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REFLEXIONES ACERCA DE LA REALIZACIÓN SIMBÓLICA EN EL GENOCIDIO DE


LOS PUEBLOS ORIGINARIOS
Mariano Nagy

Introducción

Es objetivo de este trabajo reflexionar acerca del rol de la educación en relación al modo de narrar
el acontecimiento denominado la “Conquista del desierto” y sus consecuencias para los pueblos
indígenas de la Argentina, interpelando estos discursos historiográficos a partir de la aplicación de
la periodización de las prácticas sociales genocidas que propone Daniel Feierstein1, entendiendo las
distintas etapas no como una sucesión o concatenación de hechos, sino como una lógica política que
en muchas ocasiones se superpone o no evidencia todos los pasos señalados.
También se busca enfocar la mirada no tanto en la realización material del genocidio indígena,
sino más bien abordar los procesos de realización simbólica que permiten sostener un discurso
hegemónico acerca de los pueblos originarios, sus pautas culturales, su destino y su invisibilidad en
el imaginario colectivo de la Argentina actual.
6
Por último se analizará uno de los cuatro tipos de genocidios modernos que Feierstein define, el
genocidio constituyente, enmarcado en el contexto de la conformación de los estados nacionales
durante los siglos XIX y XX y los efectos de categorizar a múltiples procesos históricos como
genocidios.

La realización material del genocidio indígena

El primero de los momentos, según la periodización de Feierstein2 es la marcación del sujeto


social a ser exterminado, la construcción de la otredad negativa. Es claro que uno de los recursos
más utilizados para justificar no solo genocidios sino invasiones, conquistas y guerras, consiste en
la deslegitimación del otro. ¿Por qué voy a operar sobre el rival si es igual a mí, a nosotros? La
función de este mecanismo es lograr que el posible genocidado, sea un grupo que no merece ser
tratado como par, que pone en peligro la continuidad de la salud social de todos, y a la sociedad
moderna y por ello, es colocado en un plano diferente, anterior y/o peligroso para facilitar la
práctica genocida. Una vez que se convirtió al objeto de exterminio en otro negativo para la
totalidad del cuerpo social3, puede procederse con el exterminio material.
En el caso de los pueblos originarios, existe una extensa bibliografía y numerosos intelectuales de
fines del siglo XIX (y también contemporáneos) que han escrito miles de páginas con el objetivo de
demostrar la barbarie y el salvajismo de los pueblos indígenas, y han aseverado que sus prácticas
culturales provenían de un estadio anterior de desarrollo, que a su vez se oponían a la modernidad y
a la evolución de la raza humana. Juan Carlos Walther4 lo expresa en forma certera:

“…Pero esa cruenta y muy ignorada epopeya demandó privaciones, penurias y muertes heroicas…
dejaron sus huesos como jalones del progreso frente a esa lucha contra un indio rudo, altivo y salvaje,
dominado por un atávico espíritu de libertad propio del medio en que vivía…La conquista del desierto
se efectuó contra el indio rebelde, reacio a los reiterados y generosos ofrecimientos de las autoridades,
deseosas de incorporarlo a la vida civilizada...y así dejara de una vez de ser bárbaro y salvaje,
asimilándose a los usos y costumbres de los demás argentinos”.

Por supuesto que esta construcción de la otredad negativa no es exclusiva del pasado, como puede
evidenciarse en las indignadas palabras de Luis José Vincent de Urquiza5, miembro de la Sociedad
Argentina de Historiadores, ante una conferencia de Osvaldo Bayer realizada en Rio Negro en el
2006:

“…Bayer miente alevosamente y engañó a los jóvenes en cada una de sus manifestaciones referidas a
nuestra historia pasada. Afirmó por ejemplo que ‘los habitantes de esta tierra no eran indios salvajes,
7
bárbaros ni mucho menos (sic)’. Podrá explicar Bayer que eran los malones que atacaban a los
pobladores que se defendían como les era posible, pero el sacrificio de mujeres y niños no se podía
evitar…muchas familias resolvieron, presa del horror de la matanza abandonar el lugar y buscar asilo
en zonas más amparadas por la civilización… ¡Que no venga Bayer a hablar del exterminio del indio! Ni
de holocausto ni de genocidio…Pongamos fin a esta farsa pues sin inmigración y sin desarrollo masivo
del trabajo agrícola y de las industrias que de allí surgieron, hoy no seríamos nada…”.

En relación a la persistencia de tópicos originados en el siglo XIX, en el marco de crear a otro


salvaje, no puede dejarse de lado que esos discursos son los que cristalizan a través de la realización
simbólica del genocidio. Es decir que las prácticas que construyeron a otro negativo, por caso el
indígena bárbaro y salvaje, para poder exterminarlo, se perpetúa a partir de los mecanismos de la
realización simbólica que se ejecutan en la actualidad6.
En el caso del hostigamiento, cabe señalar tanto las primeras avanzadas de milicias o agentes
privados sobre territorio indígena durante gran parte del siglo XIX, que formaban parte de ofertas
de dinero de empresarios o expediciones punitivas de los estados provinciales. En el caso del
aislamiento, el debilitamiento y la aniquilación material, todos pueden observarse y están fielmente
documentados por diversos académicos7 y a través de diversas metodologías de investigación. En
ellos pueden analizarse desde el sistema de distribución para mano de obra, el ejército, la marina o
el servicio doméstico llevado a cabo por el estado argentino con los indios sometidos, hasta la
creación de campos de concentración en todo el territorio, incluyendo los traslados forzosos a la isla
Martín García, en el marco de un proceso de destribalización e invisibilización de las comunidades
nativas.

La realización simbólica del genocidio indígena

En este apartado se abordarán los elementos que permiten analizar la realización simbólica del
genocidio indígena. Para ello es clave el rol de la educación, ya que pese al paso del tiempo, las
categorizaciones de los pueblos originarios y las narraciones acerca de su destino final, subsisten sin
grandes modificaciones.
Es evidente que la Argentina se piensa a si misma como una nación blanca y de origen europeo,
lo cual está en parte sustentado por el proceso inmigratorio de fines del siglo XIX y comienzos del
siglo XX. Pero ¿Es este un tópico exclusivo de las plumas promilitaristas? Veamos.
En primer lugar es imprescindible entender la necesidad de la clase dominante de una Argentina
en consolidación, en relación a crear legitimidad acerca de una entidad política nueva que se
imponía sobre otras más antiguas. Sigo aquí los trabajos de Hobsbawm-Ranger8 y Briones9
referidas a los debates en torno a la invención de la tradición que se produce a través de los usos del
8
pasado, categorías que intentan explicar la artificialidad de valores que se terminan convirtiendo en
absolutos, universales y, por supuesto, en tradiciones que poseen como objetivos inculcar prácticas
y normas de conducta, generar cohesión social en una comunidad real o imaginada y/o legitimar
relaciones de poder.
De allí, el rol clave que le cupo al sistema educativo argentino, expandido a partir de 1884 con la
ley 1420, en la creación de una identidad nacional y en la afirmación de “Representaciones
patrióticas” según la concepción de M. Escolar, S. Quinteros Palacios y C. Reboratti10. Así, junto al
servicio militar obligatorio, y reforzada desde otros ámbitos como la prensa y la política, la escuela
se abocó a la tarea de “hacer argentinos”, y según Luis Alberto Romero, en el siglo XX tuvo un
notable éxito:

“En el siglo XX, la escuela lo ha hecho eficazmente…logró establecer en el imaginario de los


argentinos un conjunto de ideas, nociones, valores y actitudes hondamente arraigados y
naturalizados”11.

Para nuestro objeto de estudio, esas ideas tienen que ver con la matriz identitaria blanca y
europea que se naturaliza entre sus habitantes. ¿Y los indígenas? Según los Núcleos de
Aprendizajes Prioritarios (NAP) confeccionados por el Ministerio de Educación, Ciencia y
Tecnología en junio del 2006, destinado a la Educación General Básica (EGB)12 en la provincia de
Buenos Aires y al Nivel Medio de la Ciudad de Buenos Aires, para el espacio curricular Ciencias
Sociales, es prioritaria la necesidad de fomentar la conciencia de la diversidad cultural y regional:

“en ese marco…se impone asumir un enfoque intercultural que privilegie la palabra y de espacio para
el conocimiento, valoración y producción cultural de poblaciones indígenas del país”13.

Sin embargo, se sostiene aquí que en dichos programas se realiza la primera operación de la
realización simbólica, la descontextualización de los pueblos originarios ya que se los traslada
hacia el pasado. Por ejemplo, si bien para 8°/1° (equivalentes en Tercer Ciclo y Nivel Medio en la
provincia y la Ciudad de Buenos Aires respectivamente) se propone en “Las sociedades a través del
tiempo” el estudio de la organización, la distribución de excedentes, la jerarquización social y los
sistemas de creencias de las sociedades indígenas, éstos están enmarcados en el abordaje del
proceso histórico que comienza con la expansión europea en el siglo XV, y solo se menciona en una
nota al pie la posibilidad de investigar las modificaciones a lo largo del tiempo de una o dos
sociedades indígenas. Para los cursos 9°/2° los NAP proponen comenzar con la organización
nacional, la economía agroexportadora pero no el abordaje de las comunidades nativas. Así, se
reproduce la idea de que éstas son parte del pasado, marginales o están extintas.
9
Esta lógica también se observa en los programas de historia argentina de los últimos cursos de la
secundaria de la ciudad de Buenos Aires, los cuales son de 1956 y apenas se han retocado en 1983
con la instauración de la democracia. Los temas centrales en ellos y en algunas planificaciones
docentes investigadas, son la modernidad, o sea, la economía agroexportadora, la inmigración y el
régimen oligárquico. ¿Los pueblos originarios? Ausentes.
En tanto, en la provincia de Buenos Aires, la resolución n° 6247 de diciembre del 2003 intentó
solucionar los desajustes de los espacios curriculares creados con la Ley Federal de Educación de
mediados de 1990. De todas formas, en los contenidos ideados para el primer año del polimodal,
tampoco tenemos ni siquiera una leve sugerencia al tema, pese a que se hace referencia a las
identidades colectivas y a los actores sociales. Si la hay con un escueto “la problemática indígena”
en el bloque 1 del segundo año, pero sin ningún tipo de aclaración a que tipo de problemática ni a la
etapa, ya que dicho bloque abarca 1930-1970.
Esta descontextualización se profundiza en el caso de la EGB, ya que se ha optado por la
distinción de cuatro períodos, a los que se denomina "La Argentina indígena", "La Argentina
colonial", "La Argentina criolla" y "La Argentina aluvional". Así, las sociedades indígenas figuran
como las protagonistas de los hechos acaecidos antes de la llegada de los españoles, ya que después
se prioriza a un tipo de sociedad supuestamente integrada por criollos y/o inmigrantes.
Más breve es el tema para el 3° ciclo EGB, en el cual se menciona únicamente las
civilizaciones indígenas de América y de África y la diversidad sociocultural del continente, pero
no se vuelcan procesos históricos ni análisis de los modelos de incorporación y/o exclusión de los
estados nacionales recién consolidados para con las comunidades nativas.
Este mecanismo de descontextualización de los pueblos originarios, los asienta en lugares fijos de
una representación cartográfica y se evita ahondar en las costumbres y prácticas sociales de estos
pueblos. Se desconoce su política de alianzas y sus relaciones interétncias e intraétnicas como así
también, su relación con el espacio. Además son ubicados como parte de una cadena evolutiva,
como una especie de Argentina prehistórica, pintoresca que ya quedó atrás, con lo cual se dejan de
lado los conflictos y las relaciones de los estados con estos pueblos.
Entonces no se llevó a cabo una política genocida sino que estamos en presencia de una evolución
natural del estado argentino que de tener indígenas como pueblos preexistentes pasó a albergar
inmigrantes. Y así estamos ante un segundo mecanismo de realización simbólica, la aparición del
inmigrante que borra la presencia indígena. En un breve lapso, la historia argentina comienza a
tratar la necesidad de mano de obra para las tareas agropecuarias, “la Argentina Aluvional” que
presentan los programas. Se pasa en pocos años de la cuestión indígena a la cuestión social,
representada en los conflictos sociales y políticos que surgen a la luz de la falta de derechos
políticos y económicos de los recién llegados. La clase dominante piensa como crear argentinos y
10
disciplinarlos, y para ello se reflejan en los textos históricos, temas como la integración al mercado
mundial, la llegada de capitales, la modernización, la generación del ’80, el fraude del Partido
Autonomista Nacional (PAN), las nuevas fuerzas políticas, entre otros:

“Entre los últimos años de la década del 70 y los primeros de la del 80 se concretó la ocupación del
‘desierto’, se solucionó la cuestión capital con la federalización de Buenos Aires, se promovió la
inmigración europea…La escasa población de nuestro país a fines del siglo XIX planteaba un obstáculo
para la explotación económica, al no proveer la mano de obra suficiente. La llegada de grandes
cantidades de inmigrantes resolvió este problema”14

No hay una sola mención al indígena, sujeto social que desaparece de los libros de texto para
siempre. En relación a la conquista del desierto se menciona la cifra de 14000 sometidos y su
afincamiento en reservas, destino que no fue común para la mayor parte de los indígenas:

“…los indígenas sobrevivientes fueron sometidos y obligados a vivir en reservas, es decir, en pequeños
enclaves asignados por el gobierno” 15

En otros casos ni siquiera se explicita ningún tipo de política sino que se recurre a una metáfora
que no explica el proceso posterior de las campañas:

“…Los indios consideraban a los blancos como los invasores de un territorio que les pertenecía…los
criollos pensaban que los indígenas eran salvajes que no debían ser considerados como seres humanos.
Creían que eran un obstáculo para el avance de la civilización. El final de la historia previsible: tiño de
sangre las pampas”16.

Así también ocurre con otras ediciones para polimodal:

“en 1880 (sic) con el sometimiento del cacique araucano de Neuquén, Valentín Sayhueque, se
completó la expulsión de las tribus” 17

“por la crueldad con la que se atacó a los indígenas, ya que para lograr el objetivo de unificación del
territorio nacional, se sometió, se expulsó y se exterminó a las tribus de la región”18.

