?». A pesar de todo, la traducción es brillante. El pensamiento de
Dryden sintoniza por costumbre con la brillantez y retórica de la poesía clási­
ca latina, y aporta energía a su trabajo. Los discursos, las batallas, los aconte­
cimientos sensacionales de toda especie se adecúan bien a tal estilo, aunque
por supuesto los pareados imponen un ritmo diferente al de los hexámetros vir-
gilianos y tienden a la agudeza epigramática. La pérdida más importante es la
de la cualidad de Virgilio que el siglo xix valoraba por encima de todas: una
cierta suavidad en su sensibilidad. Ni siquiera Virgilio pudo convertirla en una
de las virtudes de Dryden.
Los primeros años del siglo xvin (la traducción de Dryden apareció en
1697) se veían a sí mismos como una edad augusta, y la literatura de la
Roma de Augusto fue el punto de referencia común a todas las personas cul­
tas. Pope y Swift encontraban natural expresar sus pensamientos más íntimos
en poemas explícitamente titulados «Imitaciones de Horacio», y cada núme­
ro del S pectator llevaba un epígrafe de un poeta latino (de los cuales 126 es­
tán tomados de Virgilio; Horacio contribuyó aún más). La sátira se convirtió
en la principal forma poética con The R ape o f the Lock y The D unciad. qui­
zá las dos obras más importantes y características de Pope. El comienzo de
The R ape o f the Lock imita con humor cortés el inicio de la E neida , con el
añadido de un verso de las G eórgicas :

Slight is the subject, but not so the praise

[Pequeño es el tema, mas no así la alabanza]


copiando a Virgilio en el tema de la dificultad de ennoblecer poéticamente
una humilde parte del trabajo agrícola, la apicultura (G e ó r g 4, 6):
in tenui labor, at tenuis non gloria.

[De asunto menudo es la tarea, / mas no es menuda la gloria.]*

El poema termina con una exquisita miniaturización de la trágica pregunta


de Virgilio, provocada por los actos de los dioses en su propio poema (E nei­
da, 1, 11):

Tantaene animis caelestibus irae?

[¿Tan grande es la ira del corazón de los dioses?]**

El poema de Pope será una parodia del tema de las disputas causadas entre
dos familias por la maleducada acción de un noble al cortar un bucle del ca­
bello de una dama. Aquí considera su tema con afectada pesadumbre:
¿Pueden unos hombrecillos comprometerse en tan atrevidas empresas,
y, en tiernos pechos, anidar tal poderosa cólera?***

Es este un poema ligero y lleno de humor, que juega con todos los ejem­
plos familiares de la epopeya clásica; el más familiar de todos es, por su­
puesto, la Eneida. Dunciad muestra una vena más oscura, grotesca y llena de
odio: es un ataque de Pope a sus enemigos literarios. Estos resultan minimi­
zados gracias a la elaborada comparación con héroes épicos y nobles haza­
ñas: competiciones atléticas, una visita a los muertos, etc. Ambos poemas
poseen una familiaridad general con la epopeya y con Virgilio, y ofrecen al
lector culto intensos y especiales placeres. Como Virgilio, y de manera igual­
mente consciente, Pope había empezado su carrera poética escribiendo poe­
mas pastoriles. Los prologó con dos versos de las Geórgicas seguidos de la
traducción de Dryden, y continuó con Messiah, «égloga sagrada a imitación
del Polión de Virgilio» (es decir, de la égloga cuarta), un curioso intento de
utilizar todos los mecanismos del poema de Virgilio y aplicarlos a la venida
de Cristo. Era un comienzo sumamente virgiliano para su carrera, pero Pope
evitó la tentación de seguir componiendo serias geórgicas y poemas épicos.
Su poesía didáctica es más horaciana que virgiliana (Essay on Criticism, Es­
say on Man)', su épica es cómica, y en ella «Pope asume como trasfondo de
Dunciad la historia de la fundación de Roma según Virgilio» (Maynard
Mack, Alexander Pope: A Life, 1985, p. 458).

* Bucólicas-Geórgicas, introducción, traducción y notas de Bartolomé Segura Ramos,


Alianza, Madrid, 1986. (N. de¡ e.)
** Eneida, introducción y traducción de Rafael Fontán Barreiro, Alianza, Madrid, 1993.
(N. del e.)
*** [In tasks so bold, can little men engage, / And in soft bosoms dwells such mighty
Rage?]
En el espacio de un capítulo como este es imposible presentar una sem­
blanza completa de la forma en que el siglo xvm leyó, citó y se impregnó de
la poesía de Virgilio. Addison, ese parangón de rectitud en vida y obra, hizo
un característico elogio de las Geórgicas: «Formula el precepto más medio­
cre con una especie de grandeza: rompe los terrones, revuelve el estiércol,
con un aire lleno de gracia». Su amigo Steele es más sentimental. Al reco­
mendar un poco de lectura de Virgilio antes de acostarse, dice: «[Virgilio]
deja la mente sosegada y suavizada por una agradable melancolía, el estado
de ánimo que prefiero para terminar el día ...». En la segunda mitad del siglo
el doctor Johnson, a los 74 años de edad, dijo a Boswell: «Este año he leído
todo Virgilio. Leí un libro de la Eneida cada noche, de modo que terminé en
doce noches, y disfruté mucho en ello ... Las Bucólicas me las sé casi de me­
moria». En efecto, tan sincera es esta declaración que aunque Johnson (en
The Rambler, n.° 37) escoge un pasaje de la égloga octava (vv. 42-43):

nunc scio quid sit Amor: duris in cotibus illum ...

[Ahora sé lo que es el amor: en duras breñas ... lo crían ...]

para criticarlo como ejemplo de «impropiedad» en la poesía bucólica, y ob­


serva que «sentimientos como estos, que no se fundamentan en la naturale­
za, son en realidad de poco valor en cualquier poema», al escribir su abru­
madora carta a lord Chesterfield recumó de fornia natural a él como arma
con que expresar la crueldad de la que acusaba a su negligente mecenas: «En
Virgilio el pastor creció al menos familiarizado con el amor, y lo halló origi­
nario de las rocas. ¿No es un patrón, milord, quien contempla con indiferen­
cia a un hombre que lucha por su vida entre las aguas, y, cuando ha alcan­
zado tierra firme, lo estorba con su ayuda?».
Fue en parte la omnipresencia de Virgilio en los últimos años del siglo
xvm y primeros del xix la causante de un cierto rechazo hacia él en algu­
nos autores influyentes. Los románticos y rebeldes vieron en él la personi­
ficación de la reacción, tanto en estilo como en política: el poeta cortesano
adulador de Augusto y el símbolo de una «corrección» crecientemente mo­
lesta. Ya Pope insinuó algo de la primera observación en su poema sobre sí
mismo:

¡Héroes y reyes! Manteneos alejados:


dejad dormir en paz a un pobre poeta
que nunca aduló a personajes como vosotros:
dejad que Horacio se ruborice, y Virgilio también.*
(«Epitafio para uno que no será enterrado
en la abadía de Westminster»)

* [Heroes and kings! Your distance keep: / In peace let one poor peot sleep, / Who never
flatter’d folks like you: / Let Horace blush, and Virgil too.]
El radical Shelley es tajante: «He empezado la F arsalia. Mi opinión sobre
los méritos relativos de Lucano y Virgilio no es menos impopular que otras
que mantengo»: la crítica salvaje a Nerón era preferible a la laureada de
Augusto. Byron estuvo de acuerdo cuando escribió a Tom Moore acerca del
«nacimiento en Mantua de ese armonioso plagiario y miserable adulador,
cuyos malditos hexámetros me inculcaron a la fuerza en Harrow». Como
era de esperar, William Blake fue aún más allá, condenando a Virgilio no
sólo como partidario de Augusto sino como adorador del poder y la fuerza
a expensas de los valores espirituales: «La Sagrada Verdad ha declarado
que Grecia y Roma ... lejos de ser parientes de las Artes y las Ciencias
como pretenden, destruyeron toda forma de Arte ... Virgilio, en la Eneida,
libro VI, verso 848, dice: “Deja que otros estudien las Artes: Roma tiene
algo mejor que hacer, a saber, Guerra y Dominación”». Coleridge pronun­
ció un juicio verdaderamente frío: «Si le quitas a Virgilio su estilo y su mé­
trica, ¿qué le queda?» —quizá una extraña pregunta para venir del autor de
Kubla Khan.
Por otra parte, Keats encontró fascinante la E neida en su juventud, así
como Leigh Hunt; al final Keats llegó a tener un estilo que podría calificar­
se de virgiliano en H yperion. Lo que resulta más sorprendente, tal vez, es
que Wordsworth tradujese al inglés los tres primeros libros de la Eneida y
amase las B ucólicas («estos poemas de Virgilio me han complacido siempre
mucho; con frecuencia hay en ellos una elegancia y una alegría que ningu­
na traducción puede igualar»). Escribió a Southey:

¡Cuán noble es el primer parágrafo de la Eneida en lo que respecta a so­


nido, comparado con la primera estrofa de la Jerusalén liberada [de Tasso] ! La
una avanza con la majestad de los Padres Conscriptos al entrar en el Senado
en solemne procesión, y la otra tiene el ritmo de un grupo de reclutas que
arrastran los pies en el campo de instrucción, y reciben del sargento la orden
de detenerse a cada diez o veinte pasos.

En cuanto a la poesía del propio Wordsworth, se ha dicho acertadamente que


«ciertos pasajes de The Prelude permiten calificar a su autor como el mayor
virgiliano del siglo» (Life ó f W illiam M o rris , 1901).
La primera tormenta romántica se calmó, y Virgilio ocupó su lugar en las
aulas de los colegios ingleses. En consecuencia siguió siendo familiar, y se
encontraron nuevas cualidades en su obra. En la época victoriana, su causa
fue defendida sobre todo por Tennyson, que fue comparado a menudo con
Virgilio. En 1882, la Academia Virgiliana de Mantua le encargó un poema
para celebrar el decimonoveno centenario del nacimiento de Virgilio, y com­
puso la noble pieza que comienza: «Romano Virgilio, tú que cantaste los
arrogantes templos de Ilion envueltos en fuego». Matthew Arnold se inspiró
en la E neida al escribir su largo poema «Balder Dead», y William Morris la
tradujo al inglés. Morris presenta a un Virgilio medieval y romántico, el úni­
co tipo de Virgilio por el que podía sentir entusiasmo. J. W. Mackail, emi­
nencia eduardiana, catedrático de Poesía en Oxford y poseedor de la O rder
of Merit, escribió que Morris «defendió la afirmación de la escuela románti­
ca acerca de una coautoría con los clasicistas en el poema, que no sólo es el
logro culminante del latín clásico sino fuente del romanticismo en la litera­
tura europea».
Es cierto que la historia de Dido y Eneas desempeñó un papel en la crea­
ción de la idea medieval de la caballería, pero lo que estos escritores del si­
glo XIX quieren decir, y lo que algunos del XX siguen diciendo, es no tanto
que Virgilio influyó en la literatura romance, en el sentido técnico, como que
fue en realidad un poeta «romántico». Charles James Fox, distinguido entre
los políticos británicos por su ternura y capacidad de afecto, observó que la
gran cualidad de Virgilio en la Eneida era «el patetismo ... en este aspecto
supera a los demás poetas de cualquier época y nación, exceptuando quizá (y
sólo quizá) a Shakespeare. Por ello lo sitúo en tan alto nivel: porque segura­
mente sobresalir en un estilo que se dirige al corazón es la mayor de las ex­
celencias». Esto fue escrito en 1801, y se convertirá en piedra angular para
muchos admiradores de Virgilio en el siglo xix. En parte debido a la in­
fluencia de Sainte-Beuve, cuyo Étude sur Virgile de 1857 utilizaba palabras
como sensibilité, pitié y tendresse profonde, y en parte sin duda porque Vir­
gilio era de hecho leído en todas las escuelas e inevitablemente tuvo que lle­
gar a ser contemplado a la luz de los sentimientos contemporáneos, la idea
de Virgilio adquirió rasgos que habrían asombrado a Dryden.
En su conferencia inaugural como catedrático de Poesía en Oxford, dada
también en 1857, Matthew Arnold declaró que la literatura de Roma, inclui­
do Virgilio, no era, como la de la Atenas de Pericles, «adecuada». Pese a
todo su talento poético, Virgilio escapó hacia la inadecuada forma de la épi­
ca: de ahí la dulce y conmovedora tristeza del poema, su estremecedora me­
lancolía, «la obsesionante, irresistible insatisfacción de su corazón». F. W. H.
Myers escribió de Virgilio que «todas sus emociones parecen haberse fundi­
do o disuelto en ese Welt-Schmerz ... tan familiar para nosotros». Para
Steele, 150 años antes, la «melancolía» había sido el atractivo resultado de
la lectura de Virgilio, pero ahora esa melancolía era proyectada sobre el pro­
pio poeta, que se convirtió en un típico Victoriano (como la posteridad se
siente tentada a decir), con un carácter tremendamente reminiscente del de
Arnold mismo o del de su amigo Arthur Hugh Clough. Ese Welt-Schmerz
era en efecto «familiar a nuestros oídos» a mediados del periodo V ictoriano.
En este sentido es como Tennyson se dirigió a Virgilio, en 1882, como «tú,
majestuoso en tu tristeza ante el dudoso destino de la humanidad».
Este aspecto de la poesía de Virgilio existe, en efecto, y es importante;
pero como Dryden lo subestimó, hubo una tendencia hace cien años a exage­
rarlo de forma demasiado exclusiva. Virgilio ve el coste humano de la guerra y
la conquista, y en la carrera de Eneas nos muestra cuán alto es el precio del im­
perialismo triunfante, pero también aprueba el dominio del mundo por Roma
y la ascensión de Augusto como clímax y culminación de la historia de
Roma y del mundo. Es preciso considerar ambos aspectos con igual claridad.
Pese a todo esto, para un V i c t o r i a n o de los últimos años era aún posible
tomar a Virgilio como un imperialista declarado. Kipling, gran admirador de
Horacio, apreciaba también a Virgilio. En Regulus, un relato breve que en su
mayor parte trata de la exégesis en una clase de una oda de Horacio cuya mo­
raleja es el desinteresado servicio del imperio, romano y británico, uno de los
estudiantes es obligado a escribir, entre otros, el celebrado pasaje de la Enei­
da, 6, 851 y ss.:

tu regere imperio populos, Romane, memento


(hae tibi erunt artes) pacique imponere morem,
parcere subjectis et debellare superbos.]

[Tú, romano, piensa en gobernar bajo tu poder a los pueblos / (estas serán tus
artes), y a la paz ponerle normas, / perdonar a los sometidos y abatir a lo s so­
berbios.]

El maestro, sentencioso, dicta esto y dice: «AM lo tienes, Winton. Escríbelo


dos veces y luego una vez más». «Ahí lo tienes»: imperialismo en una sen­
tencia. Resulta una ironía que Kipling el esteta, que tan en serio se tomó su
propio arte y tan duramente trabajó para lograr la maestría en distintos esti­
los y formas, fuera completamente ciego al patetismo que hay mezclado con
la afirmación de dominio: que Roma, para conseguir su destino, debe renun­
ciar a la idea de vivir para el arte que tanto significa para Virgilio y ha de
contentarse con el difícil e impersonal «arte» de la soberanía imperial.
En el siglo xx Virgilio ha continuado siendo una cuestión viva en dispu­
tas literarias. Thomas Hardy, una de cuyas primeras posesiones fue una co­
pia del Virgilio de Dryden, utilizó «veteris vestigia flammae» —«huellas de
una vieja llama» (Eneida, 4 ,23)— como epígrafe a sus Poems o f 1912-13 so­
bre la muerte de su esposa, Emma; Donald Davie observa que «Hardy ha
afirmado implícitamente ser, y lo ha demostrado, un poeta profundamente
virgiliano»: Pero en 1914 la fortuna de Virgilio experimentó un cambio. En
ese año Ezra Pound escribió: «No Virgilio, especialmente no la Eneida, don­
de no hay ninguna historia digna de ser contada, ningún sentido de persona­
lidad. Su héroe es un palo que podría haber contribuido al New Statesman».
Poco después Wilfred Owen estaba escribiendo «Arms and the Boy», un
amargo ataque a la guerra y, por implicación, a Virgilio como su poeta. Pero
una persona de gran peso acudió en defensa de Virgilio. T. S. Eliot, el más
importante mandarín cultural de la Inglaterra de la época, escribió un ensayo
sobre Virgilio titulado What is a Classic? (1944). En él no se cuestiona la na­
turaleza sensitiva abrumada por el mundo. Para Eliot, Virgilio es maduro en
pensamiento, maneras y lenguaje, un poeta en comparación con el cual todos
los escritores europeos modernos deben sentirse hasta cierto punto provin­
cianos. Su visión de Eneas, consagrándose a sí mismo al servicio de una cau­
sa que va más allá de sus logros en vida representa una nueva visión de la
historia que da a la literatura, no sólo de Roma sino también de Europa, una
forma y un sentido. Eneas «es el símbolo de Roma, y, como Eneas para
Roma, así es la antigua Roma para Europa. De este modo Virgilio adquiere
la posición central del clásico excepcional; está en el centro de la civilización
europea, en un puesto que ningún otro poeta puede compartir o usurpar».
Virgilio —que para Arnold era «inadecuado»— es para Eliot el único escri­
tor clásico auténtico de la literatura europea, y la visión virgiliana del impe­
rio por decreto divino es la visión esencial de Europa. Eliot señala también
como «uno de los más potentes y al mismo tiempo más civilizados pasajes
de la poesía» el encuentro de Eneas con el fantasma de Dido en el libro VI.
La fría negativa de Dido a perdonar sugiere la propia negativa de Eneas a
perdonarse a sí mismo: «la actitud de Dido parece casi una proyección de la
conciencia de Eneas».
La atracción de este énfasis en Europa como entidad viviente fue espe­
cialmente notable en el año 1944, cuando Europa se estaba destrozando visi­
blemente. El Virgilio de Eliot personificaba las propias esperanzas e ideas
del poeta para el futuro, así como su interpretación del pasado. El extraordi­
nario prestigio que Eliot disfrutó tras la segunda guerra mundial confirió a su
discurso una gran influencia. Al final, inevitablemente, otro poeta devolvió
el golpe. Robert Graves, elegido para la cátedra de Poesía de Oxford en
1961, escribió y publicó como una de sus conferencias un ataque a Virgilio
titulado The Anti-Poet. Virgilio, dice Graves, «ha ejercido durante 2.000 años
una influencia sobre la cultura occidental desproporcionada en relación a sus
méritos como ser humano y como poeta». Para Graves, Virgilio posee sólo
cualidades negativas: «la flexibilidad de Virgilio, su servilismo, su limita­
ción ... su perfecta falta de originalidad, coraje, humor o incluso instinto ani­
mal: estas eran las cualidades negativas que primero le recomendaron ante
los círculos de gobierno y lo han mantenido en el favor público desde en­
tonces». Virgilio podría no ser un buen poeta, ya que no tiene Musa. Al ser
homosexual, tenía miedo de las mujeres y no tiene figura femenina inspira­
dora. «Virgilio no consultó nunca a la Musa: sólo aplicó las reglas de Apo­
lo.» Y los poetas de Apolo no son jamás poetas en el verdadero sentido. En
cuanto a la poderosa y civilizada escena entre Eneas y el fantasma de Dido,
es, según Graves, sólo de Eneas, sinvergüenza hasta el final, que demuestra
en el otro mundo al marido muerto de Dido, Siqueo, que ha tenido un ro­
mance con su esposa. Y W. H. Auden escribió un vigoroso poema, «Secon­
dary Epie», que comienza así:

No, Virgilio, no:


ni siquiera el primero de los romanos puede conocer
la historia romana en el futuro,
ni siquiera para servirte políticamente;
contar el pasado como una predicción no tiene sentido.*

* [No, Virgil, no: / Not even the first of the Roman can learn / His Roman history in
the future tense, / Not even to serve your political turn; / Hindsight as foresight makes no
sense.]
Aquí se ridiculiza la idea de un poema profético sobre la historia. Está claro
que Virgilio no ha perdido en absoluto su poder de concitar intensos desa­
cuerdos, o, en otras palabras, su presencia en la literatura inglesa.
Hasta aquí nos hemos ocupado de la influencia de Virgilio sobre los
grandes poetas. Es esta una parte importante de su legado, pero en absolu­
to agota el tema. Era leído en el colegio por todas las personas educadas, y
además muchas de ellas intentaron imitar su estilo componiendo poemas en
latín. Muchos escribieron más versos en latín que en inglés, y la ardua ta­
rea de componer les dio un conocimiento más íntimo de la técnica, estilo y
vocabulario virgilianos, al tiempo que grabó sus poemas en la memoria. No
era raro llevar la veneración por el poeta hasta el extremo de consultar sus tex­
tos señalando con el dedo un pasaje elegido al azar. La mejor de estas his­
torias hace referencia al rey Carlos I, quien al consultar las Sortes Virgilia-
nae para conocer su destino se encontró con la maldición de Dido a Eneas:

at bello audacis populi vexatus et armis,


finibus extorris, complexu avulsus Iuli
auxilium imploret videatque indigna suorum
funera; nec, cum se sub leges paces iniquae
tradiderit, regno aut optata luce fruatur,
sed cadat ante diem mediaque inhumatus harena.
{Eneida, 4, 614-619)
[Perseguido por la guerra y las aimas de un pueblo audaz, / expulsado de sus
territorios, arrancado del abrazo de Julo / implore auxilio y contemple las
muertes indignas / de los suyos; y que cuando se haya colocado bajo una ley /
inicua, ni disfrute del reino ni de la luz ansiada, / sino que caiga antes de tiem­
po y quede insepulto en la arena.]

Esta historia aparece narrada de distintas formas. A veces el rey está en la


Biblioteca Bodleiana de Oxford; en otra versión es el poeta Abraham Cow­
ley, autor de Davideis, una epopeya en la tradición de Virgilio («Míster
Cowley llevaba siempre a Virgilio en el bolsillo»), quien sugiere la consulta.
La similitud entre la profecía de Dido y la desastrosa suerte del rey —guerra
civil, exilio, pérdida de su familia, sometimiento y posterior ejecución— im­
presionó la imaginación de la época, y la historia se fue perfeccionando a
medida que se seguía contando. Ciertos narradores hallaron un segundo pa­
saje virgiliano relevante. Según ellos, el valiente joven lord Falkland trató de
conjurar el sombrío augurio consultando a su vez el texto de Virgilio: lo que
le salió fue el lamento de Evandro sobre el cuerpo de su hijo Palante, patéti­
cos versos en los que el desconsolado padre reprocha a su hijo la impruden­
te osadía por la que perdió la vida:

non haec, o Palla, dedera promissa parenti,


cautius ut saevo velles te credere Marti ...
(.Eneida, 11, 152 y ss.)
[No era esta, Palante, la promesa que hiciste a tu padre / de que con cuidado
te habrías de entregar a un Marte cruel ...]

Porque, en la batalla de Newbury, lord Falkland, desesperado por los desas­


tres de la guerra civil, buscó deliberadamente la muerte y la encontró. Esta
historia, y su popularidad, sirve para demostramos hasta qué punto era fami­
liar la poesía de Virgilio entre los ingleses de la época.
Un indicio de esta familiaridad de la poesía latina entre los ingleses de
clase alta, es que durante los siglos x v m y XIX los oradores citaban constan­
temente en el Parlamento a los poetas clásicos. Horacio y Virgilio, como era
de esperar, son los que aparecen con más frecuencia en los labios de lores y
comunes. A menudo las citas eran simplemente tópicos, la reproducción ru­
tinaria de lo que un caballero había aprendido en Eton o Harrow, pero en
ocasiones podían alcanzar auténtica distinción. En 1775, Pitt el Viejo quiso
exhortar al rey Jorge ΙΠ a que retirase sus tropas de Norteamérica y no obli­
gar a los colonos a entrar en guerra. Se dirigió al rey con las palabras de la
súplica de Anquises a César:
Tuque prior, tu parce, genus qui ducis Olympo:
proice tela manu!
(.Eneida, 6, 834-835)

[Y tú más, perdona tú que eres del linaje del Olimpo: / ¡arroja las armas de tu
mano!]

Según la constitución, el discurso había de dirigirse al ministro del rey, lord


North, quien como primer ministro iba pronto a presidir la pérdida de las co­
lonias norteamericanas de Gran Bretaña, pero la alusión al «linaje del Olim­
po» permitió a Pitt apelar directamente, a pesar de las convenciones, al rey,
la verdadera fuente de la política. Nadie supuso que los antepasados de lord
North eran divinos.
Pitt el Joven, en 1800, recurrió a un eficaz verso de Virgilio para apoyar
su propuesta de unión de Gran Bretaña e Manda:
Paribus se legibus ambae
invictae gentes aeterna in foedera mittant.
(Eneida, 12, 190-191)

[Ambos pueblos, invictos, / se pongan bajo leyes iguales en eterno pacto.]

Por desgracia esto era un transparente engaño, ya que Irlanda era una nación
conquistada desde 1689. Pero la confortadora ficción y la cita latina gustaron
tanto a los políticos ingleses que fue utilizada de nuevo por Macaulay en
1840 y por lord John Russell en 1844. El político irlandés O’Connell pidió
que no se volvieran a repetir estos odiosos versos con referencia a Irlanda.
Entonces los políticos ingleses se dedicaron a aplicarlos a las relaciones en­
tre Gran Bretaña y Francia: lord Brougham en 1845, lord Palmerston
en 1862. Sir Robert Peel combinó en 1842 ingenio y cortesía cuando el du­
que de Wellington y Marshal Soult trabajaban públicamente por la paz en
Europa. Aplicó a Soult, antiguo enemigo de Wellington en la guerra y ahora
aliado, las palabras de Diomedes sobre Eneas:

Stetimus tela aspera contra,


contulimusque manus: experto credite quantus
in clipeum adsurgat, quo turbine torqueat hastam.
(Eneida, 11, 282-284)

[Nos enfrentamos como armas enhiestas / y hemos llegado a las manos; creed
a quien conoce / cuánto se yergue sobre su escudo, con qué remolino blande
la lanza.]

Durante un debate, lord Brougham hizo un buen chiste gracias a la barroca


descripción virgiliana del monstruo Fama, la última hija monstruosa de la
tierra, llena de ira contra los dioses:

Parva metu primo, mox sese attollit in auras


ingrediturque solo et caput inter nubila condit.
(Eneida, 4, 176-177)

[Pequeña de miedo al principio, al punto se lanza al aire / y camina por el sue­


lo y oculta su cabeza entre las nubes.]

El objeto de la comparación de Brougham era el impuesto sobre la renta, re­


cientemente introducido.
La primera Ley de Reforma de 1832 permitió el acceso a la Cámara de
los Comunes de miembros de otra clase social. «En mi vida he visto tantos
sombreros espantosos», comentó el duque de Wellington cuando los nuevos
parlamentarios se reunieron por primera vez. Durante un par de años se re­
dujo considerablemente la costumbre de citar, como si los miembros nuevos
no pudieran comprender las alusiones. Pero, como suele suceder, no resulta­
ron ser tan diferentes, y los años que van entre 1835 y la segunda Ley de
Reforma de 1867 constituyeron un gran periodo de citas parlamentarias.
El novelista Anthony Trollope, al describir escenas de debate en su novela
política Phineas Redux (1874), trata esta práctica como parte de los procedi­
mientos de la Cámara. En la novela, mister Daubeny, claramente modelado
a partir de Disraeli, jefe del partido conservador, propone la separación de la
Iglesia de Inglaterra del Estado, propuesta que ha robado a sus defensores na­
turales, los liberales. El jefe liberal, mister Gresham, cuyo prototipo es cla­
ramente Gladstone, denuncia esta antinatural e incoherente política:

apuntando a sus enemigos a través de la mesa, profirió esa trillada cita (toma­
da de la profecía de la Sibila, digo entre paréntesis, acerca de que los troyanos
obtendrán auxilio de donde menos lo esperen, de una alianza con una ciudad
griega): «quod minime reris / — se detuvo y comenzó de nuevo— quod mini­
me reris / Graia pandetur ab urbe» [Eneida, 6. 97-98], La potencia e inflexión
de su voz en la palabra Graia fueron ciertamente maravillosas (capítulo 8).

Mister Daubeny acepta feliz el sarcasmo y afirma ser en ese sentido un


griego, pero con regalos esenciales para los troyanos. A esto contesta mis­
ter Gresham de nuevo en estilo virgiliano, recordando a la Cámara que los
regalos de los griegos han sido siempre considerados peligrosos (cap. 33).
Todo ello está tan cercano a la práctica parlamentaria de la época que acer­
ca de los duelos mantenidos en 1866 por Gladstone y su fastidioso colega
Robert Lowe, leemos que entre ellos dos «casi agotaron el libro II de la Enei­
da», dedicado a los desastres de la caída de Troya: tan concienzudamente, en
efecto, que «no le dejaron ni una sola pata al Caballo de Troya». Todo esto,
desde luego, pertenece ahora al pasado, y más típica de las elegantes alusio­
nes clásicas de época reciente es la que hizo Winston Churchill: «Debo aho­
ra advertir a la Cámara que voy a terminar de modo inusual. Voy a hacer una
cita latina ...». La cita vuelve a ser «Arma virumque cano», la más trillada
de toda la poesía latina, y aun así Churchill la traduce por «Canto a las ar­
mas y a los hombres».
A finales del siglo XIX Robert Louis Stevenson hizo uso eficaz de Virgi­
lio en su novela The Ebb-Tide. Empieza con tres hombres sin dinero y des­
graciados, «las tres criaturas de habla inglesa más miserables de Tahiti», que
se reúnen en la playa. «Y sin embargo —dice el narrador—, ninguno de ellos
había aparecido nunca ante un tribunal; dos eran hombres virtuosos, y el ter­
cero, cuando se sentó temblando bajo el árbol, tenía un destrozado Virgilio
en el bolsillo.» Es cierto que lo habría vendido si hubiera podido, pero, como
no podía, «con frecuencia le consolaba de su hambre», no menos porque le
recordaba su juventud en Inglaterra, la escuela, su hogar. «Ya que el destino
de esos escritores graves, contenidos y clásicos, con los que trabamos esfor­
zado y a menudo doloroso conocimiento en la escuela, es pasar a la sangre
y hacerse nativos en la memoria; de tal modo que una frase de Virgilio ha­
bla no tanto de Mantua o Augusto, como de lugares ingleses y de la propia
juventud irrevocable del estudiante.»
El hombre que lleva a Virgilio en el bolsillo es el personaje principal de
la historia. Justo antes de que comiencen las aventuras que forman el con­
junto del libro, está sumido en la desesperación absoluta. Decide dejar algu­
na señal de su paso por el mundo en la encalada pared de una ruinosa cárcel,
y escribe la famosa frase musical de la Quinta Sinfonía de Beethoven. «“Así
—pensó—, sabrán que amaba la música y tenía gustos clásicos. ¿Ellos? Él,
más bien: la desconocida alma gemela que algún día vendrá y leerá mi me­
mor querela. Ah, ¡sabrá también latín!” Y añadió: “terque quaterque beati /
Queis ante ora patrum” [Eneida, 1, 94-95]». Así expresa el personaje su total
miseria, arruinado y lejos de Inglaterra: «Tres veces y cuatro veces biena­
venturados aquellos cuyo destino fue morir ante la vista de sus padres». Y el
novelista, su creador, nos muestra al hombre como un caballero, educado y
capaz de manifestar sensibilidad e inteligencia. Es un golpe maestro en su
economía, en parte porque el autor da por hecho que el lector comprenderá
y completará su fragmentaria cita. También nosotros leimos a Virgilio en el
colegio.
Todos los grandes poetas pueden ser interpretados de muchas maneras di­
ferentes a medida que se suceden las generaciones. Para Dryden y sus con­
temporáneos del siglo xvn Virgilio era el laureado del imperialismo triun­
fante; los ingleses del siglo xix, en contraste, tendieron a ver en su poesía el
patetismo de la nostalgia, «una dulce y conmovedora tristeza». Actualmente
algunos críticos virgilianos del mundo anglosajón parecen considerar la
Eneida como positivamente antiimperialista. Un buen ejemplo de esta cuali­
dad proteica es que mientras Stevenson, como hemos visto, nos cuenta que
«una frase de Virgilio habla no tanto de Mantua ... como de lugares ingle­
ses», el historiador Macaulay dice del poeta:

Me gusta sobre todo por los temas italianos. Me gustan sus lugares; su en­
tusiasmo nacional; las frecuentes alusiones a su país, sus antigüedades y su
grandeza. En este sentido me recuerda a menudo a sir Walter Scott, con el cual
[se siente obligado a confesar Macaulay] tiene realmente muy poca afinidad en
cuanto al carácter general de su pensamiento ... (Life and. Letters, p. 343).

Para un inglés, ¿evoca Virgilio a Italia o a Inglaterra? Dada su inextinguible


capacidad de sugerencia, a cualquiera de ellas, o a ambas.
Incluso Byron, que como hemos visto podía a veces expresar hostilidad
hacia el poeta, escribió desde Grecia a un antiguo compañero de colegio:
«Ten por seguro que no he cambiado. A lo largo de todos mis viajes ni Ha­
rrow ni por supuesto tú me habéis abandonado, y el “dulcis reminiscitur
Argos’’ me acompaña en el verdadero lugar al que alude ese verso a me­
dias sobre el pensamiento del argivo caído» (carta del 6 de diciembre de
1811). Es decir, al encontrarse en Argos recuerda al amigo con quien leyó
en Harrow el décimo libro de la Eneida, en el cual un argivo, lejos del ho­
gar, «recuerda la dulce Argos mientras se muere» (Eneida, 10, 782). La
complejidad de este modelo de recuerdo es notable. Un último ejemplo: el
borrador del poema «To Virgil» de Tennyson contiene el verso

Citado en las salas de consejos, hablando todavía en cada casa de colegial


único emperador viviente de tu propia Roma imperial.’1'

Manifiesta con precisión la familiaridad con Virgilio, desde la escuela hasta


la bien construida cita parlamentaria, y quizá sea una lástima que Tennyson
decidiera al final sustituirlo por otro verso.

* [Quoted in the halls of council, speaking yet in every schoolboy’s home / Only living
Imperator left of all thine own imperial Rome.]
La presencia universal de Virgilio se expresa en otras artes además de la
literatura. El comienzo de lo que puede denominarse música moderna en
Mantua y en Venecia, a finales del siglo xvi, aspiraba a resucitar la música
perdida de la Antigüedad, y la primera ópera fue un Orfeo, sobre el tema del
mito de Orfeo y Eurídice según el libro IV de las Geórgicas. Vírgiliano fue
también el tema de la obra más inolvidable de Henry Purcell, Dido y Eneas,
con la hermosa aria de la reina de Cartago antes del suicidio: «When I am laid
in earth ...». La tragedia de Dido, no el destino de Eneas, domina la obra. De
hecho, el autor del libreto es un galantuomo tan perfecto que rehúsa adscribir
el abandono de Dido a los cielos: introduce una colección de brujas que en­
gañan a Eneas para que la abandone por simples celos de la felicidad huma­
na. La música es un arte más romántico y menos reflexivo que la poesía.
Algo hay que decir también de las artes visuales. El más virgiliano de
todos los pintores es Claudio de Lorena, y en el siglo xvm gozó de inigua­
lable ascendiente sobre el gusto de la aristocracia inglesa. La mitad de sus
cuadros que se conservan pertenecen a colecciones inglesas. Su exquisita
obra Dido construyendo Cartago, actualmente en la National Gallery de
Londres, inspiró El nacimiento de Cartago de Tumer, que en su testamento
dejó instrucciones para que su obra se colgara junto a la pintura de Claudio.
La yuxtaposición es fascinante. A finales del siglo xvm William Blake, el
más inglés de los genios, ilustró las Bucólicas con una serie de obsesivas xi­
lografías, que a su vez inspiraron a Samuel Palmer en la ilustración de los
mismos poemas. Los paisajes de Claudio, tan serenos y espirituales, influ­
yeron también en el gusto inglés por lo que respecta a la visión de la propia
campiña. El gran jardín de Stourhead, por ejemplo, creado en la década de
1760, contiene una gruta donde el río Stour surge bajo la estatua de una nin­
fa dormida; en la entrada está escrito lo siguiente:

Intus aquae dulces vivoque sedilia saxo,


Nympharum domus.
(Eneida, 1, 167-168)

[Dentro, aguas dulces y sitiales en la roca viva, / morada de las Ninfas.]

En los jardines hay un templo con la inscripción:

Procul o procul este profani.


(Eneida, 6, 258)

[¡Lejos, quedaos lejos, profanos!]

La intención era inequívoca: crear un escenario específicamente virgiliano en


el que el visitante culto y sensible encuentra, además de estos dos, otros re­
cuerdos de Virgilio. Muchos ingleses, al contemplar el entorno pintoresca­
mente ajardinado desde sus casas de campo de estilo palladiano, lo veían con
ojos entrenados por Virgilio y Claudio de Lorena.
Era posible en esos escenarios leer algún poema didáctico o incluso re­
flejar las propias posesiones mediante ios versos de las Geórgicas de Virgi­
lio: plan bastante adecuado para un grupo de terratenientes cultos, pero que
dependía de la oportuna ayuda de un administrador sensible que suministra­
ra lo que el poema omitía. Se podía planear hacer el Grand Tour por Italia
con Virgilio en el bolsillo; mientras tanto, cabía pasear por los terrenos con­
vertidos en jardines no según el denso estilo francés sino al gusto inglés, que
derivaba de Virgilio a través de Claudio de Lorena, y antes de volver a la
cama inclinar la mente a una placentera melancolía leyendo unas cuantas pá­
ginas de Virgilio. Para la correspondencia y las bellas letras se tenía por su­
puesto a mano una serie propia de citas clásicas, sobre todo de Virgilio; y si
se era ambicioso se podía aportar la referencia adecuada a algún uso públi­
co. Cuando sir Joshua Reynolds murió, por ejemplo, los hombres de cultura
compitieron en la búsqueda de la correcta inscripción virgiliana para su mo­
numento. Frente a algunas sugerencias obvias tomadas del fúnebre sexto li­
bro de la Eneida, venció Edmund Burke con un verso del libro XII (v. 235):

Succedet fama vivusque per ora feretur.

[Se ofrece en fama, y vivo andará de boca en boca.]

Así fue el dorado atardecer augusto. Pero Virgilio ha formado parte de la vida
de Inglaterra, del mismo modo que ha formado parte de la vida de Europa, de
muchas maneras a través de los siglos. Aclamado como maestro por poetas
tan distintos como Dante y Dryden, aprendido de memoria en el colegio, ilus­
trado y trasladado a la música, visto como mágico e imperialista, clásico y ro­
mántico, su aportación a la historia de la cultura de Occidente es excepcional.

B i b l io g r a f ía

Sobre Virgilio existen un librito de carácter general escrito por Jasper Griffin para
la serie Past Masters, Oxford, 1986, y una buena y concisa Introduction to Virgil’s
Aeneid de W. A. Camps, Oxford, 1963. La edición clásica es la de R. A. B. Mynors en
Oxford Classical Text. La traducción de Dryden, 1697, ha sido reimpresa muchas ve­
ces; una buena edición moderna es la de C. Day Lewis, dos volúmenes en rústica en
The World’s Classics: Bucólicas y Geórgicas, con introducción y notas de R. O. A. M.
Lyne, 1985, y Eneida, con introducción y notas de Jasper Griffin, 1986. Guy Lee ha he­
cho buenas versiones de las Bucólicas, Liverpool, 1980, L. P. Wilkinson, Harmonds-
worth, 1982, y Robert Wells, Manchester, 1982, de las Geórgicas, y Robert Fitzgerald
de la Eneida, Nueva York y Londres, 1984. [En castellano: Eneida, Gredos, Madrid,
1989, trad, de V. J. Herrero; Bucólicas, Gredos, Madrid, 1988, trad, de M. Ruiz Loiza-
ga y V. J. Herrero; Geórgicas (editadas con las Bucólicas y el Apéndice virgiliano),
Gredos, Madrid, 1990, trad, de T. Recio y A. Soler Ruiz.]
El viejo libro de Domenico Comparetti, Vergil in the Middle Ages (traducción in­
glesa de 1895, reeditada en 1966), ’contiene mucha información curiosa. Tres obras
recientes tratan de la influencia de Virgilio. La primera, de carácter más divulgativo,
es Virgil: His Poetry through the Ages, de R. D. Williams y T. S. Pattie, ilustrada,
Londres, 1982. La segunda: Charles Martindale, ed., Virgil and his Influence, Bristol,
1984, incluye buenos ensayos sobre «Virgil in Dante», «Virgil and the Augustans» y
«Virgil at the Turn of Time». La tercera: R. A. Cardwell y J. Hamilton, eds., Virgil
in a Cultural Tradition: Essays to Celebrate the Bimillennium, University of Not­
tingham Monographs in the Humanities IV, 1986, especialmente los artículos sobre
«Virgil and Medieval Epie» y «Virgil’s Influence on Some Modem Poets». Los co­
laboradores de estos libros analizan muchos aspectos de este amplio tema. Otra reco­
pilación, italiana, es La Fortuna di Virgilio, Atti del Convegno Intemazionale, 1983:
Nápoles, 1987, dos de cuyos capítulos tratan de Virgilio e Inglaterra; los demás ha­
cen referencia a otros países como Italia, Francia, Alemania e incluso Japón. Hay un
viejo libro erudito: E. Nitchie, Vergil and the English Poets, Nueva York, 1919.
El volumen Virgil, editado por D. R. Dudley, Londres, 1969, contiene un buen
ensayo de R. D. Williams titulado «Changing Attitudes to Virgil». La recepción de
las Geórgicas está bien estudiada en el último capítulo de la obra de L. P. Wilkinson,
The Georgies and Virgil, Cambridge, 1969. El ensayo de T. S. Eliot What is a Clas­
sic?, 1944, y también su Virgil and the Christian World han sido reimpresos en su
On Poetry and Poets, Londres, 1957. La conferencia de Robert Graves The Anti-Poet
apareció en The Crowning Privilege, Londres, 1959. Sobre Dryden: L. Proudfoot,
Dryden’s Aeneid and its Seventeenth-Century Predecessors, Manchester, 1960.
Richard Jenkyns
VI EL GÉNERO PASTORIL

El género pastoril, según William Empson, es un modo de «convertir lo


complejo en sencillo», quizá una de las aproximaciones modernas más fa­
mosas a este curioso género en términos de las funciones estética o social.
Este capítulo se propone principalmente una tarea más monótona: examinar
lo que realmente sucedió y buscar el porqué de la existencia de este género,
cómo surgió y cómo se ha ido modificando. Cuanto más nos adentremos en
su historia accidentada y singular, mejor entenderemos la razón por la cual
ha sido un género tan variado e inaprensible.
Este género tiene la particularidad de ser una manifestación exclusiva­
mente europea (u occidental). No se puede decir lo mismo de la mayoría
de géneros literarios. Podríamos hablar sin problemas de la novela china y
referimos también a la épica y sátira chinas. Pero, seguramente, sería ab­
surdo calificar un cuento o poema chino clásico como pastoril (a no ser que
lo utilizásemos como metáfora para compararlo a una obra europea). Ya
que el género pastoril se basa en una tradición, es por naturaleza y necesi­
dad autoconsciente; si el lector no lo reconoce como pastoril eso significa
que de alguna manera no lo ha entendido. El poeta chino no podría haber
escrito una obra pastoril pues no compartía la tradición, ésta no hallaba lu­
gar en su mentalidad. Hubiese podido, por supuesto, describir la belleza del
campo o la vida de los pastores, pero esto no basta para calificar este poe­
ma de pastoril, ya que lo pastoril no es únicamente poesía sobre la vida en
el campo, sino una manera muy concreta de tratar el tema. Sabemos que
cuando Milton escribe

Las ninfas y los pastores no volverán a danzar


en las arenosas riberas florecidas del Ladón.*

* [Nymphs and shepherds dance no more / By sandy Ladon’s lilied banks.]


se trata de una versión pastoril, aun desconociendo que forma parte de su
obra Arcades. Cuando Pope escribe:

El hijo de un pastor (no pretende otro nombre)


conducía su rebaño a lo largo del plateado Támesis,
donde danzantes rayos de sol jugaban sobre las aguas
y los verdeantes alisos creaban una temblorosa sombra.
Como se lamentara tiernamente, la corriente se olvidó de fluir
y a su alrededor el rebaño mostraba muda compasión...*

nuestro conocimiento de la tradición clásica nos pemúte saber que estos ver­
sos, aunque están ambientados en Inglaterra y no tienen ningún punto de refe­
rencia clásico, pertenecen al género pastoril. Pero cuando Hopkins escribe:

Gloria a Dios por las cosas moteadas.


Por los cielos de dos colores como una vaca pinta;
por las escamas rosáceas que afloran sobre la trucha que nada ...**

podemos decir que se trata de poesía de la naturaleza que no es del todo pas­
toril.
El género pastoril, en pocas palabras, se refiere a, o se sirve de, ciertas
convenciones. Esto no significa que estas convenciones sean fijas ni inalte­
rables; pero significa que la historia y los orígenes del género son particu­
larmente importantes para su comprensión. La gran mayoría de autores pas­
toriles se inspiran en las Bucólicas de Virgilio; éstas son probablemente la
colección de poemas breves más influyente que se ha escrito. Pero el propio
Virgilio admitía que estaba imitando a Teócrito, un poeta griego del siglo m
a.C. nacido en Sicilia. En Teócrito hallamos muchos elementos calificados de
pastoriles en Virgilio: pastores tocando la flauta, cantando y hablando en he­
xámetros melodiosos del amor y del campo. El género pastoril tiene su ori­
gen en un único hombre, lo cual es ya una extrañeza; en la mayoría de los
géneros no se conoce un único comienzo sino que sus orígenes se pierden en
la penumbra de la historia o bien tuvieron una evolución tan lenta que no po­
demos determinar un origen concreto. Teócrito inventó la poesía pastoril y
sin embargo no fue así en un sentido. Ya observamos anteriormente que lo
pastoril está sujeto a una tradición, pero Teócrito no tenía una tradición como
referencia; no era consciente de que estaba asentando una serie de conven­
ciones que le sobrevivirían dos mil años. Algunos de sus idilios son bucó­
licos o pastoriles, otros no (la palabra «idilio» significa ‘esbozo o retrato
breve’; la actual acepción de «idilio» es errónea aunque esté asociada a la
* [A shepherd’s boy (he seeks no better name) / Led forth, his flocks along the silver Tha­
me, / Where dancing sun-beams on the waters played, / And verdant alders formed a quiv’ring
shade. / Soft as he mourned, the streams forgot to flow. / The flocks around a dumb compas­
sion show...]
** [Glory be to God for dappled things— / For skies of couple-colour as a brinded cow; /
For rose-moles all in stipple upon trout that swim ...]
tradición pastoril). La diferenciación entre poemas bucólicos y otros que se
realizó posteriormente contribuyó a deformar la obra de Teócrito some­
tiéndola con ello a una serie de convenciones. Teócrito vivía en una época
en la que se apreciaba la originalidad, y probablemente intentó destacar con
un estilo personal y nuevo; aunque seguramente se horrorizase pensando
que su obra serviría de modelo a futuras generaciones. Se conservan algu­
nas obras en este estilo de otros poetas pero sería anacrónico hablar de una
tradición pastoril griega; estos autores menores son continuadores de Teó­
crito y no del género pastoril.
Algo parecido sucede con la poesía pastoril en Roma. Virgilio afirma ser
el primer poeta latino que se inspira en Teócrito y no hay razón para dudar
de ello. Él mismo tuvo sus propios seguidores: Calpumio Sículo (probable­
mente del siglo i d.C.), Nemesino (siglo ni) y el autor anónimo de las frag­
mentarias églogas Einsiedeln que toman su nombre del monasterio suizo
donde se halló su manuscrito. Se podría decir que estos poetas realizan un
buen pastiche de Virgilio, lo que no sería una gran injusticia. Así —con ex­
cepción de Virgilio y uno o dos imitadores— , tampoco se puede hablar en
la poesía romana de una tradición pastoril. Esta impresión puede ser corro­
borada recurriendo a los críticos literarios de la Antigüedad que dividían la
literatura en géneros —épica, elegía, didáctica, sátira, etc.—, pero no men­
cionaban el género pastoril. Ni Horacio ni Quintiliano o Longino no hacen
ninguna referencia al respecto. En sus escritos no aparece ningún comenta­
rio sobre este género y no será hasta el siglo iv que aparecerá asociado a la
obra del propio Virgilio. Los autores del Renacimiento continuaron el siste­
ma clásico de división por géneros, pero en ellos se produce una novedad: en
una jerarquía de géneros, el primer lugar lo ocupa la épica mientras que en la
última posición aparece el género pastoril. Cicerón y Quintiliano inspiraron
esta manera de ver la literatura pero no tuvieron en consideración este últi­
mo género. Como veremos más adelante, los críticos del Renacimiento se
basaban en una fuente antigua para su idea de lo pastoril pero ésta corres­
pondía a la Antigüedad tardía y no al periodo clásico de la literatura.
Como último ejemplo del género pastoril clásico cabría mencionar una
obra griega: la novela Dqfnis y Cloe de Longo. Esta obra tuvo consecuencias
de trascendencia, puesto que proporcionó la idea de que el género pastoril po­
día hacerse en prosa. Cuando hablamos de la repercusión de la obra de Virgi­
lio en la literatura posterior no podemos olvidar a Longo puesto que a partir
de finales del siglo xv la tradición virgiliana se fusionará con la concepción
pastoril derivada de Longo. El hecho de que el Renacimiento creyese que la
Antigüedad conocía un género pastoril concreto con unas reglas de decoro fi­
jas, supuso no sólo que no hiciesen distinción alguna entre autores sino que
además desdibujasen los límites que separan los diversos estilos pastoriles. El
bello idilio de Longo está, de hecho más cerca del tipo convencional de la pas­
tora de Dresde o de Arcadia que la obra de Teócrito o Virgilio.
Es una ironía de la historia de la literatura que fuesen justamente las Bu­
cólicas de Virgilio las que sirviesen posteriormente como modelo a todo un
género poético, pues son realmente pocas las obras menos indicadas al pro­
pósito. El joven Virgilio fue un admirador de los neotéricos, un grupo inde­
pendiente de poetas, casi todos aristócratas de provincia, que practicaban el
arte por el arte componiendo versos de un estilo amanerado y elegante que
rehuía la solemnidad y lo previsto. La obra maestra de este estilo que ha so­
brevivido es «Peleo y Tetis» de Catulo (poema 64). Esta es también la in­
tención subyacente en las Bucólicas-, lejos de buscar convencionalismos in­
tentan ser extrañas, huidizas y paradójicas. Virgilio desarrolla a Teócrito en
dos direcciones aparentemente opuestas: por un lado es más literario y afec­
tado (ejemplo de ello es el uso que se hace de un modelo griego) y por el
otro es más realista al reflejar en sus versos la miseria que reinaba en la Ita­
lia rural, debido a la confiscación de las tierras de los campesinos para en­
tregarlas a los soldados licenciados. Los poemas no son idílicos, pero eluden
tratar directamente temáticas más duras; en ellos hay muchas cosas que apa­
recen en el fondo o que vemos de forma oblicua en un rincón de nuestro
campo visual. Oímos el ruido de una guerra distante, pero en la escena no
aparece ningún soldado; oímos hablar de las mujeres de los pastores pero
ninguna de ellas habla ni se hace visible. Oímos hablar de la lluvia y del
invierno mientras disfrutamos de un clima templado. Coridón ve cómo tra­
bajan los segadores a lo lejos mientras que él descansa con su rebaño. Sin
embargo, queda trabajo por hacer: tanto Coridón en la égloga segunda como
Melibeo en la séptima se pondrán en breve a hacerlo pero no antes de que fi­
nalice el poema. También hay algunos indicios de tensión entre el campo y
la ciudad. Todos estos elementos los desarrollarán posteriormente los autores
del Renacimiento, que habían descubierto en las Bucólicas una excelente
mina para explotar. Aun así esta obra es particularmente sutil y sugestiva; en
el momento en que algunos autores posteriores intentaron hacer explícito lo
que en Virgilio estaba implícito se perdió forzosamente el carácter virgiliano.
Sin ser consciente de ello, el Renacimiento se había formado una idea
acerca de Virgilio propia del siglo rv, derivada de los comentarios de Ser­
vio sobre el poeta. La primera edición impresa de Virgilio se publicó en el
año 1469, la primera edición de Servio salió a la luz solamente dos años
más tarde, y pronto sería normal encontrar acompañando al texto original
de Virgilio el comentario de Servio; la mayoría de ediciones de Virgilio en
el siglo XVI presentan esta configuración. Cualquier persona culta del mo­
mento difícilmente hubiese podido separar a Virgilio de su comentarista Ser­
vio y todavía menos hubiese podido admitir que la interpretación de Servio
presentase una idea distorsionada e imperfecta del poeta clásico. Servio es­
taba convencido de que Virgilio había seguido aquel orden natural en la
vida de un poeta, que se iniciaba en el sencillo estilo bucólico y pasaba por
el género intermedio de las Geórgicas para culminar con la épica de la
Eneida. Esta idea, con la que Servio ampliaba el análisis de estilo habitual
desde Cicerón hasta Quintiliano, contribuyó a que el Renacimiento conside­
rase el género pastoril como un género completamente establecido que se
situaba en la base de una jerarquía de géneros. Podemos estar seguros de que
Virgilio no «planificó» su carrera de una forma tan fría y metódica — su
transformación de admirador de los neotéricos en el poeta épico por exce­
lencia del Imperio fue imprevisible y extraña—; sin embargo, esta idea influ­
yó en poetas posteriores: tanto Spenser como Pope empezaron escribiendo
versos pastoriles, pues pretendían emular al poeta perfecto que había desa­
rrollado y seguido un modelo perfecto.
La idea que nos da Servio de las Bucólicas difiere en cierta medida tan­
to de nuestra propia idea sobre Virgilio como del concepto que hoy en día se
tiene del género pastoril. Nos impresionan la elegancia y la sofisticación de
Virgilio; sin embargo, Servio remarca la sencillez del tema y la ignorancia
del pastor. Pero donde más divaga es en la alegorización de las Bucólicas;
aun así tampoco aquí podemos afirmar que se equivocaba completamente,
aunque estaba muy cerca de ello. En las églogas quinta y novena aparece
Menalcas, poeta que presenta rasgos parecidos a Virgilio y de quien quizá se
pueda decir que, con la ambigüedad que caracteriza los poemas, representa y
al mismo tiempo no representa a Virgilio. En la égloga quinta, Dafnis, muer­
to y ascendido al cielo, recuerda al Julio César divinizado, aunque de hecho
no puede ser realmente César. Estos son los indicios —apenas perceptibles y
fugaces, como su estilo— de alegoría en Virgilio. Servio va todavía más le­
jos; según él, las mujeres de Títiro, Galatea y Amarilis, que aparecen en la
égloga primera, son alegorías de Mantua y Roma. El pino simboliza Roma,
los manantiales a los senadores, los arbustos a los gramáticos, etc. Este tipo
de afiimaciones son desatinadas, pero fueron inmensamente influyentes; toda
la tradición pastoril renacentista, en su vertiente alegórico-moral, tiene su
origen en esta interpretación errónea de Virgilio.
La égloga primera empieza con Títiro recostado a la sombra de una haya.
Según Servio, Títiro representa a Virgilio y esta opinión se repite en libros
todavía hoy. Sin embargo esto es falso, pues no hay ni una palabra en el poe­
ma que lo corrobore. Servio (o su fuente) observa que en la égloga sexta
Apolo se dirige al poeta llamándolo Títiro y, habiendo interpretado errónea­
mente el estilo virgiliano, relaciona este personaje con el Títiro de la égloga
primera. La idea de Servio tiene extraños resultados: razonablemente preten­
de que Menalcas también representa al poeta, con lo cual resulta que tene­
mos dos Virgilios en las Bucólicas; pero lo que dificulta la comparación es
que Títiro no se parece en absoluto al poeta, pues tiene el pelo cano, es un
anciano y representa un antiguo esclavo, mientras que Virgilio era joven y de
nacimiento libre. Aun así era tan grande el prestigio de Virgilio, que los au­
tores posteriores no tuvieron reparo en imitar precisamente estos contra­
sentidos. En el año 1579 apareció la obra The Shepheard.es Calender (El ca­
lendario del Pastor) de Spenser con las anotaciones correspondientes a una
persona sólo identificada por sus iniciales E. K. El primer poema «January »
introduce a Colin Clout «bajo cuyo nombre —según E. K.— ha pretendido
esconderse el poeta tal y como hizo Virgilio con Títiro». En el último poe­
ma, «December», Colin ya es mayor y tiene el pelo cano (Spenser escribió
esta obra a los veinte años). En la égloga «October» y a pesar del Colin in-
ventado, aparece Cuddie, que también representa al poeta. Aunque esto pa­
rezca extraño es perfectamente comprensible a la luz de Virgilio o, mejor
dicho, del Virgilio de Servio.
En el siglo xvi era común pensar que el género pastoril, empezando por
Virgilio, tema un estilo sencillo y un contenido alegórico-moral. Sidney es­
cribía lo siguiente en su Apology fo r Poetry:

¿Será que nos gusta el poema pastoril? (acaso allí donde el seto es más
bajo podrán saltarlo antes). ¿Ha sido repudiada la pobre flauta que por la boca
de Melibeo cantaba la miseria del pueblo subyugado a los señores severos o
los soldados salvajes? Y aún, por Títiro, ¿qué felicidad espera a los que están
prosternados ante la bondad de los que se sientan arriba? A veces, bajo los bo­
nitos cuentos de lobos y ovejas, esconde consideraciones acerca del mal obrar
y de la paciencia, a veces muestra cómo un conflicto en tomo a una nimiedad
puede conducir a una victoria insignificante ...

El hábito de crear alegorías recibió un estímulo y se hizo más riguroso por


una de aquellas extrañas casualidades que con frecuencia se han ido produ­
ciendo en la tradición pastoril. La égloga cuarta de Virgilio (que no corres­
ponde a lo que normalmente se entiende como poema pastoril, tal como ya
señaló Servio) nos habla del inminente nacimiento de una criatura que trae­
rá la Edad de Oro. Esto se interpretó como una profecía del advenimiento
de Jesucristo. Esta primera interpretación podía dar paso fácilmente a ulte­
riores proyecciones de la imaginería cristiana en el género pastoril. Según
esta explicación, los pastores representarían aquellas primeras personas a las
cuales les fue anunciado el nacimiento de Jesucristo; se consideraba que
eran el paradigma de un modo de vida particularmente virtuoso. Para ello
los evangelios proporcionaban la parábola del cordero y del rebaño al igual
que la comparación de Jesucristo con el buen pastor. Estas dos parábolas
juntas permitían al poeta pastoril contrastar al pastor virtuoso con el ambi­
cioso y orgulloso, tal y como sucede en The Shepheardes Calender de Spen­
ser. Por otra parte, se podría contrastar al pastor con el labrador. En el Gé­
nesis nos encontramos con una sanción bíblica al respecto: el pastor Abel
realiza un sacrificio grato a Dios; y el agricultor Caín, celoso de su herma­
no Abel, lo mata.
En las églogas latinas de Mantuano, un fraile carmelita del siglo xv, po­
demos constatar el efecto de la combinación de alegoría y cristianización
en la tradición virgiliana (seguramente se refiere a la historia de Caín y
Abel y a la presencia del pastor en la Natividad). En el lenguaje de Man­
tuano se nota un esfuerzo por imitar a Virgilio, pero con un ánimo inicial­
mente diferente. Virgilio menciona de paso unas mujeres rezongonas, pero
no hay punto de comparación con la extensa diatriba acerca del sexo fe­
menino que aparece en la égloga cuarta de Mantuano y que recuerda, por
su contenido, a Juvenal. En Virgilio se hace alusión al clima frío, mientras
que en una escena del poema sexto de Mantuano se describe un invierno
helado. En los pastores de Virgilio hay pinceladas de realismo, hasta de or­
dinariez (de vez en cuando Servio procura remarcarlas de manera dema­
siado brutal). Sin embargo Mantuano habla del estiércol, de la castración
de animales y de la limpieza de letrinas e incluso hace abandonar la escena
a uno de sus pastores para que vomite detrás de un seto (con una equivo­
cada fidelidad a su modelo, Mantuano pone en boca del pastor un lengua­
je que aparece sustancialmente en Virgilio pero en un contexto totalmente
distinto). La moralidad de Mantuano es severa y sus cuatro últimos poemas
son una única alegoría; su ingenio queda demostrado en su égloga «Sobre
la disputa entre frailes observantes y no observantes», que gira en tomo a la
vida y el trabajo de un pastor.
En el siglo xvi, estos poemas mediocres disfrutaron de una amplia re­
putación. J. C. Escalígero los tildó de flojos, fáciles, discursivos y mal
construidos, y justificaba su crítica basándose en que algunos maestros de
escuela preferían Mantuano a Virgilio (Poética, 6, 1). Pero no eran única­
mente maestros: Alexander Barclay elogiaba a Virgilio en el prólogo a sus
propios poemas pastoriles pero rinde a Mantuano los máximos honores. Pa­
rece ser que no siempre se desprecia lo familiar pues la admiración de la
que durante mucho tiempo disfrutó Mantuano se debía a que era conocido
y muy utilizado en las escuelas, en las que servía de modelo no sólo por su
latinidad clásica sino también por lo edificante del contenido de sus obras.
El primer verso en latín que aprendía un alumno de la Inglaterra isabelina
era normalmente de Mantuano. «¿Pueden los eruditos sufrir la pérdida de
un Homero? ¿O nuestros jóvenes la de los escritos de Mantuano?» Thomas
Lodge se hacía esta pregunta en su Defence o f Poetry·, Drayton recuerda
cómo fue la primera visita a su tutor:

a poco empezó,
y primero me leyó al honrado Mantuano
y después las Bucólicas de Virgilio ...*

En su Trabajos de amor perdidos (4, 2, 99 y ss.) Shakespeare hace recitar


al maestro pedante Holofernes el primer verso del primer poema de Man­
tuano: «Fauste precor gelida quando pecus omne sub umbra Ruminat», y
continua: «¡Oh, viejo y querido Mantuano! ... ¡Viejo Mantuano! Quien no
lo entiende, no te ama». La gracia está en que la ostentación de saber que
realiza Holofernes no es más que un lugar común familiar para cualquier
colegial. En sentido parecido Gabriel Harvey se burla con desprecio de los
escasos conocimientos de Robert Greene: «Revisó a fondo sus conocimien­
tos de colegial (dentro de sus límites éstos habían sido tan profundamente
aprendidos como el “Fauste precor gelida”)». El significado de todo esto es
que el estudiante es tempranamente —y casi simultáneamente— iniciado en
Mantuano y Virgilio, en un periodo en el que resulta difícil hacer distincio­

* [shortly he began, / And first read to me honest Mantuan, / Then Virgil's Eclogues ...]
nes exactas. Por ello recogerá una impresión no diferenciada del género pas­
toril latino, es decir Virgilio más Mantuano. Puttenham, uno de los críticos
isabelinos más sagaces, se dio cuenta de que fue Mantuano quien había in­
troducido la nota moral; después de analizar a Virgilio concluye: «A estas
églogas sucederían posteriormente otras con connotaciones morales para co­
rregir el comportamiento humano, como sucedió con las de Mantuano y otros
poetas». Sin embargo, William Webbe agrupa a Virgilio, Calpurnio y Mantua­
no y dice de ellos que:

Aunque a simple vista el tema que tratan parezca grosero y familiar, como
las conversaciones habituales entre simples payasos, hablan con encanto agra­
dable y provechoso. Pues bajo estas personas, como bajo un manto de simpli­
cidad, o bien continúan elogiando a sus amigos, sin lisonja, o bien condenan
gravemente los abusos sin ningún indicio de amargura.

Esta no es una crítica excesivamente inteligente pero sirve de ejemplo para


mostrar cómo en algunas mentes es imposible distinguir entre Virgilio, según
Servio, y Mantuano. La consecuencia puede verse en The Shepheard.es Ca­
lender, donde Spenser imita a los dos poetas, utilizando para cada uno un es­
tilo basto, rústico y a veces satírico.
Gracias a su historia más bien excéntrica, el género pastoril combina dos
características opuestas: convencionalismo y variabilidad. Ya hemos visto
cómo se han impuesto algunas convenciones; la diversidad era posible ya
que les respaldaba el texto clásico. Las Bucólicas de Virgilio eran tan di­
versas, variadas y sugestivas, libres de convenciones y normas —tan dife­
rentes de la impresión que de ellas sacaron Servio y Mantuano— que era ine­
vitable que apareciese otra manera de verlas. En el Renacimiento surgieron
dos tendencias dentro de la tradición pastoril: las llamaremos género duro y
género blando. Del género duro ya hemos considerado algunos aspectos,
mientras que al género blando, versión que acabará predominando, lo reco­
nocemos a través del nombre Arcadia. El fértil paisaje de la Arcadia, de
aguas munnurantes y praderas esmaltadas, está habitado por ninfas y ado­
lescentes. Su vida es un feliz idilio; y cuando no son felices, debilitados por
un amor no correspondido, su infelicidad se diluye en melodiosa armonía. La
famosa frase «Et in Arcadia ego» resume la dulce melancolía que anhela este
país. Este es el título de la primera parte de Retomo a Brideshead, de Evelyn
Waugh, que recoge las memorias de juventud de un hombre de mediana
edad.
En su forma más precisa podríamos decir que la historia de la Arcadia es
otro capítulo de casualidades. El dicho «Et in Arcadia ego» parece tener una
resonancia clásica aunque en realidad no surge antes del siglo xvn, en el cur­
so del cual cambió de sentido. Lo descubrimos por primera vez como título
de un cuadro de Guercino en el que se representan dos pastores mirando un
cráneo. Evidentemente es la muerte que habla así: «Incluso en la Arcadia,
existo». Esta frase se hizo famosa a través de un cuadro de Poussin en el que
se ven unos pastores al lado de una tumba en la que está inscrita esta frase
(lámina XI). Ahora es el pastor muerto el que habla y el significado es «Yo
también estuve una vez en la Arcadia» (que en latín sería «Et ego in Arca­
dia»), La terrible advertencia de la muerte se ha convertido en nostalgia ele­
giaca; ha surgido una nueva convención, aparentemente clásica, aunque de
hecho no lo fuese.
En realidad toda la concepción de la Arcadia es una suerte de error. Du­
rante muchos siglos se creyó que Virgilio la había inventado como símbolo
de una vida de paz idílica; pero no fue así. Sus églogas, con una excepción,
no están ambientadas en la Arcadia. En seis de ellas ni siquiera se mencio­
na este lugar y en tres hay unas vagas referencias a la Arcadia o a los arca-
dios. Unicamente la égloga décima está ambientada en la Arcadia; en ella
vemos al poeta Galo, amigo de Virgilio, pereciendo románticamente de
amor. Desconocemos el significado de esta escena pues seguramente estaba
relacionada con poemas perdidos. Pero fuera lo que fuese, esta Arcadia no
tiene nada que ver con la posterior Arcadia del idilio pastoril: es fría, soli­
taria, escarpada y remota. Y lo que es todavía más importante: no se pare­
ce en nada a los paisajes de las demás églogas virgilianas. Por esta razón
ningún poeta, crítico o comentarista de la Antigüedad o de la Edad Media
mencionan que Virgilio hubiera inventado Arcadia como símbolo del sosie­
go pastoril; pues de hecho no lo hizo.
La idea actual que tenemos de la Arcadia se la debemos al humanista na­
politano Jacopo Sannazaro (1458-1530). Su obra Arcadia (1504) es una mez­
cla de églogas en verso y prosa narrativa; en ella se cuenta cómo un caballe­
ro llamado Sincero (que representa al propio Sannazaro) se retira, cansado de
los sufrimientos del amor, a un campo hermoso y agradable. Sannazaro ma-
linterpretó, consciente o inconscientemente, a Virgilio, aunque se trata de una
tergiversación con una pincelada de genialidad. Para su nueva Arcadia extra­
jo algunas ideas de las Bucólicas de Virgilio y también de algunos pasajes del
übro octavo de la Eneida, en la que vemos a Eneas visitando el futuro em­
plazamiento de la ciudad de Roma y en el que se encuentra con una pequeña
ciudad construida por griegos —exiliados de la Arcadia— bajo el reinado de
su rey Evandro. La tradición según la cual el emplazamiento de Roma había
estado ocupado anteriormente por arcadios es anterior a Virgilio, y no tiene
nada que ver con la concepción pastoril; pero la idea de Virgilio podía asimi­
larse a una nueva versión de lo pastoril. Virgilio presenta sutilmente a Evan­
dro con una combinación de realeza y sencillez, una especie de hacendado
modesto. Dentro de las fuentes clásicas del género pastoril esto es lo que más
se acerca a un tratamiento de la clase señorial enmascarada, que después de
Sannazaro se convertirá en tema principal del relato pastoril.
La idea de Sannazaro también puede verse como un desarrollo de las
Bucólicas. En ellas aparece el contemporáneo de Virgilio, Galo, bajo su pro­
pio nombre; Menalcas es una especie de figura que representa al propio poe­
ta; en Dafnis descubrimos trazos de Julio César. Todo esto difiere bastante
de las historias en las que los nobles por una u otra razón (por ejemplo, para
huir del enemigo), se ocultan bajo el disfraz de campesinos; aun así un tema
puede conducir a otro, sobre todo si es consecuencia de una mala interpre­
tación de la Eneida. Considerándolo desde otra perspectiva, se podría decir
que Sannazaro contribuyó a dar colorido virgiliano a un estilo pastoril dis­
creto y discursivo que debe, a su vez, mucho a Longo. Dafnis y Cloe son
una pareja de pastores que llevan una vida sencilla, que al final descubren
su verdadera identidad; son hijos de unos señores pero fueron abandonados
de pequeños y adoptados por campesinos. Este tema se hará muy popular
entre los autores del Renacimiento. A finales del siglo xvi el género pasto­
ril está tan imbuido de temas procedentes del mundo griego que el mismo
Longo acabará formando parte de la historia de la tradición virgiliana.
La Arcadia de Sannazaro se hizo famosa en toda Europa y dio origen a
muchas imitaciones. En España encontramos La Diana (c. 1559) de Monte-
mayor, una de las novelas que inspiró el Quijote y que también causó ad­
miración en Inglaterra, donde en 1598 fue traducida por Bartholomew Yonge.
En Inglaterra hallamos dos novelas, una de Thomas Lodge titulada Rosalynde
(1590) y otra de Robert Greene, Pandosto (1588); estas dos obras sirvieron
a Shakespeare de argumento para sus obras Como gustéis y Cuento de in­
vierno. La Arcadia de Sidney es un caso aparte. En su primera forma, Old
Arcadia, se ajusta al modelo habitual de novela pastoril; la New Arcadia, in­
completa hasta su muerte, prolonga mucho la historia añadiendo a las con­
venciones pastoriles batallas y aventuras en la corte. Sidney incluye el tema
del disfraz campesino de dos maneras diferentes: los protagonistas son hom­
bres y mujeres de ilustre cuna que viven como campesinos, se parecen mu­
cho a los personajes de Como gustéis. Sin embargo, el pastor Philisides es
una figura creada específicamente por Sidney a la manera de Virgilio. Lo
complejo se introduce en lo simple de dos modos distintos.
La moda del drama pastoril comenzó en Italia con la Aminta (1573) de
Tasso. Entre sus sucesores el que más éxito tuvo fue Guarini con II Pastor
Fido (1589), que a su vez le sirvió a John Fletcher de inspiración para escri­
bir su obra The Faithful Shepherdess (c. 1610). Aminta también sirvió de es­
tímulo a una tendencia que combinaba el género pastoril blando con el mito
de la Edad de Oro. Este mito es de origen griego y aparece por primera vez
en Hesíodo: al principio Zeus creó una raza de oro que después destruyó para
crear una raza de plata; aquí empieza la decadencia, pues a esta le sucede una
de bronce, una raza de héroes, y finalmente la Edad de Hierro, en la que vi­
vimos. Seguramente el Renacimiento conocía esta Edad de Oro a través del
libro primero de las Metamorfosis de Ovidio y por la égloga cuarta de Vir­
gilio, en la que el poeta invierte el orden de Hesíodo haciendo que vuelva la
Edad de Oro. Esta Edad de Oro aparece también (aunque de forma ligera­
mente diferente) en las Geórgicas y en la Eneida de Virgilio. Corresponde al
mito del paraíso, el equivalente clásico del jardín del Edén: uvas colgando de
las zarzas, miel goteando de los troncos. Es un lugar en el que no hay nece­
sidad de trabajar, ya que la naturaleza ofrece alimentos en abundancia; en al­
gunas versiones no existe la propiedad privada, puesto que los hombres con­
viven honrada y desinteresadamente compartiéndolo todo. Es esta la razón
por la que el mito de la Edad de Oro difiere bastante del idilio, el tipo «ar-
cádico» del género pastoril; pero será Tasso quien se encargará de crear una
cierta confusión al introducir un coro «O bella etá de Foro» (1, 565 y ss.). En
Aminta se manifiesta una cierta melancolía cuando el coro mira hacia un mun­
do distinto al representado; aun considerando que gran parte del género pas­
toril idílico es nostálgico, no sorprende ver que el anhelo por la Arcadia
pueda parecerse a un anhelo por la Edad de Oro perdida. En el país feliz
de Sidney vemos a «un pastor tocando la flauta como si jamás hubiese de
envejecer» (New Arcadia, 1, 2). Esta es una característica claramente arcádica:
no se representa el paraíso, sino un lugar de contento en el que podemos ex­
perimentar fugazmente la ilusión de que las duras leyes del tiempo y del cam­
bio han sido suspendidas. Aun así la Arcadia de Sidney parece transformarse
en un lugar paradisíaco (1, 9):
¿Acaso no ves el color de la hierba mucho más intenso que el de las es­
meraldas? Y no ves estas preciosas flores que para conocerlas se necesita toda
la sabiduría humana y para describirlas una vida entera. ¿Y estos árboles ma­
jestuosos, no parecen llevar su floreciente vejez con la única alegría de su en­
clave, revestidos como están de una eterna primavera pues aquí la Belleza ja­
más conseguirá marchitarse? ¿Y estos arroyos naturales y deliciosos que sin
prisas corren como si quisieran abandonar la compañía de tantas cosas auna­
das en la perfección? ¿Y ves qué dulce murmullo acompaña el lamento de su
inevitable partida?

Aquí Sidney realiza aquello que había predicado en su Apology fo r Poetry:


que la literatura puede superar la realidad y ofrecer un mundo más bello que
ninguno de los que podemos llegar a conocer; «La naturaleza, al contrario de
los poetas, nunca ha sabido mostrar la tierra en forma de un tapiz tan bello,
ni con ríos tan herniosos, árboles cargados de frutos, flores de dulce perfume,
ni con todo aquello que podría hacer de esta tierra tan querida un lugar más
apacible. Su mundo es bronce, el de los poetas es oro». En su magnífica
obra, Sidney consigue reflejar este universo de oro.
También el coro de Tasso aporta un elemento no mencionado, ni desta­
cado, en gran parte de relatos clásicos sobre la Edad de Oro aun cuando Ti­
bulo haga una breve alusión a ello; se trata de que esta había sido una edad
de amor libre, de completa libertad sexual, en la que se desconocía la culpa
y únicamente existía la norma de hacer lo que quisieses: «S’ei piace, ei lice»
(1, 590). Esta nueva nota era una réplica a las severas exigencias de la mo­
ral cristiana; una utilización posclásica de un mito clásico. Por ello el géne­
ro pastoril estaba destinado a convertirse en algo más que una evasión, en un
contraste de la realidad. También podía servir de plataforma, a partir de la
cual, una vez asentadas una serie de convenciones, se podía proceder a exa­
minar los sufrimientos y las prerrogativas de la responsabilidad moral. El
Musidorus de Sidney contrasta la desinhibición sexual de los animales que le
rodean con su pasión reprimida por Pamela:
A menudo, cuando el ganado de mi amo venía a pacer a este lugar fresco,
podía ver al joven toro como declaraba su amor. Pero ¿cómo? Con miradas or-
gullosas y con goce. Oh, humanidad desdichada (me dije a mí mismo), para la
que la sabiduría (que debería gobernar su dicha) se convierte en traidora de su
felicidad. Estas bestias, como niños frente a la naturaleza, heredan su suerte de
forma oculta: a nosotros, al igual que los bastardos, nos dejan de lado como a
un expósito que crece entre la pena y la tristeza. Sus mentes no anhelan la co­
modidad de sus cueipos, ni a sus sentidos se les permite disfrutar de sus obje­
tos: tenemos los impedimentos del honor y los tormentos de la conciencia.

El germen de esta idea se encuentra en Teócrito, pero se desarrolló esen­


cialmente en los siglos de la cristiandad. El hombre se inserta a sí mismo en
la naturaleza sólo para tomar conciencia del abismo insalvable que lo sepa­
ra del universo natural; este es un tema al que regresarán posteriores escri­
tores del género pastoril.
A finales del siglo xvi el género duro se hizo más duro y el blando más
blando, como jamás había sucedido en la poesía clásica. En las Bucólicas
de Virgilio aparecen aspectos duros y blandos, pero su refinada amalgama
había sido, por así decirlo, descompuesta en sus elementos constituyentes.
A pesar de que el género pastoril había sido en esencia un género auto-
consciente, ahora la combinación una vez más de estos aspectos o de con­
traponer diferentes versiones bucólicas se convierte en algo habitual para
los escritores. La Arcadia de Sidney es, en parte, una antología de todos los
tipos pastoriles: romántico, realista, moral, alegórico, idílico, melancólico.
La influencia continuada de Servio y de Mantuano puede verse en los nom­
bres típicamente virgilianos de los campesinos (Dametas, Mopsa), mientras
que los pastores más distinguidos toman su nombre de otras fuentes o son
nuevas creaciones de apariencia clásica. La misma tendencia se observa en
Cuento de invierno: Perdita es la pastora más graciosa, «la perdida» —el
tono es italianizante, aunque por su forma también podría ser latín—,
mientras que Mopsa es una campesina corriente capaz de cortejar a un pa­
yaso («Mopsa deberá convertirse en su amante: unirse a ella, con ajo para
sellar sus besos», 4, 3, 164). Este nombre, que no se halla en Virgilio a no
ser que se trate del femenino de Mopsus, gozaba de mucha popularidad en
aquel contexto ya que en aquel entonces las palabras mops y mopsy [en cas­
tellano significarían bayeta o fregona] se utilizaban para designar a las chi­
cas y mopsy era un término coloquial para calificar a una mujer descuida­
da o sucia. Es significativo de una mentalidad rural cuadriculada propia de
Inglaterra la utilización de este doble sentido de la palabra considerándolo
como una aproximación al carácter virgiliano.
El género pastoril, al ser autoconsciente, puede llegar a ser autocrítico;
a veces incluso se detecta una corriente antipastoril en el género pastoril. En
el Cuento de invierno aparecen algunos —pero sólo algunos— indicios al
respecto. Greene dividió el escenario de su Pandosto entre Sicilia y Bohe­
mia; por supuesto las escenas rurales están ambientadas en Sicilia, ya que
cualquier lector de Virgilio asocia especialmente esta isla con lo pastoril
(en recuerdo de Teócrito). Extrañamente Shakespeare invirtió el modelo de
Greene trasladando las escenas de la corte a Sicilia y las rurales a Bohe­
mia, cayendo así en el famoso solecismo de dar a Bohemia una costa marí­
tima. A pesar de su «escaso latín» debería haber sabido que Sicilia era el en­
torno pastoril por excelencia; ¿o acaso se estaba burlando abiertamente de
las convenciones? El príncipe Florisel oculta su verdadera identidad y adora
a Perdita con una devoción idealizadora típicamente arcádica. Pero Shakes­
peare somete el romanticismo de su héroe a una delicada ironía. El lengua­
je de Perdita tiene la franqueza de las verdaderas campesinas, en contraste
con la cortesía de Florisel (4, 4, 154 y ss.):

F lo ris e l: Vuestra mano, Perdita. Somos dos tórtolos


que nunca se separarán.
P e r d ita : En lo que me concierne, lo juraría.*

Y ella reconoce la realidad física que se agazapa detrás incluso de la pasión


más poética (101 y ss.):

... Es más, si yo llevara afeites, no quisiera


que este joven me admirara y sintiera solamente por lo tanto
el deseo de hacerme madre.**

Ni siquiera Shakespeare está preparado para rechazar la belleza arcádica.


Perdita se balancea delicadamente (tal y como, en otro sentido, lo estaban los
pastores de Virgilio) entre la realidad y la fantasía. También ella demostrará
su origen real y a pesar de haber crecido entre pastores, sin conocer su ver­
dadera identidad, conserva una gracia natural que revela su cuna. El inven­
tario de flores de la poesía pastoril tiene su origen en un pasaje magistral de
la égloga segunda de Virgilio (45 y ss.); el de Perdita de Shakespeare hace
honor a la exquisita imaginación de Virgilio (4’ 4, 118 y ss.; el pasaje se cita
infra, p. 174). Perdita pertenece y al mismo tiempo no pertenece al ámbito
rural; es franca y sin embargo romántica. Esta ambivalencia, aunque se ins­
pire en la tradición de la novela griega, y sea por lo tanto diferente, no se
aparta mucho del espíritu virgiliano.
En el siglo xvn, y anteriormente, vuelve a predominar la tendencia «blan­
da» del género pastoril. Los posteriores ensayos de Spenser en este sentido, el
poema Colin Clouts Come Home Againe y el interludio pastoril en el libro
sexto de The Faerie Queene, siguen siendo alegóricos pero de forma más dis­
creta. Las primeras obras pastoriles de Drayton están muy influidas por The
Shepheardes Calender, pero su última colección pastoril, The Muses ’ Elizium
(1630), es mucho más idílica y melodiosa. En ella el mundo bucólico es al

* [ F l o r i z e l : Your hand, my Perdita: so turtles pair / That never mean to part.


P e r d i t a : I’ll swear for’em.]
** [ ... No more than, were I painted, I would wish / This youth should say’twere well,
and only therefore / Desire to breed by me.]
mismo tiempo un mundo áureo: la Inglaterra isabelina (Elizium) es un «pa­
raíso terrenal» (Elysium, ‘Elíseo’) lleno de «delicias eternas» y «bosqueciüos
siempre verdes» con hojas perennes y ruiseñores que cantan todo el año. Sin
embargo, la melancolía que tantas veces tiñe el carácter arcádico está presen­
te también aquí, ya que existe la certeza de que este mundo feliz se ha perdi­
do: en Inglaterra la época isabelina ya ha pasado y no volverá jamás. Los
autores pastoriles «duros» consideraban que estaban siguiendo fielmente a
Virgilio cuando retrataban a aquellos campesinos que conocían por propia ex­
periencia; y en algún sentido estaban en lo cierto. Los autores del género
«blando» transformaron esta práctica: la literatura reflejaría un entorno cono­
cido, familiar y habitual. El Elizium de Drayton es a la vez Inglaterra y un
país de fantasía; William Browne mitifica su Devon natal en Britannia ’s P a s­
torals (1613). Anteriormente, el Colin Clouts Com e H om e A gaine (1595) de
Spenser había reflejado Irlanda de manera similar, y todavía antes La D iana
de Montemayor había ambientado una novela pastoril en el paisaje de León.
En la mayoría de estas obras la influencia clásica permanece borrosa y dis­
tante, aunque encontremos una clara afinidad con las Bucólicas en las que
Virgilio traslada unos pastores griegos al escenario italiano haciéndoles vivir
una vida que combina de manera curiosa la realidad y la irrealidad.
Las traducciones que se hicieron en aquel momento de Virgilio nos des­
cubren la manera en la que se estaba modificando el concepto de lo pastoril
entre las personas cultas, Abraham Fleming se disculpa en la introducción a
su versión del año 1589 por la «bajeza» y el «estilo prosaico» de las B ucóli­
cas, y sus disculpas son adecuadas si tenemos en cuenta que su traducción es
más bien pesada en cuanto al ritmo y la dicción. Así son los primeros versos
de su versión de Virgilio, con el metro enérgico del alejandrino sin rima:

Oh, Títiro, yaces a la sombra de una frondosa haya,


tocas una canción campestre en una delgada flauta de caña.
Nosotros olvidamos nuestros lazos campesinos y lo dulces que son los prados,
olvidamos nuestra tierra mientras tú, Títiro, ocioso en la sombra,
enseñas a los bosques a cantar de tan estridente forma a tu bello amor,
[Amarilis.*

En 1628 William Lisle toma como modelo al Spenser «áureo» de The Fae­
rie Queene y no al poeta «gris» de The Shepheardes Calender. Utiliza una
variedad de metros, y para el primer poema se sirve de una estrofa de siete
versos adaptada de Spenser:

Tú, en el escondido frescor de esta espesa haya,


(Títiro) descansando, yaces meditabundo

* [O Tityrus thou lying under shade of spreading beech, / Dost play a country song upon
a slender oaten pipe, / We do forsake our country bounds, and meadows sweet which be / We
do forsake our native soil, thou Tityr slug in shade / Dost teach the woods to sound so -shrill,
thy love fair Amaryll.]
sobre una pequeña flauta, tu Musa silvestre; mas nosotros
dejamos nuestros hermosos campos, y de nuestro querido país huimos:
mientras tú yaces en la umbría seguridad,
enseñando a los retumbantes bosques
y al eco a proclamar en alta voz
el nombre de Amarilis.*

El propio Lisie utiliza la metáfora de la dorada dulzura para caracterizar


«esas delicadas bucólicas»; todavía sobrevive la creencia en el significado
alegórico pero no en su importancia moral. La alegoría se ha convertido en
el jugo de un delicioso fruto cuya piel dorada representa el significado su­
perficial: «Algunos estarán muy contentos de obsequiar su paladar con este
jugo agradable y su vista con la cáscara de estos dorados poemas pastoriles».
En los pareados fáciles y fluidos de la versión de John Bidle (1634) se re­
fleja un carácter parecido:

Tú, Títiro, bajo la sombra del haya,


toca en la delgada flauta una balada silvestre;
nosotros abandonamos nuestros confines nativos:
nuestras amables granjas y nuestro país dejamos:
tú, Títiro, reposando tranquilo en la sombra,
enseñas a los bosques a cantar a la hermosa Amarílide.**

Tanto Lisie como Bidle adaptan Virgilio al estilo de Browne, Drayton y de


otros autores pastoriles de la época de Jacobo I y Carlos I. Virgilio conti­
nuaría siendo el modelo de la poesía pastoril, pero el modelo se había hecho
muy variable.
En este contexto nos encontramos con la dura alegoría de Milton, que
critica la corrupción del clero en su obra Lycidas (1637), en la que se pro­
duce un salto atrás hacia The Shepheardes Calender (de la que vemos re­
flejados ciertos ecos) y hacia Mantuano. En el Paraíso perdido, y asimismo
en Lycidas, Milton se muestra, al igual que sucede con Bach, como un ser
extraño, un genio tardío. Aun así la austeridad es sólo un aspecto del poe­
ma, puesto que Lycidas muestra de forma muy elegante la voluntad de reu­
nir en una obra diferentes versiones de lo pastoril. Pero mientras que otros
autores se dedican a juntar diferentes tipos pastoriles de creación renacen­
tista, Milton fusionó sus elementos guiándose e inspirándose en el propio
Virgilio (85 y ss.):

* [Thou, in cool covert of this broad beech-tree, / (Tityrus) at ease, dost mediating lie /
On small oat pipe, thy silvan Muse; but we / Leave our fair fields, and our dear country fly: /
Whilst thou liest shaded in security, / Teaching the hollow woods, loud to proclaim, / And echo,
with the sound of Amaryllis’ name.]
** [Thou, Tityrus, in shroud o f beech, dost play / On slender oaten pipe a sylvan lay; /
Our native confines we abandon: we / Our pleasant granges, and our country flee: / Thou, Tity­
rus, i’th’shade reposing still, / Leams’t the woods to resound fair Amaryll.]
Oh, fuente Aretusa, y tú, venerado torrente,
Mincio de suave corriente, coronado de cañas resonantes,
esa melodía que oí era de mayor talante:
pero ahora continúa mi flauta ...*

Aretusa aparece en la égloga décima, Mincio en la séptima y la flauta de ca­


ñas como el eterno símbolo del verso bucólico en la primera. Tanto el tercer
verso como la concepción general del pasaje corresponden al comienzo de la
égloga cuarta: «Musas sicilianas, levantemos un poco el objeto de nuestros
cantos». Milton recoge la idea de Virgilio según la cual el género pastoril
permite ajustar el tono y la altura; también acoge la paradoja de recurrir a los
poetas antecesores del género en el preciso instante en que se está hablando
de un tipo pastoril que está desapareciendo como pastoril. Con las «Musas
sicilianas» Virgilio dude a Teócrito; Milton, a su vez, alude a Virgilio por un
lado (cuya ciudad natal, Mantua, está situada a orillas del río Mincio) y por
el otro a través de Virgilio a Teócrito (Aretusa es un manantial de Siracusa,
Sicilia). Milton se proyecta a sí mismo en la corriente de una larga tradición.
Lycidas no sólo constituye el mayor poema pastoril en lengua inglesa
sino que es el más virgiliano de todos, y no por las múltiples alusiones que
hace de las Bucólicas sino porque Milton entendió profundamente las inten­
ciones de Virgilio. Ciertamente su imitación es de detalle; por ejemplo, Mil­
ton resalta aquellos pasajes duros y violentos de Virgilio (123 y ss.):
Y cuando se inclinan, sus finas y fulgurantes canciones
chirrían en las discordantes flautas de despreciable caña

Tanto el tono áspero como el contenido satírico se inspiran en el verso 27 de


la égloga tercera (esta indujo a Dryden a decir que si Virgilio se lo hubiese
propuesto hubiera podido ser el más grande de los autores satíricos roma­
nos). Al final de otra serie de poemas, un precioso catálogo de flores nos in­
troduce igualmente en la tradición virgiliana (142 y ss.). Milton descubre que
los artificios de Virgilio le permiten tratar unos temas que por una razón u
otra no pueden comunicarse de forma directa. La llegada de Lícidas al cielo
está creada a partir de la llegada de Dafnis al Olimpo en la égloga quinta. La
resurrección cristiana poco tiene que ver con la apoteosis pagana y es justa­
mente esta diferencia la que ofrece a Milton una oportunidad; el cielo no
puede ser el imaginado más que de forma figurada o metafórica, y por lo tan­
to el poema de Virgilio le brinda la metáfora para crear una visión de pure­
za y bienaventuranza, sin insipidez (174 y ss.):
Donde otras arboledas y otros riachuelos
con puro néctar su húmeda cabellera baña,

* [O fountain Arethuse, and thou honoured flood / Smooth-sliding Mincius, crowned with
vocal reeds, / That strain I heard was of a higher mood: / But now my oat proceeds ...]
** [And when they list, their lean and flashy songs / Grate on their scrannel pipes of wret­
ched straw...]
y oye la inexpresiva canción nupcial
en los dichosos reinos del placer y el amor.
Allí le divierten todos los santos,
que en solemnes ejércitos y dulces agrupaciones
cantan, y cantando en su gloria limpian
y enjugan para siempre las lágrimas de sus ojos.*

Parece ser que este poema se, inspira en el libro sexto de la Eneida, en el que
Virgilio presenta el Elíseo en términos de una especie de creación pastoril
heroifícada; sol y verdor ondulado, donde la apacible libertad de movimien­
to es en esencia un estado de felicidad.
Hay veces en que la obra bucólica de Virgilio expresa una cierta insatis­
facción con sus propias limitaciones. Esto ocurre al final de las Bucólicas
(10, 70 y ss., 75 y ss.): «Baste [sat] con esto lo que ha cantado vuestro poe­
ta, divinas Piérides, mientras tejía sentado un cestillo de malvavisco fino ...
En pie: la sombra suele ser mala para los que cantan; la sombra del enebro
es mala; las sombras dañan también a las mieses. Tiradpara casa, quelleg
el Lucero, tirad, ya hartas [saturae], cabritillas». Esto esuna nota dehastío;
y la sombra, hasta entonces deleite del pastor, se toma molesta. La modesta
belleza del verso pastoril, simbolizado aquí por el canastillo y su delicado
material, tampoco queda mitigada aquí. Sin embargo, el «levantémonos» es
ambiguo: ¿nos levantamos para seguir en la cotidianidad del pastor o para
huir de todo? Milton capta esta ambivalencia con total exactitud en el final
de uno de sus poemas, en el que utiliza uno de los símbolos pastoriles favo­
ritos de Virgilio: los bosques (silvae) (186 y ss.):

Así cantó el rudo zagal a los robles y arroyuelos ...


y ahora el Sol se había extendido sobre las colinas,
y ahora se había derramado en la bahía de poniente;
por fin se levantó y sacudió su capa azul:
la mañana para los bosques frescos y los nuevos pastos.**

Es una sutileza acentuar «bosques» en la primera parte y «nuevos» en la se­


gunda parte del último verso. ¿Acaso traerá el mañana más versos bucólicos
o una escapatoria de lo pastoril hacia otras formas poéticas? No lo podemos
saber, pero una vez más el género pastoril ha demostrado ahora su capacidad
de autorreflexión crítica y asimismo afectuosa.
El siglo xvm continuó produciendo ingentes cantidades de poesía pasto­
ril, pero pocas son dignas de recordar. El modesto succès d ’estime que al­

*[Where other groves, and other streams along, / With nectar pure his oozy locks he la­
ves, / Andhears the unexpressive nuptial song, / In the blest kingdoms meek o f joy and love. !
There entertain him all the saints above, / In solemn troops and sweet societies / That sing and
singing in their glory move / And wipe the tears for ever from his eyes.]
** [Thus sang the uncouth swain to th’oaks and rills, ... ! And now the sun had stretched
out all the hills, / And now was dropped into the western bay; / At last he rose and twitched his
mantle blue: / Tomorrow to fresh woods, and pastures new.]
canzó Ambrose Philips con sus insignificantes versos pastoriles («Namby
Pamby») indujo a John Gay a escribir su parodia S hepherd’s Week (1714),
obra que nos trae a la memoria que la parodia del género pastoril forma par­
te del género bucólico, aunque Gay no se sintiese atraído, más allá de la sátira,
por los temas rurales. En palabras del autor: «Mi amor por mi país natal, In­
glaterra, me im pulsó a describir las costumbres de nuestros labradores ho­
nestos e infatigables, no siendo de ninguna forma más indigna una imitación
de un poeta inglés que la de Sicilia o la de la Arcadia; no obstante, no igno­
ro el alboroto organizado últimamente por una chusma de críticos, jóvenes
con una delicadeza insípida, en tom o a algo así com o la Edad de Oro y otros
monstruosos conceptos a los que pretenden limitar el género pastoril». A l­
gunos de sus nombres — Bumkinet, Grubbinol, Blouzelinda— son una paro­
dia grotesca, mientras que extraen otros, al igual que Philips, directamente de
The Shepheardes C alender — un testim onio tardío de la influencia de Spen­
ser; los poemas tienen también alguna alusión a Virgilio.
Este es también el siglo en que la idea pastoril se desborda desde la lite­
ratura hasta otras formas de arte: aparece reflejada en la arquitectura de jar­
dines (Stourhead plasma las escenas pastoriles italianas de la vida de Clau­
dio; en el jardín de Shugborough hay un «monumento al pastor» que lleva la
inscripción «Et in Arcadia ego»); en las figuras de porcelana de Dresde, S è­
vres y Chelsea; en Versalles, donde las damas se divierten jugando al escondi­
te com o pastoras de una aldea simulada; y también en la música. De todas las
obras pastoriles del siglo xvm , la que más destaca por su capacidad para en­
tender que la distancia, la convención, la belleza de la superficie y el humor
intensifican, y no dism inuyen, el p a th o s, es tal vez la obra A cis y G alatea de
Haendel (con libreto de Gay). También la m úsica instrumental puede llevar
el marbete de pastoril: el título de la Sonata Pastoral de Beethoven lo esc o ­
gió el editor por el aire bucólico del último m ovim iento, pero la idea de una
sinfonía pastoral fue suya. El último m ovim iento de la gran misa de Beetho­
ven tiene mucho en común con los últimos m ovim ientos de sus primeras
obras: el com pás de siete por ocho, el uso continuado de los pedales tónicos,
la sencillez de la melodía y lina armonía fuertemente diatónica y por último
la misma tonalidad (re mayor) que la sonata. Cuando los sonidos de una ba­
talla distante — timbales— irrumpen en la plegaria de paz del coro, es paté­
tico escuchar que las impresiones interrumpidas tienen aquel tono pastoril
sencillo e ingenuo. ¡Qué virgiliano!, y sin embargo hay que reconocer, por
supuesto, que la música nada debe al ejem plo clásico. La tradición clásica ha
aportado una idea de lo pastoril com o un tipo de arte que alude a algo pasa­
do; las convenciones pastoriles podían evolucionar y cambiar hasta borrar
todo vestigio del origen de este género; aun así, lo que queda es el propio
concepto de convención.
N o obstante, el aspecto más concreto del género pastoril desaparece
com pletam ente en el siglo xvm . Pope declaraba en 1717 categóricamente
que «lo pastoril es una imagen de lo que llaman la Edad de Oro» (A D is­
course on P astoral Poetry). En 1798 el jacobino Jacques-Louis David ilus-
tra las Bucólicas en un grabado de estilo neoclásico con trazos rococó. El
aspecto revolucionario tenía mucha más relación de la que ninguno de ellos
hubiese estado dispuesto a admitir, con otro tipo pastoril: María Antonieta.
En este siglo el género pastoril en literatura entró en decadencia. La conde­
na de Samuel Johnson al Lycidas es significativa (Lives o f the Poets, «Mil-
ton»), «Su forma pertenece al género pastoril, fácil, vulgar y por lo tanto
repugnante.» Parece extraño que alguien pudiese calificar al Lycidas de vul­
gar o fácil, aunque estos epítetos podrían aplicarse perfectamente a gran
parte del género pastoril del siglo de Johnson. «No puede considerarse una
efusión de auténtica pasión, ya que la pasión no persigue alusiones remotas
ni opiniones poco transparentes. La pasión no recoge frutos de mirto ni de
la hiedra, ni visita a Aretusa y Mincio, ni habla de sátiros groseros o faunos
de pezuñas hendidas. Si hay tiempo libre para la ficción hay poco dolor.»
Lo importante de este pasaje no es la opinión acerca del éxito que tuvo Mil­
ton sino la negativa a considerar el poema por sí mismo. Johnson tiene
razón cuando dice que el Lycidas no es una efusión de sufrimiento apasio­
nado, pero no lo pretende ser, y ya que en la poesía lírica no es axioma la
expresión de fuertes emociones personales, podemos desechar esta crítica
como no válida. En Virgilio ya destacamos su habilidad para combinar lo
público y lo privado, lo personal y lo objetivo recuniendo a la oblicuidad,
y mediante la distancia, la alusión y la represión emocional crear nuevos
efectos de pathos. Milton captó perfectamente, a diferencia de Johnson, la
intención de Virgilio. En estos momentos, y con el romanticismo a la vuel­
ta de la esquina, la clerecía ya había perdido su antiguo sentido instintivo
para usar la convención.
A partir de finales del siglo xvm y en adelante, el género pastoril ya no
tendrá una historia tan continua. El «Michael» de Wordsworth carece de tal
manera de referencias literarias que el subtítulo, «un poema pastoril», pare­
ce tener la función de una metáfora o comparación; es como si estuviera di­
ciendo «aquí está sencillamente la historia de un pastor de Westmorland;
otros tiempos la hubiesen relatado de un modo bucólico». En la elegía Ado-
nais (1821) que Shelley dedicó a Keats, sólo hay una referencia pastoril: el
propio título. Esto nos conduce a uno de aquellas semicasualidades que se
manifiestan a lo largo de la historia del género pastoril. La égloga quinta
sirvió de modelo principal a la elegía pastoril desde la Edad Media en ade­
lante, mientras que el poema anónimo griego Epitaphium Bionis asentó el
precedente clásico para llorar la muerte del poeta en un estilo pastoril. Pero
la serie de obras pastoriles funerarias que recorren la poesía inglesa no en­
cuentra ningún equivalente en la literatura continental y de hecho surgió de
forma fortuita. La muerte heroica y prematura de Sidney inspiró el homena­
je de varios poetas, muy notablemente el «Astrophel» de Spenser. El Lycidas
honra la memoria de Edward King al que Milton representa, si bien invero­
símilmente, como poeta (10 y ss.): «¿Quién no cantaría a Lícidas? Bien sa­
bía él mismo cantar y construir la rima sublime». Shelley sigue esta tradición
cuando oculta a Keats bajo un seudónimo griego. Su pregunta (10 y ss.):
¿Dónde estabas, oh madre poderosa, cuando él murió,
cuando murió tu hijo hendido por la Hecha voladora
que traspasó lo oscuro? La incansable Urania,
¿dónde estaba cuando Adunáis murió'/*

es un eco de Milton (50 y ss.):

¿Dónde estabais, ninfas, cuando el abism o im placable


se cerró sobre la cabeza de vuestro amado Lícidas?**

y éstos a su vez se hacen eco de la égloga décim a de Virgilio; en ella el


lánguido G alo recibe la visita de unas figuras m isteriosas (19 y ss.): «Ha
venido también el pastor; más tarde han venido los porqueros, ... ha veni­
do M enalcas, ... ha venido A polo ... y Pan, dios de Arcadia ...» . Shelley
los transforma en apariciones abstractas ( 109 y ss.)

V otros también vinieron ... D eseos y Adoraciones


Persuasiones aladas y em bozados Destinos
Esplendores, y T in ieb la s...* * *

Aunque Shelley evoque en cierta manera los poem as pastoriles, no conside­


ra los elem entos propiamente bucólicos en ellos: en A donais no aparecen ca­
bras ni pastores.
En la línea de la elegía pastoril dedicada a un poeta la última obra que
cabe mencionar es el «Thyrsis» ( 1866) de Matthew Arnold, escrito en mem o­
ria de Clough. Paradójicamente, este poem a parece confirmar la decadencia
del género pastoril ya que refleja una intención parecida a la de su tragedia
griega M erope, aunque tuviese mucho más éxito. Es significativo quizá que,
a pesar de las referencias al L ycidas o a las B ucólicas, la alusión esencial
no es a la tradición europea derivada de Virgilio, sino a la poesía bucólica
griega.
Uno de los temas que obsesiona a Arnold es el contraste entre la breve­
dad de la existencia del hombre y la repetición eterna de la naturaleza; Tir-
sis está muerto, pero el cuco siempre volverá (71 y ss.):

¡Él no oye! Él que ¡lega ligero, ¡se ha ido!


¿Qué importa? El año próxim o volverá,
y lo tendremos en los dulces días de primavera,

* Adonais y otros pnenuix, trad u cció n ca ste lla n a d e L o re n z a P eraile, E ditora N acional,
M adrid, 1978. (/V. del e.) | W here w e n thou, m ighty M other, w hen he lay, / W hen thy son lay,
pierced by the shaft w h ich flies / In d arkness? w here w as lorn U rania / W hen A donais d ie d ? |
** I W h ere w ere y e N ym phs w hen the rem o rseless d eep / C losed o ’er th e head o f y o u r lo­
ved L ycidas?!
*** [A nd o th ers cam e ... D esires an d A d o ratio n s / W in g ed P ersu asio n s and veiled D es­
tin ies / S p len d o u rs, and G lo o m s ...]
con sus blanquecinos setos y tersos helechos,
sus campanillas azules temblorosas en los senderos del bosque,
y la fragancia del heno recién segado-.
Pero a Tirsis, zagales, nunca más lo veremos ...*

Es una imitación del Epitaphium Bonis (99 y ss.): «Ah, las malvas, cuando
mueren en el jardín, y el verde perejil y el crespo y flexible anís revive y cre­
ce un año más; pero nosotros, grandes, fuertes, e inteligentes hombres, cuando
morimos ... nos servimos en un largo, interminable, sueño sin despertar». En
Adonais Shelley ya había reflejado la idea griega del poeta (153 y ss.):

¡Ay de mí! El invierno se va y viene,


pero vuelve el dolor con el volver del año.
Los aires, los arroyos reproducen su canto jubiloso,
las golondrinas, las hormigas, las abejas reaparecen;
frescas hojas y flores ornamentan el féretro de la Estación perdida;
las aves amorosas se emparejan ahora en los helechos

«No, lo que conocemos nunca muere», concluye Shelley; y sin embargo:


«¡Ya no despertará, oh, nunca más!» (177, 190). En las famosísimas elegías
victorianas (In Memoriam, 2) Tennyson utiliza el mismo tono:

Las estaciones traen de nuevo las flores,


y las primicias del rebaño, ...
* * *

no es para ti el brillo, el florecer... ***

En el Retrato de Dorian Gray (cap. 2),***''* Oscar Wilde hace repetir el


tema a su lord Henry Wotton, consciente sin duda de la obra de Arnold y
del original griego correspondiente: «Porque su juventud tiene tan poco
tiempo de vida ... ¡tan poco! Las flores vulgares de los campos se secan,
pero reflorecen. Este cítiso estará tan florido en el próximo mes de junio
como ahora. Dentro de un mes, esa clemátide tendrá flores purpúreas, y de
año en año la verde noche de sus hojas mantendrá sus estrellas de púrpura.

* [He hearkens not! light comer, he is flown! / What matters it? next year he will return, /
And we shall have him in the sweet spring days, / With whitening hedges, and uncrumpling
fem, / And blue-bells trembling by the forest ways, ! And scent of hay new-mown. / But Thyr­
sis never more we swains shall see ...] '
** [Ah, woe is me! Winter is come and gone, / But grief returns with the revolving year; /
The airs and streams renew their joyous tone; / The ants, the bees, the swallows, reappear; /
Fresh leaves and flowers deck the dead Season’s bier; / The amorous birds now pair in every
brake ...]
*** [The seasons bring the flower again, / And bring the firstling to the flock;... / not for
thee the glow, the bloom ...]
**** Traducción castellana de Julio Gómez de la Sema, Planeta, Barcelona, 1983.
(N. del e.)
Pero nosotros no reviviremos jamás nuestra juventud». De todas formas no
creemos que el Epitaphium Bonis haya sido realmente la fuente de inspira­
ción; ha sido introducido posteriormente para presentar un modelo a partir
del cual expresar un sentimiento que ya existía en la sensibilidad románti­
ca. Arnold aportó algo a la idea griega: la sensación de indiferencia de la
naturaleza («Él no escucha»). Su cuco no vuelve la mirada a lo bucólico
griego sino al ruiseñor de Keats, el pájaro inmortal que no ha nacido para
morir y que ha cantado la misma canción durante miles de años. Primero,
y parafraseando a Milton, la poesía pastoril se había «entretenido con fal­
sas suposiciones», imaginando que la naturaleza simpatizaba con el pastor
y que tanto las cabras como los árboles y los ríos lloraban la muerte de
Dafnis o de Lícidas. Ahora que la tradición virgiliana ha sido desechada,
ha aparecido otro poema pastoril que sirve de modelo a una emoción contra­
ria: la sensación de distancia entre nosotros y el resto de la naturaleza.
La inmensidad azul del cielo es otro símbolo al que recurrieron los escri­
tores del siglo XIX para expresar la soledad del hombre en medio de esta gran
impasibilidad. Así vemos cómo la heroína del North and South de la señora
Gaskell mira, en estado de abatimiento, «a las profundidades azules y trans­
parentes ... aquellas profundidades interminables del espacio, en la quieta se­
renidad ... rodeada por los gritos de los que sufren en la tierra» inmersos en
una «vastedad infinita y esplendorosa» (cap. 5). Mahler refleja en su Canción
de la tierra los temas del cielo azul y de la eterna renovación de la naturale­
za en primavera; éstos se manifiestan al principio como una tremenda deses­
peración a la que sigue una especie de recepción panteísta. Das Firmament
blaut ewig. «El firmamento es eternamente azul, y la tierra permanecerá
invariable y floreciente como en primavera. Y tú, hombre, ¿cuánto tiempo
vivirás? ... ¡En primavera la querida tierra está en flor y los cultivos se re­
nuevan! ¡Por doquier y eternamente las distancias son azules! Eternamente...
eternamente...» Esta es la quintaesencia de un «mal del siglo» tardío, y aun
así las palabras son extraídas de una paráfrasis que Hans Bethge hizo de
textos líricos chinos. No importa que sean la Grecia o la China antigua; las
mentes creativas se remiten a estas fuentes antiguas no como si fuesen sus
maestros sino como vehículos para expresar sus propias percepciones.
En los comienzos de la historia pastoril todo era muy diferente, cuando
los autores imitaban con agradecida sumisión la obra de Virgilio, o lo que
ellos pensaban que Virgilio había hecho. Este respeto a la tradición no ex­
cluía sin embargo el cambio y la originalidad; además, hay muchas posibili­
dades de malinterpretar o distorsionar la obra de Virgilio, y es justamente
esta fidelidad a lo precedente una de las principales causas de esta historia
pastoril accidentada y particular. El género pastoril ya no es un género lite­
rario vivo; y únicamente dilatando el concepto podremos hallar uno o dos
ejemplos en el siglo xx. Ahora que ya está muerto, ¿seguirá muerto como
Tirsis o resucitará a una nueva vida al igual que Dafnis o Lícídas o la tierra
en primavera? Quizá sea la moda actual de la «intertextualidad», entre los crí­
ticos o los propios autores de creación, una forma de revitalizar un género que
está sujeto, por naturaleza, al precedente y a la convención. Aun así predecir
el retomo del sonido de la flauta pastoril sería una precipitación. El género
pastoril no fue inventado de la nada, era'una realidad.

B ib l io g r a f ía

Para las Bucólicas de Virgilio: R. Coleman, Eclogues, Cambridge, 1977. Para la


Arcadia: B. Snell, The Discovery of the Mind, trad. T. G. Rosenmeyer, Cambridge,
Mass., 1953, cap. 13: «Arcadia: The Discovery of a spiritual Lanscape»: un famoso
y sugestivo ensayo aunque con algunas equivocaciones; D. Kennedy, «Arcades
ambo: Virgil, Gallus and Arcadia», Hermathena, 143 (1987), pp. 47-59; R. Jenkyns,
«Virgil and Arcadia», Journal of Roman Studies, 79 (1989), pp. 26-39. Para la histo­
ria de «Et in Arcadia ego», véase E. Panofsky, Philosophy and History: Essays Pre­
sented to Ernest Cassirer, eds. R. Klibansky y H. J. Paton, Oxford, 1936, pp. 223-
254, reeditado en Panofsky, Meaning and the Visual Arts, 1955, pp. 295-320.
Para el género pastoril desde la crítica literaria: W. Empson, Some Versions of
Pastoral, Londres, 1935: con algunas apreciaciones, aunque tiene poco que ver con
lo pastoril; R. Poggioli, The Oaten Flute: Essays on Pastoral Poetry and the Pasto­
ral Ideal, Cambridge, Mass., 1975: P. V. Marinelli, Pastoral, Londres, 1971: un es­
tudio breve. Un estudio histórico acerca de la teoría pastoril: J. E. Congleton, Theo­
ries of Pastoral Poetry in England 1684-1798, Gainsville, 1952.
Estudios acerca del origen clásico del género pastoril: G. Highet, The Classical
Tradition, Oxford, 1949, cap. 9 (hay trad, cast.: La tradición clásica, México, 1954);
E. R. Curtius, European Literature and the Latín Middle Ages, tr. W. Trask, Nueva
York, 1953 (hay trad, cast.: Literatura europea y Edad Media latina, México, 1955,
cap. 10); W. Leonard Girant, Neo-Latin Literature and the Pastoral, Chapel Hill,
1965; T. G. Rosenmeyer, The Green Cabinet: Theocritus and the European Pastoral
Lyric, Berkeley y Los Angeles, 1969, se ocupa bastante de Virgilio. Ediciones de
poetas posteriores que se inspiran en las fuentes clásicas: The Eclogues of Baptista
Mantuanus, ed. W. P. Mustard, Baltimore, 1911, y los textos de Longman de los
Complete Shorter Poems de Milton, ed. J. Carey, Londres, 1971; originariamente for­
maba parte de la obra completa de Milton en un volumen, ed. J. Carey y A. Fowler,
1968, y de Matthew Arnold, ed. K. Allott, 1965.
Otras lecturas: W. W. Greg, Pastoral Poetry and Pastoral Drama: A Literary
Inquiry, With Special Reference to the Pre-Restoration Stage in England, Londres,
1906, sigue siendo un estudio estilístico. Para el género pastoril medieval y su in­
fluencia en el Renacimiento, véase H. Cooper, Pastoral: Medieval into Renaissan­
ce, Ipswich, 1977. Para la elegía pastoril en la Edad Media: E. Z. Lambert, Placing
Sorrow: A Study of the Pastoral Elegy Convention from Theocritus to Milton, Cha­
pel Hill, 1976; véase también J. H. Hanford, «The pastoral elegy and Milton’s Ly­
cidas», Proceedings of the Modem Languages Association of America, 25 (1910),
pp. 403-447. Para la Edad de Oro: A. B. Giamatti, The Earthly Paradise and the
Renaissance Epic, Princeton, 1966, y H. Levin, The Myth of the Golden Age in the Re­
naissance, Londres, 1970.
El Penguin Book of English Pastoral Verse, eds. J. Barrell y J. Bull, Harmonds-
worth, 1974, contiene una serie de poemas que no son del todo pastoriles pero que
constituyen una grata antología.
Charles Martindale
VIL HORACIO, OVIDIO Y OTROS*

No hay peor desgracia para el hombre que la de romper com­


pletamente con su pasado.
Gladstone

In t r o d u c c ió n

En La tradición clásica, Gilbert Highet opina que una de las causas de la


decadencia de los estudios clásicos se debe a los humanistas actuales que,
excesivamente especializados, se despreocupan de la divulgación. Sea cual
sea el grado de veracidad de esta afirmación, no podemos aplicarla a sus pre­
decesores del Renacimiento. En aquel momento quien más destacó como hu­
manista y especialista en temas bíblicos fue Erasmo, que se convirtió en edu­
cador de Europa y en especial de la Europa septentrional. Así lo confirman
estas maravillosas palabras extraídas de la corta vida de Aubrey: «él fue el
Prodromos [“predecesor”] de nuestros conocimientos y el que convirtió los
caminos duros e inexplorados en agradables y transitables». Bajo la influen­
cia de Erasmo se impuso en la Inglaterra del siglo xvr un sistema educativo
bastante uniformizado que se basaba en el estudio del latín clásico con espe­
cial hincapié en la literatura, incluida la poesía. En algunos círculos está de
moda criticar esta educación humanista comparándola, a veces, con la edu­
cación escolástica a la que desplazó. No se puede negar que, en ciertos as­
pectos, esta educación fue estricta y autoritaria y, por supuesto, los humanis­
tas nunca tuvieron realmente éxito reivindicando el valor de una educación
como la que ofrecían (lo mismo sucede con frecuencia en los que enseña­
ban). Pero como mínimo constituía un excelente ejercicio para futuros escri-
* Quisiera dar las gracias a las siguientes personas por la ayuda prestada: a mi esposa, Mi­
chelle; a mi hermana, la doctora Joanna Parker; a Stephen Medcalf; al doctor Colin Burrow; al
doctor Robert Parker, y al editor de este volumen.
tores. A finales de siglo se empezaron a recoger los frutos, de hecho los más
preciosos de nuestra literatura. En su horaciana «Epistle to Reynolds: Of
Poets and Poetry», Michael Drayton (1563-1631), una Figura importante,
aunque olvidada, en la historia del clasicismo inglés, describe cómo pidió a
su tutor que lo convirtiese en poeta y cómo éste le respondió que pusiese en
práctica sus estudios (vv. 35-38):

Se me puso difícil cuando a poco comenzó


y primero me leyó al honrado Mantuano
y después las Bucólicas de Virgilio: así iniciado
pensé realmente haber montado a Pegaso.*

T. W. Baldwin demostró que Shakespeare, aun sin ser precisamente un hom­


bre cultivado, era justamente hijo del tipo de enseñanza de escuela secunda­
ria común en la época Tudor; este hecho (aunque casual) no sólo sirvió para
despertar sus inquietudes intelectuales sino que también le enseñó las técni­
cas que posteriormente utilizaría como escritor.
Uno de los caminos que nos conducen al clasicismo inglés pasa por las
aulas. Desde el siglo xvi hasta 1918 se constata una clara continuidad en el
sistema educativo a pesar de los cambios y las constantes peticiones para que
la educación fuese más «apropiada» (Milton, como innovador que era, tanto
en este tema como en otros, fue una de las voces que abogó por el cambio).
El afectuoso retrato satírico que Shakespeare hizo del pedante (y por cierto
bastante ignorante) maestro Holofernes en su obra Trabajos de amor perdidos
se convertiría posteriormente en punto de referencia para muchos colegiales.
Asimismo, Kipling relata en su cuento «Regulus» los esfuerzos realizados por
el señor King para incluir —a la fuerza— en temas poco prometedores una
oda de Horacio, con resultados, tan sorprendentes como inesperados, que pu­
dieron tener sin duda paralelo en la época. Kipling (que no era un erudito) no
dudó en mostrar las ventajas que aportaba este proyecto. En Something o f My­
self (1937), cap. 2, escribía acerca de su profesor de latín que «durante dos
años me había enseñado a aborrecer a Horacio; a olvidarlo durante veinte y
finalmente a amarlo por el resto de mis días y noches de insomnio». Kipling
escribió una serie de odas horacianas que demuestran una sensibilidad al es­
tilo de Horacio con la que pocos humanistas podían rivalizar.
En el Renacimiento, pensar en hacer literatura suponía partir de la teoría de
la imitación (esta, a su vez, de origen clásico) tal y como lo expone Ben Jon­
son (¿15737-1637) en sus Discoveries (3.055). Se aprendía a escribir imitan­
do a los «mejores» autores, es decir, los autores clásicos mejor considerados.
Actualmente se considera que esta idea, tanto tiempo sostenida, es poco se­
ductora e inaceptable. Aun así tenía la inamovible virtud de ser práctica (des­
de pequeños aprendemos muchas actividades imitando) y se puede justificar
a sí misma por sus resultados. El cambio de actitud implica un rechazo de I2
* [To’t hard went I, when shortiy he began, / And first read to me honest Mantuan, / Then
Virgil’s Eclogues: being entered thus / Methought I straight had mounted Pegasus.]
idea según la cual el objetivo principal de la literatura es aprender a escribir
bien. Esto explicaría también el porqué del prestigio de la teoría literaria, o
mejor de las múltiples teorías literarias que han ido emergiendo y prolife-
rando a un ritmo vertiginoso en las últimas dos centurias (últimamente apa­
rece una cada dos años aproximadamente). Los especialistas de hoy día se
refieren a la imitación como a una especie de alusión, quizá con la intención
de hacerla más accesible a las sensibilidades posrománticas; esta concepción
implica que el conocimiento del contexto original de cada reminiscencia es
un elemento indispensable de significado. Esta suposición es una falacia,
puesto que las metáforas que generalmente se utilizan en las disputas en tor­
no a la imitación más que una alusión indican una asimilación creativa. El
proceso podría compararse a las abejas produciendo miel del néctar de las
flores o a la relación padre-hijo. El resultado sería una nueva creación que
procede, pero no depende, del original.
Kipling finaliza uno de sus relatos cortos más delicado, «The Gardener»,
con una alusión al Evangelio según san Juan («y ella se marchó pensando
que él era el jardinero»); el lector que no repare en este detalle no podrá
hacer una interpretación correcta. Según la alusión, la heroína se encuentra
con un ser sobrenatural, o bien Jesucristo mismo o bien algún ser con una ca­
pacidad similar a la de Cristo para penetrar con la mirada el alma humana,
creando un instante de revelación o autorrealización. En comparación, si
acudimos a la conmovedora imitación que Jonson realizó de uno de los más
impresionantes epigramas de Marcial, constatamos que el conocimiento del
original, aun siendo fuente de placer para los eruditos y útil para los críti­
cos, no constituye un requisito esencial para el lector (5, 34):

Yo, Flacilla, madre de la niña Eroción, la encomiendo a Frontón su padre.


