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UN POEMA SINFÓNICO DEL VACÍO.

DIÁLOGOS
ENTRE LA MÚSICA Y EL PSICOANÁLISIS
Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla

Buenas tardes, es un placer estar aquí con vosotros,


compartiendo ideas y reflexiones en un lugar tan emblemático de
Cádiz. Así debería transmitirse el psicoanálisis, entre copas,
música, arte e imaginación. Reconozco que lo único que faltaría
para que esto fuera la perfección divina sería una buena
cachimba. Quiero dar las gracias a las responsables del Pay-Pay
por su atrevimiento y su fundamental apoyo en la organización
de este encuentro. Agradezco profundamente a Mayra Palacios
su confianza en mis desvaríos. Sin ella este encuentro no hubiera
existido. Su pasión por el psicoanálisis, la dedicación y la lucha
que sostiene para mantenerlo y la cercanía que ella transmite
como persona, me hacen sentirme profundamente honrado de
acompañarla en esta travesía.
Voy a hablaros de psicoanálisis y música. Para ello
acompañaré la charla con canciones con el fin de convertir un
monólogo árido en un diálogo agradable. Os pido disculpas por
adelantado debido a que la complejidad de algunas cuestiones me
obligará a leer directamente el texto. Aun así, espero no resultar
del todo insoportable. Voy a empezar encuadrando la idea del
vacío que nos habita para poder enlazarlo con el arte y, a partir
de ahí, desarrollar la idea central de mi intervención. Vamos a
ello.
Estamos rotos. Desde siempre. Así nacemos, así vivimos y así
morimos. Rotos. Todos y cada uno de nosotros. Creo que esa es la

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definición esencial del ser humano. Si el ser humano es racional,
si es creador, si es social, si baila entre el amor y la muerte, es sólo
porque está roto. Ser humano es estar roto. Y de esa rotura surge
todo lo que nos define, todo lo que nos mueve. Esta es una de las
nociones cruciales que me ha enseñado el psicoanálisis.
Imaginemos que se nos rompe un plato. Recogemos los
pedazos y los volvemos a unir. No encajan del todo, quedan brechas
de vacío que separan los trozos que no se han fragmentado. Esos
vacíos desunen la totalidad de la imagen del plato, por allí se
cuelan la luz y el aire. Los trozos del plato ya no están unidos, sino
que están al lado unos de otros; están juntos y, a la vez, separados.
Lo mismo le ocurre al ser humano: algo lo rompe en pedazos. Una
fuerza externa, ajena a él, rompe su equilibrio instintivo y
fragmenta su cuerpo en trozos durante los primeros años tras su
nacimiento, instaurando un vacío que ya no se podrá borrar. Eso
externo que nos rompe en pedazos es el lenguaje.
Al no poder valernos por nosotros mismos cuando nacemos y
al tener que aprender a pedir las cosas que necesitamos mediante
las palabras, el lenguaje funda un hueco, una distancia, tanto
entre nosotros y el exterior como dentro de nosotros mismos.
Por un lado, el lenguaje abre un vacío entre nuestro interior
y nuestro exterior haciendo que no todo de nosotros se acomode al
mundo, que no encajemos del todo en nuestra familia o nuestra
cultura. Por otro lado, el lenguaje introduce un vacío dentro de
nosotros mismos, rompiendo nuestro cuerpo y dejando sólo
pedazos unos al lado de otros, como el plato roto. Será la persona
la que tenga que volver a unir esos trozos de cuerpo en una imagen
que funcione mínimamente. Trabajo duro, muy duro, que no