En dichos textos queda claro que a los indígenas o se los exterminó o se los expulsó pese a que
no se específica donde. Pareciera ser que la centralidad del desarrollo capitalista de la Argentina en
consolidación, es decir el gran relato, olvidara o dejara de lado el destino de los indios sometidos.
Estamos en presencia de la representación simbólica tal vez más difundida y funcional, ya que el
11
exterminio casi total de la población nativa es reproducido como discurso de sectores críticos de la
conquista del desierto y que categorizan a estos hechos como un genocidio. Ya no pensamos en
discursos justificatorios, sino en explicaciones que rechazan la gesta militar, pero que sin esa
intencionalidad, terminan reproduciendo el mismo discurso al que se oponen, el de la inexistencia
indígena en la Argentina
Un cuarto mecanismo de realización simbólica del genocidio es la asimilación, es decir, el indio
ya no a caballo y con sus prácticas comunitarias sino como individuo campesino o como soldado de
la nación. Es interesante este aspecto en la medida en que se borra el proceso mediante el cual se
lleva al indio a dicha situación. Así lo refleja Walther:

“…Hoy con el correr del tiempo, el indio del desierto, humanizado, es sólo un recuerdo más de nuestro
pasado, y la nación, a sus descendientes, generosamente ha cobijado en forma fraternal en el gran seno
de la sociedad argentina…” 19

Caben señalar dos mecanismos más de realización simbólica que se diferencian de algunos de
los anteriores (la descontextualización, la asimilación y el exterminio) pero que se entronca
indirectamente con la ocupación del espacio por el inmigrante. Se hace referencia a la
categorización de indio chileno y al indígena como obstáculo para el desarrollo de la
civilización. Ambos elementos habían sido expuestos en aquel entonces como parte de la
construcción de la otredad negativa, ya que la primera noción otorgaba carta libre y justificaba al
estado argentino para avanzar sobre una población mapuche que resultaba invasora de nuestro
territorio nacional. Esta es una lógica anacrónica que traslada temporalmente hacia al pasado las
fronteras nacionales que recién se consolidan a fines del siglo XIX, pero a la vez muy efectiva para
llevar adelante el aniquilamiento material.
El otro aspecto, el de obstáculo para la civilización sigue vigente a través de un discurso que
plantea una falsa disyuntiva entre el desarrollo moderno actual (para ejemplificar ver las palabras de
la carta de Vincent de Urquiza citada anteriormente) y vivir en la toldería, como si se tratara de una
sola posibilidad, la de una lógica capitalista estatal evolutiva o el arcaísmo de las tribus salvajes. De
este modo, surgen discursos del estilo “no quedaba otra salida”, “que iban a dejar kilómetros y
kilómetros de Pampa y Patagonia en manos de unos pocos indios”
En definitiva, la descontextualización, la asimilación, el exterminio, el inmigrante, el indio
chileno y el indio obstáculo de la civilización son tópicos comunes que, en algunos casos,
comenzaron a circular tempranamente como excusa para realizar materialmente el genocidio, y en
otros, se fueron constituyendo en discursos que se han cristalizado y subsisten en los programas
12
oficiales de estudio, en los textos escolares, en los medios de comunicación, en diversos ámbitos
académicos y por supuesto, en el imaginario de los argentinos.
Sin embargo, a mediados de los 90 se vislumbra un nuevo proceso de visibilización de las
poblaciones originarias a partir de diversas prácticas contrahegemónicas surgidas al calor de la
resignificación de los cinco siglos de la conquista de América, que incentivó una serie de políticas
indígenas que propiciaron dicha visibilización en el escenario nacional, la reforma constitucional de
1994 y una serie de convenios internacionales que en la ley reconoce algunos de sus derechos y la
globalización que si bien en teoría tendería a homogeneizar las distintas culturas, en la práctica
permitió una transnacionalización del reclamo indígena. Pero aún así, se trata de un andar lento,
ríspido y a contrapelo de los grandes discursos, es todavía, luchar contra molinos de viento.

¿Qué explican el Genocidio constituyente y la aplicación ampliada del concepto de genocidio?

La tipología de genocidio constituyente se utiliza para explicar la aniquilación para conformar un


Estado Nación, es decir:

“…el Estado nación moderno requiere una reformulación de relaciones sociales (o su creación si se
encuentra en un momento de definición de las mismas, o su cristalización si la construcción de
hegemonía se ha iniciado mucho antes) en el territorio elegido para el surgimiento de dicho estado,
reformulación que de modo dominante requiere a las prácticas sociales genocidas como modalidad de
operatoria…”20

Ya se ha mencionado en este trabajo como se ha realizado material y simbólicamente este proceso


en la Argentina de fines del siglo XIX a partir de la conquista del desierto. Sin embargo, pese a que
el concepto de genocidio constituyente es muy útil para definir este proceso, a la vez no da cuenta
de la relación estado - pueblos originarios desde entonces hasta la actualidad. Me pregunto ¿Todas
las prácticas estatales son genocidas? ¿O muchas prácticas estatales operan sobre los grupos
subalternos a partir de las condiciones que generan las prácticas genocidas en el marco de la
modernidad?
Considero que al igual que el monopolio del uso de la violencia que detenta el estado, la puesta en
práctica material no se realiza en forma permanente, sino que esta latente, es potencial, y en
determinados momentos, que voy a denominar puntos de condensación, aparece para contrarrestar
prácticas contrahegemónicas21, para luego volver a retrotraerse a su estado latente, que permite
operar a los grupos subalternos desde determinados espacios sociales, y sometiéndolos a través de
mecanismos del estado burgués como los procesos legales, los desplazamientos de los pueblos
13
indígenas, la cesión de tierras en lugares no aptos para el cultivo, la explotación como mano de
obra, etc.
A su vez, el nivel de amplitud y aplicación que ha recibido el concepto Genocidio y su utilización
para definir desde las campañas hasta la actualidad, (además de otros acontecimientos históricos)
terminan vaciando de contenido a dicha noción. Como corolario de este uso ampliado nos
encontramos discutiendo permanentemente si determinados hechos pueden ser considerados como
genocidios.
Entonces, más allá que se piense en una práctica social genocida como un proceso, la tipología
genocidio constituyente parece describir un proceso del pasado, más allá de que su realización
simbólica sea actual y permanezca vigente. Por otro lado, en el caso de los pueblos indígenas, se
llega a apreciar una serie de mecanismos materiales que no pueden ser pensados como genocidas
pero si producto de las relaciones instauradas a partir de prácticas genocidas, es decir, que
determinadas formas de accionar estatal, de institucionalizar su relación con los indígenas, de
diagramar políticas ante estos pueblos, y a su vez, los modos a los que estos recurren para
reclamar, negociar y luchar contra estas prácticas hegemónicas son herederas de una práctica social
genocida, que configura los espacios sociales a ser transitados por las comunidades nativas.
Por ello, propongo una conceptualización de este proceso, que voy a categorizar genocidio
performativo estatal. Resignifico a Austin22 y sus teorías de los actos del habla en torno al término
performativo, ya que este enunciado no solo constata su veracidad o falsedad (como los
constativos) sino que en el mismo momento de ser expresado realiza el hecho, no solo los enuncia.
Por ello lo tomo para designar al proceso de sometimiento indígena a partir del siglo XIX y hasta la
actualidad, ya que no solo el genocidio indígena es fundamental para la conformación estatal, sino
que a partir de uno (el genocidio) se conforma el otro (el estado), es decir el genocidio performa al
estado, éste impone su hegemonía e institucionaliza un sistema de relaciones y actos con los
pueblos originarios que son únicamente factibles por esa performance, que en muchas ocasiones, al
ser cuestionado en su esencia recurre a los puntos de condensación que se han mencionado y
delimita dicho cuestionamiento a la hegemonía estatal23.
El concepto de genocidio performativo estatal intenta no solo dar cuenta de las campañas al
desierto y sus consecuencias, sino explicar el entramado de relaciones que se suscitan en el marco
de las prácticas sociales genocidas entre los siglos XIX y XXI con los pueblos originarios,
entendiendo una vinculación dialógica permanente entre genocidio y estado a partir del enlace
performativo. No se puede pensar al estado argentino sin el genocidio indígena ni viceversa. Como
tampoco podemos analizar las políticas estatales y las agencias indígenas actuales sin este devenir,
ya que así no se explica como funciona la lógica de la maquinaria estatal. Por otra parte, si nos
14
quedamos en es/fue un genocidio, no podemos explicar en forma procesual los acontecimientos
posteriores al acontecimiento “conquista del desierto” y sus implicancias actuales.
En conclusión, es fundamental analizar como las prácticas sociales genocidas siguen operando en
la actualidad en un plano material, más allá del simbólico. Y para ello debemos debatir tanto las
definiciones que se ajustan solo al origen del proceso, como la amplia aplicación del concepto de
genocidio para definir todas las situaciones que devienen en la relación estado - pueblos originarios,
ya que así, dichas categorizaciones, por más buenas intenciones que posean, terminan ocultando los
mecanismos hegemónicos, en lugar de esclarecerlos.
1
Feierstein, Daniel 2007. El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina.
Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.
2
Op. cit. 217.
3
Las referencias como cuerpo y salud social, degeneración, enfermedad y otras que puedan aparecer son
metáforas biologicistas aplicadas al orden social que Feierstein toma de Michael Foucault y desarrolla en el
capítulo III “Las contradicciones de la modernidad y su resolución: Igualdad, soberanía y autonomía y prácticas
genocidas” pp 111-139.
4
Walther, Juan Carlos. “La conquista del desierto”: Síntesis histórica de los principales sucesos ocurridos y
operaciones militares realizadas en La Pampa y Patagonia, contra los indios (años 1527-1885). Eudeba,
colección: Lucha de fronteras contra el indio. 1° edición, 1970. 2° edición: 1973. Pp. 10-11.
5
Esta carta fue enviada por el autor a la dirección de coreo electrónico de la cátedra libre de derechos humanos
de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) en el 2006, y me fue reenviada por Graciela Daleo, adjunta de la
materia, con el objetivo de que respondiera (si así lo quisiera) en nombre de la cátedra, dado que en dicho
seminario abordo el genocidio indígena. De todos modos, nunca formulé una contestación debido a que para
debatir, considero que hay que tener por lo menos un mínimo acuerdo, cuestión que no pude evidenciar en los
agravios de Vincent de Urquiza.
6
Para ello puede verse el discurso oficial en el trabajo de Diana Lenton 2005. “De centauros a protegidos. La
construcción del sujeto de la política indigenista Argentina desde los debates parlamentarios (1880-1970)
Tesis doctoral. Cedida por la autora.
7
Entre otros pueden verse: Delrio Walter 2005. Memorias de expropiación. Sometimiento e incorporación
indígena en la Patagonia (1872-1943). Bernal: Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes. Mases,
Enrique Hugo: “Estado y cuestión indígena: El destino final de los indios sometidos en el sur del territorio
(1878-1910). Prometeo libros/Entrepasados, 2002, Buenos Aires.
8
Hobsbawm Eric y T. Ranger (eds.) 2002. La invención de la tradición. Editorial Crítica, colección libros de
historia. Barcelona, España.
9
Briones, Claudia 1994. Con la tradición de todas las generaciones pasadas. Gravitando sobre la mente de
los vivos. Usos del pasado e invención de la tradición. En RUNA, Archivo para las ciencias del hombre,
volumen XXI. Instituto de Ciencias Antropológicas y Museo Etnográfico “J.B. Ambrosetti, Universidad de
Buenos Aires (UBA).
10
Escolar, M; Quinteros Palacios, S.; Reboratti C. (1994). Geografía, identidad territorial y representación
patriótica en Argentina. Hooson (Comp), Oxford, blackwell. Londres. Dicho concepto significaría: “el
sentimiento de identificación grupal de una comunidad nacional estatalizada con una serie de símbolos
abstractos e históricos, y también con el sentimiento de identificación grupal de un pueblo con su ámbito
territorial (naturalizado) de pertenencia legítima” Pp. 5
11
Romero, Luis Alberto (Comp) (2004). La Argentina en la escuela. La idea de nación en los textos
escolares. Siglo XXI editores, colección Historia y cultura. Argentina. Pp. 24.
12
Desde el 2007 se ha comenzado una reforma gradual que convierte a los tres ciclos de la EGB, es decir de 1° a
9°, en Educación Primaria Básica (EPB) de 1° a 6° y en la Educación Secundaria Básica (ESB) para los antiguos
7°, 8° y 9°, a partir de entonces 1°, 2° y 3° ESB.

Núcleos de Aprendizajes Prioritarios (NAP) 2006. Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología. EGB /Nivel
13

Medio. Buenos Aires. Pp. 11


14
Historia UBA 2004. Curso de Ingreso a las Escuelas de Educación Media. Pp. 11
15
Ciencias Sociales 6. Libro del docente. Ed Santillana. Pp. 103.
16
Ciencias Sociales 6 sexto año EGB. Ed. Estrada. 1998. Pp. 152.
17
Historia Polimodal. n° 5. De las guerras civiles a la consolidación del Estado nacional argentino (1820-1880)
2002. Ed Longseller. Pp. 45. Es curioso que la única mención al tema contenga un error de datación, ya que la
rendición del cacique Sayhueque en Junín de los Andes es considerada como el cierre de las campañas al
desierto, hecho que ocurrió en 1885.
18
H1. Historia Argentina y latinoamericana (1780-1930) 2006. Ed. Tinta Fresca. Pag. 186.
19
Walther, J. C. Op cit. Pp 12
20
Feierstein. Op. cit. Pp 101.
21
Como ejemplos pueden tomarse los casos de Napalpí en 1924 y Rincón Bomba en1947. Para profundizar en
dichos acontecimientos en el marco de un análisis de las prácticas sociales genocidas ver: Policastro, Carolina y
Villordo, Marina 2007. ¿Matanzas o Prácticas genocidas? Problematización en torno al accionar represivo
del estado nacional: Napalpí (1924) y Rincón Bomba (1947). En Actas de las XI Jornadas Interescuelas/
Departamentos de Historia. Cd Rom ISBN 978-950-554-540-7. Septiembre 2007.
22
Austin, John 1962. Cómo hacer cosas con las palabras. Universidad de Harvard
23
Vale la aclaración acerca de que no se quiere inducir una interpretación mecanicista y monolítica del poder
estatal, ya que se tiene en cuenta que toda hegemonía puede recibir diversos cuestionamientos y de distinta
índole, que escapan al objetivo del trabajo.
Reflexiones sobre la dinámica genocida en la relación Estado Argentino-Pueblos Originarios.