¡Alegría de mis labios y goce de mi alma! Que mi pequeñita no se horrorice
en las tinieblas del Orco y con las fauces monstruosas del perro guardián del
Tártaro. Iba a cumplir los fríos de su sexto invierno si no le hubiesen faltado
otros tantos días. Que juegue retozona entre tan viejos patronos y balbucee mi
nombre su ceceante boquita. No cubra sus tiernos huesecillos un rudo césped.
Y tú, tierra, no peses sobre ella. ¡Fue tan leve para ti!*

A mi primera hija
Aquí yace para piedad de sus padres
Mary, la hija de su juventud;
pero todos los dones del cielo al cielo vuelven,
por lo que el padre se lamenta menos.
A los seis meses partió de aquí
con su inocencia intacta;
su alma la reina de los cielos (cuyo nombre lleva)
para consolar las lágrimas maternales,

* Marcial, Epigramas completos y «Libro de los espectáculos», traducción castellana de


José Torrens Béjar, Iberia, Barcelona, 1976. (N. del e.)
puso entre su cortejo de vírgenes;
donde, mientras dure esta separación,
esta tumba comparte el nacimiento carnal,
que leve y gentilmente cubre la tierra.*
(Epigramas, 22)

Jonson, al escribir un epitafio a su hija menor, recordaba un pasaje de un epi­


grama de Marcial que conmemora la muerte de una joven esclava. Jonson
omite por supuesto el detallismo romano, incluida la imagen de Eroción re­
trocediendo ante el enorme perro Cerbero, imagen patética y a la vez con un
aire alegre pues nadie tomaba al pie de la letra el tradicional mito del mun­
do inferior de los muertos. El autor reemplaza este vacío con temas extraídos
del cristianismo, en especial con temas referentes a la Virgen (en aquel mo­
mento Jonson era católico). El epigrama de Marcial concluye con la habitual
petición a la tierra para que esta no pese sobre los muertos; este aspecto está
muy bien reflejado en un poema que habla de un niño:

mollia non rigidus caespes tegat ossa nec illi,


terra, gravis fueris: non fuit illa tibi.

Asimismo el poema de Jonson gira alrededor de la pequeña tumba en la tie­


rra, no con tono amargo sino con una dulce tristeza, constituyéndose así en
una versión del topos al que aporta un elemento cristiano: el cuerpo de Mary
Jonson reposa en la tierra mientras que su alma ha subido al cielo. El pathos
del poema es consecuencia de la conformidad de Jonson ante la justicia di­
vina y de que reconoce que su «piedad» procede de una devolución de sus
deudas (otro topos de origen clásico). Recogió varios aspectos del poema de
Marcial (un padre y una madre, la edad de la chica muerta, su destino que le
espera en la vida futura, el ruego a la tierra) y adaptó el tono, pathos y la ele­
gancia de éstos a una obra nueva e inglesa.
En el epitafio que Jonson dedicó a su hijo Benjamin vemos reflejada una
pena mucho más profunda y una lucha de sentimientos (Epigramas, 45):

A mi primer hijo
Adiós, niño de mi mano derecha y mi alegría;
mi pecado fue esperar demasiado de ti, amado niño;
siete años me diste, y te pago,
por exigencia de tu destino, en el día exacto.
¡Si pudiera perder ahora todo padre! ¿Por qué
lamentaría el hombre el estado que podría envidiar?

* [On My First Daughter: Here lies to each her parents’ ruth / Mary, the daughter of their
youth; / Yet, all Heaven’s gifts being Heaven’s due, / It makes the father less to rue. / At six
months’ end she parted hence / With safety of her innocence; / Whose soul Heavens’s queen
(whose name she bears) / In comfort of her mother’s tears, / Hath placed amongst her virgin-
train; / Where, while that severed doth remain, / This grave partakes the fleshly birth, / Which
cover lightly, gentle earth.]
¿Haber escapado tan pronto a la furia del mundo y la carne,
y, si no a otras miserias, a la edad?
Descansa en suave paz, y, si te preguntan, di que aquí yace
Ben Jonson, su mejor poema.
Por cuyo bien, de ahora en adelante, todos sus deseos sean
que cuanto ame no le embelese demasiado.*

Este poema no se inspira en un modelo formal específico, pero en cuanto


a técnica guarda una estrecha relación con el epigrama latino (por ejemplo,
la sutil distinción de la célebre antítesis, «amar»/«querer», que aparece en
el último verso y que procede de Marcial, 6, 29, 8). Jonson también utili­
za algunos de los habituales tópicos de la consolatio latina: el derecho que
tienen los dioses a hacer volver a los suyos (el vocabulario imperativo con­
tribuye a crear una sensación de posesión paternal) y la idea de que la
muerte es una liberación de los sufrimientos de la vida. A imitación de
la poesía latina, el vocabulario es decorosamente sencillo, evita metáforas
«rebuscadas» (tal y como las califica Jonson en su Discoveries) y mantie­
ne las emociones bajo un estricto control formal. La fuerza del poema re­
side en el significado conferido a ciertos sentimientos poderosos aunque
contenidos. Para conseguirlo el autor se sirve a veces de un vocabulario
violento («pescar», «exigir», «furia») y de interrogantes y exclamaciones
como las del verso 5; todo esto complementado por los hipérbatos y su
posterior encabalgamiento que parecen sugerir la idea de que los consue­
los no consuelan. En este sentido se podría interpretar como una feroz iro­
nía la utilización del «exacto» del verso 4. La clásica referencia al tran­
seúnte se ha remodelado de forma que el chico se convierte en «el mejor
poema» (aquí juega con la etimología de poema a partir del término grie­
go poiein, que significa tanto «hacer» cómo «engendrar»). El amor fami­
liar se sitúa por encima de la poesía, por muy importante que esta sea, y
este elemento —al estar paradójicamente arraigado en un poema— es con­
movedor precisamente porque la propia obra arranca de una preocupación
fuerte y autoconsciente. El sentimentalismo es el principal defecto de la li­
teratura que trata temas relacionados con niños, pero Jonson lo evita, ins­
pirándose en la poesía latina y creando un poema delicado y a la vez duro,
amargo y resignado que coincide en todos los sentidos con un plantea­
miento clásico.
Un hermoso poema contemporáneo de D. J. Enright ofrece una compa­
ración instructiva al respecto:

* [On My First Sort: Farewell, thou child of my right hand and joy; / My sin was too
much hope of thee, loved boy. / Seven years thou wert lent to me, and I thee pay, / Exacted by
thy fate, on the just day. / O, could I lose all father now! For why / Will man lament the state
he should envy? / To have so soon 'scaped world’s and flesh’s rage, / And, if no other misery,
yet age? / Rest in soft peace, and, asked, say here doth lie / Ben Jonson, his best piece of poe­
try. / For whose sake, henceforth, all his vows be such / As what he loves may never like too
much.]
En la m uerte d e un niño
El dolor más grande se encontrará
dentro de .la caja más pequeña.
Tenemos que vivir con los monstruos. Por tanto
no se abucheará
a la humanidad porque un humano
nos expulsó de su corazón y de su casa. O no se romperá
con la vida porque un niño
ha muerto.
En efecto, tan pequeña como su destinatario
es la corona que llevamos:
las grandes palabras no sirven. Como cajas gigantescas
en tomo a pequeños cuerpos. Ocupando una habitación inapropiada,
donde tanto se marchita, y tanto florece.*
' (The Laughing Hyena and other Poems, 1953, p. 73)

Este poema no guarda ninguna relación directa con un original clásico, si bien
todos estos poemas tienen como característica común su breve edad y la elu­
sión de un sentimentalismo demasiado directo. El epitafio de Jonson no es por
ello menos personal (de hecho lo es más) pero sí más convencional; no creo
contradecirme si digo que en parte es esta la razón que hace que el poema
sea más delicado. El poema se hace eco de toda una tradición, esa secular
experiencia colectiva de respuesta al dolor, que controla y confiere autori­
dad a la voz íntima del poeta. Podríamos ir todavía más lejos: existe un sen­
tido —y esto lo hemos aprendido de T. S. Eliot— por el cual la consecución
de una forma tradicional es propiamente la emoción. En el epitafio el senti­
miento se expresa únicamente a través de la forma, como (creemos) sucede
en la mayor parte de los poemas de Tennyson. Cuando los especialistas ha­
blan de la tradición clásica, concentran referencias en la mitología y la his­
toria clásicas y hacen alusiones a la literatura clásica. Sin embargo, creemos
que la influencia clásica va más allá y que comprende formas de pensa­
miento y emotividad que han ido conformando «el espíritu europeo» y de­
finiendo la sensibilidad y las inquietudes de nuestra cultura, lo que concier­
ne directamente a las experiencias más importantes de nuestra vida.
Tanto la teoría como la práctica de la imitación no siempre están en ar­
monía con los parámetros actuales de la poesía. El «Epithalamion» de Ed­
mund Spenser (¿15527-1599), por ejemplo, es en cierto sentido completa­
mente convencional. De todos modos no podemos negar que el género es
bastante limitado ya que sus principales topoi fueron establecidos en la An­

* [On the Death o f a Child: The greatest griefs shall find themselves / inside the smallest
cage. / It’s only then that we can hope to tame / their rage, / The monsters we must live with.
For / it will not do / To hiss humanity because one human threw / Us out of heart and home. Or
part / At odds with life because one baby failed / to live. / Indeed, as little as its subject, is / the
wreath we give— / The big words fail to fit. Like giant boxes / Round small bodies. Taking up
improper room, / Where so much withering is, and so much bloom.]
tigüedad, en especial en Catulo, 61, ya que la poesía amorosa de Safo se
ha perdido. Spenser imita en ciertos momentos a Catulo, aunque de hecho
se inspire más directamente en los intermediarios franceses. Pero la principal
novedad (aparte de las expresiones oportunas) la constituye la ambientación
irlandesa, de tal forma que en una combinación sin sentido aparecen el pez
de Mulla y los duendes modernos junto a Himeneo, su «radiante tea», Juno
y Venus. Además el poema no contiene ninguna idea, ningún «notable pen­
samiento» como diría el pretendiente del Lycidas de Milton; el lenguaje no
es en absoluto ambiguo o paradójico, características por lo demás muy apre­
ciadas por algunos críticos actuales. (Los epitalamios de Donne cumplen me­
jor estos requisitos, aunque sus poemas no estén a la altura.) La obra «Epi-
thalamion» tiene un aire celebrativo que se mantiene milagrosamente a lo lar­
go de más de 400 versos en estrofas italianizantes y de una continua gracia
lírica. Realmente es una singular proeza, y en cuanto a extensión se podría
decir que es de los poemas más bellos en lengua inglesa. Desgraciadamente,
y quizá porque los críticos no tienen nada que objetar, no ocupa el lugar que
se merece en los tratados de literatura.
En el relato de Drayton acerca de sus primeros esbozos poéticos, apa­
rece —más adelante volveremos sobre ello— mencionado Mantuano (1447-
1516), un eminente poeta neolatino de Italia, o en palabras de Holofernes
el «viejo y bueno Mantuano». De hecho existe un extenso corpus de tales
obras, muchas de ellas no leídas hasta hoy, cuya influencia en los poetas de
lengua vernácula no ha sido todavía determinada. El galés John Owen
(c. 1563-1622), autor de epigramas neolatinos, era más conocido en toda
Europa que cualquiera de sus contemporáneos británicos. En la época pre­
cedente destacó como persona notabilísima del momento el humanista y
autor neolatino escocés George Buchanan (1506-1582), tutor de Jacobo I;
un contemporáneo francés lo describió como «sin duda el primer poeta de
nuestro tiempo», y el doctor Johnson dijo de él que era «el único hombre
genial que ha producido su país» y que ningún poeta anterior a Milton lo
había aventajado en conocimientos clásicos. El plan de estudios escolar in­
cluía escribir versos latinos. Mucha gente sabía que Milton, conocido por
su erudición y considerado generalmente como un pedante, escribía poe­
mas en latín, aunque bien es verdad que bastantes menos de los que escri­
bieron muchos poetas del Renacimiento como Campion, Donne, Herbert y
Marvell. Aubrey llegó a decir de Marvell (1621-1678) que «escribiendo
versos en latín nadie podía competir con él». Existe una versión latina, en
hexámetros, de «The Garden», y ningún especialista puede determinar cuál
de los dos poemas se escribió primero. Es interesante la idea de que la re­
finada lírica inglesa de Marvell fuese en realidad una traducción, aunque
muy creativa. En Hortus utiliza el estilo característico de la poesía neolati­
na (esencialmente una mezcla de Virgilio y Ovidio) mientras que en «The
Garden» se fusiona la economía y forma horacianas con la exaltación y el
ingenio ovidianos complementados con pinceladas «metafísicas» moder­
nas. El adulto Marvell pone en práctica todo lo que le habían enseñado de
pequeño en la escuela: escribir diferentes versiones del mismo original uti­
lizando estilos diversos, como un aspecto de la copia, y fluidez retórica; en
definitiva, el ideal erasmiano.
La influencia latina encontró en la traducción otra potencial vía de pene­
tración. La mayor parte de los-poetas ingleses del Renacimiento se aventura­
ron a traducir, ya que de hecho la mejor manera de entrar a fondo en las cua­
lidades de un poema de lengua extranjera es intentar reproducirlo en el propio
idioma. Cada traductor perseguía un objetivo diferente. Algunos tenían la in­
tención de acercar las obras latinas a sus contemporáneos menos cultos; otros
pretendían resaltar particularidades estilísticas; e incluso había algunos que
perseguían aquella quimera, el «espíritu» de la obra, para intentar reprodu­
cirlo en la fábrica de su imaginación. En la traducción que realizó Arthur
Golding de las Metamorfosis (1567) queda reflejada la primera intención;
esta obra tan animada y bulliciosa, aunque poco ovidiana por su falta de re­
finamiento estilístico, era muy apreciada por Shakespeare y Ezra Pound. En
la traducción de Jonson (Underwoods, 86) de Odas, 4, 1, descubrimos el se­
gundo objetivo; en éstas Horacio trata de renunciar al amor con la sola in­
tención de manifestar su pasión por el joven Ligurino:

Intermissa, Venus, diu


rursus bella moves? parce, precor, precor.
non sum qualis eram bonae
sub regno Cinarae, desine, dulcium

mater saeva Cupidinum,


circa lustra decem flectere mollibus
iam durum imperiis ...

Venus, again thou mov’st a war


Long intermitted: pray thee, pray thee, spare;
I am not such as in the reign
Of the good Cinara I was; refrain,
Sour mother of sweet loves, forbear
To bend a man, now at his fiftieth year,
Too stubborn for commands so slack ...

[Venus, una vez más despiertas guerras / largo tiempo dormidas: te lo ruego
repetidas veces, no lo hagas; / Ya no soy aquel que fui en el reinado / de Ci­
nara amable; absténte / madre amarga, / no sometas a un hombre en sus cin­
cuenta años, / demasiado tenaz delante de las órdenes y tan débil ...]

Jonson reproduce fielmente los contrastes de adjetivos de Horacio («amar­


go» / «dulce», «tenaz» / «flojo») al igual que algunos movimientos de frases
y algunos modismos del original («mov’st a war»). El resultado es un poco
rígido, extraño en inglés, aunque informa detalladamente al lector acerca del
original y tiene una extraña vida y fuerza propia. Aun así, la mayoría de tra­
ductores prefirieron mayor libertad para que el autor pudiese hablar con una
voz adecuada a su idioma y moderna. John Dryden (1631-1700), sin duda el
mejor traductor al inglés y uno de los más prolíficos, utilizó este método. Sus
mejores versiones latinas —por ejemplo, los pasajes selectos de Lucrecio o
los de Juvenal— están al mismo nivel y tal vez superan su propia poesía
«original». Su atrevimiento y jovialidad se manifiestan en la traducción en
verso pindárico de la estrofa del «hombre feliz» de las Odas, 3, 29, de Ho­
racio, que le valió muchos elogios:

Feliz aquel, y sólo aquel


que puede afirmar que el hoy le pertenece;
que, seguro en casa, puede decir:
mañana, haz lo que quieras, porque hoy he vivido.
Ser bello o espantoso, llueva o truene,
la alegría que he poseído a pesar del hado es mía.
Ni siquiera el cielo tiene poder sobre el pasado
porque lo que ha sido ha sido, y yo he tenido mi momento.*

Sin lugar a dudas podemos calificarla de excelente poesía inglesa, aunque no


es completamente horaciana, ya que es demasiado magnífica (si bien con un
tono un tanto jovial) incluso para una de las mejores odas de Horacio. El pro­
blema se halla, en parte, en el concepto más bien vulgar que Dryden se ha­
bía formado de Horacio («creo que el rasgo más destacable de su carácter es
su energía, su jovialidad y su buen humor»: Preface to Sylvae)·, pero quedé­
monos, con su método: ¿es posible cambiar las palabras de un poema y al
mismo tiempo mantener el sentido tal y como opina Dryden en su Preface to
Ovid’s Epistles? Pero en último término, más importante que la fidelidad es
que la traducción se convirtiera en constante fuente de vitalidad para la poe­
sía inglesa, de lo que resultaron algunas derivaciones; el conde de Surrey
(¿15177-1547), por ejemplo, buscando la métrica adecuada para recrear el
complejo juego de versos de la Eneida de Virgilio, inventó el verso suelto,
lo cual tuvo amplia repercusión en la versificación inglesa posterior.
El estudio de la tradición clásica debería ayudar a echar una doble luz, no
sólo sobre el imitador .sino también sobre el original. Debido a la escasez de
traducciones o imitaciones dignas dudamos si un autor en concreto sigue
poéticamente vivo o si sólo lo está para los especialistas (y tal vez ni para
ellos). Esta carencia ayudaría a explicar el porqué de la dificultad de com­
prender a Propercio, con su inquietante y enigmática mezcla de agudeza y
sentimiento, su experimentación y singularidad y refinamiento lingüísticos,
tal y como nos muestra la crítica sobre Propercio. Tomemos como ejemplo
el famoso verso del poema sobre la enfermedad de Cintia: «sunt apud infer­
nos tot milia formosarum» (2, 28, 49: «Ya hay en el infierno un gran núme-

* [Happy the man, and happy he alone / He who can call today his own; / He who, secu­
re within, can say / Tomorrow do thy worst, for I have lived today. / Be fair, or foul, or rain, or
shine, / The joys I have possessed in spite of fate are mine. / Not heaven itself upon the past has
power, / But what has been has been, and I have had my hour.]
ro de mujeres bellas»). Aquí se combina la lamentación (expresada en parte
por el lento movimiento de los espondeos de cinco pies) con el ingenio mor­
daz, mientras a un topos conocido se le da un cariz inusual. Algunos versos
de Thomas Campion (¿15677-1620) —autor de un delicado poema que re­
cuerda el 5 de Catulo— de una solemne belleza isabelina, están inspirados
en Propercío, aunque no encontremos muchas referencias claramente proper-
cianas:

Cuando debes acoger a las sombras de los infiernos,


y llega un nuevo y admirado huésped,
los bellos espíritus te rodean,
la blanca lo, la alegre Elena y los demás ...*

Ezra Pound, en cambio, refleja bastante bien la complejidad de tono, aun­


que su verso libre tenga poco en común con la formalidad métrica de las
elegías latinas; pero el autor va mucho más allá yuxtaponiendo palabras de
diferentes registros estilísticos:

Perséfone y Dis, Dis, tuvieron compasión de ella,


hay bastantes mujeres en los infiernos,
suficientes mujeres hermosas
Iop y Tiro y Pasifae, y las formales muchachas de Acaya,
y de la Tróade y de Campania,
la muerte le hincó el diente a un montón,
el Averno las desea,
la belleza no es eterna, ningún hombre es perennemente afortunado,
a paso lento o a paso ligero, la muerte no se demora más de una estación.**

El «Homage to Sextus Propertius» (concluido en 1917 y publicado a partir


de 1919) forma parte, a pesar de ser ligeramente perverso y ocasionalmente
bastante absurdo, de los momentos de gestación del modernismo poético in­
glés, contribuyendo a reavivar la figura de Propercio. (Lo mismo sucede con
Donne, que tiene algunas cualidades comunes con Propercio.) En palabras de
Eliot: «el “Homage”» es «una crítica a Propercio, pero una crítica que sub­
raya de forma muy interesante los rasgos de humor, ironía y burla de Pro­
percio; detalles que pasaron por alto Mackail y otros comentaristas. Creo que
Pound tiene mucha razón, y que Propercio era mucho más civilizado de lo
que creyeron sus comentaristas» (Introducción a los Selected Poems de
Pound, 1928). Estas son las razones por las que es importante, tanto para los

* [When thou must home to shades of underground, / And there arrived a new admired
guest, / The beauteous spirits do engirt thee round, / White lope, blithe Helen and the rest...]
** [Persephone and Dis, Dis, have mercy upon her, / There are enough women in hell, /
quite enough beautiful women / lope, and Tyro and Pasiphae, and the formal girls of Achaia, /
And out of Troad, and from the Campania / Death has its tooth in the lot, / Avemus lusts for
the lot of them, / Beauty is not eternal, no man has perennial fortune, / Slow foot, or swift foot,
death delays but for a season.]
especialistas en filología clásica como para los estudiantes de literatura mo­
derna, estudiar a los clásicos en el marco de evoluciones posteriores.
Es erróneo pensar que todo yacía bajo el dominio de los humanistas del
Renacimiento. Algunos puritanos se quejaban de la importancia que se daba
al paganismo y de las posibles influencias corruptoras de la literatura. En su
Defense o f Poetry (1595) Philip Sidney trató de responder a ello, pero los
escritores religiosos no cesaron de expresar su preocupación. Para otros la
imitación no hacía más que reprimir el talento original. Thomas Carew
(¿15957-1640) elogiaba en su «Elegía» a Donne, a su héroe, por haber re­
chazado la mitología de Ovidio, «el séquito afortunadamente exiliado / de
dioses y diosas» que habían llenado las ampulosas páginas de la poesía
de antaño, y por haber limpiado el jardín de las musas «con pedantes hier-
bajos cubierto»; (vv. 26 y ss.):
Las perezosas semillas
de imitación servil desechadas,
y plantadas las de fresca invención. Pagaste
las deudas de nuestra mezquina y arruinada época,
robos licenciosos, que convierten la furia poética
en fingida rabia ...
La trampa sutil
de furtivos intercambios, y la embaucadora hazaña
de palabras de doble filo, y todo lo que hemos tergiversado
en el griego y el latín
lo has redimido ...*

Hay un elemento paradójico respecto al elogio de Carew. Es posible que


Donne hubiese rechazado el decoro ovidiano de la época isabelina, pero creó
su propia expresividad modernizando las Sátiras de Horacio y los Amores de
Ovidio. En la elegía, Carew escribe de forma clásica y utiliza referencias clá­
sicas (incluyendo el topos según el cual Donne superaría a Orfeo). Estamos
todavía lejos del procedimiento de Wordsworth, cuyos ataques al «tráfico de
sutilezas clásicas» de Carew parecen anticiparse superficialmente (The Pre­
lude, 18056, 6, 129 y ss.):
el sobrevalorado
y arriesgado arte de adoptar expresiones
de lenguas que carecen de viva voz
y convertirlas en connaturales.**

* [The lazy seeds / Of servile imitation thrown away, / And fresh invention planted. Thou
didst pay / The debts of our penurious bankrupt age, / Licentious thefts, that make poetic rage /
A mimic fury ... ! The subtle cheat / Of sly exchanges, and the juggling feat / Of two-edged
words, or whatsoever wrong / By ours was done the Greek or Latin tongue / Thou hast redee­
med ...]
** [that overprized / And dangerous craft of picking phrases out / From languages that
want the living voice / To make of them a nature to the heart.]
Parece ser que con la crítica que el doctor Johnson realizó del Lycidas (la
elegía pastoril que Milton dedicó a Edward King) en su obra Lives o f the
Poets (1779) se produce un viraje decisivo en la sensibilidad literaria. Johnson
admiraba a los antiguos, pero aquí se hace eco de un malestar en relación a
las formas clásicas en la poesía del Renacimiento, que ahora no parecían con­
cordar con la «sinceridad»: «en este poema no hay naturaleza, porque no hay
verdad». La imaginería mitológica, «tal y como la podría proporcionar la
universidad», no concuerda, en opinión de Johnson, con la pasión. Tampoco
acepta la fusión de lo cristiano con lo pagano (muy habitual entre los poetas
a lo largo de más de mil años) ni el uso de metáforas en poemas. La forma
misma del género pastoril es «fácil, vulgar y por ello repugnante». Dicho de
otra forma, podríamos constatar la incapacidad por parte de Johnson para
aceptar ciertas convenciones poéticas o para percibir las emociones que és­
tas encierran. Por ello considera los versos escritos por Milton en Cambrid­
ge, dedicados a Lícidas/King carentes de ternura y de verdad. Y que, en
caso de ser poesía «alegórica», tendrían un significado incierto. Por el con­
trario, algunos lectores los encuentran casi insoportablemente conmovedo­
res por su oscuridad:

Juntos los dos, antes de aparecer los altos prados


bajo los párpados entreabiertos de la mañana,
al campo íbamos, y juntos oíamos
a qué hora el moscardón toca su insinuante cuerno,
festoneando nuestra grey con el rocío fresco de la noche,
a menudo hasta que el astro que surge resplandeciente en el crepúsculo
al confín del cielo declinado había en su ruta occidental.
Mientras tanto, mudas no permanecían las rurales cantinelas,
al son templadas de flautas de avena;
sátiros rudos bailaban, y faunos de hendida pezuña
del alegre son no por mucho tiempo se ausentaban,
y al viejo Dametas placía nuestro cantar.*

El tono se parece al de la égloga primera de Virgilio, en la que se considera


la frágil belleza del mundo pastoril como algo perdido, o al estilo de «The
Scholar Gypsy» (1853) y «Thyrsis» (1866) de Arnold, poemas impregnados
de todo tipo de nostalgia: de Oxford, de la juventud y las oportunidades per­
didas, del pasado, de la seguridad de nuestros padres, de quienes hemos sido
separados. Los últimos versos del pasaje de Milton tienen un carácter mar­
cadamente arcaico, intencionadamente rústico; la sintaxis es, en cambio, de
una sencilla solemnidad que se corresponde adecuadamente a la impresión

* [Together both, ere the high lawns a appeared / Under the opening eyelids of the mom, /
We drove afield, and both together heard / What time the grey-fly winds her sultry horn, / Bat­
tening our flocks w i± the fresh dews of night, / Oft till the star that rose at evening bright / To­
ward heaven’s descent had sloped his westering wheel. / Meanwhile the rural ditties were not
mute, / Tempered to the oaten flute; / Rough satyrs danced, and fauns with cloven heel / From
the glad sound would not be absent long, / And old Damoetas loved to hear our song.]
que causan las cosas pasadas y distantes. Tampoco podemos decir que el pa­
saje de Milton sea, en sentido estricto, «alegórico» (no deberíamos intentar
descifrar los detalles), pues se trata más bien de una metáfora pastoril sobre
las alegrías de juventud compartidas y consideradas ahora como un recuerdo
lejano. Tal vez bajo la crítica de Johnson se esconda la idea, defendida pos­
teriormente por muchos lectores, de que el Lycidas jugaba con el dolor y el
sufrimiento humanos, a causa del poco respeto que Milton demostraba por
los muertos. Esto vuelve a descubrir el abismo que nos separa del Renaci­
miento. A través de un proceso similar, los términos «retórico» y «artificial»
han adquirido una connotación bastante peyorativa.
Las tradiciones mueren. El problema está en encontrar otras que las sus­
tituyan. Los poetas del romanticismo y posromanticismo rechazaron los pre­
supuestos y las formas del clasicismo renacentista, pero no se libraron del
vacío que les creó tal pérdida. En los dos últimos siglos, los autores se vie­
nen quejando del agotamiento de la tradición, que hace cada vez más difícil
la comunicación poética. T. S. Eliot intentó recrear en sus poemas y ensayos
una cultura que pudiese ser compartida, mientras otros —Blake el que más,
Pound durante mucho tiempo— se refugiaban en un idiosincrásico y solip-
sístico universo de simbolismo personal. En su soneto «The world is too
much with us» Wordsworth, deplorando el distanciamiento del hombre res­
pecto a la naturaleza debido al excesivo materialismo, concluye con los si­
guientes versos:

¡Oh, Dios! Preferiría


ser un pagano criado en una fe caduca,
y así, desde este ameno prado yo podría
entrever cosas que me hicieran sentir menos desolado,
avistar a Proteo surgiendo de la mar,
u oír al viejo Tritón tocar su cuerno engalanado.*

Wordsworth apunta a lo que posteriormente Eliot llamaría la «disociación de


la sensibilidad», que al parecer nace con los tiempos modernos. En las dos
imágenes mitológicas (probablemente de Ovidio) se refleja todo aquello de
lo que ha sido alienado el hombre moderno. Aun así el mundo pagano seguía
estando vivo para los poetas del Renacimiento, que veían en él una fuente de
simbolismo emocionalmente inteligible. Los poetas posteriores tuvieron más
dificultades al crear sus propias tradiciones. En el Lycidas ya se anuncia este
problema. A mediados de siglo la elegía pastoril se consideraba anticuada y
por ello Milton recrea en su Lycidas, ab initio, el estilo pastoril, en el que
pone constantemente énfasis en el artificio de la estructura y el contenido,
con claras referencias al género pastoril clásico. Así, crea una actitud que le
permite abordar el tema de la lamentación al difunto, que para cualquier poe-

* [Great God! I’d rather be / A pagan suckled in a creed outworn; / So might I, standing
on this pleasant lea, / Have glimpses that would make me less forlorn, / Have sight o f Proteus
rising from the sea, / Or hear old Triton b!ow his wreathed hom.]
ta anterior era un tema dado. Sus sucesores —Shelley y Arnold— tuvieron
que hacer lo mismo. Es necesario adoptar una forma tradicional que procure
a los sentimientos del poeta los medios para percibir y posteriormente co­
municar la disciplina artística, mientras que evocar el nombre de los que mu­
rieron en tiempos pasados actúa, con fuerza en los poemas dedicados a los
muertos recientemente.

L a INFLUENCIA DE OVIDIO

Había llegado a ser habitual que la mitología grecorromana estuviese


omnipresente en la poesía inglesa. Durante el Renacimiento fue principal­
mente el legado de Ovidio y sus herederos y comentaristas. (Durante el siglo
XIX prevaleció la obsesión por todo lo que fuese de origen griego, lo cual no
sólo desplazó a Ovidio sino que lo reemplazó a veces por versiones mucho
menos logradas desde el punto de vista artístico.) Las Metamorfosis no eran
únicamente una valiosa colección de mitos, sino de historias, contadas con
tanto entusiasmo e inmediatez, con un ritmo narrativo tan adecuado al tema,
que algunos poetas, no sólo no tardaron en reaccionar, sino que las recrearon
con su propia imaginación. Este fue el caso de Shakespeare; en su obra
Cuento de invierno oímos a Perdita en la escena del banquete de los pasto­
res (4, 4, 112-125):

En cuanto a vos, mi más bello amigo, desearía tener algunas flores prima­
verales, como adecuadas a vuestra juventud. También quisiera tenerlas para
vosotros. Y para vosotras, que sobre vuestras ramas inmaculadas lleváis vues­
tras virginidades en capullo. ¡Oh, Proserpina! ¡Que no tenga a mi disposición
las flores que, en tu espanto, dejas caer del carro de Plutón! ¡Los narcisos, que
preceden a las intrépidas golondrinas, y cuya belleza cautiva a los vientos de
marzo! ¡Las violetas, oscuras, pero más deliciosas que las pupilas de Juno o el
aliento de Citerea! ¡Las pálidas prímulas, que mueren vírgenes antes de haber
podido contemplar el brillante sol en toda su fuerza, enfermedad frecuente en­
tre las vírgenes! ...*

Esta obra está marcada por el ritmo de muerte y renacimiento, y en ella des­
taca especialmente la historia de Proseipina, que se relaciona, según Ovidio
y su traductor Golding, con el ciclo de las estaciones del año. En este pasa­
je, de un clasicismo exuberante y poco pretencioso, aparece Dis (el nombre
latino de Plutón) con un carro, y la eufónica Citerea, a la que se le pueden

* [Now, my fairest friend, / I would I had some flowers o ’ the spring that might / Beco­
me your time of day; and yours, and yours, / That wear upon your virgin branches yet / Your
maidenheads growing; o Proserpina, / For the flowers now, that frighted thou let’st fall / From
Dis’s waggon! Daffodils, / That come before the swallow dares, and take / The winds of March
with beauty, violets dim / But sweeter than the lids of Juno’s eyes / Or Cytherea’s breath, pale
primroses / That die unmarried ere they can behold / Bright Phoebus in his strength (a malady /
Most incident to maids)...)]
atribuir nombres de flores inglesas comunes. El gesto de la Proserpina de
Ovidio cogiendo flores significa un paso hacia la pérdida de su virginidad y
en el pasaje de Shakespeare hay constantes alusiones a la sexualidad feme­
nina. Tomando por caso a Febo, este no sólo es el sol sino también una dei­
dad masculina que representa todo aquel placer que las doncellas con su
«enfermedad verde» jamás podrán llegar a sentir. El mundo de las flores
está entrelazado con el sentimiento humano y con un divino universo de
dioses, inmanente en la naturaleza; en este mundo, las violetas insinúan el
embriagador atractivo de las diosas clásicas y las prímulas evocan pensa­
mientos tristes (con pinceladas de gracia) sobre aquellos que no descubrie­
ron toda la fuerza del sol como pretendiente cósmico.
En estos versos, Milton (1608-1674) explica como Adán y Eva se sepa­
ran por primera y última vez antes de la Caída:

Y esto diciendo, retiró su mano


suavemente de la de su marido,
y ágil como una ninfa de los bosques,
una oreada o una dríada,
o incluida en el cortejo de Delia
se fue hacia la espesura, aventajando
en su porte y su aspecto de diosa
a Delia misma, aunque no iba armada
como ésta con su arco y su aljaba,
sino con los aperos del jardín
procedentes de un arte rudo, virgen
del fuego, o traídos por los ángeles.
Así adornada se parecía a Palas
o a Pomona, a ésta cuando huía
de Vetumno ...*
{Paraíso perdido, 9, 385-395)

Tal vez sea este pasaje el más conmovedor de todo el poema, como lo son
también las manos de la pareja que, previamente y en señal de matrimonio y
fidelidad, habían estado unidas, ahora separadas (que se ponga énfasis en el
tacto puede atribuirse a la ceguera del propio autor). La palabra «suave» os­
cila entre un adjetivo que se ha de entender con «mano» y un adverbio con
«retirar». Milton abandona este momento crítico a favor del encanto inhe­
rente a las referencias ovidianas. Milton, a diferencia de Shakespeare, no tie­
ne la misma actitud tranquila frente al paganismo puesto que no cesa de cali­
ficar constantemente sus comparaciones. Pero los especialistas, que sólo saben
ver en la persecución de Pomona por el enamorado Vetumno una advertencia

* [Thus saying, from her husband’s hand her hand / Soft she withdrew, and like a wood-
nymph light, / Oread or dryad or of Delia’s train, / Betook her to the groves, but Delia’s self /
In gait surpassed and goddess-like deport, / Though not as she with bow and quiver armed, / But
with such gardening tools as art yet rude, / Guiltless of fire, had formed, or angels brought. / To
Pales or Pomona thus adorned / Likeliest she seemed, Pomona when she fled / Vertumnus ...]
moral, son poco sensibles al romanticismo melancólico del verso o al aire de
dulzura que se respira en el mismo. Milton disfruta con el mundo de Ovidio
y lo traslada —en-la medida que le permite su honradez— a la órbita cris­
tiana; es por esto que Milton quedó hechizado por Ovidio. De todas maneras
podemos afirmar que sin la mitología de Ovidio la poesía inglesa no sería la
misma.
La influencia de Ovidio en la literatura inglesa es muy amplia, por lo cual
fijaremos cuatro áreas principales.

En primer lugar, los poemas que emulan claramente las Metamorfosis.


Es una obra idónea para ser revisada y para recrearse en ella ya que su es­
tructura es relativamente imprecisa y tanto el contenido como el tono y la in­
tención están poco definidos. Mientras que sólo hay un poema inglés que se
parezca en lo esencial a la Eneida, hay toda una serie de buenos imitadores
de las Metamorfosis, como por ejemplo Los cuentos de Canterbury, la Con­
fessio Amantis de Gower y The Faerie Queene. Entre los autores más re­
cientes cabe destacar el Poly-Olbion de Drayton, el Don Juan de Byron, The
Earthly Paradise de William Morris, los Cantos de Pound y La tierra baldía
de Eliot. La obra no dramática más importante de la época isabelina, el poe­
ma de Spenser —que antaño formaba parte del bagaje cultural de un inglés—
tiene un principio aparentemente épico. Spenser, a imitación de la introduc­
ción autobiográfica a la Eneida (que, supuestamente, Augusto mandó supri­
mir y que la mayoría de especialistas actuales consideran falsa) anuncia su
intención de la siguiente manera: «Por trompetas austeras cambiar mis semi­
llas de avena». Seguramente fue Virgilio, uno de los dos «poetas más anti­
guos de la historia» («Letter to Raleigh» de Spenser), una de las principales
fuentes de inspiración para el majestuoso tema de Spenser. Pero aquí Spen­
ser no utiliza la unificada estructura aristotélica de Homero y Virgilio, sino la
forma del romance o ficción novelesca. Aparecen historias aisladas con di­
gresiones y «entrelazamientos», como en Malory; esta forma se remite, se­
gún los teóricos, a Ovidio, y es posteriormente utilizada por los autores épi­
cos del romanticismo italiano, en particular Ariosto. Spenser recurre más a
Ovidio que a Virgilio para los detalles, pero ante todo recupera los dos gran­
des temas de Ovidio: el amor y la metamorfosis. En «Mutabilitie Cantos» ex­
plora el universo ovidiano de lo mutable, pero al final la naturaleza rechaza
la atrevida petición de dominio total formulada por la Señora Mutabilidad
oponiéndola al eterno reposo del «Dios llamado Sabbaoth». Spenser descri­
be en el libro 3, con una fuerza absolutamente superior a la de Ovidio, la gra­
dual desintegración psicológica de Malbecco (recuerda un poco las últimas
horas del Mayor Hound en Sword o f Honour de Evelyn Waugh), que culmi­
na cuando se transforma en Envidia. El libro 3 es el más ovidiano de todos,
ya que en él Spenser contrasta a su casta heroína Britomart con corrompidas
versiones de la sexualidad ovidiana en los castillos de Malecasta y de la he­
chicera Busirane, en su búsqueda de una forma sancionada de amor. Spenser,
al igual que sus predecesores medievales a los que tanto se parece, también
se sentía atraído por estas piezas alegóricas de Ovidio, incluso la Casa del
Sueño; Spenser imita esta última en un pasaje miméticamente soporífero y
lleno de sonidos agradables y dulces (Canto 1, 41):

Y además, arrullándolo en su dulce sueño,


el curso leve de un arroyo que se arrojaba de una alta roca,
y un lloviznar constante sobre el tejado,
con el murmullo del viento mezclados, como un susurro
de abejas en enjambre, en un sopor lo sumieron.
Ningún otro sonido, ni el molesto griterío de las gentes,
que suele perturbar el recinto de las villas,
se oía allí, donde reposa despreocupado el Sosiego,
envuelto en un silencio etemo, lejos de sus enemigos.*

Chaucer (¿13437-1400), a su vez, incluyó en su The Book of the Duchess


(153 ss.) una adaptación del cuento de Ceis y Alción de las Metamorfosis de
Ovidio. Es recomendable comparar los dos pasajes; donde el poeta medieval
explota a Ovidio como una mina de material, su sucesor renacentista realiza
una imitación estilística autoconsciente y una emulación del original. En gene­
ral, The Faerie Queene es quizá el intento más ambicioso, jamás llevado a cabo
por un poeta del Renacimiento, de construir un poema a partir de las Meta­
morfosis que presente la misma complejidad, una obra épica sobre el amor, el
cambio y la naturaleza, pero cuya dinámica es tan antiovidiana como propia­
mente ovidiana. Donde las Metamorfosis, a pesar de parecer una comedia, son
capaces de dejamos un regusto de amargura, como un amor condenado, mal
llevado y estéril, Spenser ofrece otra perspectiva: una visión de bondad y ce­
lebración, quizá la más sensible de nuestra literatura, un casto amor humano
consumado en la unión física del matrimonio. C. S. Lewis tenía mucha razón
cuando dijo que leer a Spenser es cultivar la salud de la mente.

En segundo lugar, un poema narrativo breve de tema mitológico, que


los especialistas modernos denominan epilión. Estuvo muy de moda en la dé­
cada de 1590, y el nivel es sorprendentemente alto, aunque podemos decir
que en lo referente a dos obras, Hero y Leandro de Marlowe (1564-1593) y
Venus y Adonis de Shakespeare, las ha leído todo el mundo menos los pro­
pios especialistas. El poema de Marlowe es, de todas las obras, el que está
mejor realizado: el autor se sirve de una historia extraída de una obra griega
tardía de Museo y de la doble epístola de las Heroidas de Ovidio (un inter­
cambio de cartas entre dos amantes) para intentar recrear el universo erótico
de las Metamorfosis. Sentimos curiosidad por la psicología humana, por las
paradojas y contradicciones del amor, y en este sentido las imitaciones del
* [And more, to lulle him in his slumber soft, / A trickling streame from high rocke tum­
bling downe / And euer-drizling raine upon the loft, / Mixt with a murmuring winde, much like
the sowne / Of swarming Bees, did cast him in a swowne; / No other noyse, nor peoples trou­
blous cryes, / As still are wont t’annoy the walled towne, / Might there be heard; but carelesse
Quiet lyes, / Wrapt in etemall silence farre from enemyes.]
ingenioso Ovidio tienen el mismo efecto que una etiología con un tono he-
roico-burlesco: «Desde los tiempos de Hero, la mitad del mundo ha estado a
oscuras» (1, 50). La descripción del templo en el que profesa Hero, «la mon­
ja de Venus», es una brillante écfrasis que pone, a la manera ovidiana, énfa­
sis en la artificialidad y la ilusión. Marlowe evoca con ello el universo mito­
lógico de Ovidio y resalta, en oposición a la tradición medieval del Ovide
moralisé, su intrínseca amoralidad (1, 143 y ss.):

Allí podrás ver a los dioses en diferentes atavíos,


perpetrando incestos, violaciones y embriagados en orgías.
Pues debes saber que bajo este suelo radiante
estuvo la estatua de Danae en una torre broncínea,
Júpiter escapándose sigilosamente de la cama de su hermana
para coquetear con el idálico Ganimedes,
o bramando profundamente por su amor a Europa
o en una nube recorriendo el arco iris
o Marte sanguinario, arrojando la red de h ie iT O
fraguada por Vulcano el cojo y sus cíclopes
para incendiar ciudades como Troya,
Silvano llorando por el joven encantador
que en ciprés se ha transformado
y bajo cuya sombra los dioses del bosque suelen descansar.*

Los versos sobre Ganimedes nos recuerdan que el mariposón Júpiter es cul­
pable tanto de incesto como de pederastía. El pasaje tiene todo el brillo, la
pomposidad y la iconoclasia asociados en el mejor de los casos a Marlowe,
aunque también demuestra una cierta ostentación y crueldad en su manera de
ver las cosas. Únicamente a través de los versos sobre Silvano (una vez más
el tema de la homosexualidad), consigue crear una melancolía delicada y ele­
giaca digna de Ovidio. Spenser, en cambio, al tener una moralidad mucho
más firme, es capaz de crear unas imágenes de sensualidad mucho más rica
y exuberante que demuestran a los escritores de epiliones lo que en realidad
son: unos estudiantes sumamente listos que intentan escandalizar a los ma­
yores respetables:

Volvióse entonces un mveo Cisne,


para atraer la hermosa Leda a su amoroso trato:
¡Oh arte prodigiosa, e ingenio dulce de aquel
que la hizo adormecer sobre narcisos,
y así sus primorosos miembros del calor ardiente guareció!

* [There might you see the gods in sundry shapes, / Committing heady riots, incests, ra­
pes. / For know that underneath this radiant floor / Was Danae’s statue in a brazen tower, / Jove
slyly stealing from his sister’s bed, / To dally with Idalian Ganymede, / Or for his love Europa
bellowing loud, / Or tumbling with the Rainbow in a cloud, / Blood-quaffing Mars, heaving the
iron net / Which limping Vulcan and his Cyclops set, / Love kindling fire, to bum such towns
as Troy, / Sylvanus weeping for the lovely boy / That now is turned into a cypress tree, / Un­
der whose shade the wood-gods iove to be.]
Y mientras, la altanera Ave, erizando su plumaje
y atusándose el hermoso pecho, la penetraba.
Ella dormía, pero sus ojos entreabiertos vieron
cómo él sobre ella se abalanzaba, y sonrió ante su gallardía.*
(Faerie Queene, 3, 11, 32)

Obsérvese la ambigüedad en tomo a si Leda está despierta y contenta, como


también la minimization del sueño, acompañado de un erotismo exuberante.
Shakespeare (1564-1616) es, sin embargo, menos atrevido y seguro, y
muy dado a la mera prolijidad verbal. Aun así, no cabe duda de que está muy
por encima de Marlowe. Shakespeare traslada el escenario clásico a Inglate­
rra, creando pequeños y brillantes cuadros —una liebre perseguida, una alon­
dra que remonta el vuelo, un caracol que se esconde en su concha— muy
apreciados por Coleridge y que nos brindan un universo mucho más rico que
el de Marlowe. Al igual que Marlowe, pero en mayor escala, Shakespeare
combina la diversidad —desde una media-farsa a una casi-tragedia— de las
Metamorfosis profundizando mucho más en las contradicciones de la sexua­
lidad; no es en vano que para muchos Venus evoque al Otelo:

pues muerto él se acaba con él la belleza,


y muerta la belleza, vuelve el negro caos.**

Además, el poema es casi un compendio de cuadros aislados y conceptos isa-


belinos que nos demuestra hasta qué punto este estilo constituía, en lo bue­
no y en lo malo, un legado de Ovidio.

En tercer lugar, está el amor heroico, que procede sobre todo de las dia­
tribas sobre las Heroidas, una colección de cartas en verso escritas por las
heroínas de la mitología a sus amantes o maridos ausentes; fue una obra muy
reconocida en una época en la que ni la retórica ostentosa ni la prolijidad es­
taban mal vistas. De hecho había muchos, entre ellos Dryden en 1680, que
veían en ella las más sagaces revelaciones de Ovidio en relación a la pasión
amorosa y la psicología femenina. Existía la posibilidad de modernizar el es­
tilo, y así lo hizo Drayton en su Englands Heroicall Epistles, un conjunto de
cartas de personajes famosos de la historia de Inglaterra. Sin embargo, la
obra más célebre es Eloísa y Abelardo de Alexander Pope (1688-1744), se­
gún el doctor Johnson «uno de los más felices productos de la inteligencia
humana», más accesible a aquellos que bebieron en Racine y no en Shakes-

* [Then was he tumd into a snowy Swan, / To win faire Leda to his louely trade: / O won­
drous skill, and sweet wit of the man, / That her in daffadillies sleeping made, / From scorching
heat her daintie limbes to shade: / Whiles the proud Bird ruffing his fethers wyde, / And brus­
hing his faire brest, did her inuade; / She slept, yet twixt her eyelids closely spyde, / How to­
wards her he rusht, and smiled at his pryde.]
** [For he being dead, with him is Beauty slain, / And, Beauty dead, black Chaos comes
again.]
peare. Es una curiosa amalgama de temas: el pathos ovidiano y una suprema
retórica, un escenario de bosquecillos y ermitas, exageradamente «gótico», el
rapto sagrado utilizado casi exclusivamente como objeto estético y el tema
de la sexualidad femenina abordado de una forma violenta. Al margen de al­
gunos pasajes en que se expone brillantemente el proceso en que la mente
reordena y disuelve las formas rígidas de la realidad, el poema se convierte
en una curiosa combinación de cortesía y mal gusto; aun teniendo una cier­
ta fuerza, podríamos decir de él que —junto a ciertos fragmentos del propio
Ovidio— es un ejercicio en el más pleno estilo kitsch. Sirva de comparación
el poema «Epistle of Rosamond» de Drayton, bastante mejor en algunos as­
pectos aunque no tan sensacional.
La refinada técnica poética He los pareados cerrados y sus equilibrios, an­
títesis y acentuación procede, en última instancia,. de Ovidio; en Eloísa,
como también en Ovidio, parece en general satisfecha de sí misma más que
mimética o funcional. Y en este punto Pope supera en complejidad y fuerza
imaginativa a Ovidio. Por ejemplo, en esta descripción de The Rape o f the
Lock de los peines que están sobre el tocador de Belinda (Canto 1, 135-136):

He aquí unidos a la tortuga y el elefante,


transformados en peines, el moteado y el blanco*

Las metonimias (tortuga = concha, elefante = marfil) indican momentánea­


mente una extraña unión física antes de que la amenaza se desvíe a través
de una metamorfosis mágica, a la manera ovidiana, hacia el hechizo produ­
cido por las texturas del peine. Aquí la formalidad y el equilibrio del verso
están encuadrados en una exuberante sensibilidad «romántica» con la que en
cierta medida están reñidas. En algunas ocasiones, Pope encuentra contex­
tos en los que la forma coincide con el contenido. En algunos versos osci­
lantes y llenos de múltiples antítesis, refleja el refinado egoísmo y la auto-
satisfacción de Addison:

Condena con escuálidos halagos, con cortés ironía asiente,


y, sin desdén, enseña a los demás a desdeñar,
deseoso de herir, mas temiendo golpear,
insinúa un defecto y titubea al criticar ...**
(Epistle lo Arbuthnot, 201-204)

Pope alcanza su madurez como poeta cuando, para moralizar su canto, com­
bina la técnica poética de Ovidio con la «sabiduría» horaciana.

* [The tortoise here and elephant unite, / Transformed to combs, the speckled and the
white.]
** [Damn with faint praise, assent with civil leer, / And, without sneering, teach the
rest to sneer, / Willing to wound, and yet afraid to strike, / Just hint a fault and hesitate dis­
like ...]
En cuarto y último lugar, tenemos toda la pléyade de primeros poemas
eróticos. El halo de perversidad que siempre los ha envuelto parece haber
atraído a los escritores más sagaces y sofisticados. En el año 1599 la Iglesia
mandó quemar una edición —de relevancia histórica— de la traducción que
Marlowe realizó en pareados heroicos de los Amores. Otro autor, el joven
John Donne (1572-1631), llegó a modernizar el género en sus Elegías, en las
que resalta la sordidez y el libertinaje, rechazando el lenguaje elegante de
Ovidio y sustituyéndolo por otro más coloquial, probablemente extraído del
mundo del teatro. En Songs and Sonnets hay un poema famoso que recrea un
tema ovidiano. En «The Sun Rising» hay reminiscencias de Ovidio dirigién­
dose a la Aurora (Amores, 1, 13), y que precede a toda una pléyade de alba-
das en la literatura inglesa que arranca con Chaucer. Aun así (y parafrasean­
do a Donne) la «fuerza de persuasión masculina» nos aleja del original:

Viejo tonto atareado, revoltoso Sol,


¿por qué
nos visitas así a través de ventanas y cortinas? ...*

Se suele preferir el poema de Donne por su supuesta mayor pasión y fuerza


intelectual, y de hecho expresa un exquisito «égoisme à deux»:

Ella es todos los estados y yo todos los principes,


nada más,**

Aun así, el precio es muy alto. Donne permanece indiferente, como siem­
pre, a las bellezas que le rodean, mientras que Ovidio describe bellamente
la brisa matinal y el canto de los pájaros acompañando a los amantes en la
cama. Donne desprecia con arrogancia las inquietudes del resto del mundo,
mientras que Ovidio evoca, aparte de la de los amantes, otras formas de
vida. Pero no por ello se deberá anteponer el ingenio positivo de Donne al
atrevimiento de Ovidio, incluso cuando finalmente, Donne, con una alegre
despreocupación, se retracte de su prohibición y ordene al Sol que entre en
su habitación, el tono sigue siendo petulante. En tiempos de la Restaura­
ción, los «ingenios de la corte» llevaron más lejos en su plasmación la ne­
quitia de Ovidio. Tanto el poema acerca del aborto de Corma (en la litera­
tura amorosa vemos raramente a una mujer encinta) como el relato acerca
de un pasajero ataque de impotencia (Amores, 2, 13 y 3, 7) son una mues­
tra del afán de Ovidio por transgredir todas las expectativas. Estos poemas
inspiraron todo un género menor de poemas que trataban del fracaso sexual
de los que se pueden destacar, a modo de ejemplo, algunos poemas atri­
buidos a Rochester (1647-1680) y de Aphra Behn (1640-1689) desde la
perspectiva protofeminista. Durante el siglo xvn hubo muchas imitaciones

* [Busy old fool, unruly Sun / Why dost thou thus, / Through windows and through cur­
tains call on us?]
** [She is all states and all princes I, / Nothing else is.]
—desde un erotismo exuberante hasta la pornografía— de la delicada na­
rración de Ovidio acerca del encuentro amoroso con Corína (Amores, 1, 5).
Las dos obras más conocidas al respecto son la «To his Mistress Going to
Bed» de Donne y «A Rapture» de Carew; esta última fue duramente criti­
cada en el Parlamento por su inmoralidad.

La i n f l u e n c ia d e H o r a c io

Una gran mayoría, entre ellos J. A. K. Thomson, consideran al siglo xvm


como el «siglo por excelencia de la literatura horaciana». Esto significa presu­
poner unos claros paralelismos entre la Roma augusta y la Inglaterra del xvm,
similitudes basadas en los temas urbanos y en el refinamiento que hallaban su
expresión en Horacio, el héroe de la cultura natural para los herederos de Ad­
dison. Sin embargo, y para contrarrestar esta afirmación no deberíamos olvi­
dar que uno de los amigos de Augusto fue acusado por haber alimentado sus
lampreas con esclavos, y que no se puede pretender reducir a Horacio simple­
mente a poeta cantor del sentido común y del «aurea mediocritas». Pues es al
mismo tiempo el poeta que menosprecia el envejecimiento de la pasión
(Odas, 1, 25 y 4, 13), el que recomienda el acto sexual con libertas y escla­
vas (Sátiras 1, 2) y el que compara su inspiración poética con las vivencias de
una bacante solitaria sorprendida de noche en un paisaje nevado, una imagen
obsesiva y visionaria (Odas, 3, 25, 8 y ss.). Aun así, no cabe duda de que Ho­
racio fue el poeta predilecto del siglo, y algunos pasajes de su obra cuidadosa­
mente elegidos se citaban con frecuencia, por ejemplo, en las páginas del Tal­
ler y del Spectator. Pero fue en los poetas de principios del siglo xvn en los
que el Horacio lírico ejerció mayor influencia. Verdaderamente, no se pueden
negar ciertos rasgos horacianos en Matthew Prior (1664-1721), aunque embe­
llecidos y de escaso interés; otro tanto sucede con la «Ode to Evening» de Wi­
lliam Collins (1721-1759), en la que se echan a faltar la agudeza, la austeridad
y la complejidad en el desarrollo horaciano. Los poetas del neoclasicismo es­
taban mucho más familiarizados con las epístolas horacianas, de estilo más dis­
tendido que el de las Odas, a pesar del entusiasmo que estas habían desperta­
do entre lectores y traductores. Antes de 1600 se pensaba en Horacio como en
el poeta de las Sátiras y las Epístolas: por ejemplo, para Thomas Wyatt
(c. 1503-1542), quien ilustra a la perfección la práctica poética anterior al alto
clasicismo. Debido a su formación humanista conocía bien a algunos autores
latinos y tradujo algunos pasajes del Séneca preferido en el Renacimiento: la
segunda oda del Thiestes, que expresa el deseo de hallar sosiego lejos de la pe­
ligrosa inestabilidad que conlleva el poder: «Que permanezca el que lo desee
encima de la resbaladiza cumbre». (Un traductor posterior es Marvell.) En ge­
neral, no hay en Wyatt ninguna imitación o alusión clara a la poesía latina. Ni
siquiera en el relato del ratón de campo y de ciudad, perteneciente a una de sus
sátiras, se descubren obvias referencias a Horacio, pues se inspiraba más en los
autores italianos que en los poetas de la Antigüedad. Al igual que en sus pre-
decesores medievales, no hay en la obra de Wyatt una afinidad evidente con
las Odas. Fue Ben Jonson quien introdujo en la literatura inglesa la obra de
Horacio en todos sus aspectos, incluyendo las Odas, y quien modeló, a partir
de Horacio, su propia personalidad como poeta, lo que le valió el título del
«Horacio inglés».
Hoy en día la gran mayoría de humanistas anteponen a las consideracio­
nes más amplias el análisis minucioso de cada poema y hasta hay algunas
voces prestigiosas, desde los seguidores del New criticism a los posestructu-
ralistas, que nos previenen de la falacia que supone la crítica biográfica; son
éstos quienes abogan por la negación del autor y la total autonomía del tex­
to. Estas opiniones pueden distraer nuestra atención de reconocer que uno de
los principales legados de Horacio, que hace que toda su obra sea algo más
que una simple suma de las partes, es la creación de un conjunto de poemas
unidos por una personalidad, aunque huidiza, y un programa poético, aunque
flexible. Más aun, es el intento —jamás llevado a cabo por ningún autor
europeo hasta Petrarca— de crear de forma continuada y autoconsciente, un
yo o varios yo en su obra. J. W. Mackail, autor del capítulo de literatura del
primer Legado de Roma, entendió esto mejor que muchos estudiosos con­
temporáneos:

Empezó su tarea [de conquistar ei mundo] siendo inmaduro, tímido con


una marcada tendencia a la ordinariez y vulgaridad; cuando la finalizó se ha­
bía convertido a sí mismo en un hombre de mundo, en un caballero, en el Ho­
racio modelo para sus compatriotas y para la posteridad ... Existe, entre el pró­
logo a las Odas, con un aire de incerteza y de humildad inquieta, y el célebre
Epílogo, un universo de conquista personal y de autorrealización (Classical
Studies, 1925, p. 157).

Según la crítica marxista, este comentario de Mackail ilustraría cómo la crí­


tica literaria tradicional constituye otra forma de lucha de clases, pues de he­
cho Horacio ha sido utilizado por aquellos que buscaban justificar sus opi­
niones particulares acerca de lo que debía ser un caballero. En su «Allusion
to Horace», Rochester, por ejemplo, critica con cierto esnobismo a Dryden
por su incapacidad de mantener, con aplomo aristocrático, la actitud del cul­
to y libertino caballero, del «educado obsceno». Aun así, y a pesar de las
connotaciones de época, sigue siendo válida la idea de Mackail; seguramen­
te hubiese sido compartida en el siglo xvii por los admiradores del poeta
latino; para ellos Horacio constituía el poeta modélico de la revelación per­
sonal.
El Horacio de Jonson era, al igual que el de Erasmo, un escritor serio que
trataba temas éticos:

Así era Horacio, un autor muy cortés y — en la medida de lo posible en un


pagano— el mejor maestro de la virtud y la sensatez; un excelente y verdade­
ro juez de causas y razones, y no porque así pensase sino porque así se lo en­
señaron la experiencia y la costumbre (Discoveries, 3.204).
Esta idea podría haber hecho que Jonson pasara por alto la ironía, pero tuvo
sin embargo en cuenta el humor del poeta, que imitó en poemas como «My
Picture Left in Scotland» (Underwoods, 9). En éste bromea sobre su «vien­
tre montañoso», y en «An Epistle Mendicant» (Underwoods, 71) habla de su
mala salud en un tono de alegre-despreocupación. Su imagen de Horacio es,
en general, la más convincente de todas, desde el alegre celebrante del vino,
de las mujeres y del canto, tal y como se le recrea a veces durante la Res­
tauración, hasta el hábil manipulador de tópicos según algunos estudiosos del
siglo xx. Entre los horacianos modernos ha sido Colin Macleod el máximo
responsable del rescate de esta última imagen. El conocimiento acerca de la
Antigüedad aumenta, pero esto no significa necesariamente una mejor com­
prensión de ésta; por ello a veces resulta preferible leer a Horacio a través de
Jonson —como por ejemplo su poema «Inviting a Friend to Supper» (Epi­
gramas, 101)— que a. través de muchos nombres consagrados de los últimos
dos siglos. (De hecho podríamos ir todavía más lejos: el historicismo, la me­
todología predominante en los estudios clásicos modernos, que, al romper el
vínculo que unía el pasado con el presente, ha sido uno de los principales
factores de la disminución de la importancia de la filología clásica en el mar­
co general de la cultura europea.) Gracias a sus conocimientos de Horacio y
otros autores latinos, Jonson consiguió anteponer al excesivo adorno verbal
—de hecho tema poco interés en la obra de Ovidio— y a la metáfora rebus­
cada de tipo shakespeariano, la concisión, el rigor y la moderación. En aquel
momento la poesía inglesa necesitaba una inyección de disciplina como la
que aportaba Jonson; el resultado queda reflejado en su poema «To Pens-
hurst» (The Forest, 2). En este poema, inspirado en algunos epigramas de
Marcial y de Horacio, se compara Penshurst, residencia de la familia Sidney
en Kent, con las lujosas casas-escaparate de los ricos de su tiempo. La tradi­
ción del «hombre feliz» en elogio de la vida del campo, que deriva de Epo­
dos, 2 (aun dejando de lado la ironía implícita al final del poema) arremete
contra la extravagancia, contra la poesía del retiro en el campo. En Penshurst
convergen, al igual que en la finca sabina de Horacio, unos preceptos mora­
les muy concretos, por lo cual se convierte en el paradigma de la hospitali­
dad, de la amistad y del modus vivendi decente, que da significado a su atrac­
tivo exterior. La presencia de las deidades clásicas aporta una pincelada de
elegancia al paisaje rural inglés, convirtiendo el entorno familiar en lugar sa­
grado («la ancha haya» revela una similitud con la patula fagus de la égloga
primera de Virgilio) (vv. 9-12):

Tienes tus paseos para la salud así como para el deporte,


tu Montaña, a la que acuden las dríadas,
donde Pan y Baco han celebrado sus grandes fiestas,
bajo la ancha haya y a la sombra del castaño.*

* [Thou hast thy walks for health as well as sport, / Thy Mount, to which the dryads do
resort, / Where Pan and Bacchus their high feasts have made, / Beneath the broad beech and the
chestnut shade.]
El estilo es sobrio aunque no monótono (vv. 43-44);

El ruborizado albaricoque y el aterciopelado melocotón,


que cualquier niño puede alcanzar, cuelgan de tus muros.*

Los adjetivos, poco emocionantes aunque bien seleccionados, añaden a unos


versos, caracterizados por un equilibrio y elegancia clásicos, una oportuna
pincelada de sensualidad, tacto y de comedia ligera. El poema «To Pens-
hurst» está, en cuanto a estilo, más cerca de la epístola que de la oda; aun así
hay otros poemas, en los que utiliza de forma evidente varias configuracio­
nes líricas, que exhiben las mismas virtudes, como por ejemplo en la oda
«Where dost thou careless lie» (Underwoods, 23).
La admiración que Jonson sentía por Horacio iba a tener gran importan­
cia para la poesía inglesa posterior. La excesiva concentración en la denomi­
nada «tendencia metafísica» y simultáneamente la excesiva estima de Donne
y el consiguiente descuido de la obra no dramática de Jonson produjeron una
grave distorsión de la historia literaria. (En él New Oxford Book o f English
Verse de Helen Gardner no se menciona el poema «To Penshurst», y a Jon­
son se le conoce generalmente a través de una selección de obras líricas atrac­
tivas aunque poco relevantes.) Jonson, al igual que Donne, no compartía
ciertos aspectos de la poesía isabelina, aunque la obra del primero fue mu­
cho más influyente; de hecho, se puede decir que marcó las pautas de la poe­
sía hasta la muerte de Pope y trascendió la que, con razón, se llamó «fase
neoclásica de nuestra literatura». Una de las consecuencias fue la aparición
de un nuevo tipo de poema lírico, con un estilo que tenía poco en común con
una canción, de estructura sofisticada y personal, en el sentido de que conte­
ma una única sensibilidad poética.
«An Horatian Ode upon Cromwell’s Return from Ireland» (1650), de
Marvell, es la mejor obra de esta nueva lírica y tal vez el poema político más
refinado que se haya escrito en lengua inglesa —en cuyas estrofas se evocan
los versos alcaicos de Horacio. Algunos críticos consideraron que la influen­
cia clásica producía efectos constrictivos y paralizadores; pero en los poetas
del Renacimiento produjo todo lo contrario, pues a través de ella hallaron su
propia expresión e investigaron nuevas posibilidades para la poesía. Pero, al
contrario de lo que sucedía con muchos panegíricos del Renacimiento en los
que los elogios eran aburridos y poco variados, Marvell intentó, con Horacio
como modelo, desarrollar una estrategia retórica para elogiar a Cromwell de
manera aparentemente más autoritaria e imparcial. Su modelo principal fue
la Oda a Cleopatra (1, 37) de Horacio, que se inicia con injurias proferidas
contra ella y finaliza reconociendo la grandeza de la reina derrotada. Esto no
significa que Cleopatra, por así decirlo, «robe» accidentalmente el poema (tal
y como dijo un estudioso), pues en él se han invertido cuidadosamente los

* [The blushing apricot and woolly peach / Hang on thy walls, that every child may
reach.]
acontecimientos: previamente a Accio la reina aparece borracha, rodeada de
hombres afeminados, despreocupada en su euforia; posteriormente vuelve a
estar sobria y adopta una actitud masculina contemplando estoicamente la
destrucción de sus esperanzas y de su palacio. Marvell, siguiendo el modelo
horaciano, introduce en su poema un magnífico cuadro del noble porte de
Carlos I en el patíbulo, teñido tal vez con una pincelada de ironía acerca del
delicado comportamiento y de la dócil cualidad «femenina» del rey, pero sin
excesivo pathos para dar verosimilitud donde es preciso (vv. 57-64):

Él nada común hizo o pensó


acerca de esta memorable escena;
pero con su aguda mirada
juzgó el filo del hacha;
tampoco llamó a los Dioses con lengua vulgar
para reivindicar su desvalido derecho,
sino que inclinó su hermosa cabeza
como sobre una cama. *

El ingenioso juego de palabras derivado del latín (en latín acies tiene dos
significados: filo de un arma y mirada) contribuye a crear distanciamiento
analítico admirablemente: así pues, no es Milton el único en lucir sus cultos
latinismos. Cromwell, por el contrario, representa a su vez una fuerza natu­
ral; es rápido como un rayo (imagen extraída de la Farsalia de Lucano), su
despiadada astucia en un universo hobbesiano es maquiavélica, su devoción
por el interés público es absoluta (para expresar todo esto Marvell recurre a
las imágenes de caza de Horacio adaptándolas a su estilo más analítico).
Marvell, al igual que Horacio, que compara Roma con Egipto, Octavio con
Cleopatra, el ámbito público con el privado como punto de inflexión en la
historia, encaja una lucha ideológica en un momento decisivo de cambio tra­
zando paralelismos entre la Revolución inglesa y la transición de la Repú­
blica al Imperio. A través de la adopción de este colorido romano Marvell
evita la cuestión religiosa, procedimiento que le permite llegar a conclusio­
nes menos comprometedoras: no es Dios, sino el destino, el que rige. Tam­
bién aplica estrictamente este decoro clásico al pasaje apocalíptico acerca de
la espera ante la instauración de Cromwell como conquistador del mundo.
(Esta elección de Horacio como modelo podría haber estado estimulada por
razones ideológicas. Para los monárquicos, Horacio representaba al poeta
retraído, políticamente discreto; para Marvell representaría el instigador de
la acción política radical.) En este poema se encuentran a faltar la fuerza, el
color y el entusiasmo característicos de una de las últimas odas políticas de
Horacio, pero se compensa con una mayor inteligencia. Y con todo, sin Ho­
racio no se habría escrito nunca.

* [He nothing common did or mean / Upon that memorable scene; / But with his keener
eye / The axe’s edge did try; / Nor called the Gods with vulgar spight / To vindicate his helpless
right, / But bowed his comely head / Down as upon a bed.]
Jonson transmitió su concepción humanística de Horacio a sus «hijos li­
terarios», entre los que destaca Robert Herrick (1591-1674), autor muy apre­
ciado a principios de ese siglo antes de que apareciese Donne, aunque hoy
día se le subestime. Su poesía, también de inspiración clásica, es general­
mente más elegante, más tímida y autorreflexiva que la de sus «padres». He­
rrick se muestra especialmente preocupado con el tema de la fugacidad, com­
pletamente ignorado por el robusto Jonson, quien, en uno de sus mejores
poemas, se sirve con intención del carpe diern («Corinna’s going a Maying»,
vv. 69-70):

Entonces, mientras haya tiempo, y aunque nosotros nos estemos pudriendo,


ven, Corinna mía, vayamos a la fiesta de mayo.*

También se recrea en las escalas pequeñas, como en «A Thanksgiving for his


House» (17-26):

Al igual que mi salón, mí vestíbulo


y mi cocina son pequeños;
una pequeña despensa y, dentro,
un pequeño cajón;
que guarda mi pequeña barra de pan
entera, intacta;
algunas frágiles ramas de espino o brezo
me dan fuego;
muy cerca de sus brasas me siento
y como ellas resplandezco.**

Herrick, resplandeciendo igual que su fuego, disfruta como un (falsamente


ingenuo) niño con sus posesiones confortables y seguras; es un Bilbo Bag-
gins del siglo xvn. En cuanto a la actitud, podríamos decir que es típicamente
horaciana. En Odas, 4, 2, Horacio describe, con exquisito detalle, el ternero
que está a punto de sacrificar comparándolo a las grandes hecatombes de Ju­
lio Antonio; asimismo recomienda a Antonio que escriba poemas a la mane­
ra de Píndaro, mientras él mismo imita el quehacer de la abeja de un modo
forzado. Horacio se inclina, tanto en su obra como en su vida, hacia la sim­
plicidad, pero resulta gracioso que lo haga justamente en un poema que em­
pieza imitando el gran gesto de Píndaro, cuya finalidad y complejidad son
propiamente pindáricas. Estas sofisticaciones superan lo escrito por Herrick
o por cualquiera de los horacianos ingleses a excepción de Marvell y del as­
tuto Pope, quienes, en las famosas palabras de la Vida de Johnson, «difícil­
mente podían tomar el té sin una estratagema».

* [Then while times serves, and we are but decaying, / Come, my Corinna, come lets go
a Maying.]
** [Like as my parlour, so my hall / And kitchen’s small; / A little butttery, and therein /
A little bin; / Which keeps muy little loaf of bread / Unchipped, unflead; / Some brittle sticks
of thom or briar / Make me a fire, / Close by whose living coals I sit, / And glow like it.]
Horacio es una presencia constante en los escritos de Pope, aunque es
generalmente el Horacio de los poemas en hexámetros y no el de las Odas.
Hacia la treintena, Pope ya había conseguido perfilar la actitud burlona,
amistosa, de Horacio como también su ironía evasiva y sus difíciles cam­
bios de tono y timbre. Los versos que cierran el poema The Rape o f the
Lock se inspiran en dos poemas de Catulo, el poema «La cabellera de Be­
renice» y el primer poema de la serie dedicada a Lesbia. A pesar de ello
Pope consigue un efecto a la manera horaciana, ya que simultáneamente
critica y disfruta del ensimismamiento de Belinda, se burla y aun así cree
en su propia poesía como en una fuerza transformadora; a través de sus hi­
pérboles irónicas transmite la triste sensación de la fugacidad de la belleza
(canto 5, 145-150):

Porque, después, de-todos los asesinatos de tus ojos,


cuando, tras millones de muertos, tú misma mueras,
cuando esos hermosos soles se pongan, como tienen que ponerse,
y todas esas trenzas yazcan- en el polvo,
la Musa consagrará la fama de este bucle,
y entre las estrellas escribirá el nombre de Belinda.*

Pope, en general mucho más rencoroso que Horacio, se muestra, en su tra­


to con las mujeres, mucho más relajado y felino. La «Epistle to a Lady»
{Moral Essays, 2) ejemplifica el modelo epistolar de Pope, en el que se
muestra más flexible: a partir de un modelo de conversación educada, y
evitando expresiones obsoletas y arcaísmos, combina, mediante modula­
ciones de tono, lo satírico y lo halagador, lo solemne y lo alegre, lo alto y
lo bajo, imitando lo que él denomina «la elegante negligencia» de Horacio
(Essay on Criticism, 653). Tanto el consejo final que da a Martha Blount
(de la que Pope estaba verdaderamente enamorado) como el elogio que de
ella hace como buena mujer, son unos pasajes conmovedores a pesar de, o
debido a, las bromas y alegres insinuaciones que hace a continuación (249-
262):

¡Ah, amiga! Deja a los vanos propósitos el deslumbrar;


¡Que la mente elevar y el corazón conmover tu labor sea!
Su encanto aumentará, mientras lo que al Vulgo aburre
se pavonea y cae en general olvido.
Del mismo modo cuando el resplandor del sol la vista ha fatigado,
suave asciende la sobria luz lunar,
serena en virgen majestad brillando,
y el orbe llameante se hunde desapercibido.
¡Oh! Bendita es con genio, cuya inmaculada luz
puede hacer el mañana alegre como el hoy,

* [For, after all the murders of your eye, / When, after millions slain, yourself shall die, /
When those fair suns shall set, as set them must, / And all those tresses shall be laid in dust, /
This lock the Muse shall consecrate to fame, / And midst the stars inscribe Belinda’s name.]
la que sabe adorar e! encanto de la hermana, o prestar
a los suspiros de una hija un oído sin agraviar,
la que jamás replica hasta calmarse el esposo,
o que, pese a ser ella quien lo domina, nunca así se lo hace ver ...*

Los primeros versos reflejan un cierto path os y cansancio, efecto de la im­


presión causada al descubrir la fugacidad de una belleza elegante; sin em ­
bargo, Pope pretiere la sobriedad, tal y com o lo expresa a continuación en la
comparación del Sol con la Luna. Aun siendo una metáfora bastante común
no deja de ser sugestiva, pues pocas veces encontramos en Pope una expre­
sividad tan fervorosa. Estos m omentos, de máxima emotividad, en los que el
poeta — ai igual que Horacio— despojado de su principal atributo, la ironía,
permanece vulnerable y desprotegido, es im posible que los supiesen repro­
ducir otros escritores más directos.
La influencia de Horacio siguió presente a lo largo del siglo — gratamente
querida por el doctor Johnson, que tradujo varias odas, entre ellas la 4, 7— para
algunos neoclásicos. (Por contra, la estrella de Ovidio prevaleció por varias ra­
zones, hasta finales del siglo xvm y durante el xix.) En las Oclas de Keats, de­
masiado recargadas y ricas, no se puede hablar de influencia horaciana. Pero
Horacio, con su predilección por el campo y su talento para la amistad, fue el
«gran favorito» de Wordsworth (1770-1850). Así, en Liberty, vv. 100-105:

A mí, dadme la más humilde nota de esas tonadas tristes


surgida con el toque de sus cadenas de oro,
al caer por azar un rayo de sol de su memoria
sobre la hacienda sabina que tanto amaba,
o cuando el balbuceo de la fuente Bandusia
le venía al oído, y él sólo escuchaba ...**

¿Absurda metamorfosis de Horacio en un poeta romántico de la naturaleza?


Tal vez, aunque no podem os olvidar el amor de Horacio por ia finca sabina
y aquellos lugares del sur de Italia en los que pasó su infancia; ni la imagen
vivamente sensual de las uvas madurando (O das, 2, 5, 8 -1 1) ni las viñetas al
agua fuerte de la oda al monte Soracte (que posteriormente imitaría Housman
en su «On W enlock Edge») que no son en absoluto «una postal pintoresca de
Navidad, basada en A lceo» (Nisbet-Hubbard); nuestro antirromanticismo
puede llegar a altos grados de equivocación y distorsión. Aun así, cabría pre-

* IA h friend! to d azzle let the vain desig n ; / T o raise the th o u g h t and touch the heart be
thine! / T h at ch arm sh all grow , w h ile w h a t fatigues th e R ing, / F launts and goes dow n, an u n ­
reg ard ed thing. / So w h en the s u n 's broad beam has tired the sight, / All m ild ascen d s the
m o o n ’s m o re so b er light, / S eren e in virgin m odesty she sh in es. / A nd u n o b serv ed th e glaring
orb d eclin es. // Oh! b lest w ith tem p er, w hose u n clo u d ed ray / C an m ake tom o rro w cheerful as
tod ay , / S h e w h o can love a s is te r’s ch arm s, o r h ear / S ig h s fo r a d au g h ter w ith u n w o u n d ed ear, /
S he w ho n e ’e r an sw ers till a h usband cools, / O r, if sh e ru les him , n ev er sh o w s she ru les . . . |
** [G ive me th e h u m b le st note o f th o se sad strain s / D raw n fo rth by p ressu re o f his g il­
d ed ch ain s, / A s a ch a n c e su n b e am from his m em o ry fell / U pon the S ab in e farm he loved so
w ell, / O r w h en th e p rattle o f B a n d u sia ’s sp rin g / H aunted his ea r— he o n ly listen in g ...1
guntarse qué opinion merecía a Wordsworth el fingido patetismo en tomo al
animal sacrificado en la oda Bandusia (3, 13) o del placer estético que siente
Horacio en la combinación de la roja y caliente sangre con el agua transpa­
rente y fría. A-ún habiendo escrito la célebre frase «Adiós, Horacio al que
tanto odié, no por sus faltas, sino por las mías» (Childe Harold, 4, estrofa
77), Byron (1788-1824) siempre tuvo presente a Horacio tal y como de­
muestran sus poemas, cartas y su diario.
In Memoriam, la obra maestra de Alfred Lord Tennyson (1809-1892) se
inspira en Horacio en cuanto al detallismo y al dinamismo de los versos,
mientras que «To the Revd. F. D. Maurice», una modernización del poema
horaciano de invitación, es la obra más encantadora escrita en el siglo xvn
(estrofas 1, 4-5 Y 11-12):

Ven, si estás libre de cuidados,


padrino, ven y ve a tu ahijado:
Tu presencia será un sol en invierno,
y hará brincar de alegría al muchacho ...
Adonde, lejos del ruido del humo y la ciudad,
contemplo del crepúsculo la dorada oscuridad,
en medio de un jardín despreocupadamente dispuesto,
junto a la cresta de una noble colina.
Escándalos no habrá a la hora de cenar,
sino conversación honesta y saludable vino,
y sólo oirás el cotilleo de la urraca
parlanchína bajo el techo de un pino ...
Ven, Maurice, ven; aún está el césped
blanquecino de escarcha o empapado y reblandecido.
Pero cuando de marzo la corona haya florecido,
azafranes, anémonas, violetas,
o después, ven a vemos alguna vez,
que pocos hay para nosotros tan queridos,
y una vez nada más no vengas, sino muchas,
muchas, muchas por muchos años más.*

Es poco común encontrar entre los poetas, y todavía menos entre los espe­
cialistas, una comprensión tan profunda de las convenciones. A. E. Housman
(1859-1936), poeta y estudioso, tradujo de un modo excesivamente románti­
co, aunque bello, la oda «Diffugere nives» (Odas, 4, 7), según él «el más

* [Come, when no graver cares employ, / Godfather, come and see your boy: / Your pre­
sence will be sun in winter / Making the little one leap for joy. // Where, far from noise o f smo­
ke and town, / I watch the twilight falling brown / All round a careless-ordered garden / Close
to the ridge of a noble down. / You’ll have no scandal while you dine / But honest talk and who­
lesome wine, / And only hear the magpie gossip / Garrulous under a roof of pine. // Come, Mau­
rice, come; the lawn as yet / Is hoar with rime, or spongy-wet / But when the wreath of March
has blossomed / Crocus, anemone, violet, / Or later, pay one visit here, / For there are few we
hold as dear, / Nor pay but one, but come for many / Many and many a happy year.]
bello poema de la Antigüedad»: el solem ne verso de Horacio «pulvis et um­
bra sumus» se convierte en «som os polvo y sueños» de la Tempestad. En
poemas com o «Loveliest o f trees, the cherry now» está muy influido por Ho­
racio en cuanto a peso, econom ía y precisión. La combinación de sentim ien­
to nostálgico con el nombre exótico de Cinara (una mujer a la que Horacio
siempre asociaba a su juventud) hizo volar la imaginación de algunos poetas
de los años noventa, y en particular la de Ernest D ow son (1867-1900): «¡te
he sido fiel, Cinara! A mi modo». El apasionado poema de Dowson (el títu­
lo «Non sum qualis eram bonae sub regno Cynarae», es una cita extraída de
Odas 4, I, citada supra en la p. 168) encierra una alusión y una evocación
de un espíritu de Horacio para que atormente al presente.
También en el siglo x x hubo poetas — com o Louis M acNeice ( 1907-1963)
y W. H. Auden (1907-1973)— que se interesaron por Horacio. El poeta lati­
no no morirá jamás aun cuando nadie lo vuelva a leer. La literatura y la so­
ciedad inglesas están profundamente marcadas por la sensibilidad y la morali­
dad de Horacio. N os hem os acostumbrado a exigir a un poeta que nos hable
de los recónditos lugares en los que transcurrieron sus vivencias y amores, y
sin embargo fue Horacio el primero que puso estos requisitos en el centro
de la experiencia literaria de Europa, conectándolos con su vocación com o
poeta (O das, 4, 3); la «Sussex del mar» está directamente relacionada con la
finca sabina. Existe asimismo una tradición de vers de société, en la que el in­
genio aparece asociado a un estilo más confuso, y que pervive en el siglo xx
en la figura de John Betjeman; una tradición que desciende en última instan­
cia de Horacio a través de imitadores más joviales com o Matthew Prior. He
aquí el homenaje de Prior a Horacio, uno de los más sutiles que jamás se ha­
yan escrito:

Así pues, querida Cloe, pon fin a esta bucólica batalla


y hagamos las paces como Horacio y Lidia:
ya que tú eres una joven mucho más brillante que ella
y él fue un poeta más sublime que yo.*
(«A nsw er to C hloe Jealous», estrofa final)

Quizá no sea Horacio el mayor poeta latino, pero sí es el más simpático, y no


en vano a lo largo de muchas centurias se le ha considerado com o un amigo.

F in a l

En unos fam osos versos de «L’A liegro», Milton compara los estilos di­
ferentes de Jonson y Shakespeare:

* [T hen fin ish , d e a r C h lo e, this pastoral w ar, / A nd let us like H o race and L y d ia agree: /
For th o u art a girl as m uch b rig h te r than her / A s he w as a poet su b lim e r than m e.]
Nos esperan las concurridas tablas
si la sabia comedia de Jonson representan,
o si el dulcísimo Shakespeare, hijo de la Fantasía,
góijea agrestes notas.5"

Este poema suele citarse normalmente para respaldar el concepto que tenía
el propio Jonson de que Shakespeare «quería arte» y erudición clásica, pero
esto resulta de una lectura rápida y poco minuciosa. La comparación, en ab­
soluto polémica, se refiere a los dos autores en estos términos: por un lado a
la «erudición» de Jonson, su afán por imitar los modelos clásicos en cuanto
que son superiores, y por otro la imaginación creativa («fantasía») de Sha­
kespeare, como un aspecto del arte y no de la naturaleza, en su afán de re­
crear una atmósfera en la que se combine la inspiración con la lengua ingle­
sa («native»). Cada pareado es un pastiche de los estilos característicos de
cada autor. Milton utiliza en relación a Jonson un vocabulario corriente y
duro; la palabra «sock» traduce al inglés una metonimia latina (soccus = co­
media) y encierra un juego de palabras gracioso: «sock» podría situarse en el
escenario o en el pie de Jonson.** En relación a Shakespeare utiliza unas
metáforas sugestivas, aunque algo imprecisas, con una modificación central
en la transformación del Shakespeare hijo de la Fantasía semipersonificada
en Shakespeare pájaro o cantor rústico del bosque. Este estilo «nativo» tiene
sus orígenes en la literatura latina, aunque aquí se haga un uso ecléctico de él.
(En palabras de Douglas Bush, en Mythology and the Renaissance Tradition,
p. 251 : «Las mentes del Renacimiento se parecen (exentas de vulgaridad) a
las casas de los nuevos ricos, decoradas con una mezcla incongruente de es­
tilos de diferentes épocas».) G. K. Chesterton opina, con razón, que en este
sentido Shakespeare es igual de «clásico» que Milton, para lo cual aduce al­
gunas célebres palabras pronunciadas por Otelo antes de matar a Desdémo-
na (5, 2, 8-13):
Si te extingo, agente de la claridad, y me arrepiento en seguida, podré re­
animar tu primitiva llama; pero una vez tu luz extinta, ¡oh, tú,el modelo más
acabado de la hábil Naturaleza!, no sé dónde está aquel fuego de Prometeo que
volviera a encender tu luz.***

En una versión del mito de Prometeo éste es el donador del fuego y en otra
es el iniciador de la vida humana. Shakespeare pretendía seguramente fusio­
nar estas dos ideas de tal forma que el «fuego de Prometeo» significara
algo así como «chispa vital» o «fuego de la vida» o simplemente represen­
tara la idea de «fuego original», un fuego encendido donde no existe nin­

* [Then to the well-trod stage anon, / If Jonson’s learned sock be on / Or sweetest Sha:
kespeare, fancy’s child, / Warble his native wood-notes wild.]
** Sock, en inglés, significa también calcetín. (N. de la r.)
*** [If I quench thee, thou flaming minister, / 1 can again thy former light restore / Should
I repent me; but once put out thine, / Thou cunning’st pattern of excelling nature, / 1 know not
where is that Promethean heat / That can thy light relume.]
gún fuego. Esta referencia está insertada en una época clasicista que halla
su máxima expresión en un delicado «esplendor» latinizante. En palabras
de Chesterton:

... el espíritu clásico no es cuestión de nombres o alusiones ... esta profunda


resonancia que llega levanta estos ecos de los agujeros y abismos, y no podría
lograrse sin una profunda comprensión de la dicción clásica. No podría suce­
der sin la palabra «Prometeico» ... sin las dinámicas polisílabas que son la
fuerza de Homero y Virgilio. En sentido práctico y prosaico se podría decir lo
que bien dijo Otelo. Él diría: «Si mato a esta mujer, ¿como demonios la haré
renacer?». Pero poco majestuoso; poco misterioso; no precisamente con todos
los significados y ecos de significados que son propios a los grandes versos
0Chesterton sobre Shakespeare, 1971, pp. 16-19).

El pasaje de «L’Allegro» refleja dos tendencias opuestas en la poesía in­


glesa del Renacimiento. Una de ellas es la tensión existente entre las virtudes
inglesas, perfectamente desarrolladas, y la imposición cada vez mayor de una
lengua y una cultura extranjera como las latinas. El equilibrio de estos dos fac­
tores (que cada autor consigue a su manera) determina la incomparable fuer­
za de esta literatura. Otra es que la reacción contra esta influencia se bipolari-
zó en tomo a Ovidio y Horacio, lo que produjo muchas veces unos resultados
contrapuestos: por un lado, el eclecticismo que alcanza esplendor y que se ma­
nifiesta de forma pura en Marlowe; y por otro, una respuesta más individual
que imita la supuesta austeridad de las obras latinas, como en Jonson. En Mil­
ton convergen las dos tendencias: con encanto en sus primeros poemas y con
moderación en los poemas tardíos. Es justamente la tensa conjunción de estas
dos grandes tendencias la que confiere grandeza a su Paraíso perdido.
Pero de las dos tendencias, sería la ecléctica la que predominaría antes de
la guerra civil. La influencia latina resultaría ser enriquecidora, por ejemplo
en cuanto a la retórica y a las abundantes referencias mitológicas caracterís­
ticas del drama. Además, aportó una mayor confianza en sí misma e incluso
arrogancia. Las nociones actuales de literatura y poesía como esferas autó­
nomas de importancia permanente tienen su origen en el Renacimiento que
se hallaba bajo influencia clásica, y que en Inglaterra no se impuso hasta
Chaucer. Tanto Ovidio como Horacio hicieron hincapié en el poder inheren­
te del poeta para poder inmortalizarse a sí mismo y a otros. En sus Sonetos,
Shakespeare insiste en ofrecer a la amada la gloria eterna, y Donne, a su vez,
se instaura como el «monarca del saber»; Jonson es una suerte de dictador li­
terario. Pocas cosas tiene esto en común con los artesanos medievales. ¿Ha
sido un logro? Los puritanos —y Platón como su predecesor espiritual— te­
nían razón en un aspecto: el esplendor y la perentoriedad no constituyen los
mayores bienes. La pompa sólo nos aparta de cuestiones más elevadas, que
para un cristiano significaría la contemplación de Dios y para un humanista
el ejercicio de la virtud. Pero, como decía C. S. Lewis en su apología del es­
tilo elevado de Milton (.Preface to Paradise Lost, p. 137):
Por último está la clase a la que pertenece mister Eliot. Algunos están fue­
ra de los muros porque son bárbaros a los que les está prohibido entrar. Otros
los han franqueado para ir más allá y errar por el desierto. La «civilización»
—bajo la que aquí comprendo la barbarie a la que el poder mecánico ha con­
ferido fuerza y fastuosidad— odia desde abajo a la urbanidad ... Si mister
Eliot desprecia las águilas y Tas trompetas de la poesía épica, porque quedan
fuera de este mundo, lo acepto. Pero si piensa que toda la poesía debe tener
las cualidades de su mejor obra propia creo que se equivoca. Desde el mo­
mento en que vivimos en un planeta meramente mediano, es necesario que
tengamos también cosas medianas ... Mister Eliot quizá tenga éxito entre la
juventud lectora de Inglaterra con mantos purpúreos y pavimentos de mármol.
Pero no por ello los encontrará caminando en arpilleras sobre suelos de barro;
únicamente los verá vestidos con trajes feos caminando sobre asfalto. Todo ha
sido probado ya antes. Los antiguos puritanos se llevaron los palos de mayo
y los pasteles de carne: pero no trajeron el milenio, sino sólo la Restauración.

B i b l io g r a f ía

Existe muchísima bibliografía sobre este tema, por lo cual me limitaré a unos
cuantos títulos, con breves comentarios.

1. General

Erskine-Hill, Howard, The Augustan Idea in English Literature, Londres, 1983; ma­
gistral, a veces en exceso.
Gillespie, Stuart, The Poets on the Classics: An Anthology of English Poets ’ Writings
on the Classical Poets and Dramatists from Chaucer to the Present, Londres y
Nueva York, 1988; un libro de referencia útil.
Greene, Thomas M., The Light in Troy: Imitation and Discovery in Renaissance
Poetry, New Haven y Londres, 1982; una sutil, aunque a veces extraña aproxi­
mación modernista.
Highet, Gilbert, The Classical Tradition: Greek and Roman Influences on Western
Literature, Oxford, 1949; comprensible, aunque poco satisfactoria (hay trad,
cast.: La tradición clásica, México, 1954).
Jones, Emrys, The Origins of Shakespeare, Oxford, 1977; el cap. 1 es la mejor apro­
ximación al ambiente humanista de la literatura inglesa del Renacimiento.
Ogilvie, R. M., Latin and Greek: A History of the Influence of the Classics on En­
glish Life from 1600-1918, Londres, 1964; legible aunque excesivamente esque­
mático en cuanto al orden.
Race, William H., Classical Genres and English Poetry, Londres y Sidney, 1988; una
antología con continuos comentarios.
Röstvig, Maren-Sophie, The Happy Man: Studies in the Metamorphosis of a Classi­
cal Ideal, vol. I: 1600-1700; Π: 1700-1760, Oxford, 1954 y 1958; una abundan­
te colección de material, aunque con algunos comentarios excéntricos.
Thomson, J. A. Κ., Classical Influences on English Poetry, Londres, 1951; más bien
aburrido.
2. Mitología clásica

Bush, Douglas, Mythology and the Renaissance Tradition in English Poetry, Min-
neâpolis y Londres, 1932; la obra clásica, más bien sobrecargada de detalles.
Griffin, Jasper, The Mirror of Myth: Classical Themes and Variations, 1984 T. S.
Eliot Memorial Lectures, Londres, 1986; ensayos bien escritos para el lector ge­
neral.

3. Sobre traducciones inglesas de clásicos

Leishman, J. B., Translating Horace, Londres, 1956; un buen ensayo introductorio y


30 odas traducidas en su métrica original.
Martindale, Charles, «Unlocking the Word-Hoard: In Praise of Metaphrase», Com­
parative Literature, 6 (1984), pp. 47-72; ensayo polémico sobre consideraciones
acerca de la traducción.
Stoneman, Richard, ed., Daphne into Laurel: Translations of Classical Poetry from
Chaucer to the Present, Londres, 1982; una compilación útil, pero cuidado con
los errores de transcripción.
Tomlinson, Charles, ed., The Oxford Book of Verse in English Translation, Oxford,
1980; una antología atractiva.

[En castellano, véase la traducción de la Eneida de E. de Villena, ed. M.a C. Gor-


dillo, Universidad de Córdoba, 1990.]

4. Sobre autores clásicos

Keach, William, Elizabethan Erotic Narratives: Irony and Pathos in the Ovidian
Poetry of Shakespeare, Marlowe and their Contemporaries, Hassocks, 1977; un
estudio seductor.
McPeek, James A. S., Catullus in Strange and Distant Britain, Harvard Studies in
Comparative Literature 15, Cambridge, Mass., 1939; una investigación útil.
Martindale, Charles, ed., Ovid Renewed: Ovidian Influences on Literature and Art
from the Middle Ages to the 20th Century, Cambridge, 1988; 15 ensayos con bi­
bliografía.
Thayer, Mary Rebecea, The Influence of Horace on the Chief English Poets of the Ni­
neteenth Century, 1916, reimpr. Nueva York, 1986; un estudio breve.

5. Autores modernos influidos por los clásicos (por orden cronológico)

Baldwin, T. W., William Shakespeare’s Small Latine and Lesse Greeke, 2 vols., Ur­
bana, 1944; un monumento de investigación, ilegible.
Peterson, Richard S., Imitation and Praise in the Poems of Ben Jonson, New Haven
y Londres, 1981; sofisticado y a veces excesivamente agudo.
Leishman, J. B„ The Art of Marvell’s Poetry, Londres, 1966; un buen trabajo, pero
no trata la «oda horaciana».
Wilson, A. J. N., «An Horatian ode upon Cromwell’s Return form Ireland: The
Thread of the Poem and its Use of Classical allusion», Critical Quarterly, 11
(1969), pp! 325-341.
Braden, Gordon, The -Classics and English Renaissance Poetry: Three Case Studies,
New Haven y . Londres, 1978; incluye un ensayo agradable sobre Herrick.
Leishman, J. B., Milton’s Minor Poems. Londres, 1969.
Martindale, Charles, John Milton and the Transformation o f Ancient Epic, Londres y
Sidney, 1986; cap. 4 sobre Milton y Ovidio.
Hopkins, David, John Dryden, British and Irish Authors Series, Cambridge, 1986;
buena traducción.
Brower, Reuben A., Alexander Pope: the Poetry o f Allusion, Oxford, 1959; correcto,
amplio, pero le falta a veces mordacidad.
Stack, Frank, Pope and Horace: Studies in Imitation, Cambridge, 1985; mucha bi­
bliografía sobre la influencia de Horacio en los siglos xvu y xvm.

[En castellano, puede· consultarse Vittore Boccheta, Horacio en Villegas y fray


Luis de León, Gredos, Madrid, 1970.]

6. Poesía neolatina

Binns, J. W., ed., The Latin Poetry of English Poets, Londres y Boston, 1974; una co­
lección de ensayos de calidad variable.
Nichols, Fred J., ed., An Anthology of Neo-Latin Poetry, New Haven y Londres,
1979; una buena introducción y selección de algunos de los mejores poetas neo­
latinos.

Una pequeña parte del material de este ensayo aparece también en Charles y Mi­
chelle Martindale, Shakespeare and the Oses o f Antiquity, Routledge, Londres y Nue­
va York, 1990.
J. P. Sullivan
VIII. LA SÁTIRA

Hablamos de sátira cuando un autor se ocupa del vicio, la corrupción y


la miseria de la sociedad con la intención de mejorarlos, aunque a veces lo
convierta en feroz diatriba o, por el contrario, en una educada reprobación.
El origen de este género podría estar en la magia, el mito o el ritual, pero no
nos detendremos en ello. Según Geoffrey Grigson nunca ha sido muy dolo­
roso escribir sátiras, cualesquiera que fuesen las intenciones moral o puniti­
va del autor; e incluso lord Byron afirmaba que la rima satírica había surgi­
do en un principio de un spleen egoísta. De ser así, este impulso consiguió
aparentar un mayor altruismo y racionalidad; en este sentido no son menos
sorprendentes los muchos riesgos que han estado dispuestos a correr los auto­
res satíricos y el furor que han sido capaces de suscitar en sus poderosos ad­
versarios. Los autores romanos se precavieron, cada uno a su manera, ante el
peligro: Lucilio rodeándose de amigos poderosos, Horacio defendiendo su
inocencia por temor al libelo, Persio publicando su obra postumamente y Ju­
venal evitando las alusiones contemporáneas. En el año 1599 los arzobispos
de Canterbury y Londres publicaban en el Stationers’ Hall Register un edic­
to que prescribía la quema de ciertas sátiras y la prohibición de publicar sá­
tiras o epigramas. Las obras de Thomas Nashe, Gabriel Harvey y John Mars-
ton fueron presa de las llamas. Ben Jonson, George Wither y Daniel Defoe
fueron encarcelados y duramente censurados por sus escritos; y Stephen Co­
llege fue ejecutado en 1681, acusado de alta traición por divulgar una «ca­
lumnia escandalosa titulada Raree Show» contra Carlos II. No es necesario
relacionar ejemplos más tardíos de las actuaciones de la censura oficial o po­
pular.
La «sátira» se consolida como género literario con derecho propio en épo­
ca romana, a pesar de que ya se vislumbre su forma en los primeros momen­
tos de la literatura griega. Está absolutamente justificado el alarde que hace
Quintiliano en su obra De institutione oratoria (10, 1, 93) de que la sátira es
un logro plenamente romano («Satura quidem tota nostra est»). Al margen de
los primitivos orígenes e influencias foráneas, existió ya tempranamente en
la literatura romana un género amplio y variado llamado satura , una impor­
tante tendencia de la cual se impondría incluso durante el periodo clásico. La
actual acepción de «sátira» deriva del refinamiento histórico de esta forma
poética más extensa. Aun así, conserva algunos tópicos y técnicas de los mo­
mentos de su gestación. Muchas composiciones poéticas calificadas como
satura no eran realmente sátiras, excepto en sentido histórico. Satura signi­
ficaba en tiempos de Horacio ante todo una denigración burlona o una cen­
sura amable y divertida de tipo estético moralizante, aunque Horacio, al igual
que sus antecesores, se mostraba indulgente con las alusiones autobiográfi­
cas o reflexiones generales acerca de la vida y la sociedad.
Los orígenes de la palabra satura son discutidos. Varrón, en el siglo i a.C.,
apunta varias derivaciones: de satyrus, debido al contenido ridículo y obsce­
no del género; de lanx satura, la bandeja llena de frutas que se ofrecía a los
dioses; o de un relleno de todo tipo de cosas designado también con la pa­
labra satura·, o bien de la llamada lex satura, una ley para todo que abarca­
ba varias medidas inconexas. La palabra etrusca sa tir (hablar) también se ha
invocado para explicar el término. Los autores satíricos de la época isabeli-
na se convencieron, como resultado de este debate etimológico, de que el
término procedía de los sátiros, criaturas mitológicas lascivas y peludas con
patas de macho cabrío, por lo cual optaron por escribir sus «Sátiras» con un
lenguaje y una versificación toscos y groseros.
Sea cual fuere la etimología, Ennio (239-169 a.C) es calificado por Ho­
racio como el «primer fundador» de la extensa y variada satura, pero es Lu­
cilio (c. 168-102 a.C) a quien Horacio considera el verdadero fundador. Los
ásperos ataques dirigidos por Lucilio a personajes eminentes y a los vicios
de la época configuraron el carácter de la satura , además de muchas de sus
connotaciones actuales.
Lucilio también determinó la métrica que posteriormente se convertiría
en modelo para los autores romanos posteriores, utilizando exclusivamente el
hexámetro en su segundo libro. Por supuesto no todos los rasgos, los objeti­
vos y las técnicas eran exclusivos de la sátira latina, pues podían asimismo
encontrarse en la prosa o en la literatura griega temprana. Los precursores es­
pirituales de la sátira romana fueron, para Horacio, los autores teatrales de la
antigua comedia ática: Eupolis, Cratino, Aristófanes (c. 450-385 a.C.); en sus
obras dramáticas fustigan a personajes del momento como Sócrates, Pericles
o Cleón utilizando una importante dosis de sarcasmo, ironía, parodia y obs­
cenidad. Con la desaparición de las libertades democráticas de la Atenas del
siglo V y principios del rv, disminuiría la crítica ofensiva a personajes de la
vida pública.
En el periodo helenístico, la filosofía se hubo de adaptar ä las formas de
obediencia supranacional impuestas por Alejandro Magno y más tarde por
Roma. La lealtad cívica ya no serviría para llegar a la dicha espiritual; para
acceder a ella habría que seguir o bien la doctrina de los cínicos, que re­
chazaban los ideales convencionales, o bien la de los estoicos, en pos de la
virtud y la sabiduría, o bien cultivando la paz interior al modo de los epi­
cúreos. La filosofía popular, a su vez, adaptaría la forma de la arenga o ser­
mo, intercalando citas, parodias, anécdotas divertidas y burlas irónicas a
costa de la locura, el prejuicio y el vicio humanos.
Esta tradición junto con otras obras satíricas romanas conocidas única­
mente a partir de fragmentos de Ennio, Lucilio, Tumo, Sulpicio y otros, de­
terminaron el canon satírico transmitido posteriormente a la Antigüedad tar­
día, la Edad Media y el Renacimiento. Este canon estaba integrado por los
Sermones y las Epístolas de Horacio, las seis sátiras de Persio y las dieciséis
de Juvenal, los numerosos epigramas satíricos de Marcial y algunos de Ca­
tulo; en total no superaba los 10.000 versos.
Otro género emparentado, aunque menos influyente, es la sátira menipea,
una combinación de prosa coloquial y verso que alterna el humor con la se­
riedad. El primero en ponerlo en práctica fue el filósofo cínico Menipeo de
Gadara, en tomo al año 175 a.C.; el estilo y la temática inspiraron las nume­
rosas piezas cortas, los diálogos, las historias y los ensayos humorísticos en
latín del anticuario Varrón (116-27 a.C). Disponemos de algunos ejemplos
romanos de este género escasamente estructurado: en primer lugar están las
Apocolocyntosis del joven Séneca, un relato jocoso sobre la muerte en el año
54 d.C. del emperador Claudio y de su frustrada apoteosis. El segundo lugar
lo ocupa un relato picaresco, extenso aunque hoy fragmentario: el Satiricon
de Tito Petronio (m. 65 d.C.), árbitro de elegancia de Nerón. Byron se inspi­
ró en las Apocolocyntosis para su sátira sobre Jorge ΙΠ, The Vision o f Judge­
ment; y una narración breve del Satiricon, «La viuda de Efeso», sirvió de ar­
gumento a una serie de obras de teatro, entre ellas A Phoenix Too Frequent
de Christopher Fry. El primer título que F. Scott Fitzgerald dio a su novela
El Gran Gatsby fue Trimalción (personaje clave del Satiricon de Petronio).
En cambio, en los cuentos picarescos ingleses hay pocas referencias a Petro­
nio: si tomamos como ejemplo el relato The Unfortunate Traveller (1594) de
Thomas Nashe observamos que procede más bien de las historias medieva­
les y de la literatura picaresca europea, cuyo máximo exponente es el Laza­
rillo de Tornes, publicado en el año 1554 en España y traducido al inglés en
1586. No obstante, hubo un autor escocés, John Barclay (1582-1621) que se
inspiró en la obra de Petronio para escribir en latín su novela de aventuras
Euphormionis Satyricon, una sátira sobre los jesuítas. La narrativa suma­
mente digresiva de un Swift en Tale o f a Tub o de un Steme en Tristram
Shandy se explica a través de la sátira menipea, aunque en ese momento, y
quizá a causa de la influencia de Luciano, se sustituyó la alternancia de pro­
sa y verso paródico por un entramado de narrativa, diálogo, parodia y ensa­
yo satírico.
Las fábulas de animales, en verso yámbico, de Fedro (c. 15 a.C -c. 50
d.C.), liberto de Augusto, aunque herederas directas de la tradición esópica
griega, constituyeron un vehículo más apremiado para la sátira que las na­
rraciones menipeas. A diferencia de otras formas satíricas, que se limitaban
a citas ilustrativas, estas composiciones alegóricas gozaron de amplia difu­
sión en la Edad Media. Las versiones en prosa, como la colección titulada
Romulus, se difundieron ampliamente. Walter Neckham (1157-1217) y el
autor anónimo del Bestiary (1250), entre otros, fueron sus imitadores en len­
gua inglesa. Pero donde más arraigaron fue en Francia, y el ciclo de cuentos
en francés sobre Reynard el Zorro inspiró a Chaucer para su «The Nun’s
Priest’s Tale» y a Spenser so «Mother Hubberds Tale» o «Prosopopoeia»
(1591).
Poetas como Spenser siguieron utilizando los yámbicos cómicos de Fe-
dro como un medio seguro de hacer llegar al vulgo sus críticas satíricas a la
Corte y la Iglesia. Las Fábulas de Jean de La Fontaine (1621-1695) refor­
zaron el interés por las sátiras alegóricas, y a través de él y de un amigo
suyo, Nicolas Déspreux Boileau (1636-1711) la sátira inglesa recibió un
fuerte impulso continental. En The Owle de Michael Drayton (1604) y en la
compleja obra de Dryden The Hind and the Panther (1687) se evidencia la in­
fluencia de las fábulas de animales, que adoptará de modo más ingenuo John
Gay (1685-1732), amigo de Pope y maestro de la métrica octosilábica y del
pareado heroico. Pero este enfoque de la sátira, tan suave y general, no con­
siguió entre el público y entre los críticos más que el efecto de una diverti­
da frivolidad. El mejor ejemplo de la crítica social y política de Gay lo brinda
su The Beggar's Opera, una tragicomedia áspera concebida a partir de ba­
ladas populares y más relacionada con la ópera italiana que con un modelo
clásico. La fábula de animales no se volverá a utilizar como medio serio
para la sátira hasta que George Orwell lo revivió en su sátira política Rebe­
lión en la granja (1945).
Por otro lado, la sátira romana en verso ha tenido mucho peso en la poe­
sía inglesa a partir del Renacimiento y hasta el presente, aunque fue mayor
en algunas épocas (la isabelina, jacobea y neoclásica, por ejemplo) que en
otras. Debido a que fue la Edad Media la que preservó del olvido la cultu­
ra literaria, dando a conocer los clásicos latinos de la literatura y la filoso­
fía, sería lícito esperar que la sátira romana hubiese ejercido su influjo so­
bre los grandes autores medievales ingleses del siglo xn, tales como Juan
de Salisbury, Henry of Huntingdon y Giraldus Cambrensis. Sin embargo
ocurrió lo contrario, pues los clásicos como Marcial o Juvenal, más que
dictar una forma, tan sólo ilustraron o reforzaron una tesis. La sátira go-
liárdica de los siglos xii y xm, por ejemplo, aun escrita en una especie de
latín, es claramente medieval, al igual que las sátiras inglesas y escocesas
en lengua vernácula contra la Iglesia, el Estado y el comercio y de las que
son ejemplo The Land, o f Cokaygne, Piers Plowman (c. 1400) de William
Langland y Ane Pleasant Satyre o f the Thrie Estaitis (1540) de David
Lindsay, esta última es esencialmente una obra moral. También las sátiras
más breves y superficiales de John Skelton (m. 1529), que denuncian a la
Iglesia y a la corte de Enrique VIII, utilizan un lenguaje y temas cotidia­
nos, mientras que sus versos burlescos son de origen anglosajón más que
latino. Aun así, Skelton conocía a Juvenal, al que recurre en sus ataques
contra el cardenal Wolsey en Why Come Ye Nat to Courte?
Pero la verdadera resurrección de la sátira literaria se produjo durante el
Renacimiento. Se descubrieron los manuscritos y las nuevas imprentas di­
vulgaron los textos dando paso a la proliferación de epigramas y sátiras ins­
piradas en Horacio, Juvenal y Marcial: primero en Italia y más tarde en otros
países europeos, incluidos Inglaterra y Escocia. Estos experimentos e imita­
ciones, inicialmente escritos en latín y paulatinamente en lengua vernácula,
prosperaron gracias a la similitud de la situación económica, social y litera­
ria de la gente cultivada de las capitales europeas con los autores de la Roma
imperial. Incluso había un cierto paralelismo en el comportamiento de los
nuevos patronos respecto a los antiguos.
La locura fue uno de los primeros temas abordados por la sátira inglesa,
tal y como reflejan las obras Speculum Stultorum de Nigellus Wïreker de
principios del siglo xin y A Tale o f Threescore Follys and Thre de John Lyd­
gate de la primera década del siglo xv. Pero la obra que reavivó indirecta­
mente la sátira clásica en la literatura inglesa fue el célebre Narrenschiff (Ba-
silea, 1494) de Sebastian Brandt, una sátira en verso profundamente influida
por la décima sátira de Juvenal en cuanto a la perspectiva pesimista y los de­
talles ilustrativos. Alexander Barclay (c. 1475-1552) hizo una traducción li­
bre al verso inglés con el título Ship o f Fools (1509). En su prólogo, que por
lo demás tomó prestado, presenta la historia de la sátira antigua y utiliza por
primera vez la palabra (la forma es satyre) en inglés. A raíz de esta traduc­
ción aparecieron varias baladas en inglés: Coche Lo relis Bote y XXV. orders
o f Fooles.
En Inglaterra, sin embargo, Joseph Hall (1574-1656) se jactaba en su vi­
gorosa Virgidemiarum (1579):

Los que me escucháis seguidme


y seréis el segundo satírico inglés.*

Pero ya se le había anticipado sir Thomas Wyatt con sus tres sátiras en ter­
cetos encadenados (escritas en tomo a 1536) y también George Gascoigne
(c. 1525-1577) cuya sátira en verso suelto, The Steele Glas (1576) recoge el
tópico de que «todo es vanidad». Las Sátiras de John Donne se fechan en
tomo al año 1593, y sólo dos años más tarde aparece la obra horaciana de
Thomas Lodge A Fig fo r Momus.
Los dos últimos autores compusieron en pareados yámbicos rimados;
este metro se transformaría posteriormente en los pareados heroicos cerra­
dos; continuó siendo el metro comente para la sátira a lo largo de los dos si­
glos siguientes y alcanzó su cima con los versos de Dryden y Pope. Ahora
bien, tuvo una ventaja innegable, puesto que parecía frenar la tendencia in­
herente de la sátira a la divagación, imponiéndole una cierta progresión anti­
tética.
¿Cuáles eran los alicientes de la sátira, en sus formas extensa y breve,

* [Follow me who list / And be the second English satirist.]


en las épocas isabelina y jacobea? Ante todo se trataba de un género amplio
y flexible, definido sencillamente a partir de los modelos romanos existen­
tes. Además, dispoma de un- arsenal perfectamente surtido: alusiones e insi­
nuaciones, fábulas de animales y sabiduría popular, invectivas e imágenes y
una intertextualidad sofisticada que Ezra Pound calificó de logopoeia. Los
temas podían ser o bien universales, como los vicios y locuras de la huma­
nidad encamados en personajes concretos —el sexo femenino era, una vez
más, el predilecto, como en Juvenal— , o bien extraídos de marcos cultura­
les o instituciones históricas específicas y fácilmente adaptados a las cir­
cunstancias contemporáneas. Los emperadores se convertían en papas; los
aristócratas, si no se los presentaba como tales, en clérigos.
Además, cada autor satírico tema su voz personal y su retórica, que pro­
yectaba en cada caso una persona diferente. Esto permitió a los autores pos­
teriores adoptar, o adaptar, el estilo más afín a sus propias inclinaciones e in­
tenciones. Por añadidura, el género era extraordinariamente acomodable, pu-
diendo ser parasitario de otras formas literarias como el género pastoril o la
épica —recordemos The Rape o f the Lock de Pope— , y también era recepti­
vo a influencias de otras culturas. Sir Thomas Wyatt recibió el estímulo del
poeta italiano Luigi Alamanni (1495-1556) para traducir dos temas de Hora­
cio en tercetos encadenados ingleses. Horacio comparte, junto a Nicolas
Boileau, el honor de ser inspirador de la magistral obra de Pope Satires and.
Epistles o f Horace Imitated (1733 en adelante). De la misma manera se basó
Donne en el encuentro de Horacio con un pelmazo egoísta (Sátiras, 1, 9)
para su cuarta sátira, en la que utiliza, sin embargo, el estilo comprimido y
alusivo propio de Persio. A diferencia de otros géneros clásicos, como la épi­
ca, el drama o el género pastoril, la sátira ofreció desde buen principio mu­
cha libertad.
Aun así, fue mucho más importante la posibilidad que ofrecía de trazar
paralelismos entre la civilización romana del Imperio y la sociedad británica
del periodo entre 1550 y 1750. A los habituales temas —como la avaricia, la
lascivia, la hipocresía, la lisonja y la ambición humanas— en los que se so­
lía recrear el ojo satírico, se incorporaron nuevas problemáticas del momen­
to, como la injusticia del patronazgo, las extravagancias de la corte y el cada
vez mayor contraste entre ricos y pobres en sistemas sociales jerarquizados
de forma muy similar. Otros tópicos más concretos podían ser la usura, el so­
borno, la usurpación de tierras, la corrupción de los magistrados, la avaricia
y simonía clericales, la falta de honradez en el comercio, la caza de fortunas
y el juego. Existe asimismo una ingente cantidad de obras satíricas sobre la
mala poesía. Incluso el viejo riesgo, tanto físico como legal, que corrían los
autores satíricos se repetirá en Londres y en otras capitales europeas en las
que también prosperaba la sátira en la obra de escritores como Quevedo. Aun
así, es inevitable que hubiesen diferencias: ni las supersticiones foráneas ni
el culto al emperador habían levantado tanta pasión como la blasfemia, las
intrigas papistas o la intromisión del puritanismo. Entre los autores romanos,
pocos practicaron una crítica satírica seria o políticamente radical. A lo sumo
reprobaban los habituales o recientes abusos de poder por parte de los mo­
narcas o de sus cortesanos, pero nunca concibieron, a pesar de simpatizar con
los republicanos, la posibilidad de un cam bio revolucionario en su sociedad
estratificada. En cam bio, en las com posiciones satíricas de la Inglaterra del
siglo xvn se reflejaban otras circunstancias que giraban en torno a las luchas
revolucionarias por intereses fundamentales y que concernían no sólo a la re­
ligión sino también a los cam bios dinásticos; abundaban los autores anóni­
mos y muchas de estas com posiciones eran sorprendentemente de excelente
calidad poética.
Por otro lado y a pesar del uso ambiguo que se llegó a hacer del término
Scityr(e) en los títulos, había un rechazo general a la sinceridad de Marcial o
de Juvenal, excepto en la época de la Restauración, cuando lord Rochester
alardeaba de su capacidad para rivalizar incluso con Marcial, tal y com o de­
muestra en su obra «A Ramble in St. James Park» {c. 1680). Juvenal había
asentado en su sexta sátira un m odelo atractivo de sátira contra el sexo fem e­
nino, que se hizo muy frecuente en Inglaterra, aunque aquí se adoptó un tono
más grosero e injurioso que obsceno, exceptuando a John Wilkes y su Essay
on Woman (1763). Las referencias abusivas a la afeminación homosexual es
mucho m enos frecuente que en la sátira romana, si bien esta ausencia está su­
plida por alusiones mordaces a las purgaciones y a la sífilis (que en Roma no
eran problemas médicos).
El aspecto cronológico no es el único recurso válido para cuestionar la ex­
clusividad que se atribuye Hall de ser el primer autor «satírico». La sátira poé­
tica, en su forma epigramática más breve, ya estaba consolidada y coexistía
con la forma más extensa, a pesar del em peño de la época isabelina en im­
poner la última, puesto que se creía que constituía un correctivo más eficaz
para los pecados de la época. Las primeras com pilaciones de epigramas satí­
ricos en lengua inglesa, de Robert Crowley (η. 1518) y John Hey wood
(¿1497?-¿1580?), aparecieron en 1550, pero estaban más vinculadas al fer­
vor moral y la sabiduría popular de la Edad M edia en su com binación de
anécdotas divertidas, proverbios y fábulas. Les seguían las misceláneas de ma­
tiz más clásico com o las de Barnabe G ooge (1563), George Turberville
(1567, 1578), Thom as H ow ell (1581) y N icholas Breton (1582). Timothe
Kendall (1577) presentó a un Marcial ligeramente depurado en versión in­
glesa, produciendo un efecto inmediato. En esta época empezaron a prolife-
rar los autores de epigramas, con o sin «sátira», entre los que destacan Tho­
mas Bastard (1566-1618), con su obra Chrestoleros (1598); sir John Davies
(1569-1626); Thomas Drant (m. 1578), autor de Medicinable Morall ... the
two Bookes o f Horace his Satyres, Englyshed (1566); el prolifico Henry Pa­
rrot (fl. 1600); y John Weaver, cuyos Epigrammes in the Oldest Cut and Ne­
west Fashion aparecieron en 1598, al igual que la obra Skialetheia de Ed­
ward Guilpin, de nuevo una com binación de sátiras y epigramas. Los libros
que contenían exclusivam ente epigramas, con o sin algunas sátiras, conti­
nuaron multiplicándose hasta mediados del siglo xvi. Las mejores obras son
los Epigrammes (1616) de Ben Jonson, «mi obra más madura», y las Hespe-
rides (1648) de Robert Herrick. Por supuesto, no todos los poemas cortos de
estas compilaciones tardías eran epigramas satíricos, pero el género siguió
con la moda de los pasquines difamatorios y los ataques personales. Hay
otras formas literarias breves como la obra Water-Work, «un batiburrillo de
sonetos, sátiras y epigramas», deJohn Taylor (1580-1653). Pero el epigrama
satírico, aun estando muy próximo a la réplica ad hominem de los aficiona­
dos poco pretenciosos de la corte, fue perdiendo importancia frente a la sáti­
ra más extensa y ambiciosa que podía llegar a varios centenares de versos y
que originaría obras tan magistrales como el Absalom and Achitophel
(1681) de Dryden o Dunciad (1729) de Pope, sin olvidar The True-Born
Englishman de Daniel Defoe, que tiene una extensión de 1.216 versos, el
doble de la longitud de la sexta sátira de Juvenal, la más extensa del canon
romano. No obstante, y a pesar de las objeciones de Porson a finales del si­
glo xvm, el epigrama continuó siendo un vehículo popular de comentario sa­
tírico, aunque ya no gozase de tanto prestigio.
Es impresionante constatar la calidad y cantidad de las obras satíricas de
las épocas isabelina y jacobea. Una vez superados los momentos iniciales e
inciertos en los que los humanistas británicos intentaban desprenderse de la
actitud moralizante de la Edad Media para desarrollar su propia expresión y
su retórica basadas en el modelo clásico, la sátira consiguió ser consciente de
sus objetivos y métodos y de las libertades que se podía tomar en la adop­
ción de modelos romanos. Al margen de la moda por las traducciones fieles
en verso, como la Iliad de Chapman o las Metamorphoses de Golding, algu­
nos autores satíricos y epigramáticos, especialmente Ben Jonson (¿1572?-
1631), se inclinaban a tratar sus modelos romanos con la misma libertad crea­
tiva con que éstos habían utilizado a sus predecesores literarios, los griegos.
Ben Jonson se expresa así al respecto en Timber.

