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RICHARD JENKYNS, ED.
EL LEGADO
DE
ROMA
UNA NUEVA VALORACIÓN
CRÍTICA
GRUALBO MONDADORI
BARCELONA
Richard Jenkyns
I. EL LEGADO DE ROMA
La idea misma de este libro es un legado de Roma, ya que los romanos fue
ron el primer pueblo que convirtió la herencia de otra cultura en la base de su
propia civilización. Todo el arte y la literatura de Roma se desarrollan a la
sombra de Grecia. Sus poetas proclaman este hecho: la Grecia cautiva capturó
a su rudo conquistador y llevó el arte al rústico Lacio, dice Horacio (Epístolas,
2, 1, 156 y ss.). El más grande de los romanos hizo del peso abrumador de la
cultura griega el centro de su obra maestra: hacia la mitad de la Eneida Virgi
lio hace que la sombra de Anquises anuncie desde el Elíseo a los romanos, aún
no nacidos, que serán siempre inferiores en algunas de las artes y ciencias más
nobles: «Excudent alii spirantia mollius aera ...». Otros —es decir, los grie
gos— alcanzarán la más alta perfección en escultura, oratoria y astronomía;
por su parte, los romanos destacarán en las artes, más severas, de la conquista
y el buen gobierno (Eneida, 6, 847-853; cf. infra, p. 128). Los poetas alar
dean de originalidad, pero de una forma curiosamente deferente: «Soy el pri
mer romano que imita a tal o cual poeta griego». Horacio declara haber sido
el primero en presentar a Arquíloco y Alceo a los latinos; Virgilio afirma que
su musa fue la primera que jugó con el verso siracusano (es decir, a la mane
ra de Teócrito); Propercio se autoproclama el Calimaco romano.
Por ello se ha dicho a veces que los romanos fueron esencialmente un
pueblo imitador, y que su papel principal en la historia de la civilización
europea fue el de conducto a través del cual la cultura griega pudo llegar has
ta la era cristiana. Irónicamente, este punto de vista es una herencia de los
romanos, en el más sabio de los cuales encontramos una sutil mezcla de or
gullo y modestia. Todo el mundo les concede grandeza militar (aunque esta
admisión va frecuentemente acompañada de una condena moral); pocos nie
gan la gran calidad de su poesía, y en general se reconoce que sobresalieron
en ingeniería, jurisprudencia y en el sistema de alcantarillado. Algunos les
concederían poco más. En pleno auge de la «grecomanía», en 1821, Shelley
escribió en el prefacio a Helias;
Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión,
nuestras artes tienen sus raíces en Grecia. Sin Grecia, Roma, la maestra, la con
quistadora, la metrópoli de nuestros antepasados, no habría difundido con sus
armas la ilustración, y seríamos aún salvajes e idólatras, o, lo que es peor, po
dríamos haber llegado a un estado de institución social tan estancado y mise
rable como el de China y Japón.
Estas distinciones son algo toscas y rápidas, y los límites entre ellas in
ciertos, pero pueden ser útiles como guía.
Los romanos fueron el único pueblo que logró unificar la totalidad del
litoral mediterráneo bajo una sola autoridad y mantener su imperio duran
te siglos, lo que constituye uno de los hechos más notables de la historia.
Quizá no sea muy útil adoptar una actitud moral ante esto. Hasta hace muy
poco ha sido casi una ley de la naturaleza humana que cualquier estado lo
suficientemente fuerte para hacerlo haya extendido su poder territorial (y
resultaría una imprudencia suponer que dicha ley haya sido derogada); cen
surar a los romanos por su carrera de conquista es como culpar a la lluvia
por ser húmeda. La esclavitud es un baldón para el mundo grecorromano,
pero también para otras sociedades antiguas, y, cuando menos, es mejor es
clavizar a los prisioneros de guerra que cegarlos o empalarlos. No se gana
mucho con preguntarse si la existencia de la esclavitud hace que los grie
gos y los romanos fueran buenos o malos para su época. Por lo menos los
romanos estaban más dispuestos que los griegos a liberar a sus esclavos. Se
ha querido que lamentemos la pérdida y frustración de talento que revela
el hecho de que entre todos los fragmentos literarios de la Antigüedad no
haya nada escrito por un esclavo siendo esclavo. En cierto sentido esto es
verdad, pero esconde que Terencio, Epicteto y Livio Andrónico, el primer
poeta latino, fueron esclavos a los que sus amos liberaron; además, debe
mos la supervivencia de la correspondencia de Cicerón a su liberto Tiro, y
las obras de Horacio al desconocido que liberó al padre del poeta y le dio
la oportunidad de enriquecerse lo bastante como para dar a su hijo una bue
na educación.
La crucifixión, el método romano de ejecución judicial, era una repug
nante forma de tortura lenta, y la arena convirtió el sadismo de las masas en
una institución social; en este aspecto, y en algún otro, los romanos eran
más desagradables que los griegos. Pero en general resulta vano intentar
medir los beneficios de la Pax Romana frente a la opresión del poder. Sa
bemos mucho acerca de las crueldades y corrupciones del gobierno romano,
pero quienes lanzan sus invectivas contra los romanos por ello les hacen,
en dos sentidos, un ambiguo cumplido. En primer lugar, mucho de lo que
sabemos sobre el abuso de poder de los romanos procede de ellos mismos;
al menos tenían un ideal de buen gobierno. No sabríamos nada del infame
Verres si Cicerón no lo hubiera acusado, ni de la usura del noble Bruto en
Cilicia si Cicerón, escandalizado, no lo hubiese descubierto. Puede que los
romanos no hayan vivido de acuerdo con su importante papel, pero la hipo
cresía es, cuando menos, el tributo del vicio a la virtud; si intentamos ima
ginar la existencia de autocrítica por parte de un asirio o de un azteca ten
dremos poca suerte. En segundo lugar, si sentimos indignación hacia los
romanos es porque los juzgamos según nuestras propias reglas. Por lo ge
neral se acepta la otredad de los griegos clásicos, mientras que persiste la
sensación (normalmente inconsciente) de que los romanos se parecían más
a nosotros. Este sentimiento es evidente sobre todo en la crítica de la poe
sía romana; es sorprendente cuántos eruditos siguen suponiendo que Catulo
y Ovidio, incluso Virgilio y Horacio, comparten el punto de vista de una de
mocracia liberal moderna. Tal vez debemos decir lo siguiente: debido a que
la cultura romana, de hecho, es en muchos sentidos humana y «moderna»
y nos habla a través de los siglos de un modo que podemos comprender y
apreciar, nos resulta difícil entender lo muy diferente que es de la nuestra.
Y esto es un tributo a su éxito.
Los griegos nos proporcionaron el lenguaje de la teoría política —de
mocracia, monarquía, tiranía, etc.—, pero los romanos han tenido una in
fluencia mayor en la práctica política. Esencialmente nos legaron dos mo
delos: la constitución mixta, en sus etapas media y final, de la república y
lo que podemos denominar cesarismo. (Un posible tercer modelo sería la
supuesta frugalidad y austeridad de la primitiva república romana, pero aun
que esto impresionó a los pensadores políticos y sociales, especialmente
desde el Renacimiento hasta el siglo xvm, parece ser más bien una cuestión
de actitud ética y tiene poco contenido específicamente político.)
Hasta la caída de la república en el siglo i a.C., Roma estuvo gobernada
por aristócratas; no se trataba de una casta, sino de un grupo grande y flui
do que consentía la admisión de nuevos miembros en su seno. Los cargos
públicos eran elegidos por un año, y la elección se efectuaba mediante un
complicado sistema en el que todos los ciudadanos teman derecho a partici
par. Observadores griegos como el historiador Polibio, que admiraba el sis
tema de gobierno romano, lo describieron como una «constitución mixta»,
y romanos como Cicerón, siempre dispuestos a alabar la sabiduría de sus
antepasados, recogieron el cumplido, congratulándose de poseer un sistema
idealmente equilibrado que evitaba aquellos extremos de democracia y oli
garquía que habían debilitado a Grecia.
Hasta hace muy poco se solía considerar esto como un tópico: en reali
dad la república era una oligarquía y los elementos supuestamente democrá
ticos estaban fosilizados o eran ficticios. Pero recientemente los historiado
res han concedido más importancia a los elementos democráticos: los cargos
eran ocupados por elección popular, y la clase gobernante tenía que solicitar
el favor de los votantes. En este sentido, existe cierta similitud verdadera en
tre la república romana y la forma de gobierno representativo que se desa
rrolló en Gran Bretaña durante los siglos xvn y xvm, donde la clase dirigen
te era elegida para el Parlamento por un limitado pero significativo sufragio
público. Mientras la mayor parte del continente seguía siendo absolutista, los
observadores extranjeros dieron cuenta del carácter romano de las institucio
nes británicas. Todavía en 1851 un noble italiano le decía a Nassau padre:
«Cuando leo las cartas de Cicerón, tengo la impresión de estar leyendo la co
rrespondencia de uno de vuestros estadistas. Todos los pensamientos, los
sentimientos, las expresiones, son ingleses». A la inversa, para los políticos
era natural pensar en términos ciceronianos: «otium cum dignitate es mi ob
jetivo», dijo lord Chesterfield a su hijo tras dimitir (carta del 9 de febrero de
1748). Cuando lord Holland quiso elogiar la ilustración de un estadista espa
ñol, observó que sus principios podían compararse con «los de Cicerón y
mister Fox».
Sería absurdo afirmar que la historia de Inglaterra ha estado determina
da por el modelo romano; sin embargo, las ideas tienen tanta influencia en
el proceso histórico como las presiones sociales y las pasiones sectarias. El
Renacimiento italiano había desarrollado una teoría de «humanismo cívico»
basada en Cicerón, Séneca y Tito Livio. Los Discursos sobre Tito Livio de
Maquiavelo inspiraron la Commonwealth o f Oceana de James Harrington,
escrita durante el protectorado de Cromwell, y pasaron de estas fuentes al
pensamiento político del siglo xvm, reguladas por una constitución mixta.
Y no sólo hemos de pensar en la teoría política, sino también en un con
cepto conformado por una educación clásica. Los oradores, poetas e histo
riadores latinos están en la mente de los políticos del siglo xvm; su forma
de pensar es inconscientemente senatorial. Es difícil rastrear una influencia
cuando ha sido tan absorbida como ésta, pero parece razonable afirmar que
la constitución mixta de la república romana ha tenido una influencia bási
ca en la teoría política y al menos una influencia auxiliar en la práctica po
lítica.
El otro modelo político proporcionado por Roma es el «cesarismo». La
misma palabra César, originariamente un apelativo familiar, llegó a conver
tirse en un talismán. Todavía a principios de este siglo había tres gobernan
tes que llevaban el título de césar: el shah de Persia, el káiser de Alemania
y el zar de Rusia. De hecho, durante 2.000 años, hasta 1978, hubo, más o
menos sin interrupción, un «césar» gobernando en algún lugar del mundo. La
importancia del legado de Roma radica en este caso no en la creación de una
monarquía, ya que naturalmente había habido muchos imperios monárquicos
antes, sino en la combinación del absolutismo con un sistema legal altamen
te evolucionado. Quienes busquen en las leyes romanas algo parecido a los
«derechos humanos» quedarán decepcionados, pero como sistema para regu
lar la familia, la propiedad y las relaciones entre la gente es formidable.
Pero más importante aun que la jurisprudencia fue el concepto romano
de ciudadanía. Disraeli decía que su esposa era una criatura encantadora,
pero que no podía recordar nunca quiénes iban primero, si los griegos o los
romanos. Menos probable aún es que se hubiera preguntado por qué habla
mos de griegos y romanos en lugar de griegos e italianos. Esta costumbre
refleja la de los propios romanos (cuando Virgilio habla de Augusto diri
giendo a los itálicos hacia la batalla de Actium y sacrificando a los dioses
itálicos pretende sorprender a sus lectores). «Romano» era un término jurí
dico, y cualquiera, fuera cual fuese su raza, podía llegar a ser ciudadano ro
mano (es curioso que ninguno de los poetas romanos fuera, que sepamos,
nativo de Roma). Esto constituía una medida notablemente liberal, y como
tal asombró a los mismos griegos: ya en el siglo III a.C. el rey Filipo V de
Macedonia fue informado de que los romanos eran tan liberales otorgando
la ciudadanía que se la concedían incluso a los antiguos esclavos. Algo de
la indignación provocada en la época actual por el imperio romano presu
pone una especie de nacionalismo del cual carecía hasta extremos sorpren
dentes la mayor parte del mundo romano. Se ha supuesto (por ejemplo) que
un caballero britanorromano del siglo n d.C. sentiría la misma clase de re
sentimiento hacia la dominación extranjera que un indio culto de la época
de Gandhi. Pero la Britania romana no era simplemente una sociedad de
celtas gobernada por itálicos. Da la casualidad de que uno de los primeros
gobernadores era de origen bereber; en Britania los negros empezaban su
carrera política por el nivel superior. En la propia Roma, los no itálicos al
canzaban posiciones de poder ya en el siglo i d.C.
La combinación de autocracia, derecho y la idea de una ciudadanía uni
versal iba a influir profundamente en la experiencia europea. El sentimiento
que, mucho después de la caída del imperio occidental, conservaba Europa
de que en cierto sentido Occidente compartía la ciudadanía de una cultura
común, se debía seguramente a algo más que a su herencia de la literatura
y la lengua latinas; derivaba en parte de la naturaleza del propio imperio
romano. Puede ser que los efectos subterráneos de este legado fueran más
significativos de lo que parece, pero estas manifestaciones extemas son ya
bastante notables. La idea de un imperio cristiano comienza con Constanti
no; unos cinco siglos más tarde la coronación de Carlomagno por el papa
inauguró un «imperio romano» que iba a durar, al menos nominalmente, mil
años. «Sacro Imperio Romano» puede parecer un extraño nombre para una
federación germánica, pero el sarcasmo de Voltaire de que ni era sacro ni ro
mano ni un imperio, olvida el antiguo significado de «romano» y de impe
rium, aún vigente en época de Carlomagno. En Oriente los bizantinos man
tuvieron un «imperio romano» hasta la caída de Constantinopla en 1453 (de
hecho, la mayor parte de la Historia de la decadencia y caída del imperio ro
mano de Gibbon está dedicada a épocas y lugares que actualmente no califi
caríamos de «romanos»). Aun siendo griegos, se llamaban a sí mismos ro
manos, rhomaioi, porque se sentían herederos de una tradición común, a la
vez clásica y cristiana. En Turquía, hasta hoy día, un griego es un rum.
Quizá los dos procesos que distancian más el mundo clásico de la Euro
pa moderna son el ascenso del cristianismo y la desaparición de la esclavitud
(si se sitúa el nacimiento del mundo moderno en el siglo xvi, los cambios
tecnológicos de los últimos doscientos años no entran en consideración); la
conexión, si la hay, entre estos dos aspectos sigue siendo tema de fuertes
controversias. Ambos procesos derivan de la propia Antigüedad. Tradicio
nalmente, lo clásico y lo cristiano han estado separados: Pablo de Tarso, un
ciudadano romano que escribió en griego en el siglo i d.C., no es un autor
clásico; Luciano, nacido un siglo después en la zona más recóndita de Ana
tolia, sí. Esta convención es en parte justificada -—ya que los judíos estaban
en cierto modo marginados— y en parte arbitraria; resulta refrescante des
cartarla de vez en cuando y considerar el Nuevo Testamento como una co
lección de textos clásicos. Incluso si aceptamos esto, la Roma clásica tiene
una importancia fundamental en la historia cristiana por varios motivos.
El más simple es que la Pax Romana dio lugar a un mundo razonable
mente estable y políticamente unificado en el que pudo surgir el cristianis
mo. Según otro punto de vista más complejo, podemos suponer que la evo
lución de la cultura romana había creado un vacío que el cristianismo supo
llenar. La religión romana no tema nada que ofrecerle al espiritualmente
hambriento: carecía de contenido moral o teológico, y era incapaz de evolu
cionar o de adaptarse; en medio de una civilización sofisticada y helenizada,
siguió siendo obstinadamente primitiva. Las escuelas filosóficas ofrecían
sistemas morales y teóricos acerca de cómo había sido creado el mundo; a
veces incluso reunían a los fieles en una especie de iglesia, pero no tenían
una verdadera teología, ni una vida mística o sacramental. El culto a Isis o a
Mitra ofrecía sacramentos e iniciaciones, pero no un sistema de creencias co
herente ni una base para el desarrollo moral y espiritual. Sólo el cristianismo
combinaba a la vez los atractivos espirituales de la filosofía y del culto de
misterios: iniciación, sacramentos, código moral, sistema dogmático y una
ecclesia en la que rendir culto junto a otros creyentes. El triunfo del cristia
nismo sigue siendo uno de los procesos históricos más misteriosos, pero al
menos se puede decir que no tenía un rival serio en el mundo romano.
Quizá la Roma clásica influyó también en la doctrina cristiana: es más fá
cil rastrear la idea del purgatorio en la Eneida que en la Biblia. Con toda se
guridad afectó a la liturgia: las colectas, por ejemplo, siguen un modelo clási
co de oración: primero (a) se invoca al dios bajo un título, después (b) viene
una aretalogía (relación de las virtudes del dios), y por último (c) una súpli
ca. Así en la colecta del Miércoles de Ceniza del Book of Common Prayer:
(ia) Dios todopoderoso y eterno, (b) que no detestas nada de lo que has
creado, y perdonas los pecados de todos los penitentes: (c) crea en nosotros
corazones nuevos y contritos ...
«Excudent alii ...» Los romanos tardaron en dedicarse a las artes visuales,
y en cierto modo es justo el lamento de Roger Fry de que «no existe nada en
la historia del arte, salvo el primer siglo de los Estados Unidos, como la indi
gencia artística de la cultura romana primitiva». En escultura, sobresalieron en
el retrato; por lo demás, sus mejores obras, como el Ara Pacis de Augusto,
apenas pueden ser consideradas como de segunda fila. Muchas de ellas, de to
dos modos, fueron realizadas por griegos. Una gran cantidad de esculturas
grecorromanas eran copias de originales griegos más antiguos. El Apolo Bel
vedere, reconocido ahora como una copia, fue considerado desde el Renaci
miento hasta el siglo xvm, e incluso después, como la más bella estatua jamás
realizada. La desestimación que desde entonces han sufrido el Apolo, la Ve
nus de Médicis y otras esculturas representa quizá la mayor caída en desgra
cia de la historia del gusto, pero por supuesto fue enormemente importante su
influencia en el desarrollo de la escultura europea. También influyeron de for
ma fundamental en la historia de la pintura por su contribución a convertir el
desnudo en un tema central a partir del Renacimiento.
En lo que respecta a la arquitectura el panorama es diferente. Los roma
nos tomaron algunas de sus formas más o menos directamente de los grie
gos, pero también fueron altamente innovadores. La arquitectura griega era
arquitrabada, es decir, basada en un tipo de construcción con pilares y dintel;
los romanos desarrollaron la arquitectura abovedada, basada en el arco de
medio punto y la bóveda. Los mayores logros de la arquitectura romana son
posteriores al cénit de la prosa y la poesía y han sido a veces poco valorados
por una cultura posterior en la cual la base de la educación ha sido literaria,
pero las termas imperiales fueron diseñadas con una imaginación pareja a su
escala, y el Panteón se cuenta entre los edificios más importantes del mun
do. Las primeras iglesias cristianas de Roma y de Ravena muestran el tipo
constructivo romano tradicional, la basílica, adaptada a nuevos propósitos
con constante inventiva, y son de carácter inequívocamente «tardío», no
«medieval temprano». Roma dio origen a gran parte del vocabulario básico
utilizado en el Renacimiento y posteriormente: por ejemplo, el orden toscano,
la superposición de distintos órdenes, uno sobre otro, la sucesión de arcos de
medio punto dentro de una línea de columnas (todo esto puede observarse en
el Coliseo).
La influencia de Roma en la arquitectura renacentista es indudable; su in
fluencia en edificios medievales es un poco menos obvia. Se suele conside
rar que la arquitectura románica del norte de Europa no debe a Roma más
que el arco de medio punto y su nombre moderno. La catedral de Durham es
la Ilíada de estos edificios, la suprema expresión en la arquitectura occiden
tal de la idea del poder, pero no es clásica en absoluto. En España y en el sur
de Francia, sin embargo, la impresión es diferente. A menudo los capiteles
derivan del orden corintio; a veces, incluso cuando lo grotesco medieval ha
suplantado al espíritu clásico, persisten los principios clásicos del diseño, y
encontramos la cabeza de un hombre, un animal o un monstruo cuidadosa
mente colocada en los extremos superiores, en el lugar que ocupaban las vo
lutas del orden corintio. En ocasiones, como en Aulnay, en el Saintonge, no
sólo los capiteles siguen el modelo romano, sino también las basas, y hay
una arcada ciega en la parte exterior de la iglesia que es manifiestamente clá
sica en espíritu y proporciones. Algunas de estas cualidades pasaron al pri
mer gótico del norte de Francia; uno se siente tentado a afirmar que Suger
redescubrió en Saint-Denis el arte romano abandonando el románico. Ciertas
obras románicas del sur dan a veces la impresión de que no ha habido rup
tura de la continuidad con la Antigüedad: el pórtico de Saint-Gilles-de-Pro-
vence sigue el modelo de un arco de triunfo romano, y algunos de los relie
ves escultóricos de Saint-Semin, en Toulouse, poseen la muda gravedad del
arte tardorromano. También el románico italiano se basa con frecuencia en
fuentes clásicas, y no es sorprendente encontrar columnas antiguas reutiliza-
das en edificios construidos mil años después, como en San Miniato, en Flo
rencia. Más tarde aún, Brunelleschi recurre al románico toscano al tiempo
que descubre la arquitectura clásica (véase infra, pp. 307-308), y así Roma
tendrá una doble influencia, directa e indirecta, en la aparición del Renaci
miento florentino; es quizá esta mezcla de fuentes lo que confiere a la obra
de Brunelleschi su peculiar combinación de frescura y autoridad.
I returned and saw under the sun, that the race is not to the swift, nor the
battle to the strong, neither yet bread to the wise, nor yet riches to men of un
derstanding, nor yet favour to men of skill; but time and chance happeneth to
them all.*
[Vi además que bajo el sol no siempre es de los ligeros el correr ni de los
esforzados la pelea; como también hay sabios sin pan, como también hay dis
cretos sin hacienda, como también hay doctos que no gustan, pues a todos les
llega algún mal momento.]
«Una parodia, aunque pequeña», señala Orwell, y estamos de acuerdo con él.
También observó que este tipo de lenguaje es un instrumento político utili
zado para suavizar el duro filo de la crueldad y el engaño. Y un borbotón de
palabras latinas puede permitirle a uno decir casi nada durante frases enteras.
Una educación clásica tiene la ventaja de proporcionar un oído más fino para
estas cosas.
La solución no es preferir en lo posible palabras anglosajonas, porque po
dría ser contraproducente para el idioma. Cuando Cranmer escribió Book o f
Common Prayer intentó otorgar a la liturgia ritmo y dignidad, en una lengua
con muchas menos palabras polisilábicas que el latín, mediante la unión de
* En este capítulo, y a diferencia del resto de la obra, se ha optado por dar en el texto .
las citas en inglés con su correspondiente traducción castellana a continuación para que el lec
tor pueda seguir cómodamente las comparaciones lingüísticas que hace Jenkyns. En los de
más capítulos, en general, se ofrecen las citas traducidas en el texto y el original inglés en
nota. (N. del e.)
parejas de sinónimos; en general equilibra una palabra anglosajona con otra
de origen clásico. Podemos comprobarlo volviendo a la colecta del Miércoles
de Ceniza: «create and make in us new and contrite hearts ... lamenting our
sins and acknowledging our wretchedness ... perfect remission and forgive
ness ...». En efecto, la prosa inglesa alcanza con frecuencia su máxima altu
ra cuando logra el equilibrio entre palabras germánicas y latinas, y esto es así
incluso en épocas más «clásicas» que la nuestra. Los escritores del siglo xvm
estaban impregnados de los historiadores y oradores romanos; el latín es de
masiado distinto de nuestra lengua para que los escritores romanos hayan
ejercido algo más que un efecto casual sobre el estilo de sus admiradores in
gleses, pero al menos deben haber transmitido la idea de lo que los eruditos
alemanes del siglo xix iban a denominar Kunstprosa, el arte de la prosa. La
prosa latina concedía especial atención a la cláusula, el ritmo al final de la
frase, y vemos la misma clase de preocupación por la cadencia en los me
jores escritos de los clasicistas ingleses. Los mismos ritmos de Gibbon si
guen frecuentemente el latín; así dos oraciones consecutivas de su Decaden
cia y caída (capítulo 28) terminan con el esquema - uuu - u- [-: sílaba lar
ga; u: sílaba breve], ritmo favorito de Cicerón:
... the thunder was still silent, and both the heavens and the earthconti
nued to preserve their accustomed order and tranquillity.
... and the limbs of Serapis were ignominiously dragged through the
streets of Alexandria.
[... el trueno guardaba aún silencio, y tanto los cielos como la tierra se
guían conservando su acostumbrado orden y tranquilidad.]
[ . . . y los miembros de Serapis fueron ignominiosamente arrastrados por
las calles de Alejandría.]
[Mas ¡cuál es la esperanza del hombre! Estoy decepcionado por este gol
pe mortal, que ha eclipsado la alegría de las naciones y empobrecido la reser
va pública de inofensivo placer.]
Este ritmo está elaborado de una forma a medias consciente (Johnson ha sido
acusado, efectivamente, de preferir la eufonía al significado y de permitir que
la frase caiga en el anticlimax para salvar la melodía, pero ¿no hay algo ex
trañamente conmovedor en la parábola retórica que se eleva hacia «eclipsed
the gaiety of nations» y desciende después hasta la mansa simplicidad de
«harmless pleasure»?). Menos consciente es posiblemente el quiasmo étimo-
lógico de la última fiase: en «public stock» el adjetivo es de origen latino y
el sustantivo es anglosajón, mientras que en «harmless pleasure» se ha in
vertido el modelo: hay un ritmo, una danza también en el estilo. Todas las
palabras germánicas y clásicas están equilibradas: el tono culto de «disap
pointed» suaviza los monosílabos anglosajones que reflejan los hechos des
nudos de la condición humana: hopes, man, stroke, death.
En la última frase de la Idea o f a University, de Newman, sentimos los
ritmos del siglo xvra sobreviviendo a mediados del xix:
Esto es más banal que el fragmento de Johnson, pero la gradación «your con
sideration, your friendliness, your confidence» es el fruto de haber sido cria
do en la retórica clásica, y hay otro quiasmo etimológico al final, donde la
palabra latina anticipations es contestada por la anglosajona hopes, y la an
glosajona kind por la latina sanguine.
Nadie es mejor maestro en el uso contenido de palabras latinas que
Shakespeare. No es una habilidad árida, pues ía encontramos en sus mo
mentos más emocionantes. Veamos las palabras de Hamlet moribundo (5,
2, 357 y ss.):
[Sin embargo, no quiero verter su sangre; / ni desgarrar su piel más blanca que
la nieve, / y tan lisa como el alabastro de un sepulcro. / Pero debe morir o en
gañará a más hombres. / Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz ...]
Otelo habla de cosas simples y concretas con palabras sencillas: blood, skin,
snow. Después cambia de la naturaleza a la cultura, la lengua va del anglo
sajón al clásico, de palabras cortas a largas. Con «monumental alabaster» se
nos dice lo que Desdémona significa para su marido: su belleza, su naci
miento, su pertenencia a una civilización avanzada — que puede comprar ala
bastro y tallarlo en forma de estatua— , frente a la cual el Moro se siente un
extraño. La lengua refleja todo el pathos de la belleza y próxima muerte de
Desdémona al revelamos el pensamiento de Otelo y mostramos el patetismo
de su situación. Después volvemos a lo cotidiano, expresado en los términos
más sencillos: «put out the light».
Ben Jonson dijo que Shakespeare sabía poco latín y menos griego; M il
ton que apenas balbuceaba su lengua materna. Por contra, el propio Milton
era un erudito (fue el primero que enmendó un fragmento corrupto del tex
to de las Bacantes de Eurípides), y el Paraíso perdido muestra esta erudi
ción. Se ha criticado el estilo excesivamente clásico del poema: Samuel
Johnson, no precisamente enemigo de lo clásico, se quejó de que Milton
«estaba deseoso de utilizar palabras inglesas con un idioma extranjero ...
De él se puede decir por fin lo que Jonson dice de Spenser, que no escribió
ninguna lengua». Pero Milton sabe cuándo se trata de latín y cuándo no. He
aquí un momento esencial del poema, cuando Eva cede a la tentación y cau
sa la ruina de la humanidad (9, 780 y ss.):
[Esto diciendo, la atrevida mano / tiende hacia el fruto, en hora aciagä y ö r4/
y come. La Tierra sintió la herida, / y la Naturaleza, de su trono, suspirando
dio muestras de dolor / por medio de sus obras, anunciando / que todo estaba
perdido.] *
El supremo logro artístico de Roma fue la poesía, y aquí Virgilio fue ex
tremadamente importante. Probablemente es el poeta más influyente que ha
existido, y el que seguramente ha sido interpretado de las maneras más di
versas. Para los Santos Padres fue un profeta de los evangelios, en la alta
Edad Media un mago y un hechicero, en la baja un sabio y un erudito. Para
Dryden fue simplemente «el mejor poeta», el ejemplo perfecto de gusto clá
sico y maestria técnica. Para Tennyson fue «el romano Virgilio, ... majes
tuoso en tu tristeza por el dudoso destino de la raza humana», el laureado que
combinó patriotismo con una penetrante melancolía y un sentido de la difi
cultad de la fe; un hombre muy parecido a Tennyson, en realidad. Para los
últimos V ictorian os, en la época del imperialismo liberal, fue, en palabras de
lord Bryce, «el poeta nacional del imperio, en el que el patriotismo imperial
alcanzó su más alta expresión». Para T. S. Eliot, en una época turbulenta, fue
el pilar sobre el que se construyó la civilización europea, la piedra fundacio
nal de la cultura cristiana. Las dos estatuas de Virgilio erigidas en su Mantua
natal con seiscientos años de diferencia ilustran dos de sus metamorfosis. El
siglo xra lo representó como un erudito, sentado, con birrete y un libro sobre
las rodillas. El siglo xix produjo un Virgilio para el Risorgimento: orgullosa-
mente de pie sobre un alto pedestal; grupos escultóricos secundarios a cada
lado, con citas en la parte inferior, representan a Roma, soberana y civiliza
dora (Eneida) y a la tierra de Italia, la madre generosa (Geórgicas).
Estas imágenes dispares han continuado en la cultura académica de nues
tro tiempo. En Norteamérica mostraba ya signos de un culto desagrado por
el imperialismo mundial mucho antes de la guerra del Vietnam, cuando se
unió a los movimientos de protesta; el fantasma de esta figura barbada y ador
nada con collares todavía cruza desgarbadamente algunos campus norteame
ricanos. En Gran Bretaña hubo en los años ochenta señales de un Virgilio
duro y realista que aceptó el nuevo orden de Augusto reconociendo que no
había otra alternativa. Hay dos causas para semejante variedad de interpreta
ciones. La primera es simplemente que Virgilio es un gran genio, y a través
de los tiempos la gente ha intentado ponerlo de su parte. La segunda es que
hay en efecto algo proteico en su poesía; está más abierta a interpretaciones
distintas que la Divina comedia o el Paraíso perdido. Esto no quiere decir que
Virgilio se contentara con sumergirse en un baño de melancólica ambivalen
cia (aunque algunos lo han pensado, y le alaban por ello); la cruda realidad es
que tiene más posibilidades de ser malinterpretado que Dante o Milton.
Cada una de sus obras se ha convertido en modelo de un género de poe
sía. Las Bucólicas son la clave de la tradición pastoril; las Geórgicas el mo
delo de la poesía didáctica, una forma que ha sido practicada menos y en
conjunto con menos éxito, aunque estuvo de moda durante el siglo xvm; la
Eneida se convirtió en el beau idéal de la poesía épica. Y ha tenido un efec
to cultural, incluso político, aún mayor. El pensamiento occidental ha estado
enormemente influido por la idea de que la época de Augusto fue el punto
central de la historia de Roma. Augusto fue un genio político, como confir
ma incluso el historiador más hostil; no sólo fue el primer emperador roma
no sino también el más importante. Aun así, la fama de su reinado se debe
no tanto a él directamente como a los poetas cuyo ministro Mecenas prote
gió en su nombre. Las dinastías necesitan héroes literarios para proyectar su
gloria hacia la posteridad: los mitos heroicos ingleses y franceses sobre la
época isabelina y el grand siècle difícilmente funcionarían sin Shakespeare,
Racine, Molière y Corneille. Augusto y Mecenas demostraron su astucia al
mantener a poetas; no obstante, tuvieron suerte con el inmenso genio de Vir
gilio. Una constelación literariamente brillante y un titán: estas fueron las
condiciones para la más alta gloria. Horacio y Propercio no hubieran bastado.
Lucrecio, el segundo entre los poetas romanos después de Virgilio, no ha
tenido una influencia proporcional a su gran calidad; quizá su mayor efecto
en las literaturas posteriores ha sido indirecto, como inspirador de las Geór
gicas. Su admirador más importante entre los poetas posteriores, además de
Virgilio, es Milton. Mientras que Lucrecio escribió un poema didáctico, pre
sentado con una épica grandeza de tono y estilo, Milton invierte el mode
lo: el Paraíso perdido es una epopeya presentada con un final moralizante; el
propósito del poeta es enseñar: «proclame yo la Providencia Eterna, y el ca
mino de Dios muestre a los hombres» (1, 25 y ss.). Milton pensaba en Lu
crecio cuando describía cómo el mito clásico de Mulciber (es decir, Vulca
no) era un recuerdo corrompido de la caída de uno de los ángeles rebeldes
(1, 738 y ss.; la «tienra Ausonia» es Italia):
Es interesante que para Smith, en 1776, los antiguos estuvieran todavía del
lado del progreso, y La riqueza de las naciones es, al fui y al cabo, uno de
los documentos fundacionales del mundo moderno. Shaftesbury desarrolló
esta línea de pensamiento en su Inquiry concerning Virtue, or Merit (1699).
También desdeña la mística y la ascética cristianas; para él la virtud es una
forma de belleza, y el sentido moral una especie de buen gusto. Como escri
bió en otro lugar, «lo venustum, honestum, decorum de las cosas forzará su
camino», y es mejor para esta sensibilidad estética dirigirse a un objetivo
moral, ya que «después de todo, la belleza más natural del mundo es la ho
nestidad y la verdad moral. Porque toda belleza es verdad» (An Essay on the
Freedom of Wit and Humour, parte 2, secciones 2 y 3).
El tratado de Cicerón sobre la obligación moral, De Officiis —«Tully’s
Offices» en el siglo xvm— era parte de la educación de un caballero; ense
ñaba virtud y buenas maneras, pero también que la gloria —la búsqueda de
la distinción personal— era el objetivo correcto del hombre. Pero si quere
mos captar el tono dieciochesco, deberíamos reflexionar más sobre la natu
raleza del pensamiento senatorial, formado no sólo a base de textos filosófi
cos sino de literatura clásica en general. La Eneida proporcionó un modelo
de buen gobernante, mientras que Horacio, directamente en sus Epístolas e
indirectamente en sus Odas, inculcó la noción de que la vida virtuosa es fru
to del egoísmo ilustrado y del placer culto. Pitt el Viejo recomendaba a su
sobrino que estudiase a Cicerón y a Demóstenes como escuela de elocuen
cia y valor, pero también le convenció de que Homero y Virgilio enseñaban
«honor, coraje, desinterés, amor a la verdad, dominio de la ira, amabilidad en
el comportamiento, humanidad ... en una palabra, virtud en su auténtico sig
nificado» (cartas del 13 de enero de 1756 y 12 de octubre de 1751). Esta vi
sión procede del Renacimiento: «leemos a los autores profanos», decía John
Rainolds, profesor de Oxford y traductor de la Biblia, «para poder ser des
pués hombres buenos».
Las fuerzas espirituales del pasado, que han movido e informado la cultu
ra de una época triunfal, viven en realidad dentro de esa cultura, pero con una
vida absorta y subterránea. Sólo el elemento helénico no ha sido tan absorbido
ni encerrado dentro de esta vida subterránea: de vez en cuando ha salido a la
superficie; la cultura ha sido devuelta a sus fuentes para ser clarificada y co
rregida. El helenismo no es un mero elemento disuelto en nuestra vida intelec
tual; tiene una tradición consciente.*
Hay una gran población silenciosa de mármol. Hay vapuleados dioses caí
dos del Olimpo y destrozados al caer, colocados en nichos y sobre fuentes; hay
senadores sin nombre, sin nariz, sentados en silencio bajo arcadas, o escondidos
en patios y jardines. Y luego, junto a estos difuntos, de cuyas antiguas figuras
se puede decir que son sus cadáveres, está la familia que reina, una incontable y
tallada jerarquía de ángeles, santos y confesores de la última dinastía que ha
conquistado la corte de Júpiter.
Y mirando hacia el futuro, Mario «creía ver un Foro donde había crecido la
hierba, las calles destrozadas del Capitolio y la propia colina del Palatino hu
mildemente ocupada» (capítulo 12). Aquí Pater, al igual que Poggio cuatro
siglos antes, contempla el proceso de cambio descrito en la Eneida y lo hace
retroceder. En realidad, la atracción por los restos del pasado no es nueva en
el siglo xix; es un descubrimiento de Virgilio, en ningún sitio explorado tan
profundamente como en las Geórgicas y en la Eneida. Sería agradable afir
mar que Virgilio inspiró directamente a aquellos que más tarde lo revivieron,
pero es imposible demostrarlo y pudo ser un descubrimiento independiente
de la sensibilidad romántica. Puede que el poeta romano lo enseñara o no;
desde luego los monumentos de Roma lo alimentaron.
La profundidad y multiplicidad del pasado es aún más palpable en Roma
que en cualquier otro lugar, pero la ciudad es ahora tan rica, activa y ruido
sa que no se siente fácilmente el espíritu de majestad caída, ni la emoción
que complacía y apenaba a los siglos. Pero la influencia de Roma sigue es
tando en las raíces de nuestra civilización, absorbida y subterránea, en pala
bras de Pater. Todos somos griegos, pero también romanos.
B ib l io g r a f ía
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R. H. Rouse
IL LA TRANSMISIÓN DE LOS TEXTOS
I n t t r o d u c c ió n
Definición
La transmisión de los textos latinos paganos, considerada en su sentido
más amplio, es la historia de la literatura latina desde el final de la Antigüe
dad hasta la época actual, que se centra en la circulación de textos antiguos
antes de la invención de la imprenta.
Desde un punto de vista más concreto, el estudio de la transmisión traza
la historia de aquellos manuscritos que contribuyen directamente a la re
construcción del texto. Sin embargo, no se puede determinar qué manuscri
tos son fidedignos sin examinar la filiación de todos los que se conservan, ni
tampoco se puede elaborar una explicación inteligible sobre la transmisión
del texto sólo a través de sus testimonios más fieles sin considerar la circu
lación del texto de manera global. Por consiguiente, en este capítulo se tra
tará la transmisión de los textos de acuerdo con la acepción más amplia del
término. Además, es imposible entender la circulación de un texto sin com
prender la época y el lugar en los que ésta tuvo lugar, es decir, la Edad Me
dia latina. En muchos aspectos, por tanto, el estudio de la circulación textual
corresponde a los medievalistas que analizan el panorama de la historia y la
evolución de la sociedad medieval. '
Mientras que «la transmisión de la literatura romana» ha sido interpreta
da tradicionalmente como la transmisión de las obras maestras literarias de
Roma, actualmente se considera que la historia de cualquier obra escrita en
la antigua Roma, ya sea en el campo de la literatura, la medicina, el derecho
civil, la gramática, la arquitectura o incluso la veterinaria, contribuye de ma
nera significativa a nuestro conocimiento de la transmisión de las letras lati
nas. Por añadidura, los conocimientos que resultan del estudio de la transmi
sión de los textos no literarios puede contribuir a nuestra interpretación de la
transmisión de los literarios.
Por último, al examinar los textos latinos, por más que intentemos bus
car modelos y por mucho que queramos extraer generalizaciones útiles
(como las que intentamos a continuación), debemos ser conscientes de que
la transmisión de cada texto es un caso particular y de que la historia de cada
manuscrito es única. Es esto último lo que confiere a este tema su complejo
carácter.
Tipos de pruebas
H isto ria d e la t r a n s m is ió n
En el día de Navidad del año 800 d.C. el rey de los francos fue coronado
emperador, sucesor de los cesares en Occidente, por el sucesor del apóstol
Pedro en Roma. Carlomagno (742-814) gobernó un vasto estado político-
eclesiástico creado hasta un grado considerable por los misioneros que ha
bían llegado de Irlanda e Inglaterra a convertir a los paganos. Formados en
la Inglaterra sajona y siguiendo el ejemplo de san Columbano, monjes
errantes desde Wilfredo (634-709) hasta Bonifacio evangelizaron y coloniza
ron los Países Bajos y la Germania, fundando monasterios y obispados en
nombre del apóstol Pedro y llevando con ellos libros cuyos antecesores, Be
nedicto Biscop y Adriano, habían trasladado a Inglaterra desde Roma. El vi
gor de la reforma carolingia del periodo que va entre 751 y 814 se explica
en parte por la juventud de sus establecimientos eclesiásticos. Cuando en el
751 Carlomagno se convirtió en el único rey de los francos, casi todas las
fundaciones eclesiásticas al este del Rin estaban dirigidas aún por su primer
o segundo abad y capítulo, la mayor parte de los cuales eran irlando-sajones.
El programa carolingio de renovación se basaba conscientemente en la
Antigüedad. El orden y la estabilidad descansaban en el vigoroso renaci
miento de todo lo útil y aplicable del pasado romano: por ejemplo, su icono
grafía y formas artísticas, así como la figura humana como tema central del
arte, o su dependencia de la palabra escrita. Aunque culturalmente su tra
yectoria alcanzó el cénit en el 877 d.C., la renovación carolingia había ase
gurado ya la supervivencia del arte y la literatura antiguos. Los textos de casi
todos los autores latinos se editan hoy generalmente a partir de manuscritos
carolingios. Sólo los de unos cuantos autores —Tibulo, Propercio y Catulo,
entre otros— no pueden ser reconstruidos mediante manuscritos del renaci
miento carolingio.
El nuevo imperio, como el viejo, se caracterizaba en la práctica por la
uniformidad. Las leyes estaban codificadas, la liturgia tipificada, los proce
dimientos administrativos eran promulgados en capitulares. En la medida de
lo posible, el gobierno carolingio intentó basar sus actos en un texto autori
zado. Consiguió encontrar el autógrafo de la regla benedictina en Monte-
cassino. Buscó el del sacramental de san Gregorio en el palacio de Letrán.
Los manuscritos copiados de estos ejemplares autorizados llevaban una fir
ma que los autentificaba. Bajo Teodulfo de Orleans (750-821) se revisó a la
luz del texto griego la traducción de la Biblia realizada por san Jerónimo.
Como vehículo de difusión de sus obras la corte carolingia rechazó el
tipo de escritura administrativa, ligada y fluida, que había heredado de la An
tigüedad tardía a través de los merovingios, en favor de la escritura semiun-
cial tardopatrística, modificándola hasta conseguir la forma que llamamos
carolingia minúscula. La rapidez con la que se adoptó esta escritura en todo
el imperio entre el 800 y el 830 se explica sólo por la exigua clase dirigente
de abades y obispos responsables de su propagación. La literatura del pasa
do —la mayor parte de la cual se conservaba todavía en esta fecha en ma
nuscritos producidos en Roma— fue copiada una vez más con la nueva es
critura. A finales del siglo ix los carolingios habían producido un número
notable de manuscritos, de los cuales se conservan unos 6.700. Por desgracia,
cada manuscrito copiado con la nueva letra, más legible, convertía en super
fluo el original. El movimiento que aseguró la supervivencia de la literatura
clásica ocasionó al mismo tiempo la destrucción de muchos manuscritos ro
manos tardíos. En conjunto, sólo se conservan, íntegros o fragmentarios,
unos 1.865 manuscritos latinos de los siglos anteriores al 800 d.C.
Aunque el renacimiento carolingio decayó como consecuencia del fraca
so de la estructura política que había generado, la tarea de transmisión esta
ba realizada. Las bibliotecas de los grandes centros episcopales y monásticos
estaban llenas de autores antiguos y de obras de la patrística. Personajes
como Loup de Ferriéres (805-862), Heiric de Auxerre (841-876) y Adoardo
habían hecho su trabajo, al igual que Pacífico en Verona. Los rollos de papi
ro que Alcuino (735-804) vio en Tours podían deshacerse, si no se habían
deshecho ya, porque su contenido ya había sido transferido al pergamino.
La transmisión de textos antiguos después del renacimiento carolingio
comprende tres grandes aspectos: 1) el traslado de manuscritos del siglo ix
desde sus centros carolíngios hasta los nuevos centros de actividad intelec
tual en los siglos xi y xn; 2) el redescubrimiento —como resultado del cam
bio de intereses o del puro azar— de autores cuyos textos habían permane
cido ignorados durante siglos, o cuyos lectores no habían dejado huellas de
su existencia, como Tibulo, Propercio y Catulo, y 3) la aparición de testimo
nios sobre familias alternativas o adicionales de uno u otro texto, fruto del
incremento sustancial de copistas relacionado con las numerosas abadías be
nedictinas y cistercienses fundadas en el siglo xn.
Mientras que el siglo ix se había ocupado sobre todo de coleccionar los
vestigios de la Antigüedad y copiarlos, los siglos xi y xn se dedicaron a con
cebir nuevos catálogos temáticos, legales y teológicos, a los que se podía
aplicar la autoridad clásica y la patrística. Las nuevas escuelas de leyes de
Italia centraron la atención en las cartas antiguas como ejemplos de estilo en
el arte del discurso. Las fundaciones monásticas del siglo xn recurrieron a los
manuales de Vitrubio, Paladio y Vegecio en los temas de drenaje y construc
ción. Los cronistas monásticos y diocesanos reunieron los textos de los his
toriadores romanos. La mitología antigua fue la base de los manuales intro
ductorios en los que los estudiantes aprendían los rudimentos del trivium. La
opulencia y el vigor de la sociedad del siglo xn se reflejan en el patronazgo
de las nuevas fundaciones monásticas y en la aparición de obispos cultos
como los anglonormandos Felipe de Bayeux (obispo de 1142 a 1163), Ar-
nulfo de Lisieux (obispo 1142-1184) y Tomás Becket (1118-1170), o los ger
manos Rainaldo de Dassel (c. 1120-1167) y Wibaldo de Corvey (1098-1158),
cuyo conocimiento de los autores antiguos queda reflejado en sus cartas, y
cuyos legados de libros engrosaron las bibliotecas de sus instituciones favo
ritas (lámina I, manuscrito del siglo xn, entre pp. 240-241).
El humanismo
Para terminar, una pregunta: ¿por qué ciertas obras romanas se conserva
ron y otras desaparecieron? Podemos proponer varias explicaciones, y cada
una de ellas, mejor que una sola, es, de un modo u otro, en parte responsable.
Está claro que el grado de circulación de un texto en la Antigüedad tiene que
haber afectado al alcance de su difusión medieval. Los Academica posteriora
de Cicerón no gozaron de gran popularidad en la Antigüedad, por lo que la
tradición era muy débil desde el mismo principio. Ciertas obras antiguas eran
antitéticas de la teología cristiana, como las Tragedias de Séneca; al no ser de
utilidad en la temprana Edad Media, desaparecieron sin haber sido copiadas
(como casi sucedió con las Tragedias). El bajo nivel de circulación medieval
de los poetas elegiacos Tibulo, Propercio y Catulo se explica probablemente
también del mismo modo. El hecho de que interesasen a los moralistas cris
tianos explicaría, por ejemplo, la gran circulación de las obras de Séneca a
partir del siglo Di, así como la considerable popularidad de Ovidio en los si
glos xn y xm. La destrucción física desempeñó igualmente un papel al deter
minar qué debía de conservarse y qué no, especialmente en el periodo 500-
750 y otra vez en el siglo ix. No obstante, como ya hemos dicho, no sería
correcto atribuir la desaparición de manuscritos literarios antiguos sobre todo
a la violencia. La negligencia, por un lado, y la superabundancia causada por
la redacción masiva de «nuevas» copias, por otro, explican probablemente la
mayor parte de las destrucciones de manuscritos.
L a c ie n c ia a c t u a l
B ib l io g r a f ía
Para la Edad Media, al igual que para el Renacimiento, Roma era la ima
gen de un pasado común y glorioso, sí bien a veces turbulento. En este ca
pítulo se intentará describir esa imagen tal como existía en Occidente antes
de ser reinterpretada por Petrarca. Queda excluido Bizancio y no se estudia
rá, salvo de forma incidental, la influencia ejercida por los vestigios físicos,
filosóficos, jurídicos y literarios de Roma, y en cambio se hará hincapié en
la perduración de aspectos de su pasado en instituciones contemporáneas y
en conceptos políticos.
Aunque fascinado por Roma, el mundo medieval ignoraba su historia y
creía ciegamente en los relatos, detallados pero tendenciosamente retóricos,
de san Agustín en su Ciudad de Dios y de Orosio en los Siete libros de his
toria contra los paganos. Se leía a Tito Livio en el epítome de Floro, y se
desconocía a Tácito. Cicerón, César, Salustio, Suetonio y Valerio Máximo
eran asequibles, así como Lucano, Estacio y Virgilio, que eran considerados
tanto historiadores como poetas. Hacia mediados del siglo v Eutropio escri
bió un Breviarium de historia romana para el emperador Valente, en el que
dedicaba alabanzas a héroes de la república e incluía un largo y ferviente pa
negírico al emperador Trajano. Tales elogios se repitieron en la ampliación
que Paulo Diácono hizo de la obra de Eutropio, la Historia Romana, escrita
a finales del siglo vm, y el hecho de que conozcamos más de cien manus
critos, completos o fragmentarios, de la obra de Paulo dan una idea de su po
pularidad. Las crónicas universales trataban, naturalmente, de Roma, escritas
a menudo al estilo de Orosio. Por lo general interesaba más coleccionar
exempla históricos que contuvieran una lección moral que investigar el dis
curso de la historia antigua o las vidas de sus protagonistas. Esto es así no
sólo en Paulo Diácono, sino también en el mucho más instruido Juan de Sa
lisbury, un eclesiástico inglés del siglo xn gran lector de los clásicos. En dos
capítulos de su Policraticus elogia a romanos famosos como Camilo, Fabri
cio, Marco Porcio Catón, Régulo, a tres de los Escipiones, Marco Curcio,
Augusto y Trajano, y también a personajes no romanos como Alejandro,
Aristides, Aníbal y Masinissa (5, 7-8). César, a quien desde luego se dedicó
considerable atención tanto en las obras latinas como en las escritas en las
lenguas vernáculas, fue tratado de forma ambivalente por Juan, ei cual, como
muchos otros, alabó su clemencia pero siguió a Suetonio, Eutropio y Paulo
Diácono en la censura de su tiranía, ya que «se había apoderado de la res-
publica mediante las armas» (8, 19).
Del mismo modo que muchos escritores medievales, Juan elogió en lí
neas generales a los romanos, empleando el concepto histórico expresado por
Cicerón y otros según el cual ellos ejercían una tutela o patrocinium, y no
una tiranía, sobre los demás pueblos. «Por su devoción a la justicia y a la se
rena libertad —dice Juan— , por su veneración de las leyes, por su amistad
hacia los pueblos vecinos, por su madurez en el consejo y su gravedad en pa
labras y actos, los romanos lograron el dominio del mundo» (5, 7).
Por supuesto perdieron ese dominio del mundo, pero la presencia y mar
tirio de Pedro y Pablo en Roma les otorgó una nueva dimensión de gloria y
poder. Según una leyenda muy extendida. Cristo encontró a san Pedro fuera
de las murallas, cuando huía de la persecución pagana, y le dijo que volvie
ra a la ciudad porque estaba destinada a ser la sede de la Iglesia. Así, Roma
en la Edad Media era la ciudad de los Césares y también la de los mártires,
y el famoso himno de los peregrinos que se dirigían a sus santuarios no sólo
la aclamaba como dueña del mundo y ciudad excelentísima; decía además
que era roja por la sangre de sus mártires y blanca por las azucenas de sus
vírgenes.
Por otra parte, las persecuciones fueron consideradas como un deshonor
para Roma, ya que invitaban a la comparación con los sufrimientos de los
hijos de Israel en Babilonia. Después de que la Iglesia se hiciera oficial
mente romana, su poder y exacciones fueron interpretados también de modo
negativo, creando una actitud que encontró su reflejo en la ciudad pagana,
que se había alimentado de las naciones sometidas. El escritor del poema
del siglo xn «Contra la avaricia de los romanos» hizo declarar al rey Mam
món que desde los tiempos de Rómulo no había encontrado súbditos tan sa
tisfactorios como los romanos. Walter Map decía que incluso las letras del
nombre ROMA eran un acrónimo de Radix Omnium Malorum Avaritia, «la
raíz de todo mal es la avaricia». De modo que los términos patrocinium y
latrocinium podían aplicarse a Roma.
Aparte de estos juicios históricos de carácter general, una gran parte del
interés medieval por la ciudad era más anticuarista que moral, y con fre
cuencia estaba impregnado de un temor que la situaba en el reino de lo má
gico, lo maravilloso, lo legendario. Se creía que Virgilio, además de repetir
una profecía sibilina sobre el nacimiento de Cristo, había sido un gran ni
gromante. A menudo se miraban el arte y los monumentos paganos como si
estuvieran investidos de un poder demoníaco. Incluso un adorador de Roma
como Dante hablaba de sus «dioses falsos y mentirosos», que se suponía ha
bían sido demonios. Según una célebre y muy difundida historia, una estatua
de Venus se vengó de un joven, que en broma le deslizó un anillo de espon
sales en el dedo, cuando se interpuso entre él y su novia mientras hacían el
amor; sólo un mago fue capaz de romper el hechizo y recobrar el anillo. En
otro relato, cuando el Panteón fue convertido en iglesia y los demonios que
lo habitaban expulsados, el diablo, furioso, se llevó la gran piña de piedra
que había en lo alto del edificio a la plaza de San Pedro, dejando un agujero
en el techo. Los monumentos romanos más grandes solían considerarse
maravillas cuya construcción estaba fuera del poder de los mortales.
El tratado del maestro Gregorio (finales del siglo xn o principios del xra),
erudito, racional y, para su época, históricamente correcto, dedicado sólo a los
restos paganos de Roma, fue prácticamente una excepción, aunque puede atri
buirse una actitud semejante a Enrique de Blois, entre otros, el cual se llevó es
tatuas antiguas para adornar la sede de su obispado en Winchester. Que tal ac
titud era inusual lo indica, a pesar de su educación clásica, una burlona alusión
de Juan de Salisbury. Debemos recordar que incluso el maestro Gregorio no
excluía la posibilidad de que una estatua de Venus, que le parecía «ruborizada
en su desnudez, con un tinte rojizo coloreando su rostro» y que le había hecho
retroceder tres veces para contemplarla pese a que la escultura estaba muy le
jos de su casa, pudo haber ejercido sobre él cierto encanto mágico.
Persiste a veces, por tanto, una cierta proximidad en las leyendas sobre
los dioses paganos. Hay mucha más en las fábulas acerca de los orígenes y
decadencia de Roma, claramente destinadas a glorificar el presente. La in
vención de fundadores romanos y troyanos para reinos y ciudades del Medi
terráneo y también del norte de Europa alimentó el orgullo cívico y nacional
de los patriotas. Así, Antenor había fundado Padua y Julio César, Florencia,
Príamo había sido el antepasado de los sajones y Francus, hijo de Héctor, an
tecesor de los francos; incluso los advenedizos normandos afirmaron tener
sangre troyana. Quizá la leyenda más notable de este tipo, y seguramente la
más estimulante para la literatura de ficción, fue la creada por Godofredo de
Monmouth, según la cual Bruto, sobrino de Eneas, dio su nombre a Britania,
y su descendiente (el gran rey Arturo) luchó con éxito contra sus enemigos
en Britania y también contra la progenie romana de Eneas en el continente.
A nivel municipal abundaban las nuevas o segundas Romas. No sólo
Constantinopla; también Tréveris y Winchester, e incluso la abadía de Glas
tonbury, se atribuyeron tal calificativo. Los ejemplos más claros proceden,
por supuesto, de Italia. Entre otros muchos casos, podemos citar el de Pisa,
que se vanagloriaba de su éxito en la campaña contra los musulmanes en el
Mediterráneo oriental, no en el sentido de una cruzada, sino como la victo
ria de una nueva Roma sobre una nueva Cartago. Ninguna ciudad italiana,
sin embargo, pretendió tener tantos vínculos con Roma como la metrópoli
toscana de Florencia.
La imagen de Florencia como una nueva Roma empezó a elaborarse ya
en tomo al 1200 en la primera crónica florentina que se conserva, la Cróni
ca del origen de la ciudad, que contema un esquema de historia universal
que incluía Fiésole, Troya y Roma, y culminaba con la victoria final de Fio-
rencia sobre Fiésole. Según ella, Fiésole fue la progenitora de Troya, Troya
la de Roma y Roma por dos veces la de Florencia. Fiésole, la ciudad rival,
fue destruida en dos ocasiones, una por Roma y otra por Florencia, y en am
bos casos su población se mezcló con los habitantes romanos del valle infe
rior. Quinientos años separaban, según la Crónica, la primera fundación de
Florencia y la destrucción de Fiésole por Julio César de la destrucción
de Florencia y la segunda construcción de Fiésole por Totila; después Flo
rencia fue reconstruida con la ayuda de Carlomagno y las dos ciudades co
existieron durante otros quinientos años hasta que los florentinos ocuparon
Fiésole tras un ataque sorpresa.
La nueva ciudad, según la crónica, fue construida a imagen y semejanza
de Roma, con un capitolio, un anfiteatro, una torre vigía y termas. Tanto los
monumentos cristianos de Florencia como los paganos son un reflejo de los
de Roma, ya que las principales iglesias florentinas, San Pedro, San Pablo,
San Lorenzo, San Esteban y el Baptisterio de San Juan, tenían entre sí la
misma relación topográfica que las iglesias de Roma del mismo nombre.
Giovanni Villani, cronista de principios del siglo xrv, reforzó este aspecto de
semejanza pagana y cristiana al afirmar que el Baptisterio de Florencia re
cordaba mucho al Panteón de Roma, y había sido también un templo paga
no antes de convertirse en iglesia cristiana.
