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Contra

el Amor

Tres perspectivas para abordar el


concepto de amor desde la agamia
No era tan difícil saber qué
era el amor. Pero en una
cosa no nos engañó: cuando
descubrías su maquinación, se
volatilizaba.
Este texto es original de la página http://www.agamia.es y fue
editado para ser difundido de forma impresa por oficios pvnclasta
Tres perspectivas desde las que abordar el concepto de amor.

Al tratar las tres sucesivamente se pretende dar una respuesta ra-


zonablemente completa y sencilla a la pretendida complejidad del
concepto.

Así, analizaré el significado del concepto desde su propia perspec-


tiva, es decir, lo que el amor enuncia de sí mismo (ya que el amor
dispone de este discurso). En segundo lugar, analizaré lo que es
el amor desde la perspectiva del individuo, es decir, lo que es el
amor como experiencia real, mucho más unánime, y unánime en
su fracaso, de lo que el discurso del amor nos transmite. Por últi-
mo, intentaré trazar una muy rudimentaria perspectiva sistémica
que dará la versión que entiendo más ajustada sobre la verdadera
naturaleza del amor.

◊ El amor del amor

◊ La experiencia del amor

◊ El amor “amor”

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El amor del amor

El amor se presenta ante el individuo como una promesa de feli-


cidad y plenitud.

Para ello, hace coincidir dos perfecciones que son las dos líneas
ideológicas de sus afirmaciones inconexas. La primera línea es
que el amor es la realización de todos los deseos. La segunda es
que el amor es el bien. Como estas dos líneas son evidentemente
contradictorias y así se pone de manifiesto en cada contradicción
amorosa, la fricción genera una tercera línea, la de las afirmacio-
nes parche: adaptaciones a cada una de las heridas surgidas en
el enfrentamiento de estos dos presupuestos (ambos falsos, pero
no por ello bien avenidos). La realización de todos los deseos, es
decir, la apoteosis del narcisismo, no puede llegar muy lejos de la
mano del bien, que de modo automático incluye los deseos, no ya
del otro, sino de todos los otros.

A la hora de desplegar su propaganda, el dominio de estas tres lí-


neas ideológicas acaba adoptando el mecanismo preexistente de la
divinización en la forma de un dios personal, que paso a analizar.

El significado del término “amor” es incierto. Más allá de una


simple polisemia, “amor” ha desarrollado la misma condición de
comodín semántico que el término “dios”. Amor es tal infinidad
de cosas que no cabe, es decir, no se permite, hablar más que de
formas personales de entender el amor, del mismo modo que la
antigua relación personal con dios se ha convertido hoy en formas

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personales de concebir a dios; en la supuesta existencia de tantos
dioses como personas. Un curioso y contradictorio monoteísmo.

La razón de este comportamiento es también común a ambos con-


ceptos. Tanto “amor” como “dios” realizan una huida semántica,
un cambio continuo y alocado de significado, como mecanismo
defensivo frente a una razón que los acorrala. Allí donde la razón
localiza la debilidad en la argumentación sobre la existencia o bon-
dad de dios, el defensor de las mismas escabulle a dios dejando un
vacío semántico en forma de negación. Ya que no cabe negar la
obviedad de la inexistencia o de la perversidad de ese tipo de dios,
se dirá que, efectivamente, ese dios no existe, o no es el dios al que
él venera, pero que dios, el verdadero Dios, es otro.

“Amor” pretende jugar también a este escondite, pero, aunque nos


encuentra mucho más duchxs, en su huida dialéctica su identidad
se vuelve farragosa, y nuestra perspicacia se extenúa. Pronto esta-
mos cansadxs de perseguir a un amor que siempre escapa porque
ha descubierto el truco de no fidelizarse a definición alguna. Nor-
malmente tenemos nuestras críticas construidas, nuestro escep-
ticismo, nuestros argumentos incontrovertibles. Pero el amor no
dudará en conducirnos a alguno de sus múltiples espacios alterna-
tivos; lugares familiares para otros donde nosotros disponemos de
menos experiencia y recursos argumentativos. Nos encontraremos
enseguida con ideas que no sabremos rebatir contundentemente.
Sobre nosotros recaerá, sin embargo, la obligación de agotar todos
estos espacios. Se nos pedirá ser infalibles en la crítica al amor.
Si algún argumento, algún tipo de amor, no queda perfectamente
desarticulado, se constituirá en la cepa de la que el amor volverá a
brotar como una enredadera bulímica, listo para ocupar el mundo
entero de nuevo, aun sabiendo que, a la primera confrontación,
tendrá que regurgitar gran parte de él.

