Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
ii
iii
DEDICATORIA
4 La canción del colmillo y la garra – Jorge Rúben del Río N.º pág. 134
8
decirlo en una jerga popular. Algo que no tiene sentido alguno,
pero se daba una particularidad al trabajar con este género. La
fantasía literaria siempre estuvo muy vinculada al arte plástico.
Alan Lee por ejemplo ilustró El Señor de los Anillos y
previamente a los films fue nuestro pasaje onírico a la Tierra
Media. Es un mero ejemplo de muchos, el libro de fantasía convive
con la ilustración. Y esta inspira… como ha pasado con la tapa de
este libro, en el proceso mismo de su creación dio las bases de
algunos personajes del relato con el que participo, fue lo que
disparó la inspiración, una de las piedras fundamentales que a
veces funcionan como disparadores. No quería una clásica
representación en todo el volumen, la tapa carece de medios
digitales, es a tintas y acuarelas. Luego hay ilustraciones clásicas
que van a ideas arquetipales del género pero también otras que
manejan estilos diferentes y no tan realistas. Lamentablemente nos
estamos acostumbrando a estilos demasiado estandarizados en los
artes de tapas o de imágenes internas. Aquí tratamos de salirnos de
lo establecido y hasta de alguna forma volver a una forma de
dibujo con un toque “pulp retro”. Ahora los dejo recorrer estos
universos lejanos. Sin duda será un viaje del que no se van a
arrepentir. Que se desplieguen las velas. Este barco tiene muchas
leguas que recorrer.
Víctor Grippoli.
9
Ilustración: Víctor Grippoli
10
Las leyendas de Extur – El despertar.
Víctor Grippoli
11
desnudo dio unos pasos tambaleantes, poco a poco sus pies
tomaron seguridad y los músculos poderosos se fueron activando.
De nuevo sentía el calor en su ser. No tenía hambre ni sed todavía
pero sentía que había dormido demasiado tiempo en ese sarcófago
de piedra que se alzaba erecto en la habitación. Trató de recordar
pero toda su vida anterior le fue esquiva. Solo aquellos chispazos
de una gran batalla perdida… y su nombre. Un nombre que en el
pasado había sido desafiante, orgulloso, que brindaba esperanza a
los hombres… Extur. Sí… así se llamaba. Todo el resto era una
gran nube imposible de descifrar. Tal vez el tiempo le otorgaría
respuestas. Ahora, debía empezar por lo primero. Darse cuenta en
donde estaba.
12
altura de los tragaluces. Debido a ello tal vez nadie lo había
hallado.
13
superficie. Aunque algo estaba en la penumbra. ¿Sería la intrusión
de aquello lo que provocó su despertar? La criatura no era humana.
Poseía cuatro patas largas rematadas en dedos con uñas. Su hocico
era prominente y en él se encontrabas sendas hileras de poderosos
dientes. No tenía pelo y la piel parecía enferma. Ambos pares de
ojos se cruzaron. El enfrentamiento era inevitable. Aquello se
arrojó sobre Extur y este desenvainó la hoja que centelló cortando
una de las patas delanteras del rival. La sangre espesa salpicó las
piedras y el hedor que manaba era insoportable.
14
Así lo realizó durante varios días, el agua era escasa y la caza
no era mucha. A la noche se hacía difícil hacer un fuego, la madera
no era suficiente. De todas maneras el fresco no le afectaba en
demasía. Mientras descansaba sumido en la soledad observó el
cielo estrellado. Las constelaciones no le resultaban del todo
conocidas. Algo parecía haber cambiado, no se percataba qué era,
de nuevo el cielo fue cruzado por estrellas fugaces y aquello tenía
poco de fenómeno natural, le dictaron sus instintos.
15
—Ven conmigo a la cantina —pronunció tranquilizando a la
pequeña multitud expectante—. Rebus te dará todo lo que
necesites. Imagino que no tienes oro. Serás nuestro invitado.
16
sentada con la silla al revés en la mesa de Extur con la jarra
espumosa en su mano.
—Debe haber sido obra de los Muslis. Ellos son los amos de
la Tierra…
17
—¿Dónde puedo hallar a los Muslis? Tal vez sea hora de
darles fin.
—Tal vez sea hora de cambiar ese orden. —Su mirada se hizo
dura e impenetrable como el acero.
18
otro grupo de mujeres armadas con cimitarras apareció la
sacerdotisa.
19
Les trajeron la bebida y ellos dos tomaron asiento en unos
mullidos almohadones rojos.
20
Extur se despertó escuchando la voz de Askar a lo lejos, algo
sucedía. Eran gritos… ¿Acaso alguien estaba atacando?
—Yo soy Extur. Soy un humano, uno simple como dices. Eso
me basta y me sobra para acabarte.
24
—¡Extur! ¡Toma! —Un boomerang giraba una y otra vez
sobre sí mismo en su dirección. Alzó la mano y lo tomó en pleno
vuelo. La chica no lo había abandonado.
25
habían llevado junto con casi a todos los habitantes de la aldea.
Poco a poco los sobrevivientes salieron de sus escondites y los
rodearon a ambos.
26
Askar llenó las mochilas con comida y bebida,
lamentablemente no quedaban monturas vivas luego de la batalla.
Tendrían que partir a pie. Eso no molestó a Extur que poseía una
constancia hercúlea para tal empresa.
27
extrañas plantas semejantes a cactus. La luz del sol casi no se
filtraba entre la maraña vegetal.
28
eran para afrodisiacos y debían de poseer una inteligencia casi
humana. Sus movimientos coordinados lo demostraban.
29
exquisito corredor con techo de arcos donde la luz penetraba por
ventanales circulares. Los laterales del mismo estaban adornados
con hermosas estatuas antropomórficas en mármol.
31
despedida hacia arriba y le salpicó. Luego de unos instantes el
gusano se retorció y cayó muerto. Él descendió del mismo luego de
retirar la espada.
32
El mago se encontró libre de nuevo y entendió lo que debía
hacer. Con su báculo ahora limpio tocó la espada del humano y la
cargó con su arcano poder.
—Dame una razón para que no te mate aquí mismo… eres uno
de ellos.
33
ya no quería seguir esperando y su rostro se tornó serio dándole la
señal al mago para que empezara a hablar.
34
la perdimos. Las arcas de viaje estaban funcionando mal luego de
tal guerra por el espacio. Entonces decidimos venir aquí y
apropiarnos de todo mientras re armábamos nuestras tropas. Ahí
fue cuando sucedió la gran caída de la humanidad. Pasaron los
siglos y yo me enamoré de una humana. Nuestro vínculo iba
mucho más allá de lo reproductivo, no podía hacerlo con los de mi
especie… Nidama lo vio con malos ojos…
35
con su pena… yo te ayudaré con mi conocimiento en tu viaje ya
que son similares nuestros propósitos.
36
—Siento que dices la verdad. Te ayudaremos. A la mañana
partimos hacia la ciudad. Ardo en deseos de ver lo que nos depara.
37
—¿Conoces a ese rey? No se ha rebelado contra el
despotismo…
38
han ganado el apoyo de las ciudades grandes y estas cada año dan
tributos pero escasos. Probablemente de bellas mujeres pero
provenientes de los estratos más bajos de la sociedad. Claro que
antes son higienizadas y cultivadas en todas las artes del amor y la
cultura por los maestros de ceremonias humanos.
39
Las estatuas de Anubis y Osiris de dos docenas de metros
bordeaban el palacio central. Los guardias los detuvieron pero ante
un gesto del mago corrieron sus espadas y los dejaron ingresar. La
visión de los jardines y las fuentes de aguas espejadas les devolvió
el buen ánimo. Las cortesanas eran perseguidas por los hombres de
la corte en un juego sexual. Las costumbres se habían tornado muy
liberales y no había fronteras.
40
Un muchacho les acercó frondosas copas de vino, Yurok ya
era conocido de la casa y más de una vez luego de perder a su
amada se había entregado a las orgías numerosísimas que eran
costumbre del pueblo.
—Mi rey amado, bella regente que iluminas con tu luz bajo la
luna, ella es Askar, combativa fémina del norte, donde son las
pieles como el elixir de las vacas, este hombre altivo e
indestructible es Extur. Maneja la espada con tal certeza que sus
enemigos tiemblan.
41
—Deseamos entrar por las catacumbas de la urbe para poder
acceder al Zigurat. Tenemos una causa justa que defender y no
podemos detenernos ante nada —dijo con una reverencia
pronunciada.
42
es nuestra mejor opción. De todas formas no me agrada confiar en
un tercero…
—No hay de qué. Sigue disparando ese fuego que viene otra
oleada.
44
descubierto. Luego hundió la hoja en el mismo como si fuera una
estaca.
45
siendo penetrada por el mega reproductor. ¡Será una delicia! —
vomitó Nidama con sarcasmo.
46
La cosa siguió subiendo e introdujo uno de sus tentáculos en la
vagina de la mujer, el esperma alienígeno la llenó y acto seguido la
bestia esférica cayó al suelo esperando el parto.
47
ADN humano para crear a un grupo de guerreros perfectos, a cada
uno de ellos les dio una espada con nano máquinas y poseedora del
poder cuántico. En los cuerpos de esos guerreros introdujo parte de
su memoria… eso eres, Extur. Tienes el alma de una máquina del
pasado… una que perdió la última batalla y se introdujo a dormir
durante eones en uno de los viejos templos del hombre., ahora ya
ni siquiera puedes recordar lo que eras… vales menos que nada.
48
—¡Ve por tu espada! —gritó la muchacha y corrió a enfrentar
a una horda de muertos vivientes desplegados por Nidama que se
mantuvo lejana y expectante.
49
acarició la mejilla del hombre y luego sus ojos se apagaron para
siempre.
51
Extur corrió hacia su amigo y evitó que un segundo tentáculo
terminara con su vida. Lo cortó y el apéndice siguió retorciéndose
durante unos instantes. El demonio trató de usar el resto para atacar
de forma conjunta, con un rayo el hombre cortó a dos de ellos. Ya
quedaban tres…
52
Instantes después el demonio se retorcía incendiándose hasta
que todo su cuerpo se convirtió en ceniza.
53
que yo mismo destrozara mi Zigurat sucedieron hechos terribles…
Nidama descuartizó a mi amada y le dio de comer las entrañas a
los esclavos… yo voy a ayudarte hasta el final. Juntos lograremos
la diferencia y haremos que vuelva tu memoria junto con las artes
ocultas que posees en tu interior y que apenas intuyes.
54
incorruptible. No es una definición de humanidad el nacimiento o
la creación sino lo que haces con lo que te ha sido dado. Ellos lo
han utilizado para el mal y serán destruidos. Nosotros lo
utilizaremos para lo contrario… ahora reposemos un poco que
tenemos un largo camino por delante.
55
Editorial Solaris) “Líneas de Cambio. Antología de ciencia ficción
latinoamericana” (Antología–2018, Editorial Solaris) “Revista
Literaria Luna” (publicación independiente), Antología de Ciencia
Ficción. “Antología de ciencia ficción Neo Indigenista” (2018-Pen
Bolivia. (Bolivia) “Sombras” (2018-Novela, Editorial Solaris) “La
alianza sudamericana” (2018, Novela, Editorial Solaris) “El Poeta”
(2018, Novela, Editorial Solaris) “Antología Benéfica Gritos y
Pesadillas” (2018, España, Grupo LLEC) “Revista Aeternum.
Héroes y Santos”. (2018-Perú) “Revista Aeternum. Juegos
Macabros” (2018-Perú) “Revista Espejo Humeante 2” (2019)
Revista Letras entre sábanas (México–2019. Número 1). Revista
Fantastique: ritos paganos (2019).
56
Al otro lado
Israel Montalvo
57
felino de pelaje anaranjado que parecía encenderse cada vez que un
rayo de sol lo acariciaba, tan grande como un hombre y con el
tonelaje que bien podría compararse con el de un oso pequeño),
quien cargaba en su lomo el hacha de Jarnbjorn, un hacha creada
por los enanos del reino de Nivadellir, cuya fama es la de ser los
mejores herreros entre los nueve reinos. Dicha arma había sido
hecha con una astilla de Iggdrassil, el árbol mundo que extendió
sus ramas en los nueve reinos que dividían la existencia, contaba
con una hoja hecha con el polvo de estrellas fundidas eones atrás,
cuando los antiguos poblaron las tierras que hoy, el Godo-
cimeriano protegía para sus fieles.
Aquella noche de luna muerta, Mau fue guiado por sus fieles a
la entrada amurallada de la ciudad de Sodoma, en donde, unos
meses atrás, los seguidores de Yeyé se habían establecido,
convirtiendo el templo de Mitra en un burdel dedicado a la
adoración del demonio glotón de almas. Mau atravesó las murallas
de un brinco mientras sus seguidores se quedaron escondidos en el
bosque de los encantos perdidos, esperando a que el felino
derribara las enormes puertas de bronce que eran el único acceso a
la ciudad de la perdición. Mau llevaba en su hocico el hacha
sujetada del mango con sus dientes mientras que el filo esperaba
para hundirse en la carne de los fieles al demonio.
58
nueva conquista de su amo felino. Ni un ser vivo, hombre o ente,
había quedado en pie. El felino no tomó prisioneros y practicó el
exterminio con lo que se moviera, sólo dejó con vida al sacerdote
que atendía el templo de Mitra para que le diera la ubicación
exacta del demonio, les dejaría el interrogatorio a sus fieles,
mientras él se tomaba un descanso en el interior del templo de
Mitra. Estaba hecho polvo, el genocidio era agotador, incluso para
un semidiós que se movía más allá de la realidad. Limpió la hoja
de su hacha y se tumbó en medio del recinto, gradualmente se fue
dejando llevar por el sueño, de regreso a ese mundo donde el
reflejo del demonio era su piel, la de un hombre perdido en su
mediocre existencia.
59
comedor en la que te sentaste a su lado y se fue diciéndole (como
si no estuvieras ahí) al chaparro “me agriaron la comida”, o
aquella vez en el pasillo donde casi estalla porque sin querer le
obstruiste el paso, ¿y qué fue lo que hiciste?
“Estoy harto”
60
batalla y a la victoria, no entendía las emociones de aquel ser, ni
ese mundo donde circundaba como una sombra, sin esperanzas,
sólo sobreviviendo día a día.
Con esa fama ganada a pulso por sus obras infames, Mau no
podía dudar de la culpabilidad del demonio, aun así, debía
comprobarlo. Los oráculos consultaron con los antiguos, con
dioses perdidos en los tiempos, mucho antes del tiempo mismo, y
su veredicto superó todo aquello que Mau pudiese imaginar o
entender. No sólo Yeyé no era culpable de ese mal, también era
víctima como él lo era, había un poder que los había unido en esa
desgracia, Yeyé vivía una historia similar a la suya donde era un
minúsculo gato casero, que dedicaba sus días a la engorda y
dormir.
61
encontrar al culpable? Eso podría darle una ventaja, ese adversario
debía ser un hechicero de la talla de Seth, o una bestia mítica, o un
dios antiguo, aunque el fin no estaba claro. Ni el motivo. Con toda
esa incertidumbre, Mau tuvo que confrontar el desligue con la
vigilia aquella mañana, ante el alba asomándose por esa Tierra en
la era Hiboria, para terminar sumido en esa piel en una época
futura donde era un vil remedo de hombre.
62
refrigerador, pensando en lo poco que conservaste de aquel sueño.
Antes de abrir te encuentras con Mau de nueva cuenta, lo miras de
reojo, ha dejado el platón inconcluso, mira tu espalda, parece
hipnotizado con el tatuaje que la cumbre, es la obra maestra de
Myrna como tatuadora, ese demonio glotón que devora a hombres
en un infierno particular, ella siempre te dijo así, “Yeyé”, te veía
como un monstruito tierno, un Gremlin o algo así, la forma en que
Mau se pierde en el trazo de ese demonio en tu espalda te
recuerda a Dulce, la forma en que te mira a la distancia a pesar
de que actúa como una perra contigo. Una sutil sonrisa se esboza
en tu rostro por aquella ironía, no puedes entenderla, y piensas en
esa idea del monstruito, “un simpático Gremlin”, Myrna siempre
lo supo, de lo que eras capaz, siempre lo vio. Abres el refrigerador
y buscas entre las verduras hasta dar con ese pequeño molde de
plástico en donde guardaste su lengua, y uno de sus senos. No
recuerdas como se llamaba aquella mujer, si en verdad supiste su
nombre, “sólo era otra niña desubicada”, como dice la canción de
Hocico, “un alma perdida” en las calles del viejo Babel donde
practicas la cacería. Tomas la lengua y te la metes a tu boca, esta
fría y algo seca, la sensación de encontrar dos lenguas por tu boca
te hace pensar en un beso, en aquella vez con Myrna, lo torpe que
eras en la cama, no tenías ni idea de que hacer, y aun así, ahí
estabas. Tan sólo, dejándote llevar.
63
—Yo no sorprendido verte aquí —masculló Yeyé con su torpe
habla—. Yo esperarte desde mucho. Yo escucharte.
64
vida en el eterno laberinto de Di Yu, devorando almas
pecaminosas, observaba por horas esa estampa tatuada por la
espalda de aquel otro Yeyé, era él, en toda su fealdad, la piel
rugosa y sus alargados brazos y esa boca que bien podría ser un
abismo, la efigie deforme de su cuerpo y esa hileras de dientes que
se escapaba de su boca, tan extensa que le impedía hablar con
propiedad. Su otro yo, lo trataba como una mascota corriente,
dándole comida en forma de cereal seco y agua. A veces se
preguntaba si estaba encerrado en una de las mazmorras
subterráneas de Di Yu, pagando por sus acciones cuando fue
humano, en los tiempos de Thuria, cuando invocó a Yog-Sothoth
y provocó el hundimiento atlante por su arrogancia al creer que
podría dominar a "El Todo-En-Uno", al “abridor del camino”. Pero
ese temor se disipaba cada noche al despertar en su cuerpo
deforme y encontrarse con el apetito voraz que sólo un alma
pecaminosa puede solventar, y sólo esa Babel le proporcionaba su
eterno alimento, aun así, el temor de estar apresado en una de las
mazmorras subterráneas del infierno del que alguna vez fuera un
fiel ciervo, antes de lograr escapar a la tierra como demonio del
hambre, ese temor lo apresaba y lo hacía sentir insignificante.
65
—Saberlo, Yo no querer —Yeyé compartía su opinión pero
sabía que era inevitable si deseaban llegar al meollo de todo esto, ir
con mujer Farida.
66
desde que se bañó con la sangre de Yamata no Oronochi, una
terrible criatura de ocho cabezas y ocho colas, que la volvió
invulnerable, además de haber encontrado la mítica espada de
Kusanagi alojada en la cuarta cola de ese dragón al que Farida
venció originalmente por el conocimiento en la hechicería de los
primeros, Farida era la representación arquetípica de la muerte en
la forma de una fatal dama, ella los esperaba desde el inicio del
tiempo, lo había leído en el libro que le arrebató a Destino, el
eterno caído en desgracia al conocer a la mujer dragón, ella
conocía lo que pasaría no sólo en esta historia sino en todas
aquellas escritas. Pero no era un observador pasivo, ella
arbitrariamente intervenía para su beneficio o simplemente para no
aburrirse con la trama tejida, había adquirido el don de modificar el
libro de la vida, y esa noche lo haría con un fin más allá del que
podrían suponer las pobres marionetas que iban por su ayuda.
—Sé a lo que han venido —dijo con esa voz que doblegaría
legiones—. Buscan la forma de acceder ante aquel, que es reflejo
de ustedes, al otro lado.
67
—Lo que tanto buscan se encuentra en el reino de Midgard, el
reino medio habitado por el hombre. A un milenio de este tiempo.
—Farida dejó al descubierto el misterio.
69
última vez que hablaste con ella hace unos meses fue un desastre,
entonces, ¿por qué piensas que enviarle un mensaje podría
terminar bien? Yeyé, no seas idiota. Sólo recuerda, el desastre que
es tu vida con Myrna, lo más cercano a una relación que has
tenido, y que decir de Dulce, el odio que te escupe en el momento
que puede hacerlo aunque te mira con deseo. Farida se ha
convertido en una extraña en tu vida y debes aceptarlo, tus
relaciones son un asco. Lo mejor que puedes hacer es seguir con
este simulacro que llamas vida.
70
parece incendiarse con la luz que se cuela por la ventana
proveniente de esa luna llena, que bien podría ser un enorme dólar
de plata sobrepuesto en esa negrura absoluta que cubre el
firmamento. Esa bestia, lo que solía ser Mau, saca algo del
carruaje, lo sujeta con su hocico parece un hacha, con el mango
de madera y dos hojas de acero con un brillo único, te hielan la
sangre, Yeyé.
Enloquecen.
73
Israel Montalvo
74
Participó en la antología de cuento “Mar Crepuscular” (Editorial
75
Ofelia y el Cazador
Jesús Guerra Medina
76
“Que la cuna de la organización inquisitorial se haya instalado
en las colinas del otro lado del bosque, no era garantía de nada. Por
desgracia, ya lo sabíamos”.
“Supongo que sí”, respondió ella, “nosotros fuimos los
ingenuos; claro que no era garantía, tan sólo creí que… creí que,
quizás, eso las detendría…”.
El llanto fluyó por sus mejillas un instante después y, como
acto reflejo, el guerrero la vio llevarse la mano derecha al hombro.
Ahí debía de estar la marca, supuso, latente al corrosivo llanto de
la bruja. “¿Desde cuándo habrá tenido que cargar con ella?”, se
preguntó Goro, “ocultándola y contrarrestando el malestar en su
cuerpo”. A lo lejos el rumor de los gritos traídos por el viento
comenzó a sonar como granizo en los cristales del bar, en las
calles, por todo el pueblo, y un aire de tristeza invadió ingrávido la
tarde roja que yacía en el horizonte, suspendida en el anochecer.
“Oh, querida”, dijo el regente; sus orejas, largas y enrolladas
cual cono no simulaban su condición de Kukudh, “lo sé, pero no
podemos hacer nada; suerte suficiente es ya que la organización
mande algunos soldados a lidiar con ella, seguro que logran, como
mínimo, contenerla, eso nos dará tiempo para escapar; he
escuchado rumores que afirman, tienen un nuevo maleficio para
contenerla y controlarla pero… Vamos, vamos, también tenemos
que irnos”.
El Guerrero, que hasta entonces sólo los contemplaba atento a
su conversación, terminó de tomar su trago, una amarga y fría
infusión de anís y regaliz, dejó caer un par de Soldis en la mesa
77
con un sonido de metal, y salió por la puerta cargando con sus dos
espadas en la espalda, cruzadas cual si fueran cruz y una extraña
bolsa de cuero con sellos de pergamino en la mano izquierda en
donde la piel se veía extrañamente más oscura que el resto. La
camarera soltó un gritito al verlo levantarse de su silla, emergiendo
de la penumbra a la luz de los pocos candiles de aceite de
salamandra que no se habían apagado por el alboroto que provocó
la huida; por un momento se olvidó que aún podría quedar alguien
en el bar.
“En nombre de Gott, casi me da un infarto, ¿era un soldado
inquisidor?”, preguntó el regente mirándolo salir. Había volcado
un jarro de pulque sobre su túnica esmeralda y el olor a flor de
Olves con que estaba preparado se esparció por doquier, anegando
el miedo y la tristeza reinante.
“No”, dijo la camarera con un dejo de esperanza en su voz;
había saltado la barra para contemplar cómo se alejaba por las
calles completamente vacías, “es un Soturi; parece que aún quedan
algunos vivos en estas tierras”.
78
cruzando el velo mágico de la entrada del pueblo, “se dejarán de
escuchar”. Usualmente variaba el tiempo que éstos resonaban
tortuosos pero que se oyeran aún era algo bueno; quería decir que
la gente del pueblo, la mayoría al menos, seguía con vida.
Algunas brujas solían entretenerse sólo con un par de
personas, casi siempre mujeres; buscaban algo en el aroma de ellas
que las enloquecía, aunque claro, los hombres, especialmente los
más jóvenes, no eran precisamente despreciados. Nadie, en toda la
historia de la humanidad desde que apareció la primera bruja en la
tierra, sabía qué era eso que buscaban, pero algo era seguro, una
vez elegida la presa, era tomada y abusada de todas las maneras
posibles. Ni Goro, cuya experiencia en cazarlas superaba con
creces a los soldados de la organización inquisitorial del rey Oest,
podía acostumbrarse a contemplar aquello cada vez que una bruja
aparecía. Curiosamente, sin embargo, estas víctimas eran las que
siempre sobrevivían, pero, como podía imaginarse luego de los
suplicios a los que eran sometidas, nunca eran las mismas; estaban
marcadas. La gente de los poblados aledaños solían quemarlas
cuando las encontraban inconscientes entre los escombros, únicas
con vida en un paraje de muertos, pues, pensaban, ya habían
dejado de ser humanas. A veces las ahogaban en los lagos del este,
los más grandes de toda las tierras del reino Oest, —se creía que el
agua las purificaría—, llevadas enjauladas en enormes comitivas;
otras tantas eran torturadas y asesinadas luego con mecanismos
inventados por los aldeanos mismos como si el castigo de la bruja
no hubiese sido ya suficiente. A veces lograban huir y rehacer su
79
vida escondiendo la marca, como seguramente había hecho la
camarera del bar, pero casos como ese eran muy poco frecuentes.
Este tipo de brujas, después de divertirse, entonces sí que
mataban y destruían al pueblo entero para desaparecer —o
marcharse, no se sabía a ciencia cierta— al amanecer. Las brujas
solían clasificarse por el nivel de poder y la naturaleza de sus actos
y entre las más comunes estaban las devoradoras y las brujas de
marca, que, además de matar y destruir, acostumbran dejar
sobrevivientes con su beso de muerte estampado en la piel.
Estaban, además, las brujas errantes, como bien sabia Goro, y las
destructoras, meras máquinas de caos, así como alguna que otra de
tipo extravagante (como la bruja carcelera cuyo comportamiento
errático no se podía bien clasificar). De dónde venían, nadie sabía,
lo único que era seguro es que una vez que aparecían, todo era caos
y destrucción. En los últimos treinta años, la corte del rey Oest,
quien tomó el poder luego matar al Padre Rey hacia casi cinco
décadas luego de la gran guerra Soturi, había decretado la creación
de una especie de policía que se encargaba de salvaguardar sus
territorios —así como de conquistar nuevos—, entrenando
soldados superdotados que fueran capaces de hacerles frente a las
criaturas. Los métodos de selección para poder ingresar a ésta eran
completamente desconocidos para el público pero una cosa sí era
cierta: las y los marcados eran, por predilección, los elegidos para
combatir. De este modo el rey regulaba los linchamientos y
mantenía un control puntual sobre aquellos que eran considerados
amenaza; además, y, aunque esto era poco sabido, el rey tenía un
80
pretexto para poner en marcha proyectos secretos de fusión mágica
elemental con el cuerpo humano o cuasi humano de cuyos fines
Goro desconocía.
A pesar de que su figura, la de los soldados de dicha
organización, era ampliamente difundida entre la población, en
realidad muy pocos conocían su proceder a la hora de pelar, de este
modo, y conforme fue transcurriendo el tiempo desde su creación,
su existencia se volvió casi de orden mítico; sin embargo, el hecho
de que una bruja no atacara más de una vez y desapareciera, —la
mayoría de ellas al menos—, misteriosamente al amanecer,
mantenía la esperanza entre la gente de que sus poderes eran
reales. Sólo algunos cuantos conocían la verdad, casi todos Soturis
que aún peleaban contra ellas clandestinamente, y contra los
aniquiladores que, por órdenes del rey Oest, los intentaban matar
para asegurar así el control y el poder total del reino.
Goro aceleró el paso desviándose en el sendero gastado por
donde a lo lejos aún se veían los últimos carruajes alejarse en
dirección contraria, y se internó en el bosque. El olor a hojas
muertas, musgo y madera húmeda se mezclaba con las bocanadas
de humo que llegaban de la distancia, inundando su nariz. La
oscuridad oscilaba en espiral sobre su cabeza y deformaba el
entorno a su alrededor. Los enormes troncos se inclinaban al viento
que soplaba en ráfagas concéntricas y algunas ramas caían desde lo
alto arrancadas de tajo, muchas con nidos de Unnunus
abandonados en ellas. Goro se abrió paso entre la maleza
persiguiendo el rumor de las hojas hasta llegar a un precipicio
81
rocoso y luego, tras contemplar las columnas de humo que se
alzaban al cielo en la oscuridad dispersándose sobre los
gigantescos arboles del bosque que continuaban eternamente en un
paraje más allá de los tres pueblos aledaños, se arrojó saltando de
roca en roca hasta caer en un sendero que se abría sinuoso entre la
maleza. Siguiendo recto, llegaría hasta la entrada del poblado.
Junto a él, a la izquierda, de pronto un par de ojillos se adivinaron
en la oscuridad de una enorme cueva que se abría como boca de
lobo y una potente respiración surgió de ella como los fuelles de un
dragón. Debía de ser algún Zimngui perdido. Desde que el rey
decretó su caza intensiva a fin de aprovechar sus pieles como
abrigos de protección y su sangre venenosa para bañar las armas de
los soldados de la organización inquisidora y los aniquiladores de
soturis, casi todos los de su especie habían desaparecido. Goro lo
imaginó encorvado, con sus musculosos brazos, sujeto a un tronco
de árbol ornamentalmente tallado en forma de lanza dispuesto a
atacar si acaso decidía acercársele. Generalmente eran de
naturaleza tranquila pero era mejor no estar cerca, especialmente si
como aquel, se encontraba solo y resentido; “como sea”, se dijo
Goro retomando el paso, “mejor andarse con cuidado”, suficiente
tenía con lo que pensaba hacer considerando su estado actual.
Ofelia, la gran bruja carcelera, lo había dejado en muy mal
estado cuando la enfrentó por primera vez desde que se prometió
matarla en el momento en que ésta secuestró a Asa años atrás,
hacia quince meses del calendario Oestres. Por fortuna para él, una
comitiva que pasaba lo rescató de los escombros luego de que,
82
haciendo acopio de todas sus fuerzas, decapitara una de sus cuatro
cabezas, provocando, como hecho secuencial, que ésta huyera de
las tierras del norte en donde se había asentado desde que apareció
ahí. Ese acontecimiento hizo que Goro fuera reconocido como un
gran héroe por todas las tierras, pese a su reticencia por aceptarlo,
pues, además de haber herido a la gran bruja errante, cosa que ni
siquiera la organización del rey había logrado en tantos años, era
de los últimos y perseguidos Soturi que seguían con vida.
Cuando lo desenterraron debajo un motón de tierra, paja y
cadáveres humeantes, le faltaba la mitad del brazo izquierdo,
(Ofelia se lo arrancó de un mordisco cuando Goro intentó
arrebatarle a Asa de la prisión de hueso de su vientre), y una de las
estacas de hueso que llevaba la bruja como protección en su cuerpo
de ogro, le había atravesado el pecho. Sobrevivió, por fortuna,
gracias al uso de piedras de Sanantthi y a que el médico, un
alquimista renegado, amputó el brazo para ese momento ya
completamente infectado de la llamada enfermedad negra o mal
del diablo —la cual pudría en horas la carne, piel y nervio del
infectado—, y lo remplazó por un implante de madera de Ocott
fortificado con minerales “preservaciohnales” y unos cables
tejidos con fibra de ala de dragón bañados con un hechizo de
presión que permitía su movilidad potenciada.
Siete estaciones temporales habían transcurrido desde
entonces y Goro aún se sentía, por más que se negara a aceptarlo,
inseguro con el nuevo mecanismo de compresión de su brazo.
Además aquel enfrentamiento lo había trastocado de manera
83
irremediable. Contemplar el cuerpo adulto de Asa, tan cambiada
desde que la bruja se la llevó, pero al mismo tiempo, tan idéntica a
la adolecente que lo cuidaba cuando niño, había dislocado el
engranaje de su propia constitución. Se había entrenado tanto para
poder recuperarla y ahora que por fin había logrado establecer
contacto con la bruja luego de mucho buscar, apenas si pudo hacer
algo contra ella. Era poderosa, inmensamente poderosa y él seguía
siendo tan débil. Además, estaba el asunto de su brazo; si bien
manejar las espadas con aquel implante no implicaba ningún
problema a la hora de pelear, como bien había probado en sus
entrenamientos y cazando bestias menores, aquel cosquilleo que de
pronto sentía al comenzar a blandirlas le preocupaba. Las brujas no
eran algo para tomarse a broma, mucho menos si eran de nivel seis
como la que, a juzgar por el temblor en la tierra y al hecho de que
ningún animal anduviera cerca, era aquella hacia a la cual se
dirigía. Goro tenía el cuerpo tembloroso y un nudo se retorcía en
su estómago; “sólo es excitación”, se dijo él, palpándose el pecho,
bajo la capa, el agujero en su piel apenas cicatrizado, “porque
encontrarse de cara a la bruja sólo significaba estar un poco más
cerca del paradero de Asa”, pero una vocecilla en su cabeza lo
ponía en duda. Desde aquel enfrentamiento que casi lo mató, Goro
le había perdido la pista a Ofelia; según rumores, la bruja carcelera
había marchado hacia el sur pero aun así, se dijo, necesitaba
confirmar la información de primera mano con una bruja. Y qué
mejor si ésta sobrepasaba el nivel cinco. Al menos no le mentiría si
conseguía hacerla hablar.
84
La luna brillaba en lo alto del cielo tras el espeso follaje y, a
juzgar por la pesadez casi húmeda de los gritos que sonaban en el
aire cada vez más cerca, Goro divisó el atisbo de una tormenta en
el horizonte. El Guerrero avanzó por aquel estrecho sendero rocoso
un rato más cuando de pronto, su espada, Idá, comenzó a quemar
el cuero de su ropa en la espalda, señal de que la bruja estaba
cerca. Idá era su señal de alerta pues adivinaba el campo negro
cuando la bruja desplegaba su poder. La desenvainó entonces,
mucho más pesada que Adí (pero también mucho más rápida), que
aún colgaba en su espalda, y, sintiendo el calor abrazador de la
hoja de acero, comenzó a blandirla fragmentando las sombras que
se alzaban a contra luz por el fuego. Tenía que estar alerta; cuando
las brujas aparecían no llegaban solas, los espectros siempre las
acompañaban; si bien éstos intervenían muy poco, el daño causado
por ellos era, aunque no mayor, tampoco menos grave; se
encargaban de proveer a la bruja de los despojos olvidados por su
inservible olfato o cualquiera de las carencias sensoriales de ellas,
ya fuera los ojos, la nariz o el oído. Se podía decir que eran una
especie de cortesanos, meros sirvientes de las reinas del caos,
aunque, si lo pensaba con detenimiento, en los últimos meses
circulaban rumores que afirmaban, habían comenzado a actuar de
manera extraña. Por las descripciones que escuchaba, Goro
suponía que era como si estuvieran evolucionando de un modo
extremadamente veloz. No tenían demasiado tiempo de su primera
aparición, de hecho, no fue sino hasta la segunda oleada de
apariciones brujiles (detonada por la aparición de Ofelia, la gran
85
errante), que los espectros hicieron acto de presencia en los
ataques, pues, en la antigua guerra, éstos no existían. Eran sólo las
brujas contra las ramas genealógicas puras de guerreros soturis. La
aparición de los espectros, había pesquisado Goro, estaba
íntimamente ligada con la creación de la organización inquisitorial
y la de sus soldados y aniquiladores, luego de que el Padre Rey
muriera a manos de su propio hijo y éste tomara el poder.
