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Apenas una chispa en la insondable oscuridad

Las cosas se desencadenan en tiempo real. Todo lo que ha sucedido es pasado, es decir nada,
cosas que ya no están (si no están es porque nunca estuvieron).

Toda la verdad, J. J. Becerra, 2010.

Invisible y omnipresente, el tiempo es la materia prima del texto polifónico de Juan José
Becerra.1 Podríamos corregir: todos los tiempos posibles intentan narrar y ser narrados por la
ambiciosa novela que comienza a deshilvanar su sentido desde la propuesta del título: el
espectáculo implica, antes de la lectura y más aún después de ella, la percepción múltiple de
las diversas formas en las que el tiempo atraviesa nuestras historias personales con las del
mundo y el universo; la escritura es, como en el brillante esfuerzo de Saer, una obsesión por
decir lo real del tiempo, por husmear en todos los rincones donde se oculten sus modos y
variables, conociendo la infructuosidad del logro, la imposible proeza de las afirmaciones
definitivas, pero entendiendo, tanto en el programa saeriano como en la narrativa en progreso
de Becerra, que justamente esa prefiguración del fracaso constituye la posibilidad de la
construcción literaria.

A esa mirada espectacular y melancólica que la novela propone sobre las cosas del
pasado se le contrapone (…) la inscripción repetida de una voz en presente.

El espectáculo de la novela se despliega entonces como la narrativa de una mirada sobre el


pasado personal en un espacio gravitacional: Junín. Todos los capítulos están fechados con
años que acercan memorias familiares, amorosas o sociales del narrador pero la cronología
desobedece su orden (una autobiografía que escamotea las certezas biográficas). La
disrupción avanza también hacia atrás (se retoman sucesos de décadas o siglos anteriores o se
refieren historias sin aparente relación) y hacia adelante (el año 2067). Una segunda parte
describe el Big Bang y el Big Crunch, puntos límites del recorrido del tiempo y bóveda sideral
en donde la historia del hombre o de un hombre, que la novela pretende en vano microscopiar
en casi quinientas páginas, es entrevista como “una chispa en la oscuridad”, como la
pulverización indefectible del deseo y la voluntad de ser.

El relato de Hossinger (astronauta argentino que triunfó en la Nasa) en Junín repasa esa
mirada desde la cabina de una nave espacial y carga de significaciones la idea del vacío en el
que la historia de los hombres es un instante inatrapable:

Tenemos la sensación de que en cualquier momento vamos a desprendernos y seguir una ruta
hacia la oscuridad, que nos rodea y que es inmensa, tan inmensa que hemos decidido no
mirarla…

Hay miles de millones de personas moviéndose allá abajo, además de casa y edificios y rutas.
Y sin embargo desde aquí no vemos nada… de manera que podríamos llamar nada a esa
vastedad invisible que sabemos que hay allí…

Estoy viviendo el tiempo humano como algo insignificante, una chispa en la oscuridad.2

A esa mirada espectacular y melancólica que la novela propone sobre las cosas del pasado se
le contrapone, sorprendente y lúcida, la inscripción repetida de una voz en presente, una
metanarración que corrige, señala, disputa y se entromete en los registros de la narración del
pasado (cifra de la tradición novelesca) desde el parapeto de un “presente” textual:

Y aquí me detengo a decir una verdad. Este libro es un libro ya hecho sin ser, en verdad, un
libro terminado (un libro no se termina nunca). Estoy leyendo lo que escribí y veo que hay un
error: los obreros no subieron bastidores sino un bastidor.3

Desde esas intervenciones que se reiteran en varias zonas del relato —y que recuerdan a las
notas del comentador, de Arlt, en Los siete locos— nace y prolifera una resistencia a ese
modo de entender lo novelesco, una propuesta original sobre la construcción narrativa que
incluye una concepción del tiempo: contar los pormenores de la vida personal, vincular esas
pequeñas hazañas o fracasos con acontecimientos ajenos, ponerlos en la perspectiva universal
del acontecer y luego inventar un espacio escriturario para que el narrador actualice el tiempo
y los sentidos de la novela reafirmando su convicción (“un libro no se termina nunca”). La
historia sin afirmaciones y el tiempo inasible convierten en belleza (y en escritura) la
indefectible resolución disolutoria de su marcha.

Esta presunción se desarrolla con más claridad en el final de la novela, donde se relata una
poderosa tormenta en Junín, durante el inimaginable año 2067, con la significativa ausencia
de personajes en la zona del Club de Planeadores (sitio recurrente de la narración). La
descripción, de tono apocalíptico, da cuenta de la furia solitaria del viento: la presencia
humana es apenas una inminencia. Como en la visión del astronauta, se presiente pero no se
ve. Y el final, novelesco, vincula la nada con la belleza, pero el vacío que inventa el
despiadado huracán no tiene nombre, y sin nombre no hay continuidad del texto porque es
imposible contar.