Estas leyendas alimentaron la vanidad de ciudades viejas y nuevas. Al
mismo tiempo prestaron a los jóvenes pueblos bárbaros el sentimiento de
formar parte de una civilización antigua. Pero la satisfacción que se deriva
ba de estas fábulas no era el único motivo, y quizá ni siquiera el fundamen
tal, de la formación de la idea medieval de Roma. Más importante aún fue la
continuidad, real o supuesta, entre ciertas instituciones antiguas y las medie
vales. Esto es así sobre todo en el caso del imperio (llamado a veces roma
no y a veces cristiano), de la Iglesia Romana y de la ciudad de Roma, tres
importantes instituciones cuya historia estaba estrechamente ligada a la del
mundo pagano y cristiano primitivo. Para el imperio, el papado y el munici
pio, el pasado era también el presente. Gracias a ellos, y al menos para sus
funcionarios y sus fieles, la ciudad no parecía envuelta en las nieblas de la
antigüedad, sino bañada en la luz clara, aunque distorsionada, de la realidad
contemporánea.
¿No existía aún el imperio de Augusto, sí bien dividido en las versiones
bizantina y germana? ¿No había fundado Pedro, poco después del reinado de
Augusto, una Iglesia que seguía estando dirigida por sus sucesores? ¿No
mantenía incluso el gobierno civil de Roma tenues pero cuidados lazos con
un pasado grandioso? Todavía existían funcionarios que se llamaban senado
res, y de vez en cuando el gobierno municipal, sobre todo después de que
en 1144 se estableciera una comuna, intentaba reafirmar lo que consideraba
sus antiguos privilegios. No obstante, por lo general se contentaba con hablar
a los potentados visitantes en términos pomposos de sabor clásico. Salvo los
juristas (y éstos solían ser hostiles), pocas personas prestaron atención a las
reivindicaciones de la comuna. Por lo general, lo que interesaba al mundo
medieval no era la república moderna, ni siquiera la antigua, sino el imperio
romano antiguo y moderno.
Cuando Alarico saqueó Roma en el año 410, este humor de pacífico op
timismo se hizo pedazos. No sólo la creencia pagana y cristiana en la singu
laridad del heroísmo romano y en la universalidad y eternidad del gobierno
de Roma sufrió un severo golpe; también la versión occidental de la teología
política de Eusebio se vio quebrada. San Agustín, obispo de Hipona, muy in
fluido por el pesimismo histórico radical del gran teórico donatista Ticonio,
no intentó defender ninguna de las dos tesis cuando escribió el más impor
tante e influyente de los tratados polemistas, La ciudad de Dios. Al contra
rio, pretendió desacreditarlas. Dada la gran importancia que tuvo su obra en
la creación de actitudes cristianas posteriores, es necesario que la analicemos
con cierto detenimiento.
El propósito explícito de san Agustín era responder a la murmuración
pagana posterior al saqueo, según la cual la causa de dicha tragedia era que
los dioses de Roma estaban enojados por la hostilidad y la indiferencia de
los cristianos, y que el cristianismo había debilitado las virtudes y el patrio
tismo romanos. Su propósito implícito era la disolución del vínculo forjado
por Eusebio entre cristianismo y éxito imperial.
San Agustín negó la realidad de los dioses paganos, así como la validez
de la virtud romana encamada en el concepto de su justicia. ¿Cómo podía
existir verdadera justicia —se pregunta— sin creer en el verdadero Dios?
Incluso a un nivel meramente temporal, los pueblos de la raza humana ha
brían sido más felices si hubieran podido vivir juntos en tantos reinos como
familias había en una ciudad. Pero sufrieron el exterminio y el pillaje por
parte de los romanos, siendo aceptados sólo mucho después como ciudada
nos sujetos a las mismas leyes que sus dominadores. No podía decirse que
la conquista de estos pueblos fuera el resultado de un deseo de promover el
bien común de la raza humana. Algunas guerras habían sido defensivas,
como afirmaba Salustio (3, 10), pero en muchos otros casos el motivo de
Roma no fue tanto el deseo de supervivencia como el ansia de dominio.
Los héroes romanos, aun los más moderados, enérgicos y valientes, no
eran realmente virtuosos, ya que reprimían los vicios menores para poder
entregarse más completamente al supremo vicio del orgullo (5, 15). Uno de
los aspectos del orgullo era el anhelo de gloria, más noble que la mera am
bición de autoridad y riqueza pero también causa de pecado. Por la gloria
Julio César desencadenó una nueva guerra. Por tanto, dice Agustín cáusti
camente, «el principal deseo de los hombres brillantes, de modo que sus
méritos destacaran, era ver a Belona incitando a la lucha a naciones mise
rables y dirigiéndolas hacia ella con su sangriento látigo» (cf. Virgilio, Enei
da, 8, 703). Catón de Útica, como había hecho notar Salustio, era más no
ble porque no estaba interesado en las alabanzas de otros hombres sino en
su propia virtud (5, 12). Pero el deseo de reforzar la propia buena opinión
de uno mismo es también egoísmo, como claramente manifestó Catón con
su suicidio, puesto que su arrogancia le hizo avergonzarse de ser perdonado
por la famosa clemencia de César. Régulo, el general romano capturado por
los cartagineses, fue más noble. Enviado a Roma para proponer un inter
cambio de prisioneros, tras ser obligado a jurar que regresaría a Cartago si
su embajada fracasaba, aconsejó al Senado que rechazara la propuesta y
después volvió, prefiriendo morir a romper su juramento, y sufrir las es
pantosas torturas de los cartagineses a evitarlas mediante el suicidio (1, 15).
Esta lealtad a los falsos dioses romanos debió de inspirar a los cristianos su
fidelidad al verdadero. Pero en otro lugar (3, 18) Agustín acusó a Régulo de
«excesiva ansia de alabanza y gloria», ya que antes había intentado imponer
la paz a los cartagineses con tan severas condiciones que éstos retrasaron el
final de la primera guerra púnica.
A pesar de su reticente admiración por algunos héroes romanos, es sig
nificativo, como advierte Paschoud, que san Agustín siempre se refiera a la
historia romana como la historia de «ellos»; sólo la historia de la Iglesia es
«nuestra». No obstante su evidente respeto por algunas de sus virtudes y he
chos, el análisis que hace de las motivaciones de los romanos, incluidos los
más importantes, es implacable.
Ciudadanos en este mundo de la nueva Babilonia y próximos al infierno,
declara Agustín, tomaron su autoridad terrena de Dios, pero lo mismo hicie
ron los asirios, los persas y todos los demás gobiernos. Era absurdo pensar
que tal autoridad podía ser eterna. Virgilio estaba sólo transmitiendo el sen
timiento romano cuando en su poema hace que Júpiter prediga la eternidad
del imperium. Por eso Agustín empezó a demoler los mitos paganos. Tam
bién intentó, de una manera más moderada, destruir los fundamentos de la
teología política de Eusebio. Ni siquiera menciona la idea de que la razón de
ser de la paz augusta era preparar el camino de la evangelización cristiana.
Se negó a unir su voz a la de los primeros Padres que habían afirmado la pro
fecía del salmo 72, 7, prefiriendo interpretar este pasaje como el anuncio del
ascenso de la Iglesia en la gloria de la resurrección.
Por lo tanto no tenía necesidad de hacer un panegírico a Augusto, de
modo que su opinión sobre este gobernante es inusualmente negativa. No
insistió en la paz augusta, sino en la sangre vertida en sus guerras, inclu
yendo la del «elocuente especialista en el arte del gobierno», Cicerón,
quien, afirma san Agustín, había sido entregado por Augusto a Marco An
tonio para que lo matara, aunque Cicerón había apoyado al primero en la
creencia de que protegería aquella «libertad de la república» que fue más
tarde suprimida (3, 30). Agustín interrumpe aquí su discurso sobre la histo
ria romana. Si bien menciona a Nerón como precursor del Anticristo, no tra
ta de los demás gobernantes del imperio pagano.
Decía que para los hombres era mejor ser gobernados por paganos vir
tuosos, aun cuando su virtud dependiera únicamente de las reglas de la ciu
dad terrenal, que por tiranos, aunque mucho mejor era ser gobernados por los
servidores del verdadero Dios. Los cristianos tuvieron razón al alegrarse por
la conversión de Constantino. Al final, sin embargo, ¿qué importaba quién
gobernara durante esta oscura y transitoria vida, mientras el rey no obligara
a sus súbditos a cometer actos de maldad? Los hombres aceptarían agradeci
dos cualquier intervalo de paz temporal como una ayuda para alcanzar la paz
espiritual ofrecida por la Iglesia a través de sus sacramentos. Pero no les
preocuparía excesivamente el hecho de que las guerras mundanas estén des
tinadas a persistir y multiplicarse, a pesar de la cristianización del imperio.
En un periodo marcado por el saqueo visigodo de Roma y la invasión de
África por los vándalos había pocas posibilidades de que san Agustín se sin
tiera atraído por el optimismo de Eusebio. Como recordaba a sus lectores pa
ganos y cristianos, la lluvia divina cae sobre justos y pecadores. Algunos em
peradores cristianos han disfrutado de bendiciones terrenales y otros no; lo
mismo había sucedido con los paganos, y su virtud, o la falta de ella, había
tenido evidentemente poca influencia en los éxitos temporales. Las catástro
fes naturales y humanas habían ocurrido antes y después de la conversión de
Constantino.
San Agustín pidió ayuda al sacerdote español Orosio para documentar
esta última tesis con datos de la historia general de Roma y también de la de
otros pueblos. El resultado fueron los Siete libros de historia contra los pa
ganos, una obra fundamental, junto con La ciudad de Dios, en la formación
de la actitud medieval hacia la historia de Roma. Orosio tenía menos interés
que Agustín en alabar la virtud romana, y era mucho más consciente de los
sufrimientos causados por la conquista de provincias como España, su patria,
por el imperialismo romano. Su visión de las épocas paganas era más pesi
mista aún que la de su maestro. Mediante antítesis mecánicas afirma que
todo era peor antes y mejor ahora, incluyendo las invasiones bárbaras. Pero
o bien no entendió o bien no aprobó la postura negativa de san Agustín fren
te a la teología política elaborada por Eusebio y sus seguidores. Por el con
trario, acepta con entusiasmo esta teología y la desarrolla hasta un punto no
table, especialmente en lo referente a Augusto, el «más fuerte y clemente»,
y a su paz universal (6, 1).
Orosio, siguiendo la traducción de san Jerónimo de la Crónica de Euse
bio, dice que la existencia de esta paz fue anunciada por el cierre de las puer
tas del templo de Jano cuando Octaviano regresó a Roma para asumir el tí
tulo de Augusto. Por eso afirma que era el único monarca del mundo. Más
tarde Orosio introdujo en este relato un detalle inventado por él mismo, un
vínculo entre la asunción del nombre de Augusto en el 29 a.C. y el posterior
bautismo de Cristo. Ambos acontecimientos tuvieron lugar, según Orosio, el
6 de enero, día en que se celebraba la Epifanía, una ñesta que Orosio inter
pretaba de acuerdo con la costumbre cristiana oriental y en contra de la opi
nión de san Agustín y de la Iglesia de Roma. Orosio pensaba que esta fiesta
no indicaba la visita de los Reyes Magos, sino el sacramento del bautismo de
Cristo, el inicio de su ministerio en la tierra. «Por esta razón —escribe Oro
sio— , era adecuado recordar fielmente este acontecimiento, ya que el impe
rio de César tenía que probar en todos los aspectos que había sido preparado
para la llegada de Cristo» (6, 20). Después, en el mismo año del nacimiento
de Cristo, Augusto cerró de nuevo las puertas de Jano, inaugurando una paz
que duró cerca de doce años. Al mismo tiempo rehusó ser llamado Señor, en
un momento en que el verdadero Señor de la raza humana acababa de nacer.
Cristo devolvió el cumplido eligiendo, según Orosio, ser incluido en el cen
so de Augusto, honor que no concedió a ningún otro imperio. Al hacerlo se
autoafirmaba como ciudadano romano, y reconocía haber predestinado la mi
sión histórica de Roma.
Orosio estrechó además los lazos entre Augusto y Cristo dando un signifi
cado cristiano a milagros paganos asociados con el primero. Cuando Augusto
regresó a Roma después de la muerte de César, apareció sobre el sol un círcu
lo semejante al arco iris, indicando que el dueño del mundo había llegado a la
ciudad y prefigurando al mismo tiempo el advenimiento del verdadero sol, el
dueño y creador del universo. En cuanto a la historia de la fuente de aceite que
supuestamente manó en una posada del Trastevere, Orosio señala que fue des
pués de que Augusto devolviera treinta mil esclavos a sus dueños, matando a
los que no lo tenían, y perdonando las deudas del pueblo romano. ¿No fue un
gido Cristo? ¿No representa la posada a la hospitalaria iglesia? ¿No devuelve
Cristo los esclavos del pecado a sus propios dueños (a excepción de aquellos
predestinados a la muerte, que no tenían ninguno), y perdona las deudas en que
había incurrido el pecador (6, 20)? Esta «teología augusta» de Orosio se di
fundiría más tarde, y algunas de sus ramificaciones son descritas de manera
fascinante por Robert Brentano. Por ejemplo, en la famosa guía de Roma del
siglo xn, los Mirabilia, se dice que Augusto había pedido consejo a la Sibila
acerca de la propuesta del Senado de ser adorado como dios. Ella profetizó que
del cielo vendría un rey, e inmediatamente Augusto vio, en un relámpago pro
cedente del cielo, a una hermosa virgen con un niño en brazos sobre un altar,
y oyó una voz que decía: «este es el altar del hijo de Dios». Se decía que la vi
sión había tenido lugar en la habitación de Augusto, situada en el mismo lugar
donde se construyó después la iglesia de Sancta, Maria in Ara Caeli. Augusto
describió su visión al Senado y declinó la ofrecida deificación.
Volviendo a una obra histórica más sobria, escrita cerca de un siglo des
pués, encontramos esta yuxtaposición de Augusto y Cristo repetida, de un
modo estilizado pero efectivo, por el influyente cronista Martín de Troppau,
quien decía que Augusto había establecido la paz universal pero no quiso ser
llamado señor o adorado como dios. En esa época nació Cristo, y entonces
la ciudad de Roma y el mundo entero tuvieron dos luces, dos espadas y dos
gobiernos: la autoridad pontificia ejercida por Cristo, y la imperial por Oc
taviano.
También Tito, el conquistador de Jerusalén, fue para Orosio una figura
providencial. Mediante el saqueo de Jerusalén tuvo el honor de vengar la
muerte de Cristo, y también él, junto con su padre, Vespasiano, cerró las
puertas del templo de Jano. (Prudencio, Apotheosis, 538-540, había dicho
que Tito y Pompeyo hicieron pagar a los judíos su deuda con Dios.) A esta
tesis, muy difundida, añadió Dante siglos después un corolario aún más ex
travagante: hizo de Tiberio, el emperador bajo cuyo reinado murió Cristo,
otro instrumento de la providencia divina. No sólo se permitió a los romanos
vengar la muerte de Cristo mediante el castigo de los judíos, decía Dante;
también vengaron la caída del hombre mediante la ejecución de Jesús. De
esta manera implicaba al imperio romano en la salvación del hombre, ha
ciendo notar que si Roma no hubiese tenido jurisdicción legal sobre Cristo
gracias a su inclusión en el censo de Augusto, su muerte no habría podido
redimir a la humanidad. Este privilegio de vengar el pecado de Adán ftie, se
gún Dante, la máxima gloria jamás concedida a Roma (Purgatorio, 21, 82-
84; Paraíso, 6, 82-93; Monarquía, 2, 11).
Ningún otro escritor cristiano, y desde luego no Orosio, ha ido tan lejos.
Pero para Orosio la conexión entre Cristo y el imperio pagano prefiguraba
claramente el cumplimiento de la historia en el imperio cristiano, como ciu
dadano del cual podía decir: «la amplitud de Oriente, la vastedad del Norte,
la extensión del Sur y las amplias y seguras sedes de las grandes islas están
bajo mi ley y mi nombre porque yo, como romano y cristiano, acerco a los
cristianos y a los romanos» (5, 2). Esta unión de los pueblos romano y cris
tiano en Orosio constituye el extremo opuesto de las referencias de san
Agustín a «su historia». Orosio fue discípulo de san Agustín sólo de una ma
nera superficial. Su verdadero maestro fue Eusebio de Cesarea, como han se
ñalado Peterson y Mommsen.
La idea de Roma de Orosio tuvo al menos tanta influencia en Occidente
como la de san Agustín. El carácter negativo del tratamiento que el obispo
de Hipona da al problema de la misión providencial de Roma escapó a la ma
yor parte de los comentaristas medievales (y a muchos de los modernos),
aunque su actitud negativa hacia los héroes romanos tuvo una considerable
influencia en el pensamiento posterior. Su concepto sardónico de la virtud ro
mana encontró un montón de imitadores en la Edad Media, desde Fulgencio
en el siglo vi hasta Guido Vemani, el crítico de la Monarquía de Dante, en
el xrv. Dado que el propio Orosio no se interesó por la virtud romana y con
sideraba a Roma como una especie de marioneta gigante manipulada por
Dios, su obra no planteó ningún problema con respecto a una interpretación
semejante. Muchos escritores posteriores fueron capaces de combinar, sin
ningún sentido de la incompatibilidad, un entusiasmo orosiano por la impo
sición romana del orden en el mundo con una indiferencia u hostilidad agus-
tinianas hacia los héroes paganos.
De la que fue una vez dueña del mundo, vemos ahora lo que queda, afli
gida como está en todos los frentes por inmensos pesares, por la deserción de
sus ciudadanos, los ataques de sus enemigos y la acumulación de sus ruinas ...
¿Dónde está ahora el Senado? ¿Dónde las gentes? Toda pompa y toda cere
monia se han extinguido ... El Senado se ha ido, el pueblo ha perecido ...
Roma está ahora vacía y en llamas (Patrología Latina, 76, 1.010-1.011).
Ni siquiera en épocas más tranquilas demostró san Gregorio, como León, te
ner esperanzas en una pronta renovatio. Tampoco fue capaz de permitirse
el lujo, como había hecho su predecesor, de limitar su ministerio a los que
consideraba romanos. «Me he convertido en el obispo no sólo de los roma
nos, sino también de los lombardos», observó con amargura. Aun así desea
ba la salvación de las almas de los bárbaros, y encontró tiempo para enviar
misioneros hasta el último rincón del mundo, Britania, una región que en
aquella época se hallaba totalmente al margen del ámbito de la civilización
romana.
Durante mucho tiempo san Gregorio fue recordado más por los ingleses,
que esperaban que fuera su protector en el día del Juicio Final, que por los
romanos. Fue también en Inglaterra, curiosamente, donde se encontró el pri
mer testimonio de la leyenda que lo relacionaba —de un modo que sin duda
él hubiera lamentado— con el emperador Trajano, elegido mucho antes de
bido a su virtud: Eutropio, por ejemplo, había terminado su largo panegírico
a este emperador, copiado fielmente por Paulo Diácono, declarando que «in
cluso en nuestra época los príncipes son aclamados por el senado con el gri
to: “¡que seas más afortunado que Augusto, más justo que Trajano!”». Aun
antes de que Paulo escribiera su panegírico, un monje de Whitby compuso,
probablemente a comienzos del siglo vm, una vida del papa que incluía una
historia extraordinaria, la del rescate de Trajano del infierno mediante su
bautismo con las lágrimas de san Gregorio. Esta historia fue incorporada
posteriormente (en tomo al 875) a la biografía «oficial» por Juan Diácono, y
se difundió a través de Europa. Según el monje de Whitby, un día que san
Gregorio cruzaba el Foro (de Trajano) miró hacia «una maravillosa obra
suya» y encontró recogido allí un acontecimiento del reinado del emperador
que parecía indicar un espíritu más cristiano que pagano. Se trataba de la
sentencia de Trajano en favor de una pobre viuda que había apelado a él, pre
cisamente cuando marchaba con gran prisa a la guerra, contra los asesinos de
su hijo. La actuación del emperador le recordó a Gregorio el versículo de la
Biblia «haced justicia al huérfano, defended a la viuda» (Isaías 1, 17, aunque
para el monje de Whitby son simplemente «palabras de Cristo»), Entonces
Gregorio fue a San Pedro y derramó tantas lágrimas por Trajano que sus ple
garias fueron escuchadas y el buen gobernante pagano se salvó.
Es una historia notable, ya que establece un vínculo entre la era pagana
y la cristiana y contradice la declaración expresa del propio san Gregorio de
que nadie debería rezar por los infieles y los pecadores del infierno. Resulta
particularmente significativa porque san Gregorio mostró escasa piedad ha
cia la cultura pagana, y porque otra leyenda medieval lo relaciona con la des
trucción de antiguas bibliotecas existentes en el Palatino y el Capitolio. Pero
debemos recordar que en realidad el monje de Whitby no estaba describien
do a Trajano como un buen pagano, sino como un protocristiano; le alaba no
por ser un ejemplo de justicia secular, sino por mostrar compasión cristiana.
Además, san Gregorio no lloró en el foro de Trajano o sobre la tumba del
emperador. Fue a la iglesia de su gran patrón y predecesor, san Pedro, y allí
consiguió el favor que buscaba. A finales de la Edad Media, sin embargo, es
critores como Juan de Salisbury y Dante elogiarán la justicia de Trajano, una
virtud secular y supuestamente romana, y no mencionarán la visita de Gre
gorio a San Pedro.
Para los cristianos de Occidente de principios de la Edad Media era san
Pedro quien otorgaba autoridad espiritual al papa. Con el tiempo, éste fue
ejerciendo una creciente autoridad temporal. Por supuesto, durante muchos
años continuó siendo aliado del emperador. Pero éste estaba lejos, durante
casi todo el siglo vm fue un hereje, y su ejército fue de mayor utilidad a
Constantinopla que a Roma. Esta ciudad y la región circundante, amenaza
das cada vez más por los lombardos, estaban, si no en teoría, sí de hecho,
bajo la responsabilidad del papa. Pero para protegerlas hacían falta soldados.
Con el fin de conseguir esta protección el papa se dirigió a Occidente. En el
754 ungió como rey a Pipino, el poderoso mayordomo de palacio de los fran
cos, y le concedió el título de patricius Romanus, anteriormente llevado por
el representante de Bizancio en Italia, el exarca de Ravena. Más tarde, el tí
tulo fue conferido al hijo de Pipino, Carlomagno, por la misma razón.
Probablemente se pueden deducir ciertas nociones de la ideología papal
en este periodo de la curiosa falsificación que fue la Donación de Constanti
no, aceptada hasta la Edad Moderna como una concesión real de autoridad y
territorio hecha por Constantino al papa Silvestre I. Aunque teóricamente se
puede fechar la falsificación en el 850, es muy probable, por razones de se
mejanza estilística con documentos pontificios del tercer cuarto del siglo vm,
que se hiciera entonces al menos una primera redacción.
Su contenido es una extraña combinación de leyenda y documentos ofi
ciales, y su terminología es unas veces vaga y otras muy precisa. Comienza
con un largo preámbulo en el que Constantino afirma su fe cristiana y relata
su conversión. Aquejado de lepra, y habiendo rechazado piadosamente la po
sibilidad de sanar mediante la inmersión en la sangre de niños inocentes sa
crificados, como le habían aconsejado sus sacerdotes paganos, fue recom
pensado con un sueño en el que san Pedro y san-Pablo le recomendaban ser
bautizado por el papa Silvestre, que en esa época se escondía de la persecu
ción imperial. Después de haber encontrado al papa y viéndose curado de la
lepra, Constantino decretó que la Iglesia y Sede de Roma serían honradas y
ensalzadas sobre su propio trono e imperio y gobernarían sobre todas las
iglesias del mundo, declarando también que la silla apostólica asignada a Pe
dro por el Salvador y el lugar donde Pedro y Pablo sufrieron martirio serían
la sede de la ley sacra. Además decía haber construido una iglesia en su pa
lacio de Letrán (palacio superior a todos los demás del mundo), así como
iglesias dedicadas a san Pedro y san Pablo. Mediante la Donación concedió
a Silvestre no sólo este palacio, sino también «la corona de nuestra cabeza»,
que Silvestre rehusó, el fiygium (probablemente la tiara), el superhumeral
que rodeaba el cuello del emperador, la clámide púrpura y la túnica carmesí
y los otros atributos imperiales, además del derecho a presidir la caballería
imperial (esta última concesión pretendía quizá legitimar el derecho del papa
a hacer la guerra). El clero pontificio recibiría los honores de senadores, y
Constantino cumpliría, en honor de san Pedro, la función de palafrenero del
papa, llevando su caballo de la brida. El emperador añadía que había cedido
al papa el palacio imperial y también la ciudad de Roma y todas las provin
cias, distritos y ciudades de Italia o de las regiones occidentales (esta fraseo
logía es quizá intencionadamente vaga), trasladando su propio reino a Orien
te, ya que no era correcto que un emperador terrenal tuviera jurisdicción don
de el emperador de los cielos había establecido la capital de su culto y sus
sacerdotes.
Fuera cual fuese el objetivo práctico de esta falsificación, asignaba clara
mente al papa una autoridad imperial —y más que imperial— sobre Roma
(concebida como la ciudad de san Pedro y san Pablo). Sus pretensiones justi
ficaban que el papa asumiera el derecho a nombrar un patricius romanus que
la protegiera de los bárbaros. Después, en el 800, en un momento en el que
estaba sometido a fuertes presiones por parte de enemigos locales, el papa
León ΙΠ designó patricius a un emperador. La culminación de la alianza en
tre el papado y los francos fue la coronación de Carlomagno como emperador
de los romanos en San Pedro, el día de Navidad de ese mismo año. El signi
ficado de esta ceremonia ha sido muy discutido, así como los motivos de los
que participaron en ella. Según los semioficiales Anales francos, el papa León
puso una corona en la cabeza de Carlomagno y en ese instante el pueblo de
Roma gritó: «vida y victoria a Carlos, Augusto, coronado por Dios», y fue
adorado por el papa como a los antiguos príncipes. Este relato pone al menos
tanto énfasis en el papel del pueblo romano como en el del papa. La biogra
fía oficial de León ΠΙ en el Liber Pontificalis, por su parte, subraya el papel
de Pedro y su sucesor León en la coronación, afirmando que fue el celo de
Carlomagno por la Santa Iglesia y su vicario lo que motivó que el pueblo gri
tara, de acuerdo con la voluntad de Dios y de san Pedro, guardián de las lla
ves del reino celestial: «¡a Carlos, el más piadoso de los Augustos coronado
por Dios, grande y pacífico emperador, vida y victoria!». Después «el más
santo pontífice» ungió a «su hijo» Carlos con los óleos. El biógrafo de León
no menciona la adoración del nuevo emperador por el papa. Más bien parece
insinuar que la corona imperial fue un regalo del papa al emperador a cambio
de los servicios prestados.
Esto se revela de forma explícita en la coronación de Ludovico Pío por
Esteban IV en Reims, en 816. Allí no hubo aclamación por el pueblo ro
mano; los únicos protagonistas de la ceremonia fueron el papa y el empera
dor. Esteban dijo que había traído para Ludovico la corona del emperador
Constantino, y que por ello Roma le otorgaba los «dones de Pedro». Tras
bendecir la corona, Esteban invocó el favor de Cristo, «que quiere que
Roma llegue a ser la cabeza del mundo». Aquí vemos cómo el aspecto im
perial de Roma se añade simplemente a su imagen providencial y papal.
Pero ¿cuál fue la actitud de los emperadores de la nueva Roma, Cons
tantinopla, ante estos acontecimientos? Como es natural, la coronación de
Carlomagno los enfureció. No obstante, este príncipe estaba más interesado
en mantener relaciones diplomáticas con ellos que en usurpar un título espe
cíficamente romano. Aunque durante unos cuantos años sus monedas lleva
ron inscrito el lema «renacimiento del imperio romano», muy pronto éste fue
reemplazado por el énfasis en la creación de un imperium ckristianum. In
cluso Einhard, el biógrafo romanizante de Carlomagno, que eligió como mo
delo para su vida del monarca franco la biografía de Augusto escrita por Sue
tonio, hace referencia a los esfuerzos de Carlomagno tras su coronación por
apaciguar a los ofendidos «emperadores romanos» de Constantinopla.
Algunos papas del siglo ix y sus servidores no fueron tan considerados
con la sensibilidad de los bizantinos. Nicolás I (856-867) escribió al empe
rador bizantino Miguel ΙΠ para decirle que era ridículo que se denominara a
sí mismo emperador de los romanos, cuando ni siquiera comprendía el latín.
Este punto de vista es expresado de forma más detallada y teórica en el in
forme que Anastasio, bibliotecario del papa, dirigió a Adriano Π (867-872)
después del fracaso del octavo concilio ecuménico de Constantinopla, en el
870. Anastasio decía que el emperador bizantino Basilio había insistido en
llamarse a sí mismo «emperador de los romanos» a pesar de que los empe
radores orientales habían perdido por castigo divino su poder en Occidente.
Luis II el Tartamudo, protegido del papa, envió una carta escrita por Anasta
sio a Basilio en el año 871 en la que habla de sí mismo como «el augusto
emperador de los romanos» que escribe al «emperador de la nueva Roma»,
afirmando que el título de basileus de este último podía aplicarse a toda cla
se de monarcas. Pero el título imperial era diferente: por elección de la Igle
sia y del papa, él, Luis, y su familia ocupaban el trono imperial.
Juan VIH (872-882), sucesor de Adriano, creía que el imperium era un
regalo de Dios a través del ministerium del papa, y llamaba a Roma «ciudad
sacerdotal y real». No obstante, al mismo tiempo se mostraba orgulloso de
su antigua historia. Utilizaba las fórmulas SPQR y «togados», y en una
de sus cartas afirmaba patrióticamente que los romanos morirían antes que
dar sus hijos como rehenes a sus enemigos. Juan Diácono demostraba ser
consciente de este aspecto de la concepción del papa cuando le dedicó la vida
de Gregorio I con las palabras siguientes: «Acepta los triunfos del pueblo de
Rómulo». Además, cuando Juan VHI le ofreció la corona imperial a Carlos
el Calvo en el 875, dijo que lo había hecho después de consultar a sus con
sejeros y al senado romano.
Esta idea aparece reflejada también en los poemas del gramático napolitano
Eugenio Vulgario, algunos de los cuales están dirigidos al papa Sergio ΙΠ
(904-911). Familiarizado con Horacio, Séneca y Virgilio, alaba a la «áurea
Roma», a la que describe como «cabeza del universo, terror del mundo, rayo
que cae en la tierra, santuario de reinos, única belleza inmortal, ciudad de ciu
dades». Elogia asimismo a los Escipiones, a los Fabios y a los antiguos atri
butos del gobierno, cuya gloria —afirma— ha renovado ahora el pontífice.
Pero a pesar de estos cumplidos a la ciudad pagana, era la Roma de Pedro y
Pablo la más importante para los papas de este periodo y para sus teóricos
y panegiristas: el título de emperador era otorgado por el supremo pontífice,
y existía sólo para protección de la Iglesia.
Cuando Juan ΧΠ pidió ayuda a Otón I el Grande, rey de Sajonia, y le co
ronó en Roma en el 962, indudablemente pensaba en un emperador de este
tipo. Pero el propio Otón tenía una idea más simple de su título, ya que se
llamaba a sí mismo sólo «imperator» o «imperator augustus» en lugar de
«imperator Romanus» o «imperator Romanorum». Su imperio era todavía el
imperium christianum de Carlomagno. Widukind de Corvey, el famoso cro
nista sajón de su reinado, lo llama emperador (título que había aplicado tam
bién a su predecesor, Enrique el Pajarero) sencillamente porque reinaba so
bre una serie de pueblos. Widukind ni siquiera menciona su coronación en
Roma. Tampoco fue considerado un emperador romano por Benito, un mon
je de San Andrea, no lejos de Roma, que a propósito de una de las visitas de
Otón a Roma escribió:
¡Ay de ti, reino de Italia, oprimido por tantas naciones! ... ¡Ay de ti,
Roma! Has sido vencida y pisoteada por muchos pueblos; eres también la
cautiva del rey sajón, tu pueblo ha sido juzgado con la espada, y tu poder anu
lado ... En el apogeo de tu fuerza triunfaste sobre muchos pueblos ... Osten
taste el cetro y el poder supremo ... Tu belleza era demasiado grande.
La historia nos dice que Rómulo, del que los romanos tomaron su nombre,
fue un fratricida nacido de adulterio. Construyó un lugar para refugiarse y aco
gió en él a deudores insolventes, esclavos fugitivos, asesinos y hombres que
merecían la muerte por sus crímenes. Esta fue la clase de gente que enroló
como ciudadanos y a los que dio el nombre de romanos. De esta nobleza des
cienden aquellos a los que das el título de «reyes del mundo». Pero nosotros,
lombardos, sajones, francos, lotaringios, bávaros, suabos y burgundios, hasta
tal punto despreciamos a esas personas que cuando nos enfurecemos con un
enemigo no encontramos nada más insultante que decirle: «¡Tú, romano!».
Para nosotros, la palabra romano comprende toda clase de bajeza, apocamien
to, avaricia, lujuria, falsedad y vicio.
Pero la lex regia podía interpretarse tanto en un sentido popular como im
perial. Aquellos «sacerdotes de la justicia», los legisladores, empezaron a de
batir el problema de si el pueblo romano, por medio de la lex regia, había
hecho donación permanente o temporal de su poder y autoridad al empera
dor. ¿Debía ser renovada a la muerte del emperador? En caso de ser así, ¿era
necesaria la aclamación del pueblo de Roma para designar al emperador,
como al parecer había sucedido en la coronación de Carlomagno?
Esta cuestión fue contestada afirmativamente a mediados del siglo xn por
la recién creada comuna de Roma, que se rebeló contra el papa en 1143 y de
nuevo en 1144. La comuna reconstituyó el Senado y afirmó su derecho a
nombrar al emperador. Como ha dicho Robert Benson, «desde 1144 a 1155,
lejos de tener objetivos concretos y limitados, los romanos tomaron a la An
tigüedad como modelo político, y pretendieron ejercer íntegramente las pre
rrogativas del senado y el pueblo romanos».
Este modelo parece haber sido el imperio precarolingio, ante todo el de
Constantino y Justiniano, y prescindía totalmente del papa. Estaban muy
influidos por el dirigente religioso Amaldo de Brescia (m. 1155), quien
creía que los clérigos debían ser despojados de sus propiedades. Uno de sus
seguidores, de nombre Wezel, tuvo la audacia de escribir a Federico que ni
los «criados ni las mujerzuelas» de Roma creían en la Donación, «esa men
tira y fábula herética», y que por lo tanto el papa no tenía derecho a con
vocarle allí para la coronación. Además, Araaldo iba más allá del imperio
cristiano: hacia el pagano y aún hasta la república. En palabras del con
temporáneo historiador alemán Otto de Freising, «aducía el ejemplo de los
antiguos romanos, que mediante la sabiduría de su senado y el disciplina
do valor de sus jóvenes conquistaron el mundo. Proponía en consecuencia
que se reconstruyera el Capitolio, se restableciera el Senado y se restaura
ra el orden ecuestre».
En esta época fue compuesta, según E. Monaci, su editor, una crónica lati
na con cierta inclinación hacía la república romana, Multe ystorie et troiane et
romane. Siguiendo a Paulo Diácono, su autor resaltó episodios y héroes de la
ciudad republicana, y de hecho dedicó la mitad de su obra al periodo entre
la expulsión de Tarquinio y la usurpación de Julio César. Decía que tras deste
rrar a Tarquinio el pueblo de Roma pensó que su recién ganada libertad esta
ría más protegida con dos cónsules que con un rey. Esta libertad fue posterior
mente atacada por Sila y Julio César, que fueron los primeros en apoderarse
por la fuerza de la res publica.
Más claramente fechable en la época de la influencia de Amaldo de Bres
cia es la Graphia aureae urbis Romae, la Descripción de la áurea ciudad de
Roma. Contiene una historia mítica sobre asentamientos previos en o cerca
del sitio de Roma, un texto ligeramente revisado de los Mirabilia, escritos
unos diez años antes con un interés mucho mayor por los monumentos pa
ganos que por las iglesias, y un Libellus o libro de ceremonias, compuesto
antes de mediados del siglo xi, que describe ritos, oficios y atributos impe
riales romanos. Los Mirabilia hablan con orgullo evidente del Capitolio
como sede del gobierno, «en el cual los cónsules y senadores gobernaban el
mundo». El Libellus se refiere a él con temor como lugar consagrado a Sa
turno y Júpiter, a cuyo templo ni siquiera el emperador podía acercarse a me
nos que vistiera la toga blanca. En conjunto, la Graphia refleja este espíritu
de veneración hacia el pasado de Roma.
Sin duda tenía también un propósito práctico: reunir convenientemente la
clase de tradición que podía ser utilizada para impresionar al emperador ger
mano. No hay ninguna prueba de que a Federico Barbarroja se le regalara
una copia, pero cuando se acercaba a Roma en 1155 para ser coronado por
el papa fueron a su encuentro mensajeros de la comuna, quienes, de acuerdo
con Helmold, le dijeron que debía «honrar la Ciudad, que es cabeza del mun
do y madre del imperio». Otto de Freising hizo una gráfica descripción de
este encuentro, en la que los embajadores expresan lo que según ellos era la
voz del pueblo de Roma:
Por supuesto, para Nicolás, Roma no era sólo la ciudad antigua sino también,
y en primer lugar, la ciudad del papa. En una célebre bula anterior, Funda
mentos de la Iglesia militante (Fundamenta militantis ecclesiae, 18 de julio
de 1278), promulgó una política de Roma para los romanos, citando la de
claración del papa León I de que la ciudad, gracias al sacrificio de los már
tires Pedro y Pablo, había sido apartada como «una raza santa, un pueblo ele
gido»; había llegado a convertirse antes en cabeza temporal del mundo pre
cisamente porque estaba destinada a ser la sede de Pedro. Por ello en Roma
debían gobernar los romanos, y a los extranjeros de alta cuna (como Carlos
de Anjou) no se les debería permitir servir como senadores u otra clase de
magistrados. Esta bula representa un curioso vínculo entre las imágenes co
munal y papal de Roma.
Reflejo de ello es quizá un manuscrito actualmente en Hamburgo (lámi
na II: 451 in serin. Biblioteca Estatal y Universitaria de Hamburgo, ed. por
E. Monaci, facs. por T. Brandis y O. Paecht), escrito con letra semejante a la
de la cancillería pontificia bajo Nicolás ΙΠ. Es una copia, con ochenta y tres
páginas ilustradas, de una traducción al dialecto romano de las anteriormen
te mencionadas Multe ystorie del siglo xn. Monaci cree que la traducción fue
realizada probablemente por Brancaleone entre 1251 y 1257, ya que la copia
de Hamburgo presenta dos ilustraciones fuera del texto que parecen inspira
das en las monedas de Brancaleone. Pero el tercer dibujo alegórico de la co
pia, situado al final del volumen, difícilmente puede ser obra suya. Repre
senta a una reina de pie sobre un león, con una iglesia en la mano izquierda
y un globo en la derecha. Sobre el globo está arrodillado un ángel. Una se
rie de anotaciones en la misma página explica la ilustración. La reina es la
Iglesia Romana, Ecclesia Romana. El león a sus pies es el imperio romano.
La iglesia en la mano izquierda es la Iglesia de Dios, Ecclesia Dei, mientras
que el globo de la derecha es el mundo. El ángel representa el triunfo del cle
ro. Es probable que esta página fuera añadida a la copia de Hamburgo para
incluir la crónica, que resalta el periodo de libertad romana entre Tarquinio
y César, bajo el patrocinium del papa.
Respecto a las dos obras medievales más famosas sobre monumentos antiguos,
hay una excelente traducción inglesa anotada de la Narrado del maestro Gregorio ti
tulada Master Gregorius: The Marvels o f Rome, trad. John Osborne, Toronto, 1987, y
otra muy pobre de los Mirabilia, titulada The Marvels o f Rome, trad. F. M. Nichols,
introducción de Eileen Gardner, Nueva York, 1986:. Véanse ediciones críticas de am
bas obras en Códice topográfico della città di Roma, ed. Roberto Valentini y Giu
seppe Zucchetti, III, Roma, 1946, Fonti per la storia d’Italia, n.° 90. Sobre los Mira
bilia: Herbert Bloch, «The New Fascination with Ancient Rome», en Renaissance
and Renewal in the Twelfth Century, ed. Robert L. Benson y Giles Constable, Cam
bridge, Mass., 1982, pp. 615-636. Sobre Roma en el siglo xni, véase Robert Brenta
no, Rome Before Avignon, Nueva York, 1974, especialmente el capítulo 2, «The Ideal
City», pp. 71-90. Sobre los viajeros medievales ingleses a Roma: George B. Parks,
The English Traveller to Italy, I, Palo Alto, California, 1954. Sobre las leyendas, Ar
turo Graf, Roma nella memoria e nelle immaginazioni del medio evo, Turin, 1915;
una visión general en Classical Influences on European Culture, AD 500-1500, ed.
R. R. Bolgar, Cambridge, 1971.
Acerca del nacimiento de la teoría providencialista de la historia romana, véanse
Erik Peterson, Der Monotheismus als politisches Problem, Leipzig, 1935; François
Paschoud, Roma Aetema: Etudes sur le patriotisme romain dans l ’occident latin à
l ’époque des grandes invasions, Roma, 1967; Theodor E. Mommsen, Medieval and
Renaissance Studies, ed. Eugene F. Rice, Jr., Ithaca, Nueva York, 1959, pp. 265-348.
Sobre el imperio y las leyes y las pretensiones imperialistas de la Comuna: Ro
bert Folz, The Concept of Empire in Western Europe from the Fifth to the Fourteenth
Century, trad. Sheila A. Ogilvie, Nueva York, 1969; Percy Ernst Schramm, Kaiser,
Rom und Renovatio, 2 vols., Leipzig y Berlin, 1929; Ernst H. Kantorowicz, «King
ship under the Impact of Scientific Jurisprudence», en Selected Studies, Locust Va
lley, Nueva York, 1965, pp. 151-166; Robert L. Benson, «Political Renovatio: Two
Models from Roman Antiquity», en Renaissance and Renewal, pp. 339-386; y la co
lección de documentos en Eugenio Dupré Thesei der,'Z.’z'cfefl imperiale di Roma nella
tradizione del medioevo, Milán, 1942.
Sobre la ideología papal, véanse Walter Ullmann, The Growth of Papal Govern
ment in the Middle Ages, Londres, 1955; J. A. Watt, «The Theory of Papal Monarchy
in the Thirteenth Century», Traditio, 29 (1964), pp. 179-318.
Por lo que respecta a la hostilidad hacia Roma: Josef Benzinger, Invectiva in Ro
mam, Lübeck y Hamburgo, 1968.
A. T. Grafton
IV. EL RENACIMIENTO
R o m a : el jer og lífic o d i n á m i c o
L a t ín : l o s pe r file s d e u n c a n o n
H ist o r ia : e l e l o g io d e R oma .
Dejemos que los romanos nos presenten al padre de sus antepasados. Al
gunos dirán que fue el dios Marte, otros que se trataba de un horrible espectro.
Que nos muestren a su madre. Uno dirá que fue la vestal Rea, otro que Silvia,
otro que Ilia. Si preguntamos por sus nodrizas, sacan a relucir animales: la loba
y el pájaro carpintero ... Una cosa está clara: ciertos poetas vanidosos inven
taron a Rómulo a partir del nombre de Roma porque no conocían los orígenes
de la ciudad; este es el curso normal de los acontecimientos cuando los funda
dores de una ciudad permanecen enterrados en la oscuridad.
Felipe Cluver y otros eruditos del siglo xvn intentaron reemplazar las viejas
historias con sus propias explicaciones, necesariamente conjeturas, acerca de
cómo los romanos alcanzaron prioridad sobre otros pueblos itálicos. Era evi
dente, pues, más de un siglo antes de Vico o de De Beaufort, que las histo
riae romanas no eran idénticas a las res gestae de la historia de Roma, que
los eruditos de entonces tendrían que reconstruir mediante la comparación
crítica de todos los datos.
Sin embargo, cuando el interés por la primitiva historia de Roma empezó
a decaer se dedicó una atención más crítica a los siglos siguientes. Nuevos
textos históricos como los Anales de Tácito y —quizá desafortunadamente—
la Historia augusta dieron a la historia del imperio un esquema cronológico
tan definido como el de la república. Nuevos materiales colaterales como los
Panegiristas latinos y la Germania de Tácito hicieron posible una cierta vi
sión del nacimiento de los pueblos no romanos que más tarde se infiltrarían
en el imperio y causarían su caída. El redescubrimiento del historiador paga
no Zósimo, cuyas opiniones expuso Johannes Lowenclavius en un ensayo de
1573, propuso que la auténtica ruptura de la historia romana tuvo lugar tras la
división del imperio por Constantino y el reconocimiento oficial del cristia
nismo: una idea aún hoy válida sobre las causas remotas de la decadencia de
Roma.
Mientras tanto un nuevo grupo de eruditos se adhirió por vez primera a
los debates sobre la historia de Roma. Ya en la Edad Media el Corpus iuris
había dado a Occidente su código de derecho internacional y público, y los
juristas profesionales, formados en las grandes escuelas italianas de Bolonia
y Pisa, habían aplicado los principios del derecho romano a las modernas
condiciones políticas y sociales. Lo que no habían hecho, pese a su claro re
conocimiento de que no vivían en la antigua Roma, fue tratar el Corpus
como la creación de una sociedad diferente a la suya propia, y mucho menos
explicarlo a la luz de otros textos romanos no legales. A partir del siglo xv,
los humanistas intentaron hacer exactamente esto. Y en el siglo xvi empeza
ron a encontrar brillantes aliados dentro de algunas facultades de derecho.
Andrea Alciato, Budé y Jacques Cujas cotejaron los textos legales con las
fuentes históricas y epigráficas. Analizaron la constitución romana con mu
cha más precisión conceptual que cualquier historiador antiguo o moderno, y
así no sólo reconstruyeron las instituciones fundamentales de la república
y el imperio, sino que volvieron a plantear la verdadera naturaleza del esta
do romano. No era éste la creación mixta que Polibío había pensado, una
mezcla armoniosa de elementos de la monarquía, la aristocracia y el gobier
no popular; más bien había, como en cualquier otro estado, un solo impe
rium, que gradualmente pasó del pueblo a los emperadores, y que no era
compartido por el estamento básicamente consultivo, el Senado.
Los intelectuales de finales del siglo xvi se acercaron a la historia ro
mana a la luz de estos progresos. En general no lo hicieron a través de la
sencilla y supuestamente coherente narrativa clásica, sino de un tratado de
consulta como el Método de Bodino. En él no se presentaban al estudiante
simples historias, sino una compleja iniciación a los problemas inherentes a
la elección entre fuentes diferentes, evaluando su valor probable y estable
ciendo una relación independiente de acontecimientos. Y esto sólo era el
prólogo a una iniciación más compleja aún al trabajo requerido para inter
pretar la constitución romana y compararla con otras, antiguas y modernas,
orientales y occidentales. El libro de Bodino concluye significativamente
con diez páginas de bibliografía sobre fuentes, en lugar de hacerlo con una
recapitulación de la historia romana. La época de investigación sobre el pa
sado había reemplazado a la época de la historia magistra vitae.
O así podría parecer. Pero en realidad los eruditos teman que hacer algo
más que deducir de las fuentes verdades fundamentales sobre Roma. Debían
enseñar a los jóvenes a cumplir con sus obligaciones públicas en una época
de revolución y gueiras religiosas, y teman que ofrecer consejo práctico, ins
pirado en el ejemplo romano, a los jefes militares y políticos que los prote
gían. En cuanto a la práctica de la inteipretación, además, los eruditos igno
raban con frecuencia las distinciones técnicas y cronológicas exactas que con
tanto trabajo habían expuesto en sus monografías. Cuando Lipsio tuvo que
ayudar a Mauricio de Nassau a reformar el ejército holandés según el esque
ma romano, reconstruyó la militia romana hasta en el menor detalle. Pero lo
hizo tratando a Polibio, Frontino y Vegecio como fuentes funcionalmente
equivalentes, e ignorando así los grandes cambios ocurridos entre distintos
periodos de la historia social e institucional romana. En algunos casos se pro
porcionaron justificaciones formales por la concentración de un solo autor,
periodo y método. Tácito, en particular, se hizo cada vez más popular entre
los monárquicos y los republicanos de finales del xvi, ya que su obra era, en
palabras de Lipsio, «un teatro de nuestra vida actual». También puede invo
carse esta doctrina de la similitudo temporum en favor de otros escritores.
Grocio, por ejemplo, elogió a Lucano, a quien consideraba un clásico espe
cialmente apropiado para sus compatriotas holandeses, en ese momento en
zarzados en una lucha contra la tiranía. En conjunto, sin embargo, la historia
romana terminó el siglo en el estado de saludable caos revelado al comienzo
de este ensayo por nuestras reflexiones sobre Gabriel Harvey. Era a la vez
campo para una investigación sofisticada y abierta y un corpus de los axiomas
y ejemplos más simples que se puedan imaginar. Esta curiosa mezcla de cua
lidades contradictorias pone de relieve la experiencia de Roma de los huma
nistas del Renacimiento con respecto a la precedente y a la posterior.
B d b u o g r a f ía
De todos los poetas latinos Virgilio es, sin duda, el que ha tenido una ma
yor influencia. Durante su vida fue reconocido como el poeta al que los ro
manos cultos habían estado aguardando (recordemos la espera, en los años
veinte y treinta de este siglo, de «la gran novela norteamericana»): el escritor
que elevaría la literatura latina al mismo nivel que la griega. Empezó hacien
do un escrupuloso aprendizaje poético, comenzando por poemas modestos ba
sados en la obra de un poeta griego bastante reciente, y evitando la tendencia
a más altos vuelos en estilo y temas. Este libro con diez poemas pastoriles, las
Bucólicas, convirtió a Virgilio en el poeta de su generación, considerado por
Horacio como amigo y también como un modelo digno de respeto. Al mismo
tiempo, su relación con Mecenas hizo posible el establecimiento de estrechos
lazos con Octavio, el heredero de Julio César que pronto gobernaría sin riva
les el mundo romano bajo el nombre de Augusto. A partir de este momento,
en su obra no faltará nunca cierta nota de propaganda augusta.
Las Bucólicas combinaban el género pastoril «puro» —los amores senci
llos y las canciones de rústicos más o menos idealizados— con poemas más
complejos que aprovechaban el estilo pastoril para tratar indirectamente de
política y de poetas contemporáneos. Así establecieron las normas para el gé
nero en todas las lenguas europeas, desde The Shepheardes Calender de
Spenser hasta el Lycidas de Milton, del Pastor Fido de Guarini al Acis y Ga
latea de Haendel. Los pastores y pastoras de las comedias de Shakespeare
derivan de esta fuente, así como la aldea rococó construida por María Anto-
nieta en Versalles, en la que la reina jugaba a ser pastora de ovejas.
La siguiente obra de Virgilio, las Geórgicas, tema una escala mayor, cua
tro libros que componían una compleja unidad de cerca de 2.000 versos.
Aquí el poeta tenía un antecedente griego más antiguo y más importante: el
poeta arcaico Hesíodo (c. 700 a.C.). Formalmente, las Geórgicas constituyen
un ejemplo del más extraño y atemporal de los géneros, el del poema didác
tico. Las Geórgicas instruyen al lector sobre cómo arar y segar, sobre el cui
dado de los caballos y las abejas o la viticultura. Pero estas instrucciones es
tán muy incompletas: un romano podía encontrar obras sobre agricultura mu
cho más sistemáticas y globales. Por otro lado, gran parte del contenido del
poema no es en absoluto instructiva, al menos en el sentido literal del térmi
no, especialmente aquellos pasajes con meditaciones sobre la vida y la natu
raleza y el largo relato final con la patética historia de Orfeo y Eurídice. En
opinión de Dryden las G eórgicas son «la mejor obra del mejor de los poe
tas», y estuvieron particularmente de moda en el siglo xviii: vástagos suyos
son The Task de William Cowper, The Seasons de James Thomson e innu
merables poemas menores con títulos como Sugar-Cane, The H op-G arden y
The A rt o f P reserving Health. La combinación de racionalismo y sentimien
to resultaba especialmente atractiva a esa época, al mismo tiempo racional y
emocional, y contribuyó a adornar su actitud hacia el paisaje y la naturaleza
tanto en la vida como en el arte.
Con la Eneida, Virgilio se propuso escribir el más grande poema sobre
Roma en estilo épico. Los teóricos de la Antigüedad consideraban que la
epopeya y la tragedia eran las dos formas más elevadas de poesía, y que el
poeta supremo era Homero. Virgilio había empezado escribiendo poemas
menores a modo de entrenamiento, y estaba preparado para correr el enorme
riesgo que suponía desafiar una comparación directa con la épica homérica.
El tema era patriótico: la fundación de Roma. El mito de Eneas, un héroe tro-
yano que había sobrevivido a la destrucción de Troya, viajó a Occidente y
estableció en Italia una ciudad que sería la antepasada de Roma, dio pie al
poeta para vincular la temática nacional con el ciclo supremo de la mitolo
gía griega, y en realidad volver a contar en su poema la historia del Caballo
de Madera y de la caída de Troya. La epopeya explota al máximo tanto la
R iada como la O disea, ya que no solamente adapta escenas y repite imáge
nes, sino que además utiliza las líneas maestras de ambos poemas (los vaga
bundeos de Ulises en la primera mitad, la guerra de Troya en la segunda).
Estilísticamente el poema supone el mayor triunfo de la lengua latina: rica
mente melodioso, flexible y sugerente de una forma más característica de
la poesía moderna que de la antigua. Junto a pasajes de imperialismo triun
fante se suceden otros de resonante melancolía y, en el amor y suicidio de
Dido, de obsesionante tragedia. El poema, que quedó incompleto por la
muerte de su autor, conoció un éxito inmediato, convirtiéndose en texto es
colar al cabo de una generación, en posesión universal del Occidente latino.
A Virgilio se le denominaba «el poeta», su obra era constantemente citada,
garabateada en las paredes, ilustrada en pinturas y mosaicos. Mientras el res
to de la literatura clásica estaba oculto a la vista, la E neida seguía siendo vi
sible, y en los tiempos más oscuros de la Edad Media un hombre educado
era aquel que «había estudiado a Virgilio y leyes», en tanto que el
propio poeta recibía el máximo cumplido de ser considerado como un cris
tiano —pese a su muerte en el 19 a.C.— o un gran mago. Cuando aparecie
ron las literaturas nacionales europeas el poeta de la Eneida fue saludado por
Dante como «mi maestro y mi autoridad», y la epopeya latina se convirtió en
modelo estilístico de las epopeyas de Tasso, Milton y Camoens, la personifi
cación de la nobleza y el poder.
A duras penas puedo imaginar que haya habido una época, desde el asen
tamiento de los romanos, en que Virgilio no haya sido leído o al menos se haya
oído su nombre en esta isla. Puede decirse con seguridad que ningún poeta ha
ejercido un control tan grande o continuado sobre la producción poética de este
país como Virgilio. De Aldelmo a Bridges, es la afirmación más categórica de
su alcance.
Cantaré, si puedo,
las armas, y también al hombre
que, por su destino, llegó el primero,
ñigitivo del país de Troya,
a Italia, con gran sufrimiento,
hasta las playas de Lavinia.
Y así empezó la historia
que ahora os contaré.*
* [I wol now singen, yif I can, / The armes, and also the man / That first cam, thurgh his
destinee, / Fugityf of Troy contree, / In Itayle, with ful moche pyne / Unto the scrondes of Lavy-
ne. / And tho began the story anoon / As I shal telle yow echon.]
entre «canto» y «armas y al hombre»! La poesía inglesa tenía aún mucho que
aprender de los modelos clásicos. Chaucer centra su historia en los trágicos
amores de Eneas y Dido, y muestra claramente su simpatía por la dama:
Pero hablemos de Eneas,
y de cómo, ay, la traicionó
y la abandonó tan cruelmente ... *
Vuelve a tocar el tema, con mayor entusiasmo aún y en un estilo más ele
vado, en su Legend o f Good Women. Dido es la tercera de estas mujeres,
mártires por amor, tras Cleopatra y Tisbe. El poeta comienza esta vez de una
forma más ostentosa:
¡Gloria y honor, Virgilio mantuano,
a tu nombre! Y, en lo posible,
seguiré tu luz, aunque como ante un fantasma,
como Eneas le prometió a Dido ...**
* [But let us speke of Eneas, / How he betrayed hir, alias! / And lefte her ful unkyn-
dely...]
** [Glorye and honour, Virgil Mantoan. / Be to thy name! and I shal, as I can, / Folwe
thy lanterne, as thow gost byfom, / How Eneas to Dido was forsworn ...]
*** [I am with childe, and yeve my child his lyf!]
**** [For on a nyght, slepynge, he let hire lye, / And stal awey unto his companye, / And
as a traytour forth he gan to sayle / Toward the large contre of Ytayle ...]
de Troya, claramente basada en el segundo libro de la Eneida, oím os los
ecos del D oktor Faustas (2,1, 182-187):
* ITheii he u n lo c k ’d ihe hor.se; und su ddenly / Hroiii oui his en lrails, N eo p to lem u s. / S e l
ling his sp e ar upon the g ro u n d , leapl forth, / A nd a fter him a ihousaiut G recian s m ore, / In w h o
se stern faces sh in ’d the q u en ch less fire / T h at after burnt the p ride o f A sia. |
** I It is A e n e a s’ frow n that ends my days: / If he forsake me nol, I n ev er die, / For in liis
looks I see etern ily , / A nd h e ’ll m ake m e im m ortal w ith a k is s .(
μ » |A i;ni;a s : N o i m o v ’d at all, but sm ilin g at his tears, / T h is luncher, w hilsl his hands
w ere y et held up, / T read in g upon his b reast, stru ck o ff his hands. / D id o : O end, A eneas! ! can
h ear no m ore. / A iínkas : At w hich the frantic q u een le a p ’d on his lace, / A nd in his ey elid s h an
ging by the nails, / A little w hile prolo n g ed her h u sb a n d ’s life. / Al Iasi llie so ld iers p u ll’d her
by th e heels / A nd sw u n g her h o w lin g in the em pty air, / W hich seni an ech o to the w ounded
king. / W h ereat he lifted up his b ed -rid lim bs, / A nd w o u ld h ave g rap p led w ith A c h ille s’ son, /
F o rg ettin g both his w ant o f strength and h ands ...)
Esta espantosa ausencia de alegría le habría parecido a Virgilio tan insopor
table como a la propia Dido de Marlowe.
El mismo Shakespeare demuestra conocer al menos los seis primeros li
bros de la Eneida (nadie ha apuntado un ejemplo inequívoco de una alusión
a la segunda mitad del poema). Tiene obsesionantes palabras para Dido:
En una noche como ésta,
Dido, con una rama de sauce en la mano,
en la playa desierta del mar, suplicaba a su amor
que volviera a Cartago*
(El mercader de Venecia, 5, 1, 9-12)
* [In such a night / Stood Dido with a willow in her hand / Upon the wild sea-banks, and
waft her love / To come again to Carthage.]
** [Who would not sing for Lycidas? ... / Where were ye Nymphs when the remorseless
deep / Clos’d o’re the head of your lov’d Lycidasl / For neither were ye playing on the steep ...]
[¿Qué bosques, qué sotos os retuvieron, Náyades niñas, / cuando Galo se mo
ría de un amor no correspondido? / Pues ni las cimas del Parnaso ...]
