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INFILTRADOS (LA SOCIETÁ)

Miguel Velando Cabañas


Infiltrados (La Societá)

Miguel Velando Cabañas


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iguel Velando Cabañas (11-10-1975, Madrid.) es Ingeniero Industrial por la
Universidad Carlos III de Madrid. Ha compaginado siempre su amor por la
literatura con su desempeño profesional en el área Técnica.

Autor novel, se estrena como novelista con un relato alejado de la novela


negra, lugar donde se encuentra más cómodo.

Lector ecléctico, interesado desde la literatura española del siglo XX, Miguel
Delibes, hasta la literatura Policiaca Inglesa (Conan Doyle, y Agatha Christie...).

Se considera un contador de historias, sacrificando la exquisitez del lenguaje


en aras de poder abarcar un abanico más amplio de lectores.
A mi esposa, que me animó a empezar a escribir y me ha seguido animando cada día.

A mis padres que me enseñaron lo importante que es leer. A mi familia y amigos,


mis primeros fans.
PRÓLOGO

Cuenta la leyenda que Dios creó a los hombres a su imagen y semejanza. Y


como Dios es amor, los amó poniendo a su disposición un bellísimo paraíso. Pero
el paraíso y su compañía divina no podían ser una obligación sino una elección.

El hombre debería elegir entre el amor y el egoísmo, y tendría que hacerlo


durante su existencia terrena.

Dios no quiso dejar solos a los hombres, y para cuidarles creó a los Angeles.
Éstos debían de hacer cumplir la voluntad de Dios en la Tierra, velando por los
hombres.

Pero tampoco quiso Dios librar a los ángeles de la libertad de elegir, y


durante el instante de su creación, tenían la libertad de elegir a Dios o rechazarlo.

Casi todos eligieron a Dios, pero unos pocos no lo hicieron y desde ese
momento encarnaron el mal.

Los hombres crecieron y se multiplicaron, y una y otra vez se equivocaron.


Dios, compadecido de ellos, les habló por medio de los profetas, pero ellos
rechazaron sus palabras.

Viendo la deriva de pecado y muerte, Dios decidió enviar a su propio hijo


para salvarles.

Los Angeles caídos también enviaron al mundo a seis diablos que se


encarnaron en seis hombres que formaron otras tantas familias.

Jesucristo predicó el amor del Padre.

Los seis demonios encarnados comenzaron a construir el infierno en la


tierra.

Jesucristo, muerto en la cruz y glorificado en la resurrección, volvió al cielo


donde permanece a la derecha del padre.
Las seis familias permanecen entre nosotros…
CAPÍTULO I

Gabriel caminaba por la acera de la calle Mokhovaya. No entendía las


razones que habían llevado a su tutor a enviarle a Rusia. La pequeña comunidad
Católica de Rusia poco podría necesitar de un joven sacerdote que había dedicado
su vocación al estudio de la historia de la Iglesia.

Todo había empezado cinco años antes. Él habría deseado dedicarse a la


labor pastoral, ordenarse e ir a aprender a ser cura a una parroquia de barrio,
atender los problemas de la gente normal, pero la Santa Madre le tenía preparado
otro destino.

—Gabriel, a veces uno ha de aceptar que la Iglesia le encargue misiones


alejadas de las ilusiones de uno —le dijo seriamente Juan Beltrán, formador de
Gabriel en el seminario—. Te pido que cuando entres en ese despacho, tengas la
mente totalmente abierta a lo que te proponga nuestro Cardenal.

Así será, padre —esbozó tímidamente Gabriel, con una mezcla de


nerviosismo y perplejidad. Al resto de sus compañeros los destinos se les habían
comunicado el día anterior, en una ceremonia solemne, con la presencia de dos
invitados por los seminarista, menos a él, que había sido convenientemente
avisado el día previo por su formador.

El despacho del Cardenal se abrió tras pedir autorización por el interfono.


Una voz dulce, la del secretario personal del Cardenal, había preguntado por quien
pedía paso al despacho del cardenal. La pregunta era redundante, una discreta
cámara enfocada hacia la puerta, permitía al servicio de seguridad saber quién
estaba en ese punto. Por no decir que, para llegar a las puertas del cardenal más
influyente del reino de España, había que tener un salvoconducto.
Gabriel y su formador entraron en el despacho dejando la puerta abierta. Las
ventanas del despacho que daban al exterior del edificio estaban tapiadas, fue lo
primero que llamó la atención de Gabriel. ¿Por qué condenar el despacho a recibir
la escasa luz natural que entraba por la ventana que daba al patio central del
palacio arzobispal?