Ramas se partieron a su alrededor y el sonido de una
respiración que atraviesa la noche como rayo: estaban cerca. A lo
lejos, un grito mucho más agudo que el eco que había estado
oyendo tronó en el aire; la risa de la bruja, era la señal, todo estaba
por acabar. Goro avanzó aprisa unos metros más y luego,
tomándola de su cinturón, arrojó una granada y esperó a que el
humo negro de palpar se esparciera en su mundo circundante;
entonces, en sigilo, caminó pisando cadáveres de la gente que
intentó huir en las periferias del bosque, camuflajeándose con las
siluetas que aparecían de los pliegues brumosos del humo, y
penetró el velo de la entrada del pueblo, en el negro caos.
Capítulo 2
La espada, Idá, atravesó las siluetas que bailaban en los bordes
del aquel inmenso maremágnum quemando las pieles de los
espectros al contacto; éstos abrieron los ojos sorprendidos. Luego
cayeron al suelo, uno a uno, algunos con el pecho perforado, otros
decapitados limpiamente con el filo de la espada. Los había
tomado por sorpresa y el humo de la granada palpar había hecho
86
su efecto; había adormecido su visión y olfato. Su agilidad se había
visto mermada y como acto secuencial, se habían quedado
paralizados sin saber qué diablos pasaba. Si bien, se dijo Goro
sacudiendo la sangre espesa color amarillenta de la hoja de su
espada roja e hirviente ya por la cercanía de la bruja y su campo
negro, eran llamados espectros debido a su semejanza con el
cuerpo humano, el aspecto de aquellas criaturas se asemejaba
mucho más al de un duende que nada, salvo, quizás, por la tez
blanca de su cuerpos desprovistos por completo de pelo, la alta
estatura y ese absurdo sombrero en su cabeza.
Goro contó los cuerpos; eran cinco, faltaba uno, pensó. Si algo
había aprendido durante sus largos años cazando brujas, era que
sus ataques, así como el número de espectros que aparecían en
escena, eran siempre el mismo y correspondía con el nivel de
fuerza de la bruja funcionando como una especie de indicador, (de
este modo la organización inquisitorial pudo clasificarlas); así
pues, si la bruja era de nivel seis como esa, eran seis los espectros
que aparecían con ella. El grado de destrucción variaba, claro,
dependiendo del tipo y el carácter de la bruja pero el número de
sirvientes no. Goro paseó la mirada por las ruinosas estructuras de
las casas buscando, rastreando, pero la densidad del humo del
fuego nublaba su visión; el espectro era fácil de distinguir, era
largo y extremadamente delgado, además, usaba, como única
vestimenta y rasgo distintivo de su clase, una especie de sombrero
alto de color negro que contrastaba con su cuerpo pálido, blanco
como pergamino nuevo. “Concéntrate”, se dijo Goro, tenía la
87
frente perlada de sudor y las piernas ligeramente temblorosas. El
olor a carne quemada de los espectros tirados junto a él, se fundía
en uno con el del montón de cadáveres que se quemaban entre los
escombros de las casas, lo asqueaba. Las llamas danzaban
crepitando en el suelo negro, avanzando por el pueblo como una
serpiente ígnea, estirándose y contrayéndose, vomitando calor y
nubes de fuego: “ahí está”, se dijo después de un rato, devorando
una masa amorfa de carne embarrada en el suelo, tres metros más
allá, casi en los pies de la bruja. Pero algo andaba mal, pensó, no
era uno sino tres los espectros que merodeaban entre las llamas.
“Imposible”, pensó Goro, Ida jamás se equivocaba, aquella bruja
era una devoradora nivel seis, definitivamente. ¿Entonces porque
habían aparecido ocho espectros? El guerrero los contempló y
avanzó confundiéndose con la destrucción que volaba en nubes de
polvo. Cientos de cadáveres yacían esparcidos en el suelo, la
mayoría completamente chamuscados.
Aquella bruja era considerablemente más grande que todas a
las que había enfrentado antes, más incluso, que la propia Ofelia, y
devoraba, en ese momento, con su cabeza de pez y largo vestido de
cortesana azul, a un puñado de niños dispuestos en los corrales de
los campesinos, entre excrementos y abono de caballos. Sus
colmillos eran brazos humanos y se flexionaban por los codos
cuando masticaba, mientras que sus cabellos giraban ondulantes,
cayendo rubios por su espalda y emitiendo un sonido similar una
turba de gritos agónicos al partir el aire. Goro miró a su alrededor,
estaban todos muertos, lo estuvieron desde un inicio; era la bruja
88
quien producía los gritos para atraer más presas. Algunos
dragonetes habían acudido al llamado desde el interior del bosque,
y contemplaban desde las periferias el terrorífico espectáculo,
expectantes a la espera de alguna presa perdida. La bruja emitió
una carcajada que sonó cascada entre los gritos producidos por sus
cabellos y, de un manotazo, sujetó un puñado más de niños y los
devoró. Todo era caos y desesperanza. La tristeza pesaba en el aire.
Goro notó entonces, al avanzar entre los escombros, como uno de
los espectros restantes se acercó sigiloso a un niño que se había
agachado cuando la bruja dio el manotazo, y estirando sus largos y
flacos brazos, lo tomó y le reventó el cuello. Goro pudo escuchar,
aun en medio de aquella bulla, como tronaba el hueso al perder la
vida. Entonces el espectro aventó el cadáver, tibio aún, a los
dragonetes en las orillas del bosque y lo devoraron, ante las risas
burlonas de los otros espectros.
Goro respiró hondo y atacó.
El sombrero de copa de uno de los espectros se inclinó al
agacharse para esquivar la daga que Goro había lanzado, pero no
los otros. El cuchillo penetró de lleno en la cabeza de dos de ellos
y murieron en el acto. El espectro restante, al mirar aquello, bufó y
comenzó a correr a cuatro patas como hombre lobo. Su piel
desnuda rebotaba fofa al andar y la sonrisa en su rostro de duende
había desaparecido reemplazada por una mueca de preocupación.
La bruja entre tanto, giraba su cuerpo haciendo temblar la tierra,
buscando en el suelo, lo siguiente para comer. El espectro saltó
entonces a los faldones del vestido de ésta y comenzó a escalar
89
hasta sus pechos, protuberante en un escote sensual, y luego hasta
las branquias en su cabeza de pez. El espectro le susurró algo por
las aberturas verticales de su cara y, para sorpresa de Goro, la bruja
giró la cabeza con dirección a donde él estaba, meciendo su larga
cabellera en el aire provocando el rugir de gritos cada vez más
desgarradores. Goro jamás había presenciado algo así; la bruja asió
en sus manos el tronco de un árbol en llamas, y lo blandió como si
fuera espada. Entonces golpeó el aire frente a él con tanta fuerza
que, de no haber esquivado por los pelos las raíces que se
flexionaron cual látigo en el aire, lo hubieran matado. El espectro
emitió una risa ahogada y, sentado como estaba en el hombro de la
bruja, lo señaló una vez más entre los escombros y el humo y el
polvo. Por su naturaleza salvaje, Goro jamás hubiera pensado que
una bruja tan poderosa como aquella fuera a recibir, y aún menos
obedecer, órdenes de nadie pero en ese momento, guiado por el
espectro, lo estaba haciendo. ¿Qué estaba pasando?
Goro sujetó firme su espada con el implante de madera de su
mano y, desde donde estaba, de pie sobre las ruinas de una taberna,
entre polvo y trozos de hierbajo que caían en medio de aquel
follón, blandió la espada. Fue un sólo golpe pero el aire, el humo y
el fuego se abrieron limpiamente al corte de Idá. El espectro quiso
moverse pero era demasiado tarde, lo había partido por la mitad al
igual que el hombro de la bruja. De su sombrero de copa rebanado,
su cerebro se vació licuado en una mezcla espesa. El vestido de la
bruja se deslizó, a su vez, por sus hombros y dejó a la vista un
enorme pecho blanco; en el pezón la cara de un gigantesco bebé
90
lloraba muda. La sangre comenzó a manar instantes después espesa
y del color de la mierda. La bruja profirió un grito ebrio de dolor y
comenzó a blandir sus cabellos que fueron cortando todo a su paso.
Los montones de cadáveres dispersos por doquier, quedaron
reducidos a meros trozos de carne ensangrentada. Su cara de pez se
contorsionaba escamosa y de sus branquias, un caldo apestoso
salpicaba todo. Goro blandió una vez más su espada, corriendo
entre las ruinas, y el choque del acero con los cabellos rizados de la
bruja que oscilaban hizo eco por toda la tierra. Chispas saltaron de
todas direcciones y el olor a quemado se esparció como niebla por
doquier. La espada ardía y la carne de la bruja estaba indefensa.
Matarla sería mucho más fácil de lo que había supuesto, pensó
Goro, pero no era eso, se había vuelto más fuerte y ese brazo
constituía su principal fuente de poder físico. Lo sabía, lo podía
sentir. Goro sonrió. Ese brazo seria su llave para alcanzar su
objetivo. Ofelia. Asa. Asa. El temblor en sus piernas había
desaparecido y en su estómago sentía bullir emoción y adrenalina
pura.
“¡Eh!” gritó el guerrero. La bruja, que había caído de espaldas,
se puso en pie de nuevo y buscó, entre la humareda, el origen de
aquella voz. Sus ojos de pez puestos en la cara alargada
horizontalmente por su cuello se movieron buscando, rastreando.
“Por aquí”, dijo Goro. Su rostro, cubierto de sombras, oscurecía
sus facciones y la capa en sus hombros se mecía al compás del
viento que soplaba sin dirección.
91
“¿Quién es?”, rugió la bruja. Su voz escamosa, reverberó en la
noche. Al abrir la boca, la cabeza de un niño salió volando
desprendiéndose de sus dientes con forma de brazos, los dedos
retorciéndose como lombrices en las puntas de las manos.
“¿Reconoces esto, ¡eh!, monstruo?”
La bruja miró entonces por fin a Goro de pie sobre una
estructura perdida en el desastre y abrió la boca; era él, el famoso
Soturi de Oest. Goro retiró los pergaminos de protección de la
bolsa de cuero y sacó, tenuemente iluminado por la penumbra
danzante, la cabeza de una mujer muy hermosa y de un tamaño
desproporcionalmente grande. Sus facciones finas parecían de
porcelana pero algo en su mirada muerta hizo estremecer a la bruja
que retrocedió unos pasos al mirarla, sus ojos de pez abiertos de
par en par.
“¿Sabes en dónde está?”. La bruja sacudió a cabeza de un lado
a otro en negativa pero algo en su rostro advirtió al guerrero que no
era así.
“Su nombre no se puede decir”, dijo la bruja, “está prohibido”.
“Dime lo que sabes”, ordenó Goro y ondeó la espada
partiendo el aire.
La bruja se inclinó hacia él poniendo sus manos en el suelo,
entre madera quemada y cadáveres destrozados. A la distancia, en
la penumbra, era un gigante de siete metros de alto mirando una
nada con forma de hombre en la destrucción.
“Se perdió”, dijo la bruja.
“¿Se perdió?”.
92
Entonces, del suelo, entre las ruinas, cavando túneles, los
cabellos de la bruja atacaron a Goro cual gusanos desde el fondo
de la tierra, retorciéndose. El brazo de éste se movió por inercia y
bloqueó los abordes. Idá fue de aquí para allá hiriendo a la bruja,
primero en su cara, haciendo cortes finos, hirvientes en la carne de
pescado, luego por el resto del cuerpo. La bruja emitió un aullido
de dolor y su cabello quedó cortado en hebras que se disolvieron al
caer al suelo como sueños al amanecer.
¿A dónde se fue?, pensó la bruja, con su ojo izquierdo colgado
de su mejilla al buscarlo para contratacar. Sus colmillos, los brazos
humanos, se estiraron y doblaron luego por el codo cuando abrió y
cerró la boca al hablar. El guerrero había desaparecido.
“Te hice una pregunta”, dijo Goro de pronto, parado en el
mismo lugar donde el espectro había estado antes; en su hombro.
La bruja volvió la cabeza, ¿cómo llegó hasta allí? Entonces Goro le
rebanó la mejilla. La sangre salió a caudales, y entre ella, en el
espeso líquido amarillento, el guerrero reconoció la cara de los
niños que había devorado. Se movían como almas en el infierno al
abrir y cerrar la boca, llorando.
“En los oscuros bosques del sur”, dijo la bruja, al fin, “no sé
nada más”. Su voz había adquirido un tono de niña y hablaba como
si se justificara por una travesura. “Aún entre nosotros, ella es
diferente. No mata por diversión, tampoco por hambre, nadie lo
entiende, además siempre lleva a esa mujer consigo…”.
Goro, que la observaba con asco, levantó la mirada al cielo: al
menos ahora sabía que los rumores no eran mentira, Ofelia estaba
93
en las tierras del sur. La luna roja brillaba semi curva pendida de la
mejilla del universo; herida, se dijo Goro, y perdida en los confines
del fin del mundo; “Asa”, pensó entonces; cuando la vio en su
enfrentamiento con Ofelia, se veía limpia, sana, a gusto, inclusive
y que lo mataran si no pero le había parecido percibir el destello
fugaz de una mirada de cariño en sus ojos grises al contemplar a la
bruja que la aprisionaba en el interior de su vientre de huesos
pálidos y cubiertos por jirones de carne podrida que colgaban
como ramas de sauce.
“Muere”, dijo Goro sintiendo una rabia sorda palpitar en su
interior; acto seguido, cerró los ojos y dejó que el poder del brazo
fluyera por todo su cuerpo.
Capítulo 3
Enormes lágrimas escurrían por las mejillas de pescado de la
bruja cuando Goro la rebanó en decenas de pedazos que los
dragonetes no dudaron en correr a devorar. La boca, aún completa
cuando cayó al suelo, alcanzó a murmurar antes de desvanecerse
entre los colmillos de un par de ellos:
“No podrás derrotarla; ella es inmensa, ella es eterna, ella
es, ella fue y será…”, pero Goro no la escuchó.
Capítulo 4
Luego todo fue silencio; silencio y el crujir de las llamas
danzando con su canto de muerte en la oscuridad. Todo había
terminado.
94
Capítulo 5
Pero no era del todo así. Goro agudizó el oído al percibir un
rumor lejano susurrar entre los escombros. Por aquí, sobre el
humo, por allá bajo las hierba quemada y entre los lengüetazos de
los dragonetes que devoraban los pedazos de carne de los
cadáveres y la bruja. El aire despeinaba las copas de los árboles
dispersando el humo en columnas que se retorcían en espiral al
cielo oscuro, bajo la luna roja y, a lo lejos, relámpagos encendía la
noche. Goro absorbió de su medio la cadencia de aquellas ondas de
sonido que revoloteaban en los despojos del caos, sintiendo el astil
de Idá frio como la nieve ahora que la bruja había muerto y su
campo negro se había desintegrado, y escuchó atento: palos al ser
removidos y el tronar metálico de una espada en el silencio, bajo
tierra. El Guerrero saltó al suelo de la cabaña destrozada en donde
estaba y comenzó a caminar hacia aquel murmullo cada vez más
audible. Tenía los ojos cerrados como hacia cada vez que
necesitaba escuchar, escuchar de veras, y caminaba como por
instinto persiguiendo sombras en el aire; un dragonete le gruñó al
percibir su cercanía y clavó sus garras en el abdomen de un
hombre que yacía tumbado boca arriba con los intestinos saliendo
por su boca como advirtiéndole “esto es mío”. Su larga y escamosa
cola apuntalaba al cielo como un fusil de hierro aún no inventado.
Goro lo ignoró y siguió el sonido hasta el destrozado corazón del
pueblo: que hubiera un sobreviviente era sumamente extraño;
¿quién podría haber eludido las garras del monstruo? Aquella bruja
era una devoradora, marcar no le interesaba en absoluto. Goro se
95
detuvo al pie de una choza completamente destruida, el calor
abrazador besando su cuerpo, y entonces, enfundando Idá, dio un
puñetazo en el suelo con el brazo izquierdo levantando los
escombros en el acto como si la gravedad se hubiera fundido en el
aire, y ahí estaba: una mujer con el cuerpo semienterrado
escarbaba, intentando salir. Ella lo miró con sus ojos plateados
inyectados de sangre por el esfuerzo y el dolor, y le apuntó con su
espada con la mano libre, su rostro desprovisto de todo miedo.
Alrededor de Goro los escombros flotaban como cenizas. Era
bella, pensó, pero algo en sus ojos le transmitió una sensación de
extrañeza, sin nombre; ¿qué sería?, se preguntó; no lo sabía. El
cabello rubio de ella, manchado de sangre, escurría por sus mejillas
y un corte trasversal se estiraba desde el cuello hasta el ombligo. Y
luego estaba el emblema dorado en su pecho: la organización
inquisitoria del rey Oest. Era un soldado.
“¿Necesitas ayuda?”, preguntó Goro. En su cara se iluminó el
fantasma de una sonrisa a las llamas del fuego.
“¿Tú qué crees?”, dijo ella bajando su espada alargada y con
forma de hueso, y suspiró aliviada.
Goro se agachó y la tomó en sus brazos.
Capítulo 6
La dejó sobre la barra del bar.
El regente se había marchado junto a la camarera, al igual que
el resto de habitantes en ese pueblo y, en medio de la noche, las
casas parecían criaturas muertas agazapadas en la oscuridad,
96
asechando. Los brazos de Goro habían quedado cubiertos de
sangre y trozos de piel muerta de la guerrera. El mal del diablo,
pensó encendiendo un candil, pero no era así. Su herida, mortal
según le había parecido cuando la sacó de los escombros, se había
cerrado en el transcurso del camino, y ahora, a pesar del tono
amoratado de su vientre, se veía bastante mejor. Su poder de
sanación era increíble. ¿Se debería a la marca?, se preguntó.
La guerrera lo miraba. Sus ojos eran plata en la penumbra y lo
miraban en el vacío frio de la noche. Su espada de forma bastante
inusual, retozaba sin convicción sobre la mesa como un insecto
muerto y, en sus bolsillos, piedras de transferencia brillaban
intermitentes iluminando la penumbra reinante. Goro saltó la barra,
en el mismo lugar en donde la camarera lo había visto emerger
horas antes, y abrió una botella de chartrusee. Luego tomó un
sorbo y vació el resto de la bebida en la herida de ella. Ésta gritó de
dolor y se retorció en la mesa. El corte, que aún estaba ligeramente
abierto, comenzó a escocer inmediatamente, quemando la piel,
cerrándola.
“Con eso estarás mejor”, dijo Goro, y se encaminó a la puerta.
“Espera”, dijo ella, “¿a dónde vas?”. A lo lejos, un relámpago
hizo eco en el silencio cargado de la típica tristeza que inundaba al
mundo siempre que una bruja atacaba y el agua comenzó a anegar
el silencio en la oscuridad. “Una tormenta se acerca”, Envuelta en
la penumbra, sus finas facciones se acentuaban aún más y aunque
hermosas, le recordaban ligeramente el rostro de ¿quién?, ¿Ofelia?
97
“¿Cuántos eran?, preguntó Goro repentinamente. La Guerrera
lo miró; se había incorporado; su herida estaba completamente
cerrada y el vapor había dejado de quemar su piel ya regenerada.
“Siete”, dijo ella, “éramos siete. La organización, en el
comunicado, nos dijo que la bruja era nivel dos; dijeron que no
había problema si éramos pocos, que sería suficiente para vencerla.
Esos hijos de puta… nos enviaron allí a morir”.
Siete. Goro cerró los ojos y recordó; la bruja era nivel seis, ni
aun siendo cien de ellos podrían haber hecho algo contra ella. Los
ataques usualmente era orquestados por cincuenta soldados o más
para niveles bajos, más del triple si era grado cinco o superior,
entonces, ¿por qué el rey de pronto comenzaba a despreocuparse
por sus soldados? Hasta antes de que Goro luchara contra Ofelia, el
rey Oest intentaba protegerlos por todos los medios; cuando el
campo negro rebasaba del nivel cuatro, las misiones de los
soldados se limitaban a reconocer y evacuar, si era posible, desde
la distancia; mantenerlos con vida era su prioridad; tanto era así
que poblados enteros perecieron sin recibir ayuda. Con algo de
suerte la bruja desaparecería al amanecer o se iría a otro lado. En
caso contrario, bueno, que Gott amparará al mundo si como Ofelia,
era de clase errante, nivel doce.
“Cuando apareció”, continuó la guerrera, “nosotros apenas
habíamos traspasado el velo de la entrada. Entonces nos cayó
encima, apareció de la nada. De pronto el cielo pareció abrirse en
una línea recta y acto siguiente, ella ya estaba allí aspirando con
esas malditas branquias de pescado. Nosotros éramos la elite, lo
98
mejor de la inquisición… y no logramos ni siquiera desenfundar
nuestras armas. Atrapó a Khie con una gigantesca lengua de sapo y
la devoró ahí, frente a nosotros sin que pudiésemos atacar; luego
fue Marraf, luego los demás. Para el momento en que logré
desenfundar mi espada, todos los soldados ya estaban muertos y
medio pueblo destruido. Esos malditos espectros habían dispuesto
a los niños y más jóvenes en los corrales y la bruja los devoraba.
Eran ocho, muy extraño, de verdad, muchos más de lo que
deberían haber aparecido…”
«Aquella era la villa infantes, ¿sabes?, casi todos los niños de
estas tierras iban allí para su entrenamiento; ellos eran el futuro…
y nosotros no pudimos hacer nada por ellos. Katyia logró mandar
un mensaje de urgencia antes de que la mataran; la organización
debió de haber mandado refuerzos pero no llegó nadie. Entre la
turba, la bruja me sujetó de la cintura mientras guiaba a un grupo
pequeño de gente fuera del pueblo, pensé que moriría pero, al
olfatearme, me lanzó a los escombros a donde perdí el
conocimiento; no lo entiendo, ¿por qué lo hizo?, cuando desperté
tú estabas a media pelea pero para nosotros, para mí, ya todo había
acabado».
Goro le ofreció la botella de la que acababa de dar un sorbo y
dijo:
“Era nivel seis, una devoradora de nivel seis, ustedes no
podían hacer nada. Tú no podías hacer nada”.
Ella suspiró y, aflojando los puños que tenía apretados, tomó
la botella y bebió.
99
“Nada es tu culpa”, dijo Goro, “ustedes, toda esa gente… fue
la bruja… y el rey”.
La guerra asintió limpiándose las lágrimas; al hacerlo, se
percató de la semidesnudez de su cuerpo; entonces se dio la vuelta
y se ocultó en la penumbra, avergonzada. La turgencia de sus
pechos resaltaba sobre su traje desgarrado. Goro le ofreció su capa.
La cobijó.
“Gracias, por todo”, dijo ella, “me llamo Dietrich”.
100
según se lo indicaba su espada Idá que percibía el campo negro
antes incluso de que la bruja desplegara su poder en la tierra. Pero
ahora eso no importaba, aquella era la vía más rápida para
encontrar a Ofelia. Goro desenfundó su espada, Adí, mucho más
ligera que Idá pero también mucho más poderosa, y les apuntó con
ella pero Dietrich lo detuvo.
“No así”, dijo y de su bolsillo sacó dos ruedas hechas de hueso
al parecer. “Son rápidas, las espadas no funcionan de ese modo con
ellas, si llaman a las demás estaremos en problemas”. Goro la miró
queriendo refutarla pero al final lo dejó correr. ¿Para qué discutir?,
ella parecía saber lo que hacía. Hasta antes de que dejara la
organización para seguir con él, había viajado por todas las tierras
territorio del rey Oest, podía confiar en ella. “Mejores son los
ataques sorpresas, además, aquel es el valle de las Harpías, no
querremos tenerlas encima si éstas llegan a graznar, créeme”,
Entonces, con mano experta, Dietrich lanzó aquellas extrañas
armas que, dibujando una trayectoria curva en el aire, asestaron de
lleno en sus rostros finamente tallados y emplumados. La sangre
salpicó el aire y la enorme rama en la que se sostenían se partió por
la mitad y las hizo caer. Una de ellas, la más pequeña, golpeó
muerta el suelo junto al cadáver a medio devorar, sobre la hierba;
la otra, mucho más grande, aleteó en círculos derramando un
espeso liquido de su cuerpo y luego se lanzó en picado hacia donde
ellos estaban, con sus garras de fuera y emitiendo un chillido
agudo de dolor. Dietrich desenfundó su espada y la blandió como
látigo destrozando las ramas de los arboles más cercanos con una
101
filosa ráfaga de aire, partiendo, en el proceso, a la harpía por la
mitad. Las altas rocas en donde solían anidar se adivinaban en el
horizonte, no demasiado lejos de donde estaban, y el eco del
chillido de ésta se expandió en espiral hasta los nidales y de
regreso.
“¡Mierda!”, maldijo Dietrich, “ya vienen”. El aleteó, a lo lejos,
anegó de pronto el silencio apenas perturbado por el follaje al
contacto del viento y sus figuras, el de las harpías, se dibujó en el
horizonte, bellas con sus alas, entre las montañas bañadas por la
tenue luz de la mañana.
“Vamos”, dijo Dietrich, “los oscuros bosques del sur ya no
está tan lejos”.
Goro se incorporó y la miró; si bien habían acordado ir juntos
hasta el siguiente pueblo, no esperaba continuar con ella hasta los
oscuros bosques, en donde Ofelia. Dietrich era de gran ayuda, no
podía negarlo, y muy poderosa, pero aquel era un camino que
había emprendido solo; tenía que terminar igual, pensó.
“Te escuché hablar con la bruja, tienes que encontrarla, ¿no?,
Ofelia, la bruja carcelera; te ayudaré”.
“No”, dijo Goro, “te lo agradezco pero no, esto es algo que
debo hacer solo”.
“Es demasiado poderosa, conmigo aumentan tus posibilidades
de lograr lo que sea que buscas al enfrentarte a ella, porque no
buscas vencerla ¿verdad que no?, nadie puede hacerlo”.
(Ella es inmensa, ella es eterna, ella es, ella fue y será)
102
Una ventisca de aire revoloteó entre las ramas y una pavada de
unnunus voló sobre sus cabezas con sus enormes picos torcidos
como media luna.
“¿No piensas regresar a la organización, verdad?”, le preguntó
Goro sin saber muy bien porqué.
“¿Esta loco?, esos desgraciados me enviaron a luchar sabiendo
que moriría; tanto da si creen que sí lo hice”.
Las harpías graznaban en el silencio, cada vez más cerca.
“Escucha”, dijo Dietrich sin miramientos, “desconozco tus
motivos para buscarla y si te soy franca no me interesan, pero te
estoy agradecida por matar a aquella perra y por sacarme de los
escombros, por más aprisa que mi cuerpo sane, no la hubiera
librado; sé que no es lo tuyo pero igual lo hiciste, así que he
decidido seguir contigo y ayudarte, de cierto modo te debo la vida,
además, conozco estos lugares, te puedo ser útil, a menos, claro,
que decidas vagar y perderte en estos valles. No serías el primero,
pero sé que eres listo, ¿eres un Soturi, no?, el famoso guerrero
Goro, no puedes ser estúpido. Si en algún punto del camino decido
tomar otra dirección, basta con que te lo diga y ya está, nos
separamos, sin más, ¿no te parece?”.
El guerrero palpó con su mano la cabeza de la bruja
aprisionada en su bolso de resguardo con pergaminos de encierro.
Ofelia, pensó, y una ráfaga de recuerdos le inundó la mente,
entremezclados todos en una llovizna de sentimientos tan fríos
como el granizo; entonces el grito de Asa resonó en su cabeza a lo
lejos, en el tiempo; Asa, hermosa, con su mirada de mar encerrada
103
en el vientre de Ofelia, apenas una adolecente con el cuerpo roto y
aquellos gritos de súplica. Escóndete, sobrevive. Luego soledad y
un vacío infinito. Después un parpadeo y el escenario cambió: “la
soledad no te sienta bien”, le recordó la voz de Asa adulta,
mirándolo a los ojos, años, muchos años después, “sé feliz, ¿eh?,
Goro” y el efímero centelleo de una sonrisa en su boca de media
luna.
“Vamos”, dijo Goro mirando a Dietrich a los ojos, tan
parecidos a los de Ofelia, sí, pensó él, repentinamente, a ella se los
recordaba, Ofelia, “ya vienen”.
Capítulo 8
Siete semanas después llegaron por fin al pueblo del abismo
Nebilis, cerca de la fortaleza del Sur, y rentaron una habitación en
una posada para pasar la noche. Se sentían cansados después de
caminar tanto y apenas habían comido. En el camino hasta allí se
habían enfrentado a varias brujas de nivel medio y a un par de
mantícoras salidas de quien sabe dónde en medio de los pilares de
las rocosas, además, una bandada de harpías los persiguió durante
largo tiempo a través de los valles y los desolados bosques. Por si
fuera poco una semana antes de llegar al pueblo, se habían topado
de lleno con un trío de brujas nivel cuatro que merodeaban sobre el
lago de Nebilis, justo al pie del barranco que daba acceso al
pueblo. Si bien su poder no era tan grande, los espectros, casi
cuarenta esta vez, les ocasionaron gran daño. Apenas pudieron
acabarlos sin salir destrozados ellos mismos. Cada vez se
104
comportaban más y más erráticos y su poder había incrementado
considerablemente; además, las brujas, doblegadas a ellos, se
movían siguiendo sus órdenes y eso representaba un problema
grave. En la guerra antigua las brujas se desplazaban por las tierras
del reino persiguiendo sólo sus instintos, por lo que era más fácil
para los soturis enfrentarlas. Ahora, sin embargo, parecían
suprimir esos impulsos de destrucción inherentes a su existencia, y
atacaban con base en estrategias bien estructuradas, por lo que
ocasionaban mayor daño. Algo raro pasaba con todo ello y Goro
había perseguido aquel cambio hasta su enfrentamiento con Ofelia,
cuando perdió su brazo tiempo atrás. Después de eso muchos
cambios se habían edificado por todo el reino de Oest; ¿qué sería?,
además, la noticia de que un ejército de mil quinientos soldados de
la corte habían perecido cerca de ahí al contacto de una bruja de
nivel nueve, apenas cinco niveles abajo del mayor registrado, los
tomó por sorpresa. Pareciera, habían concluido Dietrich y Goro,
que el rey decidió erradicar por completo la organización
inquisitoria. De ser así, sólo podía significar que había encontrado
nuevos aliados mucho más poderosos para conquistar las tierras de
la reina Surtse; siempre había sido ese su objetivo y el principal
móvil para matar al Padre Rey. Una vez que la venciera, los reinos
restantes caerían mucho más fácilmente. No eran como ella. No
eran tan fuertes. No tenían su poder.
“¿Las brujas?”, había aventurado Dietrich. Pero Goro no
contestó; ambos ya conocían la respuesta.
105
Capítulo 9
Aun así, reflexionaba Dietrich en medio de la noche, quedaban
muchas cuestiones en el aire. Si las brujas eran las armas, ¿qué
eran los espectros?, ¿quiénes eran y como es que ahora podían
controlaras a su antojo? No lo sabía. Había tantas cosas que no
entendía. ¿Qué podía hacer? Goro dormía a su lado y su
respiración acompasada resonaba en el silencio. La tranquilizaba.
Su pecho lleno de cicatrices subía y bajaba, y sus facciones duras,
a pesar de estar sumamente pronunciadas como marcadas con
cincel en su carne, delataban el fantasma de una juventud
arrancada a la fuerza. Dietrich estiró su brazo, su cuerpo desnudo
bajo las sabanas y lo tocó. Por ahora, se dijo sintiendo el tacto tibio
de su piel, estar con él era lo mejor. Desde que lo conoció se había
sentido irremediable atraída y ese sentimiento sólo incrementó
durante el tiempo que pasaron juntos. Era como si algo en el
interior de Goro la llamara, lenta y calmadamente, y la incitara a
permanecer a su lado. No lo entendía, pero tampoco le importaba
demasiado, se sentía bien estar con él, así que no se alejaría. No
ahora. Nunca.
De pronto, la espada, Idá, recargada en la pared, iluminó la
oscuridad con su hoja de acero ardiente y la marca que Dietrich
tenía en el vientre, le comenzó a escocer sordamente. Algo malo
estaba por suceder. Lo sentía.
106
Capítulo 10
Estaba agotado.
Dietrich yacía medio muerta entre los escombros de lo que al
parecer, solía ser un templo de Gott, y Goro contemplaba a la bruja
volar sobre los edificios, en lo alto. Sus enormes alas de cuervo
despuntaban con ciclópeos dedos humanos que se retorcían al
viento, en la oscuridad, y, en su rostro calavera, una sonrisa se
abría torcida en media luna. La lluvia seguía cayendo a raudales
del cielo y, en el suelo, charcos de lodo se abrían en el lugar de sus
pisadas y unos cuantos cadáveres se esparcían por aquí y por allá
entre los hierbajos. El pueblo se hallaba junto a un abismo rocoso
muy cerca del castillo fortaleza del rey Oest, antiguamente
perteneciente a la reina Surtse; las torres se alzaban al cielo como
las velas de un navío en la oscuridad, perdido en altamar y la bruja,
aleteando y emitiendo un largo suspiro de huracán, se mecía en el
abismo, sus ojos rojos brillando entre las capas de neblina espesa
que ascendía desde el fondo del vacío, abajo, en el caudal del rio
Nebilis. Goro suspiró, cerró los ojos y aguardó a que viniera.
Dietrich seguía con vida, si bien había perdido el conocimiento, su
cuerpo ya se comenzaba a curar, regenerándose y, en la lejanía,
entre los bosques, la gente del poblado avanzaba en una comitiva
dirigida por los soldados inquisidores, reclutados por Dietrich.
Desde que Goro comenzó a viajar con ella, acostumbraban, cada
vez que entraban en contacto con una bruja, a evacuar a las
personas que circundaban las zonas del campo negro. Para Goro
significaba dejar de lado el ataque ofensivo y centrarse en apoyar a
107
la guerrera para la evacuación; era una molestia, tenía que
admitirlo, pero Dietrich ejercía sobre él una influencia
indeterminada. No es que la amara, solía pensar al mirarla, pero
aquel sentimiento sin forma le retorcía las entrañas cada vez sus
ojos se encontraban. Como sea, se dijo tomando su espada Idá,
ardiendo por el campo negro, tenía que terminar con ello. La
batalla ya se había alargado demasiado y el cansancio pronto lo
vencería.