Walter Delrio, Diana Lenton, Marcelo Musante,


Mariano Nagy, Alexis Papazian, Gerardo Raschcovsky.

Introducción.

¿Hasta qué punto es pensable hablar de genocidio en relación a la política del estado-nación argentino
con los Pueblos Originarios? Dado el debate público suscitado en torno a esta pregunta, proponemos
abordar al concepto genocidio como categoría heurística y analítica, que eche luz sobre el proceso de
sometimiento, incorporación e invisibilización de los Pueblos Originarios al interior del Estado.

Analizaremos luego las marcas en la memoria dentro de procesos históricos que resultan ser
comunes con otras experiencias de genocidio y/o terrorismo de estado.
Finalmente, nos interrogamos sobre las dinámicas de las prácticas genocidas estatales para con los
Pueblos Originarios desde la conquista de sus territorios hasta la actualidad. ¿Cuándo finaliza un
genocidio? ¿Cuáles fueron y son las políticas genocidas desde el Estado Nacional? ¿Cuáles son sus
consecuencias?

Si concebimos a la nación como comunidad ficcional y al Estado como materia que emerge siendo
forma de organización de lo nacional, entenderemos que el estado-nación tiende a subsumir diversos
registros culturales al interior de una única identidad válida: el ser nacional. ¿Puede este ser nacional
cristalizar bajo prácticas genocidas? Este trabajo postula precisamente que la potencia estatal encierra
potencialidad genocida; si no siempre llevada a la acción, siempre latente.
Enfocar en el accionar estatal no implica dejar de considerar las formas de resistencia que los distintos
Pueblos Originarios han generado a partir de las diferentes formas de eliminación (física y simbólica) a
las que fueron enfrentados. Apuntamos a la vez a convalidar la potencia testimonial de la memoria
colectiva como fuente histórica que ha sido insuficientemente utilizada.

1) ¿Hasta qué punto es pensable hablar de genocidio en relación a la política del estado-nación
argentino con los Pueblos Originarios?

El proceso histórico que derivó en la consolidación del estado nacional presenta una doble faz: en
cuanto expansión territorial y consolidación de un sistema de dominación y en cuanto regulación
epistémica, pues el avance del estado “está regulado a partir del momento en que la forma-Estado
inspira una imagen de pensamiento”, es decir que para que el Estado pueda desplegarse en el
pensamiento y regularlo, debe expandir su maquinaria de guerra (Deleuze y Guattari 1997: 373-381)
sobre el espacio a dominar.

La creación de una identidad hegemónica que unificara y homogeneizara a la nación fue vital durante
el proceso que culminó con la conformación de la República Argentina, proceso que no casualmente,
coincidió con el avance militar sobre el actual territorio argentino. De hecho se llevaron adelante
campañas de exterminio sobre aquellos grupos sociales que fueron creados y caracterizados como otros
externos a la identidad “nacional”, pero internos en los marcos del territorio a dominar. La
conformación identitaria coincidió con la consolidación y expansión del estado moderno y con la
delimitación específica del territorio con el que hoy percibimos a la República Argentina. Las llamadas
Conquistas del Desierto, como conjunto de proyectos y prácticas se configuran así como la máxima
expresión genocida en la política indigenista de la historia republicana, contribuyendo a los procesos de
territorialización, sustancialización y nacionalización del Estado (Alonso 1994).

Este conjunto de procesos, simultáneos y operativos para la conformación de nuevas subalternidades,


llevó a la cristalización en el sentido común de la idea de una sociedad cultural y fenotípicamente
homogénea. Como parte de esta construcción epistemológica se tiende a pensar sólo ciertos procesos
como genocidas mientras que otros, igualmente “...perpetrados con la intención de destruir, total o
parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso...”, son visualizados como procesos
evolutivos y civilizadores que, acorde con visiones teleológicas de la historia, estarían determinados de
antemano.

Las variables potenciales que la práctica genocida encierra y que son puestas en escena en el
momento de su materialización fáctica y simbólica, son insuficientemente tratadas por la definición
jurídica a la hora de dar cuenta del proceso genocida a largo plazo. Resulta necesario analizar no sólo
las prácticas situadas en un “momento” sino en su proceso de devenir a lo largo del tiempo.
La política de la “frontera interior” anterior a la “Organización Nacional” unía por una parte
expediciones militares (preventivas o punitivas), con la sedentarización y establecimiento de fronteras
de “indios amigos” y por la otra, medidas de corte “pacifista” o “integracionista” (como la alianza con
las órdenes religiosas que involucró la creación del Consejo para la Conversión de los Indios al
Catolicismo) con las clásicas firmas de tratados con jefes indígenas. Pero en poco tiempo la variable
militar empieza a mostrarse decididamente determinante, pasando las iniciativas “pacíficas” a
desempeñar un rol subordinado, cuando no contradictorio. En el marco del fortalecimiento de la tesis
militar se producirán la expedición a Susques de 1874, la sanción de la expansión hasta el río Negro en
1878, y la fallida conquista del Chaco en 1884. Apenas iniciado el gobierno de Avellaneda, y en medio
del proceso de ascenso y consolidación de la oligarquía norteña en la capital, el interés del Ejecutivo se
concentrará en garantizar “la tranquilidad de los inmigrantes” alejando a los indios de las cercanías de
las colonias. El ministro Alsina redacta, en el marco de la Ley de Presupuesto de 1877, una cláusula
que sentencia la terminación de los tratados de paz con las comunidades originarias.

A pesar de la variabilidad interregional de las “soluciones” al “problema indígena” que desmienten la


posibilidad de unificar causalidades y procesos, la novedad del programa de Julio Roca a partir de 1878
es la nacionalización de la política de fronteras. La ausencia de una política de población que
acompañe la normativa sobre la apropiación del territorio evidencia que los “indios y chusma” son para
la clase gobernante y sus aliados simples competidores a eliminar, sin perspectiva de integración al
cuerpo de la Nación, a pesar de los oportunos disclaimers (Lenton 2005).

Valen aquí las observaciones de Martha Bechis (1992), tendientes a reconocer lo insuficiente e
inapropiado de pensar las relaciones de frontera como determinadas, exclusiva o básicamente, por el
elemento étnico. Por ello, acordamos en señalar a 1878 como la irrupción de lo estatal en el espacio
fronterizo. La campaña del desierto es un parte-aguas que ordena las identidades étnicas y convierte la
antigua diversidad en dicotomía barthiana nosotros-otros. La coyuntura bélica reabierta en 1878 sentó
las bases para la exacerbación de un discurso que asimilaba al indígena como enemigo extranjero real o
potencial. Dados los resultados de la contienda, el indígena fue sometido, no como un simple
connacional expropiado de su tierra, sino como un extranjero vencido de guerra, quien, perdidas sus
posibilidades de autonomía, sufrirá también una desigual integración al crisol de razas ofrecido a la
inmigración.

Los pueblos nativos del territorio, al igual que otros grupos sociales, han sido marginalizados,
negados y/o eliminados en el contexto de origen del estado-nación. La praxis genocida fue un elemento
fundamental de las políticas hacia la población indígena en Argentina y por lo tanto esto abre la
pregunta hacia los modos de su devenir, debido al “éxito” de dichas políticas y la invisibilización del
genocidio en discursos hegemónicos y la sociedad civil. En este punto ameritan dos aclaraciones: en
primer lugar, no buscamos definir a priori los elementos actuales de la política indigenista como
“genocidas”, sino ampliar su análisis a la luz de sus procesos políticos de conformación en los cuales
las prácticas sociales genocidas han dejado una huella fundamental. En segundo lugar, consideramos
indispensable incluir y sopesar la agencia de la población originaria en dichos procesos históricos, ya
que la misma ha quedado doblemente invisibilizada tanto por la historiografía nacionalista hegemónica
como por cierto revisionismo, incluso desde posturas que sostienen la utilización de los conceptos de
genocidio y/o etnocidio.

Entendemos al genocidio como un concepto analítico que encierra una práctica social en un proceso
histórico específico. Lo pensamos como un accionar que debe ser deconstruido para comprender tanto
su lógica como también las formas en las cuales éste ha sido presentado por discursos hegemónicos
como un compuesto espasmódico de actos aislados que se asemejarían más a un proceso de barbarie
irracional que a una acción meditada, deliberada y sistematizada bajo el apoyo de un Estado en
conformación o bajo un proceso reorganizativo interno (Feierstein: 2007). Fenómeno que hemos
definido ya en otra ocasión como un absurdo de la lógica racional occidental.

En términos de Foucault (1996) “invirtiendo la proposición de Clausewitz, (...) diríamos que la


política es la continuación de la guerra por otros medios... vale decir que la política es la sanción y la
prórroga del desequilibrio de fuerzas manifestado en la guerra”. Efectivamente, es la expansión de la
maquinaria estatal a través de la fuerza la que luego permitirá consolidar y cristalizar la dominación de
los pueblos originarios a partir de mecanismos que respondan a políticas invisibilizadoras para con los
sobrevivientes de las campañas de sometimiento. El genocidio en su etapa material genera un doble
proceso, por un lado la eliminación física efectiva; por otro, el disciplinamiento a partir de diversos
mecanismos a los sobrevivientes, como lo fue la aplicación del sistema de distribución sobre los miles
de indios sometidos tras la campaña emprendida por el estado argentino en la región de Pampa y
Patagonia a fines del siglo XIX (Mases 2002; Delrio 2005). Es decir, que la política genocida nacional
no se acaba con la conquista, sino que trasciende el enfrentamiento bélico y continúa con una serie de
leyes, normas y disposiciones que dan lugar a la creación de un conjunto de nociones que subsisten en
el imaginario colectivo, como la de una nación de matriz europea, la negación del componente nativo
en la identidad nacional, y por supuesto, en la exclusión política, económica y social de los pueblos
originarios en la actualidad.

Indiferentemente del signo valorativo acordado a las campañas militares contra los pueblos
originarios y especialmente a la que ha recibido mayor atención historiográfica y popular –la
expedición al Río Negro de 1879-, aun en cierto discurso que las condena subsiste la idea de que en la
Argentina estos pueblos y sus miembros son pocos o extintos. Esta noción no se diferencia de la que
proponen los apologetas de la gesta roquista, para quienes la eliminación de los pueblos originarios,
además del valor y los beneficios del avance estatal, es el mito fundador de la nación (Quijada, Bernard
y Schneider 2000), al ocupar militarmente y ejercer la soberanía nacional sobre un espacio que fue
designado como propio, mucho antes de poder asegurar la presencia estatal sobre esos territorios, es
decir concluyendo una operación ideológica pensada con antelación a su realización efectiva.

Es aquí donde el poder epistémico occidental iguala ejército con civilización y civilización con
evolución, entendida como un proceso universalmente predeterminado por el progreso epitomizado en
el hombre europeo. Así, el marco temporal del genocidio para con los pueblos originarios, se disuelve
en los discursos académicos que, incapaces de salirse del pensamiento hegemónico, tienden a repetir
variables deterministas (aún “en defensa del indígena”), negadoras tanto de su resistencia y
sobrevivencia frente al accionar del estado argentino como de su preexistencia al mismo.

Cuando los procesos genocidas no obtienen un reconocimiento jurídico, moral y público, nos
encontramos ante un proceso histórico que lejos de creerse cerrado, mantiene su vigencia. No es casual
que como sociedad estemos hoy al inicio de comprender que los campos de concentración y las
prácticas genocidas existieron para con los pueblos originarios.

2) Las marcas en la memoria.

En distintas comunidades, familias y lugares se relata en episodios una historia que ha sido relegada
de los espacios públicos hegemónicos de construcción del pasado. Estas narrativas son también
constitutivas de la Historia y son indispensables para comprender la propia lógica del poder.
Por ejemplo, en el caso del pueblo mapuche, las contadas sobre el tiempo de los abuelos, cuando los
“expedicionarios” venían corriendo a los antiguos pobladores, reponen trayectorias de individuos,
familias y linajes además que actualizan experiencias sociales en la toma de decisiones personales,
familiares y comunitarias. La figura del perseguidor aparece difusa en cuanto a su identificación pero
contundente en cuanto a sus efectos. El resultado es devastador. El invasor persigue y fuerza la marcha
por el terror. Se debe huir del territorio ancestral para evitar el asesinato de niños, el hambre, y la
barbarie que ha invadido, dando por finalizada una época de abundancia y de libertad (la de los
abuelos). Aquel espacio social desaparece al punto que la misma naturaleza parece haber cambiado. El
relato describe cómo los abuelos escaparon, de forma individual –en la mayor parte de los casos- o en
forma colectiva, de la persecución de los militares y de las “concentraciones” posteriores. Se describen
espacios y lugares, a veces con topónimos actuales, a veces sólo mediante referencias que interpelan a
un conocimiento compartido (“allá donde juntaban a toda la gente”). De dichos campos, campamentos,
cuarteles había que escapar porque allí mataban a los niños, a las personas, o se las llevaban a Buenos
Aires, a pie. En las deportaciones masivas se cometían torturas y asesinatos e infanticidios, se
desgarronaba y se dejaba morir a quien no pudiera seguir la marcha.

Estas son historias que han sido conservadas a través de la memoria oral en el lapso de dos y tres
generaciones. Los protagonistas de las mismas, hoy, son “los abuelos”. La performance en la contada
busca la fidelidad con la experiencia social del antepasado quien, se recuerda siempre, “sabía llorar
cuando se acordaba”. Esta frase suele ser la apertura de dichas narrativas, las que entre el pueblo
mapuche corresponden al género veritativo del gvxam. Así, lo que es dicho cuando se inicia con la
marca de apertura debe ser entendido como lo que realmente pasó. Se trata de una historia que ha sido
y es repuesta colectivamente (Delrio 2005).