En un nivel más general que estos ecos verbales, la concepción total de Lyci-
das como pastor y poeta, víctima de una muerte cruel a la que venció y por
lo cual se encuentra entre los bienaventurados en el cielo («No lloréis más,
afligidos pastores, no lloréis más / vuestra pena, porque Lycidas no ha muer
to») procede de las Bucólicas, con la utilización específica de los sufrimien
tos de Galo de la décima y la deificación de Dafnis de la quinta.
Progresando igual que el propio Virgilio desde obras más cortas y menos
ambiciosas hasta la composición de una gran epopeya, Milton tomó natural
mente la Eneida como su principal modelo formal, así como la Biblia es su
fuente temática más importante. Los doce libros en que se divide el Paraíso
perdido (PP) en su segunda elaboración, la canónica, son una especie de ho
menaje a los doce libros de la Eneida. El poema comienza con una invoca
ción a la Musa y una exposición del tema que recuerdan el inicio de Virgilio
y, antes que él, los de la Ilíada y la Odisea. Esto, para el lector ideal, no sólo
supondría el placer del reconocimiento y definiría el nivel estilístico proyec
tado, sino que además sugeriría por implicación lo que se expresa explícita
mente ocho libros después: que Adán, el héroe miltoniano, tiene un papel
equiparable al de Aquiles, Ulises o Eneas, aunque en realidad más significa
tivo e incluso más heroico:
* [Argument / Not less but more Heroic than the wrauth / Of stem Achilles on his Foe
pursu'd / Thrice Fugitive about Troy Wall; or rage / Of Tumus for Lavinia disespous’d, / Or
Neptun's ire or Juno's, that so long / Perplex’d the Greek and Cytherea'S son ...]
de los ángeles caídos, por ejemplo, recuerda un pasaje del libro XI de la
Eneida, mientras que el noble símil de las abejas encuentra su paralelo no so
lamente en el libro primero de la Eneida, sino también en un pasaje más lar
go sobre abejas del libro cuarto de las Geórgicas (PP, 1, 376 y ss., Eneida,
11, 664; PP, 1, 768 y ss., Eneida, 1, 430 y ss., Geórgicas, 4, 149 y ss., 170
y ss.). Milton es un poeta realmente culto que tiene presente todo Virgilio
además de otras fuentes como Homero y los comentaristas rabínicos de la
Biblia.
Aparte de este uso de pasajes concretos, la estructura general de la estro
fa miltoniana procede en última instancia de Virgilio, en tanto que Words
worth y Tennyson afirmaron categóricamente que (en palabras de Tennyson)
«Milton tuvo que construir su métrica a partir de ese “oceánico oleaje de rit
mo” que hay bajo los hexámetros de Virgilio». «Más de una vez —escribió
F. T. Palgrave— me convenció Tennyson de esto», mientras que Wordsworth
escribió a lord Lonsdale: «Siempre he estado persuadido de que Milton creó
su verso suelto según el modelo de las Geórgicas y la Eneida».
Tanto es así que la estructura real de la poesía de Milton recuerda más al
verso virgiliano que a cualquier otra de sus fuentes. Hay otros dos puntos im
portantes. En primer lugar, Milton debía a la Eneida la concepción de la his
toria como designio del cielo, temporalmente obstaculizado por la acción de
agentes sobrenaturales subordinados pero triunfante al final. Cuando Dios
dice «Mi voluntad es el Destino» (PP, 7, 173), repite el discurso programá
tico de Júpiter al inicio de la Eneida (1, 257 y ss.). Esto constituía un paso
fundamental en la transformación del libro del Génesis en una epopeya he
roica. En segundo lugar, las repeticiones clásicas tienen un propósito ulterior
en el poema de Milton. Dado que la religión cristiana suplanta y abóle los
dioses paganos, ahora degradados a la condición de demonios (PP, 1, 500 y
ss.), las alusiones clásicas dirigidas a la inteligencia del lector han de ser no
sólo reconocidas y apreciadas, sino también entendidas como correcciones
y mejoras. Milton parece tener ya en mente la inspiración de la escena más
potente del Paraíso recobrado (PR), donde la última y más dura tentación de
Cristo es la del arte y el pensamiento de la Grecia pagana, rechazados por
Jesús en favor de los Salmos y la Biblia (PR, 4, 225-364). Toda alusión clá
sica tendría esta doble resonancia, la de una belleza y un significado senti
dos pero rechazados, y son mucho más que simples adornos en la poesía de
Milton.
Dryden debe ser tratado con mayor brevedad, aunque también depende
mucho de Virgilio y podría dar lugar a un estudio más amplio. Sus obras en
prosa contienen más referencias a Virgilio que las de otros escritores, inclu
yendo a Shakespeare; se refiere a él como «este divino autor», y de sí mismo
dice: «Tengo que reconocer que mis maestros han sido Virgilio en latín y
Spenser en inglés». Para Dryden, Virgilio es, sobre todo, un ejemplo supremo
de «rectitud» y «decoro»: «Virgilio era de temperamento tranquilo, sosegado:
Homero era violento, impetuoso y lleno de ardor. El mayor talento de Virgi
lio fue la decencia de pensamiento y la belleza de palabra» (prefacio a Fables
Ancient and M odem ). El talento vigoroso y masculino de Dryden —él dice
de sí mismo que Homero estaba más «acorde con su genio» que Virgilio—
valoraba la forma en que quedaban plasmadas la corrección, la dignidad y la
firmeza en el lenguaje y en la expresión. La influencia de Virgilio ayudó mu
cho a Dryden a conseguir un estilo en el que dureza y potencia ganaran en
efecto al ser emparejadas con la urbanidad y la educación.
A avanzada edad anunció el proyecto de traducir todas las obras de Virgi
lio al inglés. La noticia apasionó a la nación. Sus amigos regalaron al vetera
no poeta todas las ediciones y comentarios sobre Virgilio, Addison escribió un
prefacio, los nobles lo invitaron a sus casas de campo para que trabajara en su
traducción. Terminó su versión del libro ΧΠ de la Eneida en Denham Court
—«ningún hombre disfrutó jamás de una hospitalidad tan amistosa»—, mien
tras que «la séptima Eneida se tradujo al inglés en Burleigh, la magnífica mo
rada del conde de Exeter». Como todos los traductores de Virgilio, Dryden
tuvo conciencia de enfrentarse a una dura tarea: «Virgilio, sobre todos los poe
tas, tiene un bagaje, que puedo calificar como casi inextinguible, de palabras
figuradas, elegantes y sonoras. Yo, que sólo he heredado una pequeña parte de
su genio y escribo en una lengua muy inferior al latín, he encontrado muy pe
noso cambiar las frases, cuando en mí repercute el mismo sentido ...». Llega
a afirmar: «He hecho un gran daño a Virgilio con la traducción ... ¿de qué me
sirve reconocer francamente que no he sido capaz de traducir correctamente
ningún verso?». A pesar de todo, la traducción es brillante. El pensamiento de
Dryden sintoniza por costumbre con la brillantez y retórica de la poesía clási
ca latina, y aporta energía a su trabajo. Los discursos, las batallas, los aconte
cimientos sensacionales de toda especie se adecúan bien a tal estilo, aunque
por supuesto los pareados imponen un ritmo diferente al de los hexámetros vir-
gilianos y tienden a la agudeza epigramática. La pérdida más importante es la
de la cualidad de Virgilio que el siglo xix valoraba por encima de todas: una
cierta suavidad en su sensibilidad. Ni siquiera Virgilio pudo convertirla en una
de las virtudes de Dryden.
Los primeros años del siglo xvin (la traducción de Dryden apareció en
1697) se veían a sí mismos como una edad augusta, y la literatura de la
Roma de Augusto fue el punto de referencia común a todas las personas cul
tas. Pope y Swift encontraban natural expresar sus pensamientos más íntimos
en poemas explícitamente titulados «Imitaciones de Horacio», y cada núme
ro del S pectator llevaba un epígrafe de un poeta latino (de los cuales 126 es
tán tomados de Virgilio; Horacio contribuyó aún más). La sátira se convirtió
en la principal forma poética con The R ape o f the Lock y The D unciad. qui
zá las dos obras más importantes y características de Pope. El comienzo de
The R ape o f the Lock imita con humor cortés el inicio de la E neida , con el
añadido de un verso de las G eórgicas :
El poema de Pope será una parodia del tema de las disputas causadas entre
dos familias por la maleducada acción de un noble al cortar un bucle del ca
bello de una dama. Aquí considera su tema con afectada pesadumbre:
¿Pueden unos hombrecillos comprometerse en tan atrevidas empresas,
y, en tiernos pechos, anidar tal poderosa cólera?***
Es este un poema ligero y lleno de humor, que juega con todos los ejem
plos familiares de la epopeya clásica; el más familiar de todos es, por su
puesto, la Eneida. Dunciad muestra una vena más oscura, grotesca y llena de
odio: es un ataque de Pope a sus enemigos literarios. Estos resultan minimi
zados gracias a la elaborada comparación con héroes épicos y nobles haza
ñas: competiciones atléticas, una visita a los muertos, etc. Ambos poemas
poseen una familiaridad general con la epopeya y con Virgilio, y ofrecen al
lector culto intensos y especiales placeres. Como Virgilio, y de manera igual
mente consciente, Pope había empezado su carrera poética escribiendo poe
mas pastoriles. Los prologó con dos versos de las Geórgicas seguidos de la
traducción de Dryden, y continuó con Messiah, «égloga sagrada a imitación
del Polión de Virgilio» (es decir, de la égloga cuarta), un curioso intento de
utilizar todos los mecanismos del poema de Virgilio y aplicarlos a la venida
de Cristo. Era un comienzo sumamente virgiliano para su carrera, pero Pope
evitó la tentación de seguir componiendo serias geórgicas y poemas épicos.
Su poesía didáctica es más horaciana que virgiliana (Essay on Criticism, Es
say on Man)', su épica es cómica, y en ella «Pope asume como trasfondo de
Dunciad la historia de la fundación de Roma según Virgilio» (Maynard
Mack, Alexander Pope: A Life, 1985, p. 458).
* [Heroes and kings! Your distance keep: / In peace let one poor peot sleep, / Who never
flatter’d folks like you: / Let Horace blush, and Virgil too.]
El radical Shelley es tajante: «He empezado la F arsalia. Mi opinión sobre
los méritos relativos de Lucano y Virgilio no es menos impopular que otras
que mantengo»: la crítica salvaje a Nerón era preferible a la laureada de
Augusto. Byron estuvo de acuerdo cuando escribió a Tom Moore acerca del
«nacimiento en Mantua de ese armonioso plagiario y miserable adulador,
cuyos malditos hexámetros me inculcaron a la fuerza en Harrow». Como
era de esperar, William Blake fue aún más allá, condenando a Virgilio no
sólo como partidario de Augusto sino como adorador del poder y la fuerza
a expensas de los valores espirituales: «La Sagrada Verdad ha declarado
que Grecia y Roma ... lejos de ser parientes de las Artes y las Ciencias
como pretenden, destruyeron toda forma de Arte ... Virgilio, en la Eneida,
libro VI, verso 848, dice: “Deja que otros estudien las Artes: Roma tiene
algo mejor que hacer, a saber, Guerra y Dominación”». Coleridge pronun
ció un juicio verdaderamente frío: «Si le quitas a Virgilio su estilo y su mé
trica, ¿qué le queda?» —quizá una extraña pregunta para venir del autor de
Kubla Khan.
Por otra parte, Keats encontró fascinante la E neida en su juventud, así
como Leigh Hunt; al final Keats llegó a tener un estilo que podría calificar
se de virgiliano en H yperion. Lo que resulta más sorprendente, tal vez, es
que Wordsworth tradujese al inglés los tres primeros libros de la Eneida y
amase las B ucólicas («estos poemas de Virgilio me han complacido siempre
mucho; con frecuencia hay en ellos una elegancia y una alegría que ningu
na traducción puede igualar»). Escribió a Southey:
[Tú, romano, piensa en gobernar bajo tu poder a los pueblos / (estas serán tus
artes), y a la paz ponerle normas, / perdonar a los sometidos y abatir a lo s so
berbios.]
* [No, Virgil, no: / Not even the first of the Roman can learn / His Roman history in
the future tense, / Not even to serve your political turn; / Hindsight as foresight makes no
sense.]
Aquí se ridiculiza la idea de un poema profético sobre la historia. Está claro
que Virgilio no ha perdido en absoluto su poder de concitar intensos desa
cuerdos, o, en otras palabras, su presencia en la literatura inglesa.
Hasta aquí nos hemos ocupado de la influencia de Virgilio sobre los
grandes poetas. Es esta una parte importante de su legado, pero en absolu
to agota el tema. Era leído en el colegio por todas las personas educadas, y
además muchas de ellas intentaron imitar su estilo componiendo poemas en
latín. Muchos escribieron más versos en latín que en inglés, y la ardua ta
rea de componer les dio un conocimiento más íntimo de la técnica, estilo y
vocabulario virgilianos, al tiempo que grabó sus poemas en la memoria. No
era raro llevar la veneración por el poeta hasta el extremo de consultar sus tex
tos señalando con el dedo un pasaje elegido al azar. La mejor de estas his
torias hace referencia al rey Carlos I, quien al consultar las Sortes Virgilia-
nae para conocer su destino se encontró con la maldición de Dido a Eneas:
[Y tú más, perdona tú que eres del linaje del Olimpo: / ¡arroja las armas de tu
mano!]
Por desgracia esto era un transparente engaño, ya que Irlanda era una nación
conquistada desde 1689. Pero la confortadora ficción y la cita latina gustaron
tanto a los políticos ingleses que fue utilizada de nuevo por Macaulay en
1840 y por lord John Russell en 1844. El político irlandés O’Connell pidió
que no se volvieran a repetir estos odiosos versos con referencia a Irlanda.
Entonces los políticos ingleses se dedicaron a aplicarlos a las relaciones en
tre Gran Bretaña y Francia: lord Brougham en 1845, lord Palmerston
en 1862. Sir Robert Peel combinó en 1842 ingenio y cortesía cuando el du
que de Wellington y Marshal Soult trabajaban públicamente por la paz en
Europa. Aplicó a Soult, antiguo enemigo de Wellington en la guerra y ahora
aliado, las palabras de Diomedes sobre Eneas:
[Nos enfrentamos como armas enhiestas / y hemos llegado a las manos; creed
a quien conoce / cuánto se yergue sobre su escudo, con qué remolino blande
la lanza.]
apuntando a sus enemigos a través de la mesa, profirió esa trillada cita (toma
da de la profecía de la Sibila, digo entre paréntesis, acerca de que los troyanos
obtendrán auxilio de donde menos lo esperen, de una alianza con una ciudad
griega): «quod minime reris / — se detuvo y comenzó de nuevo— quod mini
me reris / Graia pandetur ab urbe» [Eneida, 6. 97-98], La potencia e inflexión
de su voz en la palabra Graia fueron ciertamente maravillosas (capítulo 8).
Me gusta sobre todo por los temas italianos. Me gustan sus lugares; su en
tusiasmo nacional; las frecuentes alusiones a su país, sus antigüedades y su
grandeza. En este sentido me recuerda a menudo a sir Walter Scott, con el cual
[se siente obligado a confesar Macaulay] tiene realmente muy poca afinidad en
cuanto al carácter general de su pensamiento ... (Life and. Letters, p. 343).
* [Quoted in the halls of council, speaking yet in every schoolboy’s home / Only living
Imperator left of all thine own imperial Rome.]
La presencia universal de Virgilio se expresa en otras artes además de la
literatura. El comienzo de lo que puede denominarse música moderna en
Mantua y en Venecia, a finales del siglo xvi, aspiraba a resucitar la música
perdida de la Antigüedad, y la primera ópera fue un Orfeo, sobre el tema del
mito de Orfeo y Eurídice según el libro IV de las Geórgicas. Vírgiliano fue
también el tema de la obra más inolvidable de Henry Purcell, Dido y Eneas,
con la hermosa aria de la reina de Cartago antes del suicidio: «When I am laid
in earth ...». La tragedia de Dido, no el destino de Eneas, domina la obra. De
hecho, el autor del libreto es un galantuomo tan perfecto que rehúsa adscribir
el abandono de Dido a los cielos: introduce una colección de brujas que en
gañan a Eneas para que la abandone por simples celos de la felicidad huma
na. La música es un arte más romántico y menos reflexivo que la poesía.
Algo hay que decir también de las artes visuales. El más virgiliano de
todos los pintores es Claudio de Lorena, y en el siglo xvm gozó de inigua
lable ascendiente sobre el gusto de la aristocracia inglesa. La mitad de sus
cuadros que se conservan pertenecen a colecciones inglesas. Su exquisita
obra Dido construyendo Cartago, actualmente en la National Gallery de
Londres, inspiró El nacimiento de Cartago de Tumer, que en su testamento
dejó instrucciones para que su obra se colgara junto a la pintura de Claudio.
La yuxtaposición es fascinante. A finales del siglo xvm William Blake, el
más inglés de los genios, ilustró las Bucólicas con una serie de obsesivas xi
lografías, que a su vez inspiraron a Samuel Palmer en la ilustración de los
mismos poemas. Los paisajes de Claudio, tan serenos y espirituales, influ
yeron también en el gusto inglés por lo que respecta a la visión de la propia
campiña. El gran jardín de Stourhead, por ejemplo, creado en la década de
1760, contiene una gruta donde el río Stour surge bajo la estatua de una nin
fa dormida; en la entrada está escrito lo siguiente:
Así fue el dorado atardecer augusto. Pero Virgilio ha formado parte de la vida
de Inglaterra, del mismo modo que ha formado parte de la vida de Europa, de
muchas maneras a través de los siglos. Aclamado como maestro por poetas
tan distintos como Dante y Dryden, aprendido de memoria en el colegio, ilus
trado y trasladado a la música, visto como mágico e imperialista, clásico y ro
mántico, su aportación a la historia de la cultura de Occidente es excepcional.
B i b l io g r a f ía
Sobre Virgilio existen un librito de carácter general escrito por Jasper Griffin para
la serie Past Masters, Oxford, 1986, y una buena y concisa Introduction to Virgil’s
Aeneid de W. A. Camps, Oxford, 1963. La edición clásica es la de R. A. B. Mynors en
Oxford Classical Text. La traducción de Dryden, 1697, ha sido reimpresa muchas ve
ces; una buena edición moderna es la de C. Day Lewis, dos volúmenes en rústica en
The World’s Classics: Bucólicas y Geórgicas, con introducción y notas de R. O. A. M.
Lyne, 1985, y Eneida, con introducción y notas de Jasper Griffin, 1986. Guy Lee ha he
cho buenas versiones de las Bucólicas, Liverpool, 1980, L. P. Wilkinson, Harmonds-
worth, 1982, y Robert Wells, Manchester, 1982, de las Geórgicas, y Robert Fitzgerald
de la Eneida, Nueva York y Londres, 1984. [En castellano: Eneida, Gredos, Madrid,
1989, trad, de V. J. Herrero; Bucólicas, Gredos, Madrid, 1988, trad, de M. Ruiz Loiza-
ga y V. J. Herrero; Geórgicas (editadas con las Bucólicas y el Apéndice virgiliano),
Gredos, Madrid, 1990, trad, de T. Recio y A. Soler Ruiz.]
El viejo libro de Domenico Comparetti, Vergil in the Middle Ages (traducción in
glesa de 1895, reeditada en 1966), ’contiene mucha información curiosa. Tres obras
recientes tratan de la influencia de Virgilio. La primera, de carácter más divulgativo,
es Virgil: His Poetry through the Ages, de R. D. Williams y T. S. Pattie, ilustrada,
Londres, 1982. La segunda: Charles Martindale, ed., Virgil and his Influence, Bristol,
1984, incluye buenos ensayos sobre «Virgil in Dante», «Virgil and the Augustans» y
«Virgil at the Turn of Time». La tercera: R. A. Cardwell y J. Hamilton, eds., Virgil
in a Cultural Tradition: Essays to Celebrate the Bimillennium, University of Not
tingham Monographs in the Humanities IV, 1986, especialmente los artículos sobre
«Virgil and Medieval Epie» y «Virgil’s Influence on Some Modem Poets». Los co
laboradores de estos libros analizan muchos aspectos de este amplio tema. Otra reco
pilación, italiana, es La Fortuna di Virgilio, Atti del Convegno Intemazionale, 1983:
Nápoles, 1987, dos de cuyos capítulos tratan de Virgilio e Inglaterra; los demás ha
cen referencia a otros países como Italia, Francia, Alemania e incluso Japón. Hay un
viejo libro erudito: E. Nitchie, Vergil and the English Poets, Nueva York, 1919.
El volumen Virgil, editado por D. R. Dudley, Londres, 1969, contiene un buen
ensayo de R. D. Williams titulado «Changing Attitudes to Virgil». La recepción de
las Geórgicas está bien estudiada en el último capítulo de la obra de L. P. Wilkinson,
The Georgies and Virgil, Cambridge, 1969. El ensayo de T. S. Eliot What is a Clas
sic?, 1944, y también su Virgil and the Christian World han sido reimpresos en su
On Poetry and Poets, Londres, 1957. La conferencia de Robert Graves The Anti-Poet
apareció en The Crowning Privilege, Londres, 1959. Sobre Dryden: L. Proudfoot,
Dryden’s Aeneid and its Seventeenth-Century Predecessors, Manchester, 1960.
Richard Jenkyns
VI EL GÉNERO PASTORIL
nuestro conocimiento de la tradición clásica nos pemúte saber que estos ver
sos, aunque están ambientados en Inglaterra y no tienen ningún punto de refe
rencia clásico, pertenecen al género pastoril. Pero cuando Hopkins escribe:
podemos decir que se trata de poesía de la naturaleza que no es del todo pas
toril.
El género pastoril, en pocas palabras, se refiere a, o se sirve de, ciertas
convenciones. Esto no significa que estas convenciones sean fijas ni inalte
rables; pero significa que la historia y los orígenes del género son particu
larmente importantes para su comprensión. La gran mayoría de autores pas
toriles se inspiran en las Bucólicas de Virgilio; éstas son probablemente la
colección de poemas breves más influyente que se ha escrito. Pero el propio
Virgilio admitía que estaba imitando a Teócrito, un poeta griego del siglo m
a.C. nacido en Sicilia. En Teócrito hallamos muchos elementos calificados de
pastoriles en Virgilio: pastores tocando la flauta, cantando y hablando en he
xámetros melodiosos del amor y del campo. El género pastoril tiene su ori
gen en un único hombre, lo cual es ya una extrañeza; en la mayoría de los
géneros no se conoce un único comienzo sino que sus orígenes se pierden en
la penumbra de la historia o bien tuvieron una evolución tan lenta que no po
demos determinar un origen concreto. Teócrito inventó la poesía pastoril y
sin embargo no fue así en un sentido. Ya observamos anteriormente que lo
pastoril está sujeto a una tradición, pero Teócrito no tenía una tradición como
referencia; no era consciente de que estaba asentando una serie de conven
ciones que le sobrevivirían dos mil años. Algunos de sus idilios son bucó
licos o pastoriles, otros no (la palabra «idilio» significa ‘esbozo o retrato
breve’; la actual acepción de «idilio» es errónea aunque esté asociada a la
* [A shepherd’s boy (he seeks no better name) / Led forth, his flocks along the silver Tha
me, / Where dancing sun-beams on the waters played, / And verdant alders formed a quiv’ring
shade. / Soft as he mourned, the streams forgot to flow. / The flocks around a dumb compas
sion show...]
** [Glory be to God for dappled things— / For skies of couple-colour as a brinded cow; /
For rose-moles all in stipple upon trout that swim ...]
tradición pastoril). La diferenciación entre poemas bucólicos y otros que se
realizó posteriormente contribuyó a deformar la obra de Teócrito some
tiéndola con ello a una serie de convenciones. Teócrito vivía en una época
en la que se apreciaba la originalidad, y probablemente intentó destacar con
un estilo personal y nuevo; aunque seguramente se horrorizase pensando
que su obra serviría de modelo a futuras generaciones. Se conservan algu
nas obras en este estilo de otros poetas pero sería anacrónico hablar de una
tradición pastoril griega; estos autores menores son continuadores de Teó
crito y no del género pastoril.
Algo parecido sucede con la poesía pastoril en Roma. Virgilio afirma ser
el primer poeta latino que se inspira en Teócrito y no hay razón para dudar
de ello. Él mismo tuvo sus propios seguidores: Calpumio Sículo (probable
mente del siglo i d.C.), Nemesino (siglo ni) y el autor anónimo de las frag
mentarias églogas Einsiedeln que toman su nombre del monasterio suizo
donde se halló su manuscrito. Se podría decir que estos poetas realizan un
buen pastiche de Virgilio, lo que no sería una gran injusticia. Así —con ex
cepción de Virgilio y uno o dos imitadores— , tampoco se puede hablar en
la poesía romana de una tradición pastoril. Esta impresión puede ser corro
borada recurriendo a los críticos literarios de la Antigüedad que dividían la
literatura en géneros —épica, elegía, didáctica, sátira, etc.—, pero no men
cionaban el género pastoril. Ni Horacio ni Quintiliano o Longino no hacen
ninguna referencia al respecto. En sus escritos no aparece ningún comenta
rio sobre este género y no será hasta el siglo iv que aparecerá asociado a la
obra del propio Virgilio. Los autores del Renacimiento continuaron el siste
ma clásico de división por géneros, pero en ellos se produce una novedad: en
una jerarquía de géneros, el primer lugar lo ocupa la épica mientras que en la
última posición aparece el género pastoril. Cicerón y Quintiliano inspiraron
esta manera de ver la literatura pero no tuvieron en consideración este últi
mo género. Como veremos más adelante, los críticos del Renacimiento se
basaban en una fuente antigua para su idea de lo pastoril pero ésta corres
pondía a la Antigüedad tardía y no al periodo clásico de la literatura.
Como último ejemplo del género pastoril clásico cabría mencionar una
obra griega: la novela Dqfnis y Cloe de Longo. Esta obra tuvo consecuencias
de trascendencia, puesto que proporcionó la idea de que el género pastoril po
día hacerse en prosa. Cuando hablamos de la repercusión de la obra de Virgi
lio en la literatura posterior no podemos olvidar a Longo puesto que a partir
de finales del siglo xv la tradición virgiliana se fusionará con la concepción
pastoril derivada de Longo. El hecho de que el Renacimiento creyese que la
Antigüedad conocía un género pastoril concreto con unas reglas de decoro fi
jas, supuso no sólo que no hiciesen distinción alguna entre autores sino que
además desdibujasen los límites que separan los diversos estilos pastoriles. El
bello idilio de Longo está, de hecho más cerca del tipo convencional de la pas
tora de Dresde o de Arcadia que la obra de Teócrito o Virgilio.
Es una ironía de la historia de la literatura que fuesen justamente las Bu
cólicas de Virgilio las que sirviesen posteriormente como modelo a todo un
género poético, pues son realmente pocas las obras menos indicadas al pro
pósito. El joven Virgilio fue un admirador de los neotéricos, un grupo inde
pendiente de poetas, casi todos aristócratas de provincia, que practicaban el
arte por el arte componiendo versos de un estilo amanerado y elegante que
rehuía la solemnidad y lo previsto. La obra maestra de este estilo que ha so
brevivido es «Peleo y Tetis» de Catulo (poema 64). Esta es también la in
tención subyacente en las Bucólicas-, lejos de buscar convencionalismos in
tentan ser extrañas, huidizas y paradójicas. Virgilio desarrolla a Teócrito en
dos direcciones aparentemente opuestas: por un lado es más literario y afec
tado (ejemplo de ello es el uso que se hace de un modelo griego) y por el
otro es más realista al reflejar en sus versos la miseria que reinaba en la Ita
lia rural, debido a la confiscación de las tierras de los campesinos para en
tregarlas a los soldados licenciados. Los poemas no son idílicos, pero eluden
tratar directamente temáticas más duras; en ellos hay muchas cosas que apa
recen en el fondo o que vemos de forma oblicua en un rincón de nuestro
campo visual. Oímos el ruido de una guerra distante, pero en la escena no
aparece ningún soldado; oímos hablar de las mujeres de los pastores pero
ninguna de ellas habla ni se hace visible. Oímos hablar de la lluvia y del
invierno mientras disfrutamos de un clima templado. Coridón ve cómo tra
bajan los segadores a lo lejos mientras que él descansa con su rebaño. Sin
embargo, queda trabajo por hacer: tanto Coridón en la égloga segunda como
Melibeo en la séptima se pondrán en breve a hacerlo pero no antes de que fi
nalice el poema. También hay algunos indicios de tensión entre el campo y
la ciudad. Todos estos elementos los desarrollarán posteriormente los autores
del Renacimiento, que habían descubierto en las Bucólicas una excelente
mina para explotar. Aun así esta obra es particularmente sutil y sugestiva; en
el momento en que algunos autores posteriores intentaron hacer explícito lo
que en Virgilio estaba implícito se perdió forzosamente el carácter virgiliano.
Sin ser consciente de ello, el Renacimiento se había formado una idea
acerca de Virgilio propia del siglo rv, derivada de los comentarios de Ser
vio sobre el poeta. La primera edición impresa de Virgilio se publicó en el
año 1469, la primera edición de Servio salió a la luz solamente dos años
más tarde, y pronto sería normal encontrar acompañando al texto original
de Virgilio el comentario de Servio; la mayoría de ediciones de Virgilio en
el siglo XVI presentan esta configuración. Cualquier persona culta del mo
mento difícilmente hubiese podido separar a Virgilio de su comentarista Ser
vio y todavía menos hubiese podido admitir que la interpretación de Servio
presentase una idea distorsionada e imperfecta del poeta clásico. Servio es
taba convencido de que Virgilio había seguido aquel orden natural en la
vida de un poeta, que se iniciaba en el sencillo estilo bucólico y pasaba por
el género intermedio de las Geórgicas para culminar con la épica de la
Eneida. Esta idea, con la que Servio ampliaba el análisis de estilo habitual
desde Cicerón hasta Quintiliano, contribuyó a que el Renacimiento conside
rase el género pastoril como un género completamente establecido que se
situaba en la base de una jerarquía de géneros. Podemos estar seguros de que
Virgilio no «planificó» su carrera de una forma tan fría y metódica — su
transformación de admirador de los neotéricos en el poeta épico por exce
lencia del Imperio fue imprevisible y extraña—; sin embargo, esta idea influ
yó en poetas posteriores: tanto Spenser como Pope empezaron escribiendo
versos pastoriles, pues pretendían emular al poeta perfecto que había desa
rrollado y seguido un modelo perfecto.
La idea que nos da Servio de las Bucólicas difiere en cierta medida tan
to de nuestra propia idea sobre Virgilio como del concepto que hoy en día se
tiene del género pastoril. Nos impresionan la elegancia y la sofisticación de
Virgilio; sin embargo, Servio remarca la sencillez del tema y la ignorancia
del pastor. Pero donde más divaga es en la alegorización de las Bucólicas;
aun así tampoco aquí podemos afirmar que se equivocaba completamente,
aunque estaba muy cerca de ello. En las églogas quinta y novena aparece
Menalcas, poeta que presenta rasgos parecidos a Virgilio y de quien quizá se
pueda decir que, con la ambigüedad que caracteriza los poemas, representa y
al mismo tiempo no representa a Virgilio. En la égloga quinta, Dafnis, muer
to y ascendido al cielo, recuerda al Julio César divinizado, aunque de hecho
no puede ser realmente César. Estos son los indicios —apenas perceptibles y
fugaces, como su estilo— de alegoría en Virgilio. Servio va todavía más le
jos; según él, las mujeres de Títiro, Galatea y Amarilis, que aparecen en la
égloga primera, son alegorías de Mantua y Roma. El pino simboliza Roma,
los manantiales a los senadores, los arbustos a los gramáticos, etc. Este tipo
de afiimaciones son desatinadas, pero fueron inmensamente influyentes; toda
la tradición pastoril renacentista, en su vertiente alegórico-moral, tiene su
origen en esta interpretación errónea de Virgilio.
La égloga primera empieza con Títiro recostado a la sombra de una haya.
Según Servio, Títiro representa a Virgilio y esta opinión se repite en libros
todavía hoy. Sin embargo esto es falso, pues no hay ni una palabra en el poe
ma que lo corrobore. Servio (o su fuente) observa que en la égloga sexta
Apolo se dirige al poeta llamándolo Títiro y, habiendo interpretado errónea
mente el estilo virgiliano, relaciona este personaje con el Títiro de la égloga
primera. La idea de Servio tiene extraños resultados: razonablemente preten
de que Menalcas también representa al poeta, con lo cual resulta que tene
mos dos Virgilios en las Bucólicas; pero lo que dificulta la comparación es
que Títiro no se parece en absoluto al poeta, pues tiene el pelo cano, es un
anciano y representa un antiguo esclavo, mientras que Virgilio era joven y de
nacimiento libre. Aun así era tan grande el prestigio de Virgilio, que los au
tores posteriores no tuvieron reparo en imitar precisamente estos contra
sentidos. En el año 1579 apareció la obra The Shepheard.es Calender (El ca
lendario del Pastor) de Spenser con las anotaciones correspondientes a una
persona sólo identificada por sus iniciales E. K. El primer poema «January »
introduce a Colin Clout «bajo cuyo nombre —según E. K.— ha pretendido
esconderse el poeta tal y como hizo Virgilio con Títiro». En el último poe
ma, «December», Colin ya es mayor y tiene el pelo cano (Spenser escribió
esta obra a los veinte años). En la égloga «October» y a pesar del Colin in-
ventado, aparece Cuddie, que también representa al poeta. Aunque esto pa
rezca extraño es perfectamente comprensible a la luz de Virgilio o, mejor
dicho, del Virgilio de Servio.
En el siglo xvi era común pensar que el género pastoril, empezando por
Virgilio, tema un estilo sencillo y un contenido alegórico-moral. Sidney es
cribía lo siguiente en su Apology fo r Poetry:
¿Será que nos gusta el poema pastoril? (acaso allí donde el seto es más
bajo podrán saltarlo antes). ¿Ha sido repudiada la pobre flauta que por la boca
de Melibeo cantaba la miseria del pueblo subyugado a los señores severos o
los soldados salvajes? Y aún, por Títiro, ¿qué felicidad espera a los que están
prosternados ante la bondad de los que se sientan arriba? A veces, bajo los bo
nitos cuentos de lobos y ovejas, esconde consideraciones acerca del mal obrar
y de la paciencia, a veces muestra cómo un conflicto en tomo a una nimiedad
puede conducir a una victoria insignificante ...
a poco empezó,
y primero me leyó al honrado Mantuano
y después las Bucólicas de Virgilio ...*
* [shortly he began, / And first read to me honest Mantuan, / Then Virgil's Eclogues ...]
nes exactas. Por ello recogerá una impresión no diferenciada del género pas
toril latino, es decir Virgilio más Mantuano. Puttenham, uno de los críticos
isabelinos más sagaces, se dio cuenta de que fue Mantuano quien había in
troducido la nota moral; después de analizar a Virgilio concluye: «A estas
églogas sucederían posteriormente otras con connotaciones morales para co
rregir el comportamiento humano, como sucedió con las de Mantuano y otros
poetas». Sin embargo, William Webbe agrupa a Virgilio, Calpurnio y Mantua
no y dice de ellos que:
Aunque a simple vista el tema que tratan parezca grosero y familiar, como
las conversaciones habituales entre simples payasos, hablan con encanto agra
dable y provechoso. Pues bajo estas personas, como bajo un manto de simpli
cidad, o bien continúan elogiando a sus amigos, sin lisonja, o bien condenan
gravemente los abusos sin ningún indicio de amargura.
En 1628 William Lisle toma como modelo al Spenser «áureo» de The Fae
rie Queene y no al poeta «gris» de The Shepheardes Calender. Utiliza una
variedad de metros, y para el primer poema se sirve de una estrofa de siete
versos adaptada de Spenser:
* [O Tityrus thou lying under shade of spreading beech, / Dost play a country song upon
a slender oaten pipe, / We do forsake our country bounds, and meadows sweet which be / We
do forsake our native soil, thou Tityr slug in shade / Dost teach the woods to sound so -shrill,
thy love fair Amaryll.]
sobre una pequeña flauta, tu Musa silvestre; mas nosotros
dejamos nuestros hermosos campos, y de nuestro querido país huimos:
mientras tú yaces en la umbría seguridad,
enseñando a los retumbantes bosques
y al eco a proclamar en alta voz
el nombre de Amarilis.*
* [Thou, in cool covert of this broad beech-tree, / (Tityrus) at ease, dost mediating lie /
On small oat pipe, thy silvan Muse; but we / Leave our fair fields, and our dear country fly: /
Whilst thou liest shaded in security, / Teaching the hollow woods, loud to proclaim, / And echo,
with the sound of Amaryllis’ name.]
** [Thou, Tityrus, in shroud o f beech, dost play / On slender oaten pipe a sylvan lay; /
Our native confines we abandon: we / Our pleasant granges, and our country flee: / Thou, Tity
rus, i’th’shade reposing still, / Leams’t the woods to resound fair Amaryll.]
Oh, fuente Aretusa, y tú, venerado torrente,
Mincio de suave corriente, coronado de cañas resonantes,
esa melodía que oí era de mayor talante:
pero ahora continúa mi flauta ...*
* [O fountain Arethuse, and thou honoured flood / Smooth-sliding Mincius, crowned with
vocal reeds, / That strain I heard was of a higher mood: / But now my oat proceeds ...]
** [And when they list, their lean and flashy songs / Grate on their scrannel pipes of wret
ched straw...]
y oye la inexpresiva canción nupcial
en los dichosos reinos del placer y el amor.
Allí le divierten todos los santos,
que en solemnes ejércitos y dulces agrupaciones
cantan, y cantando en su gloria limpian
y enjugan para siempre las lágrimas de sus ojos.*
Parece ser que este poema se, inspira en el libro sexto de la Eneida, en el que
Virgilio presenta el Elíseo en términos de una especie de creación pastoril
heroifícada; sol y verdor ondulado, donde la apacible libertad de movimien
to es en esencia un estado de felicidad.
Hay veces en que la obra bucólica de Virgilio expresa una cierta insatis
facción con sus propias limitaciones. Esto ocurre al final de las Bucólicas
(10, 70 y ss., 75 y ss.): «Baste [sat] con esto lo que ha cantado vuestro poe
ta, divinas Piérides, mientras tejía sentado un cestillo de malvavisco fino ...
En pie: la sombra suele ser mala para los que cantan; la sombra del enebro
es mala; las sombras dañan también a las mieses. Tiradpara casa, quelleg
el Lucero, tirad, ya hartas [saturae], cabritillas». Esto esuna nota dehastío;
y la sombra, hasta entonces deleite del pastor, se toma molesta. La modesta
belleza del verso pastoril, simbolizado aquí por el canastillo y su delicado
material, tampoco queda mitigada aquí. Sin embargo, el «levantémonos» es
ambiguo: ¿nos levantamos para seguir en la cotidianidad del pastor o para
huir de todo? Milton capta esta ambivalencia con total exactitud en el final
de uno de sus poemas, en el que utiliza uno de los símbolos pastoriles favo
ritos de Virgilio: los bosques (silvae) (186 y ss.):
*[Where other groves, and other streams along, / With nectar pure his oozy locks he la
ves, / Andhears the unexpressive nuptial song, / In the blest kingdoms meek o f joy and love. !
There entertain him all the saints above, / In solemn troops and sweet societies / That sing and
singing in their glory move / And wipe the tears for ever from his eyes.]
** [Thus sang the uncouth swain to th’oaks and rills, ... ! And now the sun had stretched
out all the hills, / And now was dropped into the western bay; / At last he rose and twitched his
mantle blue: / Tomorrow to fresh woods, and pastures new.]
canzó Ambrose Philips con sus insignificantes versos pastoriles («Namby
Pamby») indujo a John Gay a escribir su parodia S hepherd’s Week (1714),
obra que nos trae a la memoria que la parodia del género pastoril forma par
te del género bucólico, aunque Gay no se sintiese atraído, más allá de la sátira,
por los temas rurales. En palabras del autor: «Mi amor por mi país natal, In
glaterra, me im pulsó a describir las costumbres de nuestros labradores ho
nestos e infatigables, no siendo de ninguna forma más indigna una imitación
de un poeta inglés que la de Sicilia o la de la Arcadia; no obstante, no igno
ro el alboroto organizado últimamente por una chusma de críticos, jóvenes
con una delicadeza insípida, en tom o a algo así com o la Edad de Oro y otros
monstruosos conceptos a los que pretenden limitar el género pastoril». A l
gunos de sus nombres — Bumkinet, Grubbinol, Blouzelinda— son una paro
dia grotesca, mientras que extraen otros, al igual que Philips, directamente de
The Shepheardes C alender — un testim onio tardío de la influencia de Spen
ser; los poemas tienen también alguna alusión a Virgilio.
Este es también el siglo en que la idea pastoril se desborda desde la lite
ratura hasta otras formas de arte: aparece reflejada en la arquitectura de jar
dines (Stourhead plasma las escenas pastoriles italianas de la vida de Clau
dio; en el jardín de Shugborough hay un «monumento al pastor» que lleva la
inscripción «Et in Arcadia ego»); en las figuras de porcelana de Dresde, S è
vres y Chelsea; en Versalles, donde las damas se divierten jugando al escondi
te com o pastoras de una aldea simulada; y también en la música. De todas las
obras pastoriles del siglo xvm , la que más destaca por su capacidad para en
tender que la distancia, la convención, la belleza de la superficie y el humor
intensifican, y no dism inuyen, el p a th o s, es tal vez la obra A cis y G alatea de
Haendel (con libreto de Gay). También la m úsica instrumental puede llevar
el marbete de pastoril: el título de la Sonata Pastoral de Beethoven lo esc o
gió el editor por el aire bucólico del último m ovim iento, pero la idea de una
sinfonía pastoral fue suya. El último m ovim iento de la gran misa de Beetho
ven tiene mucho en común con los últimos m ovim ientos de sus primeras
obras: el com pás de siete por ocho, el uso continuado de los pedales tónicos,
la sencillez de la melodía y lina armonía fuertemente diatónica y por último
la misma tonalidad (re mayor) que la sonata. Cuando los sonidos de una ba
talla distante — timbales— irrumpen en la plegaria de paz del coro, es paté
tico escuchar que las impresiones interrumpidas tienen aquel tono pastoril
sencillo e ingenuo. ¡Qué virgiliano!, y sin embargo hay que reconocer, por
supuesto, que la música nada debe al ejem plo clásico. La tradición clásica ha
aportado una idea de lo pastoril com o un tipo de arte que alude a algo pasa
do; las convenciones pastoriles podían evolucionar y cambiar hasta borrar
todo vestigio del origen de este género; aun así, lo que queda es el propio
concepto de convención.
N o obstante, el aspecto más concreto del género pastoril desaparece
com pletam ente en el siglo xvm . Pope declaraba en 1717 categóricamente
que «lo pastoril es una imagen de lo que llaman la Edad de Oro» (A D is
course on P astoral Poetry). En 1798 el jacobino Jacques-Louis David ilus-
tra las Bucólicas en un grabado de estilo neoclásico con trazos rococó. El
aspecto revolucionario tenía mucha más relación de la que ninguno de ellos
hubiese estado dispuesto a admitir, con otro tipo pastoril: María Antonieta.
En este siglo el género pastoril en literatura entró en decadencia. La conde
na de Samuel Johnson al Lycidas es significativa (Lives o f the Poets, «Mil-
ton»), «Su forma pertenece al género pastoril, fácil, vulgar y por lo tanto
repugnante.» Parece extraño que alguien pudiese calificar al Lycidas de vul
gar o fácil, aunque estos epítetos podrían aplicarse perfectamente a gran
parte del género pastoril del siglo de Johnson. «No puede considerarse una
efusión de auténtica pasión, ya que la pasión no persigue alusiones remotas
ni opiniones poco transparentes. La pasión no recoge frutos de mirto ni de
la hiedra, ni visita a Aretusa y Mincio, ni habla de sátiros groseros o faunos
de pezuñas hendidas. Si hay tiempo libre para la ficción hay poco dolor.»
Lo importante de este pasaje no es la opinión acerca del éxito que tuvo Mil
ton sino la negativa a considerar el poema por sí mismo. Johnson tiene
razón cuando dice que el Lycidas no es una efusión de sufrimiento apasio
nado, pero no lo pretende ser, y ya que en la poesía lírica no es axioma la
expresión de fuertes emociones personales, podemos desechar esta crítica
como no válida. En Virgilio ya destacamos su habilidad para combinar lo
público y lo privado, lo personal y lo objetivo recuniendo a la oblicuidad,
y mediante la distancia, la alusión y la represión emocional crear nuevos
efectos de pathos. Milton captó perfectamente, a diferencia de Johnson, la
intención de Virgilio. En estos momentos, y con el romanticismo a la vuel
ta de la esquina, la clerecía ya había perdido su antiguo sentido instintivo
para usar la convención.
A partir de finales del siglo xvm y en adelante, el género pastoril ya no
tendrá una historia tan continua. El «Michael» de Wordsworth carece de tal
manera de referencias literarias que el subtítulo, «un poema pastoril», pare
ce tener la función de una metáfora o comparación; es como si estuviera di
ciendo «aquí está sencillamente la historia de un pastor de Westmorland;
otros tiempos la hubiesen relatado de un modo bucólico». En la elegía Ado-
nais (1821) que Shelley dedicó a Keats, sólo hay una referencia pastoril: el
propio título. Esto nos conduce a uno de aquellas semicasualidades que se
manifiestan a lo largo de la historia del género pastoril. La égloga quinta
sirvió de modelo principal a la elegía pastoril desde la Edad Media en ade
lante, mientras que el poema anónimo griego Epitaphium Bionis asentó el
precedente clásico para llorar la muerte del poeta en un estilo pastoril. Pero
la serie de obras pastoriles funerarias que recorren la poesía inglesa no en
cuentra ningún equivalente en la literatura continental y de hecho surgió de
forma fortuita. La muerte heroica y prematura de Sidney inspiró el homena
je de varios poetas, muy notablemente el «Astrophel» de Spenser. El Lycidas
honra la memoria de Edward King al que Milton representa, si bien invero
símilmente, como poeta (10 y ss.): «¿Quién no cantaría a Lícidas? Bien sa
bía él mismo cantar y construir la rima sublime». Shelley sigue esta tradición
cuando oculta a Keats bajo un seudónimo griego. Su pregunta (10 y ss.):
¿Dónde estabas, oh madre poderosa, cuando él murió,
cuando murió tu hijo hendido por la Hecha voladora
que traspasó lo oscuro? La incansable Urania,
¿dónde estaba cuando Adunáis murió'/*
* Adonais y otros pnenuix, trad u cció n ca ste lla n a d e L o re n z a P eraile, E ditora N acional,
M adrid, 1978. (/V. del e.) | W here w e n thou, m ighty M other, w hen he lay, / W hen thy son lay,
pierced by the shaft w h ich flies / In d arkness? w here w as lorn U rania / W hen A donais d ie d ? |
** I W h ere w ere y e N ym phs w hen the rem o rseless d eep / C losed o ’er th e head o f y o u r lo
ved L ycidas?!
*** [A nd o th ers cam e ... D esires an d A d o ratio n s / W in g ed P ersu asio n s and veiled D es
tin ies / S p len d o u rs, and G lo o m s ...]
con sus blanquecinos setos y tersos helechos,
sus campanillas azules temblorosas en los senderos del bosque,
y la fragancia del heno recién segado-.
Pero a Tirsis, zagales, nunca más lo veremos ...*
Es una imitación del Epitaphium Bonis (99 y ss.): «Ah, las malvas, cuando
mueren en el jardín, y el verde perejil y el crespo y flexible anís revive y cre
ce un año más; pero nosotros, grandes, fuertes, e inteligentes hombres, cuando
morimos ... nos servimos en un largo, interminable, sueño sin despertar». En
Adonais Shelley ya había reflejado la idea griega del poeta (153 y ss.):
* [He hearkens not! light comer, he is flown! / What matters it? next year he will return, /
And we shall have him in the sweet spring days, / With whitening hedges, and uncrumpling
fem, / And blue-bells trembling by the forest ways, ! And scent of hay new-mown. / But Thyr
sis never more we swains shall see ...] '
** [Ah, woe is me! Winter is come and gone, / But grief returns with the revolving year; /
The airs and streams renew their joyous tone; / The ants, the bees, the swallows, reappear; /
Fresh leaves and flowers deck the dead Season’s bier; / The amorous birds now pair in every
brake ...]
*** [The seasons bring the flower again, / And bring the firstling to the flock;... / not for
thee the glow, the bloom ...]
**** Traducción castellana de Julio Gómez de la Sema, Planeta, Barcelona, 1983.
(N. del e.)
Pero nosotros no reviviremos jamás nuestra juventud». De todas formas no
creemos que el Epitaphium Bonis haya sido realmente la fuente de inspira
ción; ha sido introducido posteriormente para presentar un modelo a partir
del cual expresar un sentimiento que ya existía en la sensibilidad románti
ca. Arnold aportó algo a la idea griega: la sensación de indiferencia de la
naturaleza («Él no escucha»). Su cuco no vuelve la mirada a lo bucólico
griego sino al ruiseñor de Keats, el pájaro inmortal que no ha nacido para
morir y que ha cantado la misma canción durante miles de años. Primero,
y parafraseando a Milton, la poesía pastoril se había «entretenido con fal
sas suposiciones», imaginando que la naturaleza simpatizaba con el pastor
y que tanto las cabras como los árboles y los ríos lloraban la muerte de
Dafnis o de Lícidas. Ahora que la tradición virgiliana ha sido desechada,
ha aparecido otro poema pastoril que sirve de modelo a una emoción contra
ria: la sensación de distancia entre nosotros y el resto de la naturaleza.
La inmensidad azul del cielo es otro símbolo al que recurrieron los escri
tores del siglo XIX para expresar la soledad del hombre en medio de esta gran
impasibilidad. Así vemos cómo la heroína del North and South de la señora
Gaskell mira, en estado de abatimiento, «a las profundidades azules y trans
parentes ... aquellas profundidades interminables del espacio, en la quieta se
renidad ... rodeada por los gritos de los que sufren en la tierra» inmersos en
una «vastedad infinita y esplendorosa» (cap. 5). Mahler refleja en su Canción
de la tierra los temas del cielo azul y de la eterna renovación de la naturale
za en primavera; éstos se manifiestan al principio como una tremenda deses
peración a la que sigue una especie de recepción panteísta. Das Firmament
blaut ewig. «El firmamento es eternamente azul, y la tierra permanecerá
invariable y floreciente como en primavera. Y tú, hombre, ¿cuánto tiempo
vivirás? ... ¡En primavera la querida tierra está en flor y los cultivos se re
nuevan! ¡Por doquier y eternamente las distancias son azules! Eternamente...
eternamente...» Esta es la quintaesencia de un «mal del siglo» tardío, y aun
así las palabras son extraídas de una paráfrasis que Hans Bethge hizo de
textos líricos chinos. No importa que sean la Grecia o la China antigua; las
mentes creativas se remiten a estas fuentes antiguas no como si fuesen sus
maestros sino como vehículos para expresar sus propias percepciones.
En los comienzos de la historia pastoril todo era muy diferente, cuando
los autores imitaban con agradecida sumisión la obra de Virgilio, o lo que
ellos pensaban que Virgilio había hecho. Este respeto a la tradición no ex
cluía sin embargo el cambio y la originalidad; además, hay muchas posibili
dades de malinterpretar o distorsionar la obra de Virgilio, y es justamente
esta fidelidad a lo precedente una de las principales causas de esta historia
pastoril accidentada y particular. El género pastoril ya no es un género lite
rario vivo; y únicamente dilatando el concepto podremos hallar uno o dos
ejemplos en el siglo xx. Ahora que ya está muerto, ¿seguirá muerto como
Tirsis o resucitará a una nueva vida al igual que Dafnis o Lícídas o la tierra
en primavera? Quizá sea la moda actual de la «intertextualidad», entre los crí
ticos o los propios autores de creación, una forma de revitalizar un género que
está sujeto, por naturaleza, al precedente y a la convención. Aun así predecir
el retomo del sonido de la flauta pastoril sería una precipitación. El género
pastoril no fue inventado de la nada, era'una realidad.
B ib l io g r a f ía
In t r o d u c c ió n
A mi primera hija
Aquí yace para piedad de sus padres
Mary, la hija de su juventud;
pero todos los dones del cielo al cielo vuelven,
por lo que el padre se lamenta menos.
A los seis meses partió de aquí
con su inocencia intacta;
su alma la reina de los cielos (cuyo nombre lleva)
para consolar las lágrimas maternales,
A mi primer hijo
Adiós, niño de mi mano derecha y mi alegría;
mi pecado fue esperar demasiado de ti, amado niño;
siete años me diste, y te pago,
por exigencia de tu destino, en el día exacto.
¡Si pudiera perder ahora todo padre! ¿Por qué
lamentaría el hombre el estado que podría envidiar?
* [On My First Daughter: Here lies to each her parents’ ruth / Mary, the daughter of their
youth; / Yet, all Heaven’s gifts being Heaven’s due, / It makes the father less to rue. / At six
months’ end she parted hence / With safety of her innocence; / Whose soul Heavens’s queen
(whose name she bears) / In comfort of her mother’s tears, / Hath placed amongst her virgin-
train; / Where, while that severed doth remain, / This grave partakes the fleshly birth, / Which
cover lightly, gentle earth.]
¿Haber escapado tan pronto a la furia del mundo y la carne,
y, si no a otras miserias, a la edad?
Descansa en suave paz, y, si te preguntan, di que aquí yace
Ben Jonson, su mejor poema.
Por cuyo bien, de ahora en adelante, todos sus deseos sean
que cuanto ame no le embelese demasiado.*
* [On My First Sort: Farewell, thou child of my right hand and joy; / My sin was too
much hope of thee, loved boy. / Seven years thou wert lent to me, and I thee pay, / Exacted by
thy fate, on the just day. / O, could I lose all father now! For why / Will man lament the state
he should envy? / To have so soon 'scaped world’s and flesh’s rage, / And, if no other misery,
yet age? / Rest in soft peace, and, asked, say here doth lie / Ben Jonson, his best piece of poe
try. / For whose sake, henceforth, all his vows be such / As what he loves may never like too
much.]
En la m uerte d e un niño
El dolor más grande se encontrará
dentro de .la caja más pequeña.
Tenemos que vivir con los monstruos. Por tanto
no se abucheará
a la humanidad porque un humano
nos expulsó de su corazón y de su casa. O no se romperá
con la vida porque un niño
ha muerto.
En efecto, tan pequeña como su destinatario
es la corona que llevamos:
las grandes palabras no sirven. Como cajas gigantescas
en tomo a pequeños cuerpos. Ocupando una habitación inapropiada,
donde tanto se marchita, y tanto florece.*
' (The Laughing Hyena and other Poems, 1953, p. 73)
Este poema no guarda ninguna relación directa con un original clásico, si bien
todos estos poemas tienen como característica común su breve edad y la elu
sión de un sentimentalismo demasiado directo. El epitafio de Jonson no es por
ello menos personal (de hecho lo es más) pero sí más convencional; no creo
contradecirme si digo que en parte es esta la razón que hace que el poema
sea más delicado. El poema se hace eco de toda una tradición, esa secular
experiencia colectiva de respuesta al dolor, que controla y confiere autori
dad a la voz íntima del poeta. Podríamos ir todavía más lejos: existe un sen
tido —y esto lo hemos aprendido de T. S. Eliot— por el cual la consecución
de una forma tradicional es propiamente la emoción. En el epitafio el senti
miento se expresa únicamente a través de la forma, como (creemos) sucede
en la mayor parte de los poemas de Tennyson. Cuando los especialistas ha
blan de la tradición clásica, concentran referencias en la mitología y la his
toria clásicas y hacen alusiones a la literatura clásica. Sin embargo, creemos
que la influencia clásica va más allá y que comprende formas de pensa
miento y emotividad que han ido conformando «el espíritu europeo» y de
finiendo la sensibilidad y las inquietudes de nuestra cultura, lo que concier
ne directamente a las experiencias más importantes de nuestra vida.
Tanto la teoría como la práctica de la imitación no siempre están en ar
monía con los parámetros actuales de la poesía. El «Epithalamion» de Ed
mund Spenser (¿15527-1599), por ejemplo, es en cierto sentido completa
mente convencional. De todos modos no podemos negar que el género es
bastante limitado ya que sus principales topoi fueron establecidos en la An
* [On the Death o f a Child: The greatest griefs shall find themselves / inside the smallest
cage. / It’s only then that we can hope to tame / their rage, / The monsters we must live with.
For / it will not do / To hiss humanity because one human threw / Us out of heart and home. Or
part / At odds with life because one baby failed / to live. / Indeed, as little as its subject, is / the
wreath we give— / The big words fail to fit. Like giant boxes / Round small bodies. Taking up
improper room, / Where so much withering is, and so much bloom.]
tigüedad, en especial en Catulo, 61, ya que la poesía amorosa de Safo se
ha perdido. Spenser imita en ciertos momentos a Catulo, aunque de hecho
se inspire más directamente en los intermediarios franceses. Pero la principal
novedad (aparte de las expresiones oportunas) la constituye la ambientación
irlandesa, de tal forma que en una combinación sin sentido aparecen el pez
de Mulla y los duendes modernos junto a Himeneo, su «radiante tea», Juno
y Venus. Además el poema no contiene ninguna idea, ningún «notable pen
samiento» como diría el pretendiente del Lycidas de Milton; el lenguaje no
es en absoluto ambiguo o paradójico, características por lo demás muy apre
ciadas por algunos críticos actuales. (Los epitalamios de Donne cumplen me
jor estos requisitos, aunque sus poemas no estén a la altura.) La obra «Epi-
thalamion» tiene un aire celebrativo que se mantiene milagrosamente a lo lar
go de más de 400 versos en estrofas italianizantes y de una continua gracia
lírica. Realmente es una singular proeza, y en cuanto a extensión se podría
decir que es de los poemas más bellos en lengua inglesa. Desgraciadamente,
y quizá porque los críticos no tienen nada que objetar, no ocupa el lugar que
se merece en los tratados de literatura.