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finaliza jamás y que, aunque se logre estabilizar, siempre va a
portar las marcas de esa rotura, las brechas de vacío que
aparecieron al inicio.
Volvamos a nuestro plato roto. Para poder seguir
utilizándolo podemos hacer como los japoneses y su arte del
Kintsugi, sellando los huecos con oro líquido o platino. De esta
manera los fragmentos rotos del plato volverán a unirse, quedando
bien visibles las marcas de fractura. Lo que el ser humano hace
con su rotura, con las brechas de vacío en su cuerpo y entre su
interior y el exterior, es algo parecido: crear algo que nace de ese
vacío y que funciona como pegamento de su ser; tapona el vacío
para mantenerse entero. Sin embargo, sea lo que sea que utilice
para suturar el vacío, las marcas de la rotura permanecerán como
huellas imborrables de su cercenamiento.
La idea hermosa es la siguiente. Precisamente como hay
rotura, hay vacío. Y precisamente como hay vacío, como hay
huecos y agujeros, el ser humano puede crear. Sin huecos no
habría sitio para poner algo nuevo. Si el ser humano no estuviera
roto, no podría hacer filosofía, no podría escribir poesía y tampoco
podría haber encontrado la música.
Si todos los seres humanos estamos rotos, entonces todos los
seres humanos estamos hermanados por el vacío y todos somos
potencialmente creadores. Tal vez por ello todos nos conmovemos
con lo que está en el límite, nos fascinamos con la mirada que nos
devuelve el abismo y tallamos la soledad con palabras. Entre los
símbolos que nos dan asiento, las imágenes de las que nos
enamoramos, el espacio que habitamos y el tiempo que nos
atraviesa, transitamos del vacío del no ser al vacío de haber sido,

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del vacío donde todos los caminos son posibles al vacío donde no
existen ya caminos. Nos deslizamos, llevando nuestro vacío, de un
vacío a otro.
En el vacío que portamos, ese que nos hace humanos y que
nos abre la posibilidad de creación, podemos hacer surgir muchas
cosas. El deseo es la más humana, el amor es la más anhelada, el
dolor es la más habitual y la locura es la más idealizada. Sin
embargo, hay otra cosa que podemos hacer surgir en el vacío que
nos humaniza y que es la que hoy nos convoca: el arte.
El arte tiene numerosos asideros por donde puede ser
tomado: la función de crear belleza, la función de denunciar lo que
está latente en el discurso social, la función de conmover o la de
asegurar una presencia que trascienda la muerte. A mí me
interesa especialmente lo que descubrimos del arte si lo palpamos
con los guantes del psicoanálisis.
En este sentido, el arte surge del vacío que nos conforma; el
arte funciona para mantener unida la subjetividad rota de
cualquier artista. Cuando se califica a la producción artística de
subjetiva, se quiere decir eso, que el arte surge del vacío propio y
singular de aquel crea. Precisamente porque lo más íntimo de
alguien son siempre esos agujeros, esa rotura con la que debemos
arreglárnoslas de por vida.
Freud comparaba el alma humana con un cristal afirmando
que, aunque parezcan idénticos, la rotura de un cristal siempre es
distinta a la de otro porque las líneas de fractura de cada cristal
son siempre diferentes. Es por ello que lo más nuestro nunca son
nuestras palabras, nuestros ideales o lo que creemos desear; no, lo
más nuestro son nuestras heridas. Esas heridas que el vacío habita

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tras nuestra rotura son la sede del alma, lo más único de nuestro
ser y es ahí donde nace el arte como lo más solitario que trata de
tocar lo más social.
Esta idea es importante porque define algo esencial del arte,
su característica de hacer pasar algo de lo más singular de una
persona al lazo social, a la objetividad del grupo.
A diferencia de la locura, donde las creaciones de la persona
en forma de un lenguaje nuevo o de realidades delirantes no
pueden hacer vínculo con sus semejantes, condenando a los locos
a la agonía de una perpetua soledad, el artista logra que su acto
creador sacuda a los otros. El artista puede conseguir un vínculo
entre su vacío y el muro extranjero de la sociedad. En la producción
artística la persona alcanza, al menos por un instante, a hacer
pasar lo único a lo común, lo particular a lo universal. Esa chispa
inefable que aparece cuando se fusiona lo más singular con lo más
general produce todos los efectos del arte: belleza, conmoción,
denuncia y trascendencia.
Creo que esta cuestión es fundamental, pues no todo acto
creador es artístico. Todo acto creador nace del vacío y el arte no
es una excepción, pero para que una creación sea artística debe
portar en su seno el hechizo que hace rozar el vacío singular con la
sinfonía universal, produciendo una disonancia que trastoca la
armonía del mundo de los otros.
El delirio del loco es una creación que nace de una catástrofe
subjetiva donde el vacío engulle el alma, pero no es arte ya que no
pasa al lazo social. El loco crea un nuevo mundo donde él es el
único habitante, su creación es sólo para sí mismo.

