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No obstante, este relato de justicia distributiva, inacabado aún, em-


pieza a solaparse con el principio de reconocimiento de las diferencias,
como constitutivas también de la individualidad.
Entiendo por sexismo toda aquella práctica, actitud, creencia o nor-
ma que se sostiene en perjuicio de una de las mitades de la humanidad,
normalmente las mujeres, que han sido y son tratadas por la cultura pa-
triarcal universal como seres humanos de segunda clase, haciéndolas vivir
en función y a través de los hombres y subordinadas a ellos. Por tanto, y
para que desaparezca, hay que identificarlo como tal y desarraigarlo con
todos los medios posibles, porque atenta contra la igualdad, contra la li-
bertad y contra la soberanía de las mujeres en conjunto. Dicho de otro
modo: el sexismo atenta contra las bases mismas de las democracias, en-
tendidas como ahora lo hacemos, con los beneficios de la ciudadanía ex-
tendidos también a todas las mujeres. Lo que nos ocurre es que solemos
sostener que el sexismo ha desaparecido o que es simplemente cuestión
de tiempo el que desaparezca, sin advertir que vivimos sobre una co-
rriente subterránea que lo alimenta en secreto o a voces (que de todo
hay) y por eso no se extingue.
El sexismo se reconoce por el desigual trato, las desiguales oportuni-
dades y condiciones, el desigual premio o castigo por las mismas accio-
nes, la desigual permisividad, la desigual obligación, el desigual benefi-
cio, la desigual prohibición, el desigual mensaje, el desigual juicio o la
desigual moral, respecto a mujeres y a hombres de todas las edades y
condiciones. En suma: el sexismo es una de las injusticias más patentes y
generalizadas y sin embargo una de las mejor toleradas por la población
en su conjunto. Hay que aprender a desvelarlo sistemáticamente para no
colaborar a su reproducción sino contribuir a su extinción y así ir de-
jando sin caudal la corriente que lo alimenta.
El sexismo sutil, encubierto, complaciente o «benévolo» —como
he oído llamarle en algunas ocasiones— es muy difícil de detectar, si
no tenemos sensibilidad y técnicas para ello. En el momento actual es
más dañino si cabe que el sexismo hostil y manifiesto, pues de este úl-
timo algo hemos aprendido a defendernos, denunciándolo como in-
justo. Pero, como decía, las mujeres en su conjunto y las más jóvenes
aún más corren riesgos de caer en todo tipo de trampas machistas ex-
presas u ocultas, tendidas por doquier, como si fuera un campo de
minas.
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Pongamos algún ejemplo de trampas sexistas complacientemente


benévolas, que aquí llamamos promesas —ficticias—, claro: el menor
salario (con la promesa de menor exigencia laboral), los permisos para
cuidado de personas (con la promesa de disfrute de la crianza o de li-
beración de la doble presencia o doble jornada), el amor incondicional
de la maternidad y de la pareja (con promesa de felicidad y reciproci-
dad), el rechazo al poder (con la promesa de disfrute de tiempo), el ac-
ceso a puestos relevantes pero subsidiarios (con la promesa de buena
carrera), la exhibición continua del cuerpo (con promesas de libertad,
fama y éxito).Todas estas trampas machistas jalonan la vida de las jóve-
nes en algún momento y les impiden a medio y a largo plazo el des-
arrollo sostenible de un proyecto de vida singular, elegido y rentable
para ellas mismas.
Pero subsisten de forma sutil o encubierta otras muchas derivadas
directamente de la adscripción tradicional de género, que pueden
irrumpir en sus elecciones, como son el seguimiento de conductas ex-
cesivamente estereotipadas de empatía, cuidado y ayuda, que las alejarán
de sus propios intereses, como son la autoestima, la propia calidad de
vida, el salario ganado por el empleo, la autonomía personal y el empo-
deramiento. Muchas jóvenes rebajan sus expectativas vitales y profesio-
nales al elegir ámbitos de actividad, remunerada o no, que las abocan a
un estrés y a un desgaste personal demasiado elevados, puesto que no
midieron sus consecuencias al tomar decisiones automáticamente deri-
vadas de su condición de género femenino, creyendo así cumplir un en-
cargo social altruista y también satisfactorio para ellas.
Con todo ello se reproduce —y ahora voluntariamente en aparien-
cia— toda la cultura patriarcal de dominio-sumisión, de sexismo cómo-
damente instalado y de la continua y normalizada expropiación de los
frutos de múltiples trabajos gratuitos femeninos y feminizados, para ma-
yor beneficio de los hombres en su conjunto.