La estancia distaba mucho de la imagen que se había hecho Gabriel del


despacho de tan insigne miembro de la Iglesia española.

Cardenal ya experimentado, don Álvaro Espínola era consejero de su


Santidad el Papa Benigno II y había adquirido una presencia en la vida pública
española que pocos Obispos habían conseguido. Hombre prudente, pero claro,
había desterrado el discurso recurrente de lo que no se debe hacer por un discurso
mucho más cercano al pueblo, más sencillo, enfocado en lo que sí había que hacer.

A Gabriel le caía bien el Cardenal, este sentimiento no le evitaba sentirse


raro en ese momento. El Cardenal jamás utilizaba su despacho personal para las
audiencias. Tras una mesa de despacho corriente y algo envejecida, aparecía la
puerta parcialmente abierta que daba acceso a las habitaciones privadas del
Obispo. Gabriel podría contarse entre las escasas personas que habían podido
traspasar la puerta hasta su lugar más íntimo de trabajo.

—Puede retirarse, si así lo desea —ordenó el cardenal con voz dulce al


obediente formador—. Si ya se encontraba descolocado, Gabriel terminó de caer en
un estado de vértigo nada favorable para su sufrida camisa, empapada ya de un
sudor frío. El obediente sacerdote saludó y salió del despacho sin hacer el menor
ruido.

No temas Gabriel, nada de lo que te voy a pedir excede tus capacidades.


Aunque sospecho que no eres consciente aun de tus capacidades —comenzó el
cardenal—. Se había sentado en un sillón de orejas con apariencia muy cómoda,
con una tela algo raída, fruto del mucho uso.

—Pero no te sientes en esa silla tan tiesa, da la sensación de que eres un


colegial que va a recibir la reprimenda de su profesor por haber hecho novillos —
según le hablaba el cardenal le ofreció sentarse en un sillón de orejas frente al suyo,
ligeramente ladeado, estratégicamente colocado para evitar mirar constantemente
a la cara a su interlocutor.

—Gabriel, la Iglesia tiene enemigos, ¿eres consciente? Preguntó el cardenal.


—Si, ejem, claro, es decir, me figuro que sí, ¿a qué se refiere su Eminencia?
—se permitió balbucear Gabriel.

Te ruego, Gabriel, que me tutees, te doy permiso; y te pido que me hagas ese
favor. Cuando uno es mayor y ha tenido que asumir ciertas responsabilidades,
pierde la noción de la familiaridad; ya no tengo familia que me diga las cosas claras
y me llame por mi nombre; echo de menos que se me llame por el precioso nombre
que me puso mi madre.

—Como desee su Eminencia, digo Álvaro, perdone Eminencia, digo Álvaro.

—No te preocupes, solo te pido que lo intentes. Gabriel, aunque tú no lo


creas, te conozco bien. Sé que copiaste en tu examen de selectividad en Ingles; sé
que desde pequeño creíste en una Iglesia diferente, donde la jerarquía serviría y no
sería servida.

—Eminencia, digo, Álvaro, esas eran ideas de juventud, pecados de


juventud.

—Gabriel, yo también creo en una Iglesia que sirve y no que es servida, y yo


también copié en tercero de Teología. También sé que tu familia no fue normal, es
decir, estándar, que tuviste que sufrir el peso de la droga en carne de tu mismo
hermano; sé también que siempre has tenido muy buena relación con personas del
colectivo gay.

—Es cierto, pero gente tolerante con nosotros, incluso alguno creyente... —
trató de justificarse Gabriel.

—No sufras. Gabriel, nuestros enemigos no son ellos —murmuró el cardenal


con aire misterioso y a la vez contento de saber algo que su interlocutor
desconocía.
—No termino de entenderle, mi Eminencia —desistió ya Gabriel del ridículo
tuteo.

—La sociedad está en peligro Gabriel, la gente cree, eso es inevitable, si no es


en Cristo, es en la lotería, en la suerte. Desde antiguo hemos librado una batalla
con él, hemos vencido batallas, pero creo que la guerra se está decantando a su
favor.

—No termino de entenderle, Eminencia.