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El amor nace del vacío solitario que cojea pidiendo una
muleta, pero sólo es ilusión engañosa si el amante no se deja
sembrar por el idioma extranjero que habla aquel a quien ama. El
amor no es un arte, pero puede serlo no si es correspondido o
estremece el propio interior, sino si además uno se permite ser
tocado por el vacío del otro.
Los sueños y las fantasías también son creaciones que brotan
del vacío, pero no son arte puesto que sólo son espejismos que
sostienen la propia visión del mundo, el propio deseo, y se visten
con la triste impotencia de no poder hacer pasar la propia herida
dentro de la herida de los otros.
La creación sólo se vuelve arte si algo que produce mi vacío
encuentra un lugar en el vacío de otro, si mi creación singular toca
lo singular de otro o puede llegar a trastocar la defensa de lo
universal de la cultura convirtiendo lo mismo, lo de siempre, en
algo único y diferente.
El vacío consecuencia de nuestra rotura, ese que nos hiere,
ha fragmentado nuestro cuerpo, como el plato que se nos ha roto,
y ha separado nuestro ser en pedazos. El acto creador que
potencialmente será artístico va a tomar su forma dependiendo del
lugar del vacío que la persona escoja, dependiendo de la posición
de ese vacío entre los trozos donde la persona se sitúa para erigir
su construcción.
Por ejemplo, la pintura es la creación que toma el vacío de la
mirada como su punto de apoyo, la poesía es la creación que parte
del vacío oscilante entre el sonido y el símbolo, la escultura nace
del vacío entre el tacto y la mirada, el teatro entrelaza los vacíos
del sonido, la mirada y el símbolo, al igual que el cine. La

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arquitectura navega en el vacío del espacio y la música convierte
el vacío del sonido en la voz vacía del tiempo.
Este es uno de los secretos invisibles de la música, que la
música no es el arte del sonido, sino que es el arte del tiempo. La
música no resuena en lo que suena, sino en lo que hace surgir de
su tejido de sonidos, mudando puntadas acústicas en bordados de
tiempo. Un tiempo singular, como veremos, un tiempo sonoro, pero
tiempo, al fin y al cabo, el tiempo vacío del alma humana.
Para comprender este sorprendente matrimonio entre el
sonido y el tiempo que es la música, os ruego que me acompañéis
en una pequeña historia que va de delante hacia atrás, de la
ciencia a la filosofía. Vamos a ir de Einstein a Kant, para después
pasear por el lenguaje y terminar donde acabamos todos los
humanos, frente a los ojos inabarcables de la muerte.
En este punto voy a tratar de articular la idea de que la
música es el arte del tiempo. Comenzaré con el entrelazamiento
entre la música y el tiempo exterior, por lo que hablaré de Einstein,
física y arquitectura. Seguidamente veremos la incidencia de la
música en el tiempo interno, el subjetivo, lo que nos llevará a
tomar de la mano a Kant y pensar un poco en el lenguaje.
No podemos dudar de la seriedad académica de la ciencia,
con su rostro adusto de conocimiento objetivo empeñado en borrar
el color que toma brillo en los matices de la subjetividad de cada
uno. Pero a su pesar, y como la ciencia está hecha por personas
rotas, la poesía acaba colándose en las matemáticas, y así la física
ha encontrado la música.
La teoría de cuerdas es de los últimos intentos de la física
para tratar de explicar la materia y el universo. Es una teoría muy