Entre el «suelo pegajoso» y el «techo de cristal»


El sexismo se halla anclado hasta en el más recóndito lugar, sin que
se pueda advertir en muchos casos como perjudicial. Llamamos sexismo
sutil (o benévolo) a aquel que no presenta cara de discriminación. El se-
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xismo sutil o encubierto se muestra como producto de la costumbre, de


la normalidad o de la naturaleza misma de los seres humanos sexuados.
El ejemplo más característico es la atribución a las mujeres en con-
junto de cualidades y habilidades relacionadas con la capacidad de cui-
dar de otras personas, especialmente de las criaturas pequeñas, aunque
no sean madres, pues este sexismo tiende a confundir una potenciali-
dad, como es la de ser madre, con la cualidad innata para desarrollar las
labores de crianza, haciendo creer a una gran cantidad de mujeres que
su destino principal es ése: criar a sus hijas e hijos e incluso a sus nietas
y nietos o a otras criaturas ajenas, (como las monjas, tías, madres de acogi-
da y de adopción) porque para ello nacieron y en ello reside su felicidad
y realización completa. Los varones sólo tienen que convencer a alguna
mujer y activar en ellas su «deseo» de realización a través de la materni-
dad, para que lo hagan por y para ellos.Y todavía tienen muchas donde
elegir, atrapadas en esta trampa machista y sexista automática, que no ha
sido sometida a revisión.
A este fenómeno, al que se hallan aún ancladas una mayoría de
mujeres de todas las edades, le llamamos de forma metafórica el «suelo
pegajoso» 1. Con esta denominación desarrollamos un concepto que
explica muy bien la enorme dificultad que las madres actuales están en-
contrando para compaginar de forma equilibrada todos los demás as-
pectos de sus vidas, como son los lúdicos, profesionales o cívicos-repre-
sentativos.

La maternidad intensiva 2

La difusión y uso generalizado de métodos anticonceptivos desde la


adolescencia junto con la posibilidad real de elección, las fuertes exi-
gencias del mercado laboral, la complejidad de la vida «moderna», la
falta real de apoyo institucional y económico a la crianza, y la no gene-

1
Tomo esta metáfora de Mabel Burín. La he hecho mía por el carácter tan expresivo
que tiene. Se la escuché por primera vez en una conferencia pronunciada en el mes de
mayo de 2000 en el Colegio Mayor Rector Peset de Valencia.
2
LOZANO ESTIVALIS, M. (2006): La maternidad en escena. Prensas Universitarias de
Zaragoza.
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ralización de la corresponsabilidad doméstica y familiar con los varo-


