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Un caso clínico de Acompañamiento Terapéutico: Mi primer paciente “Juan”

PIA MARTINA·MIÉRCOLES, 22 DE MARZO DE 2017

Caso Clínico de Acompañamiento Terapéutico llevado a cabo por la Lic. Pía Roldán Viesti y
presentado en el Ateneo Clínico del Hospital Borda el miércoles 23/12/16 en la Ciudad de
Buenos Aires.
Objetivos: Hacer concientizar sobre la importancia de la inserción del AT en Patologías Graves

Juan es un paciente con diagnóstico de Trastorno Esquizoafectivo, que rondaba entonces los
50 años, contando con un historial de internaciones desde sus 18. En primer lugar no sabía lo
que era un Trastorno Esquizoafectivo… Leía psiquiatría clásica, intentaba hacer un diagnóstico
diferencial con Esquizofrenia residual y caía siempre en la descripción de manuales como el
DSM…

Para un psicoanalista, leer algo tan simple como el DSM es toparse con un reduccionismo que
se puede hacer insoportable. Después de noches de leer y leer, comencé a entender por
dónde podía venir ese “trastorno”. No era la psicosis que te inculcan en las descripciones de la
Facultad (no había alucinaciones, no había delirios, no había desorganización marcada en el
lenguaje), había intentos de suicidio pero no era Melancolía, faltaba la autoagresión, el
discurso particular del melancólico, faltaba lo que Freud define como clave para diferenciar
duelo y melancolía “la falta de sentimiento de sí”… Así entendí lo que era una Esquizofrenia, la
mente dividida, la ausencia de lo volitivo, la presencia de lo cognitivo… las fases de Conrad
cuando menciona la esquizofrenia incipiente para diferenciarla de la que evoluciona por
brotes… Pero sobre todo, la singularidad… Lo imposible de dar a todos el mismo tratamiento o
la misma lectura.

Cuando uno comienza a trabajar con pacientes que presentan predominantemente


sintomatología negativa, pero que están “compensados”, y no nos hace topar con lo bizarro y
extravagante de las psicosis, lo cierto es que tambaleamos un poco y ese tambaleo moviliza
nuestro “querer saber”.

Es ahí cuando, al menos yo, tomé dimensión de que trabajar desde el rol de Acompañante
Terapéutico es aún más comprometido, dificultoso y arriesgado que trabajar en consultorio.
También dimensioné que la Facultad de Psicología no prepara a nadie para poder trabajar de
buenas a primeras con patologías mentales graves.

¿Qué hacer entonces? No nos queda otra opción más que pensar detenidamente en qué
tácticas y estrategias poner en juego para intervenir. Tácticas que no se aprenden en la
Universidad… Estrategias que hay que inventar y reinventar cada día, a medida que las
intervenciones nos van haciendo comprender aquello que leímos en la materia esa que no nos
gustó, o eso que dijo tal autor que solo repetíamos para poder aprobar un final.

El psicoanálisis se aprende por insight… Se aprende en la práctica.

Esto significa, ni más ni menos, que pensar al paciente, escucharlo, desenmarañar su historia,
conocerlo, esforzarnos mucho.

Eso fue lo que pasó con Juan. En el afán -como psicóloga recién recibida- de aplicar lo
aprendido, intentaba encontrar un discurso… encontrar la conflictiva edípica… encontrar eso
para interpretar como Freud. Esto no pasa con la psicosis.
Su historia era contada de manera desorganizada; aparecía en seguida lo trans-generacional,
quiero decir, lo ominoso de lo familiar… y emergía allí un esbozo de sujeto oscilando siempre
entre el ser-nada y ser-objeto de una madre que imponía una ley caprichosa que-por si fuera
poco- permitía y promovía el incesto.

La imagen paterna era apenas la descripción de una foto que puede realizar un niño,
intentando encontrar insignias fálicas en objetos sobrevalorados por Juan, lo cual hacía de
indicio de la falta de transmisión simbólica, de la desestima del significante del Nombre del
Padre… Me refiero a la descripción de lo puramente imaginario como el color de piel, de los
ojos, la altura, la ropa, etc. Ya esto me daba indicios de la falencia en cuanto a la articulación
del registro Real, Imaginario y Simbólico operando como estructurante del psiquismo. Y esto
me hacía entender que no podía hacer otra cosa más que un Acompañamiento Terapéutico:
ser testigo, nunca oráculo, nunca ese Otro que reproduce a ese Otro aplastante que no
permitió una subjetivación suficiente, introduciéndolo al discurso en vez de al lenguaje.