Como suele decirse para resumir una catástrofe, no quedó nada. Nada que pudiese
considerarse entero, que conservara una forma o, al menos, la idea de una forma. Todo fue
cubierto de pasado y sobre el campo quedó, como única presencia, la belleza de la destrucción
total. Era un mundo nuevo de cosas sueltas, que no tenían nombre. A las ocho y diez regresó
la claridad, y con ella la calma.4

Esa idea de ruina como efecto irreversible del tiempo se disemina en todo el texto. Los
nacimientos, el sexo, los sucesos significativos o la creación artística, por ejemplo, son la
desesperada reacción de la vida, pero en la panorámica universal del tiempo (que se deja ver,
como espectáculo) la desintegración preside y decide; las fotos que Bárbara Rodríguez envía
por correo son repasadas por el narrador hasta que decide su destrucción:

No eran un gesto de censura contra el recuerdo sino el modo natural de regresar partículas de
tiempo al torrente del que se habían desprendido.5

De modo similar, la visión de un cuadro (la descripción remite a Turner) acompaña el


desvanecimiento de la relación de una pareja, atravesada por la fuga de los tiempos felices, la
contemplación de “la imagen de un naufragio en medio de un mar agitado por la tormenta”6
revisita la idea de una disolución visible, incontenible e inenarrable.

La noción de pulverización, que recorre el texto, alcanza extremos (la representación es


elástica en la narrativa de Becerra: se desliza sin cambios de marcha desde la minucia hasta la
desmesura, desde el ínfimo detalle personal hasta la visión cósmica; es lo que Alan Pauls ha
llamado “un narrador despótico”). Uno de esos bordes es la escena en la que Lorenzo Costa
recupera las cenizas de su novia fallecida y se unta el cuerpo desnudo con ella: en un mismo
gesto narrativo se reúnen el asco de la acción, la paranoia de la soledad y la aspiración
metafísica:

Vio la profundidad y la monotonía de esa materia y la idea de totalidad que se reflejaba en


ella, además de la revelación de que el mundo entero y todas las criaturas habían sido
construidos con ese polvo que también era el testimonio de su ruina.7

Las historias del narrador y de algunos de sus amigos se abren a la redacción de sucesos
alejados en el tiempo, que vienen a complementar los sentidos de lo narrado.

Tiempos múltiples

Desde una dinámica sorprendente y audaz, la estructura del texto oscila entre tiempos lentos y
vertiginosos, entre pasajes de condensación y expansión narrativa, entre percepciones
subjetivas y descripciones neutras. Pero no hay caos. El espectáculo del tiempo se parece pero
no es Rayuela: donde Cortázar se esfuerza para provocar la incoherencia creativa, Becerra
hilvana con naturalidad un orden casi imperceptible, un acomodo que se oculta en la
dislocación temporal: nuclea temáticas y vincula, sutilmente, algunos capítulos que se
retroalimentan; dispone tiempos de exasperación, morosidad y síntesis según un plan que
simula ser secreto y escurridizo, pero late detrás de la apariencia del desorden. Donde
Cortázar construye textos deslumbrantes que inventan a veces lenguajes nuevos para su
perpetuación, Becerra despliega la opacidad del lenguaje, la interrelación de narradores,
miradas y escenas cuyo dispositivo interno parece ser el silenciamiento, el apagado lento, la
persistente deconstrucción. Si en Rayuela, además, los capítulos son intersticios que ayudan a
imaginar un texto poroso, en El espectáculo del tiempo asistimos a episodios que suelen
cerrarse como cuentos perfectos junto a otros que simulan fragmentos de una novela plural.

Así, las historias del narrador y de algunos de sus amigos se abren a la redacción de sucesos
alejados en el tiempo, que vienen a complementar los sentidos de lo narrado: la historia de
Lumière, en 1985, cuando se habla del cine en Junín; la charla del astronauta Hossinger, en
Junín, antes del capítulo donde se describe el Big Bang; el texto sobre el casamiento de Perón
y Evita en Junín (una pieza notable en la comprensión simbólica del peronismo inicial) que se
cruza con la historia del padre, omnipresente en el texto; la erupción del Vesubio sobre
Pompeya, en el año 79, con texto de Plinio incluido, tendiendo puentes con una simple
referencia cotidiana de otro capítulo.

De notable solidez y resolución formal es el episodio de los niños amish asesinados en


Pensilvania en 2006; el hecho real es referido por un recorte de prensa, cruzado por el relato
literario del suceso —que desplaza detalles y significaciones— y por otro texto, de 1995, en el
que se reporta un abuso de otros niños. En el final del relato, los padres de las víctimas
deciden destruir la escuela, borrar todo vestigio del horror. La interrogación es, como en otras
zonas de la novela, acerca de la relación entre los objetos y el tiempo, entre la memoria y el
vacío de la regresión posible:

Tenían que borrar el progreso, que siempre fue una prueba del progreso del tiempo (por eso
los amish lo combatían), y retroceder hacia el origen mítico que borrara la tragedia, sin
admitir siquiera que la tragedia formaba parte del pasado. ¿Dónde iba a estar la tragedia si la
escuela ya no estaba? ¿En qué memoria física?8

Ocurre que la novela opera sobre las (im)posibilidades de contar y entender el tiempo desde
dos planos diferenciados y a la vez interdependientes: el tiempo ensídico (el del calendario,
recurrente y repetido, social y público, atado a los ciclos naturales) y el tiempo imaginario,
que es el de la significación, que se manifiesta en fiestas, rituales, aniversarios. Cornelius
Castoriadis avanza en el análisis de ese tiempo de la significatividad subrayando que “es el
tiempo del retorno perpetuamente recurrente de los antepasados, el tiempo de los avatares
intramundanos, de la Caída, la Prueba y la Salvación o, como en las sociedades modernas, el
tiempo del progreso indefinido”.9