nes, han dado como resultado el descenso espectacular de la natalidad,
pues han surgido nuevas dificultades de crianza —añadidas a las anti-
guas— que hacen que ser madre hoy sea una opción vital de primer
orden y que la decisión de serlo sea tardía, arriesgada y muy intensa.
Ya es bien sabido, por repetido, que «las chicas de ahora esperan dema-
siado», «son muy egoístas», «quieren criar a sus hijos/as como príncipes», «no
están dispuestas a renunciar a nada»… Todo esto nos suena ¿verdad? Y
también junto a esto, otras frases comprensivas para la situación, como
«es que la pobre, tiene el trabajo muy lejos», «es que con lo que le ha costado lle-
gar a donde está», «es que sabe que en su empresa va a la calle si se queda em-
barazada», «es que hoy en día hace falta mucho dinero y tiempo, que ella no tie-
ne»… Estas frases las suelo oír por todas partes, en la calle, trenes,
tiendas, cuando presto oído a las conversaciones entre personas adultas
—generalmente las madres de estas hijas de la igualdad—, para explicar-
se el hecho de que no las hayan hecho abuelas.
Nunca hasta ahora he oído ni leído, ni en los medios de comunica-
ción ni en las interacciones verbales directas, que la maternidad se retrae
por tres razones primordiales, que son las que yo considero fundamen-
tales:

• La primera sería por la falta de evolución en los papeles sociales de


mujeres y hombres, cuestión que hace suponer a las madres en
potencia que la labor de crianza va a recaer en sus hombros casi
por completo, para bien y para mal.
• La segunda sería por el modelo de intensidad (agobios, disponibili-
dad total, exigencia de perfección) que ven a su alrededor, en
otras madres de su entorno conocido.
• Y la tercera, por la falta de apoyo institucional: permisos adecuados,
inspección, incentivos a la maternidad, servicios de proximidad y
calidad para la crianza, etc.

Al hablar de maternidad intensiva, podemos recordar por afinidad el


tema de la agricultura intensiva o extensiva y compararlo. En este caso
la maternidad tiene características opuestas a la agricultura, pues ésta es
intensiva cuando se realiza en pequeños terrenos con diversificación de
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cultivos y es extensiva cuando se realiza en grandes territorios con mo-