La bruja planeó sobre su cabeza, entre los edificios de altas
cúpulas que aún se mantenían en pie, se detuvo luego encima de
uno de ellos y barrió con la mirada el gigantesco montón de
cuerpos de los espectros tirados cerca de Dietrich, que se
esfumaban lentamente, entre las brumas. Los miraba como si
buscara instrucciones. Las tierras del sur estaban a dos semanas
más a pie si atravesaban los páramos de las quimeras, y los
bosques oscuros, a una semana más. Ofelia estaba cada vez más
cerca y las irregularidades que atañían al comportamiento de las
brujas y los espectros trastocaban hondamente su propia
percepción de las cosas pues todo lo que había aprendido de ellas
estaba siendo echado por tierra. Por otro lado, si el rey Oest tocaba
las tierras de la reina Surtse, más allá de la muralla en donde
terminaba el rio Nebilis, la guerra por el territorio se desataría y
ellos quedarían atrapados en el epicentro de todo. Todo se estaba
yendo al carajo, sin que pudiera hacer nada.
La bruja alzó la mirada al cielo como esperando que la luna,
tapizada de nubes, le dijera qué hacer, y luego, abriendo su boca de
108
cráneo, emitió un chillido ronco que cimbró la tierra en la
oscuridad. Esa era su oportunidad.
Goro se desplazó con rapidez por los bordes del precipicio y
saltando y escalando entre los edificios, blandió su espada al aire
con el brazo izquierdo sintiendo como fluía el poder de los
hechizos sobre su cuerpo. La bruja advirtiéndolo, se quitó con una
velocidad mucho mayor de la que su gigantesco cuerpo de ave le
podía permitir, eludiendo el corte que destrozó los ladrillos de la
edificación que luego se vino abajo. Entonces abrió y cerró sus alas
de cuervo y, en el acto, echó a volar. Goro se retrajo,
escondiéndose entre las estructuras de piedra a medio caer y esperó
a que la bruja bajara otra vez. Ésta, entretanto, se elevó a lo alto,
bajo las sombras, bañada por la oscuridad y la penumbra de las
luces en el horizonte y luego, enorme pajarraco con forma humana
sobrevolando al mundo, bajó en picada. El golpe arremetió en el
centro del poblado e hizo volar los cadáveres y las casas dejando
un agujero concéntrico tres metros hacia dentro en la tierra. Goro
salió disparado en medio del humo y destrozos; una lanza de
madera se incrustó en su hombro y la sangre comenzó a manar a
chorros casi en el acto. La bruja, que seguía mirando la luna llena,
roja, detrás de las nubes, de pronto plegó las alas y la tela
membranosa llena de venas y plumas negras, se transmutaron en
brazos humanos, en la punta de las cuales garras filosas se
formaron entre las sombras y, acto seguido, las enterró en el suelo.
Instantes después, enormes filos emergieron como cristales de la
tierra atravesando los cadáveres que yacían en el suelo, entre los
109
destrozos y el caos. Los espectros incluidos. Goro corrió
esquivando las agujas que emergían al cielo y tomó a Dietrich de la
cintura.
“¿Qué haces?”, rezongó ella. Había recuperado el
conocimiento pero las heridas que la bruja le había hecho con sus
garras aún palpitaban en su espalda, inmovilizándola. “No puedes
perder tiempo conmigo, tienes que acabar con ella. Amanecerá
pronto”. Sus ojos plateados brillaban en la noche. Goro asintió,
dejándola suavemente en el techo de la alcaldía. Luego descendió
sacando de su bolsa de resguardo, la cabeza de Ofelia. La bruja se
había encogido a tamaño humano y lo miraba. Su cuerpo de mujer
desnuda, se abría con heridas que dejaban al descubierto espinas,
su cara una calavera.
“¿Qué sabes de ella?”, dijo Goro mostrando la cabeza
decapitada de la bruja carcelera, ya desprovista de pergaminos.
“Creí que ya lo sabias”, contestó la bruja con una voz que
resonó ronca, esquelética en el fondo de la mente del guerrero.
“¿No te lo había dicho Petra, en el norte y Artemia, y todas las
demás brujas a las que has enfrentado desde Ofelia?”.
Goro la miró. No dijo nada. Aquella bruja le daba miedo. Un
miedo atroz, sin precedentes. La sentía dentro de su mente, en sus
recuerdos, arañando las paredes de su memoria con sus garras de
monstruo, desplazándose lentamente hacia el interior.
“¿Creías que no lo sabíamos?”, la bruja trazaba círculos con
sus manos en el aire disparando ráfagas de diamantes filosos por
todos lados y, ahí, de pie, en la oscuridad, tenía el cuerpo de una
110
niña con el cráneo blanco como luna iluminando la lobreguez
oscilante. “Nosotras lo sabemos todo, somos brujas después de
todo. Pero te equivocas, ella ya no está en los oscuros bosques del
sur, hace un par de semanas que comenzó a moverse hacia el
occidente sin nin-gún mo-ti-vo; ¿no te parece raro?, tú te acercas y
ellas se van. ¿Quieres saber hacia dónde se dirigen?, me parece que
no hace falta, ¿o sí?, ya lo sabes, tu mirada me lo dice, tu miedo,
tus pensamientos; después de todo, su destino es el mismo que tú
decidiste seguir desde el principio. Regresar. Todo esta
persecución, ¿no basta ya de fingir?”.
Goro contrajo la cara en una mueca sin forma; luego asió con
más fuerza su espada. La fuerza mágica que atravesaba su cuerpo
hervía en su interior con furia y se desbordaba por el agujero de la
herida en su hombro sangrante en forma de sudor y miedo. ¿El
destino que decidió seguir?, ¿regresar?, ¿acaso podía referirse a...?,
no, pensó, no podía ser. Por más que Goro le había dado vueltas y
vueltas a aquellas palabras que Asa pronunció muda cuando la
bruja la secuestró, jamás se había planteado seguir realmente ese
camino, no al menos de manera consiente, era imposible; sin
embargo, ¿no era ese viaje suyo ya algo inalcanzable?
“Así es”, dijo la bruja, su sonrisa de malva parecía nieve en la
tempestad, “se dirigen hacia las aguas del tiempo”.
111
Capítulo 11
Entonces el tiempo se detuvo y Dietrich, que se había
incorporado, lo miró todo como en cámara lenta: Goro agitó su
brazo izquierdo cual si fuera un látigo en el aire y el viento, la
noche y la gravedad se abrieron en el acto, su cara oculta en una
contracción, y la bruja, tan rápido como aquel destello de luz
producida por la espada, lo esquivó una vez, dos veces y se acercó
de un salto, cara a cara, frente a Goro. Entonces algo pasó; un
susurro, una orden y un millar de palabras por segundo. Después
un destello fugaz que refulgió en la noche y la espada descuartizó a
la bruja. “¿Qué mierda sucedió?”, se preguntó la guerrera. Goro se
quedó petrificado con Idá en la mano, apagada tanto como el
campo negro. La bruja se había esfumado. Pero algo en el viento le
ponía los nervios de punta. Un mal presentimiento flotaba en el
aire, gruñendo como murciélago, la estremecía. Quería gritar
pero…
“¿Goro?”, susurró Dietrich, acercándose a él, su cuerpo,
herido aún, evaporando las heridas en su piel, “¿estás bien?”. En
las torres, el rey izó las banderas y las trompetas deshicieron el
silencio en el amanecer. El rey Oest había enviado su ejército a las
murallas de más allá del rio Nebilis. La guerra había sido
declarada.
“¿Goro?”, insistió Dietrich, la lluvia había amainado pero el
miedo imperaba como niebla por el mundo, distendiéndose.
“Las aguas del tiempo”, susurró él y se desvaneció en sus
brazos.
112
Parte tres: Regreso
Capítulo 12
la bruja aparece de pronto con el estallido de un relámpago
que cae de la nada, entre los enormes troncos de pinos y hayas
torcidos de tan viejos, en las periferias del pueblo del santuario
Soturi. Primero se forman los pies, enormes garras de alce
abriéndose camino en medio de la nada, luego es el cuerpo, sólo el
esqueleto de una caja torácica con las costillas formadas cual
prisión y, de los huesos de un verde pálido, jirones de piel podrida
colgando como adornos infantiles; al final son las cuatro cabezas,
todas iguales, pendidas de cuatro cuellos serpientes:
“Finalmente te encontré”, gruñe Ofelia, la gran bruja
carcelera, con el sonido de un trueno, “Asa”.
Capítulo 13
“No tengas miedo”, susurra Asa acunando a Goro en sus
brazos; Goro asiente, moviendo la cabeza entre sus pechos de
reina. Su olor lo tranquiliza. “No hay nada que temer, es sólo una
tormenta”, dice, pero no es así y ella lo sabe, lo siente. En la calle,
del otro lado de la ventana, una espesa bruma cargada de malos
presentimientos avanza lenta, torciéndose y destorciéndose en
pliegues grises que apenas se disipan con el viento frio que sopla
del bosque con olor a miedo y muerte; y, en el cielo, nubes, tan
negras como la faz, se han ceñido tan repentinamente que apenas si
se puede creer que ahora esté oscuro y el brillante sol crepuscular
113
que un minuto antes iluminaba la tarde, secuestrado tras los gritos
de una tormenta que ruge con el rugir de una antigua bestia.
“No hay que temer”, repite Asa. “No pasa nada”. Pero sí que
pasa. En la lejanía, el susurro de algo que se mueve se extiende
como tentáculos por todos los rincones del mundo y un temblor
sordo en la tierra, cimbra los recuerdos de toda la población; es el
sonido de la guerra antigua que viene a por ellos.
“¿Es una bruja?”, susurra Goro que se estremece al
preguntarlo. Si bien él es hijo de aquellos que lucharon y nunca
presenció nada, no puede evitar sentir miedo, las historias nunca
mienten. Asa lo mira, una sombra en la penumbra; todos los
candiles de aceite de salamandra se han apagado por la ventisca
que sopla con violencia desde el poniente y luego niega con la
cabeza. No, no puede ser, se dice intentando convencerse a sí
misma, las brujas no aparecen en la tierra desde hacía casi medio
siglo del calendario Oest; y aunque aquel cambio brusco de
temperatura no es normal, tampoco indica otra cosa; tan sólo es un
mal tiempo, un mal clima, una mala noche. Nada más, nada menos,
sólo una tempestad que pronto ha de desaparecer.
“No, Goro”, dice Asa bajando la cabeza para mirar al niño que
se protege en sus brazos, “no es una bruja”. Y le obsequia la
sonrisa más encantadora del mundo.
Omura, el cruel guerrero de la tierra norte, derrotó a Úrsula, la
bruja viuda, la última gran bruja que apareció en la tierra a finales
del año primo, en la gran guerra de los Soturis. Era nivel trece, el
mayor nivel registrado, y él la venció, se hizo leyenda. Se dice que
114
bastó un sólo corte de su hacha de oro, otorgada por el Padre Rey
Oest para desaparecerla y sellar por completo la fisura que permitía
la formación de los campos negros, en las colinas de la viuda.
Desde entonces no había registro de otra aparición, ni ahí ni en
ninguna otra tierra del reino, de los reinos; <<era imposible que
regresaran>>, decían los libros, <<pues el material del hacha de
Omura contenía un hechizo de encierro perpetuo. Casi imposible
de conjurar pero al mismo tiempo, imposible de corromper una
vez que se ha lanzado...>>
“No puede ser”, susurra Asa sonriéndole con afecto, “las
brujas desaparecier...”.
Pero entonces un grito resonó a lo lejos y el techo de su casa
se levantó de golpe como la tapa de un cráneo al ser desprendido…
Asa se arroja al suelo empujando a Goro y se deslizan rodando
bajo la mesa, protegiéndose de los escombros que caen junto a la
lluvia por todos lados. Las llamas del fuego que se retuercen en la
calle serpentean como dragones ígneos por doquier iluminando a
contra luz las siniestras caras de Ofelia que sonríen al mirarlos
sobre su cabeza, bajo el cielo negro, flotando. El pelo resbala por
las caras de la bruja, cubriendo sus pálidas muecas al desplazarse
en el aire, olfateando, rastreando una presencia que ni Goro ni Asa
pueden ver.
“Es ella”, gruñe una de las cabezas con voz gutural y algo
cantarina. “Es ella”, confirma otra, y la otra y la otra, sonriendo y
llorando al mismo tiempo, lágrimas de sangre negra. Felicidad y
enojo de un tiempo antiguo y también futuro.
115
“Guarda silencio”, ordena Asa a Goro que lo ve, y lo besa, y
lo abraza. Cuando lo encontró en el pantano de los caídos, apenas
respiraba. Los aniquiladores de Soturis habían matado a sus padres
junto a la mitad de la población en la gran matanza del santuario
del norte. Los habían tomado por sorpresa y para cuando
reaccionaron, ya era demasiado tarde. A Goro, junto a varios niños
más que no sobrevivieron, los habían torturado y mutilado; todo
por órdenes del rey Oest. En aquel momento recién había tomado
el poder y los aniquiladores se movían clandestinamente y no sería
sino hasta al menos diez años más tarde, cuando las brujas
comenzaban a atacar más y más frecuentemente, que el rey
decretara la creación de la organización inquisitorial para que
éstos, junto a los soldados, fueran legalmente reconocidos y sus
actos de horror auspiciados por el reino. Por aquel tiempo,
también, fue que los primeros espectros aparecieron en escena y el
rey comenzó la avanzada de ataques de conquista, violando varios
tratados de paz en el proceso.
Asa se encargó de curar a Goro y de sanarlo, tanto física como
psicológicamente. Le había prometido estar con él para siempre;
Goro le había dado sentido a su vida y le había jurado unión
perpetua y, sin embargo, pese a todo lo que pudiese haberle dicho,
todo lo que se pudiera haber prometido, ahora, mientras la bruja le
mordía la pierna derecha y la arrancaba de los brazos de Goro por
la fuerza, no podía hacer nada, absolutamente, para mantenerse
juntos.
116
La bruja se elevó, lejos, alta, y luego, abriendo la cerradura de
huesos que bajaba hasta el vientre con un ¡clic!, la guardó en el
interior de su pecho y, atravesando un hueso de su costilla cubierta
por jirones de piel a modo de palanca para evitar que abriera, la
encarceló. No la mató, tampoco la marcó. ¿Qué estaba pasando?,
en la historia había pasado algo así. Era como si aquella bruja
hubiera ido por ella a expensas de todo y de todos, rompiendo el
hechizo imposible de encierro perpetuo. La bruja la había
secuestrado y se largaba, ahora, arrastrando su enorme cuerpo por
el lodo, llevándosela consigo y dejando un profundo agujero de sí
en la tierra y en el centro del pecho de Goro. Asa gritaba dentro del
cuerpo de Ofelia y Goro, ahí, recostado entre los escombros… sólo
la mira alejarse, haciendo temblar la tierra y el mundo a sus pies
sin que pueda hacer nada. “¿Por qué no soy fuerte?”, se pregunta
con la cara manchada de sangre, mugre y lágrimas que escurren
como fuente por sus mejillas, “¿por qué soy débil?, ¿por qué no
puedo hacer nada?”, la bruja se iba, más y más lejos, llevándose
consigo lo que más quería en el mundo, se iba, dejándolo
nuevamente solo. Solo.
Asa, a la distancia, sobre las casas, elevándose al cielo junto a
la bruja, giró su cuerpo en su nueva prisión de hueso y lo miró salir
de casa arrastrando los pies, entre el fuego y el agua y el humo que
oscilaba en espiral sobre su pequeño cuerpo; entonces unas
palabras se formaron en sus labios de manera inconsciente con la
voz de una silenciosa, casi culpable, petición… “Búscame”,
susurra ella, “en las aguas del tiempo”.
117
Goro asiente y entonces el mundo entero se desvanece a su
alrededor.
118
su mente, no desapareció. Suponía que la erradicación de guerreros
no era casual y, según rumores, el rey realizaba experimentos de
fusión mágica elemental; si lo pensaba con atención y unía las
piezas, el cuerpo de los espectros encajaba a la perfección con la
descripción de los libros oscuros de magia de reanimación
malformada que el rey tenía en su biblioteca personal que ella, por
error, había descubierto una vez. Según éstos, una vez que el
cuerpo muerto revivía, adquiría una serie de características
deformadas muy similares a la que tenían espectros. “Claro”,
pensó ella, “era eso”. A mayor número de soldados muertos mayor
era el número de espectros que aparecían; además, si los dotaban
con hechizos poderosos, controlar a las brujas no debería de
resultar difícil. Las marcas de las brujas deberían de funcionar
como una especie de puente entre las brujas y sus marcados. Por
eso la organización sólo reclutaba a éstos. Eso tenía sentido.
Muchas veces Dietrich se sorprendió a sí misma sintiendo una
inexplicable atracción por ellas cuando peleaba y suponía, ahora lo
sabía, era debido a la marca que los unía.
Todo se estaba complicando excesivamente y si Goro quería ir
a las aguas del tiempo, tenían que prepararse; llegar hasta allá
estaba prohibido por lo que los caminos eran escasos, casi nulos y
seguramente el rey había desplegado muchas de las fuerzas de su
ejército para proteger las vías de acceso; una vez que logró hacerse
con ellas, puso una guardia casi impenetrable; no, pensó ella, no
sólo ahí sino en todo el territorio. Estaban en estado de alerta por la
guerra y la erradicación marcial estaría a la orden del día. Sin
119
embargo las piedras de trasferencia con las que el rey dotaba a sus
soldados permitían moverse casi a cualquier parte del reino. Sólo
necesitaba una configuración para reprogramarla. Aún había
esperanza, pensó, mirando la luna roja que proyectaba un charco
de sangre en el suelo de la habitación. No todo estaba perdido.
Capítulo 15
Cuando Goro abrió los ojos, lo primero que hizo fue recibir un
cálido abrazo de Dietrich que lo esperaba a su lado. Antes de
quedar inconsciente Goro había tomado una decisión y para ese
momento, ella ya había preparado todo, anticipándose a su deseo.
Goro se lo agradeció tomándola en brazos. Se veía demacrada y su
rostro pálido estaba lleno de cicatrices. Aquellos debieron de haber
sido días duros. El guerrero le sonrió y la besó con fuerza sintiendo
su calor tibio sobre el suyo; ella le correspondió y se entregaron
entre los despojos del pueblo, en la medula de la muerte misma;
quizá fuera la última vez que lo hicieran, pensaron; no se
equivocaban del todo.
Capítulo 16
Goro soltó un grito al vacío.
Después de tanto buscar, tanto pelear, tanto sufrir y dudar,
finalmente las aguas del tiempo se abrían sagradas frente a él. Eran
inmensas y se consumían en pliegues de relojes líquidos que se
120
armaban en extraños mecanismos de engranajes sobre las olas,
entre corrientes muertas que perecían y volvían a nacer en mareas
que se agitaban, formando remolinos con los números y extraños
grafos y chocaban luego contra las rocas de los acantilados y en las
arenas que hacían ora de barrera en la orilla, contrayendo el tiempo
en sí mismo a base de agitaciones ondulantes al viento, al compás
de las corrientes marinas. En la costa, las rocas eran relojes de
arena que se clavaban hasta el centro de la tierra y hacían
estremecer el suelo con su flujo constante de horas muertas que, al
traspasar los cristales rotos y oxidados de éstos, rejuvenecían y se
incorporaba luego, a través de mangueras de un material que Goro
no pudo adivinar, hasta el mar, en el corazón del tiempo
alimentándose en un ciclo eterno. El sonido de las horas imperaba
por todos lados y la sensación de envejecer y volverse joven y niño
otra vez, derritiendo su cuerpo y sus recuerdos, lo estremecían
hasta la medula. Su musculoso cuerpo, de rodillas en el acantilado,
temblaba de pies a cabeza inmensamente herido, tan cansado, ¡oh!,
y agotado; era un sueño estar ahí y, sin embargo, todo estaba
terriblemente mal: los cadáveres del ejército de espectros y brujas
mandado por el rey, estaban esparcidos en el suelo, entre las rocas,
por todo el valle de las horas contaminando aquel lugar sagrado
con su presencia profana; y junto a él, unos pasos atrás, el cuerpo
despedazado de Dietrich se esparcía disolviéndose, desintegrado
por el ácido derramado de la boca de la bruja carcelera en una
especie de beso sediento de su esencia, en el viento que soplaba
121
desde el centro de las ciudades vírgenes hasta el horizonte curvo
que anunciaba el fin y el comienzo de todo.
El Guerrero abrió la boca para hablar pero junto a él ya nadie
estaba para escucharlo; Asa estaba muerta, atravesado su cuerpo
por las espadas, Idá y Adí, y la bruja, Ofelia, destrozada junto a su
cadáver. Luego de una cruenta pelea, Goro había logrado decapitar
dos de sus tres cabezas restantes y cuando por fin, haciendo acopio
de todas las fuerzas que le quedaban, estaba por matarla, Asa, por
quien el guerrero atravesó los peores infiernos para encontrarla, a
ella y sólo a ella, se atravesó, desecha en llanto, interponiéndose
entre la bruja y él, impidiendo que lo lograra. ¿Por qué lo hizo?,
Goro no lograba entenderlo. Sus pechos, aquellos en los que
alguna vez recargó la cabeza llorando destrozado cuando niño,
inundaron de sangre sus espadas, queridas compañeras de lucha, y
la vida, poco a poco, escapó por las aberturas en la piel de ella. Su
cuerpo adulto se retorció espasmódico en una sonrisa de triste
compasión que dirigió a Goro, frente a frente, protegiendo a la
bruja, antes de desvanecerse sin ni siquiera decirle una última
palabra. Su aroma, húmedo por el rocío de toda una vida, quedó
flotando en su nariz, anegando de una tristeza indescriptible el
centro de su pecho. ¿Qué significó aquel gesto de compasión?, le
recordaba mucho a aquel momento cuando Ofelia se la llevó hace
tantos años y Asa lo miró, dentro del cuerpo de la bruja con los
mismos ojos tristes llenos de ¿qué?, ¿lastima?, ¿enojo, quizás?
Goro no lo sabía; tanto esfuerzo y sacrificio, toda la vida
persiguiendo un rastro prácticamente invisible, ¿y para qué?,
122
¡¿para qué demonios?! Si al final Asa había preferido a la bruja. A
la puta bruja carcelera que los había separado rompiendo así toda
promesa de reunión.
La cabeza flotante de Ofelia lloraba sobre el cadáver de Asa y
su cuerpo, los huesos de tórax, se despedazaban sobre la tierra,
fundiéndose como lava en el suelo ahora que su única prisionera
estaba muerta. Su cuello de serpiente reptaba en el aire sosteniendo
apenas el peso de su tristeza en la punta de su cara sobre la
gravedad. Daba lastima verla así, pensó el guerrero, pero más
lastima daba él, dedicando toda su vida a una empresa perdida
desde el inicio. Goro miró hacia el cielo sin color y soltó un grito
al vacío.
Su viaje había terminado, su venganza estaba consumada y
Asa, Dietrich… todo el sentido de su vida perdido nuevamente en
los confines del mundo. Las cosas no deberían ser así. Su vida, su
misión, todo había sido un fracaso. ¿Es que no podía hacer nada
bien? Tanto poder y para nada servía. Goro miró el mar con los
ojos anegados de lágrimas pensando que ahora, por fin, podría
tirarse al vacío para remontar al pasado; arrojarse al mar y dejarse
consumir por sus propias memorias, regresar al tiempo en el
tiempo y volver a cuando todo estaba bien, cuando Asa lo
abrazaba, le hablaba y todas las preocupaciones del mundo se
limitaban a descubrir su propia identidad como guerrero huérfano
en un mundo que apenas comenzaba. Volver al tiempo cuando las
brujas aún estaban encerradas en la fisura por el hechizo de Omura,
el gran y antiguo guerrero, y la esperanza de conocer a Dietrich,
123
sin marca, sólo ella, una bella mujer, brillaba en su futuro naciente.
Entonces, quizás, todo sería diferente, podría ser mejor, podría ser
distinto. A lo lejos, del otro lado del hueco mágico que usaron
rasgando la realidad con las piedras de transferencia para llegar
hasta allí, el rugir del ejercito de brujas y espectros del rey resonó
en el aire junto a cientos de trompetas que exclamaban un sólo
mensaje en clave militar: la guerra había terminado y las tierras del
sur ahora eran del rey Oest; la reina Surtse estaba muerta y el
mundo, ahora que la resistencia más fuerte había caído, sería suyo
en cuestión de semanas, meses.
El llanto de Ofelia seguía sonando ronco junto al cadáver de
Asa y el sol, la luna y el tiempo se fundían en una sola cosa amorfa
en la mente de Goro. No era ni oscuridad ni luz, tampoco sombras,
ni calor ni frio. Sólo un vacío, un dolor y una ira sorda que se
extendía en su pecho, por todo su cuerpo. Las espadas tiradas junto
a él y el implante de su brazo roto junto a la cabeza de Dietrich,
metros más allá. Dietrich. Aún vivía, Goro lo sabía por el débil
parpadeo que aún palpitaba en sus pupilas entreabiertas; aún podía
salvarla, tenía el conocimiento, podía encerrarla en el centro de las
llamas de un candil de la hierba de preservaciohn (como la que
habían usado con él), y quedarse junto a ella; llevarla consigo a
donde sea que lo llevara el destino; podía dar la vuelta, saltar la
grieta de realidad con la última piedra de trasferencia que le
quedaba y huir, vivir lejos de todo y de todos, solo él con Dietrich,
hasta que el mundo se terminara y el recuerdo de Asa estuviera tan
muerto como su propio cuerpo ahora. Quería hacerlo pero a la vez
124
no quería; eso no era vivir. Su cuerpo, el de Dietrich, podía sanar,
cerrar las heridas por más profundas que éstas fueran pero jamás
reconstruirse a sí misma. Se lo había explicado cuando pelearon
contra el Golem en los valles, aún lejos de ahí, y éste le trituró la
muñeca de su diestra con una roca que escupió:
“Si mi cuerpo se destruye, aunque mi conciencia viva, jamás
podría recuperarme y, Goro, no lo intentes sanar, no lo lograrás;
¿sabes?, la verdad es que no me gustaría terminar siendo un
espectro al servicio del rey; no quiero terminar así, quiero morir en
tus brazos, ¿eh?, Goro, junto a ti”.
Aquella noche ella lloró largo rato y él, tomándola en sus
brazos, imaginó que juntos rescataban a Asa de la bruja para vivir
en paz, felices. Entonces todo estaría bien, nada pasaría porque,
juntos, pelearían por su vida en común. Quería hacerlo, largarse,
rescatarla… pero a la vez no quería. Las cosas no funcionarían así
y muy posiblemente Dietrich fuera infeliz. También Asa. Asa. “La
soledad no te sienta bien”, le había dicho ésta, y ¿entonces?, ¿por
qué le había negado la posibilidad de estar juntos?, ¿por qué le
había dicho que la buscara sino quería ser encontrada?, ¿por qué
prefirió a la bruja antes que a él?, ¿por qué mierda si él sacrificó
toda su vida por ella?
“¿Goro?”, repentinamente una voz habló en el silencio
bañado por las olas del tiempo, salpicando minutos, horas y
segundos al aire en forma de briza de sal. “¿Sigues ahí?”. Era
Dietrich; sus labios se movieron lentamente de cara a la tierra
levantando polvillo brillante. Goro se incorporó, limpiándose las
125
lágrimas de la cara y la levantó. Hilillos de sangre escurrían por los
labios de la guerrera y la punta del hueso de la clavícula salía por
el cuello como una lombriz en la tierra. Tenía la cara mallugada
luego de recibir el castigo de Ofelia y los espectros y se deformaba
en una mueca tenue en donde aún flotaba el fantasma de su sonrisa
seria. Tan hermosa. Dietrich.
“No dudes en hacer lo que debas, ¿eh?; es tu vida, no dudes en
luchar por lo que quieres, por lo que anhelas, ya te lo dije antes,
¿no?, no eres estúpido, eres un Soturi fuerte, capaz de matar brujas
tan poderosas como el mismísimo Omura, así que demuéstralo. No
me salves, para mí ya es muy tarde, además, no hace falta que lo
hagas porque sé que, tarde o temprano, lograrás crear una manera
para que nos volvamos a encontrar, estoy convencida de ello.
Siempre lo he sabido. Ahora, Goro, creo que sabes, tanto como yo
lo que debes hacer a continuación, ¿verdad que sí, Goro?”.
No es que quisiera, lo sabía, su destino ya estaba escrito por
manos ajenas a su propio mundo y, al parecer, todos estaban al
tanto excepto él. Entonces la voz de Dietrich se desvaneció. Sus
últimas palabras quedaron flotando en el aire como motas de un
polvo tan fino que si estiraba la mano las podía tocar. El guerrero
dejó la cabeza de Dietrich junto a Adí y su brazo cortado para que
la protegieran y luego, tomando a Idá, caminó hacia donde Ofelia
y despedazó su cuerpo, junto al de Asa en cuya cara una pálida
sonrisa flotaba como luna en el cielo. Aún no entendía porque
había hecho lo que hizo pero algún objetivo debió de tener para
ignorarlo y tenía que descubrirlo. Asa no era ese tipo de personas
126
que hace las cosas por impulsó y si decidió sacrificarse por Ofelia,
sus motivos debió de tener. Toda la travesía lo había llevado hasta
ese lugar y ahora que estaba ahí, de cara a la verdad, no podía
simplemente largarse, dejando las cosas a medias. Además, ahí era
el inicio, después de todo. Siempre podía comenzar de nuevo, pues
para eso fueron creadas las aguas del tiempo.
“Si tan sólo tuviera más poder”, se dijo, “si tan sólo dejase de
ser tan débil, si tan sólo pudiera encontrar la manera de encontrarse
con Asa y protegerla de todo y de todos. Sin tan sólo…”.
Goro, el guerrero, dejó caer su espada, y, haciendo un esfuerzo
sobrehumano para contener la rabia que se agitaba en su interior,
comenzó a correr, olvidándose de su presente, sumergiéndose en
su pasado y olvidándose de su futuro, hasta entrar de lleno en el
mar, en las mareas de las aguas del tiempo.
Capítulo 17
El líquido del tiempo lo absorbió lentamente como bebé en el
útero de una bestia, llenando su cuerpo con una sensación de cálido
placer, empapándolo de todos los recuerdos del mundo. Su mente
se abrió en un destello cegador y entonces lo comprendió todo, lo
comprendió absolutamente todo…
Capítulo 18
El hechizo de encierro perpetuo que conjuró Omura no se
rompió, era demasiado poderoso para ser quebrado. Fue una grieta
que se abrió de pronto en medio de un bosque lejano, años después
127
de la gran guerra, la que permitió el paso de las brujas de nuevo al
mundo. Eran brujas venidas desde el futuro, siguiendo el mismo
camino que ahora mismo Goro seguía, las que conquistarían y
destruirían al mundo de la mano del rey Oest y su ejército de
espectros fabricados a fuerza de corromper a la muerte misma.
Capítulo 19
También comprendió los motivos de Asa. Y se vio a sí mismo,
feliz, pasando el resto de su vida con ella, entre los bosques y los
lagos del reino Oest. Unidos por un lazo irrompible, a través del
tiempo, de sus propios cuerpos. Entonces una rabia sorda dirigida a
sí mismo lo embargó por completo y deformó su propia
constitución; “¿por qué fue tan estúpido?”, se preguntó, navegando
el cuerpo hacia atrás. Asa siempre tuvo la razón. También Dietrich:
se encontrarían de nuevo y se volverían a besar. A abrazar...
Goro aguantó la respiración pero las aguas y el peso muerto de
todo el tiempo contrajeron su cuerpo, aprisionándolo en un cubo de
agitadas horas muertas, moviendo el tiempo en reversa, al inicio y
al fin de todo. Luego pasó que su cuerpo comenzó a transmutarse
moldeado por el deseo de tener una nueva oportunidad; Goro se
hundió en medio de brillantes destellos, en un espacio oscuro lleno
de luces que lo mordían, lo fundían, lo despedazaban y lo volvían a
unir mientras retrocedía, consumiéndose en torbellinos y ráfagas
de recuerdos y anhelos que jamás pudo. De pronto un haz de luz, la
luz del destino, brilló pálido y con un sonido de murciélago del
otro lado de las aguas del tiempo, detrás de él.
128
Capítulo 20
Goro cerró los ojos mirándose como si levitara fuera de sí
mismo y se contempló con extraña fascinación; de algún modo
siempre supo cómo terminaría (o iniciaría) todo: estaba convertido,
moldeado por el destino, y reconocía perfectamente la forma de su
nuevo cuerpo; ahora entendía porque Ofelia siempre le resultó tan
familiar…
Capítulo 21
Con un rugido, las aguas del tiempo se abren por fin y,
tirando de su cuerpo, arrojan a Goro fuera de su manto, partiendo
la realidad a un nuevo tiempo, a un nuevo comienzo, a un nuevo
regreso. Entonces…
Epílogo.
La bruja aparece de pronto con el estallido de un relámpago
que cae de la nada, entre los enormes troncos de pinos y hayas
torcidos de tan viejos, en las periferias del pueblo del santuario
Soturi. Primero se forman los pies, enormes garras de alce
abriéndose camino en medio de la nada, luego es el cuerpo, sólo el
esqueleto de una caja torácica, con las costillas formadas cual
prisión, y de los huesos de un verde pálido, jirones de piel podrida
colgando como adornos infantiles; al final son las cuatro cabezas,
todas iguales, pendidas de cuatro cuellos serpientes:
129
“Finalmente te encontré”, gruñe Goro, mejor conocido en
esta época como Ofelia, la gran bruja carcelera, con el sonido de
un trueno, “Asa”…
130
Digital Ibidem (2018). Su relato “El mesías” para la edición
número catorce de la revista digital “La sirena varada” (Editorial
Dreamers México, 2018). Su relato “De sueños que Sueñan y
Sueños que sólo sueñan” para el quinto número de la Revista
Digital Ibidem (2018). Su relato “La segunda llegada” se publicó
en la Antología del cuento fantástico, Penumbria 46 (2019); su
relato “Decadencia”, en la antología física “Cuentos sobre brujas”
(editorial El gato descalzo 2019). Su relato “El disfraz” en la
séptima edición de la Revista Letras y Demonios (2019).
131
Ilustración: Mariano Avello Enríquez
132
Mariano Avello Henríquez
133
La canción del colmillo y la garra
134
límites con Ixcanuj Kaaj, las Tierras de Fuego. Era de una
delgadez engañosamente fuerte, puro pellejo pegado al músculo;
tenía la piel morena y el pelo espeso y negro, salvo por un mechón
blanco que la acompañaba desde el nacimiento y que, en su aldea
natal, le había valido el apodo de Tendy-arasy, «destello de luna».
Vestía una corta túnica de fibra de maguey ligeramente reforzada,
con brazos y piernas al desnudo, brazaletes y sandalias de cuero.
En el cinto llevaba un cuchillo con empuñadura de hueso, y una
aljaba llena de flechas de tacuara colgada de un hombro, en
compañía de su guyrapá, un magnífico arco largo de madera de
palma negra, el legado de su difunto padre.