Este comportamiento, en un combate justo, significaría la deslegi-


timación inmediata del amor. Pero los jueces están de parte de su
subsistencia. Para ellos está en juego un valor estructural de nues-

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tro sistema sociocultural, y su resurrección sin fin, producto del
simple deseo de afirmar la fe en él, se considerará tramposamente
prueba suficiente de que no existe contra él una crítica verdadera-
mente seria.
Volvamos a las defensas lógicas del dios inespecífico, creador, de
siempre.

El defensor de la existencia de dios nos dirá que su inexistencia


no puede ser probada. Sabemos que la prueba de la inexistencia
de dios es su infinita incomparecencia. En términos estrictamente
probabilísticos, cabe la posibilidad, una entre infinito, de que, aun
existiendo, no hayamos tenido todavía la suerte de encontrarnos
ni con él ni con una huella indiscutible de su presencia. A esa po-
sibilidad infinitamente pequeña de que exista algo que jamás haya-
mos encontrado hay que añadirle la de que, una vez que aparezca,
pueda justificar su ausencia conservando la naturaleza que se le
atribuye. Lo lógico a todas luces es que, si dios existe y no lo ve-
mos, tenga para ello razones más comprensibles que su deseo de
respetar nuestra libertad para creer. Su incapacidad para contro-
lar nuestra voluntad incluso haciendo uso de todo su poder, por
ejemplo. O, simplemente, su lejanía. Tal vez dios no tenga el poder
de la omnipresencia y, aunque acude presto a nuestra llamada, aún
no le ha dado tiempo a llegar desde los confines de universo.

Sabemos que una posibilidad tan extremadamente minúscula de


que dios sea, y de que su ser sea el de dios, no puede equipararse
con la opción contraria, es decir, la extremadamente mayúscula
posibilidad de que dios no sea, o su ser no sea el de dios. Existe
una posibilidad, siempre decreciente hasta lo ilocalizable, de que
dios exista. Sabemos que esa posibilidad es despreciable en térmi-
nos lógicos y, sobre todo, éticos. Es estúpido seguir dando impor-
tancia a una posibilidad casi inexistente, sería el enunciado lógico.
Es irresponsable, es ilegítimo, es malo, sería el enunciado ético.

Pero hay algo que transformar en esta argumentación para apli-


carla sobre el concepto divinizado de amor. Es cierto que resulta

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más fácil encontrar una relación de pareja que se ajuste en alguna
medida a lo que el amor enuncia de sí mismo que una prueba
de la existencia de dios. Pero, si somos rigurosos con el análisis
de dicho funcionamiento, si lo contextualizamos en el sistema de
clases y patriarcal en el que se despliega, la correspondencia entre
el discurso del amor y la gozosa realidad que debería seguirle se
vuelve casi inexistente. Sin embargo, ¡qué opulencia en la casuís-
tica contraria! ¡Qué generosidad en las averías! ¡Qué profusión de
ejemplos de todo tipo de fallos, en su gran mayoría tan lógicos, tan
previsibles, tan útiles para colegir las razones que los producen,
inherentes a la naturaleza del amor!

La base de datos que el amor nos proporciona obliga a concluir su


disfuncionalidad. Lo único que nos separa de la afirmación defini-
tiva de esa disfuncionalidad es dar el paso de contemplarla como
tesis posible. Una reflexión ética elemental nos recuerda que no
existe el limbo de la acción, donde la acción se para y la responsa-
bilidad se suspende. La inacción también es acción, y dejar que la
improbabilísima tesis de que el amor sea una buena idea perdure
como guía de la acción es un acto de irresponsabilidad culposa.
De la evidencia de que un mal funcionamiento del amor es incom-
parablemente más probable que un buen funcionamiento, debe
seguirse, o bien el rechazo al amor, o bien la asunción de la res-
ponsabilidad del daño causado por él.

El amor es, por tanto, otro dios tan improbable que sólo debe
merecer nuestro desprecio.

Y, si no crees en dios, ¿en qué crees?