En el relato de Drayton acerca de sus primeros esbozos poéticos, apa
rece —más adelante volveremos sobre ello— mencionado Mantuano (1447-
1516), un eminente poeta neolatino de Italia, o en palabras de Holofernes
el «viejo y bueno Mantuano». De hecho existe un extenso corpus de tales
obras, muchas de ellas no leídas hasta hoy, cuya influencia en los poetas de
lengua vernácula no ha sido todavía determinada. El galés John Owen
(c. 1563-1622), autor de epigramas neolatinos, era más conocido en toda
Europa que cualquiera de sus contemporáneos británicos. En la época pre
cedente destacó como persona notabilísima del momento el humanista y
autor neolatino escocés George Buchanan (1506-1582), tutor de Jacobo I;
un contemporáneo francés lo describió como «sin duda el primer poeta de
nuestro tiempo», y el doctor Johnson dijo de él que era «el único hombre
genial que ha producido su país» y que ningún poeta anterior a Milton lo
había aventajado en conocimientos clásicos. El plan de estudios escolar in
cluía escribir versos latinos. Mucha gente sabía que Milton, conocido por
su erudición y considerado generalmente como un pedante, escribía poe
mas en latín, aunque bien es verdad que bastantes menos de los que escri
bieron muchos poetas del Renacimiento como Campion, Donne, Herbert y
Marvell. Aubrey llegó a decir de Marvell (1621-1678) que «escribiendo
versos en latín nadie podía competir con él». Existe una versión latina, en
hexámetros, de «The Garden», y ningún especialista puede determinar cuál
de los dos poemas se escribió primero. Es interesante la idea de que la re
finada lírica inglesa de Marvell fuese en realidad una traducción, aunque
muy creativa. En Hortus utiliza el estilo característico de la poesía neolati
na (esencialmente una mezcla de Virgilio y Ovidio) mientras que en «The
Garden» se fusiona la economía y forma horacianas con la exaltación y el
ingenio ovidianos complementados con pinceladas «metafísicas» moder
nas. El adulto Marvell pone en práctica todo lo que le habían enseñado de
pequeño en la escuela: escribir diferentes versiones del mismo original uti
lizando estilos diversos, como un aspecto de la copia, y fluidez retórica; en
definitiva, el ideal erasmiano.
La influencia latina encontró en la traducción otra potencial vía de pene
tración. La mayor parte de los-poetas ingleses del Renacimiento se aventura
ron a traducir, ya que de hecho la mejor manera de entrar a fondo en las cua
lidades de un poema de lengua extranjera es intentar reproducirlo en el propio
idioma. Cada traductor perseguía un objetivo diferente. Algunos tenían la in
tención de acercar las obras latinas a sus contemporáneos menos cultos; otros
pretendían resaltar particularidades estilísticas; e incluso había algunos que
perseguían aquella quimera, el «espíritu» de la obra, para intentar reprodu
cirlo en la fábrica de su imaginación. En la traducción que realizó Arthur
Golding de las Metamorfosis (1567) queda reflejada la primera intención;
esta obra tan animada y bulliciosa, aunque poco ovidiana por su falta de re
finamiento estilístico, era muy apreciada por Shakespeare y Ezra Pound. En
la traducción de Jonson (Underwoods, 86) de Odas, 4, 1, descubrimos el se
gundo objetivo; en éstas Horacio trata de renunciar al amor con la sola in
tención de manifestar su pasión por el joven Ligurino:
[Venus, una vez más despiertas guerras / largo tiempo dormidas: te lo ruego
repetidas veces, no lo hagas; / Ya no soy aquel que fui en el reinado / de Ci
nara amable; absténte / madre amarga, / no sometas a un hombre en sus cin
cuenta años, / demasiado tenaz delante de las órdenes y tan débil ...]
* [Happy the man, and happy he alone / He who can call today his own; / He who, secu
re within, can say / Tomorrow do thy worst, for I have lived today. / Be fair, or foul, or rain, or
shine, / The joys I have possessed in spite of fate are mine. / Not heaven itself upon the past has
power, / But what has been has been, and I have had my hour.]
ro de mujeres bellas»). Aquí se combina la lamentación (expresada en parte
por el lento movimiento de los espondeos de cinco pies) con el ingenio mor
daz, mientras a un topos conocido se le da un cariz inusual. Algunos versos
de Thomas Campion (¿15677-1620) —autor de un delicado poema que re
cuerda el 5 de Catulo— de una solemne belleza isabelina, están inspirados
en Propercío, aunque no encontremos muchas referencias claramente proper-
cianas:
* [When thou must home to shades of underground, / And there arrived a new admired
guest, / The beauteous spirits do engirt thee round, / White lope, blithe Helen and the rest...]
** [Persephone and Dis, Dis, have mercy upon her, / There are enough women in hell, /
quite enough beautiful women / lope, and Tyro and Pasiphae, and the formal girls of Achaia, /
And out of Troad, and from the Campania / Death has its tooth in the lot, / Avemus lusts for
the lot of them, / Beauty is not eternal, no man has perennial fortune, / Slow foot, or swift foot,
death delays but for a season.]
especialistas en filología clásica como para los estudiantes de literatura mo
derna, estudiar a los clásicos en el marco de evoluciones posteriores.
Es erróneo pensar que todo yacía bajo el dominio de los humanistas del
Renacimiento. Algunos puritanos se quejaban de la importancia que se daba
al paganismo y de las posibles influencias corruptoras de la literatura. En su
Defense o f Poetry (1595) Philip Sidney trató de responder a ello, pero los
escritores religiosos no cesaron de expresar su preocupación. Para otros la
imitación no hacía más que reprimir el talento original. Thomas Carew
(¿15957-1640) elogiaba en su «Elegía» a Donne, a su héroe, por haber re
chazado la mitología de Ovidio, «el séquito afortunadamente exiliado / de
dioses y diosas» que habían llenado las ampulosas páginas de la poesía
de antaño, y por haber limpiado el jardín de las musas «con pedantes hier-
bajos cubierto»; (vv. 26 y ss.):
Las perezosas semillas
de imitación servil desechadas,
y plantadas las de fresca invención. Pagaste
las deudas de nuestra mezquina y arruinada época,
robos licenciosos, que convierten la furia poética
en fingida rabia ...
La trampa sutil
de furtivos intercambios, y la embaucadora hazaña
de palabras de doble filo, y todo lo que hemos tergiversado
en el griego y el latín
lo has redimido ...*
* [The lazy seeds / Of servile imitation thrown away, / And fresh invention planted. Thou
didst pay / The debts of our penurious bankrupt age, / Licentious thefts, that make poetic rage /
A mimic fury ... ! The subtle cheat / Of sly exchanges, and the juggling feat / Of two-edged
words, or whatsoever wrong / By ours was done the Greek or Latin tongue / Thou hast redee
med ...]
** [that overprized / And dangerous craft of picking phrases out / From languages that
want the living voice / To make of them a nature to the heart.]
Parece ser que con la crítica que el doctor Johnson realizó del Lycidas (la
elegía pastoril que Milton dedicó a Edward King) en su obra Lives o f the
Poets (1779) se produce un viraje decisivo en la sensibilidad literaria. Johnson
admiraba a los antiguos, pero aquí se hace eco de un malestar en relación a
las formas clásicas en la poesía del Renacimiento, que ahora no parecían con
cordar con la «sinceridad»: «en este poema no hay naturaleza, porque no hay
verdad». La imaginería mitológica, «tal y como la podría proporcionar la
universidad», no concuerda, en opinión de Johnson, con la pasión. Tampoco
acepta la fusión de lo cristiano con lo pagano (muy habitual entre los poetas
a lo largo de más de mil años) ni el uso de metáforas en poemas. La forma
misma del género pastoril es «fácil, vulgar y por ello repugnante». Dicho de
otra forma, podríamos constatar la incapacidad por parte de Johnson para
aceptar ciertas convenciones poéticas o para percibir las emociones que és
tas encierran. Por ello considera los versos escritos por Milton en Cambrid
ge, dedicados a Lícidas/King carentes de ternura y de verdad. Y que, en
caso de ser poesía «alegórica», tendrían un significado incierto. Por el con
trario, algunos lectores los encuentran casi insoportablemente conmovedo
res por su oscuridad:
* [Together both, ere the high lawns a appeared / Under the opening eyelids of the mom, /
We drove afield, and both together heard / What time the grey-fly winds her sultry horn, / Bat
tening our flocks w i± the fresh dews of night, / Oft till the star that rose at evening bright / To
ward heaven’s descent had sloped his westering wheel. / Meanwhile the rural ditties were not
mute, / Tempered to the oaten flute; / Rough satyrs danced, and fauns with cloven heel / From
the glad sound would not be absent long, / And old Damoetas loved to hear our song.]
que causan las cosas pasadas y distantes. Tampoco podemos decir que el pa
saje de Milton sea, en sentido estricto, «alegórico» (no deberíamos intentar
descifrar los detalles), pues se trata más bien de una metáfora pastoril sobre
las alegrías de juventud compartidas y consideradas ahora como un recuerdo
lejano. Tal vez bajo la crítica de Johnson se esconda la idea, defendida pos
teriormente por muchos lectores, de que el Lycidas jugaba con el dolor y el
sufrimiento humanos, a causa del poco respeto que Milton demostraba por
los muertos. Esto vuelve a descubrir el abismo que nos separa del Renaci
miento. A través de un proceso similar, los términos «retórico» y «artificial»
han adquirido una connotación bastante peyorativa.
Las tradiciones mueren. El problema está en encontrar otras que las sus
tituyan. Los poetas del romanticismo y posromanticismo rechazaron los pre
supuestos y las formas del clasicismo renacentista, pero no se libraron del
vacío que les creó tal pérdida. En los dos últimos siglos, los autores se vie
nen quejando del agotamiento de la tradición, que hace cada vez más difícil
la comunicación poética. T. S. Eliot intentó recrear en sus poemas y ensayos
una cultura que pudiese ser compartida, mientras otros —Blake el que más,
Pound durante mucho tiempo— se refugiaban en un idiosincrásico y solip-
sístico universo de simbolismo personal. En su soneto «The world is too
much with us» Wordsworth, deplorando el distanciamiento del hombre res
pecto a la naturaleza debido al excesivo materialismo, concluye con los si
guientes versos:
* [Great God! I’d rather be / A pagan suckled in a creed outworn; / So might I, standing
on this pleasant lea, / Have glimpses that would make me less forlorn, / Have sight o f Proteus
rising from the sea, / Or hear old Triton b!ow his wreathed hom.]
ta anterior era un tema dado. Sus sucesores —Shelley y Arnold— tuvieron
que hacer lo mismo. Es necesario adoptar una forma tradicional que procure
a los sentimientos del poeta los medios para percibir y posteriormente co
municar la disciplina artística, mientras que evocar el nombre de los que mu
rieron en tiempos pasados actúa, con fuerza en los poemas dedicados a los
muertos recientemente.
L a INFLUENCIA DE OVIDIO
En cuanto a vos, mi más bello amigo, desearía tener algunas flores prima
verales, como adecuadas a vuestra juventud. También quisiera tenerlas para
vosotros. Y para vosotras, que sobre vuestras ramas inmaculadas lleváis vues
tras virginidades en capullo. ¡Oh, Proserpina! ¡Que no tenga a mi disposición
las flores que, en tu espanto, dejas caer del carro de Plutón! ¡Los narcisos, que
preceden a las intrépidas golondrinas, y cuya belleza cautiva a los vientos de
marzo! ¡Las violetas, oscuras, pero más deliciosas que las pupilas de Juno o el
aliento de Citerea! ¡Las pálidas prímulas, que mueren vírgenes antes de haber
podido contemplar el brillante sol en toda su fuerza, enfermedad frecuente en
tre las vírgenes! ...*
Esta obra está marcada por el ritmo de muerte y renacimiento, y en ella des
taca especialmente la historia de Proseipina, que se relaciona, según Ovidio
y su traductor Golding, con el ciclo de las estaciones del año. En este pasa
je, de un clasicismo exuberante y poco pretencioso, aparece Dis (el nombre
latino de Plutón) con un carro, y la eufónica Citerea, a la que se le pueden
* [Now, my fairest friend, / I would I had some flowers o ’ the spring that might / Beco
me your time of day; and yours, and yours, / That wear upon your virgin branches yet / Your
maidenheads growing; o Proserpina, / For the flowers now, that frighted thou let’st fall / From
Dis’s waggon! Daffodils, / That come before the swallow dares, and take / The winds of March
with beauty, violets dim / But sweeter than the lids of Juno’s eyes / Or Cytherea’s breath, pale
primroses / That die unmarried ere they can behold / Bright Phoebus in his strength (a malady /
Most incident to maids)...)]
atribuir nombres de flores inglesas comunes. El gesto de la Proserpina de
Ovidio cogiendo flores significa un paso hacia la pérdida de su virginidad y
en el pasaje de Shakespeare hay constantes alusiones a la sexualidad feme
nina. Tomando por caso a Febo, este no sólo es el sol sino también una dei
dad masculina que representa todo aquel placer que las doncellas con su
«enfermedad verde» jamás podrán llegar a sentir. El mundo de las flores
está entrelazado con el sentimiento humano y con un divino universo de
dioses, inmanente en la naturaleza; en este mundo, las violetas insinúan el
embriagador atractivo de las diosas clásicas y las prímulas evocan pensa
mientos tristes (con pinceladas de gracia) sobre aquellos que no descubrie
ron toda la fuerza del sol como pretendiente cósmico.
En estos versos, Milton (1608-1674) explica como Adán y Eva se sepa
ran por primera y última vez antes de la Caída:
Tal vez sea este pasaje el más conmovedor de todo el poema, como lo son
también las manos de la pareja que, previamente y en señal de matrimonio y
fidelidad, habían estado unidas, ahora separadas (que se ponga énfasis en el
tacto puede atribuirse a la ceguera del propio autor). La palabra «suave» os
cila entre un adjetivo que se ha de entender con «mano» y un adverbio con
«retirar». Milton abandona este momento crítico a favor del encanto inhe
rente a las referencias ovidianas. Milton, a diferencia de Shakespeare, no tie
ne la misma actitud tranquila frente al paganismo puesto que no cesa de cali
ficar constantemente sus comparaciones. Pero los especialistas, que sólo saben
ver en la persecución de Pomona por el enamorado Vetumno una advertencia
* [Thus saying, from her husband’s hand her hand / Soft she withdrew, and like a wood-
nymph light, / Oread or dryad or of Delia’s train, / Betook her to the groves, but Delia’s self /
In gait surpassed and goddess-like deport, / Though not as she with bow and quiver armed, / But
with such gardening tools as art yet rude, / Guiltless of fire, had formed, or angels brought. / To
Pales or Pomona thus adorned / Likeliest she seemed, Pomona when she fled / Vertumnus ...]
moral, son poco sensibles al romanticismo melancólico del verso o al aire de
dulzura que se respira en el mismo. Milton disfruta con el mundo de Ovidio
y lo traslada —en-la medida que le permite su honradez— a la órbita cris
tiana; es por esto que Milton quedó hechizado por Ovidio. De todas maneras
podemos afirmar que sin la mitología de Ovidio la poesía inglesa no sería la
misma.
La influencia de Ovidio en la literatura inglesa es muy amplia, por lo cual
fijaremos cuatro áreas principales.
Los versos sobre Ganimedes nos recuerdan que el mariposón Júpiter es cul
pable tanto de incesto como de pederastía. El pasaje tiene todo el brillo, la
pomposidad y la iconoclasia asociados en el mejor de los casos a Marlowe,
aunque también demuestra una cierta ostentación y crueldad en su manera de
ver las cosas. Únicamente a través de los versos sobre Silvano (una vez más
el tema de la homosexualidad), consigue crear una melancolía delicada y ele
giaca digna de Ovidio. Spenser, en cambio, al tener una moralidad mucho
más firme, es capaz de crear unas imágenes de sensualidad mucho más rica
y exuberante que demuestran a los escritores de epiliones lo que en realidad
son: unos estudiantes sumamente listos que intentan escandalizar a los ma
yores respetables:
* [There might you see the gods in sundry shapes, / Committing heady riots, incests, ra
pes. / For know that underneath this radiant floor / Was Danae’s statue in a brazen tower, / Jove
slyly stealing from his sister’s bed, / To dally with Idalian Ganymede, / Or for his love Europa
bellowing loud, / Or tumbling with the Rainbow in a cloud, / Blood-quaffing Mars, heaving the
iron net / Which limping Vulcan and his Cyclops set, / Love kindling fire, to bum such towns
as Troy, / Sylvanus weeping for the lovely boy / That now is turned into a cypress tree, / Un
der whose shade the wood-gods iove to be.]
Y mientras, la altanera Ave, erizando su plumaje
y atusándose el hermoso pecho, la penetraba.
Ella dormía, pero sus ojos entreabiertos vieron
cómo él sobre ella se abalanzaba, y sonrió ante su gallardía.*
(Faerie Queene, 3, 11, 32)
En tercer lugar, está el amor heroico, que procede sobre todo de las dia
tribas sobre las Heroidas, una colección de cartas en verso escritas por las
heroínas de la mitología a sus amantes o maridos ausentes; fue una obra muy
reconocida en una época en la que ni la retórica ostentosa ni la prolijidad es
taban mal vistas. De hecho había muchos, entre ellos Dryden en 1680, que
veían en ella las más sagaces revelaciones de Ovidio en relación a la pasión
amorosa y la psicología femenina. Existía la posibilidad de modernizar el es
tilo, y así lo hizo Drayton en su Englands Heroicall Epistles, un conjunto de
cartas de personajes famosos de la historia de Inglaterra. Sin embargo, la
obra más célebre es Eloísa y Abelardo de Alexander Pope (1688-1744), se
gún el doctor Johnson «uno de los más felices productos de la inteligencia
humana», más accesible a aquellos que bebieron en Racine y no en Shakes-
* [Then was he tumd into a snowy Swan, / To win faire Leda to his louely trade: / O won
drous skill, and sweet wit of the man, / That her in daffadillies sleeping made, / From scorching
heat her daintie limbes to shade: / Whiles the proud Bird ruffing his fethers wyde, / And brus
hing his faire brest, did her inuade; / She slept, yet twixt her eyelids closely spyde, / How to
wards her he rusht, and smiled at his pryde.]
** [For he being dead, with him is Beauty slain, / And, Beauty dead, black Chaos comes
again.]
peare. Es una curiosa amalgama de temas: el pathos ovidiano y una suprema
retórica, un escenario de bosquecillos y ermitas, exageradamente «gótico», el
rapto sagrado utilizado casi exclusivamente como objeto estético y el tema
de la sexualidad femenina abordado de una forma violenta. Al margen de al
gunos pasajes en que se expone brillantemente el proceso en que la mente
reordena y disuelve las formas rígidas de la realidad, el poema se convierte
en una curiosa combinación de cortesía y mal gusto; aun teniendo una cier
ta fuerza, podríamos decir de él que —junto a ciertos fragmentos del propio
Ovidio— es un ejercicio en el más pleno estilo kitsch. Sirva de comparación
el poema «Epistle of Rosamond» de Drayton, bastante mejor en algunos as
pectos aunque no tan sensacional.
La refinada técnica poética He los pareados cerrados y sus equilibrios, an
títesis y acentuación procede, en última instancia,. de Ovidio; en Eloísa,
como también en Ovidio, parece en general satisfecha de sí misma más que
mimética o funcional. Y en este punto Pope supera en complejidad y fuerza
imaginativa a Ovidio. Por ejemplo, en esta descripción de The Rape o f the
Lock de los peines que están sobre el tocador de Belinda (Canto 1, 135-136):
Pope alcanza su madurez como poeta cuando, para moralizar su canto, com
bina la técnica poética de Ovidio con la «sabiduría» horaciana.
* [The tortoise here and elephant unite, / Transformed to combs, the speckled and the
white.]
** [Damn with faint praise, assent with civil leer, / And, without sneering, teach the
rest to sneer, / Willing to wound, and yet afraid to strike, / Just hint a fault and hesitate dis
like ...]
En cuarto y último lugar, tenemos toda la pléyade de primeros poemas
eróticos. El halo de perversidad que siempre los ha envuelto parece haber
atraído a los escritores más sagaces y sofisticados. En el año 1599 la Iglesia
mandó quemar una edición —de relevancia histórica— de la traducción que
Marlowe realizó en pareados heroicos de los Amores. Otro autor, el joven
John Donne (1572-1631), llegó a modernizar el género en sus Elegías, en las
que resalta la sordidez y el libertinaje, rechazando el lenguaje elegante de
Ovidio y sustituyéndolo por otro más coloquial, probablemente extraído del
mundo del teatro. En Songs and Sonnets hay un poema famoso que recrea un
tema ovidiano. En «The Sun Rising» hay reminiscencias de Ovidio dirigién
dose a la Aurora (Amores, 1, 13), y que precede a toda una pléyade de alba-
das en la literatura inglesa que arranca con Chaucer. Aun así (y parafrasean
do a Donne) la «fuerza de persuasión masculina» nos aleja del original:
Aun así, el precio es muy alto. Donne permanece indiferente, como siem
pre, a las bellezas que le rodean, mientras que Ovidio describe bellamente
la brisa matinal y el canto de los pájaros acompañando a los amantes en la
cama. Donne desprecia con arrogancia las inquietudes del resto del mundo,
mientras que Ovidio evoca, aparte de la de los amantes, otras formas de
vida. Pero no por ello se deberá anteponer el ingenio positivo de Donne al
atrevimiento de Ovidio, incluso cuando finalmente, Donne, con una alegre
despreocupación, se retracte de su prohibición y ordene al Sol que entre en
su habitación, el tono sigue siendo petulante. En tiempos de la Restaura
ción, los «ingenios de la corte» llevaron más lejos en su plasmación la ne
quitia de Ovidio. Tanto el poema acerca del aborto de Corma (en la litera
tura amorosa vemos raramente a una mujer encinta) como el relato acerca
de un pasajero ataque de impotencia (Amores, 2, 13 y 3, 7) son una mues
tra del afán de Ovidio por transgredir todas las expectativas. Estos poemas
inspiraron todo un género menor de poemas que trataban del fracaso sexual
de los que se pueden destacar, a modo de ejemplo, algunos poemas atri
buidos a Rochester (1647-1680) y de Aphra Behn (1640-1689) desde la
perspectiva protofeminista. Durante el siglo xvn hubo muchas imitaciones
* [Busy old fool, unruly Sun / Why dost thou thus, / Through windows and through cur
tains call on us?]
** [She is all states and all princes I, / Nothing else is.]
—desde un erotismo exuberante hasta la pornografía— de la delicada na
rración de Ovidio acerca del encuentro amoroso con Corína (Amores, 1, 5).
Las dos obras más conocidas al respecto son la «To his Mistress Going to
Bed» de Donne y «A Rapture» de Carew; esta última fue duramente criti
cada en el Parlamento por su inmoralidad.
La i n f l u e n c ia d e H o r a c io
* [Thou hast thy walks for health as well as sport, / Thy Mount, to which the dryads do
resort, / Where Pan and Bacchus their high feasts have made, / Beneath the broad beech and the
chestnut shade.]
El estilo es sobrio aunque no monótono (vv. 43-44);
* [The blushing apricot and woolly peach / Hang on thy walls, that every child may
reach.]
acontecimientos: previamente a Accio la reina aparece borracha, rodeada de
hombres afeminados, despreocupada en su euforia; posteriormente vuelve a
estar sobria y adopta una actitud masculina contemplando estoicamente la
destrucción de sus esperanzas y de su palacio. Marvell, siguiendo el modelo
horaciano, introduce en su poema un magnífico cuadro del noble porte de
Carlos I en el patíbulo, teñido tal vez con una pincelada de ironía acerca del
delicado comportamiento y de la dócil cualidad «femenina» del rey, pero sin
excesivo pathos para dar verosimilitud donde es preciso (vv. 57-64):
El ingenioso juego de palabras derivado del latín (en latín acies tiene dos
significados: filo de un arma y mirada) contribuye a crear distanciamiento
analítico admirablemente: así pues, no es Milton el único en lucir sus cultos
latinismos. Cromwell, por el contrario, representa a su vez una fuerza natu
ral; es rápido como un rayo (imagen extraída de la Farsalia de Lucano), su
despiadada astucia en un universo hobbesiano es maquiavélica, su devoción
por el interés público es absoluta (para expresar todo esto Marvell recurre a
las imágenes de caza de Horacio adaptándolas a su estilo más analítico).
Marvell, al igual que Horacio, que compara Roma con Egipto, Octavio con
Cleopatra, el ámbito público con el privado como punto de inflexión en la
historia, encaja una lucha ideológica en un momento decisivo de cambio tra
zando paralelismos entre la Revolución inglesa y la transición de la Repú
blica al Imperio. A través de la adopción de este colorido romano Marvell
evita la cuestión religiosa, procedimiento que le permite llegar a conclusio
nes menos comprometedoras: no es Dios, sino el destino, el que rige. Tam
bién aplica estrictamente este decoro clásico al pasaje apocalíptico acerca de
la espera ante la instauración de Cromwell como conquistador del mundo.
(Esta elección de Horacio como modelo podría haber estado estimulada por
razones ideológicas. Para los monárquicos, Horacio representaba al poeta
retraído, políticamente discreto; para Marvell representaría el instigador de
la acción política radical.) En este poema se encuentran a faltar la fuerza, el
color y el entusiasmo característicos de una de las últimas odas políticas de
Horacio, pero se compensa con una mayor inteligencia. Y con todo, sin Ho
racio no se habría escrito nunca.
* [He nothing common did or mean / Upon that memorable scene; / But with his keener
eye / The axe’s edge did try; / Nor called the Gods with vulgar spight / To vindicate his helpless
right, / But bowed his comely head / Down as upon a bed.]
Jonson transmitió su concepción humanística de Horacio a sus «hijos li
terarios», entre los que destaca Robert Herrick (1591-1674), autor muy apre
ciado a principios de ese siglo antes de que apareciese Donne, aunque hoy
día se le subestime. Su poesía, también de inspiración clásica, es general
mente más elegante, más tímida y autorreflexiva que la de sus «padres». He
rrick se muestra especialmente preocupado con el tema de la fugacidad, com
pletamente ignorado por el robusto Jonson, quien, en uno de sus mejores
poemas, se sirve con intención del carpe diern («Corinna’s going a Maying»,
vv. 69-70):
* [Then while times serves, and we are but decaying, / Come, my Corinna, come lets go
a Maying.]
** [Like as my parlour, so my hall / And kitchen’s small; / A little butttery, and therein /
A little bin; / Which keeps muy little loaf of bread / Unchipped, unflead; / Some brittle sticks
of thom or briar / Make me a fire, / Close by whose living coals I sit, / And glow like it.]
Horacio es una presencia constante en los escritos de Pope, aunque es
generalmente el Horacio de los poemas en hexámetros y no el de las Odas.
Hacia la treintena, Pope ya había conseguido perfilar la actitud burlona,
amistosa, de Horacio como también su ironía evasiva y sus difíciles cam
bios de tono y timbre. Los versos que cierran el poema The Rape o f the
Lock se inspiran en dos poemas de Catulo, el poema «La cabellera de Be
renice» y el primer poema de la serie dedicada a Lesbia. A pesar de ello
Pope consigue un efecto a la manera horaciana, ya que simultáneamente
critica y disfruta del ensimismamiento de Belinda, se burla y aun así cree
en su propia poesía como en una fuerza transformadora; a través de sus hi
pérboles irónicas transmite la triste sensación de la fugacidad de la belleza
(canto 5, 145-150):
* [For, after all the murders of your eye, / When, after millions slain, yourself shall die, /
When those fair suns shall set, as set them must, / And all those tresses shall be laid in dust, /
This lock the Muse shall consecrate to fame, / And midst the stars inscribe Belinda’s name.]
la que sabe adorar e! encanto de la hermana, o prestar
a los suspiros de una hija un oído sin agraviar,
la que jamás replica hasta calmarse el esposo,
o que, pese a ser ella quien lo domina, nunca así se lo hace ver ...*
* IA h friend! to d azzle let the vain desig n ; / T o raise the th o u g h t and touch the heart be
thine! / T h at ch arm sh all grow , w h ile w h a t fatigues th e R ing, / F launts and goes dow n, an u n
reg ard ed thing. / So w h en the s u n 's broad beam has tired the sight, / All m ild ascen d s the
m o o n ’s m o re so b er light, / S eren e in virgin m odesty she sh in es. / A nd u n o b serv ed th e glaring
orb d eclin es. // Oh! b lest w ith tem p er, w hose u n clo u d ed ray / C an m ake tom o rro w cheerful as
tod ay , / S h e w h o can love a s is te r’s ch arm s, o r h ear / S ig h s fo r a d au g h ter w ith u n w o u n d ed ear, /
S he w ho n e ’e r an sw ers till a h usband cools, / O r, if sh e ru les him , n ev er sh o w s she ru les . . . |
** [G ive me th e h u m b le st note o f th o se sad strain s / D raw n fo rth by p ressu re o f his g il
d ed ch ain s, / A s a ch a n c e su n b e am from his m em o ry fell / U pon the S ab in e farm he loved so
w ell, / O r w h en th e p rattle o f B a n d u sia ’s sp rin g / H aunted his ea r— he o n ly listen in g ...1
guntarse qué opinion merecía a Wordsworth el fingido patetismo en tomo al
animal sacrificado en la oda Bandusia (3, 13) o del placer estético que siente
Horacio en la combinación de la roja y caliente sangre con el agua transpa
rente y fría. A-ún habiendo escrito la célebre frase «Adiós, Horacio al que
tanto odié, no por sus faltas, sino por las mías» (Childe Harold, 4, estrofa
77), Byron (1788-1824) siempre tuvo presente a Horacio tal y como de
muestran sus poemas, cartas y su diario.
In Memoriam, la obra maestra de Alfred Lord Tennyson (1809-1892) se
inspira en Horacio en cuanto al detallismo y al dinamismo de los versos,
mientras que «To the Revd. F. D. Maurice», una modernización del poema
horaciano de invitación, es la obra más encantadora escrita en el siglo xvn
(estrofas 1, 4-5 Y 11-12):
Es poco común encontrar entre los poetas, y todavía menos entre los espe
cialistas, una comprensión tan profunda de las convenciones. A. E. Housman
(1859-1936), poeta y estudioso, tradujo de un modo excesivamente románti
co, aunque bello, la oda «Diffugere nives» (Odas, 4, 7), según él «el más
* [Come, when no graver cares employ, / Godfather, come and see your boy: / Your pre
sence will be sun in winter / Making the little one leap for joy. // Where, far from noise o f smo
ke and town, / I watch the twilight falling brown / All round a careless-ordered garden / Close
to the ridge of a noble down. / You’ll have no scandal while you dine / But honest talk and who
lesome wine, / And only hear the magpie gossip / Garrulous under a roof of pine. // Come, Mau
rice, come; the lawn as yet / Is hoar with rime, or spongy-wet / But when the wreath of March
has blossomed / Crocus, anemone, violet, / Or later, pay one visit here, / For there are few we
hold as dear, / Nor pay but one, but come for many / Many and many a happy year.]
bello poema de la Antigüedad»: el solem ne verso de Horacio «pulvis et um
bra sumus» se convierte en «som os polvo y sueños» de la Tempestad. En
poemas com o «Loveliest o f trees, the cherry now» está muy influido por Ho
racio en cuanto a peso, econom ía y precisión. La combinación de sentim ien
to nostálgico con el nombre exótico de Cinara (una mujer a la que Horacio
siempre asociaba a su juventud) hizo volar la imaginación de algunos poetas
de los años noventa, y en particular la de Ernest D ow son (1867-1900): «¡te
he sido fiel, Cinara! A mi modo». El apasionado poema de Dowson (el títu
lo «Non sum qualis eram bonae sub regno Cynarae», es una cita extraída de
Odas 4, I, citada supra en la p. 168) encierra una alusión y una evocación
de un espíritu de Horacio para que atormente al presente.
También en el siglo x x hubo poetas — com o Louis M acNeice ( 1907-1963)
y W. H. Auden (1907-1973)— que se interesaron por Horacio. El poeta lati
no no morirá jamás aun cuando nadie lo vuelva a leer. La literatura y la so
ciedad inglesas están profundamente marcadas por la sensibilidad y la morali
dad de Horacio. N os hem os acostumbrado a exigir a un poeta que nos hable
de los recónditos lugares en los que transcurrieron sus vivencias y amores, y
sin embargo fue Horacio el primero que puso estos requisitos en el centro
de la experiencia literaria de Europa, conectándolos con su vocación com o
poeta (O das, 4, 3); la «Sussex del mar» está directamente relacionada con la
finca sabina. Existe asimismo una tradición de vers de société, en la que el in
genio aparece asociado a un estilo más confuso, y que pervive en el siglo xx
en la figura de John Betjeman; una tradición que desciende en última instan
cia de Horacio a través de imitadores más joviales com o Matthew Prior. He
aquí el homenaje de Prior a Horacio, uno de los más sutiles que jamás se ha
yan escrito:
F in a l
En unos fam osos versos de «L’A liegro», Milton compara los estilos di
ferentes de Jonson y Shakespeare:
* [T hen fin ish , d e a r C h lo e, this pastoral w ar, / A nd let us like H o race and L y d ia agree: /
For th o u art a girl as m uch b rig h te r than her / A s he w as a poet su b lim e r than m e.]
Nos esperan las concurridas tablas
si la sabia comedia de Jonson representan,
o si el dulcísimo Shakespeare, hijo de la Fantasía,
góijea agrestes notas.5"
Este poema suele citarse normalmente para respaldar el concepto que tenía
el propio Jonson de que Shakespeare «quería arte» y erudición clásica, pero
esto resulta de una lectura rápida y poco minuciosa. La comparación, en ab
soluto polémica, se refiere a los dos autores en estos términos: por un lado a
la «erudición» de Jonson, su afán por imitar los modelos clásicos en cuanto
que son superiores, y por otro la imaginación creativa («fantasía») de Sha
kespeare, como un aspecto del arte y no de la naturaleza, en su afán de re
crear una atmósfera en la que se combine la inspiración con la lengua ingle
sa («native»). Cada pareado es un pastiche de los estilos característicos de
cada autor. Milton utiliza en relación a Jonson un vocabulario corriente y
duro; la palabra «sock» traduce al inglés una metonimia latina (soccus = co
media) y encierra un juego de palabras gracioso: «sock» podría situarse en el
escenario o en el pie de Jonson.** En relación a Shakespeare utiliza unas
metáforas sugestivas, aunque algo imprecisas, con una modificación central
en la transformación del Shakespeare hijo de la Fantasía semipersonificada
en Shakespeare pájaro o cantor rústico del bosque. Este estilo «nativo» tiene
sus orígenes en la literatura latina, aunque aquí se haga un uso ecléctico de él.
(En palabras de Douglas Bush, en Mythology and the Renaissance Tradition,
p. 251 : «Las mentes del Renacimiento se parecen (exentas de vulgaridad) a
las casas de los nuevos ricos, decoradas con una mezcla incongruente de es
tilos de diferentes épocas».) G. K. Chesterton opina, con razón, que en este
sentido Shakespeare es igual de «clásico» que Milton, para lo cual aduce al
gunas célebres palabras pronunciadas por Otelo antes de matar a Desdémo-
na (5, 2, 8-13):
Si te extingo, agente de la claridad, y me arrepiento en seguida, podré re
animar tu primitiva llama; pero una vez tu luz extinta, ¡oh, tú,el modelo más
acabado de la hábil Naturaleza!, no sé dónde está aquel fuego de Prometeo que
volviera a encender tu luz.***
En una versión del mito de Prometeo éste es el donador del fuego y en otra
es el iniciador de la vida humana. Shakespeare pretendía seguramente fusio
nar estas dos ideas de tal forma que el «fuego de Prometeo» significara
algo así como «chispa vital» o «fuego de la vida» o simplemente represen
tara la idea de «fuego original», un fuego encendido donde no existe nin
* [Then to the well-trod stage anon, / If Jonson’s learned sock be on / Or sweetest Sha:
kespeare, fancy’s child, / Warble his native wood-notes wild.]
** Sock, en inglés, significa también calcetín. (N. de la r.)
*** [If I quench thee, thou flaming minister, / 1 can again thy former light restore / Should
I repent me; but once put out thine, / Thou cunning’st pattern of excelling nature, / 1 know not
where is that Promethean heat / That can thy light relume.]
gún fuego. Esta referencia está insertada en una época clasicista que halla
su máxima expresión en un delicado «esplendor» latinizante. En palabras
de Chesterton:
B i b l io g r a f ía
Existe muchísima bibliografía sobre este tema, por lo cual me limitaré a unos
cuantos títulos, con breves comentarios.
1. General
Erskine-Hill, Howard, The Augustan Idea in English Literature, Londres, 1983; ma
gistral, a veces en exceso.
Gillespie, Stuart, The Poets on the Classics: An Anthology of English Poets ’ Writings
on the Classical Poets and Dramatists from Chaucer to the Present, Londres y
Nueva York, 1988; un libro de referencia útil.
Greene, Thomas M., The Light in Troy: Imitation and Discovery in Renaissance
Poetry, New Haven y Londres, 1982; una sutil, aunque a veces extraña aproxi
mación modernista.
Highet, Gilbert, The Classical Tradition: Greek and Roman Influences on Western
Literature, Oxford, 1949; comprensible, aunque poco satisfactoria (hay trad,
cast.: La tradición clásica, México, 1954).
Jones, Emrys, The Origins of Shakespeare, Oxford, 1977; el cap. 1 es la mejor apro
ximación al ambiente humanista de la literatura inglesa del Renacimiento.
Ogilvie, R. M., Latin and Greek: A History of the Influence of the Classics on En
glish Life from 1600-1918, Londres, 1964; legible aunque excesivamente esque
mático en cuanto al orden.
Race, William H., Classical Genres and English Poetry, Londres y Sidney, 1988; una
antología con continuos comentarios.
Röstvig, Maren-Sophie, The Happy Man: Studies in the Metamorphosis of a Classi
cal Ideal, vol. I: 1600-1700; Π: 1700-1760, Oxford, 1954 y 1958; una abundan
te colección de material, aunque con algunos comentarios excéntricos.
Thomson, J. A. Κ., Classical Influences on English Poetry, Londres, 1951; más bien
aburrido.
2. Mitología clásica
Bush, Douglas, Mythology and the Renaissance Tradition in English Poetry, Min-
neâpolis y Londres, 1932; la obra clásica, más bien sobrecargada de detalles.
Griffin, Jasper, The Mirror of Myth: Classical Themes and Variations, 1984 T. S.
Eliot Memorial Lectures, Londres, 1986; ensayos bien escritos para el lector ge
neral.
Keach, William, Elizabethan Erotic Narratives: Irony and Pathos in the Ovidian
Poetry of Shakespeare, Marlowe and their Contemporaries, Hassocks, 1977; un
estudio seductor.
McPeek, James A. S., Catullus in Strange and Distant Britain, Harvard Studies in
Comparative Literature 15, Cambridge, Mass., 1939; una investigación útil.
Martindale, Charles, ed., Ovid Renewed: Ovidian Influences on Literature and Art
from the Middle Ages to the 20th Century, Cambridge, 1988; 15 ensayos con bi
bliografía.
Thayer, Mary Rebecea, The Influence of Horace on the Chief English Poets of the Ni
neteenth Century, 1916, reimpr. Nueva York, 1986; un estudio breve.
Baldwin, T. W., William Shakespeare’s Small Latine and Lesse Greeke, 2 vols., Ur
bana, 1944; un monumento de investigación, ilegible.
Peterson, Richard S., Imitation and Praise in the Poems of Ben Jonson, New Haven
y Londres, 1981; sofisticado y a veces excesivamente agudo.
Leishman, J. B„ The Art of Marvell’s Poetry, Londres, 1966; un buen trabajo, pero
no trata la «oda horaciana».
Wilson, A. J. N., «An Horatian ode upon Cromwell’s Return form Ireland: The
Thread of the Poem and its Use of Classical allusion», Critical Quarterly, 11
(1969), pp! 325-341.
Braden, Gordon, The -Classics and English Renaissance Poetry: Three Case Studies,
New Haven y . Londres, 1978; incluye un ensayo agradable sobre Herrick.
Leishman, J. B., Milton’s Minor Poems. Londres, 1969.
Martindale, Charles, John Milton and the Transformation o f Ancient Epic, Londres y
Sidney, 1986; cap. 4 sobre Milton y Ovidio.
Hopkins, David, John Dryden, British and Irish Authors Series, Cambridge, 1986;
buena traducción.
Brower, Reuben A., Alexander Pope: the Poetry o f Allusion, Oxford, 1959; correcto,
amplio, pero le falta a veces mordacidad.
Stack, Frank, Pope and Horace: Studies in Imitation, Cambridge, 1985; mucha bi
bliografía sobre la influencia de Horacio en los siglos xvu y xvm.
6. Poesía neolatina
Binns, J. W., ed., The Latin Poetry of English Poets, Londres y Boston, 1974; una co
lección de ensayos de calidad variable.
Nichols, Fred J., ed., An Anthology of Neo-Latin Poetry, New Haven y Londres,
1979; una buena introducción y selección de algunos de los mejores poetas neo
latinos.
Una pequeña parte del material de este ensayo aparece también en Charles y Mi
chelle Martindale, Shakespeare and the Oses o f Antiquity, Routledge, Londres y Nue
va York, 1990.
J. P. Sullivan
VIII. LA SÁTIRA
Pero ya se le había anticipado sir Thomas Wyatt con sus tres sátiras en ter
cetos encadenados (escritas en tomo a 1536) y también George Gascoigne
(c. 1525-1577) cuya sátira en verso suelto, The Steele Glas (1576) recoge el
tópico de que «todo es vanidad». Las Sátiras de John Donne se fechan en
tomo al año 1593, y sólo dos años más tarde aparece la obra horaciana de
Thomas Lodge A Fig fo r Momus.
Los dos últimos autores compusieron en pareados yámbicos rimados;
este metro se transformaría posteriormente en los pareados heroicos cerra
dos; continuó siendo el metro comente para la sátira a lo largo de los dos si
glos siguientes y alcanzó su cima con los versos de Dryden y Pope. Ahora
bien, tuvo una ventaja innegable, puesto que parecía frenar la tendencia in
herente de la sátira a la divagación, imponiéndole una cierta progresión anti
tética.
¿Cuáles eran los alicientes de la sátira, en sus formas extensa y breve,
Pero a menudo esta libertad isabelina significaba licencia, que podía aca
rrear algunas veces creaciones precipitadas y concepciones erróneas de la na
turaleza literaria de la sátira. Los autores romanos de versos satíricos sabían
que su tono y su métrica eran intencionadamente diferentes de la gracia y
fuerza del hexámetro en manos de Virgilio u otros poetas, y aun así había al
gunos isabelinos que veían en la dicción dura y áspera, en la disposición y
versificación imperfectas, las verdaderas señas de identidad de la· sátira seria.
Esta actitud era en cierto sentido una reacción contra los primeros isabelinos,
muy aficionados a la alegoría romántica de los sonetos y elegías sentimenta
les y al género pastoril cortesano. El lenguaje complejo de Donne se podría
atribuir a su imitación de Persio y a su perseverancia en los conceptos, lo que
le valió la reprobación de Jonson, que criticaba su combinación de sílabas y
su acentuación. Aun así, había versificadores mucho más imperfectos que él.
Así, pues, los discretos comentarios de Horacio en su sermo pedestris y su
afición por un estilo de conversación aparentemente poco ingenioso, como
también la intencionada complejidad de la dicción y el metro de Persio, re
sultaron engañosos. La reivindicación «Mi libertad desprecia las leyes de la
rima» es propia de John Marston; en un verso extraído de su obra The Scour
ge o f Vülanie dice:
* [Had Cain been Scot, God would have changed his doom, / Not forced him to wander,
but confined him to home.]
rica de personajes y quien estableció la distinción entre metáfrasis, paráfrasis
e imitación (o alusión), que algunos poetas isabelinos como Jonson habían
practicado con sencillez.
Este hecho ejerció un fuerte estímulo en la creación poética, y se recurría
a modelos clásicos para paliar la propia falta de originalidad creativa. Los re
sultados fueron muy diversos. Es importante recordar al respecto las palabras
del doctor Johnson en su Life ó f Pope:
Este modo de imitación, muy familiar para los antiguos, adaptaba sus sen
timientos a tópicos modernos, y Horacio, en lugar de hablar de Ennio, habla
ba de Shakespeare; además acomodaba sus sátiras sobre Pantolabo y Nomen
tano a los aduladores y pródigos de su tiempo; fue utilizado por primera vez
por Oldham y Rochester en el reinado de Carlos Π; esta fecha me consta como
la más antigua. Es, pues, una especie de composición intermedia entre traduc
ción y diseño original que agrada, siempre y cuando los pensamientos tengan
una aplicación imprevista y los paralelismos sean afortunados.
* [Well, sir 'tis granted I said Dryden’s Rimes / Were siol’n, unequal, nay dull many Ti
mes. / What foolish Patron is there found of his / So blindly partial to deny me this? / But that
his Plays, embroider’d up and down / With Wit and Learning, justly pleas’d the Town / In-the
same Paper I as freely own.]
sujetas al original y muy populares en época isabelina y posteriormente. Este
tipo de traducción se aleja, en cuanto a intención y a menudo también en ex
tensión, de su modelo clásico; un ejemplo nos lo brinda sir Carr Scroope en
su «In Defence of Satire» (1677), basada de forma aproximada en Horacio
(Sátiras, 1, 4), aunque mucho, más mordaz y personal que el original, bas
tante moderado.
Dryden tiene el mismo planteamiento en sus sátiras políticas y religiosas.
La célebre descripción del inmigrante rastrero en Juvenal(3, 60 y ss.) nos da
una idea más clara al respecto, y traducida por el propio Dryden de esta ma
nera:
* [Q u ick W itted , B ra z e n -fa c ’d, w ith fluent T o ngues, / P atien t o f L abour», and dissem
bling W ro n g s / R id d le m e th is, an d guess him if you can , / W ho b ears a N atio n in a single
M an? / A C o o k , a Conjuror, a R h eto rician , / A P ain ter, P ed an t, a G eo m etrician , / A Dancer on
th e R o p es, a n d a P h y sician . / All th in g s the hungry Greek exactly know s: / A nd bid him g o to
H eav ’n, to H eav ’n h e goes.]
Superado por tontos a los que todavía consideraba demasiado atrasados
él tuvo su merecido y ellos su herencia:
burló al tribunal; luego buscó un remedio
y formó partidos, aunque jamás pudo ser el jefe:
pues, a su pesar, la carga del trabajo cayó
en Absalom y el sabio AchitopheL
Aunque picaro en su testamento, privado de medios
no dejó una facción sino que ésta lo dejó a él.*
Las obras Absalom (1681), The Medall, MacFlecknoe y los pasajes satíricos
de Religio L aid (todas de 1682) y The Hind and the Panther (1687) de Dry
den —todas ellas contienen tópicos políticos, religiosos y literarios— son las
mejores creaciones dentro de una gran masa de autores neoclásicos que en
tre 1660 y alrededor de 1714, fecha de la ascensión de la dinastía hannove-
riana, pusieron su talento al servicio de la sátira. En el primer puesto de la
escala social tenemos a Buckingham, Rochester y John Buckhurst, conde de
Dorset (1638-1706), este ultimo muy elogiado por Rochester y Ezra Pound
(pues para Pound logopoeia es igual a ironía verbal). De procedencia más
humilde, cabe mencionar a Thomas Shadwell, el segundo laureado después
de Diyden, a Thomas D’Urfey, Thomas Otway, Elkanah Settle, todos ellos
dramaturgos, y, quizá el mejor de éstos, John Oldham (1653-1683).
Oldham era uno de los principales exponentes de la imitación, y en su
imitación de la tercera sátira de Juvenal, en la que traslada el escenario de
Roma a Londres, está al mismo nivel que la obra London del doctor John
son. En sus Satires Upon the Jesuits (1681), elogiada por Dryden por la vio
lencia manifestada contra la «vil estirpe de Loyola y el Infierno», resulta
muy evidente la inspiración en modelos romanos; este hecho seguramente
contribuyó a apaciguar sus injurias enardecidas y le sirvió como un medio
habitual de defensa. La última secuencia arranca de Horacio, Sátiras, 1, 8, y
su versión de Sátiras, 1, 9 («El pesado») fue la que más elogió Pope. A pe
sar de su deuda con Horacio, hay que recordar que de las seis sátiras publi
cadas en sus Poems and Translations (1683), cinco están inspiradas en Juve
nal. Como buen clasicista publicó también imitaciones de Boileau y los ecos
de Marcial no son infrecuentes en sus versos.
* [In the first Rank of these did Zimri stand: / A Man so various, that he seem’d to be /
Not one, but all Mankind’s Epitome. / Stiff in Opinions, always in the Wrong; / Was Everything
by Starts, and Nothing long: / But, in the Course of one revolving Moon, / Was Chymist, Fid
ler, States-man, and Buffoon; / Then all for Women, Painting, Rhiming, Drinking / Besides ten
thousand Freaks that died in Thinking. / Blest Madman, who could every Hour employ, / With
Something New to wish, or to enjoy! / Railing and Praising were his usual Theams; / And Both
(to shew his Judgment) in Extreams: / So over Violent, or over Civil, / That every Man, with
him, was God or Devil. / In squand’ring Wealth was his peculiar Art: / Nothing went unrewar
ded, but Desert. / Begger’d by Fools, whom still he found too late: / He had his Just, and they
had his Estate. / He laugh’d himself from Court; then sought Relief / By forming Parties, but
could ne’r be Chief: / For, spight of him, the Weight of Business fell / On Absalom and wise
AchitopheL· / Thus wicked but in Will, of Means bereft, / He left not Faction, but o f that was
left.]
Sin embargo, la superioridad poética de Dryden frente a sus contempo
ráneos está suficientemente demostrada viendo las críticas que le dirige, por
ejemplo, Shadwell en The Medal o f John Bayes (seudónimo habitual de
Dryden):
* [How long shall I endure, without Reply, / To hear this Bayes, this Hackney-railer, he? /
The Fool, uncudgel’d, for one Libel swells, / Where not his Wit, but Saucyness excels; / Whilst
with foul Words and Names which he lets fly, / He quite defiles the Satire’s Dignity. / For Libe!
and true Satire different be; / This must have Truth, and Salt, with Modesty. / Sparing the Per
sons, this does tax the Crimes / Calls not the great Men, but Vices of the Times, / With witty and
sharp, not blunt and bitter Rimes.]
universitario anodino y de pocas pretensiones no habría sabido componer un
pareado heroico más o menos aceptable. Para los auténticamente pobres,
existían las canciones, las baladas y las coplas.
En relación a los escritores del momento se podría hacer una distinción
entre los radicales, que se oponían tanto al gobierno como a las instituciones
y alas tradiciones en general, y los más conservadores, entre los que se cuen
tan Dryden, Swift, Pope y Gay. Los primeros rehuían el estudio de las letras
clásicas, tan habitual entre la nobleza y los terratenientes, al que anteponían
las baladas, el género burlesco y las coplas que estaban más al alcance de los
nuevos sectores sociales obreros y del comercio. Una situación similar se
producirá en el romanticismo. Por supuesto, cada escritor abordó desde dife
rentes perspectivas un amplio repertorio de asuntos sociales y políticos que
trascendían los habituales vicios de corrupción, avaricia, locura y lujuria,
que por supuesto seguían existiendo. El odio al protestantismo y el miedo al
papismo, estimulados por rumores acerca de complots jesuítas e intrigas
francesas, como a menudo reflejaban los versos, tomó un cariz político, ya
que se especulaba con la posibilidad —íntimamente relacionada con anterio
res persecuciones y con la actual corrupción de la corte— de que se impu
siese en Inglaterra una dinastía católica. Ningún suceso político refleja me
jor el poder del verso satírico que el hundimiento de Jacobo Π a partir de la
exaltada campaña periodística en contra de su política pro católica; y algu
nas canciones tuvieron el impacto político de «Lilliburlero», el himno de la
Revolución Gloriosa de 1688.
No hay que olvidar que también se imprimían las protestas de los purita
nos, los disidentes, los republicanos, los cromwellianos nostálgicos e incluso
la de los comunistas prematuros al estilo de los Diggers y los Levellers. Dry
den mostró cómo los modelos romanos podían adaptarse a los acontecimien
tos, vicios y personajes contemporáneos. La sátira romana, en cuanto sátira
política, había cargado contra aquellos individuos que se aprovechaban de un
sistema perfectamente válido. Este es el caso de Persio en su crítica a la cor
te de Nerón y de los ataques del arrepentido Marcial y de su amigo Juvenal
en contra de la crueldad de un Domiciano autocrático; pero no criticaban el
concepto mismo de autocracia o de culto imperial. La nueva sátira neoclási
ca, sin embargo, podía llegar a cuestionar, o defender, el derecho divino de los
monarcas, la relación gobierno-religión, el monopolio real sobre los asuntos
internacionales o incluso los cambios en las convicciones políticas o religio
sas personales. Los nuevos neoclásicos se sirvieron de la discusión crítica so
bre literatura, que los autores satíricos romanos habían llevado a un nivel es
tético y casi despolitizado, como pretexto para manifestar sus antipatías y
simpatías políticas y personales. En consecuencia, el modo heroico-burlesco
y la parodia, que hasta el momento eran simplemente un arma más en manos
de los autores romanos, se transformaron en un estilo satírico propio, como
podemos ver en la obra MacFlechioe de Dryden.
Eran excepcionalmente frecuentes las sátiras sobre temas de literatura, a
menudo sobre las discusiones críticas que se encuentran en Horacio: uno de
los recursos habituales para desacreditar los principios y las lealtades de un
individuo consistía en manchar su reputación o, peor aún, en desmerecer su
arte. El metro preferido de un autor podía ser objeto de burla, como lo po
dían ser también su amante o los principios morales defendidos.
El sucesor más destacado y el rival artístico más cercano a Dryden fue
Alexander Pope (1688-1744), cuya Dunciad (1728) está indudablemente ins
pirada en MacFlecknoe menos en el objetivo literario, que en Pope es múlti
ple mientras que en Dryden es único. La primera sátira de Pope, excluida por
las conjeturas del momento de tomar parte en los conflictos religiosos, polí
ticos y literarios de los que, antes de 1714, surgieron tantos buenos poemas
partidistas, se titulaba The Rape o f the Lock (1712; revisada y ampliada en
1714). Se trata de un relato'heroico-burlesco de una pelea en sociedad. Su
modelo clásico no es ningún autor propiamente satírico, sino la versión de
Catulo del elogio irónico que Calimaco dirigió a la reina egipcia Berenice;
en él se relata de forma divertida cómo el mechón de Berenice, previamente
sacrificado por la reina para garantizar la seguridad y la victoria militar de su
marido, se eleva al cielo transformándose en Coma Berenices. Samuel John
son la calificó como la obra «más alegre, ingeniosa y deliciosa» de Pope.
Pope, no obstante, irá abandonando en sus sátiras de inspiración clásica
este tipo de invectiva vehemente y autoritaria, excepción hecha de su áspe
ro pronunciamiento —a la manera de Dryden— contra los poetas contem
poráneos y que lleva el título de Dunciad (1728). En su lugar adoptará un
discurso reflexivo y refinado para el cual tomó como modelo la fingida e in
geniosa conversación urbana de Horacio. El Arte poética sirvió de modelo
para An Essay on Criticism (1711), pero es Imitations o f Horace, de Pope,
escrita en 1733 y en los años siguientes, el mejor ejemplo —anterior al si
glo xx y en lengua inglesa— de una interacción creativa y fructífera entre un
poeta antiguo y uno moderno. En estos poemas, Pope llevó hasta el límite el
amplio concepto de Imitation, pues combinó la traducción fiel del original con
comentarios irónicos y contemporáneos sobre las implicaciones y puntos de
vista de la misma; además, en su versión de Epístolas, 2, 1, de Horacio puso
como destinatario, en lugar de Augusto, al completamente inadecuado Jor
ge Π. Estas Imitations, junto a algunos de sus Moral Essays, en particular
la transformación horaciana de la sexta sátira de Juvenal acerca del tradi
cional tema de los vicios y la estupidez del sexo femenino (Epístola 2, So
bre el carácter de las mujeres), se consideran normalmente como las me
jores y más sutiles obras de Pope; pero para poder apreciar mejor toda su
complejidad deberían publicarse, como se hizo inicialmente, junto con el
texto latino.
La ironía subyacente en los versos siguientes sigue siendo perceptible:
Su obra maestra es, sin embargo, la E pistle to Dr. Arbuthnot , que sirvió
de Prologue to the Satires (1734). Aquí Pope, sin inspirarse en ninguna obra
de Horacio en concreto, usa el perfil fragmentario de sí mismo, como hizo
Horacio en sus escritos, para crear un divertido —aunque ligeramente de
fensivo— autorretrato que justifique la finalidad y la motivación de sus Imi
tations. Más que de imitación se trata de transmutación.
Para los historiadores de la literatura, sin embargo, Pope marca el princi
pio del fin de la sátira clásica en verso. En manos de Waller, Oldham y Dry
den, el pareado heroico se había convertido en una versificación retórica, va
riada, fluida y vigorosa, capaz de conseguir los más diversos efectos, desde la
más simple frivolidad hasta una emocionante profundidad. El pareado de
Pope cierra, junto al hexámetro de Juvenal, un capítulo. Después de él nadie
supo escribir tan bien en este estilo; en todo caso escribió de forma diferente.
La disponibilidad , por así decirlo, de estas técnicas del verso ya se había ma
nifestado anteriormente en algunos pasajes impresionantes de la célebre, aun
que tendenciosa, sátira The D ispensary (1699) de sir Samuel Garth; en ella
hay rasgos de la intención de Pope y reminiscencias de la fuerza de Dryden.
Aun así, fue Pope quien consumó prácticamente el potencial de la forma. Sa
muel Johnson ya lo constató al afirmar que después de Pope sería «arriesga
do ... intentar perfeccionar la versificación». Pero el precio que pagó Pope
por su logro fue, en palabras de Cowper, que
* [To thee, the World its present Homage pays, / The Harvest early, but mature the Praise: /
Great Friend of LIBERTY! in Kings a Name / Above all Greek, above all Roman Fame: / Whose
Word is Truth, as sacred and revered, / As Heaven’s own Oracles from Altars heard. / Wonder of
Kings! like whom, to mortal Eyes / None e’er has risen, and none e’er shall rise. / Just in one Ins
tance, be it yet confess’d / Your People, Sir, are partial in the rest: / Foes to all living Worth ex
cept Your own, / And Advocates for Folly dead and gone. / Authors, like Coins, grow dear as they
grow old; / It is the Rust we value, not the Gold.]
** [Made poetry a mere mechanic art, / And every warbler has his tune by heart.]
las experiencias del hombre corriente, abandonando los clásicos romanos de
la sátira. Paulatinamente, el romanticismo forzará la desaparición del parea
do, y con ella disminuirá correspondientemente la influencia de la sátira clá
sica en la inglesa.
Sin embargo, cualquier consideración acerca de la influencia de la sátira
romana en la inglesa resultaría incompleta si no tuviésemos en cuenta las
imitaciones que hizo Samuel Johnson (1709-1784) de las sátiras tercera y dé
cima de Juvenal: London (1738) y The Vanityo f Human Wishes(1749).A
pesar de no tener la fuerza de un Pope en susadaptaciones deHoracio,John
son consigue infundir a la ingeniosa retórica de Juvenal una moralidad so
lemne, que modifica de forma radical el carácter del original; para ello recu
rre a unos equivalentes modernos —y bastante creíbles— para los vicios y
caracteres condenados por el original, como por ejemplo con Thomas Wol-
sey (m. 1530), personaje equivalente a Sejano:
* [In full-blown Dignity, see Wolsey stand, / Law in his Voice, and Fortune in his Hand: /
To him the Church, the Realm, their Pow’rs consign, / Thro’him the Rays of regal Bounty shi
ne / Turn'd by his Nod the Stream o f Honour flows, / His Smile alone Security bestows: / Still
to new Heights his restless Wishes tow’r, / Claim leads to Claim, and Pow’r advances Pow’r; /
Till Conquest unresisted ceas’d to please, / And Rights submined, left him none to seize. / At
Length his Sov’reign frowns— the Train of State / Mark the keen Glance, and watch the Sign to
Johnson fue capaz de encontrar en los modelos romanos una nueva inspira
ción; siguiendo más a Juvenal que a Horacio, supo infundir a sus originales
una pasión que emanaba de sus propias experiencias:
La obra Night. An E pistle to R o b ert L loyd recoge la idea de Juvenal del mun
do como vanidad de vanidades:
hate. / Where-e’er he turns he meets a Stranger’s Eye, / His suppliants scorn him, and his Fo
llowers fly: / At once is lost the Pride of aweful State, / The golden Canopy, the giitt’ring Pla
te, / The regal Palace, the luxurious Board, / The liv’ried Army, and the menial Lord. / With
Age, with Cares, with Maladies oppress’d / He seeks the Refuge of monastic Rest. / Grief aids
Disease, remember’d Folly stings, / And his last Sighs reproach the Faith of Kings. / For why
did Wolsey near the Steeps of Fate, / On weak Foundations raise th’enormous Weight? / Why
but to sink beneath Misfortune’s Blow, / With louder Ruin to the Gulphs below?]
