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INTRODUCCIÓN

Se ha llamado a nuestra época la del “giro lingüístico”; por eso el


estudio del lenguaje atrajo mucho la atención en el siglo XX y sigue
haciéndolo en los inicios del XXI. Lingüística, semiótica, filosofía del
lenguaje, hermenéutica y otras disciplinas han versado sobre el
lenguaje. Pero a pesar de tantas teorías recientes, o tal vez por eso
mismo, es necesario volver la vista a la historia de la filosofía del
lenguaje. Por dos motivos. La filosofía del lenguaje ha tratado
siempre de ver el todo de los estudios lingüísticos en su coherencia
y sistematicidad, a la vez que en sus proyecciones y sus
innovaciones. Y, además, porque en su historia se esclarece lo que
ha sido y lo que ha de ser; en efecto, si seguimos los avatares que
ha tenido, sus fracasos y sus logros, podremos ver su futuro desde
su pasado y su presente. Esta historia de la filosofía del lenguaje
que ahora ofrezco tiene como antecedentes varios trabajos sobre la
época griega y medieval, la moderna y la contemporánea, a lo largo
de treinta años. 1 En numerosos artículos y libros he abordado
diversos autores, épocas y aspectos de esta historia. Ahora deseo
presentar una especie de síntesis o resultado de esos afanes en los
estudios sobre el lenguaje. En cuanto a la época contemporánea —
la más difícil de narrar y evaluar, sin duda—, he estudiado su
vertiente estructuralista, 2 pero sobre todo sus vertientes analítica 3
y hermenéutica. 4
Ello quiere decir que habrá omisiones, puesto que cualquier trabajo
de esta índole será incompleto. Pero espero que haya atinado a
seleccionar lo más importante y útil. No me queda sino desear que
los interesados en la filosofía del lenguaje sepan encontrar en esta
historia no piezas de museo, sino elementos vivos y actuantes que
influyan y fructifiquen en sus investigaciones de hoy en día.
Sobre filosofía del lenguaje en la Antigüedad y la Edad Media,
pueden señalarse mis siguientes libros: La filosofía del lenguaje en
la Edad Media, México, Instituto de Investigaciones Filosóficas de la
UNAM, 1981 (2ª ed., 1991); Aspectos históricos de la semiótica y la
filosofía del lenguaje, México, Instituto de Investigaciones
Filológicas de la UNAM, 1987; Signo y lenguaje en la filosofía
medieval, México, Instituto de Investigaciones Filológicas de la
UNAM, 1993; Metafísica, lógica y lenguaje en la filosofía medieval,
Barcelona, Publicaciones y Promociones Universitarias, 1994.
Sobre la época moderna, renacentista: Significado y discurso. La
filosofía del lenguaje en algunos escolásticos españoles post-
medievales, México, Instituto de Investigaciones Filosóficas de la
UNAM, 1988
Sobre la filosofía del lenguaje en el estructuralismo, se pueden citar
mis libros: Lingüística estructural y filosofía, México, Universidad La
Salle, 1986; Tópicos de filosofía y lenguaje, México, Instituto de
Investigaciones Filológicas de la UNAM, 1991; La semiótica.
Teorías del signo y el lenguaje en la historia, México, FCE,
Breviarios 513, 2004. 3 Sobre la filosofía analítica del lenguaje,
pueden verse mis libros: Elementos de semiótica, México, Facultad
de Filosofía y Letras de la UNAM, 1979 (2ª ed., Xalapa, Universidad
Veracruzana, 1993; 3ª ed., México, Ed. Surge, 2001); Filosofía
analítica, filosofía tomista y metafísica, México, Universidad
Iberoamericana, 1983; Temas de semiótica, México, Facultad de
Filosofía y Letras de la UNAM, 2002. 4 Acerca de la visión del
lenguaje desde la hermenéutica, pueden consultarse mis libros:
Interpretación y realidad en la filosofía actual, México, Instituto de
Investigaciones Filosóficas - Facultad de Filosofía y Letras de la
UNAM, 1996; La hermenéutica en la Edad Media, México, Instituto
de Investigaciones Filológicas de la UNAM, 2002.