Este razonamiento ya nos resulta primitivo cuando se enfrenta


al ateísmo, y nos parece un evidente reconocimiento de la falta
de fe. Creer en dios para creer en algo es ponerse del lado de la
mentira por molicie, de modo que se trata de un problema moral
de nuevo elemental. Se cree en la verdad porque es verdad, porque
debe haber una relación indisoluble entre la verdad y la creencia

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(si no se utiliza el término “creer” en el sentido, precisamente,
de “fe”, es decir, “creer lo increíble”) y porque actuar desde una
creencia equivocada, por amarga que ésta fuere, aporta un control
de la situación que la falsa creencia no permite. La falsa creencia es
dependencia del azar (y, en realidad, de quien genera la creencia),
y sólo reporta como ventaja el olvido del problema hasta que la
realidad decida irrumpir en nuestra provisional comodidad.

Debe reconocerse que el amor tiene las fortificaciones más intac-


tas que el dios creador, y que el argumento “mejor el amor que
nada” resulta aún conmovedor. Pero no deja de ser una contradic-
ción que debería agotarse en sí misma. “Mejor la mentira que la
verdad” es fácilmente reductible a “mejor lo peor que lo mejor”.
Es obvio que lo instituido posee un poder de atracción, y que lo
nuevo desalienta con su inexistencia de inicio. Confundir lo exis-
tente con lo bueno y lo inexistente con lo malo es, lógicamente,
entregarse al statu quo; a ese movimiento, esa acción, tan cargada
de responsabilidad, decía más arriba, como cualquier otra, que es
la inacción.

Como queda de nuevo en evidencia, la gran mayoría de los argu-


mentos en defensa del amor se disuelven en una lógica muy senci-
lla. Si no lo hacen habitualmente no es porque el amor tenga una
complejidad ideológica difícil de conquistar, sino porque el pensa-
miento está censurado en el ámbito del amor. Intentad pensar en
público sobre el amor. Es el mejor medio para generar rechazo y
violencia. No será difícil recibir el mensaje de que “sobre el amor
no se debe pensar”.

Se nos dirá, entonces, que la agamia es decantarse por un vacío


bueno en detrimento de un lleno malo. Mediante la dialéctica de
lo lleno y lo vacío (no es que la agamia nos deje sin esperanza, ¡es
que nos deja sin realidad!), el amor intenta atemorizarnos de nue-
vo: “Cuidado con rechazarme, porque fuera de mí no hay nada”.
Sin embargo, la agamia, en su definición más general, sólo es el
rechazo del “gamos”, de la unión matrimonial. El amor agluti-

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na en una sola pieza mastodóntica un sinnúmero de aspectos de
la vida social, privada e íntima, que la agamia libera para su uso
consciente. Nada se pierde por el camino, salvo una determinada
configuración de esos elementos que ha demostrado sobradamen-
te ser perniciosa y generar subproductos altamente tóxicos. Lógi-
camente, los caminos de la agamia apenas están aún trazados. Pero
la imagen de punto muerto en el que nos encontramos al rechazar
al amor sólo es un fantasma con el que él se defiende. La agamia
no es un vacío afectivo, sexual o familiar, sino una organización
diferente, no amorosa, no preestablecida, de estos elementos.

El amor pretende succionar en su espacio la existencia entera.


Todo es amor y nada queda fuera del amor, de modo que si recha-
zas al amor estás vacío.

Vulgar discurso de predicador.

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La experiencia del amor

Para nuestra sorpresa y, sobre todo, frustración, el amor no se vive


como nos lo cuentan. Somos obligadxs por la experiencia a elabo-
rar nuestra propia teoría, y ahí aparece ese sacrílego politeísmo al
que me refería más arriba.

Aunque nos topamos con todo tipo de reticencias a la hora de


decir qué es el amor (parece que definir el amor fuera un pecado,
como lo es definir a dios, en tanto que se lo limita) la versión más
popular, cuando logramos meternos en faena, es la de que se trata
de un sentimiento.

No podemos conformarnos, sin embargo, con una meta tan


próxima, porque no existe acuerdo sobre cuál es el sentimiento al
que nos estamos refiriendo. Unxs dirán que es pasión, otrxs dirán
que afecto profundo, otrxs que agonía. En realidad, casi todo el
mundo acepta la idea de que el resto de los sentimientos de los que
se habla al referirnos al amor también tienen que ver con el amor,
aunque no sean los más importantes en nuestra experiencia ni los
que le dan nombre: El amor es lo que yo siento, más lo que sienta
cualquiera. Pero ni la cultura popular, ni la ideología del amor, ni,
en muchas ocasiones, siquiera las opiniones profesionales, deciden
llegar más allá.