El tercer requisito en nuestro Poeta, o Hacedor, es la Imitación, el ser


capaz de convertir la Sustancia o Riqueza de otro Poeta, a su propia Usan­
za ... No imitar servilmente, como dijo Horacio, contrayendo, como Virtud,
los mismos Vicios: sino, para extraer lo mejor, las flores más escogidas
como la abeja, para convertirlo en miel ...

Pero a menudo esta libertad isabelina significaba licencia, que podía aca­
rrear algunas veces creaciones precipitadas y concepciones erróneas de la na­
turaleza literaria de la sátira. Los autores romanos de versos satíricos sabían
que su tono y su métrica eran intencionadamente diferentes de la gracia y
fuerza del hexámetro en manos de Virgilio u otros poetas, y aun así había al­
gunos isabelinos que veían en la dicción dura y áspera, en la disposición y
versificación imperfectas, las verdaderas señas de identidad de la· sátira seria.
Esta actitud era en cierto sentido una reacción contra los primeros isabelinos,
muy aficionados a la alegoría romántica de los sonetos y elegías sentimenta­
les y al género pastoril cortesano. El lenguaje complejo de Donne se podría
atribuir a su imitación de Persio y a su perseverancia en los conceptos, lo que
le valió la reprobación de Jonson, que criticaba su combinación de sílabas y
su acentuación. Aun así, había versificadores mucho más imperfectos que él.
Así, pues, los discretos comentarios de Horacio en su sermo pedestris y su
afición por un estilo de conversación aparentemente poco ingenioso, como
también la intencionada complejidad de la dicción y el metro de Persio, re­
sultaron engañosos. La reivindicación «Mi libertad desprecia las leyes de la
rima» es propia de John Marston; en un verso extraído de su obra The Scour­
ge o f Vülanie dice:

No imploro sirenas a nuestros tiempos alciónicos,


que embellezcan los acentos de mis rimas de talla dura.*
{Proemium in Librum Tertium, 9-10)

Este hecho vicia algunas compilaciones de sátiras y epigramas, a menudo


bastante extensas, a partir de 1590 y hasta los últimos años del reinado de
Jacobo I. Entre sus autores se encuentra el elocuente Samuel Rowlands, que
en su obra Humors Looking Glasse (1608) satirizaba la práctica de fumar ta­
baco y otros vicios conocidos; el injurioso John Davies of Hereford; Geor­
ge Wither, que fue encarcelado en 1613 por sus sátiras moderadas en Abu­
ses Stript and Whipt (1613), y por último Henry Fitzgeffrey, famoso por sus
mordaces descripciones de personajes en The Notes from Blackfriars (1617).
Casi ninguna de estas o de las anteriores creaciones nos dan una sensación
de dominio y fluidez. A pesar de ello y gracias a su popularidad, el epigra­
ma satírico ejerció una influencia cada vez mayor y bastante provechosa. La
búsqueda de la antítesis, la sorpresa y las cualidades asociadas a un Marcial
muy imitado llevaron a la brevedad, la concisión y la elegancia de los nue­
vos epigramas. Paulatinamente, la sátira se iría apoderando de estas carac­
terísticas, abandonando su habitual descuido por el verso y la inicial com­
prensión errónea de sus modelos.
El neoclasicismo inglés de un Jonson o un Abraham Cowley (1618-
1667), que hacían un uso libre y amplio de los originales latinos, sobre todo
Marcial, coexistía junto a la imitación del epigrama clásico en latín. Gran
parte de estas imitaciones solían ser ejercicios esporádicos, a excepción de
John Owen (c. 1560-1622), considerado como el «Marcial inglés» y muy co­
nocido en Inglaterra y en el resto de Europa. La composición neolatina ha­
bía sido popular en Italia desde principios del Renacimiento ya que el latín
era, y continuó siéndolo, la lingua franca para las naciones políglotas de
Europa: además sirvió para moderar el estilo exuberante de la retórica poéti­
ca isabelina al introducir el tono compacto de las elegías ovidianas y la con­
cisión de las antítesis de Marcial.
En los últimos años del reinado de Jacobo y en los primeros del de Car­
los I, se produce un eclipse en la evolución de la sátira tradicional; parece ser

* [I crave no Sirens of our Halcyon Times, / To grace the Accents of my rough-hew’d


Rimes.]
que la fuerza poética se desvió hacia la lírica o hacia las canciones y baladas
populares. Pero pronto la calma se reveló fingida. Considerándolo a poste­
riori podemos decir que la reacción fue casi inmediata: el monárquico John
Cleveland (16.13-lé58) quien, tras haber utilizado su afilada pluma en contra
de las mujeres en su Vituperium.JJxoris, despliega sus conocimientos metaf­
íisicos para condenar el puritanismo y la causa parlamentaria. Su sátira más
famosa, «The Rebel Scot», contiene los célebres versos:

De haber sido Caín un escocés, Dios le hubiese cambiado su suerte,


no forzándole a errar, mas confinándolo a su casa.*

Sus pareados siguen siendo duros aunque contribuyó, y en esto seguía a


Donne y Hall, a establecer este metro como el adecuado para la versificación
satírica, con lo cual arrinconaba la métrica utilizada por un autor satírico más
destacado que escribió la obra heroico-burlesca Hudibras (1663 en adelante).
Aparte de unas pocas sátiras, por ejemplo «Upon Marriage», en las que uti­
lizó los pareados heroicos abiertos, Samuel Butler (1612-1680) usó para su
obra más célebre un verso de cuatro pies de rima irregular que se oponía a
la disciplina clásica que se estaba gestando en la sátira inglesa. Su versifica­
ción tiende más hacia Malory, Rabelais y Cervantes y hacia los primitivos
comienzos de la sátira en verso que a la tradición latina y sus imitadores isa-
belinos. Sin embargo, sólo tres años habían pasado desde la aparición del úl­
timo canto del Hudibras (1678) cuando surgió una de las mejores sátiras ja­
más escritas en inglés: Absalom and Achitophel de John Dryden.
A partir de entonces se asentaría el pareado heroico como el principal
metro inglés para la sátira y otros géneros. Se convirtió en el equivalente in­
glés del hexámetro y del pareado elegiaco latino, tal y como evidencian las
cuatro sátiras Directions to a Painter de sir John Denham (1615-1669) sobre
la vergonzosa gloria de la corte de Carlos, y que son una parodia del elogio
de Edmund Waller al monarca. Algunos satíricos adoptaron esta forma de éc-
frasis burlesca que se basa en la máxima horaciana del ut pictura poesis; en­
tre ellos destaca Andrew Marvell (1621-1678), que en su obra «Last Instruc­
tions to a Painter» dibuja también la corrupción de la corte y del país en ge­
neral. Este género se inspira claramente en los cuadros breves y dinámicos
trazados por Juvenal en su décima sátira, donde habla del triste final de los
héroes y tiranos históricos como Alejandro, Aníbal, Mario y Sejano, y que
sirvieron de modelo a sátiras anónimas como la que trata del ministro de
Carlos, el conde de Clarendon, titulada The Downfall o f the Chancellor
(1667).
Sin embargo, nunca se subrayará suficientemente la importancia atribuida
al poeta laureado John Dryden (1631-1700) como teórico, traductor y autor
brillante de sátiras convencionales. Fue él quien modificó la descripción satí-

* [Had Cain been Scot, God would have changed his doom, / Not forced him to wander,
but confined him to home.]
rica de personajes y quien estableció la distinción entre metáfrasis, paráfrasis
e imitación (o alusión), que algunos poetas isabelinos como Jonson habían
practicado con sencillez.
Este hecho ejerció un fuerte estímulo en la creación poética, y se recurría
a modelos clásicos para paliar la propia falta de originalidad creativa. Los re­
sultados fueron muy diversos. Es importante recordar al respecto las palabras
del doctor Johnson en su Life ó f Pope:

Este modo de imitación, muy familiar para los antiguos, adaptaba sus sen­
timientos a tópicos modernos, y Horacio, en lugar de hablar de Ennio, habla­
ba de Shakespeare; además acomodaba sus sátiras sobre Pantolabo y Nomen­
tano a los aduladores y pródigos de su tiempo; fue utilizado por primera vez
por Oldham y Rochester en el reinado de Carlos Π; esta fecha me consta como
la más antigua. Es, pues, una especie de composición intermedia entre traduc­
ción y diseño original que agrada, siempre y cuando los pensamientos tengan
una aplicación imprevista y los paralelismos sean afortunados.

Podemos citar aquí un pasaje de la obra «An Allusion to Horace, The


Tenth Satyr of the First Book» (1675) de Rochester y que casualmente es una
crítica a Dryden:

Señor, bien reconozco haber dicho que, de Dryden, las Rimas


eran plagiadas, desiguales y mil veces aburridas.
¿Qué protector tendrá de seso tan endeble
y tan parcial en su ceguera que lo niegue?
Mas que sus obras de Teatro, engalanadas de pe a pa
de erudición e ingenio, con justicia gustaron a la Ciudad,
en ese mismo Escrito lo dije con la misma libertad.*

Es fácil de comprender la popularidad de la imitación como recurso de


la sátira. La emulación de los modelos clásicos brindaba una base sólida a la
efímera actualidad de las alusiones contemporáneas. Esta agradable sensa­
ción de ser reconocido desempeña un papel muy importante tanto en la defi­
nición aristotélica de la retórica como también en la teoría freudiana del jue­
go. Además expresaba la voluntad renacentista básica de juntar la inspiración
clásica con la moderna.
Los paradigmas clásicos de esta técnica se encuentran en Imitations o f
Horace (1730 en adelante) de Pope. En cierto modo esto significaba cargar
tanto al poeta como al lector con cierta responsabilidad, debido a que gran
parte del placer de la lectura pasaba por constatar las discrepancias y analo­
gías entre la nueva creación y su original. La mayoría de los autores satíri­
cos del momento preferían en general las «traducciones creativas», menos

* [Well, sir 'tis granted I said Dryden’s Rimes / Were siol’n, unequal, nay dull many Ti­
mes. / What foolish Patron is there found of his / So blindly partial to deny me this? / But that
his Plays, embroider’d up and down / With Wit and Learning, justly pleas’d the Town / In-the
same Paper I as freely own.]
sujetas al original y muy populares en época isabelina y posteriormente. Este
tipo de traducción se aleja, en cuanto a intención y a menudo también en ex­
tensión, de su modelo clásico; un ejemplo nos lo brinda sir Carr Scroope en
su «In Defence of Satire» (1677), basada de forma aproximada en Horacio
(Sátiras, 1, 4), aunque mucho, más mordaz y personal que el original, bas­
tante moderado.
Dryden tiene el mismo planteamiento en sus sátiras políticas y religiosas.
La célebre descripción del inmigrante rastrero en Juvenal(3, 60 y ss.) nos da
una idea más clara al respecto, y traducida por el propio Dryden de esta ma­
nera:

Ingenio agudo, cara dura y verbo fácil,


paciente en el esfuerzo, en ocultar agravios hábil,
resuélveme esto y adivina de quién se trata:
¿quién lleva a una nación dentro de un hombre solo?
Cocinero, hechicero y retor,
pedante, geómetra y pintor,
funámbulo y doctor.
Todo lo sabe el ávido griego en verdad:
dile que vaya al Cielo, y al cielo irá.*

Este pasaje se convertirá en Absalom and Achitophel en la célebre descrip­


ción de George Villiers, duque de Buckingham (quien también escribía sáti­
ras), con el nombre de Zimri:

A la primera categoría pertence Zimri:


un hombre tan polifacético que parecía ser no un único
sino todos los epítomes de la humanidad.
Con opiniones inamovibles, siempre estuvo en lo falso;
fue Todo en los comienzos, y Nada a la larga:
pero en el curso de un mes lunar
fue químico, tramposo, hombre de estado y bufón;
luego se entrega a las mujeres, la pintura, la versificación y la bebida
además de diez mil caprichos que murieron pensando
¡dichoso loco, que a cada hora sabría
desear o disfrutar algo nuevo!
Elogiar y difamar fue su costumbre.
Y ambas cosas (para mostrar su juicio) radicalmente:
tan sumamente violento, o sumamente educado,
que, con él, todo hombre era o bien Dios o bien el demonio.
Desperdiciar la salud era su arte personal:
nada existe sin recompensa, sólo el Desierto.

* [Q u ick W itted , B ra z e n -fa c ’d, w ith fluent T o ngues, / P atien t o f L abour», and dissem­
bling W ro n g s / R id d le m e th is, an d guess him if you can , / W ho b ears a N atio n in a single
M an? / A C o o k , a Conjuror, a R h eto rician , / A P ain ter, P ed an t, a G eo m etrician , / A Dancer on
th e R o p es, a n d a P h y sician . / All th in g s the hungry Greek exactly know s: / A nd bid him g o to
H eav ’n, to H eav ’n h e goes.]
Superado por tontos a los que todavía consideraba demasiado atrasados
él tuvo su merecido y ellos su herencia:
burló al tribunal; luego buscó un remedio
y formó partidos, aunque jamás pudo ser el jefe:
pues, a su pesar, la carga del trabajo cayó
en Absalom y el sabio AchitopheL
Aunque picaro en su testamento, privado de medios
no dejó una facción sino que ésta lo dejó a él.*

Las obras Absalom (1681), The Medall, MacFlecknoe y los pasajes satíricos
de Religio L aid (todas de 1682) y The Hind and the Panther (1687) de Dry­
den —todas ellas contienen tópicos políticos, religiosos y literarios— son las
mejores creaciones dentro de una gran masa de autores neoclásicos que en­
tre 1660 y alrededor de 1714, fecha de la ascensión de la dinastía hannove-
riana, pusieron su talento al servicio de la sátira. En el primer puesto de la
escala social tenemos a Buckingham, Rochester y John Buckhurst, conde de
Dorset (1638-1706), este ultimo muy elogiado por Rochester y Ezra Pound
(pues para Pound logopoeia es igual a ironía verbal). De procedencia más
humilde, cabe mencionar a Thomas Shadwell, el segundo laureado después
de Diyden, a Thomas D’Urfey, Thomas Otway, Elkanah Settle, todos ellos
dramaturgos, y, quizá el mejor de éstos, John Oldham (1653-1683).
Oldham era uno de los principales exponentes de la imitación, y en su
imitación de la tercera sátira de Juvenal, en la que traslada el escenario de
Roma a Londres, está al mismo nivel que la obra London del doctor John­
son. En sus Satires Upon the Jesuits (1681), elogiada por Dryden por la vio­
lencia manifestada contra la «vil estirpe de Loyola y el Infierno», resulta
muy evidente la inspiración en modelos romanos; este hecho seguramente
contribuyó a apaciguar sus injurias enardecidas y le sirvió como un medio
habitual de defensa. La última secuencia arranca de Horacio, Sátiras, 1, 8, y
su versión de Sátiras, 1, 9 («El pesado») fue la que más elogió Pope. A pe­
sar de su deuda con Horacio, hay que recordar que de las seis sátiras publi­
cadas en sus Poems and Translations (1683), cinco están inspiradas en Juve­
nal. Como buen clasicista publicó también imitaciones de Boileau y los ecos
de Marcial no son infrecuentes en sus versos.

* [In the first Rank of these did Zimri stand: / A Man so various, that he seem’d to be /
Not one, but all Mankind’s Epitome. / Stiff in Opinions, always in the Wrong; / Was Everything
by Starts, and Nothing long: / But, in the Course of one revolving Moon, / Was Chymist, Fid­
ler, States-man, and Buffoon; / Then all for Women, Painting, Rhiming, Drinking / Besides ten
thousand Freaks that died in Thinking. / Blest Madman, who could every Hour employ, / With
Something New to wish, or to enjoy! / Railing and Praising were his usual Theams; / And Both
(to shew his Judgment) in Extreams: / So over Violent, or over Civil, / That every Man, with
him, was God or Devil. / In squand’ring Wealth was his peculiar Art: / Nothing went unrewar­
ded, but Desert. / Begger’d by Fools, whom still he found too late: / He had his Just, and they
had his Estate. / He laugh’d himself from Court; then sought Relief / By forming Parties, but
could ne’r be Chief: / For, spight of him, the Weight of Business fell / On Absalom and wise
AchitopheL· / Thus wicked but in Will, of Means bereft, / He left not Faction, but o f that was
left.]
Sin embargo, la superioridad poética de Dryden frente a sus contempo­
ráneos está suficientemente demostrada viendo las críticas que le dirige, por
ejemplo, Shadwell en The Medal o f John Bayes (seudónimo habitual de
Dryden):

¿Cuánto tiempo tendré que seguir escuchando, sin responder,


cómo miente este laureado, este detractor de segunda fila?
El muy necio se ufana, impunemente, de un libelo
en el que sobresale, antes que ingenio, su insolencia;
mientras con palabras y nombres groseros que deja escapar
mancha la Dignidad de la sátira.
Pues el libelo y la verdadera sátira en poco se parecen;
esta última destaca, con modestia, por su verdad y salero.
No hiriendo a las personas, censura los crímenes,
no apela al gran hombre, sino a los vicios del momento,
con ingeniosos y agudos, y no tajantes y amargos versos.*

Es fácil explicar el extraordinario auge que tuvo el estilo satírico en la li­


teratura de Gran Bretaña en el periodo comprendido entre la restauración de
Carlos H y la muerte de la reina Ana. No hubo otra época en la que prevale­
cieran tanto los intereses políticos y religiosos y se derrocharan con tanta
profusión, en todo tipo de propaganda, los fondos públicos y privados y las
sinecuras bien pagadas. A pesar de las estrictas leyes sobre la venta y con­
sumo de alcohol e incluso las más rigurosas contra las difamaciones de per­
sonas o los libelos sediciosos, los autores satíricos continuaron publicando
panfletos y periódicos bajo su propio nombre, bajo seudónimos o anónima­
mente, ayudados por la rapidez y la habilidad de los impresores, expuestos
al riesgo también ellos, y por el valor de editores clandestinos como Francis
«Eléphant» Smith. A juzgar por las publicaciones y los samizdhat rescata­
dos del olvido —y de la Anthology o f Poems on Affairs o f State (1660-1714),
de George Lord, que tema ochocientas páginas, pero sólo nos quedan diez—
parece que se confirma la idea de Marcial de que todo patronazgo generoso
produce poesía brillante; si existiesen más mecenas, habría más Virgilios
(«Sint Maecenates, non derunt, Flacce, Marones», 8, 55, 5). Se prefería la sá­
tira en verso y los pasquines a la prosa, ya que en ellos se podían incluir ci­
tas y, además, ofrecían la posibilidad de renunciar a los hechos en favor de
una invectiva hiperbólica y una insinuación ingeniosa. En este momento ya
se hallaban bien delimitados los géneros de la sátira y el epigrama; se utili­
zaban los antecedentes clásicos para conferir a la injuria una falsa sensación
de respetabilidad. El arte de la versificación estaba tan avanzado que sólo un

* [How long shall I endure, without Reply, / To hear this Bayes, this Hackney-railer, he? /
The Fool, uncudgel’d, for one Libel swells, / Where not his Wit, but Saucyness excels; / Whilst
with foul Words and Names which he lets fly, / He quite defiles the Satire’s Dignity. / For Libe!
and true Satire different be; / This must have Truth, and Salt, with Modesty. / Sparing the Per­
sons, this does tax the Crimes / Calls not the great Men, but Vices of the Times, / With witty and
sharp, not blunt and bitter Rimes.]
universitario anodino y de pocas pretensiones no habría sabido componer un
pareado heroico más o menos aceptable. Para los auténticamente pobres,
existían las canciones, las baladas y las coplas.
En relación a los escritores del momento se podría hacer una distinción
entre los radicales, que se oponían tanto al gobierno como a las instituciones
y alas tradiciones en general, y los más conservadores, entre los que se cuen­
tan Dryden, Swift, Pope y Gay. Los primeros rehuían el estudio de las letras
clásicas, tan habitual entre la nobleza y los terratenientes, al que anteponían
las baladas, el género burlesco y las coplas que estaban más al alcance de los
nuevos sectores sociales obreros y del comercio. Una situación similar se
producirá en el romanticismo. Por supuesto, cada escritor abordó desde dife­
rentes perspectivas un amplio repertorio de asuntos sociales y políticos que
trascendían los habituales vicios de corrupción, avaricia, locura y lujuria,
que por supuesto seguían existiendo. El odio al protestantismo y el miedo al
papismo, estimulados por rumores acerca de complots jesuítas e intrigas
francesas, como a menudo reflejaban los versos, tomó un cariz político, ya
que se especulaba con la posibilidad —íntimamente relacionada con anterio­
res persecuciones y con la actual corrupción de la corte— de que se impu­
siese en Inglaterra una dinastía católica. Ningún suceso político refleja me­
jor el poder del verso satírico que el hundimiento de Jacobo Π a partir de la
exaltada campaña periodística en contra de su política pro católica; y algu­
nas canciones tuvieron el impacto político de «Lilliburlero», el himno de la
Revolución Gloriosa de 1688.
No hay que olvidar que también se imprimían las protestas de los purita­
nos, los disidentes, los republicanos, los cromwellianos nostálgicos e incluso
la de los comunistas prematuros al estilo de los Diggers y los Levellers. Dry­
den mostró cómo los modelos romanos podían adaptarse a los acontecimien­
tos, vicios y personajes contemporáneos. La sátira romana, en cuanto sátira
política, había cargado contra aquellos individuos que se aprovechaban de un
sistema perfectamente válido. Este es el caso de Persio en su crítica a la cor­
te de Nerón y de los ataques del arrepentido Marcial y de su amigo Juvenal
en contra de la crueldad de un Domiciano autocrático; pero no criticaban el
concepto mismo de autocracia o de culto imperial. La nueva sátira neoclási­
ca, sin embargo, podía llegar a cuestionar, o defender, el derecho divino de los
monarcas, la relación gobierno-religión, el monopolio real sobre los asuntos
internacionales o incluso los cambios en las convicciones políticas o religio­
sas personales. Los nuevos neoclásicos se sirvieron de la discusión crítica so­
bre literatura, que los autores satíricos romanos habían llevado a un nivel es­
tético y casi despolitizado, como pretexto para manifestar sus antipatías y
simpatías políticas y personales. En consecuencia, el modo heroico-burlesco
y la parodia, que hasta el momento eran simplemente un arma más en manos
de los autores romanos, se transformaron en un estilo satírico propio, como
podemos ver en la obra MacFlechioe de Dryden.
Eran excepcionalmente frecuentes las sátiras sobre temas de literatura, a
menudo sobre las discusiones críticas que se encuentran en Horacio: uno de
los recursos habituales para desacreditar los principios y las lealtades de un
individuo consistía en manchar su reputación o, peor aún, en desmerecer su
arte. El metro preferido de un autor podía ser objeto de burla, como lo po­
dían ser también su amante o los principios morales defendidos.
El sucesor más destacado y el rival artístico más cercano a Dryden fue
Alexander Pope (1688-1744), cuya Dunciad (1728) está indudablemente ins­
pirada en MacFlecknoe menos en el objetivo literario, que en Pope es múlti­
ple mientras que en Dryden es único. La primera sátira de Pope, excluida por
las conjeturas del momento de tomar parte en los conflictos religiosos, polí­
ticos y literarios de los que, antes de 1714, surgieron tantos buenos poemas
partidistas, se titulaba The Rape o f the Lock (1712; revisada y ampliada en
1714). Se trata de un relato'heroico-burlesco de una pelea en sociedad. Su
modelo clásico no es ningún autor propiamente satírico, sino la versión de
Catulo del elogio irónico que Calimaco dirigió a la reina egipcia Berenice;
en él se relata de forma divertida cómo el mechón de Berenice, previamente
sacrificado por la reina para garantizar la seguridad y la victoria militar de su
marido, se eleva al cielo transformándose en Coma Berenices. Samuel John­
son la calificó como la obra «más alegre, ingeniosa y deliciosa» de Pope.
Pope, no obstante, irá abandonando en sus sátiras de inspiración clásica
este tipo de invectiva vehemente y autoritaria, excepción hecha de su áspe­
ro pronunciamiento —a la manera de Dryden— contra los poetas contem­
poráneos y que lleva el título de Dunciad (1728). En su lugar adoptará un
discurso reflexivo y refinado para el cual tomó como modelo la fingida e in­
geniosa conversación urbana de Horacio. El Arte poética sirvió de modelo
para An Essay on Criticism (1711), pero es Imitations o f Horace, de Pope,
escrita en 1733 y en los años siguientes, el mejor ejemplo —anterior al si­
glo xx y en lengua inglesa— de una interacción creativa y fructífera entre un
poeta antiguo y uno moderno. En estos poemas, Pope llevó hasta el límite el
amplio concepto de Imitation, pues combinó la traducción fiel del original con
comentarios irónicos y contemporáneos sobre las implicaciones y puntos de
vista de la misma; además, en su versión de Epístolas, 2, 1, de Horacio puso
como destinatario, en lugar de Augusto, al completamente inadecuado Jor­
ge Π. Estas Imitations, junto a algunos de sus Moral Essays, en particular
la transformación horaciana de la sexta sátira de Juvenal acerca del tradi­
cional tema de los vicios y la estupidez del sexo femenino (Epístola 2, So­
bre el carácter de las mujeres), se consideran normalmente como las me­
jores y más sutiles obras de Pope; pero para poder apreciar mejor toda su
complejidad deberían publicarse, como se hizo inicialmente, junto con el
texto latino.
La ironía subyacente en los versos siguientes sigue siendo perceptible:

A ti el universo te rinde este homenaje,


la cosecha temprana, pero maduro el elogio.
¡Gran amigo de la LIBERTAD!, entre reyes un nombre
por encima de toda gloria griega o romana;
su palabra es la verdad, tan sagrada y venerada,
como los oráculos del cielo proferidos desde el altar.
¡Prodigio de reyes! Como él para un mortal
jamás nadie ha existido y jamás existirá.
Justo en un caso, pero aun así es manifiesto que
vuestras gentes, Señor, son parciales en el resto;
enemigos de todo valor de la vida excepto de la vuestra
y, abogados de la locura, muertos y desaparecidos.
Autores que, como las monedas, con la edad adquieren valor;
más es la pátina que vale y no el oro.*

Su obra maestra es, sin embargo, la E pistle to Dr. Arbuthnot , que sirvió
de Prologue to the Satires (1734). Aquí Pope, sin inspirarse en ninguna obra
de Horacio en concreto, usa el perfil fragmentario de sí mismo, como hizo
Horacio en sus escritos, para crear un divertido —aunque ligeramente de­
fensivo— autorretrato que justifique la finalidad y la motivación de sus Imi­
tations. Más que de imitación se trata de transmutación.
Para los historiadores de la literatura, sin embargo, Pope marca el princi­
pio del fin de la sátira clásica en verso. En manos de Waller, Oldham y Dry­
den, el pareado heroico se había convertido en una versificación retórica, va­
riada, fluida y vigorosa, capaz de conseguir los más diversos efectos, desde la
más simple frivolidad hasta una emocionante profundidad. El pareado de
Pope cierra, junto al hexámetro de Juvenal, un capítulo. Después de él nadie
supo escribir tan bien en este estilo; en todo caso escribió de forma diferente.
La disponibilidad , por así decirlo, de estas técnicas del verso ya se había ma­
nifestado anteriormente en algunos pasajes impresionantes de la célebre, aun­
que tendenciosa, sátira The D ispensary (1699) de sir Samuel Garth; en ella
hay rasgos de la intención de Pope y reminiscencias de la fuerza de Dryden.
Aun así, fue Pope quien consumó prácticamente el potencial de la forma. Sa­
muel Johnson ya lo constató al afirmar que después de Pope sería «arriesga­
do ... intentar perfeccionar la versificación». Pero el precio que pagó Pope
por su logro fue, en palabras de Cowper, que

hizo de la poesía un arte meramente mecánico


y cada curruca canta su melodía de memoria.**

La lenta decadencia del pareado cerrado va acompañada del surgimiento


del espíritu romántico, que se volcó en la lírica griega y los sentimientos y

* [To thee, the World its present Homage pays, / The Harvest early, but mature the Praise: /
Great Friend of LIBERTY! in Kings a Name / Above all Greek, above all Roman Fame: / Whose
Word is Truth, as sacred and revered, / As Heaven’s own Oracles from Altars heard. / Wonder of
Kings! like whom, to mortal Eyes / None e’er has risen, and none e’er shall rise. / Just in one Ins­
tance, be it yet confess’d / Your People, Sir, are partial in the rest: / Foes to all living Worth ex­
cept Your own, / And Advocates for Folly dead and gone. / Authors, like Coins, grow dear as they
grow old; / It is the Rust we value, not the Gold.]
** [Made poetry a mere mechanic art, / And every warbler has his tune by heart.]
las experiencias del hombre corriente, abandonando los clásicos romanos de
la sátira. Paulatinamente, el romanticismo forzará la desaparición del parea­
do, y con ella disminuirá correspondientemente la influencia de la sátira clá­
sica en la inglesa.
Sin embargo, cualquier consideración acerca de la influencia de la sátira
romana en la inglesa resultaría incompleta si no tuviésemos en cuenta las
imitaciones que hizo Samuel Johnson (1709-1784) de las sátiras tercera y dé­
cima de Juvenal: London (1738) y The Vanityo f Human Wishes(1749).A
pesar de no tener la fuerza de un Pope en susadaptaciones deHoracio,John­
son consigue infundir a la ingeniosa retórica de Juvenal una moralidad so­
lemne, que modifica de forma radical el carácter del original; para ello recu­
rre a unos equivalentes modernos —y bastante creíbles— para los vicios y
caracteres condenados por el original, como por ejemplo con Thomas Wol-
sey (m. 1530), personaje equivalente a Sejano:

Con toda su dignidad, ved aquí a Wolsey,


la fortuna en la mano, su palabra es la ley:
a él la iglesia, el reino, sus poderes confían,
a través de él la luz del favor real brilla,
hace corrersu gesto el río de los honores,
tan sólo su sonrisa otorga seguridad.
En pos de nuevas cimas se alzan sus deseos insaciables,
una demanda lleva a otra, y el poder lo encumbra en el poder,
hasta que, hastiado de conquistar sin resistencia,
ante él rendidos los privilegios, ninguno le quedó por detentar.
El soberano frunce al fin el ceño: el séquito real
nota el torvo mirar, y de odio ve en él la señal.
A dondequiera que acude lo miran como a un extraño,
quienes le suplicaban de él hacen escarnio, huyen de él sus allegados.
Se esfuman de inmediato la altivez de su estado,
el palio de oro, la vajilla resplandeciente,
el regio palacio, la lujosa mesa,
la legión de librea y el servil señor.
Por su edad, por sus cuitas y achaques abatido
busca el refugio de un monástico retiro.
La pena ayuda a la enfermedad, le escuece recordar su locura,
y su postrer suspiro le reprocha haber confiado en reyes.
Pues, ¿para qué erigió Wolsey junto a simas de fortuna
sobre cimientos endebles tan enorme peso?
¿Para qué, si no fue para abatirlo el golpe del infortunio
con más estrepitosa ruina al fondo del abismo?*

* [In full-blown Dignity, see Wolsey stand, / Law in his Voice, and Fortune in his Hand: /
To him the Church, the Realm, their Pow’rs consign, / Thro’him the Rays of regal Bounty shi­
ne / Turn'd by his Nod the Stream o f Honour flows, / His Smile alone Security bestows: / Still
to new Heights his restless Wishes tow’r, / Claim leads to Claim, and Pow’r advances Pow’r; /
Till Conquest unresisted ceas’d to please, / And Rights submined, left him none to seize. / At
Length his Sov’reign frowns— the Train of State / Mark the keen Glance, and watch the Sign to
Johnson fue capaz de encontrar en los modelos romanos una nueva inspira­
ción; siguiendo más a Juvenal que a Horacio, supo infundir a sus originales
una pasión que emanaba de sus propias experiencias:

Dígnate dirigir la mirada al fugaz mundo,


y apártate un momento de las Letras, para ser sabio.
Observa allí los males que a la vida del eradito afligen:
estrecheces, afanes, la envidia, el mecenas, la cárcel.
Ve a las naciones, de entendimiento tardo y parcas en la justicia,
al sepultado Mérito erigir tardío busto.
Si el sueño aún halagador encuentras, atiende una vez más,
oye la vida de Lydiat y el fin de Galileo.*

Charles Churchill (1732-1764) representa una actitud diferente frente a


los modelos romanos. Al igual que Johnson, trata los pareados de Pope de
forma innovadora. Yvor Winters, refiriéndose al último poema largo que
Churchill escribió hacia el final de su vida, The D edication, dijo que era «el
mayor poema en lengua inglesa del siglo xvm y uno de los mejores jamás
escritos en nuestra lengua». Churchill empezó mostrando su talento a través
de la imitación. En The P rophecy o f Famine, los escoceses ocupan el lugar
de los griegos de Juvenal, y en The A uthor se reflejan los clásicos temas de
Juvenal y Marcial; en esta última obra Churchill deplora el estado del saber
y la poesía en aquel momento, y además introduce la idea de Persio sobre la
virtud menospreciada: «y Virtud, desde su amplio pedestal agitada, / el Azo­
te del Vicio temía».
La sátira misma, o la discusión en tomo al género, proporciona otro tema
que el autor comparte con la tradición romana, tal y como muestra esta cita:

Sátira, aun cuando gobiernen la Envidia y el mal humor,


la mente del hombre siempre deberá seguir su camino ...**

La obra Night. An E pistle to R o b ert L loyd recoge la idea de Juvenal del mun­
do como vanidad de vanidades:

hate. / Where-e’er he turns he meets a Stranger’s Eye, / His suppliants scorn him, and his Fo­
llowers fly: / At once is lost the Pride of aweful State, / The golden Canopy, the giitt’ring Pla­
te, / The regal Palace, the luxurious Board, / The liv’ried Army, and the menial Lord. / With
Age, with Cares, with Maladies oppress’d / He seeks the Refuge of monastic Rest. / Grief aids
Disease, remember’d Folly stings, / And his last Sighs reproach the Faith of Kings. / For why
did Wolsey near the Steeps of Fate, / On weak Foundations raise th’enormous Weight? / Why
but to sink beneath Misfortune’s Blow, / With louder Ruin to the Gulphs below?]
* [Deign on the passing World to tum thine Eyes, / And Pause awhile from Letters, to be
wise; / There mark what Ills the Scholar’s Life assail, / Toil, Envy, Want, the Patron, and che
Jail. / See Nations slowly wise, and meanly just, / To buried Merit raise the tardy Bust. / If
Dreams yet flatter, once again attend, / Hear Lydiat’s Life, and Galileo’s End.]
** [Satire, whilst Envy and ΠΙ-humour sway / The Mind of Man, must always make her
Way ...]
Vicio tras vicio con ardor persiguen,
y una vieja locura veinte nuevas consigue.*

Rechaza con elegancia la ambición, tal y como hace Juvenal en sus comen­
tarios sobre Alejandro y Aníbal:

Ocupado con nimiedades a través del valle de la vida,


el hombre contra el hombre se enfrenta sin causa para la lucha;
los ejércitos se arman unos contra otros y millares perecen,
por un ruin poco que no alimenta ni a cincuenta.
Las ardillas se disputan las nueces y, bien o mal,
ambiciosos luchan porios reyes del imperio universal.
¿Qué más da? Para nosotros todo es lo mismo,
una nuez, un universo, una ardilla y un rey.**'

Con ironía similar reemprende en The Times la crítica que Juvenal dirigió en
su sátira novena a los homosexuales pederastas; en las críticas violentas al
obispo Warburton, en The Duellist y The Dedication, Churchill pone en prác­
tica el método directo de Juvenal con la mayor ferocidad posible. Los si­
guientes versos están claramente inspirados en la octava sátira de Juvenal
sobre las pretensiones morales de la aristocracia:

Pero ¿qué es el linaje si, para complacer a la Humanidad,


los heraldos crean insignias de la nada?***

En sus poemas se manifiesta una fuerte tendencia a recurrir a los autores de


la sátira formal neoclásica. Los maestros ingleses actúan ahora como inter­
mediarios de la influencia clásica. Esta situación afectaría durante un tiempo
a los sucesores de Pope y sólo al final se intentaría, no sin esfuerzo, volver
a la imitación directa de Horacio, Persio y Juvenal.
Por ello no hace falta que nos detengamos excesivamente en los suceso­
res inmediatos e incluso en algunos contemporáneos de Pope. Los pareados
heroicos, que habían alcanzado su máxima expresión con Pope, resultaban
ahora demasiado familiares y aburridos. Esta extenuación iba acompañada de
un moderado cambio de la sensibilidad, preludio de la eclosión espiritual del
romanticismo. Resultaba tentadora la idea de imitar a Pope, pero desalenta­
dora la de emularlo. Aun así, hubo algunos continuadores del estilo heroico-
burlesco de la obra Dunciad, aunque siempre mantuvieron una distancia pru-
* [Vice after Vice with Ardour they pursue, / And one old Folly brings forth Twenty
new.]
** [Perplexed with Trifles through the Vale of Life, / Man strives ’gainst Man, without a
Cause for Strife; / Annies embattled meet, and Thousands bleed, / For some- vile Spot which
cannot Fifty feed. / Squirrels for Nuts contend, and, Wrong or Right, / For the World’s Empire
Kings ambitious fight. / What Odds? — to us ’tis all the self-same Thing / A Nut, a World, a
Squirrel, and a King.]
*** [But what is Birth, when, to delight Mankind / Heralds can make those Arms they
cannot find?]
dente: el R oscia d de Churchill y el C onsultad de Chatterton, además de otras
que se han sumergido en las profundidades de la historia de la literatura.
Sería oportuno mencionar a otros autores satíricos menores no sólo como
continuación, sino para mostrar la decadencia a partir de Pope. Edward
Young (1683-1765), más joven que Pope, tuvo bastante éxito con sus siete
sátiras sobre la fama, The U niversal Passion (1725). A veces resulta oportu­
no el tono solemne de sus sátiras e incluso incorpora en sus tardías «Epistles
to Mr. Pope concerning the Authors of the Age» (1730) unos aforismos lati­
nos como el «None think the great unhappy, save the great». Más importan­
tes son William Cowper (1731-1800) y George Crabbe (1754-1832), quizá
los únicos que acompañan el lento pero inevitable declive de la tradición clá­
sica. Podría decirse que The Village de Crabbe, aunque se trata de una sátira
sobre la falsa nostalgia del The D e serted Village (1770) de Oliver Goldsmith,
es esencialmente un comentario benévolo. La sátira no casa con la compa­
sión o el sentimentalismo, tal y como demostraría Wordsworth. Otra forma
más temprana de rebeldía contra las normas habituales de la arraigada sátira
«clásica» fue la adopción del octosílabo, el verso tosco del H udibras, por al­
gunos escritores como Jonathan Swift, John Gay y otros. Pero el mero hecho
de que existiese este género indujo a escribir sátiras a muchos que en otro
momento hubiesen escrito novelas. La lista de autores es interminable y nin­
gún otro periodo ha visto nacer tantas obras poéticas meritorias y competen­
tes en cuanto a técnica. Entre los autores dignos de mención, y aparte de los
ya citados, cabe destacar a Matthew Prior (1664-1721), John Arbuthnot
(1667-1735), Soame Jenyns (1704-1787) con sus obras «The Modem Fine
Gentleman» y «The Modem Fine Lady» (con elementos de la sexta sátira de
Juvenal); Edward Moore (1712-1757), William Whitehead (1715-1785) con
A Charge to Poets, y Robert Lloyd (1733-1764).
Mientras tanto se estaban gestando otros factores históricos que pondrían
final al dominio literario de la sátira formal basada directa o indirectamente
en la duradera tradición romana. El más importante fue el cambio en la sen­
sibilidad. Los problemas sociales, profundamente arraigados, y los apuros
de los pobres bajo un sistema económico injusto, levantaban más compa­
sión que indignación, ya que ¿dónde estaban los individuos corruptos a los
que se podía vapulear personalmente? Autores como Goldsmith, Cowper y
Crabbe se encontraban en el umbral del periodo romántico, la edad del hom­
bre corriente, que postulaba la ruptura con los ideales sociales y literarios for­
jados por la educación clásica y el rechazo de «lenguajes faltos de una voz
viva», tal y como aparece en The Prelude (obra empezada en 1798) de Words­
worth. A finales del siglo xvm las nuevas corrientes de pensamiento eran
igualitaristas y no conformistas, corrientes que vivieron su apogeo en los ex­
cesos (para algunos) de las revoluciones norteamericana y francesa. Tanto los
satíricos romanos como los neoclásicos hablaron de haut en bas\ se ampara­
ban en unos supuestos inamovibles y en un modelo social concreto, y por ello
eran, en muchos aspectos, conservadores. Los paladines populistas, a su vez,
se inclinaban por la balada, la canción e incluso la prosa para expresar su re­
sentimiento y sus ideales. Así lo evidencia la magnífica sátira de Robert
Bums en la que el autor recupera la versificación escocesa autóctona.
La sátira de inspiración clásica resurge por última vez en los escritos de
autores relacionados con la publicación tory The Anti-Jacobin : John Hookham
Frere (1769-1846), George. Canning (1770-1827) y William Gifford (1756-
1826). El «New Morality» (1798) de Canning, escrito en pareados altamen­
te irónicos, arremete contra el Buen Salvaje de Rousseau y contra el senti­
mentalismo democrático y poco patriota de los defensores de la paz con la
Francia republicana. William. Gifford, traductor competente de Persio (1821)
y Juvenal (1802), se inspira para su escritos en el estilo de estos dos autores
latinos: para el despiadado B a via d (1791) se basa en la primera sátira de Per­
sio, y para el M a evia d (1795) en Horacio (Sátiras , 1, 10). (Leigh Hunt, en su
contraataque, se expresa en los mismos términos:) En la vertiente literaria
está por un lado Peter Pindar, nom d e guerre de John Wolcot (1738-1819),
que aplicó la sátira lírica a tejnas políticos, y por otro lado Gifford, que de­
sacreditó, con virulencia clásica, las efusiones de sentimentalismo romántico
de la Accademia della Crusca,* cuyo líder fue Robert Meiry. Críticos conser­
vadores como Gifford, editor de la conocida Q uarterly Review, se recrearían
con similar aspereza en poetas románticos tan célebres como Southey,
Wordsworth, Keats, Shelley y Byron. Una vez más, estas disputas literarias
encubrían diferencias políticas muy marcadas.
Sería el último gran satírico inglés, George Gordon lord Byron (1788-
1824), aristócrata por nacimiento y modo de vida, pero paladín de los opri­
midos y los espíritus libres, quien mejor comprendería que el pareado heroi­
co había alcanzado la cima con Dryden y Pope y que por ello se tenía que
emprender un nuevo camino en la versificación inglesa. A partir del D on
Juan (empezado en 1818) la historia de la sátira de inspiración clásica se
convertirá en crónica mediocre y accidentada. La débilmente consolidada
sensibilidad de la época de la Regencia no supo continuar con la gran tradi­
ción de la sátira neoclásica iniciada por Dryden.
Muchos románticos se iniciaron en el género satírico, generalmente en de­
fensa propia. Shelley (1792-1822) utilizó el pareado satírico en su comedia
aristofánica S w ellfoot the Tyrant y en su áspera crítica del conservadurismo
político y la poesía insípida de Wordsworth titulada P eter B ell the Third.
Keats hizo un intento similar, aunque lo dejó incompleto, en «The Cap and
Bells» (c. 1820). Ninguno de los dos alcanza la elegancia y el ingenio neo­
clásicos y difícilmente superan a otro de los satíricos de la Regencia, W. M.
Praed (1802-1839), la jovial sátira social y la parodia del cual no hacen más
que anunciar la tendencia literaria que se impondría posteriormente.
Byron se inició en esta atenuada tradición neoclásica con su célebre En­
glish B ards a n d Scotch R eview ers (1809). Empieza con una imitación de los
versos de apertura de la primera sátira de Juvenal:

* Academia fundada en Florencia en la segunda mitad del siglo xvi, con el propósito de
depurar la lengua italiana. (N. del e.)
¿No debo oír? ¿Podrá chillar el ronco Fitzgerald
chirriantes pareados en tabernas,
y yo no cantaré por miedo a que tal vez la crítica escocesa
de escribidor me tache y a mi musa denuncie?
A la rima aprestaos: publicaré, con razón o sin ella.
Los necios son mi tema, que mi canto la sátira sea.*

La obra H ints from H orace (1811), una «alusión» al A rte p o é tic a , estaba
escrita en el mismo tono y metro. Ambas obras, en las que, como también en
el D unciad de Pope, está latente el problema de la pérdida de actualidad de
los littérateurs criticados en ellas, no eran más que abortados preludios a la
revuelta que depondría a la sátira neoclásica de su lugar privilegiado.
Byron se inspiró, curiosamente, en los experimentos realizados por John
Hookham Frere en su The M onks a n d the G iants , cuando adoptó las octavas
(el metro del verso tragicómico italiano) para su contundente The Vision o f
Judgement (1821); en ella ataca a Jorge ΙΠ y a su poeta laureado (o lacayo,
según Byron), Robert Southey. La estructura corresponde a la sátira menipea
de Séneca sobre Claudio, la A pocolocyn tosis, aunque la fuerza innovadora es
completamente byroniana. Esta fuerza sigue omnipresente en el D on Juan,
obra que el propio poeta califica de «sátira alegre con la poca poesía que para
el caso se requería» y más adelante de «sátira sobre los abusos de los actua­
les rangos sociales, y no un elogio del vicio». En caso de que en esta ma­
quinaria completamente moderna habitase algún fantasma clásico, sería el
espíritu de Horacio. Pero por todo lo anteriormente mencionado y por todas
las reminiscencias que encierra tanto de Juvenal como de Marcial, este poe~
me fleu ve representa un viraje decisivo en la tradición satírica inglesa.
La sátira extensa halló su continuidad en el siglo xix y en el xx con no­
velistas como Thomas Love Peacock, Charles Dickens, William Makepeace
Thackeray y Samuel Butler, y más recientemente Michael Arlen, Anthony
Powell, Aldous Huxley, Evelyn Waugh, Kingsley Amis, David Lodge y sus
equivalentes del otro lado del Atlántico. Otras salidas literarias menores se
encontrarían en los music-halls Victorianos, la ópera cómica y —en la época
actual— las producciones efímeras, a menudo salvajes, del teatro, el cine, la
radio y la televisión como por ejemplo B eyond the Fringe, M onty P yth on ’s
Flying Circus y Spitting Im age ; en Estados Unidos las representaciones de
Lenny Bruce, Mort Sahl y Mark Russell. Estos, normalmente, se basan en la
parodia y la fantasía. Parece ser que el semblante de la Musa Depravada se
ha vuelto más divertido y, por lo tanto, menos amenazador.
Gracias a la parodia humorística la sátira en verso consiguió mantenerse
viva —aunque de forma inestable— entre el público de las épocas victoriana
y posvictoriana. El culto se inició con R ejected A ddresses (1812) de James y
Horatio Smith, continuó con Thomas Hood (1799-1845), cuyo poema largo

* [Must I not hear? —shall hoaise Fitzgerald bawl / His creaking couplets in a tavern hall, /
And I not sing, lest, haply Scotch reviews / Should dub me scribbler and denounce my muse? /'Pre­
pare for rhyme—I’ll publish, right or wrong; / Fools are my theme, let satire be my song.]
M iss K ilm ansegg an d her P recious Leg, es una sátira seria dirigida contra la
estupidez de los nouveau riche del comercio; y concluyó con W. S. Gilbert
(1836-1911) y su$ óperas cómicas. Es muy representativo del estado lamen­
table en el que se encontraba en estos momentos la sátira que en la revista
cómica Punch se atacase la, disputa literaria entre Bulwer-Lytton y lord
Tennyson. The N ew Timón a n d the Poets (1846) de Lytton es muy floja in­
cluso para unos objetivos tan limitados. Únicamente las breves piezas satíri­
cas de Robert Browning (1812-1889), como B ishop B lougram ’s A pology,
una reminiscencia de los momentos de apogeo de la sátira, y las obras atípi-
cas de poetas como A. H. Clough (1819-1861) en su Am ours d e Voyage
(1858), «el último decálogo», y en D ipsychus (ambas publicadas después de
su muerte), sirven de contrapeso a la afición del momento por temas más edi­
ficantes, majestuosos o sentimentales.
No obstante, hubjo algunos intentos aislados de recuperar la sátira neo­
clásica en pareados. El laureado Alfred Austin (1835-1913) se burla de las
extravagancias de las clases altas londinenses en The Season (1861), que tie­
ne muchos puntos en común con las traducciones de Byron y de Dryden de
la sexta sátira de Juvenal sobre las mujeres, aunque no manifiesta la misma
fuerza; M y Satire and Its C ensors (1861), de nuevo con rasgos de Byron, es
apenas mejor.
Más recientemente, Roy Campbell (1901-1957) compuso unos versos vi­
gorosos aunque algo toscos: su polémica G eorgiad (1931) y The Flowering
Rifle (1938), una larga lamentación derechista. Sin embargo, se han quedado
sólo en experimentos impresionantes. Ninguna de las dos se remite directa­
mente a los orígenes clásicos de la sátira, aunque Campbell hizo una traduc­
ción vivaz en metro heroico de A rte p o ética de Horacio, The A rt o f Poetry
(publicada en 1960).
Aun así, la sátira se hallaba atrincherada, como parte constituyente, en el
modo predominantemente lírico de la poesía del siglo xx. Se manifestará
acompañada de una feroz ironía en los poetas de la primera y la segunda gue­
rra mundial. Su poesía está, sin embargo, más arraigada en lo autóctono que
en lo clásico. Entre estos poetas figuran Siegfried Sassoon (1886-1966), Ro­
bert Graves (1895-1985) y Wilfred Owen (1893-1918); todos ellos se inspi­
ran más en Swift que en Juvenal, tal y como muestra su realismo desilusio­
nado y el tono mordaz que utilizan.
Finalmente, «The Homage to Sextus Propertius» (1917) constituye una
de las últimas grandes obras de imitación de la tradición inglesa. Proper-
cio, contemporáneo de Horacio, puede considerarse de hecho como un poe­
ta romántico elegiaco; Pound, sin embargo, estaba convencido —no sin ra­
zón— de que la obsesión erótica por su amante Cintia encubría una serie
de comentarios políticos y críticos acerca del imperialismo de Augusto
y de la poesía cortesana que lo acreditaba. Basándose en ello, Pound trans­
formó estas observaciones satíricas en crítica irónica del imperio británi­
co, ya que no hay que olvidar que se publicó en torno a la primera guerra
mundial:
Y no palpitan mis ventrículos al cesáreo ore rotundos,
ni al compás de los frigios padres.
Marinero, de los vientos; labrador: sobre sus bueyes;
soldado: enumeración de las heridas; el apacentador de rebaños, de ovejas;
nosotros, en nuestra estrecha cama, apartándonos de las batallas:
cada cual en donde puede, gastando el día a su manera ...
En las marismas de Accio, Virgilio le hace de jefe de policía a Febo.
Él sabe tabular las grandes naves del César.
Se emociona con el arsenal de Ilion,
agita las armas troyanas de Eneas,
y las esparce a montones por playas lavinias.
¡Abrid paso, escritores romanos,
despejad la calle, oh griegos!,
porque se inician las obras de una Ilíada mucho mayor
(y a la imperial medida)
¡Despejad la calle, oh griegos!*

Por desgracia, y debido a su crítica a la sociedad, Pound no pudo desarrollar


una «retórica pública» comparable a la de los neoclásicos. El resultado es, a
pesar de las ráfagas de invectiva satírica en sus Cantos, un monumento a la
frustración, al igual que sucedía con Roy Campbell en su intento más tradi­
cional de reavivar la discusión seria en tomo a las principales cuestiones de
orden público.
T. S. Eliot, discípulo de Pound, se propuso iniciar la tercera sección
(«The Fire Sermon») de La tierra baldía con una extensa imitación del Rape
o f the Lock de Pope, con versos como:

Después de ello, se dirige al baño de vapor,


con sus mechones revueltos por pequeños amores palpitantes,
perfumes, producto del ingenio francés,
enmascaran el conocido y fuerte hedor femenino.**

Pound le aconsejó que «hiciese algo diferente». El tono satírico de Eliot ad­
quiere especial relevancia en epigramas como «Mr. Apollinax», una pulla a
Bertrand Russell, o «Sweeney Agonistes», al estilo de Aristófanes. Debido al
afán de Eliot de volver a la tradición clásica, a su admiración por Dryden y a
su deseo de presentar las taras de una sociedad en decadencia, su Cuatro

* [And my ventricles do not palpitate to Caesarial ore rotundos / Nor to the tune o f the
Phrygian fathers. / Sailor, of winds; a plowman, concerning his oxen; / Soldier, the enumeration
of wounds; the sheep feeder, o f ewes; / We, in our narrow bed, turning aside from battles: / Each
man where he can, wearing out the day in his manner ... H Upon the Actian marshes, Virgil is
Phoebus’ chief of police, / He can tabulate Caesar’s great ships. / He thrills to Ilian arms, / He
shakes the Trojan weapons of Aeneas, / And casts stores on Lavinian beaches. / Make way, ye
Roman authors, / clear the street, 0 ye Greeks, / For a much larger Iliad is in course of cons­
truction / (and to Imperial order) / Clear the street, O ye Greeks!]
** [This ended, to the steaming bath she moves, / Her tresses fanned by little flutt’ring
Loves; / Odours, confected by the artful French, / Disguise the good old hearty female stench.]
cuartetos y poemas similares no dejan de ser principalmente meditaciones
personales que poco tienen que ver con el ámbito público.
En este capítulo nos hemos ocupado del auge y de la decadencia, o me­
jor dicho, de las. intermitencias en la sátira convencional en lengua inglesa.
El fenómeno literario evidencia de forma muy interesante cómo se absorbió
el legado clásico, no sólo .a través de la traducción libre y las adaptaciones
exactas, sino también a partir del uso creativo que se hizo del original, como
sucedió con las Satyres isabelinas, con las imitaciones y alusiones de la Res­
tauración y del neoclacisismo, y recientemente con el «Homage» de Ezra
Pound.
Aun así, hay que reconocer c¡ue, a pesar del beau monstre de Pound, la
influencia directa de la vena romana de la sátira en la poesía inglesa del
último siglo y medio ha ido disminuyendo. En mi opinión no se debe úni­
camente a la alienación del mundo actual respecto a la Antigüedad o a la
marginación de los estudios clásicos en la enseñanza, sino más bien a la na­
turaleza de la sensibilidad posromántica en su manifestación poética. Ya no
existe el discurso público en el que se apoyaban los isabelinos y neoclasi-
cistas. La sensibilidad romántica junto a la preocupación por el estado de
ánimo de cada uno, expresados mediante imágenes asociativas, y a veces un
lenguaje hermético y una lógica oscura, tienen poco en común con las exi­
gencias ecuánimes de la sátira; incluso en una época en la que con la pro­
liferación de las más infames tácticas de guerra, la sátira parece escribirse
por sí sola.

B i b l io g r a f ía

Sobre la sátira en general

Coffey, Michael, Roman Satire, Londres, 1976.


Elliot, Robert C., The Power o f Satire, Princeton, 1960.
Grigson, Geoffrey, ed., The Oxford Book o f Satirical Verse, Oxford, 19S0.
Highet, Gilbert, «Satire», en The Classical Tradition: Greek and Roman Influences
on Western Literature, Oxford, 1949 (hay trad. cast.·. La tradición clásica, Méxi­
co, 1954).
Sullivan, J. P., ed., Critical Essays on Roman Literature: Satire, Londres, 1963.

Sobre la sátira y el epigrama de los siglos xvi-xvn

Alden, R., The Rise o f Formal Satire in England under Classical Influence, Filadel-
fia, 1899.
McEuen, Kathryn Anderson, Classical Influence upon the Tribe o f Ben, Nueva York,
1968.
Whipple, T. Κ., Martial and the English Epigram from Sir Thomas Wyatt to Ben Jon­
son, Berkeley, 1925.
Sobre la sátira neoclásica

Frost, William, «English Persius: The Golden Age», Eighteenth-Century Studies, 2, 2


(1968), pp. 77-101.
Jack, Ian. Augustan Satire: Intention and Idiom in English Poetry 1660-1750, Ox­
ford, 1952.
Kupersmith, William, Roman Satirists in Seventeenth Century England, Lincoln, Ne­
braska, 1985.
Lord, George de F., ed., Anthology o f Poems on Affairs o f State: Augustan Satirical
Verse 1600-1714, New Haven, 1975.
Piper, William Bowman, The Heroic Couplet, Cleveland, Ohio, 1969.
Stack, Frank, Pope and Horace: Studies in Imitation, Cambridge, 1985.

Sobre la Regencia y la sátira moderna

Sutherland, James, English Satire, Cambridge, 1958.


Heath-Stubbs, John, The Verse Satire, Oxford, 1969.
Gordon Braden
IX. EL TEATRO

El legado que el teatro clásico ha dejado en nuestra época puede resul­


tar difícil de discernir del mismo concepto de teatro. En un cuento de Bor­
ges se relata cómo Averroes se quedó desconcertado ante dos términos que
aparecían en la Poética de Aristóteles («La busca de Averroes», en El Aleph,
Bruguera, Barcelona, 1980), y cómo llega finalmente a la conclusión de que
una «tragedia» es un panegírico y una «comedia» una sátira o un anatema
(«admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las
mohalacas del santuario», p. 76). Este es el comentario más acertado sobre
la Poética que ha podido hacer una mente brillante y culta del Islam medie­
val, teniendo en cuenta que no existía una tradición teatral en la cual basar
el concepto mismo de la obra. Incluso el televidente más adicto sería capaz
de hacer una lectura más precisa de Aristóteles que la que hizo el gran filó­
sofo árabe, que consagró su vida al estudio del autor griego. T. G. Rosen-
meyer empieza su capítulo de El legado de Grecia citando a Borges en estos
términos: «El cuento subraya la verdad de que el arte escénico no es un va­
lor universal al que todos los hombres tengan acceso por derecho cultural
inalienable».* Rosenmeyer continúa diciendo que la tradición teatral en la
que nos basamos es una tradición específicamente occidental, cosa que no
podemos decir de otras; a la larga, se ha demostrado que las innovaciones en
el arte escénico del siglo xx tienen poco que ver con la llegada de tendencias
orientales, anunciadas apasionadamente por polemistas como Artaud —re-
cuérdes el teatro No o la danza de Bali—, sino que significan un visible
retomo a los orígenes occidentales. Es difícil creer que las influencias exter­
nas hubiesen dado lugar a una obra tan vanguardista como la consagrada
Endgame de Beckett sin que previamente existiese un género que ha pervi­
vido, con múltiples modificaciones, desde Esquilo y las fiestas griegas.

* Moses Finley, ed., El legado de Grecia. Una nueva valoración, Crítica, Barcelona,
1983, p. 131. (N. del e.)
Lo mismo puede decirse del teatro romano. A través de las versiones la­
tinizadas, la historia preservó el legado griego del desmoronamiento de la ci­
vilización clásica. Aun así, la supervivencia llegó a estar, a veces, muy des­
dibujada. Es muy probable que Séneca escribiese sus tragedias para que fue­
sen declamadas o leídas y no tanto para que se representasen en escena. En
la Edad Media, las sociedades cristiana e islámica no supieron cómo inter­
pretar los manuscritos de dramaturgos tan célebres como Plauto y Terencio;
muchos estaban convencidos, al igual que Averroes, de que se encontraban
ante poemas narrativos en forma de diálogo. No obstante, fue posible recu­
perar la intención teatral de forma que el auge del teatro europeo occidental
quedó íntimamente vinculado a estos textos latinos. Una vez que este teatro
se hubo consolidado como institución internacional con su historia y tradi­
ciones propias, nació un verdadero interés por sus predecesores griegos.
(Hasta 1715 no hubo ningún intento de publicar en inglés una traducción del
Edipo Rey de Sófocles.) En esta evidente filiación del teatro occidental,
Roma señala el eje central, puesto que gran parte de los elementos que nos
remiten a la escena griega tienen su equivalente en su sucesora romana.
Pero la constatación de que estos textos son hereditarios y de que los orí­
genes son indiscutiblemente griegos va más allá del objetivo de este libro y de
una consideración acerca del teatro clásico. El que Roma constituya un puen­
te entre Grecia y el Renacimiento se debe, en gran medida, al deliberado con­
servadurismo de la cultura literaria latina. En este ámbito de la literatura, como
en tantos otros, los autores romanos buscaron ser intencionadamente imitado­
res; tanto Plauto como Terencio citan a menudo la obra —o las obras— grie­
gas sobre las que estaban trabajando —«verbum de verbo expressum» («tra­
ducido literalmente»)— como si pretendiesen justificarse (Adelphoe, 11). Y en
este sentido se les suele evaluar. Que desde el siglo xvm nuestra mirada se
haya apartado del teatro romano para fijarse en el griego, se debe a la convic­
ción de que gran parte de las obras latinas tienen su equivalente en griego, y
en una forma mucho más variada, sólida e interesante. La revalorización del
teatro romano en el siglo xx no ha contribuido a desplazar esta creencia pero
sí la ha matizado; en este punto nos detendremos para analizar cuál es el va­
lor actual propiamente romano y no griego. ¿Cuál es la contribución específi­
camente romana al tgatro cuya continuidad queda asegurada por Roma mis­
ma? Por supuesto no es una cuestión que merezca un tratamiento tan amplio
como la del teatro griego, pero en algunos aspectos resulta más difícil.
En cuanto a la comedia, es casi imposible determinarlo y seguramente no
viene al caso. Conocemos la comedia griega en gran parte a través de la Co­
media Antigua y de las obras de Aristófanes, una forma que jamás arraigó en
otras culturas. La Comedia Nueva, continuadora de la Antigua, ha sido frag­
mentada, casi en la totalidad, por la historia, a pesar de que fue muy popular
en la Antigüedad. Ni una sola obra parecía haber quedado intacta hasta que se
descubrió, en este siglo, el Díscolo de Menandro. Todo lo que sabemos de la
Comedia Nueva lo deducimos o lo extrapolamos de las imitaciones romanas.
Así, todos nuestros conocimientos acerca del argumento de la obra Homoioi de
Po.sidipo («Los semejantes», sólo se ha conservado el título) son deducciones
de la obra Menaechmi de Plauto, probablemente su equivalente romano. Con
esta información completaríamos los anales de la Comedia Nueva, pero no sa­
bríamos haüta qué punto ésta difería —o no— de las obras de Plauto y Teren-
cio. A pesar de la perseverancia de los eruditos en localizar las aportaciones
estrictamente romanas —extrayendo, en palabras de Eduard Fraenkel, los ele­
mentos plautinos de Plauto— existe algo en el modus operandi de la comedia
que dificulta el acceso a tal información. Sirviéndose del lenguaje corriente y
de las costumbres de las clases bajas, la comedia se transformó en vehículo de
expresión inmediata del entorno sociohistórico del momento; la constatación
de que una comedia griega y una romana con la misma trama fueron popula­
res tanto entre griegos como entre romanos con nombres griegos significa mu­
cho y a la vez nada. La repercusión de un Plauto o un Terencio es inmensa,
aunque no será su ramanitas lo que más imitarán sus sucesores, ya que éstos
no tardarán en reemplazar el reparto original o bien por cínicos personajes ita­
lianos del Renacimiento o bien por severos protestantes ingleses.
En el caso de que en la historia del teatro romano perviviese una tenden­
cia específicamente romana, ésta se hallaría reflejada en la tragedia, cuyos
personajes se insertaban —y hasta cierto punto siguen estándolo— en una
ambientación más abstracta. Muchos autores trágicos del Renacimiento y de
épocas posteriores situaron este ambiente en la Roma clásica. Al situar la es­
cena en este lugar no hacen más que continuar el ejemplo de las tragedias de
Séneca, incluyendo la obra Octavia (no'es una obra auténtica de Séneca); en
ella, el villano es Nerón y Séneca un personaje más, lo cual le servía segu­
ramente para definir el contexto en el que se ambientaban sus escenas de ca­
rácter más mitológico. De hecho se hacen eco de una creencia común según
la cual el Imperio romano constituía el escenario perfecto para los temas trá­
gicos que asolaban la Europa absolutista —y por supuesto era mucho más
idóneo que el mundo descentralizado de las leyendas griegas. Además de es­
tos intereses compartidos, los dramaturgos se apropiaron de otros elementos
de la dramaturgia de Séneca que lo distinguen de su precedente griego. Los
llegaron a integrar de tal forma en el repertorio dramático que ya no pode­
mos distinguir el legado propiamente romano. Cuando en la segunda parte de
la película Iván el Terrible (¡van Groznii, 1942-1946) de Sergei Eisenstein,
el zar Iván anuncia a los boyardos su intención de hacer fracasar su conspi­
ración, ejecutará esta amenaza haciendo honor a su fama: «seré terrible»
(groznom budu). Esta presunción se hace eco de toda una tradición gestual
que, desde la retórica dramática del Renacimiento, «io saro sempre Edippo»
(Lodovico Dolce, Giocastci, acto 5), «Seré Cleopatra» (Shakespeare, Antonia
y Cleopatra, 3, 13, 186), desemboca —es decir, se origina— en una de las
heroínas demoníacas de Séneca (Medea, 171):
N u t r ix : M edea—
M i -:i >i -:a : fiu m .

¡N o d r iz a : M edea— / / Μ εοκα: — A s ís e r é .|
Los personajes griegos, tales como el Edipo de Sófocles o la Medea de
Eurípides, no se imaginan a sí mismos dentro de los términos de una fama
preexistente, lo que los incitaría a hablar de este modo; este tipo de retórica y
psicología nos puede parecer hoy día muy natural, aunque esta naturalidad es
un testimonio de aquellos fundamentos comunes que nos unen al carácter ahe-
lénico del teatro de Séneca. La película de Eisenstein presenta un ropaje his­
tórico poco común: hostigada por el ejemplo y por el ambivalente mecenazgo
de Stalin, coloca al lado del totalitarismo del siglo xx a una de las figuras más
neronianas de aquel periodo del imperio que redescubrió la retórica dramática
de Séneca como vehículo de expresión del «yo» ambicioso.
No obstante, la historia de esta herencia se explica únicamente como un
entrecruzamiento entre la suerte de la tragedia y la de la comedia. El Nach-
leben (vida posterior) de la comedia también es muy constante. Contrastan­
do con Eisenstein podríamos aducir Big Business, una película reciente de
Disney (1989), que demuestra la actualidad, a lo largo de milenios, de la
premisa de los Menaechmi (aunque aquí se da a entender que el equívoco de
los hermanos gemelos idénticos sólo puede funcionar plenamente si es res­
paldado por los efectos ilusorios de la cámara). De todas maneras podemos
afirmar que, desde la Antigüedad, se recurre más a menudo a los textos ro­
manizados de la Comedia Nueva que a la tragedia de Séneca; Terencio, en
cambio, jamás llegó a desaparecer del panorama cultural. Esta práctica está
vinculada a la corriente experimental e innovadora del teatro. A lo largo de
la Edad Media la comedia irá perdiendo su rasgo genérico hasta el punto
de que podía designar tanto una fábula en verso con argumento terenciano
como una narración alegórica sobre la ascensión del alma a Dios (en ella
Virgilio define su principal obra como una tragedia). En su comentario so­
bre Terencio y Séneca, Dante describe claramente la comedia como «un gé­
nero de narrativa poética» (Literary Criticism, o f Dante Alighieri, ed. y trad.
Robert S. Haller, Lincoln, Nebraska, 1973, p. 100). En el Renacimiento se
invertirá la tendencia y, en varias lenguas vernáculas, la comedia será sinó­
nimo de «teatro», y «actor cómico» sinónimo de actor. Esta costumbre, al
igual que en la Comédie Française, sigue vigente hoy día.
El modelo clásico llegó a inspirar, incluso en la Edad Media, una imita­
ción de carácter teatral. Una monja sajona del siglo x, Roswitha de Gan­
dersheim, tomando como ejemplo a Terencio, escribió una serie de «vidas de
santos» en forma de guión dramático probablemente para que se representa­
sen en escena: con mucho ingenio consigue sustituir el ethos del amor por el
tema de la castidad sublimada. Durante el periodo humanístico del siglo xrv
surge un nuevo proyecto que aboga por ponerle un ropaje moderno a la co­
media romana; lo cual, a la larga, resultó ser una de las tentativas más acer­
tadas. El mismo Petrarca escribió, como mínimo, un drama terenciano —al
que puso el elocuente título de Philologia— y del que ha sobrevivido un solo
verso gnómico; parece ser que destruyó deliberadamente toda su obra de
este género por no encontrarle un parecido digno con sus modelos. Pero los
intentos continuaron a lo largo de la siguiente centuria y media, impulsados
en parte por el descubrimiento que en 1428 hizo Nicolás de Cusa de doce
obras inéditas de Plauto. En los años sucesivos empezaron a realizarse nue­
vas puestas en escena de Plauto y Terencio. Los textos de éstos existirían
paralelamente a una serie de comedias neolatinas de autores tan destacados
como Alberti, Bruni (posiblemente) y Eneas Silvio Piccolomini —el futuro
papa Pío II— ; siete obras de Tito Livio dei Frulovisi (1432-1438) constitu­
yen por sí mismas una obra contemporánea bastante considerable. Estas obras
son el antecedente culto de la comedia erudita en lengua vernácula, que fue
creada en el siglo xvi y que se convirtió en el mayor éxito teatral del Rena­
cimiento italiano. Entre sus autores figuran algunos de los más famosos per­
sonajes de la literatura del momento: Ariosto, Aretino, Maquiavelo y Bru­
no. Es interesante detenerse en la trayectoria de Maquiavelo: parece ser que
intentó reestablecer la comedia aristofánica en una obra perdida titulada Le
m aschere. Posteriormente desistió de ello y tradujo la A ndria de Terencio,
que sirvió de precedente a la que es quizá la mayor creación del teatro ita­
liano, La m andrágora (c. 1518).
Estas obras son, en cierto modo, un episodio modélico de la im itatio clá­
sica como intercambio positivo entre tradición y novedad. Algunos elemen­
tos formales de la comedia romana darán lugar a normas teatrales: la divi­
sión en cinco actos, el prólogo burlesco, la escenificación en la calle, y el
aplauso final. En cuanto a la situación central, seguirá siendo lo que North­
rop Frye calificó de situación metahistórica de la comedia: «normalmente su­
cede que un hombre joven desea a una mujer joven, que su deseo topa con
cierta resistencia, generalmente por parte paterna, y que cerca del final de la
obra y gracias a un giro de la trama, el héroe consigue salirse con la suya»
(Anatom y o f Criticism , Nueva York, 1966, p. 163). O en otra definición algo
más contundente, esta vez de Terencio, que habla de sus propios convencio­
nalismos:

El esclavo que corre


o las matronas honradas o meretrices malévolas, una criatura suplantada
rutina, un viejo engañado por el esclavo,
el amor ... el odio ... los celos ... en ñn,
no hay nada que decir que no se haya dicho ya.
(Eunuco, 36-41)

Este será el panorama que predominará en la comedia italiana. Al madurar


en el aspecto formal, la comedia se irá adaptando a las circunstancias del mo­
mento, que le proporcionará nuevos tipos cómicos y satíricos —por ejemplo,
el negrom ante (mago) de Ariosto, personaje de una obra tan anticlerical que
en 1520 León X prohibió una representación de la misma en el Vaticano—
y también una nueva ambientación en la que el Amor pudo materializarse.
Al igual que Roswitha, que adaptó la comedia romana a los arquetipos se­
xuales del convento, los renacentistas italianos la adaptaron a la moralidad
de la novella, algo más licenciosa y dura que la de la comedia clásica, en la
que el predominio de proxenetas y lupanares no impide que el Amor sea
poco promiscuo e incluso completamente legítimo al final. Ni en Plauto ni
en Terencio —ni en otros autores romanos— existe nada parecido al discur­
so pronunciado por el protagonista de Poliscena (obra atribuida a Bruni) en
defensa de la libertad sexual de las mujeres: tampoco en los modelos clási­
cos encontramos —ni siquiera en ejemplos supuestamente impactantes como
el Eunuco de Terencio— la brusquedad y el cinismo que acompañan a los
asuntos sexuales de varias obras italianas. En la obra Philogenia (c. 1430-
1435) de Ugolino Pisani, la protagonista es inducida por su amante a mante­
ner relaciones con algunos amigos de éste, que pretende con ello encubrir su
primer idilio con Filogenia; al final, ella es obligada a casarse con un aldea­
no que representa al cornudo ignorante. En este contexto, la innovación más
significativa será la relevancia que adquirirá, como tema cómico, el obsesi­
vo tópico renacentista del adulterio. En cuanto al enemigo común, y objeto
de burla, será el marido en lugar del padre. En La mandrágora de Maquia-
velo el héroe maquina un engaño en el que el anciano se convierte en cóm­
plice apasionado de la seducción, junto con el héroe, de su joven y previa­
mente casta mujer, hasta tal punto que el marido introducirá la mano entre
las sábanas para comprobar si se cumple lo acordado. Maquiavelo, con su
habitual perspicacia, le pone a la mujer el nombre de Lucrecia para mostrar
hasta qué punto habían cambiado los ideales de la sexualidad femenina des­
de la Antigüedad.
Pero la constante es el tema del engaño, l ’inganno, que el teórico rena­
centista Lodovico Castelvetro reconoció como el centro de interés del gé­
nero (Castelvetro on the Art o f Poetry, trad. ing. Andrew Bongiomo, Bing­
hamton, Nueva York, 1984, pp. 213-217). Aunque el amor quizá cambie de
aspecto, el verdadero epicentro del género sigue siendo el mismo: la trama
compleja e ingeniosa envuelve a Eros en una tupida red de intenciones e
identidades falsas cuyos mecanismos e intersecciones deben ser lo suficien­
temente confusos como para ser interesantes y lo suficientemente claros
como para poder seguirlos. El auténtico carácter sexual de la Comedia Nue­
va está más vinculado a este coqueteo descarado que a la atracción erótica
que emana de sus personajes o a la lascivia de sus juegos. La habilidad que
demostró Terencio al respecto le valió gran parte de su fama; parece ser que
era especialmente hábil en convertir los argumentos únicos en dobles (He-
auton timorumenos, 1-6). Es probable que, en el Renacimiento, los aspiran­
tes a dramaturgo se sintiesen más atraídos por este aspecto de sus modelos
clásicos que por cualquier otro (en La mandrágora hay un breve himno a
l ’inganno, en términos claramente eróticos). Aquí volvemos a tener ocasión
de comprobar la habilidad para fusionar en una nueva creación los ardides
de tramas de diferentes obras romanas. Con ello los autores supieron atraer­
se la atención. Al principio de I suppositi (1509), Ariosto presenta su argu­
mento como una combinación original de los dos engaños que aparecen,
uno en la obra Captivi de Plauto y el otro en el Eunuco de Terencio. (La-in­
troducción alude al prólogo de Andria: este título de la obra italiana es un
juego de palabras que encierra todo el fenómeno cómico de la duplicidad.)
Los momentos más álgidos de la tradición son aquellos en los que se inser­
ta en la trama un giro concreto que produce el efecto del enredo. El carde­
nal Bibbiena se forjó su lugar en la historia del teatro al imitar —e incluso
superar— en su Calandria (1513) la comedia Menaechmi; en Calandria los
hermanos gemelos se convierten en hermano y hermana; este intercambio
abrirá las puertas a toda una multiplicidad de arreglos («no sé por qué, pero
Lidio se ha transformado en mujer. Lo descubrí al tocarlo y, a pesar de te­
ner que renunciar al placer, no Üoro tanto por mí como por él, que por mi
causa ha perdido aquello que más apreciaba», 4, 2, cf. Oliver Evans, The
Genius o f the Italian Theater, eá. Eric Bentley [Nueva York, 1964]). El con­
cepto desembocará finalmente en un subgénero: la comedia del disfraz se­
xual, que se introduce en la escena del Renacimiento.
Estos enredos de-la trama podrían ser obra del azar, pero son, en parte,
resultado de la intriga urdida por los propios personajes. El mayor intrigante
podría ser uno de los amantes, aunque normalmente suele ser el sirviente o
el amigo astuto, motivado por una especie de inclinación natural a la mani­
pulación. De hecho se ha llegado a plantear como premisa del género que «el
control que tiene un personaje sobre la acción varía en proporción inversa a
su implicación emocional en la misma, como propone Douglass Parker en
The Complete Comedies o f Terence, ed. Palmer Bovie, New Brunswick, Nue­
va Jersey, 1974, p. 230. Asimismo el estafador, en escena, da la impresión de
ser la propia personificación del autor como un dios oculto entre bastidores.
Esta analogía adquiere especial fuerza en contextos en los que, por así de­
cirlo, el arte de la narrativa dramática empieza a ser recuperada por toda una
cultura. En las novelle, y en otras formas narrativas, pueden encontrarse unas
txamas parecidas, aunque el arte de su escenificación sea completamente di­
ferente, ya que el teatro religioso y popular de la baja Edad Media ofrecía es­
casa orientación al respecto. Si se considera la historia del teatro renacentista
en un contexto más amplio se podría decir que la imitación de la comedia
clásica sirvió de entrenamiento para este arte: incluso se diría que «cambió
completamente la forma del teatro europeo» (Leo Salingar, Shakespeare and
the Traditions o f Comedy, Cambridge, 1974, p. 187).
La commedia erudita, como indica su nombre, peca de excesivo rigor li­
terario, tantas veces atribuido a la imitatio clásica. En su tierra natal no im­
pulsará el tipo de teatro popular nacional que se impondrá en el resto de
Europa a finales del siglo xvi. Su locus seguirá siendo el palacio ducal y la
academia humanista, mientras que gran parte de sus actores continuarán
siendo aficionados, más interesados en su prestigio cultural que en su pro-
fesionalidad dramática. Aun así, esta limitación resultó ser más permeable
que otras. Tanto las obras individuales como los ejemplos presentados por
este género volverán a aparecer en otros teatros públicos, normalmente en
momentos decisivos. Entre las primeras comedias célebres de George Chap­
man encontramos una adaptación general al inglés de Alessandro (c. 1545)
de Alessandro Piccolomini, titulada May Day (1601-1611), y una intriga a
la italiana del Heauton timorumenos de Terendo, titulada All Fools (1601).
En esta ultima aparece un nuevo tipo de intrigante cuya forma de hablar sea
quizá la que más se parezca, de todas las figuras de la escena renacentista,
a la de un dramaturgo: «dejaos gobernar por mí / y veréis cómo confiero una
forma muy perfecta / a esta ordinaria trama, que la ciega Suerte (el gracio­
so / bajo consejo y advertencia), había creado ciegamente» (1, 2, 121-124).
Shakespeare adapta la obra I suppositi —que George Gascoigne tradujo
como The Supposes (1575)— a la historia de Lucentio-Bianca en Lafiere-
cilla domada, entrelazándola con otra trama. Otra obra, algo más inmadura
y anterior, La comedia de los errores, gira en tomo a la duplicación del con­
cepto de la obra Menaechmi. La trama principal de la obra Noche de Reyes
y el artificio más importante utilizado por Shakespeare en sus mejores co­
medias tienen su origen en el giro de Bibbiena, que a su vez halla la conti­
nuidad a través de la obra anónima Gli Ingannati — Los engañados—
(1531), cuyo autor fue, según todos los indicios, Castelvetro.
También en Italia la comedia erudita abrirá al teatro nuevos horizontes,
por ejemplo con las obras de temática rural de Angelo Beolco, conocido ge­
neralmente por el nombre artístico de «il Ruzzante». Beolco se opone, con
tono provocativo, a algunas de las tendencias esnobs del teatro italiano de
principios del siglo xvi, en especial a la devoción que se tenía por el dialec­
to toscano literario y por el distanciaxniento que se mantenía con las clases
bajas rurales, a las que Beolco se sentía especialmente vinculado. Sus pri­
meras obras casi podrían calificarse como sainetes brechtianos, escritos en el
dialecto popular de Padua y en las que el humor, en su sentido más primiti­
vo, es bastante más áspero y brutal —y sexualmente más promiscuo— que
su equivalente urbano. En sus últimas obras, en las que muestra no tanto las
limitaciones de la tradición erudita como la infinita capacidad de adaptación,
Beolco intenta adaptar este ethos a las convenciones y argumentos de la co­
media clásica. Tanto La piovana como La vaccaria (1533) están claramente
modeladas a partir de las obras Rudens y Asinaria de Plauto.
Con la profesionalizacíón del teatro italiano a mediados del siglo xvi
asistimos a la manifestación más importante de la commedia dell'arte. Sus
compañías teatrales difundirán la cultura italiana por los escenarios de Euro­
pa en las dos centurias siguientes; en sus giras por el continente difundirán
sus propias leyendas e ideas cosmopoütas en los talentos locales (durante
muchos años compartieron el Hôtel de Bourgogne de París con la compañía
de Molière). No se ha podido discernir con mucha precisión el verdadero al­
cance de su influencia debido a su carácter de inmediatez; estas compañías
no dejaron nada por escrito ni ningún tipo de recuerdo. Solían ser atraccio­
nes improvisadas en'grupo, con tipos esperpénticos y scenari muy austeros;
cada actor debía tener muy bien interiorizado su papel ya que en el mo­
mento, siempre imprevisible, de la representación todo dependía de la efi­
cacia y de la credibilidad de los actores.
A veces se ha llegado a utilizar dell’arte como antónimo controvertido
de erudita, aunque la diferencia entre ambas tradiciones resulte más que evi­
dente. El abismo que las separa es, en cierto modo, más teórico que real. Los
orígenes del teatro popular se encuentran en el humanismo. En una edición
que recopila los scenari de Flaminio Scála (1611; trad. ing. de Henry F. Sa­
lerno en Scenarios o f the Commedia dell’Arte, Nueva York, 1967) se sitúa
al autor al lado de las grandes-figuras de la Antigüedad, explicando cómo
éste deseaba inmortalizarse a través de estas «memorias impresas de su vida
y su obra» (p. xxxi); tanto esta compilación de Scala como otras muestran
cómo, una vez más, volvía a dominar en el gremio la temática de la Come­
dia Nueva: el amor entre jóvenes, las interferencias de los mayores y en es­
pecial las supposiziorti —nombre dado por Ariosto— que son la identidad
falsa y el engaño premeditado. Gran parte de la energía de los nuevos auto­
res cómicos se canalizó hacia la costumbre erudita de elaborar nuevas alter­
nativas. El tema de los hermanos gemelos siguió ejerciendo gran atracción.
En muchas tramas de Scala aparecen estos gemelos, en algunas en forma de
hermano y hermana. Ciertos scenari de otros autores duplican, e incluso tri­
plican, la ecuación (Li sei simili). Es probable que Shakespeare y otros dra­
maturgos se hubiesen inspirado en estas fuentes, por ejemplo asistiendo a
representaciones, o bien por referencias, o bien porque sabían el latín o el
italiano. En algunas personae se descubren claros rasgos de sus predeceso­
res clásicos: así el viejo Pantalone, el atrevido amante Orazio o el soldado
fanfarrón Capitano Spavento. En cambio, otros caracteres consiguen trans­
formarse de forma espectacular: el servus dolosus (el esclavo pérfido), al
identificarse con tipos populares del momento crea un nuevo espectro de
personajes: Arlequín, Polichinela, Brighella. La commedia dell’arte no se
separa de la tradición erudita, sino que le añade de forma divertida otros ele­
mentos cómicos a modo de improvisación.
Estas diferentes líneas de influencia nacen de otros aspectos de la come­
dia romana: de la habilidad formal y la vitalidad que, de hecho, son caracte­
rísticas propias de Plauto y de Terencio. La herencia de la comedia clásica se
mueve en dos direcciones: por un lado, hacia el tipo de intriga de la pièce bien
faite; por el otro, hacia la fusión con la tradición europea del payaso profe­
sional y virtuoso. Ambos elementos, cuando se asimilan en la misma medida,
como sucede en Molière, que leyó los textos latinos y además actuó con los
italianos, dan lugar a lo que, en un sentido modernizado del término, se ha
llamado comedia clásica. Los dramaturgos romanos de comedia vuelven a
aparecer en el panorama del teatro europeo, aunque de forma completamente
renovada: Terencio es el gran maestro de Diderot y de Congreve; Giraudoux
considera su obra más célebre como la trigésimo octava versión del Anfitrión
de Plauto (una de las versiones anteriores corresponde a Molière). A lo laigo
de los siglos xvi y xvn los modelos romanos quedarán definitivamente inte­
grados en el teatro internacional en las lenguas vernáculas.
Tanto la tragedia como la comedia romanas tuvieron una suerte similar.
En el periodo humanista aparecen vinculadas y complementándose, si bien fue
la tragedia el género predominante. La recuperación de la comedia clásica in­
cluye el reestablecimiento de su semejante más noble. La primera tragedia
«moderna» apenas precede a la Philologia de Petrarca. En 1314, en Padua,
escribe Albertino Mussato su obra latina Ecerinis, seguramente motivado
por la reciente recuperación del Codex Etruscus de las tragedias de Séneca
y por el círculo «prehumanista» de Lovato Lovati, en el que por primera vez
desde la Antigüedad se llegan a comprender los metros de las tragedias. Al
año siguiente de su publicación, los paduanos rindieron un homenaje a Mus-
sato, pues haber resucitado la tragedia senequista tenía un gran valor para los
tiempos que corrían. En Ecerinis toca una temática más contemporánea que
mítica; en ella refleja la vida del tirano Ezzelino da Romano, el ambicioso
signore que había atemorizado, en el siglo precedente, a la población de Pa­
dua, y que Jacob Burckhardt consideró el prototipo del nuevo salvaje que se
impondría entre los políticos italianos del Renacimiento. Mussato lo compa­
ra a Nerón, el emperador loco que se esconde detrás de la galería de villanos
monstruosos de Séneca. Estos temas paralelos seguirán existiendo después
del trecento y fuera de Italia, asegurando de esta forma la hegemonía de la
tragedia de Séneca frente al resurgimiento de la tragedia griega.
Pero esta afinidad tuvo también su contrapartida: los aspirantes a drama­
turgo tuvieron que someterse al teatro relativamente estático de Séneca, el
cual, posteriormente, sería injustamente comparado con sus predecesores ate­
nienses: «Los personajes de la obra de Séneca se comportan ... como una
compañía de juglares, sentados en semicírculo, que se levantan uno a uno
para ejecutar su “número” o intercalando en sus recitaciones una canción o
una réplica. No creo que un público griego hubiese soportado los primeros
trescientos versos del Hercules Furens ...» (T. S. Eliot, Selected Essays, Nue­
va York, 1950, pp. 54-55). A esta desestimación se le podría imputar su poca
imaginación, ya que ha sido precisamente Séneca quien más interés ha des­
pertado en el teatro del siglo XX por la fuerza y el rigor de su dramaturgia.
Peter Brook lo elogia por su «teatro desligado del decorado, del vestuario, de
los movimientos, los gestos y los asuntos de la escena». Pero son justamen­
te estos los elementos de los que más se burlará Eliot: «Lo único que re­
quiere la obra es un grupo de actores que estén completamente inmóviles»
(prólogo a Seneca ’s Oedipus, según una adaptación de Ted Hughes, Garden
City, Nueva York, 1972, p. 5). Aun así, para que esta parálisis al estilo de
Beckett pueda considerarse como tensión dramática habría que examinarla a
la luz de unas exigencias dramáticas más convencionales, exigencias que se­
guramente ya existieron en tiempos de Séneca pero que los humanistas tu­
vieron que recuperar. Los textos de Séneca ayudaron, y al mismo tiempo im­
pidieron, esta recuperación. Unos apuntes de dirección en verso del Ecerinis
muestran hasta qué punto el autor había sido influido, a pesar de sus nuevos
recursos eruditos, por la concepción errónea que la Edad Media se había for­
mado del género. Eso significa seguramente que en su estreno la obra fue de­
clamada por un único orador. A pesar de que los especialistas insistiesen en
esta confusión, la imitatio trágica continuaría conservando un cariz más de­
clamatorio que dramático, y de hecho el género no ha conseguido destacar
consistentemente por encima de la comedia.
La historia de la tragedia humanística es más pobre que la del género có­
mico. Existen menos de seis obras en latín anteriores al siglo xvi y ninguna
de ellas (excepto la primera) pertenece a un autor digno de mención. En el
teatro del cinquecento, la commedia erudita comparte la escena con una serie
de tragedias en lengua vernácula, aunque estas son pocas y sus autores poco
conocidos: Giambattista· Giraldi Cinthio, Lodovico Dolce, Luigi Groto. Su
ámbito suele ser el de la experimentación culta para un público de elite; ejer­
cieron una influencia internacional evidente al llevar al límite el tema de la
villanía propio de Séneca, con lo cual peretendían intensificar el terror y
atentar contra las expectativas generales. El equivalente en lengua inglesa de
estas obras es Tito Andrónico («peor que a Filomena ha tratado a mi hija /
Y peor que Proene me vengaré», 5, 2, 194-195). Es un caso aislado dentro
del canon de Shakespeare.
A raíz de la recuperación, en el siglo XVI, de la Poética de Aristóteles y
de la posterior codificación de las llamadas «tres unidades» —acción, lugar
y tiempo— por Castelvetro (1571), surge una nueva corriente en el seno de
la tragedia humanística que tiende más a un rigor formal que a la temática
sensacionalista. Una muestra de ello son las tragedias francesas de Robert
Gamier y Antoine de Montchrestien, que alcanzaron un importante succès
d ’estime y fueron imitadas en otros países como, por ejemplo, en Inglaterra
en el círculo de la condesa de Bedford, que produjo en la década de 1590 tra­
ducciones y obras originales de la propia condesa, de Samuel Daniel, de Ful-
ke Greville y de Thomas Kyd. En su Defence of Poetry, Philip Sidney, her­
mano de la condesa, intenta justificar este tipo de tragedias «corrientes»; se
trata de una reivindicación bastante común, sobre todo en países en los que
había conseguido arraigar el teatro popular mestizado. Por su excesiva serie­
dad, estas obras se han convertido en el paradigma del esnobismo intelectual
que amenaza al teatro, mostrando con ello lo absurdo que resulta un enfoque
exclusivamente literario del drama. Al ser excesivamente prolijas subordinan
la acción dramática al discurso, muy retórico, de tal forma que consiguen eli­
minar de la escena no sólo la violencia sino incluso el enfrentamiento entre
los principales antagonistas. Como alternativa a lo que se estaba haciendo en
Bankside, resulta un esfuerzo vanamente perverso.
La tragedia, al ser escenificada, se halla más cerca de la «polinización cru­
zada», que tanto lamentaba Sidney, que de la imitación de Séneca. Giraldi
Cinthio inaugura una importante corriente de experimentación en el género,
tanto en la teoría como en la práctica: su cuarta obra, Altile, tendrá un final
feliz. A esta nueva modalidad la llamará tragedia di lieto fin, es decir, trage­
dia de final feliz. Giambattista Guarini, en la misma línea, sustituirá este tér­
mino por el más célebre de «tragicomedia» (extraído del prólogo del Anfitrión
de Plauto) con el que designará a su obra II pastor fido (1589), que tuvo un
éxito internacional. En Jean Rotrou encontramos un buen ejemplo de estos
nuevos arreglos, ya que tradujo el prólogo de Juno en el Hércules Furens,
que utilizó posteriormente para el comienzo de Les Sosies (1637), su versión
del Anfitrión. El término tragicomedia no exige el predominio de un tono
cómico o que sean imprescindibles las escenas cómicas. Se aplica a una tra­
ma no cómica con un aparente final trágico pero que, gracias a un ardid com­
plejo e inesperado en el hilo conductor de la historia, no se produce. Los teó­
ricos vieron en este género la expresión de la fe cristiana como el objetivo fi­
nal y providencial de la contingencia del hombre. En este sentido, el autor no
representaría a un Dios en general, sino al Dios del Nuevo Testamento, mien­
tras que la dramaturgia sigue la trayectoria de la teología. Pero lo que en de­
finitiva se pretende con ello no es la exclusión de los finales trágicos, que con­
tinuarán existiendo, sino la asimilación de estos finales —y las expectativas
generales que los acompañan— a unos mecanismos de elaboración de la tra­
ma y de los personajes que ya existían para la comedia. «La tragedia europea
se definiría como una amalgama de la dramaturgia de Terencio, del tema en
cuestión y de una dicción elevada que la tradicional teoría de la retórica aso­
ciaba a la tragedia» ([Martin Mueller, Children o f Oedipus, Toronto, 1980,
p. 12). No obstante, a mediados del siglo xvn, cuando Corneille utiliza su ex­
periencia en la comedia y en la tragicomedia para su adaptación de la Medea
de Séneca, esta fusion ha sido aceptada por todos menos por el clasicismo
académico.
Medea (1635) es un buen ejemplo de aquellos aspectos que debían cam­
biar para que la tragedia neosenequista se pudiese escenificar. En ella se
prescinde completamente del coro, el diálogo adquiere relevancia en detri­
mento del discurso declamatorio (empieza con una conversación bastante
informal) y se introducen nuevos papeles hablados y se perfilan los ya exis­
tentes. La trama presenta una hábil complicación, de tal forma que el final
catastrófico, más que predestinación, parece resultado del enredo entre el
personaje y su circunstancia (aparece un nuevo detalle que gira en tomo a
la funesta vestidura con la cual Medea matará a su rival Creusa). Es difícil
separar los aspectos técnicos de este cambio del traslado temático de la ac­
ción hacia el tema del Amor, propio de la comedia. La innovación más im­
portante de Corneille respecto a la trama es la creación de la configuración
Medea-Jasón-Creusa vinculada al triángulo amoroso Jasón-Creusa-Egeo y
que tiene algo de cómico: el hombre joven que obtiene la mujer joven del
senex. Este tipo de contaminatio se convertirá en recurso habitual en las ac­
tualizaciones de las obras trágicas clásicas: el Edipo (1659) de Corneille se
separa de su modelo clásico al introducir en la trama a dos jóvenes aman­
tes, Teseo y Dirce, que acabarán casándose. Racine, a su vez, añade en su
Phèdre (1677) el tema del amor legítimo al papel del joven Hipólito, que en
el original destaca por su notoria misoginia. A pesar de que este tipo de ex­
posición tiene precedentes en la tragedia griega, marca un claro distancia-
miento, en algunos puntos muy acusado, de los orígenes senequistas.
Sin embargo, no se puede decir que, en este contexto, la tragedia de Sé­
neca haya sido superada. El pasaje más célebre de la Médée de Corneille
(319-320), está modelado a partir de algunos versos del original en latín,
aunque el efecto es más impresionante:
N érine : Votre pays vous hait, votre époux est sans foi:
Dans un si grand revers que vous reste-t-il?
M édée : „ M oi.

[N é r i n e : . .Vuestro país os odia, vuestro esposo os repudia: / ¿qué os queda


después de tantos reveses?
M edea : Y o misma..]

Para Boileau este es un momento extraordinario. El «moi» es una sublima­


ción de la respuesta original «Medea superest» (166) que, por sí misma, fue
fuente de inspiración para muchas célebres imitaciones: «Soy Antonio /
aún» (Antonio y Cleopatra, 3 ,1 3 , 92-93; «soy duquesa de Malfi todavía»
(John Webster, The Duchess o f Malfi, 4, 2, 139), convirtiéndose en elemen­
to obligado para todas las obras que tratasen la historia de Medea: «Medea
bin ich wieder», proclama Medea en la Alemania del xix (Franz Grillparzer,
en el acto 4 de su Medea). Citando estas imitaciones T. S. Eliot pretendía
mostrar la amplia difusión de Séneca en el panorama cultural europeo; se­
gún él, este tipo de retórica responde a una postura estética de resistencia
autodramatizadora, que él consideraba estoica, o como mínimo senequista.
De hecho es senequista, pero no por razones exclusivamente filosóficas; el
sabio estoico y el villano senequista convergen en esta afirmación del yg in­
dependiente que se traduce en un egoísmo muy potente capaz de desafiar las
normas. Séneca es el único escritor clásico, y por supuesto también drama­
turgo, que supo expresar esta ambición de forma directa y radical; este es el
elemento más vigoroso y constante de todo el legado teatral de Séneca. Se
trata de una manera de ser absoluta y beligerante, contrapuesta a la multi­
plicidad y la confusión de la comedia. El perfeccionamiento del teatro trá­
gico y el ethos expansivo del Amor romántico, más que desplazar este le­
gado del género, lo perfilarán todavía más como rasgo definitorio de la tra­
gedia europea.
Calificaremos este legado como sublimidad megalomaníaca. Su dinámica
consiste en buscar un tipo de acción, a través de la cual inmortalizar un nom­
bre, no importa cuál; Atreus, en el Tiestes, es tal vez el mejor exponente:

A ge, anime, fac quod nulla posteritas probet,


sed nulla taceat, aliquod audendum est nefas
atrox, cruentum, tale quod frater m eus
suum esse m allet — scelera non ulcisceris,
nisi uincis.

[Ven, corazón mío: lleva a cabo algo que jamás nuestros descendientes pueden
aprobar, pero no pueden tampoco dejar en silencio. Hay que atreverse a hacer
una maldad atroz, sangrienta, tal que mi hermano hubiera querido ser el autor:
no lograrás vengar sus crímenes si no los excedes (Tiestes, 192-196).]

Las acciones más monstruosas de la escena ateniense apenas hacen una alu­
sión a este tipo de motivación herostrática. De hecho, una mente de la polis
difícilmente hubiese concebido un individualismo tan rebelde. Acompaña a
esta motivación el tipo de retórica hiperbólica, tan característico de las obras
teatrales de Séneca (aunque también existen indicios de ella en Grecia):

Aequalis astris gradior et cunctos super


altum superbo uertice attingens polum,
nunc decora regni teneo, nunc solium patris,
dimitto superos: summa uotorum attigi.
[Camino a Ia altura de los astros, y en mi marcha, con mi altiva cabeza que los
supera, llego a tocar lo más alto del cielo. Ahora están en mi poder los bienes
regios, el trono de mi padre. Me despido de los dioses, ya he llegado a la cum­
bre de mis votos (Tiestes, 885-888).]

El egotismo triunfante lanza su grito al cosmos. Esta prodigalidad declama­


toria, al evadirse del contexto estéril del neoclasicismo dramático, se esta­
blece en el repertorio del discurso escénico:

Nuestras oscilantes lanzas se blandirán en el aire


y las balas, como los rayos terribles de Jupiter,
suscitando llamas y fieras nubes de humo,
satisfarán a los dioses más que las ciclópeas guerras.
Y, mientras, marchemos con nuestras armaduras, como el sol brillantes;
borraremos las estrellas del cielo, y oscureceremos sus pupilas,
que contemplarán, pasmadas, nuestras admiradas armas.*
(Christopher Marlowe, 1 Tamerlán el Grande, 1, 3, 18-24)

Con esta forma de hablar, sobre el escenario generalmente desnudo del tea­
tro moderno, se identificarán una serie de figuras trágicas que darán paso al
drama de la individualidad titánica.
El éxito no será siempre igual. La pauta queda asentada definitivamente
con el Atreo de Séneca y su aparentemente literal barrido del Sol y las estre­
llas; Marlowe le seguirá los pasos con Tamerlán, pretendiendo igualar su im­
presionante retórica — sus «términos asombrosos»— con la grandeza que
emana del mundo militar, cuya invencibilidad está suficientemente demostra­
da. El teatro isabelino iniciará su trayectoria con esta eclosión de la voluntad
sin límites que anhela conquistar el mundo. Del mismo modo esta retórica
puede reflejar —y dramatizar— la derrota de su interlocutor, como sucede
con Tamerlán cuando sucumbe no al enemigo sino a la muerte natural:

Venid, marchemos contra los poderes del cielo,


y colguemos en el firmamento negras flámulas

* [Our quivering lances shaking in the air / And bullets like Jove’s dreadful thunder­
bolts, / Enrolled in flames and fiery smouldering mists, / Shall threat the gods more than Cy­
clopean wars / And with our sun-bright armour as we march, / W e’ll chase the stars from he­
aven, and dim their eyes / That stand and muse at our admired arms.]
para anunciar la matanza de los dioses.
¿Qué haré, amigos? No puedo sostenerme. *
(2 Tamerlán el Grande, 5, 3, 58-51)

Probablemente sea este el intento renacentista que imite con más fidelidad el
sentido senequista del fin del mundo; el uso de la hipérbole surte efecto pre­
cisamente por ser contraria a la realidad:

¡Aullad, aullad, aullad! ¡Oh, sois hombres de piedra!


Si yo poseyera vuestras lenguas y vuestros ojos, de tal modo los emplearía
que haría estallar la bóveda del firmamento.**
(Rey Lear, 5, 3, 258-260)

Este tipo de discurso-adquiere, al reflejar una realidad impenetrable, tal fuer­


za y profundidad que supera cualquier aspecto de la obra de Séneca. Aque­
llo que Séneca representa como un anhelo de omnipotencia, lo insertan los
dramaturgos modernos, a modo de prueba, en una realidad más dura.
Esta prueba adquiere su máxima expresión en el tema de la venganza,
como muestra el siguiente pasaje:

Los vientos tumultuosos, cómplices de mis palabras,


al oír mi llanto han sacudido los árboles deshojados
y han despojado a los prados de su florido verdor.
Volvieron a los montes marismas con la pleamar de mi llanto,
y quebrantaron las metálicas puertas del infierno.
Pero persiste en mi alma torturada el tormento
de quebrados suspiros e inquietas pasiones
que aladas se remontan y, suspensas en el aire,
golpean las ventanas de los cielos más brillantes,
reclamando justicia y venganza.
Pero se encuentran, en las alturas del Empíreo,
en sitios tales que, cintos de murallas de diamante,
se me antojan inconquistables;
y se resisten así a mis lamentos, y a mis palabras impiden la salida.***
(The Spanish Tragedy, 3, 7, 5-18)

* [Come, let us march against the powers of heaven, / And set black streamers in the fir­
mament / To signify the slaughter o f the gods. / Ah friends, what shall I do? I cannot stand.]
** [Howl, howl, howl! O, you are men of stones! / Had I your tongues and eyes, I’d use
them so / That heaven’s vault should crack.]
*** [The blustering winds, conspiring with my words, / At my lament have moved the le-
aveless trees / Disrobed the meadows of their flowered green, / Made mountains marsh with
spring tides of my tears, / And broken through the brazen gates of hell. / Yet still tormented is
my tortured soul / With broken sighs and restless passions / That winged mount and, hovering
in the air, / Beat at the windows of the brightest heavens, / Soliciting for justice and revenge. /
But they are placed in those empyreal heights, / Where, countermured with walls of diamond, /
I find the place impregnable; and they / Resist my woes, and give my words no way,]
Así habla el Hieronimo de Thomas Kyd en una obra contemporánea del Ία-
merlán, que tuvo el mismo éxito pero mayor influencia. Kyd establece con
esta obra las premisas de la tragedia de venganza inglesa, en la que la pe­
rentoriedad prohibida toma la forma de cruel paradoja; en ella el vengador es
excluido de la sociedad a causa de su cometido; pero la satisfacción de esta
citación también puede significar su muerte. Este modelo de historia, aunque
a veces esté invertido e incluso satirizado, dominará en la tragedia inglesa
hasta el cierre de los teatros ordenado por los puritanos. Un ejemplo contun­
dente para este tipo de tragedia es The Cardinal (1641) de James Shirley. En
cuanto al personaje más célebre de Shakespeare, éste desprecia los «apuntes»
de teatro (en sus propias palabras: Hamlet, 5, 1, 284), se irrita por su situa­
ción apremiante y a veces incluso acepta su suerte, que es la de encontrarse
atrapado en este género.
En el continente, este género se amplía con un nuevo concepto, el ho­
nor, reforzando con ello su presencia en escena. A la sombra de Corneille o
de Lope de Vega, la tragedia francesa y la comedia española reincidirán en
el tema del amor propio en una sociedad de preceptos ético-morales muy es­
trictos. El honor adquiere especial relevancia cuando es ofendido y la ac­
ción, al igual que en Inglaterra, gira en torno a la venganza; aun así, será la
moralidad la que determine el resultado. Aparte de tragedias sobre el honor
existen las tragicomedias: los héroes de El Cid (1637) y Peribáñez (c. 1606),
por ejemplo, recurren a la venganza de sangre para satisfacer la ofensa de
la que ha sido objeto el honor de su familia, haciéndose perdonar posterior­
mente por el monarca, que incluso los elogia. En España este concepto del
honor está estrechamente vinculado con la exigencia de castidad para las
mujeres, con lo cual abarca gran parte de los temas tradicionales de la co­
media (Peribáñez mata por un intento de seducción de su mujer); en Fran­
cia el honor está vinculado principalmente al tema del amor (en El Cid, don
Rodrigo y Jimena no pueden casarse porque, entre ellos, tienen pendiente una
cuestión de honor y venganza). El centro de gravedad se sitúa justamente en
este sentimiento de honor, tan arraigado en el individuo que infunde connota­
ciones de severidad y soledad a las relaciones sociales y personales.
En resumidas cuentas, el drama que Burckhardt describió como «una mis­
teriosa mezcla de conciencia y egoísmo» (The Civilization of the Renaissance
in Italy, trad. S. G. C. Middlemore, Nueva York, 1958, p. 428) se convertirá
en uno de los pilares centrales del teatro europeo. Entre los herederos directos,
y actuales, está el western norteamericano, que más que ser un teatro de obras
morales en su lucha entre el bien y el mal, es una introspección sobre la na­
turaleza y los límites del amor propio masculino. El teatro de los siglos xvn
y xvm amplía el repertorio mítico de la tragedia clásica con nuevas temáticas:
la historia romana y griega, crónicas bíblicas y orientales y, por supuesto, le­
yendas políticas de la historia moderna de Europa. Así lo reflejan las trage­
dias de Vittorio Alfieri (1749-1803): Antigone, Oreste, Agamennone, Ottavia,
Sofonisba, Timoleone, Antonio e Cleopatra, las dos obras sobre Bruto, Maria
Stuarda (temática bastante común, tratada por primera vez por Montchres-
tien), Congiura de ’ Pazzi (trata de un intento de asesinato de Lorenzo de Mé-
dicis) y por último Filippo, sobre Felipe Π y don Carlos. Este tema se hizo
mucho más célebre a partir de la obra de Schiller Don Carlos (1787); este
autor, historiador de la guerra de los Treinta Años, convierte la historia de
Europa de los siglos xvi y xvh en el escenario obligado del teatro clásico ale­
mán; obras ejemplares.de este son: Fiesco (1783), Wallenstein (1798-1799),
María Estuardo (1800), Guillermo Tell (1804) y la obra inacabada Demetrios
(sobre el hijo de Iván el Terrible), todas ellas de Schiller; Egmont (1788) de
Goethe y El príncipe Federico de Homburg (1811) de Kleist.
Estas obras reflejan un ethos aristocrático de la guerra, la política de la
corte y las ambiciones imperiales. Pero la temática principal se articula en
torno al individuo titánico y su actitud violenta ante lo establecido. Esta
vez el concepto de «honor» tiene fuertes connotaciones de clase: se vincu­
la a una especie de identidad aristocrática que simboliza un estilo personal
al que todos, amén de su clase social, podían tener acceso (así, el rey as­
ciende socialmente a Peribáñez por considerarlo como uno de sus mejores
súbditos). A partir del Renacimiento y hasta el siglo XIX el polémico tema
de la situación de la aristocracia europea estará siempre presente; ésta, des­
pojada de sus ancestrales privilegios como casta de guerreros, seguía es­
tando presente en el imaginario de la sociedad europea, a pesar de los alti­
bajos y reestructuraciones que había sufrido. La insistencia en el tema de
la venganza, uno de los privilegios de la aristocracia que con más dificul­
tad erradicó el Estado, probablemente tuviese su origen en los conflictos
entre esta clase y el Estado moderno (el ritual del duelo no ha desapareci­
do hasta entrado este siglo). A finales del siglo xvm la tragedia se hace eco
de las tendencias políticas libertarias, como en Alfieri o Schiller, mientras
que la venganza deja de ser una venganza del individuo contra el monarca
opresor para normalizarse y hacerse pública.
Con la proliferación de estas obras, la tragedia senequista irá perdiendo
paulatinamente su importancia. A finales del siglo xvm, Séneca ya no tendrá
tanta influencia como autor de tragedias. En la crítica de Schlegel a las obras
del autor latino (1809), la veneración renacentista sufre un duro revés al ins­
taurarse una concepción totalmente opuesta que predominará durante más de
un siglo: «indudablemente ampulosas y desapasionadas, una acción y un ca­
rácter poco naturales, rebeldes por su transgresión de las convenciones y por
lo tanto desprovistas de todo efecto dramático; por ello pienso que hubiese
sido mejor que se hubiesen quedado en las escuelas de retórica en vez de pa­
sar a la escena» (A Course o f Lectures on Dramatic Art and Literature, trad.
John Black, Londres, 1846, p. 211). Habla en un sentido amplio del decoro
dramático, que extrae del teatro gran parte de la retórica y la radicalidad
emocional de la tragedia senequista. En cierto sentido se podría decir que
ésta se ha mudado a la ópera, en la que tenía más asegurada su superviven­
cia. (Un ejemplo pionero al respecto lo proporciona L ’incoronazione di Pop-
pea de Monteverdi, que trata, entre otros temas, de la muerte de Séneca; du­
rante los siglos xvm y xix se producirá un considerable entrecruzamiento de
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I. M anuscrito de Isaías, con notas al margen de las Tragedias de Séneca.


II. La Iglesia de Roma, según un manuscrito del siglo χιι.
III. Marforio.
IV. Estatua ecuestre de bronce de Marco Aurelio.
V. Sarcófago con la representación de Hipólito y Fedra.
VIII. Rafael, La escuela de Atenas.
IX. Venus Lely.
Carracci, panel central del techo del Palacio Farnese, Roma.
XI. Poussin, Et in Arcadia ego.
XII. Holkham Hall, Norfolk: Galería de las Estatuas.
XIII. J. Zoffany, Estatuas de Townley.
XIV. John Gibson, La Venus pintada.
XV. Interior de basílica.
XVI. Sant’ Andrea, Mantua: nave central.
XVII. Holkham Hall,
Norfolk: vestíbulo de
mármol.

XVIII. Estación de
Pennsylvania, Nueva
York. Vestíbulo de
taquillas.
'■ ■ ¡■ ■ ■ ■ i

XIX. Sant’ Andrea, Mantua: fachada occidental.


XXI. M onumento a los desaparecidos del Somme, Thiepval, Francia.
XXIII. Karlskirche, Viena.
Sala de música


XXIV. Kedleston, Derbyshire, planta.
XXVIII. Museo J. Paul Getty, M alibú, California.
XXX. Capitolio del Estado, Richmond, Virginia.
XXXI. Union Buildings, Pretoria, Suráfrica.

XXXII. El Septizonium, dibujo de Jan Brueghel.


material entre la tragedia y la ópera.) Pero a partir de este momento el mo­
delo clásico de la tragedia pasará a ser principalmente el griego; el clasicis­
mo alemán será el primer movimiento que resucitará a los precursores grie­
gos, concediéndoles la primacía que ostentarán en adelante.
Aun así, la aspereza declamatoria de Séneca sigue viva en Alfieri y en
Schiller, y este último inicia su trayectoria trágica con su prolija y célebre
Los bandidos (1781) (la ambientación es contemporánea) (5, 1):

F ranz: Ha!— was, du kennst keine drüber? Besinne dich nochmals— Tod,
Himmel, Ewigkeit, Verdammnis schwebt auf dem Laut deines Mun­
des— keine einzige drüber?
M oser: Keine einzige drüber.
F ranz: Zemichtung! Zemichtung!