I. ÉPOCA ANTIGUA
EXPONDREMOS, primeramente, las ideas de la filosofía clásica
sobre la naturaleza del lenguaje. Pondremos lo esencial de los
presocráticos, señaladamente los sofistas; después, Platón y
Aristóteles, y en último término los estoicos. 1
PRESOCRÁTICOS
Entre los primeros presocráticos, aparecen aquí y allá algunas
reflexiones sobre el lenguaje, pero las más importantes fueron
las de los sofistas. Antes de ellos, los pitagóricos, esto es, los
seguidores de Pitágoras de Samos (570-497), iniciaron el debate
sobre el carácter natural o artificial del lenguaje. Se decidieron
por lo primero, y sostuvieron que entre palabras y cosas había
una relación o vínculo natural. Las palabras se asemejan en ello
a los números, que son las medidas o formas superiores de las
cosas. Por eso el que conoce las proporciones de las cosas
conoce sus nombres exactos. También se coloca a Heráclito de
Efeso (536- 470) entre los naturalistas, pues dice que estudia las
palabras (epéa) y los hechos (erga) con base en su naturaleza
(kata physin). 2 Además, su discípulo Cratilo aparecerá en el
diálogo platónico del mismo nombre defendiendo la tesis
naturalista. Igualmente, Heráclito parece haber iniciado el estudio
de la etimología, que se haría muy usual.
Otros optaron por la segunda tesis, la de la artificialidad o
arbitrariedad del lenguaje. Así, Parménides de Elea (530-444)
insiste en que lo que da el significado a las palabras es la ley, la
cual es arbitraria pero da reglamentación. 3 Esto se manifiesta
también en Demócrito de Abdera (460-370), quien piensa que el
hombre refleja la ley natural del ser en la ley arbitrada del logos o
palabra. 4 El neoplatónico Proclo, en una época ya muy posterior
(s. V d.C.), en su comentario al Cratilo dice que daba cuatro
argumentos en favor del convencionalismo: 1) la homonimia —
cosas diversas reciben el mismo nombre—, 2) la polionimia o
sinonimia —una misma cosa recibe varios nombres—, 3) la
renominación o metonimia —una misma cosa puede cambiar de
nombre—, y 4) la anomalía —una cosa puede no tener nombre.
5 Los sofistas adoptaron el punto de vista arbitrarista o
convencionalista del lenguaje, pero además reflexionaron
profundamente sobre su naturaleza, su finalidad y sobre la
gramática y la retórica. Protágoras de Abdera (480-410), cuyo
principal interés era la retórica, fue muy atento a las partes o
modos del discurso, considerados como aspectos pertenecientes
a la sintaxis de la oración: “Fue el primero en dividir el discurso
en cuatro partes: ruego, pregunta, respuesta y mandato. Según
otros, fue en siete: narración, pregunta, respuesta, mandato,
exposición, ruego e invocación, a las que llama ‘fundamentos’ del
discurso”; 6 y también fue el primero en estudiar el género
gramatical de los nombres. Pródico de Keos (fl. ca. 432; vivía en
399) estudió la propiedad de las palabras, para lo cual abordó la
distinción de los sinónimos; 7 curiosamente, a pesar de ser
sofista, defendió el naturalismo lingüístico, pues si no hay
sinónimos perfectos, se destruye el argumento más querido de
Demócrito, y no se apoya el que los nombres dependan de la
convención. En este naturalismo lo sigue Antístenes (h. 444-
365/370), quien, dentro de la escuela cínica, reducía el
pensamiento a palabras, pero decía que de las cosas sólo puede
decirse su nombre propio, que es único para cada
una; sólo se les puede predicar ese nombre, y ninguna otra cosa;
por eso no cabe la discusión, ya que cada cosa tiene su palabra
apropiada, y ésta siempre dará un discurso verdadero. 8
Finalmente, Gorgias de Leontini (484-375) se refirió de modo
clarividente a la esencia del lenguaje en su Encomio de Helena,
donde dice: “La palabra es una gran dominadora, que, con un
cuerpo pequeñísimo e invisible, realiza obras por demás divinas”.
9 Es decir, el lenguaje es tan poderoso que con una palabra más
pequeña que una mosca, esto es, con un “sí” o un “no”, puede
construir reinos y desatar guerras. PLATÓN Por supuesto, fue
Platón (Egina o Atenas, 428-347) quien más impulsó esta
reflexión sobre el lenguaje desde la filosofía. En su diálogo
Cratilo se ventilan el naturalismo y el convencionalismo,
predominando un cierto naturalismo. Se adopta como problema
el de la rectitud de las denominaciones, pudiéndose entender
ésta como el dar nombres adecuados a las cosas. Cratilo
defiende una rectitud natural, y Hermógenes una convencional.