—Una jodida masacre —soltó, junto con un escupitajo,
Tonahuac, el oficial al mando de la patrulla de siete guardias que la
habían acompañado desde la Torre. Era un hombretón de sienes
rapadas, con el pelo recogido en la coronilla, a la manera de los
guerreros, y la nariz perforada por un aro de jade. Iba armado con
un macahuitl, una pesada clava de madera con filos de obsidia-
na—. ¿Qué crees que pasó?
Tras él, sus hombres ahuyentaban a patadas y golpes con las
lanzas a las carroñeras, que levantaron el vuelo en medio de
graznidos de protesta. Aylín se volvió hacia el oficial.
—Fueron fieras. Jaguares —aseguró—. Atacaron no hace más
de dos noches.
Tonahuac silbó, admirado. Dijo, después de volver a escupir:
—¡Debieron de ser muchos, para arrasar con el poblado al
completo!
135
Ella cabeceó, pensativa, ahora con la vista puesta en el
revoltijo de pisadas sobre la tierra, que sólo un ojo entrenado como
el suyo podía discernir. Había varias cosas allí que, a simple vista,
no tenían sentido alguno: primero, que los jaguares eran cazadores
solitarios, y allí había pisadas de por lo menos ocho de esas bestias.
Segundo, que acechaban a la presa en su propio territorio en lugar
de salir a buscarla en terreno hostil, como lo era una aldea de
cazadores. Tercero, y quizá lo más absurdo de todo el asunto: que
tanto la disposición de los cuerpos como de las pisadas, así como
la forma en la que deducía que se había desarrollado el ataque
hablaba de algún tipo de organización, incluso hasta de estrategia.
—Al menos siete, u ocho —comentó, paseándose agazapada
entre los cadáveres. Sus ojos capturaron la mirada sin vida de un
pequeño niño, cuya apacible expresión contrastaba con el
sanguinolento horror del resto de su anatomía. Aylín lo pasó por
alto, enfocándose en los rastros—. Más de la mitad eran machos.
El mayor era muy grande, más de cien kilos, unos tres metros
desde la nariz hasta la punta de la cola.
Se oyó una violenta arcada. La escena de la masacre había
sido demasiado para Atzin, el novato de la patrulla, que acababa de
vaciar su estómago. El oficial meneó la cabeza con gesto de
resignada tolerancia.
—¡Ehecoatl! —llamó. El soldado más veterano de la tropa, un
hombre larguirucho con las orejas perforadas y los brazos cruzados
por cicatrices, se acercó al trote. Iba ataviado igual que el resto,
con una pechera de algodón endurecida con sal, calzón de tela y
136
sandalias catli, con talonera y tiras de cuero amarradas a las
pantorrillas. Llevaban, además de las lanzas con punta de
obsidiana, venablos para lanzar, sujetos a la parte trasera de sus
arneses, sobre la espalda.
—¡Señor!
—Sepulten a los muertos.
—¿Señor…?
—Ya me oíste.
—Debe haber más de treinta cuerpos, señor.
—Sé contar, Ehecoatl —repuso Tonahuac, dándole la
espalda—. Caven una fosa común, no pienso atraer la ira de los
dioses dejándolos para que se pudran.
—Sí, señor.
—Ya he perdido la cuenta de las veces que te ha llamado
«señor» —observó Aylín, que se alejaba por la única calle, en
dirección a la linde de la jungla. El oficial le dio alcance con sus
enérgicas zancadas.
—Es un buen soldado. Oye, Aylín, yo no soy un ningún
experto cazador, pero creo que esto no es nada común. ¿Estoy en
lo cierto?
Ella cabeceó, silenciosa, repasando mentalmente los eventos
que los habían conducido hasta allí. Se encontraban en un
patrullaje de rutina, igual a tantos otros. Llevaban tan sólo un par
de jornadas de marcha a lo largo del sendero que discurría a través
de la selva, y entre las pequeñas aldeas que se levantaban al sur de
la Torre del Peregrino, cuando la ingente presencia de aves
137
carroñeras los llevó hasta lo que quedaba de ese poblado, y de sus
habitantes.
—Estás en lo cierto, Tonahuac. Sin embargo, hay jaguares que
se ceban con carne humana, que se vuelven adictos a ella al punto
de no saciar su hambre con ninguna otra presa.
—¿Pero habías visto alguna vez… algo como esto?
Habían llegado al final de la calle, y al espacio delimitado
entre la jungla y las primeras casas. Más allá, la espesura se
enseñoreaba, absoluta y tiránica en su reino de lianas, ramaje y
enredaderas. Aylín giró la cabeza en dirección contraria. Al
extremo opuesto del pueblo, donde cuatro de los hombres ya
habían empezado a cavar una gran fosa, mientras que los tres
restantes se ocupaban de registrar las chozas en busca de
sobrevivientes.
—No, Tonahuac —respondió por fin, guardándose las
siniestras conjeturas que comenzaban a oscurecer su mente, como
el cielo antes de una tormenta—. Nada como esto.
***
138
pie a unos cuantos pasos de distancia, Aylín arrancó con los
dientes un trozo de carne seca. Masticó despacio, de nuevo con la
mirada puesta en la espesura. En la jungla, que respiraba en torno a
la aldea fantasma. La jungla estaba viva, y eso ella lo sabía muy
bien; tenía ojos para acechar, garras y colmillos para matar.
—¿Otra vez intentando sorprenderme? —preguntó, sin
volverse. Tras ella, Tonahuac se frenó en seco y rio entre dientes.
—¡Por los dientes de Aurum misericordioso, niña! —protestó
el oficial—. Si he sido más silencioso que una serpiente de coral…
—Pero apestas a cuero, y a sudor —le espetó ella, y esta vez
se volvió hacia el hombretón quien, resignado, se había puesto a
armar su pipa de caña. El acre olor del tabaco se manifestó en
blancas caracolas de humo, trepando hacia un cielo en el que
brillaban las primeras estrellas.
—Pasaremos la noche aquí —dijo, con la voz enronquecida
por el humo—. Por la mañana, quiero que nos guíes tras la pista de
esas fieras.
Aylín frunció el ceño.
—No me parece buena idea.
—No podemos dejar a un grupo de jaguares cegados por la
carne humana sueltos por la jungla, Aylín. Hay más poblados en
los alrededores…
—Poblados de cazadores, a los que deberíamos de pedir
ayuda. Organizar entre todos una batida y…
El oficial negó con la cabeza.
139
—Perderíamos tiempo, se perderían más vidas. ¿Qué es lo que
te preocupa?
Ella volvió a mirar hacia la jungla, y a la creciente oscuridad
que se enseñoreaba en ella.
—No me gusta la idea de adentrarnos en el cubil de esos
devoradores de hombres.
—¿Una cazadora con ocho hombres armados? Tendríamos
que poder dar cuenta de unos cuantos grandes gatos. —Tonahuac
lanzó una última bocanada de humo, luego vació la cazoleta de la
pipa, golpeándola contra el talón de su sandalia—. Ordenaré que
preparen el campamento y organicen las guardias.
—Sí, «señor».
El oficial sonrió de medio lado.
—Cuidado, chiquilla. Como te pongas insolente, tendré que
darte unos buenos azotes.
—Inténtalo, y te clavaré una flecha en las pelotas.
El hombretón soltó una risotada. Meneando la cabeza, se dio
la vuelta y echó a andar por la calle, de regreso con sus hombres.
Aylín se quedó sola, mirando a la espesura. Por un instante vio, o
creyó ver, el refulgir de dos puntos de luz amarilla, como si un par
de ojos fosforescentes estuvieran oteándola desde la fronda. Pero el
efecto se desvaneció en lo que dura un latido de corazón, aunque
no así la sensación que oprimió el vientre de la joven, como una
garra fría retorciéndole las entrañas.
La garra del miedo, de la amenaza que aún se cernía, latente,
sobre aquel paraje.
140
Hicieron campamento en una de las cabañas, un edificio
rectangular con tejado de ramas que se erigía a un lado de la calle.
Y que debió de haber cumplido funciones de despensa o depósito,
a juzgar por las numerosas pieles y carnes curadas en salazón que
colgaban de un grueso madero cruzado a lo largo del techo. A la
puerta la hallaron derribada, arrancada de sus goznes y cubierta por
profundas marcas de garras.
Aylín fue voluntaria para la primera guardia. Le tocó hacerla
en compañía de Atzin, el novato que había vomitado al encontrarse
con los cadáveres. Este era un muchacho de más o menos su
misma edad, negra melena recogida en una coleta y rasgos todavía
suaves, que lo dejaban a mitad de camino entre el niño y el hombre
que tanto se esforzaba por ser.
—No pude evitarlo —comentó en voz baja, avergonzado,
mientras recorrían juntos el perímetro.
—¿Qué cosa?
Atzin hundió la cabeza, mirando al suelo. Llevaba la lanza en
una mano, la derecha. La izquierda sostenía en alto una antorcha,
con la que iluminaba la espesa cerrazón de la noche.
—Ponerme enfermo. Es que… nunca había visto algo así.
Tantos muertos, tanta sangre… y los niños…
—Bórralo de tus recuerdos —le dijo, tajante, aún a sabiendas
de que era lo mismo que pedirle que capturase la luz del sol entre
sus manos.
—Tú… ¿alguna vez habías visto algo así?
141
Ella no le respondió, pero recordó. Otra aldea, en la región de
El Cruce, a muchas jornadas al sur. Otra masacre, distinta, pero a
la vez tan parecida. Cuerpos mutilados entre las cabañas en ruinas.
Hombres, mujeres y niños salvajemente despojados de su
humanidad, convertidos en carne en torno a la que se arracimaban
las moscas. Tal había sido el saldo dejado por la invasión de los
máako ´ob meemech, los hombres lagartos de las islas Cipactli, en
las tierras de occidente. De eso, hacía más de dos años, aunque
también podrían hacer más de veinte, sin que la impronta de sus
imágenes desapareciera de los recuerdos de la joven.
—¡Mira allí! —El grito de Atzin la arrancó de sus memorias.
Aylín parpadeó, vio al novato correr hacia la espesura, con la
antorcha por delante. Lo siguió.
—¿Qué ocurre?
Se asomaron por encima de una muralla de pastizales que les
llegaban al pecho, por debajo de un entramado de ramas y lianas
colgantes.
—Vi a alguien.
—¿De qué hablas?
—¡Era un hombre! —Los ojos del novato brillaban en la
penumbra, desorbitados por el miedo—. ¡Estaba aquí mismo!
Aylín deslizó una flecha fuera de la aljaba, la colocó en el arco
mientras sus ojos iban de un lado al otro de la jungla, recorriendo
el espacio iluminado por la llama.
—No veo a nadie…
142
—¡Yo lo vi! —insistió—. ¡Era muy alto, llegaba casi hasta
aquí! —señaló al ramaje, bien por encima de su cabeza. Ella torció
el gesto, con la cuerda del arco a medio tensar.
—Quizás haya sido sólo una sombra…
—Yo sé lo que vi, Aylín.
—Lo que hayas visto, se fue. Y yo no voy a meterme allí a
buscarlo, y tú tampoco.
—Pero…
—Lo reportaremos a nuestros relevos, para que estén atentos.
—Aylín devolvió la flecha a la aljaba y tomó al joven ligeramente
por el brazo—. Ven, completemos la recorrida.
Atzin echó un último vistazo del otro lado de los matorrales.
Luego, resignado, empezó a caminar con ella.
—¿Atzin, lo he dicho bien?
—¿Qué cosa?
—Eso del reporte y los relevos, ¿lo dije bien?
—Sí, supongo.
—Es que ustedes, los soldados, usan palabras tan
rebuscadas…
***
143
croar de algún sapo en las márgenes del cercano arroyo. Era otra
cosa, algo completamente fuera de lugar.
Aylín se incorporó, sentada encima de su manta, sobre el suelo
de madera que compartía con cinco guardias. Todos dormían
profundamente. Ehecoatl, con la manta hecha almohada bajo su
cabeza, roncaba de forma por demás ruidosa. ¿Sería eso lo que
había escuchado entre sueños? Con la cabeza erguida, aguzó el
oído, atenta. Una suave brisa que irrumpió en la despensa volvió a
llevarle el sonido, y, esta vez, no hubo lugar para la duda.
Se puso en pie, recogiendo instintivamente su guyrapá y su
aljaba, que se colgó del hombro. Al salir se encontró con
Tonahuac, que a la luz de una antorcha montaba guardia en la
entrada del improvisado campamento, mientras dos de sus
hombres recorrían los alrededores. El oficial volteó a ella, con la
pipa de caña entre los dientes.
—¿No puedes dormir?
Aylín se llevó un dedo a los labios. El sonido regresó, parecía
provenir de una de las chozas que más destrozadas se encontraban,
del otro lado de la calle.
—Ahí —señaló.
—Ahí, ¿qué?
—¿No lo has oído?
—¿Qué debería haber oído?
La joven meneó la cabeza con una mueca. Empezó a caminar
hacia la choza, haciéndole señas de que la acompañara. Con la
confusión pintada en el semblante, Tonahuac la siguió.
144
Entraron en la chabola en ruinas, a través del hueco donde
alguna vez había estado la puerta. La madera se encontraba
desgarrada, llena de profundas marcas de garras. Las tablas del
suelo crujieron bajo sus pies. Esta vez, ambos oyeron el sonido,
proveniente de las mismas tablas que pisaban. De debajo.
Aylín sostuvo la antorcha, al tiempo que Tonahuac levantaba
dos de las tablas. Allí, tendida en el espacio comprendido entre el
suelo de la cabaña y la tierra, encontraron a una muchacha. Flaca
hasta lo indecible, los ojos resaltaban en el rostro demacrado,
agrandados por el espanto. Vestía unos harapos y sostenía,
apretada contra su pecho, a la fuente del sonido que había
despertado a la exploradora.
El llanto de un niño recién nacido, al que ahora amamantaba.
***
145
Ella la miró. En ningún momento se había separado del bebé,
al que mantenía sujeto contra su cuerpo. Este era diminuto, de piel
rojiza y los ojos todavía cerrados, propio de los recién nacidos.
—Zazil.
Aylín asintió, comprensiva. Parecía incluso más joven que
ella, casi una niña. Tiritaba, a pesar del calor y la humedad
imperantes.
—¿El bebé es tu hijo, Zazil? ¿Cómo se llama?
Tonahuac la interrumpió con otra pregunta, formulada en un
tono mucho más severo:
—¿Quiénes atacaron el pueblo? ¿Fueron animales?
Los ojos de Zazil se abrieron de par en par. Asintió varias
veces, con movimientos temblorosos. Aylín se dirigió a los
hombres:
—Que alguien le de agua, y algo de comer. ¡Esta chica está
amamantando, y lleva dos días sin alimentarse!
Ehecoatl la fulminó con la mirada, pero Atzin le acercó un
trozo de carne seca y una totuma con agua. La muchacha devoró la
pitanza con auténtica desesperación, el agua le cayó a chorros por
el cuello cuando apuró la totuma hasta ver el fondo. Luego dijo,
mirando a Aylín:
—Itzé. Se llama Itzé.
Antes de que Aylín pudiera decir algo más, Tonahuac la aferró
del brazo y se la llevó hasta la entrada.
—¡Oye! —protestó ella, intentando librarse de su agarre. Pero
él la presionó hacia atrás, por poco azotándola contra la pared de la
146
despensa. Ya nada quedaba del afable gigantón que bromeaba con
ella. Le dijo, con el rostro muy cerca del suyo, tanto que ella pudo
oler su aliento a tabaco:
—Me importa una mierda lo mucho que te aprecie el
comandante, chiquilla… aquí yo soy el que da las órdenes a mis
hombres, no tú. Y más te vale recordarlo, por tu propio bienestar.
Ella estaba por responderle cuando un alarido terrible desgarró
la pegajosa calma. Provenía de más allá de las chozas, y de la
garganta de uno de los hombres que recorría el perímetro.
***
147
clavándola en sus dos posibles, siguientes presas, de las que no lo
separaban más de veinte pasos de distancia. Aylín tiró de la cuerda
trenzada de su guyrapá al mismo tiempo que la fiera empezaba a
correr hacia ellos, aunque aguardó hasta el último instante para
soltarla. La flecha de tacuara lo alcanzó en mitad del salto, el
jaguar se revolvió en el aire con un bufido y aterrizó sobre sus
patas. Sangraba, con el astil y la pluma asomándole del pecho, por
debajo de la zarpa delantera derecha. Arma en alto, Tonahuac
acortó distancias con él y, antes de que pudiera reaccionar, le
descargó un tremendo mandoble sobre el espinazo.
Crujieron los huesos bajo el filo de obsidiana. Quedó tendido
el jaguar, espatarrado e inmóvil. Luego, lo increíble: en la muerte,
el cuerpo de la bestia comenzó a cambiar. El pelaje se desprendió y
cayó, desmenuzándose como ceniza conforme las extremidades se
alargaban y la cola se replegaba sobre sí misma hasta desaparecer.
La transformación no duró más allá de unos pocos segundos y,
cuando Tonahuac recuperó de un tirón su macahuitl, lo extrajo del
cadáver de una mujer desnuda.
—¡Por la misericordia de Aurum! —exclamó retrocediendo,
mientras invocaba la protección del León Solar, el principal dios
del panteón imperial—. ¿Qué clase de brujería es esta?
Su pregunta quedó sin respuesta, pues un rugido
multitudinario resonó por todo el poblado. Aylín vio el brillo de los
ojos encendiéndose en la oscuridad, del otro lado de las chozas, y
esta vez fue ella la que asió al oficial por el musculoso brazo,
gritándole a la cara:
148
—¡Hay que volver a la despensa, vamos!
Bajaron corriendo por la única calle y se encontraron con que,
alertados por los ruidos de lucha, Ehecoatl ya estaba afuera con dos
de los hombres, todos con las lanzas prestas.
—¡Adentro! —ordenó el oficial, sin detenerse—. ¡Todos
adentro!
Tres fieras aparecieron tras ellos, saltaron de entre las chozas.
A una orden del veterano Ehecoatl, los guardias cambiaron las
lanzas por los más ligeros venablos, que arrojaron con la ayuda de
los atlatl, los propulsores de madera, que daban mucha más
potencia a los lanzamientos. El trío de proyectiles describió una
rabiosa parábola, por encima de las cabezas de los perseguidos
para caer directamente sobre los perseguidores, aunque dos de
ellos los eludieron saltando hacia los lados, en una maniobra
impropia de animales guiados por el instinto. El tercero, sin
embargo, recibió el venablo en mitad del lomo y quedó empalado
en él. Los otros dos retrocedieron, arqueando el lomo y enseñando
los colmillos antes de darse la vuelta y regresar a la misma
oscuridad de la que habían surgido. El oficial y la exploradora
siguieron corriendo, al encuentro de los demás.
—¡Por todos los dioses! —oyeron gritar a Ehecoatl, y no
necesitaron voltear para enterarse de lo que había pasado. A sus
espaldas, tendido en mitad de la calle, el jaguar muerto por la
jabalina acababa de convertirse en el cuerpo desnudo de un hombre
joven.
149
—¡Adentro! —repitió Aylín la orden de Tonahuac, que
añadió:
—¡Y aseguren la puerta!
***
150
debieron arrancar. Dos guardias permanecían asomados a la única
ventana, desde donde vigilaban la calle con los atlatl y venablos a
la mano.
—¿Hay algo que quieras decirnos, Aylín? —indagó Tonahuac,
frunciendo todavía más el entrecejo—. ¿Sabes algo que nosotros
no?
—Sólo historias. Cuentos, que recuerdo de mi niñez.
—¿Cuentos? —repitió Ehecoatl, y la sonrisa que partió en dos
su rostro fue la mueca desesperada de un maniático—. ¿Nos están
cazando personajes de los cuentos de su puta infancia?
—¡Silencio, soldado! Háblanos de ello, muchacha.
La joven se humedeció los labios, luego su voz comenzó a
desentrañar recuerdos, que poco a poco fue hilando en palabras:
—Yo nací en una aldea no muy distinta de esta, perdida en
medio de la jungla. Y recuerdo que había una zona a la que ni los
más valerosos cazadores se atrevían a ir, ni siquiera mi padre. Una
parte de la selva, señalada con símbolos tallados en los árboles que
la rodeaban. Una barrera que nadie cruzaría.
»Ese, me contaba mi abuela en las noches lluviosas, en las que
la lluvia golpeaba el techo de nuestra casa como si fuera un
tambor, era el territorio de la tribu de los yaguareté–avá. El coto de
caza de los hombres jaguar. Y nadie nunca se aventuraría allí, por
miedo a despertar su furia. Hasta existía una rima acerca de ellos…
Aylín hizo memoria. La luz de las antorchas danzaba en el
reflejo de sus ojos, vueltos hacia el pasado. Al cabo de unos
instantes, se puso a recitar:
151
Fieras con piel de hombre, hombres con corazón de fiera
En parte monstruos, en parte espíritus, en parte dioses de una
olvidada era
Ellos son los ojos en la noche, la muerte que sorprende y
desgarra
Ruega por no escuchar nunca su canción, la del colmillo y la
garra
152
A la orden de Tonahuac se sumó la mucho más sosegada voz
de Aylín, que reforzó sus palabras con el filo de su cuchillo,
apoyado contra el cuello del veterano.
—Ya oíste a tu superior, Ehecoatl. Déjala en paz.
—¡Están ahí afuera! —El grito de Atzin, uno de los dos
guardias apostados en la ventana, puso fin a todo lo que estaba
sucediendo. Ehecoatl soltó a Zazil, que regresó al rincón con el
bebé en brazos, que una vez más había empezado a llorar. Aylín
apartó el cuchillo y lo devolvió a la vaina, en su cinturón. Luego se
acercó a la ventana, lo mismo que Tonahuac y varios de sus
hombres.
Allí estaban, paseándose a lo largo de la calle de tierra, con
movimientos elásticos y silenciosos. Cinco jaguares, de cuerpos
esbeltos y poderosos, desplazándose bajo el manto de sombras y la
luz plateada de la luna. Lanzaban rugidos esporádicos, mirando
hacia la despensa con ojos refulgentes, en los que brillaba un odio
terrorífico, tangible… humano. Un odio del que ninguna bestia
privada de raciocinio era capaz.
—¡Largo de aquí, malditos monstruos! —exclamó el
compañero de Atzin, otro joven guardia que, acicateado por el
miedo, cargó un venablo es su atlatl, dio un paso atrás y lo arrojó
con todas sus fuerzas contra las fieras. Estas se abrieron,
replegándose hacia los lados al tiempo que el venablo se clavaba
inofensivamente en la tierra. Después, con la coordinación propia
de un ejército, los jaguares volvieron a agruparse delante del
153
edificio. El guardia se dispuso a lanzar otro venablo, pero
Tonahuac detuvo su brazo.
—No desperdicies más proyectiles.
—Tres machos jóvenes, dos hembras —contó Aylín, asomada
a la ventana con el arco en la mano—. No veo al macho
dominante…
Entonces lo vio. Del otro lado de la calle, en el espacio entre
las chozas, caminando a través de las sombras que estas
proyectaban. Primero como un hombre, un gigante desnudo, de
piel oscura y ojos centelleantes, sin duda el mismo que había visto
Atzin mientras realizaban su recorrido de guardia. Un parpadeo
después, estaba en su forma animal, la de una colosal bestia de
pelaje rojizo, cubierto con motas negras. Aquel magnífico ejemplar
avanzó hasta el centro de la calle, mientras el resto de los suyos
continuaban pululando a su alrededor. Con la vista fija en la
despensa y sus ocupantes, el gran macho desplegó sus fauces y
lanzó un rugido horrísono, capaz de enfriar la sangre del más
valiente. Un sonido gutural, escalofriante, cargado de promesas de
una muerte espantosa, de carne desgarrada, de sangre y vísceras
derramadas. La canción del colmillo y la garra.
Con un escalofrío recorriéndole la espalda, Aylín cargó una
flecha en su guyrapá. Mas antes de que pudiera tensar la cuerda,
los felinos se retiraron de regreso a la oscuridad que les daba
cobijo. Dejando tras ellos, en señal de burla y amenaza, los restos a
medio devorar de los dos guardias caídos. Carne roída sobre los
huesos húmedos.
154
Hubo intercambios de miradas entre los refugiados, luego,
todas ellas recayeron en Zazil. Miradas de miedo, desconfianza y
también de odio. Miradas que la hicieron retroceder, de espaldas al
rincón, como un animal acorralado. Desorbitados los grandes ojos,
mientras el bebé succionaba de su pecho. Aylín se acercó a ella,
conciliadora.
—Zazil —la llamó con delicadeza—. ¿Qué fue lo que sucedió,
por qué los yaguareté–avá acabaron con tu gente, y ahora buscan
hacer lo mismo con nosotros? ¿Qué es lo que quieren?
La joven madre apartó la mirada, la exploradora buscó una vez
más sus ojos.
—Si sabes algo, debes contárnoslo. Por tu bien, y del pequeño
Itzé.
Ante la mención de su hijo, Zazil se quebró en llanto. Lo hizo
encogida sobre sí misma, con su enteco cuerpo estremeciéndose en
sollozos y gorjeos. Aylín tuvo de pronto un presentimiento terrible,
que tradujo en palabras:
—Es a él al que quieren, ¿cierto?
Zazil soltó un gemido, como si acabaran de herirla. Se encogió
todavía más, el bebé apretado contra ella. Aylín comprendió.
—Itzé… él no es realmente tu hijo —lo dijo con voz
temblorosa, tomando conciencia de la magnitud de sus palabras al
momento de pronunciarlas—. Es de ellos…
Ovillada contra el rincón, con los ojos llenos de lágrimas y el
rostro desfigurado por la congoja, Zazil habló:
155
—Después de perder a mi bebé, ya no quise seguir viviendo.
Por eso me interné en el territorio prohibido, por eso ignoré las
señales en los árboles. Quería entregarme a ellos… quería que
devoraran mi cuerpo, indigno de ser madre.
»Caminé por varias horas sin rumbo, hasta que la encontré.
Una hembra, muerta al alumbrar, con todos sus cachorros recién
nacidos a su alrededor. También muertos, salvo uno, que, con las
pocas fuerzas que le quedaban, seguía luchando por vivir. Recogí a
la pequeña cría de jaguar, la vi convertirse entre mis brazos…
¡convertirse en el hijo que los dioses me habían arrebatado!
—Y lo trajiste contigo —concluyó Aylín la narración—. Y,
esa misma noche, los yaguareté–avá atacaron el poblado, y han
estado rondándolo desde entonces.
Zazil asintió, compungida. Luego, el caos estalló dentro del
refugio.
—¡Hay que arrojarla afuera, a ella y a su pequeño monstruo!
—fue la exclamación de Ehecoatl la chispa necesaria para desatar
el incendio. Junto con la mayoría de los hombres, se abalanzaron
sobre Zazil, aunque frenaron sus ímpetus al encontrarse con el arco
tenso de Aylín, y con una flecha que podía ser para cualquiera de
ellos.
—Atrás —gruñó la exploradora—. Vamos a discutir esto con
calma, antes de tomar ninguna decisión.
—Quítate de en medio, chiquilla —siseó Ehecoatl, con las
manos apretadas en torno al asta de su lanza—. O también te
arrojaremos a ti.
156
—¿También piensas arrojarme a mí afuera, Ehecoatl? —lo
desafió Atzin quien, a pesar del temblor en su voz, y en sus manos,
se adelantó para ubicarse junto a Aylín. Hubo burlas crueles entre
los hombres, el veterano torció el gesto en una mueca despectiva.
—Trata de no vomitarte encima, novato.
Las burlas cesaron en cuanto fue la imponente mole de
Tonahuac, su oficial al mando, la que se encaró a ellos, por delante
de Aylín y de Atzin.
—Yo soy el que da las órdenes aquí, ¿es necesario que se los
recuerde? ¡Y los quiero a todos de regreso a sus puestos!
Retrocedieron los hombres, enfriados los ánimos bajo la
mirada de piedra de su líder. Que prosiguió, con voz más calma
pero vibrante de firmeza:
—De los que estamos aquí encerrados, es Aylín la que mejor
conoce a estas criaturas, así que vamos a escuchar lo que tenga
para decir. Y luego seré yo quien decida lo que hay que hacer.
Aylín prefirió omitir el hecho de que su conocimiento
acerca de esas criaturas se limitaba a cuentos y rimas de la infancia
y, en su lugar, aprovechó el voto de confianza que le extendía
Tonahuac.
—Se están cobrando venganza por el rapto de su cachorro.
Creo que si alguien sale y se los devuelve…
Ehecoatl escupió hacia delante, muy cerca de los pies de la
exploradora.
—¿Y quién lo hará, eh? ¿Quién será voluntario para
convertirse en la comida de esos monstruos?
157
Y Aylín se oyó a sí misma responder:
—Yo lo haré. Yo saldré, y les entregaré a su cachorro.
—No… —balbuceó entonces Zazil, que sólo en ese momento
pareció comprender lo que estaba a punto de pasar. Y que,
volviéndose contra el rincón para escudar al bebé con su propio
cuerpo, chilló—: ¡No me lo quitarán! ¡No volveré a perderlo!
—¡Danos al crío, puta! —bramó Ehecoatl, y el caos y la furia
volvieron a amenazar con asomar su roja cara, y una vez más fue
necesaria la intervención de Tonahuac para calmar a los hombres.
A lo que siguió el gesto de Aylín, exigiendo silencio.
—¿Oyeron eso? Es en el techo…
Un tenue crujir, como el de pisadas blandas sobre las ramas
del tejado. Todos los ojos voltearon hacia arriba, las manos se
cerraron sobre las armas. Pero el ataque llegó por la ventana,
tomando por sorpresa a uno de los dos guardias allí apostados.
Atzin gritó, al ver cómo su compañero era arrastrado a través del
hueco, con unas mandíbulas cerradas en torno a su garganta y un
estallido de sangre que roció la pared. Después se abrió el techo,
destrozado por garras que horadaron el entramado de ramas y barro
endurecido, y otros dos jaguares saltaron al interior. Cayeron sobre
los guardias, uno de ellos chilló y se derrumbó de bruces, con la
espalda abierta en tiras hasta el hueso. Otro ni siquiera pudo gritar,
cuando unos colmillos se cerraron sobre su rostro, para
arrancárselo de cuajo con buena parte del cráneo. Ehecoatl llegó a
hacerse a un lado para evitar la siguiente acometida, el felino
aterrizó sobre sus cuatro extremidades, gruñendo y lanzando
158
dentelladas. Aylín tensó el arco y disparó casi sin apuntar, la flecha
acertó en el lomo del primer felino, que retrocedió bufando. A
duras penas consiguió arrojarse al suelo para eludir las zarpas del
otro jaguar, que reapareció con un salto a través de la ventana y
que, de todos modos, llegó a rasgar la parte trasera de su túnica y
arañar la piel de su espalda. Aylín gruñó de dolor, rodó y volvió a
incorporarse; lo hizo peligrosamente cerca del jaguar herido por su
flecha el cual, no obstante, no tuvo oportunidad de desquite. Pues
el macahuitl de Tonahuac lo alcanzó de lleno en un costado,
abriéndole el costillar y arrojándolo contra el madero que
aseguraba la puerta. Cayó la fiera, casi partida en dos por la
violencia del ataque. Cayó el madero y cayó también la puerta,
encima del cuerpo sin vida que ya empezaba a recuperar su forma
humana, la de un muchacho de recia complexión.
Ehecoatl y Atzin, los últimos guardias que quedaban en pie, se
fueron contra el otro jaguar, al que acosaron a base de lanzazos
hasta acorralarlo contra la pared del fondo. Donde lo dejaron
empalado, ya convertido en una mujer que lanzó berridos y
espumarajos de sangre antes de expirar.
—¡Cuidado! —exclamó Ehecoatl, y apartó al novato de un
empellón, quitándolo del camino del otro felino, que se abalanzó
sobre el veterano en su lugar. Las garras perforaron la pechera del
guardia, hincándose en la piel que había debajo. Bajando por su
torso hasta el vientre, donde excavaron hasta ver el color de las
entrañas. Desesperado, Atzin acudió en defensa de su camarada, y
clavó la lanza en el costado de la bestia mientras que Ehecoatl,
159
desde abajo, consiguió hacerse con su cuchillo y apuñalarla por
debajo de la quijada, en la garganta, matándola al mismo tiempo
que esta lo destripaba.
El novato hundió más la lanza en el cuerpo del jaguar,
quitándolo de encima de Ehecoatl.
—Por los dioses… —masculló, al ver el estado en el que
había quedado. Con los intestinos colgando por fuera del abdomen
abierto, el veterano se permitió una sonrisa manchada de sangre,
junto con una última burla:
—Trata de no vomitarte encima… novato…
En medio de semejante conmoción, nadie pudo impedir que
Zazil escapara por la puerta que acababa de abrirse, corriendo
desaforadamente con el bebé a cuestas. Aylín salió tras ella.
***
160
gruesas gotas escarlatas recorrían su pierna. El gran felino, un
joven macho, se agazapó, listo para un nuevo ataque, cuando
recibió otro ataque por el flanco. Era Atzin, que vino a la carrera
con su lanza, que se quebró por el ímpetu de la carga. Malherido,
rabioso, el jaguar se revolvió contra la nueva amenaza, y el
zarpazo alcanzó al guardia novato en el torso, arrojándolo hacia
atrás y derribándolo de espaldas. Aylín aprovechó para rematarlo
con una puñalada a la base del cráneo, asestada a dos manos, con
la que hundió el cuchillo hasta la empuñadura y mató a la bestia en
el acto.
—¡Atzin! —llamó a la forma temblorosa del joven, que yacía
en un creciente charco de sangre. Mas antes de que pudiera acudir
junto a él, un rugido atronador la paralizó allí donde se hallaba.
Aylín giró, apenas, a sabiendas de lo que encontraría detrás.
Dispuesta a mirar a la muerte a los ojos, pues eso era lo que esa
criatura representaba para ella.
El gran macho estaba allí, a tan sólo unos pasos de distancia.
Inmenso, terrible, mirándola con sus ojos fosforescentes, los
mismos que —ahora sabía— la habían escrutado desde la jungla.
Relucían los colmillos, largos como puñales, en las fauces
babeantes. Curvadas las garras, capaces de partir en dos a una
bestia de carga. Controlando todo lo posible el terror que se
empecinaba en atenazarla, sucia de barro y sangre, propia y ajena,
Aylín empuñó el cuchillo frente a ella.
Y fue Tonahuac, esta vez, el que llegó en su ayuda. Y lo hizo
con un mandoble de su macahuitl, que el gran macho por muy
161
poco consiguió esquivar. Su contraataque fue tan rápido como
devastador: sus mandíbulas se cerraron en torno al brazo izquierdo
del oficial, cuando este pasó de largo en su embestida. Huesos y
tejidos se desgarraron con un sonido nefasto, el arma se soltó de
las manos de Tonahuac, que cayó al suelo con el gran macho
encima de él. Aylín volvió a cambiar el cuchillo por el arco; cargó
una flecha, tensó, apuntó y disparó, todo ello en apenas un instante.