—No es preciso que lo hagas —contestó el Cardenal—. Quiero que sigas


estudiando Gabriel. Quiero que te doctores. En la Universidad Canónica del
Sagrado Corazón de Roma, es una de las más prestigiosas Universidades del
mundo. Allí podrás formarte para ser útil a la Iglesia. ¿Qué te parece Gabriel?

—Eminencia, los deseos de la Iglesia son mis deseos —mintió Gabriel.

—Bien contestado Gabriel, pero los dos sabemos que tus deseos se parecen
bastante más a ser cura de barrio que a encerrarte a estudiar en Roma. Te he
elegido por dos razones, la primera porque creo que vales, tienes la inteligencia y
el valor necesarios, virtudes que desgraciadamente escasean en muchos sacerdotes
jóvenes de ahora. La segunda razón, ha sido precisamente que no quieres, que tus
deseos no son de estudiar para hacer carrera en la Iglesia. La providencia nos
enseñará si hemos hecho bien.

Cinco años de estudios, bastante tediosos para la opinión de Gabriel, le


habían hecho empaparse de todas las herejías surgidas en la Iglesia, de todos los
obispos, cardenales y Papas que la habían hecho zozobrar; sociedades secretas que
habían luchado contra ella en el pasado; las raíces profundas del anticlericalismo
de la revolución francesa. Había hecho un curso intensivo, pero a la vez extensivo,
de todas las teorías conspiradoras contra la Iglesia de los últimos veinte siglos.
Todo esto en el más puro estilo eclesial, libros, trabajos, estudios, pero ni pizca de
práctica. Y ahora, tres días después de doctorarse en Historia de la Iglesia, recibió
el encargo del rector de personarse en Moscú para participar en un Congreso
Ecuménico de Liturgia.
CAPÍTULO II

La calle Tre Pupazzi es demasiado oscura y siniestra para estar situada a


escasos cien metros de la vía Conciliazione, arteria principal que desemboca en la
Plaza de San Pedro. Esa noche Marco volvía a su apartamento de la vía Boezio
desde su oficina del Vaticano. Llovía, las gotas temblaban de frío en su tránsito
hasta convertirse en nieve, nieve qué, sin duda, caería esa madrugada.

Marco caminaba sin gracia, con aire aburrido, ni siquiera sus recientes
descubrimientos sobre posibles agentes dobles le habían conferido algo de ritmo a
este sacerdote con alma rutinaria. Sus análisis no eran especialmente intuitivos, era
complicado pasar su trabajo a «Powerpoint» e impresionar al Secretario de Estado.
Las varianzas y covarianzas y series estadísticas de su proyecto eran poco
«vendibles». Marco, estadístico de formación, trabajaba en el departamento de
análisis estadístico. No había podido explicar a demasiada gente a qué se dedicaba.
Una vez, en una entrevista rutinaria con el área de RRHH de la Secretaría de
Estado, había explicado con palabras llanas su cometido:

A partir de datos normales, móviles, gastos, todos aquellos datos que se


puedan recoger vía Internet, buscábamos posibles

«conspiraciones».

Marco, sin embargo, había realizado sus descubrimientos en tiempos libres,


sin el encargo de su superior.

—«Demasiados pájaros en la cabeza Marco» —le había espetado su jefe, tras


recomendarle un fin de semana sin su amante, el portátil.
Había utilizado información a su disposición y desclasificada para sacar
tendencias de aquellos que trabajaban para la secretaría de estado en su rama de
seguridad interior. Información aparentemente inocua. Pero que le había permitido
obtener conclusiones muy significativas.

El personal de seguridad interior tenía unos usos y costumbres muy claros,


en el terreno profesional y en la esfera del tiempo libre. Marco había analizado los
movimientos de los móviles corporativos. Los movimientos de todo el personal
analizado le habían permitido describir unos patrones de comportamiento que
seguían el 99 por ciento de los trabajadores de los servicios de Seguridad del
Vaticano. De esa inmensa mayoría solo, solo se desviaban un porcentaje mínimo de
personas. Gente que pasaba mucho tiempo en restaurantes caros y poco
frecuentados por el resto. En cierta manera, refugios donde jamás se encontrarían a
otro trabajador del servicio de seguridad. Había cruzado en esta investigación una
estimación de tendencias de gasto, personas cuyos gastos personales eran
significativamente más reducidos o más altos. Este cruce de tendencias le había
permitido identificar a un perfil muy raro, pero que se repetía en varios casos.
Personas del servicio de espionaje del Vaticano, que se movían por círculos
extraños y caros y que, sin embargo, gastaban poco dinero.