 Hay que decir, por lo tanto, que el amor es, al menos, un conjunto
de sentimientos. La cosa parece que se complica, pero en realidad
se ha simplificado: ahora ya sabemos que la definición del senti-

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miento único, la más frecuente, es incompleta. Una menos.

Es cómodo esto de definir por acumulación, porque nuestra cul-


tura es muy propensa a la tolerancia intelectual, para dejar hacer
a la intolerancia práctica: piensa lo que quieras mientras no me
obligues a replantearme lo que pienso yo. Negar se considera una
impertinencia, de modo que los consensos se forman mediante la
suma, no el contraste, de las opiniones: todo es verdad siempre
que alguien opine que es verdad. Sigamos, aunque nos señalen con
el dedo, por ese camino tan llano de ir eliminando uno a uno cada
lugar común contradictorio que surge al paso. Pronto descubrire-
mos que el bosque era un decorado.

Sabemos que los sentimientos están vinculados a una interpre-


tación de la realidad. No es éste el lugar para analizar el nivel de
conciencia en el que se produce cada una de esas interpretaciones,
ni la complejidad del proceso que conduce a la toma de conciencia
de que se siente algo determinado. Valga decir que sentimos algo
porque entendemos, en un lugar más o menos accesible de nues-
tro pensamiento, que hay razón para sentirlo, y que estas dos co-
sas, lo que sentimos y su razón de ser, son inseparables. Sentimos
miedo, por ejemplo, porque interpretamos que una cosa determi-
nada constituye una amenaza. En realidad, llamamos sentimiento
a un conjunto así cuando lo que nos interesa es la parte emocional
del mismo.

Decir que el amor implica varios sentimientos es, por lo tanto,


constituirlo de tres grupos de cosas: dichos sentimientos o emo-
ciones, los juicios que las acompañan y las cosas a las que se refie-
ren estos juicios. En el ejemplo: el miedo, la cosa temida y, ésta es
la clave, el juicio de que dicha cosa debe ser temida.

Parecen demasiados elementos, pero no nos angustiemos; de mo-


mento están bien ordenados. Además, son sólo conjuntos de tres,
siempre los mismos, aunque cambie su contenido.

El juicio es la pieza libre del proceso. Al decir “libre” no me refie-

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ro, como es lógico, a que yo pueda elegir mi juicio. Si pienso que
un hecho merece ira, será éste mi juicio. Del mismo modo ocurrirá
a la inversa: Si siento ira debe ser porque he juzgado, sea conscien-
te o no, que un hecho la merece. La libertad del juicio consiste en
que se trata, precisamente, de un juicio. Es la parte del proceso en
que puede intervenir la razón consciente en busca de lo verdadero.

Libre, por tanto, en tanto que es moral o, por decirlo de otro


modo, libre de elegir entre lo verdadero y lo falso.

La conciencia juzga lo que cree verdad, o llega con la verdad a


un compromiso que puede tolerar. No puede inventarse un jui-
cio para cambiar un sentimiento (al menos no con un resultado
idéntico al producido por una mentira), y no puede inhibir un
sentimiento que corresponde a un juicio que ya ha formado. Pero
puede comprobar. Puede plantearse si un determinado sentimien-
to no parece la consecuencia lógica de la identificación de una
cosa. Si, ante algo determinado, no hay razón para sentir así. Pue-
de mejorar, y puede procurar aproximarse a lo verdadero. Por eso
es libre. Pero también puede ser influida, manipulada y engañada.
Incluso puede ser víctima del más radical de los engaños: Se le
puede decir, como, por ejemplo, hace el amor, que no exis-
te, que carece de papel, y entonces ella juzgará que no está,
que no puede hacer nada, y que lo que siente es producto
inevitable de las circunstancias. Pero, en última instancia, será
ella la que haya llegado a esta conclusión. La incomparecencia será
también fruto de su libertad.

