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Programa: Magíster en Gestión de la Educación Inclusiva

Módulo: Políticas de inclusión Educacional


Profesora: Faviola Inostroza Pardo

“EPT: Realidad v/s Expectativas”

Alumna: Ercira Lorena Constanza González Morales.

Fecha de entrega: Lunes, 17 de junio, 2019.


En palabras de la actual Directora del DEMRE de la U. de Chile, Leonor Varas, “no hay excelencia
sin diversidad” (Said, 2019, pág. 14). Concordamos en plenitud con esta sentencia, pues la atención
a la diversidad es un eje fundamental que atañe en forma directa al ejercicio docente y sostenemos
con sincera convicción que estamos llamados a ser agentes de cambio en el proceso de hacer de
nuestra escuela un espacio de enseñanza y aprendizaje sobre el cual se cimente una comunidad
verdaderamente inclusiva. Sin embargo, es necesario reconocer que estamos frente a una realidad
que lejos de haberse concretado, se encuentra en vías de transformación, pues, específicamente,
en lo que dice relación a las prácticas de los profesores que ejercemos docencia en el nivel
secundario, podemos afirmar, sin lugar a dudas, que estamos “al debe” al menos en lo que respecta
a contar con la adecuada preparación y recursos necesarios para enfrentar con éxito la tarea de
entregar una educación equitativa y de calidad a todos nuestros estudiantes.

Vamos por parte… Si hacemos una revisión de las instancias en que se han sentado las bases del
Movimiento de Educación Inclusiva en el mundo y por derivación, en Chile, nos encontraremos con
varios puntos que revisten un interés fundamental, entre los cuales, hay lo que podríamos llamar “un
consenso general”, sobre todo en los principios que se plantean a partir del compromiso que
sostiene la consigna: “Educación para todos” (UNESCO) y en la trascendencia del concepto de
Diversidad, a partir del cual la valoración del otro como un ser distinto, con capacidades diferentes
a las mías, pero con iguales derechos, prevalece con amplitud. En este mismo sentido, se reafirma
una y otra vez, el derecho prioritario de recibir una educación de calidad que garantice no solo las
mismas oportunidades en cuanto al acceso de ésta, sino además, la posibilidad concreta de que
finalizado este proceso, absolutamente todas y todos los estudiantes se integren a la sociedad
como individuos plenos, empoderados en cuanto a sus capacidades y dispuestos a alcanzar sus
sueños…

Todo lo anterior, se queda solo en una enumeración descriptiva de unos nobles ideales si no
abordamos directamente algunas interrogantes esenciales… ¿Existe, en realidad, un avance
significativo en la consecución de los fines que se han propuesto los participantes de instancias
mundialmente célebres como la Declaración de Jomtien (1990), por ejemplo?

¿Hay cuentas satisfactorias cuando consideramos hoy, a 10 años del plazo establecido por la
Declaración de Incheon (2015), a saber 2030, en propósitos tan específicos como “De aquí a 2030,
aumentar sustancialmente el número de jóvenes y adultos que tienen las competencias necesarias,
en particular técnicas y profesionales, para acceder al empleo, el trabajo decente y el
emprendimiento” (UNESDOC, Biblioteca digital, 2016, pág. 19) o solo estamos en presencia de
popular y tristemente frecuente “letra muerta”?

Pues bien, para intentar una respuesta a estas interrogantes o al menos centrarnos en aquella que
planteamos en la introducción de este ensayo, derivada de nuestro ejercicio profesional, como
profesores de nivel secundario y evaluar la situación real que observamos en el contexto actual de la
comunidad educativa a la que pertenecemos, es necesario considerar algunos aspectos esenciales,
siendo el primero de ellos el que surge de una indispensable reflexión acerca de cómo es el espacio
vital en el que se desarrolla este movimiento de inclusión educativa, a saber, la sociedad misma,
este “conjunto de personas, pueblos o naciones que conviven bajo normas comunes”, como señala
el diccionario de la RAE, en términos generales, o mejor aún, remitámonos a una concepción más
específica, considerando las particularidades del mundo en el que vivimos:
Cuando hablamos de la sociedad, estamos refiriéndonos a ese aparato ideológico que clasifica y
categoriza a los individuos, los centrifuga y los expulsa si estos no se ciñen a sus formas, a sus
normas; es el otro quien define las formas, las maneras de interactuar, pero además es quien le
dota de identidad (Sánchez, 2011, pág. 5)