* [Deign on the passing World to tum thine Eyes, / And Pause awhile from Letters, to be
wise; / There mark what Ills the Scholar’s Life assail, / Toil, Envy, Want, the Patron, and che
Jail. / See Nations slowly wise, and meanly just, / To buried Merit raise the tardy Bust. / If
Dreams yet flatter, once again attend, / Hear Lydiat’s Life, and Galileo’s End.]
** [Satire, whilst Envy and ΠΙ-humour sway / The Mind of Man, must always make her
Way ...]
Vicio tras vicio con ardor persiguen,
y una vieja locura veinte nuevas consigue.*
Rechaza con elegancia la ambición, tal y como hace Juvenal en sus comen
tarios sobre Alejandro y Aníbal:
Con ironía similar reemprende en The Times la crítica que Juvenal dirigió en
su sátira novena a los homosexuales pederastas; en las críticas violentas al
obispo Warburton, en The Duellist y The Dedication, Churchill pone en prác
tica el método directo de Juvenal con la mayor ferocidad posible. Los si
guientes versos están claramente inspirados en la octava sátira de Juvenal
sobre las pretensiones morales de la aristocracia:
* Academia fundada en Florencia en la segunda mitad del siglo xvi, con el propósito de
depurar la lengua italiana. (N. del e.)
¿No debo oír? ¿Podrá chillar el ronco Fitzgerald
chirriantes pareados en tabernas,
y yo no cantaré por miedo a que tal vez la crítica escocesa
de escribidor me tache y a mi musa denuncie?
A la rima aprestaos: publicaré, con razón o sin ella.
Los necios son mi tema, que mi canto la sátira sea.*
La obra H ints from H orace (1811), una «alusión» al A rte p o é tic a , estaba
escrita en el mismo tono y metro. Ambas obras, en las que, como también en
el D unciad de Pope, está latente el problema de la pérdida de actualidad de
los littérateurs criticados en ellas, no eran más que abortados preludios a la
revuelta que depondría a la sátira neoclásica de su lugar privilegiado.
Byron se inspiró, curiosamente, en los experimentos realizados por John
Hookham Frere en su The M onks a n d the G iants , cuando adoptó las octavas
(el metro del verso tragicómico italiano) para su contundente The Vision o f
Judgement (1821); en ella ataca a Jorge ΙΠ y a su poeta laureado (o lacayo,
según Byron), Robert Southey. La estructura corresponde a la sátira menipea
de Séneca sobre Claudio, la A pocolocyn tosis, aunque la fuerza innovadora es
completamente byroniana. Esta fuerza sigue omnipresente en el D on Juan,
obra que el propio poeta califica de «sátira alegre con la poca poesía que para
el caso se requería» y más adelante de «sátira sobre los abusos de los actua
les rangos sociales, y no un elogio del vicio». En caso de que en esta ma
quinaria completamente moderna habitase algún fantasma clásico, sería el
espíritu de Horacio. Pero por todo lo anteriormente mencionado y por todas
las reminiscencias que encierra tanto de Juvenal como de Marcial, este poe~
me fleu ve representa un viraje decisivo en la tradición satírica inglesa.
La sátira extensa halló su continuidad en el siglo xix y en el xx con no
velistas como Thomas Love Peacock, Charles Dickens, William Makepeace
Thackeray y Samuel Butler, y más recientemente Michael Arlen, Anthony
Powell, Aldous Huxley, Evelyn Waugh, Kingsley Amis, David Lodge y sus
equivalentes del otro lado del Atlántico. Otras salidas literarias menores se
encontrarían en los music-halls Victorianos, la ópera cómica y —en la época
actual— las producciones efímeras, a menudo salvajes, del teatro, el cine, la
radio y la televisión como por ejemplo B eyond the Fringe, M onty P yth on ’s
Flying Circus y Spitting Im age ; en Estados Unidos las representaciones de
Lenny Bruce, Mort Sahl y Mark Russell. Estos, normalmente, se basan en la
parodia y la fantasía. Parece ser que el semblante de la Musa Depravada se
ha vuelto más divertido y, por lo tanto, menos amenazador.
Gracias a la parodia humorística la sátira en verso consiguió mantenerse
viva —aunque de forma inestable— entre el público de las épocas victoriana
y posvictoriana. El culto se inició con R ejected A ddresses (1812) de James y
Horatio Smith, continuó con Thomas Hood (1799-1845), cuyo poema largo
* [Must I not hear? —shall hoaise Fitzgerald bawl / His creaking couplets in a tavern hall, /
And I not sing, lest, haply Scotch reviews / Should dub me scribbler and denounce my muse? /'Pre
pare for rhyme—I’ll publish, right or wrong; / Fools are my theme, let satire be my song.]
M iss K ilm ansegg an d her P recious Leg, es una sátira seria dirigida contra la
estupidez de los nouveau riche del comercio; y concluyó con W. S. Gilbert
(1836-1911) y su$ óperas cómicas. Es muy representativo del estado lamen
table en el que se encontraba en estos momentos la sátira que en la revista
cómica Punch se atacase la, disputa literaria entre Bulwer-Lytton y lord
Tennyson. The N ew Timón a n d the Poets (1846) de Lytton es muy floja in
cluso para unos objetivos tan limitados. Únicamente las breves piezas satíri
cas de Robert Browning (1812-1889), como B ishop B lougram ’s A pology,
una reminiscencia de los momentos de apogeo de la sátira, y las obras atípi-
cas de poetas como A. H. Clough (1819-1861) en su Am ours d e Voyage
(1858), «el último decálogo», y en D ipsychus (ambas publicadas después de
su muerte), sirven de contrapeso a la afición del momento por temas más edi
ficantes, majestuosos o sentimentales.
No obstante, hubjo algunos intentos aislados de recuperar la sátira neo
clásica en pareados. El laureado Alfred Austin (1835-1913) se burla de las
extravagancias de las clases altas londinenses en The Season (1861), que tie
ne muchos puntos en común con las traducciones de Byron y de Dryden de
la sexta sátira de Juvenal sobre las mujeres, aunque no manifiesta la misma
fuerza; M y Satire and Its C ensors (1861), de nuevo con rasgos de Byron, es
apenas mejor.
Más recientemente, Roy Campbell (1901-1957) compuso unos versos vi
gorosos aunque algo toscos: su polémica G eorgiad (1931) y The Flowering
Rifle (1938), una larga lamentación derechista. Sin embargo, se han quedado
sólo en experimentos impresionantes. Ninguna de las dos se remite directa
mente a los orígenes clásicos de la sátira, aunque Campbell hizo una traduc
ción vivaz en metro heroico de A rte p o ética de Horacio, The A rt o f Poetry
(publicada en 1960).
Aun así, la sátira se hallaba atrincherada, como parte constituyente, en el
modo predominantemente lírico de la poesía del siglo xx. Se manifestará
acompañada de una feroz ironía en los poetas de la primera y la segunda gue
rra mundial. Su poesía está, sin embargo, más arraigada en lo autóctono que
en lo clásico. Entre estos poetas figuran Siegfried Sassoon (1886-1966), Ro
bert Graves (1895-1985) y Wilfred Owen (1893-1918); todos ellos se inspi
ran más en Swift que en Juvenal, tal y como muestra su realismo desilusio
nado y el tono mordaz que utilizan.
Finalmente, «The Homage to Sextus Propertius» (1917) constituye una
de las últimas grandes obras de imitación de la tradición inglesa. Proper-
cio, contemporáneo de Horacio, puede considerarse de hecho como un poe
ta romántico elegiaco; Pound, sin embargo, estaba convencido —no sin ra
zón— de que la obsesión erótica por su amante Cintia encubría una serie
de comentarios políticos y críticos acerca del imperialismo de Augusto
y de la poesía cortesana que lo acreditaba. Basándose en ello, Pound trans
formó estas observaciones satíricas en crítica irónica del imperio británi
co, ya que no hay que olvidar que se publicó en torno a la primera guerra
mundial:
Y no palpitan mis ventrículos al cesáreo ore rotundos,
ni al compás de los frigios padres.
Marinero, de los vientos; labrador: sobre sus bueyes;
soldado: enumeración de las heridas; el apacentador de rebaños, de ovejas;
nosotros, en nuestra estrecha cama, apartándonos de las batallas:
cada cual en donde puede, gastando el día a su manera ...
En las marismas de Accio, Virgilio le hace de jefe de policía a Febo.
Él sabe tabular las grandes naves del César.
Se emociona con el arsenal de Ilion,
agita las armas troyanas de Eneas,
y las esparce a montones por playas lavinias.
¡Abrid paso, escritores romanos,
despejad la calle, oh griegos!,
porque se inician las obras de una Ilíada mucho mayor
(y a la imperial medida)
¡Despejad la calle, oh griegos!*
Pound le aconsejó que «hiciese algo diferente». El tono satírico de Eliot ad
quiere especial relevancia en epigramas como «Mr. Apollinax», una pulla a
Bertrand Russell, o «Sweeney Agonistes», al estilo de Aristófanes. Debido al
afán de Eliot de volver a la tradición clásica, a su admiración por Dryden y a
su deseo de presentar las taras de una sociedad en decadencia, su Cuatro
* [And my ventricles do not palpitate to Caesarial ore rotundos / Nor to the tune o f the
Phrygian fathers. / Sailor, of winds; a plowman, concerning his oxen; / Soldier, the enumeration
of wounds; the sheep feeder, o f ewes; / We, in our narrow bed, turning aside from battles: / Each
man where he can, wearing out the day in his manner ... H Upon the Actian marshes, Virgil is
Phoebus’ chief of police, / He can tabulate Caesar’s great ships. / He thrills to Ilian arms, / He
shakes the Trojan weapons of Aeneas, / And casts stores on Lavinian beaches. / Make way, ye
Roman authors, / clear the street, 0 ye Greeks, / For a much larger Iliad is in course of cons
truction / (and to Imperial order) / Clear the street, O ye Greeks!]
** [This ended, to the steaming bath she moves, / Her tresses fanned by little flutt’ring
Loves; / Odours, confected by the artful French, / Disguise the good old hearty female stench.]
cuartetos y poemas similares no dejan de ser principalmente meditaciones
personales que poco tienen que ver con el ámbito público.
En este capítulo nos hemos ocupado del auge y de la decadencia, o me
jor dicho, de las. intermitencias en la sátira convencional en lengua inglesa.
El fenómeno literario evidencia de forma muy interesante cómo se absorbió
el legado clásico, no sólo .a través de la traducción libre y las adaptaciones
exactas, sino también a partir del uso creativo que se hizo del original, como
sucedió con las Satyres isabelinas, con las imitaciones y alusiones de la Res
tauración y del neoclacisismo, y recientemente con el «Homage» de Ezra
Pound.
Aun así, hay que reconocer c¡ue, a pesar del beau monstre de Pound, la
influencia directa de la vena romana de la sátira en la poesía inglesa del
último siglo y medio ha ido disminuyendo. En mi opinión no se debe úni
camente a la alienación del mundo actual respecto a la Antigüedad o a la
marginación de los estudios clásicos en la enseñanza, sino más bien a la na
turaleza de la sensibilidad posromántica en su manifestación poética. Ya no
existe el discurso público en el que se apoyaban los isabelinos y neoclasi-
cistas. La sensibilidad romántica junto a la preocupación por el estado de
ánimo de cada uno, expresados mediante imágenes asociativas, y a veces un
lenguaje hermético y una lógica oscura, tienen poco en común con las exi
gencias ecuánimes de la sátira; incluso en una época en la que con la pro
liferación de las más infames tácticas de guerra, la sátira parece escribirse
por sí sola.
B i b l io g r a f ía
Alden, R., The Rise o f Formal Satire in England under Classical Influence, Filadel-
fia, 1899.
McEuen, Kathryn Anderson, Classical Influence upon the Tribe o f Ben, Nueva York,
1968.
Whipple, T. Κ., Martial and the English Epigram from Sir Thomas Wyatt to Ben Jon
son, Berkeley, 1925.
Sobre la sátira neoclásica
* Moses Finley, ed., El legado de Grecia. Una nueva valoración, Crítica, Barcelona,
1983, p. 131. (N. del e.)
Lo mismo puede decirse del teatro romano. A través de las versiones la
tinizadas, la historia preservó el legado griego del desmoronamiento de la ci
vilización clásica. Aun así, la supervivencia llegó a estar, a veces, muy des
dibujada. Es muy probable que Séneca escribiese sus tragedias para que fue
sen declamadas o leídas y no tanto para que se representasen en escena. En
la Edad Media, las sociedades cristiana e islámica no supieron cómo inter
pretar los manuscritos de dramaturgos tan célebres como Plauto y Terencio;
muchos estaban convencidos, al igual que Averroes, de que se encontraban
ante poemas narrativos en forma de diálogo. No obstante, fue posible recu
perar la intención teatral de forma que el auge del teatro europeo occidental
quedó íntimamente vinculado a estos textos latinos. Una vez que este teatro
se hubo consolidado como institución internacional con su historia y tradi
ciones propias, nació un verdadero interés por sus predecesores griegos.
(Hasta 1715 no hubo ningún intento de publicar en inglés una traducción del
Edipo Rey de Sófocles.) En esta evidente filiación del teatro occidental,
Roma señala el eje central, puesto que gran parte de los elementos que nos
remiten a la escena griega tienen su equivalente en su sucesora romana.
Pero la constatación de que estos textos son hereditarios y de que los orí
genes son indiscutiblemente griegos va más allá del objetivo de este libro y de
una consideración acerca del teatro clásico. El que Roma constituya un puen
te entre Grecia y el Renacimiento se debe, en gran medida, al deliberado con
servadurismo de la cultura literaria latina. En este ámbito de la literatura, como
en tantos otros, los autores romanos buscaron ser intencionadamente imitado
res; tanto Plauto como Terencio citan a menudo la obra —o las obras— grie
gas sobre las que estaban trabajando —«verbum de verbo expressum» («tra
ducido literalmente»)— como si pretendiesen justificarse (Adelphoe, 11). Y en
este sentido se les suele evaluar. Que desde el siglo xvm nuestra mirada se
haya apartado del teatro romano para fijarse en el griego, se debe a la convic
ción de que gran parte de las obras latinas tienen su equivalente en griego, y
en una forma mucho más variada, sólida e interesante. La revalorización del
teatro romano en el siglo xx no ha contribuido a desplazar esta creencia pero
sí la ha matizado; en este punto nos detendremos para analizar cuál es el va
lor actual propiamente romano y no griego. ¿Cuál es la contribución específi
camente romana al tgatro cuya continuidad queda asegurada por Roma mis
ma? Por supuesto no es una cuestión que merezca un tratamiento tan amplio
como la del teatro griego, pero en algunos aspectos resulta más difícil.
En cuanto a la comedia, es casi imposible determinarlo y seguramente no
viene al caso. Conocemos la comedia griega en gran parte a través de la Co
media Antigua y de las obras de Aristófanes, una forma que jamás arraigó en
otras culturas. La Comedia Nueva, continuadora de la Antigua, ha sido frag
mentada, casi en la totalidad, por la historia, a pesar de que fue muy popular
en la Antigüedad. Ni una sola obra parecía haber quedado intacta hasta que se
descubrió, en este siglo, el Díscolo de Menandro. Todo lo que sabemos de la
Comedia Nueva lo deducimos o lo extrapolamos de las imitaciones romanas.
Así, todos nuestros conocimientos acerca del argumento de la obra Homoioi de
Po.sidipo («Los semejantes», sólo se ha conservado el título) son deducciones
de la obra Menaechmi de Plauto, probablemente su equivalente romano. Con
esta información completaríamos los anales de la Comedia Nueva, pero no sa
bríamos haüta qué punto ésta difería —o no— de las obras de Plauto y Teren-
cio. A pesar de la perseverancia de los eruditos en localizar las aportaciones
estrictamente romanas —extrayendo, en palabras de Eduard Fraenkel, los ele
mentos plautinos de Plauto— existe algo en el modus operandi de la comedia
que dificulta el acceso a tal información. Sirviéndose del lenguaje corriente y
de las costumbres de las clases bajas, la comedia se transformó en vehículo de
expresión inmediata del entorno sociohistórico del momento; la constatación
de que una comedia griega y una romana con la misma trama fueron popula
res tanto entre griegos como entre romanos con nombres griegos significa mu
cho y a la vez nada. La repercusión de un Plauto o un Terencio es inmensa,
aunque no será su ramanitas lo que más imitarán sus sucesores, ya que éstos
no tardarán en reemplazar el reparto original o bien por cínicos personajes ita
lianos del Renacimiento o bien por severos protestantes ingleses.
En el caso de que en la historia del teatro romano perviviese una tenden
cia específicamente romana, ésta se hallaría reflejada en la tragedia, cuyos
personajes se insertaban —y hasta cierto punto siguen estándolo— en una
ambientación más abstracta. Muchos autores trágicos del Renacimiento y de
épocas posteriores situaron este ambiente en la Roma clásica. Al situar la es
cena en este lugar no hacen más que continuar el ejemplo de las tragedias de
Séneca, incluyendo la obra Octavia (no'es una obra auténtica de Séneca); en
ella, el villano es Nerón y Séneca un personaje más, lo cual le servía segu
ramente para definir el contexto en el que se ambientaban sus escenas de ca
rácter más mitológico. De hecho se hacen eco de una creencia común según
la cual el Imperio romano constituía el escenario perfecto para los temas trá
gicos que asolaban la Europa absolutista —y por supuesto era mucho más
idóneo que el mundo descentralizado de las leyendas griegas. Además de es
tos intereses compartidos, los dramaturgos se apropiaron de otros elementos
de la dramaturgia de Séneca que lo distinguen de su precedente griego. Los
llegaron a integrar de tal forma en el repertorio dramático que ya no pode
mos distinguir el legado propiamente romano. Cuando en la segunda parte de
la película Iván el Terrible (¡van Groznii, 1942-1946) de Sergei Eisenstein,
el zar Iván anuncia a los boyardos su intención de hacer fracasar su conspi
ración, ejecutará esta amenaza haciendo honor a su fama: «seré terrible»
(groznom budu). Esta presunción se hace eco de toda una tradición gestual
que, desde la retórica dramática del Renacimiento, «io saro sempre Edippo»
(Lodovico Dolce, Giocastci, acto 5), «Seré Cleopatra» (Shakespeare, Antonia
y Cleopatra, 3, 13, 186), desemboca —es decir, se origina— en una de las
heroínas demoníacas de Séneca (Medea, 171):
N u t r ix : M edea—
M i -:i >i -:a : fiu m .
¡N o d r iz a : M edea— / / Μ εοκα: — A s ís e r é .|
Los personajes griegos, tales como el Edipo de Sófocles o la Medea de
Eurípides, no se imaginan a sí mismos dentro de los términos de una fama
preexistente, lo que los incitaría a hablar de este modo; este tipo de retórica y
psicología nos puede parecer hoy día muy natural, aunque esta naturalidad es
un testimonio de aquellos fundamentos comunes que nos unen al carácter ahe-
lénico del teatro de Séneca. La película de Eisenstein presenta un ropaje his
tórico poco común: hostigada por el ejemplo y por el ambivalente mecenazgo
de Stalin, coloca al lado del totalitarismo del siglo xx a una de las figuras más
neronianas de aquel periodo del imperio que redescubrió la retórica dramática
de Séneca como vehículo de expresión del «yo» ambicioso.
No obstante, la historia de esta herencia se explica únicamente como un
entrecruzamiento entre la suerte de la tragedia y la de la comedia. El Nach-
leben (vida posterior) de la comedia también es muy constante. Contrastan
do con Eisenstein podríamos aducir Big Business, una película reciente de
Disney (1989), que demuestra la actualidad, a lo largo de milenios, de la
premisa de los Menaechmi (aunque aquí se da a entender que el equívoco de
los hermanos gemelos idénticos sólo puede funcionar plenamente si es res
paldado por los efectos ilusorios de la cámara). De todas maneras podemos
afirmar que, desde la Antigüedad, se recurre más a menudo a los textos ro
manizados de la Comedia Nueva que a la tragedia de Séneca; Terencio, en
cambio, jamás llegó a desaparecer del panorama cultural. Esta práctica está
vinculada a la corriente experimental e innovadora del teatro. A lo largo de
la Edad Media la comedia irá perdiendo su rasgo genérico hasta el punto
de que podía designar tanto una fábula en verso con argumento terenciano
como una narración alegórica sobre la ascensión del alma a Dios (en ella
Virgilio define su principal obra como una tragedia). En su comentario so
bre Terencio y Séneca, Dante describe claramente la comedia como «un gé
nero de narrativa poética» (Literary Criticism, o f Dante Alighieri, ed. y trad.
Robert S. Haller, Lincoln, Nebraska, 1973, p. 100). En el Renacimiento se
invertirá la tendencia y, en varias lenguas vernáculas, la comedia será sinó
nimo de «teatro», y «actor cómico» sinónimo de actor. Esta costumbre, al
igual que en la Comédie Française, sigue vigente hoy día.
El modelo clásico llegó a inspirar, incluso en la Edad Media, una imita
ción de carácter teatral. Una monja sajona del siglo x, Roswitha de Gan
dersheim, tomando como ejemplo a Terencio, escribió una serie de «vidas de
santos» en forma de guión dramático probablemente para que se representa
sen en escena: con mucho ingenio consigue sustituir el ethos del amor por el
tema de la castidad sublimada. Durante el periodo humanístico del siglo xrv
surge un nuevo proyecto que aboga por ponerle un ropaje moderno a la co
media romana; lo cual, a la larga, resultó ser una de las tentativas más acer
tadas. El mismo Petrarca escribió, como mínimo, un drama terenciano —al
que puso el elocuente título de Philologia— y del que ha sobrevivido un solo
verso gnómico; parece ser que destruyó deliberadamente toda su obra de
este género por no encontrarle un parecido digno con sus modelos. Pero los
intentos continuaron a lo largo de la siguiente centuria y media, impulsados
en parte por el descubrimiento que en 1428 hizo Nicolás de Cusa de doce
obras inéditas de Plauto. En los años sucesivos empezaron a realizarse nue
vas puestas en escena de Plauto y Terencio. Los textos de éstos existirían
paralelamente a una serie de comedias neolatinas de autores tan destacados
como Alberti, Bruni (posiblemente) y Eneas Silvio Piccolomini —el futuro
papa Pío II— ; siete obras de Tito Livio dei Frulovisi (1432-1438) constitu
yen por sí mismas una obra contemporánea bastante considerable. Estas obras
son el antecedente culto de la comedia erudita en lengua vernácula, que fue
creada en el siglo xvi y que se convirtió en el mayor éxito teatral del Rena
cimiento italiano. Entre sus autores figuran algunos de los más famosos per
sonajes de la literatura del momento: Ariosto, Aretino, Maquiavelo y Bru
no. Es interesante detenerse en la trayectoria de Maquiavelo: parece ser que
intentó reestablecer la comedia aristofánica en una obra perdida titulada Le
m aschere. Posteriormente desistió de ello y tradujo la A ndria de Terencio,
que sirvió de precedente a la que es quizá la mayor creación del teatro ita
liano, La m andrágora (c. 1518).
Estas obras son, en cierto modo, un episodio modélico de la im itatio clá
sica como intercambio positivo entre tradición y novedad. Algunos elemen
tos formales de la comedia romana darán lugar a normas teatrales: la divi
sión en cinco actos, el prólogo burlesco, la escenificación en la calle, y el
aplauso final. En cuanto a la situación central, seguirá siendo lo que North
rop Frye calificó de situación metahistórica de la comedia: «normalmente su
cede que un hombre joven desea a una mujer joven, que su deseo topa con
cierta resistencia, generalmente por parte paterna, y que cerca del final de la
obra y gracias a un giro de la trama, el héroe consigue salirse con la suya»
(Anatom y o f Criticism , Nueva York, 1966, p. 163). O en otra definición algo
más contundente, esta vez de Terencio, que habla de sus propios convencio
nalismos:
[Ven, corazón mío: lleva a cabo algo que jamás nuestros descendientes pueden
aprobar, pero no pueden tampoco dejar en silencio. Hay que atreverse a hacer
una maldad atroz, sangrienta, tal que mi hermano hubiera querido ser el autor:
no lograrás vengar sus crímenes si no los excedes (Tiestes, 192-196).]
Las acciones más monstruosas de la escena ateniense apenas hacen una alu
sión a este tipo de motivación herostrática. De hecho, una mente de la polis
difícilmente hubiese concebido un individualismo tan rebelde. Acompaña a
esta motivación el tipo de retórica hiperbólica, tan característico de las obras
teatrales de Séneca (aunque también existen indicios de ella en Grecia):
Con esta forma de hablar, sobre el escenario generalmente desnudo del tea
tro moderno, se identificarán una serie de figuras trágicas que darán paso al
drama de la individualidad titánica.
El éxito no será siempre igual. La pauta queda asentada definitivamente
con el Atreo de Séneca y su aparentemente literal barrido del Sol y las estre
llas; Marlowe le seguirá los pasos con Tamerlán, pretendiendo igualar su im
presionante retórica — sus «términos asombrosos»— con la grandeza que
emana del mundo militar, cuya invencibilidad está suficientemente demostra
da. El teatro isabelino iniciará su trayectoria con esta eclosión de la voluntad
sin límites que anhela conquistar el mundo. Del mismo modo esta retórica
puede reflejar —y dramatizar— la derrota de su interlocutor, como sucede
con Tamerlán cuando sucumbe no al enemigo sino a la muerte natural:
* [Our quivering lances shaking in the air / And bullets like Jove’s dreadful thunder
bolts, / Enrolled in flames and fiery smouldering mists, / Shall threat the gods more than Cy
clopean wars / And with our sun-bright armour as we march, / W e’ll chase the stars from he
aven, and dim their eyes / That stand and muse at our admired arms.]
para anunciar la matanza de los dioses.
¿Qué haré, amigos? No puedo sostenerme. *
(2 Tamerlán el Grande, 5, 3, 58-51)
Probablemente sea este el intento renacentista que imite con más fidelidad el
sentido senequista del fin del mundo; el uso de la hipérbole surte efecto pre
cisamente por ser contraria a la realidad:
* [Come, let us march against the powers of heaven, / And set black streamers in the fir
mament / To signify the slaughter o f the gods. / Ah friends, what shall I do? I cannot stand.]
** [Howl, howl, howl! O, you are men of stones! / Had I your tongues and eyes, I’d use
them so / That heaven’s vault should crack.]
*** [The blustering winds, conspiring with my words, / At my lament have moved the le-
aveless trees / Disrobed the meadows of their flowered green, / Made mountains marsh with
spring tides of my tears, / And broken through the brazen gates of hell. / Yet still tormented is
my tortured soul / With broken sighs and restless passions / That winged mount and, hovering
in the air, / Beat at the windows of the brightest heavens, / Soliciting for justice and revenge. /
But they are placed in those empyreal heights, / Where, countermured with walls of diamond, /
I find the place impregnable; and they / Resist my woes, and give my words no way,]
Así habla el Hieronimo de Thomas Kyd en una obra contemporánea del Ία-
merlán, que tuvo el mismo éxito pero mayor influencia. Kyd establece con
esta obra las premisas de la tragedia de venganza inglesa, en la que la pe
rentoriedad prohibida toma la forma de cruel paradoja; en ella el vengador es
excluido de la sociedad a causa de su cometido; pero la satisfacción de esta
citación también puede significar su muerte. Este modelo de historia, aunque
a veces esté invertido e incluso satirizado, dominará en la tragedia inglesa
hasta el cierre de los teatros ordenado por los puritanos. Un ejemplo contun
dente para este tipo de tragedia es The Cardinal (1641) de James Shirley. En
cuanto al personaje más célebre de Shakespeare, éste desprecia los «apuntes»
de teatro (en sus propias palabras: Hamlet, 5, 1, 284), se irrita por su situa
ción apremiante y a veces incluso acepta su suerte, que es la de encontrarse
atrapado en este género.
En el continente, este género se amplía con un nuevo concepto, el ho
nor, reforzando con ello su presencia en escena. A la sombra de Corneille o
de Lope de Vega, la tragedia francesa y la comedia española reincidirán en
el tema del amor propio en una sociedad de preceptos ético-morales muy es
trictos. El honor adquiere especial relevancia cuando es ofendido y la ac
ción, al igual que en Inglaterra, gira en torno a la venganza; aun así, será la
moralidad la que determine el resultado. Aparte de tragedias sobre el honor
existen las tragicomedias: los héroes de El Cid (1637) y Peribáñez (c. 1606),
por ejemplo, recurren a la venganza de sangre para satisfacer la ofensa de
la que ha sido objeto el honor de su familia, haciéndose perdonar posterior
mente por el monarca, que incluso los elogia. En España este concepto del
honor está estrechamente vinculado con la exigencia de castidad para las
mujeres, con lo cual abarca gran parte de los temas tradicionales de la co
media (Peribáñez mata por un intento de seducción de su mujer); en Fran
cia el honor está vinculado principalmente al tema del amor (en El Cid, don
Rodrigo y Jimena no pueden casarse porque, entre ellos, tienen pendiente una
cuestión de honor y venganza). El centro de gravedad se sitúa justamente en
este sentimiento de honor, tan arraigado en el individuo que infunde connota
ciones de severidad y soledad a las relaciones sociales y personales.
En resumidas cuentas, el drama que Burckhardt describió como «una mis
teriosa mezcla de conciencia y egoísmo» (The Civilization of the Renaissance
in Italy, trad. S. G. C. Middlemore, Nueva York, 1958, p. 428) se convertirá
en uno de los pilares centrales del teatro europeo. Entre los herederos directos,
y actuales, está el western norteamericano, que más que ser un teatro de obras
morales en su lucha entre el bien y el mal, es una introspección sobre la na
turaleza y los límites del amor propio masculino. El teatro de los siglos xvn
y xvm amplía el repertorio mítico de la tragedia clásica con nuevas temáticas:
la historia romana y griega, crónicas bíblicas y orientales y, por supuesto, le
yendas políticas de la historia moderna de Europa. Así lo reflejan las trage
dias de Vittorio Alfieri (1749-1803): Antigone, Oreste, Agamennone, Ottavia,
Sofonisba, Timoleone, Antonio e Cleopatra, las dos obras sobre Bruto, Maria
Stuarda (temática bastante común, tratada por primera vez por Montchres-
tien), Congiura de ’ Pazzi (trata de un intento de asesinato de Lorenzo de Mé-
dicis) y por último Filippo, sobre Felipe Π y don Carlos. Este tema se hizo
mucho más célebre a partir de la obra de Schiller Don Carlos (1787); este
autor, historiador de la guerra de los Treinta Años, convierte la historia de
Europa de los siglos xvi y xvh en el escenario obligado del teatro clásico ale
mán; obras ejemplares.de este son: Fiesco (1783), Wallenstein (1798-1799),
María Estuardo (1800), Guillermo Tell (1804) y la obra inacabada Demetrios
(sobre el hijo de Iván el Terrible), todas ellas de Schiller; Egmont (1788) de
Goethe y El príncipe Federico de Homburg (1811) de Kleist.
Estas obras reflejan un ethos aristocrático de la guerra, la política de la
corte y las ambiciones imperiales. Pero la temática principal se articula en
torno al individuo titánico y su actitud violenta ante lo establecido. Esta
vez el concepto de «honor» tiene fuertes connotaciones de clase: se vincu
la a una especie de identidad aristocrática que simboliza un estilo personal
al que todos, amén de su clase social, podían tener acceso (así, el rey as
ciende socialmente a Peribáñez por considerarlo como uno de sus mejores
súbditos). A partir del Renacimiento y hasta el siglo XIX el polémico tema
de la situación de la aristocracia europea estará siempre presente; ésta, des
pojada de sus ancestrales privilegios como casta de guerreros, seguía es
tando presente en el imaginario de la sociedad europea, a pesar de los alti
bajos y reestructuraciones que había sufrido. La insistencia en el tema de
la venganza, uno de los privilegios de la aristocracia que con más dificul
tad erradicó el Estado, probablemente tuviese su origen en los conflictos
entre esta clase y el Estado moderno (el ritual del duelo no ha desapareci
do hasta entrado este siglo). A finales del siglo xvm la tragedia se hace eco
de las tendencias políticas libertarias, como en Alfieri o Schiller, mientras
que la venganza deja de ser una venganza del individuo contra el monarca
opresor para normalizarse y hacerse pública.
Con la proliferación de estas obras, la tragedia senequista irá perdiendo
paulatinamente su importancia. A finales del siglo xvm, Séneca ya no tendrá
tanta influencia como autor de tragedias. En la crítica de Schlegel a las obras
del autor latino (1809), la veneración renacentista sufre un duro revés al ins
taurarse una concepción totalmente opuesta que predominará durante más de
un siglo: «indudablemente ampulosas y desapasionadas, una acción y un ca
rácter poco naturales, rebeldes por su transgresión de las convenciones y por
lo tanto desprovistas de todo efecto dramático; por ello pienso que hubiese
sido mejor que se hubiesen quedado en las escuelas de retórica en vez de pa
sar a la escena» (A Course o f Lectures on Dramatic Art and Literature, trad.
John Black, Londres, 1846, p. 211). Habla en un sentido amplio del decoro
dramático, que extrae del teatro gran parte de la retórica y la radicalidad
emocional de la tragedia senequista. En cierto sentido se podría decir que
ésta se ha mudado a la ópera, en la que tenía más asegurada su superviven
cia. (Un ejemplo pionero al respecto lo proporciona L ’incoronazione di Pop-
pea de Monteverdi, que trata, entre otros temas, de la muerte de Séneca; du
rante los siglos xvm y xix se producirá un considerable entrecruzamiento de
dmWjftforofl»«fcauunK ufcUfctjtfmjá
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XVIII. Estación de
Pennsylvania, Nueva
York. Vestíbulo de
taquillas.
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XXIV. Kedleston, Derbyshire, planta.
XXVIII. Museo J. Paul Getty, M alibú, California.
XXX. Capitolio del Estado, Richmond, Virginia.
XXXI. Union Buildings, Pretoria, Suráfrica.
F ranz: Ha!— was, du kennst keine drüber? Besinne dich nochmals— Tod,
Himmel, Ewigkeit, Verdammnis schwebt auf dem Laut deines Mun
des— keine einzige drüber?
M oser: Keine einzige drüber.
F ranz: Zemichtung! Zemichtung!
[Franz: ¡Ja! ¿Qué, no sabes nada más? Vuelve a pensar; la muerte, el infier
no, la eternidad, la condenación planean sobre el son que emite tu
boca: ¿no sabes nada más?
M oser: Absolutamente nada más.
F ranz: ¡Aniquilación! ¡Aniquilación!]
El teatro alemán, que tanto apego tenía a la restricción ática, halla en este gri
to final una de sus más características expresiones. Laoconte aúlla con pul
món senequista.
Con ello los dramaturgos alemanes se inscriben también en una de las
más importantes experiencias europeas, que Goethe denominó como indivi
dualidad «demónica», un individualismo tautológico y predestinado: «So
musst du sein, dir kannst du nicht entfliehen» («Así debes ser, no consegui
rás huir de ti mismo»; Urworte: Dämon). Este acérrimo individualismo, tan
común en el romanticismo alemán, es único en nuestro patrimonio cultu
ral; sus obras giran en tomo a personajes que tienen un cierto magnetismo
cósmico: «Irradian una enorme fuerza y ejercen un poder increíble sobre
las demás criaturas, sobre los elementos, y ¿quién puede predecir el alcan
ce de tal influencia? Ni todas las fuerzas morales al unísono serían capaces
de vencerlos. En vano intentan los más listos acusarlos de ingenuos y em
baucadores; pero las masas siguen cautivadas por ellos» (Dichtung und
Wahrheit, 4, 20).
Karl von Moor, el primer ejemplo de estos personajes carismáticos, que
aparece en Los bandidos, forma parte de la tradición renacentista del villa
no autosuficiente: «mein Handwerk ist Wiedervergeltung / Rache ist mein
Gewerbe» («Mi oficio es la recompensa, / la venganza mi comercio», 2, 3).
Por doquier hay indicios del Ricardo III y de Macbeth. Él es el héroe in
confundible, constantemente contrapuesto a su vil hermano; esta actitud es
toica y contradictoria la personifica el héroe: «Sei wie du willt namenloses
Jenseits / bleist mir nur dieses mein Selbst getreu ... Die Qual erlahme an
meinem Stolz!» («¡Sé como quieras, tú, futuro sin nombre, / deja al menos
que esto sea cierto ... Padeciendo él mismo contra mi orgullo!», 4,5). El pro-
pio Schillerdudaba de las implicaciones morales de esta obra que él consi
deraba como una creación peligrosamente inmadura, aunque en sus posterio
res obras, algo más moderadas^ reincidirá en estos trazos. Tanto los héroes
como los villanos aspiran a la condición de voluntariedad pura: «Carlos
nicht gesonnen ist, zu müssen,../-Wo er zu wollen hat» («Carlos no hará nada
con “deber” cuando puede “hacer”», Don Carlos, 1, 5). Es esta intención
que induce a Wallenstein a hablar como Atreo:
Nietzsche equiparó a Kleist con Eurípides, aunque hay una referencia más
clara al respecto en la idea de Séneca de la soledad cósmica como acto su
blime de la mente: «Será como la vida de Júpiter cuando, disuelto el univer
so y confundidos en un solo caos los dioses y la naturaleza, dejando de exis
tir un momento, se recogerá en sí mismo, sumido en sus pensamientos. Algo
parecido hace el sabio ...» (Epístolas, 9, 16).
Este tratamiento a la manera de Séneca pasa desapercibido, incluso es
no intencional; más que de un retomo intencionado ad fontes, podríamos de
cir que se trata de una tradición muy arraigada. En algunos círculos van
guardistas del siglo XX se redescubre la tragedia senequista como recurso
dramático. Para Antonin Artaud, Séneca fue «el mayor autor de tragedias de
la historia», como también el precursor —y de hecho el mejor «ejemplo es
crito»— del teatro de la crueldad (El teatro y su doble, Edhasa, Barcelona,
1978). Artaud también resalta su especial admiración por el Tiestes y en ho
menaje escribió Le Supplice de Tantale, una obra hoy perdida. Los ataques
de Artaud están dirigidos contra las obras de teatro y, en particular, contra
la elocuencia declamatoria inspirada y perfilada en gran parte por la obra de
Séneca. Artaud quería que se restableciesen los dramas renacentistas, pero
despojados de la retórica. Según él, en Séneca se recreaba una cierta fuerza
primigenia: «bajo el sonido de las sílabas oigo el espantoso ruido que pro
duce el oleaje de las fuerzas del caos». Pero a largo plazo, la tradición se
nequista se manifiesta en el teatro actual a otro nivel: mediante un solipsis-
mo irónico a través del cual se expresa —y al mismo tiempo se revela— el
yo titánico.
El ejemplo más claro al respecto lo brinda el Hamm de Beckett al «acla
rar su voz y al juntar las yemas de los dedos»; con lo cual inaugura un ges
to cuyo eco recorre todos los caminos anteriormente trazados: «¿Puede ha
ber una miseria más noble que la mía?» (Endgame). O en el Don Carlos de
Schiller: «Auf diesem großen Rund der Erde / Kein Elend an das meine
grenze» (1, 2); o el don Rodrigo de Lope: «No hay hombre tan desdicha
do / ... de polo a polo» (El Caballero de Olmedo, 2.040-2.041); o Sédécie de
Gamier: «Voyez-vous un malheur qui mon malheur surpasse?» (2.100); o,
con una particular crudeza anglosajona, el Antonio de John Marston: «Ne
plus ultra. Ho! / Let none out-woe me; mine’s Herculean woe» {Antonio’s
Revenge, 2, 1, 133-134). Así pues, estas palabras remiten directamente a Sé
neca: «quae patimur vicere modum» («nuestro sufrimiento ha rebasado el lí
mite», Agamenón, 692); pero este tema alcanzará su cima en el escenario
moderno: la miseria está vinculada de forma explícita a la idea senequista
de la afirmación del yo. Hamm, el eterno aspirante a actor, ensaya y al mis-
mo tiempo impide con habilidad esta reivindicación. La elipsis en mis an
teriores citas oculta una acotación para el bostezo (la versión francesa de
este verso tiene todavía más interrupciones), mientras que a la pregunta
aparentemente retórica le sucede una respuesta absolutamente verosímil
que sitúa al actor a la altura del resto de los mortales: «No cabe duda».
La misma pauta se irá repitiendo: «Cuanto más grande sea un hombre,
más pleno estará». (Pausa. En tono melancólico.) «Y más vacío» (p. 3). Este
discurso tan franco revela una vacuidad diáfana, en tanto que Hamm exhibe
un antiguo paradigma de dominio de forma apergaminada como un Atreo
moderno actuando en un escenario cósmico en el que las luces celestiales,
más que desaparecer, se van desvaneciendo: «Luz negra. De polo a polo»
(p. 32); o en un francés sublime: «Noir clair. Dans tout l’univers».
B i b l io g r a f ía
R e t ó r ic a m e d ie v a l
E t, R e n a c i m ie n t o
Entre 1720 y 1840, la gran tradición de la retórica romana renacía por úl
tima vez con mucha fuerza. Se trata de un fenómeno centrado principalmen
te en Inglaterra, Escocia y las universidades de la América británica, en las
que la retórica ocupaba un lugar predominante en el plan de estudios (en
Harvard desde 1636, en Yale desde 1701, en Princeton desde 1746 y otras);
pero debía mucho a algunos escritos franceses del siglo xvn: los tratados
sobre declamación, los Dialogues de François Fénelon (1651-1715) y espe
cialmente la traducción y las Réflexions sur Longin de Boileau sobre la obra
De lo sublime de Longino; esta obra despertó el interés por lo sublime, tal y
como muestran los tratados de Edmund Burke, Immanuel Kant y otros. La re
tórica que se enseñaba en Inglaterra y en Norteamérica pensada para preparar
a los oradores para la vida pública, se consideraba como una «elocuencia de
senado, púlpito y bar». Los estudiantes leían los tratados y discursos sobre re
tórica de Cicerón, utilizaban sus conocimientos en la composición escrita y
oral en lengua inglesa y latina, y recibían lecciones sobre la teoría clásica de
la elocuencia aplicada al presente. John Ward, del Gresham College de Lon
dres, fue uno de los primeros profesores de esta nueva moda; este movimien
to se extendió a Escocia en figuras como George Campbell en la Universidad
de Aberdeen y Hugh Blair en la de Edimburgo; un escocés llamado John Wi
therspoon lo llevó a Norteamérica y se convirtió en rector de Princeton en el
año 1769. Pero su máxima expresión norteamericana, basada en Cicerón y en
Quintiliano, se refleja en las conferencias Bolyston impartidas en 1806 en
Harvard por el futuro presidente de los Estados Unidos, John Quincy Adams.
Pero la última contribución a la retórica neoclásica es la obra Elements of
Rhetoric de Richard Whately que empezó como un ciclo de conferencias
en Oxford que posteriormente fueron publicadas en 1828, y se reeditaron re
visadas varias veces. Durante varias décadas se continuó haciendo uso, en In
glaterra y en Norteamérica, de las conferencias de Blair y Whately; sus suce
sores, que ocupaban cátedras de retórica a ambos lados del Atlántico, optaron,
probablemente bajo influencia romántica, por la enseñanza de las belles-let
tres y de la literatura inglesa. A finales del siglo xix y principios del xx, y en
el plan de estudios de institutos y universidades, el estudio de la retórica clá
sica se limitaba principalmente a las lecturas de Cicerón e incluso se daba ma
yor importancia a los temas de gramática e historia que a los de retórica.
C o n c l u sió n
B ib l io g r a f ía
XI. EL ARTE
P e r v iv e n c ia d e l a r t e c l á sic o h a s t a l a E d a d M e d ia
A finales del siglo iv d.C. Roma podría haberse denominado «la ciudad
de la escultura»: se decía que en ella había más estatuas que personas, y se '
calcula que por entonces la población debía de alcanzar el millón de habi-
tantes. Solamente las esculturas que enumeran dos inventarios derivados de
un original de la época de Constantino, el Curiosum Urbis y la Notitia Ur
bis, nos ofrecen las siguientes obras particulares: dos colosos, dos columnas
esculpidas, 22 estatúas ecuestres, 80 imágenes de dioses en oro y 74 en mar
fil, 36 arcos de triunfo y 3.785 estatuas en bronce (esta última cifra aparece
en el suplemento de Zacarías). Y estos no eran más que los monumentos pú
blicos importantes, al cuidado del Curator Statuarum; es decir, que no están
incluidos los miles de estatuas y bustos de mármol que decoraban los edifi
cios y oficinas públicos, ni las numerosas piezas de propiedad privada. Ha
bía, además, urnas cinerarias, vasos de mármol, aras y sarcófagos enterrados,
en grandes cantidades, en las cámaras funerarias y catacumbas de la ciudad.
De todo este impresionante conjunto de obras de arte, que representa la
herencia de la civilización grecorromana, acumulada a lo largo de mil años,
sólo unas cuantas sobrevivieron a la devastación de los seis siglos posterio
res. Las causas de la destrucción fueron principalmente dos: las invasiones
bárbaras y el cristianismo, cuyos efectos se vieron agravados por la negli
gencia y la codicia humanas así como por los estragos naturales del tiempo.
Roma fue víctima del pillaje y del saqueo a manos de Alarico en 410 d.C.,
de Genserico en 455, y de Ricimero en 472; pero fueron las guerras godas,
que tuvieron lugar entre los años 536 y 555, las que verdaderamente acabaron
con muchas de las formas materiales de la cultura antigua. Procopio, historia
dor de las guerras, describe en un famoso pasaje {Guerra goda, I, 22) cómo
se defendieron los romanos de los invasores godos en 537, destruyendo las es
culturas que decoraban el Mausoleo de Adriano (actualmente Castel Sant’An
gelo), donde estaban sufriendo el asedio:
Los godos estaban a punto de lanzar sus escalas sobre el muro y tenían ro
deados a los defensores del Mausoleo ... Durante un breve espacio de tiempo
los romanos se sintieron presa del pánico, incapaces de decidir cómo salvarse.
Entonces, de común acuerdo, redujeron a fragmentos casi todas las esculturas,
que eran de gran tamaño, y utilizaron las numerosas piedras que así obtuvie
ron para arrojarlas sobre las cabezas de los enemigos, quienes admitieron su
derrota frente a ellos.
Esta figura de mármol de Paros está acabada con tan sorprendente e in
creíble maestría que más parece una criatura viva que una estatua. Su cara está
teñida de un color rojizo, como si se ruborizara por su desnudez. Y, si se mira
más detenidamente, parece que la sangre corriera bajo su rostro blanco como
la nieve. Esta sorprendente belleza y una especie de atracción mágica me hi
cieron retroceder tres veces para contemplarla, aunque estaba a tres kilómetros
de donde yo me hospedaba.
L a e x p a n s ió n d e l a r t e c l a sic o e n e l B a r r o c o
El renovado interés por los restos del arte antiguo en la Italia renacentis
ta y el gusto por aquellas obras de arte nuevas impregnadas del espíritu de la
Antigüedad se fue extendiendo lentamente a otros países de la Europa occi
dental en los doscientos años que transcurren entre c. 1550 y 1750, periodo
conocido habitualmente como Barroco. Esta tendencia había comenzado ya
en la década de 1540, cuando el rey francés Francisco I ordenó que se reali
zaran réplicas en bronce de las más famosas estatuas del Belvedere para su
palacio en Fontainebleau, como se mencionó anteriormente. Y Francia iba a
desempeñar un papel decisivo en el proceso de difusión que culminaría con
el propósito de Luis XIV de adquirir, a partir de 1661, para su palacio en
Versalles «todo lo que fuera bello en Italia».
Los principales medios de transmisión del nuevo gusto artístico fueron
dos: las copias y los grabados, y ambos dependían de la accesibilidad que los
artistas y estudiosos tuvieran a las colecciones romanas. Los libros de graba
dos donde se reproducían vistas de Roma y sus obras de arte desempeñaron
un papel primordial en la popularización de obras clásicas. Entre estos volú
menes se pueden mencionar, por la influencia posterior que tuvieron, el Spe
culum Romanae Magnitudinis (Imagen de la grandeza de Roma), 1551, de
Antoine Lafreri; Imagines Illustrium (Retratos de los ilustres), 1569, de Ful
vio Orsini, y Antiquarum Statuarum Urbis Romae, Libri I-FV (Los cuatro li
bros de las estatuas antiguas de la ciudad de Roma), 1585, de G. B. de Cava-
lleriis. Esta tradición de libros de estampas continuó a lo largo de los siglos
xvn y xvm, y entre ellos merece especial mención el compendio de dibujos
de Cassiano dal Pozzo (1589-1657), muchos de los cuales permanecen inédi
tos actualmente, mientras que la poco original, aunque inmensamente popu
lar obra de Bernard de Montfaucon, L Antiquité expliquée et représentée en
figures (1719-1724), que comprende en total diez volúmenes infolio con
imágenes de todo tipo de arte clásico, se convirtió en el libro de referencia
del saber del siglo xvm.
El moldeado de estatuas y la producción de vaciados exactos de tamaño
natural era un proceso largo y costoso, algo reservado a reyes y a nobles que
fueran lo bastañte ricos como para poseer palacios y jardines a los que poder
embellecer siguiendo el estilo italiano, tan de moda entonces. El gran pro
yecto de Luis XIV para Versalles centraba su interés, principalmente, en la
colección de vaciados de esculturas antiguas que decoraran sus jardines. Con
este propósito dio un paso decisivo en 1666: fundó la primera academia para
artistas franceses en un país extranjero —concretamente, en la ciudad de
Roma— , constituyendo la labor principal de aquéllos localizar, dibujar y
moldear todas las obras de arte más bellas de Italia. De aquí procede la idea
de perfeccionar el arte nacional a través del contacto con los modelos italia
nos correctos, que tanto preocupaba a artistas y mecenas en los siglos xvm
y XIX. Luis XIV no era contrario a adquirir obras antiguas originales siempre
que fuera posible, pero estas no eran fáciles de encontrar; no obstante, logró
hacerse con dos famosas estatuas en 1685, procedentes de la Villa Médicis
en Roma: el Germánico y el Cincinato (ambas actualmente en el Louvre),
que se expusieron en el interior del palacio, en las dependencias de gala.
La colección de la Villa Médicis, emplazada en el Pincio en el año 1605,
sólo era una entre las numerosas colecciones de antigüedades formadas a co
mienzos del siglo XVII por u n selecto grupo de familias papales, cuyo estilo
de coleccionar y de exponer influyó de forma decisiva en el extranjero. Otras
fueron la colección Borghese (1615), la Ludovisi (1622-1623), la Giustinia-
ni y la Barberini. Sus fondos procedían en parte de las colecciones de prin
cipios del Renacimiento, dispersas por entonces; y, por otra parte, de los
nuevos descubrimientos, que incluían piezas tan importantes como los Lu-
chadores de la colección Médicis (actualmente en el museo de los Uffízi,
Florencia), el Gladiador Borghese (museo del Louvre) y el Fauno Barberi-
ni (Gliptoteca de Munich). Albergaban estas colecciones espléndidas villas
y palacios de construcción reciente, y sus obras se colocaban en galerías que
hacían las veces' de museo y abiertas, en la mayor parte de los casos, a vi
sitantes y artistas. Entre quienes estudiaron y dibujaron las obras clásicas a
partir del año 1600 se encuentran Rubens y Poussin. Al principio se acos
tumbraba a restaurar las piezas que faltaban en las estatuas antiguas de estas
colecciones, especialmente en las Borghese y Ludovisi, que establecieron el
precedente de lo que se iba a convertir en una práctica habitual hasta el si
glo XIX. Por lo general, las partes restauradas resultaban, en el mejor de los
casos, ingeniosas; con frecuencia inadecuadas, y casi siempre incorrectas.
Pero se concedía más importancia no ya a la autenticidad de la reliquia de
teriorada, sino a que los .contornos y las formas fueran completos. Otro he
cho trascendente ftie la publicación de un catálogo ilustrado de las esculturas
que formaron la colección Giustiniani entre 1628 y 1631, primer caso del
que se tiene noticia en este sentido y que iba a servir de ejemplo para mu
chos de sus distinguidos sucesores.
Inspirado en estos ejemplos romanos, el afán de coleccionismo —bien
se tratara de originales o de vaciados de esculturas antiguas— se extendió
por la mayor parte de las cortes europeas en el siglo xvn. En 1640, Luis ΧΓΠ
de Francia empleó a su servicio a Poussin para asegurarse sus propias copias,
anticipando así los grandes proyectos de Luis XIV. Otros coleccionistas fran
ceses fueron el cardenal Richelieu y el duque de Mazarino. En Alemania, el
primer coleccionista conocido como tal fue Jacob Fugger; además, se sabe
que el káiser Rodolfo Π compró en 1603 un torso de muchacho procedente
de la colección romana de Da Carpi, y que hoy se encuentra en Munich con
el nombre de Ilioneus. La reina Cristina de Suecia se convirtió en una au
téntica maníaca del coleccionismo, llegando a poseer un conjunto de estatuas
de musas y un grupo escultórico que representaba a Cástor y Pólux, vendi
dos posteriormente al rey de España (actualmente se encuentran en el museo
del Prado, Madrid). A comienzos de 1650, el pintor Velázquez había adqui
rido en Roma vaciados de algunas de las esculturas de los Famesio, lleván
dolos a España para el rey Felipe IV y encargándose él mismo de supervisar
su lujosa exposición en unas dependencias diseñadas a la sazón en el Pala
cio Real (antes Alcázar).
En Inglaterra, donde la corte artística de Carlos I se mostró abierta a
los nuevos impulsos procedentes de Italia, el fenómeno del coleccionismo
alcanzó uno de sus momentos culminantes. Henry Peacham afirma que Car
los I «hizo que un auténtico tropel de viejos emperadores, capitanes y se
nadores extranjeros desembarcaran, todos al mismo tiempo, en sus costas,
llegaran hasta él, le rindieran homenaje y le acompañaran a sus palacios
de Saint James y Sommerset». En realidad, el pionero del coleccionismo
fue Thomas Howard, conde de Arundel (1585-1646). En 1614 visitó Ita
lia acompañado de su protegido, el arquitecto Iñigo Jones, y allí compró
numerosas esculturas romanas, llevándoselas de vuelta a Inglaterra para
exhibirlas en una galería construida ex profeso junto a los edificios, de es
tilo tudor, de la Arundel House, en la ribera del Támesis, en Londres (el
lugar está ocupado actualmente por el King’s College). Aunque la colec
ción fue efímera, ya que se dispersó durante los avatares de la guerra ci
vil, después de 1649, su visita se consideraba uno de los acontecimientos
más curiosos de Londres, siendo motivo de innumerables comentarios y
de no menos burlas. Thomas Tenison cuenta la famosa historia de la visi
ta que realizó sir Francis Bacon a la Arundel House en 1626 y de cómo
«cuando llegó al jardín del conde de Arundel, donde había numerosas esta
tuas antiguas de hombres y mujeres desnudos, se detuvo un momento, y, sin
salir de su asombro, gritó: «“la Resurrección”». Los restos de los mármoles
de la colección Arundel forman actualmente el núcleo de la colección de es
cultura del museo Ashmolean de Oxford. Su importancia primordial reside
en que sentó el precedente del coleccionismo privado en Gran Bretaña, que
conduciría, en última instancia, a la fundación del museo Británico.
La colección privada de Carlos I, que por supuesto era bastante consi
derable, sufrió grandes daños en el incendio del palacio de Whitehall, aun
que algunos de los bustos de mármol que la integraban se pueden contem
plar todavía en Hampton Court, y la estatua más bella de toda la colección,
conocida como la Venus Lely, se cedió al museo Británico (lámina IX). Este
maravilloso ejemplo de Venus en cuclillas, junto con los lienzos de Man
tegna, parecen proceder, como la mayor parte de las piezas antiguas de Car
los I, de la corte de los Gonzaga en Mantua. No faltan razones para afirmar
que constituye la versión más bella de esta estatua mil veces copiada; sin
duda su belleza supera a la estatua del museo de los Uffizi de Florencia, y
bien puede haber servido de modelo a la famosa copia en bronce que hizo
Coysevox para Versalles en 1686.
La otra gran colección inglesa del siglo xvn fue la de Thomas Herbert,
octavo conde de Pembroke (1654-1732), en Wilton House. Formada, como
sucedía frecuentemente, a partir de los restos de otras colecciones (Arundel,
Mazarino, Giustiniani), integraba un gran número de obras escogidas al azar;
estaba especializada en bustos, muchos de ellos exageradamente restaurados
y con identificaciones fantásticas. La colección perduró hasta los años cin
cuenta de este siglo, época en que se vendió la mayor parte de las piezas; en
Wilton queda sólo una pequeña parte, que conserva la disposición original de
principios del siglo XIX.
Cuando nos detenemos a considerar la influencia que tuvo el arte clásico
en la pintura de la época barroca, no cabe duda de que el ejemplo más nota
ble lo constituyen los frescos de la galería Famesio en el Palacio Famesio de
Roma, realizados por Annibale Carracci entre c. 1597 y 1604 (lámina X). En
esta galería se expusieron las esculturas de los Famesio, dispuestas en los ni
chos que había a lo largo de las paredes flanqueados por pilastras adornadas.
Lo que hizo CaiTacci fue pintar magníficamente los muros superiores y los te
chos abovedados con hermas de gran realismo, entre las cuales había paneles
ricamente coloreados con escenas de los amores entre los dioses, representa
das en el interior de unos marcos dorados como si se tratara de cuadros que
colgaran de las paredes. Desde el punto de vista de la composición, se puede
apreciar la influencia tanto de la bóveda de la Capilla Sixtina, de Miguel
Angel, como de las logias vaticanas de Rafael; pero en lo que se refiere al de
talle, Carracci se inspiró para.esta obra en la escultura clásica, en particular en
los sarcófagos dionisíacos, de donde está tomada gran parte de la iconografía
del panel central, que muestra el triunfo de Baco y Ariadna. Este maravilloso
fresco tuvo mucha repercusión en los numerosos artistas barrocos que lo es
tudiaron, entre los que se cuentan Bernini y Poussin.