Una hermana lo visitaba después de sus reiterados intentos de suicidio, y contarme sobre ella
abrió la puerta hacia muchísimas conexiones con significantes pegoteados y faltantes que –con
el tiempo- pudieron despegarse, resignificarse y hasta inscribirse, dando así una “tercera pata”
a ese taburete que no paraba de amenazar con caerse.

Sus caídas no eran muy escandalosas, y generalmente no iban más allá de musitaciones en
torno al querer matarse y berrinches silenciosos que decantaban en días y días de no salir de la
cama. El deseo muerto caracterizaba a las “descompensaciones” de Juan. Ni siquiera podía
hacer algo más con ese malestar (no podría llamarlo angustia ya que técnicamente es impropio
hablar de angustia en la psicosis).

Sin saber cómo, poco a poco empecé a ser su Acompañante Terapéutica, ya que me ubiqué
como esa persona que lo escuchaba sin interpretar y sin intervenir, hasta tanto empecé a
notar lo inevitable de la lectura “psi” en lo que se dice y se hace.

Juan hizo un comentario que me disparó muchos pensamientos, así como al equipo de
supervisión: “estoy enamorado de vos, porque sos igual a mi hermana… por el pelo”. Lo
primero que pensé es como aparecía la no-inscripción del tabú estructurante del incesto
cuando me comentaba que el motivo de su enamoramiento –obvio para su cosmovisión- era
mi parecido con su hermana, el que –además- se manifestaba solamente por un rasgo: el color
de pelo.

Llegado un cierto momento me choqué con algo de lo Real de la transferencia que empezó a
ser insoportable: su enamoramiento se convirtió en erotomanía, como es esperable en las
psicosis. Vayamos a algo teórico: es aquí donde marco la diferencia entre una transferencia
hostil –caracterizada por una sexualización del vínculo- y una erotomanía, característica en las
psicosis, donde la proyección en el otro está en juego, y donde la línea que separa el “ella me
ama” del “ella me persigue” se puede desdibujar en cuestión de semanas.

Se manifestaba en una certeza en cuanto a mis sentimientos por él que –llevado a las escenas-
generaba que todo dicho/comentario/mirada se le convirtiera en “signo” (no símbolo) de
nuestro compromiso. Intentos de abrazos, falta de pudor, comentarios explícitamente
sexuales, sueños aberrantes, etc. Fueron el comienzo de algo que tuve que parar
necesariamente, porque así suele ser el vínculo con la psicosis.
El postulado fundamental que me llevé como aprendizaje para idear una forma de trabajar
cuando se es Acompañante Terapéutico, fue que todo vínculo con la psicosis lleva –
necesariamente- a algún polo de algo. Es muy delicado poder mantener un vínculo abstinente
sin que sea sentido como desinterés y dé como resultado la imposibilidad de crear una alianza
y, al mismo tiempo, es casi imposible mantener un vínculo o esa alianza sin intervenir para
poner un poco de coto al goce irrefrenable.

Así fue que cuando llegué la vez siguiente al hospital, lo primero que hice fue mostrarme en
falta para ver en qué lugar se ubicaba, o qué rol sabía desplegar ante esa situación con el
Otro/otro. Le comenté, sin más ni menos, que estaba cansada y que esa vez él tendría que
colaborar más. La literalidad psicótica emergió: se sentó en el mismo asiento donde yo lo
invitaba a él a conversar, me compró un café a su cuenta (todo lo que yo hacía con él), y fue el
comienzo de algo distinto.

Me empezó a preguntar por mi vida personal y aproveché para ayudarlo a construir algunas
legalidades: le expliqué que no debía preguntarle a las otras personas sobre su vida íntima y
sexual, que no estaba mal preguntárselo para sí mismo, pero era descortés preguntarlo de
manera directa. A partir de esto comenzó a deducir otras cosas que supuso que – por lo tanto-
tampoco debían hacerse: como tener prácticas sexuales en público, por ejemplo, ir al baño con
la puerta abierta, etc.