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bella que no se entiende sin la música. La teoría de cuerdas
imagina que lo más básico de la materia, la parte última de ella,
toma la forma de una cuerda vibrante. Esa cuerda vibrando en
determinadas dimensiones produce las partículas subatómicas
que se van anudando para formar átomos, los cuales crearán
elementos. Estos darán lugar a las partículas y ellas, a las
moléculas que generan todo lo material que nos constituye y nos
rodea, desde nuestra biología hasta el corazón ardiente de las
estrellas.
Una cuerda, como la de un violín, vibra produciendo un
sonido en una tonalidad, luego vibra en otra produciendo otro
sonido, así se van añadiendo sonidos en diversas tonalidades. Del
canto indefenso de una nota a la sinfonía que moldea el universo.
La teoría de cuerdas no sería posible sin la mecánica cuántica
ni la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Einstein, el músico
que se convirtió en físico. Un virtuoso violinista que amaba la
música de Mozart, pues la consideraba tan pura que parecía haber
estado siempre ahí, esperando que alguien la descubriera, igual
que las leyes de la física. Einstein, quien llegó a decir que, si no se
hubiera dedicado a la física, sin lugar a dudas habría sido músico.
La música de las ecuaciones de Einstein hizo escuchar por
primera vez la voz del espacio y la del tiempo como una sola y no
como voces distintas. El espacio y el tiempo se afectan
mutuamente como las palabras y la esperanza o como la ausencia
y el deseo. Una alteración en el espacio se refleja en el tiempo y
viceversa. Con Einstein el tiempo y el espacio se unieron en un
continuo y dejaron de estar separados.

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Tal vez por eso, si la arquitectura es el arte del espacio,
también trastoca el tiempo, como nos sucede al entrar en la
catedral de Sevilla o en el palacio de la Alhambra. El espacio
moldeado por la arquitectura juega con el tiempo y hasta el aire
parece conservar los aromas atrapados en la época de las piedras
que delimitan el diseño arquitectónico.
De la misma manera, si la música es el arte del tiempo, acaba
trastocando el espacio. El tiempo que despliegan la quinta y la
novena sinfonía de Beethoven abre espacios infinitos que nos
hacen habitar en una inmensidad inacabable, como la sala de las
Minas de Moria que Tolkien imaginó en El señor de los anillos.
Mientras que el tiempo marcado por la versión que 2Cellos hacen
de la canción Hurt delimita un espacio tan íntimo y mínimo como
el grosor de una respiración que se lamenta del dolor.
Pero quizá donde mejor se observe este anudamiento entre
espacio y tiempo, arquitectura y música, sea en el monasterio de
Sant Cugat del Vallés y la catedral de Gerona. En ellos el
musicólogo alemán Marius Schneider descubrió que las
majestuosas columnas, cuyos chapiteles están tallados con
diferentes animales, son en realidad partituras de estremecedores
cantos gregorianos. Cada animal está asociado a una nota musical,
por lo que si uno pasea mirando el espacio que ocupan esos
animales mientras va cantando el tiempo musical esculpido en
ellos, se hace resucitar el sonido que muestran silenciosamente las
piedras. La arquitectura encierra en su espacio el tiempo de la
música y, a la vez, la música delimita con su tiempo el espacio
desplegado en la arquitectura.