Mediante las narrativas se reconstruyen itinerarios, escenarios concretos y metodologías sistemáticas


del accionar genocida. Dando por tierra la posibilidad de comprenderlos como simples “excesos” se
iluminan vacíos producidos deliberadamente por la historiografía nacionalista: las políticas del Estado
hacia los pueblos originarios como prácticas genocidas, incluyendo sus formas concentracionarias.

Al mismo tiempo permiten comprender las decisiones cotidianas, las políticas históricas y presentes
de la comunidad y la familia. Son experiencias sociales que han guiado y guían las decisiones en el
presente. A partir y a través de ellas se ha venido construyendo identidad bajo territorialidad estatal. En
los espacios privatizados donde el acceso a los recursos ha sido permanentemente restringido y
amenazado, donde el reconocimiento ha sido y es dado por el molde impuesto desde el estado, donde
se ha cuestionado su legitimidad en tanto “pueblos originarios” de esta tierra tanto como la existencia
de una historia oral propia.

La realización simbólica (Feierstein 2007) del genocidio se manifiesta en el silenciamiento de la


historia propia de las víctimas, mediante distintos recursos de poder, que implican diferentes grados de
violencia. En el norte del país, los reclamos por justicia de la Federación Pilagá sobre la llamada
Masacre de Rincón Bomba de 1947 y de las comunidades Qom por la Matanza de Napalpí de 1924, se
refieren no sólo a esos hechos, sino que se proyectan a varios siglos de exterminio anterior y posterior.
Sin embargo, (sólo) aparentemente sordo ante las voces contrahegemónicas, el Estado nacional
responde con argumentos que proponen la prescriptibilidad de ciertos crímenes de lesa humanidad,
étnicamente situados, mediante la negación de los pueblos originarios como “etnias” y por ende de su
carácter de sujetos pasibles de reparación. Y mientras tanto, cerrando el círculo, la “ciudadanía criolla”
conserva los trofeos de la masacre en museos improvisados, prolongando la deshumanización que
concurre al genocidio y amalgamando la identidad local en la de los victimarios.
Las narrativas familiares sobre el genocidio no sólo permiten comprender estos procesos de
sometimiento del pasado, sino que cuestionan la legitimidad del estado y su modelo de
territorialización en el presente. Dando cuenta de la dificultad que la sociedad civil tiene para percibir
estas prácticas como genocidas.

Por eso, pese a que existen en la actualidad algunas iniciativas de reparación del genocidio estatal
por vía judicial, no puede pensarse en un Nüremberg si no media una modificación de la conciencia
colectiva que incluya como cultura contrahegemónica la memoria colectiva de sus víctimas.

3) ¿Cuáles fueron y son las políticas genocidas? ¿Cuándo finaliza un genocidio? ¿Cuáles sus
consecuencias? Dinámicas de prácticas genocidas para los Pueblos Originarios.

El genocidio contra los pueblos originarios es un factor que por su sistematicidad y extensividad
opera como trasfondo de la política indigenista de larga duración y es central para entender los modos
en los que se operó hacia el acallamiento (Trinchero 2005) y condicionamiento (Grossberg 1992) de la
agentividad indígena aún en nuestros días.

Como ya señalamos, el genocidio no se define únicamente por el exterminio sistemático. También


se constituye y extiende en términos simbólicos y políticos al negar o desviar toda responsabilidad
sobre los actos cometidos. La lógica binaria, se activa al (re)crear una noción de guerra que “ennoblece
a los militares que, de otro modo, deberían verse como vulgares represores” (Calveiro 1998). De igual
manera la noción de guerra-contra-el-malón inviste al accionar militar de un poder que, más allá del de
sus armas, es el de la razón (occidental y cristiana) que prolonga y oculta la práctica genocida sobre los
grupos sociales que no se adaptan a esta ficción discursiva que actúa como lazo social.

La construcción historiográfica nacionalista no es externa a las prácticas genocidas. Al construir la


imagen de “Conquista al desierto” como la batalla final de la guerra al malón, como instancia
ineludible de un proceso encuadrado en una lógica de desarrollo histórico “universal”, gran parte ese
discurso historiográfico ha consolidado no sólo las imágenes de un otro foráneo y bárbaro que debió
desaparecer por razones trascendentes, sino que ha inhabilitado su existencia posterior (Lazzari y
Lenton 2000). Así, el único destino posible propuesto para dicha población ha sido su “desaparición”.

Por un lado, esta “desaparición” queda por fuera de cualquier proyecto político y es presentada como
“efecto” de una lógica mayor que quita responsabilidad y desvanece la agencia de sectores de poder,
aún cuando quienes participaron se hayan vanagloriado de ella como parte de sus plataformas de
gobierno. Por otro lado, en el caso de los pueblos originarios, y a diferencia quizás de otros casos, dicha
desaparición ha sido comúnmente presentada –no ocultada- en términos de extinción biológica o
disolución social (Briones 1998). Nuevamente en el concepto de extinción se minimiza la acción estatal
(“posibles excesos”) para introducir factores demográficos como epidemias, sedentarización y
mestizaje que naturalizan el proceso de desaparición, eludiendo toda responsabilidad política.

Una buena parte de dicha construcción historiográfica ha venido no sólo a justificar sino a silenciar
las prácticas físicas del genocidio, al imponer narrativas, circunscribir arenas y agendas de debate e
investigación, pero fundamentalmente al constituir imágenes/recuerdos hegemónicos que se repiten e
instalan en la vida cotidiana, creando sentidos de ciudadanía bajo la forma de espacios públicos,
tiempos de celebración cívica, curricula escolar, escenas perpetuadas en símbolos, moneda circulante,
individuos petrificados y omnipresentes entre los modelos de buen gobierno.
A pesar de la pretensión en contrario de los “nuevos” paradigmas políticos de la integración, el
respeto a la interculturalidad y el diálogo plural, el genocidio, lejos de agotarse en su fase constituyente
(Feierstein 2007) se prolonga en prácticas tendientes a sostener un status quo que, si no puede
caracterizarse como genocida, es claramente inescindible del genocidio que sentó sus bases. Así,
cuando las voces contrahegemónicas provenientes de la agentividad indígena parecen exceder los
límites “pensados” para ella (Balibar 1991), resurgen discursos, argumentaciones y prácticas
preexistentes, surgidos al calor de paradigmas políticos aparentemente obsoletos, y sin embargo
eficaces a la hora de acorralar a la resistencia. Elementos de otredad negativa claramente tendientes a la
construcción de una víctima propiciatoria, tales como el recurso siempre latente a la extranjerización o
a la barbarización de los pueblos originarios, parecen perdurar más allá de los contextos que les dieron
origen, para indicar la perduración de tales condiciones (Lazzari y Lenton 2000). El huevo de la
serpiente duerme, apuntalado por discursos pseudocientíficos que ponen en duda la “autenticidad” de
los sobrevivientes sobre la base de supuestas “evidencias” de su extinción o degeneración.

Si la latencia de la realización simbólica del genocidio habilitó la perduración de un sistema de


dominación cimentado en el mismo, vale la pena preguntarnos cómo lo simbólico opera en las
relaciones de explotación, configurando una cotidianeidad específica. Y especialmente, si dicha fase de
realización simbólica incluyó eventos epitomizantes (Briones 1998) como los de Rincón Bomba y
Napalpí -años después de la conquista, y en contextos de expansión de la ciudadanía (Lenton 2005)-,
vale la pena preguntarse con Adorno (1993), ya no sólo qué y cómo pasó, sino cómo hacer para que no
siga ocurriendo.

NOTAS

Red de Investigadores sobre Genocidio y Política Indígena y Proyecto UBACYT F180. Sección Etnología y Etnografía,
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.

Recordemos que entre 1879-1889 se llevó adelante la conquista militar de pampa-patagonia –proceso incorporado a la
conciencia histórica común con el nombre de Conquista del Desierto- y entre 1884-1917, expandió sus fronteras sobre el
nordeste en la región chaqueña –acontecimiento conocido como Conquista del Chaco, del Desierto Chaqueño, del Desierto
Verde, etc. Estos hechos, precedidos entre 1874 y 1875 por la Campaña de los Andes, de la Puna o “de Susques”,
contribuyeron con su resultado a la cristalización de la estructura de la República Argentina bajo la matriz estado-nación-
territorio.

Artículo 2º de la Convención para la Sanción y Prevención del Delito de Genocidio, ONU 1948: “(...) Se entiende por
genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o
parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave
a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de
existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir nacimientos en el
seno del grupo; e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo”.

Para un estudio analítico del proceso véase Daniel Feierstein (2000). Tomando el modelo teórico que este autor compone,
el genocidio se entiende como una práctica social que va desde procesos de marginalización y marcación de otro [un
colectivo cultural, religioso, étnico] diferente hasta la deshumanización y eliminación material y simbólica del mismo
(Feierstein 2006)

Este punto es importante por que implica la desaparición del cacique como sujeto de la política y la diplomacia, y
preanuncia la desaparición simbólica de sus pueblos. Véase Tamagnini y Pérez Zavala (2002); Briones y Carrasco (2000).

Si bien tomamos el análisis que Camus 1999 [1953] hace del absurdo y generamos una interpretación propia al hermanarlo
con la lógica del genocidio, en una suerte de suicidio de la Humanidad a partir de la eliminación material y simbólica de un
otro creado por el aparato estatal en favor de su propia identidad (Papazian 2006).
La política negacionista encuentra, en nuestro país, su variable discursiva cuando los represores, como el General Camps,
afirmaban “no desaparecieron personas, sino subversivos” (Calveiro 1998: 89). De la misma manera se podrá pensar que
no se eliminaron personas, ciudadanos llamados a habitar el territorio, sino “apenas” indígenas.

Las lógicas totalitarias -dice Pilar Calveiro (1998: 88)- son lógicas binarias que conciben el mundo como dos grandes
campos enfrentados: el propio y el ajeno, donde todo lo que pertenece al campo ajeno, lo diferente, constituye un peligro
latente que es necesario anular. Esta definición, que Calveiro elabora –apoyándose en Deleuze (1988)- para abordar otros
episodios de nuestra historia, puede aplicarse estrictamente a la lógica de la generación del ´80 en su proyecto hegemónico
por la anulación de la barbarie y la imposición de su civilización. El racismo, como concepción binaria, epitomiza esta
lógica, maximizando los elementos de construcción arbitraria, denigrante y amenazante del Otro.

Para el análisis específico del tratamiento de las “campañas contra los indios” en la historiografía escolar, ver Nagy (2007).

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PAPAZIAN, Alexis “Hasta la identidad nos deben” En: Nélida Boulgourdjian-Toufeksian y Juan
Carlos Toufeksian (coord.) Genocidio y Diferencia. Actas del V Encuentro sobre Genocidio, Fundación
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Argentina siglos XIX y XX. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Centro de Humanidades. Instituto
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TAMAGNINI, M. y PEREZ ZAVALA, G, El debilitamiento de los ranqueles: el tratado de paz de


1872 y los conflictos interétnicos. En Lidia Nacuzzi (Comp.), Funcionarios, diplomáticos y guerreros. Miradas
hacia el otro en las fronteras de Pampa y Patagonia (siglos XVIII y XIX), Buenos Aires, Sociedad Argentina de
Antropología, 2002
Los pueblos originarios y las consecuencias de la Conquista del desierto (1878-1885). Perspectivas
desde un estado de la cuestión”.

Mariano Nagy.

Una conquista sin sometidos

La “conquista del desierto” es un tema abordado con frecuencia por la historia académica, aunque más bien
ligado a su aporte para la consolidación del estado nacional argentino y para el desarrollo de las relaciones
capitalistas en nuestro país. En cambio, no es un tema muy popular en referencia a las consecuencias de estas
campañas para las comunidades nativas. Esto no significa que no existan trabajos acerca de estos problemas
(sobretodo en los últimos tiempos) sino que, muchas veces pareciera que estas consecuencias formaran parte de
una historia paralela, con alguna mención al pasar en investigaciones dedicadas a este período o incluso materia
de otras disciplinas como la antropología. En tal sentido, no es un dato menor el cambio en la valoración de estos
hechos, que ha corrido el eje desde una perspectiva evolucionista, positivista y modernizante hacia una centrada
en los derechos humanos de los grupos originarios y provista de un mayor rigor científico.
Lo cierto es que en contraposición a este desinterés de la historiografía (se insiste: en general), han surgido
voces muy críticas desde otros sectores. Como ejemplo pueden mencionarse la serie de medidas y
manifestaciones impulsadas por un grupo de intelectuales, con Osvaldo Bayer a la cabeza, para retirar el
monumento a Roca del lugar donde esta emplazado a pocas cuadras de la plaza de Mayo, para trasladarlo a la
estancia “La Larga”, recibida por la familia Roca gracias a su labor en las campañas, así que según quienes
dinamizan estos actos, ellos son uno de los pocos beneficiaros de las consecuencias de las mismas, junto a otros
sectores de las clases dominantes de la Argentina.
Al mismo tiempo, se ha generado un proceso de visibilización de los pueblos originarios a partir de varios
fenómenos, como la juridización del derecho indígena a partir de la década de 1980), que incluye la adopción en
1989 del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre pueblos indígenas y tribales en
países independientes, aunque nuestro país, recién lo ratificaría en el 2000, y la reforma de la Constitución
Nacional de 1994, que en su artículo 75, inciso 17 reconoció la preexistencia étnica y cultural de los pueblos
indígenas argentinos. Es importante señalar el simbolismo de las fechas, ya que 1992 y los 500 años, también
plantearon una reformulación de la caracterización de la conquista de América, y por otra parte, la
transnacionalización de la organización, movilización y reclamo de los pueblos indígenas, en el marco de un
proceso globalizador, que si bien en teoría impactaría en forma negativa sobre las comunidades, en la práctica ha
contribuido a la difusión de las protestas y la lucha por sus derechos. Proceso que se ve fortalecido por la agencia
de las comunidades nativas que han profundizado e incrementado sus formas organizativas.
Por otro lado, paradojicamente estos ejemplos parecen ir a contramano del imaginario social de los argentinos
en cuanto a su conformación identitaria. Así es que se observan dos visiones que existen en el conjunto de la
población acerca de este tema.
Esto es, la idea de que la “conquista del desierto” produjo la eliminación o la desaparición física de los
indígenas. Algo así como una “Leyenda negra” que se contrapone a otra, la “Leyenda rosa”, originada en la
época de los hechos (y vigente por un lapso prolongado) que postula una visión épica de los acontecimientos,
llevados adelante por una institución militar, emblema de la nación, de la civilización y la patria, aniquiladora de
la “barbarie” y representante de los valores de la sociedad en general, como si se tratara de la fuerza que lleva a
la práctica los valores de la gloriosa “generación del ‘80”. Un fiel representante de estos pensamientos es Juan
Carlos Walther, quien en su obra de 1948, reeditada por Eudeba en 1970,”La conquista del desierto” discute
con quienes aseguran que este acontecimiento:

“fue una acción indiscriminada contra el indio aborigen de nuestras pampas...a la inversa, se efectuó contra el
indio rebelde, reacio a los reiterados y generosos ofrecimientos de las autoridades, deseosas de incorporarlo a
la vida civilizada...asimilándose a los usos y costumbres de los demás argentinos”

Estos serían para Walther autores de literatura tendenciosos. No es sorprendente su postura si se tiene en
cuenta que fue profesor en el Colegio militar de la Nación, en la escuela profesional “General Lemos”,
condecorado por el gobierno de Brasil con la orden al Mérito Militar en el grado de caballero y premiado en el
Concurso Estímulo a la Literatura Militar Argentina, en 1948. Además, los títulos de algunas de sus obras,
reflejan a la perfección su posicionamiento: “Campañas por la civilización en el Chaco argentino” y “el
general Julio A. Roca, militar y estadista”. En el marco de esta concepción de valoración del gran aporte
realizado por el ejército y por la patria, Walther entiende que con la “conquista del desierto” se cerró una lucha
civilizatoria iniciada siglos antes por los españoles.
Aunque no se trata solo de opiniones surgidas en aquel entonces, sino también un tópico de la última dictadura
militar, gobierno que realizó un congreso celebratorio del centenario de la “conquista del desierto” en 1979.
Dicho evento, con exposiciones de escaso rigor científico, contó en cambio con una resignificación simbólica
muy importante, emparentando a Videla con Roca, a la subversión con la barbarie indígena y a las Fuerzas
Armadas como la salvación de la nación. De hecho, el nombre del período según los militares, era el de “Proceso
de Reorganización Nacional”, es decir que su función era la de poner orden y reestablecer las condiciones para
el desarrollo del progreso que se había iniciado, poco más de un siglo antes en el proceso de organización
nacional, y cuestionadas por sectores considerados “bárbaros”.
Es por ello que David Viñas reflexiona acerca del rol de los historiadores y se pregunta:

“Qué son esos profesionales de la historiografía: ¿Cómplices o afónicos? Si en otros países de América
Latina la voz de los indios vencidos ha sido puesta en evidencia, ¿por qué no en la Argentina?… O quizá
los indios ¿fueron los desaparecidos de 1879?”

Claro que no se puede pasar por alto que Viñas escribe su ensayo, “Indios, ejército y frontera”, en 1982,
durante la última dictadura militar, ya que es evidente que su objetivo no es el de analizar los hechos de 1880,
sino el de encontrar los orígenes del genocidio de Videla y los suyos en los antecedentes históricos que pudieran
recibir la misma calificación, como la conquista española o la del “desierto”. En tal sentido, se comprende
porque, desde una óptica totalmente diferente a la de Walther, llega a la misma conclusión en referencia a que el
sometimiento indígena se trataría del cierre de la conquista hispánica. Sin embargo, desde esa misma hipótesis,
luego difieren en su consideración final, ya que Walther rescata el rol fundamental de la institución militar como
referente y actor principal de la patria, en cambio Viñas observa como se consolida una oligarquía y sus valores,
que es la que domina desde entonces, los destinos de nuestro país, y que a la fecha de la producción de su texto,
esta escribiendo una de sus páginas más nefastas de la historia.

Tal vez el editorial aparecido el 20 de junio del 2004 en el diario La Nación, acerca del centenario de la
conclusión del segundo mandato de J. Roca, escrito por el presidente de la Academia Nacional de Historia,
Miguel Angel De Marco y titulado “Un organizador de la Nación” ilustre a la perfección las ideas de Viñas, y
no tanto por lo que afirma sino más bien por lo que omite. Se trata de un extenso artículo que aborda los hechos
más importantes de la vida política de Roca, pero cuando menciona a la “conquista del desierto” solo expresa
que:
“Roca sintonizaba con las ideas de la época acerca de la necesidad de recuperar inmensas regiones desiertas,
emprendió una rápida campaña que permitió enarbolar por primera vez la bandera celeste y blanca en las
márgenes del río negro, el 25 de mayo de1879.”. (El subrayado es mío e intenta remarcar la aceptación del
concepto de “desierto” como lugar despoblado, y no como signo de la “barbarie”, como se lo reconocía en
ese entonces. No existe una sola frase ni palabra en relación a los habitantes de ese “desierto”)

Y más llama la atención si se tiene en cuenta que la nota esta ilustrada con un dibujo de “Roca, al mando de la
campaña del desierto” y no con otros sucesos a los cuales dedica más espacio.
En referencia a la ya mencionada “leyenda negra”, Ana Ramos afirma que en el presente, la nación imagina a
los aborígenes como “extintos”, “pocos” o “descendientes” (por lo tanto impuros), es decir que fueron
aniquilados, o en el mejor de los casos sobrevivieron unos pocos, pero que son como los hijos de inmigrantes
nacidos aquí, descienden de los antiguos integrantes de las comunidades nativas, pero ellos ya no lo son. Para
Mónica Quijada, a medida que se incrementaba la población inmigrante se fue afianzando en el imaginario
colectivo la idea de que en la Argentina ya no había indios y de que era un país de raza blanca y cultura europea.
Y le extraña que esto fuera a la par de la aprobación de leyes destinadas a la población de ese origen. De esto
derivó que:

“la resolución final de la conquista del desierto fue el exterminio de la raza indígena entendida esa expresión
en el sentido de la desaparición física por medios violentos”

En tal sentido, Carlos Martinez Sarasola afirma que estas ideas son la expresión de la negación de parte de
nosotros mismos, y que por lo tanto, eso habla de una automutilación como pueblo. Los tres autores parecieran
confirmar aquella creencia popular que afirma que “los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de
los incas y los argentinos de los barcos”.
Sin embargo, en un estudio realizado por el Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la Universidad de
Buenos Aires, dirigido por Daniel Corach, profesor en la cátedra de Genética y Biología Molecular de la
Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA e investigador del Conicet, dado a conocer en enero del 2005, se
comprobó que el 56 por ciento de los argentinos posee un linaje total o parcialmente indígena, mientras que el
otro 44 por ciento tiene antepasados europeos. La investigación comenzada en 1992 tomó muestras de ADN a
alrededor de doce mil personas de once provincias diferentes y generó fuerte impacto en la sociedad argentina,
pese a que ha recibido críticas debido a cuestiones específicas de los estudios géneticos, que escapan a este
trabajo, pero que incluso brindarían cifras más contundentes de haberse realizado correctamente. De todos
modos, el fenómeno tuvo un alto impacto en la opinión pública como lo demuestran las numerosas cartas de
lectores que aparecieron durante meses en los diarios de mayor tirada del país.
De todos modos, más interesante es la argumentación que da el propio Corach para tales cifras:

"Se cree que las dos grandes matanzas de población aborigen terminaron con 30.000 personas. Se supone
que había más población. Seguramente lo que sucedió es que ellos tuvieron descendencia que está presente
todavía. Creo que se sobreestima el componente europeo" .
Aquí se coincide con la sobreestimación de la influencia europea pero no con la lectura acerca de la “conquista
del desierto” ya que como se verá en el apartado “Las cifras”, las campañas de Roca a fines de la década de
1870 no arrojaron solo muertos en la batalla sino una gran cantidad de miembros de las comunidades nativas a
disposición del Estado nacional argentino.
Para analizar ese proceso se procederá a una breve descripción de los acontecimientos.

Los acontecimientos

Es interesante observar que para Martinez Sarasola y para David Viñas (como ya se ha mencionado), la
“conquista del desierto” es la última fase de la conquista española iniciada cinco siglos atrás en el caribe, colofón
del exterminio y la desintegración cultural iniciada a fines del siglo XV. Este último traza un paralelo entre la
casuística cristiana de 1492 y el darwinismo social de fines del siglo XIX en el que aparecen: entonces/ahora,
arcabuces/rémington, crónicas/telegramas, encomiendas/estancias. Y de allí comenzaría lo que el autor de
“Indios, ejército y frontera” denomina:

“la modernidad oligárquica; la matriz más dinámica de la Argentina oficial contemporánea”

En cambio Martinez Sarasola, llega a esa conclusión de acuerdo al carácter y contexto de producción de su
obra. Como afirmaba Mónica Quijada, ese imaginario colectivo que consideraba la eliminación física del indio
tras las campañas militares, encuentra su correlato en la inexistencia de una obra de síntesis sobre las
poblaciones indígenas de la Argentina que contemplara sus problemáticas históricas y su situación actual, hasta
el libro “Nuestros paisanos los indios” de Martinez Sarasola. Y uno de sus aportes es precisamente el de
recordar la “matriz identitaria” pre europea, y se agrega, que tampoco es casual que aparezca en 1992,
aniversario del denominado “Quinto centenario”. Es en esa clave, que se comprende ese enfoque de continuidad
entre las conquistas española y del “desierto”.
Más curioso es ver otra coincidencia respecto a este tema: La de asegurar que los propios protagonistas se
veían como continuadores de la obra castellana. Y esta identificación, con los conquistadores peninsulares,
según Viñas, se justificaba porque surgía como respuesta al salvajismo y a la violencia de los nativos. Más aún,
la elite liberal argentina logra un salto cualitativo al consolidar el estado nacional e imponer relaciones
capitalistas, en un proceso de homogeneización del escenario político que alcanza estos objetivos aniquilando
todas las fuerzas centrífugas, que para ese poder centralizado representan tanto Calfucurá, el Chacho o el
Mariscal López.
Este proyecto había comenzado con anterioridad. Incluso en la década de 1820, el gobernador de Buenos
Aires, Martín Rodríguez logró extender la frontera hasta Tandil, que nació con esta expedición al igual que
numerosos pueblos de la Argentina, y en 1833, tras renunciar a un segundo mandato como gobernador
bonaerense porque no le renovaban las facultades extraordinarias, Juan Manuel de Rosas realizó la campaña del
desierto que posibilitó acrecentar el control de Buenos Aires hasta el Río Colorado. La inmensa cantidad de
tierras incorporadas fueron repartidas entre estancieros, funcionarios y militares, que en la década de 1820
gracias a la ley de enfiteusis, pudieron alquilar alrededor de nueve millones de hectáreas, las cuales quedaron en
su poder en 1838 gracias a un decreto de Rosas. Así se iniciaba una relativa paz con los pueblos originarios, que
se extendió por dos décadas, cuando la separación entre la Confederación Argentina y el estado de Buenos Aires
propició el apoyo de Urquiza a Calfucurá, quien entre 1852 y 1857 formó “La Confederación de las Salinas
Grandes” y logró el retroceso de la frontera bonaerense a la posición de 1824. Sin embargo, la descendente
capacidad bélica de los salineros, la debilidad de la Confederación Argentina y el acoso de las tropas porteñas,
sumado a las oportunidades de comercio que la provincia le brindaba, hicieron deponer las hostilidades
momentáneamente, ya que seguiría maloneando y resistiendo hasta 1873, cuando muriera y asumiera el
liderazgo su hijo Namuncurá.
De todos modos, ya en la década de 1860 cuando se consolida la organización nacional, se va preparando el
terreno legal para la avanzada final contra las comunidades nativas. En 1867 se aprueba llevar la frontera hasta
los ríos Negro y Neuquén con la ley 215. Tres años después la ley 385 otorgaba fondos para tales fines y
propiciaba la organización de la información recolectada sobre el territorio. En 1875 las leyes 752 y 753
especificaron que los gastos los realizaría el estado nacional y que los espacios conquistados quedarían bajo su
órbita hasta la fijación de los límites provinciales, que finalmente se produjo en 1878. Cabe aclarar que una vez
consumada la ocupación de la patagonia, ésta fue incorporada como territorio nacional, lo cual no permitía la
conformación de un gobierno provincial bajo la división de poderes ya que solo sus pobladores solo podían
elegir representantes menores que estaban sujetos al funcionario enviado por el gobierno nacional. Esto se
modificó recién en la primera presidencia de Juan Domingo Perón.
Más allá de estos datos, es irrefutable que el principal cambio llegó de la mano de Roca, reemplazante de
Adolfo Alsina, ministro de Guerra durante la presidencia de Nicolás Avellaneda y fallecido en 1877, quien sin
embargo había incorporado alrededor de 56.000 kilómetros cuadrados de tierras aptas para la producción a través
de una zanja defensiva de cuatro metros de ancho, uno de alto y 370 kilómetros de largo (aunque el objetivo
eran 610) que unía una serie de fortines comunicados por telégrafos: Mercedes, Carhué, Guaminí, Puán y
Trenque Lauquen entre otros en la provincia de Buenos Aires; Italó, Guerrero y Sarmiento en Córdoba;
Constitucional, Fraga y Charlone en San Luis y El Salto, Nuevo, San Rafael y Niguil en Mendoza. Así era la
situación en 1876 aunque no significaba que esa frontera fuera firme y estuviera consolidada. De hecho, ya en
1875, cuando aún Alsina era el ministro de Guerra, Roca le expresaba sus intenciones de cambiar de estrategia,
abandonando una política defensiva y propiciando un avance de las divisiones militares que fuera a golpear al
lugar donde habitaban las comunidades nativas:

“A mi juicio, el mejor sistema de concluir con los indios, ya sea extinguiéndolos del otro lado del río Negro,
es el de la Guerra ofensiva (El remarcado es mío), que es el mismo seguido por Rosas, que casi concluyó
con ellos. (…) Para mí el mejor fuerte, la mejor muralla para guerrear contra los indios de la pampa y
reducirlos de una vez, es un regimiento o una facción de tropas de las dos armas bien montadas que anda
constantemente recorriendo las guardias de los indios y apareciéndoseles por donde menos lo piense. Una vez
limpio el desierto, el gobierno nacional tendría suficiente con cinco mil hombres y podría legislar hasta las
márgenes del Río Negro…”.