nocultivo o poca diversificación.
En el caso de la maternidad es al contrario: la extensiva sería la reali-
zada con mucha diversificación y mucho territorio, es decir muchos/as
hijos/as criados/as en familia extensa; es decir, donde la madre realiza su-
cesiva y continuamente tareas que sirven a muchas personas a la vez y
delega por gusto o necesidad otras tareas en mujeres adyacentes o colate-
rales, hermanas sin hijas o hijos, hijas mayores, niñeras, hijas de gente cer-
cana, educadoras mercenarias, criadas o, simplemente, la comunidad (la
calle, el vecindario). La intensiva, sin embargo, se desarrolla con poca di-
versificación y en espacios reducidos: pocas/os hijas/os y en familia nu-
clear, donde el padre no está muy presente, salvo raras excepciones, que
no llegarán ni al 5%, los espacios son cerrados (pisos, casas unifamiliares o
urbanizaciones), la calle peligrosa, el vecindario individualista, los despla-
zamientos diarios largos y pesados y los servicios lejanos y dispersos. La
maternidad intensiva tiene una característica nueva: es muy exigente con
la perfección de la tarea de crianza y supone que la madre es o debe ser
una experta, especializada y con dedicación absoluta, a sus labores mater-
nales.
A las madres de antaño (no tan antaño) no se les exigía más que un
nivel aceptable de perfección, entre otras cosas porque se les suponía,
pues el nivel de crianza tampoco era muy elevado. Se usaba una frase
muy curiosa para estos casos, como era «sacar adelante a los hijos», que
suponía que sobrevivieran con salud y encontraran un medio de vida
adecuado a su clase y a su condición de sexo-género. Así es que la ma-
yoría de estas madres tenía una misión clara que cumplir y la iba cum-
pliendo, tuviera o no otros trabajos distintos al de madre extensiva. Así
es que cuando añoramos el perdido modelo de la buena madre de an-
tes, ¿qué estamos añorando?
A las madres actuales se les exige, de forma simbólica y real, incluso
que «disfruten» de la crianza de sus niñas y niños. Se les exige además
que sepan de nutrición, ecología, higiene, estética, medicina y enferme-
ría, oferta cultural, transportes y comunicaciones, psicología, corte y
confección, coleccionismo, torneos deportivos, fiestas, disfraces, interio-
rismo, finanzas y hasta que conozcan a la perfección el plan de estudios
para poder trabajar en casa con las tareas escolares. Como se sabe que
tienen poco tiempo y se las considera egoístas, se debe suponer también
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que con estas múltiples tareas podrán compensar y subsanar esos dos in-
convenientes. En realidad es éste un oficio bien difícil y sin cualifica-
ción, pero para el que se requiere social y familiarmente la mayor capa-
citación, saber y habilidad.
Todavía no he oído hablar de la maternidad y paternidad como un
trabajo necesario y deseable para la sociedad en su conjunto y, por tan-
to, como un bien que hay que repartir entre mujeres y hombres en
edad fértil y por el que hay que disponerse a cambio a emplear tiempo,
recursos y energías durante una buena parte de la vida. ¿Bien deseable?
¿Bien escaso? ¿Bien pesado=carga familiar?
Las jóvenes-adultas van decidiendo ser madres cuando entran en la
treintena. Lo hacen en numerosas ocasiones llevadas por presiones o por
prejuicios, falsos sentimientos u obligaciones tácitas: «Se te pasa el arroz»,
suelen escuchar a su alrededor. En realidad, todavía no eligen de veras
ser madres. Antes porque no sabían ni era pensable el rechazar la mater-
nidad y ahora porque se las penaliza en cierto modo y de hecho (debi-
do a condiciones sociolaborales duras) o se les presiona por todas partes
para que se decidan, pues ahora son responsables y hasta culpables de
sus embarazos, ya que los podrían evitar. Muy pocas podrían decir que
cuando eligieron ser madres pudieron hacerlo con quien deseaban, en
el momento en que se sentían con capacidad y ganas y que no tuvieron
ningún problema añadido por serlo.
La maternidad intensiva carga sobre los hombros de las madres ac-
tuales pesos que a veces ellas soportan mal, con mala conciencia de que
no pueden, de que les hartan, de que no tienen tiempo ni para su pro-
pio cuidado, intimidad ni cultivo de aficiones o amistades. Criar hoy a
un solo hijo o a una sola hija requiere de más trabajo y esfuerzo psico-
lógico y moral que antaño suponía criar a una familia numerosa. La so-
ciedad no se ha adaptado a los cambios en la vida de las mujeres y sobre
todo de las más jóvenes y sigue suponiendo de ellas que la maternidad
será su vía de realización personal, sin atender a lo que han estado ha-
ciendo durante los primeros treinta años de sus vidas: estudiar, salir y
entrar, dedicar tiempo a relaciones múltiples y variadas e incluso, algu-
nas, desarrollar una carrera exigente, viajar y cambiar de objetivos y de
ambiente.
Sus abuelas y algunas de sus madres todavía estuvieron desde peque-
ñas cuidando, ayudando a las tareas, preparándose para sus bodas y sus
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futuras familias, esperando y adorando al hombre de sus vidas, que se