Todas y cada una de las instancias mencionadas por el filósofo turco parecen tener referencia
y despliegue en la novela de Becerra, pero especialmente la idea de abrir la narración a un
tapiz en el que se insertan múltiples relatos conectados sin órdenes cronológicos pero
nucleados por intensidad temática y en él, como nudos o bornes, los sucesos significativos
que dibujan el sentido y la tensión del tiempo y de los hombres. Del tiempo ensídico del
almanaque da cuenta la descripción de la crónica, del tiempo imaginario o poético se encargan
la escritura, la creación, el sueño y el deseo. Esos dos aspectos también se cruzan y conviven
en el espacio literario.

Volviendo al “narrador despótico” de Becerra, esos cruces reaparecen cada vez que
terminamos de leer pasajes panorámicos, como el de Londres en 1752, fuera del tiempo por
decreto oficial, o mínimos, como los pormenores de los encuentros íntimos o el registro en
bruto de comunicaciones día a día con la pareja del momento: del relato que descansa en
formas más clásicas y en contenidos que contienen historias nucleares a otras que desarman y
desacoplan esas posibilidades para ofrecerse como constataciones obsesivas de la operación
mecánica del tiempo. La novela de Becerra experimenta, en la convivencia del mismo espacio
narrativo, esa tensión posible, ese territorio poco explorado en la producción literaria
argentina.

En uno de los límites que la arquitectura narrativa de Becerra propone aparece la descripción
del Big Bang y su evolución hacia el fin de todas las cosas en cuatro páginas (el vértigo
imposible de todo narrar); en el otro extremo, el moroso registro de la serie sexual (minuto a
minuto) de los videos caseros que se enumeran y detallan desde una neutralidad perceptiva
cercana a la indiferenciación. Sobre esta cuestión, la sexualidad devenida en rutina porno
gobernada por una cámara, Beatriz Sarlo escribe:

Cuando la transgresión se profesionaliza, y se la ejercita como rutina, demuestra que los


principios liberales se han impuesto pero al mismo tiempo pierde interés ideológico o
estético.10

Esos textos fragmentarios, breves y a la vez excesivos y redundantes, ponen en evidencia un


tiempo plano y lento que se ofrece como paréntesis que cierra, del otro lado, la referida
descripción cósmica del inicio y final del universo (que cifra en la aparición y desaparición
del tiempo su comienzo y fin). Dentro de ese paréntesis descomunal habitan todos los relatos
posibles, los pasados y los futuros, contados o silenciados, como en una máquina
macedoniana.11 La novela intenta decir esa multiplicidad y ese intento es la voluntad del
texto.
¿Cómo dar lugar, entonces, a todas las posibilidades de crear, decir o imaginar cuáles y cómo
son esos nudos de tiempo imaginario, esos sucesos significativos de la historia o de cada
historia? ¿Cómo hacer espacio para todas las miradas que construyen esa imaginación
múltiple, esas significaciones? La novela desea y propone sitios abiertos, inconclusos,
escrituras que no acaban y que recomienzan, lecturas diversas y dinámicas, pero esa
posibilidad de intentar decir y comprender “el espectáculo del tiempo” desde todas las
maneras posibles (sabiendo la imposibilidad de ese logro, como decíamos) solamente puede
producirse si el mundo carece de sentido: es la operación exasperada y maniática de la
escritura la que intentará aproximarse y construir los suyos.

Otra vez, la lucidez de Castoriadis:

Es solamente porque no hay significación intrínseca al mundo que los humanos deben y
pueden dotarlo de esa extraordinaria variedad de significaciones. Porque no hay ninguna voz
atronando detrás de las nubes y ningún lenguaje del Ser es que ha sido posible la historia.12

Porque no hay ninguna voz única brillando y atronando, quizás, ha sido posible la novela que
multiplica las voces opacas, silenciosas y dolientes de un pequeño universo urbano que la
inmensidad deja latir para que sea, apenas, una chispa en su insondable oscuridad.

Juan José Becerra: "Quería la relación más brutal con mi propia prosa"

El espectáculo del tiempo (Seix Barral), publicado hace pocos meses, fue su novela más
ambiciosa, con una escritura punzante, corrosiva y a la vez muy local