Problematizó algo de su comportamiento y me preguntó qué iba a hacer con los sueños y
pensamientos que lo invadían y que eran de contenido sexual (relacionados a mí).

Le contesté que íbamos a trabajar de una manera muy fácil: iba a escribir esos sueños y
pensamientos en una hoja destinados a la “Psicologa-de-la-que-estaba-enamorado”, y una vez
volcados en el papel iba a escribir otras cosas destinadas a la otra parte de mí: “la amiga-
acompañante”.

La próxima vez me trajo dos escritos: uno de media carilla destinado a la amiga-acompañante,
y otro de 5 carillas donde se podían leer todo tipo de despligues sexuales que –además- no
eran otra cosa más que traducciones de esas escenas que presenciaba con sus hermanas y su
mamá, dueñas del prostíbulo donde vivía Juan.

Fue así que poco a poco los escritos a la “amiga-acompañante” fueron más largos, y
comenzaron a acotarse los escritos a la “psicologa-sexualizada”, hasta que después de casi un
año llegó algo nuevo, que se plasmó en las siguientes palabras: “tengo algo que contarte: no
estoy más enamorado de vos, me di cuenta de que te quiero más como una amiga que como
una mujer”.

A partir de ese día, curiosamente, Juan comenzó a sentirse incómodo si yo invitaba al café,
pero el problema estaba en que -según él- como “ya no me estaba chamuyando”, no quería
gastar su plata tampoco (no aclaré que hubo un momento en el que intentaba conquistarme
comprando café para mí cuando llegaba).

Allí operó la siguiente intervención, donde le comenté que si queríamos ser


amigos/compañeros íbamos a tener que hacer un trato: un día pagaba yo, y a la semana
siguiente pagaba él. Le pareció justo.

Pasado el tiempo (alrededor de unos 6 meses) me propuso “pagar a medias”, en vez de hacer
una “vuelta” cada uno, cada semana. Esto surgió a raíz de una semana en la que me ausenté y
esa falta en lo Real movilizó en Juan, algún tipo de operación psíquica que marcó una gran
diferencia en su cotidianeidad: conseguir cambio antes que yo llegue, por ejemplo, lo cual
produjo que durante toda la semana juntara billetes o monedas chicas, o que pida cambio a la
entrada del hospital, etc. Movilizó esto el lazo social.

Mi vínculo cotidiano con Juan duró 3 años, hasta que me dijo: “andá a tu casa, yo ya sé que sos
mi amiga aunque no vengas todos los días”. No hace falta explicar que esto implicó el haber
logrado una representación diferente de la figura de su Acompañante, una “imago” diferente
de la mujer, y un reconocimiento del género como algo más que un objeto sexual o una madre
caprichosa que lo ubica a él como objeto. Es decir: tener vínculo no implica que uno sea el
objeto del otro. Le permitió, esto mismo, poner en palabras un razonamiento absolutamente
ajustado a la realidad, adulto y empático.

El verdadero trabajo duró casi 4 años, con una frecuencia de 3 horas semanales a solas y 2
horas semanales que compartía con él coordinando un taller. Las intervenciones fueron
simples, pero precisas y desde un saber, en mi caso, psicoanalítico.

¿Qué es de Juan hoy? A veces lo veo, compartimos unas charlas amistosas, nunca más fue
grosero en sus comentarios, algunas nuevas concurrentes me comentan que no tiene esos
rasgos perversos que lo estigmatizaban en los informes que llegaban de él. Además de esto,
cada vez que nos vemos, es ritual nuestro, compartir a medias un café.

Es por esta experiencia, como muchas otras, que se nos convoca a fomentar la inserción del
Acompañamiento Terapéutico, como una disciplina importantísima a la hora de trabajar con
psicosis y con pacientes crónicos. Nada de lo que sostuvo este tiempo a Juan hubiera sido
posible desde otras posiciones, o inclusive desde una posición de analista. El lugar a donde uno
llega, en la psicosis, cuando no se reproduce el vínculo jerárquico que –probablemente- tenga
bastante en común con aquel vínculo primordial que lo enfermó, es mucho más preciso y
mucho más profundo.

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