convertiría en el padre de sus hijas e hijos. Esto ocurre aún en algunas
comunidades, pero entre la población mayoritaria no. Las niñas casi no
ayudan en casa, entran y salen desde muy pequeñas y están escolarizadas
hasta bastante mayores, así es que se dedican a ellas mismas hasta los
treinta.
 ¿Y se pretende que a partir de los treinta se conviertan en madres inten-
sivas, con placer, gusto y pasión, producto de su elección?
 ¿No es ésta una pretensión muy interesada?
 ¿No descubrimos en ella una trampa machista encubierta, como todas
las trampas?
 ¿Por qué no declaramos que el descenso de natalidad no es bueno para
la sociedad y nos tomamos en serio las exigencias que supone el paliar-
lo?
 ¿Los presupuestos públicos tienen este objetivo como prioridad?
 ¿Los futuros padres se proyectan en la reproducción como pilar básico de
sus vidas? ¿O piensan que las criaturas se criarán sólo con sus medios
económicos?
 ¿Entonces, el descenso de natalidad ha ocurrido por culpa de las muje-
res?
 ¿Por qué no cambiamos el modelo de crianza de madre=disponibilidad,
a madre+padre=responsabilidad?
En poco tiempo hemos pasado de la maternidad extensiva a la in-
tensiva, sin previo aviso, sin aprendizaje, sin reparto, como si fuera una
simple y placentera opción, en la que es muy pertinente el uso de la
metáfora de «el suelo pegajoso».
El «suelo pegajoso» es un tipo de sexismo que actúa desde dentro y
desde fuera, pinzando la capacidad de decisión de las mujeres favorable
a ellas mismas y privándolas de tiempos y espacios propios. Están tan
apegadas al suelo de la domesticidad, que no pueden bordearlo sin que-
dar atrapadas en él. Cuando lo intentan soslayar, alguien en su entorno
no se lo pone fácil, la intercepta con algún obstáculo o se opone abier-
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tamente. Ellas suelen ceder o censurarse en origen, no permitiéndose


tener, ni siquiera desear, iniciativas extradomésticas, para no sufrir des-
garros.
Por eso seguimos creyendo que lo bueno para los nuestros es lo
bueno para nosotras, que ahí obtendremos recompensa emocional, re-
conocimiento social y éxito personal, a pesar de que conozcamos ya
muchos casos en que no es así, sino justo lo contrario. Lo peor de todo
esto es que se convierte en una hipocresía consentida de forma colecti-
va y difícilmente llegamos a confesarnos ni a reconocer en público que
estamos agobiadas y que tantas obligaciones y tareas de afecto no nos
dejan vivir. En estos tiempos las mujeres dedicadas a los otros ya no re-
ciben la adulación ni el beneplácito absoluto por su abnegación y dis-
ponibilidad. Más bien escuchan por doquier mensajes contradictorios e
incluso algunos comentarios del tipo: «no seas tonta y no te dejes utilizar».
Pero una mayoría significativa sigue apostando por esa dedicación que
siempre fue —pero ahora más si cabe— desbordante y exigente con el
papel de madre y de cuidadora pues en ella no se puede escapar nada,
so pena de ser reprendidas por otras personas del entorno o responsa-
bles de la educación, de la salud o de los servicios sociales.
Las madres y cuidadoras actuales hemos de ser una especie de cien-
tíficas de todas las especialidades. No basta con vigilar y alimentar, dar
pautas de conducta, consejos y cariño (que no es poco). Ahora se nos
exige que lo hagamos todo perfecto y si no es así se nos suele decir que
«nadie nos obligó a tener hijos». Esta situación produce un alto grado de
estrés y de insatisfacción y nos pone al borde del ataque de nervios, po-
sición no muy adecuada para la relación materno-filial ni para las rela-
ciones en general, que suelen producir explosiones en el entorno labo-
ral, en el ámbito doméstico y en el amoroso-sexual.
Muchas veces pedimos excedencias o bajas médicas por encontrar-
nos mal o buscamos excusas para el absentismo, cuando en realidad la
mejor solución sería negociar ausencias y presencias sobre todo con los
otros adultos responsables de las mismas tareas: novio o marido, en caso
de crianza y educación de hijas e hijos, o hermanos, en caso de necesi-
dad de cuidar a la madre, al padre o a otras personas dependientes de la
familia.
Otra de las caras de estas posibles soluciones vendría de la mano de
la exigencia pública de prioridad y apoyo a la maternidad, a la paterni-
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dad y a la crianza, como bienes sociales de primer orden, como la me-