Lunes 18 de enero de 2016

Daniel Gigena

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LA NACION

Dice que en 2016 no publicará otra novela, pese a que tiene varias inéditas. "Voy a darle
tiempo a El espectáculo del tiempo (Seix Barral) para que haga su recorrido." Esa novela,
probablemente la mejor de su obra hasta el presente, combina aspectos de la autobiografía y
de la novela coral, articulados en clave fragmentaria. Ordenados de manera discontinua,
distintos años encabezan los capítulos: allí aparecen los avatares personales del narrador, la
relación con sus padres, sus amantes y amigos, algunos hechos vinculados con la sala de cine
que él, Juan Guerra, inaugura en Junín junto a otros episodios referidos a la historia del
séptimo arte, a circunstancias de personajes cercanos al narrador e incluso a reflexiones sobre
la propia escritura de la novela. Becerra es además periodista, y sus columnas se publican en
revistas y diarios. Un conjunto de esos textos polémicos salió en Patriotas, libro que en 2012
reunía semblanzas, similares a caricaturas críticas, de figuras públicas que hoy forman parte
de la administración del nuevo gobierno nacional. En ambos registros, la escritura de Becerra
se mantiene en tensión con la historia local: una tensión provista de un humorismo punzante y
una capacidad notable para decantar las aventuras de personajes reales e imaginarios en frases
de un clasicismo filtrado por la picardía criolla, el lenguaje del Río de la Plata y la ironía.
Si la desorganización fuese un plan, me da la sensación de que ése fue el plan para escribir
El espectáculo del tiempo, porque la trampa de escribir sobre el tiempo es escribir a favor del
tiempo, es decir, de la cronología, y yo no quería que el libro fuese cronológico. Me
interesaba más lo que me podía dar la desorganización, la pérdida, el olvido, eso y no
quedarse en hilachas colgando del relato. A la vez eso fue componiendo a su manera una
hipótesis sobre la experiencia, una hipótesis vital, no una teoría, un ensayo, sino más bien
sostener la idea de cómo pega el tiempo en uno, cómo produce daño, de cómo al mismo
tiempo eso es más o menos falso. Lo que quiero decir es que no sé si hay una relación con el
tiempo, para mí esta idea que se puede formular está en veremos, con esa idea salí yo del
libro: "Me metí con un libro para hablar del tiempo, pero no pasó nada".

Hay una astilla en la novela como género, y esa astilla es la autobiografía o el simulacro
autobiográfico. Me parecía que todo lo que uno puede vivir y contar no significa mucho si no
va conectado con otro flujo del tiempo. El tiempo biográfico de los personajes tiene una
relación invisible, pero muy tenaz con otras escalas del tiempo: el tiempo del universo, el
metafísico, el histórico; eso en algún momento está en el libro, por ejemplo, si una persona
siente que debe ser un pionero del cine en su pueblo, eso no comienza ahí, comienza como
mínimo con los hermanos Lumière. Nada de las cosas que sean inventadas por primera vez
ocurren por primera vez, lo que pasa es que las tradiciones están segmentadas y son bastante
engañosas en ese sentido.

Hay un problema en el escritor, y es que la lectura del escritor está fuera del libro; por lo
menos, no está dramatizada dentro del libro. Uno termina un libro y el lector, que es uno,
aparece cuando el libro está terminado, sin posibilidad de enmienda. Tres o cuatro años
después de terminar la novela hice algunas intervenciones en ella. Primero, para entrar en el
libro de manera transversal, para ver qué ocurría en ese momento y si esa página satisfacía mi
posición de lector. Lo que quería era que esa fuerza del escritor, cuando regresa a su lugar de
lector, estuviese presente y fuese una fuerza embargada por el desánimo, la fuerza que mueve
a una persona que está dando su fracaso. Creo que eso les pasa a todos los escritores que
terminan un libro. Quería que el escritor tuviese un derecho de lector sobre sí mismo dentro
del libro, y que esa operación lo defraudara, porque cuando el narrador hace esas
intervenciones piensa que no dice la verdad: esa derrota tiene que estar presente dentro del
libro.

Pienso en términos muy negativos sobre mis libros, cada libro que escribo me parece una
oportunidad que perdí. Me pasa siempre, y me olvido de ese libro, lo dejo atrás y pienso en el
próximo. No sé si El espectáculo del tiempo es el más logrado; a diferencia de los otros, es
más grande; los bloques que se mueven tienen otro peso, el funcionamiento quizá pueda
producir un efecto no buscado: funciona como una máquina grande. Por el tamaño y la
estructura, se puede pensar que es un libro logrado. Los libros anteriores son de un escritor
controlado, consciente de los niveles de escritura; en éste me pareció que había que introducir
en la literatura que yo había hecho hasta ese momento un factor más biológico. Digo: si no se
puede introducir en la ficción un componente de verdad en términos filosóficos, por lo menos
que aparezca la verdad biológica del narrador. Que eso estuviese dominado, en la medida de
lo posible, en una relación con la propia prosa que fuera la más brutal.

Cuando uno escribe hay como napas. Entonces, si uno saca la napa más profunda está
congeniando con las napas posteriores, que son de alguna manera educadas para formar una
prosa, una escritura que pierda lo salvaje de la idea que la mueve. Yo quería que ese
salvajismo estuviese desde el primer momento, una literatura "no curada", no editada por el
prejuicio del propio escritor. El asunto era sacarla, como se saca un mineral, y sacarlo del
modo más bruto posible; una vez ahí, que su valor funcionara por sí mismo, no con el
narrador detrás organizando, ordenando. Quería un libro que tuviera sangre, por supuesto que
la ilusión de que el libro tenga sangre muere en la idea; un libro no puede tener sangre, pero sí
producir el efecto de que lo tiene.