Demos un paso más. Este conjunto de juicios que son la definición


del amor, con sus correspondientes sentimientos, aparentemente
casi incompatibles, no lo son desde el punto de vista práctico. Su
incompatibilidad es sincrónica: Quien siente el amor como paz no
puede sentirlo como angustia… ¡en ese momento! Sin embargo, la
compatibilidad aparece a lo largo de la línea temporal, asociando
distintos momentos a sentimientos distintos, todos ellos experi-
mentados dentro del marco de la relación amorosa. Esos momen-

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tos van cambiando y formando una historia, una especie de reali-
zación aberrante, horrenda y, en su mayor parte, común a todos,
de la fantasía amorosa (conocemos gente, nos enamoramos, tene-
mos relaciones, se rompen, tenemos otras más profundas, forma-
mos parejas, también se rompen, tenemos hijos, etc, etc…).

Vemos que los juicios-sentimiento en que se basa la definición de


“amor” se ordenan en una línea de tiempo, como en una pelícu-
la, y cada individuo recorre esa película de manera más o menos
completa, pasando por todas las fases del amor, y completando
con ello su condición de persona que siente el amor. A todos estos
juicios-sentimientos acompañará una determinada acción o con-
junto de acciones facilitadas por cada uno de ellos. De sentir el
amor se pasa a actuar en consecuencia, como el sentimiento dicta,
es decir, a “vivir el amor”.

En toda esta vivencia se ha ocultado que, tras los sentimientos que


conducían a acciones, había juicios que determinaban los senti-
mientos. Estos juicios, que el amor sume activamente en el olvi-
do, son conformados ideológicamente. El amor convence, per-
suade, y hace olvidar su persuasión, remitiéndose después a
los sentimientos que con su persuasión suscita. Así, cuando
actuamos movidos por estos juicios, lo hacemos convencidos de
que carecemos de alternativa, y de que a lo largo de nuestra vida la
ausencia de alternativa se sucede hasta el final.

Por eso el amor se vive como una historia. Una historia en la


que se suceden unas experiencias determinadas cuya iden-
tificación lleva a unos juicios determinados que producen
unos determinados sentimientos que conducirán a determi-
nadas acciones correspondientes a la siguiente parte de la
historia. Añádase a esto que, en cada uno de esos episodios, la
persona valora que se encuentra en el momento característico y
definitorio del amor, olvidando el pasado y careciendo de capaci-
dad para prever un futuro que es evidente a partir de lo que obser-
va a su alrededor y de lo que puede deducir de su propia biografía.

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La agamia considera que el amor es una historia construida me-
diante el engaño, en la que el individuo se siente siempre incapaz
de tomar las riendas, o simplemente desconoce que dispone de
rienda alguna. Considera que es una sucesión de acontecimientos
condicionados por emociones que son sucesivamente inducidas
por la propaganda ideológica del sistema en la forma del sub-
sistema ideológico del amor. Por eso, la agamia llama al amor
“guión ciego”: Porque es una historia en la que la/el actriz/actor
no sabe cuál será la próxima escena y nada puede hacer por pre-
pararla. Su misma interpretación le viene dada. Es un/a actor/riz
que se ve actuar como si la película estuviera rodada desde el prin-
cipio. Y él/la no lo sabe. Él/la va cada día a trabajar pensando que
ya conoce el texto, que ha decidido que el texto le interesa, que lo
va a adaptar, a hacerlo suyo, a darle la forma que mejor sirve para
aprovechar sus condiciones, y que tiene una idea precisa de en qué
va a consistir su interpretación. Pero, a medida que actúa, el texto
es sustituido y se ve forzadx a interpretar uno distinto, con el que
no está de acuerdo y cuyo rodaje nunca habría firmado, pero que
no sabe ya cómo evitar.

Por eso la agamia, que pretende ser una buena manera de esta-
blecer relaciones entre las personas, rechaza al guión ciego, sin
libertad, del amor.

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El amor “amor”

El sistema socioeconómico en el que vivimos organiza la repro-


ducción mediante el establecimiento de familias nucleares. Dichas
familias conforman una unidad económica y sexual que se encar-
ga de su propia manutención y la de los hijos que procrean. Las
condiciones inhumanas a las que el sistema somete a estas
familias, sobre todo si llegan a tener hijos, produce un recha-
zo generalizado a su formación, especialmente por parte de
los varones, que disponen de mayor autonomía económica
previa, encuentran su nivel de vida más deteriorado por la
formación de la familia y están, además, menos expuestos
al márketin complementario de la parentalidad. Para con-
trarrestar este rechazo, el sistema genera todo un subsiste-
ma ideológico de márketin de la pareja mediante el que se
procura convencer de que ésta proporciona extraordinarias
compensaciones sentimentales subjetivas. Ese subsistema
ideológico es el amor.