Nicolas Poussin (1594-1665), establecido en Roma desde 1624, es el ex
ponente máximo del clasicismo intelectual que caracteriza de modo especial
la escuela pictórica francesa en el siglo xvn. Sus temas abarcan desde ani
madas bacanales, basadas en Tiziano, hasta composiciones paisajísticas más
frías y serenas, pobladas de figuras mitológicas y de pastores inspirados en
los versos de Ovidio o en la poesía pastoril de Virgilio, que se recortan con
tra fondos minuciosamente dibujados con arquitecturas romanas clásicas.
Como ejemplos de primer orden podemos citar su misterioso Et in Arcadia
Ego (Louvre, lámina XI), donde un grupo de risueños pastores tratan de des
cifrar la inscripción —que da título al cuadro— que figura en un sólido mo
numento funerario antiguo; o bien el Orfeo y Eurídice del Louvre, donde en
contramos, bajo un cielo encapotado, una serie de figuras junto a un lago y,
al fondo, un monumento que recuerda a Castel Sant’Angelo. Claudio de Lo-
rena (1600-1682) explorará más profundamente la ambientación de la poesía
pastoril latina. Sus temas, principalmente mitológicos, se desarrollan en fér
tiles paisajes inspirados en la Campania romana y en sus monumentos an
tiguos, como sucede en el caso de Paisaje con el padre de Psique ofrecien
do un sacrificio en el templo milesio de Apolo (abadía de Anglesey), donde
el templo en cuestión sigue muy de cerca el modelo del templo circular de
Tívoli.
El escultor más importante del Barroco fue Gianlorenzo Bemini (1598-
1680), que, aunque nacido en Nápoles, vivió y trabajó en Roma durante la
mayor parte de su insigne carrera. Los principios de su escultura, ai igual
que los de Miguel Ángel, estuvieron firmemente arraigados en los ejemplos
clásicos, hasta el punto de que su primera obra, realizada a los dieciséis
años de edad —la cabra Amaltea amamantando a Júpiter niño, acompaña
dos por un sátiro— , fue confundida durante mucho tiempo con una obra an
tigua. Gran parte de los grupos escultóricos que realizó en sus primeros años
para su mecenas, el cardenal Scipione Borghese, son de tema clásico, entre
ellos Eneas y Anquises (1618-1619) o Neptuno y Tritón (1620); mientras
que otros toman como modelo famosas esculturas antiguas. El efecto de
movimiento y la actitud de giro de su David (1623) recuerdan al Gladiador
Borghese (que se hallaba en Roma en aquella época, y actualmente en el
Louvre); y, paralelamente, su Apolo y Dafne (1622-1625) combina elemen
tos del Apolo Belvedere y de uno de los Nióbides. Parece ser que prefería
las esculturas helenísticas griegas conservadas mediante copias romanas, y
en ellas investigó y estudió la movilidad de las actitudes, los detalles realis
tas y el dramatismo de los ropajes. Explotó estas cualidades en su periodo
más innovador, entre 1640 y 1660, en obras asombrosamente imaginativas,
como el Altar de Santa Teresa (1645-1652), la retorcida figura femenina
desnuda de El tiempo descubriendo la Verdad (1646-1652), o, por último, la
estatua ecuestre de Constantino el Grande, de un dinamismo admirable, que
se recorta contra una enorme cortina ondulante en la Scala Regia del Vati
cano (1654-1670).
Su capacidad de invención a partir de los modelos clásicos queda de
mostrada, igualmente, en su serie de bustos, retratos de papas, cardenales y
otros nobles italianos. En sus primeros trabajos de la década de 1620 solía
representarlos en actitud pensativa y calmada, para, posteriormente, transfor
marse en retratos resplandecientes de vida, como sucede con la vibrante y
enérgica imagen que da de su mecenas Scipione Borghese de 1632. La vive
za del semblante y el naturalismo expresivo de los ropajes demuestran una
maestría absoluta, y su calidad escultórica supera ampliamente a la mayor
parte de las obras antiguas. Más tarde, desarrollará un tipo de busto más flo
rido e impresionista en los retratos de Francisco I D’Este (1650-1651) y de
Luis XIV (1665), realizado durante su visita a París ese mismo año.
El a r t e c l á sic o y el n e o c l a s ic ism o
B ib l io g r a f ía
Buenas obras generales son las siguientes: M. Greenhalgh, The Classical Tradi
tion in Art, Londres, 1978, especialmente dedicada a la pintura y la arquitectura;
F. Haskell y N. Penny, Taste and the Antique, Yale University Press, 1981, que ca
taloga 95 de las esculturas antiguas más famosas y ofrece un excelente y detallado
análisis de su influencia en la escultura posterior (hay trad, cast.: El gusto y el arte
en la Antigüedad (El atractivo de la escultura clásica 1500-1900), Alianza, Madrid,
1990); P. P. Bober y R. O. Rubinstein, Renaissance Artists & Antique Sculpture: A
Handbook of Sources, Oxford, 1986, que presenta un minucioso catálogo de las es
tatuas clásicas conocidas en el Renacimiento antes del saqueo de Roma de 1527, ba
sado en el Censo de Obras de Arte Antiguo conocido por los artistas renacentistas,
en el Warburg Institute, y es de especial interés por centrarse en los sarcófagos y
otros relieves. A. Rumpf, Archäologie. I. Historischer Überblick, Munich, 1953,
presenta un relato conciso del desarrollo de la arqueología clásica, con frecuentes re
ferencias a monumentos y excavaciones de Roma.
Otras obras generales de utilidad son: C. C. Vermeule, European Art and the
Classical Past, Cambridge, Mass., 1964; E. Pogány-Balás, The Influence o f Rome’s
Antique Monumental Sculptures on the Great Masters of the Renaissance, Budapest,
1980.
Entre los estudios parciales: B. Ward-Perkins, From Classical Antiquity to the
Middle Ages, Oxford, 1984, un buen estudio histórico de este periodo con numero
sas referencias a obras de arte; R. Weiss, The Renaissance Discovery of Classical
Antiquity, Oxford, 1969, el mejor tratado sobre topografía de Roma y los primeros
coleccionistas; E. Panofsky, Renaissance and Renascences in Western Art, Lon
dres, 1970, obra clásica sobre la influencia del Renacimiento italiano en arte y lite
ratura (hay trad, cast.: Renacimiento y renacimientos en el arte occidental, Alianza,
Madrid, 1985); K. Clark, The Art o f Humanism, Londres, 1983, serie de ensayos
sobre artistas italianos del siglo xv (hay trad, cast.: El arte del humanismo, Alian
za, Madrid, 1989); J. Pope-Hennessy, Italian Renaissance Sculpture, Londres, 1971,
ed. revisada; L. Goldscheider, Michelangelo, Londres, 19624; R. Wittkower, Berni
ni, Londres, 1955 (hay trad, cast.: Gian Lorenzo Bernini. El escultor del barroco
romano, Alianza, Madrid, 1990); H. Honour, Neo-classicism, Londres, 1968 (hay
trad, cast.: Neoclasicismo, Xarait Ed., Madrid, 1982); B. Read, Victorian Sculptu
re, Yale University Press, 1983.
Para la historia de las colecciones inglesas de escultura clásica, véanse: A. Michae-
lis. Ancient Marbles in Great Britain, Cambridge, 18S2; D. E. L. Haynes, The Arundel
Marbles, Oxford, 1975; D. Howarth, Lord Arundel and his Circle, Yale University
Press, 1985; J. Black, The British and the Grand Tour, Londres, 1985; C. Hibbert, The
Grand Tour, Londres, 1987: M. I. Wilson, William Kent, 1984; J. Kenworthy-Browne,
«Matthew Brettingham’s Rome Account Book, 1747-1754», The Walpole Society, 49
(1983), pp. 37-132; B. F. Cook, The Townley Marbles, Londres, 1985; G. B. Waywell,
The Lever and Hope Sculptures, Berlin, 1986; V. Cowles, The Astors, Nueva York,
1979; C. Aslet, The Last Country Houses, Yale University Press, 1982.
David Watkin
XII. LA ARQUITECTURA
VITRUBIO
L a BASÍLICA
L as term as
El a r c o d e t r iu n fo
E l P a n t e ó n y los e d ific io s d e p l a n t a c e n t r a l
L a VILLA Y LA CIUDAD
Vitrubio apenas dejó nada escrito sobre la villa. Por eso, antes de las ex
cavaciones en Herculano y Pompeya a mediados del siglo xvm, lo único que
se sabía acerca de este atractivo y decisivo edificio provenía de los restos de
la villa Adriana en Tívoli y de las descripciones literarias, en particular las
de Plinio el Joven en sus cartas. La villa Adriana, construida entre 118 y 134
d.C., ocupa un lugar de privilegio entre las villas antiguas por su grandeza y
esplendor. Su trazado aparentemente fantástico o descuidado acogía edificios
dispares —algunos de ellos auténticas obras maestras del diseño curvilí
neo— conectados entre sí por columnatas, estanques, canales y fuentes que
formaban una suerte de museo de escultura al aire libre. Diversas partes del
vasto complejo recibieron el nombre de lugares y monumentos célebres que
Adriano había visitado durante sus viajes por todo el imperio. Desde el pri
mer Renacimiento, arquitectos, arqueólogos, viajeros y coleccionistas se han
sentido atraídos por la villa Adriana.
Las dos villas de Plinio, aunque de proporciones más modestas que la
villa Adriana, compartieron algunas características con ésta. Han represen
tado, asimismo, una rica fuente de inspiración para los arquitectos en ejer
cicio desde finales del siglo v hasta nuestros días. De hecho, la villa Lau
rentina de Plinio ocupa un lugar especial en la historia de la arquitectura
debido a las numerosas reproducciones motivadas por las sugerentes y de
talladas descripciones que de ella realizó su propietario. Giuliano da Sanga-
11o efectuó la primera tentativa de reproducir este delicioso género de villa
suburbana, retiro de la vida pública, con la villa Médicis en Poggio a Caia-
no, cerca de Florencia (1480-1485). Su elegante pórtico a la entrada —pro
bablemente el primero en una vivienda moderna— semejaba el frontis de un
templo en miniatura. La sala principal, de dos plantas y bóveda de cañón,
era una variante del oecus o sala egipcia de Vitrubio, configurada' según los
principios de la arquitectura termal, y supuso otra innovación en el diseño
de la villa.
A los ojos de la generación que siguió a Sangallo —Alberti, Bramante
y sus discípulos— Plinio representaba la quintaesencia del humanismo. Ela
boró una sugerente imagen del placer que la arquitectura es capaz de pro
porcionar en su relación con el sonido, la vista, el olfato, la temperatura, los
colores, el agua y la vegetación. Pero al mismo tiempo, la descripción de
Plinio era lo suficientemente imprecisa como para dar rienda suelta a la
imaginación de los incontables arquitectos que en el curso de los siglos se
propusieron reconstruir la villa. Con todo, cuando el papa Julio II mandó
construir el patio del Belvedere, teatro y jardín que unía el Vaticano con la
modesta villa del Belvedere (1485-1487) del papa Inocencio VIII, se basó
primeramente en el jardín del palacio de Domiciano en el Palatinado —que
a la sazón se hallaba en mejor estado de conservación que ahora— y en el
santuario de Fortuna en Palestrina. Bramante creó un complejo de jardines,
galerías, logias y fuentes a distintos niveles, así como un teatro, original res
puesta a las descripciones de la villa de Plinio y sin duda también a las rui
nas de la villa Adriana.
En 1519 Rafael, que había sido nombrado superintendente de las Anti
güedades Romanas cuatro años antes por el papa León X, envió una carta al
pontífice en la que se lamentaba por la destrucción de edificios romanos, e
instaba a que se tomaran medidas para que éstos «recuperen su estado pri
mitivo, para lo cual será necesario rehacer las partes completamente des
truidas». Poco se hizo en esa dirección, a pesar de los múltiples proyectos
de arquitectos como Pirro Ligorio, Antonio y Giuliano da Sangallo. En cam
bio, su llamamiento sí obtuvo respuesta en la villa Madama, cerca de Roma,
iniciada aproximadamente en 1516 a partir de sus proyectos para el futuro
papa Clemente VE.
Alineada en tomo a un patio circular, con una columnata que sólo se
completó a medias, la villa Madama reflejaba el afán de Rafael por descu
brir el secreto de las villas antiguas. Probablemente estuviera inspirada en
la descripción imprecisa de un patio de la villa de Plinio, de la que Rafael
realizó, a su vez, otra descripción. De otro lado, cabe señalar que hallamos
la misma disposición en el teatro marítimo de la villa Adriana, que Rafael
visitó en 1516. La villa Madama fue pensada para contener estancias agru
padas y orientadas hacia distintos puntos para cada estación del año, una
idea anunciada ya por Vitrubio y Plinio el Joven. El jardín con forma de
hipódromo también provenía de Plinio, en tanto que la logia principal, abo
vedada y absidal, fue decorada por los discípulos de Rafael con trabajo en
estuco policromado a semejanza de las bóvedas descubiertas hacía poco
en la casa dorada de Nerón y en las llamadas Termas de Tito. Pinturicchio
ya se había servido de éstas en la década de 1480 cuando decoró la villa
del Belvedere del papa Inocencio VIII.
La villa d’Este y sus jardines, en Tívoli, construidos en 1550-1572 a
partir de los planos de Pirro Ligorio, pueden considerarse otra variación so
bre el tema de la villa Adriana. Ligorio se hallaba en esos años llevando a
cabo excavaciones en la villa Adriana, de la que realizó tres descripciones
y un plano completo. En 1557 fue nombrado arquitecto del palacio Vatica
no. Su obra maestra es el casino de Pío IV (1558-1563) (lámina XXVII) en
los jardines del palacio. Dedicado al antiguo concepto de otium o reposo
contemplativo en un entorno bucólico, el casino de Pío IV ha sido definido
como «la más perfecta reproducción de un clásico retiro estival», y es posi
ble que recoja algo de la llamada isla ninfeo en la villa Adriana. Se compo
ne de cuatro edificios pequeños, emplazados en una ladera alrededor de un
patio ovalado semejante al de la villa Laurentina de Plinio. No olvidemos,
sin embargo, que Ligorio, al reconstruir el principal edificio de la Piazza
d’Oro de la viña Adriana, le dio forma ovalada, si bien a la luz de excava
ciones posteriores se ha demostrado que se trata de una cruz griega con lí
neas curvas.
Entre la sucesión de villas inspiradas en Plinio surgidas del círculo de
Rafael y Ligorio, cuyo distintivo son los patios ovalados o hemiciclos, se en
cuentran la villa Famesina en Roma (1509-1511) y la villa Trivulziana en Sa
lona (1525), ambas de Baltasar Peruzzi; el palacio inacabado de la Alham
bra, de Granada (1527-1568), a cargo de Pedro Machuca, con un atrio circu
lar rodeado de columnas inspirado en la villa Madama; la villa Giulia en
Roma (1551-1555), realizada por Giacomo Vignola; así como la villa Godi,
Lonedo (c. 1538-1542) y la villa Barbaro, Maser (c. 1555-1559), de Palladio.
Vincenzo Scamozzi, discípulo de Palladio, elaboró una nueva imagen en su
Idea dell’architettura universale (1615), al publicar por vez primera una
reproducción detallada del plano y de los alzados de la villa Laurentina de
Plinio. Ésta se articulaba en tomo a un gran patio circular limitado por co
lumnas, que sirvió de modelo a los proyectos que trazó Iñigo Jones para el
Whitehall Palace (c. 1638), y a dos reproducciones posteriores: Les plans
et les descriptions de deux des plus belles maisons de campagne de Pline le
Consul (Pans, 1699), de Jean-François Félibien, y Delle ville di Plinio il
Giovane (Roma, 1796), de Pedro Márquez.
Resulta interesante observar cómo cada arquitecto ha interpretado la villa
de Plinio según el estilo que cultivara. Así, los alzados de Scamozzi reflejan
un estilo palladiano riguroso y manierista, en tanto que el diseño simétrico de
Félibien era más francés que romano, e incluso contenía extensos jardines con
parterres de broderie franceses. Robert Castell emplea la misma lógica en una
de las más sugerentes reproducciones de las villas de Plinio, aparecida en
1728 en Villas o f the Ancients Illustrated (Londres), libro dedicado a lord Bur
lington. Castell, que en 1730 realizó la primera versión inglesa de la obra de
Vitrubio, presumiblemente debía sentir gran atracción por el nuevo jardín in
glés irregular, cuyo ejemplo temprano se encuentra en la villa de Chiswick,
construida por lord Burlington en esa época. De ahí que incluyera un jardín
de este tipo en su reproducción de la villa Laurentina de Plinio, con la volun
tad de legitimar la nueva orientación mediante un precedente supuestamente
clásico. No contaba para ello con más evidencias que los comentarios de Pli
nio acerca de los escenarios naturales que podían ¿visarse desde la villa. Los
terratenientes británicos del siglo xvm veían en Plinio un modelo digno de
imitar en cuanto que erudito, terrateniente y aldeano que, retirado de la vida
pública, se consagró a sus bienes, biblioteca y jardín. Fue precisamente esta
imagen la que guió a Thomas Jefferson en el diseño de su propia villa en
Monticello, Virginia, en 1771 y 1793-1809.
En 1760, el tratadista alemán neoclásico Friedrich-August Krubsacius
publicó una reproducción de Ia villa de Plinio. El gran arquitecto Karl Frie
drich Schinkel se interesó por el edificio durante su viaje por Italia en 1803-
1804, mientras realizaba proyectos para una villa ideal en Siracusa. Este
tema captó la atención del príncipe heredero Federico-Guillermo, futuro rey
de Prusia desde 1840 hasta 1858 y protector de Schinkel, que en 1826 cons
truyó para aquél una encantadora villa neoclásica, el Schloss Charlottenhof
en Sanssouci. Schinkel se sirvió de reproducciones de la villa de Plinio he
chas en 1828-1835 con la ayuda de los comentarios sobre Plinio de su viejo
maestro Alois Hirt en Geschichte der Baukunst bei den Alten (1827). El Ar
chitektonisches Album (Potsdam, 1841), colección de trece litografías, reco
ge los hermosos proyectos de Schinkel de edificios austeros aunque asimé
tricos, de aire más griego que romano. A esas alturas, Federico-Guillermo
había abrazado la idea de erigir una versión de la villa de Plinio en el terre
no de Schloss Charlottenhof. Aunque no se llevó a cabo, la idea se plasmó
en el conjunto pintoresco, compuesto por la casa del jardinero, el pabellón de
té y las termas romanas y construido por Schinkel y Persius en 1829-1837.
En Baviera, el príncipe heredero Luis, que reinaría desde 1825 hasta
1848 como Luis I, se mostraba aún más liberal con la estética ecléctica del
arquitecto Leo von Klenze. Ya señalamos en el apartado anterior el prurito
del rey bávaro de erigir un monumento que expresara el patriotismo alemán.
Luis también sentía afán por crear en suelo alemán «la réplica de un edificio
romano con todas sus dependencias». En una visita a Nápoles y Pompeya en
1839 con fines formativos, Friedrich von Gärtner tomó la casa romana de
Cástor y Pólux en Pompeya como modelo de la casa pompeyana que realizó
en 1842-1848 para Luis I en Aschaffenburg. Con su torre belvedere, su tri
clinio dórico abierto y los interiores abundantemente decorados, este edificio
colmó las aspiraciones de generaciones de admiradores de Plinio. Sin lugar
a dudas, se ceñía más al original que la casa pompeyana construida en París
por Alfred Norman para el príncipe Jerónimo Napoleón en 1854-1859.
Wilhelm Stier, discípulo de Schinkel, dibujó una reproducción de la villa
de Plinio en el estilo neorrenacentista extendido a la sazón en Alemania, apa
recida postumamente en Architektonische Erfindungen von Wilhelm Stier
(Berlin, 1867). Peter Behrens, por su parte, realizó en la casa Wiegand, en
Berlin-Dahlem (1911-1912), una versión neoantigua más erudita. Su patrón,
Theodor Wiegand, era arqueólogo y había participado en las excavaciones de
arquitectura doméstica en Priene, Mileto y Samos, en tanto que el propio
Behrens había estudiado edificios helenísticos en Priene, Delos y Pompeya
en 1904. Puede verse la casa Wiegand como un homenaje a Schinkel, que
por aquel entonces era recuperado como símbolo nacionalista de un clasicis
mo alemán renovado, si bien es cierto que el clasicismo austero de Behrens
también era característico del nuevo papel que se atribuyó a los órdenes con
la llegada del siglo xx.
La más completa de las reproducciones de una villa antigua construida
hasta el momento, el J. Paul Getty Museum, en Malibú, California (1970-
1975) (lámina XXVIII), se debe a la prosperidad del petróleo norteamerica
no y demuestra la extraordinaria capacidad de adaptación de la arquitectura
romana. De lá colaboración eníre Langdon, Wilson y Genter, junto con el
asesoramiento arqueológico de Norman Neuerberg, nació un edificio suntuo
so y genuino, inspirado en la villa de los papiros en Herculano, pero que con
tiene complementos modernos, incluido un aparcamiento subterráneo. En
1982 se expusieron las reproducciones que de la villa Laurentina de Plinio se
han hecho en distintas épocas, entre las que cabe destacar la obra de Léon
Krier. Esta semejaba una ciudad dispersa y reflejaba las preocupaciones ur
banísticas del arquitecto, que ya quedaron patentes de forma no menos sor
prendente en el proyecto de 1987 para una nueva ciudad en Tenerife, llama
da Atlantis (lámina XXIX). Una vez más, Plinio ha inspirado y legitimado
los proyectos de un arquitecto en ejercicio.
La villa de principios del siglo iv, situada cerca de Piazza Armerina, en
Sicilia, de grandes dimensiones y estructura compleja, dinámica y extensa,
puede considerarse un compendio de la proyección urbanística romana en la
arquitectura doméstica. Que las excavaciones de esta importante residencia
concebida como una ciudad no se iniciaran hasta una fecha tan reciente
como es c. 1950 indica cuánto nos queda aún por descubrir de la arquitec
tura romana. Mejor dicho, por redescubrir, puesto que nos movemos por tie
rra consagrada, avanzando sobre pisadas previas. Así lo demuestra Alberti,
excepcional intérprete del legado arquitectónico romano, que en su De re
aedificatoria (1485) definió la casa como una ciudad en pequeño: «Si, de
acuerdo con la opinión de los filósofos —argumentaba el artista— una ciu
dad no es sino una gran casa, y una casa, a su vez, es una ciudad pequeña;
entonces, ¿por qué no afirmar que los elementos que componen la casa, ta
les como el patio, el vestíbulo, el salón, el pórtico y otros, son otras tantas
casas pequeñas?».
El entramado arquitectónico sobre el que los romanos articularon la vida
urbana era más complejo que ninguno de los de culturas anteriores. Por tan
to, la imagen urbana constituye, en términos generales, uno de los principa
les legados de la Roma antigua. La concepción de Roma como expresión
santificada de la ciudad arquetípica ha tenido mucho peso a lo largo de la
historia. Tampoco debemos despreciar la herencia romana en la arqueología
de ciudades europeas como Londres y París. No obstante, la proyección ur
banística romana ha tenido escasa influencia en la arquitectura posterior a la
Antigüedad. En parte, ello se debe a que no fue del todo comprendida hasta
el siglo XX.
En Roma mismamente, el legado de la arquitectura romana estuvo mar
cado por la decadencia de la ciudad como consecuencia del traslado de la
sede pontificia a Aviñón de 1305 a 1378 y por el cisma de Occidente (1378-
1417). Cuando finalmente el papado retornó a Roma en 1420, la restaura
ción de Roma era cuestión urgente. Eugenio IV (1431-1447) hizo reparar la
cúpula del Panteón, acabó con las tiendas y barracas del antepatio y pavi
mentó la plaza. Pero no sólo se le devolvió su primitivo aspecto al único
monumento intacto de la antigua ciudad: también se hicieron nuevas calles,
sobre todo en las inmediaciones de la Piazza di Ponte Sant Angelo. De este
modo resucitaban los diseños urbanísticos de la Roma antigua, lo cual ocu
rrió a la par con la destrucción de monumentos antiguos orientada a obtener
material para edificios nuevos.
En la década de 1580 Sixto V prosiguió con la proyección de nuevas ca
lles en sentido radial. Las rectas y largas avenidas salpicadas de obeliscos y
de fuentes crearon una imagen urbanística muy imitada en las ciudades
europeas hasta bien entrado el siglo xix, pero poco teman que ver con las
técnicas romanas. MacDonald ha mostrado que las ciudades o poblaciones
romanas se extendían alrededor de un «núcleo de arterias y plazas clara
mente delineado» y construido gradualmente, al que denomina «armazón».
Ello «permitía atravesar la ciudad ininterrumpidamente de un extremo a
otro y proporcionaba rápido acceso a los principales edificios públicos»
(The Architecture o f the Roman Empire, II, p. 3). Dado que la arquitectura
romana se caracterizaba por el enlace funcional y simbólico de los edificios,
empleaba en lo esencial un sistema de amalgama en el que abundan arcos,
exedras, ninfeos, amplios tramos de escalera, fuentes y sobre todo colum
natas y peristilos. Creemos que aún queda bastante por aprender de todo
ello. No había dos armazones idénticos, y la idea de que la proyección ro
mana era monótona, repetitiva y en exceso simétrica se debe a una inter
pretación equivocada de los arquitectos de los siglos xvm y xix.
T e m p l o s y s a n t u a r io s
La basílica romana se adoptó sin reservas como modelo para las iglesias
cristianas. De ahí que, dejando de lado el Panteón, los templos romanos, con
sus asociaciones paganas, no tuvieran repercusión en la planificación ecle
siástica hasta el siglo xvm. Es significativo que en Italia no llegaran a em
plearse nunca. La idea de basarse en un templo romano para construir una
iglesia surgió en el seno del movimiento neopalladiano en Gran Bretaña. En
1712, Colen Campbell presentó al Church Building Commissioners una se
rie de proyectos para iglesias anglicanas, que contenía, de forma inusual,
templos perípteros a escala natural. No obstante, estos proyectos —reacción
contra el lenguaje de la arquitectura barroca— no llegaron a ejecutarse, y el
primer templo romano en Gran Bretaña fue, característicamente, un edificio
con jardín. Me estoy refiriendo al templo de la Concordia en Stowe, Buc
kinghamshire, iniciado en 1748 como el «templo griego», probablemente a
partir de los planos de Richard Grenville, el futuro lord Temple.
Los demócratas norteamericanos siguieron los pasos de los terratenien
tes británicos. Tras el templo en Stowe, Jefferson levantó el State Capitolen
Richmond, Virginia (1785) (lámina XXX), inspirado en la Maison Carrée de
Nîmes. A continuación, Vignon creó en la Francia napoleónica un edificio
al que llamó templo militar de la Gloria. Éste presentaba gran similitud con
el templo de Zeus olímpico en Atenas. A partir de 1842 se le identificó
como la iglesia de la Magdalena en París.
El templo circular de Vesta o- Hércules Víctor en Roma y el templo de
«Vesta» de características similares que se encuentra en Tívoli, ambos
bastante bien conservados, inspiraron numerosos edificios posteriores,
pero, como cabe esperar, pocas iglesias. El Tempietto en San Pietro in
Montorio, Roma (1502), construido por Bramante, constituye una notable
excepción. Esta rotonda períptera con cúpula reflejaba deliberadamente la
estructura central de los primeros^martirios cristianos erigidos para seña
lar los lugares santos. Palladio siguió el ejemplo de Serlio y lo incluyó en
tre los «templos antiguos» en el último volumen - de su Quattro libri
dell’architeîtura (1570)*·.argumentando que «puesto que Bramante fue el
primero en sacar a luz arquitectura bella y de calidad que había permane
cido oculta desde la Antigüedad, me parece que hay suficientes razones
para que sus obras ocupen un lugar entre las antiguas». En el mismo vo
lumen Palladio hacía una descripción del templo de «Vesta» en Tívoli.
Un siglo más tarde, Perrault presentaba en su edición de Vitrubio planos
de edificios monopteros que reflejaban la forma en que los arquitectos mo
dernos adaptaban el templo de Tívoli. En Gran Bretaña, Nicholas Hawks
moor posiblemente tuviera en mente los sorprendentes dibujos de Perrault
cuando planeó en 1729 el monumental mausoleo en Castle Howard, aunque
éste contenía asimismo referencias al Tempietto de Bramante y a la tumba
de Cecilia Metella en la vía Apia de Roma. A la majestuosa obra de Hawks
moor siguió una serie más modesta de edificios con jardín, empezando por
el Temple of Ancient Virtue en Stowe (c. 1732), obra de William Kent. Las
asociaciones no resultaban del todo inapropiadas si se tiene en cuenta que
el templo en Tívoli había sido ya en la Antigüedad una especie de jardín de
corado.
El santuario de Fortuna Primigenia, construido sobre una ladera de Prae
neste, la moderna Palestrina, a unos cincuenta kilómetros al este de Roma,
era uno de los monumentos clásicos —probablemente del siglo π a.C.— más
originales y misteriosos. Vitrubio prescindió de él por tratarse de un edificio
extremadamente revolucionario para su época. Combinaba de forma audaz
hormigón, travertino, mármol, toba y estuco, formando una composición tur
badora que incluía un grupo de siete galerías. Estas estaban conectadas entre
sí por medio de escaleras —una de ellas con una elaborada doble rampa—
que culminaban en un teatro coronado primero por un doble pórtico semicir
cular y después por un templo circular.
Tal vez los restos del templo de Palestrina se atisbaran después de 1505
en el patio del Belvedere de Bramante en el Vaticano, como ya señalamos
con anterioridad. No cabe duda de que fascinaron al arqueólogo y arqui
tecto Pirro Ligorio, que en la década de 1540 proyectó reproducciones del
templo. Pronto replicaría Palladio con fantásticos diseños de monumentos
de varios niveles, a todas luces reproducciones del de Palestrina, pero que
contenían igualmente elementos del Panteón y del teatro romano en Vero-
ña. Estas composiciones visionarias para edificios elevados que culminan
en un punto central anticipan las invenciones fabulosas de Juvarra, Pirane
si y sus sucesores en el siglo xvm. Palladio las relacionaba en su imagina
ción con su villa Rotonda, cerca de Vicenza (1550), y con proyectos no
realizados como la villa Mocenigo a orillas del Brenta o la villa Trissino en
Meledo. El artista barroco Pietro da Cortona retomó el interés de Palladio
por el templo de Palestrina, del que proyectó una reproducción en 1636. La
villa Sacchetti del Pigneto, cerca de Roma, emplazada en una ladera y a la
que se accedía por una serie de rampas y galerías, refleja sus preocupacio
nes. Unos siglos más tarde, los edificios de la Unión (1910-1912) que sir
Herbert Baker construyó en Pretoria, Suráfrica, creaban un paisaje escalo
nado similar, si bien estaban presididos por una gran columnata semicircu
lar insinuada por una depresión cóncava en la plataforma rocosa (lámi
na XXXI).
«POST SCRIPTUM»
B ibl io g r a f ía
sardo, en las que «haber» ha perdido su valor lexical, se usa sobre todo como
verbo auxiliar y Ia B ha desaparecido en la primera persona del plural. Cita
ré las formas en su ortografía tradicional para mostrar mejor el parentesco
con el latín. Recordemos que la h inicial tampoco se pronunciaba en el latín
clásico.
Cuadro 2
Presente del indicativo d e h a b ere en las diferentes lenguas romances
3Œ °L „ o
ω?8|
ο § = ϊ
I - g '=j jo
íu 2 § g>
<| —< 2
O iri <o
§ 3?
BÁRBAROS
Cuadro 4
Nominativo Oblicuo
rei «rey»
Singular li reis le rei
Plural li rei les reis
El rumano colocó el artículo detrás del nombre y construyó una nueva se
rie de declinaciones mediante el artículo.
C uadro 5
N ominativo-acustívo Genitivo-dativo
fiu «hijo»
Singular fiul fiului
Plural fia fiilor
mama «madre»
Singular mama mamei
Plural mámele mamelor
Por muy atractiva que parezca la teoría del «cambio fonético destructivo
más la terapia constructiva» de la filología comparada tradicional, no resulta
convincente. Sirvámonos de un ejemplo para ilustrarlo: una de las diferencias
gramaticales más destacadas entre el francés y el italiano es que el primero
utiliza el pronombre para indicar la persona del verbo, incluso en verbos im
personales como los que están relacionados con el tiempo (compárese il pleut
con piove, «llueve»). La teoría tradicional remarcaría la desaparición, en fran
cés, de las sílabas finales átonas de fonna que diferentes personas del verbo
suenan igual (por ejemplo, (je) porte, (ils) portent, «yo llevo, ellos llevan»,
con la misma pronunciación). El uso obligatorio del pronombre donde no hay
sujeto del sustantivo elimina lo que en otra circunstancia sería ambiguo. Pero
la cronología de los cambios consecutivos difícilmente encaja con esta teoría
tan simple: de hecho sería bastante caótico, puesto que la costumbre de usar
el pronombre permitió a los hablantes prescindir de las terminaciones decli
nadas. Puesto que hasta el siglo xvn no se estableció en francés el uso obli
gatorio del pronombre, se puede decir que no se trata de una imitación del ale
mán. Hay otra explicación de tipo más sociológico, según la cual fueron los
árbitros de la lengua quienes impusieron una variedad de usos que se consi
deraban menos ambiguos y con lo cual evitaban la elipsis.
Si pensamos que la lengua está en constante evolución, a través de cam
bios fonéticos graduales y ciegos y que escapan al control de los interlocu
tores, estamos hablando a favor de la equivalencia entre lengua romance y
«lengua latina viva». Si partimos desde este punto de vista, el latín no ha
muerto; a medida que caen en desuso ciertos aspectos, otros se van renovan
do, igual que un coche viejo que, a pesar de las múltiples reparaciones y apa
ños, sigue conservando su identidad. Las «cafeteras» que circulan todavía
por España son aparentemente diferentes de las de Francia pero, en cierto
modo, se trata de la misma máquina. Pero ¿acaso funcionan igual? La dis
cusión sobre el origen de los diferentes procesos gramaticales en las lenguas
romances nos desviaría demasiado del objetivo de este capítulo: el legado
lingüístico de Roma.
La ruptura entre el latín y las lenguas romances se produjo, con toda pro
babilidad, paralelamente a la publicación de textos en las «nuevas» lenguas.
Las primeras publicaciones solían ser bilingües o en una lengua romance
poco definida: es a partir del siglo ix y hasta el xn cuando nos encontramos
con una voluntad más firme de distinguir la lengua romance del latín, pero
utilizando el alfabeto latino y la ortografía etimológica. Los primeros textos
completos son, en general, hagiografías o documentos jurídicos, redactados
por escribanos de formación latina y dirigidos a lectores menos cultos.
Es interesante observar que, subyacente a la intención de establecer una
tradición escrita en lengua romance, estuviese la recuperación carolingia de
la enseñanza gramatical clásica, estrechamente relacionada con Alcuino de
York, cuya lengua materna era el inglés y no una lengua romance. Es posi
ble que, al depurarse el latín escrito, los hablantes de lenguas romances se
diesen cuenta de que sus idiomas divergían del latín «correcto» —el que pre
cisaban— mientras que, en épocas anteriores, habían utilizado una serie de
convenciones latinas «degradadas» en la pronunciación de su lengua. Parece
ser que, antes de la reforma carolingia, los textos en latín eran leídos en voz
alta como si se tratase del italiano, del castellano o del francés; a partir de
Alcuino se impuso un nuevo estilo de lectura en el que se pronunciaban una
por una las letras latinas. Una de las consecuencias podría haber sido que
quienes, hablaban una lengua romance no entendiesen bien los textos latinos.
Pero las nuevas convenciones de pronunciación por deletreo abrieron las
puertas a nuevos experimentos para convertir el habla vernácula en lengua
escrita.
Fuera cual fuese la causa, no hay duda de que, a principios del segundo
milenio de nuestra era, se produjo una distinción entre lengua romance y la-
tin y que, con el tiempo, ésta se extendió a las obras literarias. Aun así, el
latín siguió siendo la lengua utilizada para temas más serios e incluso cuan
do se lo desplazó deteste ámbito continuaron predominando, frente a las len
guas romances* su vocabulario y sus construcciones, mucho más rigurosas
y precisas. En ocasiones se utilizaba una misma palabra latina en forma na
tiva y en la original, a menudo con significados diferentes: en el caso del
francés con sus dobletes fragile/frêle o légal/loyal. En las lenguas romances
occidentales siempre han sido frecuentes los «préstamos cultos», es decir,
palabras derivadas directamente del latín, sin respetar las pautas del cambio
fonético habitual. Al principio, solía tratarse de palabras relacionadas con la
terminología religiosa, seguramente extraídas de la liturgia en lengua latina,
como «virgen», «ángel», etc. En la baja Edad Media se adoptaron muchas
formas latinizadas, procedentes de diversas fuentes, en.particular a través de
las traducciones del latín; actualmente se piensa que un 40 por 100 del vo
cabulario romance procede del latín. En francés, en cambio, el número de
palabras procedentes del latín empezó a disminuir a partir del siglo xvi; en
castellano y en portugués esta adopción no ha cesado hasta nuestros días. En
el caso del italiano es más difícil determinar el alcance de tal apropiación,
puesto que a menudo cuesta diferenciar, en el italiano comente, la versión
«culta» del latín de la «popular». El rumano no tiene tantas palabras toma
das del latín como las lenguas occidentales, pero desde el siglo xvin ha su
frido una «reí-romanización» al apropiarse de palabras del francés y del ita
liano.
Pero para volver a latinizar la lengua romance no se trató exclusiva
mente de tomar prestadas palabras latinas. Ante todo en el Renacimiento
hubo un interés especial, por parte de los escritores en lengua vernácula, por
consolidar sus propias lenguas como dignas sucesoras del latín, a cuyo efec
to introdujeron construcciones latinizantes. Pero no todas ellas pudieron so
brevivir y algunas desaparecieron, como la transposición directa de las
construcciones de acusativo e infinitivo. Se intentaron establecer unas nor
mas para la lengua vernácula siguiendo el modelo del latín; esto repercutió
en el modo de usar el subjuntivo, en la determinación del género de los sus
tantivos —sobre el que había muchas dudas—, en las construcciones de ne
gación, etc. Con el paso del tiempo se impuso la lengua vernácula en todo
tipo de discurso y los escritores intentaron dar un cariz más auténtico a sus
respectivos estilos; con ello buscaban sacudirse el yugo que les imponía la
lengua latina. Con todo, sigue manteniéndose la idea del rigor en temas de
gramática, y las personas cultas siguen siendo fieles a los preceptos formu
lados a principios de la Edad Moderna.
El procedimiento de tomar prestadas palabras directamente del latín no
era exclusivo de las lenguas romances, si bien la afinidad de éstas.con la len
gua clásica favoreció una apropiación masiva de formas léxicas y construc
ciones del latín. Pero es evidente que hubo otras lenguas occidentales que
recurrieron al latín para ampliar su propio léxico y, de hecho, en algunas len
guas no romances se constata una importante cantidad de vocabulario toma
do o bien directamente del latín o bien a través de sus intermediarios, las
lenguas romances. Esto es particularmente cierto en el caso del inglés, que,
debido a su estrecha relación con el francés en el periodo normando, tiene
muchas palabras del latín a pesar de que su vocabulario de base es princi
palmente germánico. Así, mientras que bull (=toro) y ox (=buey) son pala
bras patrimoniales, beef (=buey) y bovine (=vacuno, bovino) son de origen
latino (la primera de ellas entró a través del francés (boeuf) y la segunda di
rectamente del latín en el siglo XIX).
A lo largo de toda su historia, el inglés ha ido incluyendo en su vocabu
lario vocablos latinos. No siempre resulta fácil separar las diferentes hebras
de este tejido que es la apropiación de términos, sobre todo cuando repetidas
veces, en diferentes momentos y por caminos separados, se adopta la misma
palabra. Al no disponer de testimonios externos, como los textos, tenemos
que recurrir, para determinar la fecha de apropiación, a las pruebas inter
nas, es decir, a la fonología de cada palabra; para ello utilizaremos nuestros
conocimientos acerca de los cambios fonéticos que se producen en un mo
mento dado y en un lugar concreto. Las palabras como street (strata, ‘ca
lle’)- cheap ‘barato’ y chap ‘tipo’ (caupo, ‘vendedor de comestibles’) pound
(pondus, ‘libra’), chalk (calx, ‘tiza’), copper (cyprium, ‘cobre’), candle
(candela, ‘vela’) cheese (câsëus , ‘queso’) y wine (vI num , ‘vino’) segura
mente llegaron a Inglaterra al mismo tiempo que la lengua inglesa y fueron
tomadas en préstamo por los anglosajones mientras vivieron en el continen
te. Otra vía de penetración de las palabras latinas debió de producirse como
consecuencia del contacto con los romanos asentados en Britania: cat (cat
tus , ‘gato’), fork (fürca , ‘horca’), anchor (ancóra , ‘ancla’), punt ( ponto,
‘barca’). Posteriormente, la llegada del cristianismo favorecería la entrada de
otros términos como apostle ‘apóstol’, canon ‘cañón’, nun ‘monja’, aunque
muchas de estas palabras fueron sustituidas, en inglés, por sus correspon
dientes versiones francesas. Se ha calculado que, en el siglo que precede a la
conquista normanda, entraron en la lengua inglesa 150 palabras de origen la
tino, en particular términos técnicos y cultos: como talent (talentum ‘talen
to’) o plaster (emplastrum ‘emplasto’). Durante el dominio normando en
traron en el inglés palabras adoptadas del francés pero de origen latino; nor
malmente eran cultismos como requiem (el acusativo de requies, que es la
primera palabra del introito de la misa), allegory ‘alegoría’, cause ‘causa’,
desk ‘pupitre’ (dïscus), orbit ‘órbita’ o términos jurídicos como client ‘clien
te’, arbitrator ‘juez, árbitro’, conviction ‘condena’. Creo que es inútil recor
dar que la mayor parte de estas palabras tomadas del francés son en defini
tiva latinas, repito, como en el caso de cash ‘caja’ (caisse, capsa), (receive
‘recibir’ (recevoir, RECIPERE) y otras muchas más.
Al imponerse el inglés como lengua para tratar asuntos serios, se tuvo
que ampliar el léxico con palabras latinas; en la Edad Media encontramos
las siguientes: exorbitant ‘exorbitante’, extravagant ‘extravagante’, com
bine ‘combinar’, discuss ‘discutir’, complete ‘completar’, imaginary ‘ima
ginario’, etc., todas ellas muy próximas al original en latín. Durante el Re
nacimiento aumentó el flujo de vocablos nuevos al inglés, pero esta vez
también llegaron palabras de origen griego latinizadas: irony ‘ironía’,
enigma, idea: A pesar de que el latín fue la fuente principal, el vocabula
rio inglés también acudió a otras fuentes más exóticas como el árabe, el
persa y, después de la conquista· de América, las lenguas amerindias. La
forma inconfundiblemente, latina de vocablos como arbiter, genius, verti
go, acumen, terminus nos indica que datan de esta época. En tiempos más
recientes han seguido entrando palabras latinas, normalmente en su forma
original: ignoramus, delirium, veto, curriculum, gratis, rabies, stimulus,
lumbago, insomnia, auditorium. Los siguientes términos son de origen
griego aunque latinizados: skeleton, amnesty, energy, orchestra, clinic,
mientras que otros fueron asimilados a través del francés, como acoustic.
En consecuencia, se ha calculado que una cuarta parte del vocabulario
inglés, tomado a modo-de diccionario, es de origen latino. En la forma
ción de nuevas palabras pueden utilizarse afijos derivados del latín como
por ejemplo -tion (=ción), -ment o re- (de renewal ‘renovación’). Una vez
constatado esto cabría preguntarse si el inglés hubiese podido formar tantas
palabras nuevas a partir de una lengua nativa sin disponer del latín.
Pero que fuese precisamente el latín la lengua predilecta en muchos ámbi
tos —incluso por encima del vocabulario de origen germánico— nos de
muestra, una vez más, que el latín fue considerado, y sigue siéndolo, una
lengua culta.
En el periodo que media entre finales del siglo i y el v d.C. se calcula
que se llegaron a introducir en el galés unas ochocientas palabras de origen
latino, probablemente a causa de la presencia romana en la isla. Se trata de
vocablos de uso corriente como ffenestr, ‘ventana’, fénbstra; mur, ‘muro’,
mürus ; caus, ‘queso’, câsëus; braich, ‘brazo’, bracchÍUM; barf, ‘barba’,
barba ; cwyr, ‘cera’ cera ; llyfr, ‘libro’, líber . También existen en galés su
fijos de origen latino como por ejemplo -awr (- arius) y -awt (-ätiö, ätus).
Otras palabras latinas que penetraron en el galés lo hicieron a través del
francés antiguo o del inglés; se trata, en general, de vocablos comunes a to
das las lenguas de Europa occidental.
En el caso del alemán, la infiltración de préstamos latinos se produjo a
través de los intercambios comerciales practicados en las fronteras del Impe
rio romano. Estas son algunas de las palabras: Pflanze, ‘planta’, planta;
Fenster, ‘ventana’, fénestra; Pferd, ‘caballo’, paraveredus (‘palafrén’);
Wein, ‘vino’, vínum . También en el alemán hay palabras procedentes de la
religión cristiana, muchas de ellas de origen griego: Bischof, ‘obispo’, epis
copus; Mönch, ‘monje’, monacus; Engel, ‘ángel’, angelus. Este proceso irá
en aumento durante los periodos merovingio y carolingio, y en tiempos de
los monjes misioneros irlandeses y posteriormente anglosajones; de esta épo
ca datan las siguientes palabras: Kloster, ‘monasterio, convento’, claus
trum; Kreuz, ‘cruz’, CRUX; Münster, ‘catedral, colegiata’, monasterium. Las
palabras latinas que denotan pronunciación irlandesa son: Kreide, ‘tiza’,
creta; Pein ‘angustia, dolor’, poena.
En la alta Edad Media, los notarios de habla germánica utilizaron el la
tín para los documentos de tipo jurídico, pero en tomo al siglo xm las can
cillerías empezaron a usar la lengua vernácula, de forma que, lentamente, se
abandonó la costumbre de tomar préstamos directos del latín. Los textos li
terarios medievales siguieron recibiendo la influencia del francés, por lo cual
las lenguas romances se convirtieron en intermediarias de la entrada de pa
labras latinas al alemán; este es el caso de Rente, ‘pensión’ (en francés ren
te, rendita). A través de los contactos con el norte de Italia el alemán reci
bió expresiones latinas italianizadas: Qant, ‘subasta’ (en italiano incanto, in
quantum). En épocas más recientes se prefirió realizar un calco lingüístico
de la terminología religiosa antes que su adopción directa del latín: aeterni
tas se convertiría en Ewigheit (‘eternidad’).
Hasta principios del siglo xvn el latín conservó su lugar predominante en
la administración y la erudición alemanas, pero la lengua vernácula ya em
pezaba a ganar terreno y prestigio, en particular en tiempos de la Reforma.
Aun así, cabe recordar que personajes tan destacados como Leibniz (1646-
1714) escribieron en latín y en francés, y de hecho, en esta época, el voca
bulario alemán se basaba en estas lenguas. Se suelen utilizar también sufijos
de origen latino, como por ejemplo -ität, -ñon, -abel. Pero esta dependencia
de palabras extranjeras (Fremdwörter), en general latinas, causó la indigna
ción de los puristas a partir del siglo xvm y ya en época moderna se buscó
sustituir las palabras latinas (en general palabras comunes a todas las lenguas
europeas) por palabras auténticamente alemanas, como por ejemplo Volk en
vez de Nation. Esta costumbre fue llevada al extremo durante el nazismo y,
aunque actualmente se rechaza el radicalismo de los puristas, el legado lati
no es mucho menor en alemán que en otras lenguas de origen germánico.
Esta transmisión de ítems léxicos y de conceptos comunes a las lenguas
de Europa occidental es el legado más notable de la lengua latina. Pero que
da un aspecto mucho más importante, que es el uso del alfabeto latino para
la escritura en todos aquellos territorios de confesión católica: las áreas de
habla germánica, celta, magiar y romance. De las lenguas eslavas sólo el po
laco y el checo utilizan la escritura latina y no la cirílica, mientras que en la
ex Yugoslavia se utilizan ambos alfabetos según la región. En el siglo xix
el rumano adoptó el alfabeto latino, pero en la Moldavia soviética sigue pre
valeciendo el sistema cirílico. Con la expansión del cristianismo, los siste
mas occidentales de escritura fueron reemplazados por el alfabeto latino, de
sapareciendo por ejemplo el sistema Ogham irlandés y la escritura de runas
escandinava. Las reformas gráficas llevadas a cabo en tiempos de Carlo
magno crearon una versión clara y legible de la escritura latina que es, en
h'neas generales, la que se utilizó en la imprenta, aunque hasta hace poco los
impresores alemanes preferían utilizar la denominada letra gótica.
La escritura latina se utiliza también principalmente en la creación de sis
temas para escribir lenguas que hasta hoy han sido meramente orales —como
las africanas— y en la «romanización’ de otras lenguas, es decir, en la trans
cripción de otras lenguas, como por ejemplo los caracteres chinos. Esta escri
tura alfabética no es una invención de los romanos, sino que éstos la adoptaron
de los griegos y éstos, a su vez, de una lengua semita septentrional. Puesto que
el sistema alfabético es económico y flexible —pues cada sonido (o fonema)
está representado, en principio, por una única letra— es útil e indispensable
para la alfabetización. El alfabeto latino está configurado de tal forma que pue
de adaptarse con facilidad-a aquellas lenguas que no tienen sonidos latinos, uti
lizando dígrafos (combinando, por ejemplo, otras letras con la h redundante) y
signos diacríticos (colocados encima o debajo de las letras). Gracias a estas ca
racterísticas y al enorme prestigio de la lengua latina, el alfabeto latino está re
conocido como el más adecuado para estas transcripciones en todo el mundo
(excepto en la antigua Unión Soviética).
La influencia ejercida durante mucho tiempo por la gramática latina ha
sido muy sutil, aunque universal. Recordaremos aquí que, en la Edad Me
dia, se identificó el latín con la gramática, y que las lenguas modernas eran
tildadas de poco sistemáticas, caóticas e incoherentes frente a la organiza
ción, disciplina y rigor de la lengua de la erudición. Durante mucho tiempo
la enseñanza de la gramática latina fue la vaca sagrada del sistema educati
vo. Formaba parte del trivium, que algunos consideraban una trivialidad,
mientras que a otros les sonaba a chino. Hasta hace poco estuvo incluida,
como parte fundamental, en el plan de estudios de la enseñanza. La capaci
dad de enseñar a los alumnos la ardua (y por ello muy instructiva) discipli
na de la gramática latina era un motivo de orgullo. Por desgracia, como
reacción a esta tradición se ha eliminado de la enseñanza la asignatura de
gramática.
La gramática latina tuvo una difusión tan amplia como asignatura esco
lar porque era fácil de enseñar. Frecuentemente se acusa, sin razón, a los gra
máticos latinos de haber copiado ciegamente a sus predecesores griegos, de
quienes tomaron prestado (por medio de traducciones literales) la terminolo
gía. Pero, dejando a un lado el que fuesen o no originales, es cierto que asen
taron un importante modelo de descripción lingüística que se convirtió más
tarde en elemento indispensable de la enseñanza.
Como es obvio, en tiempos del Imperio romano era muy útil dominar el
latín «correcto», y de hecho lo ha seguido siendo hasta hace poco. Actual
mente no hay casi nadie, ni siquiera en el Vaticano, que sepa mantener una
conversación habitual en latín, e incluso en los oficios religiosos sólo lo uti
lizan —y de forma esporádica— los tradicionalistas. Pero cabe recordar que
hubo un tiempo en el que fue casi una lengua universal, actuando de inter
mediaria en las comunicaciones entre lenguas vernáculas y entre las perso
nas de diferentes países. La existencia de una lengua internacional, como el
latín, llegó a ser tan indispensable que, al caer en desuso en el siglo xvn, se
hicieron intentos por sustituirla artificialmente, y la lengua que más pujó por
ocupar este lugar fue el francés. Hoy día se ha querido imponer el inglés
como lengua internacional pero no parece ser del agrado de otras comuni
dades lingüísticas europeas. De hecho, el inglés que se utiliza intemacio-
nalmente es más bien una «eurolengua» que resalta los elementos latinizan-
tes —comunes a otras lenguas europeas— en detrimento de las expresiones
ídiomáticas nativas.
En el pasado, la enseñanza del latín contribuyó a la aparición de la des
cripción gramatical, perfeccionándose y formulándose, con mucho rigor, las
normas de la gramática latina. Aparte de métodos pedagógicos para la ense
ñanza de la gramática, los estudiosos medievales elaboraron teorías sobre la
semántica lingüística y su relación con el razonamiento lógico. Por supues
to, todo esto no estaba dirigido al hombre de a pie, pero no dejó de ser un
paso adelante en el perfeccionamiento de la lengua comparable al que hicie
ron los gramáticos del sánscrito.
La tradición lingüística latina se basaba, por supuesto, en una lengua es
pecífica. La intención modistae (seguidores de la gramática especulativa)
medieval de vincular esta tradición a la Gramática Universal fue buena,
pero probablemente estuvo mal encaminada. Llegados a este punto sería ne
cesario volver a recordar que el latín es, ante todo, una lengua «sintética»
en la que la relación entre los elementos de la oración está indicada por las
modificaciones de las palabras (declinar significa «curvar» el final de una
palabra de forma que pueda acoplarse a otros elementos). El sistema de ca
sos —con sustantivos que, al caer (CÄSUS) como los dados, en diferentes po
siciones, muestran configuraciones concretas— tiene su parangón, en cuan
to a función, en lenguas no sintéticas. Sin embargo, en el caso del latín, las
adaptaciones formales a la palabra son indispensables para indicar estas fun
ciones. Por ello la gramática, para describir modelos de oración, está mejor
—y más adecuadamente— estructurada morfológicamente (en el sentido de
modificación formal de las palabras individuales) que sintácticamente. Por
consiguiente, la gramática está más orientada a la definición de categorías
de palabras (sustantivos, verbos, etc.) y a las formas características de las
mismas, que a la manera que tienen de relacionarse las palabras para la for
mación de proposiciones. El significado se describe en términos lexicales.
Quienes estaban interesados en el tema tenían la posibilidad de disfrutar
con el estudio de la morfología latina a través de los manuales elegante y
exquisitamente redactados. Aunque éstos también tenían su lado negativo;
ya que en el caso de no poder aplicar este modelo explicativo a una lengua,
esta era automáticamente desvalorizada y calificada de no gramatical e in
ferior. A medida que las lenguas vernáculas fueron adquiriendo un mayor
prestigio, los especialistas consideraron conveniente asemejarlas al latín. En
consecuencia, se asignó a aquellas lenguas que no tenían casos morfológi
cos para el sustantivo —como el inglés o el francés— un sistema de casos
con la incorporación de preposiciones (of-the-dog: «del perro», genitivo; to-
the-dog, «al perro», dativo), lo que condujo a que se confundiese la forma
con la función. Además de esto, toleraron muy poco las variaciones natura
les propias de una lengua (puesto que, según ellos, el latín era monolítico)
y condenaron de antemano los usos inconfundiblemente nativos aunque so-
cialmente estuvieran diferenciados. Uno de los resultados de este proceso de
adaptación de la lengua moderna a las normas del latín, que se considera-
ban universales y lógicas, se refleja en la lengua inglesa, concretamente en
la desaparición de la «doble negación» («I don’t want no bread», «no quie
ro nada de pan»), o del infinitivo partido («to badly want»).
Pero una medida todavía más arbitraria fue la aplicación de una gramáti
ca morfológica de tipo latino .a:ia descripción de lenguas que carecían de ele
mentos morfológicos, como por ejemplo el chino o algunas lenguas de Áfri
ca occidental. Así, la definición de «palabra», de «sustantivo», de «verbo»,
tan inequívoca en latín, es más confusa en otras lenguas, por lo que sería más
conveniente utilizar otras categorías o criterios de categorización.
A medida que ha ido evolucionando la lingüística moderna, la gramática
tradicional (es decir, latina) ha sido rechazada y se ha optado por modelos
gramaticales más modernos y universales. Aun así, no existe un modelo con
sensuado. Mientras, paralelamente a la lenta desaparición del latín en la edu
cación escolar, los universitarios actuales no tienen un claro concepto de un
modelo gramatical e incluso desconocen y sienten poca curiosidad por la
gramática, con lo cual aceptan sin más, y sin un análisis previo, los comple
jos mecanismos de la lengua. El modelo de gramática latina es, a pesar de
sus defectos, infinitamente mejor que cualquier otro: cumple todos los re
quisitos descriptivos de elegancia, sencillez y rigor. Pero ante todo es muy
didáctica. Esperemos que en un futuro no se pierda este legado.
Debemos nuestras nociones de estilo —que algunos autores modernos
han desestimado— , tal y como fueron transmitidas a las lenguas modernas,
a la tradición lingüística latina. Recordaremos ahora que, cuando empeza
ron a surgir las diferentes lenguas del occidente europeo —muchas de ellas
a partir del siglo xvi—, los árbitros de la lengua establecieron el latín como
el paradigma que una lengua nacional debía seguir. Se dio gran importan
cia al estilo «clásico», que significaba claridad, falta de ambigüedad, mo
deración, concisión, economía de expresión, elegancia y musicalidad. Al
gunas de las consecuencias negativas de esta actitud fueron, como ya dije
anteriormente, la intolerancia frente a la variación y una concepción exce
sivamente rígida de la precisión, todo ello basado en criterios sociales y es
téticos. Otras medidas adoptadas fueron la imposición a veces de normas
ajenas a la lengua de la comunidad o calificar de vulgares y bárbaras algu
nas maneras de expresarse vivaces y totalmente lícitas. Aun así, este tipo de
«ingeniería del lenguaje» practicado en lenguas corrientes facilitó la comu
nicación entre comunidades lingüísticas. Es evidente que fue el latín el que
indujo a los manipuladores de la lengua a impulsar las lenguas vernáculas
para temas más serios.
Espero haber demostrado que el legado de la lengua latina abarca mu
chos aspectos cuyo origen algunos desconocían. De todos modos, se trata
del latín actualmente vivo como lengua al igual que sus herederas, las len
guas romances. Aun cuando fuese sólo una minoría la que tuviese acceso a
la variedad «muerta» del latín, se seguiría manteniendo la lengua en aque
llos países que, hace dos milenios, la adoptaron como lengua materna y que,
hoy día, siguen siendo conscientes de tan rico legado.
B ibliografía
Para las lenguas romances los libros más accesibles en inglés son: W. D. Elcock,
The Romance Languages, Londres, 1975', desde un punto de vista filológico; R. Pos-
ner, The Romance Languages—a Linguistic Introduction, Nueva York, 1966, una
consideración desde la lingüística.
Para un estudio lingüístico más especializado: M. Harris y N. Vincent, eds., The
Romance Languages, Londres, 1988, una colección de ensayos introductorios a cada
lengua; y R. Posner, The Romance Languages, Cambridge, en preparación, un estu
dio comparativo basado en aspectos lingüísticos, sociolingüísticos y tipológicos.