¿Serían gente simplemente diferente? ¿Serían por el contrario infiltrados? No


cabe duda de que fallos en su trabajo había, porque su jefe era uno de estos
«desviados» y, sin embargo, «no había persona más de fiar en todos los servicios
del Vaticano», pensaba Marco aquella misma tarde cuando presentó sus
conclusiones a su inmediato superior.

En estos pensamientos gastaba su tiempo Marco mientras apuraba los


últimos metros de la calle Tre Pupazzi. Inusualmente transitada esa noche, un
coche negro, con el motor en marcha parecía esperar a que algún amante
adinerado bajara de su visita a la infiel vecina. Enfrente, un hombre alto con
sombrero de anchas alas paseaba tranquilo en dirección contraria a Marco, al llegar
a su altura, se precipitó al suelo una carpeta, esparciéndose todos los papeles que
contenía. Marco, amable, se agachó para ayudar en el desaguisado que la lluvia
estaba haciendo en la documentación.

—Vete a descansar con tu Dios —pareció entender Marco de los labios del
misterioso hombre—. Había abandonado los papeles. Marco sintió un fuerte golpe
en su torso. El charco de agua de lluvia fue cambiando en textura y color a un rojo
muerte. El cuerpo de Marco, tendido en la acera, yacía sin vida, humilde, sin la
más mínima importancia. Nadie fue testigo de su asesinato. El hombre del
sombrero de alas recogió la documentación, tomó del cuerpo yaciente de Marco
todo aquello que ayudara a pensar que un terrible robo había acontecido aquella
triste noche. Guardó los efectos personales y el portátil de Marco y entró en el
coche. Al día siguiente la gente del barrio comentaría: «Cómo sigue golpeando la
droga esta ciudad» o «qué inseguridad dan los extranjeros…». Sería también la
sospecha de la policía.

Toda la investigación de Marco estaba en su ordenador portátil. La única


persona que sabía de su investigación era su superior inmediato, Marco había
muerto, ¿para nada?
CAPÍTULO III

Gabriel paró enfrente del número 17 de la calle Graynvoronovskaya. Nada


de su visita a Rusia tenía sentido, la reunión estaba prevista para el 21 de enero
pero aquel extraño personaje, en nombre del rector, le había sacado los billetes
para el 14. Con aire misterioso le había dado unas instrucciones de obligado
cumplimiento:

—Señor Fonseca —le comunicó con un tono muy similar al imperativo—


nada de cleriman, nada de camisas grises o negras. Ha de vestir usted como
cualquier turista español; y sí, hay varias Iglesias católicas en Moscú que usted no
va a visitar. Cuando necesite rezar, rece usted en su habitación, que Dios ve en lo
escondido. Lo mismo le digo respecto a celebrar la misa en la intimidad de su
hotel, porque sí, va usted a alojarse en un hotel. Hágame caso y todos saldremos
ganando. Por último, lleve siempre consigo este móvil, es importante que esté
siempre localizable.

Así terminó la conversación. Gabriel no pudo o no quiso contestar nada.


Aquel personaje parecía más un altavoz que una persona y él nunca había perdido
el tiempo hablando con una máquina.

A modo de aviso, encontró un sobre con los billetes y la dirección del hotel y
los bonos de pago en su taquilla. La cara de sorpresa de Gabriel era un poema. ¿No
se suponía que la taquilla era mi templo de privacidad? ¿Y si hubiera escondido
alguna sorpresa inconfesable?... La nueva vida de Gabriel comenzaba en ese
instante. La realidad estaba adelantando por la derecha a la rutina.
En el sobre había una nota junto al fajo de billetes rusos para los gastos:
«Nada de tarjetas de crédito, cobran mucha comisión y además no las puedes
utilizar».