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Einstein anudó el espacio y el tiempo para crear el continuo
espacio-tiempo y con ello revolucionó el corazón oculto de la
materia. Con el genio alemán la física empieza a desvelar que la
existencia de la materia está hecha de espacio y tiempo. Pero la
materia no puede abarcar todos los pliegues de la vida humana.
Hay algo entretejido en la materia de los cuerpos humanos que
permite las diferentes declinaciones de los afectos, los destinos y
los amores que no se reduce a las células. A eso lo han llamado
chispa divina, alma o psique.
Para entender las consecuencias del espacio y el tiempo en el
alma humana hemos de saltar tres siglos al pasado, a la época de
las pelucas blancas en las cortes de los reyes, la época donde Cádiz
era uno de los referentes fundamentales de la cultura y la
investigación científica. El siglo XVIII, la época del filósofo alemán
Immanuel Kant.
Kant, tan hipocondriaco que guardaba un almacén de
medicinas en su casa, tan metódico que cuando salía los vecinos
ponían en hora sus relojes, pues siempre paseaba a las cinco en
punto de la tarde, lloviera, nevase o el sol acuchillase con su calor.
Kant, como todo buen filósofo, envuelto en el remolino de agujeros
que son siempre las preguntas sin respuesta, se planteó qué es el
conocimiento y cómo los seres humanos llegan a él.
Kant sabía que el conocimiento está ligado a la experiencia.
Conocemos el amor igual que conocemos el color, el dolor o el calor,
porque los experimentamos. Sin embargo, los datos que
vivenciamos con la percepción no bastan para alcanzar el
conocimiento real, esos datos hay que poder organizarlos. Lo que
permite dicha organización es el tiempo y el espacio.

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El tiempo y el espacio son las condiciones de posibilidad de
todo conocimiento que nos llega por la experiencia, son los
cimientos que nos permiten conocer lo que percibimos, el marco
donde alojar el lienzo de lo que nos llega por los sentidos para
alcanzar a ver el cuadro en su totalidad y obtener así el
conocimiento.
Sin el tiempo y el espacio no podríamos organizar nuestras
experiencias y, por tanto, no podríamos conocer nada. Para Kant
el tiempo y el espacio están antes que toda experiencia, antes que
todo sentido. Los seres humanos accedemos al tiempo y al espacio
sin tener que experimentarlos, los tenemos metidos en lo más
profundo del alma. Por eso Kant los llamó a priori, porque están
antes que todo lo demás, no necesitamos experimentarlos para
conocerlos y sin ellos no habría posibilidad de alcanzar ningún
conocimiento.
Si la música bebe de la temporalidad, solapando notas en
armonía para dibujar diferentes líneas temporales que a la vez son
simultáneas, construyendo una sucesión sonora que evoluciona
formando geometrías que dilatan y contraen los minutos,
proponiendo inicios en mitad de la pieza o finales al principio,
entonces la música es el arte del a priori del tiempo y, por tanto,
siguiendo a Kant, la música es el arte de la posibilidad de
conocimiento.
La música encarna el tiempo que nos permite conocer. Con
ella se escande un saber que va más allá de lo que nuestra mirada
atrapa y más acá de lo que nuestro cuerpo percibe. Al oír música
tenemos la sensación de descubrir algo nuevo, algo nuevo que tal
vez ya conocíamos sin saberlo. Esto es porque el conocimiento y el

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tiempo que porta la música no son los universales. El conocimiento
de la música es el del vacío particular que nos hermana en la
rotura. El tiempo de la música es el de la herida de la que surge el
alma, el tiempo subjetivo y propio, el tiempo que se inaugura con
el lenguaje y el símbolo.
Ahora querría detenerme un poco en explicar por qué el
tiempo interno, el subjetivo, nace del lenguaje y por qué ese tiempo
está hermanado con la muerte, para poder entender que la música
está ligada a la muerte y, por tanto, también está ineludiblemente
anudada a la vida.
Existe un tiempo externo a nosotros, el de la sucesión
continua de los días y las noches, el que bautizan los números de
los relojes y las páginas de los calendarios, el que deforman la
velocidad de la luz y la masa descomunal de los agujeros negros.
Nosotros habitamos dicho tiempo, en él surgimos y a él nos
anudamos. Pero habitar algo no significa ser consciente de eso, no
significa saberlo, igual que muchas veces el amor no sabe que
habita la misma casa que el odio. La magia que nos hace pasar de
habitar el tiempo a saber que lo hacemos, el ensalmo que introduce
en nuestro ser el paso subjetivo del tiempo, su percepción y su
condena, no pertenece al tiempo, sino al lenguaje, al símbolo.
Freud relata un juego que observó en su nieto cuando este
era un bebé. El niño, cuando su madre lo dejaba solo, cogía un
carrete de hilo que lanzaba al grito de “¡fuera!”, para después tirar
de él y recuperarlo con la exclamación “¡aquí!”. El bebé repetía una
y otra vez la secuencia, sobre todo la primera parte, hasta que la
madre retornaba a su lado. Freud concluye que ese juego entre el
carrete y las palabras es la forma que encuentra el niño para