Orientaciones bibliográficas e introducciones a la disciplina: I. Iordan, J. Orr y
R. Posner, An Introduction to Romance Linguistics: its Schools and Scholars, Ox
ford, 1978, y R. Posner y J. Green, eds.. Trends in Romance Linguistics and Philo
logy, i-rv, La Haya, 1980-1982; v, Berlin, 1991. El primero es una introducción y el
último un compendio de artículos que abarca todos los aspectos sobre el estado de
la cuestión.
Sobre las conexiones entre el latín y la lengua romance: R. Wright, Late Latin
and Early Romance in Spain and Carolingian France, Liverpool, 1982, es vivaz y
provocativo, una buena introducción al tema.
Sobre la historia de la lengua inglesa: B. M. H. Strang, A History o f English, Lon
dres, 1970, perfectamente inteligible y dedica una parte a los préstamos del latín.
Sobre el galés y el latín: K. H- Jackson, Language and History in Early Britain:
A Chronological Survey o f the Brittonic Languages, First to Twelfth Century AD,
Edimburgo, 1953, es la obra básica para el latín hablado en Britania y su influencia
sobre el galés.
Sobre la historia de la lengua alemana: C. J. Wells, German: A Linguistic History
to 1945, Oxford, 1985, muy actualizado, incluye información acerca de la influencia
ejercida por el latín.
[Sobre la historia de la lengua castellana: R. Menéndez Pidal, Orígenes del espa
ñol. Estado lingüístico de la Península ibérica hasta el siglo X!, Madrid, 1986l0; id.,
Manual de gramática histórica española, Espasa-Calpe, Madrid, 196813. Rafael La-
pesa, Historia de la lengua española, Gredos, Madrid, 19819.]
Sobre la tradición de la gramática latina en Europa: G. A. Padley, Grammatical
Theory in Western Europe 1500-1700: The Latin Tradition, Cambridge, 1976, es el
estudio más concienzudo y reciente que se haya hecho hasta ahora sobre el tema.
R. H. Robins, A Short Story o f Linguistics, Londres, 19903, es la obra clásica, e in
cluye información valiosa sobre las teorías antiguas y medievales.
Robert Feenstra
XIV. EL DERECHO
No cabe duda de que el influjo del derecho romano constituye uno de los
aspectos más importantes y al mismo tiempo complejos del «legado de
Roma». Numerosas metáforas se han empleado para describir esta influencia.
Aparte de la imagen del «duende» que reaparece en una «segunda vida ... tras
la desaparición del cuerpo en el que vio la luz por primera vez» (Vinogradoff)
y la comparación con el pato que de cuando en cuando desaparece bajo el
agua pero que siempre vuelve a emerger a la superficie (Goethe), podría citar
las palabras de Rudolf Jhering, jurisconsulto alemán del siglo xdc: «Tres han
sido las ocasiones en que Roma ha dictado leyes al mundo; y las tres veces
encaminó a los pueblos hacia la unidad; la primera vez, cuando el pueblo ro
mano se hallaba en su máximo esplendor, condujo a la unidad estatal; la se
gunda, tras su decadencia, trajo la unidad eclesiástica; y la tercera, fruto de la
recepción del derecho romano, impulsó en la Edad Media la unidad jurídica».
Como veremos más adelante, «recepción» y «unidad jurídica» son tér
minos que precisan matizarse. De todos modos, parece adecuada la compa
ración con el Imperio romano y la Iglesia católica romana. De hecho, no
cabe hablar únicamente de comparación: tanto la «renovación» del Imperio
romano en Occidente que tuvo lugar en el año 800 como la «reforma» de la
Iglesia católica a finales del siglo xi desempeñaron un importante papel en
el «renacer» del derecho romano a partir del siglo xn. Antes de pasar a exa
minar esta faceta medieval, sin embargo, debemos aclarar qué se entiende
por «derecho romano» en este contexto.
Lo que interesa de una «herencia» no son los bienes que el difunto pose
yó en vida y que se perdieron antes de su muerte: lo único que importa es lo
que se ha conservado. El heredero normalmente buscará un inventario. Si
aceptamos —para nuestro propósito— que Roma murió al concluir el reinado
de Justiniano (527-565), que, tras la caída del último emperador occidental en
476, trató de reestablecer la autoridad imperial en Occidente, no hallaremos
mejor inventario que el que nos dejó Justiniano en su codificación, conocida
habitualmente con el nombre de Corpus iuris civilis (aunque en este contexto,
el origen de la expresión esté en la baja Edad Media).
Al lector contemporáneo el término codificación tal vez le sugiera algo
bastante distinto de un inventario: algo que incluya normas nuevas y no sólo
una clasificación de las existentes. La codificación de Justiniano, sin embar
go, no se parece a la mayoría de los códigos europeos modernos. Origina
riamente, comprendía tres obras principales, cada una de las cuales poseía
características propias; aunque la cuarta parte no se promulgó oficialmente
como un todo, los juristas medievales le otorgaron el mismo valor que a las
tres restantes.
El Digesto (también llamado Pandectas) es la parte cuantitativa y cualita
tivamente más importante del Corpus iuris civilis y fue promulgado el 16 de
diciembre de 533. Se trata de una colección de fragmentos o extractos de lon
gitud variable de juristas pertenecientes a una época muy anterior a la de Jus
tiniano, generalmente de los siglos i, π y principios del m d.C. Justiniano —o,
mejor dicho, la comisión que nombró a tal efecto, presidida por Triboniano—
no incluyó los textos completamente en su forma original: algunos ya habían
sido modificados al llegar a manos de la comisión, otros fueron alterados de
liberadamente con permiso de Justiniano. De todos modos, los textos del Di
gesto presentan el derecho esencialmente tal y como era en la época en que sus
autores vivieron y trabajaron. Ello le confiere un carácter híbrido: desde el
punto de vista formal expresa el derecho tal y como se supone que estaba vi
gente en tiempos de Justiniano, pero en realidad recoge el derecho de un pe
riodo muy anterior, al que los historiadores (del derecho) habitualmente deno
minan periodo clásico.
El Código forma el segundo gran bloque de la codificación de Justiniano.
Tras la publicación en 529 de una primera versión (que no ha llegado hasta
nosotros), el 16 de noviembre de 534 fue promulgada la segunda y definitiva
versión. Contema una compilación de medidas legislativas imperiales (cons
tituciones formales o rescriptos destinados a oficiales imperiales o a particu
lares, de apücación universal), que datan de los siglos π a vi d.C. El Código
había sido precedido por una colección similar, publicada por el emperador
Teodosio H en 438 (Código de Teodosio). Aunque el Código de Justiniano
comprendía asimismo material de otros tiempos (con algunas alteraciones), su
carácter era menos heterogéneo que el del Digesto: las constituciones ya te
nían validez legal antes de la codificación y sólo contenían unas pocas con
tradicciones, en tanto que los fragmentos del Digesto eran opiniones privadas
elevadas a rango de ley por decreto especial de Justiniano.
Las Instituciones constituyen la tercera parte del Corpus iuris. Se trata de
un manual oficial para la enseñanza del derecho, promulgado en fecha algo
anterior a la del Digesto (21 de noviembre de 533). Buena parte de su con
tenido se tomó de un manual privado de gran popularidad, confeccionado por
Gayo, jurista del siglo n; y complementado por fragmentos de otros manua
les antiguos. A diferencia del Digesto y del Código, en las Instituciones no
se hallan indicadas las fuentes de los textos.
Como ya apuntamos más arriba, los juristas de la Edad Media añadieron
una cuarta parte al Corpus iuris. Ésta se componía de una serie de Novellae
(Novelas), nuevos edictos (novellae constitutiones) publicados por Justinia
no durante los treinta años de su reinado posteriores a 534, que modificaban
y complementaban disposiciones anteriores. Nunca llegó a publicarse una
compilación completa de las Novelas, si bien existían varias colecciones par
ticulares. Hasta el siglo xn sólo se conocía en Occidente una de estas colec
ciones, que reunía 124 Novelas recopiladas hacia 555 por un jurista llamado
Juliano (Epitome Juliani). Cuando a principios del siglo xn se descubrió otra
colección más amplia, los juristas la llamaron Authenticum (probablemente
porque le atribuían la condición de oficial).
El Corpus iuris civilis —con las cuatro partes que acabamos de describir:
Digesto, Código, Instituciones y Novelas— distaba mucho de ser una unidad
homogénea. Ya hemos-hecho referencia al carácter híbrido del Digesto. Pues
to que era la parte más importante de la codificación de Justiniano, transfirió
su carácter al Corpus iuris en su globalidad. Con todo, uno de los mayores
logros de Justiniano y sus colaboradores reside en ajustarse a la tradición res
catando fragmentos de autores clásicos. En palabras de F. de Zulueta: «Lo
que le imprime esa grandeza especial al Corpus iuris y explica su continua
da influencia es el Digesto ... el derecho clásico conservado en su estado pri
migenio jamás habría podido tener tanta influencia en la Edad Media como
la que tuvo el heterogéneo Corpus iuris».
Ya hemos aludido antes al resurgimiento del derecho romano que se pro
dujo en el siglo xn. En realidad, se debe precisamente a esta circunstancia el
que la codificación de Justiniano fuera dada a conocer a través del Corpus
iuris en Europa occidental. Al examinar la influencia del derecho romano en
Occidente debiera distinguirse entre el periodo anterior y el periodo posterior
al siglo xn.
E l problema de la continuidad
En relación al primer periodo, no hay que olvidar que desde finales del si
glo rv el Imperio romano quedó escindido definitivamente en dos: un imperio
en Occidente y otro en Oriente. Si bien el imperio occidental sobrevivió no
minalmente hasta 476, durante el siglo v los reinos germanos ocuparon pro
gresivamente su lugar. No obstante, el derecho romano subsistió hasta cierto
punto en estos reinos. Durante un tiempo, germanos y romanos continuaron
viviendo bajo sus propias leyes; algunos reyes germanos incluso elaboraron
códigos especiales para sus súbditos romanos. Aquí sólo aduciremos un ejem
plo, el lex Romana Visigothorum, elaborado en 506 por el rey visigodo Alaii-
co Π (y por eso también conocido por Breviario de Alarico). Esta obra, que
ha pervivido en numerosos manuscritos, contiene constituciones imperiales
romanas (extraídas del Código de Teodosio de 438) y una breve selección de
compendios de unos cuantos libros de texto clásicos y libros de ejemplos; du
rante mucho tiempo, esta fue la única fuente a través de la cual era posible ac
ceder a estos textos y constituciones.
Aparte de este código para los súbditos romanos, la legislación visigoda
muestra además una marcada influencia del derecho romano. El derecho vi
sigodo era el más desarrollado de los derechos germánicos, pero a partir de
finales del siglo v hasta mediados del siglo vn estuvo sometido a un fuerte
proceso de romanización. La legislación de los lombardos en el norte y cen
tro de Italia permaneció más fiel a sus raíces teutonas, como ha señalado Vi-
nogradoff; no obstante, la influencia del derecho romano en Lombardia no
fue escasa, particularmente en lo que atañe a la práctica jurídica, como lo de
muestran las formulae lombardas para la redacción de contratos. A inicios
del siglo vm se aprecia en la legislación una corriente de reflexión jurídica,
que pudo haber sido consecuencia de una invasión de ideas romanas y que
posteriormente pudo haber franqueado el paso a la consideración de la doc
trina romana. En el imperio franco la resistencia al derecho romano fue su
perior que en Lombardia. Aun así, pueden señalarse varios senderos por los
que las normas romanas accedieron a la práctica. El papel de la Iglesia fue
considerable, ya que empleando la formulación del código de los francos ri-
puarios, «la Iglesia actúa de acuerdo con el derecho romano» (ecclesia vivit
iure Romano). Respecto al caso lombardo, las formulae destinadas a docu
mentos legales muestran la influencia del elemento jurídico romano en el te
rreno de las transacciones privadas.
La cuestión de si estas formas de supervivencia del derecho romano fue
ron acompañadas de un aprendizaje jurídico ha suscitado numerosas contro
versias en la doctrina moderna: ¿hubo o no continuidad de la jurisprudencia
romana en Occidente entre los siglos vi y xi? Algunos autores de finales del
siglo pasado y las cuatro primeras décadas del presente, en su mayoría ita
lianos, han respondido a la pregunta afirmativamente; la opinión predomi
nante en nuestros días, sin embargo, es que no hubo tal continuidad, si, con
Kuttner, entendemos por «jurisprudencia» «una disciplina coherente desde el
punto de vista intelectual, un conocimiento de las fuentes que pueda servir
de guía al pensamiento jurídico, diferenciado de la rutina profesional de no
tarios, jueces y otras autoridades de la Italia del siglo xi, cuya noción acerca
de las necesidades cotidianas de los negocios legales era precientífica». No
hay indicios de una enseñanza jurídica organizada en facultades, donde po
dría haber florecido jurisprudencia en sentido estricto.
De este modo, la influencia del derecho romano en el primero de los dos
periodos antes establecidos parece haber sido bastante limitada.
E l renacer de la jurisprudencia
La escuela humanista
«A nticuarios» y pandectistas
B ibliografía
I n t r o d u c c ió n
L a r e tó r ic a d e l o s n ú m e r o s
Este relato islámico del siglo x introduce al lector en una mágica maravilla
del mundo, una ciudad de unos treinta kilómetros de largo y unos sesenta de
perímetro, con doble o triple muralla, altas torres, cárceles construidas como
la concha de un caracol para impedir las fugas, 20.000 mercados, 660.000 ter
mas. En esta visión apenas hay indicios de la deprimente realidad de Roma en
los últimos años del primer milenio, y sí muchos ecos del distante pasado y
de los esplendores de la enumeración.
E s t a s a n t ig ü e d a d e s s o n pe l ig r o s a s
Además del gran despliegue aritmético, hay otros rasgos familiares en los
relatos árabes. Los éxitos en ingeniería hidráulica que tan espléndidos habían
parecido a los romanos y a los visitantes se reflejan en historias de acueduc
tos que ahuyentan a las alimañas, canales que sirven de calendarios, fosos,
fuentes y ríos artificiales con cubiertas o lechos de plomo. La riqueza y el
poder de la ciudad están representados también mediante la opulencia de sus
construcciones —el metal en los ríos, en los tejados, otros lujosos materiales
de construcción— , tal como sucedía desde época romana. Pero hay un fuer
te sentido de la necesidad de una explicación, de que un poder y triunfo de
este tipo tiene que tener alguna causa siniestra. El retrato de la ciudad no es
el de una felicidad normal: tales milagros son fruto de fuerzas mágicas. Mu
chas de las maravillas son de hecho potentes talismanes; algunas serán atri
buidas a Balanas, maestro de los sabios, en cuyo corrompido nombre pode
mos rastrear todavía un eco de Apolonio de Tiana. Un ejemplo original es el
dé la estatua de un pájaro sobre una columna que mediante su dominio de
todas las aves del cielo controla la enorme cosecha de aceitunas de Roma:
a su vez es una explicación, para el asombrado lector de Damasco, de las
riquezas de este distante y a duras penas imaginable lugar.
También la tradición occidental se preocupaba por el poder simbolizado
en los monumentos, y por las cuestiones sobre cómo continuará éste y cuán
do terminará. Un caso famoso aparece en un texto llamado «Citas de los
Padres, recopilaciones de escritos, antologías, problemas y parábolas», erró
neamente atribuido a Beda el Venerable: «Mientras el Coliseo permanezca en
pie, Roma seguirá existiendo; cuando el Coliseo caiga, Roma caerá también;
cuando Roma caiga, caerá el mundo». Pero el Anfiteatro Flavío no era el
único garante de la diutumidad de la ciudad; otra anécdota de la colección
pone en boca de un monumento supuestamente fechado en los primeros días
de la ciudad —probablemente una de las dos tumbas piramidales llamadas
entonces de Rómulo y Remo, una de las cuales se conserva todavía junto a
la Porta Ostiense y el cementerio protestante— el siguiente discurso dirigido
a un paseante: «Eras pequeña, Roma, cuando me construiste, pero aún más
pequeña serás cuando me derribes» (la pirámide de Rómulo fue destruida a
comienzos del siglo xvi para ampliar el acceso a San Pedro). A diferencia de
los viajeros procedentes del mundo árabe, los occidentales visitaban Roma
con más frecuencia, y en el tercer ejemplo de la colección la admiración ad
quiere una perspectiva más realista; debemos considerarla como una broma
entre forasteros igualmente incómodos y reducidos a decir tonterías ante la
experiencia de tantos monumentos: «Quid stas, quid stupes, bos Britannice?
Sto stupeo stimulum quaero ut pungam bovem Gallicum» («¿Qué haces pa
rado y atónito, buey británico? Estoy buscando un agujón para pinchar a un
buey galo»).
Sin embargo, de todas estas mágicas atracciones ninguna tuvo un lugar
tan predominante en la literatura como el sistema por el cual se había reuni
do una colección de estatuas de las naciones conquistadas para que ayudaran
al mantenimiento del poder de Roma. No está claro si esta historia tiene al
guna vinculación con restos concretos; en Roma había no pocas estatuas de
prisioneros bárbaros o representaciones simbólicas de las provincias. Pero el
propósito de la historia es el mismo: explicar qué hay tras esa aparente ma
jestad. He aquí un relato de esta maravilla según un clérigo inglés de la mis
ma época, y posiblemente de la casa, de Tomás Becket:
Esto no es sólo una historia pintoresca. Las artes mágicas de los roma
nos aparecen ligadas a todas las cosas maravillosas que les sobrevivieron
—por eso Virgilio se convierte también en un gran hechicero— , y sirven
para explicar el triunfo de su antigua hegemonía, de otro modo inimagina
ble. Las observaciones del maestro Gregorio forman parte de una larga se
rie de textos procedentes de muchas partes de la Europa occidental cuyo fin
era expresar al peregrino cuán singular había sido siempre Roma y expli
car los rasgos sobresalientes de lo que iba a ver. Como hemos visto, estas
compilaciones de cosas maravillosas, los Mirabilia, tienen claras raíces en
la experiencia de la ciudad antigua; su intención es presentar a Roma como
algo cosmológicamente especial que ocupa un lugar privilegiado tanto en
el tiempo —en la medida en que concebían la historia— como en el espa
cio: los mapas circulares de Roma son simulacros conscientes de los map
pae mundi circulares de la época. Si en todo esto se ve como en ningún
otro lugar el impacto visible de la historia de la Redención en su forma más
triunfalista, es a causa de la excepcional yuxtaposición del pasado pagano
y su continuación cristiana, lo cual es perceptible de manera tan clara gra
cias a la grandeza de las ruinas.
Así pues, reinterpretación y explicación creativa de lo que se iba a ver
son esenciales en la tradición de los Mirabilia. Pero, una vez más, no son as
pectos novedosos. Sería erróneo considerar la Antigüedad como un periodo
en el que la mayoría de los espectadores de la gran riqueza de Roma com
prendía claramente sus alusiones, y establecer un comienzo repentino de la
ignorancia y la superstición seguido por la Edad Media. Conocemos una
equivocación de este tipo cometida por un cristiano en Roma a principios del
siglo ii . San Justino mártir leyó las palabras sim o n i s a n c t o en la dedicatoria
Se m o n i s a n c o , tomándolas como prueba de una perversa y peligrosa adhe
sión al culto de aquel Simón llamado el Mago a quien san Pedro había des
concertado públicamente durante una competición de vuelo bajo el reinado
de Nerón. En realidad, el texto proclama el culto de una deidad sabina muy
antigua conectada con la siembra próspera de trigo (I ApoL, 26). La eterna
reinterpretación del lenguaje de los monumentos comienza en el momento
mismo en que estos son erigidos. Imaginemos a un viajero procedente de una
provincia, en la época imperial, contemplando las estarnas dedicadas por su
propia ciudad entre las de un millar de comunidades sometidas, en el Capi
tolio. Es probable que no hubiera reaccionado a esta visión del modo «co-
rrecto», reconociendo las circunstancias legales y políticas de la «rendición
ante la verdadera fe» que había añadido su patria a la larga lista de desigua
les aliados de Roma, y no habría podido tener sospecha alguna de las ideas
inherentes al análisis de un historiador moderno sobre la iconografía y la ti
pografía de la dominación. Su reacción habría sido más bien emocional y
muy probablemente religiosa, articulada a partir de la realidad de la sanción
sobrenatural del poder imperial; este sentimiento no está tan alejado de las
estatuas sensibles a las sublevaciones. Ni en el mundo antiguo ni en la Edad
Media las imágenes esculpidas eran representaciones neutras, como lo son
ahora, sino que estaban altamente cargadas de significado y poder.
Es de nuevo de la ciudad gemela de Roma, Constantinople de donde ob
tenemos una vivida imagen de lo que era realmente en la práctica la reinter
pretación de una gran ciudad en ruinas llena de imágenes antiguas y desco
nocidas, según el texto denominado Parastaseis Syntomoi Chronikai. Esta
obra cataloga un sinfín de ejemplos del terrible poder mágico de los orna
mentos de la ciudad. «En la bahía de Neorion había un enorme buey de bron
ce. Decían que mugía como un buey una vez al año, y que el día que mugía
sucedían desastres ...» (5a). «En San Mamas hubo una vez un terrorífico
puente con cerca de doce arcos y bóvedas ... había allí un inmenso dragón de
bronce, ya que según una leyenda un dragón vivía en el puente. Allí fueron
sacrificadas muchas vírgenes, así como un gran número de pájaros, ovejas y
bueyes» (22). Es difícil no estar de acuerdo con el consejo dado al destinata
rio de la obra: «Considera estas cosas como ciertas, y reza para no caer en la
tentación —ten cuidado cuando mires las estatuas antiguas, especialmente las
paganas [griegas]» (28). Esta era la ciudad que durante una época no pudo ex
poner sus propias imágenes cristianas; hasta que no comprendamos del todo
las pasiones ocultas tras la iconoclasia no apreciaremos enteramente el poder
de la imagen en estas sociedades. El peligro de las ruinas es físico —las esta
tuas que caen son un peligro en el Parastaseis— y, lo que es peor, espiritual.
Lo antiguo está lleno de peligro, y la tradición se concentra también en las la
bores de limpieza mediante las cuales los santos y los emperadores cristianos
han transformado la ciudad en su mayor parte. En Roma había igualmente una
poderosa creencia en la actividad de saneamiento del papa Gregorio Magno,
iconoclasta por derecho propio en lo concerniente a imágenes paganas; esto
es parte de la tradición ya mencionada sobre la cristianización de la ciudad pa
gana, y tiene impücaciones sobre las que volveremos más adelante. Pero el
exorcismo de los demonios que habitaban las derruidas construcciones y los
ruinosos templos era un hecho cotidiano: mutiladas y con nombre nuevo, al
gunas estatuas se convirtieron en hitos familiares del paisaje urbano, como
Marforio y Pasquino, madama Lucrezia y el Babuino. Pero hay un aspecto en
el que Lucrezia seguirá siendo Isis. Anualmente se celebraba una procesión
para enfrentarse a las manifestaciones en las ruinas de las Termas de Trajano,
cuyos frescos de las bóvedas inspirarán setecientos años después a los pinto
res renacentistas y darán origen al epónimo «grutesco». La iglesia de Santa
Maria del Popolo, en el límite norte de la ciudad (lugar peligroso donde el
mago Virgilio había detectado un complot para asesinarlo y, tras hacerse in
visible, había escapado a Nápoles), era la respuesta a otro encantamiento ro
mano, en este caso el inquieto espíritu del emperador Nerón.
Nerón requiere algo más que una breve mención. Tema en los años si
guientes a su muerte de historias -milagrosas al tiempo que singularmente re
vulsivas —es la Bestia del Apocalipsis; su regreso de la muerte y exilio fue
anunciado por los rumores en numerosas ocasiones—, era, por supuesto, el
constructor y destructor de los edificios de Roma. Como señala Capgrave,
autor inglés de un tratado para el peregrino a Roma, «aunque maldecido en
vida, fue, según escriben, un gran constructop>. Máximo ejemplo y modelo
de la maldad atractiva, sirvió al cristianismo primitivo como antitipo cuya
firme localización en la topografía de la ciudad le concedió un puesto en la
demonología comparable al de Pilatos o Herodes, expresado en referencia a
los destinos de san Pedro· y san Pablo. Un cronista latino lo resume con alar
mante concisión: «Siguió Nerón, destripó a su madre, violó a su hermana,
quemó doce partes de Roma, mató a Séneca, vomitó ranas en el Laterano,
crucificó a Pedro, decapitó a Pablo, gobernó 13 años y 7 meses, fue devora
do por lobos» —todo lo que necesitamos saber sobre un personaje que, en
efecto, ha sido asociado a menudo con el Anticristo. Este predominio se re
flejaba en toda la ciudad; no sólo con la extraña introducción etimológica de
ranae (ranas) en Laterawus o con su fantasma en la Vía Lata, sino mediante
obeliscos, palacios, templos, tesoros que podían mostrarse al visitante de la
ciudad: todo ello completa ficción.
Pero esta imagen, de mármol de Paros, está trabajada con tan asombrosa e
inexpresable habilidad que más parece una criatura viviente que una estatua:
ya que, en su desnudez, se parece a una mujer ruborizada, cuyo rostro está te
ñido de color rosado; mientras que si la miras de cerca, la sangre parece fluir
bajo el pétreo semblante. A causa de su maravilloso aspecto y de cierta per
suasión mágica, me sentí impulsado por tres veces a volver atrás para contem
plarla, aunque mi alojamiento estaba a cuatrocientos metros de distancia (12).
* [Pues, ya que he nacido en una época desgraciada / prefiero ir a ver las ruinas de otros
lugares // y maravillarme, que, disgustado, / contemplar con mis propios ojos la ruina de Francia.]
** [Roma viva fue adorno del mundo / y muerta es del mundo la tumba.]
*** [Excavando su antigua morada / Roma se reconstruye con tantas obras divinas.]
nes Colonna; los Jardines Famesio, en el Palatino, en el centro de las ruinas
de los palacios de los Césares, son un paralelo cercano. Palacios e iglesias en
el nuevo estilo, San Andrea o San Carlo alie Quattro Fontane, completaron el
nuevo barrio.
Cada fragmento del pasado romano adquirió ahora una doble condición.
Podía considerarse como un valioso fragmento de la historia remota de la
ciudad, con todo su antiguo significado ideológico, pero también podía aso
ciarse con el gusto de las casas más ricas de Roma, mostrado en la arquitec
tura de moda o el escenario de un refinado jardín artístico. Así se creó un
nuevo significado, también en un sentido literal, a partir de los ingredientes
potenciales de jardín con estatuas o de patio con esculturas, de paisaje crea
do tanto en tres dimensiones como pintado en dos. Es importante señalar que
los vestigios romanos no perdieron a lo largo de este proceso su melancóli
ca ambigüedad; aportaron un tono elegiaco a los esquemas decorativos de los
que formaban parte. Las tradicionales reflexiones tristes acerca de la transi-
toriedad de la grandeza son transformadas por la constante conciencia de las
actitudes continuamente cambiantes entre connoisseurs y observadores civi
lizados. Las ruinas perdieron parte de su deprimente carácter hostil y empe
zaron a ser pintorescas. Los orígenes de la visión romántica, al menos en lo
que concierne a las reliquias de la Roma antigua, pueden remontarse hasta
esta apropiación de la actitud medieval, con su pesquisa sobre el poder, de
cadencia, impermanencia y cambio religioso, a través del refinado gusto de
la aristocracia de la Roma papal. Si bien llega a su auge en el periodo ro
mántico, en el amplio sentido del término, a finales del siglo xvni y princi
pios del XIX, sigue siendo una combinación de ideas que ya aparecen en las
villas con jardín del Seicento y en los paisajes de Claudio de Lorena.
DE LA PEREGRINACIÓN AL TURISMO
* [And thou, dread statue ... did he die / And thou too perish, Pompey? have ye been /
Victors o f countless kings, or puppets of a scene?]
** [the Forum, where the immortal accents glow / And still the eloquent air breathes —
bums with Cicero.]
*** [Whose arch or pillar meets me in the face, / Titus or Trajan’s? No — ’this that of
Time. ]
tos de Grévin sobre su patria; la iconoclasia cristiana y su parte en la gran
saga de la destrucción está memorablemente presente en el famoso verso que
da título a una de las secciones anteriores (80, 712), eco a su vez de la Epis
tle to Addison de Pope:
* [Some felt the silent stroke of mouldring age, / Some hostile fury, some religious
rage; / Barbarian blindness, Christian zeal conspire / And Papal piety, and Gothic fire.]
** [Shrine of all saints and temple of all gods, / From Jove to Jesus.]
del fin del gobierno de los papas. Pero resulta tentador hacer un esfuerzo
para ver el proceso más desde el punto de vista de los que vivieron en la ciu
dad y sus alrededores que del de los forasteros sentimentales: volver breve
mente sobre lo que revela la carta de Shelley, que recuerda a su corresponsal
que «en Roma, al menos durante el primer entusiasmo del reconocimiento de
los tiempos antiguos, no ves nada de los italianos» (carta 488, ed. F. L. Jo
nes, p. 59).
R u in a s e n el p a is a j e : l a c r e a c ió n d e l a « R o m a C a p it a l e »
C o n c l u s ió n
B ib l io g r a f ía
La mejor obra general sobre la primera parte del periodo aquí estudiado es la de
Richard Krautheimer, Rome: Profile of a City, 312-1308, Princeton, 1980; cf. tam
bién su Three Christian Capitals: Topography and Politics, Berkeley, 1983.
Puede encontrarse una útil colección de citas en David Thompson, ed., The Idea
of Rome from Antiquity to the Renaissance, Albuquerque, 1971. Sobre la Notitia y el
Curiosum, G. Hermansen, «The Population of Imperial Rome: the Regionaries», His
toria, 27 (1978), pp. 129-168, especialmente las pp. 131-138. Acerca de los geógra
fos árabes, Ignazio Guidi, «La descrizione di Roma nei geografi arabi», Archivio de-
lia societá romana di storia patria, I (1878), pp. 173-218. El material referente a
Constantinopla está editado por A. Cameron y J. Herrin, Constantinople in the Early
Eighth Century: the Parastaseis Syntomoi Chronikai, Leiden, 1986. El texto del pseu-
do-Beda por Migne, Patrología Latina, 94, p. 543.
La mejor introducción en inglés a la Roma medieval sigue siendo la obra de Ro
bert Brentano, Rome before Avignon, Londres, 1974, con una buena introducción
erudita y romántica a Roma como «desmoronada mezcla de todos sus pasados». Más
reciente es el libro de Cesare D ’Onofrio, Visitiamo Roma mille anni fa, la città dei
Mirabilia, Roma, 1988. Sobre las tradiciones y leyendas: A. Graf, Roma nella me
moria e nelle immaginazioni del medio evo, Turin, 1923; D. Comparetti, Virgilio nel
Medio Evo, Florencia, 1967; y, más específicamente, Ch. Hülsen, «The Legend
of Ara Coeli», Journal o f the British and American Archaeological Societies o f
Rome, 4 (1907), pp. 45 ss.; Johanna Heidemann, «The Roman Footprints of the Ar
changel Michael», Mededelingen Ned. Inst. Rome, 47 (1987), pp. 147-156.
Sobre los Mirabilia, F. Nichols, Mirabilia Urbis Romae, 1986; son particular
mente interesantes Alexander Neckham de Oxford, De Naturis Rerum, ed. T. Wright,
Londres, 1863; John Capgrave, Solace o f Pilgrims: a Description o f Rome ca AD
1450, ed. C. A. Mills, Londres, 1911; Magister Gregorius, The Marvels of Rome, trad.
J. Osborne, Toronto, 1987 = Medieval Sources in Translation, 31).
Sobre la destrucción y conservación en la baja Edad Media y el Renacimiento,
Tillmann Buddensieg «Gregory the Great, Destroyer of Pagan Idols», Journal of the
Warburg and Courtauld Institutes, 28 (1965), pp. 44-65; Michael Greenhalgh, The
Survival o f Roman Antiquities in the Middle Ages, Londres, 1989, especialmente
pp. 208-210, sobre la magia y las estatuas; A. De Boüard, «Gli antichi marmi di
Roma nel medio evo», Archivio délia Societá Romana di Storia Patria, 34 (1911),
pp. 239-245; Rodolfo Lanciani, The Destruction o f Ancient Rome, Londres, 1901, ca
pítulo 16; Roberto Weiss, The Renaissance Discovery o f Classical Antiquity, Oxford,
1973, capítulos 5-7.
Sobre la nueva ciudad de los siglos xv y xvi, Carroll William Westfall, In this
Most Perfect Paradise: Alberti, Nicholas V and the Invention of Conscious Urban
Planning in Rome 1447-55, University Park, Pennsylvania, 1974; sobre las esculturas
y su colocación, Hans H. Brummer, The Statue Court in the Vatican Belvedere, Es-
tocolmo, 1980; Elisabeth MacDougall, «II giardino all’antico: Roman statuary and
Italian Renaissance gardens», en R. I. Curtis, ed., Studia Pompeiana Presented to
Wilhelmina Jashemski (1988), I, pp. 139-154. Una obra muy importante sobre la ciu
dad y su región a comienzos del siglo χνα es la de Jean Delumeau, Vie économique
et sociale de Rome dans la seconde moitié du XVI' siècle, Paris, 1957-1959.
Romanticismo y sus precursores: sobre Winckelmann, véase Alex Potts, «Winc-
kelmann’s Construction o f History», Art History, 5 (1982), pp. 377-407; Goethe,
Italian Journey, trad. W. H. Auden y Elizabeth Mayer, Londres, 1962 (hay trad,
cast.: Viaje por Italia, Iberia, Barcelona, 1956); Stendhal, Rome, Naples, Florence
(1906), p. 608 para Byron a la luz de la luna. Las citas de Byron proceden de la
Complete Poetical Works, ed. J. J. McGann, II, Oxford, 1980 (hay trad, cast.: Obras,
Plaza & Janés, Barcelona, 1961); las de Shelley de Letters, ed. F. L. Jones, Π, Ox
ford, 1964. Véase en general J. J. McGann, The Beauty o f Inflections: Literary In
vestigations in Historical Method and Theory, Oxford, 1985.
Las frecuentes citas de John Chetwode Eustace, A Classical Tour
through Italy, 1812; varias ediciones. Actitudes de tradición romántica en el si
glo xix: cardenal Wiseman, A Few Flowers from the Roman Campagna, Londres,
1861; narraciones de viajes en Hawthorne (Passages from the French and Italian
Notebooks, Londres, 1871) y Augustus Hare (Walks in Rome, Londres, 1871). Se
ha citado además a Ferdinand Gregorovius, The Roman Journals, ed. y trad. G. W.
Hamilton, 1911, pp. 402-403, sobre la limpieza del Coliseo por Rosa.
Acerca de Roma Capitale, Rodolfo Lanciani, The Ruins and Excavations of An
cient Rome, Londres, 1897; Wanderings in the Roman Campagna, Londres, 1909;
Notes from Rome, ed. A. Cubberley, Londres, 1989. Sobre Boni, P. Romanelli, Studi
Romani, 7 (1959), pp. 262-274. En general, sobre el tema de la base política de la ar
queología en Roma desde Napoleón hasta el presente, véase el excelente estudio de
Daniele Manacorda y R. Tamassia, II piccone del regime, Roma, 1985, de donde pro
cede (p. 61) la referencia al bombardeo aliado. El panfleto neopagano es de Erminio
Troilo, Roma Pagana, Mantua, 1904.
INDICE ALFABETICO
Aberdeen, Universidad de, 265 Alejandro Magno, 53, 63, 198, 272, 310
absolutismo, 15, 17, 2S5 Alemania: arquitectura, 316, 321; colecciones
abuso de poder, 13 de arte, 282; derecho, 364, 365-366, 368,
Accademia della Crusca, 218 369, 370, 372; erudición en, 57; evangeli-
Accursio, Gran glosa de, 362, 372 zación en, 51; obsesión romántica por Gre
Acrópolis, 400 cia, 35; retórica de la música, 264; teatro,
acueductos, 49-50, 378, 382, 390, 396 241-242
Adam, Robert, 288, 298, 305, 310-311, 316 alfabetización, 48, 53
Adams, John Quincy, 265 alfabetos, 351-352
Addison, Joseph, 123, 125, 182 Alfieri, Vittorio, 239, 241
Adriano, 299, 305, 312, 385; villas de, 299, Alfonso I, rey de Aragón, 309
318. 319, 395 Alhambra, 320
África, 50, 71, 325, 339, 354, 370 alusiones, 131-133, 192, 241, 256, 274, 394;
Aftonio, 256 autobiográficas, 198; en la poesía pastoril,
Agricola, Rudolf, 256, 261, 264 152-154, 155, 156, 157, 166; en la sátira,
Agripa, Marco Vipsanio, 305, 317 198, 202, 203, 207, 219; evitación de Juve
Agustín, Antonio, 103, 360 nal de las, 197; imitación como, 163
Agustín, san, 73, 87, 100; y la retórica, 248, Amalfi, 364
255, 257, 258, 259, 266; Ciudad de Dios, Ambrosio, san, 49, 68, 258
62, 69-71; Confesiones, 117 Amis, Kingsley, 219
Alamanni, Luigi, 202 Amsterdam, 45, 291
Alarico I. rey visigodo, 69, 73, 270 Anacreonte, 103
Alarico Π. rey visigodo, 358 analogía, 251
Aibani, cardenal Alessandro, 287-288 Anastasio, 78
albanés, 339, 342 angevinos, 387, 392
Albano, 395 anglonormandos, 52
Alberico de Monte Cassino, 260 anglosajones, 116, 200, 243, 349, 350; len
Alberti, Leon Battista, 228, 298, 305, 308- guaje, 19-20, 21, 23
309, 326; De re aedificatoria, 300, 308, Aníbal, 63, 91, 92, 206, 216, 256
314, 322; De statua, 278 Annio de Viterbo, 110
Alberto, principe, 293, 294 Anselmo de Besate, 81
Albeno Magno, 252 Antemio de Tralles, 313
Alceo, 11 Antenor, 64
Alciato, Andrea, 111, 367 Anticristo, 66, 67, 70, 382
Alcuino de York, 46, 52, 116-117, 259, 347 anticuarios, 95-97, 98, 274
Aldelmo, san, 116 Antiguo Testamento, 31, 280, 308
alegoría, 177, 199, 204, 227, 259, 316; en el Antioquía, 313
género pastoril, 142, 143-144, 149, 153 Antoninos, 97
Alejandría. 399 Apiano, Pietro, 97
Apolo Belvedere. 18, 276-277 . Austria, 342, 370, 372
Apolodoro de Damasco, 302 autocracia, 16, 211, 392
Apolonio de Tiana, 379 avenidas, 323
Apuleyo, Lucio, 38, 102, 105, 257, 262 Averroes (Ibn Rushd), 224, 225
Aquiles, ¡21 Aviñón, 54, 276, 322
Aquisgrán, 272, 303 Avranches, 56
árabe, 342, 350 Azzo, 362
Arbuthnot, John, 217
Arcadia, 145-148, 157
arco de triunfo, 299, 30¡, 304, 307-312 Baalbek, 303
argumento, 249, 250, 264 Babilonia, 63, 66, 67, 70, 88, 378
Ariccia, 314 Bach, J. S„ 152
Ariosto, Ludovico, 176, 228, 229 Bacon, sir Francis, 105, 106, 263, 264, 283
Aristides, 63 Baker, sir Herbert, 325
Aristófanes, 28, 198, 225 Bal anas, 379
Aristóteles, 53, 87, 207, 224, 252; teoría de la Balcanes, 339
catarsis, 37; y retórica, 249, 250, 263, 266 Baldwin, T. W., 162
Arlen, Michael, 219 Baleares, islas, 333
Arles, 307 Banco de Inglaterra, 311
Arnaldo de Brescia, 83-84, 386 Barbaro, Daniele, 301
Arnold, Matthew, 38, 126, 127, 129, 158-159, Barbaro, Ermolao, 102
174; «Tyrsis», 157, 172 barbaros, 65, 68, 75, 76, 110, 334; estatuas de,
Amulfo de Lisieux, 52 379; Iglesia y, 50; invasión de los, 71. 99,
arqueología, 99, 269, 275. 322, 384, 397-400; 110, 270, 302
científica, 97-98 Barbarroja, véase Federico I (Barbarroja)
Arqufloco, î I Barclay, Alexander, 144, 201
arquitectura, 18-19, 85, 284, 286, 298-327; au Barclay, John, 105, 199
tóctona, 326; influencia italiana, 285; monu Barletta, 272
mental, 374; movimiento moderno, 296, Barroco, 301, 314, 315, 390-391, 397; arqui
298, 299, 326-327; renacentista, 12, 18; re tectura, 286, 301, 303, 310, 323, 325; arte
nacimiento griego, 34, 293, 298; victoriana, clásico en el, 280-285; música, 264
38; véase también órdenes arquitectónicos Barrizza, Gaspariano, 26 !
Arras, 56 Basilea, 54, 55
Artaud, Antonin, 224, 243 basílica, 299, 301-304, 383
arte, 11, 63, 259, 299, 388-391; colecciones. Basilio I, emperador bizantino, 78
269-297 Bassae, 290
artículo, uso del, 331-332, 333, 334, 345-346 Bastard, Thomas, 203
Arturo, rey, 64 Baviera, 370
Arundel House, 283 Beauvois, Vicente de, 47
Ashmolean, museo, 283, 392 Becket, Tomás, 52, 379.