Entonces, ¿es nuestro mundo, nuestra sociedad y por derivación, nuestra comunidad educativa, un
terreno fecundo para vivir en plenitud las manifestaciones de nuestra diversidad?

¿Vivimos en términos de valorar nuestra “alteridad” o solo estamos estancados en evidenciar las
consecuencias –negativas- de nuestra “otredad”?

Hilemos fino: El concepto “Alteridad”, proviene del latín alterĭtas, derivado del latín alter, cuyo
significado es “otro”, algunas veces erróneamente considerado un símil de “otredad”, puesto que el
primero presupone una mirada positiva de la diferencia, considerada como una ventaja, pues al
plantearnos desde nuestra alteridad, somos únicos e irrepetibles. En cambio, en el término “otredad”,
encontramos una situación que resalta la diferencia como una señal negativa, una marca que nos
hace proclives a la discriminación y este sí es un peligro latente del cual debemos alejarnos, porque
corremos el riesgo de caer en la estigmatización de la que, entre otros autores, Erving Goffman
afirma en forma tan elocuente: “Hace ya más de una década que la literatura de psicología social se
ocupa intensamente del estigma, vale decir, de la situación del individuo inhabilitado para una plena
aceptación social” (Goffman, 2006, pág. 7).

Asunto no menor el que acabamos de señalar, porque a través de nuestro recorrido de vida,
podemos enfrentarnos no una, sino en varias oportunidades al temido estigma social, que se levanta
cual letra escarlata como un símbolo condenatorio y nos expone a la pérfida exclusión.

A lo largo de la vida nos enfrentamos a una serie de roles que nos colocan bajo estatus, que
definen nuestras prácticas sociales; en este sentido la alteridad, es esa imagen que nos trastoca
e irrumpe en la propia frontera de la diferencia; y al dejar al descubierto lo que es distinto, puede
generar exclusión, marginación por no saber cómo afrontarlo e incorporarlo a ese medio social
que se encuentra lleno de estigmas. (Sánchez, 2011, pág. 1)

Hablando en forma muy concreta, hay mucha “tela para cortar” en relación a este punto, quede
como evidencia de ello, una situación que es, lamentablemente frecuente en reuniones de
profesores y consejos. Nos referimos a la “categorización” de nuestros estudiantes como “el niño
TEL” , “la niña DEA”, por ejemplo, a través de la cual, podemos constatar que aun en estos días en
que nos ufanamos de vivir en tiempos de tolerancia y progreso, nos encontramos con la
verbalización de juicios que constituyen estigmas, propios de una ignorancia “neo- medieval” y que,
peor aún, no platean siquiera un mínimo cuestionamiento por parte de quienes emiten estas
sentencias, entre otras razones, porque son fruto de la falta de interés, del descuido y el desgano,
pues adquirir las competencias profesionales e inherentes al ejercicio docente que parten por
emplear un lenguaje inclusivo ad-hoc, desprovisto de prejuicios y de marcas negativas que denigren
a aquellos que son objeto de éstas debería ser un requisito sine qua non para quienes se precian de
realizar un trabajo motivado por una verdadera vocación docente.

Mención aparte, merece el hecho de que las bases curriculares de la Enseñanza Media, constituyen
un compendio de habilidades “estándar” que son formuladas pensando en el “alumno promedio” y
que poco o nada tienen que ver con la atención a la diversidad que sí surge de la consideración de
nuestros estudiantes y sus particularidades o capacidades específicas. En este mismo sentido,
mediciones estándar, como las pruebas SIMCE o PSU, representan en la actualidad los máximos
retos para sostenedores de establecimientos públicos y particulares, quienes se empecinan en
presionar a los docentes para que alcancen junto a sus estudiantes lo que podríamos identificar
como “los ideales de logro de un buen alumno”.