Tres años después, con el fallecimiento de Alsina ya mencionado, Roca, flamante Ministro de Guerra, con unos
seis mil soldados divididos en columnas, realizaría una breve pero efectiva campaña entre agosto de 1878 y
mayo de 1879 que se basaba en un rápido traslado y pequeños pero continuados golpes para someter al
indígena.
Luego llegaría el momento de ocupar el espacio conquistado con diferentes campañas: Al mando del general
Conrado Villegas al Nahuel Huapi (1881) y a los Andes (1882) y las ordenadas por el General Lorenzo Vintter
en 1884 y 1885, que concluyeron con el apresamiento de los caciques Incayal y Foyel y el sometimiento del
último líder en subordinarse a las autoridades nacionales, Valentín Sayhueque. Éste, era el líder de unos diez mil
hombres, reconocido en 1879 por el estado argentino como el gobernador del País de las Manzanas gracias a su
rechazo a la propuesta de Chile de aceptar su bandera en 1872 y en cambio recibir la celeste y blanca años
después, y por supuesto porque nunca había atacado a los criollos. Sin embargo, en 1881 fue sorprendido por el
ejército, obligado a replegarse hacia el sur y a luchar. Su rendición se produjo en 1885, cuando se entregó en el
fuerte de Junín de los Andes junto a los poco más de tres mil de los suyos que habían sobrevivido. A propósito
de estos hechos, con orgullo el general Vintter, comandante de la segunda división del ejército y designado
gobernador de la Patagonia, anunciaba en febrero de 1885:

“ (…) Puedo decir que hoy no queda tribu alguna en los campos que no se halle reducida voluntaria o
forzosamente…no existen ya dentro de su territorio fronteras humillantes impuesta a la civilización por las
lanzas del salvaje…”

Con ello se puso fin a un largo enfrentamiento entre indios y blancos, significó la consolidación del estado
nacional y la desaparición de las fronteras interiores y la ocupación efectiva del territorio por parte, que en su
mayor parte pasó a manos privadas, incorporándose al mercado. Pero a la vez surgió un nuevo problema: Qué
hacer con los indios sometidos.

Las cifras

En su estudio, Enrique Mases afirma que tras la primera etapa comandada por Roca (agosto 1878/mayo 1879),
los muertos en combate fueron poco más de 1300 nativos, pero entre los 2500 indios de lanza prisioneros y
reducidos voluntariamente y los 10500 no combatientes presos, eran 13000 los nativos en poder del gobierno
nacional de un total de entre 20000 y 25000 sin contar a Tierra del Fuego. En cambio, para Martinez Sarasola,
las bajas aborígenes entre 1878 y 1884 no superaron las 2500, y para el período 1821-1899, alcanzaron casi las
12.500, pero de una población total estimada de 200.000. No se puede hablar, entonces, de exterminio o
desaparición física debido a los combates, más allá de las diferencias en los cálculos totales de la población.
Cabe aclarar que la cuestión aquí no es minimizar los efectos de las contiendas militares, ni mucho menos
justificarlas, sino de demostrar que tras la “conquista del desierto”, finalizada en 1885, miles de nativos
quedaron en poder de las autoridades nacionales. Y que a partir de estas circunstancias, se implementarían una
serie de políticas, ni sistemáticas ni unívocas para “solucionar este problema”, pero que para las comunidades
nativas significarían las mismos trágicas consecuencias e incluso peores aún, que las ocasionadas por los
enfrentamientos bélicos.
Antes de abordar que sucedió con ellos, deberíamos retomar la argumentación de Corach, ya que a partir de
entender que la “conquista del desierto” no eliminó a toda la población indígena puede comenzar a explicarse
que más de la mitad de los argentinos posea ascendencia nativa, y no porque había más comunidades en el actual
territorio nacional, afirmación cierta pero que no termina de explicar el fenómeno. Para ello es vital analizar las
alternativas que se manejaron para abordar la problemática de tener sometidos a miles de indígenas.

Las alternativas

Para entender las políticas empleadas para con las comunidades nativas hay que tener en cuenta varios
factores y puntos de vista. En primer lugar, y como se mencionó antes, no existió una política sistemática, única
y homogénea, sino diferentes estrategias vinculadas a la improvisación y a la coyuntura del momento. Y en esto
acuerdan todos los autores que investigan esta temática y aparecen aquí.
La antropóloga Diana Lenton afirma la importancia de la concepción fuertemente unificadora y negadora de la
diversidad sociocultural interna del estado burgués, que reinaba a fines del siglo XIX, para comprender la
imposibilidad de la existencia de los indígenas, ya que cuestionaba el modelo único de estado nación,
homogéneo territorial y culturalmente. Es por ello que no había lugar para modelos alternativos como el de los
salesianos, como veremos más adelante.
En ese marco de construcción de una nación soberana es imposible avalar la existencia de otras soberanías.
Por ello, la cuestión indígena debe insertarse en ese marco de organización nacional y consolidación de
relaciones capitalistas. Además, de esto se desprende, que no estaba en discusión el sometimiento o no de los
aborígenes (En ello había un acuerdo total), sino en las condiciones en las que debían ser integrados a la
sociedad y en quienes debían llevar adelante esa tarea, es decir en el método y en los responsables de la
civilización.
Y en ese puja, se desechará el sistema de reservaciones adoptado por los Estados Unidos debido a su escaso
éxito (Era lento y peligroso para la población blanca al convivir con salvajes) y al elevado costo monetario que
significaría su aplicación. De hecho, ya los primeros contingentes apresados, sumados a los presentados
voluntariamente con anterioridad a la conquista del desierto, le representaban un importante gasto al erario
nacional debido a los racionamientos que se otorgaban. Por ello, el gobierno optará por el método de
distribución, esto es el traslado, desmembramiento y posterior reparto de las familias indígenas en diferentes
destinos lejanos de la frontera.
Sin embargo, este sistema será el que predomine solo hasta 1885, es decir hasta la finalización de las campañas
militares. Esto será por razones económicas, como ya se ha mencionado, pero además por la visión que la
sociedad –en especial la elite- poseía acerca del indio. Influida por las teorías de Herbert Spencer, el predominio
de los factores raza y herencia biológica en un marco evolucionista, acompañado por una buena dosis de
darwinismo social, consideraba al nativo como un bárbaro incorregible que mantenía en constante peligro a las
poblaciones fronterizas y entorpecía el desarrollo del país. Se trataba de un miembro de hordas salvajes, al que
había que desalojar de su hábitat natural, el desierto, símbolo de una etapa histórica anterior, al cual era
necesario ocupar y poblar para la llegada del progreso. Y al mismo tiempo, era indispensable civilizar a los
salvajes a través del contacto con la raza blanca, así esa raza inferior sucumbiría ante la superioridad de la
primera, que representaba la civilización.
Estas concepciones determinaron la iniciativa oficial de no permitir el agrupamiento de los nativos en
comunidades, ya que de ese modo, seguirían conservando sus prácticas, costumbres y tradiciones, las cuales se
deseaba eliminar por considerarlas salvajes. Como pensaba el ministro de Relaciones Exteriores, Rufino de
Elizalde:

“En cualquier momento podían modificar su actitud pacífica y lanzarse nuevamente a malonear...en tanto
que reciben su inspiración frecuentemente del desierto y la barbarie a que los encadena su situación misma”

Además no les sería perjudicial abandonar sus tierras ya que llevaban una forma de vida nómade, y se daría
prioridad a la unidad familiar y no a la tribal y guerrera (bárbara y peligrosa). Aunque esto último no se respetó,
y también se desintegraron los grupos familiares.
A estos componentes ideológicos y económicos, hay que agregarle que la aplicación del sistema de
distribución estuvo influenciado por el control de la situación por parte de los militares. Estos, interpretaron a
este método como la forma de lograr la desaparición y la desintegración no solo de una raza inferior sino
también de un antiguo enemigo, derrotado en los campos de batalla. Y esto no fue casual ya que Roca mantenía
un intercambio epistolar con el subteniente Miguel Malarin, a quien en 1877, al ser designado Agregado Militar
de la embajada Argentina en EEUU, le encomendó estudiar la política de este país con sus comunidades
originarias. La importancia de este hecho resulta de que las recomendaciones de Malarin serían implementadas
por Roca, esto es, desechar la política de reservaciones y promover un modelo alternativo y contrapuesto (La
distribución) y bajo el control militar y no civil. Este último aspecto, como consecuencia de la polémica
desatada en 1878, en el país del norte, entre estos dos sectores y que concluiría con la victoria de los militares
estadounidenses, quedando bajo su órbita, la cuestión indígena. En definitiva, Roca si tuvo en cuenta aquel
modelo, pero no para copiarlo al pie de la letra, sino para descartar lo ineficiente, proponer otra estrategia y a la
vez adoptar las cuestiones que él consideraba eficaces o convenientes.
Por otro lado es importante aclarar dos cuestiones: 1) El sistema de distribución no era algo nuevo, sino que ya
se había aplicado a fines de la década de 1860, con los prisioneros de la guerra del Paraguay, sin embargo
ofrecía una novedad, ahora no abarcaba solo a los combatientes sino al conjunto de las familias indígenas, ya
que a diferencia de los soldados paraguayos, las primeras además de enemigas, eran salvajes e incivilizadas. 2)
Como sostienen Claudia Briones y Walter Delrio, no hubo una política diferenciada entre los “presentados
voluntariamente” y los “sometidos por la fuerza” sino que corrieron similares destinos. Es decir que tanto unos
como otros quedaron bajo el control militar, rotulados como “prisioneros de guerra”, eliminando la antigua
clasificación que separaba a los “indios amigos”, quienes colaboraban con las autoridades nacionales, de los
“indios enemigos”, hostiles al gobierno.

El sistema de distribución

A partir del segundo semestre de 1878, los contingentes indígenas comenzaron a llegar a Buenos Aires y a
otras capitales del interior. Según Mases, podían ser trasladados por tierra o por mar. En el primer caso, por lo
general se celebraba un contrato con particulares encargados de llevarlos hasta las terminales del ferrocarril, y en
el segundo, eran conducidos hasta los puertos de Bahía Blanca, Carmen de Patagones u ocasionalmente hacia
Puerto Deseado, desde donde eran embarcados hasta las orillas del Riachuelo. Desde allí eran reembarcados
hacia la isla Martín García, donde quedaban alojados a la espera de su posterior distribución. Un año después,
ante la cantidad de nativos trasladados, comenzaron a concentrarlos en los cuarteles de Retiro Y Palermo y en un
corralón municipal de Once. Según datos propios y mínimos de Mases, entre 1878 y 1885, más de cinco mil
aborígenes pasaron por Buenos Aires. Esta cifra se incrementaría considerablemente si se tiene en cuenta la
cantidad que fue distribuida sin pasar por la capital del país y la falta de información disponible para el lapso
transcurrido entre 1881 y 1884.
El estado en que arribaban era calamitoso, “muertos” de hambre, en harapos y enfermos, tal cual lo
manifiestan los diarios de la época, además eran utilizados como mano de obra en la misma isla, estaban
hacinados y no estaban dadas las condiciones mínimas de higiene. Así se desató una epidemia de viruela y
muchos de ellos murieron. De hecho el gobierno permitió la asistencia de miembros de la orden “Lazarista” para
atender a los nativos.
Si superaban esta situación, los destinos podían ser tres: 1) Incorporados como servicio doméstico, 2) como
mano de obra en actividades productivas, o 3) como soldados o marineros. En el primero de los casos, se
privilegiaba a los niños y a las mujeres, que a través de un contrato no escrito, quedaban a cargo de un tutor y
por lo general eran bautizados, modificando sus nombres e intentando borrar sus identidades. Eran “adoptados”
por familias de las clases altas de Buenos Aires, entre ellos, miembros del ejército, la política, la iglesia,
médicos, hacendados, comerciantes, etc. quienes de este modo obtenían la potestad y los utilizaban para las
necesidades del hogar. Si el trato era bueno, podían llegar a permanecer toda su vida allí, con una fidelidad
notable. Si en cambio, la característica era el mal trato, no faltaban las fugas o al menos su intento. Lo cierto es
que al poco tiempo eran considerados como habitantes anónimos y disciplinados de la ciudad y ya no, miembros
de una comunidad.
Por otra parte, era muy habitual que funcionarios del gobierno y jefes militares redactaran cartas de
recomendación, para quienes quisieran obtener nativos para el servicio. En los diarios son constantes las quejas
infructuosas de la Sociedad de Beneficencia, encargada del reparto, por detener estos actos. La situación era que
en la prensa se avisaba la llegada de contingentes disponibles, pero los que poseían cartas de recomendación eran
los primeros en elegir y lo hacían por mujeres y niños, quedando los ancianos a disposición de la Sociedad. Y
peor aún era que no se respetaba la idea original de conservar las unidades familiares. En tal sentido, son
muchísimos los relatos y las quejas que aparecen en los medios escritos y describen la desesperación y los
llantos de los indígenas que no comprendían que la distribución se realizaba en nombre del progreso. Dos
artículos ilustran esta situación. En “El Constitucional” de Mendoza (20/11/1879):

“...Se espera hoy una remesa de chusma indígena, compuesta de unas 200 mujeres y niños, que será repartida
entre las personas que lo soliciten para su servicio...”

Y en “La Nación” (31/10/1885) bajo el título “Espectáculo bárbaro”:

“el cronista describía como personas con cartas procedentes del Estado Mayor del Ejército, reclamaban uno o
dos indios, antes de que estos desembarcaran y les eran entregados de inmediato y se refería a la
desgarradoras escenas que se suscitaban al arrebatarse “los hijos a las madres, que como nadie las
comprendía, trataban en vano de detenerlo en medio del llanto general”.

A la elocuencia de estos datos puede agregarse el de otros autores. Viñas habla de:

“…generosa distribución de chinitas para criadas de antecocina o de patio” .