asianismo, 255, 263 Beckett, Samuel, 224, 243
Asiría, 70, 88 Beda el Venerable, 50, 116, 254, 258, 259,
Astle, Thomas, 289 379
Astor, William Waldorf, 295-296 Bedford, condesa de, 234
Atenas, 27, 35, 263, 306, 324, 399-400; liber Bedford, duque de, 291
tades democráticas, 198 Beethoven, Ludwig van, 133, 155
aticismo, 255, 263 Behn, Aphra, 181
Ático, Tito Pomponio, 49, 54 Behrens, Peter, 321
Aubrey, John, 167 Belisario, 49
Auden, W. H., 129, 191 Bell, John, 294
Augusto, Cayo Octavio, 26, 88, 374, 383, Belle Isle, 316
399; como pontifex maximus, 17; opinión Belleperche, Pierre de, 362
de san Agustín, 70; paz de, 67, 71-73, 87; Belvedere, patio del, 276-278, 280, 293, 319,
Virgilio y, 114, 125-126, 127 324
Austin, Alfred, 220 Bembo, Pietro, 105
benedictinos, 51, 52, 55 Bonifacio VIH, papa, 51, 88
beneventina. escritura, 58 Borges, Jorge Luis, 224
Bengel, J. A., 57 Borghese, cardenal Scipione, 284, 285
Benito, san, 48, 79 borgoñones, 342, 343
Benson, Robert, 83 . Borromini, Francesco. 301, 304, 314
Bentley, Ene, 230 Bosio, Antonio. 98, 100
Bentley, Richard. 56, 103 Boswell, James, 125
Benzo de Alba, 81 Botticelli, Sandro, 273
Beolco, Angelo, 231 Boullée, Étienne-Louis, 317, 318
bereberes, dialectos, 16, 339 Boumann, J„ 316
Berenice, reina egipcia, 212 Bouges, 367-368
Berlín, 44, 45, 316, 318 Bovie, Palmer, 230
Bernardo, san, 46 Bracciolini, Poggio, 39, 54, 255, 261, 300; De
Bemays, Jacob, 37 variatote Fortunae, 39
Bemini, Gianlorenzo, 284, 292, 301, 314 Bramante, Donato d’Angnolo, 305, 314, 318,
Beroaido, Filippo, el Joven, 102 324; y el patio Belvedere, 277, 319. 324
Beroaldo, Filippo, el Viejo, 2.62 Brancaleone, 85, 86
Beroso, 109 Brandis, T., 86
Bessarion, cardenal, 55 Brandt, Sebastian, 201
Bethge, Hans, 159 Brendel, Otto, 299
Betjeman, sir John, 191 Brentano, Robert, 72
Beyond the Fringe, 219 Brerewood, Edward, 343
Bibbiena, cardenal, 230, 231 Brescia, 45
Biblia, 20, 31, 51, 254, 258, 266 Breton, Nicholas, 203
Biblioteca Nacional, 46 Brettingham, Matthew, 286-287
bibliotecas, 45-47, 49-52, 53-59, 75, 317 Brisson. Bartolomé, 98
Bidle, John, 152 Brook, Peter, 233
Bienaventuranzas, 254 Brougham, lord, 131, 132
Biondo, Flavio, 110, 275, 385 Browne, Lyde, 289
Biscop, Benedicto, 49, 50-51 Browne, William, 151, 152
Bizancio, 262; emigración de, 366; imperio Browning, Robert, 220
de, 16, 48, 50, 65, 78, 313; tropas, 49 Bruce, Lenny, 219
Black, John, 240 Brunelleschi, Filippo, 19, 96, 303, 307-308,
Blackbum, 294 313, 314
Blair, Hugh, 265 Bruni, Leonardo, 100, 228, 229
Blake, William, 126, 135, 173 Brunner, Heinrich, 364
Blenheim Palace, 310 Bruno, Giordano, 228, 252
Blondel, François, 301, 310, 311 Bruto, Marco Junio, 13, 38
Blouet, G. Abel, 306 Bruto, Lucio, 87
Blount, Martha, 188 Bruto de Troya, 64
Blundell, Henry, 289 Bryce, lord, 25, 38
Boccaccio, Giovanni, 54 Buchanan, George, 167
Bodino, 93. 106, 112 Buckingham, duque de, 208, 209
Boecio, 48, 49, 249, 258 Budé, Guillaume, 56, 105, 111, 367
Boffrand, 310 Bulwer, John, 252
Bohemia, 149-150 Bulwer-Lytton, Edward G. E., 35, 220
Boileau, Nicolas Déspreux, 200, 202, 209, Burckhardt, Jacob, 233, 239
236, 265 Biiring, J., 316
Bolena, Ana, 295 Burke, Edmund, 136, 263, 265
Bolonia, 111, 251, 260, 262, 384; escuela de Burlington, lord, 286, 304, 305, 315, 320
derecho, 360-363, 365, 367 Burmeister, Joachim, 264
Bonaparte, Paulina, 292 Bums, Robert, 218
Boncompagno de Signa, 260 Bursfeld, congregación de, 55
Boni, Giacomo, 397, 398 Bush, Douglas, 192
Bonifacio, san, 258, 303 Butler, Samuel, 206, 219
Byron, lord, 126, 134, 197. 21 S, 220. 398: Castelvetro, Lodovico. 229, 231, 234
Childe Harold, 39. 393; Don Juan, 176. 218: Castle Howard, 287, 324
English Bards and Scotch Reviewers, 218 catacumbas, 98, 100
catalán, 335, 336, 337, 338; artículos defini
dos, 333; dialectos influidos por el, 342;
caballería, 127 pronunciación, 344
Cabo, colonia británica de El, 370 Catalina de Rusia, emperatriz, 289
Caenegem, R. C. van, 365 cátaros, 66
Calderini, Domizio. 102 catarsis, 37
Calimaco, 212 Catilina. 89, 105, 253-254
Calpurnio, Siculo, 140, 145 catolicismo, 391
Cámara de los Comunes, 12, 132 Catón el Viejo, 62, 68, 259
Cambridge, Universidad de, 106, 107, 172, 365 Catón de Útica, el Joven, 69, 88
Camillo, Giulio, 252 Cattano, Giovanni, 256
Camilo, Marco Furio, 62 Catulo, Caio Valerio, 13, 51, 52, 57, 167, 170;
Campanella, Tommaso, 106 comentarios sobre, 98; poemas de Pope y,
Campania romana, 284, 395-397 188; sátira de, 199, 212; «Peleo y Tetis»,
Campbell, Colen, 286, 323 141
Campbell, George, 265 Cavaceppi, Bartolomeo, 287, 288
Campbell, Roy, 220, 221 Cavalleriis, G. B. de, 281
Campion, Thomas, 167, 170 Caxton, William, 262
Canning, George, 218 Ceilán, 370
Cano, Melchor, 110 Cellini, Benvenuto, 278
Canova, Antonio, 291, 292, 317 celta, lengua, 331, 337, 338, 343, 351
Capgrave, J., 382, 384 Centula, monasterio de, 303
Capilla Sixtina, 279, 284 Cervantes de Salazar, Francisco, 264
Capitolino, museo, 272, 276, 288 Césares, 53, 63, 74, 79, 88; autocracia militar
Capitolio, 272, 277, 380, 383, 384, 391, 400 de los, 392; búsqueda de la gloria, 387
caprichos pictóricos, 311 Chabham, Tomás, 260
Capua, 92, 274, 314 Chalgrin, J.-F.-T., 304, 311
Carew, Thomas, 171 Chantrey, sir Francis, 291, 292
Carlisle, conde de, 287 Chapman, George, 204, 230
Carlomagno, 89, 259, 272, 302-303, 307, 308; Chartres, catedral de, 57
coronación de, 16, 50-51, 77-78, 83, 302- Chateaubriand, François René de, 392
303; reconstrucción de Florencia, 65; título Chatsworth, 291, 292
de patricius Romanus, 76 Chatterton, Thomas, 217
Carlos, don, príncipe de España, 240 Chaucer, Geoffrey, 31, 117-118, 177, 181,
Carlos I de Inglaterra, 130, 186, 205, 279, 193, 200
282, 283 checa, lengua, 351
Carlos Π de Inglaterra, 197, 210 Chesterfield, lord, 14, 125
Carlos V, emperador, 369 Chesterton, G. Κ., 192, 193
Carlos VI, emperador, 315 China, 12, 138, 159; lengua, 351, 354
Carlos de Anjou, 85-86, 386 Chiswick. 315, 320
Carlos el Calvo, 78 Choisy, Auguste, 301
carolingios, 102, 259, 307, 350; renacimiento, Churchill, Charles, 215, 216-217
50-52, 303, 347 Churchill, Winston, 133, 398
Carracci, Annibale, 283 Cicerón, Marco Tulio, 63, 70, 87, 105, 140,
Cartago, 70, 258, 399 141; denuncia de Verres, 13, 38; obras filo
cartas, 52, 54 sóficas de, 29-30; supervivencia de la co
Casaubon, Isaac, 56 rrespondencia de, 13; Academica posterio
Casiodoro, 49, 50, 258, 259, 271 ra., 45, 57; Cartas a Ático, 46, 49; De in
Castell, Robert, 320 ventione, 247, 248, 257; De oratore, 53,
castellano, 329, 333-334, 335, 336, 337, 342; 246, 248, 249; Epistulae ad Familiares,
préstamos, 331, 348; pronunciación, 338, 102; Orator, 246, 254-255; Verrinas, 53;
344-345 véase también retórica
Ciño de Pistoia, 363 Concilios de Constanza, 54
Ciríaco de Ancona, 276 Constante Π, emperador de Oriente, 271, 386
cirílica, escritura, 351 Constantino e¡ Grande, emperador, 73, 272,
cisterciense, orden, 46, 52 312, 374; conversión de, 67, 70-71; divi
citas, 108, 131, 133, 144, 145, 182 sión del imperio, 111; estatuas de, 272,
ciudadanía. 15, 16 285, 385; imperio cristiano, 16, 67; véase
Claraval, abadía de, 45, 56 también Donación de Constantino
Clarendon, conde de, 29, 206 Constantinopla, 73, 76, 77-78, 367, 377, 381:
clasicismo, 34, 174, 182, 235, 314; alemán, destrucción de esculturas, 271, 272; funda
321; autóctono, 326; inglés, 162; intelectual ción de, 110, 375
en la pintura francesa, 284; renacimiento, Constitución inglesa de 1689, 285
94. 173, 266; toscano. 307 Constituciones de Melfi, 83
clásicos, escritores, 32, 184-185, 200; en el Copémico, Nicolás, 106
Renacimiento, 101, 102, 107. 108-109; in Corán, 224
fluencia clásica. 32, 35, 36; véase también Córcega, 342
educación Corneille, Pierre. 26, 235, 239
Claudiano, 68, 257 Corny. Emmanuel Here de, 310
Claudio de Lorena. 135-136, 155, 311, 316, Corpus iuris civilis, véase codificación
391, 395; y la poesía pastoril, 284 corrupción, 66, 105, 197, 206, 211
Claudio, Tiberio Claudio Ñero. 199, 219 Corresi, Paolo, 262
Clemente III, papa, 272 Corvey, manuscrito de, 102
Clemente VII, papa, 319 Cowley, Abraham, 130, 205
Clemente XII, papa, 288 Cowper, William, 115. 213, 217
Clemente XTV, papa, 288, 292 Cox, Leonard, 262
Cleveland, John, 206 Coysevox, Antoine, 283
Cliveden, 295 Crable, George, 217
Clough, Arthur Hugh, 40, 127, 357, 220 Cranmer, Thomas, 20
Cluny, abadía de, 46 Craso, Marco Licino, 89, 247
Cluver, Felipe, 110 Cressoles, Louis de, 252
Codex Etruscus, 233 cristianismo, 29, 31-32, 69, 381-382; ascenso
codificación: Código civil francés, 370, 372; del, 16-17; destrucción de obras de arte,
Codex de Justiniano, 83, 356-358, 359, 270, 271; doctrina católica en el, 98-99; la
360-361, 363, 367, 371; de Teodosio, 357, fe oficial del imperio, 47; lenguas y, 349,
358 350, 351 ; reconocimiento oficial del, 111 ;
Coing, H., 365, 366 sentimiento pagano, 277, 387; sustitución
Coke, Thomas, 286 del paganismo, 39; véase también Biblia;
Cola di Rienzo, 85, 275. 384, 386 Iglesia; misioneros
Colbert, J.-B., 315 Cristina de Suecia, reina, 282
Coleridge, Samuel Taylor, 36, 126, 179 Cristo, 308, 383
Coliseo, 38, 95, 99, 392, 393, 394, 398; su crítica, 255 , 264, 266; drama, 240; literaria,
perposición de distintos órdenes, 18 104, 169, 170-171; satírica, 198, 199; en la
College, Stephen, 197 investigación, 97
Collège Royal de París, 103, 107 Cromer, lord, 38
Collins, Wüliam, 182 Cromwell, Oliver, 185, 186
Colonna, Landolfo, 54 Crowley, Robert, 203
Columbano, san, 50 crucifixión, 13
comedia, 224, 225-226, 228-233, 235, 236; y Cujas, Jacques, 111, 367
la tragicomedia, 234-235, 239 Curia, 94
Comedia Nueva, 225-226, 227, 229, 232 Curiosum Urbis, 270
Congreve, William, 232 Curzon, sir Nathaniel, 311
conquistas, 11, 13
Conrado de Halberstadt, 47
Conring, Hermann, 363-364 Dacia, 339
Concilio de Toledo, m , 258 Dámaso, papa, 68, 382-383
Concilio de Trento, 98 Dance, George, 304
Danceau, Lambert, 92 Donato, 48, 101, 253, 259
Daniel, Pierre, 56 Dondi, Giovanni, 275
Daniel, Samuel, 234 Doneau, Hugues (Donellus), 367
Dante Alighieri, 31-32, 63, 66, 75, 87-89; y Donne, John, 167, 171, 185, 193, 206; Ele
Virgilio, 115, 117, 136, 227; Purgatorio, gías, 1S1; Sátiras, 201, 202
32, 73 Dorat, Jean, 103
Darmstadt, 316 Dorset, conde de, 209
David, Jacques-Louis, 34, 155, 292 Douglas, Gavin, 118
Davie, Donald, 128 Dowson, Ernest, 191
Davies, sir John, 203, 205 Drant, Thomas, 203
Davis, A. J., 317 Drayton, Michael, 144, 152, 162, 167; En
Dawson, J. P., 366, 371, 372 glands Heroicall Epistles, 179-180; The
declamación, 251-252, 253, 256, 257 Muses' EUzium, 150-151; The Owle, 200;
Defoe, Daniel, 198, 204 Poly-Olbion. 176
deliberar, 247, 248 Dresde, 273
democracia, 14, 34 Dryden, John, 33, 124, 169, 179, 183; impor
Demócrito, 36 tancia de, 206-207; y pareados heroicos,
Demóstenes, 30, 263 201, 213, 218; y Virgilio, 25, 115, 122-124,
Dempster, Thomas, 98 127, 134, 136, 153; Absalom and Achito-
Denham, sir John, 198, 204 phel, 204, 206, 208, 209; The Hind and the
Derbyshire, 311, 316 Panther, 200, 209; MacFlecknoe, 208, 211;
derecho, 32, 54, 81, 248, 356-372; combina Virgilio, 128
ción de autocracia y, 15, 16; el latín como Du Bellay, Joachim, 95
lengua internacional, 32, 266; escuelas de, D’Urfey, Thomas, 209
52; humano/secular, 82, 83; internacional y Durham, catedral de, 18
público, 111, 368; natural, 368-370; sobre
la venta y consumo de alcohol, 210; tribu
nales, 247 Eastlake, lady, 38
Desgodetz, Antoine, 315 eclecticismo, 325
Devonshire, duque de, 291 Edad de Oro, 109, 143, 147-148
dialéctica, 250, 251, 256, 259, 263-264; aris Edad Media, 62-89; derecho, 356-358, 363,
totélica, 100; invención y, 258, 261, 264; 366, 371-372; escritores clásicos respeta
medieval, 261 dos, 32; Iglesia, 17; lenguas, 336-33S, 339,
dibujos, 281, 282,314,315, 325 347-348, 349-350, 352; pervivencia del arte
Dickens, Charles, 219, 252 clásico, 269-274; retórica, 247, 252, 256,
Dickinson, Emily, 25 258-260, 263, 265; Roma, 380-381, 382,
Diderot, Denis, 232 386, 388; teatro, 222, transmisión de textos,
Digesto, 32, 357, 360, 361, 363, 366, 367; Po- 43, 46-53, 58, 59-60, 104
îiziano y el, 102; posición predominante, Edad Oscura, 25, 45, 49, 375, 378, 380
368 edificios, 375, 399; de planta central, 312-
Diocleciano, 312 318
Dionisio de Halicarnaso, 109 Edimburgo, Universidad de, 265
dioses, 28, 64, 70, 122 Edipo, complejo de, 36
Disney, Walt, 227 editor, 17, 56, 58-59
Disraeli, Benjamin, 15, 38, 132 Eduardo I, rey de Inglaterra, 53
documentos y verdad, 382-386 educación, 18, 32, 47, 48, 352; clásica, 12, 15,
Dolce, Lodovico, 234, 264 34, 107,217; de un caballero, 12, 30,94; fi
Domicino, 211, 272, 395 lología y, 37; humanística, 161-162; retóri
dominicos, 87 ca en, 246, 255, 257, 265-266
Donación de Constantino, 80, 89, 375, 385; Egipto, 186
análisis de la, 55; ideología papal y, 76, 82, Egremont, conde de, 288
84, 85 Einsiedeln, églogas, 140, 271
Donatello, 96, 273, 275, 276, 278-279, 280, Eisenstein, Sergei, 226-227
295 Elgin, mármoles de, 289, 290, 293, 294
donatismo, 258 Eliot, T. S., 25, 166, 170, 173, 194, 236; Vir-
gilio para, 128-129; Cuatro cuartetos, 221- Euclides, 32
222; La tierra, baldía, 176, 221; Selected Eugenio IV, papa, 322
Essays, 233 Eurípides, 23, 227, 243
Elíseo, 11, 151, 154 Eusebio de Cesarea, 67, 68, 69, 71, 73, 74
Elmes, Harvey Lonsdále, 306 Eustace, fray, 375, 388, 392, 394
elocuencia, 247, 258, 263, 265, 266 ; Eutropio, 62, 63, 75
elocutio, 247, 252 Evans, Oliver, 230
Empson, William, 138 excavaciones, 288, 311, 318, 319, 322
engadino, 336, 337, 338
Ennio, 198, 199
Ennodio, 256 Fabio Máximo, 91
Enright, D. J„ 165-166 Fabio Pictor, Quinto, 109
Enrique I el Pajarero, rey de Germania, 79 Fabios, 78
Enrique IH, emperador germánico, 81 Fabricius, Georgius, 98
Enrique m , rey de Francia, 309 Faemo, Gabriele, 103
Enrique IV, emperador germánico, 81 Falconetto, Giovanni, 309
Enrique VII, emperador germánico, 85, 89 Falkland, lord, 130
Enrique VÜI de Inglaterra, 118, 200, 295 Famaby, Thomas, 250
Enrique de Blois. 64 Farnesio, colección, 277, 282, 283, 391, 398
épica, 94, 116, 124, 140, 141-142. 202 Farrell, Terry, 326
Epicteto, 13 fascismo, 38, 392, 398
Epicuro, 36, 104 Federico I Barbarroja, emperador, 31, 83, 84-
epigramas, 108, 163-167, 184, 262, 263; satí 85
ricos, 197, 199, 201, 203-204, 205, 210 Federico Π, emperador, 66, 83, 85, 88, 89,
epilión, 177 274
Erasmo de Rotterdam, 55, 105, 161, 264; Federico Π el Grande, rey de Prusia, 311, 316
Adagios, 108; Ciceronianus, 105, 262, 263; Federíco-Guillermo, rey de Prusia, 321
Coloquios, 107 Fedro, 199
Escalígero, José Justo, 56, 99, 110 Félibien, Jean-François, 320
Escalígero, Julio César. 56, 104, 107, 144, Felipe Π, 240
262 Felipe IV, 282
escandinavas, runas, 351 Felipe de Bayeux, obispo, 52, 54
Escipiones, 62, 78, 81, 89 Fénelon, François, 265
esclavitud, 13, 16, 72. 182 Fichet, Guillaume, 262
Escocia: enseñanza de retórica, 265, sátira, Fidias, 273
199, 200, 218 Fiésole, 64-65
escultura, 11, 18, 96, 264. 289-296, 391 figuras retóricas, 253, 254, 260, 262, 264
eslavas, lenguas, 333-337, 339, 342, 351 Filipo V, rey de Macedonia, 15
Esopo, 255 filología, 37, 59, 104, 360, 367; comparada,
España, 18, 71, 288, 342, 368 336-337, 345, 346; latín vulgar y, 331
Esquilo, 37, 224 filosofía, 17, 29-30, 36, 93, 247-248, 266; en
Estado, Publio Papinio, 31-32, 62, 102 el periodo helenístico, 198; mecánico, 104;
Estaço, Aquiles, 103 moral, 100, 108
Estanislao, duque de Lorena, 310 Fischer, Karl von, 317
estatuas, 376, 380, 381, 386, 394; coloreadas, Fischer von Erlach, Johann, 315
273-274; enumeración de, 377; moldeado, Fitzgeffrey, Henry, 205
281 ; reacción ante las, 389 Fitzgerald, F. Scott, 199
Esteban IV, papa, 77 Flaxman, John, 291, 292
Estienne, Henri, 103 Fleming, Abraham, 151
Estocolmo, 288 Fletcher, John, 147
estoicismo, 12, 198, 236, 241, 247 Flitcroft, Henry, 316
Estrasburgo, 57 Florencia, 65, 105, 130, 360; arquitectura, 19,
estructura urbana, 299, 323 303, 307, 309, 310, 313; arte, 274, 276,
ética, 100, 259 278, 279-280, 282, 285
etrusca: civilización, 110; lengua, 198, 338 Florentius, Nicolás, 95
Flora, 62 Gascoigne, George, 201, 231
Foley, John Henry, 294 Gaskell, Elizabeth, 159
Fontainebleau, 278, 280 Gautier, Théophile, 38
Fontana, Cario, 314 Gay, John, 155, 200. 211, 217
Fontana, Domenico, 99 Genazzano, 305
Ford, Onslow, 294 Genserico, 270
Foro, 271, 272, 397 Geoffrey de Vinsauf, 260
Fortuna, 27 geógrafos árabes, 278, 382, 396
Foumival, Ricardo de, 46, 53, 54 Geraldo de Gales, 47
Fox, Charles James, 127 Gerberto de Aurillac, papa Silvestre Π, 80, 81
Fraenkel, Eduard, 226 germánicas, lenguas, 334, 339, 342, 343, 350,
Francia, 33, 106, 200, 252, 255, 390; arquitec 351; influencia del inglés, 19-21, 22, 349
tura, 18, 301, 307, 309, 324; composición germánico, 339, 347, 351
poética, 260; derecho, 359, 361, 364, 365, Getty, J. Paul, 296, 322, 326
367-368, 370; dialectos, 333, 342; erudición Ghiberti, Lorenzo, 275, 276, 388
clásica y moderna, 56, 58; escultura, 282, Ghisalba, 317
292, 294-295; introducción de la prensa, Gibbon, Edward, 21, 29, 39; Historia de la de
262; véase también lenguas; Orleans; París; cadencia y caída del imperio romano, 16,
Tours; Versailles 21, 39
franciscanos, 204 Gibson, John, 274, 294
Francisco I, rey de Francia, 278, 280, 309, Gifanio, Oberto, 104
367 Gifford, William, 218
Francisco I de Lorena, 310 Gilbert, Humphrey, 91, 93
francos, 76, 79, 85, 338, 343, 359; alianza en Gilbert, W. S., 220
tre el papado y los, 77; substitutos de la cla Gildas, 116
se dirigente romana en la Galia, 50; véase Gilley, Friedrich, 311
también Carlomagno Giocondo de Vemoa, fra, 96, 301
Francus, 64 Giotto di Bondone, 275
Frankfurt, 366 Giraldi Cinthio, Giambattista, 234
Frazer, sir James, 37 Giraldus Cambrensis, 200
Fredborg, K. M., 260 Giraudoux, Jean, 232
Frerc, John Hookham, 218, 219 Girolami de Florencia, Remigio, 87
frescos, 279, 283 Giuliano da Maiano, 309
Freud, Sigmund, 36-37, 95, 207 Giustiniam, colección, 282, 283
Friul, 342 Gladstone, W. E., 133
Froben, 55 Glastonbury, 64
Frontino, 112 glosadores, 361, 362, 363, 364, 367
Frulovisi, Tito Livio dei, 228 gobierno, 11, 13-14, 65, 72, 84-85, 88; deca
Fry, Christopher, 199 dencia, 257; devastaciones realizadas por el,
Fry, Roger, 17 393; papal, 78, 80-81, 384; sátira y oposi
Frye, Northrop, 228 ción al, 211
fuentes, 323, 388 Godofredo de Monmouth, 64
Fugger, Jacob, 282 godos, 270, 378, 386
Fulgencio, 73 Goethe, Johann Wolfgang von, 241, 292, 356,
391, 396; Egmont, 240; Fausto. 242
Golding, Arthur, 168, 174, 204
Galeno, 32 Goldsmith, Oliver, 217
galés, 337, 342, 350 Gondoin, Jacques, 316
Galia, 48, 50, 338 Gonzaga, Ludovico, 308
Gaili, Jacopo, 277, 279 Gonzaga, corte de los, 279, 283
Galo. 120-121, 146, 157 Googe, Barnabe, 203
Gardner, Helen, 185 Gordon, G., 116
Gamier, Robert, 234, 243 gótico, estilo: arquitectura, 298, 303, 351; es
Garth, sir Samuel, 213 cultura, 274, 293, 294
Gärtner, Friedrich von, 317, 321 Gough, Piers, 326
Gower, John, 176 Haddon, Walter, 91, 92, 93
gramática: latina, 100, 101, 330-332, 335, Haendel, G. F., 114, 155
343, 348. 352-354; retórica y, 246, 259, Hall, F. W„ 59
261, 263, 266; romance, 334, 339, 345-347 Hall, Joseph, 201, 203, 206
Gran Bretaña, 26, .131, 136, 205, 210; Bruto Haller, Robert S., 227
le dio su nombre; 64; carácter romano de Hamburgo, 86, 366
las instituciones, 14; imperio, 38, 220, 295; Hamilton, Gavin, 288, 290
obsesión romántica por Grecia, 35; romana, Hamilton, sir William, 291
15-16, 116, 339, 349; véase también Esco Hampshire, 288
cia; Inglaterra Hampton Court, 279, 283
Gran Cisma de Occidente, 276 Hancarville, barón d \ 289
Granada, 309, 320 Hannover, casa de, 209
Grand Tour, 39, 94, 135, 285, 286, 290, 295 Hardy, Thomas, 128
grandeza militar, 11-12 Harrington, James, 15
Graves, Robert, 129, 220, 326 Harvard. Universidad de, 265
Grecia, griegos, 13-14, 213, 366, 392; arqui Harvey, Gabriel, 91-94, 112, 144, 197, 262
tectura, 300, 304, 311, 321, 325-326; arte y Hawksmoor, Nicholas, 310, 324
escultura, 284-285. 290, 291," 293-295. 299; Heaist, William Randolph, 296
Bizancio, 16, 48; contribución a la antropo hebreo, 55, 342, 378
logía. 37; democracia y oligarquía, 14; filo Héctor, 64
sofía, 36,102; helenismo, 12, 35; influencia Hegel, G. F. W., 36
en Roma, 11-12; lengua, 55, 329-330. 337. Heins, Nicolas, 56
339, 350-351; mito, 147, 174; pastoril, 139, Heiric de Auxerre, 52
140. 147; poesía, 103-104, 114-115, 139, helenismo, 12, 35, 295
141, 156-159, 165; sátira, 197. 198, 199; Henry o f Huntingdon, 200
teatro, 224-227, 233 . 235 , 237, 239-241, Herbert, George, 167
243; tratamiento a los dioses, 27-28; véase Herculano, 288, 296, 318, 322
también Atenas; retórica Herescu, N. I., 59
Greenberg, Alan, 326 Hermógenes, 248, 256, 262
Greene, Robert, 144, 147, 149-150 héroes, 26, 73, 74
gregoriana, reforma de la Iglesia, 361 Herrick, Robert, 187, 204
Gregorio, maestro, 64, 273, 380, 382, 384, Hesiodo, 114, 116, 147
389 Hever Castle, 295
Gregorio de Tours, san, 50, 258 Heywood, John, 203
Gregorio I el Magno, papa, 47, 50, 74-75, Highet, Gilbert, 161
381, 383, 385, 387-388 Hildeberto de Lavardin, arzobispo de Tours,
Gregorio V, papa, 81 - 39, 82
Gregorio VU, papa, 81 Hillard, George, 38
Gregorovius, Ferdinand, 398 hipódromo, 319
GreviUe, Charles, 289 Hirt, Alois, 321
Greville. Fulke, 234 historia, 28-29, 36, 93, 104, 109-112, 166
Grévin, Jacques, 390, 391, 392, 393, 394 historicismo, 184
Grigson, Geoffrey, 197 Hitler, Adolf, 398
Grilio. 257 Hobson, J. A., 38
Grillparzer, Franz, 236 Holanda, 367, 370
Grocio, Hugo, 112, 368 Holbech, William, 287
Gronovio, J. F., 56 Holinshed, Ralph, 28
Groto, Luigi, 234 Holkham Hall, 286, 287, 306
Guarini, Giambattista, 114, 147, 234 Holland, lord, 14
Guarino de Verona, 54, 101 Holofernes, 167
Guercino (G. F. Barbieri), 145 Holstenio, 100
Guicciardini, Francesco, 103 Homero, 28, 33, 123, 246; Iliada, 33. 35, 115,
Guilpin, Edward, 203 121; Odisea, 33, 35, 115, 121
Guizot, F. P. G., 38 Hood, Thomas, 219
Guyana, 370 Hope, Thomas, 291, 293; colección, 296
Hopkins, Gerald Manley, 139 xviii, 12; arquitectura, 303, 305, 315-316,
Horacio, 11, 13, 140, 197, 198, 205; copia, 323-324, 326; bibliotecas eclesiásticas, 56-
104; imitaciones de, 212, 213, 214, 216; in 57; colecciones de arte, 279, 282-283, 285-
fluencia de, 182-191, 193; Kipling y, 128, 290, 291, 292-296; educación, 161-162;
162; Virgilio como modelo para, 114; Arte isabelina, 144, 151; misioneros en, 50; y
poética, 220, 250; Epistolas, 30, 199, 212; derecho, 364, 365
Odas, 30, 128, 168-169, 400; Sátiras, 171, inglés: epigramas, 203; lenguaje, 19-20, 23-
199, 202, 208, 209, 218 24, 123, 192, 193, 329, 352; literatura, 117-
Hostilio, Tulo, 93 118, 130, 176, 262, 265; poesía. 156-157,
Hotman, François, 367 163-164, 169-171, 185, 193, 200; pronun
Housman, A. E., 189, 190 ciación, 92; retórica, 250-252, 260, 262-
Howard, Thomas, conde de Arundel, 282-283 265; sátira, 197, 200, 201-202, 211; sílabas
Howell, Thomas, 203 tónicas, 254; traducción al, 123, 126, 234;
Hughes, Ted, 233 verbos, 335
hugonotes, 56, 367 Inocencio ΠΙ, papa, 82
humanismo, 193, 204, 227, 278; en el Renaci Inocencio IV, papa, 82
miento, 30-31, 105, 106-107, 109, 112, Inocencio VIII, papa, 319
146, 162, 167, 171, 182-183, 275, 366-368; Instituciones, 357. 360, 367
impopularidad, 293, 296; textos y, 53-55, invención, 247-248, 251, 258, 259, 261, 262;
58; teatro y, 230, 232-234; tradición, 317, incluida en la dialéctica, 264
370, 388; y derecho, 111; y educación, 32, Irlanda, 50, 91, 131, 151; lengua, 350, 351
92, 110, 161; y erudición, 100, 101, 102; y irlando-sajones, 51
retórica, 260-261, 264 Imerio (Guaraerius), 360, 361
Humberto de Silva Candida, cardenal, 81 ironía, 254
Hunger, H., 59 Isabel I de Inglaterra, 91
Hungría, 339 Isidoro de Mileto, 313
Hunt, Leigh, 126, 218 Isidoro de Sevilla, 259
Huvé, J.-J.-M., 306 Isis, 17
Huxley, Aldous, 219 Islam, 50. 64, 224, 339, 342, 378
Huysmans, J.-K., 38 Isócrates, 247
Israel, 63
Italia, 26, 369; bizantina, 50, 76, 77; declive
iconoclasia, 103, 271, 381, 388, 394; del mo de, 39; devastación de, 49; edición de auto
vimiento moderno en arquitectura, 298, 325 res de Roma, 55; erudición clásica, 56; fas
idilios, 106, 139, 141, 146, 149, 150 cismo, 38; influencia de Carlos de Anjou
Iglesia, 70-71, 87, 260, 375, 385, 396; compa en, 86; nuevas escuelas de leyes, 52; pros
ración con el imperio, 356; conflictos con peridad, 95; siglo XIX, 317; véase también
las enseñanzas de la, 117; derecho y, 359, Boloña; Florencia; Lombardia; Mantua;
365; latín en la, 33S, 351, 352; literatura en Milán; Nápoles; Padua; Rímini; Roma, ciu
la, 48; triunfo de la, 67; sátiras contra, 200; dad; Turin; Vaticano; Venecia; Verona
y el Estado, 74; y la Epifanía, 71 ; y la his italiano, 331, 333, 335, 336, 351; pronuncia
toria primitiva, 98; y los bárbaros, 50, 65 ción, 338, 344, 345, 346, 347
iglesia circular, 313, 314 Iván el Terrible, zar, 226
imitación, 166, 169, 171, 177, 184; como alu
sión, 163; de la poesía latina, 165; en ar
quitectura, 310; en el teatro, 225, 227, 230; Jacobo I de Escocia, 205
en retórica, 261, 262, 263, 264, 266; y Vir Jacobo Π de Escocia, 211
gilio, 104, 153, 176; véase también sátira Jacques de Dinant, 251, 260
imprenta, 55, 56, 201, 261, 262 Jadot, Nicolas, 310
indoeuropeo, 331 James, Henry, 38, 40, 398
influencia romana: auxiliar, 12, 15, 37; básica, Japón, 12, 372
12, 15 jardines, 319, 320, 321
ingeniería, 100, 390, 397 Jefferson, Thomas, 306, 317, 31S, 321
Inglaterra, 35, 133, 134, 182, 193; actitudes Jenkins, Thomas, 288, 289
sociales y políticas en los siglos x v ii y Jenyns, Soame, 217
Jeremías de Montagnone, 100 Kedleston, 304, 311, 316
Jerónimo, san, 51, 71, 257 Kelheim, 317
Jerónimo Napoleón, príncipe, 321 Kendall, Timothe, 203
Jerusalén, 67, 72, 89, 303,-308 Kent, condado, 295
jesuítas, 106, 108, 1.99, 211, 252, 264: holan Kent William, 286, 304, 306, 324
deses, 368-370, 371 Kepler, Johann, 32
Jhering, Rudolf, 356 King, Edward, 156, 172
Johnson, Francis, 326 Kingsley, Charles, 35
Johnson, Philip, 326 Kipling, Rudyard. 128, 162, 163
Johnson, Samuel (Dr. Johnson), 23, 167, 179, Kircher, Athanasius, 395
189, 212; estilo declamatorio, 21-22; y Ju Kleist, Heinrich von, 240, 242, 243
venal, 34, 214-215; y Virgilio. 125; Life Klenze, Leo von, 311
of Pope, 207; London, 34, 209, 214; Lyci- Knobelsdorff, Georg von, 316
das, 156, 172, 173; The Vanity of Human Koschaker, Paul, 369
Wishes, 34, 214-215 Krier, Léon. 299, 322, 326
Jones, F. L., 395 Kristeller, Paul, 58 ■
Jones, Iñigo, 282. 320 Krubsacius, Friedrich-August, 321
Jonson, Ben, 23, 193, 197, 205, 207: compa Kunstprosa, 21
ración de Shakespeare y, 191-192; y Hora Kuttner. S., 359, 360, 361
cio, 183-184, 185, 187; Discoveries, 162, Kyd, Thomas, 234, 239
165; Epigramas, 164, 203; Hymeneaeu 98;
Timber, 204; Underwoods. 168
Jorge Π de Inglaterra, 212 Lachmann, Karl, 57
Jorge m de Inglaterra, 131, 199. 219, 273 Lactancio, 67, 257
Jorge de Trebisonda, 262 ladinos, 342
Joyce, James, 35 La Fontaine, Jean de, 200
Juan V in Diácono, papa, 75, 78, 80 Lafreri, Antoine, 281
Juan ΧΠ, papa, 79, 80 Lake District, 316
Juan de Garlandia, 260 Lambin, Denys, 56, 103, 104
Juan de Salisbury, 62-63, 64, 68, 75, 200, 255 Lancashire, 289
Jubileo Universal, 276 Lanciani, Rodolfo, 397
judíos, 16, 73 Landriani, Gerardo, 261
Juliano, emperador, 68 Langland, William, 200
Juliano, jurista, 358 Lansdowne, marqués de, 289
Julio II, papa, 276, 277, 314, 319, 390 latín, 100-107, 246-248, 250-256, 329-354,
Julio Antonio, 187 . 367, 384; cartas, 92; como base de las mo
Julio César, 17, 65, 69, 70, 84, 87, 89; en las dernas lenguas romance, 19; como lingua
Vidas de Plutarco, 28 franca, 205; composición de versos en, 130;
Junius, Franciscus, 264 de Dryden, 169; de Mantuano, 143-144; de
jurisprudencia, 11, 15, 366, 368, 370, 372; re Virgilio, 118; declamación, 32, 256; en edu
nacer de la, 359-363 cación, 32, 34, 161, 167, 265-267; epigra
juristas, 65, 365. 366, 367, 369, 372 mas, 165; escritura epigráfica, 97; influencia
Justiniano, emperador, 73, 89, 313; véase sobre el arte y la música del Renacimiento,
también codificación 264; lenguaje filosófico para el, 29; Milton
Justino, mártir, san, 380 y el, 23-24; oratoria, 15; poesía, 115, 182,
Juvarra, Filippo, 315, 325 284; predominio de la literatura, 384; prosa,
Juvenal, 143, 169, 197, 377; Johnson parafra 21, 262; Shakespeare y el, 23; transmisión
sea sátiras de, 34, 214-215 de la cultura literaria y el, 200; vulgar, 331
Latini, Brunetto, 87
Latinoamérica, 345
Kant, Immanuel, 265 Laugier, M.-A., 303, 315, 325-326
Kantorowicz, E. H., 83, 366 Laurana, Luciano, 309
Karlsruhe, 316 Lebas, 304
Keats, John, 126, 156, 159, 218; Odas, 189; Le Corbusier, 326
«The Cap and Beils», 218 Le Faucher, Michel, 252
legisladores. 83 Longo, 140, 147
Leibniz, G. W., 351 Lonsdale, conde de, 293
Leicester, conde de, 286 Lope de Vega, Félix, 239, 243
Leiden, Universidad de, 367 Lord, George, 210
Leighton, Frederic, 293, 294 Lorena, 80, 339
lenguaje, 329-354; bárbaro, 105; clásico, 55, Loschi, Antonio, 261
56; del derecho, 32, 266; filosófico, 29; fir Lotario III, emperador, 363
meza en el, 123; flexiones del, 246; hermé Loup de Ferriéres, 52, 54
tico, 222 Louvre, 273, 281, 284, 290
León I, papa, 74, 86 Lovaina, 56, 57, 107
León III, papa, 77 Lovati, Lovato dei, 233
León X, papa, 228, 271, 319 Lowe, Robert, 133
León de Vercelli, 81 Lowenclavius, Johannes, 111
Leonardo da Vinci, 275, 278 Lowther Castle, 293
Leptis Magna, 302 Lübeck, 366
Leto, Pomponio, 96 Lucano, 62, 106, 112, 126, 186, 266
Letrán, palacio de, 272 Lucas, sir Charles, 38
Lever, William Hesketh, 295 Luciano, 16, 199
Lewis, C. S., 177, 193 Lucilio, 197, 198, 199
leyendas, 31, 63-65, 66, 75-76, 95, 226 Lucrecio, 26-27, 29, 103, 104, 169
Liber Pontificalis, 271 Ludovico Pío, rey de Francia, 77
Libri, Guillaume, 56 Ludovisi, colección, 281
Liga Católica, 106 Luis Π el Tartamudo, rey de Francia, 78
Ligorio, Pirro, 97, 277, 319, 320, 324 Luis ΧΠΙ de Francia, 282
Lrnacre, Thomas, 32 Luis XIV de Francia, 281, 282, 285, 290, 310,
Lincei, Academia de los, 100 311, 315
Lincoln, catedral de, 307, 312 Luis de Baviera, 85
Lindsay, David, 200 Luis I de Baviera, 293, 317. 321
Lipsio, Justo, 56, 95, 98, 99, 105, 112; y Ci Lutero, Martín, 261
cerón, 262, 263 Lutyens, sir Edwin, 298, 311, 317
Lisle, William, 151-152 Lydgate, John, 201
Lisias, 263 Lytton, Edward G. E., véase Bulwer-Leytton,
literatura, véase cartas; inglés; prosa; textos Edward G. E.
Liutprando de Cremona, 79, 80
Liverpool, 273, 274, 289, 294, 306, 311
Livio Andrónico, 13 Macaulay, Thomas Babington, 37, 131, 134
Livio, Tito, 28-29, 62, 91-94, 109, 395, 399; MacDonald, William L., 298, 299, 312, 323
humanismo cívico basado en, 15 Macedonia, 88, 339
Livomo, 306 Machuca, Pedro, 320
Lloyd, Robert, 217 Mack, Maynard, 124
Loba, 96 Mac kail, J. W., 126, 170, 183
Locke, John, 33-34, 264 McKim, Charles, 306, 317
Lodge, David, 219 Macleod, Colin, 184
Lodge, Thomas, 144, 147, 201 MacNeice, Louis, 36, 191
Lodi, 261 Madrid, 282
lógica, 32, 108, 222, 249-251, 354 magiares, 339, 351
logopoeia, 202, 209 Mahler, Gustav, 159
Lombardia, 360 Maiano, Giuliano da, 309
lombardos, 48, 50, 79, 89, 343; Gregorio I y, Maine, Henry Sumner, 372
74-75; invasión de, 49, 50, 73, 76; legisla Maius, Juniano, 101
ción de, 359, 360, 361 Majencio, 301-302
Londres, 135, 202, 265; arquitectura, 304, Malatesta, Sigismondo, 308
311, 320, 322, 326; véase también arte, co Malory, Thomas, 176, 206
lecciones Manetón, 109
Longino, Casio, 265 Manfredo, 90
Manilio, Marco, 56 metáfora, 253, 254
Mantegna, Andrea, 275, 279, 283 Mexico, Universidad de, 264
Mantua, 25, 134, 142, 279, 283; iglesia de Michelozzo di Bartolommeo, 313
Sant’Andrea, 305, 308,, 310, 312 Middlemore, S. G. C., 239
Mantuano, 143-145, '152, 167 Middlesex, 311
manuscritos, véase documentos; textos . ■ Miguel III, emperador bizantino, 78
Manucio, Aldo, 55 Miguel Ángel Buonarrotti, 97, 279, 284, 305;
Map, Walter, 63 y la Piazza del Campidoglio, 272, 384
Maquiavelo, Nicolás, 92, 93, 103; Discursos Milán, 49, 8 3 ,3 1 1 ,3 1 3 ,3 1 7
sobre Tito Livio, 15. 92; Lu Mandrúgora, Mill, John Stuart, 29
228, 229; Le masckere, 228 Milton, John, 116, 162, 167, 192; Arcades,
•Marcial, 108, 184, 199, 200, 201, 203, 205; 138-139; Lycidas, 114, 120-121, 152-154,
ataques contra Domiciano, 2 11; ecos en 156-157, 172-173; Paraíso perdido, 23-24,
Oldham de, 209; en Churchill temas de, 26,33, 120, 121. 175-176, 193; Paraíso re
215; reminiscencia en Byron, 219; y patro cobrado, 27, 122
nazgo, 210; Epigramas, 163-164, 165 Mirabilia Romae Urbis, 273, 380, 382, 383,
Marciano Capela, 31, 259 _ ' 385, 389
Marco Aurelio, emperador, 99, 272, 384, 388 Mirón, 290
Marco Curcio, 62, 87 misioneros, 50
Mare, A. C. de la, 58 mitología, 151, 166, 172, 192-193, 383, 397;
Marlborough, duque de, 310 arte y, 274, 284; de Ovidio, 171 ; griega, 27-
Marlowe, Christopher, 181, 193; Dido Queen 28, 115, 147, 174; heroínas de, 179-180;
o f Carthage, 118, 120; Hero y Leandro, Milton y, 24, 26-27; moral cristiana y, 148,
177-179; Tamerlân el Grande, 237 164; pagana, 70; sátira y, 197, 198; y el tri
Marochetti, Carlo, 294 vium, 52
Marot, Jean, 303 Mitra, 17
Marston, John, 197, 205, 243 Moldavia, 351
Martín, san, 48 Molière, 26, 231, 232
Martín de Troppau, 72 Möller, Georg, 316
Martines, L., 54 Mommsen, Theodor, 73, 360
Marwell, Andrew, 182, 185-186, 187; Hortus, Monaci, E., 84, 86
167; «Last Instructions to a Painter», 206 monarquía, 14, 71, 105, 111, 203, 311; abso
Marx, Karl, 36, 37 luta, 15, 17, 285; universal heredada, 66
Mateo de Vendôme, 260 monasterios, fundación y cultura, 50, 51, 52
Matilde, condesa, 360 Mond, sir Alfred (lord Melchett), 296
Matociis, Giovanni de, 96 Monkwearmouth, 50
Mauricio de Nassau, 112 Montaigne, Michel de, 95, 98, 105, 263
Mausoleo de Adriano, 270 Montano, Giovanni Battista, 314
Mazarino, duque de, 282, 283 Montchrestein, Antoine de, 234, 239-240
Mazzochi, Jacopo, 96 Montecassino, 51, 361
Mecenas, Cayo Cilnio, 26, 114, 210 Monte Cavallo, 272, 273, 280, 293
Médicis, 105-106, 278, 281-282 Montefeltro, Federico de, duque de Urbino, 309
Médicis, Cosme de, 276 Montemayor, Jorge de, 147, 151
Médicis, Lorenzo de, 106, 240 Monteverdi, Claudio, 240
Melanchthon, Philipp, 261, 262 Montfaucon, Bernard, 281
memoria, 247, 248, 252 Montpellier, 310
Menandro, 225 Mont-Saint-Michel, 56
Mengs, A. R., 292 Monty Python's Flying Circus, 219
Menipeo de Gadara, 199 monumentos: conocimiento de, 383, 384, 385;
mens bona (sentido común), 27 destrucción de, 387-388, 397; ■enumeración
Mercati, Michele, 99 de, 377; lenguaje de los, 380; mito y, 383;
Mère, madame, 292 paganos, 63-64, 65, 68; pintura inspirada
merovingios, 51, 350 en, 284; poder simbolizado en los, 375,
Merry, Robert, 218 379; protección de la integridad de los, 386;
metafísica, 36 reconstrucción por la Iglesia, 276
Moor, Karl von, 241 N orth, T h o m a s, 28
Moore, Charles, 326 Northumbria, 49, 50
Moore, Edward, 217 nostalgia, 172, 311
Moore, Tom, 126 Notitia Urbis. 270
morales, principios, 248 Nueva Delhi, 317
Monis, William, 126-127, 176, 397 Nueva York, 306, 317
mosaicos, 115 Nuevo Testamento, 16. 55, 56, 235
Mosellanus, Petrus, 254 Numa Pompilius, 93, 109
Mueller, Martín, 235
Munich, 56. 282, 293, 311, 317
Muret, Marc-Antoine, 103, 105 obeliscos, 99, 323, 382
Museo Británico, 283 , 288, 289, 290, 291, occitano, 335, 336, 338, 342, 344, 346
392 O’Connell, Daniel. 131
música, 37, 134-135, 259, 264, 300 Octavio, véase Augusto
Mussato, Albertino, 53, 233 Odofredo, 384
Mussolini, Benito, 387, 399 Odón de Metz, 303
Myers, F. W. H., 127 Oldham, John, 209, 213
oligarquía, 14
Olsen, Birger Munk, 58
Nancy, 310 ópera, 134, 200, 219-220. 240, 241
Nápoles, 309, 317, 321, 382, 386, 395; colec oratoria, 93, 246-251, 254, 261, 264, 265
ciones de arte, 277, 285; fundación de uni órdenes arquitectónicos, 298, 299, 325; corin
versidades, 362 tio, 18, 300, 303, 308, 310, 317; dórico,
Napoleón Bonaparte, emperador, 38, 290. 300, 304, 311, 317, 321; jónico, 300, 302,
291, 292, 311, 317 313, 318; toscano, 18
Narsés, 383 Orígenes, 67
Nashe, Thomas, 197, 199 Orleans, 362, 363, 365
Neckham, Walter, 200 ornamentación, 253, 263
neoclasicismo, 156, 185, 205, 237, 265, 316; Orme, Philibert de Γ, 309
arte clásico y, 285-297 Orosio, Paulo, 62, 71-73, 89
Neri, Felipe, 98 Orsini, Fulvio, 56, 103. 104
Nerón, 226, 233, 280, 382, 399; corte de, 105, ortografía, 330, 336, 337, 338, 343-344
211; Domas Aurea de, 97; historias sobre, Orwell, George, 20, 200
382-383; precursor del Anticristo, 66, 70 Ostia, 290
Neuerberg, Norman, 322 ostrogodos, 48, 49, 73, 342
Newman, John Henry, 22, 35 otomano, imperio, 34
New Statesman, 128 Otón I el Grande, emperador, 79-80, 81
Nícéforo Focas, 79, 80 Otón Π, emperador, 80
Nicolás I, papa, 78 Otón Ht, emperador, 80-81
Nicolás m , papa, 86, 88 Otto de Freising, 84, 85
Nicolás V, papa, 99, 276, 387 Otway, Thomas, 209
Nicolás de Cusa, 54, 55, 228 Ovidio, 13, 45, 58, 106, 107, 189, 193; in
Nietzsche, F. W., 36, 37, 243 fluencia de, 174-182, 284; Fastos, 96; Me
Niger, Ralph, 360 tamorfosis, 27, 28, 108, 147, 168, 176, 177,
Nimes, 307, 317, 324 179
Nizolio, Mario, 262 Owen, John, 167, 205
Nollekens, Joseph, 292 Owen, Wilfred, 128, 220
Norfolk, 286, 287, 306 Oxford, Universidad de, 107, 130, 172, 265;
Norman, Alfred, 321 catedráticos de poesía, 127, 129; dramas
normandos, 19, 64, 349 producidos en, 106, escuela de derecho de,
Norteamérica, 25, 219, 250, 264, 265; arqui 365; váse también Ashmolean, museo
tectura, 317, 322, 323-324, 326; coleccio
nismo escultórico, 269, 295, 296; lenguaje,
19, 350 Pablo de Tarso, san, 16, 66, 382
North, lord, 131 Padua, 54, 64, 273, 279
Paecht, O., 86 Pedro, san, 76, 77, 302, 303, 324, 380, 382;
paganos, 88, 385, 398; abismo entre, 32; acti méritos de, 68; Roma, la ciudad de, 63, 74,
tud de Milton frente a los, 175; adopción de 78, 81, 86
formas de arte, 270; antigüedades, 384; cris Peel, sir Robert, 131
tianos y, 68, 71,.75-76, 84, 380; decaden Pembroke, conde de, 283
cia, 391; desdén hacia los, 387; imágenes, Pentápolis, 80
308, 315, 381; puritanos y, 171 ¡.sustitución Pepo, maestro, 360
de, 39; virtuosos, 89 Perder, Charles, 311
Paine, James, 311, 316 Pericles, 198
Paine. Tom, 34 Perrault, Charles, 303.
Países Bajos, 56, 91 Perrault, Claude, 298, 301, 303, 324
Paladio, 52 Persia, 70, 88, 350
paleografía, 58 Persio, 197, 199, 202, 211, 216, 218; Donne
Palestrina, 299, 305, 319, 324-325 imita a. 204-205; idea de virtud, 215
Palgrave, F. T„ 122 Peruzzi, Baltasar, 320
palladianismo, 286 Peterson, Erik, 67’, 73
Palladio, Andrea, 298, 301, 312, 315, 316, 320; Petra, 399
atención en Gran Bretaña por, 304; diseño Petrarca, 54, 95, 100-101, 261. 275; corona
de monumentos de varios niveles, 324-325; ción de, 384; escribió un drama terenciano,
estudio de las termas por, 304, 305; Quattro 227; reinterpretación de Roma, 62; y Cice
libri dell’architettura, 314, 324 rón, 49, 54, 261; y los angevinos, 386; Phi
Palmer, Samuel, 135 lologia, 227, 233
Palmerston, lord, 38, 131, 288 Petronio, Tito, 105, 199
Palmira, 399 Petworth, 293
pandectistas, 370, 371, 372; véase también Peyre, Marie-Joseph, 306
Digesto Pfeiffer, Rudolf, 59
Panteón. 18, 64, 65, 312-318, 325, 384; le Philips, Ambrose, 155
yenda y, 95; reparación de la cúpula, 323; Piccolomini, Alessandro, 230
vigas de bronce del techo, 271 Piccolomini, Eneas Silvio (papa Pío II), 228,
Panvinio, Onofrio, 97, 98, 110 308
papado, 65, 82, 88, 99, 385, 387; alianza con Pietro da Cortona, 301, 310, 325
los francos, 77; ideología y, 76, 385; poder Pietro da Milano, 309
y, 17, 384; y la restauración de Roma, 322- Pindar, Peter (John Wolcot), 218
323 pindárico, verso, 169, 187
papismo, 211 Pini, Paoli, 264
pareados heroicos, 181, 201, 213, 216, 218 pintura, 34, 115, 264, 283, 285, 311
Parilia, 96 Pinturicchio, Bernardo, 319
París, 38, 44, 56. 231, 264; arquitectura, 304, Pío Π, papa, 228, 308
306, 310, 311, 316-317, 321; esculturas ro Ho IV, papa, 98, 319-320
manas en, 290 Pío V, papa, 277
Parker, Douglass, 230 Pipino el Breve, 76
parodia, 155, 198, 199, 218, 219 Piranesi, Giambattista, 288, 325, 392
Parrot, Henry, 203 Pisa, 64, 111, 273, 274, 360
Partenón, 290, 293, 317, 326 Pisani, Ugolino, 229
Paschoud. François, 70 Pisano, Giovanni, 273
pastoril, género, 125, 138-160, 202 Pisano, Nicola, 274
Pater, Walter, 35, 38, 40-41 Pitágoras, 109
Paulo Π, papa, 276 Pithou, Pierre, 56
Paulo Diácono, 62, 63, 75, 84, 87 Pitt el Viejo, William, 30, 131
Pavía, 261, 272, 361 Pitt el Joven, William, 131, 311
Pax Romana, 13, 16 plagio, 104, 106, 126
Pazzi, conspiración de los, 105-106 Platón, 36, 53, 104, 193, 248, 266
Peacham, Henry, 282 Plauto, 225, 228, 279; Anfitrión, 234; Asina
Peacok, Thomas Love, 219 ria, 231; Captivi, 299; Menachmi, 225-226;
Pearson, Weatman (vizconde Cowdray), 296 Rudens, 231
Plaw, John, 316 Primaticio, Francesco, 278
Plinio el Joven, 54, 257; villas de, 277, 299, Princeton, 265
318, 319, 320, 321, 322 Prior, Matthew, 182, 191, 217
Pfinio el Viejo, 317, 376; Historia natural, 102 Prisciano, 31, 46, 48, 256
Plutarco, 28-29, 109 Procopio, 270
Poccianti, Francesco, 306 pronunciación, 330, 336, 337-338, 343-348,
poesía, 23-28, 106-109, 390; crítica de la, 13; 350
didáctica, 104, 114-115; 124; gran calidad, Propercio, Sexto, 11, 51, 52, 53, 169-170, 220;
II; griega, 104, 114-115, 139, 141, 156- bajo nivel de circulación, 57
159, 165; lenguaje, 330; lírica, 156; moder prosa, 105, 108, 122, 252, 253; rítmica, 254-
nismo en, 170; pastoril, 167, 172-173, 185, 255, 259; satírica, 198, 199-200, 218
187, 193; satírica, 200-201, 202, 210, 220- Provenza, 342
221 Próximo Oriente, 50, 57
Poggio, véase Bracciolini, Poggio proyectos, 298-299, 300, 304, 306, 322, 374-
Poitiers, Diana de, 309 375
polaco, 351 Prudencio, 68, 72, 74, 89, 270
Polibio, 14, 93, 109, 111, 112 Prusia, 370
Policleto, 295 psicoanálisis, 36
Poliziano, Angelo, 32, 102, 103, 105-106, Pula, 307, 309
261, 262 Purcell, Henry, 135
Pompeya, 288, 318, 321 puritanismo, 202, 206, 211, 239
Pompeyo, 72, 392 Puttenham, George, 145
pontifex maximus, 17
Pope, Alexander, 139, 142, 180, 209, 212-213,
218; Arte poética, 212; A Discourse on Pas Quatremère de Quincy, 292
toral Poetry, 155; Dunciad, 123-124, 204, Quevedo, Francisco de, 202
212, 219; Eloísa y Abelardo, 179; Epistle to Quintiliano, 102, 141, 246, 248, 256, 264, 265;
Addison, 394; «Epitafio», 125; An Essay influencia de, 261-262; De institutione ora
on Criticism, 124, 212; Imitations o f Hora toria, 197, 248, 250, 251, 252, 255, 256, 261
ce, 207, 212-213; The Rape o f the Lock,
123, 188, 202, 212, 221
Pope, John Russell, 318 Rabano Mauro, 258, 259
Porphyrios, Demetri, 326 Rabelais, François, 206
Porson, Richard, 204 Racine, Jean, 26, 179, 235
Port Sunlight, 293, 296 Radding, C. M., 361
portugués, 329, 333, 334, 335, 345, 348; pro Rafael, 96, 271, 275, 305, 319, 320; influen
nunciación, 344 cia de, 280, 284
Posidipo, 225 Ragusa (Dubrovnik), 339
Possagno, 317 Rainaldo de Dassel, 52
posglosadores, 362, 363, 364, 366, 369 Rainolds, John, 30
posmodemismo, 299, 325 Ramus, Petrus, 108, 261, 264
Potain, N.-M., 303 Ravena, 18, 76, 272, 302
Potsdam, 310 «recepción», en e! derecho romano. 363-366
Pound, Ezra, 128, 168, 173, 202, 209, 222; Reforma, ley de ( 1832), 132
Cantos, 176, 221 ; «Homage to Sextus Pro Reggio, Raffaelo, 261
pertius», 170, 220 Régulo, 62, 68, 70, 93
Poussin, Nicolas, 145-146, 282, 284 Reims, 77, 80, 274
Powell, Anthony, 219 relieves, 274, 275
Pozzo, Cassiano del, 281 religión, 2 1 1 ,3 0 1 ,3 4 2 , 343
Prado, Museo del, 282 Renacimiento, 44, 91-112, 385, 389, 397; es
Praed, W. M„ 218 critores, 140-141, 142, 145, 147, 152-153,
Praxiteles, 273, 277 348; nuevas palabras en la lengua, 349-350;
predicación, 258, 259, 260, 262; elocuente, pensar hacer literatura, 162-163; véase tam
252 bién arquitectura; arte; humanismo; poesía;
Pretexto, 258 retórica; teatro
renuncia, cláusulas de, 364-365 Russell, Mark, 219
réplicas. 273, 278, 281 Rutilio Namaciano. 68
Restauración, 181, 184, 203, 210
retórica. 100, 123, 180, 193, 246-267: dramá
tica, 226, 237, 240, 243; estudiantes de, 93; Saarinen, Eero, 312
fundamento de la educación romana,· 32; sabina, deidad, 380
método, 27; sátira y, 202, 204, 206, 214, Sahl, Mort, 219
221 Saint Maximin, biblioteca de, 54
retorrománico, 339, 342, 344 Sainte-Beuve, Charles Augustin, 127
Reuchlin, Johann. 106 sajones, 64, 79, 80
Revett, Nicholas, 34 Salemo, 274
Révigny, Jacques de, 362 Salerno, Henry F., 232
Revolución francesa, 34, 56 Salingar, Leo, 230
Reynolds, sir Joshua, 136, 264 Salomón, rey, 308
Reynolds, Leighton, 59 Salona, 320
Rialto, Bridge, 309 Salustio, 62, 69, 105, 106, 109, 384
Richelieu, cardenal, 282 Salutati, Coluccio, 54, 100, 101
Rimini, 307, 308. 343 Salvi, Nicola, 310
ritmos, 254-255 San Petersburgo, 288, 289
Roberto de Anjou, 386 Sangallo, Antonio da, 319
Robertson, J. M., 38 Sangallo, Giuliano da, 318, 319
Robespierre, Maximilien F. M. I. de, 34 Sannazaro, Jacopo, 146-147
Robigalia, 96 sánscrito, 353
Rochester, 50 Santa Maria d’Aracoeli, 383
Rochester, lord, 181, 183, 203, 207, 209 santuarios, 300, 311, 316, 319, 323-325
rococó, 156 Sarbiewski, Casimir, 106
Rodin, Auguste, 295 sarcófago, 274, 279, 284
Rodolfo Π, káiser, 282 sardo, 333, 336, 338, 344; dialectos, 330, 334,
Roma, ciudad, 38-41, 63-39, 84-87 , 93-94, 342
272, 374-400; infraestructura, 49, 50; sa Sarmacia, 94
queada en el 410, 69, 71, 73, 74; saqueada sarracenos, 385
en 1527, 94, 97, 390 Sassoferrato, Bartolo de, 363
romances, lenguas, 19, 329-354 Sassoon, Siegfried, 220
románico, 18-19, 307-308 sátira, 105, 138, 140, 153, 197-222
romanización, 351 satumiano, verso, 330
romanticismo, 127, 241, 291, 296, 392, 394; Savigny, Friedrich Carl von, 362, 370-371
erudito, 396 Scala, Flaminio, 232
Romano, Ezzelino da, 233 Scalfarotto, Giovanni, 315
Romano, manuscrito, 103 Scamozzi, Vincenzo, 320
Romanus, Aquila, 254 Schiller, J. C. V. von, 240, 241, 242, 243
Rómulo, 63, 74, 79, 81, 272, 379 Schlegel, August von, 240
Rosenmeyer, T. G., 224 Scott, sir George Gilbert, 294
Rosinus, Johannes, 98 Scott, sir Walter, 134
Roswitha de Gandersheim, 79, 227, 228 Scroope, sir Carr, 208
Rotrou, Jean, 234 Secundus, Johannes, 106
roumanche, 339 Seeley, J. R„ 38
Rousseau, Jean-Jacques, 218, 311 Sejano, Lucio Elio, 206, 214
Rowlands, Samuel, 205 Selva, Antonio, 317
Royal College of Physicians, 32 semita, lengua, 352
Ruán, 258 Séneca el Viejo, Lucio Aneo, 256
Rubens, Peter Paul, 282 Séneca el Joven, Lucio Aneo, 105, 106, 226,
rumano, 334-339, 344, 348, 351 227, 382; como modelo estilístico, 54;
Ruskin, John, 293, 397 «humanismo cívico» basado en, 15; y tra
Russell, Bertrand, 221 gedias de sangre inglesas, 12; Apocolocyn-
Russell, lord John, 131 tosis, 199, 219; Diálogos, 45; Epístolas,
45; Tragedias, 44, 46, 53, 57; véase tam sonido de las palabras, modificaciones en el,
bién teatro 335, 337-338, 345, 348, 349
Sergio III, papa, 78 Sorano, 377
Serlio, Sebastiano, 300, 304, 324 Sorbona, 53. 262
Servio (comentarista de Virgilio), 141-142, Soult, Marshal, 131
143, 144, 145 Southey, Robert, 126. 218, 219
Settle, Elkanah, 209 Spectator, 123, 182
Severo, Septimio, 307; arco de, 272, 309. Speer, Albert, 3 18
Shadwell, Thomas, 209, 210 Spenser, Edmund, 23, 33, 122, 142, 176-177,
Shaftesbury, conde de, 30, 285-286 200; «Astrophel», 156; Colin Clout Come
Shakespeare, William, 26, 28, 116, 191-192, Home Againe, 15 0-15 1; «Epithalamion»,
193, 232; Antonio y Cleopatra, 28-29, 119; 166-167; The Faerie Queene, 150, 151,
Como gustéis, 147; Cuento de invierno, 177, 179; The Shepheardes Calender, 114,
147, 149-150, 174; Hamlet, 22-23, 120, 142, 143, 145, 150
239; La fierecilla domada, 231; Otelo, 179; Spitting Image, 2 19
Tito Andrónico, 234; Trabajos de amor SPQR, 78, 384
perdidos, 144, 162; Venus y Adonis, 177 Squarcione, Francesco, 279
Shelley, Percy Bysshe, 126, 174, 218, 394, Stalin, I,, 227
395, 396; Adonais, 156-158; Hellas, 11-12 status, teoría del, 248-249, 260
Sheridan, Thomas, 252 Steele, Richard, 125, 127
Shirley, James, 239 Stein, P., 367
Sibila, 72, 132, 377, 383 Stendhal, 394
Sicilia, 139, 150, 153, 274, 322 Stem, Robert, 326
Siculo, Calpumio, 140, 145 Sterne, Laurence, 199
Sidney, sir Philip, 143, 147, 148, 156, 171; Stevens, Alfred, 294
Arcadia, 149; Defence o f Poetry, 234 Stevenson, Robert, Louis, 133, 134
Sidonio Apolinar, 382 Stier, Wilhelm, 321
Siena, 274 Stourhead, 135, 155, 316
Sila, 393 Stowe, 306, 323
Si loé, Diego de, 309 Stuart, James, 34
silogismo, 250, 251 Suburra, 99
Silvestre I, papa, 76 Suecia, 282
Silvestre II, papa, 80 Suetonio, 59, 62, 63, 78
Sfmaco, Quinto Aurelio, 54 Suger, Abbot, 19, 308
Simón el Mago, 66, 380 Suiza, 271, 336, 342
simbolismo, 173 Sulpicio, 199
Simpson, John, 326 Surrey, conde de, 118, 169
sínodo de Whitby, 258 Susenbrotus, Johannes, 254
sintáctica, relación, 331-332 Svend II, rey de Dinamarca, 82
Siracusa, II, 321 Swift, Jonathan, 33, 123, 199, 211, 217, 220
Siria, 386
Sixto IV, papa, 96, 276
Sixto V, papa, 99, 323, 388 Tácito, 29, 93, 105, 109, 112; Anales, 102,
Skelton, John, 200 111; Dialogus de Oratoribus, 102; Histo
Smetius, Martinus, 97 rias, 46
Smith, Adam, 29-30 Tahiti, 133
Smith, Francis «Eléphant», 210 Talon, Omer, 264
Smith, James y Horatio, 219 Tarquinio, 68, 84, 87
Smith, Thomas, 91, 92, 93 Tasso, Torquatto, 116, 147, 148
Smollett, Tobias George, 395 Tañer, 182
Soane, John, 310-311 Taylor, John, 204
Soarez, Cipriano, 264 teatro, 36, 193, 202, 224-244; musical, 37;
Sócrates, 198, 247 poético, 118
sofistas, 247 Tegemsee, 56
Sófocles, 36, 225, 227 Temanza, Tommaso, 315
Temple, lord, 323 Totila, rey ostrogodo, 65
templos, 307, 308, 309, 382, 383, 385, 390; Tours, 46, 52, 56
decadencia de los, 270; circulares, 284, 314; Town, Ithiel, 317
y santuarios, 323-325 Townley, Charles, 289, 290
Temporarius, Joannes, 110 Toynbee, Arnold, 12
Tenerife, 322 . traducciones, 168-169, 181, 199, 201, 204,
Tennyson, Alfred Lord, 25, 122, 126,.127, 220; 220; creativa, 207-208; dramática, 234
In Memoriam, 158, 190; «To Virgil», 134 tragedia, 37, 53, 94, 121, 157; véase también
Teócrito, 11, 139-140, 141, 149, 150, 153 teatro
Teodoro, arzobispo de Canterbury, 50 tragicomedia, 234-235, 239; véase también
Teodorico, rey ostrogodo, 49, 272 comedia
Teodosio Π, emperador de Bizancio, 270, Trajano, 75, 302, 339, 383; alabanza a, 62, 63;
272, 357 columnas de, 99, 387, 392
Teodulfo de Orleans, 51 Transilvania, 339
Teofana, princesa bizantina, 80 Trastevere, 72
Teofrasto, 253 Traversagni, Lorenzo, 262
teología, 32, 53, 72, 100, 258; antitéticas Tréveris, 54, 64, 302, 303
obras antiguas, 57; política, 67, 69, 70, 71 Triboniano, 357
Tercer Reich. 318 trivium, 48, 52, 259, 261, 352
Terencio, 13, 103, 227, 279; Andria, 228; Trollope, Anthony, 132
Heauton timorumenos, 231 tropos, 253, 254, 259, 260
termas, 299, 302, 304-307, 377; técnica en la Trouard, L.-F., 304
construcción de, 304 Troya, 65, 118; saqueo de, 115, 116, 120,
Terry, Quinlan, 326 121, 133
Tertuliano, 257, 266 troyanos, 64, 110, 115, 132, 133
Tessin, Nicodemus, 315 Troyes, 56
Textor, Ravisio, 108 Tucídides, 104, 399
textos, 92-97, 100-111, 323, 333, 381, 393; Turberville, George, 203
dramáticos, 225, 228, 232; hagiografías, Turin, 315, 317
347; jurídicos, 347, 363, 366-367, 371; la Turnbull, George, 264
imprenta divulga, 201; retórica, 246, 254, Tumebo, Adrien, 56
260, 261, 266; sirios, 378; transmisión de, Turner, J. M. W., 135
43-60 Turno, 199
Thackeray, William Makepeace, 40, 219
Thiepval, 311-312
Thierry de Chartres, 260 Ubaldi, Baldo degli, 363
Thomson, J. A. K., 182 Ubertino da Casale, 66
Thomson, James, 115 Ullman, B. L„ 58
Thomeycroft, Hamo, 295 Unger, G. C., 310
Thovaldsen, Bertel, 291 Unión Soviética, 352
Thou, Jacques Auguste de, 106 universidades, 56, 57
Tiberio, Claudio Nero, 29, 72, 273 Usus modernus pandectarum, 368
Tibulo, Albio, 47, 51, 52, 53, 57, 148
Tiépolo, Giovanni Battista, 12
Times, The, 216 vaciados en esculturas, 278, 279, 281-282
Tito, 72, 304, 305, 307 Vaillant, Germain, 104
Tívoli, 319, 383, 395; santuario, 300, templos, valdenses, 66
284, 314, 324; villa Adriana, 288, 318 Valente, emperador, 62
Tiziano, 284 Valentiniano ΠΙ, emperador, 68, 73
Tolomeo de Lucca, 87-88 Valeriano, Pierio, 103 .
Tomás de Aquino, santo, 252 Valerio Máximo, 62
Tomás de Ashby, 260 Valéry, Paul, 34
Tomás de Irlanda, 53 Valla, Giorgio, 262
Torelli, Lelio, 103 Valla, Lorenzo, 55, 92, 101, 261, 262
Toscana, 87, 308 valón, dialectos del, 339
Vanbrugh, sir John, 287 visigodos, 49, 71, 342, 359
vándalos, 71, 385 Vitrubio, 52, 286, 299, 300-301, 309, 318,
Varrón, Mareo Terencio, 96,110,198,199,259 319, 324; arquitectura, 326, Palladio estu
Vasari, Giorgi, 274, 276, 278, 279, 388 dia a, 304, Perrault editó la obra de, 303,
vasco, 330, 342 324; traducido al inglés, 320; De architec
Vaticano, 228, 280, 285, 288, 319. 392; len tura, 298, 300-301
gua hablada en el, 330; manuscritos en el, vlachs, 339
44, 58, 103; véase también Belvedere vocabulario, 330-332, 335, 337, 339, 345,
Vegecio, 52, 53, 59, 112 348-351
Vegio, Maffeo, 107 Voltaire, 16, 392
Veglia (Krk), isla de, 339 Vossius, Isaac, 56
Velázquez, Diego, 282 Vulgario, Eugenio, 78
Venecia, 12, 272, 273, 305, 309, 315; co vulgata, lengua, 254
mienzo de la música moderna en, 134
Véneto, dialectos del, 342
Venturi, Robert, 326 Wagner, Richard, 37
Venus, 64. 116, 273, 290, 294 Waller, Edmund, 206, 213
vernáculas, lenguas, 63, 329-330, 347-348, Walpole, Robert, 287
351, 352-354; escritos en, 106; imitación li Warburton, arzobispo, 216
teraria en, 94; latín desbancado por las, 32; Ward, John, 265
literatura ert, 260; modernas, 104 Warwickshire, 287
Veraani, Guido, 73 Watts, G. F., 293
Verona, 49, 52, 279, 302, 325 Waugh, Evelyn, 145, 176, 219
Verres, 13, 38 Weaver, John, 203
Verrocchi, Andrea del, 273 Webb, John, 304
Versalles, 114, 281, 283, 304, 315 Webbe, William, 145
verso suelto, 169, 201 Webster, John, 236
Versalio, Andreas, 106 Weddell, William, 288
Vespasiano, 72, 384 Weinbrenner, Friedrich, 316
Veno ri, Piero, 56, 103 Wellington, duque de, 131-132, 293
Vicentino, Nicola, 264 Welt-Schmerz, 127
Vicenza, 305, 314 Westfall, Carroll, 387
Vico, Giambattista, 248 Westmacott, sir Richard, 273, 291, 292-
Víctor, Julio, 259 293
Victoria de Inglaterra, reina, 293 Wezel, 84
victoriana, época, 292 Whately, Richard, 265
Victorino de Pettau, 66, 257 Whitby, 75
Viena, 315; congreso de, 394 Whiterhead, William, 217
Vignay, Juan de, 53 Wibaldo de Corvey, 52, 54
Vignola, Giacomo, 320 Widukind de Corvey, 79
Villani, Giovanni, 65 Wiegand, Theodor, 321
villas, 277, 299, 318-323, 395 Wight, isla de, 293
Vinogradoff, P., 356 Wilfredo, san, 51
Virgilio, 15, 70, 114-136, 159. 266, 396; edi Wilkes, John, 203
ción de, 47; extremadamente importante, Wilson, Nigel, 59
25; mago, 380, 381-382; profecía sobre el Wilson, Thomas, 262
nacimiento de Cristo, 63; relación de los Wilton House, 283
manuscritos de, 103; y Teócrito, 140, 149- Wiltshire, 316
150; Bucólicas, 107, 114, 120-121, 125, Winchester, 64
139, 140-141, 142, 145-157, 172, 184; Winckelmann, Johann Joachim, 292, 326,
Eneida, 11, 17, 25, 30, 31, 33, 35, 39, 41, 392; Historia del arte, 35, 288
68, 69, 101, 107, 115-128, 132, 133, 134, Windermere, isla de, 316
141, 146, 147, 154, 169, 176, 247; Geórgi Windscheid, Bernhard, 372
cas, 25, 26, 41, 114-115, 116, 122, 123- Winters, Yvor, 215
125, 135, 141, 147 Wireker, Nigellus, 201
Wither, George, 197, 205 Yale, 265
Witherspoon, John, 265 Yates, Frances, 252
Wolcot, John, véase Pindar, Peter Yonge, Bartholomew, 147
Wolff, Emil, 294 York, 117, 304, 305
Wolsey, Thomas, cardenal, 200, 214 Yorkshire, 287, 288
Wood, John, 91, 304 ' Young, Edward, 217
Wordsworth, William, 122, 126, 218·, Liberty, Yugoslavia, 351
189; «Michael», 156; Peter Bell the Third,
218; The Prelude, 171, 217; «The world is
too much with us», 173 Zacarías, 270
Worksop, 304 Zoffany, Johann, 289
Wotton, lord Henry, 158 Zósimo, 111
Wyatt, sir Thomas, 182-183, 201, 202 Zulueta, F. de, 358
ÍNDICE DE LÁMINAS (entre pp. 240-241)
P r e f a c i o .................................................................................................. 7
Nota sobre los c o l a b o r a d o r e s ............................................................ 9