jor muestra de «Seguridad y Defensa de la Patria», con un sentido in-
verso al que fue tradicionalmente el de los ejércitos, que lo hacían di-
suadiendo por la fuerza y matando si llegaba el caso. Aquí deseamos
proponer que la «Seguridad Social y Defensa de la Matria» se haga coo-
perando y negociando por el reconocimiento y apoyo y cuidando de la
vida para que se eleve su calidad.
El «suelo pegajoso» es una trampa invisible de la que hay que saber
librarse, conociendo de antemano que puede afectar con alta probabili-
dad a una gran cantidad de madres y cuidadoras de personas depen-
dientes, que no es una excepción ni producto de la torpeza individual o
de la mala voluntad y para poder salir airosa, habrá que ir inventando
fórmulas nuevas de crianza, de cuidado y de calidad de la vida material
y relacional en el entorno familiar y en el social.

Ejecutivas agresivas.Trabajadoras estresadas

En realidad el suelo pegajoso es una de las bases de la otra cara del


sexismo sutil, que más bien aquí está tan encubierto que es invisible. Por
eso se le llama «techo de cristal» 3, que consiste en el conjunto de obstá-
culos, escollos, dificultades, pegas y barreras invisibles e imprevisibles con
las que tropiezan una gran cantidad de mujeres en sus vidas laborales y
profesionales y que les impiden progresar, promocionar e incluso mante-
nerse en un empleo, mejorando su propia situación y sus posibilidades.
También consiste en las autolimitaciones y falta de empoderamiento
personal para abordar tareas o funciones no trilladas por las mujeres,
sean éstas de mando, gestión autónoma, creativas, tecnológicas o em-
prendedoras. El techo de cristal paraliza a muchas mujeres y nos da una
sensación de frustración y baja autoestima que dificulta en extremo
conductas de asertividad y autonomía.
En el mundo de la empresa, de la representación y de las relaciones
laborales en general, las mujeres son recién llegadas, hasta cierto punto.

3
Consultar el estudio que Maite Sarrió realiza en su tesis doctoral La psicología de gé-
nero a través del techo de cristal, publicada por el Comité económico y social de la Comunidad
Valenciana, el año 2004.
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El caso es que en muchos puestos de responsabilidad son malvenidas.


Parece ser que no se las esperaba y cuando llegaron no tenían «vestua-
rios» para ellas. Todo estaba pensado para los varones, que se sintieron
«bien acompañados», pero invadidos. Ellos deseaban tener floreros y ob-
jetos útiles y se encontraron con colegas bien preparadas, con aspiracio-
nes y pretensiones de promoción, reconocimiento y espacios de deci-
sión propios.
Este fenómeno está en plena crisis. Ha provocado muchas reaccio-
nes adversas y favorables y no hay quien se sienta indiferente, lo que
viene a demostrar que la situación no se ha normalizado.
Del rendimiento académico y titulaciones de las estudiantes univer-
sitarias en los últimos veinte años se podría inferir que ellas iban a aspi-
rar a puestos de responsabilidad en multitud de sectores laborales y pro-
fesionales y que iban a decidir hacer currículum especializado, que no
incluyera el simple aprecio por sus atributos de belleza, simpatía y acti-
tud servicial, útil, sin duda, para ocupar puestos de segunda o tercera ca-
tegoría.
Las jóvenes han sobrepasado en estos últimos veinte años un obstá-
culo bien visible y cuantificable y que parecía insalvable para generacio-
nes anteriores: la falta de cualificación. Así es que las siguientes genera-
ciones y la actual en particular han de romper con sus propias cabezas
ese otro obstáculo no tan visible ni cuantificable como es el techo de
cristal.
Pero ¿cómo?
Cuando algunas mujeres ocupan puestos de poder y responsabilidad
se las mira con lupa. En parte, por las expectativas que se tienen sobre
ellas y en parte, por el exotismo que suponen en ciertos sectores o los
prejuicios que se ciernen sobre su género. Si se adhieren al modelo vi-
gente y dominante de poder masculino —autoritario, poco cooperativo
y poco empático, exigente con las adhesiones inquebrantables, indife-
rente a las valiosas propuestas de sus colaboradores, no democrático ni
con voluntad de delegar— se las tacha de «peores que ellos». Si, por el
contrario, desarrollan un modelo de autoridad no autoritario, coopera-
tivo y empático, se las tacha de flojas y de que no saben mandar.
Por eso decimos que la presencia de mujeres en cargos y funciones
superiores no está normalizada, pues ellas no pueden aún actuar como
individuas libres e iguales, modelo que les permitiría no sólo inventar
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y practicar nuevas fórmulas, sino realizar alianzas positivas entre ellas,