El proyectil se clavó en los cuartos traseros del jaguar, pero este no
soltó al hombre quien, con un brazo entre los colmillos de la fiera,
utilizó su mano libre para desenvainar el cuchillo de obsidiana, con
el que se defendió con un salvajismo comparable al de su agresor.
El gran macho tironeó del brazo, de lo que quedaba del brazo,
de Tonahuac, sacudiéndolo de un lado al otro, mientras que este no
cesaba de lanzarle puñaladas. Horrorizada a la vez que fascinada
por semejante despliegue de fiereza, Aylín colocó otra flecha en su
arco. Tensó la cuerda despacio, mientras sus ojos buscaban la
cabeza o el cuello del enorme felino, algo que el constante
movimiento de la lucha le dificultaba.
Entonces, un sonido completamente distinto se abrió paso a
través de los gruñidos del hombre y de la bestia. Algo tan absurdo
y fuera de lugar como el llanto de un bebé. Y era la propia Zazil la
que lo traía en brazos; avanzaba con pasos tambaleantes, dejando
un reguero de sangre detrás.
Aylín bajó el arco, el jaguar soltó la extremidad destrozada del
oficial. La gran cabeza se volvió hacia la frágil figura de la madre
ensangrentada, que se acercaba con el bebé al final de sus brazos
162
extendidos. El momento se dilató, suspendido en el tiempo que
dura el latido de un corazón. Y el feroz combate a vida o muerte se
detuvo.
—Ten… —musitó Zazil, en un hilo de voz, en el tenue hilo de
vida que conservaba—. Es tuyo…
Colgado de sus brazos, el bebé se desgañitaba en un llanto
limpio y agudo, moviendo en el aire sus miembros diminutos. El
gran macho fue a ella, por el camino se convirtió en hombre. La
gran forma se irguió, el pelaje rojizo se desprendió y deshizo, para
revelar la forma de un hombre alto, fuerte y hermoso. De una
belleza muy inusual, observó Aylín, convertida en mera
observadora de los hechos. Las facciones eran alargadas,
enmarcadas por una cabellera abundante; las cejas espejas, por
encima de unos ojos rasgados, que centelleaban con un brillo entre
dorado y verde. Sangraba por una herida en el muslo derecho, allí
donde la flecha de Aylín se había clavado.
Sin pronunciar palabra, el hombre jaguar aceptó al bebé de
brazos de la joven, tomándolo en los suyos. Ella le clavó una
mirada vidriosa, de ojos que ya miraban la ruta al Xibalbá, la tierra
de los muertos.
—Cuídalo… —le susurró. Cuando cayó al suelo, su cuerpo no
era más que un cascarón vacío, sin alma que lo sostuviese.
—¿Ya se ha terminado? —le preguntó Aylín, mientras el
cacique de los yaguareté–avá se arrancaba la flecha de la pierna
con gesto indiferente—. Ustedes mataron a muchos de los
163
nuestros, nosotros matamos a varios de los tuyos, tienes lo que
venías a buscar. ¿Se ha terminado?
El hombre jaguar se la quedó mirando largamente. Tal vez no
había comprendido la pregunta, tal vez estaba sospesando la
respuesta. Tal vez, sólo se preguntaba si valía la pena matarla.
—Sí —respondió, finalmente, en un tono tan gutural que
recordó al rugido de su forma salvaje, como si hubiera olvidado el
habla de los hombres—. Se ha terminado.
Con esto, le dio la espalda y empezó a caminar de vuelta hacia
la jungla. Con el bebé —su cría— en los brazos. Ya había dejado
de llorar.
Aylín fue en auxilio de Tonahuac, al que ayudó a
incorporarse. Aunque el brazo izquierdo colgaba de un jirón de
carne, convertido en un sangriento apéndice sin vida, ella supo que
sobreviviría. No podía decirse lo mismo del pobre de Atzin,
inmóvil en medio del charco de sangre.
Cuando Aylín volvió a mirar en su dirección, el gran macho
había recuperado su forma de jaguar. Y cargaba con su cría, un
pequeño cachorro de moteado pelaje rojizo, al que llevaba por el
pellejo del cuello, colgando del hocico. Ella hizo un intento por
discernir la conducta de esos seres, pero desistió inmediatamente
del esfuerzo. Eran fuerzas de la naturaleza, salvajes e
impredecibles, y jamás podría comprenderlos. Sólo podía limitarse
a admirarlos desde una segura distancia. Y también a temerles.
Mientras los veía a ambos, padre e hijo, internándose en la
espesura hasta desaparecer de la vista, la memoria de la joven
164
regresó al pasado. Elevó una silenciosa plegaria al espíritu de su
abuela, recordando los cuentos y las rimas de su infancia. Y elevó
una segunda plegaria a la Madre Winak, y a los demás dioses, para
nunca más, en lo que le quedara de vida, volver a escuchar la
canción del colmillo y la garra.
165
Jorge Rubén Del Río
Nacionalidad: Argentina
Publicaciones anteriores:
«Lusca» (relato), revista digital «Axxon, ciencia ficción en red».
«El encargado del archivo» (relato), revista digital «Axxon, ciencia
ficción en red».
«La historia del bardo» (relato), antología «Conjura», Editorial
Pulpture.
«Te sigo esperando» (relato), antología «El corazón hace pulp
pulp», Editorial Pulpture.
«Ángel caído» (relato), antología «¿Qué ha sido eso?», Editorial
Pulpture.
«El amor en tiempo de zombies» (relato), antología «El amor está
en el monstruo», Editorial Pulpture.
«Último tango en L.A.» (relato), revista «Planeta Neo Pulp,
número 2», Dlorean Ediciones.
«El manjar del dios» (relato), revista digital «¡Por Crom!» número
1.
«Mantos Negros» (relato), revista digital «¡Por Crom!» número 2.
«Muñecas para matar» (novela digital por entregas), Editorial
Ronin Literario.
«Largo camino a Redención» (novela digital por entregas),
Editorial Ronin Literario.
«Ninja» (novela digital por entregas), Editorial Ronin Literario.
166
«La sombra del escorpión en la tormenta» (novelette), «Historias
cortas de intensa ficción», Editorial Pulpture.
«Natividad de sangre» (novela), sello independiente Arachne.
«Cacería humana en San Francisco» (novela), sello independiente
Arachne.
«La noche del jaguar» (novela), sello independiente Arachne.
«El culto secreto» (novela), sello independiente Arachne.
«El Doctor Omega y las joyas de la eternidad» (novela), Editorial
Pulpture.
«Alucina» (novela), Editorial Wave Books.
167
Ilustración: Israel Montalvo
168
Fuego Negro
Lobo Fantasma
169
Rossembert tenía tanta influencia en el círculo de La Aguja De
Piedra, que logró con sus legendarias tácticas de persuasión que
nadie rechistara ni se opusiera a su «solicitud». Tal era la
influencia de Rossembert que Zahira, en su infinita inocencia, no
sabía nada de dicha argucia y se tomó aquello como un viaje de
«fin de estudios», como premio a su impecable carrera en sus años
como estudiante de hechicería.
170
—¿Ves ese humo de allí? —preguntó Rossembert—. Proviene
de Dosías.
172
—Dirígete a la mesa que quieras, espérame allí, no tardaré, no
causes problemas —instruyó Rossembert, seco, tajante y
autoritario como siempre solía mostrarse en público.
173
Zahira se sintió un poco tonta. La camarera le sonrió.
—¿Qué me recomiendas?
—Sí, claro.
175
Zahira, un poco avergonzada, se encogió de hombros.
Elgi lanzó un eructo que abultaba más que los dos palmos y
medio que medía su cuerpo de pies a cabeza. Zahira no puedo
evitar reírse por ese gesto y se tapó la boca para disimularlo.
177
—¿Eso es un sí o un no?
Pero entre todas las criaturas había una que destacaba de entre
las demás. Tenía aspecto humanoide, delgados sus brazos, piernas
y torso. Sus manos eran afiladas garras de cuatro falanges. Llevaba
un sombrero de ala ancha y sus ojos, emanaban un fulgor azul
gélido, que junto al aura que le rodeada, daban la sensación de
congelar la atmósfera a su alrededor.
179
Zahira vio como su compañero de piel negra se lanzaba a por
las sombras bestia, aprovechando el tumulto y la confusión, para
subirse al lomo de una de ellas por detrás de la cabeza y clavarle
sus dagas en los ojos. La criatura chilló y sus compañeras
acudieron en su ayuda, Elgi siguió usando su velocidad
supersónica para lanzar tajos y apuñalar desde distintos flancos
para acabar con las cuatro bestias. A una le cortó las patas
delanteras en un abrir y cerrar de ojos, a otra le saltó sobre el pecho
con ambos puñales por delante y dejándose vencer por su peso, la
rajó en canal; un instante después se coló por debajo del cuello de
la que había dejado ciega y le rebanó la garganta con ambas dagas,
con un doble corte de dentro afuera.
180
El Elserkinis se movía aparentemente muy lento, pero se
desmaterializaba o era engullido por el suelo, justo antes de recibir
el impacto de los ataques de su pequeño rival —quien lanzaba una
maldición por su boca cada vez que fallaba sus tajos y puñaladas—
. Zahira apoyó desde la distancia lanzando ráfagas de hielo, pero el
Elserkinis las recibía en su cuerpo como simples picaduras de
mosquito.
181
serios aprietos y algo en ella cambió: por instinto apuntó con la
palma de su mano a la boca de la bestia y una llamarada negra
surgió de entre sus dedos, calcinándole la cabeza. Elgi contempló
impresionado cómo una mujer de cabello blanco aparecía entre él y
el Elserkinis, lanzando llamaradas de color negro de entre sus
manos, que devoraban todo aquello con lo que se toparan en su
caótico y ardiente avance. La ciudad completa empezó a arder,
pasto de las llamas.
182
—¿Maestro? —preguntó Zahira con la boca pastosa.
—No recuerdo nada desde que Elgi fue capturado y esa bestia
estaba sobre mí —respondió ella semiconsciente.
183
que tenía conjuros de defensa repartidos por toda La Aguja de
Piedra y que tenía un carácter poco amigable, pero era el mentor
de Zahira, ¡mentor y protector! ¿Cómo iba a estar relacionado con
el ataque e aquellas sombras? Vio como se llevaba en brazos a
Zahira, en dirección a La Espada del Herrero. Desde ese mismo
instante decidió vigilarlo de cerca todo lo posible.
184
sólo eso, parecía estar muy cambiada. Su aura, su presencia, su
carácter, no parecía ser la misma Zahira que él conoció.
185
—¡No, no! ¡Fue por pura casualidad! —contestó de forma
atropellada— Él estaba por la zona, te encontró y me avisó, ¿por
qué deberíamos estar buscándote?
186
—Al Oeste de aquí, a medio día de camino, está oculto en el
corazón de la montaña llamada como la criatura, Magma Dragón
—explicó el hechicero supremo.
—A que te recuperes.
—¿Recuperarme de qué?
188
—Aparta… —dijo ella con asco, mientras lo empujaba a un
lado.
189
escandalosos. Corrió a su lado y se acercó a él para calmarlo, él se
dejó acariciar y abrazar por su compañera humana.
—¿Orden?
190
—¡Si le ponéis las manos encima os mataré entre terrible
sufrimiento!
191
ejército de sombras surgió por doquier. Zahira miró con
incredulidad a su antiguo maestro.
192
con una espada. Pero en lo últimos años Elgi no sólo trabó una
fuerte amistad con Zahira, también con Líghari, quien se abalanzó
sobre el cuello de Yasni, que apenas pudo gritar de dolor al sentir
su cabeza y su columna vertebral se separándose de su cuerpo, que
soltó un explosivo chorro de sangre.
193
—Conozco esa magia —dijo.
194
Nombre artístico:
LΩBΩ FANTASMA
País: España
Publicaciones anteriores:
195
El ciclo del Dragón.
Poldark Mego
196
oscuros.
197
I
El emisario
198
El emisario extrajo de su bolsa de pellejo una tela que
desenvolvió revelando una piedra ónice, poseedora de un brillo
hipnótico y macabro. Los guardias retrocedieron, con sus armas en
mano. Lo que el enviado tenía consigo era la sangre endurecida de
la madre de todos los esbirros, de la propia Aku-Yatag. Ya antes se
habían encontrado trozos de la misma, los portaban como medallas
los demonios más fieros, pero aquellas gotas de sangre reseca,
aunque mantienen el brillo, se notaban viejas y refinadas, esta sin
embargo lucía fresca como recién extraída de las propias venas de
la madre oscura.
***
199
mancharse con las jugosas bayas que estaba comiendo—. ¿Tienes
noticias del frente de batalla? —preguntó mordisqueando una
semilla.
200
nuevas, una nueva era, un nuevo comienzo sin fin, esta vez.
201
bastarda más sanguinaria de todo Merrant, un hombre de torso
desnudo y rostro de piedra al cual la lluvia o el inclemente sol le
eran indiferentes. Él se hizo con el corazón de la madre oscura y
ahora usted, conocerá su historia.
II
El campeón.
202
mi misión termine documentado una miserable muerte en una
cantina por un malentendido, necesito seguir a un verdadero
campeón; la idea más sencilla era elegir a algún paladín pero estos
soldados de la luz son demasiados rectos y no toman riesgos. Un
verdadero héroe tiene un límite difuso entre la coherencia y la
vesania, es una bestia que rompe reglas de ser necesario y antepone
el pecho para defender inocentes recibiendo las flechas. Los
paladines luchan por sus congregaciones creyéndose dueños de
verdades ocultas, que no son más que mentiras que cubren
ignorancias antiguas.
203
Las gentes del pueblo, al verse abandonadas por la milicia,
optaron por lanzar sus objetos de valor a los pies del guerrero, que
impávido no rompía su expresión amenazadora. Los suyos
comenzaron a rebuscar por más mercancía, apuñalaban a
cualquiera que se opusiera, algunos empezaron a violar a las
mujeres en medio de la plaza frente a los presentes. Me creí en
peligro, revisé mis humildes pertenencias, asustado; creyendo que
si no les daba nada de valor me matarían, cuando la cabeza de uno
de los bandidos rodó hasta el centro de la plazuela.
204
músculos heredados de los bárbaros de Bastión Blót, sus rasgos
gruesos provenientes de la nación de jinetes de Estheparon, su
increíble habilidad con la espada que solo los hijos de Soltaurum,
la nación del Este, llevan en la sangre y la capacidad de imbuir de
un hechizo a la bastarda para darle más potencia y partir a la mitad
a su usurpador; la magia solo puede ser usada por los pueblos
nómadas de Isha-Teron. En definitiva el campeón que el mundo y
yo estábamos esperando.
***
III
El druida
205
la entrada de la posada. Buscaría el medio para que acceda a ser su
biógrafo y acompañarlo a arrancar el corazón de la madre oscura.
Entonces fui al salón y desayuné pan de centeno con panceta y
cerveza tibia. Mientras comía ingresó al comedor una bestia
anormal, un lobo de proporciones increíbles, de pelaje como la
plata y ojos de oro, cada pata era abrazada por cintos con runas
místicas y llevaba en el feroz hocico una bolsa de piel de toro de
fuego. El imponente animal, casi de la envergadura de un caballo
de Estepharon, dio lentos pero pesados pasos hasta un rincón
lúgubre de la posada, donde se recostó mimetizándose con las
sombras, dejando únicamente su brillosa mirada como evidencia
de su presencia.
***
206
El campeón y el lobo salieron del pueblo y yo detrás de ellos,
a una distancia prudencial. Cuando las casas y negocios se
fundieron con el monótono entorno desértico el campeón se
detuvo, el lobo lo hizo, yo lo hice. Entonces ambos tomaron
distancia y el campeón desenvainó su bastarda, la blandió una sola
vez con una velocidad sobrehumana a lo que el gigante lobo
esquivó con un movimiento zagas, sin perder la compostura.
Aquello que veía me pareció irreal pero nada comparado con lo
que vino después.
207
con la naturaleza, magia blanca, magia protectora. El druida
conocía al campeón desde hace un tiempo, cuando su tribu estuvo
a merced de un ejército bandido proveniente de las islas más allá
del Peñón del Ocaso. El campeón combatió por el honor, la gloria
y el amor de Eurimide, la hija del jefe de la tribu y prometida del
campeón. Lamentablemente en la reyerta ella murió y el campeón
abandonó la senda del guerrero para convertirse en un vagabundo
sin misión.
208
IV
El nigromante
209
rojo vivo, a pesar de que aquella civilización desapareció hace
unos cinco o seis ciclos atrás. Cuando llegamos a la mitad del
cañón y los surcos tallados por el fuego son tan altos como
palacios, comienzo a sentirme diminuto ante la majestuosidad de la
roca e ínfimo ante el hecho de saber que existen monstruos capaces
de hacer todo esto y que nosotros, la humanidad actual, estamos
dispuestos a enfrentarnos a ellos.
210
De inmediato Nerghul reconoció en mi a mi progenitor, supo
que la mitad de mi alma era como la de mi padre y reconoció en mí
el poder para desvincularlo de la promesa si cumplía con su parte,
entonces le pedí que nos ayude a convencer al campeón para que
retome su camino a la gloria y derrote a Aku-Yatag para romper el
ciclo. El nigromante, me dijo entonces, que ayudaría pero que la
madre oscura no debía morir o el ciclo terminaría, cuando le dije
que eso era lo que mi rey Eurico III deseaba y la humanidad entera
también, me respondió que no toda la humanidad lo desea y no
toda la humanidad sabe lo que realmente ocurrirá si se termina el
ciclo.
211
serpientes marinas de cien metros de largo y monstruos de las
profundidades recelosos de los altos templos que erigían los
humanos, por eso la mayoría son pueblos pescadores o piratas que
viven en chozas y se ocultan temerosos en las noches de tormenta.
212
para que el alma de Eurimide se comunicara con el campeón y le
transmitiera un mensaje, aquellas palabras que se quedan
pendientes, atrapadas con la muerte para siempre.
La cazadora
213
a un pueblo convertido en un bacanal de lujuria, todas las mujeres
sin importar que tan ancianas o niñas fueran habían sido abusadas
hasta matarlas. Los hombres poseídos por una locura evidente
habían pasado de la tentación de la carne a la sangre y ahora se
mataban entre ellos, convencidos de que eliminar a una gran
cantidad de adversarios les daría poderes capaces de soportar la ira
de los demonios. Atacaron a nuestro grupo, nos defendimos, los
eliminamos a todos.
214
encontraron en medio de la plaza, disfrutando de una bella noche
de miles de estrellas y brisa fresca. Nerghul se había retirado a
meditar llevándose algunas cabezas seleccionadas, el campeón y el
druida bebían como si no hubiera un mañana y yo escribía, escribía
todo lo que podía, todo lo que recordaba, cada detalle, por más
grotesco que fuese. La historia y las canciones podrán exagerar mi
versión de los hechos pero solo si soy fiel a la realidad vivida.
215
borracha. La comitiva saludó nuestras intenciones de unirnos al
frente de batalla y decidió emprender la retirada, aunque la mujer
se quedó, conversó algo con su grupo en una lengua que muy
pocos recuerdan, incluso dentro de Bastión Blót y dejó que el resto
se marchase. Se apeó de su caballo, lo llevó a tomar agua y se unió
a nuestra celebración improvisada.
***
216
niños descuartizados; ríos de sangre y vísceras se evaporaban por
el calor de las llamas que consumían las construcciones.
***
217
consumían en una hoguera de piedras con runas dibujadas con
sangre y otros símbolos paganos, sus órganos se cocían en un caldo
que debía alimentar a las tropas malignas. Caímos sin que se lo
esperaran, yo blandí mi espada, el campeón desenvainó a la
bastarda haciéndola brillar roja de conjuros, el druida tomó la
forma de un colosal oso comparable con los pinos que nos
rodeaban, con garras filosas como piedras de despeñadero, el
nigromante usó un conjuro maldito para que los cadáveres de
animales cercanos y de los que fueron sacrificados se levantasen
furiosos y la cazadora desplegó su ballesta, con saetas imbuidas en
peligrosos hechizos, que gangrenaban la carne de los esbirros o
creaban letales explosiones. No tengo palabras para describir el
grado de brutalidad desatada, solo me resta decir que los demonios
fuimos nosotros.
VI
Bastión Blót
Nos tomó cuatro días más llegar al corazón del reino bárbaro,
cruzamos una decena de pueblos, todos atacados, diezmados o
agonizantes. Los demonios estaban tomando rutas alternas para no
chocar contra las fuerzas bárbaras pero no contaban con nosotros.
Eliminamos con un especial sadismo a cada ser de ultratumba que
encontramos.
218
Sin duda el actuar de los demonios era peculiar pero también
lo era la estrategia del rey Eurico III pues cuando nuestro grupo
llegó a las puertas del dominio bárbaro nos encontramos con una
tremenda cantidad de tiendas de campaña, banderizos y grupos de
aventureros que habían sitiado por completo al monte Karrat.
Jamás, ninguna canción ha hablado de semejante espectáculo, la
humanidad unida bajo una sola intención: acabar con el ciclo del
dragón.
219
de varias casas importantes decidieron tener un rol protagónico en
la destrucción del ciclo, por lo que llevaron sus armaduras
legendarias y objetos mágicos de humanidades pasadas. Una vez
llegamos al bastión del pueblo bárbaro el espectáculo fue un poco
diferente, la gente de Blót había accedido al plan del rey Eurico
pero dentro de la fortaleza únicamente se permitía sangre bárbara
por lo que el grupo no pudo permanecer ahí mucho tiempo y
tuvimos ladear el recinto para continuar ascendiendo.
220
VI
221
adivinado, incluso podríamos revertir toda la situación en nuestra
contra y perder la oportunidad de cancelar el ciclo. Nerghul se
mostraba receloso con respecto a esta última parte. Cuando
conversé en privado acerca de sus miedos, me dijo que el ciclo no
podía romperse pues el hombre había despertado a los demonios,
pero quien arrojó a los esbirros al sueño eterno e inició el ciclo,
quien tenía la potestad de condenar la existencia terrenal de los
demonios a solo tres lunas llenas de sangre era un enigma mucho
mayor a cualquier entendimiento humano. Le dije que aquello era
la luz y me respondió que sí, pero que los humanos no somos
capaces de comprender qué era esa luz, los paladines piensan que
se trata de algún dios benevolente y sabio, pero la luz es la luz y
esa energía es indiferente a nuestra existencia terrenal. El
nigromante me habló de una presencia ajena a los valores o la ética
terrenal, que existe para devorar consciencias, que es locura pura y
el susurro su arma principal, le dije que me hablaba de estrategias
demoniacas, a lo que él respondió que no debía confundir el caos
con la maldad, la locura no es mala, es otra forma de pensamiento
que nunca comprenderemos.
222
VII
El cataclismo
Priaemo pasó del oso al lobo y por fin al cuervo para escapar
223
cuando se vio rodeado por hombres toro con pesadas armaduras y
hachas de lago con poderes de fuego. Desde la distancia arrojaba el
contenido de sus bolsitas creando explosiones corrosivas. Yo
trataba de estar cerca del campeón para atestiguar cada acción suya
pero era demasiado peligroso. Pude ver como partía cuerpos por la
mitad con la bastarda, como rompía cráneos a puño limpio y hasta
peleaba con uñas y dientes cuando se vio rodeado de musculosas
abominaciones que parecían el cúmulo desordenado de varios
cuerpos.
224
VIII
Aku-Yatag
225
ser tentáculos afilados hacia el campeón, éste esquivó rápidamente
y blandiendo su espada abrió surcos en los látigos cárnicos de la
madre, ella gritó furiosa e hizo a un lado a su pueblo para
enfrentarse sola contra Jhorgunat, exactamente lo que deseábamos
que pasara. Ambos se enfrascaron en una batalla sin cuartel, por
momentos el hombre parecía ser más que la madre de los
demonios, por momentos la madre incrementaba su volumen
comparándose a un gran roble. El campeón desgarraba la carne de
la madre, la madre apuñalaba la carne del campeón. El campeón
bebía pócimas y continuaba atacando, la madre sacrificaba a uno
de sus esbirros y usando su energía de vida se recuperaba. Pensé:
en algún momento se terminaran las pócimas del campeón pero
demonios hay muchos.
226
patidifusos no sabían si rematar al campeón o temerle. Todos los
demonios retrocedieron.
IX
Ush-Naotak
227
debías treparlos para poder llegar a tus enemigos. Sentí que mis
pies pisaron cabezas aliadas rotas y dorsos abiertos enemigos, y así
trepé, sable en mano, y así llegué a ver del otro lado como el
campeón se batía en singular combate con un coloso de carne, al
cual destripó de un tajo limpio. Verlo pelear, blandir la
“Rompedora de almas” era ver a un gigante usar una afilada
columna para decapitar malignos.
228
Los sobrevivientes de la reyerta rodeaban al campeón. El
cansancio y temor había desaparecido. Las tropas dispersas de
demonios se perdían por los canales subterráneos mientras la
humanidad alzaba en hombros al campeón Jhorgunat, el mestizo de
las cinco naciones. Traté de ponerme de pie cuando, por accidente,
entré en contacto con la sangre de la madre oscura y conocí, a
través de su remanente poder, el secreto que tan recelosamente
guardaba Nerghul y el propio Priaemo.
El ciclo final
229
su piel de piedra para reemplazarla con carne y ganaron una
inteligencia superior a las demás criaturas del continente. Nosotros
fuimos esos golems de barro. Nosotros, la humanidad, somos hijos
de la Locura.
***
Jawad Gadaff fue rodeado por la élite del rey, las mujeres
bellas y letales lo tenían cercado amenazándolo con sus alabardas
de oro. El emisario llevaba un rato temblando, poseído por una
energía incontrolable. Le tomaba mucho esfuerzo poder hablar
correctamente, hilvanar ideas demandaba mucho trabajo pues las
voces, las miles de voces que rebotaban en su cráneo, le gritaban
desesperadas por ser oídas con la vesania de cien mundo malditos.
230
Locura de vuelta a Merrant y por ello custodiaban al campeón
mientras este caía en la corrupción del infierno, convirtiéndose de
a poco en el nuevo rey demonio; hacer eso era ir en contra la de
humanidad, de los deseos de mi rey y por lo tanto contra mi
misión. No podía permitirlo.
231
—No existe.
—Y el ciclo se terminó.
232
sobre esfuerzo le quitaba el aliento pero no podía detenerse.
Entonces el rey hizo un gesto y las ninfas asesinas decapitaron al
emisario de un rápido movimiento. La cabeza de este rodó varios
metros aun riendo, con una expresión depravada.
233
humanidad. Al final, al igual como la primera humanidad que en
su ambición desató el ciclo, el rey en sus ansias de poder lo
concluyó condenando a toda la vida de Merrant.
Poldark Mego
234
Revista Fantastique: poderes extraordinarios (2018), Aeternum:
héroes y santos (2018), Editorial Cathartes: La taberna de
Innsmouth n2 (2018), Editorial Solaris: líneas de cambio (2018),
Círculo de Lovecraft: J-horror (2018), El gato descalzo: antología
sobre brujas: cuento (2018), Revista Fantastique: licántropos
(2018), Revista Ibídem: terror (2018), Revista Pareidolia (2018),
Tenebraum iv (2018), Aeternum: juegos macabros (2018),
Grimorio (2018), Molok vol4 (2018), Plesiosaurio (2018), The
wax (2018), Cuentaartes (2019), Revista Fantastique: ritos paganos
(2019), Revista Ibidem (2019), Revista Letras y demonios (2019),
publicó la revista Orbi Occultatum que incluye sus cuentos
“Gul(a)” y “Sor Ana” (2018).
235
Ilustración: Daniel E. Molina
236
Daniel E. Molina
(Argentina)
237
La rosa equívoca
Juan Pablo Goñi Capurro
238
acompañaban, inquietos, se movían sin alejarse del grupo. El jefe
no estaba convencido; no veía pájaros, hecho extraño en un
mediodía de cielo límpido. Como todos en la fortaleza, había oído
rumores sobre la aventura del rey Agur durante la última cacería en
la montaña; ahora sospechaba que la alarma tenía que ver con ello.
Pocas veces en sus décadas de servicio al reino se había
topado con un suceso rodeado de tanto hermetismo. Los seis
acompañantes del rey en la misteriosa excursión estaban casi
recluidos en la cuadra más cercana a la torre; cada vez que
coincidían en patrullajes o en las tabernas de la ciudad, cambiaban
de tema si la conversación se dirigía a su escapada junto al
monarca.
—Alerta, saquen espadas y escudos.
Los soldados obedecieron. Los cuerpos adoptaron otra forma,
como si se hubieran reemplazado los hombres indolentes que
holgazaneaban en la playa por un escuadrón de gladiadores. Se
inclinaron hacia adelante, las piernas robustas separadas, los brazos
sostenían las espadas en punta y los escudos próximos a las caras.
Los petos eran de piel, tres o más pieles cosidas unas sobre otras;
los taparrabos de lienzo estaban recubiertos por un triángulo de
cuero de oso. La ligereza y la comodidad eran sus armas más
preciadas.
Salmo extendió el brazo señalando el sendero que se abría
entre el verde. Iba atento al extremo. A esa hora, en la aldea
deberían estar almorzando y ellos verían la humareda de los
fogones; nada de eso ocurría. Los hombres se formaron de a dos, le
239
dieron paso para que encabezara la fila. La barba gris imponía más
respeto que su jerarquía; la mayoría de los soldados llevaba el
cabello largo, anudado en la cola tras la nuca. El paso era sostenido
y rítmico, sobre el camino no había trazos extraños, solo las
ramitas coloradas de las pináceas resecas y las piñas caídas por
doquier.
Cuando llegaron a la última curva, Salmo ordenó que
abandonaran el camino; en los últimos metros vio pisadas varias,
encimadas, propias de la actividad normal de una aldea. El
veterano de cabello ralo no se confió; dividió a sus hombres y los
mandó a avanzar entre los árboles; la mitad de ellos entraría por el
este, los otros por el oeste, a su mando. Había pocos arbustos que
complicaran el andar de la tropa, en pocos minutos estaban en
posición ante el claro donde se alzaba Eseda.
El diseño de la aldea permitió al grupo del oeste tener una
visión completa, amparados por los olmos, llamativa presencia en
un bosque de coníferas. Las casas, de piedra granítica y techumbre
vegetal en forma de cono, estaban dispuestas en una larga franja,
poco más de veinte viviendas en total. La ventaja de la visión no
generó optimismo en Salmo; no había aldeanos a la vista. Una
serie de silbidos provenientes de la foresta ubicada tras la aldea
informó al jefe que el otro grupo había dado con novedades.
—Vamos —indicó, y avanzó como si tuviera el enemigo
delante.
Al verlos pisar el centro de la aldea, se reunieron con ellos los
seis destacados en el otro frente. Los semblantes sombríos
240
adelantaban malas noticias. En el suelo desbrozado delante de las
casas había numerosos objetos desperdigados, desde morteros
hasta prendas, toda clase de utensilios, varas afiladas y sacas rotas
con su contenido desparramado.
Gigur, joven bronceado como todos pero fácil de
individualizar por la cicatriz que rasgaba en dos su pómulo
derecho, se dirigió a Salmo con palabras rápidas.
—Al menos veinte cuerpos en el bosque, hombres y mujeres,
desgarrados, comidos en partes.
—¿Comidos?
—Sí, comidos a dentelladas grandes, hay sangre, trozos de
miembros...
Salmo alzó su mano, deteniendo la verborragia del guerrero.
Hizo una estimación rápida; en Eseda vivían más de cien personas,
algunos estarían quizá corriendo por los bosques si solo había
treinta cuerpos en los alrededores.
Caminó hasta el fogón central donde humeaban aún las brasas
que había creado el humo verde. Sus hombres formaron un círculo
en torno a él, así controlaban los posibles frentes. Salmo
reflexionó; la gente de Eseda había huido luego de trasmitir el
pedido de auxilio, los más lentos habían sido capturados, los demás
estarían siendo perseguidos o quizá hubieran hallado refugio en
otra aldea, había más de diez de ese lado del lago, entre la orilla y
las montañas. Era insensato ir tras ellos.
—Es lo que pensamos todos, ¿no?
241
Tibio, su segundo, cabello rubio casi hasta la cintura y pecho
amplio de forjador de hierro, era de pocas palabras; el temor lo
había hecho romper el silencio.
¿En qué pensaban? En los brogos, los seres de la montaña que
vivían en la línea de las cumbres heladas. Estas bestias llevaban
siglos allí, alejados de los humanos. ¿Qué pudo hacerlos descender
y arrasar con una aldea?
Salmo decidió ocuparse de sus hombres, la acción era el mejor
antídoto contra el miedo.
—Revisen las casas, una por una. Cuatro de guardia, conmigo.
Tibio se encargó de distribuir la tropa, escasa si el enemigo
quien sospechaban. Los brogos no tenían armas, no las precisaban.
Medían más de dos metros, la piel era cuero grueso cubierto de
pelos, no las penetraban las flechas. Habían nacido de la cruza de
osos con humanas, cuando una legendaria hambruna casi extinguió
la vida de los valles, centurias atrás. Se mantenían alejados, vivían
en solitario, cada tanto en alguna excursión podían avistarlos en lo
alto. Nadie había visto más de dos al mismo tiempo.
Los hombres regresaron junto al fogón, Salmo había
establecido allí el comando. Se ajustaron los cascos de ramas y
cuero en tiras, Tibio dio el parte negativo, solo había casas vacías.
—Vamos a recorrer el bosque, una hora, y regresamos.
Encararon la espesura en una larga hilera. Salmo se topó con
los cadáveres; tocó el cuello de una mujer, desgarrada por un
zarpazo. Vio el trazo de las uñas afiladas por el pecho, luego
habían arrancado su abdomen. El cuerpo aún estaba cálido.
242
Continuó la marcha, apartando con la espada las ramas bajas de los
pinos que crecían entre las araucarias de troncos altos. Debió hacer
un alto cuando las arcadas de algunos hombres se convirtieron en
vómitos. Ya no esperaba por sobrevivientes, en quince minutos
habían hallado o avistado no menos de cuarenta muertos.
Los pequeños claros amplificaban la luz que permitía pasar el
follaje. Así fue que Salmo detectó, en uno de ellos, una sombra
oscura. Escuchó, emitía un ronquido particular. Un Brogo, ¿qué
otra cosa podía ser? Pidió silencio; con señas ordenó rodearlo.
Intentó tomarlo de sorpresa. Su calzado era perfecto para ello, pero
el bosque estaba lleno de minúsculas ramitas y piñas. Fue
inevitable que la bestia despertara.
—¡Ahora!