Me interesó hacer libros como Grasa o Patriotas como una persona que manda una carta
de lectores a un diario, aunque creo que forman parte de un yo civil muy definido: ese tipo
que mira TV, programas políticos, y le habla a la pantalla. A ese personaje que hay en mí,
como hay en muchos ciudadanos, yo traté de dejarlo en esa granja de rehabilitación que es el
ensayo cívico. Entonces, después de escribir eso me sentí bien, incluso nunca más volví a
atacar a esos personajes como en esos libros. Muchos de ellos son gobierno ahora, Bergman
es ministro, Macri es Presidente. Bueno, el mundo se mueve, las cosas ocurren.

El daño que le hace el libro a la literatura es irreversible, porque todo se termina en el


libro. Esa masa crítica de libros lo que hace es acorralar a la literatura en un rincón que sigue
siendo luminoso, pero imposible de volver a extenderse; allí está reducida a su mínima
expresión y en su máxima concentración. Hay una estructura humana que sostiene a la
literatura y así sobrevive.
Juan
José Becerra (1965)

Jaime Priede.— La madre de Juan, el protagonista de El espectáculo del tiempo, es una


estrella en la televisión local de Junín, un pueblo perdido en la pampa argentina. Su casa está
llena de pantallas en las que se ve su imagen multiplicada, un fenómeno que la expande
«mediante la arquitectura de la simultaneidad y le daba la materialidad inconsistente pero
intensa de un ángel». Esa parece ser la materialidad del tiempo en tu novela, se expande
mediante esa misma arquitectura de la simultaneidad y tiene por ello una materialidad
inconsistente pero intensa… Este efecto viene provocado por la originalidad, en sentido
literal, de la estructura formal de la novela. ¿Cómo surge esa forma de contar?

Juan José Becerra.— Acepto encantado la traspolación porque me parece muy buena, con la
condición de que a ese ángel se le de el perfil diabólico que se merece. El tiempo es un hecho
que sucede en todos los escenarios, empuja todos los actos y escribe todos los dramas; y es a
esa ubicuidad omnisciente, a ese poder de estar en la marcha y en la procesión, a lo que
aspiran los dioses, que son unos muñecos mitológicos que viven obsesionados con ser o tener
el tiempo. En eso son como los escritores. La idea de una arquitectura de la simultaneidad es
tentadora para montar una novela sobre el tiempo. Pero el fracaso es rotundo porque en la
literatura las cosas se dan bajo la estricta regla de la sucesión. Lamentablemente se escribe
como se vive: hacia adelante. Así que, imposibilitado de darle al libro la realidad de lo
simultáneo, lo que intenté fue alcanzar un premio consuelo tratando de producir un efecto de
simultaneidad. De algún modo, todo los hechos, también los del pasado y los del futuro,
suceden al mismo tiempo. Vivimos en la eternidad, ¿no? Un modo literario de experimentar el
tiempo es asumir que ya pasó todo, lo que pasó y lo que no pasó también.

Priede.— En la prensa cultural argentina se ha relacionado El espectáculo del tiempo con Mi


lucha de Karl Ove Knausgård, precisamente para remarcar las diferencias formales a la hora
de, digamos, contar una vida. Una narración lineal como la de Knausgård, a pesar de la veraz
identificación autor-narrador, de su carácter documental, hiperrealista, parece a fin de cuentas
más irreal porque quizá resulte menos verosímil esa posibilidad de retener el tiempo, así, de
forma lineal…

Becerra.— Las diferencias, en primer lugar, son de volúmen. Mi lucha es una saga de tres
mil quinientas páginas en las que se ve que Knausgard quería alcanzar la marca de Proust.
Hay allí una voluntad de competir con Proust en un standard de extensión que siempre fue
visto como una proeza irrepetible, paradójicamente cometida por la inagotable fortaleza
interior del escritor más débil de la historia. En ese sentido, Proust junto con Kafka son los
grandes escritores de la enfermedad. Pero la competencia que tiene más valor es la formal, y
en esa campo Knausgard plantea diferencias. Lo que dice la obra de Knausgard, y tengo la
sospecha de que se lo dice a Proust, es que los sucesos no literarios de la vida forman una
literatura desapercibida o despreciada a la que a nadie se le había ocurrido registrar. El
régimen literario de Knausgard es la acumulación, y en todos los procesos de acumulación
hay algo que comienza a operar como una naturaleza. Todos los hábitos se dan por
acumulación. De manera que allí donde en Proust lo que se reporta es la excepción, es decir la
literatura de la vida, en Knausgard se reporta todo, incluso lo que uno podría suponer que está
de más. Pero si nos ponemos realistas, la vida está hecha básicamente de lo que está de más,
de lo que sobra, de lo intrascendente, de lo repetido. Es esa séptima cuerda de la guitarra
vitalista la que Knausgard viene a tocar. Mi libro, con la humildad volumétrica que le
competen a sus escasas quinientas y pico de páginas, creo que es una astilla de otro palo. Para
decirlo en lenguaje contradictorio: yo soy proustiano pero mi libro no lo es. El narrador de En
busca del tiempo perdido tiene una posición asombrosamente estable que, a mi juicio, es
antinatural. No se puede creer que a lo largo de tantos años sea capaz de conservar su carácter,
y es posible que eso ocurra porque Proust decide concederle a su forma literaria un patrón de
unidad. Pero ese aspecto de la forma literaria de Proust produce una ruptura con la vida que
intenta restaurar. La infracción es visible porque el objeto del libro es la vida. Lo que yo creo,
en cambio, es que en la vida de las personas no hay identidad, no hay carácter, no hay
estabilidad y no hay relato clásico. Lo que hay es desorden, una masa crítica de asuntos
inconclusos y nuestra humillante voluntad de organizar la dispersión. A todo eso yo lo veo
como una estructura cambiante, dinámica y milagrosamente conectada entre sus partes
aparentemente sueltas. Si la vida narra, tengo la impresión que lo hace al modo de un
organismo de mil lenguas cuya verdad sólo puede deducirse.