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soportar las ausencias de la madre, las cuales no controla. Aquí
tenemos el vacío, el dolor y el remedio que los palia. El niño
sustituye a la madre por el carrete de hilo y así él decide cuándo
se va y cuando vuelve. Pero, además, haciendo eso el niño también
consigue otra cosa: simboliza la ausencia de la madre. Las
palabras “fuera” y “aquí” permiten una distribución subjetiva del
tiempo; primero “fuera”, después “aquí”. El tiempo en bruto que
inicia la ausencia de la madre, se ordena entre dos símbolos, se
interioriza entre dos palabras. Ese tiempo desplegado entre dos
palabras es lo que hace que el ser humano tome conciencia del paso
del tiempo, es lo que hace que el ser humano perciba el paso del
tiempo.
En el vasto océano del tiempo exterior, las balizas de las
palabras recortan lapsos de tiempo para una persona. Sin la
alternancia entre la presencia y la ausencia de los objetos, sin las
palabras que nombran la ausencia de esos objetos para hacerlos
presentes en la fantasía, el ser humano no podría acceder a la
vivencia subjetiva del tiempo, no podría percibirlo ni contarlo ni
echarlo de menos ni recordarlo. Sin la presencia y la ausencia, sin
el vacío que crea la ausencia y sin las palabras que tratan de llenar
ese vacío de la ausencia, el ser humano no tendría noticia del
tiempo ni tampoco de su consecuencia, a saber, que ser humano es
el bautismo de la muerte.
El tiempo subjetivo, su percepción, sólo es posible si las
palabras que nos constituyen recortan el tiempo exterior. Al
percibir el tiempo inevitablemente somos conscientes de su final y
a ese final lo llamamos muerte. Por lo tanto, las palabras, el

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lenguaje y el símbolo, al introducir el tiempo en nuestro cuerpo,
nos introducen a la vez en la muerte.
Ese tiempo subjetivo, ese tiempo cifrado en las palabras y en
la temporalidad que recortan de fuera y nos graban dentro, es el
tiempo de la música. La música es el tiempo de la muerte porque
nace del tiempo que interiorizamos con las palabras. Y las
palabras nacen del vacío de la ausencia, del vacío de las heridas
donde surge el alma.
Este es el nudo fascinante que constituye a la música:
ausencia, vacío, palabras, tiempo subjetivo, muerte y sonido.
La hermosura de la música radica en la voz sin palabras que
la constituye. La música son los sonidos que nacen del tiempo
entre una palabra y otra, pero sin ser esos sonidos mismos ninguna
palabra. Son sólo tiempo, un tiempo que ha surgido entre una
palabra y otra, entre una palabra inicial y otra final, entre el “hola”
que inaugura el comienzo de las notas musicales y el “adiós” que
las finaliza en el silencio. Es por eso que la música es el arte del
tiempo, del único tiempo que le importa a la persona: el suyo
propio, el subjetivo, el que sufre al sentirlo deslizarse entre su piel
sin poder retenerlo.
La música surge pues del tiempo subjetivo, justo de ese vacío
que se siente y no se puede detener. La música surge de ese
continuo desangrarse en segundos que es la vida humana y, sobre
todo, de saber que así nos desangramos, de ser conscientes de eso.
Por ello, la música es la voz de la muerte. El tiempo subjetivo
siempre sabe de su final y, si la música surge de ahí, no es extraño
que señale continuamente a la muerte, al final de todo tiempo
subjetivo. Pero, precisamente por eso, precisamente porque la