Espada en ristre, Salmo se adelantó mientras el Brogo se
erguía. La bestia giró cuando el primer acero se hundía en su
costado; su cuerpo tenía el diseño del cuerpo humano pero el
volumen era desproporcionado. La herida no acabó con él;
comenzó a dar giros, los guerreros alzaron los escudos para
protegerse de los zarpazos. Más de uno voló al recibir un impacto,
en tanto nuevos mandobles herían el duro pellejo de la bestia. Los
aullidos potentes fueron reduciéndose a medida que el Brogo
perdía más sangre. Tres guerreros se apartaron, sus espadas habían
quedo hundidas en el animal.
Salmo no perdió tiempo y lanzó un mandoble al cuello con
toda la potencia de su peso. Algo se quebró en el interior de la
bestia, la cabeza quedó unida apenas por un hilo de piel al tronco.
243
—¡Rápido, recuperen las espadas!
Salmo examinó la tropa. Sin protección, los brazos de varios
mostraban los arañazos del Brogo. Por fortuna, apenas si los había
tocado, no había heridos de consideración ni hemorragias
preocupantes.
—¡En guardia! ¡A la aldea!
El piso retumbó. Los aullidos del Brogo debieron ser
escuchados por los congéneres que permanecían en la zona. No
podían darles batalla entre los árboles, carecían de espacio para
maniobrar con las espadas y efectuar movimientos veloces,
indispensables para enfrentar a enemigos de tamaña envergadura.
Corrieron en retroceso, alternándose para controlar el avance
de los brogos. Impresionaba el retumbar provocado por el avance
de las bestias. Pronto oyeron rugidos; Salmo se orientó, los brogos
no venían en formación ni mucho menos. Los guerreros tuvieron
en minutos las techumbres de Eseda a la vista; oyeron entonces un
rugido diferente, un aullido que les enfermó los nervios. Un aullido
de dolor, de lamento, de queja.
—Lo encontraron —uno de los jóvenes no pudo contenerse,
aunque todos habían interpretado ese quejido.
Al inicial, se sumaron otros quejidos. Salmo contó, habría no
menos de cuatro brogos. Sería difícil vencerlos si solo eran tres
hombres contra cada uno de ellos. Pasó entre dos casas y se dirigió
al fogón, el centro neurálgico de la vida aldeana. Evaluó continuar
la retirada hasta el lago; los brogos no nadaban, siglos lejos de las
aguas les habían hecho perder ese conocimiento. Una nueva
244
vibración de la tierra lo llevó a eliminar esa idea, los brogos
llegarían antes que pudieran meter la nave a la profundidad
suficiente.
—Tibio, la mitad contigo, a la derecha.
Salmo se llevó al resto. Se parapetaron tras una vivienda, dos
hombres en los extremos atentos al bosque, cubriendo los pasillos
entre las casas. brogos actuando en conjunto, impensado, ¿qué
había sucedido en la excursión de Agur? Salmo hallaba clara la
conexión; Agur había ido a las montañas y desde allí descendían
los brogos. Las reflexiones deberían esperar, los rugidos se
acercaban.
Una bestia apareció al fondo de las casas; detuvo su carrera,
olisqueó. Los brogos andaban erguidos, primaba en ello su parte
humana. Salmo comunicó la estrategia en pocas palabras. El Brogo
se lanzó por un pasillo entre viviendas. Salmo apretó la espalda
contra la piedra, su grupo lo imitó. La inmensa mole oscura pasó y
Salmo lanzó su espada contra su espalda, tres de sus hombres
impactaron también y se tiraron al suelo para evitar ser alcanzado
por los zarpazos de la bestia herida.
Los gritos ensordecían a los combatientes, en el otro extremo
de la aldea había una lucha similar. Salmo mantenía la espada,
reptó hasta colocarse casi a los pies del Brogo y, desde abajo,
hundió la punta de su acero bajo la quijada del monstruo. Dio
vueltas con él para no perder el arma hasta el último instante,
cuando debió lanzarse a un costado para evitar que el gigante
peludo cayera sobre él.
245
En la otra punta, un hombre caía con el cuello desgarrado
mientras otros dos hundían las espadas en el vientre del Brogo, las
empujaban con sus cuerpos para llevarlas más adentro. En plena
pelea, surgieron del bosque tres bestias más. Seis hombres estaban
en condiciones de enfrentarlas. Antes que nada, alzaron los
escudos para protegerse. Los brogos se lanzaron en desorden.
Salmo y tres guerreros lograron rearmarse y atacaron las bestias
por la espalda.
Pisotones, zarpazos y mordidas, mandobles y espadas
clavadas, hicieron saltar sangre por doquier. Los alaridos humanos
se confundían con los lacerantes sonidos que emitían los brogos.
Uno de ellos quedó en el centro del claro, girando como un molino,
llevando consigo a dos guerreros que no soltaban las espadas
hundidas en la carne del enemigo. El Brogo dio no menos de
veinte giros antes de caer; los guerreros extenuados, cubiertos de
polvo y mil rasguños, quedaron tendidos en el piso.
La cabeza de Tibio rodó por el suelo, un Brogo saltó varias
veces sobre su cuerpo cercenado, hasta convertirlo en una pulpa.
Luego se agachó, tomó una pierna y empezó a comer. Salmo
apuntó bien su espada, corrió hacia la bestia y se la clavó en la
nuca. El Brogo cayó tras un estertor que arrojó a su atacante contra
un olmo, del otro lado del claro.
El último animal, piernas separadas en pose de peleador de
taberna, acometió a los tres jóvenes que lo enfrentaban. Los
guerreros estaban casi encimados. El Brogo alzó sus descomunales
brazos y avanzó un tanto inclinado, eran muy bajos para él. El
246
muchacho del centro sostuvo recta su espada con ambas manos; los
otros dos, en el último instante, cuando el aliento horripilante del
monstruo los había alcanzado, hincaron sus rodillas y desde el piso
izaron con fuerza las armas.
Las tres espadas se hundieron en el cuero del Brogo; una de
ellas le atravesó el pecho; su dueño no tuvo fortuna, el Brogo le
tomó la cabeza con ambas manos y la arrancó de su cuerpo, antes
de caer sobre él. Los compañeros lograron rodar para escapar de la
masa sanguinolenta.
La escaramuza había llegado a su fin, el aire estaba enrarecido
por el polvo que flotaba, ocultando parte del resultado a los
combatientes más alejados. Salmo, la vista dirigida a la espesura,
aguardó que se asentara la tierra levantada. Tibio estaba muerto,
pero había más. Cerca, un joven se sujetaba el brazo. Fue hacia el
muchacho, le arrancó el cuero que protegía el taparrabos e
improvisó un torniquete. Luego, el jefe volvió a mirar el escenario
del combate. Tres muertos en total. Él mismo estaba herido, tenía
sangre en un muslo y le dolían varias partes del cuerpo, golpeados
en la lucha casi cuerpo a cuerpo con el primero de los rogos.
Varios guerreros mostraban consecuencias de las caídas,
moratones y chichones en las cabezas. La mitad había perdido los
cascos, que ante un Brogo no tenían función útil.
El jefe ordenó colocar los tres cuerpos sobre el fogón,
reunidos con las cabezas respectivas; Gigur se ocupó de encender
la fogata. No podía demorarse en enterrarlos pero no los dejarían
como alimento para brogos. ¿Cuántos serían? La cadena
247
montañosa era muy extensa, nadie lograba llegar a la línea de
cumbres donde moraban como para tener una estimación de
cuantos eran. ¿Acaso habían descendido en procura de alimentos?
No, ante los brogos, cualquier especie tenía menos defensa que los
humanos, había decenas en el bosque; no los atacaban para
comérselos.
Las llamas se alzaron; se acercó Gular, el colorado traía
consigo un morral con diferentes polvos pigmentados.
—Azul.
La llama azul avisaría a la fortaleza que la expedición
regresaba pero que no estaban bien las cosas, como hubiera
indicado el amarillo. El otro color que utilizaban era el rojo,
peligro inmediato para Ekeón, defensa urgente de la ciudad y la
fortaleza.
—Regresamos.
Salmo encaró el camino hacia la playa seguido por los ocho
combatientes maltrechos que habían escapado de la furia de los
brogos. Recorrieron a paso vivo el sendero, entre ayes y quejas por
los dolores agudizados por el ritmo de la marcha. El mismo Salmo
se encargó de los amarre de la nave, en tanto los sombríos
miembros de su patrulla la empujaban hacia las aguas.
Estaban subiendo cuando un nuevo sonido los paralizó. En
realidad, no era un sonido nuevo, era el mismo gemido desgarrador
que escucharan antes. La diferencia era la magnitud, esta vez eran
cientos los que se sumaban al coro. Salmo los animó a subir
248
rápido, la nave flotaba ya. Utilizó la pértiga para girar la proa y
enfrentar la fortaleza.
Remaron con energía aunque se les desgarraban los brazos en
cada giro. Un ulular grave y resonante parecía empujarlos.
—¡Allí! —Gular, en popa, señaló la playa.
Las ocho cabezas se volvieron. De a uno, de a dos, de a seis,
de a cuatro, las arenas blancas se fueron cubriendo de seres
oscuros, inmensos. Un centenar de brogos, cuanto menos.
Aullaban, daban saltos y señalaban hacia adelante. Salmo creyó
que apuntaban a la barca, más de inmediato cambió su apreciación.
Apuntaban a la fortaleza.
Los jóvenes guerreros, paralizados por la vista, no conseguían
reaccionar, la barca flotaba casi inmóvil sobre las aguas quietas.
Salmo observó un fenómeno curioso; los brogos parecieron
formarse, al menos se unieron y cesaron sus gritos. Conduciéndose
como humanos, se acercaron a la orilla y miraron hacia la barca.
Luego siguieron el trazo del lago. Salmo se estremeció; los brogos
estudiaban la forma de acceder a la fortaleza. Y ya sabían cómo
hacerlo, rodearía las aguas que no podía cruzar.
—Suficiente, ¡al remo!
Los muchachos obedecieron, la nave reanudó su camino a
casa. Salmo se sentó delante, resopló. Dolores le venían de todo el
cuerpo, pero no los atendió. Acababa de verlo, los brogos habían
diseñado una estrategia. Los brogos habían aprendido a pensar.
249
La llama de los braseros permitía distinguir la delicada silueta
de la mujer junto al ventanal que daba al lago. Sobre ascuas, dos
calderos hervían; destilaban un aroma agridulce. Lynmia, la joven
ocupante del recinto, temblaba a pesar de la manta con que se
cubría y del calor que producían sus preparados. La pálida
hechicera se sentía desnuda, como si permaneciera aún en manos
de los brogos que la atraparan cuando yacía sin ropas sobre el
lecho de la casa azul. Los postigos y los pesados cortinados
cerrados impedían la visión de los invasores; nada le valía ocultar
la realidad, miles de ellos rodeaban el lago, se acercaban a la
ciudad.
Había otra ventana, en la pared opuesta a la puerta; era más
pequeña, daba al patio de la fortaleza. Desde allí podía verse la
ciudad, Ekeón, más abajo. También estaba oculta por un cortinaje
oscuro y pesado. Las telas gruesas se humedecieron cuando se
incrementó el vapor que despedían los calderos. La bella hechicera
reaccionó. Llevó una tea al fuego, esperó que ardiera y con ella
encendió las seis lámparas adosadas a las paredes de piedra. El
ambiente se iluminó. Ella no le confirió importancia, podía
manejarse en las sombras de no tener que realizar un preparado;
allí vivía desde su rescate. En una esquina estaba el jergón cómodo
donde llevaba cuatro días durmiendo; los braseros eran grandes, se
los habían traído por la mañana. Uno era destinado a producir las
ascuas que alimentaban los otros dos; la bruja no cocía sobre
llamas. A nadie se le había ocurrido construir un fogón en la torre.
250
Lynmia no se demoró preguntándose a quién estaba destinado
ese humilde aposento, tenía que retribuir la generosidad del rey
Agur, su inesperado salvador. Se quitó la manta, se arremangó las
mangas del vestido negro y revolvió los preparados. Una peste
grave rodeaba la comarca, consecuencia del avance de los brogos;
la llamaban «comedientes» porque su primer efecto era la caída de
las dentaduras de los enfermos. Luego se sucedían delirios febriles
para culminar con la muerte. Lynmia preparaba la receta ancestral
para protegerlos, esa misma noche los hombres y las mujeres de la
fortaleza quedarían inmunizadas. Luego la pócima sería distribuida
en la ciudad. Los brogos deberían combatir, no les bastaría
envenenar las aguas con sus pezuñas.
Junto a los calderos había sacas con hierbas y hongos. Lynmia
se había hecho traer una mesa rústica, donde examinar y separar
los ingredientes que necesitaba. Había dos morteros, tres cuchillos
y unas cuantas botijas con líquidos diversos. En una saca más
grande arrojaba los desperdicios. Higiénica al extremo, los
calderos en ebullición todavía y solo quedaba un cuenco con polvo
rojo entre los enseres; los ingredientes sobrantes estaban en orden
y los desperdicios, listos para ser enviados al exterior.
Lynmia olisqueó el vapor que emanaba del primer caldero,
tomó el cuenco y esparció el polvo rojo en su interior. Repitió la
maniobra con el segundo. Satisfecha, arrojó el polvo restante a la
saca de los desechos. La pócima estaba lista.
251
Abrió la puerta del recinto. En el angosto rellano de la escalera
que conducía a las almenas, montaba guardia un guerrero de la
escolta real.
—Pronto, la pócima está lísta.
La bella mujer retrocedió, volvió a colocarse la manta encima
y se recostó en el jergón. Seducida por los arabescos que trazaban
las sombras sobre las paredes y tapices, se dejó guiar por
pensamientos que la llevaron de regreso a la casa azul, la peculiar
vivienda donde había crecido, en el valle de Clos. Estaba lejos
ahora; el lago, el bosque, las altas montañas y luego recién su
valle. Recogió el cabello azabache detrás de su cabeza, lo acarició
como se lo había acariciado Velgar en sus días felices.
El cuerpo delgado reaccionó a los estímulos mentales; Lynmia
se extendió en el jergón pero mientras separaba sus rodillas, aferró
la manta casi con desesperación. Los dedos se trasparentaron casi
por el esfuerzo. De no haber estado desnuda cuando los brogos los
asaltaron, otra hubiera sido la historia; con un simple contumbris
las bestias hubieran quedado inmovilizadas, permitiéndoles huir.
Nunca supo la joven bruja quién le había arrojado la maldición ni
había averiguado todavía cómo podía librarse de ella; cuando
estaba desnuda, sus poderes desaparecían al instante. Era
desnudarse y quedar indefensa; aún no había recobrado sus fuerzas
por completo, pero ello se debía a las consecuencias del
tratamiento sufrido después.
Los ojos negros se tiñeron con una pátina acuosa al rememorar
la irrupción de los inmensos brogos; uno solo bastó para alzarse
252
con ella, en tanto otros tres lucharon y redujeron a su amante. El
bello Velgar casi fue descuartizado allí mismo, los brogos lo
estiraron de piernas y brazos. El joven los insultó, les arrojó mil
maldiciones y juró que se vengaría si tocaban un solo cabello de su
amada. Su amada, ella, Lynmia, la elegida del más hermoso
mancebo y el más valiente soldado que conociera el valle. La bruja
convocó los poderes sensoriales y lo sintió allí mismo, sobre el
jergón de la torre. Su debilidad se hizo presente, no consiguió
retenerlo. Velgar fue reemplazado por la preocupación; no tenía
noticias desde la captura, ignoraba si vivía todavía o si los brogos
habían hecho una carnicería con él.
Los ruidos de la escalera la alejaron de Velgar. Arrojó la
manta y se soltó el cabello negro, le cayó entre los omóplatos. Pasó
la lengua por los labios para quitarse la sequedad. Cuatro hombres
se introdujeron en el recinto, guiados por el primer guardia; los
cinco vestían taparrabos de lienzo oscuro, camisa cruda y una capa
rojiza. Los cinco llevaban espadas, casi como única marca de su
condición; su misión allí dentro era preventiva, como miembros de
la escolta real estaban lejos de los puestos defensivos. Variaban
sus implementos y uniformes cuando salían a la batalla.
Lynmia se divirtió un tanto al notar la lucha interna de los
jóvenes; era intenso el deseo de contemplarla con descaro pero no
era menos profundo el temor a irritarla con sus miradas y
convertirse en víctimas de poderes oscuros. Ignoraban que era ella
quien tenía necesidad de ser protegida; la pócima era también en
beneficio de Lynmia. Los necesitaba fuertes, eran su protección
253
contra los brogos; las bestias eran demasiadas para una bruja joven
y, además, debilitada —a menos que le dieran el tiempo suficiente
y consiguiera encumbrarse a otra orden.
Ante los ojos hambrientos de los guerreros, Lynmia pasó sus
brazos lánguidos señalando lo calderos. Los hombres, de a dos,
cargaron con ellos., sosteniéndolos de las varas que habían traído
para ello. Lynmia observó su partida; el guardia no salió con ellos.
Intrigada por su permanencia, lo interrogó con dos pestañeos.
—La princesa Segfenia me ha dicho que tiene lo que le pidió.
—Dígale que suba.
El guardia salió; Lynmia dudó, ¿sería descortés dejar la puerta
cerrada? La ventolina que llegó de la escalera, abierta la puerta de
doble hoja que la unía a la fortaleza, la decidió. Cerró la puerta y
volvió junto a los braseros. Tomó un ánfora, arrojó agua sobre las
llamas del primero y las brasas de los otros, hasta que el recinto
completo estuvo cubierto por un vapor áspero. Necesitaba que el
picante le ayudara a reconstituirse, aún no comprendía cómo y de
dónde los brogos, casi animales, casi descerebrados, habían
recogido los métodos para desapoderar hechiceras.
Su captura no era tan misteriosa; seguro los habían seguido
hasta la casa azul. Lo extraño fue que no atacaron de inmediato,
habían esperado para atraparla desnuda, por lo tanto indefensa —
otra información inexplicable—. Luego la habían recluido —
siempre desnuda—, en una cueva gélida y a cada hora habían
bajado hielo de las altas cumbres, colocándolo sobre ella, hasta
dejarla casi cataléptica. ¿Quién les había enseñado que así se
254
desvanecían sus poderes? ¿Para qué se habían tomado esas
molestias con ella? La aparición del rey Agur y su escolta en la
cueva, evitó que se enfrentara al destino preparado por los brogos.
Agur, padre de la princesa Segfenia. Lynmia era muy joven
aunque su rostro de rasgos rectos recogía la edad del mundo para
volverla una mujer madura a ojos vista; la princesa tendría su edad,
mas su carita redondeada, la naricita respingada y la expresión
fastidiosa la hacían ver como una hija de la hechicera. Aniñada,
eso era Segfenia. La fortaleza a punto de ser sitiada por los brogos,
su padre enviando emisarios para congregar un ejército importante
que les salvara la vida, y ella preocupada por obtener un lazo de
amor.
—Amor, claro que te daré tu amor, Segfenia. Algunas no
podemos romper las promesas.
Había prometido ante el consejo trabajar para el rey y su
estirpe, de recuperarse; la ruptura de ese voto le acarrearía la peor
de las muertes. El consejo siempre oía las promesas aunque fueran
realizadas en un murmullo, en sitios aislados, y la bruja
promesante no pudiera ver a las ancianas. Segfenia tendría su
amor, se repitió. El vapor picante le había conferido energía.
Caminó libre de mantas por el recinto, los dedos largos acariciaron
los cortinados; no fueron más allá, no estaba lista para enfrentar a
sus captores, con solo verlos podría sufrir una recaída. Si no la
mataba antes el tedio; libre de las fiebres y las visiones que la
obnubilaron los primeros días, tenía mucho tiempo para pensar.
Ojalá pronto estuviera en condiciones de recorrer la fortaleza y
255
prestar más ayuda a sus salvadores; si es que decidían dar a
conocer su presencia.
La joven princesa se demoraba en llegar. No le asombró la
tardanza, debía tomar recaudos. Los sacerdotes del reino odiaban a
las brujas. Segfenia debía ocultarles su escabullida a la torre,
podían ser ambas perjudicadas. De no figurar la existencia de la
pócima contra la peste en uno de los libros de la orden, no hubieran
permitido su consumo; como casi todos en Ekeón, la creían
preparada en el valle de Clos por el curandero Maliam. Los
religiosos preferían la muerte a la pérdida del poder.
Los golpes en la puerta fueron suaves, tres. Lynmia sonrió,
mientras esperaba la pausa —la idea de una clave fue de la
princesa—. Dos golpes, nueva pausa y otros tres.
—Adelante.
Segfenia ingresó, cubierta con un manto desde la cabeza hasta
los pies, la cara embozada por un paño oscuro. Lynmia la condujo
a los rústicos asientos con que contaba. Estaban frente al ventanal,
dispuestos para disfrutar el paisaje, ese que los brogos le impedían
gozar a la actual ocupante de la habitación de la torre.
La joven se despojó del manto y el embozo, soltó la cabellera
dorada sobre la breve capa y unió sus manos sobre el regazo.
—Nunca olvidaré lo que haces por mí, Lynmia.
La bruja sintió la calidez de las pequeñas manos de su
invitada; las suyas estaban frías. Incluso la piel estaba helada,
aunque sentía el calor del vapor picante sobre ella.
256
—A ver, Segfenia, ¿por qué es necesario un encantamiento?
Eres hermosa y eres princesa.
—Es que él... está muy ocupado, se ha sumado al ejército de
padre y está el día completo diseñando trampas, entrenando a los
recién llegados y distribuyendo puestos. No piensa en otra cosa
que no sean los brogos, les tiene un odio personal.
Lynmia jugó con su anillo.
—No es del lago, entonces, no es de Ekeón.
—No. No sé de dónde proviene, creo que no lo ha dicho,
seguro que no es de esta comarca. Pero es tan hermoso, y tan
valiente, que no puedo dejar de pensar en él.
La pálida morocha se permitió una sonrisa tenue; conocía bien
ese estado, la había conducido casi hasta la muerte. Se levantó y
fue a la mesa; junto a las patas, ordenadas en el piso de granito a
falta de otros muebles, había sacas de diferentes tamaños, paquetes
de estraza y botijas varias. Lynmia extrajo una porción de hojas
amarillas, unos polvos verdosos y los unió en el mortero. Machacó.
Segfenia permanecía muy atenta a su lado. La hechicera admiró la
cintura resaltada por el entallado del vestido púrpura; la princesa
tenía un cuerpo envidiable, su piel bronceada exudaba salud. Los
ojos verdes, fosforescentes a la luz de las lámparas, no se perdían
un movimiento de las delgadas manos de la bruja.
Una vez que obtuvo la pasta de base, Lynmia quitó el corcho a
una botija y dejó caer ocho gotas gruesas sobre el preparado.
Volvió a recurrir al pistilo hasta obtener un emplasto. Escogió
entre los utensilios disponibles una cuchara de madera, casi plana.
257
—¿Has conseguido una prenda?
Segfenia enrojeció, quizá pensando en lo que había hecho para
obtenerla. Alzó su falda exponiendo piernas firmes, más anchas
que las de su anfitriona; llevó una mano bajo las enaguas y la sacó
con una prenda. Era una camisa interior, gastada y sucia.
—Colócala sobre la mesa.
La princesa obedeció. Lynmia hundió la cuchara en el
emplasto verdoso; tomó la camisa, palpó la tela basta, la volvió
hacia afuera. Sin darse cuenta, llevó la mano que había utilizado a
su nariz.
—¿Qué sucede? —exclamó la princesa al ver lo que sucedió.
Al suelo cayó la cuchara con el emplasto. Lynmia se había
cubierto el rostro con ambas manos, los brazos temblaban
golpeándole las costillas, las rodillas se le iban hacia los costados.
La princesa dudó, ¿debía llamar al guardia, como le decía el
instinto? Solo el custodio de la puerta y la doncella que aguardaba
al pie de la escalera sabían que ella había acudido a la bruja; el
alojamiento de Lynmia era conocido solo por el rey y la escolta
que lo acompañó a las montañas. Cualquier escándalo la pondría
en evidencia, quizá complicara a su padre; ¿qué hacer, si la bruja
no cesaba en sus convulsiones?
—¿Llamo a alguien?
La hechicera balbuceó palabras incomprensibles. Segfenia
ignoraba que Lynmia conjuraba a los dioses de la entereza. Las
yemas de los dedos en contacto con la camisa habían trasladado a
sus narinas el inconfundible olor de Velgar, el olor que había
258
impregnado su propia piel durante las extensas jornadas en la casa
azul. Lynmia repitió una y otra vez el conjuro, precisaba serenarse;
las emociones zarandeaban su espíritu como si fuera una barcaza
perdida en un océano embravecido. Velgar estaba vivo, pero debía
entregarlo. La agitación era muy intensa para un cuerpo en
recuperación, para una joven que aún sufría pesadillas donde
repetía las noches vividas como prisionera de los brogos, cuando a
la tortura del frío y la vulnerabilidad de la desnudez, se había
sumado la angustia provocada por la incertidumbre sobre su
destino y la suerte de su amado.
La princesa se apartó unos instantes. Al regresar junto a la
mesa, se había embozado el rostro y se había cubierto con el manto
oscuro. Echó un vistazo a la bruja sin acercarse demasiado.
Resignada, se dirigió a la puerta.
Lynmia dio una mezcla de bostezo, suspiro y eructo, se asió
con ambas manos la mesa y su voz profunda detuvo la salida de la
Segfenia.
—Ya está.
La joven enamorada dudó. Constató que Lynmia no se sacudía
ya; había llevado el mentón hacia lo alto, los pómulos parecían
más rectos en esa postura.
—Forma parte del conjuro, lo que has visto. Te pido disculpas,
estoy recuperándome todavía, debí decírtelo antes. ¿Te has
asustado mucho?
Lynmia recogió la cuchara con el emplasto, Segfenia se acercó
a la mesa.
259
—Un poco. Por ti, me dio miedo de que te estuviera pasando
algo.
La bruja embadurnó el interior de la camisa. La fuerza se le
iba por las venas hasta salirle bajo las uñas, cada untada la dejaba
más exánime, como si estuviera derramando su sangre sobre el
lienzo áspero.
Segfenia aguardó, pendiente del ritual; no se había vuelto a
quitar el manto pero había bajado el embozo, descubriendo los
labios rosados. Lynmia se permitió estrujar la prenda; la llevó a su
cara, se dejó invadir por el conocido sudor de su hombre. Besó la
camisa sin que Segfenia lo notara. Tras otro suspiro, se la entregó.
—Debes dejársela a mano, debe ponérsela en menos de tres
días o el hechizo no tendrá efecto.
Segfenia recogió la prenda. Maniobró con dificultad entre sus
ropas hasta que la camisa desapareció de la vista. No pudo
reprimirse, se adelantó y abrazó a la bruja.
—¡Oh, Lynmia, te debo mi felicidad!
Como la princesa lloró, Lynmia aprovechó para descargar
también su pesar. Fue un instante. Segfenia se apartó rápido, el
cuerpo ardiendo de deseo. Tenía una misión urgente. Salió de la
sala, Lynmia la escuchó bajar las escaleras corriendo. Corrió ella
entonces a los cortinados, abriéndolos por completo; ya no le
importaban los brogos, si Velgar estaba allí, quería verlo. Abrió los
postigos de madera y se asomó.
Resultó un poco tarde para cumplir su objetivo, el invierno
adelantaba las puestas de sol. El paisaje estaba cubierto ya por la
260
oscuridad, apenas si se distinguían unas luces en las empalizadas
externas. Vio bultos moviéndose en grupos, apenas separados del
fondo de negrura. Alguna tea se reflejaba en las aguas. Nada de
Velgar. Ni de los brogos, en esa penumbra era imposible divisar la
orilla opuesta del lago.
Forzó por varios minutos la vista hasta que aceptó que era
inútil. Tiritaba; cerró los postigos para cortarle paso a la brisa
fresca. Se dirigió al camastro; a un costado había un odre con vino
negro, una cesta con pan y carne fría. No tenía hambre pero le era
imperioso alimentarse. Los brogos seguían estando allí fuera, el
riesgo para todos era inminente; la pérdida de Velgar no era el fin
de la vida. ¿La pérdida de Velgar no era fin de la vida? Devoró con
fruición, obligándose a cada mordisco, cada masticación. Bebió
todo el vino. Pensó en pagar las lámparas pero el aceite acabaría
consumiéndose pronto, no merecía el esfuerzo. Se cubrió con todas
mantas disponibles, necesitaba sentir peso sobre ella.
Velgar parecía tener un motivo personal contra los brogos,
había afirmado la princesa; Lynmia sabía cuál era ese motivo,
vengar la captura, quizá la muerte, de la mujer que amaba.
Mientras Velgar pensara que era cautiva de los brogos, o que había
muerto en sus manos, arriesgaría la vida cada día en misiones a
cuál más desesperadas. Velgar debía conocer la verdad; ¿cómo
hacerlo sin traicionar la confianza de la princesa, y con ella la de su
padre, hombre al que le debía la vida? Si Velgar sabía que estaba
viva, vendría por ella.
261
Por más veces que lo pensó, la solución era una sola; aguardar
a que él se colocara la camisa y cayera en manos de Segfenia para
contarle la verdad. Tres días como máximo. O se ponía la camisa,
o el hechizo caía y ella era liberada de su promesa, culpa de la
princesa si no había logrado que sucediera el único hecho que
debería forzar. Tres días, ¿cómo sobrevivir tres días sabiendo que
el hombre que amaba encararía excusiones peligrosas y misiones
casi suicidas por causa de ella misma?
Tres días, se repitió en sueños. Tres días, dijo más tarde,
cuando las lámparas ya se habían apagado en el aposento de la
torre.
***
La mañana había comenzado antes que la aurora bañara el
lago y sus aledaños; en la oscuridad de la madrugada se producían
movimientos de tropas en la fortaleza, en la ciudad trabajaban las
fraguas produciendo lanzas de hierro y miles de puntas afiladas
para disponer en las trampas sembradas en la zona por la que, muy
pronto, avanzarían los brogos. El sol requería más tiempo, debía
superar las altas montañas para reinar sobre las aguas; la claridad
diurna comenzaba sin su presencia.
El patio era un runrún constante. Habían dispuestos numerosos
fogones, los hombres comían junto a los caballos llegados de
reinos distantes. Los monarcas vecinos no eran tontos, si caía
Ekeón con su fortaleza, nada impediría que las bestias arrasaran
sus países. Agur y sus principales laderos recorrían las almenas,
262
recibían los partes de quienes regresaban de las expediciones de
avistamiento y control de las tareas.
Segfenia, acompañada por su doncella Bilis, protegida por el
manto oscuro, se sumó a las mujeres que trabajaban en el patio.
Otras se entrenaban en el uso de la espada; los ejercicios se
realizaban en la playa, comandados por un veterano proveniente
del desierto, de larga y profusa barba negra. En el muelle había
veinte barcas; zarparían para atacar por detrás a los brogos a
medida que cayeran en las trampas. A medida que la claridad se
acentuó, desde el adarve los vigías contemplaron los avances del
enemigo. Estaban más cerca, a punto de culminar la curva y
colocarse en la misma orilla que Ekeón.
En la parte baja de la ciudad se habían alzado parapetos de
piedra combinados con troncos gruesos. Detrás, habían
improvisado establos para un centenar de caballos, listos para
apoyar a los guerreros y cubrir las retiradas. La estrategia
consistiría en ataques rápidos y hostigamiento sostenido, con el
objetivo de marear a los brogos y provocar que cayeran en las mil
trampas hundidas en la arena u ocultas en el bosque. A nadie
engañaba la aparente potencia del ejército reunido, enfrentaban un
enemigo con fuerzas más allá de lo natural.
Segfenia bajó al patio, siempre con Bilis a su derecha. Anduvo
entre hombres que comían y otros que cargaban pertrechos sobre
carros endebles. Había calderos, caballos, armas; contra las
murallas, muchas pieles amontonadas sobre las que dormían los
guerreros, agotada la capacidad de las barracas. Los olores se
263
entremezclaron en su recorrido, el sudor concentrado de hombres y
caballos, el hedor rancio de las pieles apiladas, la grasa derretida
que utilizaban para suavizar los petos y antebrazos de cuero
curtido, el humo de los leños, del metal caliente; olor a batalla,
definió la joven.
La princesa apretaba con una mano la camisa que llevaba bajo
la túnica. Intentó hallar el rostro de Velgar entre los jóvenes serios
que se aprestaban al combate. Oyó voces, órdenes, comentarios,
murmullos, idiomas raros; continuó indiferente, se acercaba al
portón abierto. De allí, un camino llevaba a la orilla el lago,
delante de la ciudad; el otro conducía a la plaza central del
poblado. Allí estaba el templo de Paga; largas columnas de humo
salían de los cuatro inmensos incensarios, los sacerdotes guiaban el
rezo de los ancianos y los niños, ofreciendo promesas a su diosa.
Ignorante de la búsqueda de la que era objeto, Velgar
cabalgaba sobre la arena. Tras él, seis hombres rescatados del valle
de Clos. Las mejillas rojas por el frío eran la nota de color en su
piel blanca, el cabello largo corría libre hacia su espalda. La cara
era la de un eterno niño; marcaba concentrado en eludir los pozos
escondidos. Pieles tensadas sostenían la arena que los cubría;
dentro de los pozos, decenas de lanzas esperaban por los brogos. El
joven creía, como Agur y los otros jefes, que los brogos escogerían
el bosque para avanzar, reducían allí el poder de las armas de los
hombres. Pero era probable que se desviaran en algunas ocasiones,
para acelerar el ataque o para huir de las emboscadas planeadas por
los defensores de Ekeón.
264
El peto de pieles dejaba parte del abdomen de Velgar
expuesto; las cuatro costuras gruesas con que Maliam, el curandero
del valle, había reducido el daño causado por las zarpas de los
brogos, eran exhibidas en toda su fealdad. Llevaba una lanza en su
cabalgadura, la espada colgaba del cinto y el escudo, de la cabeza
del caballo. La decisión que enfriaba el fulgor de sus ojos
pequeños lo inmunizaba de los horrendos tirones que el galope le
hacía sentir en sus heridas. A punto de destrozarlo, los brogos lo
habían dejado cuando uno de ellos halló, en la despensa de la casa
azul, los odres de vino negro. La borrachera los tumbó, Velgar
logró huir y llegó casi arrastrándose a la oculta cabaña de Maliam,
donde recobró la vida. Pero no a Lynmia.
Ser hijo de Antar, el legendario cazador del valle de Clos, le
valió una excelente acogida por parte de Agur. Aunque Velgar
nunca conoció a su padre —su nacimiento fue fruto de la última
aventura del octogenario cazador— era indudable que en sus genes
corría la sangre de un hombre capaz de seguir a su presa. A su
cargo estaba el diseño de las trampas, el bosque estaba sembrado
de pozos cubiertos de pasto, de lazos corredizos, de sogas tirantes
y matas envenenadas. Ocho kilómetros cubiertos de artilugios
letales no le daban tranquilidad. Quería más, cada día salía a
adelantar obstáculos.