Priede.— Uno de los personajes que me ha parecido más conmovedor de esta historia es el
padre de Juan, quizá por su humanidad tan redonda, sin ser necesariamente una buena
persona. Apenas le conocemos un rasgo físico y, sin embargo, sabemos a fondo cómo es…

Becerra.— El personaje del padre tiene un modo muy personal de operar en el lenguaje, lo
que tiende a dejar una memoria en los demás. Podría decirse que tiene un carácter teatral. Al
mismo tiempo, sus actos responden a un orden de soberanía autogobernada. Dicho en
argentino: hace lo que se le cantan las pelotas. Pero así como reina en el mundo del lenguaje,
padece el mundo de los hechos como una tortura. Para él la realidad no existe, es un cuento de
hadas. Yo creo que padece lo que Freud llamó «la omnipotencia del pensamiento». En ese
esquema, la ilusión forma la realidad. Pero es evidente que detrás de su dureza espectacular se
oculta un núcleo de debilidad al que no accede nadie, ni siquiera él.

Priede.— El espectáculo del tiempo se lee con todo el cuerpo, es difícil hacerlo de otro modo,
no puede ser solamente un acto intelectual, sino de relaciones físicas entre las vibraciones
corporales, la consciencia y el espectáculo narrativo. La descripción al detalle de un acto
sexual a través del marco de la cámara con la que lo graban sus protagonistas es un ejemplo,
pero esa sensación «física» recorre toda la novela…

Becerra.— El hecho literario es natural y artificial. Se escribe y se lee con el cuerpo, pero es
el lenguaje el que marca la distancia y la temperatura de la experiencia. Es un problema de
dominio. A veces se impone el lenguaje y a veces el cuerpo, y está claro que va a haber más
cuerpo en el lenguaje si este se manifiesta en forma se voz. Digo «forma» porque
evidentemente no se trata de una voz orgánica sino de una emulación verbal. Digamos que
hay narradores que hablan y narradores que escriben. Cervantes «habla» y Proust «escribe» y
los dos son geniales, con lo cual no se puede pensar que la calidad de un método supere al
otro. En el caso de El espectáculo del tiempo, me parece que es una novela que ha querido
trabajar materiales inmediatos de la experiencia con una sola cláusula: que en el libro quedara
lo primero que saliera de la imaginación, el pensamiento y el lenguaje. Mi única idea antes de
escribirlo era evitar los refinamientos, aunque está claro que algunos hay porque la escritura
misma es una refinería que le da a los acontecimientos su segunda versión, por decirlo así.
Entonces, lo que ocurrió fue que, en esas condiciones, el mismo libro fue pidiendo voces,
cercanía orgánica con la materia literaria, cuerpo y, por supuesto, violencia, sexo y amor. Lo
único que yo pretendía del libro era que diese la impresión de ser una máquina de tracción a
sangre, y que estuviese lo más cerca posible que puede estar una novela de un animal.

Priede.— La narrativa actual a uno y otro lado del charco parece transitar con el mismo
idioma por caminos diferentes. ¿Cuál es su opinión? ¿Cómo se percibe la narrativa peninsular
en Argentina?

Becerra.— Personalmente me gusta no dejarme llevar por la presión publicitaria y elegir los
libros que leo como si pescara con mosca. No se puede ser desdeñoso con los propios
prejuicios, y yo tengo los míos. Hay escritores españoles, pero también argentinos, de los que
nunca voy a leer una página aunque me paguen. De ellos ni siquiera me da curiosidad su
éxito. Mis lecturas de lo que considero la buena literatura española son siempre lecturas de
escritores sueltos, aislados, que sencillamente aparecen. Siempre estoy atento a lo que haga
Jordi Carrión, porque trabaja con una gran inteligencia en una zona de agotamiento de los
géneros que me atrae. Me gustó mucho Oremos por nuestros pasaportes de Mercedes
Cebrián, que se publicó en Buenos Aires hace unos años. Acabo de leer Nemo, de Gonzalo
Hidalgo Bayal, bajo un estado de encantamiento. Algo parecido me había pasado hace un
tiempo con Autopsia, de Miguel Serrano Larraz. Hidalgo es un escritor de escritura, es decir
de música y prosa; y Serrano es un narrador de vértigo y pensamiento. Aquí tenemos al menos
cuatro varietales de lo que la literatura española está haciendo con su lengua.
Priede.— En El espectáculo del tiempo el cine tiene un papel muy importante, no solo como
parte del argumento, también a nivel formal en el enfoque de algunas secuencias. Eliseo
Subiela, Juan José Campanella, Alejandro Agresti, Pablo Trapero, Carlos Sorín,.. El cine
argentino actual empieza a ser reconocido y valorado en Europa porque ofrece algo diferente
en la manera de mostrar una historia, una mayor naturalidad liberada del peso de una
tradición, de referentes culturales,… El cine no deja de ser también narrativa. ¿Ocurre algo
similar en el cine a lo que decíamos antes de la narrativa?