El amor, por lo tanto, desde el punto de vista sociológico, es un


subsistema ideológico que dimana del sistema socioeconó-
mico, y cuya función es sacrificar a los individuos, en favor
de la reproducción social (que no coincide con la de la espe-
cie), a través de la formación de pozos existenciales llama-
dos “familias”.

Es curioso constatar que el único argumento verdaderamente só-


lido a favor del amor, sólo esgrimido por opiniones netamente

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conservadoras, es que sin él no se formarían familias. Cuando la
formación de una familia es el sentido de la vida y un bien defini-
tivo en sí mismo, el amor adquiere su sentido último y verdadero.
En tanto que se rechace la necesidad de que el individuo sea en-
gañado para ser esclavizado mediante su subsunción a la unidad
familiar, el amor pierde su función y debe ser rechazado con ella.

Desde el punto de vista de la experiencia individual, como se ha


explicado ya, el amor consiste en un guión ciego, es decir, un com-
puesto heterogéneo de elementos que dan como resultado el se-
guimiento de una historia prescrita cuyo protagonista interpreta
engañado, guiado por pautas distintas a las originales, escritas por
el discurso que el amor ofrece sobre sí mismo, y que siempre le
resultarán esquivas, hasta el cumplimiento de su función repro-
ductora. Una vez realizada esta función, el guión termina abrupta-
mente y el individuo queda vacío de sentido, fuera del mundo del
amor, desechado por él, y acabado para la socialización sexosen-
timental.

Al descubrir la función social del amor comprendemos esa expe-


riencia individual, y rechazamos al amor también desde esa pers-
pectiva, desde esa definición de guión ciego enajenante, así como
desde aquella que lo hacía presentarse a sí mismo como la forma
natural de realización personal y el máximo bien moral.

Éste es, de modo muy resumido, el verdadero significado del


término “amor” en nuestra cultura, y es éste amor el que la agamia
rechaza. Pero debe entenderse la relación de subordinación que
el resto de los “amores” mantienen con este amor central y
sustancial. Tanto los amores de pareja no tradicional, como los
amores afectivos familiares (especialmente los m/paternofiliales)
o los amores espirituales, beben de la fuente irracionalista del amor
formador de pareja, y utilizan el recurso de la exaltación afectiva
para ocultar el sometimiento a una cultura sentimental enajenante.

Por eso, el rechazo del amor es el rechazo de todos los amo-

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res. La mejor estrategia es no dividir al amor, de modo que sea
más sencillo eliminarlo por completo. Reformar al amor es, por
el contrario, una operación muy poco práctica, pues requiere de
una trabajosísima cirugía cuyo producto pierde claridad y queda
a expensas de reincidir en su contaminación. Además, ¿para qué?

Para disfrutar del mejor argumento en favor de su abandono, debe


entenderse que el amor es el producto creado para esta fase de
la reproducción social; que es su razón de ser; que es su sustan-
cia. No hay forma de salvar el amor sin separarlo de su sus-
tancia, es decir, sin convertirlo en otra cosa que ya no sería
amor. Por esta razón, la crítica a un tipo de amor se transforma
en rechazo al amor, sin intento alguno de corregir, enmendar o
rehacer al amor en un amor mejor.

Mejor que cualquier mejora al amor es el no amor.

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Si te interesa leer más sobre agamia te recomendamos hecharle un
vistazo a:

http://www.agamia.es

http://www.contraelamor.com
El rechazo al amor es un principio fundamental de la
agamia, y en este texto encontraras algunos acerca-
mientos teóricos de por que rechazar el amor.

No se trata de rechazar las relaciones afectivas ni mu-


cho menos reprimir sentimientos, se trata de descubrir
un mundo nuevo lleno de posibilidades y sin limites.

“Por un lado está lo existente, con sus costumbres


y certezas. Y de certezas, este veneno social se
muere.

Por el otro lado está la,insurrección, lo desconocido


que interrumpe en la vida de todxs. El posible
inicio de una practica exagerada de libertad.”

- Ai Ferri Corti

El amor es lo existente... el rechazo a el, la


insurrección...

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