[Franz: ¡Ja! ¿Qué, no sabes nada más? Vuelve a pensar; la muerte, el infier­
no, la eternidad, la condenación planean sobre el son que emite tu
boca: ¿no sabes nada más?
M oser: Absolutamente nada más.
F ranz: ¡Aniquilación! ¡Aniquilación!]

El teatro alemán, que tanto apego tenía a la restricción ática, halla en este gri­
to final una de sus más características expresiones. Laoconte aúlla con pul­
món senequista.
Con ello los dramaturgos alemanes se inscriben también en una de las
más importantes experiencias europeas, que Goethe denominó como indivi­
dualidad «demónica», un individualismo tautológico y predestinado: «So
musst du sein, dir kannst du nicht entfliehen» («Así debes ser, no consegui­
rás huir de ti mismo»; Urworte: Dämon). Este acérrimo individualismo, tan
común en el romanticismo alemán, es único en nuestro patrimonio cultu­
ral; sus obras giran en tomo a personajes que tienen un cierto magnetismo
cósmico: «Irradian una enorme fuerza y ejercen un poder increíble sobre
las demás criaturas, sobre los elementos, y ¿quién puede predecir el alcan­
ce de tal influencia? Ni todas las fuerzas morales al unísono serían capaces
de vencerlos. En vano intentan los más listos acusarlos de ingenuos y em­
baucadores; pero las masas siguen cautivadas por ellos» (Dichtung und
Wahrheit, 4, 20).
Karl von Moor, el primer ejemplo de estos personajes carismáticos, que
aparece en Los bandidos, forma parte de la tradición renacentista del villa­
no autosuficiente: «mein Handwerk ist Wiedervergeltung / Rache ist mein
Gewerbe» («Mi oficio es la recompensa, / la venganza mi comercio», 2, 3).
Por doquier hay indicios del Ricardo III y de Macbeth. Él es el héroe in­
confundible, constantemente contrapuesto a su vil hermano; esta actitud es­
toica y contradictoria la personifica el héroe: «Sei wie du willt namenloses
Jenseits / bleist mir nur dieses mein Selbst getreu ... Die Qual erlahme an
meinem Stolz!» («¡Sé como quieras, tú, futuro sin nombre, / deja al menos
que esto sea cierto ... Padeciendo él mismo contra mi orgullo!», 4,5). El pro-
pio Schillerdudaba de las implicaciones morales de esta obra que él consi­
deraba como una creación peligrosamente inmadura, aunque en sus posterio­
res obras, algo más moderadas^ reincidirá en estos trazos. Tanto los héroes
como los villanos aspiran a la condición de voluntariedad pura: «Carlos
nicht gesonnen ist, zu müssen,../-Wo er zu wollen hat» («Carlos no hará nada
con “deber” cuando puede “hacer”», Don Carlos, 1, 5). Es esta intención
que induce a Wallenstein a hablar como Atreo:

Doch eh ich sinke in die Nichtigkeit,


So klein aufhöre, der so groß begonnen,
Eh mich die Welt mit jenen Elenden
Verwechselt, die der Tag erschafft und stürzt,
Eh spreche Welt und Nachwelt meinen Namen
Mit Abscheu aus, und Friedland sei die Losung
Für jede fluchenswerte Tat.
[Antes de hundirme en la nada, / tras haber sido tanto, / antes de que me tomen
por uno de aquellos míseros / que tan pronto se encumbra como caen más /
quiero que la posteridad pronuncie con horror mi nombre / y dejad que Fried-
land sea todo acto condenable (La muerte de Wallenstein, 1, 7).]

El Fausto de Goethe refleja un aspecto de esta temática con el propósito cla­


ramente romántico de liberar al individualismo demónico de su autocondena.
Pero esta tentativa tiene como consecuencia un sumirse todavía más profun­
damente en la Nichtigkeit. Kleist, en su obra Penthesilea (1808) lleva toda­
vía más lejos el tema del amor y del honor militar, hasta el punto de que la
heroína mutila y mata a su amante por lo que, a continuación, cae en un es­
tado de pavor catatónico (escena 23):

Jetzt steht sie lautlos da, die Grauenvolle,


Bei seiner Leich, umschnüffelt von der Meute,
Und blicket starr, als wär’s ein leeres Blatt,
Den Bogen siegreich auf der Schulter tragend,
In das Unendliche hinaus, und schweigt.
Wir fragen mit gesträubten Haaren, sie,
Was sie getan? Sie schweigt. Ob sie uns kenne?
Sie schweigt. Ob sie uns folgen will? Sie schweigt.
[Ahora está allí, muda, la horrenda criatura / junto al cadáver que la jauría hus­
mea / y tiene los ojos fijos y sin vida / y lleva a su espalda el arco victorioso /
y mira al infinito y calla. / Con el pelo erizado le preguntamos ! qué es lo que
ha hecho y calla. / Sí nos conoce y calla. / Sí nos quiere seguir y calla.]

La siguiente escena de reconocimiento está modelada sobre las Bacchae.


Mientras que la Agave griega busca apoyo en los supervivientes, «llevadme,
amigos, a las hermanas infelices que comparten mi exilio» (1.383-1.384), la
Penthesilea alemana se mantiene firme en su aislamiento, demostrando, con
su muerte, una especie de voluntad pura (escena 24):
Denn jetzt steig ich in meinen Busen nieder,
Gleich einem Schacht, und grabe, kalt wie Erz,
. -Mir ein vernichtendes Gefühl hervor.
[Porque ahora desciendo al fondo de mi pecho / como a un precipicio y de él
extraigo / frío como el metal un sentimiento destructor.]

Nietzsche equiparó a Kleist con Eurípides, aunque hay una referencia más
clara al respecto en la idea de Séneca de la soledad cósmica como acto su­
blime de la mente: «Será como la vida de Júpiter cuando, disuelto el univer­
so y confundidos en un solo caos los dioses y la naturaleza, dejando de exis­
tir un momento, se recogerá en sí mismo, sumido en sus pensamientos. Algo
parecido hace el sabio ...» (Epístolas, 9, 16).
Este tratamiento a la manera de Séneca pasa desapercibido, incluso es
no intencional; más que de un retomo intencionado ad fontes, podríamos de­
cir que se trata de una tradición muy arraigada. En algunos círculos van­
guardistas del siglo XX se redescubre la tragedia senequista como recurso
dramático. Para Antonin Artaud, Séneca fue «el mayor autor de tragedias de
la historia», como también el precursor —y de hecho el mejor «ejemplo es­
crito»— del teatro de la crueldad (El teatro y su doble, Edhasa, Barcelona,
1978). Artaud también resalta su especial admiración por el Tiestes y en ho­
menaje escribió Le Supplice de Tantale, una obra hoy perdida. Los ataques
de Artaud están dirigidos contra las obras de teatro y, en particular, contra
la elocuencia declamatoria inspirada y perfilada en gran parte por la obra de
Séneca. Artaud quería que se restableciesen los dramas renacentistas, pero
despojados de la retórica. Según él, en Séneca se recreaba una cierta fuerza
primigenia: «bajo el sonido de las sílabas oigo el espantoso ruido que pro­
duce el oleaje de las fuerzas del caos». Pero a largo plazo, la tradición se­
nequista se manifiesta en el teatro actual a otro nivel: mediante un solipsis-
mo irónico a través del cual se expresa —y al mismo tiempo se revela— el
yo titánico.
El ejemplo más claro al respecto lo brinda el Hamm de Beckett al «acla­
rar su voz y al juntar las yemas de los dedos»; con lo cual inaugura un ges­
to cuyo eco recorre todos los caminos anteriormente trazados: «¿Puede ha­
ber una miseria más noble que la mía?» (Endgame). O en el Don Carlos de
Schiller: «Auf diesem großen Rund der Erde / Kein Elend an das meine
grenze» (1, 2); o el don Rodrigo de Lope: «No hay hombre tan desdicha­
do / ... de polo a polo» (El Caballero de Olmedo, 2.040-2.041); o Sédécie de
Gamier: «Voyez-vous un malheur qui mon malheur surpasse?» (2.100); o,
con una particular crudeza anglosajona, el Antonio de John Marston: «Ne
plus ultra. Ho! / Let none out-woe me; mine’s Herculean woe» {Antonio’s
Revenge, 2, 1, 133-134). Así pues, estas palabras remiten directamente a Sé­
neca: «quae patimur vicere modum» («nuestro sufrimiento ha rebasado el lí­
mite», Agamenón, 692); pero este tema alcanzará su cima en el escenario
moderno: la miseria está vinculada de forma explícita a la idea senequista
de la afirmación del yo. Hamm, el eterno aspirante a actor, ensaya y al mis-
mo tiempo impide con habilidad esta reivindicación. La elipsis en mis an­
teriores citas oculta una acotación para el bostezo (la versión francesa de
este verso tiene todavía más interrupciones), mientras que a la pregunta
aparentemente retórica le sucede una respuesta absolutamente verosímil
que sitúa al actor a la altura del resto de los mortales: «No cabe duda».
La misma pauta se irá repitiendo: «Cuanto más grande sea un hombre,
más pleno estará». (Pausa. En tono melancólico.) «Y más vacío» (p. 3). Este
discurso tan franco revela una vacuidad diáfana, en tanto que Hamm exhibe
un antiguo paradigma de dominio de forma apergaminada como un Atreo
moderno actuando en un escenario cósmico en el que las luces celestiales,
más que desaparecer, se van desvaneciendo: «Luz negra. De polo a polo»
(p. 32); o en un francés sublime: «Noir clair. Dans tout l’univers».

B i b l io g r a f ía

La traducción de todo el corpus dramático romano puede encontrarse en The


Complete Roman Drama, ed. George E. Duckworth, 2 vols., Nueva York, 1942.
Hay varios traductores que han realizado versiones más vivaces y contemporáneas
de algunas comedias; dos colecciones editadas por Palmer Bovie merecen una men­
ción especial: Five Roman Comedies. Nueva York, 1970, y The Complete Comedies
o f Terence, New Brunswick, New Jersey, 1974. Una versión delicada y personal del
Rudens de Plauto puede leerse en la sección vigésimo primera del largo poema au­
tobiográfico «A» de Louis Zukofsky, Berkeley, 1978. Las tragedias de Séneca en
general han tenido poco éxito entre los traductores; E. F. Watling, Harmondsworth,
1966, y Frederick Ahí, Ithaca, Nueva York, 1986, han hecho últimamente versiones
actuales de algunas de ellas. Existe una traducción isabelina de todas las tragedias
— que podrían ser más interesantes— compiladas por Thomas Newton en 1581, y
reeditada varias veces durante este siglo. La traducción apasionada de Douglass
Parker del Tiestes está recogida en The Tenth Muse, ed. Charles Doria, Athens,
Ohio, 1980; la impresionante adaptación del Edipo por Ted Hughes, que fue escri­
ta para la representación de Peter Brook, puede adquirirse con un interesante pró­
logo del director, Garden City, Nueva York, 1972.
Sobre la comedia romana, véase George E. Duckworth, The Nature o f Roman
Comedy, Princeton, 1952, manual suficientemente completo con un capítulo sobre
las fuentes, bastante bueno por cierto. Hay otros intentos de considerar el género en
términos más complejos como los de David Konstan, Roman Comedy, Ithaca, Nue­
va York, 1983, Erich Segal, Roman Laughter: The Comedy o f Plautus, Cambridge,
Mass., 1968, y Sander Goldberg, Understanding Terence, Princeton, 1986. Algunos
tratan con más detalle la comedia romana en el Renacimiento, así Marvin Herrick,
Italian Comedy in the Renaissance, Urbana, Hl., 1960, Douglas Radcliff-Umstead,
The Birth o f M odem Comedy in Renaissance Italy, Chicago, 1969, y Leo Salingar,
Shakespeare and the Traditions o f Comedy, Cambridge, 1974. Sobre la commedia
dell'arte, Allardyce Nicoll, The World o f Harlequin, Cambridge, 1963, sigue siendo
la mejor introducción. En la siguiente obra se presenta la trayectoria de la tragico­
media como un experimento general e intencionado: Herrick, Tragicomedy: Its Ori­
gin and Development in Italy, France and England, Urbana, 111., 1955.
Algunos resúmenes sobre la tragedia romana son los de C. J. Herington, «Senecan
Tragedy», Arion, 5 (1966), Norman Τ. Pratt, Seneca's Drama, Chapel Hill, NC, 1983,
y Thomas G. Rosenmeyer, Senecan Drama and Stoic Cosmology, Berkeley, 1989.
Desde la perspectiva de la crítica contemporánea, véase Charles Segal, Language and
Desire in Seneca’s Phaedra, Princeton, 1986; los ensayos recopilados en Seneca Tra­
gicus, ed. A. J. Boyle, Berwick, Victoria, 1983, son un buen ejemplo de las aproxi­
maciones actuales. El mejor estudio acerca de la Nachwirkung del teatro de Séneca es
Der Einfluß Senecas auf das europäische Drama, ed. Eckard Lefèvre, Darmstadt,
1978, con una extensa bibliografía organizada según los países; véanse también los
ensayos, en diferentes idiomas, en Les Tragédies de Sénèque et ia théâtre de la Re­
naissance, ed. Jean Jacquot, Paris, 1964, y, en inglés, H. B. Charlton, The Senecan
Tradition in Renaissance Tragedy, Manchester, 1946. El libro Children o f Oedipus,
Toronto, 1980, de Martin Mueller es poco sistemático y se centra principalmente en
la influencia de la tragedia griega, pero aun así hay un útil estudio sobre Séneca. Al­
gunos de los temas anunciados anteriormente reciben un tratamiento más detallado en
el libro de Braden, Renaissance Tragedy and the Senecan Tradition, New Haven,
1985. Gran parte está en forma de artículos; véanse en especial los ensayos de T. S.
Eliot, «Shakespeare and the Stoicism of Seneca» y «Seneca in Elizabethan Transla­
tion», en sus Selected Essays, Nueva York, 1950, y G. K. Hunter, «Seneca and the
Elizabethans: A Case Study in “Influence”» en su Dramatic Identities and Cultural
Tradition, Liverpool, 1978.
Para España: Karl Alfred Blüher, Séneca en España, Gredos, Madrid, 1983
(pp. 318-330). Alfredo Hermenegildo, La tragedia en el Renacimiento español, Pla­
neta, Barcelona, 1973.
George A. Kennedy
X. LA RETÓRICA

La retórica es, en su sentido más amplio, el estudio y control del poder


de las palabras en la sociedad. Los griegos de la época clásica fueron los pri­
meros en concebir la retórica como un arte y en convertirla en parte de la
educación de todo ciudadano; pero a lo largo de la historia de la civilización
occidental los textos básicos sobre retórica han sido tratados, manuales y dis-
cursos de, o atribuidos a, Cicerón (106-43 a.C.), Quintiliano (c. 40-95 d.C.)
y otros escritores romanos. Para Quintiliano, Cicerón fue su mayor fuente de
inspiración y, de hecho, no sería exagerado hablar de la tradición retórica oc­
cidental como de una retórica esencialmente ciceroniana en lo que se refiere
a su idea del hombre de estado como orador, a sus categorías teóricas, a su
terminología y a sus valores artísticos y estilísticos. Pero, desde la Antigüe­
dad tardía hasta el Renacimiento, las obras de Cicerón que tuvieron mayor
influencia no fueron las que se consideraran más importantes (el diálogo De
oratore y los tratados Brutus y Orator), sino que las obras que tuvieron ma­
yor difusión fueron su árida obra de juventud De inventione y la llamada
Rhetorica ad Herennium, obra anónima atribuida durante mucho tiempo a
Cicerón y que se la conocía como Rhetorica secunda o nova. En estos trata­
dos se expone el sistema de la retórica tal y como lo formularon, en los si­
glos π y i a.C., los maestros griegos y sus imitadores romanos.
Gracias al lugar que ocupaba la retórica en la educación convencional,
pudo sobrevivir desde la Antigüedad hasta la época moderna e incluso se
mantuvo en los periodos en los que los discursos cívicos eran poco habitua­
les. En el siglo π a.C., los romanos mostraron un vivo interés por las institu­
ciones culturales de los griegos y se encontraron con que en todo el territorio
de habla griega estaba generalizado un plan de estudios para los niños que
empezaba con el estudio formal de la gramática, esto es, la memorización de
los elementos y las flexiones del lenguaje, seguida por una cuidadosa lectura
de los textos literarios, en especial los poemas homéricos; este programa se
prolongaba, exclusivamente para adolescentes varones, en las escuelas de re-
tóiica, que enseñaban la teoría de cómo hablar en público al igual que ejerci­
cios prácticos de escritura y declamación. A pesar de que en Roma hubo, al
principio, una cierta reticencia en sectores políticos y culturales a la adopción
de este tipo de educación —recordemos que en el 161 a.C. se expulsó a los
retóricos griegos y en el 92 a.C. a sus imitadores latinos— pronto llegó a ha­
cerse popular, extendiéndose por todas las ciudades del occidente romano. Se
supone que, desde tiempos de Cicerón y de César hasta finales de la Anti­
güedad, todo escritor latino había estudiado retórica, lo que se evidencia por
doquier en las obras de literatura. Las escuelas daban mayor importancia a la
habilidad de hablar en tribunales de justicia (retórica judicial o forense), pero
también se preocupaban de las técnicas de la oratoria en asambleas públicas
o consejos (retórica deliberativa); también se ocupaban de la oratoria epideíc-
tica u «ocasional» como los discursos de adulación en festivales, funerales o
ante gobernadores. Debido a que se enseñaba retórica a través de la redacción
previa de un discurso, lo que se aprendía era fácilmente aplicable a cualquier
tipo de composición, incluidas las cartas personales, la historia, la filosofía y
la poesía. Prácticamente todos los preceptos de la retórica pueden leerse en la
Eneida de Virgilio y en poemas de Horacio, Ovidio y sus sucesores.

L a TRADICION RETÓRICA OCCIDENTAL Y SUS FUENTES

Hacia el año 90 a.C. el joven Cicerón empezó a escribir un tratado so­


bre retórica en lengua latina aplicando lo que había aprendido, en griego, de
un profesor desconocido en casa de Marco Craso (véase De oratore, 2, 2).
La disciplina consistía, según éste, en cinco partes canónicas que represen­
tan la preparación del discurso: inventio o hallazgo de los temas y argu­
mentos que hay tratar; dispositio o disposición del material; elocutio, o es­
tilo, la transformación, de forma artística, del pensamiento en palabras
y frases; memoria, o técnicas para mantener la composición en la mente; y
pronuntiatio, el recitado con un adecuado control de la voz y del gesto. De
todas ellas, Cicerón sólo llegó a escribir el tratado sobre ia inventio. Éste
empieza con un prefacio en el que el autor dice haber discutido largamen­
te sobre cuál de las dos, la sabiduría o la elocuencia, ha sido de mayor be­
neficio para la sociedad. Su conclusión es que la sabiduría (que para él es
la filosofía) sin la elocuencia ha sido de poco provecho en la práctica, pero
que la elocuencia sin la sabiduría ha sido muchas veces perjudicial y pocas
beneficiosa. Continúa con una teoría de la historia en la que presenta a los
sabios, dotados con una capacidad para hablar bien, como creadores y le­
gisladores de la civilización. Poco o nada de esto es creación original, pues­
to que una gran parte está extraída de la obra de filósofos estoicos, mientras
que otros aspectos tienen su precedente en los sofistas griegos y en el ora­
dor Isócrates; aun así, este pasaje ejerció una gran influencia sobre el con­
cepto de retórica durante varias centurias y fue incluido, en su forma origi­
nal, en la introducción de un tratado que se convertiría en un libro escolar
de uso habitual. Tiene una amplia resonancia durante la Edad Media y en el
siglo xvni. lo encontramos reflejado en la obra de Gianbattista Vico. En De
oratore (54 a.C.),Cicerón examina estos temas más detenidamente y crea el
modelo del .orador educado (doctus) liberalmente, cuyo discurso, condicio­
nado por principios morales, emana ciertos conocimientos en filosofía, le­
yes y otras materias. En De institutione oratoria de Quintiliano (c. 92 d.C.)
este orador se convertirá en el bonus orator, el hombre bueno y diestro en
el arte de hablar bien. Desde buen principio, la retórica latina intentó apro­
ximarse a la filosofía en respuesta a las críticas del Gorgias de Platón y de
sus sucesores, poniendo énfasis en el conocimiento y en los principios mo­
rales como requisitos indispensables; además, fijaba su atención en cultivar
la parte práctica de aquellos aspectos del pensamiento y de la acción en los
que prevalecía la probabilidad por encima de la certeza, y la voluntad de
creer y de actuar por encima de la comprobación lógica. En palabras de Ci­
cerón, expresadas en sus últimas obras, y repetidas por san Agustín, los de­
beres (officia) del orador son enseñar, complacer y conmover. Esto, junto
con la creencia de que el arte de expresión verbal es un don natural, que se
desarrolla a través de la teoría y la práctica, forma la base de la compleja
estructura conocida como la tradición ciceroniana de la retórica.
Cicerón empieza su sistemático tratado de retórica, De inventione, 1, 6,
definiéndola como un aspecto de la política cuyo objetivo (finis) es la per­
suasión a través de la palabra. Su material es epideíctico, deliberativo y ju­
dicial, y sus partes son la invención, el arreglo, el estilo, la memoria y el
recitado. A continuación da paso a una discusión preliminar en tomo a la
manera en que el orador determina lo que él llama la constitutio o, más ade­
lante, el status (en griego stasis), de una causa. Este es un método para de­
limitar la cuestión central de un discurso judicial, bien se trate de una con­
jetura (coniecturalis), bien de la definición de un hecho o de una acción
(definitiva), de su calidad (generalis) o de la jurisdicción de un tribunal
(translativa). De este modo, el defensor puede responder a una acusación
de asesinato negando haber matado a alguien o aduciendo que fue un ho­
micidio legítimo, en el caso de que se tratase de un acto de defensa propia,
o alegando circunstancias atenuantes para justificar su acto responsabili­
zando, por ejemplo, a otra persona o manifestando que el juez o el tribunal
carecen de jurisdicción sobre el caso. Estas categorías ya las había inven­
tado, en el siglo anterior, un retórico griego llamado Hermógenes, cuyas
obras se han perdido; por este motivo, De inventione pasa a ser el tratado
más antiguo del que disponemos. La teoría del status, estructurada —con
un detallismo que raya la pedantería— en una serie de pasos y categorías,
llegó a predominar sobre la invención en los tratados romanos, tal y como
podemos comprobar en las últimas obras de retórica de Cicerón, en Quin­
tiliano y en los escritos de retórica de la Antigüedad tardía; durante la Edad
Media y el Renacimiento siguió ocupando un lugar central en las obras so­
bre la invención. Aun cuando el sistema podría ser de utilidad práctica ante
la decisión de cómo presentar el caso, parece ser que fascinó a los retóri-
cos principalmente por su naturaleza abstracta y técnica, y por tratarse de
una disciplina lógica muy útil para sus alumnos.
Se consideraba que las cuatro categorías del status, señaladas anterior­
mente, se basaban en el razonamiento (in ratione), pero según Cicerón (1, 17)
también existen controversias, cuyo objetivo es la interpretación de un do­
cumento escrito (in scripto). Estas son de cinco tipos. Un desacuerdo puede
girar en tomo a un conflicto entre las palabras, en su sentido literal, y la
aparente intención del autor (suele suceder en testamentos) o en tomo a dos
leyes que se contradicen pero que son aplicables a la situación; también
puede ser que la ley o el documento sean ambiguos o que no haya una ley
específica que pueda aplicarse, en cuyo caso sería necesario razonar por
analogía. Por último, podría suceder que hubiese problemas al definir las
palabras del texto (que contrasta con la definición de la naturaleza de una
acción, lo cual pertenecería a in ratione). A lo largo de la tradición occi­
dental han sido los retóricos quienes han ido insistiendo en estos problemas
de interpretación. Estos no sólo eran útiles al estudiante romano, como pre­
paración para el ejercicio de la ley, sino que también servía para interpretar
textos, como la Biblia; de hecho han seguido existiendo a lo largo de los
tiempos, sobre todo en la exégesis y la hermenéutica.
En su libro 1, Cicerón expone brevemente la teoría del status y en el li­
bro 2 hace un resumen de la disputa. A continuación el libro 1 procede sis­
temáticamente, a través de las partes de un discurso legal, a identificar sus
funciones y sus temas. Esta es la parte más antigua de la teoría retórica,
que tiene sus orígenes en la Grecia del siglo v. A pesar de que Aristóteles
la calificó más bien de tema trivial, aportó una estructura de base a los ma­
nuales que se mantuvo en la tradición posterior; por ejemplo, en los trata­
dos dictaminales de la Edad Media se adaptaban las partes de un discurso
a la redacción epistolar, pero más adelante volveremos sobre este tema. Las
partes, tal y como las describen Cicerón y otros autores, son el exordio, la
narración, la partición, la confirmación, la refutación, la digresión y la pe­
roración. A lo largo de la disputa, Cicerón identifica los loci, o «lugares»,
en los que el orador puede encontrar algo efectivo que decir. La función del
exordio, por ejemplo, es conseguir la buena disposición de la audiencia
para que esté receptiva y atenta (De inventione, 1, 20). A veces esto puede
hacerse de forma directa, pero normalmente requiere una «sutil aproxima­
ción» (insinuatio). Los «lugares», desde los que se consigue la buena dis­
posición del público, son el propio orador, los oponentes, el jurado y el
propio caso. Seguidamente se dan indicaciones de cómo manejar cada uno
de éstos.
Tanto en los Topica de Cicerón como en la influyente De topicis diffe­
rentiis de Boecio se usan los loci, una traducción del griego topoi, para des­
cribir estrategias de lógica como las que planteaba Aristóteles. En este senti­
do, el locus se encuentra también en De inventione cuando Cicerón dice que
el primer argumento, tanto del acusador como del defensor, es la definición
(2, 53 y 55). Los «lugares», en estos dos sentidos, se suelen diferenciar en la
tradición latina de los «lugares comunes» (loci communes), expuestos en el
libro 2, 47-51. Como se explica aquí los loci communes son pasajes fijos de
un argumento «que pueden ser aplicados ai muchos casos» (2, 48), por ejem­
plo, que uno debería confiar (o no) en los rumores. «Donde hay humo hay
fuego» podría ser un lugar común de este tipo en inglés.* El «lugar común»
es también el nombre que se da a un ejercicio escolar que consiste en com­
poner la denuncia de algún vicio (véase Quintiliano, 2, 4, 22). Partiendo de
estos usos antiguos, el «lugar común» se aplica a la descripción de lo que
Horacio llama «un parche púrpura» (Arte poética, 15-16): una amplificación
retórica de las descripciones y, en la práctica, también de las ideas o argu­
mentos convencionales.
Aristóteles intentó reformar la enseñanza sofista de la retórica remarcan­
do la comprobación lógica en foima de argumento deductivo o inductivo. La
forma deductiva, llamada, por Aristóteles «entimema», deriva del silogismo
lógico pero no necesita expresar todas las premisas y frecuentemente consta
sólo de una conclusión con una razón (por ejemplo: «Sócrates es mortal por­
que es un hombre»). La forma inductiva consiste en «ejemplos» o en casos
concretos, de los que se puede extraer una conclusión general. Aun así, la Re­
tórica de Aristóteles tuvo una escasa influencia directa en la enseñanza de
este tema, bien se tratase de la griega o de la latina, y durante mucho tiempo
la tradición retórica occidental no ha dado importancia a la argumentación ló­
gica, la cual ocupaba un lugar secundario en los ejercicios de retórica escola­
res. El estudiante que quisiese entender la prueba lógica tendría que estudiar
dialéctica. En De inventione y en la subsiguiente tradición latina, la argumen­
tación aparece en la discusión sobre la parte de una oración llamada la con­
firmación o la «prueba» (1, 34-77), e incluso aquí se da más importancia a la
determinación de los loci apropiados. Así, se nos dice que los loci que sostie­
nen proposiciones se hallan en los atributos de las personas o de las acciones;
los atributos de personas son el nombre, la naturaleza, el modo de vida, la for­
tuna, los hábitos, los sentimientos, los intereses, los objetivos, los logros, las
casualidades y los discursos. Los lugares o temas de la acción incluyen lugar,
tiempo, ocasión, manera y facilidad. Cada atributo es discutido e ilustrado. La
actitud característica de los retóricos frente al argumento se refleja en la si­
guiente afirmación de Cicerón: «Toda argumentación puede descubrirse en es­
tos contenidos; es necesario y atractivo el embellecimiento de aquello que ha
sido encontrado y su división en partes definidas, pero esto ha sido omitido
por los que escriben sobre el arte» (1, 50). El embellecimiento o la amplifi­
cación son, en gran medida, aspectos que definen la retórica, y si bien los pri­
meros maestros los ignoraron no obraron así sus sucesores. Durante el Rena­
cimiento hubo intentos de reorganización temática, en forma de listas de lo
que podía o no podía decirse acerca de un asunto determinado. Una de las
obras de mayor difusión en Inglaterra y Norteamérica fue el Index rhetoricus
(1625) de Thomas Famaby, que incluye un diccionario de loci, aunque bajo

* En inglés «Where there is smoke there is fire». (TV. de la t.)


la influencia de la nueva lógica muchos retóricos del siglo xvni en adelante
abandonaron masivamente la teoría de los tópicos.
Cicerón continúa diciendo (1, 51) que el argumento es, o bien inductio
o bien ratiocinatio. Pero ambos términos no tienen el mismo significado
que la inducción y la deducción (silogismo) aristotélicas, ya que son más
bien recursos de composición que de lógica. En el caso de la inductio, Ci­
cerón piensa en el uso de la analogía, tal y como se encuentra en los diálo­
gos socráticos, que puede adaptarse a la oratoria planteando y respondiendo
una serie de cuestiones retóricas de una forma dramática. La ratiocinatio, en
cambio, concierne a una serie de proposiciones que llevan a una conclusión,
y según Cicerón —en oposición a otras opiniones anónimas— aquí podrían
aplicarse las cinco partes: propositio, en la cual se expresa brevemente un
locus; approbatio, que sostiene o aclara la proposición; assumptio, o aplica­
ción al caso en cuestión (lógicamente la premisa menor); aprobatio as­
sumptionis, o apoyo a la premisa menor; y complexio o conclusión (1, 67).
Aquí está, por supuesto, implícita la estructura de un silogismo lógico, tal y
como se describe y ejemplifica en el texto, y como lo usa Cicerón en sus
discursos (los ejemplos se suceden continuamente); la validez lógica, en el
caso de que existiese, es un factor secundario dentro del efecto global; éste
deriva de la fuerza acumulada o del énfasis de un pasaje extenso que pare­
ce aportar una justificación a sus afirmaciones, en particular tal y como las
entiende el público en general. Los retóricos griegos pusieron a esta forma
de exposición completa el nombre epicheirema (literalmente un «apretón» o
un «puñado»), y este término se convertirá en epichirema para los escrito­
res latinos posteriores. Para la forma abreviada del argumento se utiliza el
término aristotélico enthymema que consiste en una conclusión y una razón
que la apoya (Quintiliano, 5, 10, 3). Puesto que los estudiantes trabajaban
primero la retórica y luego la dialéctica, solía ocurrir que se conocían antes
los usos y las amplificaciones de la inducción, el epichirema y el enthyme­
ma como técnicas de composición que sus implicaciones lógicas. La retóri­
ca se decantaba por la enseñanza de la facilidad, y no del poder del pensa­
miento y la expresión.
Para las cuatro partes restantes de la retórica tenemos que recurrir, si­
guiendo el ejemplo de profesores y alumnos, a las discusiones de la Rhe­
torica ad Herennium. El tema de la disposición se trata muy brevemente,
puesto que las partes del discurso están incluidas en la invención. En rela­
ción a la declamación (3, 19-27) hay indicaciones de cómo controlar la voz
y los gestos. La declamación tenía mucha importancia en la vida pública
romana, mientras que despertó poco interés en los estudiantes a partir de la
Antigüedad tardía hasta el Renacimiento, periodo en el cual se considera­
ba la retórica ante todo como un ejercicio de composición escrita o como
una exégesis de escritura. En cambio, el Ars arengandi de Jacques de Di-
nant, escrito en Bolonia en el siglo xm, se interesa por la discusión sobre
la declamación de la Rhetorica ad Herennium puesto que lo considera de
gran utilidad para las ciudades italianas del momento. En el siglo xvn vuel­
ve a aparecer el tema de la declamación como un aspecto práctico de la
predicación elocuente, dramática, de moda en Francia e Inglaterra. En el
año 1620 un jesuíta francés, Louis de Cressoles, recopiló todas las fuentes
clásicas que trataban de la voz y de la declamación en un tratado en lengua
latina que supëràba las 700 páginas titulado Vacationes autumnales. En el
año 1644, en Inglaterra, John Bulwer publicaba Chirologia, or the Naturall
Language of the Hand y Chironomia, or the Art o f Manuall Rhetoricke, un
sistema de declamación lleno de citas extraídas de la Rhetorica ad Heren­
nium, de Cicerón, de Quintiliano y de otras autoridades. Pero una obra to­
davía más influyente fue el tratado escrito en 1657 por un pastor protes­
tante francés, Michel Le Faucher, titulado Traité de l ’action de l ’orateur,
ou de la prononciation et du geste. El interés por la declamación continuó
vivo a lo largo del siglo xvni al aplicarse este arte al recitado y a la actua­
ción, en particular en A Course o f Lectures on Elocution (1762) de Thomas
Sheridan. A pesar de que en latín elocutio signifique estilo en prosa, los au­
tores ingleses convinieron en adoptar el significado original de expresión
oral que, en general, sigue prevaleciendo en el uso inglés de elocution. Una
consecuencia de esta evolución fue el llamado «movimiento elocucional»,
el aspecto de la disciplina retórica que, como forma de diversión e instruc­
ción, tuvo mayor prestigio en el siglo xix (son ejemplo de ello las famosas
lecturas de Dickens de sus novelas) e incluso ha sobrevivido hasta nuestros
días, aunque de forma menos artificial, en el «Reader’s Theatre».
El sistema clásico de la memoria tal y como se presenta en la Rhetori­
ca ad Herennium (3, 28-40), en De oratore (2, 350-360) de Cicerón y en
Quintiliano (11,2) incluye una ambientación real y familiar como la dispo­
sición de arcos alrededor de una plaza pública en la cual el futuro orador
imagina, en una secuencia ordenada, imágenes visuales de las ideas o pala­
bras que desea retener en su mente. Esta técnica tiene una larga tradición en
las sociedades occidentales al margen de la enseñanza de la retórica (véase
especialmente Frances Yates, El arte de la memoria, Taurus, Madrid). En la
Edad Media se utilizó en la educación moral, y los filósofos del Renaci­
miento la trataron como una manera de organizar el conocimiento. La men­
ciona Alberto Magno (c. 1200-1280) en su De bono, así como en su comen­
tario sobre el De memoria de Aristóteles; otro comentario sobre la misma
obra y en el que se vuelve a mencionar el tema de la memoria fue escrito
por Tomás de Aquino (1225-1274); vuelve a aparecer en otras adaptaciones
posteriores, como en el «Teatro de memoria» de Giulio Camillo, publicado
póstumamente (1550) como L ’idea del teatro, y en escritos de Giordano
Bruno (1548-1600) en los que está relacionado con la hermenéutica. Toda­
vía hoy día siguen existiendo adaptaciones del sistema, siendo discutidos en
obras actuales que tratan de cómo perfeccionar la memoria. Al igual que la
mayoría de las partes de la retórica, su origen es griego, pero no se ha con­
servado ningún discurso griego; por esta razón, todos los intentos, a través
de la historia, de crear y adaptar sistemas prácticos de memorización forman
parte del legado de la retórica latina.
Toda discusión de los retóricos latinos sobre el estilo está relacionada con
la dicción, en el sentido de seleccionar palabras adecuadas, y con la compo­
sición, que es la disposición de éstas en la oración. Como norma general se
solía tratar el estilo después de la disposición y previamente a la declamación
—así es como aparece en las obras de Cicerón y Quintiliano— , pero el autor
de la Rhetorica ad Herennium lo trata como tema aparte en su cuarto y úl­
timo libro. Esta tendencia a tratar el estilo como algo separado de los demás
aspectos de la retórica se encuentra en muchos libros sobre ese tema desde
la Antigüedad, pasando por la Edad Media hasta llegar a nuestros días. Es­
tos manuales eran muy útiles para quienes querían escribir o leer prosa o
poesía; en ellos se refleja y estimula la tendencia que tiene la retórica, a tra­
vés de los tiempos, de pasar de un estudio sobre el arte de la persuasión al
arte del embellecimiento, un fenómeno que se suele llamar actualmente let-
teraturizzazione.
Un alumno de Aristóteles, Teofrasto, determinó —en una obra que se ha
perdido— cuatro «virtudes» o principios en los que se debía basar un buen
estilo en prosa; en algunos tratados de retórica latinos volverán a aparecer es­
tos principios (Rhetorica ad Herennium, 4, 17, y especialmente en Orator,
79). El buen estilo tenía que ser gramaticalmente correcto, claro, ornamenta­
do y adecuado al orador, al tema y al público. Pero el aspecto en el que más
se fijaron los retóricos fue en la ornamentación. Ésta, referida a las palabras,
significaba el uso de tropos o «giros», es decir, la sustitución de una palabra
por otra con el resultado de cambios en la connotación y las imágenes. La
metáfora es el tropo más importante, pero otros pueden ser la metonimia, la
sinécdoque, la hipérbole, etc. En general, los autores latinos suelen utilizar
la metáfora únicamente como una de tantas formas de ornamentación, y
no la resaltan como un fenómeno clave en el discurso literario y en la poe­
sía —tal y como lo hacen los críticos actuales— ni tampoco suelen tratar las
imágenes como un rasgo omnipresente en la literatura. Los gramáticos lati­
nos también se ocuparon de los tropos; para los estudiantes de la Edad Me­
dia no fueron los tratados de retórica clásicos las obras más expertas en la
materia, sino el pasaje llamado Barbarismo incluido en el Ars Grammatica de
Donato (c. 400 d.C.). En composición, es decir, en un discurso estructurado,
la ornamentación gira principalmente en tomo al uso de figuras. Aun cuan­
do en la Rhetorica ad Herennium se llame a éstas exornationes, el término
usual llegó a ser figurae; el término griego schemata se utilizaba también, a
veces, en latín, y en el Renacimiento surge el término «esquemas». Las fi­
guras se dividían en dos tipos: las figuras de pensamiento, en las que el ora­
dor rehace una afirmación para darle una forma más vivaz, y las figuras del
habla, en las que la ornamentación viene dada por el sonido o la secuencia
de las palabras seleccionadas. Así, por ejemplo, en la introducción del primer
discurso de Cicerón contra Catilina: «¿Cuánto tiempo, Catilina, seguirás
abusando de nuestra paciencia?». Aquí emplea dos figuras de pensamiento:
la cuestión retórica y el apostrofe. Lo inesperado ya no está dirigido al sena­
do, sino que personaliza entre los presentes, señalando a Catilina. El resulta­
do tiene mucha más fuerza de la que podría tener una afirmación no figurada:
«Catilina, miembros del Senado, ha abusado demasiado tiempo de nuestra pa­
ciencia». En las Bienaventuranzas del Evangelio según san Mateo (5, 3-12)
aparece una figura retórica muy famosa, la anáfora, o repetición al principio
de cada versículo del «Bienaventurados sean ...», que da unidad al pasaje y
le confiere un matiz poético.
Los conceptos de tropos y figuras implican que hay alguna forma «pro­
pia» o normal del lenguaje que es alterada por efectos de la retórica; aun así,
los gramáticos y los retóricos consideraron que, cuando no hubiese en el
lenguaje un término «adecuado», se podría recurrir al uso de un tropo. Con
frecuencia es completamente arbitraria la distinción entre tropos, figuras re­
tóricas y figuras de pensamiento, y de hecho los especialistas no llegan a
ningún acuerdo al respecto. La ironía, por ejemplo, puede ajustarse a las tres
categorías e incluso hay especialistas que tratan, con atrevimiento, la metá­
fora como una figura. Pero mientras los retóricos más teoricistas, entre los
que se incluye a Cicerón y a Quintiliano, intentaban delimitar, en un con­
texto dado, la emoción psicológica de una figura en particular, o de clasifi­
car las figuras en grupos, muchos manuales se contentaban con identificar y
ejemplificar tin gran número de estratagemas que el estudiante podía utili­
zar en su redacción o que podría identificar en la lectura de los textos clá­
sicos y religiosos. Los manuales sobre tropos y figuras suelen ser muy fre­
cuentes en la tradición retórica latina; unos ejemplos destacados son los de
Aquila Romanus (finales del siglo ni), Beda el Venerable (principios del
v ii i ), las Tabulae de 1526 de Petrus Mosellanus y el Epitome de 1540 de
Joannes Susenbrotus. Este último siguió utilizándose durante mucho tiempo
en las escuelas.
Además de las figuras, otros aspectos de la composición de los que hablan
los retóricos incluyen la construcción de frases, ya sea en una sintaxis «corri­
da» o paratáctica o en «periodos» hipotácticos; son esas frases elaboradas que
pueden encontrarse en cualquier pasaje de los discursos de Cicerón, y que son
un rasgo común de la escritura convencional en el inglés premodemo. La pro­
sa artística debía ser rítmica, pero no en el sentido de los habituales metros de
la poesía. En el latín clásico esto quería decir ritmos cuantitativos de presencia
indispensable en las clausulae, o finales rítmicos de las frases. Gran parte del
Orator de Cicerón está dedicado a este tema y es la primera vez que, en len­
gua latina, se habla de él. El autor recomienda ciertos ritmos y rechaza otros,
pero no siempre lo hace de una forma coherente con su propia práctica. En la
Antigüedad tardía, los oradores latinos perdieron el sentido de la cantidad, y
en cuanto al ritmo éste llegó a relacionarse con la utilización de las sílabas tó­
nicas. Esto condujo a la creación de un nuevo sistema de ritmo acentuado en
prosa conocido como cursus y que se encuentra, principalmente, en el episto­
lario medieval en lengua latina y a veces incluso en la vulgata, como por
ejemplo en la versión de la Biblia del rey Jacobo. Así, en las Bienaventuran­
zas, por ejemplo (Mateo, 5, 3-12), no son rítmicos ni el original griego ni la
vulgata latina, mientras que en la versión del rey Jacobo, el final, o clausula,
d el v e r síc u lo 3 (y ta m b ién d e l 6 y d e l 10) e s u n cursus planus: KiNG-dom o f
HEA-ven» (« rein o d e l c ie lo » ); e l v e r síc u lo 4 e s u n cursus tardus: « th e y sh a ll
b e cO M -forted» (« será n c o n fo r ta d o s» ); e n el v e r s íc u lo 12 se trata d e un cursus
velox: «PROF-phets w h ic h w e r e be-FORE y o u » (« p ro fe ta s a n tes q u e tú»); e l f i­
n a l d e lo s otros v e r síc u lo s tie n e otras u n id a d es d e ritm o q u e tie n e n su a n te c e ­
d en te en la p ro sa c lá sic a . Después d e q u e, e n e l s ig lo x v , se recu p era sen e l
Orator d e Cicerón y el texto c o m p le to d e Quintiliano, lo s estudiosos v o lv ie ­
ron a en ten d er el siste m a clásico d e l ritm o cu a n tita tiv o , m ien tra s q u e e l n u e v o
latín se g u ía in ten tan d o, y to d a v ía lo h a c e , im itar la s clausulae c ice ro n ia n a s.
El último rasgo de la teoría latina de composición es el genera dicendi,
o los tres estilos conocidos como el «elevado, medio y llano». En la Rheto­
rica ad Herennium (4, 2, 16) hay un buen tratamiento, con ejemplos, de es­
tos tres tipos, y de este modo pudo ser comprendido por los estudiantes de
la Edad Media y el Renacimiento, utilizarse para la crítica e imitarse en la
composición. Cicerón y san Agustín identificaron el estilo llano con la ense­
ñanza, el estilo medio con la complacencia y el estilo elevado con el acto de
conmover al público. Pero volveremos más adelante sobre la relación de los
conceptos asianismo y aticismo con el genera dicendi, tema que no aborda
la Rhetorica ad Herennium.
Cicerón fue la figura más importante de la tradición retórica latina. Como
muestran sus obras de filosofía, su teoría no fue completamente innovadora
puesto que se inspiraba, en gran medida, en las fuentes griegas helenísticas,
si bien sus tratados se basan en su amplia experiencia personal. Es también
la primera autoridad en el ritmo prosístico y fue él quien creó la idea de los
tres «deberes» del orador (De oratore, 2, 115, y Orator, 69). Sus obras mues­
tran cómo un orador profesional utiliza y adapta las enseñanzas escolares
—e incluso va más allá de ellas— , en particular en la presentación dramá­
tica del personaje; el concepto ciceroniano del hombre de estado fue una
imagen poderosa no sólo en Roma sino también en el Renacimiento italiano.
La Institutio oratoria de Quintiliano es la mejor obra sobre la educación ro­
mana y sobre la teoría de la retórica en la Antigüedad, aunque es excesiva­
mente larga y detallada, lo que la hace inmanejable. Durante la Edad Media
se utilizaba un resumen de la.misma. Ejerció especial influencia en la Fran­
cia de los siglos x i y x n , y en particular en la obra Metalogicon de Juan de
Salisbury. Poggio Bracciolini recuperó el texto íntegro en 1416, con lo que
se inició una nueva e interesante etapa en la historia de la retórica y la edu­
cación.
En Roma, primero en el colegio y luego con un maestro de retórica, los
estudiantes de composición se ejercitaban con una serie de trabajos escritos
y orales que presentaban una complicación progresiva. Los ejercicios más
elementales consistían en la repetición de una fábula como las que se suelen
atribuir a Esopo, en una simple narración o en una chria, es decir, contar una
anécdota sobre una persona famosa. Gradualmente el contenido se compli­
caba, al igual que sucede en la argumentación de una tesis. Algunos de estos
ejercicios son más amplios, puesto que también están en la base de formas
literarias existentes: ejemplo de ello es la écfrasis, es decir, la descripción de
un lugar o de una obra de arte, o el encomio, que es el elogio a un individuo,
y la sincrisis, la comparación de dos individuos o de dos acciones. Son los
manuales griegos de época imperial los que más información nos ofrecen so­
bre estos ejercicios, que también se realizaban en latín. En el De inventione
(2, 4) se alude a ellos, así como en Quintiliano (2, 4). En griego se les lla­
maba progymnasmata y se tradujeron al latín como praeexercitamina. Apar­
te de la versión latina de Prisciano, en el 500 d.C., del manual griego de
progymnasmata atribuido a Hermógenes, no tenemos constancia de su uso en
la Edad Media; en los libros de gramática escolares de los siglos xvi y xvn
vuelven a aparecer algunos de los ejercicios antiguos, normalmente extraídos
del manual griego de Aftonio, traducido al latín por Rudolf Agricola y Gio­
vanni Cattano.
El ejercicio principal de las escuelas de retórica era la declamación, que
tema dos formas. Las suasoriae, que era el discurso con intención de burla,
se consideraban la forma más fácil. El estudiante tenía que redactar, memo-
rizar y recitar un discurso en el que exhortaba o disuadía a un personaje mi­
tológico de una acción. Se le podía asignar la tarea de componer un discurso
en el cual debiera exhortar a Aníbal a invadir Roma después de su victoria
en Cannas. Las controversiae eran, por contra, ejercicios de tipo legal en los
que se presentaban al estudiante una situación y unas leyes para aplicar (a
veces imaginarias); su trabajo consistía en componer un discurso para uno de
los participantes. Los temas solían ser absurdos, probablemente con la inten­
ción de despertar el interés del estudiante y de valorar su habilidad. Un ejem­
plo al respecto bien podrían ser las leyes de una ciudad que preveían que una
mujer que había sido violada pudiera escoger entre la pena de muerte para su
agresor o forzarlo a que se casase con ella; «un hombre viola a dos mujeres
en una noche; la primera pide su muerte, la segunda el matrimonio; discurra
a continuación sobre el caso de una de las dos mujeres». No se practicaba la
controversia como debate, tal y como podría esperar actualmente un lector.
Los estudiantes no tenían que temer la refutación o los argumentos rebusca­
dos y, por lo tanto, su imaginación podía volar libremente. Se daba especial
importancia al uso innovador de las figuras, así como a la descripción de per­
sonajes. Nuestra fuente de información más importante sobre declamación es
una obra de Séneca el Viejo; también disponemos de dos compendios poste­
riores atribuidos a Quintiliano, aunque es más que dudoso que sean de él. En
la Edad Media eran de uso común y, a veces, se usaban como fuente para las
narraciones ficticias como en la Gesta Romanorum. En Roma los adultos so­
lían recurrir a la declamación como una forma de entretenimiento elegante
en sociedad. La declamación en latín mantuvo su prestigio hasta el siglo vi,
y es en la obra de Ennodio donde la vemos reflejada por última vez; pero en
griego continuó existiendo durante la época bizantina. En el Renacimiento, y
a principios de la Edad Moderna, los ejercicios de retórica estaban más vin­
culados a la progymnasmata o a la controversia medieval —un aspecto de la
dialéctica— que a la declamación de la Antigüedad.
La r e t ó r ic a l a t i n a e n l a A n t ig ü e d a d t a r d ía

Con frecuencia se suele calificar la extensa literatura del Imperio roma­


no como una literatura retórica, lo que quiere decir que, en su composición,
muestra un alto grado de fluidez asociada a una falta de originalidad y de
pensamiento. Desde este punto de vista hubo una necesidad de expresión
profundamente arraigada a la que acompañaba una obsesión por la educación
formal en las artes verbales, aunque a menudo ambos elementos se convir­
tieron en un anhelo por lo artístico, mientras que en lo práctico se traducía
en demostraciones de ingenio y adulaciones. De ello son un ejemplo los pa­
negíricos de Plinio el Joven y los posteriores aduladores de los emperadores,
aunque también existen ejemplos de escritos más enérgicos que esconden
pensamientos profundos: los de Tácito, Apuleyo, Amiano y Claudiano, entre
otros. La culpa de la decadencia suele atribuirse a la combinación del efecto
inhibidor del gobierno imperial romano sobre la libertad de expresión y a la
artificiosidad de la declamación enseñada en las escuelas. A finales del si­
glo i, Tácito se hizo eco de estos problemas en su pesimista Dialogus de ora­
toribus. Disponemos de una serie de tratados sobre retórica de la Antigüedad
tardía, conocidos con el nombre colectivo de Rhetores latini minores, que se
caracterizan por una cierta pedantería, esterilidad y anacronismo. Se inscri­
ben más en la línea de De inventione de Cicerón que en sus obras mayores o
que en Quintiliano. La serie de comentarios a De inventione empieza con
Victorino (siglo iv) y Grilio (siglo v) y el continuo uso que de ellos se ha ido
haciendo lo reflejan los cincuenta manuscritos medievales de Victorino y los
veinte de Grilio que se han conservado.
Pero las mejores obras de la Antigüedad tardía son las de los autores cris­
tianos; es como si con ellos el mundo romano hubiese encontrado algo nue­
vo que decir. Los principales padres de la Iglesia latinos estudiaron retórica
y cinco de ellos —Tertuliano, Cipriano, Arnobio, Lactancio y san Agustín—
habían sido oradores profesionales antes de convertirse al cristianismo. A par­
tir de entonces cambiaría su actitud frente a la retórica, haciéndose más am­
bivalente. Así lo muestra el famoso sueño que san Jerónimo relata en una
carta a Eustoquio (Epístolas, 22) y en el que se le acusa, ante el juez eter­
no, de ser un «ciceroniano» y no un «cristiano»; aun así, la mayoría de los
padres continuaron utilizando sus conocimientos de retórica en su nueva vo­
cación, y fue Lactancio el que se ganó (se lo dio Jerónimo y fue más tarde
reutilizado por los humanistas italianos) el epíteto del «Cicerón cristiano».
Agustín intentó hacer compatible el estudio de la retórica con el hecho de
ser cristiano, tal y como podemos leer en su tratado Sobre la educación cris­
tiana que empezó a escribir en el 396 y no completó hasta el 426. En el li­
bro 4 dice que sería una insensatez que se dejase ser elocuentes sólo a los
hombres malos, pues los cristianos tienen derecho a servirse de las artes lai­
cas, en las que se incluye la retórica, para sus propósitos, del mismo modo
que hicieron los hijos de Israel cuando robaron sigilosamente el oro de los
egipcios. A través de análisis estilísticos de pasajes selectos de los profetas
y de san Pablo demuestra que, en la Biblia, a pesar de la mala traducción al
latín, existen elementos de la elocuencia clásica.
Para san Agustín, la retórica tiene tres aplicaciones: en la exégesis de las
escrituras, cuando el intérprete intenta determinar si un pasaje ha de ser en­
tendido literal· ó figuradamente.;, en la predicación, cuyo objetivo es enseñar
al público complaciendo y conmoviendo sus corazones, al modo ciceronia­
no; y por último, en las disputas teológicas. Los sucesores de san Agustín es­
tuvieron de acuerdo, sobre todo, con el primer uso y, de hecho, es la razón
que induce a Casiodoro, en el siglo vi, a recomendar a sus monjes el estudio
de la retórica. En la alta Edad Media no se le dio gran importancia a la retó­
rica en la predicación. Aparte de algunas excepciones (por ejemplo, Bonifa­
cio) el arte practicado por Ambrosio y san Agustín estaba en decadencia pero
se reavivó en el siglo lx, al incluir Rabano Mauro en su obra Sobre la edu­
cación de los clérigos .algunos elementos extraídos de san Agustín acerca del
papel que desempeñaba la retórica en las disputas de la Iglesia. Éste no se
pronunció, pero esto no le impedía ejercitarse en las artes de la retórica en
sus polémicos tratados, y de hecho lo reflejan también las actas de las con­
ferencias y concilios de la Iglesia latina. De hecho, este ámbito es el más
fructífero para nuestros estudios de la oratoria desde el siglo v al vm. Uno
de los ejemplos más notables es el concilio de Cartago en el 412, que trata­
ba del cisma donatista y del cual nos consta un acta redactada durante su ce­
lebración —san Agustín aparece como uno de los oradores— y que poste­
riormente fue transcrita y conservada; otros ejemplos son el juicio que la
Iglesia hizo a Pretextato, obispo de Ruán, celebrado en el 577 y que fue des­
crito por Gregorio de Tours en su Historia de los francos (5, 18), además del
III concilio de Toledo en el 589 y el sínodo de Whitby en el 664, recogido
en la Historia eclesiástica de Beda el Venerable (3, 25).
Pero el último autor romano que tuvo amplios conocimientos no sólo del
griego sino también de la filosofía aristotélica, incluida la lógica, fue Boecio
(c. 480-524). El cuarto libro del De topicis differentiis de Boecio contiene el
mejor tratado sobre la invención retórica de la Antigüedad tardía que estaba
a disposición de los estudiosos de la Edad Media. Su larga influencia fue un
factor negativo para la disciplina de la retórica, puesto que contribuyó a que
los escolásticos incluyesen la invención dentro de la dialéctica, con lo cual la
retórica quedaba únicamente como una enseñanza del estilo. El resultado de
ello puede verse en la trayectoria tomada por las universidades en el siglo xni
y posteriormente en Francia e Inglaterra.

R e t ó r ic a m e d ie v a l

Para los lectores de la Edad Media que no querían, o eran incapaces, de


estudiar directamente De inventione, la Rhetorica ad Herennium u otras fuen­
tes, existió en la Edad Media un estudio sobre la doctrina clásica de retóri­
ca en tres compendios o enciclopedias sobre las artes liberales que incluían
discusiones sobre gramática, dialéctica, aritmética, astronomía, geometría y
música. Aun ciando el trivium (gramática, retórica, dialéctica) y el quadri­
vium (las cuatro artes matemáticas) aparecen más tarde y la gramática y la
retórica fueron siempre un objeto de estudio, ya existió durante la Repúbli­
ca romana el concepto de la secuencia de las artes como un ideal para el
hombre de educación liberal; Catón el Viejo y posteriormente Varrón, Celso
y otros, hablaron de este concepto de manera enciclopédica. La enciclopedia
más antigua de la que disponemos, y que utilizaban los lectores en la Edad
Media, se titula Bodas de Mercurio y Filología de Marciano Capela y data de
principios del siglo v; una de sus aportaciones fue la figura alegórica de la
Señora Retórica que a veces está reflejada en el arte medieval. Otra enciclo­
pedia es la titulada Institutiones divinarum et saecularium litterarum de Ca-
siodoro, que data de mediados del siglo vi. La tercera enciclopedia son las
Etimologías de Isidoro de Sevilla, de principios del siglo vil y que es la más
utilizada. El pasaje sobre la retórica (2, 1-22) de Isidoro está extraído, en gran
parte, de Casiodoro (2, 1-17) que, a su vez, se inspiró en Cicerón, Marciano
(libro 5) y otros autores latinos posteriores que escribieron manuales. En
tiempos de Isidoro la tradición retórica latina estaba en decadencia. En algu­
nos casos nos encontramos con recomendaciones que indican que la retórica
podía ser útil para el ejercicio de la ley, pero aun así los conocimientos que
del tema podía tener Isidoro son más bien escasos. Si bien él la considera pro­
pedéutica en relación a otros temas más importantes, parece ser que la inclu­
ye más bien por un sentimiento de respeto hacia la sabiduría del pasado.
A partir de este punto más bien bajo de la evolución, se abrirá paso un
nuevo inicio, esta vez en la lejana Inglaterra. Beda el Venerable (673-735) es­
cribió dos breves tratados basados, en gran parte, en los libros de texto me­
dievales de Donato que reflejan la tendencia, generalizada en la Edad Media,
a subordinar la retórica a la gramática. Uno es Sobre el arte de la métrica y
contiene un pasaje en el que se diferencia el metro poético del ritmo prosísti­
co y en el que pone grandes esperanzas en la evolución del cursus. El segun­
do es un manual sobre tropos y figuras que utiliza 122 ejemplos de la Biblia.
Su objetivo manifiesto es demostrar la importancia decisiva de las Escrituras
a lo largo de la historia de la literatura profana. Beda conocía muy bien el ma­
terial de su tratado, si bien su interés por la retórica se limita al estilo. Pero
existe una concepción más amplia de la retórica en la Edad Media, la Dispu­
ta sobre la retórica y las virtudes del inglés Alcuino de York (c. 735-804). En
forma de un diálogo mantenido con Carlomagno, Alcuino muestra las posibi­
lidades que tiene la retórica cívica derivada del De inventione de Cicerón y de
Julio Víctor, junto a la teoría ética del De officiis de Cicerón. Otra obra toda­
vía más importante para la evolución posterior es Sobre la educación de los
clérigos de Rabano Mauro, alumno de Alcuino; en ésta, la retórica se adapta
a las circunstancias de la época carolingia y en ella se recuperan algunas ideas
de san Agustín sobre el valor de la retórica para un predicador.
En la Edad Media se constatan cuatro comentes principales en el estu­
dio de la retórica, que se inicia con el renacimiento carolingio, pasando por
las escuelas episcopales de los siglos xi y xn y desemboca en los cursos de
letras de las primeras universidades. Una de ellas consistía en el estudio de­
tallado del De inventione de Cicerón y dé la Rhetorica ad Herennium', ambas
obras estaban reproducidas —parcial o totalmente— en muchos manuscri­
tos y comentarios. De los 600 .comentarios de los que tenemos constancia,
sólo nos queda una edición impresa (ed. K. M. Fredborg, Toronto, 1986) de los
de Thierry de Chartres (c. 1130). Es casi seguro que en muchas zonas de
Europa se consideraba el estudio de esta temática, y su énfasis en la teoría
del status, como una disciplina académica, como algo que era importante
saber y que podía ser útil para la comprensión de los textos clásicos. Pero
el mayor uso práctico que se hizo de ella fue en el género epistolar, sobre
todo en la correspondencia oficial de la Iglesia y durante la creación, en Ita­
lia, de los municipios.
Esta es la segunda corriente de la retórica medieval, la aplicación explí­
cita de las teorías latinas de la invención, de la disposición y del estilo al gé­
nero epistolar, la cual se llama dictamen. Los primeros tratados dictaminales
datan de finales del siglo xi y pertenecen a la obra de Alberico de Monte
Cassino; en ellos se adaptan las partes del discurso clásico a una epístola y
además se habla de los tropos y de las figuras. Conocemos más de 300 tra­
tados dictaminales cuya fecha de redacción se extiende hasta bien entrado el
Renacimiento. En la Italia del siglo ΧΠΙ —con Bolonia como centro destaca­
do— se amplió, por primera vez desde la Antigüedad, la enseñanza del dic­
tamen incluyendo el factor público: el Ars arengandi (en francés y en inglés
harangue, en castellano «arenga») de Jacques de Dînant y la Rhetorica no­
vissima (1235), presentada por Boncompagno de Signa en «sustitución» de
Cicerón, son dos ejemplos al respecto.
La tercera tradición medieval de la retórica es la de las artes poetriae, los
libros sobre composición poética. En general surge y se desarrolla a finales
del siglo xn y durante el xm en Francia, contemporáneamente a los tratados
de Mateo de Vendóme, Geoffrey de Vinsauf, Juan de Garlandia y otros, que
se inspiraban en las teorías clásicas sobre estilo. Ejercieron cierta influencia
en la poesía del momento.
La última tradición retórica de la Edad Media es la de las artes praedi­
candi, es decir, los manuales de sermones. Pero no fue hasta el siglo xm que
se desarrolló sistemáticamente al surgir, primero en Inglaterra y luego en
Francia, la llamada «predicación temática», tratada por Tomás de Ashby, To­
más Chabham y otros. Ésta combinaba la retórica ciceroniana con la dialéc­
tica medieval en las cuestiones de la predicación teológica y moral.

E t, R e n a c i m ie n t o

Durante el Renacimiento, la retórica se mantuvo en la línea de la tradición


latina a pesar del redescubrimiento de las fuentes griegas, del surgimiento de
nuevos retóricos y de la literatura en lengua vernácula. La Rhetorica ad He-
rennium continuó siendo popular en las escuelas hasta finales del siglo xvi
como el tratado más importante sobre la materia. Fue Raffaelo Reggio quien,
en 1491, sostuvo que no se trataba de una obra original de Cicerón, pero su
opinión no fue aceptada hasta que hubo pasado medio siglo.
Entre los humanistas, la comprensión de la tradición latina estaba muy
relacionada con la recuperación —Poggio Bracciolini lo descubrió en Saint-
Gall en 1416— del texto completo de la Institutio oratoria de Quintiliano y
del Brutus de Cicerón, que, junto al texto íntegro de De oratore y del Ora­
tor, fue recuperado por Gerardo Landriani en 1421 en la localidad de Lodi.
A pesar de que en la Edad Media algunos discursos de Cicerón estaban muy
difimdidos, no se habían utilizado como ejemplo para la retórica. El primero
en incluir la lectura de éstos en el estudio de la retórica fue Antonio Loschi
a finales del siglo xrv en Pavía. En el año 1333 Petrarca redescubrió los dis­
cursos de Cicerón en defensa del poeta Arquias y en el siglo siguiente se em­
pezó a ampliar el corpus de los discursos hasta adquirir la forma actual. Pero
el momento más álgido de la influencia de Cicerón en Italia es el siglo xvi, y
entre 1527 y 1560 se imprimen por lo menos 566 comentarios y glosas so­
bre sus discursos y obras de retórica más destacadas. Quintiliano también
tuvo una amplia difusión, particularmente gracias a Gasparino Barzizza, Lo­
renzo Valla y Poliziano, y en el Norte fue el autor predilecto de Lutero y de
Melanchthon. Entre 1482 y 1599 se imprimieron más de cuarenta ediciones
del texto de Ia Institutio con las correspondientes anotaciones, comentarios o
castigationes.
El que Petrarca y sus sucesores humanistas criticasen a menudo la erudi­
ción y el estilo medieval, pues se vanagloriaban de vivir en una época más
ilustrada, es un hecho, pero es innegable —y está generalmente reconocido
como tal— que el movimiento humanista se originó, en gran medida, a par­
tir de los estudios —de cariz tradicional— sobre la gramática y la retórica.
Los humanistas eran profesores que ocupaban cátedras de retórica en las ciu­
dades-estado italianas y también eran secretarios o notarios interesados por
el arte epistolar; durante el Renacimiento siguió siendo habitual el escribir
tratados dictaminales. Pero el cambio decisivo aportado por los humanistas
fue su idea de que el don de la elocuencia se adquiría imitando las fuentes
clásicas. Las disputas sobre retórica que tuvieron lugar durante el Renaci­
miento giraban principalmente en tomo a la cuestión de qué fuentes clásicas
eran las más apropiadas para la imitación —Cicerón, Quintiliano u otros es­
critores— y del lugar que debía ocupar la invención en el trivium de las ar­
tes liberales: gramática, retórica y dialéctica (el arte de la disputa). ¿Debía
considerarse la dialéctica como una subdivisión de la retórica, y por lo tanto
la invención se enseñaría al igual que la retórica —según Lorenzo Valla— o
bien la invención formaba parte de la dialéctica como creían Rudolf Agrico­
la y posteriormente Petrus Ramus?
Del periodo renacentista disponemos de un vasto número de obras im­
presas y manuscritos sobre retórica, muchos de los cuales todavía no se han
estudiado. Sólo los libros impresos llegan a 3.500, escritos por 1.000 autores
diferentes. La mayoría son obras tradicionales, inspiradas en fuentes clásicas,
que a menudo se limitan sólo a algunos aspectos del tema como la predica­
ción, las epístolas o las figuras retóricas. Se hicieron intentos de escribir una
nueva retórica completa; pero, aun cuando los autores se jactaban de ser
originales, no dejan de traslucir la influencia de Cicerón y Quintiliano. Pro­
bablemente la obra mejor conocida sea Los cinco libros de la retórica de
Jorge de Trebisonda (1395-c. 1473), un emigrado griego que aprendió el la­
tín y enseñó retórica en varias ciudades italianas. Pero lo más significativo
de esta obra es que utiliza fuentes griegas desconocidas en Occidente, en par­
ticular el manual sobre estilo de Hermógenes, considerado, en Bizancio,
como el mejor tratado sobre el tema. En Francia, Guillaume Fichet introdu­
jo la imprenta en la Sorbona, en parte con la intención de imprimir sus propias
consideraciones sobre retórica, para neutralizar la influencia de Trebisonda.
En su Rhetorica (1471) utiliza el método escolástico de la definición ex­
haustiva y de la división de términos para desarrollar el sistema de Sobre la
invención, para lo que se sirve de algunos aspectos extraídos de Trebisonda
y de adaptaciones a las circunstancias del momento. La Nova rhetorica de
Lorenzo Traversagni, escrita en Inglaterra y publicada por Caxton hacia
1479, sigue poniendo el énfasis en la predicación pero continúa anclado en
la tradición ciceroniana. Los primeros retóricos en lengua inglesa son Leo­
nard Cox con su obra The Art or Crafte o f Rhetoryke (c. 1530) y Thomas
Wilson en su The Arte o f Rhetorique (1553); ambas obras son ciceronianas,
a pesar de que Cox fija más la atención en la invención y está muy inspira­
do en una obra anterior de Philipp Schwarzerd Melanchthon.
Aun cuando Cicerón fue el gran inspirador del estilo latino en prosa del
Renacimiento, hubo autores que no lo reconocieron como tal. La obra las
Elegantiae (completada hacia 1440; entre 1471 y 1536 se imprimieron 59
ediciones) de Lorenzo Valla aconseja un cierto carácter ciceroniano aunque
modificado por la admiración que el autor tenía a Quintiliano y que, en de­
finitiva y en la práctica, resultaba ser un estilo más epigramático. En la se­
gunda mitad del siglo xv, Giorgio Valla y Poliziano se pronunciaron en fa­
vor de una aproximación más ecléctica a la imitación. A finales de siglo, el
latín hermético y arcaico del novelista romano Apuleyo fue bastante popular,
como también lo fueron sus imitadores Paolo Cortesi en Roma y Filippo Be-
roaldo el Viejo en Bolonia. Pero el mayor representante de un estilo latino
clásico y flexible aplicado a la imitación de una serie de autores fue Erasmo
con su obra Ciceronianus, escrita en 1528, que gozó de una amplia difusión.
Julio César Escalígero lo criticó a través de dos discursos en Pro M. Tullio
Cicerone, y Mario Nizolio publicó, en el año 1535, un diccionario sobre la
auténtica dicción —muy útil para los ciceronianos— titulado Thesaurus Ci­
ceronianus. Justo Lipsio (1547-1606) fue el más feroz detractor del estilo ci­
ceroniano y el que divulgó el estilo fragmentado y epigramático de Séneca o
la brevedad de un Tácito. Podemos contemplar dicho debate en el Cicero­
nianus de Gabriel Harvey (1577), que enseñó retórica en Cambridge, y que
explica en esta obra cómo había sido un seguidor incondicional de Cicerón
y cómo halló en él algunos errores. Este carácter anticiceroniano fue trans­
mitido a las obras vernáculas del momento, tal y como podemos ver en los
Ensayos de Montaigne; en lengua inglesa tenemos a Francis Bacon, que era
anticiceroniano en la teoría pero no en la práctica.
Uno de los aspectos más desconcertantes del legado de la retórica ro­
mana ha sido el uso de los términos asianismo y aticismo. En Cicerón (Bru­
tus, 51) hay una descripción de cómo la retórica emigró de Atenas (Ática)
a Asia Menor a finales del siglo iv d.C., y en ella se diferencian dos tipos
de asianismo (Brutus, 325): uno es epigramático y el otro impetuoso y muy
ornamentado. Era habitual pensar en el estilo ático como un estilo caracte­
rizado por la pureza de la dicción, por la transparencia del pensamiento y
por la moderación en el uso de las figuras; el estilo asiático era, en cambio,
más amanerado, artificioso y pomposo. A mediados del siglo i a.C., surgió
en Roma un movimiento neoático que se identificó particularmente con
Calvus (Brutus, 283-284). Su modelo de imitación era el estilo llano del
orador griego Lisias y era una reacción contra el estilo rimbombante de Ci­
cerón, considerado frecuentemente como asiático. La respuesta de Cicerón
es que hay muchos tipos de aticismo; la complejidad de un Demóstenes es
igual de ática que la simplicidad de Lisias, y en los últimos momentos de
su carrera Demóstenes fue su mayor modelo de elocuencia. En Roma el
asianismo era un término peyorativo que se referría a un estilo muy artifi­
cioso, como el de los declamadores, mientras que el término aticismo equi­
valía a poco más que un estilo reconocido por un crítico determinado. En
el griego del Imperio y del periodo bizantino, el término aticismo se apli­
caba al lenguaje literario y respetaba las convenciones de dicción y com­
posición del griego clásico, en particular el de los oradores áticos y en con­
traposición a la koiné o griego demótico, el lenguaje corriente utilizado en
épocas posteriores.
El término ático vuelve a aparecer en el Renacimiento para describir la
prosa no ciceroniana. En su Ciceronianus Erasmo utiliza el término para des­
cribir el estilo que reprime la emoción o que busca el «punto» epigramático. En
una carta de 1586 Lipsio manifiesta sus gustos: «Me encanta Cicerón; inclu­
so llegué a imitarlo; pero yo soy un hombre y mis gustos han cambiado, me
han dejado de gustar los banquetes asiáticos; prefiero los áticos» (Opera, n,
p. 75). En el continente, el hecho de que el estilo ciceroniano se abandonase
a finales del siglo XVI se debió seguramente a la sensación de que era menos
adecuado —de lo que había sido anteriormente en las ciudades italianas—
para los temas políticos y religiosos del discurso y de la escritura. En el go­
bierno parlamentario de Inglaterra se inauguraron nuevas posibilidades que
condujeron, entre otras, a la elocuencia ciceroniana de un Edmund Burke y
de otros.
Para Aristóteles, la retórica era complemento de la dialéctica, y de hecho
ambas artes, junto a la gramática, florecieron en el periodo romano apoyán­
dose mutuamente. En la alta Edad Media la gramática eclipsó a la retórica; en
la baja Edad Media en las universidades francesas e inglesas, pero no en Ita-
lia, la dialéctica desbancó a la retórica, ya que sirvió como un ejercicio de ló­
gica para las disputas teológicas; fueron los humanistas quienes se encargaron
de reestablecer el equilibrio. Al norte de los Alpes se equiparó la retórica al
estilo, y la invención se incluyó en la dialéctica. Como representantes de esta
tendencia tenemos a Rudolf Agricola y Erasmo, pero fue en París donde ha­
lló su máxima expresión, en las enseñanzas y escritos de Petras Ramus (1515-
1572) y de su sucesor Omer Talon; este último redujo la retórica a estilo, en
particular al estudio de las figuras, transfiriendo el asunto con el contenido y
el argumento a la dialéctica. Por lo tanto, Ramus tuvo una difusión importan­
te en Francia, Inglaterra y la América colonial. Otro factor que influyó en esta
actitud hacia la retórica tradicional, en particular a sus teorías sobre tópicos y
argumentos, fue la nueva ciencia del siglo xvn. Mientras Bacon confería a la
retórica un significativo papel público como aplicación de «la razón a la ima­
ginación para que la voluntad funcionase mejor» (Advancement o f Learning,
2, 18, 2), John Locke describía, en su Ensayo sobre el entendimiento humano
del año 1690, la retórica tradicional como «un arte del engaño y del error».
Pero quienes perpetuaron con su enseñanza el arte de la retórica fueron los je­
suítas. El tratado De arte rhetorica libri tres ex Aristotele, Cicerone, et Quin­
tiliano deprompti (1560) de Cipriano Soarez fue reeditado varias veces. Los
jesuítas y los franciscanos llevaron la retórica clásica a la América española
como parte de su actividad misionera. Francisco Cervantes de Salazar fue el
primero en impartir lecciones de retórica en el Nuevo Mundo, que tuvieron
lugar en la Universidad de México en 1553; en los dos siglos siguientes se pu­
blicaron allí varios tratados.
Uno de los aspectos de la herencia de la retórica latina, que no se conocen
tanto como se merecerían, es su influencia sobre el arte y la música del Rena­
cimiento. Tanto Cicerón como Quintiliano trazan constantemente paralelismos
entre la oratoria, la pintura y la escultura. También los autores que escribieron
sobre pintura en el Renacimiento solían utilizar los conceptos retóricos de es­
tilo e imitación adaptándolos a las teorías del arte. La retórica les brindaba el
material adecuado y universal para sus críticas. Entre estos escritores se en­
cuentran Paoli Pini, autor del Dialogo della pittura (1548), Lodovico Dolce con
una obra, del año 1557, que lleva un título similar y Franciscus Junius en su
conocida obra sobre la pintura antigua (1638). Gran parte de la pintura de es­
tilo elevado del Renacimiento puede considerarse como epideíctica, la retóri­
ca del elogio o de la culpa. En la Inglaterra del siglo xvm George Turnbull (A
Treatise on Ancient Painting, 1740) y sir Joshua Reynolds (Discourses on Art,
1797) utilizan el modelo de la retórica para describir «lo que un pintor quiere
expresar» y «cómo decirlo de la mejor manera», y se sirven de la terminolo­
gía retórica con palabras como «decoro» y el «estilo elevado». En la música
barroca sucede algo parecido. Nicola Vicentino compara en 1555 al músico
con un orador que habla para conmover al público en voz alta o en voz baja,
despacio o deprisa. En Alemania la retórica de la música despertó un gran in­
terés; Joachim Burmeister se ocupa de este tema en su Musica poetica, y en
las escuelas luteranas estaba incluido en la enseñanza.
E l pe r io d o n e o c l á s ic o

Entre 1720 y 1840, la gran tradición de la retórica romana renacía por úl­
tima vez con mucha fuerza. Se trata de un fenómeno centrado principalmen­
te en Inglaterra, Escocia y las universidades de la América británica, en las
que la retórica ocupaba un lugar predominante en el plan de estudios (en
Harvard desde 1636, en Yale desde 1701, en Princeton desde 1746 y otras);
pero debía mucho a algunos escritos franceses del siglo xvn: los tratados
sobre declamación, los Dialogues de François Fénelon (1651-1715) y espe­
cialmente la traducción y las Réflexions sur Longin de Boileau sobre la obra
De lo sublime de Longino; esta obra despertó el interés por lo sublime, tal y
como muestran los tratados de Edmund Burke, Immanuel Kant y otros. La re­
tórica que se enseñaba en Inglaterra y en Norteamérica pensada para preparar
a los oradores para la vida pública, se consideraba como una «elocuencia de
senado, púlpito y bar». Los estudiantes leían los tratados y discursos sobre re­
tórica de Cicerón, utilizaban sus conocimientos en la composición escrita y
oral en lengua inglesa y latina, y recibían lecciones sobre la teoría clásica de
la elocuencia aplicada al presente. John Ward, del Gresham College de Lon­
dres, fue uno de los primeros profesores de esta nueva moda; este movimien­
to se extendió a Escocia en figuras como George Campbell en la Universidad
de Aberdeen y Hugh Blair en la de Edimburgo; un escocés llamado John Wi­
therspoon lo llevó a Norteamérica y se convirtió en rector de Princeton en el
año 1769. Pero su máxima expresión norteamericana, basada en Cicerón y en
Quintiliano, se refleja en las conferencias Bolyston impartidas en 1806 en
Harvard por el futuro presidente de los Estados Unidos, John Quincy Adams.
Pero la última contribución a la retórica neoclásica es la obra Elements of
Rhetoric de Richard Whately que empezó como un ciclo de conferencias
en Oxford que posteriormente fueron publicadas en 1828, y se reeditaron re­
visadas varias veces. Durante varias décadas se continuó haciendo uso, en In­
glaterra y en Norteamérica, de las conferencias de Blair y Whately; sus suce­
sores, que ocupaban cátedras de retórica a ambos lados del Atlántico, optaron,
probablemente bajo influencia romántica, por la enseñanza de las belles-let­
tres y de la literatura inglesa. A finales del siglo xix y principios del xx, y en
el plan de estudios de institutos y universidades, el estudio de la retórica clá­
sica se limitaba principalmente a las lecturas de Cicerón e incluso se daba ma­
yor importancia a los temas de gramática e historia que a los de retórica.

C o n c l u sió n

Desde la perspectiva del siglo xx, el legado de la retórica latina a la his­


toria europea occidental se centra en las tres áreas de la educación, la teo­
ría y la práctica. Las escuelas de retórica romanas, con su preparación pre­
via en la escuela secundaria, brindaron un plan de estudios estructurado y
centrado casi exclusivamente en la obtención, por parte de los estudiantes,
de las técnicas de composición escrita y oral reconocidas por la convención
y la sociedad. Desde la Edad Media hasta principios de la Era Moderna se
incluía en este pían la capacidad de componer versos en latín. El objetivo
principal era el dominio del latín, ya que era la lengua internacional para
la comunicación en asuntos públicos, en la Iglesia, en la filosofía, en la
ciencia y en las leyes; pero a partir del siglo xvi hasta el xix el latín fue
sustituido por las lenguas nacionales. La teoría de la imitación ocupaba un
lugar central en la filosofía de las escuelas. Las artes de la palabra se ad­
quirían estudiando modelos reconocidos y, mediante un esfuerzo por parte
del estudiante, imitando sus rasgos retóricos. Los modelos en la Edad Me­
dia podían ser la Biblia, los padres de la Iglesia o un profesor determina­
do. A partir del Renacimiento, como en la Antigüedad, las escuelas impul­
saron el clasicismo a-través de estos modelos reconocidos que podían ser
discursos de Cicerón, la poesía de Virgilio y otros modelos clásicos. La
imitación, en teoría, no debería limitarse a la copia estéril de un modelo,
sino que debía consistir en aplicar con imaginación las técnicas aprendidas
a los nuevos contextos y temas. El movimiento romántico rechazó la imi­
tación de los modelos como vía de expresión, y al mismo tiempo planteó la
necesidad de un sistema estructurado para la retórica y la composición. Un
comentarista conservador diría que, a mediados del siglo xx y en los países
de lengua inglesa —los franceses han superado la tendencia—, el resultado ha
sido un público general que no sabe pensar, escribir o hablar con claridad o
elegancia. A pesar de sus defectos, puesto que a menudo era poco imaginati­
va, rutinaria y superficial, la educación latina tradicional conllevó que se me­
jorase mucho la expresión verbal; producto suyo es también el conocimiento
de los textos clásicos, a los que un orador o un escritor pueden recurrir con
la esperanza de ser entendidos.
La tradición latina también aportó una teoría de la gramática, de la retóri­
ca y de la crítica. Esto se mantuvo hasta el siglo xex. Para muchos profesores
actuales resulta inútil enseñar la gramática y la composición inglesa siguien­
do las normas del latín. Los retóricos actuales, en cambio, siguen refiriéndo­
se a las doctrinas de la retórica clásica, aunque sus fuentes pertenecen más
bien a la retórica filosófica de Platón y Aristóteles que a la retórica académi­
ca de Cicerón o Quintiliano. Como consecuencia de la recuperación —en el
Renacimiento— de la literatura griega, podemos decir que nos hemos identi­
ficado mucho más con los griegos — con sus experimentos filosóficos, políti­
cos, literarios y atléticos— que con los romanos legalistas, autoritarios, prag­
máticos y a veces pretenciosos. Siguen existiendo libros que tratan sobre la
retórica latina, pero se dirigen más a una mejor comprensión de la literatura y
la sociedad premodemas que al dominio teórico del discurso.
Aunque las grandes obras de la elocuencia latina —los discursos de Cice­
rón, las historias de Tito Livio y Tácito, la épica de Virgilio o de Lucano, los
escritos de Tertuliano y san Agustín, por ejemplo— no se consideren como
modelos para la imitación directa, no dejan de ser manifestaciones del espíri-
tu humano. En ellas se da una forma artística a los asuntos políticos, sociales,
eruditos y religiosos, por lo cual tuvieron una difusión tan amplia que les ase­
guró la supervivencia a lo largo del tiempo. Siempre que la educación, sea
cual sea el idioma, sepa mantener una conciencia de la potencialidad —y de
las trampas— del discurso artístico seguirá existiendo la esperanza de que,
cuando la civilización las necesite, habrá voces eminentes a las que escuchar.

B ib l io g r a f ía

Las obras de retórica de Cicerón, Séneca y Quintiliano pueden encontrarse, con


la correspondiente traducción al inglés, en las ediciones de la Loeb Classical Li­
brary, en particular la edición realizada por Harry Caplan de la Rhetoric for Heren­
nius, Londres y Cambridge, Mass., 1954, con introducción, notas e índice buenos.
Para los Rhetores Latini minores la edición de Carolus Halm, Leipzig, 1863, sigue
siendo válida, e incluye los textos medievales más importantes. Sobre De doctrina
Christiana de san Agustín, existen una edición del texto en latín de W. M. Green, Vie-
na, 1963, y una buena traducción por D. W. Robertson, Jr., Indianápolis, 1958. Exis­
te una traducción con notas y prólogo del De topicis differentiis de Boecio a cargo
de Eleanore Stump, Ithaca, 1978. Ediciones y traducciones de fuentes y estudios es­
pecializados sobre la historia de la retórica pueden encontrarse en W. B. Horner,
Historical Rhetoric: An Annotated Bibliography o f Selected Sources in English,
Boston, 1980.
[En castellano, pueden consultarse las obras siguientes: Tácito, Diálogo sobre los
oradores, ed. Roberto Heredia Correa, UNAM, México, 1987; Aristóteles-Horacio,
Artes poéticas, ed. bilingüe de Aníbal González, Taurus, Madrid, 1987; Aristóteles,
Retórica. Poética, trad. Joan Leita, ed. Alberto Blecua, Laia, Barcelona, 1985; Dio­
nisio de Halicarnaso, La composición literaria, ed. Vicente Becares Botas, Ediciones
Universidad de Salamanca, Salamanca, 1983, y Teón-Hermógenes-Aftonio, Ejerci­
cios de retórica, ed. María Dolores Reche Martínez, Gredos, Madrid, 1991.]
Classical Rhetoric and its Christian and Secular Tradition from Ancient to Mo­
dem Times de G. A. Kennedy, Chapel Hill, N.C., 1980, revisa toda la tradición. Un
resumen detallado sobre la retórica romana, con indicaciones bibliográficas, se en­
contrará en The Art o f Rhetoric in the Roman World, Princeton, 1972, del mismo
autor. Brian Vickers revisa los errores y prejuicios en las aproximaciones a la retóri­
ca desde la época clásica hasta la actual en In Defence of Rhetoric, Oxford, 1988. Un
trabajo breve sobre la influencia de Cicerón a lo largo del tiempo puede leerse en Ci­
cero, ed. T. A. Dorey, Londres, 1964, pp. 81-107. Sobre las escuelas de Roma exis­
ten dos trabajos de S. F. Bonner, Roman Declamation, Liverpool, 1949, y Education
in Ancient Rome, Berkeley, 1977.
Sobre la época medieval, véanse especialmente J. J. Murphy, Rhetoric in the
Middle Ages, Berkeley, 1974 (hay trad, cast.: La retórica en la Edad Media, Méxi­
co, 1986), y Medieval Eloquence: Studies in the Theory and Practice o f Medieval
Rhetoric, ed. J. J. Murphy, Berkeley, 1978. Centrado en España, véase Charles Faul-
haber, Latin Rethorical Theory in Thirteenth and Fourteenth Century Castile, Berke­
ley, 1972.
[Para España, puede consultarse: Las poéticas castellanas de la Edad Media, 'ed.
Francisco López Estrada, Taurus, Madrid, 1984.]
No existe todavía una buena historia de la retórica del Renacimiento, pero sí hay
una introducción al tema en J. J. Murphy, ed., Renaissance Eloquence: Studies in the
Theory and Practice o f Renaissance Rhetoric, Berkeley, 1983. El libro de Murphy
Short Title Catalogue o f Works on Rhetorical Theory from the Beginning o f Printing
to AD 1700, NueVa Yor, 1981, revisa.3.000 tratados de unos mil autores. Un gran nú­
mero de obras, difíciles de encontrar, están recogidas por University Microfilms, Ann
Arbor, Mich., 1953, como por ejemplo British and Continental Rhetoric and Elocution.
Studies in Renaissance Thought and Letters, Roma. 1956, de P. O. Kristeller; T. W.
Baldwin, William Shakespeare’s Small Latine and Lesse Greeke, 2 vols.. Urbana, Hl.,
1944. y por último Classical Education in Britain, 1500-1900, Cambridge, 1959, de
M. L. Clarke.
Sobre el periodo neoclásico, véase especialmente W. S. Howell, Eighteenth-Cen-
tury British Logic and Rhetoric. Princeton, 1971.
Rhetorica, la revista de la International Society for the History of Rhetoric. Ber­
keley, 1983 y ss., publica regularmente artículos sobre la tradición de la retórica lati­
na en todas las épocas.
[Sobre la retórica en España en la Edad Moderna, véanse: Karl Kohut, Las teorías
literarias en España y Portugal durante los siglos xv y xvi, CSIC, Madrid, 1973;
Antonio Martí, La preceptiva retórica española en el Siglo de Oro, Gredos, Madrid,
1972; José Rico Verdú, La retórica española de los siglos xvi y xvu, CSIC, Ma­
drid, 1973, y Preceptiva dramática española del Renacimiento y del Barroco, eds.
E. Sánchez Escribano y A. Porqueras Mayo, Gredos, Madrid, 1972.]
Geoffrey Waywell

XI. EL ARTE

Como mejor se puede apreciar el arte romano es por medio de la escultu­


ra. Esto no significa que otras formas de arte, como los marfiles, las monedas,
las gemas labradas, los mosaicos o las pinturas murales, no ejercieran su in­
fluencia en el pensamiento y las manos de artistas posteriores de distintas épo­
cas; pero es únicamente en el terreno de la escultura donde se puede rastrear
la continuidad de la herencia artística de Roma. Y fue sobre todo la escultura
romana antigua la que sirvió de inspiración a los artistas del Renacimiento: no
sólo a los escultores de estatuas y relieves sino también a los pintores.
Vamos a considerar tres aspectos principales dentro de la herencia escul­
tórica romana. En primer lugar, la pervivenda de las obras de arte de la Anti­
güedad a lo largo de la Edad Media y su repercusión en las primeras fases del
Renacimiento. En segundo lugar, el afán por coleccionar y exhibir esculturas
antiguas durante el primer Renacimiento, a partir de 1450, así como el sor­
prendente efecto que causaron estas colecciones en los artistas de la época. El
tercer aspecto, finalmente, se refiere a lo que podríamos denominar la estela
luminosa que ha dejado el Renacimiento, cuyo resplandor aún brilla tenue­
mente en nuestros días, reflejado en hechos como la expansión del coleccio­
nismo por Europa occidental y Norteamérica y la conversión de las colec­
ciones privadas en museos públicos, la diversidad de reacciones por parte de
los artistas posteriores al Renacimiento, ya de forma emotiva, ya intelectual o
romántica, o, finalmente, la ampliación de nuestros conocimientos sobre el
arte clásico a partir del siglo xvm, gracias a los descubrimientos arqueológi­
cos y a una clasificación más precisa realizada por los historiadores del arte.

P e r v iv e n c ia d e l a r t e c l á sic o h a s t a l a E d a d M e d ia

A finales del siglo iv d.C. Roma podría haberse denominado «la ciudad
de la escultura»: se decía que en ella había más estatuas que personas, y se '
calcula que por entonces la población debía de alcanzar el millón de habi-
tantes. Solamente las esculturas que enumeran dos inventarios derivados de
un original de la época de Constantino, el Curiosum Urbis y la Notitia Ur­
bis, nos ofrecen las siguientes obras particulares: dos colosos, dos columnas
esculpidas, 22 estatúas ecuestres, 80 imágenes de dioses en oro y 74 en mar­
fil, 36 arcos de triunfo y 3.785 estatuas en bronce (esta última cifra aparece
en el suplemento de Zacarías). Y estos no eran más que los monumentos pú­
blicos importantes, al cuidado del Curator Statuarum; es decir, que no están
incluidos los miles de estatuas y bustos de mármol que decoraban los edifi­
cios y oficinas públicos, ni las numerosas piezas de propiedad privada. Ha­
bía, además, urnas cinerarias, vasos de mármol, aras y sarcófagos enterrados,
en grandes cantidades, en las cámaras funerarias y catacumbas de la ciudad.
De todo este impresionante conjunto de obras de arte, que representa la
herencia de la civilización grecorromana, acumulada a lo largo de mil años,
sólo unas cuantas sobrevivieron a la devastación de los seis siglos posterio­
res. Las causas de la destrucción fueron principalmente dos: las invasiones
bárbaras y el cristianismo, cuyos efectos se vieron agravados por la negli­
gencia y la codicia humanas así como por los estragos naturales del tiempo.
Roma fue víctima del pillaje y del saqueo a manos de Alarico en 410 d.C.,
de Genserico en 455, y de Ricimero en 472; pero fueron las guerras godas,
que tuvieron lugar entre los años 536 y 555, las que verdaderamente acabaron
con muchas de las formas materiales de la cultura antigua. Procopio, historia­
dor de las guerras, describe en un famoso pasaje {Guerra goda, I, 22) cómo
se defendieron los romanos de los invasores godos en 537, destruyendo las es­
culturas que decoraban el Mausoleo de Adriano (actualmente Castel Sant’An­
gelo), donde estaban sufriendo el asedio:
Los godos estaban a punto de lanzar sus escalas sobre el muro y tenían ro­
deados a los defensores del Mausoleo ... Durante un breve espacio de tiempo
los romanos se sintieron presa del pánico, incapaces de decidir cómo salvarse.
Entonces, de común acuerdo, redujeron a fragmentos casi todas las esculturas,
que eran de gran tamaño, y utilizaron las numerosas piedras que así obtuvie­
ron para arrojarlas sobre las cabezas de los enemigos, quienes admitieron su
derrota frente a ellos.

En sus comienzos, el cristianismo no destruyó sistemáticamente las obras


de arte antiguo, sino que, de hecho, adoptó muchas de las formas e imágenes
paganas, cargándolas de nuevos significados. Todavía a finales del siglo iv
Prudencio aconsejaba que se respetaran las imágenes de los dioses paganos:
«Dejemos que las estatuas sigan siendo objeto de nuestra estima, como obras
de grandes artesanos; dejemos que se conviertan en espléndidos adornos de
nuestra ciudad natal». Pero la prohibición de los cultos paganos por parte
de Teodosio en 391 desembocó inevitablemente en la decadencia.de los tem­
plos, de las esculturas que los decoraban y de las estatuas a las que en ellos
se rendía culto. Durante los siglos v y vi se hicieron algunos intentos de con­
servar los conjuntos de esculturas antiguas, al tiempo que persistía la cos­
tumbre de erigir retratos honoríficos, entre los cuales la columna y la estatua
dedicadas a Focas en el Foro romano en 608 constituyen el último ejemplo
de que tenemos constancia. Casiodoro cuenta a su vez ( Variae, 10. 30) cómo
en 535 el prefecto de la ciudad de Roma daba cuenta del peligro que entra­
ñaba el mal estado en que se hallaban ciertas estatuas colosales de elefantes.
En lugar de derribarlas y fundirlas, se decretó que fueran reforzadas median­
te grapas de hierro y que se colocaran debajo de las panzas de los animales
unos pilares de ladrillo a modo de soporte, con el fin de conservarlos para
provecho de las generaciones futuras, de manera que éstas pudieran saber
qué aspecto tenían estos sorprendentes animales. Actitudes tan instructivas
como ésta no se encontrarán más allá del siglo vi; de aquí en adelante las po­
líticas papales e imperiales se mostraron abiertamente a favor de la expolia­
ción de los monumentos paganos. En el Mediterráneo oriental esto favoreció
el fanatismo iconoclasta, en cuyo nombre se destruyeron los rasgos faciales,
y a veces las formas completas, de las imágenes paganas. Aunque en Roma
y, en general, en toda Italia (por lo que sabemos a través de los pocos datos
con que contamos), no debió de ser tan frecuente este tipo de posiciones ex­
tremas, el resultado final fue muy parecido. Entre los peores casos de des­
trucción de esculturas en bronce se cuenta el de la visita del emperador Cons­
tante Π a Roma en el año 664. Según recoge el Liber Pontificalis: «estuvo
doce días en la ciudad de Roma y la despojó de toda su decoración en bronce.
Incluso se apropió de las vigas de bronce que sostenían el techo del pórtico
de la iglesia de Santa María de los Mártires (es decir, el Panteón), enviándo­
lo todo a Constantinopla junto con el resto de objetos de los que se había
adueñado».
El destino inevitable de la mayor parte de las estatuas de oro, plata y
bronce era ser fundidas, para poder aprovechar posteriormente su contenido
metálico. Las estatuas de mármol se reducían a fragmentos y éstos se que­
maban en hornos para así obtener la cal empleada en los trabajos de cons­
trucción —una práctica que iba a continuar durante siglos— . La carta que
Rafael escribió al papa León X a principios del siglo xvi, cuando ocupaba
el cargo de Inspector General de las Excavaciones de la ciudad de Roma,
quejándose amargamente de la situación, da buena cuenta de ello: «¡Cuánta
cal se ha hecho de las estatuas y de otros adornos antiguos! ... Toda esta
nueva Roma que nosotros contemplamos ahora, por muy grande y bella que
sea ... está construida enteramente con cal procedente de mármoles anti­
guos».
A pesar de que son pocos los testimonios de que disponemos acerca de
las condiciones en que se encontraban Roma y sus ruinas entre los años 700
y 1000 d.C., se conserva un importante documento: el Itinerario Einsiedeln,
obra de un testigo presencial, un desconocido peregrino alemán que visitó la
ciudad a finales del siglo vra o principios del ix. El nombre procede del mo­
nasterio de Einsiedeln, en Suiza, donde se descubrió el manuscrito en el si­
glo xvn. En él se recogen, fundamentalmente, las iglesias y los edificios an­
tiguos que encontró durante su visita a Roma, aunque hace referencia a unas
cuantas obras de arte concretas, como la estatua del río Tiber, situada enton-
ces cerca del Arco de Septimio Severo, en el Foro romano. Tal vez corres­
ponda a la colosal figura en mármol, conocida como Marforio, que se puede
contemplar hoy día en el patio del museo Capitolino de Roma (lámina III).
Es una de las pocas esculturas- que se cree que han sobrevivido desenterra­
das desde la Antigüedad. El resto lo componía un conjunto de bronces, del
que se sabe que ya a finales del siglo xn fue reunido en el palacio y la ba­
sílica de Letrán, así como una serie de esculturas de mármol, en su mayor
parte de tamaño colosal, colocadas, a escasa distancia una de otra, en el
Quirinal (Monte Cavallo).
Los bronces de Letrán incluían la Loba —a la que acompañarían poste­
riormente las figuras restauradas de Rómulo y Remo— , la estatua ecuestre
de Marco Aurelio, el Espinarlo, el Camilo y la colosal cabeza en bronce de
un emperador bajoimperial, posiblemente Constantino, junto con una de sus
manos, que sostiene un globo terráqueo. Entre las piezas en mármol de
Monte Cavallo se hallaban los dos gigantescos domadores de caballos o
Dióscuros, que dieron nombre al lugar, otras dos estatuas monumentales de
dioses fluviales dedicadas tal vez a los ríos Tigris y Nilo, y cuatro estatuas
que retratan al emperador Constantino o a su hijo del mismo nombre. Tres
de estos retratos se conservan actualmente: uno en la entrada de la basílica
de Letrán; los otros dos, colocados sobre las balaustradas de la Plaza del Ca­
pitolio. Otra obra en mármol, que adquirió fama inmediatamente, es el gru­
po que forma un león atacando a un caballo, a cuyos pies se solían leer las
sentencias de muerte, depositado en el Capitolio en el año 1347.
Entre las obras que se conservaban en los alrededores de Roma podemos
mencionar la estatua en bronce de un emperador, quizá Teodosio, en Barlet-
ta (Apulia); una estatua ecuestre en bronce (la Regisola) colocada frente a la
catedral de Pavía (destruida en 1796); una estatua de Teodorico que Carlo-
magno llevó desde Ravena hasta Aquisgrán y, por último, los cuatro caballos
en bronce de la catedral de San Marcos de Venecia, trasladados en 1204 des­
de Constantinopla, donde se habían conservado muchas esculturas antiguas
hasta que los cruzados francos saquearon la ciudad en ese mismo año.
De todos estos vestigios escultóricos, el de mayor importancia y trascen­
dencia posterior fue, indiscutiblemente, la estatua ecuestre en bronce de Mar­
co Aurelio (lámina IV), realizada durante el mandato de ese emperador (161-
180 d.C.), quizá entre 176 y 177. Seguía el modelo del gobernante ecuestre,
cuya tradición se remontaba a una serie de famosas versiones imperiales
(Trajano, Domiciano, Augusto, Julio César) iniciada con la de Alejandro
Magno. Esta estatua —que Miguel Ángel colocó en 1538 en el centro de la
Piazza del Campidoglio, en el Capitolio (cuyo trazado concluyó en 1561)—
había integrado anteriormente el grupo de esculturas erigidas frente al pala­
cio de Letrán por el papa Clemente GI en 1187. En aquella época se pensa­
ba que era un retrato del emperador Constantino, lo que le valió, por su re­
lación con la cristiandad, la salvación. Su imperiosa grandiosidad ha sido
motivo de inspiración para innumerables retratos ecuestres de monarcas
posteriores: desde la maravillosa estatuilla de Carlomagno (u otro empera-
dor carolingio) del siglo ix, que se conserva en el Louvre, pasando por la
gracia y la fuerza del Gattamelata de Donatello, en Padua (c. 1443-1453) o
del Bartolommeo Colleoni de Verrocchio, en Venecia (1488), hasta las más
fieles réplicas clasicistas empleadas por sir Richard Westmacott para las es­
tatuas ecuestres de Jorge ΠΙ en Liverpool y en Windsor Great Park (1822 y
1831 respectivamente). Su fama en la Roma medieval queda demostrada
por el hecho de que fue la primera estatua antigua que se copió a mediados
del siglo XV (estatuilla en bronce de Filaret, en Dresde). Y a partir de en­
tonces siguió siendo una de las piezas más reproducidas, bien como réplica
a tamaño natural, vaciada en el molde original, o a escala reducida en for­
ma de estatuilla.
¿Cómo se consideraban estas estatuas en la época medieval? En general,
se puede afirmar casi con toda seguridad que su significado e intención ori­
ginales se habían perdido hacía mucho tiempo. Constituían reliquias de un
pasado lejano y, como otras reliquias cristianas, eran respetadas y venera­
das; además, según se creía, poseían propiedades mágicas. Esto se pone de
manifiesto en los libros que se escribían como guía para los peregrinos a la
ciudad santa, como el Mirabilia Romae Urbis, recopilado hacia mediados
del siglo XII, que fue la descripción topográfica de Roma anterior al Rena­
cimiento de mayor influencia. En él quedan identificados los colosales do­
madores de caballos de Monte Cavallo —en cuyas inscripciones se lee:
«Opus Fidiae» y «Opus Praxitelis»—, como dos jóvenes filósofos, Fidias y
Praxiteles, quienes vinieron a Roma e interpretaron un sueño del emperador
Tiberio (eran considerados magos, por tanto). Según se afirmaba, se les re­
presentaba desnudos porque nada podía ocultarse ante ellos.
A veces, sin embargo, hay indicios que dan a conocer la existencia de ac­
titudes más curiosas y humanísticas. El maestro Gregorio, un inglés que vi­
sitó Roma a finales del siglo xn o principios del xrn, se quedó profundamente
impresionado por las ruinas y esculturas antiguas que allí vio. En su obra De
Mirabilibus Urbis Romae describió cómo le cautivó en particular una estatua
de Venus, desnuda y coloreada, que aún se conservaba en aquella época:

Esta figura de mármol de Paros está acabada con tan sorprendente e in­
creíble maestría que más parece una criatura viva que una estatua. Su cara está
teñida de un color rojizo, como si se ruborizara por su desnudez. Y, si se mira
más detenidamente, parece que la sangre corriera bajo su rostro blanco como
la nieve. Esta sorprendente belleza y una especie de atracción mágica me hi­
cieron retroceder tres veces para contemplarla, aunque estaba a tres kilómetros
de donde yo me hospedaba.

Una estatua desnuda de Venus (según el tipo de la Venus de Médicis)


fue el modelo elegido por Giovanni Pisano para su figura de la Prudencia
en el púlpito de la catedral de Pisa. Pero esta imagen medievalizante apenas
transmite el espíritu impregnado de romanticismo del maestro Gregorio.
Tendremos que esperar al Nacimiento de Venus, de Botticelli, para encontrar
una representación lograda de este tema, o incluso mucho más tarde, en el
siglo XIX, a la excelente obra de John Gibson, La Venus pintada (lámi­
na XIV) (Walker Art Gallery. Liverpool), realizada para celebrar el nuevo
descubrimiento del uso del color en las estatuas clásicas.
Al parecer, las esculturas de bulto redondo de la Antigüedad tuvieron
una influencia más bien escasa en las obras de los escultores anteriores al
siglo XIV. Federico II de Hohenstaufen, coronado emperador del Sacro Im­
perio Romano y rey de Sicilia en 1220, colocó una estatua de sí mismo, ves­
tido al modo de los antiguos, en lo alto de un arco triunfal que erigió en su
propio honor en Capua (1234-1239), pero esto constituye más bien un caso
extremo de pasión personal por la Antigüedad que el comienzo de un mo­
vimiento artístico. Hay quienes han encontrado influencias clásicas inci­
pientes en las figuras esculpidas por el «Maestro Antiguo» de la fachada de
la catedral de Reims, de c. 1260, y de ahí que hayan reclamado asimismo
unas raíces antiguas para el estilo gótico en escultura, aunque el efecto ge­
neral que produce es mucho más gótico que clásico.
Los relieves de los sarcófagos antiguos sí repercutieron notablemente en
las formas y en el estilo de la escultura medieval. Se conservaban muchos de
ellos, ya que en ocasiones se utilizaron a su vez para enterramientos, o bien
como parte de los muros de las catedrales. Lo que aparece claro es que sus
paneles decorativos resultaban sumamente atractivos para los artistas de la
época, ya que proporcionaban una amplia gama de motivos y referencias clá­
sicos, expresados hábilmente y en un estilo fácil de imitar. Había numerosos
bajorrelieves de este tipo en el baptisterio de Florencia, en el exterior de mu­
chas iglesias de Roma y en Salemo, pero los más famosos son los del Cam­
po Santo de Pisa, fuente de inspiración para Nicola Pisano en su pulpito del
baptisterio de la catedral de Pisa, firmado y fechado en 1260. Este es un
ejemplo claro de cómo el interés por la Antigüedad puede proporcionar una
fuente de inspiración para nuevas formas de arte moderno, hasta el punto de
que muchos fechan el comienzo del Renacimiento italiano a partir de este
monumento.
El relieve del Campo Santo que más efecto causó en Pisano fue el sar­
cófago que representa el mito de Hipólito y Fedra (lámina V). Aunque en la
actualidad se encuentra muy deteriorado, en aquel tiempo fue admirado
como un objeto de gran belleza. Según recoge Vasari en su vida de Pisano,
«Nicola, dándose cuenta de la excelencia de esta obra, que tanto le compla­
cía, empezó a imitar su estilo tras un atento estudio y con tal diligencia ...
que pronto se le consideró como el mejor escultor de su tiempo». Aparte de
proporcionar un modelo para muchas de las cabezas del púlpito de Pisa, tam­
bién inspiró algunas de las cabezas de las figuras de las puertas que realizó
Ghiberti en bronce para el baptisterio de Florencia. Los relieves de Pisano
para el púlpito de la catedral de Siena, que se encuentra aún en el museo ca­
tedralicio, se basaron igualmente en otro sarcófago, en el que aparecía re­
presentado un séquito marino de nereidas y centauros.
La influencia que ejerció el arte antiguo romano, y en especial la escul­
tura, sobre el arte del Renacimiento fue tan intensa que resulta difícil apre­
ciarla en su justa medida. La poderosa imagen de las estatuas y los relieves
que habían sobrevivido a la Edad Media, así como los cada vez más nume­
rosos descubrimientos que se hacían conforme Roma se iba reconstruyendo,
constituyeron una fuente de inspiración no sólo para escultores como Ghi­
berti, Donatello y Miguel Ángel, sino también para pintores como Giotto,
Mantegna, Leonardo da Vinci y Rafael.
El Renacimiento se diferencia de la Edad Media por una actitud mental
distinta, un humanismo intelectual con respecto a las obras de arte antiguo
que hacía que, por una parte, se las admirara por la belleza y el realismo que
encerraban en sí mismas, no por lo que teman de reliquias del cristianismo;
y, por otra, que se intentara emularlas tanto en su forma como en su espíritu
con el fin de lograr un renacer de la Antigüedad y la creación de una nueva
Roma. Esta actitud tuvo su máxima expresión en el terreno de la literatura y
en el de la política, respectivamente encamadas en las figuras de Petrarca
(1304-1374) —el primer gran crítico textual y a través de quien se recupera
la erudición clásica— y Cola di Rienzo (¿13137-1354), que intentó gobernar
Roma, durante sus dos breves mandatos como tribuno, como una república
antigua. Para encontrar una figura equivalente en el terreno de la interpreta­
ción de los restos materiales de la Antigüedad tendremos que esperar que
transcurran dos generaciones, hasta que Flavio Biondo (1392-1463) escriba
su obra Roma Instaurata (1444-1446), que constituye, por fin, un manual
metódico y humanístico sobre arqueología y topografía de la Roma antigua,
en sustitución de los Mirabilia medievales.
Ya a finales del siglo xrv, no obstante, hay indicios de que la actitud hu­
manística de Petrarca la han adoptado igualmente sus amigos y seguidores
con respecto al arte clásico. En una carta de Giovanni Dondi, florentino que
visitó Roma allá por el año 1375, queda reflejado hasta qué punto era cons­
ciente de la supremacía del arte antiguo:
Son escasos los ejemplos de obras de arte realizadas por los genios de la
Antigüedad que se han conservado; pero aquellas que han sobrevivido donde­
quiera que sea, son buscadas con avidez por parte de personas con la suficien­
te sensibilidad para hacerlas su objeto de estudio, llegando a alcanzar precios
muy elevados. Y si las comparamos con lo que se hace hoy día, resulta evi­
dente que sus autores eran superiores en genio natural, y más sabios a la hora
de aplicar su arte. Cuando se observan detenidamente los edificios, estatuas,
relieves y otras obras de la Antigüedad, los artistas de nuestra época se quedan
sorprendidos.

El tono de confiada seguridad que se desprende de estas palabras de un


florentino en Roma no se corresponde con el lamentable grado de anarquía
y ruina al que había llegado la ciudad cuando fueron escritas. Durante los
años que van de 1305 a 1378, cuando la sede papal se trasladó a Aviñón,
Roma sufrió tremendos daños en sus construcciones y sus monumentos, y
habrá que esperar a su retomo, en 1420, tras el Gran Cisma de Occidente de
1378-1417, para que vuelva &reinar una mínima estabilidad y pueda dar co­
mienzo la reconstrucción. Esto se produjo de manera gradual al principio,
acelerándose tras el acceso al poder de Nicolás V (1447-1455), fundador de
la Biblioteca Vaticana, quien declaró en 1450 un Jubileo Universal que atra­
jo a Roma a decenas de miles de peregrinos procedentes de toda Europa. Se
puede considerar que este acontecimiento —a pesar de todas las dificultades
con las que tropezó, incluido un brote de peste en la ciudad— señala la lí­
nea divisoria entre la Roma medieval y la renacentista en términos materia­
les, ya que, sin reparar en su aspecto simbólico, hizo que las arcas papales
se llenaran de dinero-para contribuir al programa de reconstrucción de la
ciudad.
Cuando comenzó el proceso de reconstrucción —llevado a cabo princi­
palmente por florentinos— salieron a la luz muchas obras de arte y materia­
les antiguos, lo cual estimuló el interés por coleccionarlos y por estudiarlos
desde un punto de vista más erudito. Así, el escultor florentino Lorenzo Ghi­
berti, que estuvo en Roma desde 1425 hasta 1430, escribía en sus Commen­
tarii que él había asistido al descubrimiento de la estatua de un hermafrodi-
ta, y asimismo se sabe que reunió una extensa colección de esculturas anti­
guas en su estudio, que incluía bustos de mármol, vasos y una pierna de
bronce de tamaño natural. Por su parte, Donatello, según Vasari, alentó a
Cosme de Médicis a que formara una colección, encargándose él mismo de
restaurar algunas de las piezas. Fue en esta época también cuando Ciríaco
de Ancona realizó su inventario de monumentos antiguos conservados en
iglesias romanas, además de viajar a Grecia y al Egeo para llevar a cabo la
primera investigación sobre los restos allí existentes.
Sin embargo, no fue hasta la segunda mitad del siglo xv cuando los papas
empezaron a formar colecciones de antigüedades en Roma. El primer papa
que lo hizo de una forma seria fue Paulo Π (1464-1471), pero las monedas,
gemas y pequeños bronces que adquirió se dispersaron por Florencia después
de su muerte. Su sucesor Sixto IV (1471-1484) estableció un precedente aún
más importante: donó al pueblo romano una serie de antigüedades, entre las
cuales se hallaban los bronces de Letrán, instaurándose así en el palacio de los
Conservadores, en el Capitolio, el primer museo dedicado al esplendor de la
Roma clásica.
El acontecimiento más decisivo, no obstante, que tendrá una repercusión
incalculable en artistas, coleccionistas y eruditos hasta nuestros días, tuvo lu­
gar en 1503, bajo el papado de Julio II (1503-1513), con el trazado del patio
del Belvedere, situado en la parte posterior del palacio vaticano, que se desti­
na a museo de escultura antigua. Este patio —inspirado por el descubrimien­
to ese mismo año de la estatua del Apolo Belvedere (lámina VI), que se iba a
convertir en la referencia suprema de la belleza artística clásica— estaba in-
tegrado en un conjunto proyectado por Bramante, en el que se incluía un jar­
din geométrico y un teatro. El centro del patio estaba ocupado por las gigan­
tescas esculturas del Tiber y del Nilo, que servían de fuentes, y los nichos
abiertos en los muros por otras tantas estatuas. Hacia 1513, año en que murió
Julio Π, al Apolo Belvedere se añadieron el grupo del Laocoonte (descubier­
to en 1506), Cómodo representado como Hércules, Hércules y Anteo, Cleo­
patra y la Venus Felix. Otras esculturas que pasaron a integrar la colección
antes de 1550, conforme se sucedían los papas, fueron el Torso Belvedere,
una Venus del tipo de la Afrodita Cnidia de Praxiteles, y una estatua de Her­
mes que entonces se creía retrato de Antinoo. El propósito de Julio II y su ar­
quitecto era revivir la apariencia y el espíritu de una antigua villa romana,
basándose tal vez en las descripciones de Plinio el Joven. Lo que lograron
fue conferir estatus y dignidad a las esculturas expuestas, así como estable­
cer una jerarquía entre los modelos antiguos que iban a inspirar a los artistas
y coleccionistas coetáneos.
El patio del Belvedere inició la moda de los jardines destinados a museos
de escultura en Roma durante el siglo xvi, e igualmente favoreció la genera­
lización del coleccionismo privado de esculturas antiguas, especialmente por
parte de papas y cardenales. La mejor de estas colecciones fue la de los Far-
nesio, formada a partir del grupo escultórico, de dimensiones colosales, del
Suplicio de Dirce, descubierto en 1545, y del Hércules Famesio (ambas
obras se encuentran actualmente en el Museo Nacional de Nápoles). Entre
otras colecciones similares, dispersas desde hace mucho tiempo, pero de gran
trascendencia en su día, podemos citar las de Cesi, Da Carpi, Galli, Mafïei y
Della Valle.
A lo largo del siglo xvi se abrigó en algunas ocasiones la duda de si era
correcto que un papa poseyera y exhibiera esculturas antiguas; en especial,
teniendo en cuenta que algunas de las estatuas estaban desnudas y tenían un
aspecto inequívocamente seductor. Desde luego, esta inquietud no era un fe­
nómeno nuevo, sino una reminiscencia del sentimiento antipagano del cris­
tianismo primitivo que había dado lugar a la completa destrucción de obras
de arte antiguo. El asunto alcanzó su punto álgido bajo el papado del auste­
ro Pío V (1566-1572), quien anunció su intención de deshacerse de toda la
colección del Belvedere, alegando que «no era propio del sucesor de san Pe­
dro tener esos ídolos en casa». Finalmente, lo que ocunrió no fue tan drásti­
co: algunas esculturas de menor categoría, adquiridas no hacía mucho por Pi­
rro Ligorio para el Belvedere, se trasladaron al Capitolio, mientras que las
más famosas permanecieron en su lugar, si bien algunas fueron cubiertas y
el acceso a ellas quedó prohibido durante algún tiempo.
Por fortuna, estos casos no fueron muy frecuentes, ya que el valor y la re­
levancia de las colecciones privadas y papales residía en su accesibilidad para
los artistas y eruditos. Eran la fuente de la que fluían las comentes de inspi­
ración renacentista. Las obras que formaban parte de ellas llenaron cuadernos
de dibujos que pasaron de maestros a discípulos; se realizaron grabados de al­
gunas de ellas, que se hicieron famosos en especial a partir de c. 1540, y las
técnicas de vaciado avanzaron de manera que permitieron hacer réplicas de
tamaño natural en yeso, bronce o plomo. La importancia de los vaciados en
la propagación de las ideas y valores renacentistas fuera de Italia queda de­
mostrada en la-labor que desarrolló el Primaticcio, artista de la corte de Fran­
cisco I, rey de Francia, entre Ios-años 1540 y 1543. El Primaticcio vació e
hizo réplicas en bronce de, diez de las estatuas más famosas del Belvedere
para decorar el reconstruido palacio de Fontainebleau, donde se exhibieron
junto con otras obras encargadas en aquellos años, como el Júpiter de plata de
Benvenuto Cellini, y, presuntamente, con 125 mármoles antiguos que, según
Vasari, había adquirido el Primaticcio para el rey. El efecto que provocaba era
tan impresionante que Fontainebleau fue aclamado como «casi una nueva
Roma», y el ejemplo de Francisco I sentó un precedente como modelo de co­
lección y exposición —incluía originales antiguos en mármol, copias en yeso
o bronce y nuevas creaciones inspiradas en lo antiguo— que iba a continuar
en toda Europa durante los trescientos años siguientes.
Llegados a este punto nadie podría negar el alcance y la importancia que
tuvo el legado del arte antiguo en las obras de los artistas del Renacimiento,
tanto escultores como pintores. El grado y la naturaleza de la influencia o
«préstamo» varían según el artista y según el tema, y a ello se añaden, des­
de luego, otros muchos elementos distintos heredados de la tradición de los
talleres italianos. Pero aun cuando gran parte del contenido temático de las
obras que se encargaban a los artistas seguía siendo bíblico o cristiano, se
aprecia cada vez más la adopción de un punto de vista más «antiguo» o hu­
manístico en la representación, que se centra en la imagen del hombre en
cuanto a sus formas físicas y espirituales. La afirmación de Leonardo da Vin­
ci de que «un buen pintor tiene dos objetos principales para pintar: el hom­
bre y la intención de su alma. El primero es fácil; la segunda, difícil, ya que
tiene que representarla a través de las actitudes y movimientos de los miem­
bros», refleja un modo clásico de entender el arte en su acepción estética tal
y como se hacía en la Antigüedad, algo que sintieron todos los grandes ar­
tistas del Renacimiento, aunque lo expresaran de maneras diferentes.
Si bien en las primeras fases del Renacimiento —periodo denominado
Quattrocento— la influencia de obras de arte concretas es escasa, el plantea­
miento humanístico queda pronto reflejado en las maravillosas esculturas del
florentino Donatello (1386-1466). Como ejemplos citaremos la escultura en
mármol de san Jorge, con sus ropajes formando pliegues, que hace para el re­
lieve de la fachada del Orsanmichele en Florencia, realizada hacia 1415, o
la estatua en bronce de David, hacia 1430 (actualmente ambas se encuentran
en el museo Bargello, Florencia). La figura de David, realizada en principio
para decorar el patio del palacio de sus mecenas, la familia Médicis, está
acreditada, con razón, como la primera estatua desnuda de tamaño natural de
todo el Renacimiento. La esbeltez y la elegancia de sus proporciones posi­
blemente recibieron la influencia de un tratado sobre escultura (De Statua)
que escribió su contemporáneo Leon Battista Alberti, hijo de una familia flo­
rentina exiliada, residente en Roma. Como en muchas otras esculturas rena-
centistas, incluidas las de Miguel Ángel, parece haber muchas más referen­
cias clásicas en el torso que en otras partes, como la cabeza, los atributos o
en la postura en sí, lo cual es indicio del estado tal vez fragmentario en que
se encontraban las obras antiguas que servían de modelos.
La obra de Donatello en Padua posterior a 1443, de un clasicismo ex­
traordinario —que incluye el Monumento ecuestre a Gattamelata (c. 1443-
1453), mencionado anteriormente, y la Virgen con el Niño realizada para el
altar mayor de la basílica de San Antonio (el Santo Altar, c. 1446-1450)—,
influyó decisivamente en el joven Andrea Mantegna (c. 1431-1506), a
quien se suele considerar como el más «anticuario» de los pintores del
Quattrocento. Se piensa que las pinturas que realizó para el retablo de la
iglesia de San Zenón (1456-1459), en Verona, se basan en la composición
escultórica original que realizó Donatello para el Santo Altar: la mayor par­
te de sus figuras y de los colores poseen una calidad escultórica, debido a
que, según nos cuenta Vasari, su padre adoptivo y profesor, el pintor pa-
duano Squarcione (c. 1397-1468), le había hecho «estudiar los vaciados en
yeso de las esculturas antiguas». Este aprendizaje explica sin duda el ex­
traordinario realismo de los bustos imperiales que forman parte de la de­
coración del techo de la Cámara de los Esposos, en el Palacio Ducal de
Mantua, que datan de 1473. En su magnífico Triunfo de César —pintado
hacia 1486 para la familia Gonzaga, en Mantua, que se halla actualmente
en la colección del Palacio Real de Hampton Court (concretamente, en el
invernadero)—, Mantegna mezcla las formas escultóricas con su amor por
el detalle «arqueologizante» y con su sentido de la espectacularidad rena­
centista. Los nueve lienzos, de grandes proporciones, se diseñaron para ser
colgados entre pilastras y probablemente sirvieron en Mantua de escenario
teatral, como telón de fondo a representaciones de obras de Plauto y Te­
rentio. Llegaron a Inglaterra en 1626 y las compró Carlos I, junto con al­
gunas esculturas antiguas, por la entonces cuantiosa suma de 10.500 libras
esterlinas.
Advertiremos que durante el primer Renacimiento la influencia que ejer­
cen determinadas obras clásicas sobre los artistas va a ir en aumento; en es­
pecial, aquellas que se exponían en los jardines de estatuas de Roma. Miguel
Ángel Buonarroti (1475-1564), que llegó a Roma procedente de su Florencia
natal en 1496, quedó profundamente impresionado por la forma y el aspecto
físico del Torso Belvedere, y aún más por las exaltadas figuras del grupo de
Laocoonte, que él contempló poco después de su descubrimiento, en enero
de 1506. En muchas de las obras que realizó después de esta fecha, ya sea
en escultura o en pintura (pensemos en particular en los frescos de la bóve­
da de la Capilla Sixtina), se advierten reminiscencias de estos dos grupos,
tanto en la actitud como en la anatomía. Ya en 1492 se había basado para su
Batalla de Lapitas y Centauros en una batalla representada en un sarcófago
antiguo; mientras que Jacopo Galli compró en 1496 su escultura de Baco
ebrio (actualmente en el museo Bargello, Florencia) y la colocó en el centro,
de la colección de antigüedades que exhibía en su jardín, como invitando a
hacer comparaciones. Su famosa escultura de David, de más de cinco me­
tros de altura, esculpida como símbolo de la libertad para Florencia entre
1501 y 1504 (museo de la Academia, Florencia, lámina VII) combina la
desnudez heroica de los colosos de Monte Cavallo con la tradición florenti­
na de Donatello.
El artista más completo de todos y el que más repercusión posterior tuvo
fue Rafael (1483-1520), quien, con sus formas idealizadas y acabados sen­
suales compendia el estilo del alto Renacimiento. Nacido en Urbino, sólo
tras su llegada a Roma, en 1508, desarrolló un interés extraordinario por lo
antiguo, estudiando los restos de escultura que se exhibían en la ciudad. Lle­
gó a convertirse en un auténtico experto, lo que le valió el nombramiento de
Inspector General de las Excavaciones de la ciudad de Roma en 1515, tras la
muerte de Bramante. El primer encargo importante que recibió, las pinturas
murales de la Stanza, della Segnetura del Vaticano (1509-1511), le permitió
realizar composiciones con grupos de figuras, entre las cuales destaca La es­
cuela de Atenas (lámina VIII). En ella, una estancia abovedada que recuerda
las glorias de la Roma imperial sirve de marco a un encuentro idealizado
entre famosos filósofos de la Antigüedad y algunos de sus colegas modernos.
La exactitud en la representación de cualquier detalle «antiguo» (ya sea en las
vestimentas o en el marco en que se desarrolla la escena) y la diversidad de
las actitudes imprimen grandeza a la composición. También en los frescos
de la Villa Famesina se explora el tema clásico, tanto en el Triunfo de Gala-
tea, de 1512, como en las espléndidas pinturas del techo de la logia contigua
al jardín de estatuas (1517-1518), donde las escenas en las que se cuenta la
historia de amor de Cupido y Psique simulan tapices colocados en el techo.
En alguna ocasión se ha pensado que estas excelentes composiciones, que
tanta trascendencia tuvieron, se habían basado en pinturas antiguas, ahora
perdidas. Un caso claro en este sentido lo constituyen las pinturas murales
de las logias vaticanas (1518-1519), donde los grutescos y los estucos que
enmarcan las escenas del Antiguo Testamento se sirvieron del modelo de
decoración existente en las dependencias del palacio de Nerón, la Domus
Aurea, descubierta en 1480.