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música es la voz de la muerte, la música también es
necesariamente el latido de la vida.
Existe una idea muy común sobre la música que creo es
equivocada. Se suele decir que una de las características
fundamentales de la música, que la define y la encumbra como arte
es que la música nos hace sentir. La música es un arte porque nos
conmueve y nos produce emociones. Si pensamos esta idea con el
saber del psicoanálisis, no nos queda más remedio que tildarla de
errónea.
Las emociones son el pico más visible y fugaz de los afectos.
Nos emocionamos cuando nuestros afectos vibran, pero los afectos
ya los tenemos nosotros, nada de fuera nos los introduce. En todo
caso, lo de fuera los llama, pero no los crea. En este sentido la
música no nos hace sentir, no nos introduce emociones o afectos
nuevos que experimentamos porque la música los porte en sí
misma. Lo que hace la música es crear el lecho apropiado para que
los afectos que ya tenemos se recuesten y se estiren. Confundimos
el escenario que prepara la música para nuestros sentimientos con
la idea de que la música nos produce esos sentimientos.
Esto explica que la misma música haga experimentar a
diferentes personas distintos sentimientos. La música no
transmite afectos, sólo construye el espacio, a través del tiempo
sonoro subjetivo, para que los afectos que ya tenemos se
desplieguen.
Para captar esta idea sólo hay que comparar, por ejemplo, la
Sinfonía de las lamentaciones de Górecki con el hilo musical de un
ascensor o de una sala de espera. Con el hilo musical no sentimos
nada, puesto que es música que no prepara el espacio para

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nuestros afectos, sino que sólo existe para atenuar la monotonía
de una espera o de un viaje en ascensor, mientras que la sinfonía
de Górecki está hecha para que nuestros afectos se despierten.
Ahora bien, los afectos que mueve esa sinfonía son siempre
distintos para los oyentes, precisamente porque la música de
Górecki no introduce afectos, sino que prepara el terreno para que
los afectos presentes en cada uno de nosotros se enciendan y
produzcan distintos sentimientos.
La música despliega el tiempo subjetivo a través de sonidos.
La voz de la muerte que es la música, al entrelazar el tiempo con
los sonidos, prepara el espacio para que los afectos que nos habitan
vibren y así podamos experimentarlos en una cercanía que
habitualmente está ausente en nuestras vidas. Estos afectos,
sentimientos o emociones que la música permite hacer aparecer
son el eco de nuestra propia vida. De ahí que, aunque la música no
deje de ser la voz de la muerte, sea también necesariamente el
latido de la vida.
Y ahí estamos nosotros. Los pobres seres humanos, animales
humanizados por el lenguaje. El lenguaje, que nos introduce la
rotura, el vacío y la vivencia del tiempo y que nos condena a existir
acariciando continuamente la carcajada absoluta de la muerte.
De esa impotencia nacida de la lucha entre el perdedor que
somos y la invencibilidad de la muerte, atacamos con rabia a
través de nuestras heridas y hacemos surgir la música para
fracturar nuestro tiempo, para multiplicarlo, para inventar
eternidades que se consumen en el lapso sonoro de piezas
musicales.

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La música no acompaña a la muerte para hacernos danzar
con ella, sino que es un arma que poseemos para centuplicar la
vida. Brillamos con la música, gritamos con ella, follamos con ella,
amamos con ella, nos angustiamos con ella para mostrar sin
palabras que estamos vivos. No nos consumimos con la música,
somos música porque somos vacío, estamos heridos, hemos perdido
y somos el fogonazo efímero de un relámpago. La música es el
sonido del relámpago que somos y que infinitiza el brevísimo
tiempo de nuestra existencia.
Así que vamos a terminar sumergiéndonos en Iron Maiden,
en la música que pusieron para imaginar los últimos momentos de
un condenado a la horca. Vamos a experimentar el estiramiento
del tiempo que la música nos proporciona, gritando vida hasta en
el seno oscuro de la muerte.
Muchísimas gracias por vuestra atención. ¡Dale caña!

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