Todo en Moscú era grande, desde el gigantesco y ya algo viejo aeropuerto, al


metro, con algunas estaciones pobladas de obras de arte, las avenidas, las plazas, el
recibidor de su viejo hotel, todo menos su habitación, pequeña, húmeda y
desangelada. Se consoló al comprobar que había países aun con un nivel de inglés
peor que el español. Este motivo de orgullo cañí se transformó en molestia en los
momentos en los que intentaba pedir algo de comer en restaurantes que no fueran
franquicias del otrora odiado imperio yanqui. Le llamó la atención el distante
carácter de los rusos, ellos tan blancos, con la cara roja, no se sabe si por el frío o
por el vodka, y ellas, en su mayoría de facciones proporcionadas y de un frío
atractivo. Pero lo que más le llamó la atención fueron los –17 ºC que le habían
congelado en el trayecto desde la salida de la estación de metro hasta su hotel
(apenas 500 metros), suficientes para hacer que sus orejas y nariz se esforzaran en
demostrarle que estaban ahí, heladas y rojas. Ahora entendía la razón de esos
estrambóticos gorros de piel con orejeras de los corresponsales en Moscú.

Tras cenar los frutos secos que había conseguido milagrosamente gratis en el
avión, salió a la mañana siguiente para dotarse de ropa que le permitiera
sobrevivir en aquel congelador sin puertas que era Moscú. Pobres tropas de
Napoleón; nunca imaginó que sentiría tal empatía por los invasores franceses.

Obediente, «disfrutó» de los dos días de turismo polar, visitando todas


aquellas atracciones que le iba chivando la guía que pudo descargarse al
smartphone, no sin un cargo de conciencia al desconocer las tarifas de Internet en
Rusia de aquel tremendo móvil, demasiado ostentoso, pensaba Gabriel. Disfrutó
especialmente de los interiores, aquellos lugares donde la temperatura superaba
los cero grados. La plaza del Kremlin le dio una extraña sensación fantasmagórica,
aunque no podría jurar si fue por lo impresionante del lugar o por el efecto del
lagrimal al congelarse. Dos días de metro, turismo, comida rusa y soledad.

Y ahora se encontraba en la dirección que le habían facilitado en Roma, había


paseado alrededor de la manzana para no llegar excesivamente pronto, pero su
paseo estuvo a punto de hacerle llegar tarde. Las manzanas en Moscú tienen una
longitud mínima de medio kilómetro, más aun en el barrio en donde debía
presentarse Gabriel, poblado de enormes edificios de la era soviética. Gabriel
agilizó el paso para evitar llegar tarde a su cita. Tocó el timbre del tercero B, o lo
que él entendió por tercero B (el cirílico seguía siendo un misterio para Gabriel).
Una voz ronca contestó en ruso (o en algo tan ininteligible como el ruso), Gabriel
intentó comunicarse en inglés, idioma que había perfeccionado en Roma, además
de aprender francés y alemán. Pero aquel vecino continuaba con su parrafada en
(ruso), cuando la puerta se abrió y dejó entrever un portal enorme y oscuro con un
pequeño resplandor al final, luz que provendría de una puerta mal cerrada,
Gabriel entró por la puerta confiado en la buena fe del vecino del tercero que por
fin habría entendido su mensaje conciliador. Un seco y duro golpe en la cabeza
permitió deducir a Gabriel que el vecino del tercero nada tenía que ver en esta
historia.
CAPÍTULO IV

Gabriel acababa de volver del lugar de donde nacen y crecen los grandes
dolores de cabeza. Como recuerdo de aquel lugar se trajo una terrible jaqueca que
se había alojado, cuán polizón, en su cabeza. Una luz cegadora contra sus ojos no
ayudaba a recobrar la serenidad después de tan dolorosa siesta. Al esquivar el foco
cegador pudo ver una especie de gorro grande, entendió que lo habían utilizado
para evitar que localizara el lugar a dónde le habían llevado.

Varias personas hablaban en algún idioma, incomprensible para Gabriel, tras


el muro de luz que impedía distinguirlos. Sería ruso, pero parece que las cosas
obvias no siempre eran lo que parecían.

—¿Quién eres y para quién trabajas? —preguntó con voz firme, pero
tranquila alguien detrás del foco, en un inglés perfectamente digno.

—Entiendo que ustedes sabrán quién soy, no creo que haya sido el elegido
para el secuestro de hoy —se sorprendió diciendo Gabriel.

—Tiene usted un peculiar sentido del humor señor Fonseca, de eso estamos
seguros; de lo que sí tenemos alguna duda es para quién trabaja usted.

—Pues tengo un jefe muy poderoso, con un punto de mala leche que bien
conocen en Sodoma —volvió a provocar Gabriel.

—Veo que no pierde usted el sentido del humor, ni temiendo por su vida —
comentó el misterioso interlocutor.

—En realidad no soy tan valiente, fui al lugar donde me envió mi rector y
ahí me encontraron ustedes.