L a e x p a n s ió n d e l a r t e c l a sic o e n e l B a r r o c o

El renovado interés por los restos del arte antiguo en la Italia renacentis­
ta y el gusto por aquellas obras de arte nuevas impregnadas del espíritu de la
Antigüedad se fue extendiendo lentamente a otros países de la Europa occi­
dental en los doscientos años que transcurren entre c. 1550 y 1750, periodo
conocido habitualmente como Barroco. Esta tendencia había comenzado ya
en la década de 1540, cuando el rey francés Francisco I ordenó que se reali­
zaran réplicas en bronce de las más famosas estatuas del Belvedere para su
palacio en Fontainebleau, como se mencionó anteriormente. Y Francia iba a
desempeñar un papel decisivo en el proceso de difusión que culminaría con
el propósito de Luis XIV de adquirir, a partir de 1661, para su palacio en
Versalles «todo lo que fuera bello en Italia».
Los principales medios de transmisión del nuevo gusto artístico fueron
dos: las copias y los grabados, y ambos dependían de la accesibilidad que los
artistas y estudiosos tuvieran a las colecciones romanas. Los libros de graba­
dos donde se reproducían vistas de Roma y sus obras de arte desempeñaron
un papel primordial en la popularización de obras clásicas. Entre estos volú­
menes se pueden mencionar, por la influencia posterior que tuvieron, el Spe­
culum Romanae Magnitudinis (Imagen de la grandeza de Roma), 1551, de
Antoine Lafreri; Imagines Illustrium (Retratos de los ilustres), 1569, de Ful­
vio Orsini, y Antiquarum Statuarum Urbis Romae, Libri I-FV (Los cuatro li­
bros de las estatuas antiguas de la ciudad de Roma), 1585, de G. B. de Cava-
lleriis. Esta tradición de libros de estampas continuó a lo largo de los siglos
xvn y xvm, y entre ellos merece especial mención el compendio de dibujos
de Cassiano dal Pozzo (1589-1657), muchos de los cuales permanecen inédi­
tos actualmente, mientras que la poco original, aunque inmensamente popu­
lar obra de Bernard de Montfaucon, L Antiquité expliquée et représentée en
figures (1719-1724), que comprende en total diez volúmenes infolio con
imágenes de todo tipo de arte clásico, se convirtió en el libro de referencia
del saber del siglo xvm.
El moldeado de estatuas y la producción de vaciados exactos de tamaño
natural era un proceso largo y costoso, algo reservado a reyes y a nobles que
fueran lo bastañte ricos como para poseer palacios y jardines a los que poder
embellecer siguiendo el estilo italiano, tan de moda entonces. El gran pro­
yecto de Luis XIV para Versalles centraba su interés, principalmente, en la
colección de vaciados de esculturas antiguas que decoraran sus jardines. Con
este propósito dio un paso decisivo en 1666: fundó la primera academia para
artistas franceses en un país extranjero —concretamente, en la ciudad de
Roma— , constituyendo la labor principal de aquéllos localizar, dibujar y
moldear todas las obras de arte más bellas de Italia. De aquí procede la idea
de perfeccionar el arte nacional a través del contacto con los modelos italia­
nos correctos, que tanto preocupaba a artistas y mecenas en los siglos xvm
y XIX. Luis XIV no era contrario a adquirir obras antiguas originales siempre
que fuera posible, pero estas no eran fáciles de encontrar; no obstante, logró
hacerse con dos famosas estatuas en 1685, procedentes de la Villa Médicis
en Roma: el Germánico y el Cincinato (ambas actualmente en el Louvre),
que se expusieron en el interior del palacio, en las dependencias de gala.
La colección de la Villa Médicis, emplazada en el Pincio en el año 1605,
sólo era una entre las numerosas colecciones de antigüedades formadas a co­
mienzos del siglo XVII por u n selecto grupo de familias papales, cuyo estilo
de coleccionar y de exponer influyó de forma decisiva en el extranjero. Otras
fueron la colección Borghese (1615), la Ludovisi (1622-1623), la Giustinia-
ni y la Barberini. Sus fondos procedían en parte de las colecciones de prin­
cipios del Renacimiento, dispersas por entonces; y, por otra parte, de los
nuevos descubrimientos, que incluían piezas tan importantes como los Lu-
chadores de la colección Médicis (actualmente en el museo de los Uffízi,
Florencia), el Gladiador Borghese (museo del Louvre) y el Fauno Barberi-
ni (Gliptoteca de Munich). Albergaban estas colecciones espléndidas villas
y palacios de construcción reciente, y sus obras se colocaban en galerías que
hacían las veces' de museo y abiertas, en la mayor parte de los casos, a vi­
sitantes y artistas. Entre quienes estudiaron y dibujaron las obras clásicas a
partir del año 1600 se encuentran Rubens y Poussin. Al principio se acos­
tumbraba a restaurar las piezas que faltaban en las estatuas antiguas de estas
colecciones, especialmente en las Borghese y Ludovisi, que establecieron el
precedente de lo que se iba a convertir en una práctica habitual hasta el si­
glo XIX. Por lo general, las partes restauradas resultaban, en el mejor de los
casos, ingeniosas; con frecuencia inadecuadas, y casi siempre incorrectas.
Pero se concedía más importancia no ya a la autenticidad de la reliquia de­
teriorada, sino a que los .contornos y las formas fueran completos. Otro he­
cho trascendente ftie la publicación de un catálogo ilustrado de las esculturas
que formaron la colección Giustiniani entre 1628 y 1631, primer caso del
que se tiene noticia en este sentido y que iba a servir de ejemplo para mu­
chos de sus distinguidos sucesores.
Inspirado en estos ejemplos romanos, el afán de coleccionismo —bien
se tratara de originales o de vaciados de esculturas antiguas— se extendió
por la mayor parte de las cortes europeas en el siglo xvn. En 1640, Luis ΧΓΠ
de Francia empleó a su servicio a Poussin para asegurarse sus propias copias,
anticipando así los grandes proyectos de Luis XIV. Otros coleccionistas fran­
ceses fueron el cardenal Richelieu y el duque de Mazarino. En Alemania, el
primer coleccionista conocido como tal fue Jacob Fugger; además, se sabe
que el káiser Rodolfo Π compró en 1603 un torso de muchacho procedente
de la colección romana de Da Carpi, y que hoy se encuentra en Munich con
el nombre de Ilioneus. La reina Cristina de Suecia se convirtió en una au­
téntica maníaca del coleccionismo, llegando a poseer un conjunto de estatuas
de musas y un grupo escultórico que representaba a Cástor y Pólux, vendi­
dos posteriormente al rey de España (actualmente se encuentran en el museo
del Prado, Madrid). A comienzos de 1650, el pintor Velázquez había adqui­
rido en Roma vaciados de algunas de las esculturas de los Famesio, lleván­
dolos a España para el rey Felipe IV y encargándose él mismo de supervisar
su lujosa exposición en unas dependencias diseñadas a la sazón en el Pala­
cio Real (antes Alcázar).
En Inglaterra, donde la corte artística de Carlos I se mostró abierta a
los nuevos impulsos procedentes de Italia, el fenómeno del coleccionismo
alcanzó uno de sus momentos culminantes. Henry Peacham afirma que Car­
los I «hizo que un auténtico tropel de viejos emperadores, capitanes y se­
nadores extranjeros desembarcaran, todos al mismo tiempo, en sus costas,
llegaran hasta él, le rindieran homenaje y le acompañaran a sus palacios
de Saint James y Sommerset». En realidad, el pionero del coleccionismo
fue Thomas Howard, conde de Arundel (1585-1646). En 1614 visitó Ita­
lia acompañado de su protegido, el arquitecto Iñigo Jones, y allí compró
numerosas esculturas romanas, llevándoselas de vuelta a Inglaterra para
exhibirlas en una galería construida ex profeso junto a los edificios, de es­
tilo tudor, de la Arundel House, en la ribera del Támesis, en Londres (el
lugar está ocupado actualmente por el King’s College). Aunque la colec­
ción fue efímera, ya que se dispersó durante los avatares de la guerra ci­
vil, después de 1649, su visita se consideraba uno de los acontecimientos
más curiosos de Londres, siendo motivo de innumerables comentarios y
de no menos burlas. Thomas Tenison cuenta la famosa historia de la visi­
ta que realizó sir Francis Bacon a la Arundel House en 1626 y de cómo
«cuando llegó al jardín del conde de Arundel, donde había numerosas esta­
tuas antiguas de hombres y mujeres desnudos, se detuvo un momento, y, sin
salir de su asombro, gritó: «“la Resurrección”». Los restos de los mármoles
de la colección Arundel forman actualmente el núcleo de la colección de es­
cultura del museo Ashmolean de Oxford. Su importancia primordial reside
en que sentó el precedente del coleccionismo privado en Gran Bretaña, que
conduciría, en última instancia, a la fundación del museo Británico.
La colección privada de Carlos I, que por supuesto era bastante consi­
derable, sufrió grandes daños en el incendio del palacio de Whitehall, aun­
que algunos de los bustos de mármol que la integraban se pueden contem­
plar todavía en Hampton Court, y la estatua más bella de toda la colección,
conocida como la Venus Lely, se cedió al museo Británico (lámina IX). Este
maravilloso ejemplo de Venus en cuclillas, junto con los lienzos de Man­
tegna, parecen proceder, como la mayor parte de las piezas antiguas de Car­
los I, de la corte de los Gonzaga en Mantua. No faltan razones para afirmar
que constituye la versión más bella de esta estatua mil veces copiada; sin
duda su belleza supera a la estatua del museo de los Uffizi de Florencia, y
bien puede haber servido de modelo a la famosa copia en bronce que hizo
Coysevox para Versalles en 1686.
La otra gran colección inglesa del siglo xvn fue la de Thomas Herbert,
octavo conde de Pembroke (1654-1732), en Wilton House. Formada, como
sucedía frecuentemente, a partir de los restos de otras colecciones (Arundel,
Mazarino, Giustiniani), integraba un gran número de obras escogidas al azar;
estaba especializada en bustos, muchos de ellos exageradamente restaurados
y con identificaciones fantásticas. La colección perduró hasta los años cin­
cuenta de este siglo, época en que se vendió la mayor parte de las piezas; en
Wilton queda sólo una pequeña parte, que conserva la disposición original de
principios del siglo XIX.
Cuando nos detenemos a considerar la influencia que tuvo el arte clásico
en la pintura de la época barroca, no cabe duda de que el ejemplo más nota­
ble lo constituyen los frescos de la galería Famesio en el Palacio Famesio de
Roma, realizados por Annibale Carracci entre c. 1597 y 1604 (lámina X). En
esta galería se expusieron las esculturas de los Famesio, dispuestas en los ni­
chos que había a lo largo de las paredes flanqueados por pilastras adornadas.
Lo que hizo CaiTacci fue pintar magníficamente los muros superiores y los te­
chos abovedados con hermas de gran realismo, entre las cuales había paneles
ricamente coloreados con escenas de los amores entre los dioses, representa­
das en el interior de unos marcos dorados como si se tratara de cuadros que
colgaran de las paredes. Desde el punto de vista de la composición, se puede
apreciar la influencia tanto de la bóveda de la Capilla Sixtina, de Miguel
Angel, como de las logias vaticanas de Rafael; pero en lo que se refiere al de­
talle, Carracci se inspiró para.esta obra en la escultura clásica, en particular en
los sarcófagos dionisíacos, de donde está tomada gran parte de la iconografía
del panel central, que muestra el triunfo de Baco y Ariadna. Este maravilloso
fresco tuvo mucha repercusión en los numerosos artistas barrocos que lo es­
tudiaron, entre los que se cuentan Bernini y Poussin.
Nicolas Poussin (1594-1665), establecido en Roma desde 1624, es el ex­
ponente máximo del clasicismo intelectual que caracteriza de modo especial
la escuela pictórica francesa en el siglo xvn. Sus temas abarcan desde ani­
madas bacanales, basadas en Tiziano, hasta composiciones paisajísticas más
frías y serenas, pobladas de figuras mitológicas y de pastores inspirados en
los versos de Ovidio o en la poesía pastoril de Virgilio, que se recortan con­
tra fondos minuciosamente dibujados con arquitecturas romanas clásicas.
Como ejemplos de primer orden podemos citar su misterioso Et in Arcadia
Ego (Louvre, lámina XI), donde un grupo de risueños pastores tratan de des­
cifrar la inscripción —que da título al cuadro— que figura en un sólido mo­
numento funerario antiguo; o bien el Orfeo y Eurídice del Louvre, donde en­
contramos, bajo un cielo encapotado, una serie de figuras junto a un lago y,
al fondo, un monumento que recuerda a Castel Sant’Angelo. Claudio de Lo-
rena (1600-1682) explorará más profundamente la ambientación de la poesía
pastoril latina. Sus temas, principalmente mitológicos, se desarrollan en fér­
tiles paisajes inspirados en la Campania romana y en sus monumentos an­
tiguos, como sucede en el caso de Paisaje con el padre de Psique ofrecien­
do un sacrificio en el templo milesio de Apolo (abadía de Anglesey), donde
el templo en cuestión sigue muy de cerca el modelo del templo circular de
Tívoli.
El escultor más importante del Barroco fue Gianlorenzo Bemini (1598-
1680), que, aunque nacido en Nápoles, vivió y trabajó en Roma durante la
mayor parte de su insigne carrera. Los principios de su escultura, ai igual
que los de Miguel Ángel, estuvieron firmemente arraigados en los ejemplos
clásicos, hasta el punto de que su primera obra, realizada a los dieciséis
años de edad —la cabra Amaltea amamantando a Júpiter niño, acompaña­
dos por un sátiro— , fue confundida durante mucho tiempo con una obra an­
tigua. Gran parte de los grupos escultóricos que realizó en sus primeros años
para su mecenas, el cardenal Scipione Borghese, son de tema clásico, entre
ellos Eneas y Anquises (1618-1619) o Neptuno y Tritón (1620); mientras
que otros toman como modelo famosas esculturas antiguas. El efecto de
movimiento y la actitud de giro de su David (1623) recuerdan al Gladiador
Borghese (que se hallaba en Roma en aquella época, y actualmente en el
Louvre); y, paralelamente, su Apolo y Dafne (1622-1625) combina elemen­
tos del Apolo Belvedere y de uno de los Nióbides. Parece ser que prefería
las esculturas helenísticas griegas conservadas mediante copias romanas, y
en ellas investigó y estudió la movilidad de las actitudes, los detalles realis­
tas y el dramatismo de los ropajes. Explotó estas cualidades en su periodo
más innovador, entre 1640 y 1660, en obras asombrosamente imaginativas,
como el Altar de Santa Teresa (1645-1652), la retorcida figura femenina
desnuda de El tiempo descubriendo la Verdad (1646-1652), o, por último, la
estatua ecuestre de Constantino el Grande, de un dinamismo admirable, que
se recorta contra una enorme cortina ondulante en la Scala Regia del Vati­
cano (1654-1670).
Su capacidad de invención a partir de los modelos clásicos queda de­
mostrada, igualmente, en su serie de bustos, retratos de papas, cardenales y
otros nobles italianos. En sus primeros trabajos de la década de 1620 solía
representarlos en actitud pensativa y calmada, para, posteriormente, transfor­
marse en retratos resplandecientes de vida, como sucede con la vibrante y
enérgica imagen que da de su mecenas Scipione Borghese de 1632. La vive­
za del semblante y el naturalismo expresivo de los ropajes demuestran una
maestría absoluta, y su calidad escultórica supera ampliamente a la mayor
parte de las obras antiguas. Más tarde, desarrollará un tipo de busto más flo­
rido e impresionista en los retratos de Francisco I D’Este (1650-1651) y de
Luis XIV (1665), realizado durante su visita a París ese mismo año.

El a r t e c l á sic o y el n e o c l a s ic ism o

La autoridad que ejerció Francia en el siglo xvn como principal destina­


tario y beneficiaria del legado del arte romano, tanto clásico como renacen­
tista, se vio desafiada en el siglo xvin de manera notable por Inglaterra. Las
clases altas inglesas desarrollaron a comienzos del siglo una pasión extraor­
dinaria por Italia, que iría en aumento y alcanzaría su cima durante los vein­
tiséis años que van desde el final de la guerra de los Siete Años (1763) al es­
tallido de la Revolución francesa (1789). Auténticas avalanchas de viajeros
que realizaban su Grand Tour recorrieron los caminos que atravesaban Euro­
pa para visitar Roma, Florencia y Nápoles; compraron con avidez todas las
muestras de escultura clásica que les fue posible, así como cuadros y graba­
dos renacentistas, llevándoselo todo a Inglaterra para formar colecciones y
galerías privadas. La influencia italiana impregnó todas las ramas del arte,
desde la arquitectura a la pintura mural, y de tal manera que no tiene paran­
gón posible ni en época anterior ni posteriormente.
Las raíces de este cambio tan espectacular se remontan a la Revolución
Gloriosa de 1688 y a la Constitución de 1689, cuando el poder absolutista de
la monarquía inglesa se quebró y, según palabras del conde de Shaftesbury
en su Soliloquy de 1710, «se estableció un feliz equilibrio entre nuestro prín­
cipe y el pueblo». Desempeñando el papel de mecenas, Shaftesbury hizo un
llamamiento a los hombres más poderosos para que apoyaran las artes y las
ciencias con la máxima liberalidad, ya que eso «les proporcionaría no pocas
ventajas en vida, y contribuiría, más que ningún otro esfuerzo que realizaran,
a que su memoria fuera inmortal». Si seguían su consejo, Inglaterra, con su
bendita libertad y su afortunada constitución se convertiría en la «sede prin­
cipal de las Artes» '
Esta llamada de Shaftesbury fue escuchada, y los hombres más notables
del estado, en especial los terratenientes liberales (aunque nunca dejaba de
haber algún elemento jacobita interesado en coleccionar escultura romana),
comenzaron a construirse en sus propiedades palacios y casas de campo lu­
josamente amueblados. El estilo barroco, que se ha asociado estrechamente
a las cortes del siglo xvn, fue perdiendo crédito y, poco a poco, se vio susti­
tuido por el palladianismo, un estilo arquitectónico que respetaba más rigu­
rosamente los preceptos de la Antigüedad tal y como los interpretó Palladio
en el siglo xvi. Entre los máximos exponentes del nuevo estilo citaremos a
Colen Campbell (1676^1-729), autor de Vitruvius Britannicus (3 vols., 1715-
1725): Richard Boyle, tercer conde de Burlington (1694-1753), hombre cul­
tivado, de gusto exquisito y arquitecto de la Chiswick House; y el protegido
de Burlington, William Kent (¿16857-1748). En la carrera de Kent se obser­
va una versatilidad típica de muchos artistas del siglo xvm. Después de es­
tudiar pintura en Roma durante diez años a partir de 1709 —tiempo en el que
hizo de guía para viajeros y, de cuando en cuando, de intermediario en la
venta de obras de arte— , regresó a Inglaterra y encontró trabajo como pintor
histórico, decorando los muros y el techo de las casas que lord Burlington
y sus refinados amigos poseían en Londres. No tardó mucho en pasar de
la pintura al diseño de interiores, en lo cual reveló un talento mayor, dedi­
cándose a partir de entonces a los exteriores, al diseño paisajístico de jar­
dines y parques, para acabar en la arquitectura propiamente dicha. Esta
adaptabilidad, que abarca diversas técnicas artísticas independientes que
convergen en la arquitectura, es una manifestación viva del ideal clásico de
arquitecto que tenía Vitrubio y no deja de representar uno de los principios
predicados por el palladianismo. Precisamente en estas circunstancias políti­
cas, intelectuales y artísticas se desarrolló en Inglaterra una forma de colec­
cionar escultura romana que por vez primera se llevaría a cabo en serio y ten­
dría repercusión posterior.
Una de las primeras de estas colecciones fue la que formó en Holkham
Hall (Norfolk) Thomas Coke (1697-1759), nombrado primer conde de Lei­
cester en 1744. Tras heredar los bienes de su padre a los diez años de edad,
fue enviado desde 1712 hasta 1718, con fines educativos, a realizar su Grand
Tour a Italia. Durante este tiempo acumuló grandes cantidades de obras de
arte, entre las cuales se encuentran estatuas y bustos romanos. La necesidad
de albergar estas adquisiciones artísticas fue lo que lo alentó a construir, a su
vuelta a Inglaterra, una gran mansión palladiana en Holkham,-proyectada
conjuntamente por el propio Coke, William Kent y el arquitecto Matthew
Brettingham. El interés por servirse de esculturas para la decoración de in­
teriores era cada vez mayor, lo que hizo que Brettingham enviara a su hijo
a Roma desde 1747 a 1754 para comprar más piezas. Y su éxito fue nota­
ble ya que el resultado de su gestión aumentó la colección de Holkham en
53 obras en mármol, entre las cuales se incluían 21 estatuas y 25 cabezas o
bustos, de gran calidad en su mayor parte. Todas ellas se distribuyeron en­
tre las diversas partes de la casa, pero lo más interesante se exhibía en la
Galería de las Estatuas y en las estancias octogonales adyacentes a ésta, en el
ala occidental del bloque principal. De la obra publicada en 1773 por el más
joven de los Brettingham (The Plans, Elevations and Sections, o f Holkham
in Norfolk) se desprende que el emplazamiento de las esculturas no ha va­
riado esencialmente desde entonces hasta el presente, lo que convierte Holk­
ham en un testimonio único del gusto dieciochesco en cuanto a exposición
de esculturas. El interior de la larga Galería de las Estatuas (lámina XII)
deja ver la mesura y la armonía en la disposición de las esculturas: las más
importantes están agrupadas siguiendo criterios de tamaño y temáticos, co­
locadas en nichos que, en grupos de tres, se sitúan a ambos lados de la chi­
menea, presididos por el dios Apolo. Los bustos ocupan las ménsulas que
hay junto a las puertas o entre las ventanas, mientras que los retratos ro­
manos están dispuestos en las estancias a los dos extremos de la Galería.
La discreta disposición simétrica de las esculturas, que se recortan contra
un fondo de estuco pintado en colores pastel, representa la concepción pa-
lladiana del arte de exponer. Las esculturas se integraban en la decoración
interior y, como parte del mobiliario, aquellas piezas perdidas o deteriora­
das se restauraron completamente, para que la impresión de conjunto re­
sultara íntegra. Casi todas las esculturas de Holkham se restauraron en el
taller romano de Bartolommeo Cavaceppi, que se enriqueció a base de res­
taurar, de forma bastante imaginativa, estatuas y bustos para los nobles in­
gleses.
El efecto que se buscaba variaba según el lugar. En Castle Howard,
Yorkshire —para donde Henry Howard, cuarto conde de Carlisle, adquirió
las primeras esculturas romanas hacia 1714— , las estatuas y bustos se
adaptaron al altísimo y grandioso vestíbulo del palacio barroco de sir John
Vanbrugh (terminado prácticamente hacia 1712). En Houghton Hall, Nor­
folk, residencia del primer ministro inglés Robert Walpole (1676-1745), el
magnífico Stone Hall cúbico ya se encontraba decorado en 1727 con retra­
tos romanos en bustos, inspirado, al parecer, en la descripción que hacía
Vitrubio del atrio de las casas romanas, donde los ciudadanos solían expo­
ner retratos en cera de sus antepasados. Algo parecido llevó a cabo William
Holbech en Famborough Hall, Warwickshire, hacia 1745, donde aún exis­
te una espléndida serie de 45 bustos y medallones que decoran el vestíbu­
lo y la escalera.
En estas colecciones inglesas de la primera mitad del siglo xvm se
aprecia un conocimiento más profundo y más culto de la escultura antigua,
lo cual denota que las condiciones en Roma estaban cambiando rápida­
mente. La figura que dominó la escena romana durante la mayor parte del
siglo xvm fue el cardenal Alessandro Albani (1692Ί779) que, además de
ser un coleccionista infatigable, era el que realmente controlaba el merca­
do de exportación de obras de arte y una fuente permanente de trabajo para
los restauradores, como lo fue para Cavaceppi y Piranesi. Posteriormente
se convertiría en mecenas de Johann Joachim Winckelmann (1718-1768),
su bibliotecario desde 1758 y autor de la primera gran clasificación de la
historia del arte antiguo (Geschichte der Kunst des Altertums, 1764). Aler­
tado por la inquietud reinante entre los papas como consecuencia de la sa­
lida de esculturas romanas al extranjero —no sólo a Inglaterra sino también
a Polonia y a España—, el papa Clemente XII compró en 1733 la primera
gran colección de esculturas del cardenal Albani en su totalidad, formando
con ella el núcleo del museo Capitolino. Esto significó que, por primera
vez desde el siglo xvi, se hacía una aportación considerable para aumentar
los fondos de una colección pública romana, además de constituir un estí­
mulo importante para la fundación de museos públicos en el resto de Euro­
pa occidental (por ejemplo, el museo Británico en 1759, el Hermitage en
San Petersburgo en 1779 y el de Estocolmo en 1784).
Muchas de las esculturas de la colección Albani procedían de las exca­
vaciones que se estaban llevando a cabo desde 1724 en la Villa Adriana, en
Tívoli. Y hacia mediados del siglo xvm el campo de acción se ampliaría a
multitud de lugares en Roma y sus alrededores, así como a Herculano y
Pompeya, en la bahía de Nápoles. Casi todas las excavaciones las realizaban
ingleses expatriados residentes en Roma, como Gavin Hamilton y Thomas
Jenkins, quienes hacían de guías, marchantes y prestamistas de los potenta­
dos viajeros ingleses. Albani les ofrecía su mecenazgo y, como contraparti­
da, se aprovechaba de que necesitaban obtener licencias de exportación para
que él pudiera llevar el control del comercio de antigüedades, al tiempo que
obtenía un sustancioso beneficio para sí mismo. Las inteligentes artes de que
se valía para conseguir sus propósitos le permitieron hacerse con una segun­
da colección de esculturas (que aún se conserva en la Villa Albani, en
Roma), proporcionar numerosas obras nuevas a los papas (quienes tenían de­
recho a un tercio de todos los hallazgos arqueológicos), exigir la construc­
ción de un nuevo museo de grandes dimensiones detrás del Palacio del Va­
ticano, el museo Pío-Clementino, comenzado en 1769, durante el papado de
Clemente XIV, y finalmente disponer aun de grandes cantidades de escultu­
ras para exportar a precios muy elevados.
Durante la segunda mitad del siglo xvin el deseo de los ingleses de visi­
tar Italia y comprar esculturas antiguas se llegó a convertir en una mama. En­
tre las colecciones de escultura que se formaron en esta época y que aún
existen se incluyen la de Broadlands (Hampshire), adquirida en 1764 por
Henry Temple, segundo lord Palmerston, y la de Newby Hall (Yorkshire),
con las estatuas, bustos y urnas que compró William Weddell en 1765 por
una suma muy elevada y que dispuso en una exquisita galería de esculturas
diseñada ex profeso por Robert Adam, constituyendo así el primer museo de
este tipo añadido a una casa privada en Inglaterra. En 1780 se construyó una
galería similar en Petworth para albergar las esculturas de la colección que
Charles Wyndham, segundo conde de Egremont, había reunido veinte años
antes. Por aquellos mismos años, en 1777, Henry Blundell comenzó a formar
una extensa colección en Ince Blundell Hall (Lancashire), que se exhibiría en
1810 en una galería de esculturas circular y con cúpula, que seguía el mode­
lo del Panteón de Roma.
Las esculturas de Ince Blundell se trasladaron al museo de Liverpool no
hace relativamente mucho tiempo, en 1959, pero otras colecciones se disper­
saron bastante antes. Las bellas esculturas que empezó a coleccionar Lyde
Browne —por entonces gobernador del Banco de Inglaterra— a partir de
1750, expuestas en la casa que poseía en las afueras, en Wimbledon, fueron
vendidas a la emperatriz Catalina de Rusia en 1785, constituyendo hoy día
el núcleo de la colección de escultura del museo Hermitage en San Peters-
burgo. Asimismo, en 1930 se vendió en una subasta la famosa colección
Lansdowne, reunida por el primer marqués de Lansdowne entre 1770 y
1780. Formaban parte de la misma algunas de las estatuas romanas de mejor
calidad que se exportaron desde Italia en el siglo xvm, entre ellas Jasón y
Meleagro. La colección Lansdowne se encontraba expuesta en una casa lon­
dinense: la mansión urbana que poseía la familia en Berkeley Square, que
le proporcionaba un marco opulento y seguía la moda de los museos pri­
vados en la capital, que iba a durar una centuria o más. Las colecciones
urbanas causaban un efecto mucho mayor que las que estaban «escondi­
das» en el campo, y se convirtieron en herramientas imprescindibles para
aquellos cuya ambición era triunfar en la política. Hasta tal extremo asimiló
la sociedad inglesa de los siglos xvn al xix la herencia y el simbolismo del
hombre renacentista.
Otra colección albergada en una casa londinense fue la que formó Char­
les Townley entre 1767 y 1791, cuyas obras se encontraban distribuidas por
todas las habitaciones de la casa, situada en Park Street, Westminster. Se pue­
de afirmar fundadamente que la colección de esculturas romanas que reunió
Townley, de excelente calidad —suministradas en su mayor parte por Tho­
mas Jenkins desde Italia— , era la más importante de todas las colecciones
inglesas del siglo xvm. Asimismo, fue sin duda la que más trascendencia
tuvo ya que, tras la muerte de Townley en 1805, fue adquirida por el museo
Británico por la cifra de 20.000 libras esterlinas, representando la primera
gran adquisición de arte romano desde que se fundara el museo en 1759. La
colección Townley ocupó hasta 1846 un lugar de honor en las galerías del
museo, junto, con los mármoles de Figalia y los de Elgin (Grecia), y desde
1985 ha sido restaurada, al fin, recuperando su gloriosa apariencia anterior.
En un cuadro encantador de los Museos y Galería de Arte de Townley Hall
(Bumley) (lámina ΧΙΠ), Johann Zoffany representa las principales esculturas
de la colección, dispuestas de manera original alrededor de la biblioteca de
la casa en Park Street. Pintado quizá en 1781, con algunos añadidos poste­
riores, retrata a Charles Townley sentado en primer término, con su perro
tendido a los pies, conversando con otras personas notables de los círculos
artísticos de finales del siglo xvm: el barón d’Hancarville sentado a la mesa
y, en segundo plano, de pie, Charles Greville y Thomas Astle. Entre las es­
culturas principales está, cerca de la puerta, una estatua de Venus cubierta a
medias por ropajes, procedente de una excavación que había dirigido Gavin
Hamilton en Ostia, en 1775, y que había sido sacada de Italia en dos pie­
zas. Otra obra notable es el busto que aparece sobre la mesa, una cabeza
femenina que se apoya en pétalos de ñores, popularmente conocida como
Clitia, una obra favorita entre los copistas del siglo XIX. El discóbolo de la
colección Townley, situado en la esquina inferior izquierda —magnífica
réplica romana de una obra maestra perdida, realizada en bronce por Mi­
rón—, no fue adquirido hasta 1791, lo que hace suponer que, probable­
mente, se trata de un añadido posterior a la composición.
La colección Townley representa la cima del coleccionismo de esculturas
romanas en Inglaterra. En 1796 Roma fue ocupada por los franceses, y du­
rante las guerras napoleónicas que tuvieron lugar inmediatamente después se
hizo prácticamente imposible para los británicos viajar por Europa, lo que
supuso el fin de la idea del Grand Tour, con el tradicional afán de coleccio­
nismo que éste llevaba implícito. El legado del arte romano dependía de
nuevo de los franceses, literalmente, ya que no tardaron en organizar planes
para transportar las piezas más importantes de escultura romana clásica a Pa­
rís, suscribiendo así la vieja teoría de que las estatuas y obras de arte forma­
ban parte de los botines de guerra. Partió de Roma un interminable convoy,
cuyos vagones transportaban un centenar de las mejores y más famosas obras
maestras, de las cuales 81 eran esculturas antiguas, incluidas el Laocoonte,
el Apolo Belvedere y el Torso Belvedere. Llegaron a París en 1798 y se tras­
ladaron al Louvre hacia 1800, cumpliéndose así, de forma inesperada, el plan
que un siglo antes concibiera Luis XIV de hacerse con los ejemplos más be­
llos del arte italiano, y al mismo tiempo se convertía en realidad la idea del
Museo Imaginario Universal, tan querida de los idealistas del siglo xvm.
Aunque su permanencia en París fue breve, ya que tras la derrota definitiva
de Napoleón en Waterloo en 1815 el convoy que transportaba el centenar de
obras maestras volvió sobre sus pasos a Roma, las consecuencias de este
traslado fueron graves y duraderas.
Los ingleses, teniendo en Italia las puertas cerradas, dirigieron su mira­
da hacia Grecia, pues la supremacía naval de la flota de Nelson la conver­
tía en lugar accesible. Decididos a rivalizar con los franceses, se hicieron
con tantos ejemplares de escultura griega clásica como les fue posible. En­
tre éstos, desde luego, destacan los llamados «mármoles de Elgin», arreba­
tados al Partenón de Atenas entre 1801 y 1802 y vendidos al museo Britá­
nico en 1816; y, en segundo lugar, el friso del templo de Bassae, que el
príncipe regente había adquirido dos años antes para el museo Británico
por la cantidad de 15.000 libras esterlinas. Lo «griego» se puso de moda,
incluso cuando el término se aplicaba a objetos manifiestamente romanos,
apareciendo así los primeros síntomas de la disminución del aprecio por el
arte romano mientras se reconocía la supremacía del arte griego, diferen­
ciación que iba a aumentar hasta convertirse, a finales del siglo xix, en un
abismo insalvable.
Otra consecuencia del control que Francia ejercía sobre Italia y del tras­
lado a aquélla de obras artísticas de primer orden fue que el gobierno bri­
tánico se interesó profundamente en ampliar los criterios en que se basaba
la colección nacional y en adoptar una actitud más didáctica con respecto
a la función de las obras de arte en el perfeccionamiento del gusto nacio­
nal. Las colecciones privadas comenzaron a su vez a adoptar una imagen
más cercana al museo, siendo la colección de Thomas Hope, de todas las
existentes en la primera mitad del siglo xix, la que más repercusión poste­
rior tuvo en este sentido.
Thomas Hope (1769-1831) fue un potentado holandés de ascendencia
escocesa y lengua francesa, que huyó de Amsterdam antes de la invasión de
las tropas francesas, estableciendo su residencia en Londres. No tardó mu­
cho en darse cuenta de que para ascender en la sociedad inglesa era nece­
saria una serie de requisitos, de manera que empezó pbr hacerse con una ex­
celente colección de escultura romana, importándola desde Italia, en una
época en la que otros no podían permitírselo, gracias, sobre todo, al apoyo
financiero que, al parecer, prestaba el banco de Hope a Napoleón. Las ex­
posiciones artísticas que realizó Hope en las galerías construidas a tal efec­
to en su casa londinense, al norte de Oxford Circus, le valieron el reconoci­
miento como hombre de buen gusto e introdujeron cierto matiz exótico en
el romanticismo de la época de la Regencia. A la galería de escultura ro­
mana añadió salas con hermosos vasos griegos comprados a sir William Ha­
milton (cuya primera colección había acabado en el museo Británico), así
como una amplia colección de pinturas y dependencias dedicadas al arte in­
dio y al egipcio. Con esta yuxtaposición de civilizaciones se pretendía que
la visita invitara a la reflexión y, en especial, que resultara instructiva. Hope
tenía una misión: revivir el espíritu de la Antigüedad. Aparte de diseñar el
mobiliario de estilo griego que lleva su nombre, fue un mecenas importan­
te para algunos artistas coetáneos suyos: Flaxman, Thorvaldsen y, poste­
riormente, Canova se cuentan entre los escultores que recibieron sus encar­
gos. Tanto en su domicilio londinense como, más tarde, en la pintoresca
casa de campo que poseía en Deepdene, cerca de Dorking, sus decorados ar­
tísticos mezclaban cuidadosamente lo antiguo y lo moderno, iniciando una
moda que iba a perdurar durante gran parte del siglo xix y que tenía sus raí­
ces en el primer Renacimiento, como bien sabía Hope. Su influencia se pue­
de apreciar en casi todas las demás colecciones de comienzos del siglo xtx, por
ejemplo en Chatsworth, donde el sexto duque de Devonshire reunió la mejor
colección de esculturas de Canova existente en Inglaterra, adquirida a partir
de 1818, a la cual se añadían bustos romanos y fragmentos varios proceden­
tes de todo el Mediterráneo. Otro ejemplo lo encontramos en la abadía de
Wobum, donde el sexto duque de Bedford expuso más de un centenar de es­
culturas romanas, compradas en Roma en 1822, junto a las que se podían
contemplar piezas modernas de Chantrey, Westmacott y Canova (en espe­
cial, su grupo de Las tres Gracias). El apoyo que estos coleccionistas pro­
porcionaron ai mundo del arte mediante tales adquisiciones contribuyó en
gran medida a establecer esa afición por la escultura tan característica de la
época victoriana.
La adoración de lo antiguo había propiciado que se fuera fraguando des­
de 1780 un movimiento artístico neoclásico, del cual Antonio Canova
(1757-1822) es el máximo exponente en escultura, y Jacques-Louis David
(1748-1825) en pintura. Inspirados en los escritos de Winckelmann, Mengs
y Goethe, quienes habían investigado las relaciones entre el naturalismo y
el idealismo en arte, estos artistas buscaban la recuperación de la belleza y
la simplicidad del arte antiguo en la imitación estudiada de una naturaleza
previamente idealizada. El resultado solía impregnar las obras de cierto ca­
rácter heroico y de suave estilización, como sucede en el caso de Teseo y el
Minotauro (1781-1782) de Canova, o de El juramento de los Horacios
(1784-1785) de David, obra muy aplaudida por los partidarios de la Revo­
lución francesa. El monumento que Canova dedicó al papa Clemente XIV
(1783-1787), que le valió la fama, no es más que una vuelta deliberada a
uno de los más grandes monumentos papales que realizó Bemini el siglo an­
terior, en un estilo nuevo, más moderado. El intenso torbellino de ropajes,
característico de las obras de Bemini —profundamente despreciado por
Winckelmann—, se veía sustituido ahora por la pureza de líneas y la suavi­
dad de superficies. Estos elementos prevalecerán incluso en los casos en los
que se pretendía expresar emociones más fuertes, como la violencia conte­
nida del Hércules y Licas (1795-1798), o la sensualidad de Amor y Psique
(1787-1793), una compleja versión tridimensional de uno de los grupos clá­
sicos más populares en Roma. Canova quedó tan impresionado por las in­
vestigaciones que había llevado a cabo Quatremére de Quincy sobre la An­
tigüedad, que llegó a intentar poner en práctica el descubrimiento de que las
esculturas clásicas no eran blancas, como se había pensado, sino que esta­
ban coloreadas, constituyendo así un precedente de experimentos posterio­
res que se llevarían a cabo en este campo en el siglo xix. Su inmensa po­
pularidad en Francia le proporcionó numerosos encargos de retratos para
Napoleón y su familia, que realizó en un calculado estilo romano clásico
utilizando los modelos heroicos de esculturas antiguas famosas como so­
portes del retrato. Entre éstos cabe destacar el colosal desnudo en bronce del
emperador, que actualmente se encuentra en Apsley House, en Londres; el
retrato de madame Mère como Agripina sentada, en Chatsworth y el de
Paulina Bonaparte como una seductora Venus reclinada, en la Villa Borghe­
se, Roma. Esta combinación de pureza y sensualidad con el acabado exce­
lente que poseen las obras de Canova constituyó el canon de escultura no
sólo para su propia generación, sino también para gran parte del siglo xix.
Entre los seguidores del neoclasicismo de Canova figuran varios escul­
tores ingleses brillantes, como John Flaxman (1755-1822), Joseph Nolle-
kens (1737-1823), sir Francis Chantrey (1781-1841) y sir Richard Westma-
cott (1775-1856). Los encargos que recibían solían ser retratos en forma de
estatua o de busto, o bien monumentos funerarios, si bien Flaxman realizó
algunos grupos escultóricos notables, como Aurora y Céfalo, encargo de
Thomas Hope en 1791 (actualmente en la Lady Lever Art Gallery, Port Sun­
light), o San Miguel y Satanás, en Petworth; de Westmacott, por su parte,
cabe resaltar el hermoso bronce Aquiles, en Hyde Park Comer, realizado en
conmemoración de las victorias de Wellington sobre Napoleón, que consti­
tuye una versión de uno de los jinetes de Monte Cavallo, famosos desde la
Edad Media.
Al compás del cambio que experimentó el gusto arquitectónico entre
1830 y 1850, pasando de la imitación de lo griego al estilo italianizante ro­
mano, la moda de coleccionar escultura clásica recibió un nuevo impulso.
Incluso la reina Victoria reunió una pequeña colección de estatuas antiguas
entre 1848 y 1854, que se puede contemplar hoy en los corredores de Os­
borne House, en la isla de Wight. No cabe duda de que el príncipe Alberto
la alentó en esta labor, pues sus gustos germánicos armonizaban notable­
mente con la pasión por el coleccionismo que todavía reinaba en la Europa
continental, especialmente en Munich, donde el príncipe Luis de Baviera
acababa de adquirir la impresionante colección de escultura que alberga ac­
tualmente la Gliptoteca.
Fue a finales de la década de 1850 cuando este afán de coleccionismo se
fue apagando lentamente, tras la publicación de Las piedras de Venecia
(1851-1853) de John Ruskin, obra de gran influencia en la que abogaba fer­
vientemente por el empleo de la arquitectura gótica como representación del
verdadero estilo cristiano, tachando el estilo italianizante de pagano y degra­
dado. Por primera vez en Inglaterra desde comienzos del siglo xvn el arte ro­
mano y el humanismo del alto Renacimiento perdieron su popularidad, aco­
rralados por la simpatía que sentía Ruskin hacia el arte gótico y por el senti­
miento, creciente desde los tiempos de Winckelmann, de que el arte griego
era, de cualquier fornia, superior al romano. Las famosas esculturas romanas
del patio del Belvedere, sobre todo el Apolo y el Laocoonte, se vieron forza­
das a abandonar su puesto de supremos ejemplos de belleza clásica en favor
de las esculturas del Partenón. Hasta tal punto fue así que el pintor G. F.
Watts (1817-1904) se atrevió a afirmar solemnemente que «con los mármo­
les de Elgin en Londres no era necesario viajar a Italia». Frederic Leighton,
el gran pintor y escultor de la época victoriana, fue aun más lejos cuando le
dijo a Steinle: «Siento ... pasión por el verdadero arte helénico y me con­
mueve indescriptiblemente su noble sencillez ... El romano me resulta anti­
pático, incluso diría que repugnante».
Las consecuencias de este importante cambio en el gusto se aprecian cla­
ramente en la última gran colección privada de escultura antigua formada en
la época victoriana: la de William, segundo conde de Lonsdale (1787-1872),
en Lowther Castle, cerca de Penrith (Cumbria). Las estatuas, compradas en su
mayor parte en subastas después de 1848, eran una amalgama de obras clási­
cas, renacentistas y neoclásicas, junto con numerosas piezas de época romana
encontradas en las proximidades del lugar (una incorporación interesante a
este tipo de colecciones). Todo ello estaba dispuesto en dos espléndidas gale­
rías góticas con cúpula, diseñadas especialmente en 1866 por el arquitecto
Mawson y unidas a la estructura almenada de la residencia principal. Lamen­
tablemente', este monumento excepcional al eclecticismo Victoriano fue de­
molido en 1.957, diez años después de haberse vendido sus esculturas.
A pesar de la creciente admiración que levantaban los estilos gótico y
griego, la mayor parte de la escultura que se produjo a lo largo de todo el
siglo XIX permaneció firmemente enraizada en la tradición artística romana.
Y la razón era simplemente que los únicos modelos antiguos apropiados para
la escultura de bulto redondo eran romanos. Hasta entonces se habían descu­
bierto pocas estatuas griegas originales, y los mármoles de Elgin, aunque eran
objeto de veneración y admiración, no dejaban de ser esculturas arquitectóni­
cas decorativas, más adecuadas para ser imitadas por pintores que para servir
de modelo de las esculturas de bulto redondo en mármol o bronce que solici­
taban los clientes Victorianos. La tipología escultórica de ese momento tiene
su origen en la del arte'neoclásico, con frecuentes referencias a los comienzos
del arte renacentista. Se hicieron populares los desnudos femeninos, que se­
guían muy estrechamente los tipos de Venus romana: entre ellos citaremos
la Andrómeda de John Bell, de 1851 (Osborne House), La Venus pintada de
John Gibson, de 1851-1856 (Liverpool, lámina XIV), o El Ochavón de John
Bell, de 1868 (Blackburn). Se vuelven a hacer estatuas ecuestres en la tra­
dición del Marco Aurelio, como el Vizconde Hardinge de John Henry Foley,
de 1858, el Monumento al duque de Wellington de Alfred Stevens (1856-
1912), en la catedral de San Pablo, Londres; o el excelente bronce Ricardo
Corazón de León, obra del barón Cario Marochetti, en el exterior del Parla­
mento londinense (1860). Los retratos honoríficos proliferan más que nunca,
ya sea en forma de estatuas de cuerpo entero, con el retratado sentado o de
pie, o como bustos. Los ropajes cambian a mediados del siglo, pasando del
estilo clásico (como en el caso del retrato, algo ridículo, del príncipe Alberto
con armadura griega, obra de Emil Wolff de 1844, que se halla en Osbome)
al realismo de la época, aunque se sigue respetando la tradición romana y el
efecto resulta, del mismo modo, completamente romano. La grandiosa escul­
tura propagandística culmina en el Albert Memorial de Londres (obra de sir
George Gilbert Scott y otros once renombrados escultores, 1863-1876), don­
de se mezclan grupos alegóricos e imperiales con frisos históricos para poner
de relieve la colosal estatua en bronce del príncipe Alberto, de John Henry
Foley, cubierta por un altísimo baldaquín goticista.
Durante el último cuarto del siglo xix los propugnadores de la llamada
«nueva escultura» intentaron apartarse de la tradición romana y explorar
unos modos más efectivos de representar actitudes naturalistas y detalles
físicos realistas. Este movimiento, que comenzó en Francia, fue aceptado
con entusiasmo en Inglaterra por escultores como Onslow Ford, Thomey-
croft y Gilbert, protegidos de Leighton. El grupo escultórico del que es au­
tor el propio Leighton, Atleta luchando con una pitón (1874-1877), lleva
implícitas, en su mezcla de formas renacentistas y helénicas, muchas de las
metas del movimiento. Aquí, aunque la combinación del desnudo heroico
masculino con los anillos ondulantes de la serpiente tiene aún reminiscen-
cias del grupo del Laocoonte, las proporciones de la figura, la atención al
detalle naturalista de los músculos y de la anatomía y el cuidado equilibrio
en la combinación de las partes en tension y las relajadas, recuerdan os­
tensiblemente el estilo del escultor griego del siglo v a.C. Policleto, aun
cuando la enérgica actitud resulte más tridimensional que cualquiera de las
obras que se le atribuyen. La esencia de la nueva escultura reside en su in­
terés por el desnudo: cuando se hacían necesarios los ropajes, se limitaban
sencillamente a extender yeso húmedo sobre una figura previamente mo­
delada, de lo cual es un buen ejemplo la Artemis de Hamo Thomeycroft,
realizada en 1880. Esta técnica la empleó igualmente el mejor escultor del
siglo XIX, Auguste Rodin, muchas de cuyas figuras más naturalistas siguen
básicamente la tradición formal romana. Un efecto más ligero, más sinuo­
so, que recuerda a Donatello, fue el que logró sir Alfred Gilbert en sus
bronces Perseo armándose (1882), ícaro (1884) y Eros (1886-1893), en Pi-
cadilly Circus.
A finales del siglo xix, pues, las preferencias basculaban hacia el hele­
nismo, lo que induce a pensar que el legado del arte romano había llegado a
su fin. Pero no sucedió así exactamente. Entre 1890 y 1930 se dio un último
florecimiento del coleccionismo privado y de las exposiciones de escultura
romana antigua. La figura de este tipo de coleccionista estaba encamada ma-
yoritariamente por hombres que habían hecho o heredado su fortuna en el
campo del comercio o de la industria, muchos de los cuales eran norteame­
ricanos que compraron esculturas bien para sus galerías privadas o para do­
narlas a los nuevos museos que se estaban creando en Boston, Nueva York y
otras ciudades de Estados Unidos.
Entre todos ellos sobresale William Waldorf Astor (1848-1919), que em­
pezó a coleccionar mientras desempeñaba el cargo de embajador norteame­
ricano en Roma, entre 1882 y 1885. En lugar de volver a Norteamérica, es­
tableció su residencia en Inglaterra para así poder abandonarse a la grandeza
romántica del imperio británico en todo su esplendor. Astor compró dos ca­
sas de campo: Cliveden, cerca de Taplow (Buckinghamshire), en 1893, y He-
ver Castle, cerca de Edenbridge (Kent), en 1903. A ambos lugares llevó mag­
níficas esculturas romanas antiguas procedentes de Italia, retomando así la
mejor tradición del Grand Tour, con la diferencia de que ahora el traslado lo
llevó a cabo Píckford. Las casas, eran muy diferentes entre sí: Cliveden era
una enorme mansión victoriana de estilo italianizante; Hever, un macizo cas­
tillo medieval con foso, famoso por haber habitado en él Ana Bolena mien­
tras era cortejada por Enrique VIH. Las esculturas romanas colocadas en los
jardines de ambas casas añadieron un nuevo aire renacentista. En este senti­
do, Astor se apartaba de la tradición inglesa anterior ya que, aunque algunas
veces las esculturas se habían colocado en los jardines de las casas, las me­
jores piezas siempre se habían exhibido en el interior.
El único coleccionista inglés de la época que podía competir con Astor
fue William Hesketh Lever (1851-1925), que hizo una auténtica fortuna en
la manufactura del jabón y, al igual que Astor, fue nombrado vizconde a una
edad ya avanzada. La colección de escultura romana de Lever no era tan
grande como la de Astor y fue adquirida principalmente en subastas en 1917,
cuando la colección de Hope se disgregó. Aun así, contenía piezas impor­
tantes por las -que se pagaron precios astronómicos, y que todavía hoy se pue­
den contemplar en Port Sunlight,-en la Lady Lever Art Gallery, junto con sus
pinturas, muebles y porcelanas.
Durante la primera guerra mundial y justo después de la misma sir Al­
fred Mond (nombrado más tarde lord Melchett), Gordon Selfridge y Weat-
man Pearson (posteriormente, vizconde Cowdray) reunieron en Inglaterra
una serie de colecciones menores, pero ninguno de los tres permaneció en ac­
tivo en el mercado tras la depresión económica de 1929. Y no sólo eso, sino
que en el transcurso de una generación, todas sus esculturas habían sido ven­
didas conforme se iba haciendo fuerte el otro enemigo de los coleccionistas
privados del siglo xx; los derechos de herencia. El gusto, al igual que la eco­
nomía, se volvió en contra del arte romano. Los movimientos artísticos y ar­
quitectónicos de las décadas de 1920 y 1930, con su interés por la sencillez y
la claridad así como por las formas abstractas, no mostraban simpatía alguna
por el humanismo y la decoración de la Antigüedad o del Renacimiento, con­
tribuyendo así ampliamente a que el legado romano en las artes figurativas,
que había prevalecido durante más de cuatrocientos años, llegara a su fin.
Desde 1930 el verdadero coleccionismo se ha visto restringido princi­
palmente a Norteamérica, y las riendas las llevan prácticos hombres de ne­
gocios en la línea iniciada por su precursor Astor. Entre los coleccionistas
más notables cabe destacar a William Randolph Hearst, el magnate de la
prensa califomiana, cuyas esculturas ocuparon hasta su muerte el castillo
de San Simeón (un castillo digno de Disneylandia), tras lo cual pasaron a
integrar el museo de arte del condado de Los Angeles. Un segundo ejem­
plo lo constituye J. Paul Getty (1892-1976), cuya extensa colección, de es­
cultura romana mayoritariamente, se exhibe con todo lujo y un gran senti­
do del gusto en Malibú, cerca de Los Ángeles, en un marco italianizante
que en este caso representa una reconstrucción arqueológicamente exacta
de la Villa dei Papiri de Herculano, en la bahía de Nápoles. Los motivos de
Getty para coleccionar, aunque se han solido tachar de frívolos e inade­
cuados, eran esencialmente muy parecidos a los de la mayoría de coleccio­
nistas de arte clásico desde el Renacimiento, es decir, una mezcla de vani­
dad y deseo de manifestar el poder personal, la clase social y las riquezas
de forma visible y duradera, a lo que se añaden diversos grados de roman­
ticismo nostálgico.
Lo que hace que esta forma de coleccionismo parezca fútil y estéril en el
siglo XX es que los artistas contemporáneos no sienten un interés verdadero
por el espíritu creativo de la Antigüedad romana. Durante los seiscientos
años que van del siglo xm al xrx, los vestigios del arte romano sirvieron de
inspiración a los artistas de una manera que ahora resultaría difícil de creer.
Aunque la fuerza de la tradición continuó desempeñando un papel siempre
existió, en esencia, la convicción de que el hombre podía beneficiarse pro­
fundamente del estudio y la im itación del clasicism o romano. Está por ver si
esta forma de pensar ha llegado a su fin o si se reavivará en algún m ovi­
m iento humanista futuro.

B ib l io g r a f ía

Buenas obras generales son las siguientes: M. Greenhalgh, The Classical Tradi­
tion in Art, Londres, 1978, especialmente dedicada a la pintura y la arquitectura;
F. Haskell y N. Penny, Taste and the Antique, Yale University Press, 1981, que ca­
taloga 95 de las esculturas antiguas más famosas y ofrece un excelente y detallado
análisis de su influencia en la escultura posterior (hay trad, cast.: El gusto y el arte
en la Antigüedad (El atractivo de la escultura clásica 1500-1900), Alianza, Madrid,
1990); P. P. Bober y R. O. Rubinstein, Renaissance Artists & Antique Sculpture: A
Handbook of Sources, Oxford, 1986, que presenta un minucioso catálogo de las es­
tatuas clásicas conocidas en el Renacimiento antes del saqueo de Roma de 1527, ba­
sado en el Censo de Obras de Arte Antiguo conocido por los artistas renacentistas,
en el Warburg Institute, y es de especial interés por centrarse en los sarcófagos y
otros relieves. A. Rumpf, Archäologie. I. Historischer Überblick, Munich, 1953,
presenta un relato conciso del desarrollo de la arqueología clásica, con frecuentes re­
ferencias a monumentos y excavaciones de Roma.
Otras obras generales de utilidad son: C. C. Vermeule, European Art and the
Classical Past, Cambridge, Mass., 1964; E. Pogány-Balás, The Influence o f Rome’s
Antique Monumental Sculptures on the Great Masters of the Renaissance, Budapest,
1980.
Entre los estudios parciales: B. Ward-Perkins, From Classical Antiquity to the
Middle Ages, Oxford, 1984, un buen estudio histórico de este periodo con numero­
sas referencias a obras de arte; R. Weiss, The Renaissance Discovery of Classical
Antiquity, Oxford, 1969, el mejor tratado sobre topografía de Roma y los primeros
coleccionistas; E. Panofsky, Renaissance and Renascences in Western Art, Lon­
dres, 1970, obra clásica sobre la influencia del Renacimiento italiano en arte y lite­
ratura (hay trad, cast.: Renacimiento y renacimientos en el arte occidental, Alianza,
Madrid, 1985); K. Clark, The Art o f Humanism, Londres, 1983, serie de ensayos
sobre artistas italianos del siglo xv (hay trad, cast.: El arte del humanismo, Alian­
za, Madrid, 1989); J. Pope-Hennessy, Italian Renaissance Sculpture, Londres, 1971,
ed. revisada; L. Goldscheider, Michelangelo, Londres, 19624; R. Wittkower, Berni­
ni, Londres, 1955 (hay trad, cast.: Gian Lorenzo Bernini. El escultor del barroco
romano, Alianza, Madrid, 1990); H. Honour, Neo-classicism, Londres, 1968 (hay
trad, cast.: Neoclasicismo, Xarait Ed., Madrid, 1982); B. Read, Victorian Sculptu­
re, Yale University Press, 1983.
Para la historia de las colecciones inglesas de escultura clásica, véanse: A. Michae-
lis. Ancient Marbles in Great Britain, Cambridge, 18S2; D. E. L. Haynes, The Arundel
Marbles, Oxford, 1975; D. Howarth, Lord Arundel and his Circle, Yale University
Press, 1985; J. Black, The British and the Grand Tour, Londres, 1985; C. Hibbert, The
Grand Tour, Londres, 1987: M. I. Wilson, William Kent, 1984; J. Kenworthy-Browne,
«Matthew Brettingham’s Rome Account Book, 1747-1754», The Walpole Society, 49
(1983), pp. 37-132; B. F. Cook, The Townley Marbles, Londres, 1985; G. B. Waywell,
The Lever and Hope Sculptures, Berlin, 1986; V. Cowles, The Astors, Nueva York,
1979; C. Aslet, The Last Country Houses, Yale University Press, 1982.
David Watkin
XII. LA ARQUITECTURA

Nuestro conocimiento más directo de la arquitectura romana proviene de


dos fuentes: las ruinas que quedan en pie y un tratado de arquitectura de Vi-
trubio titulado De architectura, único en su género, que se ha conservado
desde la Antigüedad. Como veremos, unas y otro han sido objeto de una
sorprendente variedad de interpretaciones a lo largo de los siglos. De todos
modos, hoy día es comente referirse al periodo renacentista como punto
culminante del legado arquitectónico de Roma, tras el cual cedió paso al re­
nacimiento griego, al renacimiento gótico y por último al movimiento mo­
derno. El presente capítulo se propone demostrar el error de este punto de
vista y poner en evidencia que la mayor parte de las líneas de desarrollo
de la arquitectura occidental se basa en los aciertos de la Roma antigua en
cuanto a proyección, construcción y decoración. Lo que hace más atractivo
el examen del legado arquitectónico es la percepción de que cada época
debe redescubrir para sí misma el mensaje de la Roma antigua. Alberti en
el siglo XV, Palladio en el xvi, Perrault en el xvn, Adam en el xvm, Schin­
kel en el xix y Lutyens en el xx, todos ellos volvieron a descubrir el len­
guaje de los órdenes, así como la coherencia, diversidad y esplendor que
permiten alcanzar las técnicas romanas de proyección. Todos vertieron sus
propias aspiraciones en la búsqueda de los secretos del diseño antiguo, las
cuales imprimieron el tinte personal a las soluciones que encontraron o cre­
yeron encontrar.
La adecuada apreciación de la inmensa riqueza y calidad contenidas en
la arquitectura romana tardó en llegar, no tan sólo demorada por el carácter
iconoclasta del movimiento moderno, sino, por qué no confesarlo, también
por el fracaso de los arqueólogos a la hora de abordar el tema de-forma con­
vincente. Únicamente con la aparición, entre los años 1965 y 1986, de los
brillantes estudios de William MacDonald se produjo un intento de ir más
allá del enfoque estrictamente arqueológico para proponer otro basado en la
elucidación del dinamismo .de la proyección romana. MacDonald hizo pa-
tente que la nota distintiva de la arquitectura de la Roma imperial no era la
consideración de los detalles de los órdenes propia de Vitrubio y los teóri­
cos del Renacimiento, sino la elaboración de una compleja estructura urba­
na, capaz de aportar muchas cosas a los arquitectos y delineantes contem­
poráneos.
Aunque por otro camino, el arquitecto Léon Krier llegó a una conclusión
parecida. Sus sorprendentes proyectos para reconstruir los núcleos de las ciu­
dades europeas al estilo clásico suponen una respuesta al complejo tejido li­
neal de los esquemas urbanísticos de la Roma antigua. Como reacción fren­
te a los inmensos bloques que destruyeron la rica textura urbana típicamente
europea, los proyectos de Krier no incorporan el trazado austero y simétrico
que muchos arquitectos consideraban como el ideal clásico. Antes bien, la li­
bertad y variedad presentes en los proyectos de Krier, de espíritu indudable­
mente clásico, reflejan propiedades similares a las que tratadistas como Mac­
Donald han examinado en sus estudios sobre las ciudades de la antigua
Roma.
La obra de Krier puede verse en cierta manera como parte de la reacción
contra los ideales del movimiento moderno, conocida generalmente como
posmodemismo. Dentro del pluralismo que viene caracterizando a la era pos-
modema, el lenguaje clásico ha retomado una vez más como opción estilísti­
ca. Arquitectos que creían que los órdenes estaban muertos y enterrados, se
han visto obligados a estudiarlos por primera vez. En los umbrales del si­
glo XXI continuamos explorando el tesoro de Roma, del cual podemos apren­
der, según parece, tanto como antes. Asimismo, tenemos mucho que aprender
del arte y la arquitectura romanos. Una de las razones que dificultan sobre­
manera el estudio en este terreno reside en que su desarrollo estilístico no
posee la consistencia lineal que se observa en el arte griego de los siglos v
y IV a.C. y en el Renacimiento. Es más, Otto Brendel ha afirmado que, en
vista del abanico de posibilidades estilísticas que se abría a los artistas y ar­
quitectos de la Roma antigua, «el arte romano puede considerarse como el
primer arte “moderno” de la historia» (Prolegomena to the Study of Roman
Art, New Haven y Londres, 1979, p. 137). Por otra parte, esa diversidad de
posibilidades ya había conducido a resurgimientos estilísticos en el mundo an­
tiguo, por ejemplo bajo Augusto y Adriano. No olvidemos que el arte y la ar­
quitectura romanos no andaron cronológicamente a la par con el devenir del
estado romano en su expresión más clásica. El periodo en el que floreció el
arte romano se inició relativamente tarde y se prolongó por lo menos dos
siglos después de la caída del imperio en su forma tradicional en el siglo iv.
La constante pauta de redescubrimiento de la teoría y práctica romanas
se hace visible cuando nos fijamos en las continuas oleadas de entusiasmo
por Vitrubio, así como por formas particulares romanas de construcción y
edificios romanos concretos: la basílica, las termas, el arco de triunfo, el Pan­
teón y edificios de planta central tales como el llamado templo de Minerva
Médica, las villas de Adriano y de Plinio, la proyección urbanística y el san­
tuario de Palestrina. Todos ellos han resucitado una y otra vez para servir de
fuentes de inspiración. Este capítulo se compone, empezando por una expo­
sición de Vitrubio, del análisis separado de cada uno de estos temas en el
contexto de la historia.

VITRUBIO

De architectura libri decem, compuesto por el arquitecto, ingeniero y


erudito romano Marco Vitrubio Polio (c. 90-c. 20 a.C.), es el único tratado
extenso de arquitectura de la Antigüedad que se ha conservado entero has­
ta nuestros días. De hecho, no se .sabe si llegaron a escribirse otros tratados;
tan sólo se conocen múltiples monografías desaparecidas sobre edificios
concretos. Para Vitrubio la ciudad es la expresión natural y el núcleo de la
vida civilizada y acompasada. Describe su diseño, sus edificios públicos, fo­
ros, columnatas, templos, basílicas, teatros, temías y viviendas particulares.
Es posible que sus consideraciones acerca de los orígenes y las característi­
cas de los órdenes dórico, jónico y corintio supongan el primer intento de
sistematizar y estructurar la materia de esta forma. Aunque la categorización
de los órdenes en tanto que clave del diseño romano sea una aproximación
harto sesgada a las riquezas de la arquitectura romana, el hecho es que fue
recuperada por influyentes teóricos del Renacimiento, como por ejemplo
Serlio. Sin embargo, Vitrubio escribió en la época del Triunvirato, por lo
que nunca alcanzó a ver ningún edificio imperial. Además, su talante con­
servador lo llevó a desdeñar los edificios republicanos revolucionarios, como
los santuarios de Palestrina y Tívoli. Comoquiera que hoy día se dispone de
un mayor conocimiento sobre la arquitectura romana que en el Renacimien­
to, ya no se considera a Vitrubio un indicador apropiado de las riquezas del
periodo romano tardío.
Buena parte de la obra de Vitrubio está consagrada a la construcción de
relojes y maquinaria, a la hidráulica y la ingeniería militar, si bien se insiste
en la importancia de que el arquitecto reciba instrucción en las artes libera­
les y las matemáticas. Esto formaba parte de su proyecto de crear una insti­
tución dedicada a la arquitectura, análoga a las que existían en el terreno de
la retórica y la música. Al otorgar una base natural a las reglas arquitectóni­
cas, Vitrubio entroncó con la tradición de los científicos griegos, que ha­
bían tratado de establecer los principios sobre los que giraba la naturaleza.
Aunque en la alta Edad Media ya se conocían todas las copias manuscri­
tas del tratado de Vitrubio, no se convirtió en una obra fundamental de con­
sulta para los arquitectos hasta 1414 aproximadamente, fecha en que Poggio
Bracciolini llamó la atención sobre una copia que se encontraba en el monas­
terio de Saint-Gall. Desde entonces el tratado de Vitrubio sirvió de orientación
a todos los que querían adentrarse en los misterios de la arquitectura clásica.
Alberti, fascinado por la imagen de la ciudad como núcleo de los valores de
la civilización, publicó en 1485 su De re aedificatoria. La primera edición im­
presa de De architectura apareció en Roma en 1486.
Los diagramas que Vitrubio, forzosamente, hubo de preparar han desa­
parecido. Fra Giocondo publicó la primera edición ilustrada en 1511, a la que
siguió en 1567 una importante edición a cargo de Daniele Barbaro con ilus­
traciones de Palladio. La primera traducción francesa apareció en 1547, se­
guida de las versiones alemana, neerlandesa e inglesa en 1548, 1649 y 1730,
respectivamente. Aun cuando los principales arquitectos de la Roma barroca
—Bemini, Borromini y Pietro da Cortona— se sintieron atraídos por los mo­
numentos conservados de la Antigüedad clásica, mostraron menor interés por
los aspectos teóricos y los escritos de Vitrubio. De esta manera, durante el si­
glo xvn Italia no dio a las prensas ninguna edición nueva de Vitrubio, aun­
que sí fue reeditado en Venecia el ejemplar de Daniele Barbaro en 1629
y 1641.
La situación en Francia era del todo distinta. Este país mantenía una
complicada relación de amor-odio con el Barroco italiano, de manera que
el renovado interés por Vitrubio fue una forma de reivindicar una arquitec­
tura auténticamente clásica. En 1673 Claude Perrault publicó una nueva
versión francesa con un comentario y primorosas ilustraciones de una ar­
quitectura clásica ideal, que debía contribuir a mejorar el diseño moderno.
Este libro constituyó la base de las doctrinas de François Blondel y Jac-
ques-François Blondel, que dominaron el panorama de la arquitectura clá­
sica francesa hasta el siglo x v iii. La última edición del tratado de Vitrubio
concebida para influir sobre el diseño moderno llegó asimismo de la mano de
la tradición racionalista francesa. Fue publicada en 1909 por Auguste Choisy,
ingeniero de la École des Ponts et Chaussées de Paris, que entendía la arqui­
tectura exclusivamente en términos de la construcción. En la actualidad se
echa en falta una nueva edición de la obra de Vitrubio.

L a BASÍLICA

Nos ocupamos de la basílica en primer lugar porque este edificio asegu­


ró la continuidad entre el mundo pagano y el cristiano, aspecto que nos he­
mos propuesto recalcar en este capítulo (lámina XV). Dicha continuidad se
estableció con la conversión al cristianismo del emperador Constantino en el
año 313. Durante los tres primeros siglos de existencia del cristianismo, sus
adeptos apenas si tuvieron oportunidad de construir, y por lo general adapta­
ron la arquitectura local disponible. Sin embargo, a partir del siglo iv los edi­
ficios cristianos se integraron de lleno en la arquitectura romana de la última
fase del imperio como consecuencia del impulso de Constantino, que era
además un importante promotor de edificios imperiales. Completó la Basíli­
ca Nueva de Roma, comenzada en 307 por Majencio, e hizo construir las
Termas de Constantino, así como dos arcos de triunfo. Con todo, a la hora de
edificar iglesias no tomó por modelo los templos romanos, debido a los la­
zos que los unían con la religión pagana. Por esta razón, Constantino optó
por el modelo de la basílica, edificio público destinado a diversos fines, pero
ante todo a administrar justicia. En la época de Constantino se hallaba en
Roma, en el corazón del Foro Imperial, la basílica Ulpia, notable y aprecia­
do ejemplo erigido hacia los años 100-112 por Trajano a partir de las ideas
de Apolodoro de Damasco.
Rasgos característicos de la basílica eran la planta rectangular con pór­
ticos flanqueados por columnatas, el muro con ventanas, la techumbre de
madera y en ocasiones un ábside con un asiento en el centro para el magis­
trado, en frente del cual solía hallarse un pequeño altar para libaciones. La
Basílica Nueva de Majencio y Constantino no seguía, sin embargo, esta
pauta, sino que se basaba, inusitadamente, en las grandes salas con bóveda
de arista o frigidaria propias de las termas imperiales. La basílica longitudi­
nal convencional, como los magníficos ejemplares en Leptis Magna (216)
y Tréveris (principios del siglo rv), se adaptaba muy bien a los propósitos
cristianos: el asiento del magistrado o trono del emperador se convirtió en
el trono del obispo; y la modesta ara para libaciones devino prominente
altar cristiano.
El primer templo importante de Constantino en Roma fue la basílica de
San Juan de Letrán (o San Giovanni in Laterano), construida hacia 313-320
como sede del obispo de Roma. Construida en la más pura tradición romana
de hormigón enladrillado, a ambos lados de la nave mayor se hallaban dos
pórticos con entablamentos horizontales, que descansaban sobre columnas de
mármol coloreadas. Los techos estaban trabajados en oro. Desde entonces ha
experimentado constantes remodelaciones, mientras que la basílica de San
Pedro (c. 320-330), templo constantiniano de dimensiones superiores, fue
totalmente destruida y reemplazada por la actual. La antigua basílica cons-
tantiniana de San Pedro fue concebida como necrópolis y cámara funeraria
destinada a banquetes conmemorativos; guardaba un relicario de la peregri­
nación o martyrium, colocado como colofón sobre la tumba del mártir, san
Pedro. Delante se abría un gran patio limitado por columnas o atrio en cuyo
centro se encontraba una fuente para usos rituales. Esto estaba en consonan­
cia con los espacios sagrados de la parte anterior de los templos romanos y
con los atrios de las viviendas romanas.
Si bien la antigua basílica de San Pedro ya no existe, la basílica de San
Pablo Extramuros, fundada en Roma en 385 en memoria del martirio de
san Pablo para competir con la de San Pedro, fue reconstruida en 1823 des­
pués de un incendio. La basílica romana de Santa María la Mayor (432-
440), cuyo interior destaca por el giro oriental de sus columnas jónicas, se
conserva en buen estado, al igual que la basílica de San Clemente, con su
coro del año 872 y su nave mayor del siglo xii de delicado estilo. Las igle­
sias de Ravena, como por ejemplo la de San Apolinar in Classe (c. 532-
549), mantuvieron el trazado basilical, que floreció ulteriormente en el ro­
mánico italiano, por ejemplo en San Zenón de Verona (c. 1123).
Entretanto se había desmoronado el imperio occidental, en gran medida
como consecuencia de las invasiones de las tribus bárbaras germanas que se
produjeron en el siglo v. Carlomagno realizó una audaz tentativa por reesta-
blecer el imperio de Occidente al proclamarse primer emperador del Sacro
Imperio Romano en San Pedro, Roma, en el año 800. Se consideraba here­
dero de la cristiandad de la época de Constantino. Así pues, impulsó lo que
se conoce por resurgimiento carolingio de las formas romanas en arquitectu­
ra, poesía, ilustración de textos e incluso inscripciones. Carlomagno era a un
tiempo rey y emperador. Es muy posible que la disposición de su capilla pa­
latina en Aquisgrán (792-805) pretendiera recrear el templo del rey Salomón
en Jerusalén.
Carlomagno está enterrado en la Capilla Palatina, contigua a su palacio,
llamado de Letrán en referencia al de Roma. La principal característica de
este palacio era la sala del trono en forma de ábside, a semejanza de la ba­
sílica romana o aula palatina de Tréveris. La tradición arquitectónica a base
de bloques descomunales se había extinguido tan por completo que Odón de
Metz, arquitecto de la Capilla Palatina, se vio forzado a remover entre las
ruinas romanas en busca de piedras de dimensión suficiente para poder
construir los formidables muros y cúpulas. Las preciosas columnas de már­
mol fueron importadas de Italia. Siguiendo el ejemplo, el monasterio de
Centola (Saint-Riquier), en el norte de Francia, recibió los elementos deco­
rativos de Roma en la última década del siglo vm. La abadía de Fulda, en
Renania, fue reconstruida entre 801 y 819 a imagen del transepto occidental
constantiniano de la primitiva basílica de San Pedro —donde se guardaba el
relicario del apóstol—, a fin de acoger las reliquias de san Bonifacio.
Tras su resurgimiento en la arquitectura románica de los siglos XI y xil,
la basílica reapareció en la Florencia renacentista. Brunelleschi se sintió
atraído por ella como forma auténtica de edificio, tal como muestra el ejem­
plo de San Lorenzo (iniciada en 1421) y la iglesia del Espíritu Santo (ini­
ciada en 1436). Por otra parte, la basílica se destacó asimismo como ele­
mento en la búsqueda de principios básicos de la arquitectura, que se inició
en Gran Bretaña y Francia al final del periodo barroco. La figura clave es
Claude Perrault, que en 1673 realizó una polémica edición de la obra de Vi­
trubio y junto a su hermano Charles elaboró hacia 1680 los proyectos para
la nueva iglesia de Santa Genoveva de París. Esta poseía hileras de colum­
nas corintias dispuestas libremente, las cuales sostenían un entablamento
horizontal bajo una bóveda de cañón. Este arte arquitrabado no se alejaba
mucho del de las basílicas primitivas, aunque también recibió una justifica­
ción de espuria antigüedad por parte de Jean Marot, que empleó el mismo
estilo con menor tino para decorar el interior del templo de Baco en Baal­
bek hacia 1680.
En el Nouveau traité de toute l ’architecture (Paris, 1706), compuesto
por J.-L. de Cordemoy, se pone el mismo énfasis en el soporte estructu­
ral, por más que su autor creyera imitar los ejemplos griego, cristiano (en su
fase inicial) y gótico. Al hilo de la creciente popularización de estos ideales
por el Essai sur l’architecture (1753) de Laugier, en la década de 1760 apa­
reció una serie de basílicas austeras, entre las que destacan las de San Lyis
y Saint-Germain-en-Laye, construidas por N.-M. Potain; Saint-Philippe-du-
Roule, en París, diseñada por J.-F.-T. Chalgrin; así como Saint-Symphorien,
en Versallesca cargo de L.-F. Trouard, cuyas columnas tienen cierto aire dó­
rico griego. El siglo, xix dio un nuevo impulso a la tradición a través de las
iglesias parisienses de Notre-Dame-de-Lorette (1823-1836), diseñada por
Lebas, y Saint-Vincent-de-Paul -(1824-1846), construida por Lepère y Hit-
torff.
En el entretanto, una simultánea reivindicación de pureza primigenia en
Gran Bretaña hizo que la basílica volviera a cobrar nuevo empuje, aunque
casi nunca en el terreno eclesiástico. El interés por la basílica nació de la
atención prestada a Palladio en Gran Bretaña. Sus estudios sobre Vitrubio lo
habían llevado a publicar reconstrucciones ilustradas de la basílica primitiva
y del espacio interior de parecidas características, flanqueado de columnas,
al que el arquitecto romano se refería como sala egipcia. Hacia 1650 John
Webb diseñó una sala de- asambleas basada en las imágenes de Palladio, pero
fue lord Burlington quien en 1730 puso en práctica una «sala egipcia» al es­
tilo basilical, como diría Vitrubio, a través de sus extraordinarios Assembly
Rooms de York. Esta construcción se hizo popular en poco tiempo, de tal
manera que en 1739 aparecía en los sorprendentes proyectos —que no lle­
garon a realizarse— de William Kent para el nuevo Parlamento así como en
la imponente sala egipcia de columnas de Dance en la Mansion House lon­
dinense (1739-1742). Entre 1740 y 1750 la encontramos en el proyecto para
el Bristol Exchange de John Wood, y en la década de 1760 en las ambicio­
sas salas de Paine de Worksop y Kedleston.

L as term as

Durante siglos los arquitectos se han visto acompañados de los restos de


las termas imperiales que, al igual que el arco de triunfo, constituyeron las
señas de identidad de la civilización romana en Europa y Oriente Próximo.
Pero las termas, a diferencia del arco de triunfo, tuvieron, además, gran re­
percusión en la construcción, proyección y configuración del espacio. Edifi­
caciones como las Termas de Caracalla, que culminaron un proceso iniciado
a mediados del siglo i por las Termas de Tito y Nerón, se componían de un
inmenso muro macizo de hormigón enladrillado, adornado con hornacinas y
columnas decorativas, y cubierto por bóvedas de arista de hormigón. A fuer­
za de estudiar las ruinas —mejor conservadas en el siglo xvi que ahora— ,
arquitectos como Serlio y, en particular, Palladio, se formaron progresivamen­
te una idea de la monumentalidad de las termas. Éstas estaban estructuradas
alrededor de ejes cruciales, con lo que se obtenían perspectivas espectacula­
res entre espacios intercomunicados. Todavía en el siglo xvn Borromini tuvo
la oportunidad de estudiar la técnica empleada para la construcción de las
termas. En cualquier caso, puede apreciarse el grado de perfección romana
en que ningún edificio público secular haya superado en grandeza, hasta aho­
ra, a las termas imperiales.
El sistema de naves colindantes que contenían pequeñas capillas late­
rales adoptado por Alberti en la iglesia de Sant’Andrea, Mantua (1470:
lámina XVI), demuestra que el artista asimiló los elementos decorativos
destinados a embellecer la arquitectura en edificios como las Termas de
Diocleciano. En la basílica de San Pedro, Bramante no podía, después
de 1506, sino basarse en la excepcional imaginación de Alberti, aunque su
ninfeo en Genazzano, cerca de Palestrina, contenía una magnífica sala abo­
vedada y con ábside, inspirada en el frigidarium de las termas. Una obra de
carácter similar a la de Genazzano era la villa Madama cerca de Roma,
de Rafael, iniciada hacia 1516 y concebida con la intención de recrear una
villa romana antigua, si bien incorporaba una galería absidal y un atrio cir­
cular, parcialmente inspirados en las termas. En 1561 Miguel Ángel respon­
dió con éxito al reto planteado por la grandeza de la arquitectura termal, al
convertir unas pocas ruinas de las termas de Diocleciano en la fenomenal
iglesia de Santa María de los Ángeles.
Palladio, en sus visitas a Roma entre 1541 y 1554, fue el arquitecto de
esa época que estudió las termas en mayor profundidad. No olvidemos que
tiene fama de ser el arquitecto más imitado de todos los tiempos. Aun cuan­
do no fue del todo capaz de emular el diseño monumental de las termas, in­
corporó características como la ventana termal o de Diocleciano y un con­
junto de columnas emplazadas frente al ábside, de efectos espectaculares,
como puede apreciarse, por ejemplo, en la iglesia II Redentore en Venecia
(1576-1577). Algunos elementos de sus villas, como la sala cruciforme con
bóvedas de arista de la villa Foseará, en Malcontenta (c. 1560), o su proyec­
to no realizado para la villa Gazoto en Bertesina (c. 1540) recogen aspectos
de las salas abovedadas y absidales de las termas romanas. Asimismo, los di­
seños de las villas junto con sus edificios anejos, sobre todo tal como están
expuestas en sus planos de Quattro libri dell’architettura (1570), adaptaban
temas de la arquitectura termal. Tal es el caso de la villa Barbaro, en Maser
(c. 1555-1559), con su exedra o hemiciclo en la parte anterior del jardín.
En 1719 lord Burlington adquirió en Italia los dibujos de Palladio que re­
producían los planos, alzados y secciones de las termas de Tito, Agripa, Adria­
no, Caracalla y Constantino. Los dibujos viajaron a Gran Bretaña junto a lord
Burlington, que en 1730 los publicó con el título Fabbriche antiche disegnate
da Andrea Palladio, como parte de su programa de reforma y depuración de la
arquitectura británica. Burlington dio el primer paso en esta dirección con
la fachada única y curva, compuesta de conjuntos abiertos de columnas, idea­
da en 1730 para el Assembly Rooms en York. Esta fachada —ya demolida— se
basaba claramente en los estudios palladianos sobre las termas de Caracalla. Los
espacios absidales y adornados con hornacinas del interior provenían igualmen­
te de las termas o estancias similares contenidas en los proyectos de Palladio para
el palacio de Thiene en Vicenza. Este modelo, que Palladio estimaba una carac­
terística de las viviendas de la Roma antigua, conoció su apogeo en la obra de
Robert Adam producida en las décadas de 1760 y 1770, y resultó uno de los
principales legados de la arquitectura termal de Roma.
En Holkham Hall, Norfolk (c. 1734), William Kent, discípulo de Bur­
lington, creó un enorme espacio absidal con columnas que derivaba de las
termas, que, no obstante, incluía inteligentemente una escalinata de aire ba­
rroco (lámina XVII). A menor escala, Kent empleó el motivo termal del con­
junto de columnas frente a una hornacina con ábside en el templo de Venus
en Stowe. Este motivo se generalizó entre los arquitectos neoclasicistas. Le-
doux utilizó una variante suya para el Hôtel Guimard de París (1770); Jef­
ferson, para un pabellón de la Universidad de Virginia, en Charlottesville
(1817-1826); y, más apropiadamente, Francesco Poccianti para el Cistemone
de Livomo (1829-1842).
A raíz de su estancia en Roma con objeto de estudiar las termas y la ar­
quitectura doméstica, el arquitecto francés Marie-Joseph Peyre publicó
Oevres d ’architecture (1765; 1795: 2.a ed. alimentada), una de las obras ca­
pitales del siglo xvni sobre diseño arquitectónico. Las academias, las cate­
drales y los palacios de gigantescas proporciones diseñados por Peyre con­
tenían una estructura axial de extrema complejidad, definida por intermi­
nables series de columnas dispuestas libremente. Esta concepción cautivó
las mentes de generaciones enteras de alumnos de la Académie Royale
d’Architecture, más tarde Ecole des Beaux-Arts. Los muchos alumnos que
visitaron la Académie en el siglo xix, y que llegaban en número creciente
de Estados Unidos, aprendían arquitectura como un artificio intelectual
abstracto que ensalzaba desproporcionadamente los temas prestados de las
termas.
A pesar del papel preponderante de los arquitectos franceses, fue el bri­
tánico Harvey Lonsdale Elmes quien construyó uno de los edificios públicos
más imponentes siguiendo el estilo portentoso de las termas. Se trata de Saint
George’s Hall, en Liverpool (1839-1856), curiosa combinación de tribunal y
sala de conciertos. Posee un trazado más que original, inspirado en última
instancia en el frigidarium y tepidarium de las termas de Caracalla, que El­
mes no había visitado pero que conocía a través de la obra de G. Abel Blouet
Restauration des Thermes d ’Antonin Caracalla à Rome (París, 1828). La
Small Concert Hall se basaba en el calidarium circular de las termas de Ca­
racalla, donde una mitad de la circunferencia quedaba dentro del edificio y
la otra se proyectaba hacia el exterior a modo de ábside.
La iglesia de la Magdalena de París, cuyo exterior evoca los templos co­
rintios como el de Zeus Olímpico en Atenas, posee un espléndido interior, di­
señado y realizado por J.-J.-M. Huvé entre 1825 y 1845. Es uno de los más
suntuosos testimonios del planteamiento estructural de las salas termales, de­
jando de lado la Pennsylvania Station, en Nueva York (1902-1911; demolida
en 1963-1965) (lámina XVIII), tal vez el mayor tributo jamás pagado a las
termas de Caracalla. Aquí, McKim, Mead y White crearon una deslumbran­
te sala de espera con cúpulas de estrella según el modelo del tepidarium de
las termas de Caracalla pero de dimensiones superiores (20 por 100). Cons­
taba de una estructura de acero recubierta de travertino romano obtenido
cerca de Tivoli y revestida en su interior por artesonado de yeso. Una adap­
tación del motivo termal aún más asombrosa podía verse en el vestíbulo
contiguo a la sala de espera, puesto que allí las tres altas cúpulas de estrella
estaban hechas de acero y vidrio.

El a r c o d e t r iu n fo

En sus orígenes, el arco de triunfo fue una construcción transitoria, pro­


bablemente de madera, erigida por magistrados romanos para conmemorar
las victorias de héroes militares. Ya hacia finales del siglo i a.C. el arco de
triunfo había adquirido su fisonomía definitiva: monumental puerta de piedra
con relieves, que había de convertirse en testimonio inconfundible del poder
y la mentalidad romanos durante el imperio. En el continente europeo, los
más famosos son los arcos de Tito, Septimio Severo y Constantino en Roma,
así como los arcos de Rímini, Pula, Ancona y Orange. La forma de los arcos
atrajo, como es natural, a Carlomagno, que, como ya hemos señalado, se
consideraba el sucesor de Constantino y por extensión de toda la tradición
imperial. Existe un nexo entre la construcción de la puerta de entrada (apro­
ximadamente del año 800) del monasterio de Lorsch, en Renania, y la corte
de Carlomagno. Este edificio, que contema una sala en la que posiblemente
se reuma el consejo real, reproduce de forma un tanto ingenua el arco de
triunfo de los foros y evoca al mismo tiempo la arcada que conduce al atrio
de la antigua basílica de San Pedro.
A la arquitectura del imperio carolingio le sucedió el estilo que se conoce
por románico. La época de esplendor del románico en Europa se sitúa en los
siglos xi y xn. Emplea fundamentalmente el arco de medio punto, elemento
característico del arte romano. Sin embargo, elementos autóctonos como to­
rres y ábsides escalonados contribuyen a imprimir personalidad a los edifi­
cios. Por consiguiente, sería erróneo encuadrarlos principalmente como ejem­
plos de herencia directa de la Roma antigua, aun cuando la fachada de triple
arco de la catedral de Lincoln (c. 1072) parece rendir lejano homenaje al arco
de triunfo. Ciertamente, la presencia de monumentos romanos en ciudades
como Arles y Nimes en el sur de Francia influyó sobre los edificios locales,
como puede observarse en la fachada oeste exquisitamente esculpida de Saint-
Gilles-du-Gard (c. 1170), que recoge el motivo del arco de triunfo.
En los siglos xi y xn se desarrolló en Florencia un clasicismo más li­
viano y elegante, conocido como el protorrenacimiento toscano. El interior
y exterior del baptisterio de Florencia —del siglo v pero que muchos creían
originariamente un templo romano— , fueron restaurados con un panel de
mármoles policromados que formaba elaborados dibujos geométricos. En la
misma línea de réplica al revestimiento marmóreo de naturaleza decorativa
propio de los edificios romanos antiguos se sitúa la iglesia de San Miniato,
en Florencia (1018-1062). La presencia de estos edificios de aire gallardo y
clasicista ayuda a explicar el acierto de Filippo Brunelleschi en obras del
primer renacimiento como el Hospital de los Inocentes, la capilla Pazzi y
San Lorenzo. En esta última, el motivo del arco de triunfo constituye un ras­
go significativo y original del muro del altar de la vieja sacristía. Manetti,
biógrafo de Brunelleschi que escribió en la década de 1480, afirmaba que el
artista florentino se había desplazado a Roma hacia 1400 para aquilatar los
monumentos de la Antigüedad romana. Sin embargo, los tratadistas con­
temporáneos insisten en que sus edificios más representativos podrían ba­
sarse igualmente en fuentes más cercanas y que Brunelleschi pudo haber es­
tado tan interesado en el resurgimiento de un clasicismo autóctono toscano
como en el renacimiento de la propia arquitectura romana antigua.
Al igual que sucede con Brunelleschi, la obra de Leon Battista Alberti
(1404-1472) está profundamente marcada por la arquitectura toscana romá­
nica de carácter protorrenacentista. Así, por ejemplo, la fachada de Santa
Maria Novella integra el motivo del frontis del templo de San Miniato al
Monte. No obstante, Ja iglesia de San Francisco en Rímini (c. 1450), erigida
en homenaje al militar y mecenas Sigismondo Malatesta, es el primer edifi­
cio cristiano que incorpora una fachada totalmente con forma de arco de
triunfo, y más en concreto del arco de Augusto en Rímini. El Tempio Mala-
testiano —tal como se le conoce—, ideado como una suerte de templo a la
fama de Sigismondo y su corte, fue condenado por el papa Pío Π por estar
«tan repleto de imágenes paganas que parece más un lugar destinado a la ve­
neración de demonios que al culto cristiano». Lo que éste tal vez no advirtió
es que Alberti había desechado el orden corintio del arco de Augusto en be­
neficio de un nuevo orden compuesto en el que los capiteles lucen cabezas
de querubines alados. La ornamentación de la arquitectura romana no cono­
cía estas figuras, pero si Alberti echó mano de ellas fue para remitir a la de­
coración del templo de Salomón en Jerusalén, tal como se describe en los
libros de los Reyes del Antiguo Testamento. Sigismondo Malatesta, del mis­
mo modo que hicieran Justiniano, Carlomagno y Suger antes que él, podía
sentirse un segundo rey Salomón y por tanto justificar la palabra templum,
manifiestamente pagana, inscrita en la medalla fundacional, como una refe­
rencia al templo de Salomón y su consagración divina.
En 1470 Alberti creó para la iglesia de Sant’Andrea de Mantua una com­
binación de temas antiguos más imaginativa que la de San Francisco, fruto de
su obsesión por el templum vitrubiano. Esta preocupación ya le acompañaba
desde los años cuarenta, época en que compuso el libro De re aedificatoria
incitado por la lectura de De architectura libri decem de Vitrubio. Sant’An­
drea fue construida para albergar y exponer dos vasijas que supuestamente
contenían la sangre de Cristo, propiedad de Ludovico Gonzaga, marqués de
Mantua. En la fachada principal (lámina XIX) Alberti combinó el arco de
triunfo con el frontón, si bien algunos arcos triunfales antiguos tenían frontón,
como el arco de Augusto en Rímini. La entrada principal, al igual que el arco
de Constantino, estaba flanqueada por parejas gigantes de pilastras. De esta
manera, Alberti actuaba con libertad reemplazando el ático por el frontón. En
cambio, la amplia separación de las pilastras centrales a fin de ganar espacio
para la puerta principal seguía un modelo propuesto en De re aedificatoria.
En el interior de la iglesia, la nave mayor acusaba la influencia de la ba­
sílica de Majencio y de un templo etrusco descrito por Vitrubio, a pesar de
que Alberti transformó las tres cúpulas de estrella de la nave mayor de la ba­
sílica en una sola bóveda de cañón, la más grande desde la Antigüedad (lá­
mina XVI). La elevación interna de la nave mayor recogía asimismo el tema
del arco de triunfo, tal vez inspirado en la similar articulación que ofrece
el muro del altar de la vieja sacristía de San Lorenzo en Florencia. Las bó­
vedas transversales con decoración de las principales capillas laterales recor­
daban la decoración del arco de Septimio Severo en Roma. Además, había
capillas laterales secundarias empotradas en el grosor de las pilastras, de apa­
riencia sólida pero naturaleza hueca. Esta construcción, realizada completa­
mente con ladrillos, demuestra que Alberti comprendió muy bien el sistema
de edificación de los grandes edificios romanos como el Panteón.
El Renacimiento rescató la función primitiva del arco de triunfo roma­
no en el siglo π a.C , devolviéndole su papel de decoración festiva y tem­
poral erigida con ocasión de desfiles. En 1443 Alfonso el Magnánimo, en­
tró triunfalmente en Nápoles tras conquistar la ciudad. A raíz de ello, Pietro
da Milano y Luciano Laurana erigieron en 1452-1472 un arco de triunfo en
el medieval Castel Nuovo que en un principio debía alzarse en solitario. Se
trata de una construcción alta y de una sola arcada, que recuerda al arco ro­
mano en Pula y que guarda muchas semejanzas con la fachada oeste del pa­
lacio ducal en Urbino, diseñada hacia 1464 por Laurana para Federico de
Montefeltro, humanista, mecenas y duque de Urbino. Hacia 1485 Giuliano
da Maiano, discípulo de Brunelleschi, construyó en Nápoles la Puorta Nuo-
va, arco cuadrangular, y en el siglo xvi Giovanni Falconetto proyectó las
bellas puertas de San Juan (1528) y Savonarola (1530) en Padua.
El escultor Diego de Siloé, formado artísticamente en Florencia, llevó a
España esta tradición. Así, la puerta del Perdón de 1536 con su exquisita or­
namentación, en la extraordinaria catedral de Granada, se asemeja a un arco
de triunfo. En Francia, Philibert de l’Orme, de idiosincrasia clasicista, conci­
bió la soberbia tumba de Francisco I en Saint-Denis (1547) como una va­
riante en miniatura del arco de Septimio Severo en Roma. Esta obra propor­
ciona una visión más personal del arco de triunfo que la entrada al castillo
de Anet, que construyó en 1547-1552 para Diana de Poitiers, amante de En­
rique II.
Palladio, el más grande creador de formas del siglo xvi, también se basó
en el arco de Septimio Severo a la hora de crear el arco erigido en Venecia
con ocasión de la visita de estado de Enrique ΙΠ de Francia en el año 1570.
En la década de 1540, el arquitecto italiano, que había dedicado mucho tiem­
po al estudio de los arcos de triunfo, realizó una serie de dibujos destinados
a un proyecto de publicación arqueológica sobre los arcos romanos. Algunos
de sus proyectos, como las tumbas de los Grimani en San Francesco della
Vigna, en Venecia, o un proyecto tardío para el puente de Rialto —ambos de
los años centrales de la década de 1560— dan clara muestra de la versatili­
dad del motivo del arco de triunfo.
Un siglo más tarde, Luis XIV celebraba en Francia su propia consagración
como rey Sol y sucesor de Alejandro Magno con una exhibición de arquitec­
tura y de las restantes artes a través de un programa iconográfico clásico tan
extenso y elaborado como cualquiera de la Antigüedad. En 1660, en conme­
moración de su boda y de la paz de los Pirineos, Luis XIV continuó la tradi­
ción renacentista de la entrada triunfal con una fastuosa ceremonia en París.
El recorrido del monarca estaba marcado por un repertorio de ornamentos fes­
tivos en forma de arco de triunfo suntuosamente decorado, imitados una dé­
cada más tarde por François Blondel en una serie de arcos de piedra monu­
mentales desperdigados por la muralla urbana de París en honor de Luis XIV.
Blondel seguía el concepto —no los detalles— de los antiguos arcos romanos.
Y es que entendía que las columnas corintias o compuestas que servían de
marco a aquéllos no eran elementos esenciales. De ahí que la puerta de Saint-
Denis y la de Saínt-Antoine, aunque profusamente adornadas con esculturas
simbólicas, no presenten orden alguno. Ambas se han conservado hasta nues­
tros días, lo mismo que el arco erigido en Montpellier en 1691 como imita­
ción a partir de las trazas de Daviler.
Nicholas Hawksmoor, arquitecto británico del Barroco que según sir John
Summerson desarrolló «una pasión por la arqueología rayana en lo enfermi­
zo», proyectó el Woodstock Gate (1722-1723) en el Blenheim Palace como
arco de triunfo. Era la entrada apropiada para un palacio erigido por la nación
y dedicado al duque de Marlborough, héroe militar. En la Christ Church de
Spitalfields (1714-1729), Hawksmoor realizó una lectura más personal del
arco de triunfo. La belleza escultural de la fachada oeste sugiere que su enfo­
que estaba en consonancia con los de Alberti y Pietro da Cortona, aunque pa­
rece improbable que el arquitecto británico conociera las iglesias de Alberti
en Mantua ni Santa Maria in Via Lata en Roma (1658-1663) de Pietro da Cor­
tona, que exhibían temas parecidos en el mismo estilo tosco y original.
En 1739 Nicolas Jadot. que recibió instrucción del arquitecto Boffrand en
Francia, construyó el Arco di San Gallo en Florencia para conmemorar el ac­
ceso al Gran Ducado de Toscana de su patrón, el archiduque Francisco I de
Lorena. Este arco de triunfo barroco influyó sobre el de Nancy, levantado en
la Place de la Carrière en el marco de la espectacular reforma urbana que
en 1752-1757 efectuara Emmanuel Héré de Corny al servicio de Estanislao,
duque de Lorena y rey destronado de Polonia. La puerta de Brandeburgo, en
Potsdam, era un arco de belleza semejante, construido en 1770 por G. C. Un­
ger para conmemorar las victorias de Federico el Grande.
Mientras tanto, Nicola Salvi retomaba en Roma uno de los temas que más
preocuparon a Alberti, a saber: la integración del motivo del arco de triunfo
en construcciones de otra índole. En la fontana de Trevi (1732-1762) Salvi
ocultó la fachada de un palacio ya existente detrás de una de las más exube­
rantes réplicas del arco de triunfo. El festejado tour deforce de Salvi desper­
tó gran admiración entre los visitantes de Roma en el siglo xvm, en especial
entre los arquitectos neoclásicos británicos como Chambers, Adam y Soane.
Así como el arco de triunfo se ajustaba adecuadamente al carácter roma-
no, no resulta tan convincente cuando Adam lo emplea como elemento fun­
damental de la fachada sur de la villa-finca Kedleston, en Derbyshire, que él
y Paine diseñaron para sir Nathaniel Curzon en 1759-1770. No obstante, es
admisible como paradigma de la nostalgia pintoresca por la Roma antigua
que rezuman los caprichos pictóricos del xvu, como el cuadro de Claudio
de Lorena titulado Paisaje con arco de triunfo. Soane siguió el ejemplo de
Adam en la entrada delantera a la villa Pitshanger, en Middlesex, que el ar­
quitecto edificó para uso propio en 1800. El Lothbury Arch del Banco de In­
glaterra, también de Soane (1797), era una fiel reproducción del arco de
triunfo romano. Representa todo un símbolo de estabilidad frente a la incer-
tidumbre de las guerras napoleónicas. Durante toda esa época, el primer mi­
nistro William Pitt se sirvió del banco para recaudar fondos para la guerra.
Las excavaciones de edificios romanos antiguos llevadas a cabo por ar­
queólogos del siglo xvm animaron al soñador arquitecto Ledoux a construir
una arcada en el Hôtel de Thélusson de París (1778-1782), que evocaba los
arcos aún medio enterrados del foro romano. Rousseau siguió los pasos de
Ledoux en el parisiense Hôtel de Salm (1783), al cual se accedía a través
de un conjunto de columnas cuyo componente central era una contundente
versión de un arco de triunfo. En 1797, el joven y brillante arquitecto pru­
siano Friedrich Gilly, que residió en París entre 1797 y 1799, presentó un
proyecto que hizo época al concurso para un monumento nacional a Federi­
co el Grande. Se trataba, en esencia, de un templo dórico griego que se al­
zaba sobre un santuario sagrado al cual se accedía a través de un arco de
triunfo de aire asombrosamente primitivo. Este modelo ejercería fuerte in­
fluencia sobre Schinkel y Klenze, los dos arquitectos alemanes más impor­
tantes del siglo XIX.
Napoleón y sus seguidores europeos se sintieron atraídos por los arcos de
triunfo en su versión original, porque veían en ellos un elemento legitimador
de su poder recién adquirido. El ejemplo más ilustrativo lo ofrece el arco de
triunfo del Carrousel en París (1806) (lámina XX), obra de Percier y Fontai­
ne. El arco de triunfo del Carrousel puede verse como una réplica en mármol
policromado de la puerta dórica de tres arcadas erigida en 1660 en el faubourg
Saint-Antoine con motivo de la entrada en París de Luis XIV. De este modo
equiparaba Napoleón su autoridad al poder legitimado de la monarquía fran­
cesa. La estructura del Arco de Triunfo de París (1806-1836), de Chalgrin, es
de talante mucho menos arqueológico. Es una austera pieza de geometría as-
tilar, inspirada lejanamente en la puerta de Saint-Antoine de Blondel. En ge­
neral, puede decirse que los arquitectos del siglo xdc siguieron el ejemplo
poco innovador del arco del triunfo del Carrousel; en especial, Cagnola con
el Arco de Sempione en Milán (1806-1838), Nash con el Marble Arch en
Londres (1825) y Semper con el arco de la Victoria en Munich (1843-1854),
basado en el arco de Constantino.
En el siglo xx se deben al arco de triunfo dos de las grandes obras de sir
Edwin Lutyens: el monumento a los Desaparecidos del Somme en Thiepval
(1927-1932) (lámina XXI) y la catedral católica romana de Liverpool (1929-
1941), de la que sólo se construyó la cripta. Estos edificios sirven oportuna­
mente de punto final a nuestro recorrido por el legado del arco de triunfo, ya
que ejemplifican las dos principales direcciones en que éste ha sido emplea­
do. El complejo monumento astilar en Thiepval es, en esencia, un arco de
triunfo independiente, aunque puede interpretarse asimismo como un con­
junto de tres arcos entrelazados y de altura creciente. Por contra, la fachada
sur de la catedral de Liverpool integra el arco de triunfo del mismo modo
orgánico que lo hiciera en el siglo xi el creador de la catedral de Lincoln y
Alberti en el xv en Sant’Andrea de Mantua. Un arco de características to­
talmente distintas es el Jefferson National Expansion Memorial en Saint
Louis, Missouri (1948-1964), obra de Eero Saarinen hecha de acero pulido
que se eleva unos 183 metros del suelo.