para poder reconocerse en situaciones conflictivas y aprender juntas las
necesarias habilidades para desenvolverse en este mundo de exigencias
y competitividad que han encontrado hecho; habilidades y conoci-
mientos que no deberían pasar por la adhesión inquebrantable, ni por
las «armas de mujer» como único mérito ni por el desvalimiento
como estrategia ni por la reclamación de cariño y aprecio por encima
de todo.
La llegada de mujeres a estos campos ha de transformarlos, sin duda.
Ni los hombres pueden seguir con sus mecanismos patriarcales intactos
ni ellas con sus habilidades aprendidas para el éxito en la vida familiar y
relacional. El techo de cristal está fabricado de estos materiales: la in-
competencia de las mujeres y la incompetencia de los varones aprendi-
da en mundos separados, en procesos de socialización diferencial, con
sus juegos y juguetes, en sus aficiones y hobbies, en toda la educación
no formal que ha entrado por sus poros: ellas siempre monas, sonrien-
tes, dispuestas a gustar, atender, cuidar y ayudar, buscando amor y reco-
nocimiento y ellos poderosos, amos del dinero, competitivos, guerreros,
compadreando con sus iguales con bromas pesadas y zancadillas y divir-
tiéndose con ello.
Cuando ellas pasan gran parte de sus vidas estudiando, nadie les ad-
vierte ni les hace ver, mirando a través del techo de cristal, lo que está
ocurriendo dentro. Sólo les hablan de tener un buen currículum y mu-
chos méritos y habilidades personales. Así es que muchas no pueden so-
portar la presión, otras se desengañan, a un gran número les cuesta la
vida misma mantenerse y otro tanto decide hacer oposiciones para ins-
talarse en oficinas públicas o en la enseñanza. Muy pocas de ellas viven
con satisfacción estas situaciones de presión y exigencia excesivas, a la
masculina. Por eso son tachadas de no apostar suficiente por sus carre-
ras, porque en el fondo lo que les interesa está fuera de aquí. Y en algunos ca-
sos sufren doble castigo: «mal si lo haces, mal si no lo haces». En el pri-
mer caso «te vas a quedar sola, nadie te querrá, no todo en la vida es el trabajo,
la empresa no es tuya…» y en el segundo «qué pena, con la carrera que lleva-
bas», «apuesta fuerte», «cárgate a quien sea».
Estas situaciones deberían servir para hacer reaccionar a los hombres
sobre su capacidad para romperse la crisma contra el cristal del techo y
aguantar sin protestas semejante presión o, muy al contrario, comenzar a
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desarrollar, conjuntamente con sus iguales las mujeres, nuevas estrategias