Becerra.— En la novela, el cine aparece como una máquina de hacer chorizos mainstream. El
asunto es si a eso vamos a seguir llamándolo cine o, más adecuadamente, productos de
entretenimiento industrial que pueden identificarse fácilmente por su forma repetitiva, la
espectacularidad efectista y la narración plana. ¿Cuántas Star Wars más vamos a tener que
soportar? La gran mayoría de las películas que circulan en las salas son malas y están cortadas
por la misma tijera que les da la misma forma de circo o parque de diversiones. Lo que se
busca es impresionar, y en eso vemos en el cine industrial un propósito similar el que pude
tener una montaña rusa. Pero siempre hay autores, y el cine los tiene como todavía los tiene la
literatura. Mi sentimiento es que el artista es una presencia minoritaria pero intensa en los
campos en los que actúa. Es decir que el arte es una fuerza marginal, que no se apaga pero que
se va replegando por la presencia de otras fuerzas más compactas como el turismo cultural, el
populismo de mercado, la impaciencia. El arte, sea literario o cinamatográfico, pide tiempo, y
nadie se lo quiere dar. Mejor entramos a El Prado, despachamos varios siglos de historia del
arte en una hora y nos recuperamos durante las dos horas siguientes tomando alguna
porquería en Starbucks. Estamos en un momento en el que no es fácil que el arte conecte con
el lector o el espectador en términos de relación. En cuanto al último cine argentino El
ciudadano ilustre, de Mariano Cohn y Gastón Duprat, que me gustó mucho, es una película
que no está en la frecuencia de Campanella, que da todo lo que promete, como lo hacen los
buenos productos de los que no se puede esperar otra cosa que el tedio de la calidad. Ese cine
de satisfacción no me atrae. Prefiero a Cohn y Duprat, que postulan un héroe literario
moralmente opaco, que podría ser Vargas Llosa, rodeado de personajes de los que nunca
estamos seguros de su identidad. Ahora, el cine español tiene momentos grandiosos, aunque
es cierto que no se puede vivir solamente de la filmoteca de Buñuel, Almodóvar o De la
Iglesia. Pero no veo impotencia en lo que se ha hecho en estos años. Por ejemplo, The
Joycean Society, de Dora García, es un documental extraordinario sobre la pasión de la
lectura, donde un grupo de lectópatas leen como enfermos el Finnegans Wake. Es una
película española cuyas referencias están en otro lado y hasta en otra cosa que no es el cine.
Pero sin ir tan lejos, porque se trata una rareza destinada a Vimeo, también me gustó Todas
las canciones me hablan de ti, de Jonás Trueba, sin saber nada de ambos. La ví de casualidad
y me resultó agradable su inestabilidad narrativa, sus pozos de aire y un gran sentido de la
orientación y la combinación para manejar muchos personajes, cada cual como un
instrumento diferente. Que el género sea la comedia romántica, que siempre tiende a la
cursilería y a eludir fanáticamente la tragedia, no le quita méritos.
Dora García (Valladolid, 1965)

Priede.— ¿Y qué hay del mundo editorial? ¿Existe realmente un mercado común literario
entre España y Latinoamérica? ¿En qué percibe mayores diferencias a la hora de editar sus
libros en España?

Becerra.— Existe un idioma común y un mercado fragmentado, con lo cual podemos decir
que lo que la lengua une el mercado lo separa. Mi experiencia en España es muy buena
porque tengo una editorial «proteccionista» como Candaya, que trabaja a la escala y a la
velocidad de la literatura. Cuando publico en Seix Barral de Buenos Aires es evidente que
cambian la velocidad y la escala pero, afortunadamente, no cambia la relación de afecto que
también tengo con mis editores, con los que llevamos una amistad de veinte años. Parece una
frivolidad intimista, pero es una cuestión clave si uno tiene afecto por sus editores, y ellos por
uno.

Priede.— Usted ha escrito crónica periodística, como La vaca – Viaje a la pampa carnívora
(2007), otro género en alza que se viene llamando narrativa de «no ficción». Se ha escrito y
discutido mucho sobre esa delgada línea roja que separa la ficción de la veracidad de los
hechos que se narran, es decir, de la supuesta realidad. ¿Dónde se sitúa usted como escritor
con mayor comodidad?