E l P a n t e ó n y los e d ific io s d e p l a n t a c e n t r a l

El Panteón del emperador Adriano en Roma (c. 118-128 d.C.), aunque


no muy imitado por los propios romanos, es uno de los edificios que más ha
influido en el desarrollo de la arquitectura occidental. Palladio, por ejemplo,
dejó escrito que para muchos representaba «una imagen del mundo». Pero
el Panteón no ha ocupado las mentes occidentales únicamente por ser el edi­
ficio antiguo mejor conservado, por habérsele considerado de la época de
Augusto y por su grandioso y a la vez poético interior. A estas propiedades
hay que añadir otras tres de igual importancia: en primer lugar, la universa­
lidad de su forma circular, alegoría de nuestro planeta y del cosmos. En se­
gundo, el carácter general de sus implicaciones religiosas, puesto que se tra­
ta de un templo dedicado a todos los dioses. Y, por último, el resultado de
amoldar un frontis a su estructura circular, que, según se ha afirmado re­
cientemente, constituye «la imagen arquitectónica más deslumbrante de oc­
cidente» (William L. MacDonald, The Architecture o f the Roman Empire,
II: An Urban Reappraisal, New Haven y Londres, 1986, p. 241).
Sin embargo, el Panteón no era el único edificio de planta central que po­
día servir de modelo a los arquitectos de épocas posteriores. El llamado tem­
plo de Minerva Médica, los complejos pabellones octogonales de la villa
Adriana y la gran sala cuatrifolial en las termas de Constantino constituían
otras tantas referencias importantes en Roma o cerca de ella. Estos edifi­
cios trasladaron los nichos de los ábsides del interior del Panteón al muro ex­
terior, con lo que quedaban combados por dentro y por fuera. La tradición de
los mausoleos tardoimperiales como el de Diocleciano en Split (300-306),
de exterior octogonal e interior circular, se mantuvo en los espacios octogo­
nales o circulares situados en los extremos de algunas iglesias erigidas por el
emperador Constantino. Ejemplo de ello lo proporciona el octógono edifica­
do sobre la gruta de la basílica de la Natividad en Belén o la rotonda de la
Resurrección (Anastasis), emplazada en el atrio posterior de la basílica-mar-
tirio del Santo Sepulcro en Jerusalén.
Una muestra impresionante que nos ha llegado de este estilo la encontra­
mos en la rotonda construida en Roma hacia el 350 para la hija de Constan­
tino, posteriormente transformado en la iglesia de Santa Constancia. Otra
iglesia circular que se conserva en Roma es Santo Stefano Rotondo (468-
483), con su nave mayor cilindrica flanqueada por una columnata de estilo
jónico. Por otra parte, el creador de San Lorenzo en Milán (probablemente
en el siglo v) parece ser que se inspiró en el pabellón del templo de Miner­
va Médica. No obstante, la estructura cuatrifolial de San Lorenzo, con co­
lumnatas de dos plantas que separan el espacio central de las galerías que lo
rodean, representó al mismo tiempo una tentativa de reproducir en Occiden­
te la catedral de Constantino (c. 330) en Antioquía, conocida como el octó­
gono dorado.
Fue en el imperio bizantino o romano oriental donde de hecho alcanzó
por primera vez su expresión más completa la iglesia circular. La obra
maestra de la arquitectura eclesiástica bizantina es la basílica de Santa So­
fía o Sabiduría Divina en Constantinopla, que el emperador Justiniano con­
fió a Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto en 532-537. Su enorme cúpu­
la albergaba el espacio abovedado sin soportes intermedios más grande que
se había creado hasta entonces. En esta iglesia, cuyas columnas fueron traí­
das supuestamente de Roma del templo de Sol Invicto, puede reconocerse
una ingeniosa combinación de estructuras prestadas del Panteón y de la ba­
sílica de Majencio. No obstante, los interesantes contrastes de luz, sombra,
volumen y espacio creaban una atmósfera que no asociamos —tal vez equi­
vocadamente— con los monumentos de la Roma antigua. En cualquier caso,
este edificio innovador, conjuntamente con la iglesia de cinco cúpulas de los
Santos Apóstoles de Constantinopla, ejerció una inmensa influencia sobre
las ulteriores iglesias bizantinas hasta la invasión turca en 1453.
El interés por las iglesias de planta central en el primer Renacimiento
ha de verse en el contexto de una concepción neoplatónica del universo
como unidad armónica y matemática. Los arquitectos intuyeron que para
ajustarse a las leyes de números armónicos, las iglesias debían adoptar la
forma de la figura geométrica más perfecta: el círculo. La primera iglesia
renacentista de planta central fue obra de Brunelleschi. La inacabada San­
ta María de los Ángeles en Florencia, de planta octogonal y con capillas la­
terales, fue diseñada tras su retomo de Roma en 1432 y probablemente se
basara en el pabellón del templo de Minerva Médica, si bien es cierto que
Brunelleschi disponía de un precedente mucho más cercano en la intersec­
ción de los brazos del Duomo de Florencia. Iniciados en la década de 1290,
éstos formaban semioctógonos rematados por capillas en cada uno de sus
extremos. Michelozzo di Bartolommeo, por su parte, produjo en la rotonda
situada en el extremo occidental de Santa Annunziata, en Florencia (1444-
1455), una copia exacta del templo de Minerva Médica. Ello provocó una
polémica acerca de su conveniencia para fines litúrgicos, que continuaría,
en términos generales, durante más tres siglos, al igual que la cuestión de
hasta qué punto un arquitecto debía reproducir directamente un precedente
romano. Brunelleschi y Alberti trataron de ceñirse al espíritu más que a la
letra del clasicismo, si bien en su tratado De re aedificatoria Alberti abría
involuntariamente el camino a las ulteriores generaciones que interpretaron
la arquitectura, romana como un conjunto de reglas inamovibles sobre el
uso de los órdenes.
Bramante consideró que el Panteón, como metáfora del universo y edifi­
cio más perfecto de la Antigüedad, era el único lugar apropiado desde el pun­
to de vista simbólico para albergar los restos mortales del más grande de los
apóstoles. Por eso propuso colocar una cúpula parecida a la del Panteón en
el centro de los cuatro brazos iguales de la nueva basílica de San Pedro que
le confiara el papa Julio Π en 1506 y a la que otorgó una planta central. En el
mismo siglo, Palladio incluyó en su obra Quattro libri delVarchitettura (Ve-
necia, 1570) un estudio con ilustraciones sobre el Panteón, cuya estructura se
refleja en la iglesia que- Palladio construyó en Maser (1579-1580) y que
adaptó, además, a un edificio secular: la villa Rotonda cerca de Vicenza
(1550) (lámina XXII), audaz propuesta que apenas si fue imitada hasta me­
diados del siglo xvm.
En Bemini, el artista más representativo del Barroco romano, no decrece
la admiración por el Panteón, del que realizó varios dibujos. Al contrario, Ber­
nini llegó al extremo de afirmar que la cúpula de San Pedro, aunque bella y
sin nada que envidiar a las antiguas, seguía presentando innumerables macas,
cosa que no sucedía con el Panteón. Sus estudios sobre el Panteón dieron fru­
to en la iglesia de Santa María dell’Assunzione de Ariccia (1662-1664). Se
trata, en esencia, de una versión simplificada del Panteón en la que Bemini ex­
presó su opinión de que este era un templo de origen republicano con forma
geométricamente pura. Cario Fontana, colaborador de Bemini, desarrollaría
posteriormente esta idea en II Tempio Vaticano e sua origine (Roma, 1694),
que contiene láminas en las que aparece un Panteón depurado e idealizado.
Borromini, rival de Bemini, también estudió con detalle la arquitectura
antigua. El farol de la iglesia de San Ivo de Roma (1642-1660), parece aludir
al excepcional templo de Venus en Baalbek, edificio circular cuyo entabla­
mento y podio se inclinan hacia el interior adoptando un perfil cóncavo entre
los pares de columnas. Hoy día, tales edificios protobarrocos como el templo
de Venus en Baalbek ya no se consideran raras singularidades, sino productos
de una corriente importante dentro de la arquitectura imperial. Probablemente,
Borromini los conociera a través de los imaginativos grabados de Giovanni
Battista Montano (1534-1621), que dedicó en Roma buena parte de su vida al
estudio de la Antigüedad. Entre estos grabados se halla representado un tem­
plo circular de gran parecido con el de Baalbek. Borromini empleó un diseño
afín para la cúpula de San Andrea delle Fratte en Roma (1653-1655), carac­
terizada por su contraste de formas cóncavas y convexas. Todo esto sugiere
que el artista conocía además los mausoleos de planta central construidos por
los romanos, como el de la Via Cella de Puteoli y «La Conocchia», cerca de
Capua, que la escuela vitrubiana habría desechado por su irregularidad.
En conexión con el renovado interés por rivalizar con la arquitectura ro­
mana que se produjo en Francia bajo el reinado de Luis XIV, Colbert en­
cargó a Antoine Desgodetz un examen cabal de los monumentos romanos y
sus medidas. En un principio, la obra de Desgodetz Édifices antiques de
Rome (París, 1682), que contenía una descripción más ajustada del Panteón
que la de Palladio, provocó controversia porque desafiaba las tradicionales
relaciones de edificios romanos. Sin embargo, continuaría siendo una fuen­
te arqueológica imprescindible hasta bien entrado el siglo xix. El arquitec­
to danés Nicodemus Tessin el joven, obsesionado con el esplendor de la
Francia de Luis XIV, realizó en 1712 un ambicioso proyecto para un gran
templo o pabellón de Apolo que debía erigirse en el parque de Versalles. El
proyecto nació a raíz de una propuesta de 1687 para construir un edificio
que albergara las colecciones reales, y su estructura circular con cuatro pór­
ticos estaba inspirada tanto en los estudios que Tessin realizó sobre la Villa
Rotonda de Palladio como en los dibujos que éste trazó del Panteón. Nada
simbolizaba tan bien el poder del rey Sol como la cúpula del Panteón, tra­
sunto de la bóveda celeste.
El diseño de Tessin, inspirado en líneas generales en el Panteón, fue imi­
tado en dos edificios majestuosos de similares características: la iglesia de San
Carlos Borromeo de Viena (1716-1733) (lámina ΧΧΠΙ), obra de Johann Fis­
cher von Erlach, y la basílica de Superga cerca de Turin (1717-1731), de Fi­
lippo Juvarra. Los enormes pórticos significaron un giro hacia la recuperación
de formas romanas en la arquitectura eclesiástica. Fischer von Erlach, que
en 1721 publicó la primera historia universal comparada de la arquitectura,
flanqueó el pórtico de San Carlos Borromeo con réplicas en miniatura de la
columna de Trajano. De hecho, esta iglesia reunía una serie de motivos paga­
nos, judíos y cristianos que exaltan al emperador Carlos VI como segundo Sa­
lomón y segundo Augusto.
La obra de Juvarra y Fischer von Erlach aún conservaba la exuberancia
típica del Barroco. Ahora bien, el siglo xvm sería testigo de un resurgimien­
to más austero de formas romanas. En Gran Bretaña, lord Burlington enca­
bezó un movimiento de retomo a la autenticidad de la arquitectura antigua,
si bien es cierto que éste cristalizó en la mayoría de los casos en una recu­
peración de la filosofía palladiana. Sirva de ejemplo la villa que Burlington
construyó para sí en Chiswick (c. 1723-1729), basada en la Villa Rotonda.
Así y todo, el arquitecto británico incluyó en el jardín de su villa una versión
en miniatura del Panteón, conocida como el templo jónico. En ese tiempo se
empezó a construir asimismo la iglesia de SS. Simeone e Giuda en Venecia
según los planos de Giovanni Scalfarotto, lo que dio inicio a una corriente si­
milar hacia lo que se estimaba que eran los ideales puros de la Antigüedad.
Tommaso Temanza, ingeniero y erudito, sobrino y discípulo de Scalfarotto,
compuso una versión aun más condensada de los elementos del Panteón en
la pequeña iglesia veneciana de Santa María Magdalena (1748). Temanza se
movía en el área de influencia de tratadistas neoclásicos íntegros como Lo-
doli, Algarotti y Milizia, que sostenían una visión funcionalista de la arqui­
tectura similar a la de Laugier.
En Gran Bretaña, la enorme finca Kedleston, en Derbyshire, creada por
James Paine y Robert Adam en 1759-1770, constituía una rotunda afirma­
ción de los ideales clasicistas de mediados del xvm. El intento de reprodu­
cir una vivienda .antigua en un tiempo en que aún se sabía muy poco acer­
ca de la arquitectura doméstica explica en parte la confianza que Paine y
Adam depositaron en las formas un tanto discordantes de los edificios sa­
grados y públicos de Roma. Adam podría haber replicado que el plano de
Kedleston (lámina XXIV) reflejaba la relación entre atrio y vestíbulo del pa­
lacio de Diocleciano en Split. No obstante, el gigantesco pórtico daba paso
a un vestíbulo de columnas inspirado en las reconstrucciones que Palladio
hiciera de la basílica romana y del templo de Mars Ultor. Seguidamente ve­
nía el salón, concebido al estilo del Panteón y que culminaba en una versión
reducida del arco de Constantino en la fachada del jardín.
En esta época también,-Henry Flitcroft animaba el jardín «pintoresco» de
Stourhead, en Wiltshire, con una réplica a escala reducida del Panteón. Es
posible que Flitcroft se remitiera al edificio de similares características que
aparece en la pintura de Claudio de Lorena Vista de la costa de Délos con
Eneas (1672), ya que el paisaje lacustre de Stourhead representaba en parte
una alegoría de la visita de Eneas al Hades. Aun cuando el lago de Stour­
head era artificial, la nueva valoración de los escenarios naturales e incluso
silvestres pronto generaría un mayor interés por el Lake District al norte de
la isla. En esta comarca, sobre una isla de Windermere, emplazó John Plaw
en 1774-1775 un Panteón pequeño conocido como Belle Isle, el primer edi­
ficio en el Lake District fruto de la nueva pasión por escenarios pintorescos.
Mientras tanto, en Alemania J. Boumann y J. Büring se hallaban ocupa­
dos en la iglesia católica romana de Sankt Hedwig de Berlín, de estructura
similar a la del Panteón e iniciada en 1747-1748 por Knobelsdorff y Le-
geay por encargo de Federico el Grande, rey de Prusia con preferencias an­
glofilas. Uno de los primeros edificios neoclásicos, la iglesia era al mismo
tiempo un monumento a la tolerancia religiosa de Federico el Grande. En­
tre los edificios que éste mandó construir en Alemania se encuentra la aba­
día benedictina de S. Blasien en la Selva Negra (1768-1783), obra de Pie-
rre-Michel d’Ixnard, así como las iglesias católicas romanas de San Esteban
en Karlsruhe (1808-1814) y de San Luis en Darmstadt (1820-1827), a car­
go de Friedrich Weinbrenner y Georg Möller, respectivamente. Con el naci­
miento de los museos públicos a principios del siglo xix, surgieron nuevas
oportunidades para los arquitectos de adaptar el Panteón. Así, Schinkel se
decantó por el modelo del Panteón para la sala de las esculturas situada en
el corazón de su Altes Museum en Berlín (1823-1833), al que calificó de
«santuario en cuyo interior se halla el tesoro más precioso».
Mientras británicos y alemanes se dedicaban a imitar las formas, arquitec­
tónicas antiguas, los franceses trataban de captar su esencia. Cabe resaltar, por
ejemplo, el aula de anatomía de la École de Chirurgie de París (1769-1775),
obra del arquitecto Jacques Gondoin, concebida como un semipanteón (lámi­
na XXV). Esta forma aparecería también en el diseño circular para la Ópe-
ra de París trazado por el arquitecto visionario Étienne-Louis Boullée ha­
cia 1780.
En Norteamérica, la admiración que Jefferson profesaba por la arquitec­
tura francesa contemporánea no le impidió una interpretación más literal del
legado arquitectónico romano, del que se sirvió para legitimar la joven repú­
blica. El modelo que Jefferson empleó para el State Capitol en Richmond,
Virginia (1785), es el templo de Nimes de la primera época imperial conoci­
do como Maison Carrée, en tanto que la biblioteca de la Universidad de Vir­
ginia en Charlottesville (1817-1826) constituía uno de los más espléndidos
ecos del Panteón.
Probablemente la influencia de los ideales imperiales napoleónicos con­
tribuyó a que a principios del siglo xix también se edificaran en Italia iglesias
según el modelo del Panteón, como hicieron, por ejemplo, Bianchi, autor de
San Francisco de Paula en Nápoles (1817-1846), Bonsignore, autor de la
Grand’Madre di Dio en Turin (1818-1821), Cagnola, artífice de San Lorenzo
(La Rotonda) y de Ghisalba (1822-1823), y Amati, creador de San Cario al
Corso en Milán (1836-1847). De San Francisco de Paula destacan particular­
mente las tribunas internas, frente a las cuales se hallaban cariátides seráficas
inspiradas en descripciones que Plinio el Viejo realizara del primitivo Panteón
de Agripa. San Cario al Corso crea una atmósfera romana excepcionalmente
intensa merced a las columnatas que se extienden del pórtico corintio a la pla­
za que la. flanquea por delante. Así pues, queda vinculada a su entorno urba­
no del mismo modo que el templo romano estaba conectado al foro.
La iglesia parroquial de Possagno es uno de los monumentos más origi­
nales de este periodo en Italia. Construida en 1819-1833 por Antonio Selva
como templo-mausoleo al escultor neoclásico Canova, lo excepcional de
esta iglesia es que la rotonda vaya precedida de un pórtico de estilo dórico
griego a escala natural, basado en el Partenón. En los Estados Unidos, Ithiel
Town y A. J. Davis llevaron a cabo una obra similar: el United States Cus­
tom House en Nueva York (1833-1842). Otras síntesis de Panteón y Parte­
nón aparecen en proyectos (que no llegaron a ejecutarse) de Karl von Fis­
cher en 1809-1810 para un Walhalla nacional cerca de Munich a instancias
del príncipe heredero Luis de Baviera, y de Friedrich von Gärtner en 1836
para un Edificio de la Liberación cerca de Kelheim. El príncipe heredero,
que reinaría como Luis I de Baviera desde 1825 hasta 1848, era un nacio­
nalista romántico resuelto a hacer de su país un centro cultural equiparable
a la Atenas antigua o a la Florencia renacentista, valiéndose para ello de su
mecenazgo arquitectónico.
Ya en los aledaños del siglo xx, McKim, Mead y White rindieron tribu­
to al Panteón y quizá también a Jefferson en las monumentales bibliotecas
de las universidades de Columbia (1893) y Nueva York (1896), ambas en
Nueva York. Una vez más, la forma atemporal del Panteón ponía de relieve
el vigor de la tradición humanista trasladada de la Europa clásica al Nuevo
Mundo. Sir Edwin Lutyens apeló a la misma temática a la hora de realizar
la Durbar Hall, o sala del trono, en la Viceroy’s House de Nueva Delhi
(1912-1931). Algunos años más tarde el Panteón reaparecería de la mano de
John Russell Pope, que lo empleó como matriz del Jefferson Memorial en
Washington, DC (1934-1943) (lámina XXVI), en donde el orden jónico del
pórtico se extiende alrededor del edificio circular, a la manera de la Ópera
de París, obra de Boullée. Ironías-de la historia, en los mismos años en que
Pope se servía del Panteón para expresar la actitud democrática de Jeffer­
son, Albert Speer proponía en Berlín una versión del mismo a escala toda­
vía superior. Speer planeaba reconstruir en 1937-1943 la Gran Cancillería
—en el corazón de la capital— y otorgarle dimensiones colosales, que sim­
bolizaran los valores eternos del Tercer Reich.

L a VILLA Y LA CIUDAD

Vitrubio apenas dejó nada escrito sobre la villa. Por eso, antes de las ex­
cavaciones en Herculano y Pompeya a mediados del siglo xvm, lo único que
se sabía acerca de este atractivo y decisivo edificio provenía de los restos de
la villa Adriana en Tívoli y de las descripciones literarias, en particular las
de Plinio el Joven en sus cartas. La villa Adriana, construida entre 118 y 134
d.C., ocupa un lugar de privilegio entre las villas antiguas por su grandeza y
esplendor. Su trazado aparentemente fantástico o descuidado acogía edificios
dispares —algunos de ellos auténticas obras maestras del diseño curvilí­
neo— conectados entre sí por columnatas, estanques, canales y fuentes que
formaban una suerte de museo de escultura al aire libre. Diversas partes del
vasto complejo recibieron el nombre de lugares y monumentos célebres que
Adriano había visitado durante sus viajes por todo el imperio. Desde el pri­
mer Renacimiento, arquitectos, arqueólogos, viajeros y coleccionistas se han
sentido atraídos por la villa Adriana.
Las dos villas de Plinio, aunque de proporciones más modestas que la
villa Adriana, compartieron algunas características con ésta. Han represen­
tado, asimismo, una rica fuente de inspiración para los arquitectos en ejer­
cicio desde finales del siglo v hasta nuestros días. De hecho, la villa Lau­
rentina de Plinio ocupa un lugar especial en la historia de la arquitectura
debido a las numerosas reproducciones motivadas por las sugerentes y de­
talladas descripciones que de ella realizó su propietario. Giuliano da Sanga-
11o efectuó la primera tentativa de reproducir este delicioso género de villa
suburbana, retiro de la vida pública, con la villa Médicis en Poggio a Caia-
no, cerca de Florencia (1480-1485). Su elegante pórtico a la entrada —pro­
bablemente el primero en una vivienda moderna— semejaba el frontis de un
templo en miniatura. La sala principal, de dos plantas y bóveda de cañón,
era una variante del oecus o sala egipcia de Vitrubio, configurada' según los
principios de la arquitectura termal, y supuso otra innovación en el diseño
de la villa.
A los ojos de la generación que siguió a Sangallo —Alberti, Bramante
y sus discípulos— Plinio representaba la quintaesencia del humanismo. Ela­
boró una sugerente imagen del placer que la arquitectura es capaz de pro­
porcionar en su relación con el sonido, la vista, el olfato, la temperatura, los
colores, el agua y la vegetación. Pero al mismo tiempo, la descripción de
Plinio era lo suficientemente imprecisa como para dar rienda suelta a la
imaginación de los incontables arquitectos que en el curso de los siglos se
propusieron reconstruir la villa. Con todo, cuando el papa Julio II mandó
construir el patio del Belvedere, teatro y jardín que unía el Vaticano con la
modesta villa del Belvedere (1485-1487) del papa Inocencio VIII, se basó
primeramente en el jardín del palacio de Domiciano en el Palatinado —que
a la sazón se hallaba en mejor estado de conservación que ahora— y en el
santuario de Fortuna en Palestrina. Bramante creó un complejo de jardines,
galerías, logias y fuentes a distintos niveles, así como un teatro, original res­
puesta a las descripciones de la villa de Plinio y sin duda también a las rui­
nas de la villa Adriana.
En 1519 Rafael, que había sido nombrado superintendente de las Anti­
güedades Romanas cuatro años antes por el papa León X, envió una carta al
pontífice en la que se lamentaba por la destrucción de edificios romanos, e
instaba a que se tomaran medidas para que éstos «recuperen su estado pri­
mitivo, para lo cual será necesario rehacer las partes completamente des­
truidas». Poco se hizo en esa dirección, a pesar de los múltiples proyectos
de arquitectos como Pirro Ligorio, Antonio y Giuliano da Sangallo. En cam­
bio, su llamamiento sí obtuvo respuesta en la villa Madama, cerca de Roma,
iniciada aproximadamente en 1516 a partir de sus proyectos para el futuro
papa Clemente VE.
Alineada en tomo a un patio circular, con una columnata que sólo se
completó a medias, la villa Madama reflejaba el afán de Rafael por descu­
brir el secreto de las villas antiguas. Probablemente estuviera inspirada en
la descripción imprecisa de un patio de la villa de Plinio, de la que Rafael
realizó, a su vez, otra descripción. De otro lado, cabe señalar que hallamos
la misma disposición en el teatro marítimo de la villa Adriana, que Rafael
visitó en 1516. La villa Madama fue pensada para contener estancias agru­
padas y orientadas hacia distintos puntos para cada estación del año, una
idea anunciada ya por Vitrubio y Plinio el Joven. El jardín con forma de
hipódromo también provenía de Plinio, en tanto que la logia principal, abo­
vedada y absidal, fue decorada por los discípulos de Rafael con trabajo en
estuco policromado a semejanza de las bóvedas descubiertas hacía poco
en la casa dorada de Nerón y en las llamadas Termas de Tito. Pinturicchio
ya se había servido de éstas en la década de 1480 cuando decoró la villa
del Belvedere del papa Inocencio VIII.
La villa d’Este y sus jardines, en Tívoli, construidos en 1550-1572 a
partir de los planos de Pirro Ligorio, pueden considerarse otra variación so­
bre el tema de la villa Adriana. Ligorio se hallaba en esos años llevando a
cabo excavaciones en la villa Adriana, de la que realizó tres descripciones
y un plano completo. En 1557 fue nombrado arquitecto del palacio Vatica­
no. Su obra maestra es el casino de Pío IV (1558-1563) (lámina XXVII) en
los jardines del palacio. Dedicado al antiguo concepto de otium o reposo
contemplativo en un entorno bucólico, el casino de Pío IV ha sido definido
como «la más perfecta reproducción de un clásico retiro estival», y es posi­
ble que recoja algo de la llamada isla ninfeo en la villa Adriana. Se compo­
ne de cuatro edificios pequeños, emplazados en una ladera alrededor de un
patio ovalado semejante al de la villa Laurentina de Plinio. No olvidemos,
sin embargo, que Ligorio, al reconstruir el principal edificio de la Piazza
d’Oro de la viña Adriana, le dio forma ovalada, si bien a la luz de excava­
ciones posteriores se ha demostrado que se trata de una cruz griega con lí­
neas curvas.
Entre la sucesión de villas inspiradas en Plinio surgidas del círculo de
Rafael y Ligorio, cuyo distintivo son los patios ovalados o hemiciclos, se en­
cuentran la villa Famesina en Roma (1509-1511) y la villa Trivulziana en Sa­
lona (1525), ambas de Baltasar Peruzzi; el palacio inacabado de la Alham­
bra, de Granada (1527-1568), a cargo de Pedro Machuca, con un atrio circu­
lar rodeado de columnas inspirado en la villa Madama; la villa Giulia en
Roma (1551-1555), realizada por Giacomo Vignola; así como la villa Godi,
Lonedo (c. 1538-1542) y la villa Barbaro, Maser (c. 1555-1559), de Palladio.
Vincenzo Scamozzi, discípulo de Palladio, elaboró una nueva imagen en su
Idea dell’architettura universale (1615), al publicar por vez primera una
reproducción detallada del plano y de los alzados de la villa Laurentina de
Plinio. Ésta se articulaba en tomo a un gran patio circular limitado por co­
lumnas, que sirvió de modelo a los proyectos que trazó Iñigo Jones para el
Whitehall Palace (c. 1638), y a dos reproducciones posteriores: Les plans
et les descriptions de deux des plus belles maisons de campagne de Pline le
Consul (Pans, 1699), de Jean-François Félibien, y Delle ville di Plinio il
Giovane (Roma, 1796), de Pedro Márquez.
Resulta interesante observar cómo cada arquitecto ha interpretado la villa
de Plinio según el estilo que cultivara. Así, los alzados de Scamozzi reflejan
un estilo palladiano riguroso y manierista, en tanto que el diseño simétrico de
Félibien era más francés que romano, e incluso contenía extensos jardines con
parterres de broderie franceses. Robert Castell emplea la misma lógica en una
de las más sugerentes reproducciones de las villas de Plinio, aparecida en
1728 en Villas o f the Ancients Illustrated (Londres), libro dedicado a lord Bur­
lington. Castell, que en 1730 realizó la primera versión inglesa de la obra de
Vitrubio, presumiblemente debía sentir gran atracción por el nuevo jardín in­
glés irregular, cuyo ejemplo temprano se encuentra en la villa de Chiswick,
construida por lord Burlington en esa época. De ahí que incluyera un jardín
de este tipo en su reproducción de la villa Laurentina de Plinio, con la volun­
tad de legitimar la nueva orientación mediante un precedente supuestamente
clásico. No contaba para ello con más evidencias que los comentarios de Pli­
nio acerca de los escenarios naturales que podían ¿visarse desde la villa. Los
terratenientes británicos del siglo xvm veían en Plinio un modelo digno de
imitar en cuanto que erudito, terrateniente y aldeano que, retirado de la vida
pública, se consagró a sus bienes, biblioteca y jardín. Fue precisamente esta
imagen la que guió a Thomas Jefferson en el diseño de su propia villa en
Monticello, Virginia, en 1771 y 1793-1809.
En 1760, el tratadista alemán neoclásico Friedrich-August Krubsacius
publicó una reproducción de Ia villa de Plinio. El gran arquitecto Karl Frie­
drich Schinkel se interesó por el edificio durante su viaje por Italia en 1803-
1804, mientras realizaba proyectos para una villa ideal en Siracusa. Este
tema captó la atención del príncipe heredero Federico-Guillermo, futuro rey
de Prusia desde 1840 hasta 1858 y protector de Schinkel, que en 1826 cons­
truyó para aquél una encantadora villa neoclásica, el Schloss Charlottenhof
en Sanssouci. Schinkel se sirvió de reproducciones de la villa de Plinio he­
chas en 1828-1835 con la ayuda de los comentarios sobre Plinio de su viejo
maestro Alois Hirt en Geschichte der Baukunst bei den Alten (1827). El Ar­
chitektonisches Album (Potsdam, 1841), colección de trece litografías, reco­
ge los hermosos proyectos de Schinkel de edificios austeros aunque asimé­
tricos, de aire más griego que romano. A esas alturas, Federico-Guillermo
había abrazado la idea de erigir una versión de la villa de Plinio en el terre­
no de Schloss Charlottenhof. Aunque no se llevó a cabo, la idea se plasmó
en el conjunto pintoresco, compuesto por la casa del jardinero, el pabellón de
té y las termas romanas y construido por Schinkel y Persius en 1829-1837.
En Baviera, el príncipe heredero Luis, que reinaría desde 1825 hasta
1848 como Luis I, se mostraba aún más liberal con la estética ecléctica del
arquitecto Leo von Klenze. Ya señalamos en el apartado anterior el prurito
del rey bávaro de erigir un monumento que expresara el patriotismo alemán.
Luis también sentía afán por crear en suelo alemán «la réplica de un edificio
romano con todas sus dependencias». En una visita a Nápoles y Pompeya en
1839 con fines formativos, Friedrich von Gärtner tomó la casa romana de
Cástor y Pólux en Pompeya como modelo de la casa pompeyana que realizó
en 1842-1848 para Luis I en Aschaffenburg. Con su torre belvedere, su tri­
clinio dórico abierto y los interiores abundantemente decorados, este edificio
colmó las aspiraciones de generaciones de admiradores de Plinio. Sin lugar
a dudas, se ceñía más al original que la casa pompeyana construida en París
por Alfred Norman para el príncipe Jerónimo Napoleón en 1854-1859.
Wilhelm Stier, discípulo de Schinkel, dibujó una reproducción de la villa
de Plinio en el estilo neorrenacentista extendido a la sazón en Alemania, apa­
recida postumamente en Architektonische Erfindungen von Wilhelm Stier
(Berlin, 1867). Peter Behrens, por su parte, realizó en la casa Wiegand, en
Berlin-Dahlem (1911-1912), una versión neoantigua más erudita. Su patrón,
Theodor Wiegand, era arqueólogo y había participado en las excavaciones de
arquitectura doméstica en Priene, Mileto y Samos, en tanto que el propio
Behrens había estudiado edificios helenísticos en Priene, Delos y Pompeya
en 1904. Puede verse la casa Wiegand como un homenaje a Schinkel, que
por aquel entonces era recuperado como símbolo nacionalista de un clasicis­
mo alemán renovado, si bien es cierto que el clasicismo austero de Behrens
también era característico del nuevo papel que se atribuyó a los órdenes con
la llegada del siglo xx.
La más completa de las reproducciones de una villa antigua construida
hasta el momento, el J. Paul Getty Museum, en Malibú, California (1970-
1975) (lámina XXVIII), se debe a la prosperidad del petróleo norteamerica­
no y demuestra la extraordinaria capacidad de adaptación de la arquitectura
romana. De lá colaboración eníre Langdon, Wilson y Genter, junto con el
asesoramiento arqueológico de Norman Neuerberg, nació un edificio suntuo­
so y genuino, inspirado en la villa de los papiros en Herculano, pero que con­
tiene complementos modernos, incluido un aparcamiento subterráneo. En
1982 se expusieron las reproducciones que de la villa Laurentina de Plinio se
han hecho en distintas épocas, entre las que cabe destacar la obra de Léon
Krier. Esta semejaba una ciudad dispersa y reflejaba las preocupaciones ur­
banísticas del arquitecto, que ya quedaron patentes de forma no menos sor­
prendente en el proyecto de 1987 para una nueva ciudad en Tenerife, llama­
da Atlantis (lámina XXIX). Una vez más, Plinio ha inspirado y legitimado
los proyectos de un arquitecto en ejercicio.
La villa de principios del siglo iv, situada cerca de Piazza Armerina, en
Sicilia, de grandes dimensiones y estructura compleja, dinámica y extensa,
puede considerarse un compendio de la proyección urbanística romana en la
arquitectura doméstica. Que las excavaciones de esta importante residencia
concebida como una ciudad no se iniciaran hasta una fecha tan reciente
como es c. 1950 indica cuánto nos queda aún por descubrir de la arquitec­
tura romana. Mejor dicho, por redescubrir, puesto que nos movemos por tie­
rra consagrada, avanzando sobre pisadas previas. Así lo demuestra Alberti,
excepcional intérprete del legado arquitectónico romano, que en su De re
aedificatoria (1485) definió la casa como una ciudad en pequeño: «Si, de
acuerdo con la opinión de los filósofos —argumentaba el artista— una ciu­
dad no es sino una gran casa, y una casa, a su vez, es una ciudad pequeña;
entonces, ¿por qué no afirmar que los elementos que componen la casa, ta­
les como el patio, el vestíbulo, el salón, el pórtico y otros, son otras tantas
casas pequeñas?».
El entramado arquitectónico sobre el que los romanos articularon la vida
urbana era más complejo que ninguno de los de culturas anteriores. Por tan­
to, la imagen urbana constituye, en términos generales, uno de los principa­
les legados de la Roma antigua. La concepción de Roma como expresión
santificada de la ciudad arquetípica ha tenido mucho peso a lo largo de la
historia. Tampoco debemos despreciar la herencia romana en la arqueología
de ciudades europeas como Londres y París. No obstante, la proyección ur­
banística romana ha tenido escasa influencia en la arquitectura posterior a la
Antigüedad. En parte, ello se debe a que no fue del todo comprendida hasta
el siglo XX.
En Roma mismamente, el legado de la arquitectura romana estuvo mar­
cado por la decadencia de la ciudad como consecuencia del traslado de la
sede pontificia a Aviñón de 1305 a 1378 y por el cisma de Occidente (1378-
1417). Cuando finalmente el papado retornó a Roma en 1420, la restaura­
ción de Roma era cuestión urgente. Eugenio IV (1431-1447) hizo reparar la
cúpula del Panteón, acabó con las tiendas y barracas del antepatio y pavi­
mentó la plaza. Pero no sólo se le devolvió su primitivo aspecto al único
monumento intacto de la antigua ciudad: también se hicieron nuevas calles,
sobre todo en las inmediaciones de la Piazza di Ponte Sant Angelo. De este
modo resucitaban los diseños urbanísticos de la Roma antigua, lo cual ocu­
rrió a la par con la destrucción de monumentos antiguos orientada a obtener
material para edificios nuevos.
En la década de 1580 Sixto V prosiguió con la proyección de nuevas ca­
lles en sentido radial. Las rectas y largas avenidas salpicadas de obeliscos y
de fuentes crearon una imagen urbanística muy imitada en las ciudades
europeas hasta bien entrado el siglo xix, pero poco teman que ver con las
técnicas romanas. MacDonald ha mostrado que las ciudades o poblaciones
romanas se extendían alrededor de un «núcleo de arterias y plazas clara­
mente delineado» y construido gradualmente, al que denomina «armazón».
Ello «permitía atravesar la ciudad ininterrumpidamente de un extremo a
otro y proporcionaba rápido acceso a los principales edificios públicos»
(The Architecture o f the Roman Empire, II, p. 3). Dado que la arquitectura
romana se caracterizaba por el enlace funcional y simbólico de los edificios,
empleaba en lo esencial un sistema de amalgama en el que abundan arcos,
exedras, ninfeos, amplios tramos de escalera, fuentes y sobre todo colum­
natas y peristilos. Creemos que aún queda bastante por aprender de todo
ello. No había dos armazones idénticos, y la idea de que la proyección ro­
mana era monótona, repetitiva y en exceso simétrica se debe a una inter­
pretación equivocada de los arquitectos de los siglos xvm y xix.

T e m p l o s y s a n t u a r io s

La basílica romana se adoptó sin reservas como modelo para las iglesias
cristianas. De ahí que, dejando de lado el Panteón, los templos romanos, con
sus asociaciones paganas, no tuvieran repercusión en la planificación ecle­
siástica hasta el siglo xvm. Es significativo que en Italia no llegaran a em­
plearse nunca. La idea de basarse en un templo romano para construir una
iglesia surgió en el seno del movimiento neopalladiano en Gran Bretaña. En
1712, Colen Campbell presentó al Church Building Commissioners una se­
rie de proyectos para iglesias anglicanas, que contenía, de forma inusual,
templos perípteros a escala natural. No obstante, estos proyectos —reacción
contra el lenguaje de la arquitectura barroca— no llegaron a ejecutarse, y el
primer templo romano en Gran Bretaña fue, característicamente, un edificio
con jardín. Me estoy refiriendo al templo de la Concordia en Stowe, Buc­
kinghamshire, iniciado en 1748 como el «templo griego», probablemente a
partir de los planos de Richard Grenville, el futuro lord Temple.
Los demócratas norteamericanos siguieron los pasos de los terratenien­
tes británicos. Tras el templo en Stowe, Jefferson levantó el State Capitolen
Richmond, Virginia (1785) (lámina XXX), inspirado en la Maison Carrée de
Nîmes. A continuación, Vignon creó en la Francia napoleónica un edificio
al que llamó templo militar de la Gloria. Éste presentaba gran similitud con
el templo de Zeus olímpico en Atenas. A partir de 1842 se le identificó
como la iglesia de la Magdalena en París.
El templo circular de Vesta o- Hércules Víctor en Roma y el templo de
«Vesta» de características similares que se encuentra en Tívoli, ambos
bastante bien conservados, inspiraron numerosos edificios posteriores,
pero, como cabe esperar, pocas iglesias. El Tempietto en San Pietro in
Montorio, Roma (1502), construido por Bramante, constituye una notable
excepción. Esta rotonda períptera con cúpula reflejaba deliberadamente la
estructura central de los primeros^martirios cristianos erigidos para seña­
lar los lugares santos. Palladio siguió el ejemplo de Serlio y lo incluyó en­
tre los «templos antiguos» en el último volumen - de su Quattro libri
dell’architeîtura (1570)*·.argumentando que «puesto que Bramante fue el
primero en sacar a luz arquitectura bella y de calidad que había permane­
cido oculta desde la Antigüedad, me parece que hay suficientes razones
para que sus obras ocupen un lugar entre las antiguas». En el mismo vo­
lumen Palladio hacía una descripción del templo de «Vesta» en Tívoli.
Un siglo más tarde, Perrault presentaba en su edición de Vitrubio planos
de edificios monopteros que reflejaban la forma en que los arquitectos mo­
dernos adaptaban el templo de Tívoli. En Gran Bretaña, Nicholas Hawks­
moor posiblemente tuviera en mente los sorprendentes dibujos de Perrault
cuando planeó en 1729 el monumental mausoleo en Castle Howard, aunque
éste contenía asimismo referencias al Tempietto de Bramante y a la tumba
de Cecilia Metella en la vía Apia de Roma. A la majestuosa obra de Hawks­
moor siguió una serie más modesta de edificios con jardín, empezando por
el Temple of Ancient Virtue en Stowe (c. 1732), obra de William Kent. Las
asociaciones no resultaban del todo inapropiadas si se tiene en cuenta que
el templo en Tívoli había sido ya en la Antigüedad una especie de jardín de­
corado.
El santuario de Fortuna Primigenia, construido sobre una ladera de Prae­
neste, la moderna Palestrina, a unos cincuenta kilómetros al este de Roma,
era uno de los monumentos clásicos —probablemente del siglo π a.C.— más
originales y misteriosos. Vitrubio prescindió de él por tratarse de un edificio
extremadamente revolucionario para su época. Combinaba de forma audaz
hormigón, travertino, mármol, toba y estuco, formando una composición tur­
badora que incluía un grupo de siete galerías. Estas estaban conectadas entre
sí por medio de escaleras —una de ellas con una elaborada doble rampa—
que culminaban en un teatro coronado primero por un doble pórtico semicir­
cular y después por un templo circular.
Tal vez los restos del templo de Palestrina se atisbaran después de 1505
en el patio del Belvedere de Bramante en el Vaticano, como ya señalamos
con anterioridad. No cabe duda de que fascinaron al arqueólogo y arqui­
tecto Pirro Ligorio, que en la década de 1540 proyectó reproducciones del
templo. Pronto replicaría Palladio con fantásticos diseños de monumentos
de varios niveles, a todas luces reproducciones del de Palestrina, pero que
contenían igualmente elementos del Panteón y del teatro romano en Vero-
ña. Estas composiciones visionarias para edificios elevados que culminan
en un punto central anticipan las invenciones fabulosas de Juvarra, Pirane­
si y sus sucesores en el siglo xvm. Palladio las relacionaba en su imagina­
ción con su villa Rotonda, cerca de Vicenza (1550), y con proyectos no
realizados como la villa Mocenigo a orillas del Brenta o la villa Trissino en
Meledo. El artista barroco Pietro da Cortona retomó el interés de Palladio
por el templo de Palestrina, del que proyectó una reproducción en 1636. La
villa Sacchetti del Pigneto, cerca de Roma, emplazada en una ladera y a la
que se accedía por una serie de rampas y galerías, refleja sus preocupacio­
nes. Unos siglos más tarde, los edificios de la Unión (1910-1912) que sir
Herbert Baker construyó en Pretoria, Suráfrica, creaban un paisaje escalo­
nado similar, si bien estaban presididos por una gran columnata semicircu­
lar insinuada por una depresión cóncava en la plataforma rocosa (lámi­
na XXXI).

«POST SCRIPTUM»

Al inicio del capítulo señalábamos el nacimiento de lo que ha dado en


llamarse posmodemismo en la arquitectura contemporánea. Este retomo al
pluralismo o eclecticismo ha traído consigo la aparición de las formas de la
arquitectura clásica, que antes de 1970 parecían haber sido enterradas para
siempre por los arquitectos. Desde entonces, la tradición que hemos esboza­
do en estas páginas, desaparecida temporalmente durante el periodo de en-
treguerras, ha revivido parcialmente. Desde luego, la tradición clásica no se
mantiene igual que antes, pues tras el triunfo del movimiento moderno ico­
noclasta dejó de representar la norma.
El proceso de redescubrimiento y reinterpretación del legado romano
—siempre fluctuante— se interrumpió durante la Ilustración, para dejar
paso a dos mitos contrapuestos aunque relacionados: el mito del salvaje no­
ble y el mito de Grecia. Aunque hasta finales del siglo xvm se supo muy
poco sobre la arquitectura griega, la búsqueda de los principios elementa­
les que caracterizó los escritos teóricos de ese siglo dio pie, por un lado, al
nacimiento de una imagen idealizada o rousseauniana de la naturaleza, y,
por otro, a la ponderación de la creencia vitrubiana en la pureza intemporal
de la arquitectura griega. La nueva doctrina tildaba de degradados a los ar­
quitectos romanos por apartarse de la perfección arquetípica de los griegos,
y en particular porque empleaban los órdenes más para fines decorativos que
funcionales.
Esta actitud quedó plasmada en el influyente Essay sur ¡’architecture
(1753), del abad Laugier, que propugnaba una arquitectura auténtica que hi­
ciera desaparecer todo elemento decorativo o innecesario, como pilastras e
incluso muros, para ceder su lugar a columnas separadas y diseñadas para so­
portar mucho peso, sobre las que descansaran vigas horizontales y frontones.
Laugier exhortaba al arquitecto a que tuviera siempre presente el modelo de
choza primitiva, donde en opinión de Vitrubio se hallaban los orígenes de la
arquitectura. Los seguidores de Laugier insinuaban que la arquitectura grie­
ga había permanecido fiel a los principios estructurales de la choza primiti­
va, en tanto que la arquitectura de los romanos y la moderna procedían de
forma deshonesta y adulterada.
Paralelamente, Winckelmann difundía un mito igual de idealista sobre la
antigua cultura griega, que partía del supuesto de que sólo un pueblo noble
y bello era capaz de producir un arte armonioso y sublime. En realidad,
Winckelmann no había visitado Grecia ni había contemplado demasiado arte
griego original. Análogamente, los discípulos de Laugier defendieron en el
siglo XIX una visión de la arquitectura griega que ignoraba la presencia de
elementos presuntamente romanos —por ejemplo, el muro macizo moldeado
y las columnas adosadas— en edificios como el templo de Apolo en Bassae,
el Erecteion y el templo de Zeus Olímpico en Agrigento.
Lo curioso del caso es que esta aproximación deslustrada a los logros ro­
manos, que en el fondo no es sino un producto secundario del pensamiento
ilustrado del siglo xvm, haya sobrevivido durante tanto tiempo. Ello se ex­
plica, en parte, por el impulso adicional que recibió de las doctrinas mecani-
cistas del movimiento moderno, que teman mucho en común con las de Lau­
gier. De esta manera, encaja bien con el discurso de Le Corbusier comparar
el diseño del Partenón con el del automóvil moderno.
En la actualidad —en plena era posmodema— el clasicismo resulta más
que nunca controvertido, provocativo y experimental. Se están dando un
sinfín de nuevas interpretaciones, pero parece ser que no se recurre directa­
mente a los modelos antiguos, excepción hecha del J. Paul Getty Museum
en Malibú. En cambio, las referencias clásicas se emplean a veces para dar­
le un toque colorista, extravagante o retórico a edificios de carácter básica­
mente moderno, como sucede con los trabajos de Robert Venturi, Robert
Graves, Charles Moore, Philip Johnson y Robert Stem en Estados Unidos;
o de Terry Farrell y Piers Gough en Gran Bretaña. En algunos casos, como
en los de Quinlan Terry, Francis Johnson y John Simpson en Gran Bretaña
o de Allan Greenberg en Estados Unidos, nos hallamos ante un resurgir to­
tal de los estilos del siglo xvm, mientras que otros arquitectos, en particular
Demetri Porphyrios, persiguen un retomo más austero a los principios por
la vía de un clasicismo autóctono.
La cuestión central de la arquitectura contemporánea se ha situado —igual
que ya hiciera Alberti en el siglo xv— en el terreno de la remodelación urba­
nística, que hasta el momento no ha acertado a proporcionar un entorno hu­
mano. En este contexto, Léon Krier y John Simpson presentaron en 1987 sen­
dos programas rigurosamente neoclásicos para reconstruir grandes áreas del
centro de Londres, concretamente en Spitalfields y el Paternoster Square, jun­
to a la catedral de San Pablo, respectivamente. En 1988 se exhibió en públi­
co un modelo del proyecto de Simpson en la cripta de la catedral de San Pa-
blo, en competencia con cinco proyectos «modernos» para la misma zona. El
público asistente, animado por los organizadores, discutió acaloradamente so­
bre el proyecto de Simpson con un representante de éste. En definitiva, el le­
gado de la arquitectura romana proporcionó, una vez más, un sabroso tema de
debate.

B ibl io g r a f ía

La excelente obra de J. Summerson, The Classical Language of Architecture,


Londres, 1980, edición revisada, ofrece una breve introducción al tema que ha sido
desplazada en parte por J. Onians, Bearers of Meaning: The Classical Orders in An­
tiquity, the Middle Ages, and the Renaissance, Princeton, 1988. El libro de G. Scott,
The Architecture of Humanism, Londres, 1914, nueva edición con prefacio de
D. Watkin, Londres, 1980, es un estudio sobre la estética del clasicismo muy bien es­
crito. Entre las interpretaciones más recientes se incluyen: R. Scruton, The Aesthetics
o f Architecture, Londres, 1979; A. Tzonis y L. Lefaivre, Classical Architecture: The
Poetics o f Order, Cambridge, Mass., y Londres, 1986; y G. Hersey, The Lost Meaning
of Classical Architecture: Speculations on Ornament from Vitruvius to Venturi, Cam­
bridge, Mass., y Londres, 1988. Para un examen general de la arquitectura desde la
Antigüedad hasta nuestros días que centra su atención en la herencia clásica, véase
D. Watkin, A History o f Western Architecture, Londres, 1986.
Los principales estudios en lengua inglesa sobre la arquitectura de la Roma anti­
gua en general son: A. Boethius, Etruscan and Early Roman Architecture, Har-
mondsworth, 1978% J. B. Ward-Perkins, Roman Imperial Architecture, Harmond-
sworth, 19812; así como W. L. MacDonald, The Architecture o f the Roman Empire,
I: An Introductory Study, New Haven y Londres, 1982, ed. revisada, y II: An Urban
Reappraisal, New Haven y Londres, 1986.
Los siguientes títulos contienen interesantes estudios sobre temas específicos y
edificios concretos de la Antigüedad: A. Boethius, The Golden House of Nero: As­
pects of Roman Architecture, Ann Arbor, 1960; W. L. MacDonald, The Pantheon:
Design, Meaning, and Progeny, Londres, 1976; M. T. Boatwright, Hadrian and the
City o f Rome, Princeton, 1987; E. Nash, Pictorial Dictionary o f Ancient Rome, Lon­
dres, 1968, 2 vols., ed. revisada; A. G. McKay, Houses. Villas and Palaces in the
Roman World, Londres, 1975; T. Kraus y L. von Matt, Pompeii and Herculaneum,
Nueva York, 1975; M. Lyttelton, Baroque Architecture in Classical Antiquity, Lon­
dres, 1974; E. Baldwin Smith, The Architectural Symbolism of Imperial Rome and
the Middle Ages, Princeton, 1956; y O. J. Brendel, Prolegomena to the Study o f Ro­
man Art, New Haven y Londres, 1979.
J. J. Pollitt, The Art of Rome c. 753 BÇ-AD 337: Some Sources and Documents,
Englewood Cliffs, N. J., 1966, incluye algunos textos valiosos, pero el documento
suelto más importante es De architectura libri decem de Vitrubio. Las ediciones mo­
dernas más representativas de Vitrubio corren a cargo de M. H. Morgan, Cambridge,
Mass., 1914; nueva edición, Nueva York, 1960, y F. Granger, Harvard University
Press, 1945 y 1970, 2 vols., con el texto en latín. [En castellano, véase la edición fac­
símil Los diez libros de arquitectura, Altafulla, Barcelona, 1987.] Las primeras tra­
ducciones ilustradas se deben a Cesare Cesariano, Como, 1521; ed. facsímil, Londres,
1968, y Daniele Barbaro, Venecia, 1556, con ilustraciones de Palladio grabadas en
madera. La edición que Claude Perrault hizo de Vitrubio, París, 1673; versión inglesa,
Londres, 1692, 1703, etc., es indispensable para comprender el clasicismo francés, al
igual que su Ordonnance des cinq espèces de colonnes selon la méthode des an­
ciens, Paris, 1683, trad. ing. de J. James, Londres, 1708.
Entre los grandes-tratados del Renacimiento influidos por Vitrubio, cabe desta­
car los de Alberii-(Florencia, 1485), Serlio (Venecia, 1537 en adelante), y Palladio
(Venecia, 1570). Existen las siguientes ediciones inglesas de estas obras: Alberti,
On the Art o f Building in Ten-Books, trad, por J. Rykwert, N. Leach, R. Tavemor,
Cambridge, Mass., y Londres, 1988; Serlio, The Five Books o f Architecture, trad.
Londres, 1611; nueva edición, Nueva York, 1982; y Palladio, The Four Books of
Architecture, trad, de I. Ware, Londres, 1738, nueva ed. con prefacio de A. Placzek
Nueva York, 1965. [En castellano, véase la edición facsímil Los cuatro libros de
arquitectura, Altafulla, Barcelona, 1987.] R. Weiss, The Renaissance Discovery of
Classical Antiquity, Oxford, 1969, contribuye al conocimiento de este periodo.
El estudio fundamental sobre la teoría clásica en la Italia renacentista es R. Witt-
kower, Architectural Principles in the Age o f Humanism, Londres, 1988, ed. revi­
sada. D. Wiebenson reúne una serie de textos clave en Architectural Theory and
Practice from Alberti to Ledoux, Chicago, 1982; mientras que La Laurentine et l ’in­
vention de la villa romaine, Institut Français d’Architecture, Paris, 1982, ofrece un
examen novedoso y erudito de la influencia de un edificio antiguo a través de los
tiempos. The Age of Neo-Classicism, catálogo de exposición editado por el Consejo
de Europa, Londres, 1972, contiene mucha información provechosa sobre el si­
glo xvm y los inicios del x d í . Para el siglo xx, véase R. Stem, Modem Classicism,
Nueva York, 1988; así como A. Papadakis y H. Watson, eds.. New Classicism: Om­
nibus Volume, Londres, 1990.
Rebecca Posner
XTTT. EL LENGUAJE

Escribir sobre el legado de Roma y de su lengua, el latín, a las lenguas


modernas de Europa puede parecer un proyecto excesivamente limitado y, a
la vez, muy ambicioso. Pero algunas de estas lenguas, como el inglés, el cas­
tellano, el portugués y el francés, tienen más hablantes fuera de Europa que
en ella, mientras que hay lenguas europeas que han recibido una mayor in­
fluencia del griego que del latín. El legado más importante del latín está con­
centrado en Europa occidental y en los países por ella colonizados, y en ellos
fijaré mi atención en este capítulo.
Un legado es dejado como tal después de la muerte. En consecuencia, ca­
bría preguntarse si el latín ha muerto o si sigue vivo. Un idioma sólo muere
cuando mueren sus transmisores o cuando éstos adoptan otra lengua. Por lo
tanto, podríamos afirmar que actualmente el latín sigue vivo en las lenguas
romances (o neolatinas), transmitido —en algunos sentidos como un lega­
do— de generación en generación al margen de la discontinuidad caracterís­
tica de la historia de cada individuo. Decir que el latín es una lengua muer­
ta no implica extinción sino estabilidad e incluso inmutabilidad; desde este
punto de vista el latín es, principalmente, un corpus compacto de textos ve­
nerados e invariables. Siguiendo la versión más generalizada, fue la variedad
del «alto» latín —la lengua para el ritual religioso y el debate intelectual—
la utilizada durante muchos siglos en una Europa occidental «diglósica», en
el sentido que había dos lenguas, cada una para un ámbito social concreto.
Las lenguas vernáculas estaban más restringidas al ámbito doméstico y a la
literatura «romance», cuyo nombre deriva del lenguaje cotidiano en el que se
expresaba. Sólo a una elite le estaba reservado el uso, creativo y vivaz, de la
variedad «muerta» del latín, y aun así debía rendir culto al uso impuesto por
la Edad del Oro. Esta actitud, que nos es tan familiar, nos impide considerar
también el latín como la lengua vernácula utilizada por el pueblo inculto de
Roma en su habla cotidiana.
Algunos estudiosos niegan que el latín, tal y como hoy lo conocemos, hu-
biese sido una lengua popular, puesto que afirman que tanto el vocabulario
como la gramática y la pronunciación del lenguaje literario habían recibido
una profunda influencia del griego, por lo cual tenía que estar necesariamen­
te diferenciado del idioma natural de Roma. En el lenguaje poético, por ejem­
plo, se valían de un sistema de acentuación tonal y musical, muy parecido al
del griego clásico, mientras que el lenguaje de la calle probablemente sólo te­
nía un sistema de acentuación como el que tienen actualmente las lenguas ro­
mánicas (y el griego moderno). El verso se media en el latín clásico con­
tando el número de vocales y sñabas, si bien se debía pronunciar con acento
tónico. El verso satumiano en latín de la primera época parece ajustarse ex­
clusivamente, al igual que la poesía cristiana en lengua latina, al ritmo. Se sue­
le afirmar que las distinciones en la cantidad de las vocales incluían diferen­
ciaciones de calidad —es decir, las vocales largas se pronunciarían mediante
articulaciones más tensas y cerradas que las vocales breves— y que el uso no
culto omitía las distinciones superfluas de cantidad, que desaparecieron de
muchas lenguas romances (la ï y la Ë se llegaron a confundir con la e, mien­
tras que la ü y la ö con la o). Aun así, nos consta que tanto las versiones bre­
ves como las largas de la misma vocal ortográfica, tenían una calidad lo bas­
tante similar como para que sonaran como una misma vocal. En el caso de los
préstamos que el vascuence tomó del latín, por ejemplo, se observa cómo las
vocales breves y las largas reciben el mismo tratamiento: por ejemplo, lI num
‘lino’ y (p íx ) PÏCEM 'pez, brea’, son en vascuence liñu y pike; se m e n ‘semilla’
y f e s t a ‘fiesta’ son seme y besta. Los dialectos sardos «neolatinos» también
fusionan las vocales breves con las largas: d ü r u s ‘duro’ y bü cc a ‘mejilla in­
flada’, que después significa ‘boca’, se convierten en duru y bukka\ sol (em )
‘sol’ y BÖNUS ‘bueno’ son soli y bonu; u r t ic a ‘ortiga’ y ( p íx ) píc e m ‘pez,
brea’ son urtika y pike. La no diferenciación de ï e I y de ü y 0 en los dialec­
tos sardos ha pasado a considerarse como rasgo arcaico de los mismos. Se su­
pone que se empezaron a hacer distinciones cualitativas entre vocales largas
y breves en el siglo π d.C., al quedar Cerdeña más o menos aislada del conti­
nente. En consecuencia se piensa que, al haberse librado del yugo impuesto
por el griego culto, se volvió a implantar la pronunciación del latín propia del
lugar, con acentuación tónica y diferenciación cualitativa de las vocales. Esta
teoría resultaría creíble en el caso de que las costumbres latinas locales se hu­
biesen mantenido, clandestinamente, a lo largo del periodo histórico, veladas
—y no eliminadas— por el uso literario establecido.
Otra versión algo más extrema sobre este tema afirma que el populacho
romano habló siempre una lengua muy parecida al italiano moderno. En el
siglo XV, en las antecámaras del Vaticano, se llevó a cabo un debate sobre la
lengua hablada en la Roma clásica y hubo algunos participantes que sostu­
vieron la opinión antedicha. Otros, en cambio, menos radicales en sus afir­
maciones, creían que se habló una variedad menos refinada, y quizá alte­
rada, del lenguaje literario. La denominación medieval del latín como
g r a m m a t ic a , la lengua gramatical, junto con la idea de que los hablantes
no instruidos eran incapaces de usar la gramática potenció la idea de que
lo que se había conservado hasta la época moderna como lengua romance
era una variante popular del latín, muy apartada de la de los manuales. A par­
tir de la década de 1860, se impuso, en el ámbito académico de la filología
románica, el término ambiguo de latín vulgar. Obviamente, implica un uso
coloquial, sobre todo en lo que se refiere al vocabulario. Por ejemplo, se ha
supuesto que en el latín vulgar no abundaban los términos abstractos y sí en
cambio vocabulario afectivo y llano; esto se observa en diminutivos como
a u r I c ü l a por a u r is ‘oreja’ (en francés oreille, en italiano orecchia, etc.) y
en palabras del argot como t ë s t a ‘tarro’ en lugar de cäput ‘cabeza’ (en fran­
cés tête, en italiano testa, en castellano antiguo tiesta), en metáforas como
a f f l ä r e ‘olfatear o husmear’ en lugar de in v e n i r e ‘encontrar’ (en castella­
no hallar)', o bien en términos especializados como a d rT p ä re ‘tomar tierra’ o
p lI c a r e ‘plegar (velas)’ por a d v e n i r e ‘llegar’ (en francés arriver , en italia­
no arrivare, en inglés to arrive). Además, se piensa que el latín vulgar adop­
tó palabras de los pueblos colonizados: por ejemplo, del celta c ä b a l l u s , en
lugar de e q u u s ‘caballo’ (en francés cheval y en italiano cavallo).
Las diferencias existentes entre el vocabulario del latín y el de la lengua
romance están normalmente relacionadas con diferencias en el registro o en
la posición social en el seno de una comunidad lingüística unificada. Pero
en el término latín vulgar también se incluyen numerosos aspectos grama­
ticales comunes a todas las lenguas románicas, pero inexistentes en el latín
literario. La presencia de estos aspectos en las variantes populares del la­
tín es una cuestión polémica. Entre estos rasgos se encuentran un amplio
uso de preposiciones que complementan, y a veces sustituyen, formas de
casos declinados; la utilización de formas compuestas y perifrásticas para
expresar el tiempo del verbo, el aspecto, el modo y la voz; un sistema de
dos géneros para los sustantivos (masculino y femenino, sin neutro); y el uso
de pronombres clíticos (átonos, débiles, conjuntivos) junto a pronombres
completamente independientes (tónicos, fuertes y disyuntivos). Una de las
diferencias más notables es que en todas las lenguas romances el orden de
las palabras indica una conexión sintáctica, de forma que las funciones de la
oración, como el sujeto y el objeto, están expresadas mediante la colocación
de los componentes en lugares concretos, generalmente a ambos lados del
verbo. En el latín literario, sin embargo, es la morfología (la declinación de
los casos) la que se ocupa de indicar estas funciones. Por ello, en latín exis­
te una mayor posibilidad de variar el orden de los elementos de una oración
(si bien el orden de las palabras no es completamente «libre»).
Estos aspectos gramaticales son más importantes que las diferencias de
vocabulario; las lenguas romances contrastan tipológicamente con su su­
puesto precursor, que era más propiamente una lengua de declinación de tipo
indoeuropeo. Las lenguas romances, aunque conservan gran parte de la de­
clinación latina —en particular la de los verbos—, han pasado a ser más
«analíticas»; con ello queremos decir que, para indicar la función gramatical,
se basan más en el orden de los elementos y en partículas separables que en
las modificaciones del léxico.
El «artículo definido» es la partícula separable que más controversia ha
despertado en las discusiones acerca de la transición del latín a la lengua ro­
mance, que, como el inglés the, en la mayoría de lenguas romances procede
de un pronombre demostrativo anterior («ese»). En latín, al contrario que en
griego, no había nada que indicase claramente la «definición», es decir, que
tuviese la función de distinguir («definir») a un miembro de la clase a la cual
pertenece el sustantivo. La palabra m e n s a , por ejemplo, podría significar «la
mesa» o «una mesa» (o simplemente «mesa»); en inglés, como en tantas
otras lenguas que usan el artículo definido, the table (la mesa) es una mesa
específica que el oyente conoce o a la que en todo caso tiene acceso por vía
cognitiva; mientras que a table (una mesa), con «artículo indefinido», no es­
pecifica necesariamente, y generalmente se utiliza al introducir el tema en
cuestión en el discurso. En la lengua romance, el artículo indefinido suele ser
formalmente idéntico .al numeral ‘uno’, UNUS; la historia de este artículo
poco tiene en común con la del artículo definido, que aparece en los prime­
ros textos en lengua romance.
El artículo definido y los pronombres, que son los «sustitutos» gramati­
cales de los nombres, comparten ciertas características semánticas (o, mejor
dicho, pragmáticas). Los pronombres carecen del contenido léxico de los
nombres (como la «calidad de mesa» de mesa), pero normalmente sí pueden
indicar el género, número y caso (también la persona). Se utilizan siempre y
cuando se suponga que el oyente conoce el referente, bien porque ha sido
mencionado con anterioridad (y la repetición del nombre se considera inde­
seable), bien porque la situación en sí ya aporta suficiente información al res­
pecto (de este modo indicaremos a alguien que está cargando con una mesa
Colócala aquí, o diremos Me gustas cuando por las circunstancias en las que
se efectúa la declaración se identifican los referentes de yo y tú). Tanto el
pronombre como el artículo definido presuponen que el que habla tiene un
cierto «acceso» al referente, si bien el artículo, al ir generalmente acompa­
ñado del sustantivo correspondiente, presupone un menor grado de accesibi­
lidad que el pronombre.
Asimismo, hay casos especiales en los que un pronombre puede ir
acompañado del nombre correspondiente: por ejemplo, podemos decir Vino
él, Juan o Vino el propio Juan, donde el nombre propio Juan se refiere cla­
ramente a una única persona, cuando no estamos seguros de que el oyente
sabrá identificar al referente él o a Juan, cuando nos queremos asegurar do­
blemente de que nos entenderán o cuando queremos asegurar que nuestro
mensaje llegará correctamente.
En un contexto similar, en latín se podría recurrir a un pronombre iden-
tifícador ( m a r c u s ip s e ‘Marco mismo’) o a un pronombre demostrativo
(m a r c u s tule ‘aquel Marco’). Parece ser que la forma enfática era un recur­
so más propio del lenguaje corriente que del literario, y en algunos textos la­
tinos tardíos (siglos rv-vm d.C.) hay varios ejemplos al respecto, sobre todo
de la utilización frecuente de ip s e . Pero parece poco probable que estos pro­
nombres sirviesen para indicar, como el artículo en los primeros tiempos en
la lengua romance, la «especificidad» y la «accesibilidad» del nombre que
acompañan.
¿Por qué en el latín no se indicaban estas características? Una respues­
ta, poco convincente, sería que no es un rasgo exclusivo del latín sino co­
mún a muchas (¿la mayoría de?) otras lenguas del mundo, que carecen de
un indicador para esta combinación particular de rasgos. Quizá resulta más
plausible la idea de que el latín se sirvió, al igual que la mayoría de lenguas
eslavas modernas, de un orden de palabras para cumplir algunas de las fun­
ciones que el artículo definido tiene en otras partes. Se recordará que las
lenguas romances, al carecer de un rico sistema de flexión del sustantivo, se
basan en el orden de las palabras para indicar las funciones sintácticas, con
lo cual carecen de la flexibilidad propia del latín.
Todas las lenguas romances desarrollaron artículos definidos que, formal­
mente, están emparentados con los pronombres no reflexivos de la tercera
persona. Los dialectos sardos más arcaicos usan formas derivadas de epse para
el artículo definido (su, sa, sos, sas o is) y para el pronombre de sujeto (issa,
issos, issas —compárese con el italiano culto esso, essa, essi, esse). También
en el catalán de las islas Baleares, en algunos dialectos del sur de Francia y
del sur de Italia encontramos formas de artículo definido similares. Los tex­
tos en latín tardío nos muestran que el ipse había sido un posible candidato
para la función de artículo definido, pero es probable que este proceso fuese
entorpecido por la confusión potencial con los reflexivos, en particular con el
posesivo suus, que en lengua romance pervive como posesivo de tercera
persona. Además, las formas de ipse cumplen otras funciones: en castellano,
portugués y catalán se utilizan como demostrativos (esa mesa = la mesa que
tienes cerca), mientras que la indicación de «identidad» (‘sí mismo’) se man­
tiene en el rumano însu y en las formas compuestas: en francés même, en cas­
tellano mismo, en el italiano culto medesimo que deriva de * m et - ip sim u , y en
italiano comente stesso de *ISTE-IPSU.
Pero el candidato con más éxito en lengua romance para las funciones de
artículo definido y de pronombre de tercera persona fue el demostrativo ille
significando «aquel de allá» (distante). En varias lenguas del mundo se trata
del that (ese) demostrativo que se ha «debilitado» de esta forma. Si conside­
ramos que un demostrativo indica, desde el punto de vista semántico, espe­
cificidad más localización y que that (ese) implica menor «accesibilidad»
que this (este), es fácil ver cómo puede desaparecer el elemento locativo y
cambiar el grado de accesibilidad. Mientras que en inglés that (ese) coexis­
tió con the (el o la, los o las), en lengua romance el demostrativo «de dis­
tancia» necesitaba otros elementos para completar il l e . Si unimos ec c e con
elle obtenemos el aquello italiano y el cel del francés antiguo (hoy sustitui­
do por ce y cet, que deriva de e c c e - ist e , «este», pero manteniéndose en los
pronombres celui, celle(s), ceux). El aquel castellano, el aquéle portugués y
el acel rumano son combinaciones con a d o a t q u e .
Las formas de il l e no completadas perdieron su connotación locativa. Es
difícil determinar cuándo sucedió; para algunos, hay indicios de un demos-
Cuadro 1
Algunas formas romances derivadas de formas
del masculino singular de iu£

Pronombres de tercera persona


Artículo Objeto Objeto
definido Demostrativo Sujeto «débi!» «fuerte» Dativo
Francés le celui il (lui) le lui lui
Italiano il, lo quello eglí (lui) lo lui fi«
Castellano el aquel él lo él le
Portugués 0 aquéle êle 0 êle lhe
Rumano -1 acel, cel el 1 el li
Sardo - kuddu - lu - li

trativo en la lengua romance medieval, en la que el uso del artículo estaba


más restringido que actualmente. Lo que es indiscutible es que era una mar­
ca de especificidad mucho más clara que en las lenguas romances modernas.
Por ejemplo, no se utilizaba al lado de palabras qué de por sí ya son especí­
ficas como France o soleil, sole, ‘sol’, etc., ni con nombres abstractos o no
contables que no permiten especificación, como ‘belleza’ o ‘agua’. En cam­
bio, en la lengua romance moderna el artículo definido es, de toda una serie
de determinantes del sustantivo, el que más se utiliza (artículos, posesivos, de­
mostrativos, etc.) que lo acompañan casi necesariamente. Con frecuencia, el
valor semántico del artículo suele ser mínimo y su función, más que definir,
es indicar la categoría —por ejemplo, del sustantivo— y aportar información
gramatical acerca del género y el número del sustantivo. Constatamos esto en
el francés hablado, en el que la forma del sustantivo mismo raramente indica
con claridad la información gramatical.
Elementos gramaticales comunes a todas las lenguas romances, como el
desarrollo de un determinante del nombre o el sistema verbal auxiliar, sir­
vieron para que algunos autores llegaran a la conclusión de que estas lenguas
no proceden directamente del latín sino de una lengua intermedia o empa­
rentada. Así, se piensa que el latín y el romance tienen un antepasado común
todavía más antiguo, o que descienden de una lengua emparentada que se ha­
blaba, no en Roma, sino en algún lugar del sur de Italia, o que al caer el Im­
perio de Occidente se gestó una nueva lengua «romana» que conservaba el
léxico latino pero con la modificación de las estrategias gramaticales. Para
algunos, esto sería el resultado de una hibridación con las lenguas bárbaras,
en particular las germánicas, mientras que para otros formaría parte de un in­
tento de crear una cultura cristiana.
Al igual que las diferencias, sorprenden también las similitudes entre el
latín y la lengua romance. Esto es particularmente evidente en la organiza­
ción del sistema verbal. Aun cuando las lenguas romances no distinguen ni
sistemática ni morfológicamente entre el imperfecto y el perfecto (en latín se
emplean las radicales a m - / a m a v -, fac - / f ë c -, etc.), mantienen el pretérito im­
perfecto; éste, utilizado en latín de forma muy similar, contrasta con el per­
fecto heredado tal y como aparece en algunas lenguas para el registro formal
(en el francés, catalán, rumano y en menor medida en el italiano). El antiguo
pretérito indefinido normalmente tenía la función de «pasado puntual» (indi­
cando un momento aislado y concreto del pasado, como por ejemplo hablé).
En cuanto a las formas compuestas, han adoptado en casi todas las lenguas
la función de «pretérito perfecto» (indican un hecho consumado que reper­
cute en el presente, como por ejemplo he hablado). El presente de indicati­
vo en latín permanece igual en todas las lenguas romances con un uso muy
parecido. Todas tienen formas del indicativo que contrastan con las del sub­
juntivo, y funciones que recuerdan al latín. Las formas no finitas mantienen
las funciones propias del latín pero en diferente grado: el infinitivo y el par­
ticipio del pretérito perfecto es igual en todas, el participio de presente y el
gerundio se combinan formal y funcionalmente, y el supino sólo se mantie­
ne en el rumano.
Pero lo más soiprendente es que todos los elementos del léxico y de la gra­
mática comunes a las lenguas romances son de origen latino. El vocabulario de
base existe, sin interrupción, desde época latina. En palabras como «pan»
( p a ñ is —en francés pain, en italiano pane, en rumano pîne) o «árbol» ( a r b ö r
—en francés arbre, en italiano albero) observamos una clara continuidad del
latín. En el vocabulario de uso cotidiano es donde más se observa en todas las
lenguas romances la persistencia de palabras que evocan, sin duda, el latín:
AQUA, BARBA (CARO), CARNIS, CLÄUIS, CORPUS, DENS, FOLIUM, FRUCTUS, GRÄNUM,
HERBA, HÖMO, LINGUA, UDNA, MÄNUS, MÄRE, NODUS, ÖCÜLUS, ÖS, PASSUS, PELLIS,
PISCIS, RÖTA, SANGUEN, TERRA, UNGULA, VACCA, VENTUS, VINUM. Algunos adje­
tivos comunes a las lenguas romances son: a l t é r , a l t u s , b ö n u s , c l ä r u s , fo r ­
t is , LARGUS, LONGUS, MOLLIS, PLËNUS, RÖTUNDUS, SICCUS, SURDUS, TANTUS,
v ë t ü l u s , vivus; en cuanto a los verbos: c o g n o s c e r e , c o q u ë r e , cu rr ër e ,
DORMIRE, FACÈRE, FUGËRE, HABËRE, JÔCÂRE, LËVÂRE, MORI, NASCI, PERDËRE, POS­
SE, RÏDËRE, RUMPËRE, SALTARE, SÖNÄRE, STÄRE, TËNËRE, TORNARE, VËNÏRE.
Pero para evitar ver esto como una adopción en bloque, señalaremos
otros puntos compartidos por las lenguas romances cuya transmisión de una
lengua a otra es menos evidente; estos son, por ejemplo, los adjetivos nume­
rales y los pronombres personales. Sin embargo, es el gran número de ele­
mentos morfológicos comunes el aspecto más impresionante de esta simili­
tud, elementos inseparables de las palabras con las que se relacionan. Ejem­
plo de ello es la conjugación del verbo en la primera persona del plural que
en latín adoptaba la forma - m u s (y las correspondientes modificaciones en el
sonido). En las lenguas romances las formas adoptadas son -ns, -mes en fran­
cés, -mo en italiano, -mos en castellano y portugués y -m en catalán, occita-
no y rumano. Para ilustrar otras similitudes gramaticales de las lenguas ro­
mances citaré las formas, actualmente en uso, del presente del indicativo de
h a b e r e . En todas las lenguas, excepto el portugués, se utiliza como verbo,
auxiliar para el pretérito compuesto. En todas ellas ha desaparecido la B de
h a b e o , h a b e s , h a b e t , h a b e n t en las formas acentuadas; en castellano y en

sardo, en las que «haber» ha perdido su valor lexical, se usa sobre todo como
verbo auxiliar y Ia B ha desaparecido en la primera persona del plural. Cita­
ré las formas en su ortografía tradicional para mostrar mejor el parentesco
con el latín. Recordemos que la h inicial tampoco se pronunciaba en el latín
clásico.

Cuadro 2
Presente del indicativo d e h a b ere en las diferentes lenguas romances

Rumano am ai a(re) avem aveti au


Italiano ho hai ha abbiamo avete han no
Sardo appo as at amus aghis ant/ana
Engadino
(Suiza) he hest ho avains avais haun
Francés ai as a avons avez ont
Occitano ai as a avèm avèts an
Catalán he has ha havem/hem haveu/heu han
Castellano he has ha hemos habéis han
Portugués hei hás há havemos/hemos haveis/heis hao

En momentos anteriores de la evolución de las lenguas romances exis­


tieron todavía más paralelismos; en portugués antiguo, por ejemplo, se uti­
lizaba haver como auxiliar para los tiempos del pasado. Otros ejemplos son
aquellos términos equivalentes al n e m o latino: esta forma sólo sobrevive de
forma marginal (en italiano antiguo nimo, en sardo nemos , en rumano ni-
meni), mientras que en otras lenguas existen formas derivadas de n é (c )-
On u s , «ni uno». En castellano se utiliza ninguno (antiguamente niguno) jun­
to a nadie (que parece ser que procede de n a tT «los nacidos», compárese
con nada que viene de ( r e s ) n a t a usado para resaltar la negación). La pala­
bra francesa personne, que en un principio fue un término positivo, sustituía
las formas antiguas neuns, necun, negun, nessuns, que, a su vez, guardan
cierto parecido con el italiano nessuno (antiguamente negun), el rumano nici
un, el occitano antiguo negu (actualmente degun), el catalán antiguo ningú,
el portugués antiguo ne(n)gun (actualmente nenhum, ninguem ), y el sardo
nesciunu, niunu.
El hecho de que existan más parecidos entre las lenguas romances anti­
guas —tal y como lo prueban los textos— que entre las modernas, significa
que a lo largo del tiempo se han producido divergencias a partir de un origen
común que, si no era el latín, debía ser una lengua estrechamente emparen­
tada con él. Los métodos desarrollados durante el siglo xix por la filología
comparada nos permiten reconstruir los elementos de un «protolenguaje»
(iUrsprache) que abarca todas las similitudes entre las lenguas romances. Los
elementos varias veces reconstruidos son similares, aunque no necesaria­
mente idénticos, a los del latín. Los términos que designan el concepto «ma­
dre» en lenguas romances —en francés mère, en italiano madre, en italiano
dialectal matre— nos ayudan a reconstruir la forma m a t r e , aunque no las
formas del nominativo y acusativo latinos, m a t e r o m a t r e m . Esto nos lleva­
ría a la conclusión de que ha sido la forma de acusativo, y no la de nomina­
tivo, la que ha perdurado en las lenguas romances, y que no se pronunciaba
la -M final ignorada por el metro latino. Es posible que a veces nuestra re­
construcción no coincida exactamente con nuestros conocimientos de latín.
Así, la palabra utilizada en muchas lenguas romances para «saber» no es una
forma de s c ír e (que, en cambio, sí se mantiene en el rumano pti y en el sar­
do ischire, isciri) pero puede proceder de * s a p e r e (el asterisco indica que la
forma no se encuentra documentada en los textos) en las formas del francés
savoir, del italiano sapere, del engadino savair, del catalán saber. Todas ellas
guardan relación con s a p é r e ‘saborear, tener juicio’, por lo cual podemos
decir que se trata de la misma palabra; aun así, no queda claro el cambio vo­
cálico. Lo único que podemos afirmar es que no fue posible encajar la con­
jugación - è r e en la transición a las lenguas romances y sólo sigue existien­
do en el rumano o como forma irregular en otras lenguas.
La inmensa cantidad de parecidos léxicos entre las lenguas romances no
se explica más que en términos de una tradición o de un origen común. Se
evidencia una similitud con el vocabulario latino en una relación de paren­
tesco en el valor semántico aunque ésta se esconda bajo deformaciones fo­
nológicas que, a veces, constan en la ortografía etimológica. Nunca se ha
puesto en duda que el italiano o el castellano estuviesen, en cierto sentido,
emparentados con el latín. Cuando los viajeros de la Edad Media se toparon
con el rumano, lo identificaron inmediatamente como una lengua latinizada
a pesar de que en su vocabulario hubiera muchas palabras de origen eslavo.
Incluso se ha llegado a decir que el nombre Vlach (término con el que los es­
lavos designaron a los hablantes de lengua romance, y que está también re­
lacionado con el nombre galés con el que los gennánicos designaron a los
celtas) tenía su origen en el nombre de un prefecto romano de la época de
Trajano, un tal F l a c c u s . El origen latino o romano de las lenguas romances
se refleja en aquellos nombres clasificados normalmente como pertenencien-
tes a varios dialectos.
Pero aun así, en el caso del francés no está completamente claro su ori­
gen latino. Cuando en el siglo xvi se intentó desprestigiar el italiano y valo­
rar el francés, se buscó el origen de éste en la lengua griega, mucho más
reputada. Para algunos autores del siglo xvra el francés derivaba del celta
(«nos ancêstres, les gaulois ...»). Estas dudas acerca del origen surgieron
a raíz de que en francés las palabras habían sido drásticamente reducidas,
sobre todo durante la Edad Media. Las técnicas utilizadas en el estudio fo­
nológico histórico, al perfeccionarse, nos han permitido aclarar cuestiones
sobre el cambio de los sonidos que hacían irreconocible el origen latino del
francés. Si tomamos un ejemplo del lenguaje comente, vemos como en fran-
cés eau ‘agua’, pronunciado como una única vocal (o), nos remite directa­
mente a a q u a , que conserva su forma intacta en el italiano acqua, en el cas­
tellano agua, en el catalán y occitano algua, en el antiguo dialecto francés
awe, en el engadino ave/ove, en el sardo appa, ábba y en el rumano apa. En
el francés antiguo la intervocálica q u se transforma en iu: así antiue viene de
a n t iq u u s (antique es un latinismo posterior), siuî de s ë q u it [ u r ] (actual­
mente suit) y por último íue de e q u a . El diptongo ai de *aiue se convirtió
en e (compárese el francés antiguo eue, eve con el inglés ewer) y la A final
se transformó en e (pronunciada como una vocal neutra pero que posterior­
mente se perdió). Parece ser que el resultado final eue ha sufrido una serie
de cambios extraordinarios; al principio se interpuso entre la e y la u una «se­
mivocal» a, quizá con la intención de conservar el hiato (compárese pellis
‘piel’ y pels, peus, peau(s)). Posteriormente, al desplazarse el acento de éaue
a eáue se redujo la primera vocal a vocal neutra y el diptongo au se trans­
formó en monoptongo (pronunciado como una o), procedimiento muy habi­
tual en el francés de los siglos xrv-xv. La pérdida de los dos «femeninos» es
parece que se produjo posteriormente; la primera sigue existiendo en la or­
tografía y seguramente se mantuvo más tiempo (obsérvese también la forma
dialectal iau). Para los historiadores de la lengua, eau es, en esencia, igual a
acqua o agua, y de hecho las transformaciones no son más que una conse­
cuencia muy normal de un momento dado en una región concreta. Se podría
discutir el porqué de los cambios fonológicos en el francés, mucho más fre­
cuentes que en otras lenguas derivadas del latín. Hay varias opiniones al res­
pecto: para unos se debe a la manera que tenían los galos y los francos de
pronunciar el latín; para otros, estas transformaciones se vieron favorecidas
por una coyuntura de la Edad Media, en la que el latín, restringido al uso
eclesiástico y jurídico, no tuvo tanta influencia sobre el francés, sobre todo
considerando el carácter eminentemente conservador del latín.
Los estudios científicos de lingüística apuntan a un origen común de las
lenguas romances; la protolengua presenta un asombroso parecido con el la­
tín. Después de todas estas constataciones, ¿seguiremos poniendo en duda
que el latín se convirtiera en lingua franca del Imperio de Occidente? Hay
una coincidencia casi absoluta entre la extensión geográfica de las modernas
lenguas romances y los territorios ocupados antes del año 15 a.C. por gentes
de habla no griega.
Por esta razón es casi imposible qué en esta zona el latín fuese una len­
gua secundaria de uso restringido y que sus habitantes tuviesen una lengua
materna propia. La situación era más bien la contraria, ya que, de generación
en generación, fueron abandonando sus propias lenguas —el celta, el íbero,
el ligur, el etrusco, el véneto, el ilírico, el rético, el oseo, el umbro, el mesa-
pio, etc.— para adoptar la nueva lengua que les confería mayor prestigio so­
cial y facilitaba sus negocios. Disponemos de muy poca información acerca
de si consiguió sobrevivir alguna lengua, si bien no consta en ningún lugar
que el latín fuese impuesto a la fuerza. Aun así, hubo zonas, tempranamente
colonizadas, en las que el latín no consiguió arraigar como lengua popular
sino como lengua secundaria, sin perdurar hasta nuestros días. Buen ejemplo
de ello es Gran Bretaña, donde no se impuso una lengua celta prerromana,
sino varias lenguas importadas por los invasores de habla germánica que ve­
nían del continente. En el litoral del norte de África, una de las primeras zo­
nas ocupadas por los romanos, fue la conquista islámica la que desplazó al
latín, aunque en los dialectos bereberes se conservan algunas palabras toma­
das de esa lengua. En el continente europeo, en cambio, fueron los nuevos
grupos lingüísticos —en particular el germánico en el Rin y en los Alpes y
el eslavo en el sureste de Europa— los que acabaron con el predominio del
latín. En la costa dálmata, en la zona de Ragusa (Dubrovnik), se mantuvo
hasta el siglo xv una variedad del latín que en la isla de Veglia (Krk) conti­
nuó en uso hasta el siglo xix; esta forma estaba influida por la lengua de los
venecianos, que en aquel entonces dominaban el comercio en el Adriático.
Pero lo más sorprendente es que al norte del Danubio, en la zona de los Bal­
canes, se ha conservado hasta hoy día, como en el rumano, otra variedad del
latín a pesar de que la presencia romana en Dacia sólo se mantuvo durante
siglo y medio (107-271 d.C.). La cuestión acerca de si los habitantes de esta
zona, de habla romance y en su mayoría cristianos ortodoxos alejados de la
influencia occidental, son descendientes de los que habitaban el lugar duran­
te la ocupación romana iniciada por Trajano sigue suscitando apasionadas
controversias políticas. Algunos opinan que fueron los vlachs (véase supra,
p. 337), nómadas procedentes de Macedonia, quienes, en la Edad Media, in­
trodujeron la lengua romance; esta constatación histórica sirve de justifica­
ción a quienes niegan a la República rumana cualquier derecho sobre Tran-
silvania, territorio que, al finalizar la primera guerra mundial, fue arrebatado
a Hungría y en el que durante mucho tiempo convivieron sin problemas los
rumanos y los magiares. Puesto que para Rumania no disponemos de datos
históricos fiables anteriores al siglo xvi, no podemos determinar el origen de
los hablantes de lengua rumana. No obstante, y según los criterios diagnós­
ticos de las afinidades de vocabulario y gramaticales, actualmente el rumano
está reconocido como lengua que deriva del latín, a pesar de las influencias
recibidas del eslavo, del griego y del albanés.
Otras variedades fronterizas de la lengua romance presentan menos pro­
blemas: las variedades del francés, consecuencia del contacto con lenguas
germánicas como los dialectos del Valón o del Lorena, siguen siendo sin
duda francés en cuanto al carácter, pero con rasgos tomados de sus vecinos.
La invasión de las lenguas germánicas no ha superado los límites a los que
se llegó en la alta Edad Media. En cambio, en la región alpina el territorio
llamado Romanía perduta, en el que había predominado la lengua romance,
se ha visto invadido por el alemán en los últimos siglos. En esta zona se en­
cuentran los dialectos romances idiosincrásicos que, a veces, se han querido
agrupar bajo el nombre de retorrománico o retorromanche, epónimo de la tri­
bu originaria del lugar. Algunos de estos dialectos, llamados réticos (ro-
montsch, roumanche), siguen hablándose en los valles de los Alpes suizos y
han alcanzado la categoría de «lenguas nacionales». Otros, en cambio, deno-
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§ 3?
BÁRBAROS

El Imperio romano en el siglo n d.C.


minados ladinos, se hablan en algunos valles de los Dolomitas italianos, te­
rritorio que había pertenecido a Austria hasta la primera guerra mundial. En
estas dos regiones, las lenguas romances estuvieron sometidas a la influencia
de sus vecinos de habla germánica, lo que los distingue de los dialectos del
norte de Italia; que les son próximos. En la zona de Friul, en el noreste de
Italia, en la que se habla el «retorrománico», la situación es otra: existe una
koiné regional —una versión común, y modificada, del dialecto— con una
cierta tradición literaria y que coexiste con dialectos locales más diferencia­
dos, lo que lleva a hacer una distinción entre los dialectos de Friul y los del
Véneto. Queda por investigar hasta qué punto las diferencias se deben atri­
buir al contacto con lenguas germánicas o eslavas vecinas, al —pasajero—
aislamiento político o al orgullo local.
Otra variedad romance de la periferia la constituyen los dialectos franco-
provenzales, en los que confluyen el francés del norte de Francia, los dialec­
tos alemanes de Suiza y el occitano de la Francia meridional (con frecuencia
se les ha dado, erróneamente, el nombre de provenzales, con lo cual se de­
signaba a todo un grupo con el nombre de un dialecto, resaltando así la eti­
mología de Provenza, que es p r o v in c ia ). La agrupación dé estos dialectos,
tan heterogéneos y jamás unidos, bajo un solo nombre es muy discutible. Ac­
tualmente poca gente habla estos dialectos, puesto que se han impuesto las
lenguas nacionales como el francés o el italiano. En Cerdeña también hay mu­
chos dialectos diferentes; en algunos de ellos es patente la influencia de va­
riedades procedentes del continente mientras que otros parecen proceder de
Córcega. Los más auténticos son, sin embargo, los que se hablan en la zona
central de la isla a pesar de haber estado influidos primero por el catalán y
luego por el castellano, durante la dominación aragonesa. Estos dialectos, al
ser diferentes de las demás lenguas romances, merecen estudiarse aparte.
A lo largo del tiempo ha ido disminuyendo el área de habla romance, si
bien la parte central —Francia casi en su totalidad, y las penínsulas ibérica e
itálica— ha permanecido absolutamente fiel al legado del latín. Aquí debe­
mos recordar que con la desaparición durante el Imperio romano de la ma­
yoría de lenguas prelatinas (sin contar el albanés, el vasco y el galés), el la­
tín se convirtió, para muchos, en la lengua principal. Se impuso con tanta
fuerza que a los pueblos invasores germanos les fue imposible erradicarlo, y
de hecho hubo algunos, como los ostrogodos, los visigodos, los borgoñones
y los francos, que renunciaron a sus propias lenguas y adoptaron la lengua y
las creencias de sus súbditos. Quizá reconocían la superioridad de la cultura
romana frente a la suya. Incluso en España, y bajo el dominio de los árabes,
se continuó hablando la lengua romance aun siendo el árabe y el hebreo las
lenguas oficiales y el islam la religión predominante. El porqué de la tenaz
supervivencia del latín sigue siendo un enigma; una de las causas podría ser
que el pueblo indígena de habla romance excediese en número a los invaso­
res, lo que le permitiría mantener su identidad, sobre todo considerando que
lengua y religión estaban íntimamente relacionadas.
Al igual que todas las lenguas históricas, el latín que se hablaba en el Im-
perio debió de sufrir modificaciones. Pero esto no significa que hubiesen
existido problemas de comunicación entre las diferentes provincias —y no
tenemos constancia de ello— una vez se hubo desmoronado el Imperio. Es­
tas lagunas en la información pueden atribuirse o bien a que no fue un acon­
tecimiento lo suficientemente importante como para ser contado, o bien a
que se trataba únicamente de diferencias mínimas que no obstaculizaban el
intercambio. Es evidente que entre las personas letradas, que hablaban latín,
existió un intercambio de ideas, y según algunos investigadores el hombre
de a pie jamás hubiese podido entender o manejar la gramática latina que
tantos dolores de cabeza procuraba a los colegiales. Se piensa que bajo la
unidad del latín se escondían, desde la primera época imperial, un sinfín
de usos híbridos y degradados que contribuyeron al posterior desarrollo de
las lenguas romances. Uno de los autores que sostuvo esta idea fue Edward
Brerewood, profesor de astronomía en el Gresham College de Londres, que
en 1635 dijo que «en las provincias jamás se llegó a hablar correctamente
el latín».
La diferenciación del latín en una serie de variantes se suele atribuir a la
intromisión de otras lenguas; esto sólo podía producirse en el seno de una
población bilingüe que transmitiese, de una generación a otra, sus costum­
bres. Brerewood ya anuncia lo que posteriormente sería la teoría del sustra­
to; él estaba convencido de que cada comunidad lingüística indígena del
Imperio había aportado al uso del latín su pronunciación particular y sus pro­
pias construcciones gramaticales. En el caso del francés, por ejemplo, se sue­
le retrotraer a la influencia celta la tan característica pronunciación de la u y
el sistema vigesimal (quatre-vingt para «ochenta»), A la teoría del sustrato le
sucede la teoría del superestrato; según ésta los súbditos habrían imitado, y
perpetuado, los errores cometidos por sus señores (francos, borgoñones,
lombardos, etc.). Así, por ejemplo, la omisión y desaparición de las vocales
átonas en el norte de Francia, como también el hecho de alargar y convertir
las vocales tónicas en diptongos, se produjo porque los francos pronunciaban
el latín con acentos tómeos fuertes, tal y como estaban acostumbrados a ha­
cer en su propia lengua. La inversión del sujeto y el verbo en las construc­
ciones interrogativas es consecuencia, al parecer, de la traducción literal al
latín regional de construcciones germánicas.
Otra de las razones de las diferencias entre las lenguas romances suele
buscarse en la diferenciación social. Así, la lengua romance occidental, que
adoptó el latín más literario, mantiene la -s final latina que indica el plural;
en cambio, la lengua romance oriental (al sur y al este de una línea trazada
entre La Spezia y Rímini, en Italia) no tiene la pronunciación de la -s, una
característica propia del lenguaje comente: compárese las rosas, en castella­
no, con le rose, en italiano.
Los criterios para diferenciar una lengua de la otra suelen ser lexica­
les y sobre todo fonológicos. De este modo la c latina seguida de e , i o a e
tiene un uso diferente en cada lengua (aunque la mayoría mantenga la or­
tografía latina). Para ilutrar esto, y también los diversos tratamientos de
C uadro 3

Evolución en algunas lenguas romances de caelum, civitatem y centum

’ CAELUM CtVITAJEM CENTUM

Sardo kelu — kentu (con inicial del tipo latín)


Rumano cer cetate ] (con una inicial africada)
Italiano cielo città cento j (pronunciada como ch)
Francés ciel cité cent ]i (con inicial sibilante)
Portugués céu cidade cento jI (pronunciada como i)
Castellano cielo ciudad cien (con inicial ceceante)

las vocales, recurriré a las formas utilizadas para ‘cielo’ c a e l u m , ‘ciudad’


c Tv it ä t e m y "cien’ c e n t u m . Ante todo se deberá recordar que la c se
c r v iT Ä s ,
pronunciaba en latín, y en estos casos, como una k (una velar oclusiva sorda)
y que con toda probabilidad se pronunciase ligeramente la M final. El dipton­
go AE se fusionó con la E. Los diversos usos de la vocal fusionada dependen,
en algunas lenguas, de si está al final de una sílaba tónica o de si, en la mis­
ma sílaba, le sigue una consonante ( c a e - l u m frente a c e n - t u m ). En formas
como c i v í t á t e m , la ? breve y átona dejó de usarse (fue sincopada) tal y como
muestran los textos en los primeros momentos del latín tardío (seguramente
poco antes del siglo rv); así la mayoría de lenguas romances adoptaron la for­
ma * c i u t á t e . En algunas se geminó, por asimilación, la *-ut- en ~tt- (poste­
riormente algunas lo simplificaron en -t-); en otras la intervocálica -t- se so­
norizó en -d- (un procedimiento habitual en las lenguas occidentales).
La evolución de la consonante c, pronunciada elevando la parte posterior
de la lengua acompañada de vocales (vocales frontales E, i) con articulación
labiodental, es un proceso natural en todas las lenguas llamado asimilación
progresiva: la lengua, al pronunciar la c, avanza para anticiparse a la vocal
siguiente. En lenguas más conservadoras, como el sardo, este movimiento
asimilatorio de avance no es lo suficientemente fuerte como para que la con­
sonante sea diferente de la c utilizada en otros casos; un ejemplo es c o r o
c a s a , en las que se pronuncia la vocal siguiente elevando la lengua a la par­
te posterior de la boca. En otras lenguas no se considera que la c latina de­
lante de vocales frontales (E, i) tenga el mismo sonido («fonema») que la c
latina delante de las vocales velares (u, o, a ). Pero la asimilación no es la
misma en todas las lenguas. En algunas —el italiano, el rumano, el retorro­
mánico— la pronunciación moderna es palatal (o palato-alveolar). En otras
—el francés, el occitano, el catalán, el castellano y el portugués— la pro­
nunciación es dental (o dento-alveolar); parece ser que, durante un tiempo,
todas ellas tenían en común la -ts (y de hecho todavía se utiliza en algunos
dialectos) y que, posteriormente, se simplificó y se fusionó con la -s (como
en s a n u s o sïTis), aunque en la pronunciación genuina del castellano se sigue
haciendo distinción entre ambos sonidos.
La evolución de la fonología sugiere una clasificación de las lenguas ro­
mances en diferentes grupos, según los criterios de si una lengua es más o me­
nos conservadora, o de la difusión de una corriente desde un núcleo innova­
dor. Las innovaciones pueden describirse en términos fisiológicos, pero las
razones por las que se aceptan son una cuestión mucho más compleja ya que
hay que recurrir a factores internos o externos.
Las diferencias fonológicas no necesariamente provocan problemas de
comprensión, siempre y cuando el interlocutor sepa formular las reglas de trans­
posición que le permitirán interpretar las unidades de significado del discurso
(lo mismo hacemos frente a una persona que habla una variedad diferente de
nuestro propio idioma). Así, puede pasar que hablantes castellanos puedan
conversar, a un cierto nivel y si el vocabulario coincide mínimamente, con
hablantes italianos sin tener muchos problemas y a pesar de la pronunciación
diferente. Los hablantes de lengua portuguesa pueden entender el castellano,
pero no ocurre lo mismo a la inversa, puesto que la pronunciación portugue­
sa tradicional (o sea, la de Lisboa) es incomprensible para un castellano, ya
que en ella no se hacen las distinciones fonológicas, tan imprescindibles en
castellano. Este problema, en cambio, parece que no afecta a los uruguayos
de lengua castellana que viven cerca de la frontera con Brasil; es difícil de­
terminar el porqué, pero es posible que la pronunciación brasileña del por­
tugués esté más próxima al castellano uruguayo o quizá el portugués está
mejor considerado en la sociedad latinoamericana que en la de la península
ibérica.
Aun así, estas diferencias fonológicas (diferencias sistemáticas de soni­
do) ocupan un lugar destacado en los estudios tradicionales de filología com­
parada. Esta disciplina se basa en el supuesto de que el cambio fonético ac­
túa constantemente, de forma oculta e imperceptible, y de que es inevitable
que una lengua unificada acabe desintegrándose en varios dialectos, a no ser
que se mantenga su unidad artificialmente a través de la educación y del po­
der. Es posible que los factores externos determinen la orientación de este
cambio fonético aunque, dentro de unos límites, el resultado puede ser alea­
torio y su aparición continua. Siguiendo en este contexto, la dispersión del
latín en diferentes lenguas sería consecuencia del desmoronamiento de la
unidad política. El daño que pueden llegar a causar las modificaciones foné­
ticas «ciegas» (por ejemplo, las que se producen omitiendo el significado y
de forma inconsciente), entorpecerían la inteligibilidad, con lo cual provoca­
rían reacciones «terapéuticas» (intentos conscientes, por parte de las perso­
nas, de remediar los errores detectados) que a su vez podrían llegar a trans­
formar la gramática y el léxico de una lengua. Un ejemplo al respecto fue el
uso cada vez más restringido que se hizo en latín de las sílabas al final de las
palabras, lo que provocó confusión en tomo a la cuestión de las desinencias
de los casos del sustantivo, lo cual puso en peligro la comunicación. Las len­
guas romances solucionaron el problema con el uso de preposiciones y del
orden de las palabras para cumplir la función de la declinación latina. Las
nuevas fonmas del artículo definido (derivadas de ille o de ipse) tuvieron pos­
teriormente la función de indicar el sujeto de la oración (de la «idea» o
«aquello de lo que trata Jia oración»); pocas veces, se utilizaba junto a com­
plementos dél sustantivo, en particular, complementos de preposición. En
cierto sentido, el artículo compensaba la pérdida de la declinación del sustan­
tivo y diferenciaba, aunque de forma poco coherente, los casos nominativos y
no nominativos («oblicuos»). En francés antiguo (y en occitano antiguo), don­
de se mantuvo precariamente el sistema de dos casos para los sustantivos
masculinos, el artículo declinado indicaba el caso mejor que la declinación del
sustantivo, que, al depender de la -s final, podía caer en desuso.

Cuadro 4

Declinación del francés antiguo, con el artículo definido

Nominativo Oblicuo
rei «rey»
Singular li reis le rei
Plural li rei les reis

El rumano colocó el artículo detrás del nombre y construyó una nueva se­
rie de declinaciones mediante el artículo.

C uadro 5

Declinación del rumano, con el artículo definido

N ominativo-acustívo Genitivo-dativo
fiu «hijo»
Singular fiul fiului
Plural fia fiilor
mama «madre»
Singular mama mamei
Plural mámele mamelor

Por muy atractiva que parezca la teoría del «cambio fonético destructivo
más la terapia constructiva» de la filología comparada tradicional, no resulta
convincente. Sirvámonos de un ejemplo para ilustrarlo: una de las diferencias
gramaticales más destacadas entre el francés y el italiano es que el primero
utiliza el pronombre para indicar la persona del verbo, incluso en verbos im­
personales como los que están relacionados con el tiempo (compárese il pleut
con piove, «llueve»). La teoría tradicional remarcaría la desaparición, en fran­
cés, de las sílabas finales átonas de fonna que diferentes personas del verbo
suenan igual (por ejemplo, (je) porte, (ils) portent, «yo llevo, ellos llevan»,
con la misma pronunciación). El uso obligatorio del pronombre donde no hay
sujeto del sustantivo elimina lo que en otra circunstancia sería ambiguo. Pero
la cronología de los cambios consecutivos difícilmente encaja con esta teoría
tan simple: de hecho sería bastante caótico, puesto que la costumbre de usar
el pronombre permitió a los hablantes prescindir de las terminaciones decli­
nadas. Puesto que hasta el siglo xvn no se estableció en francés el uso obli­
gatorio del pronombre, se puede decir que no se trata de una imitación del ale­
mán. Hay otra explicación de tipo más sociológico, según la cual fueron los
árbitros de la lengua quienes impusieron una variedad de usos que se consi­
deraban menos ambiguos y con lo cual evitaban la elipsis.
Si pensamos que la lengua está en constante evolución, a través de cam­
bios fonéticos graduales y ciegos y que escapan al control de los interlocu­
tores, estamos hablando a favor de la equivalencia entre lengua romance y
«lengua latina viva». Si partimos desde este punto de vista, el latín no ha
muerto; a medida que caen en desuso ciertos aspectos, otros se van renovan­
do, igual que un coche viejo que, a pesar de las múltiples reparaciones y apa­
ños, sigue conservando su identidad. Las «cafeteras» que circulan todavía
por España son aparentemente diferentes de las de Francia pero, en cierto
modo, se trata de la misma máquina. Pero ¿acaso funcionan igual? La dis­
cusión sobre el origen de los diferentes procesos gramaticales en las lenguas
romances nos desviaría demasiado del objetivo de este capítulo: el legado
lingüístico de Roma.
La ruptura entre el latín y las lenguas romances se produjo, con toda pro­
babilidad, paralelamente a la publicación de textos en las «nuevas» lenguas.
Las primeras publicaciones solían ser bilingües o en una lengua romance
poco definida: es a partir del siglo ix y hasta el xn cuando nos encontramos
con una voluntad más firme de distinguir la lengua romance del latín, pero
utilizando el alfabeto latino y la ortografía etimológica. Los primeros textos
completos son, en general, hagiografías o documentos jurídicos, redactados
por escribanos de formación latina y dirigidos a lectores menos cultos.
Es interesante observar que, subyacente a la intención de establecer una
tradición escrita en lengua romance, estuviese la recuperación carolingia de
la enseñanza gramatical clásica, estrechamente relacionada con Alcuino de
York, cuya lengua materna era el inglés y no una lengua romance. Es posi­
ble que, al depurarse el latín escrito, los hablantes de lenguas romances se
diesen cuenta de que sus idiomas divergían del latín «correcto» —el que pre­
cisaban— mientras que, en épocas anteriores, habían utilizado una serie de
convenciones latinas «degradadas» en la pronunciación de su lengua. Parece
ser que, antes de la reforma carolingia, los textos en latín eran leídos en voz
alta como si se tratase del italiano, del castellano o del francés; a partir de
Alcuino se impuso un nuevo estilo de lectura en el que se pronunciaban una
por una las letras latinas. Una de las consecuencias podría haber sido que
quienes, hablaban una lengua romance no entendiesen bien los textos latinos.
Pero las nuevas convenciones de pronunciación por deletreo abrieron las
puertas a nuevos experimentos para convertir el habla vernácula en lengua
escrita.
Fuera cual fuese la causa, no hay duda de que, a principios del segundo
milenio de nuestra era, se produjo una distinción entre lengua romance y la-
tin y que, con el tiempo, ésta se extendió a las obras literarias. Aun así, el
latín siguió siendo la lengua utilizada para temas más serios e incluso cuan­
do se lo desplazó deteste ámbito continuaron predominando, frente a las len­
guas romances* su vocabulario y sus construcciones, mucho más rigurosas
y precisas. En ocasiones se utilizaba una misma palabra latina en forma na­
tiva y en la original, a menudo con significados diferentes: en el caso del
francés con sus dobletes fragile/frêle o légal/loyal. En las lenguas romances
occidentales siempre han sido frecuentes los «préstamos cultos», es decir,
palabras derivadas directamente del latín, sin respetar las pautas del cambio
fonético habitual. Al principio, solía tratarse de palabras relacionadas con la
terminología religiosa, seguramente extraídas de la liturgia en lengua latina,
como «virgen», «ángel», etc. En la baja Edad Media se adoptaron muchas
formas latinizadas, procedentes de diversas fuentes, en.particular a través de
las traducciones del latín; actualmente se piensa que un 40 por 100 del vo­
cabulario romance procede del latín. En francés, en cambio, el número de
palabras procedentes del latín empezó a disminuir a partir del siglo xvi; en
castellano y en portugués esta adopción no ha cesado hasta nuestros días. En
el caso del italiano es más difícil determinar el alcance de tal apropiación,
puesto que a menudo cuesta diferenciar, en el italiano comente, la versión
«culta» del latín de la «popular». El rumano no tiene tantas palabras toma­
das del latín como las lenguas occidentales, pero desde el siglo xvin ha su­
frido una «reí-romanización» al apropiarse de palabras del francés y del ita­
liano.
Pero para volver a latinizar la lengua romance no se trató exclusiva­
mente de tomar prestadas palabras latinas. Ante todo en el Renacimiento
hubo un interés especial, por parte de los escritores en lengua vernácula, por
consolidar sus propias lenguas como dignas sucesoras del latín, a cuyo efec­
to introdujeron construcciones latinizantes. Pero no todas ellas pudieron so­
brevivir y algunas desaparecieron, como la transposición directa de las
construcciones de acusativo e infinitivo. Se intentaron establecer unas nor­
mas para la lengua vernácula siguiendo el modelo del latín; esto repercutió
en el modo de usar el subjuntivo, en la determinación del género de los sus­
tantivos —sobre el que había muchas dudas—, en las construcciones de ne­
gación, etc. Con el paso del tiempo se impuso la lengua vernácula en todo
tipo de discurso y los escritores intentaron dar un cariz más auténtico a sus
respectivos estilos; con ello buscaban sacudirse el yugo que les imponía la
lengua latina. Con todo, sigue manteniéndose la idea del rigor en temas de
gramática, y las personas cultas siguen siendo fieles a los preceptos formu­
lados a principios de la Edad Moderna.
El procedimiento de tomar prestadas palabras directamente del latín no
era exclusivo de las lenguas romances, si bien la afinidad de éstas.con la len­
gua clásica favoreció una apropiación masiva de formas léxicas y construc­
ciones del latín. Pero es evidente que hubo otras lenguas occidentales que
recurrieron al latín para ampliar su propio léxico y, de hecho, en algunas len­
guas no romances se constata una importante cantidad de vocabulario toma­
do o bien directamente del latín o bien a través de sus intermediarios, las
lenguas romances. Esto es particularmente cierto en el caso del inglés, que,
debido a su estrecha relación con el francés en el periodo normando, tiene
muchas palabras del latín a pesar de que su vocabulario de base es princi­
palmente germánico. Así, mientras que bull (=toro) y ox (=buey) son pala­
bras patrimoniales, beef (=buey) y bovine (=vacuno, bovino) son de origen
latino (la primera de ellas entró a través del francés (boeuf) y la segunda di­
rectamente del latín en el siglo XIX).
A lo largo de toda su historia, el inglés ha ido incluyendo en su vocabu­
lario vocablos latinos. No siempre resulta fácil separar las diferentes hebras
de este tejido que es la apropiación de términos, sobre todo cuando repetidas
veces, en diferentes momentos y por caminos separados, se adopta la misma
palabra. Al no disponer de testimonios externos, como los textos, tenemos
que recurrir, para determinar la fecha de apropiación, a las pruebas inter­
nas, es decir, a la fonología de cada palabra; para ello utilizaremos nuestros
conocimientos acerca de los cambios fonéticos que se producen en un mo­
mento dado y en un lugar concreto. Las palabras como street (strata, ‘ca­
lle’)- cheap ‘barato’ y chap ‘tipo’ (caupo, ‘vendedor de comestibles’) pound
(pondus, ‘libra’), chalk (calx, ‘tiza’), copper (cyprium, ‘cobre’), candle
(candela, ‘vela’) cheese (câsëus , ‘queso’) y wine (vI num , ‘vino’) segura­
mente llegaron a Inglaterra al mismo tiempo que la lengua inglesa y fueron
tomadas en préstamo por los anglosajones mientras vivieron en el continen­
te. Otra vía de penetración de las palabras latinas debió de producirse como
consecuencia del contacto con los romanos asentados en Britania: cat (cat­
tus , ‘gato’), fork (fürca , ‘horca’), anchor (ancóra , ‘ancla’), punt ( ponto,
‘barca’). Posteriormente, la llegada del cristianismo favorecería la entrada de
otros términos como apostle ‘apóstol’, canon ‘cañón’, nun ‘monja’, aunque
muchas de estas palabras fueron sustituidas, en inglés, por sus correspon­
dientes versiones francesas. Se ha calculado que, en el siglo que precede a la
conquista normanda, entraron en la lengua inglesa 150 palabras de origen la­
tino, en particular términos técnicos y cultos: como talent (talentum ‘talen­
to’) o plaster (emplastrum ‘emplasto’). Durante el dominio normando en­
traron en el inglés palabras adoptadas del francés pero de origen latino; nor­
malmente eran cultismos como requiem (el acusativo de requies, que es la
primera palabra del introito de la misa), allegory ‘alegoría’, cause ‘causa’,
desk ‘pupitre’ (dïscus), orbit ‘órbita’ o términos jurídicos como client ‘clien­
te’, arbitrator ‘juez, árbitro’, conviction ‘condena’. Creo que es inútil recor­
dar que la mayor parte de estas palabras tomadas del francés son en defini­
tiva latinas, repito, como en el caso de cash ‘caja’ (caisse, capsa), (receive
‘recibir’ (recevoir, RECIPERE) y otras muchas más.
Al imponerse el inglés como lengua para tratar asuntos serios, se tuvo
que ampliar el léxico con palabras latinas; en la Edad Media encontramos
las siguientes: exorbitant ‘exorbitante’, extravagant ‘extravagante’, com­
bine ‘combinar’, discuss ‘discutir’, complete ‘completar’, imaginary ‘ima­
ginario’, etc., todas ellas muy próximas al original en latín. Durante el Re­
nacimiento aumentó el flujo de vocablos nuevos al inglés, pero esta vez
también llegaron palabras de origen griego latinizadas: irony ‘ironía’,
enigma, idea: A pesar de que el latín fue la fuente principal, el vocabula­
rio inglés también acudió a otras fuentes más exóticas como el árabe, el
persa y, después de la conquista· de América, las lenguas amerindias. La
forma inconfundiblemente, latina de vocablos como arbiter, genius, verti­
go, acumen, terminus nos indica que datan de esta época. En tiempos más
recientes han seguido entrando palabras latinas, normalmente en su forma
original: ignoramus, delirium, veto, curriculum, gratis, rabies, stimulus,
lumbago, insomnia, auditorium. Los siguientes términos son de origen
griego aunque latinizados: skeleton, amnesty, energy, orchestra, clinic,
mientras que otros fueron asimilados a través del francés, como acoustic.
En consecuencia, se ha calculado que una cuarta parte del vocabulario
inglés, tomado a modo-de diccionario, es de origen latino. En la forma­
ción de nuevas palabras pueden utilizarse afijos derivados del latín como
por ejemplo -tion (=ción), -ment o re- (de renewal ‘renovación’). Una vez
constatado esto cabría preguntarse si el inglés hubiese podido formar tantas
palabras nuevas a partir de una lengua nativa sin disponer del latín.
Pero que fuese precisamente el latín la lengua predilecta en muchos ámbi­
tos —incluso por encima del vocabulario de origen germánico— nos de­
muestra, una vez más, que el latín fue considerado, y sigue siéndolo, una
lengua culta.
En el periodo que media entre finales del siglo i y el v d.C. se calcula
que se llegaron a introducir en el galés unas ochocientas palabras de origen
latino, probablemente a causa de la presencia romana en la isla. Se trata de
vocablos de uso corriente como ffenestr, ‘ventana’, fénbstra; mur, ‘muro’,
mürus ; caus, ‘queso’, câsëus; braich, ‘brazo’, bracchÍUM; barf, ‘barba’,
barba ; cwyr, ‘cera’ cera ; llyfr, ‘libro’, líber . También existen en galés su­
fijos de origen latino como por ejemplo -awr (- arius) y -awt (-ätiö, ätus).
Otras palabras latinas que penetraron en el galés lo hicieron a través del
francés antiguo o del inglés; se trata, en general, de vocablos comunes a to­
das las lenguas de Europa occidental.
En el caso del alemán, la infiltración de préstamos latinos se produjo a
través de los intercambios comerciales practicados en las fronteras del Impe­
rio romano. Estas son algunas de las palabras: Pflanze, ‘planta’, planta;
Fenster, ‘ventana’, fénestra; Pferd, ‘caballo’, paraveredus (‘palafrén’);
Wein, ‘vino’, vínum . También en el alemán hay palabras procedentes de la
religión cristiana, muchas de ellas de origen griego: Bischof, ‘obispo’, epis­
copus; Mönch, ‘monje’, monacus; Engel, ‘ángel’, angelus. Este proceso irá
en aumento durante los periodos merovingio y carolingio, y en tiempos de
los monjes misioneros irlandeses y posteriormente anglosajones; de esta épo­
ca datan las siguientes palabras: Kloster, ‘monasterio, convento’, claus­
trum; Kreuz, ‘cruz’, CRUX; Münster, ‘catedral, colegiata’, monasterium. Las
palabras latinas que denotan pronunciación irlandesa son: Kreide, ‘tiza’,
creta; Pein ‘angustia, dolor’, poena.
En la alta Edad Media, los notarios de habla germánica utilizaron el la­
tín para los documentos de tipo jurídico, pero en tomo al siglo xm las can­
cillerías empezaron a usar la lengua vernácula, de forma que, lentamente, se
abandonó la costumbre de tomar préstamos directos del latín. Los textos li­
terarios medievales siguieron recibiendo la influencia del francés, por lo cual
las lenguas romances se convirtieron en intermediarias de la entrada de pa­
labras latinas al alemán; este es el caso de Rente, ‘pensión’ (en francés ren­
te, rendita). A través de los contactos con el norte de Italia el alemán reci­
bió expresiones latinas italianizadas: Qant, ‘subasta’ (en italiano incanto, in
quantum). En épocas más recientes se prefirió realizar un calco lingüístico
de la terminología religiosa antes que su adopción directa del latín: aeterni­
tas se convertiría en Ewigheit (‘eternidad’).
Hasta principios del siglo xvn el latín conservó su lugar predominante en
la administración y la erudición alemanas, pero la lengua vernácula ya em­
pezaba a ganar terreno y prestigio, en particular en tiempos de la Reforma.
Aun así, cabe recordar que personajes tan destacados como Leibniz (1646-
1714) escribieron en latín y en francés, y de hecho, en esta época, el voca­
bulario alemán se basaba en estas lenguas. Se suelen utilizar también sufijos
de origen latino, como por ejemplo -ität, -ñon, -abel. Pero esta dependencia
de palabras extranjeras (Fremdwörter), en general latinas, causó la indigna­
ción de los puristas a partir del siglo xvm y ya en época moderna se buscó
sustituir las palabras latinas (en general palabras comunes a todas las lenguas
europeas) por palabras auténticamente alemanas, como por ejemplo Volk en
vez de Nation. Esta costumbre fue llevada al extremo durante el nazismo y,
aunque actualmente se rechaza el radicalismo de los puristas, el legado lati­
no es mucho menor en alemán que en otras lenguas de origen germánico.
Esta transmisión de ítems léxicos y de conceptos comunes a las lenguas
de Europa occidental es el legado más notable de la lengua latina. Pero que­
da un aspecto mucho más importante, que es el uso del alfabeto latino para
la escritura en todos aquellos territorios de confesión católica: las áreas de
habla germánica, celta, magiar y romance. De las lenguas eslavas sólo el po­
laco y el checo utilizan la escritura latina y no la cirílica, mientras que en la
ex Yugoslavia se utilizan ambos alfabetos según la región. En el siglo xix
el rumano adoptó el alfabeto latino, pero en la Moldavia soviética sigue pre­
valeciendo el sistema cirílico. Con la expansión del cristianismo, los siste­
mas occidentales de escritura fueron reemplazados por el alfabeto latino, de­
sapareciendo por ejemplo el sistema Ogham irlandés y la escritura de runas
escandinava. Las reformas gráficas llevadas a cabo en tiempos de Carlo­
magno crearon una versión clara y legible de la escritura latina que es, en
h'neas generales, la que se utilizó en la imprenta, aunque hasta hace poco los
impresores alemanes preferían utilizar la denominada letra gótica.
La escritura latina se utiliza también principalmente en la creación de sis­
temas para escribir lenguas que hasta hoy han sido meramente orales —como
las africanas— y en la «romanización’ de otras lenguas, es decir, en la trans­
cripción de otras lenguas, como por ejemplo los caracteres chinos. Esta escri­
tura alfabética no es una invención de los romanos, sino que éstos la adoptaron
de los griegos y éstos, a su vez, de una lengua semita septentrional. Puesto que
el sistema alfabético es económico y flexible —pues cada sonido (o fonema)
está representado, en principio, por una única letra— es útil e indispensable
para la alfabetización. El alfabeto latino está configurado de tal forma que pue­
de adaptarse con facilidad-a aquellas lenguas que no tienen sonidos latinos, uti­
lizando dígrafos (combinando, por ejemplo, otras letras con la h redundante) y
signos diacríticos (colocados encima o debajo de las letras). Gracias a estas ca­
racterísticas y al enorme prestigio de la lengua latina, el alfabeto latino está re­
conocido como el más adecuado para estas transcripciones en todo el mundo
(excepto en la antigua Unión Soviética).
La influencia ejercida durante mucho tiempo por la gramática latina ha
sido muy sutil, aunque universal. Recordaremos aquí que, en la Edad Me­
dia, se identificó el latín con la gramática, y que las lenguas modernas eran
tildadas de poco sistemáticas, caóticas e incoherentes frente a la organiza­
ción, disciplina y rigor de la lengua de la erudición. Durante mucho tiempo
la enseñanza de la gramática latina fue la vaca sagrada del sistema educati­
vo. Formaba parte del trivium, que algunos consideraban una trivialidad,
mientras que a otros les sonaba a chino. Hasta hace poco estuvo incluida,
como parte fundamental, en el plan de estudios de la enseñanza. La capaci­
dad de enseñar a los alumnos la ardua (y por ello muy instructiva) discipli­
na de la gramática latina era un motivo de orgullo. Por desgracia, como
reacción a esta tradición se ha eliminado de la enseñanza la asignatura de
gramática.
La gramática latina tuvo una difusión tan amplia como asignatura esco­
lar porque era fácil de enseñar. Frecuentemente se acusa, sin razón, a los gra­
máticos latinos de haber copiado ciegamente a sus predecesores griegos, de
quienes tomaron prestado (por medio de traducciones literales) la terminolo­
gía. Pero, dejando a un lado el que fuesen o no originales, es cierto que asen­
taron un importante modelo de descripción lingüística que se convirtió más
tarde en elemento indispensable de la enseñanza.
Como es obvio, en tiempos del Imperio romano era muy útil dominar el
latín «correcto», y de hecho lo ha seguido siendo hasta hace poco. Actual­
mente no hay casi nadie, ni siquiera en el Vaticano, que sepa mantener una
conversación habitual en latín, e incluso en los oficios religiosos sólo lo uti­
lizan —y de forma esporádica— los tradicionalistas. Pero cabe recordar que
hubo un tiempo en el que fue casi una lengua universal, actuando de inter­
mediaria en las comunicaciones entre lenguas vernáculas y entre las perso­
nas de diferentes países. La existencia de una lengua internacional, como el
latín, llegó a ser tan indispensable que, al caer en desuso en el siglo xvn, se
hicieron intentos por sustituirla artificialmente, y la lengua que más pujó por
ocupar este lugar fue el francés. Hoy día se ha querido imponer el inglés
como lengua internacional pero no parece ser del agrado de otras comuni­
dades lingüísticas europeas. De hecho, el inglés que se utiliza intemacio-
nalmente es más bien una «eurolengua» que resalta los elementos latinizan-
tes —comunes a otras lenguas europeas— en detrimento de las expresiones
ídiomáticas nativas.
En el pasado, la enseñanza del latín contribuyó a la aparición de la des­
cripción gramatical, perfeccionándose y formulándose, con mucho rigor, las
normas de la gramática latina. Aparte de métodos pedagógicos para la ense­
ñanza de la gramática, los estudiosos medievales elaboraron teorías sobre la
semántica lingüística y su relación con el razonamiento lógico. Por supues­
to, todo esto no estaba dirigido al hombre de a pie, pero no dejó de ser un
paso adelante en el perfeccionamiento de la lengua comparable al que hicie­
ron los gramáticos del sánscrito.
La tradición lingüística latina se basaba, por supuesto, en una lengua es­
pecífica. La intención modistae (seguidores de la gramática especulativa)
medieval de vincular esta tradición a la Gramática Universal fue buena,
pero probablemente estuvo mal encaminada. Llegados a este punto sería ne­
cesario volver a recordar que el latín es, ante todo, una lengua «sintética»
en la que la relación entre los elementos de la oración está indicada por las
modificaciones de las palabras (declinar significa «curvar» el final de una
palabra de forma que pueda acoplarse a otros elementos). El sistema de ca­
sos —con sustantivos que, al caer (CÄSUS) como los dados, en diferentes po­
siciones, muestran configuraciones concretas— tiene su parangón, en cuan­
to a función, en lenguas no sintéticas. Sin embargo, en el caso del latín, las
adaptaciones formales a la palabra son indispensables para indicar estas fun­
ciones. Por ello la gramática, para describir modelos de oración, está mejor
—y más adecuadamente— estructurada morfológicamente (en el sentido de
modificación formal de las palabras individuales) que sintácticamente. Por
consiguiente, la gramática está más orientada a la definición de categorías
de palabras (sustantivos, verbos, etc.) y a las formas características de las
mismas, que a la manera que tienen de relacionarse las palabras para la for­
mación de proposiciones. El significado se describe en términos lexicales.
Quienes estaban interesados en el tema tenían la posibilidad de disfrutar
con el estudio de la morfología latina a través de los manuales elegante y
exquisitamente redactados. Aunque éstos también tenían su lado negativo;
ya que en el caso de no poder aplicar este modelo explicativo a una lengua,
esta era automáticamente desvalorizada y calificada de no gramatical e in­
ferior. A medida que las lenguas vernáculas fueron adquiriendo un mayor
prestigio, los especialistas consideraron conveniente asemejarlas al latín. En
consecuencia, se asignó a aquellas lenguas que no tenían casos morfológi­
cos para el sustantivo —como el inglés o el francés— un sistema de casos
con la incorporación de preposiciones (of-the-dog: «del perro», genitivo; to-
the-dog, «al perro», dativo), lo que condujo a que se confundiese la forma
con la función. Además de esto, toleraron muy poco las variaciones natura­
les propias de una lengua (puesto que, según ellos, el latín era monolítico)
y condenaron de antemano los usos inconfundiblemente nativos aunque so-
cialmente estuvieran diferenciados. Uno de los resultados de este proceso de
adaptación de la lengua moderna a las normas del latín, que se considera-
ban universales y lógicas, se refleja en la lengua inglesa, concretamente en
la desaparición de la «doble negación» («I don’t want no bread», «no quie­
ro nada de pan»), o del infinitivo partido («to badly want»).
Pero una medida todavía más arbitraria fue la aplicación de una gramáti­
ca morfológica de tipo latino .a:ia descripción de lenguas que carecían de ele­
mentos morfológicos, como por ejemplo el chino o algunas lenguas de Áfri­
ca occidental. Así, la definición de «palabra», de «sustantivo», de «verbo»,
tan inequívoca en latín, es más confusa en otras lenguas, por lo que sería más
conveniente utilizar otras categorías o criterios de categorización.
A medida que ha ido evolucionando la lingüística moderna, la gramática
tradicional (es decir, latina) ha sido rechazada y se ha optado por modelos
gramaticales más modernos y universales. Aun así, no existe un modelo con­
sensuado. Mientras, paralelamente a la lenta desaparición del latín en la edu­
cación escolar, los universitarios actuales no tienen un claro concepto de un
modelo gramatical e incluso desconocen y sienten poca curiosidad por la
gramática, con lo cual aceptan sin más, y sin un análisis previo, los comple­
jos mecanismos de la lengua. El modelo de gramática latina es, a pesar de
sus defectos, infinitamente mejor que cualquier otro: cumple todos los re­
quisitos descriptivos de elegancia, sencillez y rigor. Pero ante todo es muy
didáctica. Esperemos que en un futuro no se pierda este legado.
Debemos nuestras nociones de estilo —que algunos autores modernos
han desestimado— , tal y como fueron transmitidas a las lenguas modernas,
a la tradición lingüística latina. Recordaremos ahora que, cuando empeza­
ron a surgir las diferentes lenguas del occidente europeo —muchas de ellas
a partir del siglo xvi—, los árbitros de la lengua establecieron el latín como
el paradigma que una lengua nacional debía seguir. Se dio gran importan­
cia al estilo «clásico», que significaba claridad, falta de ambigüedad, mo­
deración, concisión, economía de expresión, elegancia y musicalidad. Al­
gunas de las consecuencias negativas de esta actitud fueron, como ya dije
anteriormente, la intolerancia frente a la variación y una concepción exce­
sivamente rígida de la precisión, todo ello basado en criterios sociales y es­
téticos. Otras medidas adoptadas fueron la imposición a veces de normas
ajenas a la lengua de la comunidad o calificar de vulgares y bárbaras algu­
nas maneras de expresarse vivaces y totalmente lícitas. Aun así, este tipo de
«ingeniería del lenguaje» practicado en lenguas corrientes facilitó la comu­
nicación entre comunidades lingüísticas. Es evidente que fue el latín el que
indujo a los manipuladores de la lengua a impulsar las lenguas vernáculas
para temas más serios.
Espero haber demostrado que el legado de la lengua latina abarca mu­
chos aspectos cuyo origen algunos desconocían. De todos modos, se trata
del latín actualmente vivo como lengua al igual que sus herederas, las len­
guas romances. Aun cuando fuese sólo una minoría la que tuviese acceso a
la variedad «muerta» del latín, se seguiría manteniendo la lengua en aque­
llos países que, hace dos milenios, la adoptaron como lengua materna y que,
hoy día, siguen siendo conscientes de tan rico legado.
B ibliografía

Para las lenguas romances los libros más accesibles en inglés son: W. D. Elcock,
The Romance Languages, Londres, 1975', desde un punto de vista filológico; R. Pos-
ner, The Romance Languages—a Linguistic Introduction, Nueva York, 1966, una
consideración desde la lingüística.
Para un estudio lingüístico más especializado: M. Harris y N. Vincent, eds., The
Romance Languages, Londres, 1988, una colección de ensayos introductorios a cada
lengua; y R. Posner, The Romance Languages, Cambridge, en preparación, un estu­
dio comparativo basado en aspectos lingüísticos, sociolingüísticos y tipológicos.
Orientaciones bibliográficas e introducciones a la disciplina: I. Iordan, J. Orr y
R. Posner, An Introduction to Romance Linguistics: its Schools and Scholars, Ox­
ford, 1978, y R. Posner y J. Green, eds.. Trends in Romance Linguistics and Philo­
logy, i-rv, La Haya, 1980-1982; v, Berlin, 1991. El primero es una introducción y el
último un compendio de artículos que abarca todos los aspectos sobre el estado de
la cuestión.
Sobre las conexiones entre el latín y la lengua romance: R. Wright, Late Latin
and Early Romance in Spain and Carolingian France, Liverpool, 1982, es vivaz y
provocativo, una buena introducción al tema.
Sobre la historia de la lengua inglesa: B. M. H. Strang, A History o f English, Lon­
dres, 1970, perfectamente inteligible y dedica una parte a los préstamos del latín.
Sobre el galés y el latín: K. H- Jackson, Language and History in Early Britain:
A Chronological Survey o f the Brittonic Languages, First to Twelfth Century AD,
Edimburgo, 1953, es la obra básica para el latín hablado en Britania y su influencia
sobre el galés.
Sobre la historia de la lengua alemana: C. J. Wells, German: A Linguistic History
to 1945, Oxford, 1985, muy actualizado, incluye información acerca de la influencia
ejercida por el latín.
[Sobre la historia de la lengua castellana: R. Menéndez Pidal, Orígenes del espa­
ñol. Estado lingüístico de la Península ibérica hasta el siglo X!, Madrid, 1986l0; id.,
Manual de gramática histórica española, Espasa-Calpe, Madrid, 196813. Rafael La-
pesa, Historia de la lengua española, Gredos, Madrid, 19819.]
Sobre la tradición de la gramática latina en Europa: G. A. Padley, Grammatical
Theory in Western Europe 1500-1700: The Latin Tradition, Cambridge, 1976, es el
estudio más concienzudo y reciente que se haya hecho hasta ahora sobre el tema.
R. H. Robins, A Short Story o f Linguistics, Londres, 19903, es la obra clásica, e in­
cluye información valiosa sobre las teorías antiguas y medievales.
Robert Feenstra
XIV. EL DERECHO

No cabe duda de que el influjo del derecho romano constituye uno de los
aspectos más importantes y al mismo tiempo complejos del «legado de
Roma». Numerosas metáforas se han empleado para describir esta influencia.
Aparte de la imagen del «duende» que reaparece en una «segunda vida ... tras
la desaparición del cuerpo en el que vio la luz por primera vez» (Vinogradoff)
y la comparación con el pato que de cuando en cuando desaparece bajo el
agua pero que siempre vuelve a emerger a la superficie (Goethe), podría citar
las palabras de Rudolf Jhering, jurisconsulto alemán del siglo xdc: «Tres han
sido las ocasiones en que Roma ha dictado leyes al mundo; y las tres veces
encaminó a los pueblos hacia la unidad; la primera vez, cuando el pueblo ro­
mano se hallaba en su máximo esplendor, condujo a la unidad estatal; la se­
gunda, tras su decadencia, trajo la unidad eclesiástica; y la tercera, fruto de la
recepción del derecho romano, impulsó en la Edad Media la unidad jurídica».
Como veremos más adelante, «recepción» y «unidad jurídica» son tér­
minos que precisan matizarse. De todos modos, parece adecuada la compa­
ración con el Imperio romano y la Iglesia católica romana. De hecho, no
cabe hablar únicamente de comparación: tanto la «renovación» del Imperio
romano en Occidente que tuvo lugar en el año 800 como la «reforma» de la
Iglesia católica a finales del siglo xi desempeñaron un importante papel en
el «renacer» del derecho romano a partir del siglo xn. Antes de pasar a exa­
minar esta faceta medieval, sin embargo, debemos aclarar qué se entiende
por «derecho romano» en este contexto.
Lo que interesa de una «herencia» no son los bienes que el difunto pose­
yó en vida y que se perdieron antes de su muerte: lo único que importa es lo
que se ha conservado. El heredero normalmente buscará un inventario. Si
aceptamos —para nuestro propósito— que Roma murió al concluir el reinado
de Justiniano (527-565), que, tras la caída del último emperador occidental en
476, trató de reestablecer la autoridad imperial en Occidente, no hallaremos
mejor inventario que el que nos dejó Justiniano en su codificación, conocida
habitualmente con el nombre de Corpus iuris civilis (aunque en este contexto,
el origen de la expresión esté en la baja Edad Media).
Al lector contemporáneo el término codificación tal vez le sugiera algo
bastante distinto de un inventario: algo que incluya normas nuevas y no sólo
una clasificación de las existentes. La codificación de Justiniano, sin embar­
go, no se parece a la mayoría de los códigos europeos modernos. Origina­
riamente, comprendía tres obras principales, cada una de las cuales poseía
características propias; aunque la cuarta parte no se promulgó oficialmente
como un todo, los juristas medievales le otorgaron el mismo valor que a las
tres restantes.
El Digesto (también llamado Pandectas) es la parte cuantitativa y cualita­
tivamente más importante del Corpus iuris civilis y fue promulgado el 16 de
diciembre de 533. Se trata de una colección de fragmentos o extractos de lon­
gitud variable de juristas pertenecientes a una época muy anterior a la de Jus­
tiniano, generalmente de los siglos i, π y principios del m d.C. Justiniano —o,
mejor dicho, la comisión que nombró a tal efecto, presidida por Triboniano—
no incluyó los textos completamente en su forma original: algunos ya habían
sido modificados al llegar a manos de la comisión, otros fueron alterados de­
liberadamente con permiso de Justiniano. De todos modos, los textos del Di­
gesto presentan el derecho esencialmente tal y como era en la época en que sus
autores vivieron y trabajaron. Ello le confiere un carácter híbrido: desde el
punto de vista formal expresa el derecho tal y como se supone que estaba vi­
gente en tiempos de Justiniano, pero en realidad recoge el derecho de un pe­
riodo muy anterior, al que los historiadores (del derecho) habitualmente deno­
minan periodo clásico.
El Código forma el segundo gran bloque de la codificación de Justiniano.
Tras la publicación en 529 de una primera versión (que no ha llegado hasta
nosotros), el 16 de noviembre de 534 fue promulgada la segunda y definitiva
versión. Contema una compilación de medidas legislativas imperiales (cons­
tituciones formales o rescriptos destinados a oficiales imperiales o a particu­
lares, de apücación universal), que datan de los siglos π a vi d.C. El Código
había sido precedido por una colección similar, publicada por el emperador
Teodosio H en 438 (Código de Teodosio). Aunque el Código de Justiniano
comprendía asimismo material de otros tiempos (con algunas alteraciones), su
carácter era menos heterogéneo que el del Digesto: las constituciones ya te­
nían validez legal antes de la codificación y sólo contenían unas pocas con­
tradicciones, en tanto que los fragmentos del Digesto eran opiniones privadas
elevadas a rango de ley por decreto especial de Justiniano.
Las Instituciones constituyen la tercera parte del Corpus iuris. Se trata de
un manual oficial para la enseñanza del derecho, promulgado en fecha algo
anterior a la del Digesto (21 de noviembre de 533). Buena parte de su con­
tenido se tomó de un manual privado de gran popularidad, confeccionado por
Gayo, jurista del siglo n; y complementado por fragmentos de otros manua­
les antiguos. A diferencia del Digesto y del Código, en las Instituciones no
se hallan indicadas las fuentes de los textos.
Como ya apuntamos más arriba, los juristas de la Edad Media añadieron
una cuarta parte al Corpus iuris. Ésta se componía de una serie de Novellae
(Novelas), nuevos edictos (novellae constitutiones) publicados por Justinia­
no durante los treinta años de su reinado posteriores a 534, que modificaban
y complementaban disposiciones anteriores. Nunca llegó a publicarse una
compilación completa de las Novelas, si bien existían varias colecciones par­
ticulares. Hasta el siglo xn sólo se conocía en Occidente una de estas colec­
ciones, que reunía 124 Novelas recopiladas hacia 555 por un jurista llamado
Juliano (Epitome Juliani). Cuando a principios del siglo xn se descubrió otra
colección más amplia, los juristas la llamaron Authenticum (probablemente
porque le atribuían la condición de oficial).
El Corpus iuris civilis —con las cuatro partes que acabamos de describir:
Digesto, Código, Instituciones y Novelas— distaba mucho de ser una unidad
homogénea. Ya hemos-hecho referencia al carácter híbrido del Digesto. Pues­
to que era la parte más importante de la codificación de Justiniano, transfirió
su carácter al Corpus iuris en su globalidad. Con todo, uno de los mayores
logros de Justiniano y sus colaboradores reside en ajustarse a la tradición res­
catando fragmentos de autores clásicos. En palabras de F. de Zulueta: «Lo
que le imprime esa grandeza especial al Corpus iuris y explica su continua­
da influencia es el Digesto ... el derecho clásico conservado en su estado pri­
migenio jamás habría podido tener tanta influencia en la Edad Media como
la que tuvo el heterogéneo Corpus iuris».
Ya hemos aludido antes al resurgimiento del derecho romano que se pro­
dujo en el siglo xn. En realidad, se debe precisamente a esta circunstancia el
que la codificación de Justiniano fuera dada a conocer a través del Corpus
iuris en Europa occidental. Al examinar la influencia del derecho romano en
Occidente debiera distinguirse entre el periodo anterior y el periodo posterior
al siglo xn.