Pronto superó la última línea de trampas, sofrenó la
cabalgadura y escuchó. Una vez que los cascos de sus
acompañantes se detuvieron, oyó ruidos de hachas. Allí estaban
trabajando en otra línea de defensa. Observó hacia adelante,
265
distinguió a lo lejos un grupo cerrado de brogos, doblando el
extremo del lago. Se venían. Descendió y ató el caballo al primer
árbol que halló, un alerce. Recogió el escudo y la lanza. Los
hombres lo imitaron; veteranos, no precisaban órdenes para saber
cuál era su cometido.
Atravesaron cien metros de foresta hasta dar con los
zapadores, una docena de hombres de torso desnudo. La mitad de
ellos cavaba, el resto cortaba ramas. Veinte guerreros del ejército
de Agur los defendían. Pocos para una gran avanzada. El joven
saludó, observó las tareas, asintió. Luego reunió a sus hombres,
unos metros aparte.
—Los brogos tienen comportamientos extraños. Siempre han
reaccionado como animales, sin estrategia. Me temo que ahora es
distinto.
Explicó su temor; que los brogos enviaran patrullas de
avanzada para observar las tareas de defensa. Tornarían inútiles las
emboscadas y artilugios; sería más lento el avance de las bestias,
por supuesto, pero no les inferiría grandes bajas.
Los hombres entendieron qué debían hacer. Se dividieron en
dos grupos y caminaron hacia adelante, por entre pinos pequeños
que molestaban el andar. Velgar regresó por su caballo; sería el
cebo. Montó, ajustó el escudo a su muñeca y sostuvo la lanza.
Espoleó el frisón. Las crines se expandieron, el caballo galopó con
ganas. El joven mantenía la cabeza girada hacia el bosque, buscaba
anomalías oscuras que señalaran la presencia del enemigo. Los
brogos no hablaban, se comunicaban por sonidos guturales, sin
266
articulación; de nada servía capturar uno con vida para conocer el
destino de Lynmia. Pensar en la bella hechicera de ojos negros lo
llevó a adelantarse en demasía, pronto había hecho cerca de diez
kilómetros.
Surgió ante él una mole oscura; vino desde el bosque, los
brazos abiertos, aullando. Estaba muy lejos de las hordas que había
visto antes, en el extremo de esa orilla del lago. El plan
funcionaba, la presencia humana había despertado el instinto
animal del Brogo, haciéndole olvidar los planes que tuviera. El
problema era que sus hombres estaban muy lejos para ayudarlo.
La bestia corrió, era muy rápida; el caballo se alzó sobre las
patas e inició un corcoveo. Velgar decidió saltar. Cayó sobre sus
pies, de inmediato recuperó la lanza perdida en la caída. El frisón,
libre del jinete, giró y retrocedió desbocado. Velgar fue hacia atrás
al recibir una bocanada del hedor del Brogo. El ser se lanzó a la
carga, el joven pisó fuete y armó la lanza; medía dos metros de
largo, casi la altura de su enemigo. Encaró hacia adelante un
segundo antes del encuentro. El impacto fue tremendo, la lanza
atravesó el cuerpo del Brogo a la altura de la boca del estómago.
Velgar se apartó, el Brogo avanzó tambaleante, fue hacia
adelante y cayó de cara en la arena. La lanza emergió casi entera
de su espalda.
Velgar empuñó la espada, atento a los rumores oídos en el
bosque. Surgieron dos bestias más; al ver el Brogo muerto,
rugieron y golpearon sus pechos peludos. El joven buscó a sus
guerreros, estaban lejos aún. Al menos, consiguió oír las ramas
267
quebradas y los chasquidos que anunciaban la corrida en su
auxilio. No podía esperarlos. Alzó el brazo con el escudo, dejó la
espada abajo. Los brogos lo atacaron, juntos. El joven retrocedió,
acercándose al agua. Recordó que las bestias no nadaban, arrojó
espada y escudo sobre la arena, y se introdujo en las frías aguas del
lago.
Los brogos lo siguieron, chapalearon hasta que el agua les dio
a las rodillas. El temor los volvió más lentos, Velgar nadaba ya a
veinte metros de la costa. Quedó flotando, sentía mucho frío. Los
brogos rugieron; no se sumaron más ejemplares. Era extraño, los
seres provenían de los osos, los osos nadaban al igual que los
humanos, proveedores de la otra mitad de su genética; sin
embargo, ellos no. Velgar tuvo una revelación; no lo hacían porque
jamás lo habían intentado. Rogó que no fuera esa la primera vez.
Un cerrado grito de guerra lo hizo bracear hacia la playa;
desde el bosque salieron los seis guerreros, las lanzas por delante.
Lamentó el grito; les daba coraje pero permitió que su enemigo se
preparara. Los brogos se volvieron hacia el nuevo frente; corrieron
hacia ellos, zarpas y bocas abiertas. Velgar nadó con fuerza,
aunque sentía que el cuerpo se le abría en dos en cada brazada.
Seis lanzas encararon a los gigantes; tres de ellas rebotaron al
chochar con huesos. Una se clavó en el muslo de una bestia sin
detener su ataque, las otras dos se hundieron en el cuello y el
vientre del segundo Brogo. El impactado en la pierna se arrancó la
lanza y la arrojó a un costado. Extendió un brazo y tomó la cintura
del hombre más cercano, que intentaba sin éxito sacar su espada.
268
Lo alzó y lo dejó caer, triturado. Volvió a tiempo para golpear una
hoja con el dorso de la zarpa; la espada alcanzada saltó de las
manos de su dueño. El Brogo no perdió tiempo y de un zarpazo le
agujeró el pecho; la espada del tercero llegó tarde. Se hundió en los
riñones de la bestia cuando el guerrero ya había muerto.
Los tres compañeros terminaban de matar al Brogo lanceado,
hundiendo sus espadas en el vientre y dando mandobles al cuello
de la bestia. Estaban a cuarenta metros del otro combate. Velgar,
chorreando agua, cogió la espada y encaró para defender a su
compañero de pelo casi blanco. Este no pudo quitar la espada de
los riñones; el Brogo, desangrándose, ya se había vuelto hacia él
para atacarlo.
—¡A mí!
El grito de Velgar demoró un segundo los movimientos del
gigante; el guerrero aprovechó para recoger la espada del
compañero caído. Cuando la bestia, mareada por la pérdida de
sangre, desistió de ir sobre Velgar e intentó acometer al rubio, se
encontró con una punta afilada que se le hundía en el bajo vientre.
El guerrero la dejó allí y retrocedió, poniéndose fuera del alcance
de los zarpazos terribles del Brogo. En ese instante, Velgar saltó,
se aferró a los pelos de la cabeza del Brogo y le hundió la espada
en la nuca, haciéndola salir por la boca de la bestia. Cayó sobre el
cuerpo caliente, la garganta atacada por las náuseas provocadas por
el hedor del Brogo.
Dos muertos. Velgar indicó que cargaran con ellos y los
arrojaran a alguno de los pozos; su olor quizá atrajera más a los
269
brogos. Estudió la foresta cercana, no había más trazos de las
bestias. Recuperó la lanza, roja de sangre. La pasó por el agua.
Andaba como sonámbulo, de un sitio a otro, lucubrando
decisiones. Decidió dejar los cuerpos de las bestias allí mismo,
para que sirvieran de aviso a sus congéneres. Quizá al verlos,
dudaran de continuar con las avanzadas. Los brogos con
avanzadas, era insólito; no pensó más en ello y ordenó el regreso a
la fortaleza, tenía piel de gallina. El frisón estaba a doscientos
metros.
—Aguarden que voy por los caballos.
Velgar caminó arrastrando la lanza, la espada en su cintura. El
escudo quedó olvidado en la arena. El frisón se acercó cuando lo
oyó silbar, dejó que el guerrero colocara su lanza en el ristre y
luego se dejó llevar hasta los otros caballos. El joven los soltó y
regresó por su gente; estaba aterido, necesitaba entrar en calor con
algún caldo y cambiar de ropa. El cuero mojado del peto le
aprisionaba el pecho y aumentaba la sensación de frío. Su mente
luchaba por atender otras cuestiones, sería necesario ampliar el
régimen de patrullaje, los brogos se estaban volviendo más
inteligentes.
***
—¿Qué hace aquí?
Segfenia reaccionó, esa voz se dirigía a ella. Reconoció a
Salmo, hombre de mil campañas junto a su padre.
—Estoy viendo en qué puedo ayudar.
270
La joven se encontraba junto a los bebederos de las
caballerizas, Bilis su lado. Salmo detectó la mentira, nada había
para hacer allí. Se trataba de la hija de Agur, no se atrevió a
indagar.
—Aquí no todos la conocen, princesa. Hay muchos hombres
de lugares lejanos.
El guerrero tenía presente el trato que merecía la rubia, estaba
arrepentido por el primer grito, fruto de la sorpresa. ¿Cómo le
decía a una princesa que muchas de esas mujeres con mantos
oscuros como el de ella, que entraban y salían de las barracas, que
se metían en los depósitos o se guarecían tras alguna empalizada,
eran cortesanas? Era un insulto grave insinuar que se podía
confundir a una princesa con una cortesana.
Segfenia intentó seguir el razonamiento apenas esbozado por
Salmo; no le contestó, su atención variaba de hombre que pasaba a
hombre que pasaba, segundo a segundo. El veterano guerrero, sin
proponérselo, detuvo la vista en una mujer morena, de abrigo
apolillado; Bilis lo advirtió. En seguida susurró al oído de la
princesa.
Segfenia enrojeció. Volteó, iracunda, hacia Salmo. Bilis, en
segundo plano, disfrutó la escena.
—¿Así que piensas que pueden confundirme con una ramera?
Búscame un látigo, Bilis.
—Discúlpeme, pienso en su seguridad.
—No vas a necesitar pensarlo más, nadie va a dudar de quién
es quién después de esto.
271
Bilis acercó un látigo con puntas gruesas hechas con nudos.
—Quítate la camisa y arrodíllate.
Los sonidos cercanos se apagaron; las acciones se detuvieron.
En lo alto de la torre, la ventana tenía sus postigos corridos; el
alféizar impidió que desde el patio vieran a la pálida mujer que
contemplaba la escena. Difícil que alguien mirara hacia lo alto, con
la acción en el fondo del patio.
Salmo se quitó la camisa y se puso de rodillas. Bilis susurró
otra vez al oído de la princesa.
—Quítate el taparrabos.
Sin una palabra, una expresión recorrió los torsos de los
hombres y mujeres que eran testigos de la escena. Salmo se
desnudó.
Segfenia alzó el látigo y lo descargó con furia sobre la espalda
curtida del guerrero. Unos testigos cerraron los ojos, otros
apretaron los brazos al cuerpo, muchos volvieron las cabezas
cuando la cuerda restalló sobre la piel.
—¿Alguien me confundirá con una ramera?
—¡No, princesa! —gritó Salmo.
La joven dio diez latigazos, repitió la pregunta cada vez,
exigió que el «no» del veterano fuera más fuerte; cedió por el
agotamiento. Salmo quedó tendido en el suelo, la espalda cruzada
de trazos sangrantes, hasta las mismas nalgas estaban enrojecidas.
Segfenia viró y encaró hacia las habitaciones reales.
Lynmia quedó estupefacta; la manta se escurrió de sus
hombros hacia el piso. Tenía las manos sobre el alfeizar, casi
272
heladas. Observó el lento proceder del hombre vejado para
volverse a colocar el taparrabos. Se estremeció. Manoteó buscando
el manto caído; lo dejó, ya no hacía tanto frío, el sol estaba en su
cenit. Llevaba allí desde la mañana, solo había hecho altos para
desayunar y para calentar otro brebaje reconstituyente; sus ojos
habían buscado en vano a Velgar. La angustia se le había borrado
mientras duró la vergonzante flagelación.
Siguió el andar altivo de Segfenia; cruzó el patio en diagonal,
los hombre se apartaban rápido ante su paso. Detrás, con pasos
gráciles, la doncella llevaba aún el látigo en la mano. La princesa
se detuvo, la misma Lynmia notó las reacciones de las personas
cercanas. Siguió las miradas y se encontró con un jinete que
traspasaba el portón. Velgar. Se le cerró el cuello; el joven venía
herido, se bamboleaba sobre la montura. Varios guerreros se
acercaron al frisón y lo sujetaron, otros se encargaron de bajar al
joven extenuado. Un corro fue rodeando al guerrero pero un
instante más tarde, se abrió.
Segfenia corrió hacia el joven, su voz corrió más rápido y no
halló obstáculos para llegar hasta el jinete apoyado en el suelo, los
brazos caídos y los ojos cerrados. Tocó su piel, estaba helada.
—Ayúdenme, icen el tronco y quítenle ese peto empapado.
Mientras dos hombres obedecían, ella extrajo con habilidad la
camisa hechizada de entre sus ropas. La princesa pasó la prenda
por la cabeza de Velgar, frotó con fuerza su pecho para que el
ungüento penetrara más rápido. El joven abrió los ojos y se topó
273
con una preciosa rubia que le sonreía; se preguntó si era un hada y
si él aún estaba en el bosque.
Nadie prestó atención al postigo que se cerraba en la torre.
Lynmia respiró profundo, estaba todo terminado. Velgar, más
hermoso a través de esa palidez que los asemejaba más que nunca,
era de otra. La astuta princesa no había perdido su primera ocasión.
Ahora solo faltaba hacerle saber que ella estaba viva para que no se
tomara el combate tan a pecho; ¿cambiaría en algo las cosas?
Tenía un nuevo amor, el efecto del conjuro y el emplasto variaban,
quien sabe si aún la recordaba.
Cerrado el postigo, la habitación quedó a oscuras; había vuelto
a cerrar cortinados y postigos del ventanal, acababa de apagarse el
caldero y no había encendido lámparas. Debería recurrir al guardia
para obtener fuego otra vez. ¿Para qué quería fuego? Desafiando
su historia reciente, se desnudó por completo, acarició sus partes y
llevó su grácil figura al lecho. Se cubrió con las mantas, ya no era
una bruja, era una mujer vencida.
***
La situación de Ekeón se volvió angustiante. Durante dos días
se habían ejecutado los planes de Velgar; numerosas patrullas
habían sido enviadas para interceptar las avanzadas de brogos,
destacadas con objetivo de espiar las defensas de la ciudad.
Guerreros de distintos ejércitos, al mando de jefes curtidos habían
ejecutado las estrategias dispuestas por el joven cazador del valle
de Clos antes de su reclusión en las habitaciones reales. Allí se
reponía de la hipotermia y del desgarro sufrido en su reyerta,
274
protegido por una celosa guardiana. Los resultados de las
excursiones no habían sido los esperados.
Los hombres, armados con lanzas y espadas, se aventuraron en
los bosques más allá de la línea de trampas, en grupos de seis
combatientes. Marcharon unidos, atentos, listos para escapar si se
veían superados; un grupo de respaldo los acompañaba por la
arena, en paralelo, con monturas para todos. Si los brogos los
seguían, el plan era atacarlos con superioridad de gente o, en caso
de ser demasiados, huir al galope. Causar el mayor daño con el
menor número de bajas, tal era la disposición general. Las cosas no
funcionaron así.
Una y otra vez se repitió el mismo episodio; la ausencia de
sobrevivientes impidió que los demás conocieran las tácticas del
enemigo. Tras un par de horas de caminata por la espesura, la
patrulla divisaba un Brogo. La bestia respondía con un rugido, se
acercaba hacia ellos. Los humanos, confiados en su número, se
lanzaban contra el solitario atacante; en ese momento, salían de sus
escondites cuatro o cinco brogos. Espadas y lanzas se cubrieron
con la sangre de los animales pero los hombres terminaron
masacrados, la cabezas arrancadas, los miembros descuartizados.
Los brogos se comieron los cadáveres, hasta molían los huesos con
sus poderosos molares. Desde la costa, las patrullas de respaldo
oían los rugidos y los gritos de los hombres. Hartos de la espera,
desmontaban y se lanzaban al ataque. Los brogos dieron cuenta de
ellos cada vez que intentaron auxiliar a sus compañeros.
275
En la fortaleza fueron testigos del regreso de algunos caballos;
otros equinos habían quedado vagando por las playas. Ocho grupos
de excelentes hombres habían desaparecido sin que se supiera ni
cómo y ni cuándo los brogos habían dado cuenta de ellos. El rey
Agur estaba dispuesto a tener una seria discusión con quien se
convertiría en su yerno, una vez expulsados los brogos de Ekeón;
su hija le había comunicado que se casarían el mismo día que el
joven regreso casi exangüe de su excursión. Hasta esa mañana
había respetado la necesidad de descanso del joven cazador, pero
la situación estaba desbordándolo, la moral de los hombres
decrecía y los mismos sacerdotes temían por sus vidas; la gente del
pueblo los observaba con recelo, al ver que las patrullas enviadas
con las bendiciones de la diosa Paga no regresaban. El tercer día de
la reclusión de Velgar, trajo preocupaciones más urgentes.
Antes del amanecer llegó al pueblo, famélico y maltrecho, un
sobreviviente de la última expedición. Lo trasladaron de urgencia a
la fortaleza, habló delante del rey Agur y los demás jefes. Se
trataba de Gigur, el joven de la cicatriz; por segunda vez había
enfrentado a los engendros. Reanimado con un tazón de caldo
espeso, el joven narró la estrategia de los brogos; explicó la
emboscada, el Brogo solitario, su ataque confiado y la aparición de
un auténtico batallón de gigantes a sus espaldas. No menos de ocho
habían sido esa vez; el joven Gigur se salvó al caer en una de las
trampas a medio construir. Los hombres-osos la pasaron por alto.
Aguardó la noche y consiguió regresar para narrarles el extraño
episodio.
276
Agur consultó a los jefes aliados. Estaban en la sala mayor de
sus aposentos reales, en el piso de alto de la fortaleza. Los jefes
estaban confundidos, que los brogos fueran capaces de urdir esas
estrategias, era impensado dos días atrás. Los semblantes hechos a
las batallas no se acostumbraban a esta posibilidad. Un paje
solicitó ingresar; hablaba por los sacerdotes, estaban a las puertas
del edifico solicitando enterarse de lo que sucedía. El rey los invitó
a subir. Faltaba Velgar, lo lamentó por su salud pero no podía
esperar a su total recuperación. El rey se disponía a enviar por él
cuando un nuevo suceso los sacudió, al llegar las luces de la
alborada.
Guerreros y sacerdotes se agolparon contra la ventana que
daba al bosque. Diez hogueras rojas surgían de los puestos de
guardia. Alarmas innecesarias; desde allí podían ver las hordas de
brogos acercándose a paso vivo a Ekeón. No iban por el bosque
sino por la playa, contra todos los pronósticos. Eludían con
facilidad los pozos, guiados por una docena de ellos. No había
tiempo para reuniones sino para montar y salir al combate.
—Que venga Velgar, de inmediato —reclamó el rey al paje.
El joven se escabulló mientras los jefes corrían a reunir sus tropas.
En el aposento de la torre los ruidos de la fortaleza eran
amortiguados por los postigos y los pesados cortinajes. La
oscuridad era completa. Desde que viera a Velgar con la camisa
encantada, Lynmia solo había salido de la cama para evacuar sus
necesidades en el cubo. No se había vestido ni había solicitado
agua para el baño. Continuaba desnuda, hundida en su
277
autocompasión. El guardia se había encargado de cambiar el cubo
y de llevarle la cesta con los comestibles hasta el jergón —
incluyendo el odre del vino—, utilizando la tea de la escalera para
iluminarse. Lynmia se había alimentado solo para que no
desconfiaran y la sometieran a algún tratamiento, pero no hizo otra
cosa en esos dos días. Nada hablaba con el guardia, nada sabía de
los sucesos del exterior.
Cuando sonaron los golpes en la puerta, decidió no responder,
el guardia entraba tras unos segundos. Pero cuando la pausa se
interrumpió por otros dos golpes, Lynmia sospechó que su
visitante era otra. Antes que diera el tercer toque, estaba de pie y
se había colocado el largo vestido negro sobre la piel desnuda.
Segfenia no debía verla en tamaña decadencia. Agradeció la
oscuridad; sumada a su palidez habitual, sería fácil disimular ojeras
y cabellos desgreñados.
—Adelante, princesa.
La joven paso, exultante. Vestía una camisa que apenas le
cubría los muslos, ningún manto ocultaba su rostro franco. La
joven se arrojó a sus brazos, Lynmia recibió una auténtica
descarga. La piel, cada centímetro de la bronceada piel de la
princesa, estaba impregnada del olor de Velgar, del tacto de
Velgar, de los fluidos de Velgar. La bruja sintió que se le hundía el
pecho, que algo tiraba de él hacia abajo y hacia adentro.
—Soy la mujer más feliz de la tierra y quiero seguir siéndolo,
¡debes ayudarme, Lynmia!
278
Cada palabra fue un puñal en la espalda; el cuerpo de la bruja
se movió como si las puñaladas fueran reales, a punto estuvo de
doblarse.
—¡Lo envían a la batalla!
—¿Batalla?
—¡Los brogos están a las puertas de la ciudad y Velgar debe
pelear! Debes darme algo para dormirlo, aún está débil, no quiero
que pelee.
Si los brogos estaban sobre la ciudad, Lynmia estada en
peligro. Pese a todo, la información no la afectó, siendo que hasta
hace poco temblaba de solo imaginarlos del otro lado del lago.
Junto con el lacerante agujero que le provocaba Segfenia, creció en
ella otra fortaleza. Se había recuperado por completo, estaba
desbordada. Quería hundirse en un pozo profundo y a la vez la
sangre la levantaba, haciéndola resurgir con fuerza.
Su mente dejó de ver la puerta abierta sobre la cabeza de la
princesa, desde la que provenía la única luz; en cambio, se halló
delante del consejo de brujas, arrodillada frente a las cinco
ancianas. Las cinco alzaron sus dedos apergaminados y asintieron.
Lynmia comprendió; la habían premiado y poseía otra vez sus
poderes.
—¡Por favor, ayúdame!
—No puedo darte nada urgente, Segfenia, debes intentar
anclarlo a la fuerza de tu amor.
Segfenia se apartó contrariada, echó una mirada furiosa a la
morena cuyos ojos habían cobrado profundidad. No se atrevió a
279
desafiarla, huyó del aposento. De inmediato Lynmia fue a la
ventana que daba al patio, corrió un poco el cortinaje y abrió el
postigo; retiró la cara un instante, el sol la encegueció. Parpadeó
dos veces, lanzó un conjuro simple y solucionó la cuestión. Se
asomó, el viento llevó atrás la suave tela remarcando las finas
líneas de su cuerpo.
Como dijera la princesa, hordas de brogos se hallaban a pocos
kilómetros de la ciudad. Por el momento, las defensas resistían
enviando balas de fuego con las catapultas; el fuego caía entre las
bestias y las disgregaba, se oían desde la fortaleza los aullidos. Se
generó un caos entre los brogos; las masas más alejadas, ignorantes
del fenómeno, sostuvieron la posición de ataque impidiendo el
retroceso.
Lynmia observó que estos últimos se comportaban como si
esperaran órdenes. Órdenes como las que se daban en el patio,
donde los guerreros se aprestaban. Entre ellos, Velgar, hermoso
como nunca sobre su caballo negro. Se oyó un grito agudo que lo
nombraba. El joven alzó la vista, sus ojos se cruzaron con los de la
bruja; al segundo, el guerrero bajó la vista y buscó en la superficie.
Lynmia se sostuvo de la cortina para no desfallecer; su amante no
la había reconocido.
Velgar salió de la fortaleza antes que Segfenia pudiera
alcanzarlo; la princesa quedó detenida en el medio del patio, su
falda alzada a la cintura para correr más rápido, generoso
espectáculo para las tropas,
Lynmia apretó con fuerza la cortina, aún golpeada.
280
—Así que una bruja.
La joven se volvió ante la frase. Descamisado, ojeroso, con el
mismo taparrabos que luciera cuando Segfenia lo humillara en el
patio, estaba Salmo, una mano en el cabo de su espada. Lynmia
adelantó un brazo; dejó de ver a Salmo. En cambio vio a
Anaconda, la legendaria bruja de las playas del sur, a Belisaria, la
mujer de las grutas tenebrosas, a Maliam, el brujo que se hacía
pasar por curandero en los bosques del valle. Increíble, se había
encumbrado en la orden, ese poder estaba reservado a pocas
elegidas.
La euforia la hizo levitar. Salmo se detuvo cuando ya tenía la
espada apuntándola, ¿quién si no una bruja había provocado ese
caos? Lynmia vio entonces a Muragel; apenas sabía de él, lo había
cruzado una sola vez. Se lo tenía por ermitaño. Se quedó instalada
en esa imagen, la amplió más allá del rostro del mago. Muragel no
estaba en una cueva montañosa ni en una ermita colgada de un
barranco; se encontraba en una vivienda de piedra granítica y
techumbre vegetal, como las casas de las aldeas del lago.
Salmo, boquiabierto, siguió los desplazamientos aéreos de la
bruja, la vio mover las manos y la oyó decir frases ininteligibles.
Lynmia tomó el punto de vista de Muragel, vio lo que él veía. El
mago sostenía el retrato de una hermosa mujer de tez pálida, cejas
firmes, negros ojos hondos, pómulos rectos y cabello negro, largo.
¡Muragel miraba su retrato! Se concentró. Dio un paso más,
penetró la mente del oscuro personaje. Lo oyó decir «serás mía,
serás mía, serás mía». Sin entender todavía por qué esa visión tenía
281
tanta importancia y la atrapaba, intentó reconocer la aldea. Antes
de explorar la zona, oyó rugidos varios. Muragel soltó el retrato y
salió de la casa; enfrentó el bosque, a pocos pasos había un fogón
grande. Los árboles eran olmos, la única aldea con olmos era
Eseda, la más cercana a la orilla opuesta del lago. ¿Qué hacía
Muragel en Eseda? De las montañas al lago, a Eseda, ¿qué lo
llevaba hasta allí?
Un Brogo apreció. Lynmia se asustó pero el mago no; la bestia
dio saltos, hizo aspaviento con los brazos. Sin atacarlo. Muragel se
llevó los dedos a las sienes. Lynmia vio lo que el mago veía a
través del Brogo; las bolas de fuego que caían entre las masas
peludas. Muragel murmuró, el Brogo corrió. Las imágenes que
recibió el mago cambiaron; las hordas volvían a ordenarse para el
ataque.
Lynmia comprendió; abandonó la visión, tenía lo que
necesitaba. Salmo la vio caer al suelo, la vio recobrarse y correr
hacia él. Titubeó, no se atrevió a ejecutar el crimen que ideara.
—Rápido, tenemos que ir a Eseda, él los controla.
Sin entender por qué y sin preguntarle de quién hablaba,
Salmo corrió tras la mujer de pies descalzos. Relevado del mando,
había cumplido dos días de reclusión en los calabozos infectos de
la ciudad; solo le quedaba la espada para sostener su dignidad.
Alcanzó a la bruja en la boca de la torre; la notó cansada.
Cuando se asomaron al patio, continuaban saliendo guerreros
de las barracas, mujeres y pobladores cargaban vituallas y
municiones hacia las catapultas instaladas en las almenas, otros
282
empujaban carros en dirección a los parapetos de la ciudad. Les
costaría superar esa marea humana y alcanzar el muelle. Lynmia
temía que no le bastara el poder para cruzar el lago tras el desgaste
sufrido al introducirse en Muragel; pero sí estuvo segura de poder
salvar la muralla. Aferró contra sí al desorientado veterano y se
elevó. Ya no le importó que supieran que estaba allí. Los primeros
en verlos, gritaron, pronto la actividad se detuvo, todos se
dedicaron a mirar a la mujer que, abrazada a un guerrero, superaba
el muro de la fortaleza.
El espectáculo duró poco; surcadas las murallas, el cansancio
de Lynmia se pronunció. Descendió al pie del muelle. Salmo vio a
Gular junto a una nave lista para partir; el colorado estaba
estupefacto tras asistir a la levitación conjunta. Ni siquiera recordó
la suspensión de su superior; en un minuto la dotación completa
remaba y la bruja oteaba el panorama montada sobre el mascarón
de proa. El viento a favor se volvió intenso; izaron la vela, casi
volaban sobre el lago. Nadie se preguntó por qué había semejante
viento en el lago cuando los estandartes de las naciones que salían
al combate se mantenían rígidos, allá en la orilla. Nadie quería
conocer la respuesta.
Al desembarcar, echaron una última mirada a la ciudad. Los
brogos se acercaban a las defensas, ya no los afectaban las bolas de
fuego. Delante de los parapetos se había desplegado el ejército
defensor; entre la decena de estandartes, los guerreros identificaron
y dieron vivas al azul de Agur.
283
Poco tiempo dedicaron a alentar a sus huestes. En segundos,
Lynmia corría por el sendero, seguida por Salmo y el resto. La
mujer frenó su carrera.
—Sigan despacio, no quiero ruidos.
Volvió a elevarse, ahora no importaba si caía, no se ahogaría
en tierra firme; se impulsó y en dos segundos estuvo frente a la
casa que viera en la visión. Ningún sonido. Alcanzó la puerta, pasó
bajo el dintel; Muragel, de espaldas, besaba su retrato.
—Aquí me tienes, ¿o prefieres el retrato?
Muragel se volvió; era bajo, ancho de caderas, la cabeza como
un zapallo de cachetes inflados.
—Lynmia...
—No es necesario que destruyas nada, estoy aquí.
—No, no soy tonto, eres mujer de otro, no te entregarás por tu
propia voluntad. Pero esta vez será distinto, al final no podrás
resistirte.
¿De qué vez hablaba?, ¿otra vez?, ¿cuál había sido la primera?
No podía detenerse a preguntarlo, Lynmia era consciente del
tiempo que corría.
—Velgar se casará con Segfenia, lo he perdido.
—No te creo, mentirosa. En el congreso dijiste que solo
estarías con un hombre que fuera tu par, te envié mi rosa pero lo
preferiste a él.
¿Entonces la rosa no era de Velgar? Le vinieron ganas de reír,
la rosa era parte de un hechizo de amor muy básico, que se cerraba
284
con la aparición del hombre. Muragel había olvidado esa parte, se
olvidó de aparecer y fue Velgar quien se presentó en la casa azul.
No había tiempo para risas ni explicaciones.
—¿Me creerías si me desnudo?
Lynmia rogó que su nuevo estamento en la orden hubiera
eliminado la maldición; de no mantener los poderes en la
desnudez, sería mujer del repugnante mago que dominaba los
brogos. Se quitó el vestido sin saberlo, la vida de Agur y su gente
merecía el riesgo. Muragel se acercó, las manos odiosas tocaron la
cintura ínfima, la boca se sumergió en un pecho. Lynmia,
repugnada por el contacto, le alzó la cabeza con el índice. Él
acercó su boca, hedía al apestoso menjunje para mantenerse
despierto durante días. La joven se dejó besar. Abrió los labios y
aguardó a que la lengua del brujo se uniera a la suya. Entonces se
la jugó; si no gozaba de sus poderes, sufriría más que un abuso, él
no le perdonaría el intento.
Lynmia, tiró de su lengua, trayendo consigo la del hombre. La
lengua cobró fuerza, sus poderes estaban intactos. Muragel sufrió
el sacudón, abrió los ojos. Lynmia tiró más y más, se fue quedando
con la lengua, las amígdalas de Muragel. Las deglutió sin dejar de
tirar. Salmo, de pie ante la vivienda, vio al hombre en el aire,
balanceando brazos y piernas, intentando despegarse de la preciosa
mujer que lo succionaba.
Lynmia sintió pasar el cerebro del mago por su garganta,
continuó succionando hasta que el cráneo quedó vacío. Entonces
soltó su presa. Empujó el cuerpo hacia el claro; allí estaba formada
285
la tripulación, Gular al comando. Solo fueron testigos del último
acto. Muragel dio unos torpes pasos y empezó a izarse como un
globo. Salmo lo clavó con la espada; el cuerpo se desgarró, se
sacudió y cayó en tierra como un odre vacío. Cuando el guerrero se
volvió hacia la casa, Lynmia estaba vestida y señalaba en dirección
a la fortaleza. Desde allí provino un rumor sordo, escuchable a
pesar de la distancia y la cortina de árboles.
Corrieron hasta la orilla del lago. Desde Ekeón surgían
columnas de humo, humo púrpura, el humo de la victoria.
Observaron manchas negras en el paisaje de la ribera opuesta; los
brogos en retirada. Los vieron meterse en los bosques mientras
otros desaparecían, hundiéndose en los pozos preparados en la
arena. Sin la asistencia de Muragel, habían vuelto a ser animales
salvajes incapaces de sortear las trampas diseñadas por Velgar.
Los hombres subieron a la barca, Lynmia se situó de nuevo a
proa, tras una breve vacilación. Salmo se ubicó a su lado.
Ignoraban quienes habían muerto durante la batalla y qué daños
había sufrido la ciudad. La mujer apoyó la espalda en el mascarón
de la diosa inservible; acabada la urgencia, se ocupaba de la
revelación. Su gran amor era fruto de un hechizo de los más
simples; ¿se desharía de él bebiendo el antídoto o sería preferible
gozar el recuerdo de esos maravillosos días en la casa azul?
Lynmia cerró los ojos, se dejó acariciar por la brisa suave.
Salmo malinterpretó el gesto, la creyó cansada y cubrió las
manos delicadas de la joven con sus velludas manazas
acostumbradas a la espada y la lanza. La bruja no pudo resistirse,
286
era casi que le estaban pidiendo el hechizo; al menos esa parte de
la historia quedaría a salvo. Ya vería qué hacer con el recuerdo de
los días con Velgar; el amor había desaparecido apenas lo supo
fruto de un vulgar conjuro de principiante. Que se encargara de su
insoportable princesita, y viceversa.
Gular los miró desde popa, donde guiaba a los remeros. No
entendía qué había sucedido dentro de la vivienda, sospechó que
jamás se lo contarían; pero sabía que no fue una coincidencia que,
apenas se desinflara el hombrecillo ese, arrancaran los vítores en la
fortaleza. Su mirada se cruzó con la de Salmo; su jefe tampoco
sabía, aunque había sido testigo directo del proceso. En ambos se
dibujó una sonrisa; no se convirtió en carcajada para no perturbar
el descanso de la chica ojerosa. Lynmia se permitió sumar su
sonrisa aunque ellos no pudieran verla, sometidos al encantamiento
que, apenas desembarcaran, les haría olvidar que una vez habían
cruzado el lago para cruzarse con un personaje extraño, guiados
por una loca que flotaba en el aire.
287
Juan Pablo Goñi Capurro
Olavarría - República Argentina
Escritor, autor y dramaturgo argentino nacido en 1966.
Publicó: “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de
papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA 2014. “Mercancía
sin retorno”, La Verónica Cartonera. “Alejandra” y “Amores,
utopías y turbulencias”, 2002.
Premio Novela Corta “La verónica Cartonera” (España), 2015,
y ganador de más de veinte concursos internacionales de cuentos y
de microrrelatos.
Colaborador en Solo novela negra (relatos), Desafíos
Literarios (sección erótica).