Becerra.— La Vaca -Viaje a la pampa carnívora es más bien un ensayo literario sobre la
historia del asado, el plato nacional argentino que tiene clavadas sus raíces en el extranjero. Si
tiene algo de crónica, hay que decir que es una crónica prácticamente sin calle ni viajes. Soy
de la idea de que para contar algo no es necesario haber estado en el lugar de los hechos. En
esa idea se basa el principio de ficción. Ahora, si un escritor está en el lugar de los hechos que
luego va a narrar, ¿deja de hacer ficción por la autoridad policial o judicial o
prertendidamente científica que le da su presencia? ¿Estar cerca de un hecho es estar cerca de
su verdad? Supongo que no, justamente porque los hechos no se establecen sino que pasan. La
estructura del testimionio es la del recuerdo, y el recuerdo es una disciplina imaginativa. Hay
una confianza desproporcionada en favor del testimonio, y yo creo que la literatura es una
actividad desconfiada que no gana nada estando donde suceden las cosas. No hay realidad en
lo que uno escribe. Nunca. Sí puede haber una aproximación entre el lenguaje y los hechos si
se trata de comprenderlos, que es una operación más compleja que la experiencia pasiva de
estar. Ahora, ¿dónde me sitúo yo? Mejor digamos que por el golpe de una ola interior difícil
de identificar fui a parar a la ficción, que es un género cuyas pretensiones de verdad son
modestas porque trabaja la relación con la realidad por vías indirectas.

Priede.— Es autor también del libro de relatos Dos cuentos vulgares (2012). En España es
un tópico, aunque no por ello deje de ser cierto, la situación de inferioridad, quizá el
complejo de inferioridad, del relato corto respecto a la novela. Se habla de la ausencia de una
tradición de relatos, la falta de lectores, las escasas posibilidades comerciales… ¿Por qué es
diferente en Argentina y en todo el ámbito hispano? De hecho, la mayoría de los libros de
relatos que se publican en España son de autores latinoamericanos…

Becerra.— Esos dos cuentos, que son dos comedias, pertenecen a una serie que escribí antes
de los 30 años. Desde entonces nunca volví a meterme con las narraciones breves de ficción,
y nunca supe muy bien por qué. Tal vez porque el cuento es un género que tiene límites muy
definidos en sus modos de representación. En primer lugar, el de la duración, que no habría
que confundir con extensión. Yo creo que hay un modo de sentir el tiempo de la ficción que
se vincula con el tiempo real de la lectura. Por lo tanto, lo que veo en el relato breve es que se
vuelve dificultosa la representación del tiempo. No es justamente un asunto de tamaño sino de
devenir. La novela se amolda mejor al transcurso del tiempo que intenta representar, y ese don
del género es bastante evidente. Digamos que en el cuento el tiempo está aludido, mientras
que en la novela es una presencia. Dicho esto, deberíamos hacer la lista de las excepciones,
que las hay en cantidad. En caunto al tópico de inferioridad del cuento respecto de la novela,
algo de cierto hay en el nivel de los problemas que hay que resolver en uno y otro género. La
composición de una novela requiere más elementos, además de mayor duración, respecto del
cuento. ¿Qué composición es más compleja?: ¿la de una torre de cien pisos o la de un
monoambiente? Es obvio que la de una torre, aunque esa torre sea minimalista y el
monoamabiente sea barroco. No se trata de estilos sino de estructuras capaces de sostener
determinados pesos. Al mismo tiempo, hay que conceder que un solo cuento bueno de
Chéjov, Di Benedetto o Askildsen sostienen más peso que lo que sos capaces de soportar
toneladas de novelas de cuarta categoría. Pero no es estoy de acuerdo sobre las escasas
posibilidades comerciales del cuento. Al menos en la Argentina, hay un revival del cuento que
yo asociaría con la tradición clásica y algunas de sus ramificaciones, y si eso ocurre es porque
hay una demanda del mercado de lectores, al margen de la calidad de los cuentos que, en
muchos casos, son muy buenos.

Priede.— ¿Qué importancia le da como autor a las nuevas tecnologías y a la presencia en las
redes sociales?

Becerra.— Ninguna en especial. Como diría Borges sobre el tango: tiene la importancia que
le damos. Nunca usé mis cuentas para escribir. Las uso para linkear mis cosas y leer a algunas
personas que me interesan particularmente. Donde creo ver una inteligencia, me detengo. Pero
no tengo espíritu de época y no me atrae intervenir porque paso buena parte del día
escribiendo y no voy a andar saliendo de un teclado para meterme en otro porque eso se llama
vicio.
Priede.— Con motivo de la publicación de La interpretación de un libro (Candaya, 2012) en
España, usted comentaba que la literatura actual tiene que ver más con la imagen y con la
industria del ocio que con la literatura en sí. Eso genera consumidores de libros más que
lectores, es decir, nuevos lectores que ya no soportan exigencias mínimas de la lectura, como
la lentitud. Se trata de una generalización, o al menos así nos gustaría entenderlo. ¿Se ha
removido de algún modo esa impresión en estos cuatro años?

Becerra.— Para no pecar de arrogantes, deberíamos reconocer que la literatura es una oferta
de entretenimiento más. ¿Cuál es la diferencia entre la literatura y los otros entretenimientos
basados en la lectura? Que la literatura es un entretenimiento problemático. Los modos de
lectura cambian constantemente, y lo que veo en el régimen de lectura actual es que le cuesta
penetrar en el objeto. Lo dominante es la lectura reaccionaria, lo que tiende a consolidar una
cultura de la incomprensión y el prejuicio. Sin embargo, como la literatura nunca dominó
ninguna cultura como pudo haberlo hecho el cine en el siglo XX, en el espacio marginal que
le toca sigue habiendo lectores que leen contra las costumbres de la época. Escribir y leer
contra la época es lo que todavía le de a la literatura alguna chance de eternidad.

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