E l problema de la continuidad

En relación al primer periodo, no hay que olvidar que desde finales del si­
glo rv el Imperio romano quedó escindido definitivamente en dos: un imperio
en Occidente y otro en Oriente. Si bien el imperio occidental sobrevivió no­
minalmente hasta 476, durante el siglo v los reinos germanos ocuparon pro­
gresivamente su lugar. No obstante, el derecho romano subsistió hasta cierto
punto en estos reinos. Durante un tiempo, germanos y romanos continuaron
viviendo bajo sus propias leyes; algunos reyes germanos incluso elaboraron
códigos especiales para sus súbditos romanos. Aquí sólo aduciremos un ejem­
plo, el lex Romana Visigothorum, elaborado en 506 por el rey visigodo Alaii-
co Π (y por eso también conocido por Breviario de Alarico). Esta obra, que
ha pervivido en numerosos manuscritos, contiene constituciones imperiales
romanas (extraídas del Código de Teodosio de 438) y una breve selección de
compendios de unos cuantos libros de texto clásicos y libros de ejemplos; du­
rante mucho tiempo, esta fue la única fuente a través de la cual era posible ac­
ceder a estos textos y constituciones.
Aparte de este código para los súbditos romanos, la legislación visigoda
muestra además una marcada influencia del derecho romano. El derecho vi­
sigodo era el más desarrollado de los derechos germánicos, pero a partir de
finales del siglo v hasta mediados del siglo vn estuvo sometido a un fuerte
proceso de romanización. La legislación de los lombardos en el norte y cen­
tro de Italia permaneció más fiel a sus raíces teutonas, como ha señalado Vi-
nogradoff; no obstante, la influencia del derecho romano en Lombardia no
fue escasa, particularmente en lo que atañe a la práctica jurídica, como lo de­
muestran las formulae lombardas para la redacción de contratos. A inicios
del siglo vm se aprecia en la legislación una corriente de reflexión jurídica,
que pudo haber sido consecuencia de una invasión de ideas romanas y que
posteriormente pudo haber franqueado el paso a la consideración de la doc­
trina romana. En el imperio franco la resistencia al derecho romano fue su­
perior que en Lombardia. Aun así, pueden señalarse varios senderos por los
que las normas romanas accedieron a la práctica. El papel de la Iglesia fue
considerable, ya que empleando la formulación del código de los francos ri-
puarios, «la Iglesia actúa de acuerdo con el derecho romano» (ecclesia vivit
iure Romano). Respecto al caso lombardo, las formulae destinadas a docu­
mentos legales muestran la influencia del elemento jurídico romano en el te­
rreno de las transacciones privadas.
La cuestión de si estas formas de supervivencia del derecho romano fue­
ron acompañadas de un aprendizaje jurídico ha suscitado numerosas contro­
versias en la doctrina moderna: ¿hubo o no continuidad de la jurisprudencia
romana en Occidente entre los siglos vi y xi? Algunos autores de finales del
siglo pasado y las cuatro primeras décadas del presente, en su mayoría ita­
lianos, han respondido a la pregunta afirmativamente; la opinión predomi­
nante en nuestros días, sin embargo, es que no hubo tal continuidad, si, con
Kuttner, entendemos por «jurisprudencia» «una disciplina coherente desde el
punto de vista intelectual, un conocimiento de las fuentes que pueda servir
de guía al pensamiento jurídico, diferenciado de la rutina profesional de no­
tarios, jueces y otras autoridades de la Italia del siglo xi, cuya noción acerca
de las necesidades cotidianas de los negocios legales era precientífica». No
hay indicios de una enseñanza jurídica organizada en facultades, donde po­
dría haber florecido jurisprudencia en sentido estricto.
De este modo, la influencia del derecho romano en el primero de los dos
periodos antes establecidos parece haber sido bastante limitada.

E l renacer de la jurisprudencia

En el siglo xn se produjo una renovación de la jurisprudencia estrecha­


mente relacionada con el completo acceso al Corpus iuris civilis. En el pe­
riodo precedente sólo se conocían fragmentos del Código de Justiniano, de
las Instituciones y el Epitome Juliani (versión reducida de las Novelas),
todos ellos conservados en Lombardia y en las regiones de Italia anterior­
mente adscritas al Imperio bizantino. La reaparición del Digesto, en 1070,
marcó el punto de inflexión.
La crónica de esta reaparición merece especial atención. El texto com­
pleto del Digesto se conserva aún hoy en un manuscrito del siglo vi que de­
bió de ser elaborado poco después de su promulgación. Ignoramos lo que
fue de él hasta finales del siglo XI. Lo cierto es que se encontraba en Pisa
en el siglo xn. Resulta dudosa la afirmación de que los písanos lo trajeron
a su ciudad tras la expedición a Amalfi en 1135. En 1406 los florentinos se
apoderaron de él como botín de guerra. Desde entonces ha permanecido en
Florencia, donde en la actualidad constituye la joya de la Biblioteca Lau-
renziana (aunque ya no es posible acceder a él). Si bien en el siglo xin se le
denominó littera Pisana,-entre los investigadores actuales se conoce como
el codex Florentinus (F) o (littera) Florentina. Todas las copias existentes
del Digesto (excepto un fragmento del siglo ix) derivan de este manuscrito.
Tal y como demostró concluyentemente Theodor Mommsen (aunque Anto­
nio Agustín ya se había dado cuenta de ello en el siglo xvi), los llamados
manuscritos vulgata, integrados en el littera Bononiensis, se remontan a un
único modelo extraviado, el codex secundus (S), que a su vez es una copia
revisada de F. Por lo general, las correcciones de S reflejan una serie de cri­
terios filológicos y críticos que permiten situar su origen en el último tercio
del siglo XI, periodo en que suelen ubicarse los inicios de la Escuela de Bo­
lonia.
Bolonia se acepta comúnmente como cuna de la ciencia jurídica europea.
Sin embargo, los detalles acerca de la primera actividad no están del todo
claros. Tradicionalmente viene considerándose a Imerio (Guamerius) —que
aparece unas veces como abogado (causidicus) y otras como juez (iudex) en
documentos del periodo entre 1112 y 1125— como el fundador de la escue­
la de derecho romano de Bolonia. Según una antigua crónica, reemprendió el
estudio del derecho romano —durante tanto tiempo relegado al olvido— a
petición de la condesa Matilde. Sin embargo, los últimos indicios respaldan
la teoría (formulada ya en algunas fuentes antiguas) que ve en la figura del
maestro Pepo un predecesor de Imerio. En la década de 1180 Ralph Niger
consideraba a Pepo un baiulus (¿mensajero?, ¿profesor?, ¿abanderado?)
de las Instituciones y el Código de Justiniano y afirmaba que aún no estaba
familiarizado con las Pandectae (Digesto). Lo cual, en opinión de Kuttner,
significa que «el proceso de lectura, absorción y asimilación de ese ingente
material de pensamiento jurídico altamente sofisticado transcurrió de forma
bastante lenta entre los años 1070 y 1100». Para Kuttner, los escritos de la
escuela ticinense de derecho lombardo (anterior a la escuela bokmesa), jun­
to con una serie de extractos —posiblemente de origen eclesiástico— de las
Instituciones y el Digesto empleados en dos ocasiones por canonistas de la
última década del siglo xi, constituyen un testimonio de ese «ritmo lento».
Las consideraciones de este autor sobre el papel de la escuela de derecho
lombardo y la importancia del redescubrimiento del Digesto han sido criti­
cadas recientemente por Radding, que considera que la jurisprudencia me­
dieval no nació en Bolonia sino en Pavía. Los argumentos de Radding, sin
embargo, no son convincentes. La conexión que Kuttner y otros establecen
entre reforma de la Iglesia gregoriana e inicios de la nueva jurisprudencia pa­
rece más plausible. Sirva como ejemplo la hipótesis según la cual la biblio­
teca de Montecassino podría haber sido el lugar donde se halló y se copió el
codex Florentinus.
Sea como fuere, lo cierto es que gracias a Imerio y sus discípulos —los
quattuor doctores, Búlgaro, Martín, Jacobo y Hugo— , cuya actividad se de­
sarrolló en Bolonia hacia mediados del siglo xii— las doctrinas jurídicas
fueron tomando cuerpo hasta el punto de que nos es permitido hablar de una
jurisprudencia nueva. El conocimiento de los nuevos textos de autoridad
y los nuevos métodos interpretativos se extendieron en poco tiempo a otros
lugares, sobre todo del norte de Italia y sur de Francia. Algunos escritos re­
dactados fuera de Bolonia y atribuidos a una tradición preimeriana por aca­
démicos del siglo XIX y principios del xx, reflejan, a la luz de recientes es­
tudios, la influencia boloñesa. Los textos y documentos descubiertos en los
últimos tiempos son testimonio de la importancia de algunos núcleos tem­
pranos de ciencia jurídica en el sur de Francia. Con todo, fue en Bolonia
donde continuó desarrollándose la nueva jurisprudencia, proceso que culmi­
nó en la creación de unas cuantas obras clásicas llamadas a dominar el pa­
norama europeo de la ciencia jurídica hasta el siglo xvn.
Tradicionalmente, los intérpretes boloñeses del Corpus iuris del periodo
fundador (siglo xn y primera mitad del xin) reciben el nombre de glosado­
res. Esta denominación procede del término glossae (notas marginales). Cier­
tamente, el grueso de la producción literaria de estos autores que ha llegado
hasta nosotros se compone de glosas de distintos tipos, que corresponden a
distintos géneros literarios. La modalidad más antigua son las allegationes,
un conjunto de referencias a textos paralelos o divergentes, que sirvieron de
base para tratar de armonizar los textos. Justiniano había afirmado que su
obra legislativa no presentaba contradicciones. Buena parte de las primeras
glosas se encaminan, precisamente, a aportar soluciones a referencias encon­
tradas (contraria). Estas glosas reflejan, sin duda, un sorprendente conoci­
miento de todos los elementos del Corpus iuris. Otros géneros de primera
hora son los generalia o notabilia (breves normas generales extraídas de un
texto), las distinctiones (de conceptos jurídicos) y las quaestiones (cuestiones
que era posible plantearse en relación con los textos). Por reunión de distin­
tos tipos de glosas se crea un apparatus, que en muchos casos constituye la
base de la lectio de los profesores. Algunas glosas alcanzaron tal grado de
desarrollo que se separaron de la lectio o apparatus. Así ocurrió no sólo con
las distinctiones y quaestiones, sino también con los casus (ejemplos con­
cretos para ilustrar los textos, con que los profesores a veces comenzaban las
clases) y las summae (de tituli particulares de las partes del Corpus iuris).
No es posible incluir en el marco de este trabajo una lista exhaustiva de
todos los glosadores y sus obras. Únicamente citaremos dos nombres: Azzo
y Accursio, ambos activos en la primera mitad del siglo xm. Azzo (m. ha­
cia 1230) debe su fama principalmente a su Summa Codicis y su Summa Ins­
titutionum, que,, reunidos con escritos del mismo género de otros autores con
el título Summa Azonis, constituyeron durante siglos el compendio más pres­
tigioso de derecho romano:'«Chi non ha Azzo, non vada a palazzo» («quien
no tenga a Azzo que no vaya a palacio»). Su discípulo Accursio (m. 1263)
alcanzó aún más celebridad gracias a su apparatus de glosas de todo el Cor­
pus iuris, que compiló a partir de obras antiguas del mismo género. Sobre la
base de un apparatus de su maestro (Azzo), Accursio realizó una selección
del material antiguo, en la que procuraba indicar el nombre del glosador que
había sostenido determinada posición, tratando además de superar las disen­
siones que habían surgido entre juristas anteriores. La llamada Gran glosa de
Accursio alcanzó un éxito inmediato y se convirtió en el único comentario
autorizado del Corpus iuris, puesto que fue añadida como Glossa ordinaria
al texto en los manuscritos elaborados en Bolonia bajo la dirección de la uni­
versidad. Su empleo no se circunscribió a la Universidad de Bolonia, sino
que se extendió a todas las universidades en que se estudiaba el Corpus iuris.
Hasta mediados del siglo xvi (y, en consecuencia, también en ediciones im­
presas) el texto del Corpus iuris iba acompañado casi siempre de la Gran
glosa de Accursio.
Al periodo de los glosadores siguió el de los llamados posglosadores o
comentaristas, que va desde mediados del siglo xm hasta finales del xv. Es­
tos términos, en especial el de «posglosadores», han sido bastante discutidos
ya que reflejan la opinión desfavorable que algunos académicos del siglo pa­
sado (sobre todo Savigny) tenían de sus obras en comparación con las de los
glosadores. En la actualidad, prácticamente nadie comparte esta visión. Por
otra parte, la idea implícita en el término «comentaristas», o sea, que los ju­
ristas de este periodo se distinguieron de sus predecesores esencialmente por
escribir comentarios en lugar de glosas, es asimismo discutible, por lo que
preferimos la denominación tradicional «posglosadores».
Parece razonable creer que al comienzo de este periodo el núcleo de la
nueva jurisprudencia se desplazó fuera de Italia. Independientemente de las
visitas temporales de profesores y estudiantes boloñeses a otras ciudades de
Italia y de la fundación de universidades en Nápoles (1224) y otros puntos
de la geografía italiana, ya en la época de los glosadores se enseñaba dere­
cho romano en otros lugares de la Francia meridional, aunque esta difusión
tuvo un carácter más bien efímero. En la década de 1240 la escuela de dere­
cho de Orleans —de la que se tiene por primera vez noticia en 1235— (Or­
leans no tuvo universidad hasta 1306) atrajo a un grupo de disidentes de Bo­
lonia, discípulos de rivales de Accursio que habían tratado en vano de frenar
la influencia que empezaba a tener su Gran glosa. Algunos profesores de de­
recho de Orleans alcanzaron gran popularidad durante la segunda mitad del
siglo xm. Tal es el caso de lacques de Révigny (m. 1296) y Pierre de Belle-
perche (m. 1308). Ambos se interesaron por la teoría en grado superior al de
sus predecesores italianos, aunque sin perder de vista la práctica. De esta ma­
nera contribuyeron decisivamente al derecho internacional privado. Sus obras
más importantes son lecturae y repetitiones de las diferentes partes del Cor­
pus iuris, que por desgracia no se han conservado más que a través de unos
pocos y raros manuscritos (la mayoría de estas obras no fue impresa —o en
su caso bajo nombres falsos— en los siglos xv y xvi, en tanto que muchos de
los trabajos de sus colegas italianos de los siglos xiv y xv recibieron amplia
difusión hasta principios del siglo xvi por medio de ediciones impresas).
La prosperidad de la Escuela de Orleans no duró más de unas décadas. En
el siglo XIV el testigo de la ciencia jurídica retoma a Italia (aunque no en es­
pecial a Bolonia). No obstante, Révigny y Belleperche ejercieron bastante in­
fluencia sobre los juristas italianos más conspicuos del momento. Ciño da Pis­
tola (m. 1336) fue el primero en incorporar las ideas provenientes de Francia
a sus lecturae del Código. Se trata de una de las obras medievales de derecho
romano más sugerentes, únicamente eclipsada por las lecturae de su discípu­
lo Bartolo de Sassoferrato (c. 1314-1357), el más popular e influyente de los
juristas medievales. Bartolo se ha convertido en símbolo de todas las cosas
buenas y malas que se han escrito en siglos posteriores acerca de la ciencia
jurídica medieval. Sus comentarios, sus tratados de dimensiones reducidas (es
preciso señalar que le fueron atribuidos algunos tratados equivocadamente) y,
sobre todo, sus consejos, consilia, se extendieron por toda Europa occidental,
primero en manuscritos y más tarde en ediciones impresas. Lo mismo puede
decirse de su discípulo Baldo degli Ubaldi (c. 1327-1400). Debemos abste­
nemos de citar a más posglosadores italianos, cuyos métodos difieren poco de
los de Ciño, Bartolo y Baldo. Se hace difícil describir esta metodología en
unas líneas. Se basa en los glosadores así como en los juristas franceses de
Orleans, pero lo que los distingue de estos predecesores, más que un mayor
interés en la práctica jurídica —como se ha afirmado muchas veces—, es el
uso sistemático de otras fuentes además del Corpus iuris, en concreto de los
estatutos de ciudades italianas y textos de derecho canónico.
La jurisprudencia que penetró en otros países fuera de Italia y Francia lle­
vaba casi siempre el carácter que le imprimieron los posglosadores. Esta
apreciación enlaza con la cuestión de la «recepción del derecho romano»,
tema predominante en la historia del derecho alemana, sobre todo en los úl­
timos dos siglos.

La «recepción» del derecho romano

El concepto «recepción» aplicado al contexto jurídico fue acuñado por un


académico alemán del siglo xvn, Hermann Corning, que lo empleó en su De
origine iuris Germanici (1643) con el objeto de contrarrestar una leyenda
surgida en el siglo xvi según la cual el emperador Lotarío ΠΙ habría otorga­
do oficialmente rango de ley al manuscrito del Digesto —al que más arriba
hemos denominado littera Pisana o codex Florentinus— , tras haberlo descu-
bierto en Amalfi en 1135 durante su campaña por el sur de Italia. Coming
dejó claro que la vigencia del derecho romano no derivaba de una promul­
gación imperial, sino de su aceptación por el uso (usu receptum) en los tri­
bunales, debido a la influencia de los juristas que se habían formado en las
universidades italianas. El términa«recepción», que estaba en consonancia
con el llamado Usus modernus Pandectarum (sobre el que volveremos más
adelante), significó el origen de una orientación científica del derecho ale­
mán y condujo, en el siglo xix, a las teorías de los historiadores del derecho
alemanes que interpretaban la «aceptación» del derecho romano en Alema­
nia (y en otras naciones) como resultado o bien de una sumisión voluntaria
o bien de la imposición obligada a una población indócil. «Romanistas» y
«germanistas» se enfrentaban en este y otros terrenos. Así, se desarrollaron
teorías destinadas a explicar la recepción. Una de las primeras recurre a la in­
suficiencia básica del derecho alemán. Dicha deficiencia se habría puesto de
manifiesto como consecuencia de la expansión del comercio, sobre todo en
las ciudades. Esta explicación recibió duras críticas y por lo general se re­
chaza en la actualidad. Lo mismo cabe decir de la imagen de la recepción
como «enfermedad», que se halla en la base de las conocidas palabras de
Heinrich Brunner, en el sentido de que Gran Bretaña y Francia eran inmunes
a una «infección nociva» porque les había sido inoculada «una dosis profi­
láctica» de derecho romano en épocas anteriores.
En la actualidad se continúa empleando la expresión «recepción del dere­
cho romano», aunque en un sentido mucho más amplio que el que le daban
Conring y los académicos del siglo pasado. Se aplica también a otros países
(no sólo a Alemania) para describir el desarrollo que extendió el derecho ro­
mano fuera de Italia (donde la utilización del mismo en la práctica jurídica
estaba directamente vinculado a la actividad de glosadores y posglosadores).
En este contexto suelen destacarse los diversos aspectos de la llamada pri­
mera recepción, que tuvo lugar, con alguna diferencia de tiempo, en todos los
países de Europa occidental.
Uno de estos aspectos consiste en las llamadas cláusulas de renuncia en
los documentos. En virtud de estas cláusulas las partes del contrato renun­
ciaban a determinadas excepciones o privilegios del derecho romano. Así,
por ejemplo, «renuncio a la exceptio Senatusconsulti Vellaeani» (protección
de mujeres si éstas han asumido la responsabilidad sobre otras personas). Es­
tas cláusulas, que ya se observan en documentos italianos de la segunda mi­
tad del siglo xn, aparecen al otro lado de los Alpes a partir del siglo xm, en
un tiempo en que las alusiones al derecho romano en otras fuentes, como
puedan ser estatutos municipales y compilaciones de derecho consuetudina­
rio, son prácticamente inexistentes. ¿Hay que entender esta circunstancia
simplemente como un alarde de saber por parte de algún escribano que ha­
bría copiado con frecuencia las cláusulas ignorando el verdadero significado
de los recursos utilizados? Desde luego es probable que muchos documen­
tos fueran copiados a la ligera, pero este fenómeno no habría tenido tanta re­
percusión de no existir ciertos conocimientos efectivos de derecho romano
en el país de destino. Es preciso señalar que casi todas las cláusulas apare­
cen por vez primera en documentos provenientes de jueces eclesiásticos, of­
ficiales. En particular, de aquellos officiales que habían visitado universida­
des extranjeras, en Bolonia u otras ciudades italianas y más tarde también en
Francia (en especial eñ Orleans). Es posible que estos jueces aplicaran el de­
recho romano en los tribunales eclesiásticos y que el propio temor a verse
perjudicados por algún recurso del derecho romano incitara a los redactores
de otros documentos a utilizar las cláusulas de renuncia.
«La Iglesia Católica Romana fue la primera gran organización que re­
quirió los servicios de legistas» (Coing). El número de personas de leyes
que ocupan cargos eclesiásticos aumenta sensiblemente en Europa occiden­
tal a lo largo de los siglos xiv y xv. Durante la segunda mitad del siglo xii
la Iglesia había iniciado la reforma de su sistema judicial. El Corpus iuris
contenía reglas procedimentales esparcidas a lo largo del texto, aunque los
romanos no las recopilaron sistemáticamente ni trataron el procedimiento
como un tema independiente. Este papel se otorgó a las ordines judiciarii
(guías breves para el procedimiento) del siglo xu y a los voluminosos trata­
dos del siglo XIH, que, en palabras de van Caenegem, «hicieron lo que los
romanos no llegaron a hacer de forma explícita: elaborar una doctrina del
procedimiento». Pero el derecho romano no sólo caló en este ámbito, sino
también en las reglas esenciales de los tribunales eclesiásticos. La jurisdic­
ción de estos tribunales no se limitaba de ningún modo a asuntos puramen­
te eclesiásticos (en el sentido actual de la palabra): abarcaba, por ejemplo,
casos de matrimonio y divorcio, cuestiones de sucesiones y, en no pocas
ocasiones, contratos. Por su buena organización atrajeron incluso a los co­
merciantes y se extendieron por todos los países occidentales. Para citar de
nuevo a Coing, «esta poderosa organización ... se erigió en el primer bas­
tión de la nueva profesión jurídica en Europa».
Reyes, príncipes y ciudades siguieron el ejemplo de la Iglesia y contrata­
ron a juristas como consejeros, que podían ejercer diversas funciones. Este
proceso difiere algo según los países. Francia constituye uno de los ejemplos
más interesantes: a partir de la segunda mitad del siglo xni el rey reclutó a
múltiples legistas de la escuela de derecho de Orléans para el nuevo tribunal
central, el Parlement de París. Estos juristas solían pertenecer al clero y pres­
taban varios servicios a la monarquía. Gran Bretaña, en cambio, que en la
segunda mitad del siglo xn creó una red centralizada de jueces reales profe­
sionales y unió los recursos procedentes del rey en un coherente sistema de
compensación judicial, experimentó otro desarrollo. Es lógico que las escue­
las universitarias de derecho de Oxford y Cambridge no desempeñaran el
mismo papel que la de Orleans y otras universidades francesas, teniendo en
cuenta que los Inns of Court proveían otro tipo de educación legal.
En Alemania, la implantación del derecho romano en los tribunales se­
culares siguió un proceso distinto del de Francia y Gran Bretaña. En ausen­
cia de un gobierno central eficaz y de un tribunal real supremo, no hubo im­
pulso modemizador. A pesar de que los reyes alemanes llevaban el título de
emperadores romanos y aunque incluyeron a juristas entre sus consejeros a
partir del siglo xm, ello-tuvo escasa relevancia en la primera fase de recep­
ción del derecho romano. Hasta las postrimerías de la Edad Media éste con­
tinuó siendo materia exclusiva de estudio por parte de eruditos y sólo oca­
sionalmente empleado en la práctica. En palabras de Hermann Kantorowicz,
citadas por Coing, «el derecho romano era como una mina que contema las
soluciones a cualquier problema jurídico». Para ilustrar esta frase, Coing re­
coge una anécdota significativa de la segunda mitad del siglo xm: el consis­
torio de Lübeck se dirigió a las autoridades de Hamburgo para preguntar qué
reglas se aplicaban en esta ciudad a determinada cuestión de derecho maríti­
mo. El presidente de la chancillería de Hamburgo, jurista de sólida forma­
ción, al no encontrar ninguna regla concreta en el estatuto de la ciudad ni en
las costumbres, tradujo al alemán ciertos pasajes del Digesto presentándolos
como el derecho de Hamburgo en su respuesta a los ciudadanos de Lübeck.
Desde entonces, Hamburgo se rigió por las disposiciones del Digesto.
En Alemania la situación empezó a cambiar más tarde que en Francia. La
creación, en 1495, de un tribunal central de apelación para todo el imperio,
el Reichskammergericht, suele considerarse como el punto de partida. No
obstante, a otros niveles hubo iniciativas que también estimularon un uso
mayor y más sistemático del derecho romano, como por ejemplo la inclusión
del procedimiento canónico-romano en los tribunales urbanos. Empezaron a
exponerse los casos en informes escritos, que a menudo hacían más sencillo
invocar el derecho romano en cuestiones sustantivas. En Frankfurt (cuyo
comportamiento ha sido estudiado por Coing) el número de citas del derecho
romano creció rápidamente en esta década crucial de transición que va de
1495 a 1505. Este fenómeno, impulsado principalmente por los juristas y no
por las autoridades municipales, ha de situarse en el marco de un creciente
entusiasmo por los estudios clásicos. Así, el Corpus iuris puede verse como
parte del inmenso legado de la Antigüedad descubierto poco antes en Italia.
Tal es la opinión de Dawson, que hace referencia a un historiador del dere­
cho alemán del siglo pasado, según el cual el derecho romano penetró en
Alemania «protegido por una nube de erudición». Pero ello no significa que
los juristas alemanes de este periodo se acercaran al derecho romano con es­
píritu «humanista»; más bien adoptaron el modelo de los posglosadores para
asimilar la jurisprudencia romana. Sus sucesores no se apartaron de este mo­
delo ni siquiera después del florecimiento de la escuela de jurisprudencia hu­
manista del siglo XVI, de la que nos ocuparemos a continuación.

La escuela humanista

No deja de ser significativo que los contactos con la civilización griega,


que se produjeron de forma intensa en Italia durante el siglo xv —principal­
mente por obra de emigrantes del Imperio bizantino— , apenas si afectaran a
los juristas de la época, los posglosadores. Y eso que éstos manejaban textos
promulgados en Constantinopla. Sus precursores —los glosadores— habían
desterrado del Corpus iuris todos los elementos griegos: Graeca non legun­
tur. En Bolonia había surgido una tradición textual estrictamente latina, que
ya no podía ser alterada. Hasta la segunda mitad del siglo xv se mantuvo
muy apagado el interés por el manuscrito más antiguo del Digesto, el littera
Pisana o codex Florentinus, que contiene unos cuantos pasajes en griego.
Los juristas italianos debieron intuir que un estudio crítico de sus textos con
ayuda del idioma griego haría tambalear su posición. Por eso, no es casuali­
dad que al iniciarse el siglo xvi la decisión de dirigir la atención a otros ám­
bitos de estudio partiera de Francia y no tanto de Italia. Si bien es cierto que
uno de los primeros juristas que se sirvió de textos jurídicos griegos fuera un
italiano, Andrea Alciato (1492-1550), al principio su actividad pasó prácti­
camente inadvertida en Italia y sólo fundó una escuela cuando comenzó a dar
clases en Francia. Casi al mismo tiempo —en su obra De asse (1514)— el
francés Guillaume Budé (1468-1540) dirigía un llamamiento a sus compa­
triotas para que no dejaran el estudio de la lengua y la cultura griegas
en manos de los italianos. Apelación que obtuvo respuesta positiva, señala­
damente por parte del rey galo, Francisco I. Gracias a la intervención de
Budé, Alciato pudo acceder a la Universidad de Bourges y establecer allí una
escuela que pronto habría de cobrar gran fama. Los juristas franceses que
enseñaban en Bourges no sólo llegaron a gozar de la mayor autoridad en ma­
teria de textos griegos relacionados con el derecho romano, sino que diseña­
ron un método nuevo para el estudio de los textos romanos que se diferen­
ciaba esencialmente del método italiano tradicional (por lo que se denominó
mos gallicus, en oposición a mos italicus). Esta metodología consistía bási­
camente en un estudio crítico de los textos originales con arreglo a las técnicas
de la filología; de esta manera desaparecían todos los elementos interpretati­
vos medievales que no se ajustaran a este criterio. La figura más destacada
en este campo fue Jacques Cujas (Cujacius, 1522-1590). Hay que señalar,
asimismo, la tendencia —visible al menos en algunos de los humanistas
franceses— a reorganizar las obras del Corpus iuris de forma más coheren­
te y sistemática. Las Instituciones de Justiniano —único componente del
Corpus iuris con una estructura relativamente sencilla— se tomaron obje­
to de especial atención, mientras que durante la Edad Media se habían con­
siderado insustanciales para los estudiantes (Stein). Algunos humanistas in­
cluso fueron más lejos y construyeron un sistema propio. Estimaban —como
insinúa Stein— que el sujeto de un sistema legal era el ius latino o el droit
francés, entendidos éstos no como reglas objetivas sino como derechos sub­
jetivos ligados a capacidades individuales prevalentes en el sistema. El prin­
cipal representante de este enfoque fue Hugues Doneau (Donellus, 1527-
1591), que en 1572 tuvo que abandonar Bourges y huir de Francia tras la ma­
sacre de San Bartolomé, debido a su condición de hugonote. Posteriormente
enseñó, entre otros lugares, en la recién fundada Universidad de Leiden
en Holanda. Puede afirmarse que la huida de Donellus —junto con la de otro
importante profesor de derecho hugonote, François Hotman (1524-1590)—
puso repentino fin al esplendor de Bourges. En el siglo xvn, Francia y Bour­
ges acabaron cediendo su protagonismo a los Países Bajos, en especial a
Leiden.

D erecho natural y «U sus modernus pandectarum»

La relevancia de los juristas holandeses como intérpretes del derecho ro­


mano no proviene únicamente de la tradición humanística francesa. Además
del humanismo jurídico hubo desde el siglo xvi en la doctrina dos corrien­
tes que transformaron la influencia del derecho romano en varios países
europeos. Por una parte, la escuela de derecho natural, cuyos orígenes se re­
lacionaron durante mucho tiempo con una figura, Hugo Grocio (1583-1645),
y por tanto se situaron en la primera mitad del siglo xvn, pero que tendrían
que buscarse en la España del siglo xvi. Por otra parte, el Usus modernus pan­
dectarum, que deriva más o menos del mos italiens y por lo general sólo va
asociado a Alemania, pero que también arraigó en otros países europeos.
Si bien los iusnaturalistas introdujeron muchos elementos y conceptos
nuevos en la ciencia jurídica, continuaron sacando mucho fruto del derecho
romano, del que se servían para ilustrar la mayoría de estos elementos y
conceptos. Esto puede aplicarse a Grocio, que no sólo ha de considerarse
como pionero del derecho público internacional, sino que también contribu­
yó al desarrollo del derecho privado continental (terreno en el que la in­
fluencia del derecho romano ha sido siempre mayor). Pese a que la princi­
pal obra de Grocio, De iure belli ac pacis (1625), encierra más elementos
de derecho privado de lo que sugiere el título, su obra clave es la «Intro­
ducción a la jurisprudencia de Holanda» (Inleidinge tot de Hollandsche
rechtsgeleerdheid), escrita en 1620 durante su estancia en la cárcel como
consecuencia de las revueltas políticas. Este tratado, que ofrece una síntesis
de derecho natural, derecho romano y costumbre neerlandesa local, contri­
buyó decisivamente a que el derecho romano fuera aceptado en la práctica.
Hasta el siglo xvrn no se utilizaron en ocasiones las doctrinas del derecho
natural para oponer resistencia al avance del derecho romano. En general
puede afirmarse, sin embargo, que la escuela de derecho natural, que difun­
dió la idea de un derecho universal e inalterable, común a todas las épocas
y pueblos, extrajo mucho material provechoso del derecho romano y contri­
buyó, a través de un proceso de adaptación, a que éste conservara su lugar
de privilegio dentro del derecho europeo continental.
Como ya señalamos más arriba, el Usus modernus pandectarum era, por
así decirlo, la continuación del mos italicus. En cuanto al aspecto formal, los
textos de esta corriente son en su mayoría comentarios .sobre las partes tra­
dicionales del Corpus iuris —entre las que el Digesto o Pandectae conti­
nuaba ocupando una posición predominante—. Pero si nos centramos en el
contenido, encierran descripciones del derecho vigente en determinados te­
rritorios, donde se considera que la mayoría de las reglas romanas forman
parte de ese derecho, mientras que otras han sido «no recibidas» (usu non
receptum)·, las desviaciones locales se registran allá donde el tema es trata­
do por el derecho romano. Un rasgo característico de este tipo de literatura
jurídica, heredado del paradigma italiano, es la importancia que concede a
la communis opinio doctorum. Desde el siglo xm venía siendo habitual que
las comunidades del norte y centro de Italia —hasta cierto punto indepen­
dientes, donde, en ausencia de gobiernos territoriales fuertes, nadie garanti­
zaba la disciplina y el control de los funcionarios públicos— contrataran a
personas con experiencia jurídica y las designaran para cargos judiciales du­
rante periodos cortos (seis meses o un año), con objeto de preservar la im­
parcialidad de los jueces. Al abandonar el cargo, podía exigírseles cuentas
de las decisiones equivocadas por el llamado procedimiento «sindical». Para
cubrirse las espaldas en lo referente a doctrinas, acudieron a buscar el con­
sejo de los estudiosos. De esta manera, la responsabilidad se desplazó de los
jueces a asesores expertos, proclives a elaborar en sus consilia una commu­
nis opinio que ofrecía pocos puntos vulnerables a la crítica. Ello explica en
gran medida el destacado papel de las doctrinas jurídicas desarrolladas por
los posglosadores sobre la base del derecho romano. Aunque no se adoptó
el procedimiento sindical, la práctica de emitir opiniones técnicas en asun­
tos jurídicos de carácter secular pronto se extendió por toda Alemania, don­
de el conocimiento del derecho romano, difundido ahora a través de las
universidades del país, ya no era privilegio exclusivo de los alemanes for­
mados en Italia. El fenómeno del asesoramiento cualificado recibió consi­
derable impulso y aun apoyo oficial por un decreto imperial de 1532 (el
Constitutio criminalis Carolina, código de derecho penal y procesal que debe
su nombre al emperador Carlos V) que obligaba a los jueces a consultar a
«los que conocen el derecho», con especial mención de «las universidades
más cercanas». Esto sirvió de acicate para las consultas a facultades de de­
recho vía Aktenversendung: el informe de un caso se enviaba a la facultad
junto con la petición de que se emitiera una valoración colectiva acerca de
las cuestiones jurídicas que llevaba aparejadas. De este modo, los profesores
de derecho asumieron una función directriz que no tenía nada que ver con la
formación de sus alumnos o la publicación de comentarios. Todo ello contri­
buyó a aumentar la importancia de una communis opinio doctorum en Ale­
mania, aunque con significación distinta de la italiana. Tal como afirmó el
prestigioso historiador del derecho alemán Paul Koschaker, esta circunstan­
cia derivó hacía un Professorenrecht («derecho de profesores»). Junto con la
escuela de derecho natural, que floreció de forma particular en Alemania en
el siglo xvni, los representantes del Usus modernus Pandectarum fueron los
artífices, de la hegemonía académica en el terreno jurídico.
Esta hegemonía no se detecta en otros países de Europa en que se desa­
rrollaron distintas variantes del Usus modernus Pandectarum y donde adqui­
rieron más relevancia las decisiones de los tribunales y los consilia particu­
lares de los abogados en ejercicio. Un ejemplo de ello lo proporciona la
República de Holanda. En el título de una obra publicada en 1664 sobre
la «recepción» del derecho romano en la provincia de Holanda en cone­
xión con el derecho consuetudinario de este territorio, aparece la expresión
«derecho neerlandés-romano» (Rooms-Hollands recht) como equivalente
aproximado .del concepto Usus modernus Pandectarum. Con este nombre se
conserva aún hoy parte del derecho holandés de finales del siglo xvni, ya que
continuó vigente tras la ocupación británica de la colonia de El Cabo en el
año 1806, al igual que sucedió en Ceilán y Guyana. Más tarde, su aplicación
se extendió a la República Surafricana y a algunos países vecinos. Por eso,
el «legado de Roma» en el terreno jurídico tiene connotaciones particulares
en estos lugares, donde aún pueden citarse textos de derecho romano en los
tribunales puesto que han sido «aceptados por el uso».

«A nticuarios» y pandectistas

Antes de realizar nuevas consideraciones acerca del lugar que el derecho


romano ocupa en el mundo actual, debemos retroceder una vez más hasta los
siglos xvn y xvm. Más arriba dije que la tradición jurídica de los humanis­
tas franceses del xvn fue continuada por los juristas neerlandeses. Entonces
precisé que éstos también habían desempeñado un destacado papel en otras
comentes de la jurisprudencia, de las que me ocupé en primer lugar. Lo cier­
to es que algunos juristas neerlandeses, sobre todo de las décadas a caballo
entre los siglos xvn y xvm, participaron de forma decisiva en la crítica his­
tórica de las fuentes del derecho romano. Suele hacerse referencia a ellos
como representantes de una escuela «elegante» o «anticuaría». A finales del
siglo xvm Alemania recogió el testigo en este campo, aunque, como vere­
mos, esta aproximación a las fuentes romanas fue neutralizada temporal­
mente por un movimiento nuevo, que se conoce como la corriente de los
pandectistas, y que era una rama de la llamada Escuela Histórica.
Para comprender los objetivos de los pandectistas es preciso recordar que
durante la segunda mitad del siglo xvm se produjo en casi toda Europa un
desarrollo hacia la codificación, fruto del cual nacieron una serie de códigos
jurídicos nacionales. El más importante de todos fue sin duda el Código ci­
vil francés (o, como también ha sido llamado, Código napoleónico), promul­
gado en 1804. A pesar de que puso fin a la influencia directa del Corpus iu­
ris civilis —presente asimismo en Francia, aunque en menor grado que en
Alemania—, el Código civil francés estaba esencialmente inspirado en con­
ceptos provenientes de las fuentes romanas, sobre todo tal y como estos eran
interpretados por los autores iusnaturalistas (artífices, en gran medida, del
movimiento codificador en su globalidad). Cuando en Alemania se dejaron
oír las primeras voces partidarias de una codificación a escala nacional (ya
existían códigos regionales en Baviera, Prusia y Austria), fueron combatidas
resueltamente por un hombre cuya influencia fue enorme tanto dentro como
fuera de su país: Friedrich Carl von Savigny (1779-1861). Savigny deseaba
posponer las tentativas de codificación. Defendía la tesis de que el derecho
es hijo del Volksgeist («espíritu de la nación»), y como tal encamaba la his­
toria entera de la cultura de cada nación. De ahí que un código sólo llevaría
a interrumpir este desarrollo orgánico. No deja de ser curioso, sin embargo,
que Savigny acudiera directamente al derecho romano en busca del espíritu
alemán:
Para él [Savigny], la única historia pertinente era la historia de un concep­
to, tal como se desplegó a través del derecho romano. Reunidas alrededor de
un principio central y ordenador, las soluciones encontradas en los textos clá­
sicos de derecho romano formaron un sistema completo, redondo y acabado.
La literatura que apareció a partir de los glosadores en adelante se tomó en
consideración, pero sólo en tanto clarificara los conceptos aceptados y usados
por los juristas romanos (Dawson).

Esta concepción devino programa de los pandectistas, cuyo nombre, aunque


obviamente procede de las Pandectae, el Digesto, está inspirado ante todo
por la frecuencia con que aparecía el término Pandekten en los manuales de
los pandectistas, que seguían un esquema propio denominado Pandekten­
system, adoptado por Savigny de algunos de sus predecesores de la Escuela
Histórica. A esta escuela pertenecieron asimismo autores con una visión his­
tórica muy diferente, que acusaban a Savigny y a sus seguidores de ignorar
la historia alemana. He aquí el dualismo «germanistas» y «romanistas», que
aún pervive entre los historiadores del derecho alemanes. El enfrentamiento
dialéctico que tuvo lugar entre estas dos posiciones hacia mediados del si­
glo XIX se refleja en la literatura acerca de la «recepción del derecho roma­
no» en siglos anteriores, que los germanistas juzgaban como un desastre o
cuando menos una enfermedad. Si se toma el término en sentido más amplio
que el original que hemos comentado más arriba (receptum usu, por ejemplo
en los tribunales), puede decirse que el método pandectista se convirtió en
una nueva recepción del derecho romano.
Pero el derecho romano que se asimilaba ahora era una reconstrucción
del siglo XIX (Dawson). Con razón se ha afirmado que en buena medida los
pandectistas eran «naturalistas encubiertos». Los conceptos analizados y
matizados por los iusnaturalistas con la ayuda de otros elementos aparte del
derecho romano (que nunca dejó de ser un componente esencial) no fueron
desechados del todo por los pandectistas, sino constantemente utilizados y
trasladados a los textos del Corpus iuris. A su vez, estos textos recibieron
una interpretación en su forma «pura» del Código de Justiniano: por un
lado, se prescindió de las nociones del universo interpretativo medieval
(esta actitud resulta un tanto inexplicable, y más aún en el propio Savigny,
que a fin de cuentas había producido una obra «clásica» de historia del de­
recho romano en la Edad Media). Por otro, se ignoró deliberadamente el
contexto histórico del derecho de Justiniano, en particular del periodo clási­
co. En consecuencia, los textos se estructuraban en un sistema artificial de
normas que no podían entrar en conflicto. En este aspecto, los pandectistas
desecharon los logros de la escuela anticuaría neerlandesa, que tuvo su con­
tinuación en Alemania a finales del siglo xvni y cuyas ideas todavía eran re­
presentadas por algunos contemporáneos de los pandectistas.
Esta «segunda recepción» del derecho romano en Alemania tuvo conse­
cuencias de largo alcance. No en vano la ciencia jurídica alemana llegó a
dominar buena parte de Europa (incluido el Este) e incluso otros continen­
tes; lo cual llevó el derecho a lugares que no habían conocido «recepción»
alguna en siglos anteriores. Bernhard Windscheid, de la última generación
de pandectistas, escribió un manual en tres volúmenes cuya influencia úni­
camente se puede comparar a la que ejerció la Gran glosa de Accursio en la
Italia medieval (Dawson). Cuando los alemanes, en el último tercio del si­
glo XIX, elaboraron al fin su Código civil nacional (que entró en vigor en
1900), la influencia de la escuela pandectista incluso fue en aumento. El Có­
digo civil alemán ha sido estimado, con razón, como su triunfo último. En
él se inspiró, entre otros, el Código civil japonés. Al lado de otros dos có­
digos decimonónicos aún en vigor —el Code civil francés (que también ha
traspasado las fronteras europeas para penetrar en otros continentes) y el
Código civil austríaco— , ambos inspirados fundamentalmente en el derecho
romano concebido desde una óptica iusnaturalista, el Código civil alemán
promovió la presencia de un «legado de Roma» en buena parte del mundo
contemporáneo. Gracias a los pandectistas, el derecho romano continúa
siendo —para emplear dos conocidas metáforas de Henry Sumner Maine—
«la lingua franca y la taquigrafía de la jurisprudencia universal».

B ibliografía

Sobre el derecho romano en la Antigüedad: H. F. Jolowicz y B. Nicholas, Histo­


rical Introduction to the Study of Roman Law, Cambridge, 1972 \ Véase también
W. Kunkel, An Introduction to Roman Legal and Constitutional History, Oxford,
1973, 2.a ed. basada en la 6.a ed. alemana, trad, de J. M. Kelly.
Para el derecho romano en la Edad Media, conserva su valor la obra clásica de
P. Vinogradoff, Roman Law in Medieval Europe, Oxford, 1929:; Hildesheim, 1961,
y Cambridge y Nueva York, 1968, reimpresiones. Más recientemente, un estudio vá­
lido es el de W. Ullmann, Law and Politics in the Middle Ages: An Introduction to
the Sources o f Medieval Political Ideas, Londres, 1975. La obra básica es H. Coing,
ed., Handbuch der Quellen und Literatur der neueren europäischen Privatrechts­
geschichte, I. Mittelalter (1100-1500), Munich, 1973. Desafortunadamente, la obra
colectiva Ius Romanum Medii Aevi, Milán, 1961, permanece inacabada; de todos
modos, véase, por ejemplo, V, 13a: J. L. Barton, Roman Law in England (1971) y
V, 13b: P. Stein, Roman Law in Scotland (1968). La relación más autorizada sobre
el renacer en el siglo XII está en S. Kuttner, «The Revival of Jurisprudence», en R. L.
Benson y G. Constable, eds., Renaissance and Renewal in the Twelfth Century, Ox­
ford, 1982, pp. 299-323. El reciente trabajo de Ch. M. Radding, The Origins o f Me­
dieval Jurisprudence: Pavia and Bologna 850-1150, New Haven y Londres, 1988,
es polémico y poco riguroso.
Para una visión panorámica en lengua inglesa sobre la tradición jurídica europea,
incluida la época moderna, véanse J. P. Dawson, The Oracles o f Law, Ann Arbor,
1968, y H. J. Berman, Law and Revolution, The Formation of the Western Legal Tra­
dition, Cambridge, Mass., y Londres, 1983. Una aportación excelente en alemán vie­
ne de la mano de F. Wieacker, Privatrechtsgeschichte der Neuzeit, Gotinga, 1967’.
El vol. II (Neuere Zeit, 1500-1800) del Handbuch de Coing (véase supra) está aún
incompleto y no tiene índices.
Utiles y breves contribuciones en inglés sobre el ius commune y la «recepción del
derecho romano» empleadas y citadas en el artículo son: R. C. van Caenegem, «The
“Reception” of Roman Law: A Meeting of Northern and Mediterranean Traditions»,
en The Late Middle Ages and the Dawn o f Humanism outside Italy, Mediaevalia Lo-
vaniensia, serie I / Studia I; Lovaina y La Haya, 1972, pp. 195-204: H. Coing, «The
Roman Law as ius commune on the Continent», The Law Quarterly Review, 89
(1973), pp. 505-517; A. Watson, «The Cause of the Reception of Roman Law», en
A. Watson, The Evolution o f Law, Oxford, 1985, pp. 66-97; P. Stein, «Judge and Ju­
rist in the Civil Law: A Historical Interpretation», Louisiana Law Review, 46 (1985),
pp. 241-257, reimpreso en P. Stein, The Character and Influence of the Roman Civil
Law, Historical Essays, Londres y Ronce verte, 1988, pp. 131-147; este volumen re­
coge asimismo otros trabajos importantes en este ámbito.
Ha aparecido una nueva monografía sobre uno de los aspectos de la «recepción»
del derecho romano: J. Q. Whitman, The Legacy o f Roman Law in the German Ro­
mantic Era: Historical Vision and Legal Change, Princeton, 1990.
Compárese en general con la contribución a cargo de F. de Zulueta en la anterior
edición de The Legacy o f Rome, Oxford, 1923.
Nicholas Purcell
XV. LA CIUDAD DE ROMA

Romme est de long temps en Romme enseveli


( G r é v in , soneto 4)

Rome and her Ruin past Redemption’s skill


(Byron, Childe Harold’s Pilgrimage, 4 , 145)

I n t r o d u c c ió n

Augusto y sus sucesores eligieron Roma como capital visible de su in­


menso poder. Su tarea fue, por tanto, hacer de esta ciudad una incuestiona­
ble y excepcional maravilla en un mundo de ciudades. No bastaba que Roma
fuera casualmente el centro del poder que dominaba el mundo mediterráneo,
ya que este era, pese a los hechos históricos, un honor demasiado precario.
En un mundo culturalmente complejo, con un alto grado de movilidad, am­
plios horizontes y buenas comunicaciones, la preeminencia de la cuna histó­
rica del imperio no podía estar garantizada. Había una preocupación general
por el hecho de que dinastías ambiciosas pudieran convertir a otra ciudad
en el centro de su poder, y existían numerosas candidatas, iguales a Roma en
antigüedad y fama y superiores en belleza y ventajas naturales. En efecto,
estos temores se vieron justificados cuando, en el siglo m d.C., emperadores
rivales llegaron a contar con capitales provinciales, y, sobre todo, cuando
Constantino fundó la Nueva Roma en el Bosforo.
En esa época, sin embargo, la solución de Augusto al problema de cómo
representar la primacía de Roma se había llevado a cabo de forma tan enér­
gica que en cierto sentido Roma no ha descendido nunca del todo de la cum­
bre de su reputación imperial. Esta solución fue crear una presencia física
para la ciudad a través de una arquitectura monumental y una planificación
urbanística a escala sumamente ambiciosa, de tal amplitud y magnificencia
que no ha desaparecido enteramente en cerca de dos mil años. Un tópico
de la literatura clásica es que una ciudad está formada por sus habitantes y
no por los edificios, pero de ninguna ciudad ha sido eso menos cierto que
de Roma. Pese a los infinitos cambios de población y a la desaparición del
poder militar y de la primacía política que los monumentos habían simboli­
zado, los vestigios arquitectónicos permanecen y continúan ejerciendo una
notable fascinación. Tal efecto constituye el tema de este capítulo —que na­
turalmente sólo puede aspirar a ser el esbozo superficial de algo mucho más
amplio— , si bien no se analizará el impacto ideológico del sistema político
romano después de la época antigua, la imagen de virtud de la Roma pri­
mitiva y su decadencia, y la estabilidad y prosperidad del imperio; aunque
naturalmente estos temas están estrechamente relacionados con las diversas
actitudes que la gente ha adoptado frente a las ruinas físicas. Así pues, nos
limitaremos a analizar los monumentos y el paisaje, sin tener en cuenta la
ciudad metafórica, su constitución y sus ideas.
Otro vasto tema que no podemos tratar aquí en detalle es la relación de la
ciudad clásica con la Roma cristiana, pero este no es un tema tan fácilmente
relegable como otros aspectos de la perviventia de la Antigüedad. Es algo
más que pura coincidencia que fuera el mismo emperador quien con la fun­
dación de Constantinopla eliminara para siempre una forma de supremacía y
creara otra nueva en el lugar que concedió a la Iglesia de Cristo dentro de la
ciudad y del mundo. La mítica Donación mediante la cual se expresaba esto
según la interesada imaginación de los romanos de época tardía es parte de un
complejo sistema de creencias y explicaciones que rodea la transición de la
capital del perseguido Imperio pagano a la ciudad de los mártires y los papas.
Este conjunto de antítesis, contrastes y adaptaciones impregna las reacciones
ante la ciudad antigua desde la época de las peregrinaciones medievales has­
ta la de los poetas románticos de principios del siglo xix y la de los planifi­
cadores urbanos de la Roma capitale pospapal.

L a r e tó r ic a d e l o s n ú m e r o s

La grandeza física de Roma se manifestaba de distintas formas. Los ro­


manos desarrollaron una tecnología arquitectónica capaz de erigir terrazas,
bóvedas, rampas y estructuras, extendiendo las cimas de las siete colinas y
rellenando las profundas hondonadas entre ellas con laberínticos edificios de
varios niveles; la construcción por primera vez a base de bóvedas, primero
de hormigón y después de ladrillos cocidos en el homo, dio a las ruinas de
la ciudad un carácter distintivo, de una desolación inflexible: una guía para
jóvenes aristócratas que viajaban por Italia, escrita en 1812 por un tal fray
Eustace, las contrasta con el pintoresco paisaje que «no sólo iguala sino su­
pera las descripciones de los poetas y las brillantes visiones de una joven
imaginación. No puede aplicarse la misma observación a las ruinas, que,
pese a su interés, rara vez responden a la expectación ... nos parecerán poco
más que muros ruinosos y montones de ladrillos» (pp. 59-60). La creación a
partir de estos materiales de una «ciudad colgante» (urbs pensilis), creación
enteramente artificial que transformaba el paisaje, fue una de las maravillas
de la Roma antigua pese a la modestia de los materiales, tan evidente en las
ruinas.
No obstante, el humilde ladrillo y la teja constituían también para los ro­
manos el nivel más bajo de una escala cuidadosamente calibrada de exhibi­
ción de riqueza en materiales raros, y el poder de los conquistadores del
mundo se expresó mediante enormes cantidades de fina piedra traída de las
más remotas provincias para hacer columnas, capiteles, revestimientos y mi­
les de estatuas. Por encima estaban, por supuesto, las gemas y metales pre­
ciosos, los tejidos y las maderas de lujo, los objetos de vidrio y los mosai­
cos, que formaban eljnivel superior de la escala y que han desaparecido sin
dejar rastro. Pero el inmenso volumen de granitos, mármoles, conglomerados
y piedras coloreadas y texturosas de cualquier clase no era tan fácil de eli­
minar y pasó a formar parte del nuevo paisaje urbano: impresionan, como las
vastas masas de construcciones que adornan, por el efecto de abundancia.
Hasta cierto punto ese efecto estaba dirigido a quienes visitaban la capi­
tal imperial; la escala de Roma iba a ser medida por el recién llegado, y los
límites de la ciudad se extendieron más y más allá mientras emperadores y
ciudadanos se aseguraban de hacer su propia contribución a la serie de fron­
tispicios que daban la bienvenida al viajero en el río o en las grandes vías
que convergían en Roma. Se produjo un efecto deliberado de gran escala, de­
bidamente reflejado en las alabanzas formales a Roma que se han conserva­
do desde la Antigüedad. Pero existía ya desde la época de Augusto, refinado
por una tradición rápidamente desarrollada de asombrosas estadísticas. Así,
para Plinio el Viejo, que escribió en la década del 70 d.C., además de la ma­
ravilla de la ciudad suspendida, Roma debía ser admirada a través de los nú­
meros: sus 14 regiones, 265 encrucijadas, 37 puentes, cruzados por carrete­
ras cuya longitud total es de 21.765 pasos, así como la posibilidad de añadir
la altura total de los edificios a la longitud total de las calles para llegar a un
cálculo realmente superlativo (Historia natural, 3, 66-67). Esta llega a ser una
forma habitual de concebir Roma: imaginando divertidas ficciones acerca
de Heliogábalo, el más pintoresco de los emperadores del siglo ffl, el autor de
una colección de biografías imperiales escrita a fines del siglo iv le demues­
tra la extensión de Roma mediante la organización patrocinada de una colec­
ción de telarañas procedentes de las casas de la ciudad, que produjo 10.000 li­
bras de material (Scriptores Historiae Augustae, Heliog., 26, 6).
Esta amable forma de desprestigio nos introduce en otro aspecto funda­
mental de la tradición de grandeza de Roma, que comienza igualmente en el
periodo imperial y puede rastrearse mediante las reacciones posteriores ante
la ciudad. El gran éxito de la política de magnificación de la ciudad comporta
inevitablemente hostilidad y contradicción. Junto a la exageración del poder,
la extensión, la complejidad y la gloria de la capital existe la tendencia a re­
saltar los problemas y horrores de la vida urbana. Este ha sido un aspecto
predominante del tema desde Juvenal hasta la ciencia moderna, que calcula
parámetros de probabilidad mediante la cuantificación de aguas residuales y
enfermedades en la antigua Roma. Un buen ejemplo lo constituye la obra de
Sorano, un médico griego de principios del siglo II, que informa de diversas
causas posibles del predominio de piernas deformes entre los niños del po­
pulacho de Roma (casi seguramente se trata de raquitismo, aunque Sorano no
sospecha una deficiencia de la nutrición), y en estas causas se detecta clara­
mente recelo y aversión hacia los símbolos de las condiciones de vida en la
capital: que se erija de manera tan extraordinaria sobre cauces de agua, o la
disponibilidad, incluso para los pobres, de la vida de las tabernas, con su am­
biente de promiscuidad sexual y embriaguez, como no sucedía en ninguna
otra parte. Los reparos a la prostitución y la mala vida en la primera Roma
moderna proceden de visitantes posteriores. La inmoralidad de Roma, una de
las tradiciones características relativas a la ciudad antigua, aumentó a partir
de su transición a comunidad cristiana. Las disolutas mores sociales figuran
en la tradición satírica entre los escritores franceses en Roma en el siglo xvi;
cf. también infra p. 390. La grandeza del ambiente urbano produce celos y
críticas; la admiración está temperada por el desprecio. Esta ambivalencia es
un rasgo de las reacciones ante Roma, desde las hostiles profecías del Apo­
calipsis o los llamados Oráculos sibilinos hasta autores de la Antigüedad tar­
día como Ammiano Marcelino, pero aparecerá también en la mayor parte de
la tradición posterior. Las reacciones frente a Roma han sido respuestas ante
una ciudad de extremos, una ciudad diseñada para resultar inesperada.
He pretendido recalcar que existe una continuidad en la reacción ante los as­
pectos físicos de la ciudad desde la época de su creación hasta su decadencia;
la frontera entre ambas fases es difícil de establecer, como quedará claro. Pero
en ninguno de los aspectos de la admiración hacia la magnitud de Roma resul­
ta esto más evidente que en la retórica de los números, aparte de que el esplen­
dor aritmético de la Roma imperial llega a una secuencia de enumeraciones
cada vez más delirante de maravillas de la ciudad. Dos documentos de época
tardía, la Notitia y el Curiosum, hacen recuento de los monumentos de una ma­
nera relativamente moderada (al menos están en lo cierto en los puntos que po­
demos comprobar): «circos 2, anfiteatros 2, colosos 2, columnas en espiral 2,
mercados 2, teatros 3, escuelas de gladiadores 4», etc. Pero ¿podemos darles
crédito cuando se refieren a otro tipo de temas?: «bloques de casas particulares
a lo largo de la ciudad 46.602; casas aristocráticas 1.790; almacenes 290; ter­
mas 861; cisternas públicas 1.352; hornos de cocción 254; burdeles 46; letrinas
públicas 144» (ambos ejemplos están tomados del Curiosum). Estos textos no
son valiosos documentos supervivientes de la burocracia antigua; constituyen
una fase en el desarrollo de la literatura sobre las maravillas de la ciudad. El
juego se descubre gracias a una cláusula existente en una lista similar referi­
da a la Constantinopla del siglo v: «explicit laus Urbis» («aquí termina el
elogio de la Ciudad»), En realidad, las maravillas de Constantinopla apare­
cen de forma confusa en algunos de los catálogos de maravillas posteriores:
tan extrañas han llegado a parecer las dos capitales que empiezan a mezclar­
se entre sí.
Durante la alta Edad Media estos catálogos se fueron distorsionando has­
ta convertirse en viñetas cada vez más extravagantes de la ciudad. El tema
aparece en una serie de textos sirios derivados de un relato griego sobre cuán
terrible fue el daño sufrido por Roma tras las invasiones godas de mediados
del siglo vi. Probablemente procede de estos textos el retrato de la ciudad
que aparece en la tradición hebrea (Talmud de Babilonia, tratado Megillah),
según el cual tema un inmenso mercado para la venta de aves silvestres y un
espacio público para cada día del año. Nos encontramos ahora en el umbral
situado entre la literatura de peregrinos del Occidente medieval y los relatos
de los geógrafos árabes; en ambos casos vemos que por primera vez la na­
rración está en primera persona, lo que hace indiscutible, paradójicamente, la
mendacidad que caracteriza incluso a los catálogos más moderados.

Los habitantes de Roma enviaron a un mensajero para que nos acompa­


ñara a la ciudad. En el camino subimos a lo alto de una colina, y allí, ante no­
sotros, había una gran extensión verde, como si fuera agua. «Dios es grande»,
exclamamos, y nuestro guía dijo: «¿por qué gritáis?». «Esto es el mar —repli­
camos—, y cada vez que vemos el mar tenemos por costumbre exclamar “Dios
es grande".» Él sonrió y dijo: «Lo que estáis contemplando son los tejados de
Roma, que están recubiertos de metal» ...

Este relato islámico del siglo x introduce al lector en una mágica maravilla
del mundo, una ciudad de unos treinta kilómetros de largo y unos sesenta de
perímetro, con doble o triple muralla, altas torres, cárceles construidas como
la concha de un caracol para impedir las fugas, 20.000 mercados, 660.000 ter­
mas. En esta visión apenas hay indicios de la deprimente realidad de Roma en
los últimos años del primer milenio, y sí muchos ecos del distante pasado y
de los esplendores de la enumeración.

E s t a s a n t ig ü e d a d e s s o n pe l ig r o s a s

Además del gran despliegue aritmético, hay otros rasgos familiares en los
relatos árabes. Los éxitos en ingeniería hidráulica que tan espléndidos habían
parecido a los romanos y a los visitantes se reflejan en historias de acueduc­
tos que ahuyentan a las alimañas, canales que sirven de calendarios, fosos,
fuentes y ríos artificiales con cubiertas o lechos de plomo. La riqueza y el
poder de la ciudad están representados también mediante la opulencia de sus
construcciones —el metal en los ríos, en los tejados, otros lujosos materiales
de construcción— , tal como sucedía desde época romana. Pero hay un fuer­
te sentido de la necesidad de una explicación, de que un poder y triunfo de
este tipo tiene que tener alguna causa siniestra. El retrato de la ciudad no es
el de una felicidad normal: tales milagros son fruto de fuerzas mágicas. Mu­
chas de las maravillas son de hecho potentes talismanes; algunas serán atri­
buidas a Balanas, maestro de los sabios, en cuyo corrompido nombre pode­
mos rastrear todavía un eco de Apolonio de Tiana. Un ejemplo original es el
dé la estatua de un pájaro sobre una columna que mediante su dominio de
todas las aves del cielo controla la enorme cosecha de aceitunas de Roma:
a su vez es una explicación, para el asombrado lector de Damasco, de las
riquezas de este distante y a duras penas imaginable lugar.
También la tradición occidental se preocupaba por el poder simbolizado
en los monumentos, y por las cuestiones sobre cómo continuará éste y cuán­
do terminará. Un caso famoso aparece en un texto llamado «Citas de los
Padres, recopilaciones de escritos, antologías, problemas y parábolas», erró­
neamente atribuido a Beda el Venerable: «Mientras el Coliseo permanezca en
pie, Roma seguirá existiendo; cuando el Coliseo caiga, Roma caerá también;
cuando Roma caiga, caerá el mundo». Pero el Anfiteatro Flavío no era el
único garante de la diutumidad de la ciudad; otra anécdota de la colección
pone en boca de un monumento supuestamente fechado en los primeros días
de la ciudad —probablemente una de las dos tumbas piramidales llamadas
entonces de Rómulo y Remo, una de las cuales se conserva todavía junto a
la Porta Ostiense y el cementerio protestante— el siguiente discurso dirigido
a un paseante: «Eras pequeña, Roma, cuando me construiste, pero aún más
pequeña serás cuando me derribes» (la pirámide de Rómulo fue destruida a
comienzos del siglo xvi para ampliar el acceso a San Pedro). A diferencia de
los viajeros procedentes del mundo árabe, los occidentales visitaban Roma
con más frecuencia, y en el tercer ejemplo de la colección la admiración ad­
quiere una perspectiva más realista; debemos considerarla como una broma
entre forasteros igualmente incómodos y reducidos a decir tonterías ante la
experiencia de tantos monumentos: «Quid stas, quid stupes, bos Britannice?
Sto stupeo stimulum quaero ut pungam bovem Gallicum» («¿Qué haces pa­
rado y atónito, buey británico? Estoy buscando un agujón para pinchar a un
buey galo»).
Sin embargo, de todas estas mágicas atracciones ninguna tuvo un lugar
tan predominante en la literatura como el sistema por el cual se había reuni­
do una colección de estatuas de las naciones conquistadas para que ayudaran
al mantenimiento del poder de Roma. No está claro si esta historia tiene al­
guna vinculación con restos concretos; en Roma había no pocas estatuas de
prisioneros bárbaros o representaciones simbólicas de las provincias. Pero el
propósito de la historia es el mismo: explicar qué hay tras esa aparente ma­
jestad. He aquí un relato de esta maravilla según un clérigo inglés de la mis­
ma época, y posiblemente de la casa, de Tomás Becket:

Es muy de admirar la multitud de estatuas conocidas como la «Salvación


de los Ciudadanos». Por medio de artes mágicas las esculturas eran dedicadas
a todos aquellos pueblos que estuvieron sujetos al dominio de Roma, y, en
efecto, no había región bajo la autoridad de Roma que no tuviera sus estatuas
en ese atrio particular. Aún se conserva una gran parte de sus muros, y las bó­
vedas parecen desnudas e inaccesibles. En dicho vestíbulo estaban las estatuas
en fila; cada una de ellas llevaba escrito sobre el pecho el nombre de la raza a
la que representaba, y alrededor del cuello tenía una campanilla de plata ... y
había sacerdotes que cuidaban de ellas, vigilándolas de día y de noche. Si al­
guna nación diera en rebelarse contra el gobierno de Roma, su estatua se mo­
vería inmediatamente, haciendo' sonar la campana, y al momento un sacerdote
anotaría su nombre y lo transmitiría al gobierno (Maestro Gregorio, Narrado
de Mirabilibus, 8).

Esto no es sólo una historia pintoresca. Las artes mágicas de los roma­
nos aparecen ligadas a todas las cosas maravillosas que les sobrevivieron
—por eso Virgilio se convierte también en un gran hechicero— , y sirven
para explicar el triunfo de su antigua hegemonía, de otro modo inimagina­
ble. Las observaciones del maestro Gregorio forman parte de una larga se­
rie de textos procedentes de muchas partes de la Europa occidental cuyo fin
era expresar al peregrino cuán singular había sido siempre Roma y expli­
car los rasgos sobresalientes de lo que iba a ver. Como hemos visto, estas
compilaciones de cosas maravillosas, los Mirabilia, tienen claras raíces en
la experiencia de la ciudad antigua; su intención es presentar a Roma como
algo cosmológicamente especial que ocupa un lugar privilegiado tanto en
el tiempo —en la medida en que concebían la historia— como en el espa­
cio: los mapas circulares de Roma son simulacros conscientes de los map­
pae mundi circulares de la época. Si en todo esto se ve como en ningún
otro lugar el impacto visible de la historia de la Redención en su forma más
triunfalista, es a causa de la excepcional yuxtaposición del pasado pagano
y su continuación cristiana, lo cual es perceptible de manera tan clara gra­
cias a la grandeza de las ruinas.
Así pues, reinterpretación y explicación creativa de lo que se iba a ver
son esenciales en la tradición de los Mirabilia. Pero, una vez más, no son as­
pectos novedosos. Sería erróneo considerar la Antigüedad como un periodo
en el que la mayoría de los espectadores de la gran riqueza de Roma com­
prendía claramente sus alusiones, y establecer un comienzo repentino de la
ignorancia y la superstición seguido por la Edad Media. Conocemos una
equivocación de este tipo cometida por un cristiano en Roma a principios del
siglo ii . San Justino mártir leyó las palabras sim o n i s a n c t o en la dedicatoria
Se m o n i s a n c o , tomándolas como prueba de una perversa y peligrosa adhe­
sión al culto de aquel Simón llamado el Mago a quien san Pedro había des­
concertado públicamente durante una competición de vuelo bajo el reinado
de Nerón. En realidad, el texto proclama el culto de una deidad sabina muy
antigua conectada con la siembra próspera de trigo (I ApoL, 26). La eterna
reinterpretación del lenguaje de los monumentos comienza en el momento
mismo en que estos son erigidos. Imaginemos a un viajero procedente de una
provincia, en la época imperial, contemplando las estarnas dedicadas por su
propia ciudad entre las de un millar de comunidades sometidas, en el Capi­
tolio. Es probable que no hubiera reaccionado a esta visión del modo «co-
rrecto», reconociendo las circunstancias legales y políticas de la «rendición
ante la verdadera fe» que había añadido su patria a la larga lista de desigua­
les aliados de Roma, y no habría podido tener sospecha alguna de las ideas
inherentes al análisis de un historiador moderno sobre la iconografía y la ti­
pografía de la dominación. Su reacción habría sido más bien emocional y
muy probablemente religiosa, articulada a partir de la realidad de la sanción
sobrenatural del poder imperial; este sentimiento no está tan alejado de las
estatuas sensibles a las sublevaciones. Ni en el mundo antiguo ni en la Edad
Media las imágenes esculpidas eran representaciones neutras, como lo son
ahora, sino que estaban altamente cargadas de significado y poder.
Es de nuevo de la ciudad gemela de Roma, Constantinople de donde ob­
tenemos una vivida imagen de lo que era realmente en la práctica la reinter­
pretación de una gran ciudad en ruinas llena de imágenes antiguas y desco­
nocidas, según el texto denominado Parastaseis Syntomoi Chronikai. Esta
obra cataloga un sinfín de ejemplos del terrible poder mágico de los orna­
mentos de la ciudad. «En la bahía de Neorion había un enorme buey de bron­
ce. Decían que mugía como un buey una vez al año, y que el día que mugía
sucedían desastres ...» (5a). «En San Mamas hubo una vez un terrorífico
puente con cerca de doce arcos y bóvedas ... había allí un inmenso dragón de
bronce, ya que según una leyenda un dragón vivía en el puente. Allí fueron
sacrificadas muchas vírgenes, así como un gran número de pájaros, ovejas y
bueyes» (22). Es difícil no estar de acuerdo con el consejo dado al destinata­
rio de la obra: «Considera estas cosas como ciertas, y reza para no caer en la
tentación —ten cuidado cuando mires las estatuas antiguas, especialmente las
paganas [griegas]» (28). Esta era la ciudad que durante una época no pudo ex­
poner sus propias imágenes cristianas; hasta que no comprendamos del todo
las pasiones ocultas tras la iconoclasia no apreciaremos enteramente el poder
de la imagen en estas sociedades. El peligro de las ruinas es físico —las esta­
tuas que caen son un peligro en el Parastaseis— y, lo que es peor, espiritual.
Lo antiguo está lleno de peligro, y la tradición se concentra también en las la­
bores de limpieza mediante las cuales los santos y los emperadores cristianos
han transformado la ciudad en su mayor parte. En Roma había igualmente una
poderosa creencia en la actividad de saneamiento del papa Gregorio Magno,
iconoclasta por derecho propio en lo concerniente a imágenes paganas; esto
es parte de la tradición ya mencionada sobre la cristianización de la ciudad pa­
gana, y tiene impücaciones sobre las que volveremos más adelante. Pero el
exorcismo de los demonios que habitaban las derruidas construcciones y los
ruinosos templos era un hecho cotidiano: mutiladas y con nombre nuevo, al­
gunas estatuas se convirtieron en hitos familiares del paisaje urbano, como
Marforio y Pasquino, madama Lucrezia y el Babuino. Pero hay un aspecto en
el que Lucrezia seguirá siendo Isis. Anualmente se celebraba una procesión
para enfrentarse a las manifestaciones en las ruinas de las Termas de Trajano,
cuyos frescos de las bóvedas inspirarán setecientos años después a los pinto­
res renacentistas y darán origen al epónimo «grutesco». La iglesia de Santa
Maria del Popolo, en el límite norte de la ciudad (lugar peligroso donde el
mago Virgilio había detectado un complot para asesinarlo y, tras hacerse in­
visible, había escapado a Nápoles), era la respuesta a otro encantamiento ro­
mano, en este caso el inquieto espíritu del emperador Nerón.
Nerón requiere algo más que una breve mención. Tema en los años si­
guientes a su muerte de historias -milagrosas al tiempo que singularmente re­
vulsivas —es la Bestia del Apocalipsis; su regreso de la muerte y exilio fue
anunciado por los rumores en numerosas ocasiones—, era, por supuesto, el
constructor y destructor de los edificios de Roma. Como señala Capgrave,
autor inglés de un tratado para el peregrino a Roma, «aunque maldecido en
vida, fue, según escriben, un gran constructop>. Máximo ejemplo y modelo
de la maldad atractiva, sirvió al cristianismo primitivo como antitipo cuya
firme localización en la topografía de la ciudad le concedió un puesto en la
demonología comparable al de Pilatos o Herodes, expresado en referencia a
los destinos de san Pedro· y san Pablo. Un cronista latino lo resume con alar­
mante concisión: «Siguió Nerón, destripó a su madre, violó a su hermana,
quemó doce partes de Roma, mató a Séneca, vomitó ranas en el Laterano,
crucificó a Pedro, decapitó a Pablo, gobernó 13 años y 7 meses, fue devora­
do por lobos» —todo lo que necesitamos saber sobre un personaje que, en
efecto, ha sido asociado a menudo con el Anticristo. Este predominio se re­
flejaba en toda la ciudad; no sólo con la extraña introducción etimológica de
ranae (ranas) en Laterawus o con su fantasma en la Vía Lata, sino mediante
obeliscos, palacios, templos, tesoros que podían mostrarse al visitante de la
ciudad: todo ello completa ficción.

Los DOCUMENTOS Y EL DESCUBRIMIENTO DE LA VERDAD

Las historias sobre Nerón o las peculiares descripciones de los geógra­


fos árabes pueden ser ficción en un sentido; en otro son, como hemos apun­
tado ya, intentos de responder y explicar el singular carácter de Roma. El
maestro Gregorio encama un nuevo tipo de curiosidad hacia las antigüeda­
des paganas por su perseverancia; los relatos más primitivos están dedica­
dos entusiásticamente a la presentación de la Roma cristiana según una tra­
dición que se remonta a la Antigüedad tardía y a visitantes como Sidonio
Apolinar, los cuales, si bien quedaban impresionados por los acueductos, se
dirigían no obstante a los martyria. En la alta Edad Media las otras maravi­
llas de la ciudad se incluyen entre las obras de este tipo en los Mirabilia.
Pero la yuxtaposición es siempre algo difícil, y el análisis de la relación de
las ruinas antiguas, todavía sospechosas, con la historia del cristianismo
toma varias formas. La verdad, esto es, que Roma siguió siendo una ciudad
imperial durante 200 años después de convertirse en cristiana, y que al prin­
cipio hubo una cierta fusión de las tradiciones cristianas con las similares
romanas, habría sido difícil de aceptar y no era válida. El papa Dámaso, con
su elaborado programa de construcción y su afición a divulgarlo mediante
el sistema tradicional de las inscripciones en latín, no era un héroe cultural;
hasta hoy no se ha reconocido que cuando en el siglo vi el general Narsés,
al reconstruir un puente sobre el Anio, utiliza el orgulloso lenguaje de con­
quistador y dominador de la naturaleza de una forma que se remonta a tra­
vés de Nerón y César hasta Jeijes, está de hecho empleando también un la­
tín que recuerda deliberadamente al de Isaías según la Vulgata {CIL, 6,
1.199).
Frente a estos ejemplos de la simbiosis de la antigua condición de Roma
con su presente cristiano en la Antigüedad tardía, durante la Edad Media pre­
dominaron relatos mucho más inquietantes y triunfalistas. Gregorio Magno
era más recordado que el papa Dámaso por su temeridad, ya que tuvo la de­
bilidad de interceder por el alma condenada del emperador Trajano, y sobre
todo por haber ordenado una purga sistemática de las imágenes antiguas de
la ciudad, historia que iba a ser causa de un porfiado debate en tiempos de la
Reforma pero que es de hecho mítica —mítica en el sentido de una historia
cuya narración tiene un valor aclaratorio para el mundo en el que es conta­
da. Un paralelo más tranquilizador era el popular cuento de Augusto y el Al­
tar de los Cielos. Según la versión de los Mirabilia, Octaviano consultó a la
sibila de Tívoli sobre el preocupante tema de su propia divinidad y recibió
en respuesta una profecía de la encamación de Cristo, al tiempo que tuvo una
visión de la Virgen y el Niño mientras una voz declaraba: «Este es el altar
del Hijo de Dios». El lugar, entonces la casa de Octaviano, es actualmente la
iglesia de Santa Maria d’Aracoeli.
En este caso la localización del mito, bajo la gran basílica de la cima
norte de la colina del Capitolio, es parte importante de la historia. Se ha su­
gerido plausiblemente que en la vinculación de la historia con el lugar ha
desempeñado un importante papel un antiguo elemento, parte de la rica es­
tratigrafía de la ciudad clásica. El templo romano de la Fe, Fid.es, muy cer­
cano, así como la dedicatoria fid e i a u g . s a c r ., interpretada erróneamente
como f i ( l io ) d e i a v g (u s t u s ) s a c r ( a v it ) (Augusto dedicó esto al Hijo de
Dios) y no como f id e i a v g ( u s t a e ) s a c r ( u m ) (consagrado a la Fe Imperial),
pueden haber contribuido a originar una útil leyenda. Recordemos que el
Aracoeli albergó hasta la Contrarreforma otro conspicuo ejemplo de este
tipo de culto: un pedestal en el que las marcas de los pies de la estatua se
interpretaron como las huellas del arcángel san Miguel y fueron muy vene­
radas. El pedestal en cuestión estaba en realidad dedicado a la diosa Isis.
Estos ejemplos nos presentan una forma nueva y refinada mediante la
cual los monumentos de la antigua Roma se convirtieron en época medieval
en tema de especulación, mito y discusión: el examen detallado, a menudo
con interpretaciones imperfectas, de estatuas o inscripciones concretas y el
intento de utilizarlas sistemáticamente, junto con temas procedentes de las
fuentes literarias, para alcanzar un consenso acerca de lo que había estado su­
cediendo frente a los desacuerdos entre historias incompatibles e improba­
bles sobre el significado de las ruinas. Si el resultado fue una reducción en
el alcance de las posibilidades imaginativas para la identificación de cada
vestigio, las tentativas por encontrar un marco interpretativo correcto enri-
quecieron inconmensurablemente la reacción de nativos y extranjeros ante
las ruinas.
El siguiente ejemplo nos ayudará a elaborar la crónica del nacimiento de
un nuevo tipo de interpretación. Una lámina de bronce —una de las pocas
que se libró del fundidor— recoge una ley del 70 d.C. que confería al em­
perador Vespasiano las prerrogativas de sus predecesores en el imperio. Este
documento es mencionado por primera vez por el maestro Gregorio, que lo
interpreta como una mágica «tablilla prohibiendo el pecado», legible pero
de significado impenetrable. (Podemos compararla, en cuanto al valor de la
búsqueda de salvación cristiana en los monumentos antiguos, con la costum­
bre de prosternarse ante la base del obelisco del Vaticano para obtener la ab­
solución.) Su contemporáneo Odofredo, jurista de Bolonia, hizo una conje­
tura más osada, tomándola por la famosa Ley de las Doce Tablas. En 1347
adquirió gran relevancia en tiempos de la toma del poder en Roma por el ca­
becilla popular Cola di Rienzo. Por entonces había sido correctamente inter­
pretada como una carta de concesión de derechos constitucionales, y Cola
hizo de ella su arma ideológica en la lucha que emprendió para liberar en
Roma los órganos de gobierno de la ciudad del dominio temporal de los
papas. Es este un momento vital. El empate entre antigüedades paganas y
cristianas tomó una nueva forma y adquirió una nueva importancia. La lite­
ratura latina alcanzó un nuevo predominio y un nuevo contexto arqueológi­
co, simbolizados por la coronación de Petrarca en el Capitolio el 8 de abril
de 1341. El significado de los restos romanos se convirtió en tema de deba­
te político y filosófico. La afirmación de la administración secular de la ciu­
dad de ser heredera de los antiguos romanos floreció en el siglo xvi cuando
el Capitolio fue reconstruido alrededor de los vestigios más espléndidos de
la ciudad clásica, con los Fastos en su museo y la estatua de Marco Aurelio
en el centro de la plaza de Miguel Angel, y continuando esta tradición se for­
mó el gobierno de Italia cuando en 1870 Roma se convirtió en la capital del
reino. Esta es la razón de que, hasta hoy día, aparezcan las letras SPQR en
los objetos más mundanos dentro del ámbito del Comune de Roma.
Esto no implica que el conocimiento aumentara en proporción al interés.
Cola di Rienzo creyó que el pomerium de la hex de imperio Vespasiani era
el huerto {pomarium) del emperador, no el límite sagrado de la ciudad. El
problema potencial de que la topografía mencionada en los textos de Cice­
rón, Horacio y Tito Livio era casi irrecuperable y que los monumentos más
evidentes del paisaje urbano del medioevo tardío eran creación de empe­
radores relativamente insignificantes en los anales literarios fue soslayado
mediante la ignorancia. No es sorprendente que las fuentes literarias del si­
glo I a.C. se pusieran en relación con monumentos del periodo severiano.
Así, acerca del ninfeo del Aqua Julia, más tarde llamado de forma igual­
mente absurda «los Trofeos de Mario», dice Capgrave: «El palacio de un tal
Catilina, hombre de maravilloso ingenio y gobierno», lo que demuestra que
¡ni Salustio ni Cicerón eran mejor interpretados que la arqueología! El Pan­
teón se creyó que era de la época republicana con un pórtico augusteo has-
ta bien entrado el siglo xix (de hecho, a pesar de la inscripción que lo fecha
en el 27 a.C., toda la estructura fue erigida por el emperador Adriano).
Incluso cuando los estudios se hicieron más sistemáticos en la época de
Biondo y Alberti y sus sucesores (y en muchos aspectos estaban más en la
tradición de Petrarca y los Mirabilia que eran representativos de una nueva
ciencia o un serio renacimiento de lo antiguo), se realizaron nuevas interpre­
taciones erróneas de tipo erudito. Resultaba interesante identificar el bien
conservado templo cercano a Santa Maria in Cosmedin como el templo de
la Fortuna Viril, ya que era un culto atestiguado en las fuentes que se ade­
cuaba a la imagen de la vigorosa Roma de la república. Tal identificación ha
perdurado hasta nuestra época, y sólo muy recientemente se ha establecido
con (casi) total seguridad que se trata del templo de Portunus, el dios de los
puertos, y que conmemora el interés de los nobles romanos del siglo π a.C.
por obtener el mayor provecho posible del imperio que habían conquistado:
un hecho que no habría interesado a los anticuarios de los siglos xv y xvi.
A medida que los edificios iban siendo correctamente fechados —y ya en el
Renacimiento muchos lo estaban— la opulencia de las construcciones impe­
riales podía tomarse como signo de la decadencia que constituía el tema
central de la literatura romana. La virtuosa república dio paso al monstruoso
imperio, y los monumentos tienen un agitado florecimiento pronto cortado
por los desastres inevitablemente causados por los vicios imperiales. Puede
cultivarse una nueva clase de instructiva tristeza a través del estudio de las
destrozadas reliquias del poder de Roma, y, al igual que ciertas opiniones ex­
cesivamente optimistas acerca de la identidad de los monumentos, se trata de
una reacción que ha tenido una larga historia.
Como hemos visto, la Iglesia tuvo una relación difícil con todo esto. La
actitud del papa Gregorio, al que se le ha atribuido la total destrucción de
la Roma pagana, fue ambigua. Por una parte, podía verse como instrumen­
to del castigo por la lujuria, la vanidad y el abuso del poder absoluto que
habían caracterizado a la ciudad en la Antigüedad; por otra, apareció como
un vándalo desde el momento en que los restos fueron siendo progresiva­
mente considerados importantes, interesantes y (poco a poco) bellos. El pa­
pado, de hecho, comenzó la explotación de la ideología antigua; la estatua
de Marco Aurelio que hemos visto en su secular puesto del Capitolio fue
confundida con Constantino en siglos anteriores, no sólo a causa de la fama
de este emperador, sino porque la catedral de Letrán, en cuya proximidad
estuvo situada originalmente, necesitaba un monumento al autor de la Do­
nación como una patente de la autenticidad del documento. En aquellos
primeros tiempos, el papado no había tenido demasiados problemas con su
herencia pagana; en los siglos ex y X, cuando el poder estaba en su nivel
más bajo y la ciudad sufría por la hostilidad sarracena, o después del sa­
queo de 1084, el pasado cristiano y romano era visiblemente más grande
que cualquier logro contemporáneo. La Iglesia fue maldecida de un modo
característicamente romano; la acusación de que estaban «foris Petrus, intus
Nero» se lanzó contra numerosos papas. De hecho, el renaciente poder y la
confianza de los papas «neronianos» de la baja Edad Media y el Renaci­
miento fueron causa de una mayor destrucción de los vestigios de la primi­
tiva ciudad.

Los GODOS, LOS CRISTIANOS, EL TIEMPO, LA GUERRA,


LA INUNDACIÓN Y EL FUEGO '

La «destrucción de la antigua Roma» —tema de investigación por dere­


cho propio durante siglos, de hecho desde la leyenda del papa Gregorio—
había sido, desde luego, un proceso constante desde la misma Antigüedad.
Los emperadores del siglo rv habían dictado medidas para la protección de
la integridad de los monumentos, muchos de los cuales eran ya antiguos. El
problema era la orgánica introversión de Roma como fenómeno social y ar­
quitectónico, ese curioso autoparasitismo resultante de la obstinada devoción
de jefes y ocupantes a la vez hacia una dinámica de renovación urbana —re­
novación que, cuando las canteras de Asia y los bosques de Siria se agota­
ron, tomó la forma de reutilización sin fin de todo lo que había sido cons­
truido en Roma. La extracción de las grapas de metal utilizadas para unir la
mampostería, y la interminable conversión del mármol quemado en cal, son
dos aspectos evidentes del proceso, que debe compararse con los anteceden­
tes de ocupación ininterrumpida de las mismas construcciones que las actua­
les investigaciones están descubriendo en zonas del núcleo medieval de
Roma.
Más espectacular, y a menudo más dañino para la imagen de la ciudad,
es el robo de los sillares de piedra o mármol para su reutilización por do­
quier, cosa que había sucedido a una escala asombrosa. Desde la desastrosa
visita del emperador oriental Constante H a mediados del siglo vu, que dio
lugar al implacable desmonte de la decoración marmórea del templo de Ve­
nus y Roma, hasta el sistemático saqueo de sillares para las tumbas de Car­
los y Roberto de Anjou, reyes de Nápoles, a finales del siglo xm y comien­
zos del XIV, Roma fue tratada como una vasta cantera. Dice Petrarca de las
depredaciones de los angevinos: «Es con tus columnas de mármol, con los
umbrales de tus templos y las estatuas de las tumbas en que yacen las ceni­
zas de tus padres con lo que está decorada la perezosa Nápoles». Pese a ello,
la cantidad de mármol que aún queda en Roma es impresionante, aunque los
revestimientos de desolado ladrillo, que no lograron la aprobación de fray
Eustace como garantía de pintoresquismo, son testigos elocuentes de todo lo
que ha desaparecido a causa del negocio de la construcción o del homo de
cal. El daño no fue mayor, a pesar de todo, gracias a la utilidad ideológica
que prestaron los monumentos a las aspiraciones de la comunidad secular de
Roma, como hemos visto ya en lo que respecta a Cola di Rienzo. Al menos
desde mediados del siglo xn, época de Amaldo de Brescia, estas afirmacio­
nes fueron reforzadas mediante la referencia al pasado romano. Así, un
edicto del 27 de marzo de 1162, que resucita el tono de sus predecesores de
ocho siglos antes, prohíbe dañar la columna de Trajano, «de modo que pue­
da permanecer entera e incólume para la gloria del pueblo romano en su es­
tado presente mientras dure el mundo». La declaración de pervivenda eter­
na garantizada por un monumento tan espectacular pertenece tanto al clima
de naciente interpretación del mundo antiguo como al mundo del pensa­
miento de las profecías del pseudo-Beda.
Con frecuencia, la destrucción de los restos de la antigua ciudad no ha
sido casual. Mientras la totalidad de la época antigua, «annorum series et
fuga temporum» («la innumerable sucesión de años y la fuga de las genera­
ciones», Horacio, Odas. 3, 30), ha tenido los efectos predecidos por los pro­
pios romanos, debemos insistir una vez más en que la erosión más dañina ha
sido espoleada por el conocimiento de lo que la arruinada Roma significa.
Los angevinos no estaban robando mármoles corrientes, sino empezando (o
continuando) la eliminación de logros significativos del arte antiguo: tema
sobre el que volveremos más adelante. El significado radica tanto en un cre­
ciente sentimiento hacia el arte clásico, que se desarrolló con las colecciones
de los saqueadores, como en el contenido ideológico de las asociaciones de
la antigua Roma. Quienes tenían algo que perder por la evocación de la ciu­
dad precristiana y quienes la convirtieron en su punto de referencia tuvieron
un efecto peijudicial sobre lo que quedaba de ella. Al final, de hecho, la
identificación con el pasado, al implicar una creencia de propietario en el de­
recho a disponer de él, ha tenido los peores efectos: pocos individuos han da­
ñado tanto los vestigios de la antigua Roma como Benito Mussolini, que los
utilizó de la forma más vigorosa como símbolo político. Pero la larga serie
de papas durante el periodo de esplendor pontificio, desde mediados del si­
glo xv hasta mediados del xvm, combinó la búsqueda de la gloria de los Cé­
sares con el desdén del cristianismo triunfante hacia lo pagano, y al crear su
nueva Roma arrasaron gran parte de lo que aún quedaba. Los papas de este
periodo se consideraban a sí mismos detentadores del poder resucitado de
León y Gregorio; los monumentos que inspiraron a sus arquitectos fueron
también, en otro sentido, cantera para la nueva ornamentación de la ciudad,
y la expoliación se justificó mediante la oposición cristiana al paganismo.
Como ha escrito Carroll Westfall sobre el principio de las nuevas costumbres
en el pontificado de Nicolás V: «La Antigüedad estaba presente en el diseño,
pero no como una norma arquitectónica que obsesionara al papa o como un
objeto de rivalidad celosa. La Iglesia y su papa habían triunfado desde hacía
mucho tiempo». Pese a la naciente expansión del renacimiento de los estu­
dios clásicos, los visitantes contemplaban Roma a través de un prisma cris­
tiano más exclusivo en esta época que doscientos años antes. En los relatos
de visitantes como Giovanni Rucellai, que estuvo en Roma en 1450, los mo­
numentos antiguos desempeñan un papel insignificante, en notable contraste
con la visión del maestro Gregorio, de la que ya hemos hablado.
De todas formas, los protagonistas del redescubrimiento del pasado ro­
mano no dejaron de llorar por los monumentos de la Antigüedad. El viejo
tema de la destrucción de la idolatría pagana por Gregorio Magno adquiere
en este momento nueva importancia como foco de un debate estrechamente
relacionado con el papado de la época, en el cual las tradicionales leyen­
das sobre la ciudad desempeñaron una vez más una función mítica en las
discusiones sobre la política contemporánea. La tradición humanística del
primer Renacimiento llegó a un acuerdo, sobre todo en las obras de Ghiber­
ti y Vasari, mediante el cual se lamentaba la destrucción sin condenar el
celo de Gregorio. Pero al mismo tiempo ello tema un contrapeso en la vin­
dicación de una primitiva iconoclasia que puede vincularse con el triunfalis-
mo de los papas, y este aspecto predominó a finales del siglo xvi cuando la
Roma de la Contrarreforma fue reconstruida por Sixto V. Es en esta época
cuando, siguiendo el ejemplo del ángel colocado en lo alto del Mausoleo de
Adriano un siglo antes, se erigieron las estatuas de Pedro y Pablo sobre las
columnas de Marco Aurelio y Trajano, monumentos cuya emblemática im­
portancia para el conocimiento del pasado de la ciudad hemos mencionado
ya. El simbolismo era crudo pero efectivo: «y apostólicas columnas se ele­
van / donde duermen las sublimes cenizas imperiales» (Childe Harold, 4,
110, vv. 989-990).
La Roma sixtina fue un magnífico triunfo, aunque alcanzado a expensas
de la destrucción de monumentos enteros; una destrucción que pareció y si­
gue pareciendo excesiva. Los grabados de la época muestran algunos de ellos
como ruinas pintorescas y atractivas en sí mismas, que habrían embellecido
la ciudad de arte y turismo creada inintencionadamente por Sixto. En 1812
Eustace resumió y transmitió la ortodoxia: «Sería injusto y desagradecido
acusar al papa, a quien el mundo debe la cúpula de San Pedro, de falta de
gusto; o sospechar de un soberano, con el cual está en deuda la Roma mo­
derna por la mitad de su belleza, indiferencia hacia sus antigüedades: sin em­
bargo, no podemos por menos de lamentar la pérdida del Septizonium, que
había resistido el ataque de tantas causas destructivas y que, ya íntegro o en
ruinas, tuvo que haber representado el más asombroso derroche de grandeza
arquitectónica» (véase la lámina XXXII).

El ARTE ROMANO Y LOS ORÍGENES DEL ROMANTICISMO

El Septizonium, un elaborado despliegue bajoimperial de fuentes y orna­


mentación arquitectónica próximo a la iglesia de San Gregorio Magno, es
sólo una entre las muchas víctimas de este periodo que podemos enumerar.
A primera vista este proceso parece entrar en conflicto con la creciente afi­
ción entre la elite eclesiástica y sus parientes laicos en otras cortes a formar
colecciones de obras de arte y otras antigüedades interesantes. En efecto, al
final se desarrolló con el tiempo un mayor interés erudito católico al margen
de la sistematización e interpretación de estas colecciones, interés que llegó
a abarcar los restos conservados por sí mismos y que condujo al nacimiento
del espíritu de conservación y restauración. Para comprender los orígenes del
paso vital por el cual los objetos antiguos llegaron a formar parte del siste-
ma de símbolos de estatus que define a las aristocracias de la época, debe­
mos volver a la Edad Media y visitar de nuevo la mágica atmósfera de las
bellas estatuas de mármol situadas entre la vegetación y decadencia de lo di-
sabitato. Hay un nexo directo entre el ambiente de temor e incomprensión
que hemos documentado en el periodo primitivo y el gusto por coleccionar
y poseer estas admirables y extrañas reliquias de un pasado que seguía sien­
do moralmente peligroso aun cuando hubieran desaparecido las asociaciones
con lo demoníaco que previamente tenía. La transición aparece sugestiva­
mente ilustrada una vez más por la obra del maestro Gregorio:

Pero esta imagen, de mármol de Paros, está trabajada con tan asombrosa e
inexpresable habilidad que más parece una criatura viviente que una estatua:
ya que, en su desnudez, se parece a una mujer ruborizada, cuyo rostro está te­
ñido de color rosado; mientras que si la miras de cerca, la sangre parece fluir
bajo el pétreo semblante. A causa de su maravilloso aspecto y de cierta per­
suasión mágica, me sentí impulsado por tres veces a volver atrás para contem­
plarla, aunque mi alojamiento estaba a cuatrocientos metros de distancia (12).

Muy probablemente la diosa de Gregorio era la estatua conocida posterior­


mente como la Venus Capitolina, ya que estaba rodeada de muchas otras an­
tigüedades en la colección de la propia ciudad, tal como la describimos; su
irónico relato nos lleva del ambiente de los Mirabilia al mundo de los co­
leccionistas del primer Renacimiento.
La formación de colecciones de antigüedades constituye un hito en la
historia de las ruinas de Roma, y no sólo porque era un modo nuevo de or­
ganizar y hacer accesible las huellas del pasado. Dio lugar por primera vez a
un saqueo minucioso de las ruinas, a medida que aumentaba la demanda de
mosaicos y estatuas. Sin duda la fértil influencia de las bóvedas pintadas de
la Domus Aurea, o esculturas como el Laocoonte o los Nióbides son adqui­
siciones importantes, pero las investigaciones que las sacaron a la luz resul­
taron terriblemente dañinas para los monumentos que las cobijaban, y tam­
bién, como los arqueólogos de nuestra generación han constatado con dema­
siada claridad, para la estratigrafía de los niveles medievales y romanos. Sin
embargo, el significado real de este nuevo entusiasmo por las curiosidades
supervivientes de la antigua Roma es que formaba parte de la creación, en el
seno de la aristocracia eclesiástica, de una Roma que tema una nueva y eli­
tista vida cultural. Las fases más recientes de la larga historia de la actitud
ante los restos de la ciudad antigua no pueden ser comprendidas con propie­
dad si no se valora totalmente el estrecho vínculo entre el redescubrimiento
del mundo del arte romano y la creación de una vigorosa y próspera cultura
aristocrática en Roma. La colocación de estatuas, inscripciones y mosaicos
en los nuevos jardines y palacios de una Roma que estaba alcanzando su má­
xima cota de conspicuo lujo y complejidad cultural desde la caída del impe­
rio romano, ha condicionado las reacciones de todos los observadores poste­
riores con respecto a ellos. La doble imagen de Roma, los logros artísticos
de la ciudad renacentista y barroca al lado de las antigüedades, incluyéndo­
las y utilizándolas, se crea a través de este proceso.
Sin embargo, el crecimiento de esta civilización no fue constante a lo
largo del siglo xvi, y la naturaleza precaria de los éxitos que se habían al­
canzado bajo los papas de finales, del siglo xv y que culminaban con Julio Π,
hizo que la yuxtaposición de arruinada grandeza y presente esplendor resul­
tara conmovedora: en otras palabras, los antiguos vestigios seguían cum­
pliendo su función de colosal m em ento m orí para los sistemas políticos hu­
manos. La amenaza de implicación en las guerras de religión y el saqueo de
1527 pusieron de relieve las preocupaciones. El efecto aparece con claridad
en la poesía de viajeros como Jacques Grévin (en Roma en 1567), que utili­
za la experiencia de su visita para hacer resaltar los desastres contemporá­
neos de Francia; la antigua ruina de Roma y las circunstancias de su des­
pliegue en el siglo xyi la convierten en vehículo perfecto de reflexiones
como ésta: «Car, puisque j ’estois né en saison malhereuse / J’aimais mieulx
aller voir les ruines d’autrui // Et m’esmerveiller, que toujours plein d’ennui
/ Voir de mes propres yeus la France ruineuse»* (soneto 7, final). En Grévin,
e igualmente en su contemporáneo Du Bellay (por ejemplo en el 29, final:
«Rome vivant eut l’omement du monde / Et morte elle est du monde le tom­
beau»),** Roma aparece como una inequívoca tumba: todo cuanto fue ro­
mano yace sepultado, y no se puede contemplar en otros lugares (compárese
con el epígrafe a este artículo). Para Du Bellay (27, 10-11), la razón radica
en el proceso mediante el cual se creó la nueva Roma a partir de las ruinas
de la antigua: «Rome fouillant son antique séjour / Se rebastit de tant d’oeu­
vres divins».***
En cierto sentido, la Roma de los siglos xvi y xvn fue, en mayor medida
que antes, una recreación de la ciudad clásica. Las inscripciones habían pro­
porcionado una base para el renacimiento de las funciones y títulos adminis­
trativos romanos; estas y otras antigüedades se podían contemplar en lacs ca­
sas de la nobleza, pero los ejemplos más espectaculares fueron los dedicados
a embellecer los espacios públicos, especialmente los grandes obeliscos, eri­
gidos con una imitación consciente de la capacidad técnica romana para se­
ñalar los grandes ejes de la Roma sixtina; igualmente los antiguos acueductos
se volvieron a poner en uso, y, gracias a sus aguas, la vida cortesana retomó
a las secas colinas del Janiculo y el QuirinaL En esta última —en los límites
de la ciudad medieval aunque, por supuesto, dentro de la muralla aureliana—
se desarrolló un nuevo suburbio entre el gran palacio papal y el nuevo ninfeo
terminal del Aqua Felice. Se construyeron allí magníficos jardines de estilo
clásico alrededor de antigüedades ya existentes o reunidas al efecto, como los
fragmentos gigantescos del entablamento del templo de Serapis en los Jardi-

* [Pues, ya que he nacido en una época desgraciada / prefiero ir a ver las ruinas de otros
lugares // y maravillarme, que, disgustado, / contemplar con mis propios ojos la ruina de Francia.]
** [Roma viva fue adorno del mundo / y muerta es del mundo la tumba.]
*** [Excavando su antigua morada / Roma se reconstruye con tantas obras divinas.]
nes Colonna; los Jardines Famesio, en el Palatino, en el centro de las ruinas
de los palacios de los Césares, son un paralelo cercano. Palacios e iglesias en
el nuevo estilo, San Andrea o San Carlo alie Quattro Fontane, completaron el
nuevo barrio.
Cada fragmento del pasado romano adquirió ahora una doble condición.
Podía considerarse como un valioso fragmento de la historia remota de la
ciudad, con todo su antiguo significado ideológico, pero también podía aso­
ciarse con el gusto de las casas más ricas de Roma, mostrado en la arquitec­
tura de moda o el escenario de un refinado jardín artístico. Así se creó un
nuevo significado, también en un sentido literal, a partir de los ingredientes
potenciales de jardín con estatuas o de patio con esculturas, de paisaje crea­
do tanto en tres dimensiones como pintado en dos. Es importante señalar que
los vestigios romanos no perdieron a lo largo de este proceso su melancóli­
ca ambigüedad; aportaron un tono elegiaco a los esquemas decorativos de los
que formaban parte. Las tradicionales reflexiones tristes acerca de la transi-
toriedad de la grandeza son transformadas por la constante conciencia de las
actitudes continuamente cambiantes entre connoisseurs y observadores civi­
lizados. Las ruinas perdieron parte de su deprimente carácter hostil y empe­
zaron a ser pintorescas. Los orígenes de la visión romántica, al menos en lo
que concierne a las reliquias de la Roma antigua, pueden remontarse hasta
esta apropiación de la actitud medieval, con su pesquisa sobre el poder, de­
cadencia, impermanencia y cambio religioso, a través del refinado gusto de
la aristocracia de la Roma papal. Si bien llega a su auge en el periodo ro­
mántico, en el amplio sentido del término, a finales del siglo xvni y princi­
pios del XIX, sigue siendo una combinación de ideas que ya aparecen en las
villas con jardín del Seicento y en los paisajes de Claudio de Lorena.

DE LA PEREGRINACIÓN AL TURISMO

Las comodidades del palacio barroco constituían un elemento nuevo en


la composición de la tradición de interpretación de la Roma antigua, pero su
aportación a la visión de la Antigüedad dejó intactos los rasgos principales
ante los que habían reaccionado también los visitantes medievales, sobre
todo el contraste entre decadencia pagana y actividad cristiana. Este con­
traste continúa siendo una característica central de la experiencia del si­
glo xvra, tanto en la progresiva investigación por Goethe del catolicismo y
las antigüedades, que culminó con la afirmación de que «sólo en Roma se
puede estudiar a Roma», con su positiva imitación del sentimiento de Grévin
de la total integración de la ciudad y su pasado, como en las famosas re­
flexiones autobiográficas de Gibbon acerca de cómo le fue sugerido el
tema de su Decadencia y caída del imperio romano al contemplar a los frai­
les descalzos de Aracoeli entre las ruinas del antiguo Capitolio —un lugar
significativo para semejante revelación, como es evidente ahora gracias a
las observaciones que hemos hecho. La continuidad del tema es, por lo tan-
to, impresionante, pero el tono ha sido alterado para siempre por el hecho
de que Roma no es ya solamente interesante, evocadora, inspiradora de ad­
miración, melancólica, hermosa: es también un lugar de moda. A partir de
la época de su esplendor barroco, Roma se convierte en un posible destino
cómodo para la elite europea, especialmente para la procedente del norte; la
vida cortesana de la ciudad' está en relación con, y es influida por, los co­
mienzos del fénomeno del viaje elitista. Este es el antecedente de la otra
cara de la experiencia dieciochesca, la ampliación del ámbito de erudición
de los cardenales para incluir al rico septentrional, el resurgimiento de la
ciudad como cantera que hemos visto en la época de los angevinos, la acti­
tud ante la Antigüedad que vemos en el museo Británico o en el Ashmo-
lean y que aparece en los grabados de Piranesi y, sobre todo, en la figura de
Winckelmann, quien obstinadamente consideró el legado artístico propio
de la antigua Roma, up fenómeno local en cualquier caso, como el ideal del
arte de la antigua Grecia.
De modo que los inicios de la reacción romántica, en la antigua tradición
melancólica, el desvanecimiento de la gloria de la Roma papal, el desarrollo
de Roma como un destino turístico de elite, se remontan al siglo xvn y, so­
bre todo, al xvm. Podría decirse que los vestigios de la grandeza romana no
habían sido nunca tan admirados y tan culturalmente influyentes como a
principios del siglo xrx, en el punto máximo de la culminación de este pro­
ceso. Pero el apogeo del romanticismo está vinculado al efecto catalizador de
los cambios políticos. La ocupación francesa y la inclusión de Roma en el
imperio napoleónico interrumpieron de forma explícita y espectacular la
lenta y casi eterna evolución de los Estados Pontificios, y se podría añadir,
con gran efecto, esta repentina intervención a la tradición de actitudes fren­
te a Roma. Por ejemplo, en 1800 Chateaubriand calificó a Roma de sepul­
cro, como su compatriota Grévin en el siglo xvi, pero en un doble sentido:
al otro lado del Tiber, un Vaticano muerto servía de contrapeso a los muer­
tos monumentos imperiales del centro de la ciudad. Estaban muertos, pero
aún eran útiles, con riesgo de malos augurios, a las pretensiones imperiales
del estado francés, con su combinación de los valores libertarios de los hé­
roes de la República y la autocracia militar de los Césares, en una postura
excepcional para recurrir al potencial ideológico de las ruinas. La propia
ciudad resultó alterada, con el ajardinamiento de la Piazza del Popolo en
un estilo continuador del precedente papal y también con la primera lim­
pieza del Foro de Trajano, que permitió que la Columna de Trajano pudie­
ra admirarse íntegramente por primera vez, como antecedente de la vía de
los Foros Imperiales y el urbanismo arqueológico del régimen fascista.
Otra actuación de los conquistadores en el Coliseo (otro de los principales
monumentos simbólicos) se hizo rápidamente famosa; un fragmento de es­
tatua colosal, que se creía de Pompeyo el Magno, constituyó un espléndido
adorno en la representación del Brutus de Voltaire, pero el público se sintió
ultrajado porque se le habían aserrado los brazos para poder transportarla
desde su hogar, la colección del Palazzo Spada. El agudo francófobo Eusta-
ce hizo muchas bromas a costa del episodio en su guía (II4, 33), pero tam­
bién llamó la atención de Byron:

Y tú, imponente estatua ... ¿él murió


y también tú pereciste, Pompeyo? ¿Fuisteis
vencedores de incontables reyes o marionetas en un escenario?*
(iChilde Harold, 4, 87, vv. 775-783, con nota erudita
de Hobhouse)

No hay expresión más importante del papel de Roma en el ambiente de la


época que este canto cuarto del Childe Harold’s Pilgrimage (CH), de 1812,
escrito cuando la ocupación francesa estaba aún en su apogeo, que refleja una
y otra vez los temas que hemos venido analizando. La conciencia de la pro­
ximidad de la Roma clásica es fuerte:
El foro, donde el inmortal acento de Cicerón
parece comunicar su llama al aire que respiramos.**
(CH, 4, 112, vv. 1.007-1.008)

pero choca con un nuevo sentimiento más acusado de la destrucción del


tiempo, que hace que la monumentalidad de Roma conmemore su propia de­
saparición —ideas presentes ya en los sonetos de Grévin pero expresadas
más poderosamente ahora:

¿Quién coronó de hiedra los arcos y pilastras que ante mí tengo?