Le han publicado más de quinientos textos. Ha escrito en
revistas como Nomastique, Letras y demonios, Aeternum,
MiNatura, Awen, Rendar, La sirena varada, El narratorio, Visor,
Clarimonda, Nictofilia y otras de España y Latinoamérica.
Participó de antologías de género policial, terror, ciencia ficción y
erótico, como Vicio, Historias Pulp, Ávila me Mata, Fantasmas,
Cuentos Pecaminosos.
Obras teatrales estrenadas: Por la Patria mi General; Vivir con
miedo; Una de vampiros y salame, Andá a hacer bolsas, Delirum
Tremens; Silvina tuvo visita; Bajo la sotana (Argentina); Bajo la
sotana (México) Caza de Plagas (Chile) Si no estuvieras tú, El
cañón de la colina, Carnushka (España).
288
Ilustración: Víctor Grippoli
289
Crónicas de Piedra Mágica
Patricia Olivera
290
En algún lugar, un perro dejaba oír un ladrido nervioso que
terminaba en aullido lastimero, y más tarde nada: todo volvía al
silencio de una noche tranquila de grillos y ranas cantoras.
La figura oscura continuó el recorrido presuroso, hasta cruzar
los grandes portones de hierro, custodiados por dos guardias que
roncaban a pierna suelta apoyados sobre sus lanzas; se deslizó sin
hacerse notar, pero retrocedió con lentitud y se acercó a ellos para
patear sus lanzas y hacerlos caer al piso. Cuando se recuperaron
del sueño y del golpe, el bromista había desaparecido entre los
numerosos árboles de uno de los tantos islotes circulares que
rodeaban el poblado flotante, a modo de protección. La silueta
aparecía y desaparecía bajo los rayos lunares que lograban filtrarse
entre las tupidas ramas de esos árboles tan altos como gigantes, y
cuyo diámetro superaba a varios gigantes juntos.
Una vez que se sintió seguro, a salvo de ojos extraños, se
despojó de la capucha y descubrió el rostro de un muchacho de
unos quince años, cuyo largo cabello castaño apenas permitía
vislumbrar sus facciones. Se detuvo y revolvió dentro del morral
hasta dar con una bolsita de terciopelo de la cual extrajo dos
gemas, una blanca y otra negra, semejantes a huevos, las que
sopesó y escudriñó con mirada inquisitiva. Las piedras emitieron
un destello y una sonrisa de satisfacción se dibujó en su cara, lo
que permitió ver dos hileras de dientes imperfectos, aún infantiles.
Devolvió las gemas al refugio de terciopelo; ya se disponía a
seguir su camino cuando oyó el sonido de pisadas sobre las hojas
secas. Con un movimiento diestro extrajo de entre sus ropas un
291
machete que fulguró bajo el rayo de luna que acarició la hoja. Sin
embargo, ese movimiento no fue lo suficientemente rápido como
para repeler al gran lobo gris que se lanzó sobre él, lo arrojó al
suelo y quedó con las fauces babeantes a pocos centímetros de su
cara.
—Te descuidaste, pequeño aprendiz. Deberías recordar que no
está permitido bajar la guardia en ningún momento. Si no fuera yo,
te devoraría… —murmuró el lobo; este se apartó del muchacho y
comenzó a transformarse en un hombre mayor, de cabellos largos,
grises como su túnica y capa—. ¡No te estoy preparando para eso!
—exclamó en un susurro furioso, y con un movimiento mágico de
su cayado estampó al muchacho contra el tronco de uno de los
árboles.
El muchacho apenas podía respirar, inmóvil por completo,
solo los ojos se movían hacía un lado y otro, mientras sus labios
intentaban articular palabra. Gruesas gotas de sudor comenzaron a
deslizarse por su rostro enrojecido, y sus ojos se nublaron por las
lágrimas. El otrora lobo gris lo miraba con una expresión dura e
inalterable en el rostro; los ojos negros fulgurantes y la delgada
línea de los labios hacían imposible calcular su edad.
—¡Habla! —ordenó, y el muchacho pudo recuperar la palabra,
pero continuó inmóvil en el lugar.
—Por favor, solo me estaba divirtiendo un poco —dijo con
voz ronca, haciendo un gran esfuerzo por recuperar la respiración
normal.
292
—¿Estás seguro? ¿Acaso no te adueñaste de algo que no te
pertenece? —preguntó furioso.
Con otro movimiento de su cayado deshizo el hechizo que
apresaba al muchacho y este cayó al suelo tosiendo, masajeándose
la garganta.
—¡Son dos simples piedras! —carraspeó entre toses, mientras
se limpiaba el sudor con el borde de la capa.
—Si piensas eso, entonces no has entendido nada de lo que he
estado enseñándote acerca de los habitantes que pueblan Piedra
Mágica desde la antigüedad.
Mientras hablaba, el hombre del cayado se acercó a la orilla
pedregosa del islote y con un movimiento de la mano pequeños
semicírculos se formaron en el agua, como si hubiera dejado caer
una piedra y varias ondas comenzaran a emerger de su centro. Una
imagen empezó a tomar formar. El muchacho se acercó, aun
acariciándose la garganta, y distinguió a una joven que dormía
plácidamente arropada en su edredón, hasta que despertó
sobresaltada y con dificultad para respirar. La vio buscar sobre la
mesa de noche la bolsita de terciopelo negro que él había tomado.
Vio la desesperación en sus ojos cuando comprendió que sus
gemas ya no estaban, y el hilo de su respiración se fue apagando
lentamente. Una palidez cadavérica y fría la fue cubriendo de gris
y ella quedó totalmente inmóvil: se había convertido en piedra.
La imagen desapareció y el agua volvió a correr mansa e
inofensiva como siempre.
293
—Le has quitado algo más que dos simples piedras. Tú sabes
que pendemos de un fino cordón entre la vida y la muerte. Nuestra
gente ha subsistido en tierra anegada de agua porque encontró un
equilibrio entre los elementos y entre los estado de la materia… —
continuó.
—¿Pero si esas piedras son tan importantes por qué es que yo
no tengo las mías? —lo interrumpió el muchacho—. Ni siquiera
me convierto en algún animal representativo como usted —
continuó quejándose.
—Zagal, ¿cuándo te darás cuenta que tú y yo somos
diferentes, que formamos parte de una estirpe que no es ni humana
ni mística como esta gente? Nosotros somos la magia misma,
tenemos una misión en la vida y tú te encargaste de resquebrajarla.
Estamos aquí para que este pueblo continúe existiendo, para que el
agua se mantenga donde está y para que los canales continúen
cumpliendo su función de calles invisibles. Tú no necesitas gemas
para existir y sobrevivir como esta gente. Para saber por qué es que
no te ves representado en ningún animal debes descubrir cuál es tu
propósito y ejercerlo como otros, antes que tú y yo, lo hicieron. Yo
soy un viejo lobo, lo supe desde siempre, desde que tuve uso de
razón, porque era mi destino ser quien soy y ser tu maestro. Tu
destino es ser quien eres y ser mi aprendiz, lo que algún día dejarás
de ser para tener tú mismo alguien a quien guiar. El daño ya está
hecho, pero recuerda de aquí en más que esto sucedió a causa de tu
avaricia e irresponsabilidad.
294
Luego de lo cual el hombre volvió a su forma de lobo y
desapareció en la oscuridad. Zagal continuó acariciándose la
garganta, recostado contra el tronco de uno de los árboles.
—¡Ay, Zagalito! ¿Cuándo aprenderás? —dijo una voz burlona
a su espalda, entre risitas contenidas—. Eres un inútil, ¿ahora
comprendes por qué no te queremos en el grupo?
Un muchacho, mayor que él, ataviado del mismo modo, lo
observaba con un brillo de malicia en los ojos. Oculto bajo la
protección de su capa negra, apenas se distinguía la fortaleza de su
mandíbula al reír descaradamente y mostrar unos dientes blancos y
lustrosos.
De un salto se acuclilló junto a Zagal; con el movimiento, la
capucha cayó hacía atrás y dejó al descubierto el rostro aniñado,
los ojos rasgados y el cabello muy corto del muchacho.
—Si tu maestro me hubiera descubierto te puedo asegurar que
lo ibas a pasar muy mal —susurró, pasando el filo plateado de su
daga por la mejilla de Zagal.
—No fue mi culpa. ¡Tienes que darme otra oportunidad,
Malal! —gimoteó Zagal.
—¡Olvídalo! No hay lugar para ti en mi bando, eres
demasiado buenote para nosotros. Más vale que no nos delates,
porque será lo último que hagas —dijo con voz sibilante, al tiempo
que hundía la punta de la daga en la piel del muchacho, quien
temblaba de miedo y humillación.
Malal desapareció tan rápido como minutos antes el Maestro.
Un fino hilo de sangre, y alguna que otra lágrima rabiosa, corrió
295
por la mejilla de Zagal. Esa fue la primera y última vez que intentó
ser igual a varios de los muchachos de esa bando, a los cuales
admiraba por su desparpajo y por lo que él pensaba era valentía.
Muchas otras veces intentó repetir lo de esa noche, con otros
objetos que no significaran la pérdida de una vida, pero el temor a
ser descubierto y perjudicar con ello a Malal lo detenía: si este se
sentía amenazado de algún modo por su culpa, no descansaría
hasta aniquilarlo.
296
Zagal había encontrado su propósito: como un modo de
resarcir el crimen que él mismo había cometido, se convirtió en
uno de los guardianes de las gemas existenciales que ataban a cada
habitante de Piedra Mágica a la vida en el mundo, pero cuando
fallaba, a pesar del empeño, cuidaba de las figuras de aquellos que
nunca pudieron recuperar sus gemas y aguardaban por una nueva
oportunidad.
A veces se cruzaba con Malal en alguna taberna y, aunque ya
no le tenía miedo, siempre trataba de esquivarlo. Este todavía se
burlaba de aquella noche y se pasaba el dedo por la mejilla en
alusión a la cicatriz que le había dejado, y se reía entre dientes.
Malal se jactaba de la fama que había alcanzado como ladrón de
poca monta, y miraba con desprecio a los brujos y a los custodios
que velaban por Piedra Mágica. A Zagal no le importaba ni le
incomodaba nada de lo que hacía o decía. Él era un brujo, aunque
no se dedicara a la magia, y podía ver el aura de la gente cuando se
lo proponía; era una habilidad que no lo enorgullecía porque le
había costado mucho trabajo y sufrimiento poder dominar. No era
agradable andar por las callejas viendo a las personas rodeadas de
colores, algunos muy feos. El aura de Malal cada vez era más
negra, Zagal sabía que cuando ya ni siquiera tuviera el alma para
perder, las sombras saldrían de sus escondites y se lo llevarían al
abismo.
El viejo lobo gris también conocía a las sombras, y sabía que
esperaban ese momento con ansias; ya le había advertido a Zagal
que Malal no era la peor amenaza de la que debería cuidarse en el
297
futuro. La habilidad de la que este tanto renegaba iba a ser la que le
salvara la vida llegado el momento.
Piedra Mágica se relacionaba con los otros poblados que
formaban el cinturón mágico de esa región ignota de la Tierra, pero
también con el poblado de los humanitas, ubicado fuera y a una
distancia remota del cinturón. Este término era utilizado por
algunos de los hechiceros más renombrados con cierto aire
despectivo; no así por el maestro de Zagal, pues él sabía de
primera mano que los humanitas podían ser incluso mejores magos
que ellos mismos; por eso retribuía el respeto que a su vez ellos
profesaban por él y los suyos. En varias oportunidades fue el
protector de humanitas que llegaban a cumplir determinada misión
y se iban de la misma forma precipitada como llegaban, pues
mucha era la aversión que los magos del poblado sentían por estos.
Esa, entre otras, era la razón por la que, si bien el mago era
respetado como máxima autoridad en lo relativo a la magia, no era
querido por muchos miembros de la comunidad.
Una de esas tantas noches de luna llena, en la que casi todos
dormían, llegó un visitante a Piedra Mágica. Esa noche, Zagal
conoció a una de estos humanitas, de quienes sabía por su maestro,
pero a quienes aún no había tenido la oportunidad de conocer. Se
trataba de una chica, lo que parecía querer esconder tras el cabello
muy corto —algo que hacía aún más interesante sus rasgos
delicados—, tenía ojos grandes, de un color indefinido; su piel era
cobriza, un color que nunca antes había visto, y que tiraba por
tierra su creencia de que el pálido que caracterizaba a los de su
298
pueblo era el único que existía. Tenía pictogramas celtas grabados
en la frente, igual en las muñecas. Iba vestida de negro, cubierta
por una capa del mismo color. Llevaba un morral y una ballesta
metálica colgada al hombro. Un pequeño reloj de arena iba
enganchado por una cadena de oro a su cinturón.
—Bienvenido, Zagal. Quiero que conozcas a una invitada. Su
nombre es Ámbar y ha venido a cumplir una misión —dijo,
haciendo la presentación.
—Hola —saludó la chica con un movimiento de cabeza. Al
hacerlo, los pliegues de su larga capa dejaron ver las dagas que
llevaba en las fundas de las botas—. Espero que seas igual de
amigable que tu maestro —dijo, mirándolo con un brillo divertido
en los ojos; algo que a Zagal no le pasó desapercibido, pero que no
logró quitar su expresión de pocos amigos.
—Ámbar es la hija de uno de los humanitas que integra la
logia de magia blanca más prominentes de su raza. Como bien
sabes, nuestro pueblo no es muy devoto de fomentar lazos de
amistad con ellos, por eso te llamé. Te conozco, me conoces, sabes
cómo pienso —continuó el viejo lobo gris, empequeñeciendo los
ojos—, y estoy seguro que nadie mejor que tú podría protegerla en
su viaje.
Era cierto, conocía a su alumno y estaba seguro que no
tomaría de buena gana esa misión, pero sabía que no se negaría a
algo que él le pidiera. Además, Zagal ya le había dicho que estaba
aburrido de la función que cumplía, pensaba que había llegado el
momento de llenar su vida de acción; emprender viajes que le
299
permitieran conocer otros modos de vida, distintas gentes y
paisajes. Y lo más importante: hallar la forma de traer a la vida a su
animal representativo.
—Este será un viaje muy largo que te dará la oportunidad de
encontrar tu camino —continuó, una vez que estuvieron a solas—.
Sé que no estás contento con lo que haces, ya va siendo hora que
cuides de tu propia vida y te salves a ti mismo de los peligros que
acecharán tu senda. Solo te pido que acompañes a Ámbar al sitio al
que va y luego sigas tu camino en paz.
300
comenzó a largar humo. Un olor agradable lo envolvió—. Está
fresca la noche, esto nos mantendrá calientes —continuó,
extendiéndole un vaso de alpaca, finamente decorado, con un
líquido humeante—. Vamos, no te voy a envenenar. Es un poco de
café —insistió ante su reticencia. Zagal lo tomó, no sin cierta
desconfianza; ambos disfrutaron del café improvisado en silencio,
arrebujados en sus respectivas capas.
Amanecía cuando comenzaron a ascender el acantilado de los
muertos, denominado así por obvias razones. Zagal conocía el
camino más apropiado para llegar a la cumbre. Admiró las
destrezas físicas de la chica; esta se ayudaba con las dos dagas, en
cuyas hojas alcanzó a ver el destello de los caracteres celtas
grabados a fuego cada vez que se clavaban en las hendiduras de las
rocas. A los costados del sendero de roca que seguían en el
ascenso, el volumen de agua que caía por la cascada parecía
ilimitado y provocaba un ruido ensordecedor. En el trayecto vieron
un árbol que apenas se adhería por las raíces a la roca, y un ave
amarilla de gran tamaño que aleteaba y chillaba sin cesar: un nido,
con varios polluelos, corría el riesgo de caer al vacío en cualquier
momento.
—Un cóndor real con problemas —murmuró Ámbar.
—No es asunto nuestro —dijo Zagal, sin dejar de ascender.
—¡Oye! Cuidas piedras muertas y no te apiadas de un pobre
ser vivo que clama por ayuda —se burló ella. Zagal se detuvo.
—Pensé que estabas apurada. Además, ¿qué pretendes que
hagamos? —preguntó, sin siquiera mirarla. Su voz sonaba molesta.
301
—Si a ti no te interesa, a mí sí —respondió la chica, y antes de
que él dijera nada se deslizó con destreza por la pared irregular de
rocas; algunas se desprendieron y cayeron al impresionante oleaje
que rompía contra los acantilados. Zagal pensó que la muchacha
era insufrible. Esta alcanzó, en cuestión de segundos, el nido y se
puso en peligro frente a la agresividad del ave, que la veía como
una amenaza para sus pequeños.
—¿Por qué no usas tu magia? —grito Zagal con impaciencia.
Ella lo miró y le hizo un movimiento negativo con la cabeza.
Cuando logró dejar el nido a salvo en el hueco de una de las
rocas, resbaló y quedó colgando precariamente de una de las ramas
del árbol; hizo unos malabares y quedó boca abajo, lo que le
permitió tomar la ballesta y disparar una flecha hacía la grieta de
una de las rocas próximas al sitio donde se encontraba Zagal. La
cuerda que pendía en el aire, le permitió deslizarse hasta él. Ámbar
parecía que no le temía a nada y disfrutaba del peligro.
—Eres antipático, ¿lo sabías? —reclamó con burla, una vez
llegaron a la cima. Mientras caminaban, apartando la vegetación
exuberante y soportando el azote del viento frío que les golpeaba el
rostro, por una zona húmeda a la que nunca llegaba la luz del sol
que atajaban las altas copas de los árboles—. ¡Es ilógico! —
exclamó frustrada.
—¿Ilógico? —repitió él con ironía.
—Sí, ilógico: custodias figuras de piedras y te niegas a ayudar
a otros.
—Era solo un ave —dijo cortante.
302
—Y tu maestro solo un lobo gris —insistió ella. En ese
momento logró que Zagal se detuviera y la mirara a los ojos—.
¿Ahora entiendes lo que intento decir? —Sonrió Ámbar y
continuó, dejándolo pensativo por unos segundos—. ¡Todos
estamos conectados! —gritó ella, mientras caminaba.
Hicieron un alto para descansar y desayunar algo, e
improvisaron un campamento. Nuevamente, Ámbar se sirvió de los
discos de metal para armar la cafetera, así como una pequeña
sartén que funcionó luego de activar un par de engranajes.
—Qué bien nos vendrían los huevos del cóndor ahora —dijo
sarcástico, mientras sacaba un pedazo de pan del morral.
—¿Y por qué tendrían que ser huevos? —respondió ella, ya
fritando unos trozos de tocino. El aroma hizo que el estómago de
Zagal emitiera rugidos indiscretos. Ámbar sonrió, al tiempo que le
ofrecía el contenido del sartén. En esta ocasión él no se hizo rogar,
lo devoró junto con el pan.
—Parece que a tu corazón se llega por el estómago —ironizó
la chica, mientras masticaba un trozo de tocino y llenaba las tazas
con café.
—¿Eso importa? —preguntó Zagal con indiferencia.
—No lo creo, pero llegará un día en que sí te importará que
eso le importe a alguien —dijo ella, con una risa divertida.
Por primera vez, Zagal la miró con detenimiento.
—Dices cosas muy extrañas. ¿Todos los humanitas son así? —
También era la primera vez que él reía.
303
Continuaron comiendo. Las copas frondosas de los árboles
tapaban el sol caliente del mediodía. El viento húmedo,
acompañado del olor del mar, les golpeaba en el rostro. El chillido
de varias águilas alertó a Zagal. Ambos hicieron silencio para oír
las voces que venían con el viento.
—Son las águilas de la banda de Malal —murmuró.
—¿Y cuál es el problema? —susurró Ámbar sin el menor
rastro de temor en la voz.
—Nos siguieron o es una enorme e infeliz casualidad —
continuó él entre susurros.
—Apuesto a que nosotros contamos con algo que ellos no —
advirtió ella. Zagal la miró interrogante—. ¡Magia! Nosotros
tenemos magia —exclamó con un guiño. Él no pudo reprimir una
sonrisa y movió la cabeza con resignación.
—Pues yo estoy muy falto de práctica —confesó avergonzado.
—Déjamelo a mí. —En ese momento, las voces se elevaron y
los pastizales fueron apartados a manotazos. El grupo de hombres,
secundado por Malal, apareció; todos pasaron junto a ellos dos sin
verlos.
—¡Tienen que estar por acá! —bramó Malal—. Ese maldito
siempre corre con suerte, hasta para enredarse con la humanita. —
Los ojos negros de Zagal se clavaron en los almendrados de
Ámbar. Ella sonrió divertida.
—Lamento que oyeras eso —dijo Zagal minutos después.
304
—No te preocupes. He escuchado cosas peores. —Levantó los
hombros con indiferencia—. ¿Hace mucho que son enemigos? —
Quiso saber.
—Desde niños. —Alcanzó a responder cuando ya comenzaba
a hundirse dentro de una ciénaga burbujeante que antes les pasó
desapercibida.
Ámbar tomó la ballesta, pero antes de disparar dudó.
—No puedo ver si hay algún árbol cerca de aquí —murmuró.
Estaban hundiéndose con rapidez. Ella susurró algo y en cuestión
de segundos el cóndor real ya estaba sobrevolando el sitio en el
cual se hundían. Lazó la flecha con la cuerda salvadora, y esta se
enroscó en el cuello del ave. Ambos fueron rescatados cuando la
ciénaga ya les llegaba al cuello. El ave los dejó a la entrada de una
cueva que se hallaba entre las piedras del acantilado y de
inmediato emprendió el vuelo.
—¡Espera! —gritó Zagal dirigiéndose al ave—. ¡Nos salva,
pero nos trae a un lugar inaccesible! ¿Por dónde rayos vamos a
bajar? —exclamó molesto.
—Tranquilo. Yo le di la orden de dejarnos aquí —dijo Ámbar.
Zagal la miró sorprendido—. Antes de que comiences a exaltarte
sería bueno que supieras cuál es la misión en la que me estás
ayudando. ¿No crees? No escuché que tu maestro te lo dijera ni
que tú le preguntaras —continuó con ironía—. O eres muy tonto o
confías ciegamente en tu maestro —finalizó, con una mirada
desafiante.
305
—Confío lo suficiente en mi maestro como para aceptar una
misión de la que saldré favorecido espiritualmente —respondió él
sin inmutarse; lo que sorprendió a la chica—. Además, supuse que
en algún momento tú misma me lo dirías —informó con una
sonrisa burlona.
—Bueno —dijo Ámbar con resignación—, no tiene sentido
que discutamos por lo que pensó uno o el otro. Te contaré sobre mi
misión. Pertenezco a un clan de rango elevado dentro de los
estamentos de los humanitas. Un clan versado en las artes mágicas
y los hechizos secretos más antiguos sobre la Tierra. El jefe de ese
clan en mi padre, un mago blanco descendiente en línea directa de
los primeros ancianos sabios de la raza humanita.
Lamentablemente, nuestro pueblo fue tomado por un grupo afín a
las artes ocultas y a la magia negra; antiguamente, sus integrantes
pertenecían a nuestro pueblo, pero fueron expulsados por los
antiguos ancianos cuando sus prácticas se salieron de control. Para
cuando esto sucedió, ellos ya se habían vuelto inmortales y solo
pudimos recurrir a potentes encantamientos para mantener a
nuestra ciudad a salvo.
—¿Qué quieren ellos de ustedes? —la interrumpió Zagal.
—A nuestros dragones amarillos —respondió ella de
inmediato.
—Espera —dijo Zagal sorprendido—. ¿Ustedes son los
domadores de dragones amarillos? Oí muchas veces historias sobre
estos dragones y la gente que los protegía, pero pensé que solo
eran leyendas.
306
—Es como tiene que ser. La única forma de preservarlos es
que nadie piense en ellos como una realidad.
—Entonces... —animó a Ámbar para que continuara.
—Ellos han lanzado un extraño hechizo que dejó a los
dragones catatónicos. Piensan que si nos amenazan con matarlos,
se los entregaremos; lo que no saben es que hay unas rocas
especiales que, incrustadas en las frentes de las bestias, harán que
recuperen el sentido...
—Entonces tú tienes que encontrar esas rocas especiales que
están justamente en esta cueva —continuó Zagal divertido.
—¡Vaya! ¡Qué despierto eres! —exclamó Ámbar con burla,
mientras ingresaba a la cueva oscura.
—¿Y esas piedras las tomas así nomás? ¿Qué tan peligroso
puede ser...? —En ese momento un siseo llegó hasta ellos; una
sombra cruzó con rapidez la entrada de la cueva y se perdió en la
oscuridad—. Bien, olvida lo que pregunté —murmuró Zagal
molesto.
Con ayuda de una piedra de luz ingresaron a la cueva, cuya
altura no lograron divisar, y sobre cuyas paredes rugosas sus
sombras se desdibujaban como monstruos listos a saltar sobre
ellos. Una serie de túneles los invitaba a tomar una decisión, como
una burla. Ingresaron a uno de ellos, desde el cual volvieron a oír
el siseo. Por el sonido aumentado de su arrastre, imaginaron que se
trataba de una serpiente de grandes dimensiones. Caminaron sobre
infinidad de huesos, envuelto en el olor apestoso de los cadáveres
en descomposición; algunos, humanitas.
307
—¿Algo más que deba saber? —susurró Zagal, para evitar que
sus voces llegaran hasta la bestia.
—En un rato, no solo tus «amigos» nos perseguirán —La
chica fue embestida por una Centenaria, una enorme pitón de color
rojo, cuya saliva era como un ácido que acaba con todo lo que
tocaba. Hasta el momento, pocos valientes osaron aventurarse a ser
disueltos por sus fluidos para librar al mundo de tremendo
espécimen; de quienes lo hicieron, apenas quedaban los huesos
olvidados por todos dentro de la cueva. Mientras ella luchaba
cuerpo a cuerpo con la Centenaria, dando ágiles saltos y
golpeándola con la energía de su magia, Zagal esquivaba las
flechas que venían veloces desde la entrada de la cueva. Ese no era
el estilo de sus perseguidores, por lo que imaginó que quienes
buscaban las mismas piedras que Ámbar ya estaban allí. Para
colmo, además de hechiceros, eran inmortales.
El interior de ese túnel pronto se volvió un caos, a esquivar
saliva, flechas y hechizos fulminantes se sumó el grupo de Malal
con sus águilas, puños y garrotes. Los inmortales no la sacaron tan
barata, pues la daga de Zagal no era tan inofensiva como parecía a
simple vista. Si no era capaz de matar a los hechiceros, sí les
dejaba una herida difícil de curar; ni siquiera la magia negra les
evitaba el mal momento con la infección e incluso la gangrena.
Estaba tan enfrascado en la pelea por sobrevivir que perdió la
noción del tiempo, mientras Ámbar continuaba su lucha con
Centenaria. Había quedado frente a Malal, dispuestos ambos a
entregar la vida para solucionar sus diferencias, cuando se vio de
308
repente en el exterior, sobre la cima del acantilado, con el viento
salado golpeándole la cara.
—¡Tranquilo! —gritó Ámbar cuando vio su cara de enajenado
dispuesto a saltar sobre ella. Con un movimiento de sus manos la
magia lo lanzó hacía atrás con fuerza y lo retuvo inmóvil hasta que
recobró la cordura muy lentamente.
—Debiste dejarme allí para ajustar cuentas con Malal —
murmuró al fin, con la voz ronca y los ojos echando chispas. Las
gotas de sudor le corrían por la piel pálida y se perdían en el pelo
revuelto. Ámbar acercó el rostro al suyo, estaba moleta. Fue allí
cuando él pudo ver que también ella había pasado por un mal
momento: estaba bastante golpeada y tenía el pelo alborotado.
—¿Puedo soltarte ahora? —preguntó seca.
Fue apenas un segundo de distracción que alcanzó para que
los hechiceros que venían tras Ámbar la inmovilizaran con sus
hechizos; seguidos por Malal y su grupo de sanguinarios. Ese fue
el instante decisivo para el animal que Zagal llevaba dentro. La
realidad se desdibujó para el hombre y se volvió una verdad
tangible para la bestia; un oso enorme, enfurecido al límite.
Mientras los hechiceros se llevaban a Ámbar, los hombres de
Malal comenzaron a volar por los aires, al igual que sus vísceras.
Hombre y bestia trabajaban en colaboración: Malal quedó para lo
último, como un títere acobardado al que le faltaba rogar por su
vida. Los ojos de Zagal miraban a través de los ojos del oso; los
aterradores dientes del animal asomaban por la boca espumosa
como una sonrisa de burla.
309
Cuando Zagal recuperó el conocimiento se encontraba bajo un
gran árbol de cuyas ramas bajas colgaban todo tipo de órganos y
fluidos, la cabeza de Malal estaba entre sus manos ensangrentadas.
Todo él estaba cubierto de sangre y pedazos de carne. Arrojó la
cabeza a un costado e hizo varias arcadas antes de ponerse a
caminar con rumbo incierto en busca de algún rastro de Ámbar.
Recordó al cóndor real y lanzó un silbido largo que cortó
abruptamente. El ave apareció de inmediato y se posó frente a él.
Después de ser arrojado al agua por el cóndor, el cual no
aceptó llevarlo en su lomo a menos que se quitara toda la sangre
que lo cubría, y recorrer buena parte del territorio sin hacer una
pausa, divisó una pequeña luz entre unos árboles. La luna ya estaba
en lo alto, por lo que en el campamento improvisado de los
hechiceros solo dos de ellos hacían guardia. Pensó que esos
hechiceros eran unos tontos, pues en lugar de ocultarse con sus
artes mágicas se mantenían a la vista de todos; eso, o lo
consideraban un inútil que no era capaz ni de salvar su vida. Esa
noche también fue propicia para hacer que su daga hiciera el
verdadero trabajo para el que estaba destinada: bastó con que la
lanzara para que, en menos de lo que tarda un rayo en caer, se
clavara en el corazón de ambos hechiceros anulando la
inmortalidad de la que tanto se jactaban.
Zagal se deslizó con sigilo hasta la carpa en la cual mantenían
a Ámbar. Ella estaba sola en medio del lugar, levitando, sin
posibilidad de moverse, excepto los ojos. El roce de la daga
deshizo el hechizo que la mantenía cautiva, pero estaba herida y
310
eso entorpecía sus movimientos. Con ella en brazos intentó montar
en el cóndor, pero una fuerza los repelió al punto de hacerlos volar
contra los árboles. Ámbar quedó inconsciente, Zagal se enfureció y
volvió a intercambiar lugares con su bestia, no sin antes lanzar la
daga contra el líder que comandaba al grupo; no alcanzó a herirlo,
pero lo hizo mortal al rozar su campo vital. El líder no fue
asesinado. Ámbar lo llevó prisionero para que fuera ajusticiado en
su comunidad. La daga de Zagal deshizo el hechizo con el que
habían lastimado a la muchacha y sus heridas sanaron con rapidez.
—Fue muy conveniente que lograras tomar las piedras de la
cueva. Eso nos ahorrará tiempo en el viaje de regreso —dijo Zagal
un rato después, mientras hacían una pausa en el trayecto para
descansar un poco.
—Sabes, no vas a caerle bien a la mayoría de los magos de la
congregación. Ellos no están de acuerdo con que mi padre tenga
amistad con algunos brujos importantes de Piedra Mágica. Creen
que todos son iguales, piensan que un día alguno de los maestros
que viven en tu territorio vendrán hasta aquí a robarnos los
dragones y la magia.
—No los culpo. Ni yo simpatizo con algunos de los maestros
que he conocido.
—¿Y eso por qué? —preguntó Ámbar sorprendida.
—Fuiste en busca del maestro más humilde de Piedra Mágica.
El círculo de magos lo mantiene apartado de ellos. No están de
acuerdo con su sistema para elegir a sus discípulos...
—¿Cómo lo hace? —lo interrumpió ella con interés.
311
—No los elige de entre las buenas familias. Sus discípulos
hemos sido todos niños huérfanos, abandonados a nuestra suerte,
destinados a morir... Le debo a mi maestro todo lo que soy —
explicó con calma—. Por eso creo que no son justos con él.
—Admiras mucho a tu maestro —dijo ella.
—Tengo motivos suficientes para eso.
—Supongo que mi padre también tiene sus motivos para
mantener una amistad con él, y respeto su decisión. Ya por el solo
hecho de gozar de tu afecto y del de mi padre, también es digno de
mi admiración —concluyó Ámbar, haciéndole un guiñó—. ¿Te
gustaría conocer a nuestros dragones?
—Eso ya lo daba por hecho —dijo burlón. Ambos rieron con
ganas, aunque cada tanto se quejaban por alguna que otra herida de
la pasada contienda.
Fue todo un espectáculo ver a los dragones dorados en pleno
vuelo de festejo. Celebraron el despertar y el bienestar del pueblo
al que resguardaban. A pesar de las caras largas con la que la
mayoría del pueblo recibió a Zagal, todos participaron de la fiesta
que se organizó para recibirlos con las piedras que despertarían a
los guardianes de la comunidad. El gran mago, padre de Ámbar, le
agradeció públicamente a Zagal y a su maestro por el servicio
prestado. A este último le envío como regalo una de las piedras que
despertó a los dragones como muestra de agradecimiento y
amistad. También lo sorprendieron con la noticia de que uno de los
dragones lo llevaría de regreso a su tierra.
312
—Espero volver a verte —dijo Ámbar cuando él estaba a
punto de subir al lomo del dragón. Él no tuvo tiempo de decir
nada, ya que la chica le rozó los labios con un beso cuando lo
abrazó —, y que para entonces tengas domesticada a tu bestia y
conozcas más acerca de esa daga tan poderosa que portas.
—Gracias por contribuir a este nuevo Zagal que soy —dijo él,
con un guiño, antes que el dragón se elevara a gran velocidad.
313
Patricia K. Olivera
(Montevideo, Uruguay). Colabora en varias revistas
literarias virtuales, afines al género fantástico, como miNatura,
NM, Axxón, Círculo de Lovecraft e Historias Pulp, entre otras.
También participa en antologías extranjeras, algunos cuentos
fueron traducidos al francés, al portugués y al alemán: Antología
de cuentos de terror Cuentos ocultistas. Editorial Cthulhu
(México), Antología de cuentos de terror Memento Móri. Proyecto
A arte do terror, traducción de Brian Agustín González (Brasil),
Antología de Ciencia ficción Around de world in more than 80 cifi
stories. Editado por Erik Schreiber, traducción de Pia Oberacker-
Pilick (Alemania), Antología francesa virtual Autores uruguayos
del siglo XXI: Lectures D´Uruguay. Editado por Lectures
d´ailleurs, traducción de Nancy Benazeth y Caroline Lepage
(Francia). Líneas de Cambio II Antología de Fantasía, ciencia
ficción y terror. (Editorial Solaris - 2018).
Es administrativa, técnica en Corrección de Estilo y estudiante
de Lingüística y Letras. Blog De Ciencia Ficción... by P. K.
Olivera.
314
Índice de ilustraciones
315
Colabora con la edición independiente de origen
uruguayo.
Web: https://victorgrippoli.wixsite.com/editorialsolaris
316
317