También hay consenso sobre este destino en Quijada, Lenton , Briones y Delrio, quienes en un artículo que
estudia a las colonias, citan a Mases como autor referencial sobre este tema.
La incorporación como mano de obra en actividades productivas es el segundo de los destinos. En este caso,
Mases, se basa en el trabajo de Hilda Sábato y Luis A. Romero para explicar la escasez de fuerza laboral en el
período 1850-1880, como factor impulsor de esta medida. En Tucumán era imperiosa la necesidad de mano de
obra para una creciente demanda de la actividad azucarera, que había iniciado su expansión gracias a la llegada
del ferrocarril, de capitales, el fácil acceso al crédito y una política fiscal muy favorable. Hacia allí fueron
enviados varios contingentes, que una vez más, fueron sometidos a una considerable explotación que hasta
alcanzó la violencia física. De esta situación surgieron revueltas que frenaron nuevos envíos y la elaboración de
un informe, que si bien no modificó nada, resultó una prueba de las terribles condiciones que debían atravesar
los nativos. Este mal trato se daba porque los empresarios veían a los indígenas como una posibilidad transitoria
de maximizar sus rentas, a partir del bajo costo de mantenimiento, lo cual los acercó al aniquilamiento y al
exterminio más que a los objetivos de integración que se había planteado el sistema de distribución, según sus
impulsores.
Sin embargo, para Quijada no hay indicios de que el uso de indígenas como mano de obra fuese una respuesta
consciente, aunque en la práctica si se haya utilizado. Además, sostiene que la ideología de aquel entonces
aspiraba a poblar los territorios con inmigrantes europeos, no con indígenas asimilados, y esa política, al
finalizar la conquista del desierto ya estaba avanzada. Para ella la excepción fue el Chaco, en donde debido al
clima y las condiciones de habitabilidad no propicias para los inmigrantes, si se recurrió en forma sistemática a
los nativos como fuerza de trabajo. Por su parte, Walter Delrio coincide con Mases, pero tal vez desde otra
óptica, ya que considera que bajo una lógica capitalista, se conducía al indígena hacia el estatus de ciudadano,
utilizándolo como fuerza de trabajo barata deportado en forma coercitiva, y esto se justificaba porque era
considerado productivo para la comunidad nacional.
Por último, si el servicio doméstico fue el destino predominante para las mujeres y niños, la incorporación al
ejército y la marina fue el de los hombres adultos. De esta forma pasaban de indios a reclutas, y reemplazaban
las bajas producidas en los ejércitos nacionales, institución que perdía soldados debido a la falta de pago, a la
dureza del servicio y al incumplimiento de los contratos de los “enganchados” (quienes se alistaban por el sueldo
que recibirían y podían reengancharse, pero debido a la experiencia vivida, por lo general, no lo hacían).
Además, se intentaba incrementar las fuerzas militares para contrarrestar el inminente levantamiento de Buenos
Aires en 1880. En efecto, hay numerosas crónicas que mencionan la destacada labor de los soldados indios en
“Los Corrales”. Por la ley de Reclutamiento sancionada en 1872, la población originaria permanecería seis años
en los batallones, pero solía suceder que permaneciera un lapso mayor. Según fuentes del Ministerio de Defensa,
para 1881 un tercio de las tropas estaban integradas por nativos.
Igual de significativa es la incorporación en la marina por dos razones: La primera es la misma que la
necesidad de hombres con la que contaba el ejército ante las bajas, y la otra, por el deseo de reemplazar los
tripulantes de origen extranjero, reclutados por dinero, en el marco de un latente conflicto con Chile, para el cual
era preferible contar con indígenas, más imbuidos de un espíritu patriótico. Para tal fin el vapor Rosales se
afincaría en la isla Martín García para enseñarles a los destinados el oficio del mar. Aunque por más que
hubieran aprendido, el cambio de clima, de hábitat y de costumbres, sumados a una deficiente alimentación,
generaron la aparición del escorbuto y otras enfermedades infecto-contagiosas, males que se cobraron numerosas
víctimas indígenas. Y pese a la recomendación de detener el reclutamiento el mismo no cesó. Es que para esta
actividad no contaba el grado de civilización, sino el arrojo, el valor y cierta disciplina, requisitos que la figura
del guerrero indígena reunía. De este modo, como afirma Mases, el guerrero nativo:

“paradójicamente, se convertía en valiente defensor del orden y la autoridad emanadas del estado nacional,
precisamente del mismo estado que muy poco tiempo atrás lo había derrotado, reducido y sometido sin
ningún tipo de miramiento”.

Por su parte, Martinez Sarasola, enumera ocho factores como consecuencias de la “conquista del desierto”: 1)
El exterminio sistemático (comenzado con la llegada de los españoles), 2) La prisión (como la de Martín
García), 3) Confinamiento en colonias (se abordará más adelante), 4) Traslados a lugares extraños y distantes de
su tierra natal (distribución para actividades agrícolas-ganaderas) 5) Incorporación forzada de nuevos hábitos y/o
formas de vida (distribución para la marina y el ejército o las zafras), 6) Supresión compulsiva de las costumbres
tradicionales (prohibición de ritos, ceremonias o prácticas culturales), 7) Desmembramiento de las familias
(distribución en forma individual para el servicio doméstico) y 8) Epidemias.
Para 1885, el abuso y las irregularidades cometidas en el sistema de distribución, sumadas al fin de las
campañas militares y un contexto nacional muy diferente, van a dar lugar a nuevos debates con el fin de
encontrar nuevas estrategias para resolver la cuestión indígena, que aún estaba muy lejos de solucionarse.

Las categorizaciones

Ese mismo año, esa incipiente realidad va a dar lugar al proyecto de ley para la colonización indígena,
presentada por el poder ejecutivo. Esto generó un intenso debate entre los legisladores, pero en un marco que
había corrido el eje del campo a la ciudad, en la cual existía la sensación de que la cuestión indígena ya había
sido solucionada y a la par de haberse modificado la percepción sobre el nativo. Este ya no era un salvaje
peligroso, sino un simple individuo, un hombre laborioso. En cambio, se le prestaba una mayor atención y
cuidado a la inmigración que aumentaba la cantidad de población pero no la de ciudadanos.
En ese contexto, sobresalen tres posturas: 1) La instalación de colonias netamente indígenas, alejadas de los
criollos y con una autoridad especial, impulsada por el ejecutivo. 2) Colonias mixtas que no mantuvieran la
organización tribal, y que se atuvieran al mismo régimen que los criollos, por miembros de la Comisión de
Colonización e inmigración y una restante, esgrimida por Lucio Mansilla, que proponía la continuación del
sistema de distribución, en vista de que los indios eran refractarios a la civilización.
Es evidente, que entre las dos primeras existía una diferencia en cuanto a la condición jurídica de los grupos
originarios. La clave es si eran ciudadanos y/o argentinos. El ejecutivo consideraba que eran argentinos pero no
ciudadanos plenos, de ahí su propuesta de integración gradual. Los defensores de las colonias mixtas, preferían
una integración rápida en consideración de que eran ciudadanos argentinos, y no calificados con un estatus
distinto. Como se mencionó, en un contexto de inmigración masiva, la cuestión de la nacionalidad como un
aglutinador social comenzaba a estar en el pensamiento de los dirigentes, y al mismo tiempo modificaba la
consideración hacia los nativos. Sin embargo, para Mases, esas ideas de algunos diputados no se concretarían en
proyectos de incorporación.
Para Quijada, teniendo en cuenta que su trabajo se centra en el proceso de homogeneización que supone la
construcción de la nación, con omisiones y resignificaciones en la estructuración de la identidad, es decir que se
plantea lineamientos y conceptualizaciones generales, pero a través de la Argentina, como un estudio de caso, en
donde la admisión en la nacionalidad de las comunidades nativas se produjo en lo que denomina sistema de
integración jerarquizada. Sin que se tratara de una política sistemática, dentro de este modelo se daría la
diferenciación, que marca el aislamiento o la expulsión del otro, o como en la Argentina el principio de
inferiorización que implica la:

“inclusión del otro a condición de que ésta se realice en los estratos inferiores de la estructura social”

Con esto último coinciden Depetris y Vigne, en una investigación de la Universidad de Quilmes del año 2000,
en la cual además de exponer el resultado de la misma a través del texto, se acompaña (en una importancia no
menor), con fotos antiguas y actuales de diversa índole y origen, de las comunidades nativas, su derrotero hasta
su ubicación definitiva como comunidad o como restos de ella en la provincia de la Pampa y su situación actual.
Allí se afirma que el principio de inferiorización, (aunque no es utilizado este término) era resultado de las
teorías alimentadas por el darwinismo imperantes en vastos sectores del poder, es así que:

“la absorción de la raza inferior se daría entre los sectores más bajos de la población nacional no indígena
desapareciendo aquella en poco tiempo”

A diferencia de la obra de Quijada, en la investigación de Claudia Briones y Walter Delrio, el objetivo esta
acotado a un lugar (Pampa y Patagonia), a un período determinado (1883-1890) y a demostrar que las estrategias
implementadas no partían de un plan sistemático y si de las diferentes concepciones que tenían acerca de los
grupos originarios Estas condiciones habrían generado acciones y proyectos con múltiples contradicciones. Así,
las colonias agrícolas-pastoriles fueron opción para los grupos considerados más civilizados, más adecuados a la
figura del “criollo-rural” En Cambio, para los vistos “según parámetros de máxima alteridad”, como los del
Chaco, se plantearon reducciones y misiones para civilizarlos y argentinizarlos a través de la incorporación de
hábitos capitalistas en el trabajo agrícola. De ese modo se procedía a la “invisibilización” de la marca indígena,
estrategia que, en ocasiones, buscaban los propios nativos para subsistir. Otros recorrían el camino inverso, el de
la “visibilización”, es decir, agruparse en torno a un cacique o “tribu” de renombre, para reclamar desde la
legalidad, la entrega de tierras para explotación de toda la comunidad.
Sin embargo, para la Patagonia, Briones y Delrio identifican otras dos estrategias. Una, era la radicación de
grandes caciques como Namuncurá o Sayhueque, en otros tiempos belicosos, y ahora peticionando ante el
estado, lo cual era aprovechado como propaganda de las autoridades para demostrar el éxito del modelo de
soberanía nacional. La otra, era el asentamiento de líderes de menor rango y su “tribu” bajo el “sistema de
reserva de tierras fiscales con tenencia precaria”. A pesar de esto, Briones y Delrio señalan que el
desmembramiento y los traslados por la distribución, impidieron la supervivencia de las comunidades tal cual
estaban conformadas antes de la “conquista del desierto”, y fomentaron nuevos tipos de agrupaciones, que
podían incluir individuos de diferentes orígenes. A esto se le sumaba la falta de políticas sistemáticas y la ley de
1882 de “venta de tierras fiscales” que, en al afán de incrementar la recaudación fiscal, acentuó los latifundios
(al igual que otras leyes), pero sin reconocimiento previo del lugar otorgado, con lo cual era muy común la
reubicación constante de los contingentes indígenas.
Por su parte, Diana Lenton, al centrarse en los discursos parlamentarios y los supuestos de los legisladores
acerca de los sistemas de inclusión, no hacen más que ocultar que esa incorporación es como “otros internos”,
ya que al considerar a las reservas como lugar de civilización, ocultan que son considerados como fuerza de
trabajo “territorializada, estacionalmente disponible y disciplinada” .
Sin embargo, esta misma autora sostiene que no existía en la época un discurso único, sino grandes debates.
De hecho, en otro trabajo, dedicado entre otros temas a los derechos humanos y a la autocrítica de la generación
del ’80 (Este es además parte del título), también basándose en los discursos legislativos, de esa década
precisamente, discute con Félix Luna, quién en varias ocasiones priorizó el legado de modernización y progreso
de Roca por sobre la vida de unos cuantos indígenas. Así lo tomó Osvaldo Bayer del diario “Debates” de Morón
donde Luna escribió:

“Roca encarnó el progreso, insertó Argentina en el mundo: me puse en su piel para entender lo que
implicaba exterminar unos pocos cientos de indios para poder gobernar. Hay que considerar el contexto de
aquella época en que se vivía una atmósfera darwinista que marcaba la supervivencia del más fuerte y la
superioridad de la raza blanca (...) Con errores, con abusos, con costos hizo la Argentina que hoy
disfrutamos: los parques, los edificios, el palacio de Obras Sanitarias, el de Tribunales, la Casa de
Gobierno…Con el argumento de Luna podríamos justificar hasta Hitler porque, si bien exterminó unos
pocos millones de judíos, predicó la supervivencia del más fuerte y la superioridad de la raza aria; con
errores, con abusos…hizo la Alemania del auto popular y de las primeras autopistas”

Lenton, también rechaza la justificación de Luna, ya que al analizar los diarios de sesiones del congreso
encuentra muchas voces que se oponen a los “métodos” de la civilización, como la de Aristóbulo Del Valle, en
1884, en ocasión de aprobar la repetición en el Chaco de lo realizado en las campañas del sur, quien prioriza los
derechos de los indios por sobre los de la civilización:

“...hemos tomado familias de los indios salvajes, las hemos traído al centro de la civilización y no hemos
respetado ninguno de los derechos que les pertenecen, no ya al hombre civilizado, sino al ser humano: al
hombre lo hemos esclavizado, a la mujer prostituído, al niño arrancado del seno de su madre...”