Se recoge, pues, el naturalismo de Pitágoras y de Heráclito,
representado por Cratilo, y el artificialismo de Demócrito y los
sofistas, representado por Hermógenes. Se tiene, así, como
paradigma el nombre, principalmente el sustantivo (ónoma). Se
trata de una discusión semántica, esto es, acerca de la
correspondencia entre los nombres y las cosas (onómata y
prágmata). Al parecer, Platón fue el primero que distinguió entre
ónoma y rhema. El ónoma no era propiamente el nombre, sino el
sujeto, y el rhema era propiamente el predicado, aunque se
tomaba también como el verbo, que es el predicado por
excelencia. Acerca de los nombres, Platón buscó su relación con
las cosas, entendiéndola como una relación de denominación
adecuada.
Naturalismo
La posición de Cratilo es que “existe por naturaleza una rectitud
de la denominación para cada una de las cosas, y que ésta no es
una denominación impuesta por algunos —una vez que así se ha
acordado, aplicando un elemento de su propio idioma—, sino
que existe una rectitud natural de las denominaciones, la misma
para todos, tanto para griegos como para bárbaros”. 10 No
puede quedar más claro el naturalismo lingüístico. No se trata de
palabras de un solo lenguaje, pues se incluyen los lenguajes
bárbaros, y se estaría diciendo que el griego es el lenguaje
natural. Los nombres, cuando se dan, tienen que ser
adecuadamente significativos de lo que son, sea en griego o en
otro idioma. En cambio, Hermógenes piensa que
la denominación que alguien pone a algo es la correcta; y si
alguien a su vez la cambia por otra y ya no usa aquélla, la
posterior no es menos correcta que la anterior; así como
nosotros les cambiamos el nombre a los sirvientes, y el nombre
cambiado no es menos correcto que el anteriormente dado. Pues
por naturaleza no se ha producido ninguna denominación para
cosa alguna, sino por convenio y por costumbre de quienes han
creado esa costumbre y utilizan esa denominación. 11 Pero en la
crítica que se hace de la teoría de Hermógenes se aduce que
hay denominaciones falsas, y no podría haberlas, pues según él
todas las denominaciones son correctas. Eso indica que las
cosas tienen una esencia inmutable, la cual existe por sí misma:
es la idea o forma subsistente y ejemplar. Sócrates hace aceptar
a Hermógenes, en contra de Protágoras, que el hombre no es la
medida de todas las cosas, y, por lo mismo, tampoco es la
medida de todas las denominaciones.
El artífice de nombres
De acuerdo con ello, dice Sócrates que hay un “forjador de
denominaciones”, el onomatourgos, que es el legislador o
nomotetes: “no es propio de cualquier hombre establecer
denominaciones, sino de un forjador de palabras; éste es, como
parece, el nomotetes, que es entre los hombres el experto que
aparece más escasamente”. 12 El nomotetes tiene ciertamente
un arte para hacer las denominaciones. Pero estas
denominaciones deben hacerse de acuerdo con el conocimiento
de las ideas prototípicas de las cosas, las cuales son conocidas
por la dialéctica filosófica. Por ello, “la tarea del nomotetes es
hacer la denominación, con un hombre dialéctico como
supervisor, si va a establecer las denominaciones
correctamente”. 13 En definitiva, el filósofo es quien puede
asignar los nombres correctos a las cosas o supervisar su
asignación. Es como la denominación puede manifestar la
esencia de la cosa, correspondiendo a la cosa en sí, de modo
que el nombre de la lanzadera en sí es la palabra en sí de la
misma.
La búsqueda etimológica
Una prueba que se intenta dar para apoyar este naturalismo es
que los nombres propios deben corresponder a las personas que
los llevan según su etimología. Pero esa prueba es rechazada,
porque en casi ningún caso se encuentra esa correspondencia.
Hay, sin embargo, ejemplos curiosos y bellos, como el de la
palabra cuerpo, acerca de la cual dice Sócrates: Explicar esta
palabra me parece posible de muchas maneras; y de
muchísimas, si se altera la palabra un poco. Hay quienes afirman
que el cuerpo (soma) es la tumba (sema) del alma, como si ella
estuviera enterrada en él al presente; y, puesto que a su vez es
por medio de él que el alma indica (semainei) lo que indica,
también por ese lado se le llama correctamente “signo” (sema).