¿Fueron Tito o Trajano? No; fue el tiempo.***
(CH, 4, 110, vv. 986-987)

El paisaje con ruinas calculado para satisfacer el gusto aristocrático de Roma,


y que en esa época agradó igualmente a Shelley durante su breve visita, es la
base para una exploración intensamente metafórica a través de estos evoca­
dores escenarios de los personajes de narrador, autor, poeta. Pero lo notable
desde el punto de vista de la presente investigación es el efecto focal que esta
particular visión ha tenido sobre el tema de la recepción de los vestigios físi­
cos de la antigua Roma. Los textos, leyendas y creencias de los primeros
años, en la medida en que se relacionaban con la experiencia de la Antigüe­
dad, fueron recuperados por Byron: en el Coliseo encontramos la profecía de
Beda; con la comparación entre Sila y Cromwell volvemos a los pensamien­

* [And thou, dread statue ... did he die / And thou too perish, Pompey? have ye been /
Victors o f countless kings, or puppets of a scene?]
** [the Forum, where the immortal accents glow / And still the eloquent air breathes —
bums with Cicero.]
*** [Whose arch or pillar meets me in the face, / Titus or Trajan’s? No — ’this that of
Time. ]
tos de Grévin sobre su patria; la iconoclasia cristiana y su parte en la gran
saga de la destrucción está memorablemente presente en el famoso verso que
da título a una de las secciones anteriores (80, 712), eco a su vez de la Epis­
tle to Addison de Pope:

Algunos sienten el golpe silencioso de una época que se desmorona,


otros furia hostil, otros cólera religiosa;
la ceguera bárbara, el celo cristiano conspiran
y la piedad papal, y el fuego godo.*

Aquí se hallará el trágico destino de Cola di Rienzo y el sentimiento objeti­


vo de una experiencia religiosa consumada (146, w. 1.307-1.308):

Santuario de todos los santos y templo de todos los dioses,


de Júpiter a Jesús.**

Hay un fuerte sentido de guía, que en su máximo punto se expresa en la


relación de esculturas, que incluyen inevitablemente el Laocoonte y el Apo­
lo de Belvedere. Byron no está simplemente respondiendo a la atmósfera y a
la presencia de las vistas pintorescas: el canto es un desarrollo elaborado de
toda la tradición expositora, y no aspira a retratar verdades ocultas, sino la
Roma del visitante, la Roma turística. Su peregrino lleva en la mano la guía
de fray Eustace; es el heredero del bos Britannicus del pseudo-Beda y del
maestro Gregorio, pero transfigurado. La excesiva comparación del poema
con las efusiones más espontáneas pero convencionales que Shelley registró
en sus cartas tras visitar el Coliseo en 1818 minimiza el genio con el cual las
inevitables emociones previstas de la experiencia viajera se han transforma­
do y ennoblecido.
Por todo ello, la obra supuso una bendición para los herederos de Eusta­
ce. El canto cuarto de Childe Harold fue también fundamental en otro senti­
do, ya que toda la literatura de viajes subsiguiente sobre Roma está hasta
cierto punto en deuda con él y recurre al mismo repertorio de alusiones, aho­
ra enriquecido con citas byronianas. Poco más de una década después Stend­
hal se burla de las riadas de visitantes ingleses que llevan el ridículo libro de
Eustace en la mano (11 de noviembre de 1827), y a la vez, en su propia vi­
sita de rigor al Coliseo, se cree en la obligación de leer allí a Byron a la luz
de la luna. Qué ver y qué pensar acerca de lo visto estaban ahora más que
nunca determinados. En realidad la Roma papal no estaba muerta; el Patri­
monio de San Pedro tendrá cincuenta y cinco años más de vida después del
congreso de Viena, y la época contempló una gran cantidad de romanticismo
tardío que, como veremos, tuvo un último florecimiento febril en el tiempo

* [Some felt the silent stroke of mouldring age, / Some hostile fury, some religious
rage; / Barbarian blindness, Christian zeal conspire / And Papal piety, and Gothic fire.]
** [Shrine of all saints and temple of all gods, / From Jove to Jesus.]
del fin del gobierno de los papas. Pero resulta tentador hacer un esfuerzo
para ver el proceso más desde el punto de vista de los que vivieron en la ciu­
dad y sus alrededores que del de los forasteros sentimentales: volver breve­
mente sobre lo que revela la carta de Shelley, que recuerda a su corresponsal
que «en Roma, al menos durante el primer entusiasmo del reconocimiento de
los tiempos antiguos, no ves nada de los italianos» (carta 488, ed. F. L. Jo­
nes, p. 59).

R u in a s e n el p a is a j e : l a c r e a c ió n d e l a « R o m a C a p it a l e »

La Campania romana es, en sentido amplio, una vasta planicie de suave


pendiente, con barrancos de cauce llano y escalpadas laderas, que se extien­
de entre la falla de los Apeninos allí donde el Anio se precipita en cascadas
sobre Tivoli y los arenosos bosques de la costa; entre los lagos volcánicos de
los montes Sabatinos al noroeste y los más conocidos de Albano y Nemi en
el grupo volcánico de las colinas Albanas al sureste. Este es el paisaje de
Roma, y llegados a este punto es preciso incluirlo en nuestro relato. Los ro­
manos lo percibieron como una unidad topográfica que llegaba hasta Aefu­
la, más allá de Tivoli, y hasta Soracte o el monte Albano, la tierra del Tiber
y el Anio, cuyos primitivos bosques salvajes imaginara Virgilio. En la Roma
augusta tales descripciones fueron en realidad muy imaginativas, ya que toda
la región estaba ocupada desde hacía mucho tiempo por una irregular urba­
nización suburbana dependiente de la metrópoli. El denso asentamiento dejó
ruinas impresionantes, comparables con las de la ciudad: ciudades enteras
como Ostia, grandes villas como la del emperador Adriano en Tívoli o la de
Domiciano en el lago Albano, o las de incontables particulares como Plinio
el Joven, cuya villa fue una de aquellas cuyas ruinas sobresalieron de las are­
nosas dunas costeras del Litus Laurentinum.
No podría haber mayor contraste con la Campania del siglo xvn. En esta
época la región no estaba cultivada, ni siquiera muy habitada. La economía
dependía del pastoreo trashumante y era inestable debido a los bandidos y al
paludismo. Hasta mediados del siglo xvm los viajeros —y Smollett puede
servir como ejemplo— expresan concisamente su disgusto. Pero el paisaje
era muy variado e interesante, y ofrecía pintorescas vistas cuando se combi­
naba con las ruinas de construcciones romanas que habían sido protagonistas
del escenario 1.600 años antes. Aun cuando el vulcanismo de la bahía de Ná­
poles, más poteñte, tema efectos más extraordinarios, el repertorio de esce­
nas desde los ninfeos romanos de Albano hasta las desmoronadas villas jun­
to a las. cascadas de Tívoli era todavía espectacular. Como las ruinas clásicas
de la ciudad, los vestigios del extraño paisaje rural se habían considerado
misteriosos y peligrosos. Todavía en el siglo xvi el anticuario Athanasius
Kircher pensaba que el túnel que drenaba el lago Albano, a pesar de ser men­
cionado por Tito Livio, había sido construido por demonios. El impacto vi­
sual de la Campania está ya presente en Claudio de Lorena, aunque en lite-
ratura habrá que esperar hasta el periodo romántico: Goethe fue una figura
especialmente influyente tras el cambio (véase su Viaje a Italia, 22 de febre­
ro de 1787). Shelley nos proporciona un texto típico: «En Albano llegamos
una vez más a la vista de Roma —arco tras arco en filas interminables que
se extienden a través del páramo deshabitado, con el definido perfil azul de
las montañas entre ellos; montones de ruinas sin nombre se levantan como
rocas en la planicie, y la planicie misma con su ondulante y desigual super­
ficie anunciaba la proximidad de Roma» (Shelley, Cartas, ed. E L. Jones, II,
p. 84, 23 de marzo de 1819). La visión de Roma a través de la Campania,
con las arcadas de los acueductos imperiales que conducen a ella, es clásica;
inspiración para el diseño de paisajes en otras partes de Europa, es el tema
de incontables menciones en cartas, poemas y cuadros. En este sentido, la fa­
ceta erudita del romanticismo originó también las investigaciones sobre el
«Lacio de Virgilio» de-Fea, Nibby, Canina, Gell o Niebuhr.
Al igual que en la Antigüedad, el paisaje no podía disociarse de la ciu­
dad. Desde todos los puntos de vista —recordemos los cuentos de viajeros
de los geógrafos árabes— Roma había sido una ciudad maravillosamente si­
tuada para la profectio y reditus, llegada y partida, a causa de su visibilidad
a través del escenario. Y las actitudes ante la Campania no son simples res­
puestas sentimentales a datos geomorfológicos; están estrechamente relacio­
nadas con temas de la primera parte de este capítulo. La misma pregunta era
planteada ante el disabitato dentro y más allá de la muralla: ¿qué había ido
mal? ¿Cómo podía expresarse la sensación de vivido contraste entre la deso­
lación del presente y el testimonio de la prosperidad de la zona en la época
romana? En este contraste los pensadores del siglo xix estaban más cerca de
Virgilio que al imaginar que lo que veían era una suerte de supervivencia del
paisaje romano, ya que Virgilio construyó un contrapeso a lo que le rodeaba,
un antitipo que se convertiría en realidad en el futuro lejano. La imagen de
vastas ruinas en un desierto no es sólo un adorno conmovedor; el pensa­
miento progresista de la Ilustración estaba preocupado por evitar o revocar
tal decadencia. Una posibilidad era que la situación antigua no había sido tan
feliz, y que el anticlasicismo había tenido una abundante progenie; pero, uti­
lizando el sentido común, más bien se tendía a pensar que la cantidad de res­
tos antiguos indicaban una historia sencilla, y que había ocurrido un cambio
desastroso de fortuna. Por más pensativo que pudiera poner a un visitante del
norte de Europa, la naturaleza del cambio era de la mayor importancia para
los italianos. Estudios hidrológicos, geológicos y arqueológicos, de raíz ro­
mántica, surgieron en las últimas décadas de la Roma papal en un intento de
descubrir si había sido una catástrofe ambiental o la locura humana lo que
había hundido a la Campania. ¿Fue maiios muertas o paludismo, aluviones o
feudalismo, clima u ociosidad? Las implicaciones políticas del debate, mien­
tras Italia avanzaba hacia el nacionalismo, estaban claras.
Era quizá inevitable que la respuesta fuera que se trató de un error hu­
mano: la Iglesia fue acusada y no estaba en posición de presentar argumen­
tos en contra tras los fatales acontecimientos de 1870, que al final convirtie­
ron a Roma en la capital de Italia. La recuperación de la Campania fue uno
de los temas más urgentes de la agenda ideológica. Desde que los romanos
habían iniciado claramente el proceso, la arqueología y la interpretación del
pasado tenían un nuevo papel. Los proyectos analizados y emprendidos en
esos años —nuevo alcantarillado y acueductos, la canalización del Tiber, el
drenaje de los pantanos de la Campania, la apertura de un nuevo canal y
puerto en la desembocadura del Tiber— tienen un auténtico sentimiento ro­
mano, y los arqueólogos que dirigieron la recuperación del pasado desde el
florecimiento de nuevas construcciones no perdieron ocasión de contar cómo
los romanos resultaban ser los predecesores de cada una de las iniciativas del
Estado italiano. Rodolfo Lanciani, que infatigablemente comunicara los nue­
vos hallazgos a una audiencia de habla inglesa, tiene una considerable res­
ponsabilidad en el mito del «genio utilitario de los romanos». El gusto y
la habilidad de los romanos en ingeniería, que parece tan del siglo xix, es
en realidad una invención de los ingenieros romanos de esa época. Los ar­
queólogos no estaban especializados en filología o historia, y se relacionaban
con el pensamiento progresista y práctico de los países del norte de Europa:
Giacomo Boni, que dejó al descubierto el Foro y gran parte del Palatino, e
identificó una letrina de lujo en la Domus Transitoria de Nerón como un as­
censor hidráulico, era admirador y amigo de Ruskin y Morris. Sólo Lancia-
ni podía haber descrito la formación de la vasta colección de todas las ins­
cripciones romanas conocidas, el Corpus Inscriptionum Latinarum, como «la
mayor empresa literaria de la época moderna».
El arrasamiento de la Roma papal transformó nuestro conocimiento de la
ciudad antigua y nuestra actitud ante ella. Una enorme cantidad de aspectos
que podían haberse investigado desaparecieron a causa de las prisas, la ig­
norancia o la malicia: la «arqueología de los almacenes» está recogiendo aún
la cosecha de los trabajos de este periodo que nunca llegaron a publicarse.
Pero tanto en cantidad como en calidad la información disponible sobre la
Roma antigua resultó completamente modificada, y se crearon las bases que
impulsaron un siglo de estudios creativos y progresivamente sistemáticos.
Y es precisamente hoy, con un renovado florecimiento de la economía italia­
na y muchas oportunidades nuevas, especialmente en la Campania, cuando
está teniendo lugar otra revolución, mientras el paisaje dibujado por Shelley
desaparece por completo bajo una incontrolada especulación. No deberíamos
mostramos desagradecidos con la época de Boni y Lanciani, pero hemos pa­
gado tres altos precios por ella.
El primero y más evidente es que el daño fue terrible. Se destruyeron mo­
numentos de todas clases y épocas para crear la ciudad nueva; la Roma cris­
tiana fue tratada con especial desinterés, pero el mundo de los palacios y vi­
llas renacentistas y barrocos se convirtió en la víctima principal. Cuando sus
dominios fueron expropiados para construir Via Veneto o la estación Termi­
ni, el mundo que había generado la Roma romántica quedó arrasado; un ca­
pítulo en la Destrucción de la antigua Roma no mencionado por su nombre
en la obra de Lanciani.
En segundo lugar, el papel público de los restos antiguos fue amplia­
mente realzado, y según un nuevo espíritu de investigación científica y ra­
cional. Henry Jameç· estuvo por primera vez en Roma en 1869, y en todas sus
visitas posteriores lamentó la desaparición de la «dorada atmósfera» de tran­
quilidad papal. De igual manera- Ferdinand Gregorovius, el gran historiador
de la Roma medieval, documentó y deploró la devastación realizada por el
nuevo gobierno. La Roma romántica fue sistemáticamente transformada: a
modo de potente símbolo, y al servicio de la conservación y la investigación,
aquellas enredaderas y plantas que habían hecho del Coliseo un lugar tan
atrayente para Byron y Shelley, y que en realidad tenían un considerable in­
terés botánico, fueron arrancadas sin piedad. Una vez más el Coliseo desem­
peñó un papel emblemático, perdiendo los altares de los supuestos mártires
y la belleza de su vegetación para convertirse en el poco atractivo y excesi­
vamente restaurado pecio que es hoy. En otros lugares, sin embargo, se ha
permitido la hiedra y el pino, el alcaparro y el acanto para recuperar gran par­
te de la zona muerta de arqueología fosilizada que se creó en el centro de la
ciudad durante este periodo, destruyendo el capricho goticista de la Villa
Mills y perdonando únicamente los Jardines Famesio— donde por una iro­
nía del destino está enterrado Boni, que excavó gran parte de la zona. La idea
de Roma de su propio pasado, ahora más humana e integradora, está dis­
puesta a admitir el retomo de lo pintoresco y el restablecimiento de un am­
biente agradable en el desierto arqueológico.
Esto se debe en parte al terrible efecto que tuvo el poder de las ruinas so­
bre las ideologías, más allá de la arqueología y el urbanismo. Un panfleto
de 1904 expresa la extravagante y recargada mezcla de anticlericalismo y ar­
queología sobre una base romántica:

Cuando el hombre sea recreado enteramente como pagano, entonces y sólo


entonces será capaz de emprender un certero vuelo hacia el futuro. En esta pa­
lingenesia espiritual Roma, como símbolo del paganismo, puede y debe tener
una misión. Así, excavar todas sus piedras; volver a erigir todas sus columnas;
trazar todas las huellas y señales de su grandeza. Quienes convirtieron en cal
sus estatuas y columnas para iglesias y palacios, monasterios y burdeles, no
comprendieron las necesidades del espíritu humano, de la historia, de la evo­
lución social.

Las ruinas en el paisaje «hablan de todo el entendimiento, la fuerza, la


poesía, el idealismo de nuestra alma —renovada y digna de empezar su via­
je, siguiendo el espíritu del paganismo, hacia la conquista del futuro». Cua­
renta años después, en una revista fascista se discutía la posibilidad de que
Churchill pudiera bombardear Roma. No importaba: Roma no es Londres.
En Roma los muros destruidos son una visión familiar; aspiran a la función
de ruinas y con su poesía inspiran a las almas una actuación excepcional.
Además, ¿qué pasó cuando Hitler bombardeó Londres? Se hicieron descu­
brimientos arqueológicos que eran en sí mismos como las ruinas de Roma.
La apropiación de la Roma clásica como justificación de la Roma Capitale
dio lugar a las reivindicaciones cada vez más delirantes de un imperio roma­
no por Mussolini, que tanta huella han dejado en la ciudad actual, y convierte
la interpretación de los elementos supervivientes y la cuestión de su preser­
vación y exhibición en un problema político extremadamente delicado hasta
nuestros días.

C o n c l u s ió n

Este capítulo ha tratado más de la destrucción que de lo que se conserva,


y no podría haber sido de otra manera. He intentado demostrar que dicha
destrucción ha sido siempre un tema recurrente: forma un contraste evidente
con la grandilocuencia de los edificios y sus pretensiones de trascender es­
cala o riqueza, pero el sentido de ansiedad y culpa o temor inherente a la
contemplación de su transitoriedad y al intento de explicarla ha sido igual­
mente una preocupación eterna. En el aspecto más simple, toma la forma, re­
petida frecuentemente, de buscar un culpable concreto o un tipo de exagera­
da destructividad. Pero esto es absurdo, ya que el proceso es en realidad con­
tinuo. Roma no ha tenido nunca un estado perfecto, terminado. Incluso en la
época de los Antoninos, sólo un tercio de sus edificios, más o menos, podía
calificarse de nuevo. La insatisfacción con la arquitectura urbana ha sido
siempre parte de su vida, según las quejas de Cicerón y Tito Livio, igual que
dio origen a los proyectos de Augusto y Nerón, en la legislación del alto y
bajo imperio. Los constructores de Roma, sus habitantes, también se apro­
vecharon de ello. La ciudad cuya re-creación es su raison d ’être se alimen­
ta de sí misma; un lugar cuya alma es la concepción de nuevos edificios es
autoparasitaria. La destrucción es un aspecto de la vida de una ciudad for­
mada por muros, no por gente, y la gran preocupación de los visitantes de
la ciudad por su constante erosión a causa de fuerzas tanto internas como
externas refleja la fascinación del proceso. Si Roma hubiera sido simple­
mente saqueada y abandonada, para acabar convertida en un desierto cam­
po de ruinas como Palmira o Petra, la tragedia habría sido mayor, pero su
atracción, tal como la hemos documentado, mucho menor.
Pero Roma no es sólo ruinas arquitectónicas. «Die ubi Tullius ...»; Roma
como lugar ha sido siempre un complemento del estudio de la literatura lati­
na, y su interpretación resultaría empobrecida sin tal estudio. El contraste en­
tre el completo mundo evocado por los autores clásicos y sus dilapidados
vestigios es vital para una experiencia conmovedora. Podemos contrastar
Alejandría o Cartago, cuyas formas antiguas desconocemos, o Atenas, cuyos
restos están situados en el nivel de los de Roma desde hace sólo dos siglos.
Tucídides confronta la apariencia futura de las arruinadas Esparta y Atenas;
con el mismo espíritu los romanos imaginaron su futuro y lo realizaron:
«exegi monumentum aere perennius, / regalique situ pyramidum altius; /
quod non imber edax ñeque Aquilo / impotens potest diruere ...» [«he le­
vantado un monumento más perenne que el bronce y más alto que la regia
construcción de las pirámides, que ni la lluvia voraz, ni el Aquilón desenfre­
nado podrán derruir ...»]. El texto de Horacio (Odas, 3, 30) está lleno de
emoción e ironía para el visitante que, entrando en Roma por la pirámide
de Cestio, busca casi en vano vestigios comprensibles de la ciudad que Ho­
racio conoció entre las enormes-estructuras de ladrillo de los últimos empe­
radores.
En muchos aspectos Atenas nos es mucho más conocida que Roma. La
excavación sistemática de lo que había sido una ciudad casi abandonada
nos ha proporcionado una información extraordinaria sobre la vida pública
de todas las épocas de su pasado. Muchos de los monumentos romanos más
impresionantes son, en cambio, prácticamente inéditos. Las actitudes que
hemos venido examinando en este capítulo ocuparon el lugar de una in­
vestigación detallada. Empezamos a entender la Acrópolis, pero ignoramos
casi todo acerca del Capitolio. Debemos concillamos con la idea, que en el
futuro también será parte de las complejas respuestas al simbolismo de las
ruinas, que mucho de lo que sabemos sobre la antigua Roma seguirá apa­
reciendo; es improbable que podamos analizar estas ruinas en un contexto
vacío de tradición, sin complicamos con la estratigrafía de ocupación y la
aún más embrollada estratigrafía de la historia de la interpretación. Una
vez entendido esto, sin embargo, enriquece nuestra percepción del signifi­
cado de los restos físicos y de la importancia de su estudio, y nos anima a
pensar que las ruinas de Roma seguirán siendo una parte predominante de
su legado al futuro.

B ib l io g r a f ía

La mejor obra general sobre la primera parte del periodo aquí estudiado es la de
Richard Krautheimer, Rome: Profile of a City, 312-1308, Princeton, 1980; cf. tam­
bién su Three Christian Capitals: Topography and Politics, Berkeley, 1983.
Puede encontrarse una útil colección de citas en David Thompson, ed., The Idea
of Rome from Antiquity to the Renaissance, Albuquerque, 1971. Sobre la Notitia y el
Curiosum, G. Hermansen, «The Population of Imperial Rome: the Regionaries», His­
toria, 27 (1978), pp. 129-168, especialmente las pp. 131-138. Acerca de los geógra­
fos árabes, Ignazio Guidi, «La descrizione di Roma nei geografi arabi», Archivio de-
lia societá romana di storia patria, I (1878), pp. 173-218. El material referente a
Constantinopla está editado por A. Cameron y J. Herrin, Constantinople in the Early
Eighth Century: the Parastaseis Syntomoi Chronikai, Leiden, 1986. El texto del pseu-
do-Beda por Migne, Patrología Latina, 94, p. 543.
La mejor introducción en inglés a la Roma medieval sigue siendo la obra de Ro­
bert Brentano, Rome before Avignon, Londres, 1974, con una buena introducción
erudita y romántica a Roma como «desmoronada mezcla de todos sus pasados». Más
reciente es el libro de Cesare D ’Onofrio, Visitiamo Roma mille anni fa, la città dei
Mirabilia, Roma, 1988. Sobre las tradiciones y leyendas: A. Graf, Roma nella me­
moria e nelle immaginazioni del medio evo, Turin, 1923; D. Comparetti, Virgilio nel
Medio Evo, Florencia, 1967; y, más específicamente, Ch. Hülsen, «The Legend
of Ara Coeli», Journal o f the British and American Archaeological Societies o f
Rome, 4 (1907), pp. 45 ss.; Johanna Heidemann, «The Roman Footprints of the Ar­
changel Michael», Mededelingen Ned. Inst. Rome, 47 (1987), pp. 147-156.
Sobre los Mirabilia, F. Nichols, Mirabilia Urbis Romae, 1986; son particular­
mente interesantes Alexander Neckham de Oxford, De Naturis Rerum, ed. T. Wright,
Londres, 1863; John Capgrave, Solace o f Pilgrims: a Description o f Rome ca AD
1450, ed. C. A. Mills, Londres, 1911; Magister Gregorius, The Marvels of Rome, trad.
J. Osborne, Toronto, 1987 = Medieval Sources in Translation, 31).
Sobre la destrucción y conservación en la baja Edad Media y el Renacimiento,
Tillmann Buddensieg «Gregory the Great, Destroyer of Pagan Idols», Journal of the
Warburg and Courtauld Institutes, 28 (1965), pp. 44-65; Michael Greenhalgh, The
Survival o f Roman Antiquities in the Middle Ages, Londres, 1989, especialmente
pp. 208-210, sobre la magia y las estatuas; A. De Boüard, «Gli antichi marmi di
Roma nel medio evo», Archivio délia Societá Romana di Storia Patria, 34 (1911),
pp. 239-245; Rodolfo Lanciani, The Destruction o f Ancient Rome, Londres, 1901, ca­
pítulo 16; Roberto Weiss, The Renaissance Discovery o f Classical Antiquity, Oxford,
1973, capítulos 5-7.
Sobre la nueva ciudad de los siglos xv y xvi, Carroll William Westfall, In this
Most Perfect Paradise: Alberti, Nicholas V and the Invention of Conscious Urban
Planning in Rome 1447-55, University Park, Pennsylvania, 1974; sobre las esculturas
y su colocación, Hans H. Brummer, The Statue Court in the Vatican Belvedere, Es-
tocolmo, 1980; Elisabeth MacDougall, «II giardino all’antico: Roman statuary and
Italian Renaissance gardens», en R. I. Curtis, ed., Studia Pompeiana Presented to
Wilhelmina Jashemski (1988), I, pp. 139-154. Una obra muy importante sobre la ciu­
dad y su región a comienzos del siglo χνα es la de Jean Delumeau, Vie économique
et sociale de Rome dans la seconde moitié du XVI' siècle, Paris, 1957-1959.
Romanticismo y sus precursores: sobre Winckelmann, véase Alex Potts, «Winc-
kelmann’s Construction o f History», Art History, 5 (1982), pp. 377-407; Goethe,
Italian Journey, trad. W. H. Auden y Elizabeth Mayer, Londres, 1962 (hay trad,
cast.: Viaje por Italia, Iberia, Barcelona, 1956); Stendhal, Rome, Naples, Florence
(1906), p. 608 para Byron a la luz de la luna. Las citas de Byron proceden de la
Complete Poetical Works, ed. J. J. McGann, II, Oxford, 1980 (hay trad, cast.: Obras,
Plaza & Janés, Barcelona, 1961); las de Shelley de Letters, ed. F. L. Jones, Π, Ox­
ford, 1964. Véase en general J. J. McGann, The Beauty o f Inflections: Literary In­
vestigations in Historical Method and Theory, Oxford, 1985.
Las frecuentes citas de John Chetwode Eustace, A Classical Tour
through Italy, 1812; varias ediciones. Actitudes de tradición romántica en el si­
glo xix: cardenal Wiseman, A Few Flowers from the Roman Campagna, Londres,
1861; narraciones de viajes en Hawthorne (Passages from the French and Italian
Notebooks, Londres, 1871) y Augustus Hare (Walks in Rome, Londres, 1871). Se
ha citado además a Ferdinand Gregorovius, The Roman Journals, ed. y trad. G. W.
Hamilton, 1911, pp. 402-403, sobre la limpieza del Coliseo por Rosa.
Acerca de Roma Capitale, Rodolfo Lanciani, The Ruins and Excavations of An­
cient Rome, Londres, 1897; Wanderings in the Roman Campagna, Londres, 1909;
Notes from Rome, ed. A. Cubberley, Londres, 1989. Sobre Boni, P. Romanelli, Studi
Romani, 7 (1959), pp. 262-274. En general, sobre el tema de la base política de la ar­
queología en Roma desde Napoleón hasta el presente, véase el excelente estudio de
Daniele Manacorda y R. Tamassia, II piccone del regime, Roma, 1985, de donde pro­
cede (p. 61) la referencia al bombardeo aliado. El panfleto neopagano es de Erminio
Troilo, Roma Pagana, Mantua, 1904.
INDICE ALFABETICO

Aberdeen, Universidad de, 265 Alejandro Magno, 53, 63, 198, 272, 310
absolutismo, 15, 17, 2S5 Alemania: arquitectura, 316, 321; colecciones
abuso de poder, 13 de arte, 282; derecho, 364, 365-366, 368,
Accademia della Crusca, 218 369, 370, 372; erudición en, 57; evangeli-
Accursio, Gran glosa de, 362, 372 zación en, 51; obsesión romántica por Gre­
Acrópolis, 400 cia, 35; retórica de la música, 264; teatro,
acueductos, 49-50, 378, 382, 390, 396 241-242
Adam, Robert, 288, 298, 305, 310-311, 316 alfabetización, 48, 53
Adams, John Quincy, 265 alfabetos, 351-352
Addison, Joseph, 123, 125, 182 Alfieri, Vittorio, 239, 241
Adriano, 299, 305, 312, 385; villas de, 299, Alfonso I, rey de Aragón, 309
318. 319, 395 Alhambra, 320
África, 50, 71, 325, 339, 354, 370 alusiones, 131-133, 192, 241, 256, 274, 394;
Aftonio, 256 autobiográficas, 198; en la poesía pastoril,
Agricola, Rudolf, 256, 261, 264 152-154, 155, 156, 157, 166; en la sátira,
Agripa, Marco Vipsanio, 305, 317 198, 202, 203, 207, 219; evitación de Juve­
Agustín, Antonio, 103, 360 nal de las, 197; imitación como, 163
Agustín, san, 73, 87, 100; y la retórica, 248, Amalfi, 364
255, 257, 258, 259, 266; Ciudad de Dios, Ambrosio, san, 49, 68, 258
62, 69-71; Confesiones, 117 Amis, Kingsley, 219
Alamanni, Luigi, 202 Amsterdam, 45, 291
Alarico I. rey visigodo, 69, 73, 270 Anacreonte, 103
Alarico Π. rey visigodo, 358 analogía, 251
Aibani, cardenal Alessandro, 287-288 Anastasio, 78
albanés, 339, 342 angevinos, 387, 392
Albano, 395 anglonormandos, 52
Alberico de Monte Cassino, 260 anglosajones, 116, 200, 243, 349, 350; len­
Alberti, Leon Battista, 228, 298, 305, 308- guaje, 19-20, 21, 23
309, 326; De re aedificatoria, 300, 308, Aníbal, 63, 91, 92, 206, 216, 256
314, 322; De statua, 278 Annio de Viterbo, 110
Alberto, principe, 293, 294 Anselmo de Besate, 81
Albeno Magno, 252 Antemio de Tralles, 313
Alceo, 11 Antenor, 64
Alciato, Andrea, 111, 367 Anticristo, 66, 67, 70, 382
Alcuino de York, 46, 52, 116-117, 259, 347 anticuarios, 95-97, 98, 274
Aldelmo, san, 116 Antiguo Testamento, 31, 280, 308
alegoría, 177, 199, 204, 227, 259, 316; en el Antioquía, 313
género pastoril, 142, 143-144, 149, 153 Antoninos, 97
Alejandría. 399 Apiano, Pietro, 97
Apolo Belvedere. 18, 276-277 . Austria, 342, 370, 372
Apolodoro de Damasco, 302 autocracia, 16, 211, 392
Apolonio de Tiana, 379 avenidas, 323
Apuleyo, Lucio, 38, 102, 105, 257, 262 Averroes (Ibn Rushd), 224, 225
Aquiles, ¡21 Aviñón, 54, 276, 322
Aquisgrán, 272, 303 Avranches, 56
árabe, 342, 350 Azzo, 362
Arbuthnot, John, 217
Arcadia, 145-148, 157
arco de triunfo, 299, 30¡, 304, 307-312 Baalbek, 303
argumento, 249, 250, 264 Babilonia, 63, 66, 67, 70, 88, 378
Ariccia, 314 Bach, J. S„ 152
Ariosto, Ludovico, 176, 228, 229 Bacon, sir Francis, 105, 106, 263, 264, 283
Aristides, 63 Baker, sir Herbert, 325
Aristófanes, 28, 198, 225 Bal anas, 379
Aristóteles, 53, 87, 207, 224, 252; teoría de la Balcanes, 339
catarsis, 37; y retórica, 249, 250, 263, 266 Baldwin, T. W., 162
Arlen, Michael, 219 Baleares, islas, 333
Arles, 307 Banco de Inglaterra, 311
Arnaldo de Brescia, 83-84, 386 Barbaro, Daniele, 301
Arnold, Matthew, 38, 126, 127, 129, 158-159, Barbaro, Ermolao, 102
174; «Tyrsis», 157, 172 barbaros, 65, 68, 75, 76, 110, 334; estatuas de,
Amulfo de Lisieux, 52 379; Iglesia y, 50; invasión de los, 71. 99,
arqueología, 99, 269, 275. 322, 384, 397-400; 110, 270, 302
científica, 97-98 Barbarroja, véase Federico I (Barbarroja)
Arqufloco, î I Barclay, Alexander, 144, 201
arquitectura, 18-19, 85, 284, 286, 298-327; au­ Barclay, John, 105, 199
tóctona, 326; influencia italiana, 285; monu­ Barletta, 272
mental, 374; movimiento moderno, 296, Barroco, 301, 314, 315, 390-391, 397; arqui­
298, 299, 326-327; renacentista, 12, 18; re­ tectura, 286, 301, 303, 310, 323, 325; arte
nacimiento griego, 34, 293, 298; victoriana, clásico en el, 280-285; música, 264
38; véase también órdenes arquitectónicos Barrizza, Gaspariano, 26 !
Arras, 56 Basilea, 54, 55
Artaud, Antonin, 224, 243 basílica, 299, 301-304, 383
arte, 11, 63, 259, 299, 388-391; colecciones. Basilio I, emperador bizantino, 78
269-297 Bassae, 290
artículo, uso del, 331-332, 333, 334, 345-346 Bastard, Thomas, 203
Arturo, rey, 64 Baviera, 370
Arundel House, 283 Beauvois, Vicente de, 47
Ashmolean, museo, 283, 392 Becket, Tomás, 52, 379.
asianismo, 255, 263 Beckett, Samuel, 224, 243
Asiría, 70, 88 Beda el Venerable, 50, 116, 254, 258, 259,
Astle, Thomas, 289 379
Astor, William Waldorf, 295-296 Bedford, condesa de, 234
Atenas, 27, 35, 263, 306, 324, 399-400; liber­ Bedford, duque de, 291
tades democráticas, 198 Beethoven, Ludwig van, 133, 155
aticismo, 255, 263 Behn, Aphra, 181
Ático, Tito Pomponio, 49, 54 Behrens, Peter, 321
Aubrey, John, 167 Belisario, 49
Auden, W. H., 129, 191 Bell, John, 294
Augusto, Cayo Octavio, 26, 88, 374, 383, Belle Isle, 316
399; como pontifex maximus, 17; opinión Belleperche, Pierre de, 362
de san Agustín, 70; paz de, 67, 71-73, 87; Belvedere, patio del, 276-278, 280, 293, 319,
Virgilio y, 114, 125-126, 127 324
Austin, Alfred, 220 Bembo, Pietro, 105
benedictinos, 51, 52, 55 Bonifacio VIH, papa, 51, 88
beneventina. escritura, 58 Borges, Jorge Luis, 224
Bengel, J. A., 57 Borghese, cardenal Scipione, 284, 285
Benito, san, 48, 79 borgoñones, 342, 343
Benson, Robert, 83 . Borromini, Francesco. 301, 304, 314
Bentley, Ene, 230 Bosio, Antonio. 98, 100
Bentley, Richard. 56, 103 Boswell, James, 125
Benzo de Alba, 81 Botticelli, Sandro, 273
Beolco, Angelo, 231 Boullée, Étienne-Louis, 317, 318
bereberes, dialectos, 16, 339 Boumann, J„ 316
Berenice, reina egipcia, 212 Bouges, 367-368
Berlín, 44, 45, 316, 318 Bovie, Palmer, 230
Bernardo, san, 46 Bracciolini, Poggio, 39, 54, 255, 261, 300; De
Bemays, Jacob, 37 variatote Fortunae, 39
Bemini, Gianlorenzo, 284, 292, 301, 314 Bramante, Donato d’Angnolo, 305, 314, 318,
Beroaido, Filippo, el Joven, 102 324; y el patio Belvedere, 277, 319. 324
Beroaldo, Filippo, el Viejo, 2.62 Brancaleone, 85, 86
Beroso, 109 Brandis, T., 86
Bessarion, cardenal, 55 Brandt, Sebastian, 201
Bethge, Hans, 159 Brendel, Otto, 299
Betjeman, sir John, 191 Brentano, Robert, 72
Beyond the Fringe, 219 Brerewood, Edward, 343
Bibbiena, cardenal, 230, 231 Brescia, 45
Biblia, 20, 31, 51, 254, 258, 266 Breton, Nicholas, 203
Biblioteca Nacional, 46 Brettingham, Matthew, 286-287
bibliotecas, 45-47, 49-52, 53-59, 75, 317 Brisson. Bartolomé, 98
Bidle, John, 152 Brook, Peter, 233
Bienaventuranzas, 254 Brougham, lord, 131, 132
Biondo, Flavio, 110, 275, 385 Browne, Lyde, 289
Biscop, Benedicto, 49, 50-51 Browne, William, 151, 152
Bizancio, 262; emigración de, 366; imperio Browning, Robert, 220
de, 16, 48, 50, 65, 78, 313; tropas, 49 Bruce, Lenny, 219
Black, John, 240 Brunelleschi, Filippo, 19, 96, 303, 307-308,
Blackbum, 294 313, 314
Blair, Hugh, 265 Bruni, Leonardo, 100, 228, 229
Blake, William, 126, 135, 173 Brunner, Heinrich, 364
Blenheim Palace, 310 Bruno, Giordano, 228, 252
Blondel, François, 301, 310, 311 Bruto, Marco Junio, 13, 38
Blouet, G. Abel, 306 Bruto, Lucio, 87
Blount, Martha, 188 Bruto de Troya, 64
Blundell, Henry, 289 Bryce, lord, 25, 38
Boccaccio, Giovanni, 54 Buchanan, George, 167
Bodino, 93. 106, 112 Buckingham, duque de, 208, 209
Boecio, 48, 49, 249, 258 Budé, Guillaume, 56, 105, 111, 367
Boffrand, 310 Bulwer, John, 252
Bohemia, 149-150 Bulwer-Lytton, Edward G. E., 35, 220
Boileau, Nicolas Déspreux, 200, 202, 209, Burckhardt, Jacob, 233, 239
236, 265 Biiring, J., 316
Bolena, Ana, 295 Burke, Edmund, 136, 263, 265
Bolonia, 111, 251, 260, 262, 384; escuela de Burlington, lord, 286, 304, 305, 315, 320
derecho, 360-363, 365, 367 Burmeister, Joachim, 264
Bonaparte, Paulina, 292 Bums, Robert, 218
Boncompagno de Signa, 260 Bursfeld, congregación de, 55
Boni, Giacomo, 397, 398 Bush, Douglas, 192
Bonifacio, san, 258, 303 Butler, Samuel, 206, 219
Byron, lord, 126, 134, 197. 21 S, 220. 398: Castelvetro, Lodovico. 229, 231, 234
Childe Harold, 39. 393; Don Juan, 176. 218: Castle Howard, 287, 324
English Bards and Scotch Reviewers, 218 catacumbas, 98, 100
catalán, 335, 336, 337, 338; artículos defini­
dos, 333; dialectos influidos por el, 342;
caballería, 127 pronunciación, 344
Cabo, colonia británica de El, 370 Catalina de Rusia, emperatriz, 289
Caenegem, R. C. van, 365 cátaros, 66
Calderini, Domizio. 102 catarsis, 37
Calimaco, 212 Catilina. 89, 105, 253-254
Calpurnio, Siculo, 140, 145 catolicismo, 391
Cámara de los Comunes, 12, 132 Catón el Viejo, 62, 68, 259
Cambridge, Universidad de, 106, 107, 172, 365 Catón de Útica, el Joven, 69, 88
Camillo, Giulio, 252 Cattano, Giovanni, 256
Camilo, Marco Furio, 62 Catulo, Caio Valerio, 13, 51, 52, 57, 167, 170;
Campanella, Tommaso, 106 comentarios sobre, 98; poemas de Pope y,
Campania romana, 284, 395-397 188; sátira de, 199, 212; «Peleo y Tetis»,
Campbell, Colen, 286, 323 141
Campbell, George, 265 Cavaceppi, Bartolomeo, 287, 288
Campbell, Roy, 220, 221 Cavalleriis, G. B. de, 281
Campion, Thomas, 167, 170 Caxton, William, 262
Canning, George, 218 Ceilán, 370
Cano, Melchor, 110 Cellini, Benvenuto, 278
Canova, Antonio, 291, 292, 317 celta, lengua, 331, 337, 338, 343, 351
Capgrave, J., 382, 384 Centula, monasterio de, 303
Capilla Sixtina, 279, 284 Cervantes de Salazar, Francisco, 264
Capitolino, museo, 272, 276, 288 Césares, 53, 63, 74, 79, 88; autocracia militar
Capitolio, 272, 277, 380, 383, 384, 391, 400 de los, 392; búsqueda de la gloria, 387
caprichos pictóricos, 311 Chabham, Tomás, 260
Capua, 92, 274, 314 Chalgrin, J.-F.-T., 304, 311
Carew, Thomas, 171 Chantrey, sir Francis, 291, 292
Carlisle, conde de, 287 Chapman, George, 204, 230
Carlomagno, 89, 259, 272, 302-303, 307, 308; Chartres, catedral de, 57
coronación de, 16, 50-51, 77-78, 83, 302- Chateaubriand, François René de, 392
303; reconstrucción de Florencia, 65; título Chatsworth, 291, 292
de patricius Romanus, 76 Chatterton, Thomas, 217
Carlos, don, príncipe de España, 240 Chaucer, Geoffrey, 31, 117-118, 177, 181,
Carlos I de Inglaterra, 130, 186, 205, 279, 193, 200
282, 283 checa, lengua, 351
Carlos Π de Inglaterra, 197, 210 Chesterfield, lord, 14, 125
Carlos V, emperador, 369 Chesterton, G. Κ., 192, 193
Carlos VI, emperador, 315 China, 12, 138, 159; lengua, 351, 354
Carlos de Anjou, 85-86, 386 Chiswick. 315, 320
Carlos el Calvo, 78 Choisy, Auguste, 301
carolingios, 102, 259, 307, 350; renacimiento, Churchill, Charles, 215, 216-217
50-52, 303, 347 Churchill, Winston, 133, 398
Carracci, Annibale, 283 Cicerón, Marco Tulio, 63, 70, 87, 105, 140,
Cartago, 70, 258, 399 141; denuncia de Verres, 13, 38; obras filo­
cartas, 52, 54 sóficas de, 29-30; supervivencia de la co­
Casaubon, Isaac, 56 rrespondencia de, 13; Academica posterio­
Casiodoro, 49, 50, 258, 259, 271 ra., 45, 57; Cartas a Ático, 46, 49; De in­
Castell, Robert, 320 ventione, 247, 248, 257; De oratore, 53,
castellano, 329, 333-334, 335, 336, 337, 342; 246, 248, 249; Epistulae ad Familiares,
préstamos, 331, 348; pronunciación, 338, 102; Orator, 246, 254-255; Verrinas, 53;
344-345 véase también retórica
Ciño de Pistoia, 363 Concilios de Constanza, 54
Ciríaco de Ancona, 276 Constante Π, emperador de Oriente, 271, 386
cirílica, escritura, 351 Constantino e¡ Grande, emperador, 73, 272,
cisterciense, orden, 46, 52 312, 374; conversión de, 67, 70-71; divi­
citas, 108, 131, 133, 144, 145, 182 sión del imperio, 111; estatuas de, 272,
ciudadanía. 15, 16 285, 385; imperio cristiano, 16, 67; véase
Claraval, abadía de, 45, 56 también Donación de Constantino
Clarendon, conde de, 29, 206 Constantinopla, 73, 76, 77-78, 367, 377, 381:
clasicismo, 34, 174, 182, 235, 314; alemán, destrucción de esculturas, 271, 272; funda­
321; autóctono, 326; inglés, 162; intelectual ción de, 110, 375
en la pintura francesa, 284; renacimiento, Constitución inglesa de 1689, 285
94. 173, 266; toscano. 307 Constituciones de Melfi, 83
clásicos, escritores, 32, 184-185, 200; en el Copémico, Nicolás, 106
Renacimiento, 101, 102, 107. 108-109; in­ Corán, 224
fluencia clásica. 32, 35, 36; véase también Córcega, 342
educación Corneille, Pierre. 26, 235, 239
Claudiano, 68, 257 Corny. Emmanuel Here de, 310
Claudio de Lorena. 135-136, 155, 311, 316, Corpus iuris civilis, véase codificación
391, 395; y la poesía pastoril, 284 corrupción, 66, 105, 197, 206, 211
Claudio, Tiberio Claudio Ñero. 199, 219 Corresi, Paolo, 262
Clemente III, papa, 272 Corvey, manuscrito de, 102
Clemente VII, papa, 319 Cowley, Abraham, 130, 205
Clemente XII, papa, 288 Cowper, William, 115. 213, 217
Clemente XTV, papa, 288, 292 Cox, Leonard, 262
Cleveland, John, 206 Coysevox, Antoine, 283
Cliveden, 295 Crable, George, 217
Clough, Arthur Hugh, 40, 127, 357, 220 Cranmer, Thomas, 20
Cluny, abadía de, 46 Craso, Marco Licino, 89, 247
Cluver, Felipe, 110 Cressoles, Louis de, 252
Codex Etruscus, 233 cristianismo, 29, 31-32, 69, 381-382; ascenso
codificación: Código civil francés, 370, 372; del, 16-17; destrucción de obras de arte,
Codex de Justiniano, 83, 356-358, 359, 270, 271; doctrina católica en el, 98-99; la
360-361, 363, 367, 371; de Teodosio, 357, fe oficial del imperio, 47; lenguas y, 349,
358 350, 351 ; reconocimiento oficial del, 111 ;
Coing, H., 365, 366 sentimiento pagano, 277, 387; sustitución
Coke, Thomas, 286 del paganismo, 39; véase también Biblia;
Cola di Rienzo, 85, 275. 384, 386 Iglesia; misioneros
Colbert, J.-B., 315 Cristina de Suecia, reina, 282
Coleridge, Samuel Taylor, 36, 126, 179 Cristo, 308, 383
Coliseo, 38, 95, 99, 392, 393, 394, 398; su­ crítica, 255 , 264, 266; drama, 240; literaria,
perposición de distintos órdenes, 18 104, 169, 170-171; satírica, 198, 199; en la
College, Stephen, 197 investigación, 97
Collège Royal de París, 103, 107 Cromer, lord, 38
Collins, Wüliam, 182 Cromwell, Oliver, 185, 186
Colonna, Landolfo, 54 Crowley, Robert, 203
Columbano, san, 50 crucifixión, 13
comedia, 224, 225-226, 228-233, 235, 236; y Cujas, Jacques, 111, 367
la tragicomedia, 234-235, 239 Curia, 94
Comedia Nueva, 225-226, 227, 229, 232 Curiosum Urbis, 270
Congreve, William, 232 Curzon, sir Nathaniel, 311
conquistas, 11, 13
Conrado de Halberstadt, 47
Conring, Hermann, 363-364 Dacia, 339
Concilio de Toledo, m , 258 Dámaso, papa, 68, 382-383
Concilio de Trento, 98 Dance, George, 304
Danceau, Lambert, 92 Donato, 48, 101, 253, 259
Daniel, Pierre, 56 Dondi, Giovanni, 275
Daniel, Samuel, 234 Doneau, Hugues (Donellus), 367
Dante Alighieri, 31-32, 63, 66, 75, 87-89; y Donne, John, 167, 171, 185, 193, 206; Ele­
Virgilio, 115, 117, 136, 227; Purgatorio, gías, 1S1; Sátiras, 201, 202
32, 73 Dorat, Jean, 103
Darmstadt, 316 Dorset, conde de, 209
David, Jacques-Louis, 34, 155, 292 Douglas, Gavin, 118
Davie, Donald, 128 Dowson, Ernest, 191
Davies, sir John, 203, 205 Drant, Thomas, 203
Davis, A. J., 317 Drayton, Michael, 144, 152, 162, 167; En­
Dawson, J. P., 366, 371, 372 glands Heroicall Epistles, 179-180; The
declamación, 251-252, 253, 256, 257 Muses' EUzium, 150-151; The Owle, 200;
Defoe, Daniel, 198, 204 Poly-Olbion. 176
deliberar, 247, 248 Dresde, 273
democracia, 14, 34 Dryden, John, 33, 124, 169, 179, 183; impor­
Demócrito, 36 tancia de, 206-207; y pareados heroicos,
Demóstenes, 30, 263 201, 213, 218; y Virgilio, 25, 115, 122-124,
Dempster, Thomas, 98 127, 134, 136, 153; Absalom and Achito-
Denham, sir John, 198, 204 phel, 204, 206, 208, 209; The Hind and the
Derbyshire, 311, 316 Panther, 200, 209; MacFlecknoe, 208, 211;
derecho, 32, 54, 81, 248, 356-372; combina­ Virgilio, 128
ción de autocracia y, 15, 16; el latín como Du Bellay, Joachim, 95
lengua internacional, 32, 266; escuelas de, D’Urfey, Thomas, 209
52; humano/secular, 82, 83; internacional y Durham, catedral de, 18
público, 111, 368; natural, 368-370; sobre
la venta y consumo de alcohol, 210; tribu­
nales, 247 Eastlake, lady, 38
Desgodetz, Antoine, 315 eclecticismo, 325
Devonshire, duque de, 291 Edad de Oro, 109, 143, 147-148
dialéctica, 250, 251, 256, 259, 263-264; aris­ Edad Media, 62-89; derecho, 356-358, 363,
totélica, 100; invención y, 258, 261, 264; 366, 371-372; escritores clásicos respeta­
medieval, 261 dos, 32; Iglesia, 17; lenguas, 336-33S, 339,
dibujos, 281, 282,314,315, 325 347-348, 349-350, 352; pervivencia del arte
Dickens, Charles, 219, 252 clásico, 269-274; retórica, 247, 252, 256,
Dickinson, Emily, 25 258-260, 263, 265; Roma, 380-381, 382,
Diderot, Denis, 232 386, 388; teatro, 222, transmisión de textos,
Digesto, 32, 357, 360, 361, 363, 366, 367; Po- 43, 46-53, 58, 59-60, 104
îiziano y el, 102; posición predominante, Edad Oscura, 25, 45, 49, 375, 378, 380
368 edificios, 375, 399; de planta central, 312-
Diocleciano, 312 318
Dionisio de Halicarnaso, 109 Edimburgo, Universidad de, 265
dioses, 28, 64, 70, 122 Edipo, complejo de, 36
Disney, Walt, 227 editor, 17, 56, 58-59
Disraeli, Benjamin, 15, 38, 132 Eduardo I, rey de Inglaterra, 53
documentos y verdad, 382-386 educación, 18, 32, 47, 48, 352; clásica, 12, 15,
Dolce, Lodovico, 234, 264 34, 107,217; de un caballero, 12, 30,94; fi­
Domicino, 211, 272, 395 lología y, 37; humanística, 161-162; retóri­
dominicos, 87 ca en, 246, 255, 257, 265-266
Donación de Constantino, 80, 89, 375, 385; Egipto, 186
análisis de la, 55; ideología papal y, 76, 82, Egremont, conde de, 288
84, 85 Einsiedeln, églogas, 140, 271
Donatello, 96, 273, 275, 276, 278-279, 280, Eisenstein, Sergei, 226-227
295 Elgin, mármoles de, 289, 290, 293, 294
donatismo, 258 Eliot, T. S., 25, 166, 170, 173, 194, 236; Vir-
gilio para, 128-129; Cuatro cuartetos, 221- Euclides, 32
222; La tierra, baldía, 176, 221; Selected Eugenio IV, papa, 322
Essays, 233 Eurípides, 23, 227, 243
Elíseo, 11, 151, 154 Eusebio de Cesarea, 67, 68, 69, 71, 73, 74
Elmes, Harvey Lonsdále, 306 Eustace, fray, 375, 388, 392, 394
elocuencia, 247, 258, 263, 265, 266 ; Eutropio, 62, 63, 75
elocutio, 247, 252 Evans, Oliver, 230
Empson, William, 138 excavaciones, 288, 311, 318, 319, 322
engadino, 336, 337, 338
Ennio, 198, 199
Ennodio, 256 Fabio Máximo, 91
Enright, D. J„ 165-166 Fabio Pictor, Quinto, 109
Enrique I el Pajarero, rey de Germania, 79 Fabios, 78
Enrique IH, emperador germánico, 81 Fabricius, Georgius, 98
Enrique m , rey de Francia, 309 Faemo, Gabriele, 103
Enrique IV, emperador germánico, 81 Falconetto, Giovanni, 309
Enrique VII, emperador germánico, 85, 89 Falkland, lord, 130
Enrique VÜI de Inglaterra, 118, 200, 295 Famaby, Thomas, 250
Enrique de Blois. 64 Farnesio, colección, 277, 282, 283, 391, 398
épica, 94, 116, 124, 140, 141-142. 202 Farrell, Terry, 326
Epicteto, 13 fascismo, 38, 392, 398
Epicuro, 36, 104 Federico I Barbarroja, emperador, 31, 83, 84-
epigramas, 108, 163-167, 184, 262, 263; satí­ 85
ricos, 197, 199, 201, 203-204, 205, 210 Federico Π, emperador, 66, 83, 85, 88, 89,
epilión, 177 274
Erasmo de Rotterdam, 55, 105, 161, 264; Federico Π el Grande, rey de Prusia, 311, 316
Adagios, 108; Ciceronianus, 105, 262, 263; Federíco-Guillermo, rey de Prusia, 321
Coloquios, 107 Fedro, 199
Escalígero, José Justo, 56, 99, 110 Félibien, Jean-François, 320
Escalígero, Julio César. 56, 104, 107, 144, Felipe Π, 240
262 Felipe IV, 282
escandinavas, runas, 351 Felipe de Bayeux, obispo, 52, 54
Escipiones, 62, 78, 81, 89 Fénelon, François, 265
esclavitud, 13, 16, 72. 182 Fichet, Guillaume, 262
Escocia: enseñanza de retórica, 265, sátira, Fidias, 273
199, 200, 218 Fiésole, 64-65
escultura, 11, 18, 96, 264. 289-296, 391 figuras retóricas, 253, 254, 260, 262, 264
eslavas, lenguas, 333-337, 339, 342, 351 Filipo V, rey de Macedonia, 15
Esopo, 255 filología, 37, 59, 104, 360, 367; comparada,
España, 18, 71, 288, 342, 368 336-337, 345, 346; latín vulgar y, 331
Esquilo, 37, 224 filosofía, 17, 29-30, 36, 93, 247-248, 266; en
Estado, Publio Papinio, 31-32, 62, 102 el periodo helenístico, 198; mecánico, 104;
Estaço, Aquiles, 103 moral, 100, 108
Estanislao, duque de Lorena, 310 Fischer, Karl von, 317
estatuas, 376, 380, 381, 386, 394; coloreadas, Fischer von Erlach, Johann, 315
273-274; enumeración de, 377; moldeado, Fitzgeffrey, Henry, 205
281 ; reacción ante las, 389 Fitzgerald, F. Scott, 199
Esteban IV, papa, 77 Flaxman, John, 291, 292
Estienne, Henri, 103 Fleming, Abraham, 151
Estocolmo, 288 Fletcher, John, 147
estoicismo, 12, 198, 236, 241, 247 Flitcroft, Henry, 316
Estrasburgo, 57 Florencia, 65, 105, 130, 360; arquitectura, 19,
estructura urbana, 299, 323 303, 307, 309, 310, 313; arte, 274, 276,
ética, 100, 259 278, 279-280, 282, 285
etrusca: civilización, 110; lengua, 198, 338 Florentius, Nicolás, 95
Flora, 62 Gascoigne, George, 201, 231
Foley, John Henry, 294 Gaskell, Elizabeth, 159
Fontainebleau, 278, 280 Gautier, Théophile, 38
Fontana, Cario, 314 Gay, John, 155, 200. 211, 217
Fontana, Domenico, 99 Genazzano, 305
Ford, Onslow, 294 Genserico, 270
Foro, 271, 272, 397 Geoffrey de Vinsauf, 260
Fortuna, 27 geógrafos árabes, 278, 382, 396
Foumival, Ricardo de, 46, 53, 54 Geraldo de Gales, 47
Fox, Charles James, 127 Gerberto de Aurillac, papa Silvestre Π, 80, 81
Fraenkel, Eduard, 226 germánicas, lenguas, 334, 339, 342, 343, 350,
Francia, 33, 106, 200, 252, 255, 390; arquitec­ 351; influencia del inglés, 19-21, 22, 349
tura, 18, 301, 307, 309, 324; composición germánico, 339, 347, 351
poética, 260; derecho, 359, 361, 364, 365, Getty, J. Paul, 296, 322, 326
367-368, 370; dialectos, 333, 342; erudición Ghiberti, Lorenzo, 275, 276, 388
clásica y moderna, 56, 58; escultura, 282, Ghisalba, 317
292, 294-295; introducción de la prensa, Gibbon, Edward, 21, 29, 39; Historia de la de­
262; véase también lenguas; Orleans; París; cadencia y caída del imperio romano, 16,
Tours; Versailles 21, 39
franciscanos, 204 Gibson, John, 274, 294
Francisco I, rey de Francia, 278, 280, 309, Gifanio, Oberto, 104
367 Gifford, William, 218
Francisco I de Lorena, 310 Gilbert, Humphrey, 91, 93
francos, 76, 79, 85, 338, 343, 359; alianza en­ Gilbert, W. S., 220
tre el papado y los, 77; substitutos de la cla­ Gildas, 116
se dirigente romana en la Galia, 50; véase Gilley, Friedrich, 311
también Carlomagno Giocondo de Vemoa, fra, 96, 301
Francus, 64 Giotto di Bondone, 275
Frankfurt, 366 Giraldi Cinthio, Giambattista, 234
Frazer, sir James, 37 Giraldus Cambrensis, 200
Fredborg, K. M., 260 Giraudoux, Jean, 232
Frerc, John Hookham, 218, 219 Girolami de Florencia, Remigio, 87
frescos, 279, 283 Giuliano da Maiano, 309
Freud, Sigmund, 36-37, 95, 207 Giustiniam, colección, 282, 283
Friul, 342 Gladstone, W. E., 133
Froben, 55 Glastonbury, 64
Frontino, 112 glosadores, 361, 362, 363, 364, 367
Frulovisi, Tito Livio dei, 228 gobierno, 11, 13-14, 65, 72, 84-85, 88; deca­
Fry, Christopher, 199 dencia, 257; devastaciones realizadas por el,
Fry, Roger, 17 393; papal, 78, 80-81, 384; sátira y oposi­
Frye, Northrop, 228 ción al, 211
fuentes, 323, 388 Godofredo de Monmouth, 64
Fugger, Jacob, 282 godos, 270, 378, 386
Fulgencio, 73 Goethe, Johann Wolfgang von, 241, 292, 356,
391, 396; Egmont, 240; Fausto. 242
Golding, Arthur, 168, 174, 204
Galeno, 32 Goldsmith, Oliver, 217
galés, 337, 342, 350 Gondoin, Jacques, 316
Galia, 48, 50, 338 Gonzaga, Ludovico, 308
Gaili, Jacopo, 277, 279 Gonzaga, corte de los, 279, 283
Galo. 120-121, 146, 157 Googe, Barnabe, 203
Gardner, Helen, 185 Gordon, G., 116
Gamier, Robert, 234, 243 gótico, estilo: arquitectura, 298, 303, 351; es­
Garth, sir Samuel, 213 cultura, 274, 293, 294
Gärtner, Friedrich von, 317, 321 Gough, Piers, 326
Gower, John, 176 Haddon, Walter, 91, 92, 93
gramática: latina, 100, 101, 330-332, 335, Haendel, G. F., 114, 155
343, 348. 352-354; retórica y, 246, 259, Hall, F. W„ 59
261, 263, 266; romance, 334, 339, 345-347 Hall, Joseph, 201, 203, 206
Gran Bretaña, 26, .131, 136, 205, 210; Bruto Haller, Robert S., 227
le dio su nombre; 64; carácter romano de Hamburgo, 86, 366
las instituciones, 14; imperio, 38, 220, 295; Hamilton, Gavin, 288, 290
obsesión romántica por Grecia, 35; romana, Hamilton, sir William, 291
15-16, 116, 339, 349; véase también Esco­ Hampshire, 288
cia; Inglaterra Hampton Court, 279, 283
Gran Cisma de Occidente, 276 Hancarville, barón d \ 289
Granada, 309, 320 Hannover, casa de, 209
Grand Tour, 39, 94, 135, 285, 286, 290, 295 Hardy, Thomas, 128
grandeza militar, 11-12 Harrington, James, 15
Graves, Robert, 129, 220, 326 Harvard. Universidad de, 265
Grecia, griegos, 13-14, 213, 366, 392; arqui­ Harvey, Gabriel, 91-94, 112, 144, 197, 262
tectura, 300, 304, 311, 321, 325-326; arte y Hawksmoor, Nicholas, 310, 324
escultura, 284-285. 290, 291," 293-295. 299; Heaist, William Randolph, 296
Bizancio, 16, 48; contribución a la antropo­ hebreo, 55, 342, 378
logía. 37; democracia y oligarquía, 14; filo­ Héctor, 64
sofía, 36,102; helenismo, 12, 35; influencia Hegel, G. F. W., 36
en Roma, 11-12; lengua, 55, 329-330. 337. Heins, Nicolas, 56
339, 350-351; mito, 147, 174; pastoril, 139, Heiric de Auxerre, 52
140. 147; poesía, 103-104, 114-115, 139, helenismo, 12, 35, 295
141, 156-159, 165; sátira, 197. 198, 199; Henry o f Huntingdon, 200
teatro, 224-227, 233 . 235 , 237, 239-241, Herbert, George, 167
243; tratamiento a los dioses, 27-28; véase Herculano, 288, 296, 318, 322
también Atenas; retórica Herescu, N. I., 59
Greenberg, Alan, 326 Hermógenes, 248, 256, 262
Greene, Robert, 144, 147, 149-150 héroes, 26, 73, 74
gregoriana, reforma de la Iglesia, 361 Herrick, Robert, 187, 204
Gregorio, maestro, 64, 273, 380, 382, 384, Hesiodo, 114, 116, 147
389 Hever Castle, 295
Gregorio de Tours, san, 50, 258 Heywood, John, 203
Gregorio I el Magno, papa, 47, 50, 74-75, Highet, Gilbert, 161
381, 383, 385, 387-388 Hildeberto de Lavardin, arzobispo de Tours,
Gregorio V, papa, 81 - 39, 82
Gregorio VU, papa, 81 Hillard, George, 38
Gregorovius, Ferdinand, 398 hipódromo, 319
GreviUe, Charles, 289 Hirt, Alois, 321
Greville. Fulke, 234 historia, 28-29, 36, 93, 104, 109-112, 166
Grévin, Jacques, 390, 391, 392, 393, 394 historicismo, 184
Grigson, Geoffrey, 197 Hitler, Adolf, 398
Grilio. 257 Hobson, J. A., 38
Grillparzer, Franz, 236 Holanda, 367, 370
Grocio, Hugo, 112, 368 Holbech, William, 287
Gronovio, J. F., 56 Holinshed, Ralph, 28
Groto, Luigi, 234 Holkham Hall, 286, 287, 306
Guarini, Giambattista, 114, 147, 234 Holland, lord, 14
Guarino de Verona, 54, 101 Holofernes, 167
Guercino (G. F. Barbieri), 145 Holstenio, 100
Guicciardini, Francesco, 103 Homero, 28, 33, 123, 246; Iliada, 33. 35, 115,
Guilpin, Edward, 203 121; Odisea, 33, 35, 115, 121
Guizot, F. P. G., 38 Hood, Thomas, 219
Guyana, 370 Hope, Thomas, 291, 293; colección, 296
Hopkins, Gerald Manley, 139 xviii, 12; arquitectura, 303, 305, 315-316,
Horacio, 11, 13, 140, 197, 198, 205; copia, 323-324, 326; bibliotecas eclesiásticas, 56-
104; imitaciones de, 212, 213, 214, 216; in­ 57; colecciones de arte, 279, 282-283, 285-
fluencia de, 182-191, 193; Kipling y, 128, 290, 291, 292-296; educación, 161-162;
162; Virgilio como modelo para, 114; Arte isabelina, 144, 151; misioneros en, 50; y
poética, 220, 250; Epistolas, 30, 199, 212; derecho, 364, 365
Odas, 30, 128, 168-169, 400; Sátiras, 171, inglés: epigramas, 203; lenguaje, 19-20, 23-
199, 202, 208, 209, 218 24, 123, 192, 193, 329, 352; literatura, 117-
Hostilio, Tulo, 93 118, 130, 176, 262, 265; poesía. 156-157,
Hotman, François, 367 163-164, 169-171, 185, 193, 200; pronun­
Housman, A. E., 189, 190 ciación, 92; retórica, 250-252, 260, 262-
Howard, Thomas, conde de Arundel, 282-283 265; sátira, 197, 200, 201-202, 211; sílabas
Howell, Thomas, 203 tónicas, 254; traducción al, 123, 126, 234;
Hughes, Ted, 233 verbos, 335
hugonotes, 56, 367 Inocencio ΠΙ, papa, 82
humanismo, 193, 204, 227, 278; en el Renaci­ Inocencio IV, papa, 82
miento, 30-31, 105, 106-107, 109, 112, Inocencio VIII, papa, 319
146, 162, 167, 171, 182-183, 275, 366-368; Instituciones, 357. 360, 367
impopularidad, 293, 296; textos y, 53-55, invención, 247-248, 251, 258, 259, 261, 262;
58; teatro y, 230, 232-234; tradición, 317, incluida en la dialéctica, 264
370, 388; y derecho, 111; y educación, 32, Irlanda, 50, 91, 131, 151; lengua, 350, 351
92, 110, 161; y erudición, 100, 101, 102; y irlando-sajones, 51
retórica, 260-261, 264 Imerio (Guaraerius), 360, 361
Humberto de Silva Candida, cardenal, 81 ironía, 254
Hunger, H., 59 Isabel I de Inglaterra, 91
Hungría, 339 Isidoro de Mileto, 313
Hunt, Leigh, 126, 218 Isidoro de Sevilla, 259
Huvé, J.-J.-M., 306 Isis, 17
Huxley, Aldous, 219 Islam, 50. 64, 224, 339, 342, 378
Huysmans, J.-K., 38 Isócrates, 247
Israel, 63
Italia, 26, 369; bizantina, 50, 76, 77; declive
iconoclasia, 103, 271, 381, 388, 394; del mo­ de, 39; devastación de, 49; edición de auto­
vimiento moderno en arquitectura, 298, 325 res de Roma, 55; erudición clásica, 56; fas­
idilios, 106, 139, 141, 146, 149, 150 cismo, 38; influencia de Carlos de Anjou
Iglesia, 70-71, 87, 260, 375, 385, 396; compa­ en, 86; nuevas escuelas de leyes, 52; pros­
ración con el imperio, 356; conflictos con peridad, 95; siglo XIX, 317; véase también
las enseñanzas de la, 117; derecho y, 359, Boloña; Florencia; Lombardia; Mantua;
365; latín en la, 33S, 351, 352; literatura en Milán; Nápoles; Padua; Rímini; Roma, ciu­
la, 48; triunfo de la, 67; sátiras contra, 200; dad; Turin; Vaticano; Venecia; Verona
y el Estado, 74; y la Epifanía, 71 ; y la his­ italiano, 331, 333, 335, 336, 351; pronuncia­
toria primitiva, 98; y los bárbaros, 50, 65 ción, 338, 344, 345, 346, 347
iglesia circular, 313, 314 Iván el Terrible, zar, 226
imitación, 166, 169, 171, 177, 184; como alu­
sión, 163; de la poesía latina, 165; en ar­
quitectura, 310; en el teatro, 225, 227, 230; Jacobo I de Escocia, 205
en retórica, 261, 262, 263, 264, 266; y Vir­ Jacobo Π de Escocia, 211
gilio, 104, 153, 176; véase también sátira Jacques de Dinant, 251, 260
imprenta, 55, 56, 201, 261, 262 Jadot, Nicolas, 310
indoeuropeo, 331 James, Henry, 38, 40, 398
influencia romana: auxiliar, 12, 15, 37; básica, Japón, 12, 372
12, 15 jardines, 319, 320, 321
ingeniería, 100, 390, 397 Jefferson, Thomas, 306, 317, 31S, 321
Inglaterra, 35, 133, 134, 182, 193; actitudes Jenkins, Thomas, 288, 289
sociales y políticas en los siglos x v ii y Jenyns, Soame, 217
Jeremías de Montagnone, 100 Kedleston, 304, 311, 316
Jerónimo, san, 51, 71, 257 Kelheim, 317
Jerónimo Napoleón, príncipe, 321 Kendall, Timothe, 203
Jerusalén, 67, 72, 89, 303,-308 Kent, condado, 295
jesuítas, 106, 108, 1.99, 211, 252, 264: holan­ Kent William, 286, 304, 306, 324
deses, 368-370, 371 Kepler, Johann, 32
Jhering, Rudolf, 356 King, Edward, 156, 172
Johnson, Francis, 326 Kingsley, Charles, 35
Johnson, Philip, 326 Kipling, Rudyard. 128, 162, 163
Johnson, Samuel (Dr. Johnson), 23, 167, 179, Kircher, Athanasius, 395
189, 212; estilo declamatorio, 21-22; y Ju­ Kleist, Heinrich von, 240, 242, 243
venal, 34, 214-215; y Virgilio. 125; Life Klenze, Leo von, 311
of Pope, 207; London, 34, 209, 214; Lyci- Knobelsdorff, Georg von, 316
das, 156, 172, 173; The Vanity of Human Koschaker, Paul, 369
Wishes, 34, 214-215 Krier, Léon. 299, 322, 326
Jones, F. L., 395 Kristeller, Paul, 58 ■
Jones, Iñigo, 282. 320 Krubsacius, Friedrich-August, 321
Jonson, Ben, 23, 193, 197, 205, 207: compa­ Kunstprosa, 21
ración de Shakespeare y, 191-192; y Hora­ Kuttner. S., 359, 360, 361
cio, 183-184, 185, 187; Discoveries, 162, Kyd, Thomas, 234, 239
165; Epigramas, 164, 203; Hymeneaeu 98;
Timber, 204; Underwoods. 168
Jorge Π de Inglaterra, 212 Lachmann, Karl, 57
Jorge m de Inglaterra, 131, 199. 219, 273 Lactancio, 67, 257
Jorge de Trebisonda, 262 ladinos, 342
Joyce, James, 35 La Fontaine, Jean de, 200
Juan V in Diácono, papa, 75, 78, 80 Lafreri, Antoine, 281
Juan ΧΠ, papa, 79, 80 Lake District, 316
Juan de Garlandia, 260 Lambin, Denys, 56, 103, 104
Juan de Salisbury, 62-63, 64, 68, 75, 200, 255 Lancashire, 289
Jubileo Universal, 276 Lanciani, Rodolfo, 397
judíos, 16, 73 Landriani, Gerardo, 261
Juliano, emperador, 68 Langland, William, 200
Juliano, jurista, 358 Lansdowne, marqués de, 289
Julio II, papa, 276, 277, 314, 319, 390 latín, 100-107, 246-248, 250-256, 329-354,
Julio Antonio, 187 . 367, 384; cartas, 92; como base de las mo­
Julio César, 17, 65, 69, 70, 84, 87, 89; en las dernas lenguas romance, 19; como lingua
Vidas de Plutarco, 28 franca, 205; composición de versos en, 130;
Junius, Franciscus, 264 de Dryden, 169; de Mantuano, 143-144; de
jurisprudencia, 11, 15, 366, 368, 370, 372; re­ Virgilio, 118; declamación, 32, 256; en edu­
nacer de la, 359-363 cación, 32, 34, 161, 167, 265-267; epigra­
juristas, 65, 365. 366, 367, 369, 372 mas, 165; escritura epigráfica, 97; influencia
Justiniano, emperador, 73, 89, 313; véase sobre el arte y la música del Renacimiento,
también codificación 264; lenguaje filosófico para el, 29; Milton
Justino, mártir, san, 380 y el, 23-24; oratoria, 15; poesía, 115, 182,
Juvarra, Filippo, 315, 325 284; predominio de la literatura, 384; prosa,
Juvenal, 143, 169, 197, 377; Johnson parafra­ 21, 262; Shakespeare y el, 23; transmisión
sea sátiras de, 34, 214-215 de la cultura literaria y el, 200; vulgar, 331
Latini, Brunetto, 87
Latinoamérica, 345
Kant, Immanuel, 265 Laugier, M.-A., 303, 315, 325-326
Kantorowicz, E. H., 83, 366 Laurana, Luciano, 309
Karlsruhe, 316 Lebas, 304
Keats, John, 126, 156, 159, 218; Odas, 189; Le Corbusier, 326
«The Cap and Beils», 218 Le Faucher, Michel, 252
legisladores. 83 Longo, 140, 147
Leibniz, G. W., 351 Lonsdale, conde de, 293
Leicester, conde de, 286 Lope de Vega, Félix, 239, 243
Leiden, Universidad de, 367 Lord, George, 210
Leighton, Frederic, 293, 294 Lorena, 80, 339
lenguaje, 329-354; bárbaro, 105; clásico, 55, Loschi, Antonio, 261
56; del derecho, 32, 266; filosófico, 29; fir­ Lotario III, emperador, 363
meza en el, 123; flexiones del, 246; hermé­ Loup de Ferriéres, 52, 54
tico, 222 Louvre, 273, 281, 284, 290
León I, papa, 74, 86 Lovaina, 56, 57, 107
León III, papa, 77 Lovati, Lovato dei, 233
León X, papa, 228, 271, 319 Lowe, Robert, 133
León de Vercelli, 81 Lowenclavius, Johannes, 111
Leonardo da Vinci, 275, 278 Lowther Castle, 293
Leptis Magna, 302 Lübeck, 366
Leto, Pomponio, 96 Lucano, 62, 106, 112, 126, 186, 266
Letrán, palacio de, 272 Lucas, sir Charles, 38
Lever, William Hesketh, 295 Luciano, 16, 199
Lewis, C. S., 177, 193 Lucilio, 197, 198, 199
leyendas, 31, 63-65, 66, 75-76, 95, 226 Lucrecio, 26-27, 29, 103, 104, 169
Liber Pontificalis, 271 Ludovico Pío, rey de Francia, 77
Libri, Guillaume, 56 Ludovisi, colección, 281
Liga Católica, 106 Luis Π el Tartamudo, rey de Francia, 78
Ligorio, Pirro, 97, 277, 319, 320, 324 Luis ΧΠΙ de Francia, 282
Lrnacre, Thomas, 32 Luis XIV de Francia, 281, 282, 285, 290, 310,
Lincei, Academia de los, 100 311, 315
Lincoln, catedral de, 307, 312 Luis de Baviera, 85
Lindsay, David, 200 Luis I de Baviera, 293, 317. 321
Lipsio, Justo, 56, 95, 98, 99, 105, 112; y Ci­ Lutero, Martín, 261
cerón, 262, 263 Lutyens, sir Edwin, 298, 311, 317
Lisle, William, 151-152 Lydgate, John, 201
Lisias, 263 Lytton, Edward G. E., véase Bulwer-Leytton,
literatura, véase cartas; inglés; prosa; textos Edward G. E.
Liutprando de Cremona, 79, 80
Liverpool, 273, 274, 289, 294, 306, 311
Livio Andrónico, 13 Macaulay, Thomas Babington, 37, 131, 134
Livio, Tito, 28-29, 62, 91-94, 109, 395, 399; MacDonald, William L., 298, 299, 312, 323
humanismo cívico basado en, 15 Macedonia, 88, 339
Livomo, 306 Machuca, Pedro, 320
Lloyd, Robert, 217 Mack, Maynard, 124
Loba, 96 Mac kail, J. W., 126, 170, 183
Locke, John, 33-34, 264 McKim, Charles, 306, 317
Lodge, David, 219 Macleod, Colin, 184
Lodge, Thomas, 144, 147, 201 MacNeice, Louis, 36, 191
Lodi, 261 Madrid, 282
lógica, 32, 108, 222, 249-251, 354 magiares, 339, 351
logopoeia, 202, 209 Mahler, Gustav, 159
Lombardia, 360 Maiano, Giuliano da, 309
lombardos, 48, 50, 79, 89, 343; Gregorio I y, Maine, Henry Sumner, 372
74-75; invasión de, 49, 50, 73, 76; legisla­ Maius, Juniano, 101
ción de, 359, 360, 361 Majencio, 301-302
Londres, 135, 202, 265; arquitectura, 304, Malatesta, Sigismondo, 308
311, 320, 322, 326; véase también arte, co­ Malory, Thomas, 176, 206
lecciones Manetón, 109
Longino, Casio, 265 Manfredo, 90
Manilio, Marco, 56 metáfora, 253, 254
Mantegna, Andrea, 275, 279, 283 Mexico, Universidad de, 264
Mantua, 25, 134, 142, 279, 283; iglesia de Michelozzo di Bartolommeo, 313
Sant’Andrea, 305, 308,, 310, 312 Middlemore, S. G. C., 239
Mantuano, 143-145, '152, 167 Middlesex, 311
manuscritos, véase documentos; textos . ■ Miguel III, emperador bizantino, 78
Manucio, Aldo, 55 Miguel Ángel Buonarrotti, 97, 279, 284, 305;
Map, Walter, 63 y la Piazza del Campidoglio, 272, 384
Maquiavelo, Nicolás, 92, 93, 103; Discursos Milán, 49, 8 3 ,3 1 1 ,3 1 3 ,3 1 7
sobre Tito Livio, 15. 92; Lu Mandrúgora, Mill, John Stuart, 29
228, 229; Le masckere, 228 Milton, John, 116, 162, 167, 192; Arcades,
•Marcial, 108, 184, 199, 200, 201, 203, 205; 138-139; Lycidas, 114, 120-121, 152-154,
ataques contra Domiciano, 2 11; ecos en 156-157, 172-173; Paraíso perdido, 23-24,
Oldham de, 209; en Churchill temas de, 26,33, 120, 121. 175-176, 193; Paraíso re­
215; reminiscencia en Byron, 219; y patro­ cobrado, 27, 122
nazgo, 210; Epigramas, 163-164, 165 Mirabilia Romae Urbis, 273, 380, 382, 383,
Marciano Capela, 31, 259 _ ' 385, 389
Marco Aurelio, emperador, 99, 272, 384, 388 Mirón, 290
Marco Curcio, 62, 87 misioneros, 50
Mare, A. C. de la, 58 mitología, 151, 166, 172, 192-193, 383, 397;
Marlborough, duque de, 310 arte y, 274, 284; de Ovidio, 171 ; griega, 27-
Marlowe, Christopher, 181, 193; Dido Queen 28, 115, 147, 174; heroínas de, 179-180;
o f Carthage, 118, 120; Hero y Leandro, Milton y, 24, 26-27; moral cristiana y, 148,
177-179; Tamerlân el Grande, 237 164; pagana, 70; sátira y, 197, 198; y el tri­
Marochetti, Carlo, 294 vium, 52
Marot, Jean, 303 Mitra, 17
Marston, John, 197, 205, 243 Moldavia, 351
Martín, san, 48 Molière, 26, 231, 232
Martín de Troppau, 72 Möller, Georg, 316
Martines, L., 54 Mommsen, Theodor, 73, 360
Marwell, Andrew, 182, 185-186, 187; Hortus, Monaci, E., 84, 86
167; «Last Instructions to a Painter», 206 monarquía, 14, 71, 105, 111, 203, 311; abso­
Marx, Karl, 36, 37 luta, 15, 17, 285; universal heredada, 66
Mateo de Vendôme, 260 monasterios, fundación y cultura, 50, 51, 52
Matilde, condesa, 360 Mond, sir Alfred (lord Melchett), 296
Matociis, Giovanni de, 96 Monkwearmouth, 50
Mauricio de Nassau, 112 Montaigne, Michel de, 95, 98, 105, 263
Mausoleo de Adriano, 270 Montano, Giovanni Battista, 314
Mazarino, duque de, 282, 283 Montchrestein, Antoine de, 234, 239-240
Mazzochi, Jacopo, 96 Montecassino, 51, 361
Mecenas, Cayo Cilnio, 26, 114, 210 Monte Cavallo, 272, 273, 280, 293
Médicis, 105-106, 278, 281-282 Montefeltro, Federico de, duque de Urbino, 309
Médicis, Cosme de, 276 Montemayor, Jorge de, 147, 151
Médicis, Lorenzo de, 106, 240 Monteverdi, Claudio, 240
Melanchthon, Philipp, 261, 262 Montfaucon, Bernard, 281
memoria, 247, 248, 252 Montpellier, 310
Menandro, 225 Mont-Saint-Michel, 56
Mengs, A. R., 292 Monty Python's Flying Circus, 219
Menipeo de Gadara, 199 monumentos: conocimiento de, 383, 384, 385;
mens bona (sentido común), 27 destrucción de, 387-388, 397; ■enumeración
Mercati, Michele, 99 de, 377; lenguaje de los, 380; mito y, 383;
Mère, madame, 292 paganos, 63-64, 65, 68; pintura inspirada
merovingios, 51, 350 en, 284; poder simbolizado en los, 375,
Merry, Robert, 218 379; protección de la integridad de los, 386;
metafísica, 36 reconstrucción por la Iglesia, 276
Moor, Karl von, 241 N orth, T h o m a s, 28
Moore, Charles, 326 Northumbria, 49, 50
Moore, Edward, 217 nostalgia, 172, 311
Moore, Tom, 126 Notitia Urbis. 270
morales, principios, 248 Nueva Delhi, 317
Monis, William, 126-127, 176, 397 Nueva York, 306, 317
mosaicos, 115 Nuevo Testamento, 16. 55, 56, 235
Mosellanus, Petrus, 254 Numa Pompilius, 93, 109
Mueller, Martín, 235
Munich, 56. 282, 293, 311, 317
Muret, Marc-Antoine, 103, 105 obeliscos, 99, 323, 382
Museo Británico, 283 , 288, 289, 290, 291, occitano, 335, 336, 338, 342, 344, 346
392 O’Connell, Daniel. 131
música, 37, 134-135, 259, 264, 300 Octavio, véase Augusto
Mussato, Albertino, 53, 233 Odofredo, 384
Mussolini, Benito, 387, 399 Odón de Metz, 303
Myers, F. W. H., 127 Oldham, John, 209, 213
oligarquía, 14
Olsen, Birger Munk, 58
Nancy, 310 ópera, 134, 200, 219-220. 240, 241
Nápoles, 309, 317, 321, 382, 386, 395; colec­ oratoria, 93, 246-251, 254, 261, 264, 265
ciones de arte, 277, 285; fundación de uni­ órdenes arquitectónicos, 298, 299, 325; corin­
versidades, 362 tio, 18, 300, 303, 308, 310, 317; dórico,
Napoleón Bonaparte, emperador, 38, 290. 300, 304, 311, 317, 321; jónico, 300, 302,
291, 292, 311, 317 313, 318; toscano, 18
Narsés, 383 Orígenes, 67
Nashe, Thomas, 197, 199 Orleans, 362, 363, 365
Neckham, Walter, 200 ornamentación, 253, 263
neoclasicismo, 156, 185, 205, 237, 265, 316; Orme, Philibert de Γ, 309
arte clásico y, 285-297 Orosio, Paulo, 62, 71-73, 89
Neri, Felipe, 98 Orsini, Fulvio, 56, 103. 104
Nerón, 226, 233, 280, 382, 399; corte de, 105, ortografía, 330, 336, 337, 338, 343-344
211; Domas Aurea de, 97; historias sobre, Orwell, George, 20, 200
382-383; precursor del Anticristo, 66, 70 Ostia, 290
Neuerberg, Norman, 322 ostrogodos, 48, 49, 73, 342
Newman, John Henry, 22, 35 otomano, imperio, 34
New Statesman, 128 Otón I el Grande, emperador, 79-80, 81
Nícéforo Focas, 79, 80 Otón Π, emperador, 80
Nicolás I, papa, 78 Otón Ht, emperador, 80-81
Nicolás m , papa, 86, 88 Otto de Freising, 84, 85
Nicolás V, papa, 99, 276, 387 Otway, Thomas, 209
Nicolás de Cusa, 54, 55, 228 Ovidio, 13, 45, 58, 106, 107, 189, 193; in­
Nietzsche, F. W., 36, 37, 243 fluencia de, 174-182, 284; Fastos, 96; Me­
Niger, Ralph, 360 tamorfosis, 27, 28, 108, 147, 168, 176, 177,
Nimes, 307, 317, 324 179
Nizolio, Mario, 262 Owen, John, 167, 205
Nollekens, Joseph, 292 Owen, Wilfred, 128, 220
Norfolk, 286, 287, 306 Oxford, Universidad de, 107, 130, 172, 265;
Norman, Alfred, 321 catedráticos de poesía, 127, 129; dramas
normandos, 19, 64, 349 producidos en, 106, escuela de derecho de,
Norteamérica, 25, 219, 250, 264, 265; arqui­ 365; váse también Ashmolean, museo
tectura, 317, 322, 323-324, 326; coleccio­
nismo escultórico, 269, 295, 296; lenguaje,
19, 350 Pablo de Tarso, san, 16, 66, 382
North, lord, 131 Padua, 54, 64, 273, 279
Paecht, O., 86 Pedro, san, 76, 77, 302, 303, 324, 380, 382;
paganos, 88, 385, 398; abismo entre, 32; acti­ méritos de, 68; Roma, la ciudad de, 63, 74,
tud de Milton frente a los, 175; adopción de 78, 81, 86
formas de arte, 270; antigüedades, 384; cris­ Peel, sir Robert, 131
tianos y, 68, 71,.75-76, 84, 380; decaden­ Pembroke, conde de, 283
cia, 391; desdén hacia los, 387; imágenes, Pentápolis, 80
308, 315, 381; puritanos y, 171 ¡.sustitución Pepo, maestro, 360
de, 39; virtuosos, 89 Perder, Charles, 311
Paine, James, 311, 316 Pericles, 198
Paine. Tom, 34 Perrault, Charles, 303.
Países Bajos, 56, 91 Perrault, Claude, 298, 301, 303, 324
Paladio, 52 Persia, 70, 88, 350
paleografía, 58 Persio, 197, 199, 202, 211, 216, 218; Donne
Palestrina, 299, 305, 319, 324-325 imita a. 204-205; idea de virtud, 215
Palgrave, F. T„ 122 Peruzzi, Baltasar, 320
palladianismo, 286 Peterson, Erik, 67’, 73
Palladio, Andrea, 298, 301, 312, 315, 316, 320; Petra, 399
atención en Gran Bretaña por, 304; diseño Petrarca, 54, 95, 100-101, 261. 275; corona­
de monumentos de varios niveles, 324-325; ción de, 384; escribió un drama terenciano,
estudio de las termas por, 304, 305; Quattro 227; reinterpretación de Roma, 62; y Cice­
libri dell’architettura, 314, 324 rón, 49, 54, 261; y los angevinos, 386; Phi­
Palmer, Samuel, 135 lologia, 227, 233
Palmerston, lord, 38, 131, 288 Petronio, Tito, 105, 199
Palmira, 399 Petworth, 293
pandectistas, 370, 371, 372; véase también Peyre, Marie-Joseph, 306
Digesto Pfeiffer, Rudolf, 59
Panteón. 18, 64, 65, 312-318, 325, 384; le­ Philips, Ambrose, 155
yenda y, 95; reparación de la cúpula, 323; Piccolomini, Alessandro, 230
vigas de bronce del techo, 271 Piccolomini, Eneas Silvio (papa Pío II), 228,
Panvinio, Onofrio, 97, 98, 110 308
papado, 65, 82, 88, 99, 385, 387; alianza con Pietro da Cortona, 301, 310, 325
los francos, 77; ideología y, 76, 385; poder Pietro da Milano, 309
y, 17, 384; y la restauración de Roma, 322- Pindar, Peter (John Wolcot), 218
323 pindárico, verso, 169, 187
papismo, 211 Pini, Paoli, 264
pareados heroicos, 181, 201, 213, 216, 218 pintura, 34, 115, 264, 283, 285, 311
Parilia, 96 Pinturicchio, Bernardo, 319
París, 38, 44, 56. 231, 264; arquitectura, 304, Pío Π, papa, 228, 308
306, 310, 311, 316-317, 321; esculturas ro­ Ho IV, papa, 98, 319-320
manas en, 290 Pío V, papa, 277
Parker, Douglass, 230 Pipino el Breve, 76
parodia, 155, 198, 199, 218, 219 Piranesi, Giambattista, 288, 325, 392
Parrot, Henry, 203 Pisa, 64, 111, 273, 274, 360
Partenón, 290, 293, 317, 326 Pisani, Ugolino, 229
Paschoud. François, 70 Pisano, Giovanni, 273
pastoril, género, 125, 138-160, 202 Pisano, Nicola, 274
Pater, Walter, 35, 38, 40-41 Pitágoras, 109
Paulo Π, papa, 276 Pithou, Pierre, 56
Paulo Diácono, 62, 63, 75, 84, 87 Pitt el Viejo, William, 30, 131
Pavía, 261, 272, 361 Pitt el Joven, William, 131, 311
Pax Romana, 13, 16 plagio, 104, 106, 126
Pazzi, conspiración de los, 105-106 Platón, 36, 53, 104, 193, 248, 266
Peacham, Henry, 282 Plauto, 225, 228, 279; Anfitrión, 234; Asina­
Peacok, Thomas Love, 219 ria, 231; Captivi, 299; Menachmi, 225-226;
Pearson, Weatman (vizconde Cowdray), 296 Rudens, 231
Plaw, John, 316 Primaticio, Francesco, 278
Plinio el Joven, 54, 257; villas de, 277, 299, Princeton, 265
318, 319, 320, 321, 322 Prior, Matthew, 182, 191, 217
Pfinio el Viejo, 317, 376; Historia natural, 102 Prisciano, 31, 46, 48, 256
Plutarco, 28-29, 109 Procopio, 270
Poccianti, Francesco, 306 pronunciación, 330, 336, 337-338, 343-348,
poesía, 23-28, 106-109, 390; crítica de la, 13; 350
didáctica, 104, 114-115; 124; gran calidad, Propercio, Sexto, 11, 51, 52, 53, 169-170, 220;
II; griega, 104, 114-115, 139, 141, 156- bajo nivel de circulación, 57
159, 165; lenguaje, 330; lírica, 156; moder­ prosa, 105, 108, 122, 252, 253; rítmica, 254-
nismo en, 170; pastoril, 167, 172-173, 185, 255, 259; satírica, 198, 199-200, 218
187, 193; satírica, 200-201, 202, 210, 220- Provenza, 342
221 Próximo Oriente, 50, 57
Poggio, véase Bracciolini, Poggio proyectos, 298-299, 300, 304, 306, 322, 374-
Poitiers, Diana de, 309 375
polaco, 351 Prudencio, 68, 72, 74, 89, 270
Polibio, 14, 93, 109, 111, 112 Prusia, 370
Policleto, 295 psicoanálisis, 36
Poliziano, Angelo, 32, 102, 103, 105-106, Pula, 307, 309
261, 262 Purcell, Henry, 135
Pompeya, 288, 318, 321 puritanismo, 202, 206, 211, 239
Pompeyo, 72, 392 Puttenham, George, 145
pontifex maximus, 17
Pope, Alexander, 139, 142, 180, 209, 212-213,
218; Arte poética, 212; A Discourse on Pas­ Quatremère de Quincy, 292
toral Poetry, 155; Dunciad, 123-124, 204, Quevedo, Francisco de, 202
212, 219; Eloísa y Abelardo, 179; Epistle to Quintiliano, 102, 141, 246, 248, 256, 264, 265;
Addison, 394; «Epitafio», 125; An Essay influencia de, 261-262; De institutione ora­
on Criticism, 124, 212; Imitations o f Hora­ toria, 197, 248, 250, 251, 252, 255, 256, 261
ce, 207, 212-213; The Rape o f the Lock,
123, 188, 202, 212, 221
Pope, John Russell, 318 Rabano Mauro, 258, 259
Porphyrios, Demetri, 326 Rabelais, François, 206
Porson, Richard, 204 Racine, Jean, 26, 179, 235
Port Sunlight, 293, 296 Radding, C. M., 361
portugués, 329, 333, 334, 335, 345, 348; pro­ Rafael, 96, 271, 275, 305, 319, 320; influen­
nunciación, 344 cia de, 280, 284
Posidipo, 225 Ragusa (Dubrovnik), 339
Possagno, 317 Rainaldo de Dassel, 52
posglosadores, 362, 363, 364, 366, 369 Rainolds, John, 30
posmodemismo, 299, 325 Ramus, Petrus, 108, 261, 264
Potain, N.-M., 303 Ravena, 18, 76, 272, 302
Potsdam, 310 «recepción», en e! derecho romano. 363-366
Pound, Ezra, 128, 168, 173, 202, 209, 222; Reforma, ley de ( 1832), 132
Cantos, 176, 221 ; «Homage to Sextus Pro­ Reggio, Raffaelo, 261
pertius», 170, 220 Régulo, 62, 68, 70, 93
Poussin, Nicolas, 145-146, 282, 284 Reims, 77, 80, 274
Powell, Anthony, 219 relieves, 274, 275
Pozzo, Cassiano del, 281 religión, 2 1 1 ,3 0 1 ,3 4 2 , 343
Prado, Museo del, 282 Renacimiento, 44, 91-112, 385, 389, 397; es­
Praed, W. M„ 218 critores, 140-141, 142, 145, 147, 152-153,
Praxiteles, 273, 277 348; nuevas palabras en la lengua, 349-350;
predicación, 258, 259, 260, 262; elocuente, pensar hacer literatura, 162-163; véase tam­
252 bién arquitectura; arte; humanismo; poesía;
Pretexto, 258 retórica; teatro
renuncia, cláusulas de, 364-365 Russell, Mark, 219
réplicas. 273, 278, 281 Rutilio Namaciano. 68
Restauración, 181, 184, 203, 210
retórica. 100, 123, 180, 193, 246-267: dramá­
tica, 226, 237, 240, 243; estudiantes de, 93; Saarinen, Eero, 312
fundamento de la educación romana,· 32; sabina, deidad, 380
método, 27; sátira y, 202, 204, 206, 214, Sahl, Mort, 219
221 Saint Maximin, biblioteca de, 54
retorrománico, 339, 342, 344 Sainte-Beuve, Charles Augustin, 127
Reuchlin, Johann. 106 sajones, 64, 79, 80
Revett, Nicholas, 34 Salemo, 274
Révigny, Jacques de, 362 Salerno, Henry F., 232
Revolución francesa, 34, 56 Salingar, Leo, 230
Reynolds, sir Joshua, 136, 264 Salomón, rey, 308
Reynolds, Leighton, 59 Salona, 320
Rialto, Bridge, 309 Salustio, 62, 69, 105, 106, 109, 384
Richelieu, cardenal, 282 Salutati, Coluccio, 54, 100, 101
Rimini, 307, 308. 343 Salvi, Nicola, 310
ritmos, 254-255 San Petersburgo, 288, 289
Roberto de Anjou, 386 Sangallo, Antonio da, 319
Robertson, J. M., 38 Sangallo, Giuliano da, 318, 319
Robespierre, Maximilien F. M. I. de, 34 Sannazaro, Jacopo, 146-147
Robigalia, 96 sánscrito, 353
Rochester, 50 Santa Maria d’Aracoeli, 383
Rochester, lord, 181, 183, 203, 207, 209 santuarios, 300, 311, 316, 319, 323-325
rococó, 156 Sarbiewski, Casimir, 106
Rodin, Auguste, 295 sarcófago, 274, 279, 284
Rodolfo Π, káiser, 282 sardo, 333, 336, 338, 344; dialectos, 330, 334,
Roma, ciudad, 38-41, 63-39, 84-87 , 93-94, 342
272, 374-400; infraestructura, 49, 50; sa­ Sarmacia, 94
queada en el 410, 69, 71, 73, 74; saqueada sarracenos, 385
en 1527, 94, 97, 390 Sassoferrato, Bartolo de, 363
romances, lenguas, 19, 329-354 Sassoon, Siegfried, 220
románico, 18-19, 307-308 sátira, 105, 138, 140, 153, 197-222
romanización, 351 satumiano, verso, 330
romanticismo, 127, 241, 291, 296, 392, 394; Savigny, Friedrich Carl von, 362, 370-371
erudito, 396 Scala, Flaminio, 232
Romano, Ezzelino da, 233 Scalfarotto, Giovanni, 315
Romano, manuscrito, 103 Scamozzi, Vincenzo, 320
Romanus, Aquila, 254 Schiller, J. C. V. von, 240, 241, 242, 243
Rómulo, 63, 74, 79, 81, 272, 379 Schlegel, August von, 240
Rosenmeyer, T. G., 224 Scott, sir George Gilbert, 294
Rosinus, Johannes, 98 Scott, sir Walter, 134
Roswitha de Gandersheim, 79, 227, 228 Scroope, sir Carr, 208
Rotrou, Jean, 234 Secundus, Johannes, 106
roumanche, 339 Seeley, J. R„ 38
Rousseau, Jean-Jacques, 218, 311 Sejano, Lucio Elio, 206, 214
Rowlands, Samuel, 205 Selva, Antonio, 317
Royal College of Physicians, 32 semita, lengua, 352
Ruán, 258 Séneca el Viejo, Lucio Aneo, 256
Rubens, Peter Paul, 282 Séneca el Joven, Lucio Aneo, 105, 106, 226,
rumano, 334-339, 344, 348, 351 227, 382; como modelo estilístico, 54;
Ruskin, John, 293, 397 «humanismo cívico» basado en, 15; y tra­
Russell, Bertrand, 221 gedias de sangre inglesas, 12; Apocolocyn-
Russell, lord John, 131 tosis, 199, 219; Diálogos, 45; Epístolas,
45; Tragedias, 44, 46, 53, 57; véase tam­ sonido de las palabras, modificaciones en el,
bién teatro 335, 337-338, 345, 348, 349
Sergio III, papa, 78 Sorano, 377
Serlio, Sebastiano, 300, 304, 324 Sorbona, 53. 262
Servio (comentarista de Virgilio), 141-142, Soult, Marshal, 131
143, 144, 145 Southey, Robert, 126. 218, 219
Settle, Elkanah, 209 Spectator, 123, 182
Severo, Septimio, 307; arco de, 272, 309. Speer, Albert, 3 18
Shadwell, Thomas, 209, 210 Spenser, Edmund, 23, 33, 122, 142, 176-177,
Shaftesbury, conde de, 30, 285-286 200; «Astrophel», 156; Colin Clout Come
Shakespeare, William, 26, 28, 116, 191-192, Home Againe, 15 0-15 1; «Epithalamion»,
193, 232; Antonio y Cleopatra, 28-29, 119; 166-167; The Faerie Queene, 150, 151,
Como gustéis, 147; Cuento de invierno, 177, 179; The Shepheardes Calender, 114,
147, 149-150, 174; Hamlet, 22-23, 120, 142, 143, 145, 150
239; La fierecilla domada, 231; Otelo, 179; Spitting Image, 2 19
Tito Andrónico, 234; Trabajos de amor SPQR, 78, 384
perdidos, 144, 162; Venus y Adonis, 177 Squarcione, Francesco, 279
Shelley, Percy Bysshe, 126, 174, 218, 394, Stalin, I,, 227
395, 396; Adonais, 156-158; Hellas, 11-12 status, teoría del, 248-249, 260
Sheridan, Thomas, 252 Steele, Richard, 125, 127
Shirley, James, 239 Stein, P., 367
Sibila, 72, 132, 377, 383 Stendhal, 394
Sicilia, 139, 150, 153, 274, 322 Stem, Robert, 326
Siculo, Calpumio, 140, 145 Sterne, Laurence, 199
Sidney, sir Philip, 143, 147, 148, 156, 171; Stevens, Alfred, 294
Arcadia, 149; Defence o f Poetry, 234 Stevenson, Robert, Louis, 133, 134
Sidonio Apolinar, 382 Stier, Wilhelm, 321
Siena, 274 Stourhead, 135, 155, 316
Sila, 393 Stowe, 306, 323
Si loé, Diego de, 309 Stuart, James, 34
silogismo, 250, 251 Suburra, 99
Silvestre I, papa, 76 Suecia, 282
Silvestre II, papa, 80 Suetonio, 59, 62, 63, 78
Sfmaco, Quinto Aurelio, 54 Suger, Abbot, 19, 308
Simón el Mago, 66, 380 Suiza, 271, 336, 342
simbolismo, 173 Sulpicio, 199
Simpson, John, 326 Surrey, conde de, 118, 169
sínodo de Whitby, 258 Susenbrotus, Johannes, 254
sintáctica, relación, 331-332 Svend II, rey de Dinamarca, 82
Siracusa, II, 321 Swift, Jonathan, 33, 123, 199, 211, 217, 220
Siria, 386
Sixto IV, papa, 96, 276
Sixto V, papa, 99, 323, 388 Tácito, 29, 93, 105, 109, 112; Anales, 102,
Skelton, John, 200 111; Dialogus de Oratoribus, 102; Histo­
Smetius, Martinus, 97 rias, 46
Smith, Adam, 29-30 Tahiti, 133
Smith, Francis «Eléphant», 210 Talon, Omer, 264
Smith, James y Horatio, 219 Tarquinio, 68, 84, 87
Smith, Thomas, 91, 92, 93 Tasso, Torquatto, 116, 147, 148
Smollett, Tobias George, 395 Tañer, 182
Soane, John, 310-311 Taylor, John, 204
Soarez, Cipriano, 264 teatro, 36, 193, 202, 224-244; musical, 37;
Sócrates, 198, 247 poético, 118
sofistas, 247 Tegemsee, 56
Sófocles, 36, 225, 227 Temanza, Tommaso, 315
Temple, lord, 323 Totila, rey ostrogodo, 65
templos, 307, 308, 309, 382, 383, 385, 390; Tours, 46, 52, 56
decadencia de los, 270; circulares, 284, 314; Town, Ithiel, 317
y santuarios, 323-325 Townley, Charles, 289, 290
Temporarius, Joannes, 110 Toynbee, Arnold, 12
Tenerife, 322 . traducciones, 168-169, 181, 199, 201, 204,
Tennyson, Alfred Lord, 25, 122, 126,.127, 220; 220; creativa, 207-208; dramática, 234
In Memoriam, 158, 190; «To Virgil», 134 tragedia, 37, 53, 94, 121, 157; véase también
Teócrito, 11, 139-140, 141, 149, 150, 153 teatro
Teodoro, arzobispo de Canterbury, 50 tragicomedia, 234-235, 239; véase también
Teodorico, rey ostrogodo, 49, 272 comedia
Teodosio Π, emperador de Bizancio, 270, Trajano, 75, 302, 339, 383; alabanza a, 62, 63;
272, 357 columnas de, 99, 387, 392
Teodulfo de Orleans, 51 Transilvania, 339
Teofana, princesa bizantina, 80 Trastevere, 72
Teofrasto, 253 Traversagni, Lorenzo, 262
teología, 32, 53, 72, 100, 258; antitéticas Tréveris, 54, 64, 302, 303
obras antiguas, 57; política, 67, 69, 70, 71 Triboniano, 357
Tercer Reich. 318 trivium, 48, 52, 259, 261, 352
Terencio, 13, 103, 227, 279; Andria, 228; Trollope, Anthony, 132
Heauton timorumenos, 231 tropos, 253, 254, 259, 260
termas, 299, 302, 304-307, 377; técnica en la Trouard, L.-F., 304
construcción de, 304 Troya, 65, 118; saqueo de, 115, 116, 120,
Terry, Quinlan, 326 121, 133
Tertuliano, 257, 266 troyanos, 64, 110, 115, 132, 133
Tessin, Nicodemus, 315 Troyes, 56
Textor, Ravisio, 108 Tucídides, 104, 399
textos, 92-97, 100-111, 323, 333, 381, 393; Turberville, George, 203
dramáticos, 225, 228, 232; hagiografías, Turin, 315, 317
347; jurídicos, 347, 363, 366-367, 371; la Turnbull, George, 264
imprenta divulga, 201; retórica, 246, 254, Tumebo, Adrien, 56
260, 261, 266; sirios, 378; transmisión de, Turner, J. M. W., 135
43-60 Turno, 199
Thackeray, William Makepeace, 40, 219
Thiepval, 311-312
Thierry de Chartres, 260 Ubaldi, Baldo degli, 363
Thomson, J. A. K., 182 Ubertino da Casale, 66
Thomson, James, 115 Ullman, B. L„ 58
Thomeycroft, Hamo, 295 Unger, G. C., 310
Thovaldsen, Bertel, 291 Unión Soviética, 352
Thou, Jacques Auguste de, 106 universidades, 56, 57
Tiberio, Claudio Nero, 29, 72, 273 Usus modernus pandectarum, 368
Tibulo, Albio, 47, 51, 52, 53, 57, 148
Tiépolo, Giovanni Battista, 12
Times, The, 216 vaciados en esculturas, 278, 279, 281-282
Tito, 72, 304, 305, 307 Vaillant, Germain, 104
Tívoli, 319, 383, 395; santuario, 300, templos, valdenses, 66
284, 314, 324; villa Adriana, 288, 318 Valente, emperador, 62
Tiziano, 284 Valentiniano ΠΙ, emperador, 68, 73
Tolomeo de Lucca, 87-88 Valeriano, Pierio, 103 .
Tomás de Aquino, santo, 252 Valerio Máximo, 62
Tomás de Ashby, 260 Valéry, Paul, 34
Tomás de Irlanda, 53 Valla, Giorgio, 262
Torelli, Lelio, 103 Valla, Lorenzo, 55, 92, 101, 261, 262
Toscana, 87, 308 valón, dialectos del, 339
Vanbrugh, sir John, 287 visigodos, 49, 71, 342, 359
vándalos, 71, 385 Vitrubio, 52, 286, 299, 300-301, 309, 318,
Varrón, Mareo Terencio, 96,110,198,199,259 319, 324; arquitectura, 326, Palladio estu­
Vasari, Giorgi, 274, 276, 278, 279, 388 dia a, 304, Perrault editó la obra de, 303,
vasco, 330, 342 324; traducido al inglés, 320; De architec­
Vaticano, 228, 280, 285, 288, 319. 392; len­ tura, 298, 300-301
gua hablada en el, 330; manuscritos en el, vlachs, 339
44, 58, 103; véase también Belvedere vocabulario, 330-332, 335, 337, 339, 345,
Vegecio, 52, 53, 59, 112 348-351
Vegio, Maffeo, 107 Voltaire, 16, 392
Veglia (Krk), isla de, 339 Vossius, Isaac, 56
Velázquez, Diego, 282 Vulgario, Eugenio, 78
Venecia, 12, 272, 273, 305, 309, 315; co­ vulgata, lengua, 254
mienzo de la música moderna en, 134
Véneto, dialectos del, 342
Venturi, Robert, 326 Wagner, Richard, 37
Venus, 64. 116, 273, 290, 294 Waller, Edmund, 206, 213
vernáculas, lenguas, 63, 329-330, 347-348, Walpole, Robert, 287
351, 352-354; escritos en, 106; imitación li­ Warburton, arzobispo, 216
teraria en, 94; latín desbancado por las, 32; Ward, John, 265
literatura ert, 260; modernas, 104 Warwickshire, 287
Veraani, Guido, 73 Watts, G. F., 293
Verona, 49, 52, 279, 302, 325 Waugh, Evelyn, 145, 176, 219
Verres, 13, 38 Weaver, John, 203
Verrocchi, Andrea del, 273 Webb, John, 304
Versalles, 114, 281, 283, 304, 315 Webbe, William, 145
verso suelto, 169, 201 Webster, John, 236
Versalio, Andreas, 106 Weddell, William, 288
Vespasiano, 72, 384 Weinbrenner, Friedrich, 316
Veno ri, Piero, 56, 103 Wellington, duque de, 131-132, 293
Vicentino, Nicola, 264 Welt-Schmerz, 127
Vicenza, 305, 314 Westfall, Carroll, 387
Vico, Giambattista, 248 Westmacott, sir Richard, 273, 291, 292-
Víctor, Julio, 259 293
Victoria de Inglaterra, reina, 293 Wezel, 84
victoriana, época, 292 Whately, Richard, 265
Victorino de Pettau, 66, 257 Whitby, 75
Viena, 315; congreso de, 394 Whiterhead, William, 217
Vignay, Juan de, 53 Wibaldo de Corvey, 52, 54
Vignola, Giacomo, 320 Widukind de Corvey, 79
Villani, Giovanni, 65 Wiegand, Theodor, 321
villas, 277, 299, 318-323, 395 Wight, isla de, 293
Vinogradoff, P., 356 Wilfredo, san, 51
Virgilio, 15, 70, 114-136, 159. 266, 396; edi­ Wilkes, John, 203
ción de, 47; extremadamente importante, Wilson, Nigel, 59
25; mago, 380, 381-382; profecía sobre el Wilson, Thomas, 262
nacimiento de Cristo, 63; relación de los Wilton House, 283
manuscritos de, 103; y Teócrito, 140, 149- Wiltshire, 316
150; Bucólicas, 107, 114, 120-121, 125, Winchester, 64
139, 140-141, 142, 145-157, 172, 184; Winckelmann, Johann Joachim, 292, 326,
Eneida, 11, 17, 25, 30, 31, 33, 35, 39, 41, 392; Historia del arte, 35, 288
68, 69, 101, 107, 115-128, 132, 133, 134, Windermere, isla de, 316
141, 146, 147, 154, 169, 176, 247; Geórgi­ Windscheid, Bernhard, 372
cas, 25, 26, 41, 114-115, 116, 122, 123- Winters, Yvor, 215
125, 135, 141, 147 Wireker, Nigellus, 201
Wither, George, 197, 205 Yale, 265
Witherspoon, John, 265 Yates, Frances, 252
Wolcot, John, véase Pindar, Peter Yonge, Bartholomew, 147
Wolff, Emil, 294 York, 117, 304, 305
Wolsey, Thomas, cardenal, 200, 214 Yorkshire, 287, 288
Wood, John, 91, 304 ' Young, Edward, 217
Wordsworth, William, 122, 126, 218·, Liberty, Yugoslavia, 351
189; «Michael», 156; Peter Bell the Third,
218; The Prelude, 171, 217; «The world is
too much with us», 173 Zacarías, 270
Worksop, 304 Zoffany, Johann, 289
Wotton, lord Henry, 158 Zósimo, 111
Wyatt, sir Thomas, 182-183, 201, 202 Zulueta, F. de, 358
ÍNDICE DE LÁMINAS (entre pp. 240-241)

I. Manuscrito de Isaías, con notas al margen de las Tragedias de Sé­


neca (ms. del New College, siglo xn, Bodleian Library, Oxford).
Π. La Iglesia de Roma, según un manuscrito del siglo xn (Staats-und
Universitätsbibliothek, Hamburgo).
ΠΙ. Marforio (Roma, patio del Museo Capitolino, Alinari 6.006).
IV. Estatua ecuestre de bronce de Marco Aurelio (plaza del Campi-
doglio, Roma, Alinari 5.963).
V. Sarcófago con la representación de Hipólito y Fedra (Campo San­
to, Pisa).
VI. Apolo Belvedere (Roma, Museos Vaticanos, Alinari 6.501-2).
VII. Miguel Ángel, David (Academia, Florencia).
VIII. Rafael, La escuela de Atenas (Roma, Museos Vaticanos, Estancias
de Rafael, Alinari 7.892).
IX. Venus Lely (Museo Británico, 1963, 10-29. I, préstamo de S. M.
la Reina Isabel Π).
X. Carracci, panel central del techo del Palacio Famese (Roma, Ali­
nari 7.428).
XI. Poussin, Et in Arcadia ego (Louvre, Paris).
XII. Holkham Hall, Norfolk: Galena de las Estatuas, orientada hacia el
norte.
Xm. J. Zoffany, Estatuas de Townley (Galería de Arte y Museos de
Townley Hall, Burney, Lancashire).
XIV. John Gibson, La Venus pintada (Walker Art Gallery, Liverpool).
XV. Interior de basílica en C. Perrault, Los diez libros de arquitectura
de Vitrubio (París, 1673, pp. 150-151).
XVI. Sant’Andrea, Mantua: nave central (L. Alberti, comenzada en
1470).
XVn. Holkham Hall, Norfolk: vestíbulo de mármol (W. Kent, a partir
de 1734).
XVin. Estación de Pennsylvania, Nueva York. Vestíbulo de taquillas
(McKim, Mead y White, 1902-1911).
XIX. Sant’Andrea, Mantua: fachada occidental (L. Alberti, comenzada
en 1470).
XX. Arco del Carrusel, París (Perder y Fontaine, 1806-1808).
XXI. Monumento a los desaparecidos del Somme, Thiepval, cerca de
Arrasr, Francia (E. Luytens, 1927-1932).
ΧΧΠ. Villa Rotonda, cerca de Vicenza, exterior (A. Palladio, c. 1566-
1570).
ΧΧΠΙ. Karlskirche, Viena (J. B. Fischer von Erlach, 1716-1733).
XXIV. Kedleston, Derbyshire, planta (J. Paine y R. Adam, c. 1759 en
adelante).
XXV. Escuela de Cirugía, París, interior de la sala de anatomía (J. Gon-
doin, 1769-1775).
XXVI. Jefferson Memorial, Washington, DC (J. R. Pope, 1934-1943).
XXVII. Casino de Pío XV, Jardines Vaticanos, Roma (P. Ligorio, 1559-
1562).
XXV ΓΙΙ. Museo J. Paul Getty, Malibú, California (Langdon, Wilson y Gen-
ter, 1970-1975).
XXDÍ. Maqueta de la ciudad de Atlantis, Islas Canarias (L. Krier, 1987).
XXX. Capitolio del Estado, Richmond, Virginia (T. Jefferson, 1785).
XXXI. Union Buildings, Pretoria, Suráfrica (H. Baker, 1910-1912).
ΧΧΧΠ. El Septizonium en un dibujo de Jan Brueghel (Fototeca Unione de
la Academia Americana de Roma, 6.627).
ÍNDICE

P r e f a c i o .................................................................................................. 7
Nota sobre los c o l a b o r a d o r e s ............................................................ 9

I. El legado de Roma, por R ich ard J e n k y n s ............................. 11


II. La transmisión de los textos, por R. H. Rouse . . . . 43
HI. La Edad Media, por C h a rle s D a v i s .....................................62
IV. El Renacimiento, por A. T. G r a f t o n ..................................... 91
V. Virgilio, por Jasper G r i f h n ..................................................... 114
VI. El género pastoril, por R ichard J e n k y n s ............................... 138
VH. Horacio, Ovidio y otros, por C h a rle s M a rtin d a le . . 161
VIH. La sátira, por J. P. S u l u v a n .....................................................197
IX. El teatro, por G ordon B r a d e n .............................................224
X. La retórica, por G eorge A. K e n n e d y ..................................... 246
XI. El arte, por G eoffrey W a y w e l l .............................................269
ΧΠ. La arquitectura, por David W a t k i n ..................................... 298
Xm. El lenguaje, por Rebecca P o s n e r .............................................329
XIV. El derecho, por R o b e rt F e e n s t r a .............................................356
XV. La ciudad de Roma, por N icholas P u r c e ll . . . . 374

índice a l f a b é t i c o ....................................... ..............................402


índice de l á m i n a s ................................................................................... 423

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