de poder que no pasen por la destrucción casi voluntaria de los otros
aspectos de sus vidas.
Las consecuencias de esta trampa —que se da en el ámbito ocupa-
cional, profesional, cívico o político— son duras para las trabajadoras y
empleadas en general y para las representantes o responsables políticas y
directivas o directivas en potencia en particular. Ellas reciben la malve-
nida por parte de muchos de sus compañeros varones y la despedida
sospechosa por parte de muchas de sus compañeras, que ven alejarse ha-
cia las alturas a alguna de las suyas. Se verán afectadas por una crítica
exacerbada ante sus decisiones, estarán expuestas continuamente a la
amenaza de no dar la talla, examinadas sin piedad y en riesgo de caer
del puesto en cuanto algún candidato varón se postule para el mismo.
El rumor (masculino y femenino) va a ser su peor enemigo, la rivalidad
su indiscutible oponente y el acoso y derribo un horizonte siempre
próximo 4. Mª Antonia García de León llama a estas mujeres «élites dis-
criminadas», pues son mal recibidas por sus iguales, las mujeres y los va-
rones del poder y mal miradas por las mujeres de la base. Se quedan ais-
ladas en un punto de falta de comunicación y de sensación de soledad,
sin reconocimiento a su altura, sin apoyo por debajo. Las mujeres des-
confían de las mujeres en cargos y les exigen que manden bien, pero
cuando éstas lo hacen «a la femenina», es que no sirven y si lo hacen «a
la masculina», es que son peores que los hombres, como ya hemos di-
cho anteriormente.
 ¿Imaginamos por qué una gran cantidad de mujeres desisten o son re-
emplazadas?
 ¿Y si sumamos la situación del techo de cristal a la del suelo pegajoso?
Todo esto suele producirse en las edades centrales de la vida, donde
es probable que aún se tenga una pareja de convivencia y ya se haya te-
nido descendencia.
Pero,

4
Esta situación se describe muy claramente en la obra de Mª Antonia García de León,
de la Universidad Complutense de Madrid, Herederas y heridas. Sobre las élites profesionales fe-
meninas, publicada por Cátedra Feminismos. Madrid, 2002.
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 ¿Qué pensamos en el caso de una mujer de unos cuarenta años, respon-


sable de una familia monomarental, con unas perspectivas de carrera ex-
celentes?
 ¿Aceptará tan ricamente cualquier propuesta de promoción interesante
para ella sin medir todos los potenciales dobles castigos (mal si lo hace,
mal si no lo hace), que probablemente tendrá que padecer?
El techo de cristal es una especie de castigo injusto, infligido a mu-
jeres que se han esforzado en sus carreras y han demostrado experien-
cia, conocimientos, destrezas y tesón, que se arriesgan por caminos no
trillados y que intentan subir el listón y cambiarlo de sitio ampliando
los límites clásicos que se han dado y se dan para la felicidad de las mu-
jeres. Ellas no son de plástico, hierro o goma. En sus vidas hay intentos
de originalidad y elección, sentimientos amorosos y amistosos, emocio-
nes y sentido del logro y ellas son las que tendrían que aparecer como
modelos innovadores y diversos para nuestras niñas y jóvenes. Pero,
 ¿Cuándo se va a dejar de preguntar a estas mujeres quién se ocupa de
sus criaturas, cuándo ve a su marido o si no se siente demasiado sola por
las noches?
 ¿Cuándo podrán verse libres de justificar continuamente dónde y por
cuánto adquieren su ropa o por qué han cambiado o no de look?
En realidad el modelo que presentamos está tan constreñido por el
techo de cristal que casi es de talla única: mujeres sin pareja de convi-
vencia y sin descendencia, o bien con hijas e hijos mayores, que viven
ya fuera del hogar familiar, aunque siempre habrá alguna super-woman-
abeja-reina que pueda con todo y así lo muestre a las demás, que salen
espantadas o bien de la mentira que supone, o bien del esfuerzo titánico
que se les presenta como normal y gratificante. Recordemos a estas im-
perturbables líderes o presidentas de compañías que no tienen rebozo
en explicar que todo eso se hace sin problemas, cocinando un poco más
durante el fin de semana 5.

5
Estas dos expresiones se han popularizado en los últimos años en el campo de los es-
tudios de género:
— Super-woman no es el equivalente a super-man (que sólo tiene que volar entre ven-
tana y ventana procurando no caer al abismo). Super-woman atiende a la perfección su tra-
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