Me parece por cierto que los
órficos han dado esta denominación considerando sobre todo
que el alma paga castigo por lo que paga; ella tiene el cuerpo
para que se preserve (sozetai) como envoltura, imagen de una
prisión. Por consiguiente, el cuerpo es eso, cárcel, hasta que el
alma haya pagado sus deudas; soma se le denomina, y no se
debe remover ni una letra.
Sócrates hace una pregunta intencionada: “Lo que dio la
denominación (kalesan) a las cosas, y lo que la da (kaloun), ¿es
una misma cosa, a saber, el pensamiento?” (416c). Y logra que
se le acepte. Pues bien, el pensamiento tiene que ser acorde con
las ideas prototípicas de las cosas.
La imitación de las ideas por parte de las palabras
Así la rectitud de las palabras o, más precisamente, de los
nombres consiste en que indiquen cómo son las cosas. Y
Sócrates dice que esto deben tenerlo las palabras primitivas más
que las derivadas, por ello se da a la búsqueda de esas palabras
primitivas. Una conjetura es que esas primeras palabras fueron
imitación de las cosas y sus propiedades: “La denominación es,
al parecer, una imitación mediante la voz de aquello que se imita,
y el que imita, cuando lo hace, denomina mediante la voz”. 15 Se
imitó mediante las letras y las sílabas “la mismísima esencia de
cada cosa”. 16 Esto fue lo que hizo el experto en denominar. Uno
de los argumentos que da Sócrates es que las palabras
derivadas son significativas, pero lo son a causa de las
primitivas; y es preferible decir que el nomotetes encontró con su
imitación tales palabras en lugar de hacer intervenir a los dioses
como ex machina en los teatros, fingiendo que dieron a los
primeros el conocimiento de dichas palabras primitivas, o
atribuirlo a bárbaros anteriores a los griegos que les enseñaron
esas palabras. Los nomotetes ajustaron a las cosas las palabras,
con sus sílabas y aun sus letras. “La rectitud de
la denominación —afirmamos— consiste en que indica de qué
índole debe ser la cosa.” 17 Ciertamente se aducen y se
examinan varios argumentos en contra de la teoría de Cratilo,
como el de la comparación de las palabras con los cuadros, que
se ve como inadecuada; y la relación entre un original y una
copia, que tampoco se aplica con exactitud al caso del lenguaje;
pero todas las dificultades son sorteadas, y aun cuando se trata
de moderar la tesis, esto es, de llegar a una tesis intermedia,
predomina el naturalismo sobre el convencionalismo. Así, el dar
nombres adecuados a las cosas puede ser llamado “hablar con
verdad” y lo opuesto, “hablar con falsedad”, porque no se dará
con la esencia de las cosas ni se la manifestará. Y esto puede
hacerse con los nombres, con los verbos y con los enunciados
mismos, pues “si es posible disponer verbos y substantivos de
esa manera, entonces necesariamente también enunciados”. 18
La denominación exacta es bella, y hace que correspondan a la
cosa incluso las letras. Y las letras correspondientes son las que
se asemejan a la cosa, las que son por naturaleza semejantes a
ella; volvemos a la teoría de la imitación. De esta manera,
“afirmamos que las palabras nos indican la esencia de las
cosas”. 19 Pero las denominaciones o las palabras siempre
serán vicarias, por lo que conviene buscar la esencia de las
cosas en las cosas mismas. Dice Sócrates:
Ahora, si en máxima medida es posible conocer las cosas por las
denominaciones, pero si también es posible conocerlas por ellas
mismas, ¿cuál de las dos maneras de conocer podría ser más
correcta y más exacta? ¿La de conocer la imagen a partir de ella
misma, si ésta está bien representada y así también la esencia
de la que es imagen? ¿O conocer a partir de la verdad si la
imagen de ellas está convenientemente trabajada?, 20
a lo cual responde Cratilo: “Me parece que necesariamente a
partir de la verdad”. 21 En cambio, a diferencia del naturalismo
platónico, Aristóteles opta decididamente por el
convencionalismo. Platón tiene agudas observaciones sobre el
lenguaje en algunas otras obras suyas, como en la Apología de
Sócrates, en el Teeteto (donde trata de clasificar las letras en
tres grupos: sonoras — vocales—, sordas pero no mudas —
también las llama medias: consonantes no oclusivas— y sordas
y mudas —oclusivas—) y el Filebo (donde también aborda la
forma fónica de las palabras), el Sofista y la Carta VII (en la que
se queja de que no se respeta el naturalismo del lenguaje, sino
que se actúa con un espíritu demasiado convencionalista); pero
la obra más importante es sin duda el Cratilo.

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