Una escuela que funciona a partir de estos parámetros de exclusión, no es otra cosa que un triste
contraejemplo de los ideales que sustentan el Movimiento de Educación para Todos.

Otro aspecto que requiere especial consideración en nuestros liceos y colegios es la inexistencia de
una infraestructura acorde a las exigencias que plantea la Normativa de Accesibilidad Universal, lo
cual constituye una barrera de proporciones para que las PeSD puedan integrarse con normalidad a
las escuelas regulares. Sin duda, podemos deducir que existe una correlación directa entre estas
carencias y el bajo porcentaje de PeSD que asiste a clases de Enseñanza Media, ya que este
alcanza solo al 12 %, según cifras entregadas por el SENADIS, en la publicación de resultados
generales del II Estudio Nacional de la Discapacidad (SENADIS, 2015, pág. 19)

En fin, podríamos seguir enumerando puntos de divergencia en una dicotomía interminable de


“realidad v/s expectativas” en el tema que nos convoca, pero atendamos a nuestro cuestionamiento
inicial ¿Estamos, quienes ejercemos docencia en el nivel secundario, preparados a cabalidad para
hacer frente a todos los requerimientos que nos exige el Movimiento de EPT como entes
transformadores y agentes de cambio? Y esto, más allá de considerar que el tiempo no nos sobra,
como es de conocimiento general, que no se nos apoya, ni se nos auspicia y que las mayor parte de
las veces, trabajamos en el desarrollo de nuestras competencias en el área, casi a hurtadillas, como
temiendo ser castigados, porque “no es nuestra área” y soportando, a veces en forma casi estoica,
la crítica de los padres – de algunos colegas y también, directivos- , porque según su visión elitista
de la educación “estamos haciendo que los buenos alumnos limiten su rapidez” …

Con toda honestidad, pienso que sí, y que podemos levantarnos a pesar de las adversidades,
porque esa voz interior que bien reflejara La Mistral en su célebre frase “EDUCAR ES SERVIR”,
sigue haciéndose oír con fuerza, desafiándonos a dar un paso más, a entregarnos en cuerpo y alma
en esta tarea de abrir caminos que de verdad nos comuniquen, que cierren heridas y que juntos,
todas y todos, los que somos diversos, los que fuimos tratados de “raros” tantas veces, podamos
crear una nueva realidad, un mundo en el que nos miremos como iguales, porque es verdad que
somos iguales en esencia, porque fuimos creados de la misma forma y nuestra misión sigue siendo
la misma: aprender a vivir como hermanos en este, el único mundo que conocemos… Un mundo
que agoniza, por el cambio climático, por el hambre, por la desigualdad y las injusticias, un mundo
que necesita de todos y donde nadie, absolutamente nadie sobra. Mientras conservemos esta visión
y seamos fieles a ella, sigue habiendo esperanza.

Bibliografía
(s.f.).

Goffman, E. (2006). Estigma, la identidad deteriorada. Buenos Aires: Amorrortu Editores España
S.L.

Said, C. (12 de Junio de 2019). Empatía y motivación: las otras habilidades que mediría la PSU. La
Tercera , pág. 14.

Sánchez, C. J. (2011). Las figuras de alteridad en el proceso de inclusión educativa de las personas
con discapacidad. Recuperado el 12 de Junio de 2019, de www.cite2011.com:
http://www.cite2011.com/Comunicaciones/Escuela/067.pdf

SENADIS. (2015). II Estudio Nacional de la Discapacidad. Santiago.

UNESDOC, Biblioteca digital. (2016). Declaración de Incheon y Marco de Acción para la realización
del Objetivo Sostenible N° 4., (pág. 86).

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