La incorporación

En ese proceso de inclusión que describe Aristóbulo Del Valle, según la opinión coincidente de Lenton,
Delrio y Depetris-Vigne se perseguía la “destribalización”, que en términos de Lenton significa:

“una eliminación de la autoorganización indígena como parte de un proyecto más general de


homogeneización en un solo tipo de civilización”

Ante esto, según Delrio, los nativos tuvieron que luchar por seguir preservando la organización comunal y
mantener la unidad de las familias nucleares. Depetris- Vigne afirman la idea de que entre 1890 y 1900, a los
ojos de los gobernantes, los “indios amigos” van confundiéndose con la otra categoría, la de extranjeros, salvajes
y nómades, y en ese marco se tiende a quebrar la organización tribal de ambos. Por lo tanto, la destribalización
no significó integración, sino una estrategia de injerencia ante la posible autoorganización y planteos
reivindicativos de los grupos originarios.
Paradójicamente, al mismo tiempo que se producía la incorporación del “otro” en el ejército, la marina y a las
relaciones de mercado, por otro, interpreta Delrio, legalmente es considerado como un menor de edad y sin
derecho al voto. Por eso la categoría de “indio argentino” implicaba un paso intermedio entre la “barbarie” y la
“civilización”. Se trataba de una “conversión” que consideraba la desaparición gradual del indígena, a través de
un proceso de aculturación, ya que caracterizaba a la cultura nativa:

“como un conjunto de prácticas y creencias heredadas y transmitidas que debían ser suprimidas...en términos
de imposición racional...reflejando una visión histórica evolutiva de la sociedad en la cual las tradiciones –
cercanas a un estado de naturaleza- debían ser superadas por la razón”

Sin embargo, este esquema evolutivo que suponía la homogeneización y la incorporación, en realidad
escondía la existencia (y la lucha) de dos modelos enfrentados y contradictorios (el del estado nacional y el
indígena).
En definitiva, con estas estrategias de “invisibilización” y “visibilización” se fue construyendo el imaginario
colectivo acerca del indígena. En esa óptica éste en su mayor parte habría sido eliminado por las campañas de
Roca, sobreviviendo solo algunos grupos minoritarios y dispersos, confinados a lo largo de la Argentina. Por
ello los resultados del estudio del ADN son importantes, no como vimos, por las explicaciones históricas que
coinciden con las de la sociedad en general, sino porque brindan un aporte fundamental para la comprensión de
las estrategias implementadas por el estado nacional y sus resultados a través del tiempo. En ese marco, y
teniendo en cuenta el proceso histórico y las políticas implementadas, se entiende ese 56 por ciento de argentinos
con genes de los pueblos originarios y la sorpresa y desconfianza de muchos acerca de estos datos, sobre todo en
Buenos Aires, donde la influencia de la población y cultura europea parece ser más acentuada que en otras
regiones del país.

El rol de la iglesia

Como ya se ha mencionado, el afianzamiento de una soberanía nacional, en lo territorial y cultural, impidió la


realización de proyectos alternativos, como el de la orden salesiana que acompaño a Roca en la campaña de
1879. A esto se le sumaba, según Mases, la falta de recursos propios y el desconocimiento de la situación
política del país, ya que las propuestas eclesiásticas recurrían al estado para su financiación y apoyo, pero por
otro lado, deseaban manejarse con autonomía en cuanto a las decisiones y funcionarios dentro de las colonias,
que era su principal método para la incorporación de las comunidades nativas.
En tal sentido, era evidente que el estado nacional no estaba dispuesto a compartir su autoridad con ningún
sector, y menos con la iglesia católica, a quien la presidencia de Roca le había arrebatado el control de la
educación, los matrimonios y los nacimientos. Además, tanto en la elite como en el resto de la sociedad se
atravesaba por una etapa anticlerical muy fuerte, apoyada por la prensa y que había llegado al incendio del
Colegio del Salvador, en el centro de la ciudad, tras una manifestación. Así fue que fueron rechazados los
proyectos del Monseñor Fagnano de instalar colonias mixtas, en Carmen de Patagones por ejemplo, en el marco
de un clima hostil al sistema de colonias, ya que aún prevalecía el de distribución.
Martinez Sarasola, coincide también con que no fue tan importante la acción evangelizadora por razones
económicas, pero más influencia tuvo para él la “conquista del desierto”, que desarticuló las políticas orgánicas
de integración que se estaban llevando a cabo, desde 1873, con la llegada del Monseñor Federico Aneiros al
arzobispado de Buenos Aires, aunque nunca con total autonomía, sino dependiendo del estado. Lo cierto es que
tras las campañas, la militarización de la cuestión indígena, convirtió a los misioneros en enfermeros, como en el
caso de la epidemia en la isla Martín García. De todas maneras, Martinez Sarasola rescata que la llegada de los
salesianos en 1879, convirtió a estos en intermediarios entre el ejército y las comunidades rebeldes, de hecho
menciona que la rendición de Manuel Namuncurá en 1883, fue por la gestión del párroco de Viedma, Domingo
Milanesio.
Walter Delrio le otorga una importancia a las “misiones volantes” que se dirigían a los asentamientos en la
costa del Río Negro, donde existían contingentes indígenas confinados en forma temporaria, en campamentos o
campos de concentración, en los fortines y algunos poblados. Allí realizaban bautismos, y se los incorporaba,
como ya se ha citado, en calidad de “otros internos” bajo la categoría de “indios cristianos”. Es decir que el
bautismo significaba incorporación pero a la vez, marcación de ese “otro interno”, ya que no se los convertía en
cristianos, sino en “indios cristianos”.
Sin embargo, los misioneros se encontraban con el problema de que los contingentes eran frecuentemente
trasladados a otros destinos, como fue el caso de ochenta familias de la “tribu de Sayhueque” destinadas como
fuerza de trabajo a los viñedos de Mendoza, lo cual dificultaba la evangelización, además los eclesiásticos eran
considerados como miembros de la clase dominante, aunque, según Delrio, realizaban una estrategia dual en
referencia a este tema: Por un lado intentaban diferenciarse de las autoridades y sus políticas, pero por el otro, se
mostraban como mediadores ante ellas y como mediadores para la integración al estado nacional. Cuestión
aprovechada por los indígenas, como el cacique Ñancuche, quien aceptaba el bautismo y afirmaba no asistir más
al Camaruco, aunque en realidad si participaba, en una estrategia que buscaba generar nuevos espacios de
negociación.
En la opinión de Delrio, esta táctica dual de los misioneros, se daba, a su vez, en el contexto de una disputa
entre iglesia y estado por el modelo de incorporación. Ambos se atribuían el protagonismo de la tarea. La
institución religiosa, priorizaba el bautismo como paso para convertirse en “feligrés” y en un proletario
calificado a partir de las escuelas de oficio. El estado, en cambio, convertía a los nativos en “ciudadanos”,
sometidos a las leyes de la nación y a sus autoridades, y en mano de obra barata trasladable a través de la
coerción.
El devenir

Si bien ya se han abordado las diferentes políticas ni sistemáticas ni unívocas de radicación de colonias, es
interesante seleccionar algunos casos que ilustren y a la vez profundicen acerca de esta temática.

Grupo Baigorrita

La investigación de Depetris-Vigne cuenta que derrotados en el invierno de 1879 por la 3° división del
ejército, en La Pampa, se refugian en la cordillera neuquina, donde son alcanzados y muerto el cacique Manuel
Baigorrita. Entregados en Chos Malal (Neuquén), son trasladados a Mendoza, luego a Río Cuarto (Córdoba) y a
la isla Martín García después. Allí, muchos mueren por la epidemia de viruela, y en junio de 1880, son alistados
en el ejército para combatir la revolución de Carlos Tejedor, cuando se destacan en la batalla de “Los Corrales”.
En compensación, el gobierno los libera, destinándolos a General Viamonte (Los Toldos), donde poblaba el
cacique Coliqueo. En 1894, obtienen permiso a través de su líder para poblar La Pampa, donde se trasladan
varias veces hasta conseguir, en 1901, tierras para el “cacique y su tribu”, con títulos precarios comunitarios
(categoría analizada por Briones y Delrio), en el Lote 21, departamento Chalileo, a unos 200 kilómetros al este
de la capital Santa Rosa.

Colonia Cushamen

En el noroeste de Chubut por decreto de julio de 1899 del presidente Roca, en el marco de la Ley del Hogar, se
creo esta colonia pastoril, que concedía 650 hectáreas a cada familia (Y un total de 125.000) que integraba la
“tribu” del cacique Miguel Ñancuche Nahuelquir. El líder, recibió además a numerosas familias de otros grupos,
y hasta algunas de Chile. Según la investigación que llevó adelante la licenciada en Antropología social, Ana
Ramos, a partir de 1995, con la intención de dilucidar los sentidos de pertenencia de estos pobladores mapuches
a partir de sus narrativas tradicionales, en la actualidad algunos pobladores poseen título definitivo de propiedad;
otros de tenencia precaria y un último grupo carece de estos documentos. Los lotes se encuentran subdivididos
por ventas, enajenaciones y sucesiones. De estos modos, muchos bolicheros y “mercachifles” se han instalado en
la colonia. Incluso existen algunas estancias y lotes en disputa. La principal actividad económica es la cría de
ganado ovino y caprino, sumándose a los asalariados en la lindera estancia de la firma Benetton, y los empleados
en la escuela y el hospital.

Colonia Emilio Mitre

También en La Pampa, es reconocida como colonia pastoril pero no indígena, dependiente de la Dirección
Nacional de tierras y Colonias, no reconocía la propiedad colectiva ni la autoridad cacical. Fue mensurada y
loteada entre ranquelinos de distintos grupos, como los de Mariano Rosas, Yancamil, catrenao y Ramón Cabral.
La descendencia del primero, rápidamente acriollada se establece en General Acha.

Notas

Algunos temas de este trabajo fueron presentados preliminarmente y en forma oral en las V Jornadas de Investigación
Histórica-Social, en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), Buenos Aires, diciembre 2005.

Ver este proceso en Briones, Claudia 2005. Formaciones de alteridad: Contextos globales, procesos nacionales y
provinciales. En Cartografías Argentinas. Políticas indigenistas y formaciones provinciales de alteridad, Editorial
Antropogagia, Buenos Aires, Capítulo Uno Pp 11-43.

Walther, Juan Carlos 1970. “La conquista del desierto”: Síntesis histórica de los principales sucesos ocurridos y
operaciones militares realizadas en La Pampa y Patagonia, contra los indios (años 1527-1885). Eudeba, colección: Lucha
de fronteras contra el indio. Pp11.

Viñas, David 2003. Indios, ejército y frontera. 1° edición, siglo XXI editores, México, 1982. 3° edición, Santiago Arcos
Editor, Buenos Aires, Pp 18.

Ramos, Ana 1999. Discurso, pertenencia y devenir: El caso mapuche de Colonia Cushamen. Tesis de licenciatura en
Ciencias Antropológicas, FFyL, UBA.

Quijada, Mónica; Bernard Carmen Y Schneider Arnd 2000. Homogeneidad y nación con un estudio de caso: Argentina
siglos XIX y XX. Consejo superior de investigaciones científicas, Centro de humanidades. Instituto de historia,
departamento de historia de América, Madrid. Pp. 90.

Al respecto puede indagarse sobre la información y su metodología en www.clarin.com.ar nota a cargo de Silvina Heguy
del 16 de enero del 2005.

En un seguimiento realizado en el primer semestre del 2005 a los diarios Clarín y Página 12 se han detectado numerosos
textos que expresaban alegría por la noticia junto a otros que mostraban estupor y desconfianza por los datos que brindaba
el estudio.

En www.clarín.com.ar

Viñas, David. Op. Cit. Pp. 62

Para profundizar en esta temática ver Martha Bechis 1999. La organización Nacional y las tribus pampeanas en
Argentina durante el siglo XIX. Ponencia presentada en el XII Congreso Internacional de AHILA, Porto, Portugal.

Carta de Julio A. Roca a Adolfo Alsina. Octubre de 1875. En Patricia Moglia, Fabián Sislián y Mónica Alabart 1998.
Pensar la Historia. Argentina desde una Historia de América Latina. Editorial Plus Ultra, Buenos Aires.
Walther, Juan Carlos. Op. cit. Pag. 536.

Mases, Enrique Hugo 2002. Estado y cuestión indígena: El destino final de los indios sometidos en el sur del
territorio (1878-1910). Prometeo libros/Entrepasados, Buenos Aires.

Idem Pp, 55.

Idem, Pp 96.

Idem, Pp. 97.

Viñas, David. Op. Cit. Pp. 25


Mases, Enrique Hugo. Op. Cit.. Pp. 140.

Quijada, Mónica, Bernard Carmen Y Schneider Arnd. Op. Cit. Pp. 84.

Depetris, J. C. y Vigne P. 2000 “Los rostros de la tierra: Iconografía indígena de la Pampa (1870-1950). Ediciones
Amerindias, Universidad de Quilmes. Pp. 3.

Briones, Claudia y Delrio, Walter 2002. “Patria si, colonias también. Estrategias diferenciales de radicación de
indígenas en Pampa y Patagonia (1885-1900)”. En Ana Teruel, Mónica Lacarrieu y Omar Jerez (comps). “Fronteras,
ciudades y Estados., Alción editora, Córdoba. Pp. 72.

Una de estas estrategias era la de no difundir su condición de nativo ya que al mencionarlo, solía haber una
sobreexplotación de los patrones cuando los tomaban en labores estacionales. De allí que hasta la década de 1990, cuando se
da un resurgimiento de la valoración de la identidad indígena, las familias originarias optaban por darles nombres españoles
a sus hijos, a contrapelo de la tendencia creciente en el resto de la sociedad que ha adoptado nombres mapuches como
Mailén, Ailén, Nehuén, etc. para sus niños.

Briones, Claudia y Delrio, Walter. Op cit. Pp. 73.

Lenton, Diana y Briones, Claudia 1997. Debates parlamentarios y Nación: La construcción discursiva de la
inclusión/exclusión de los indígenas. En actas de las III Jornadas de Lingüística Aborigen. Instituto de Lingüística, FFyL,
UBA, 1997. Pp. 15.

En Osvaldo Bayer. Sesenta fusilados. Nota del diario Página 12. Octubre 2005.

Lenton, Diana 1992 Relaciones interétnicas: Derechos humanos y autocrítca en la generación del ‘80. En Radovich
J.C. y Balazote, A. O. ”La problemática indígena. Estudios antropológicos sobre pueblos indígenas de la Argentina, Centro
Editor de América, Argentina, Pp. 33.

En Delrio, Walter 2001 Confinamiento, deportación y bautismos: Misiones salesianas y grupos originarios en la costa
del Río Negro (1883-1890). En cuadernos de Antropología, N° 13. Instituto de Ciencias Antropológicas, FFyL, UBA,
2001. Pp. 151

Delrio, Walter. Op. Cit. Pp. 135.

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