—Entiendo que de una manera muy original, eso sí, yo tenía que estar aquí.
No deja de sorprenderme el peculiar sentido de la hospitalidad que tienen ustedes.

—Es usted el que no deja de sorprenderme, ¿pero qué tipo de individuo ha


mandado elVaticano? ¿No sabe usted para quién trabaja?

—Sé perfectamente que trabajo para la Iglesia, soy sacerdote, mi


indumentaria obedece a órdenes muy concretas de quien me envía aquí —se
defendió Gabriel.

El personaje apagó la luz cegadora, casi al instante un personaje alto con


cara de no entender nada de lo que se estaba hablando encendió la luz de la
habitación. De frente a Gabriel estaba sentado un hombre delgado, con una
elegante barba de Pope, de facciones aguileñas, ojos muy azules que parecía un
actor disfrazado de sacerdote ortodoxo; éste continuó hablando.

—Señor Fonseca, digamos que me puede llamar Vladimir. No es mi nombre


pero a los españoles les suena muy ruso y vale para entendernos. Soy el contacto
de la Inteligencia de la Iglesia Ortodoxa Rusa con la Iglesia Católica. Hace quince
días sufrimos un atentado, unos matones a sueldo tirotearon nuestro piso franco
en Moscú; murieron tres de nuestros agentes. Según mis informaciones, mi
organización está limpia. El tipo de ataque, totalmente indiscriminado, en el que
podía haber muerto cualquiera, solo se explica si no tenían a nadie valioso dentro,
y dentro estaban todos nuestros agentes. Hemos atado ciertos cabos sueltos.

Comunicamos al contacto del Vaticano que la manzana podrida era suya.


Pedimos también cambiar de contacto, pero queríamos tener un par de días para
comprobar sobre el terreno al nuevo contacto, y tú eres la respuesta a nuestras
oraciones.

Gabriel no salía de su asombro, de la noche a la mañana, había pasado de ser


un piadoso sacerdote estudiante de doctorado, cuya mayor aventura había sido
rellenar la matrícula en la imposible Web de la Universidad, a ser un agente secreto
de una organización del tamaño de la Iglesia Católica.
—¿Dónde está la información que os pedimos? El tono de voz de Vladimir
había tornado a ligeramente ansioso.

—Entiendo —comenzó a hablar pausadamente Gabriel— que entenderán


que tal información no la lleve encima, necesitaría volver a mi hotel.

—Hemos registrado su hotel, está limpio; en su móvil no hay ninguna


información, ni siquiera cifrada. A todos los efectos, y como suele hacer el
Vaticano, la información está en su cabeza.

—No le falta razón, parte de la información está en mi cabeza, pero la otra


parte, la que a ustedes no les vale de nada sin mí, está en mi hotel —intentó ganar
tiempo Gabriel.

No había nada en su cabeza, por lo menos que él supiera a priori, intentó


recordar todo lo hablado con el Rector, todas las instrucciones recibidas, todo
aquello que pudiera ser una clave. Tenía el tiempo justo del trayecto hasta su hotel
y los breves minutos que pudiera disimular en él, hasta tener que admitir que no
sabía nada...

Subieron a un coche oscuro con las lunas tintadas.Vladimir y los suyos


montaron en otro o eso entendió Gabriel, que no apreciaba nada al tener la cabeza
tapada.

—¿Alguien habla inglés? —Pregunto Gabriel.

—Sí señor, me puede llamar Boris.

—Entiendo que ustedes achacan el ataque a nuestro contacto.

—Sí, señor Fonseca.

—¿Se puede saber cómo no fueron a por Vladimir? Hubiera sido lo más
efectivo, ¿no?—Se interesó Gabriel.

—Claro que fueron por él, todos los disparos fueron contra su despacho, que
da al ventanal principal. Los heridos y los muertos fueron los compañeros que
trabajan justo detrás de su despacho, paredes de cristal, ya me entiende.
—¿Y cómo consiguió salvarse Vladimir?

—A esa hora siempre baja a tomar un café en compañía de su escolta, diez


minutos de descanso que le salvaron la vida, justo entraba por la puerta cuando
empezaron los disparos, quince segundos más y le hubieran acribillado.

Un instante de inspiración pasó por la presionada mente de Gabriel, recordó


las prohibiciones que enérgicamente le transmitió su rector y, entre ellas, la orden
expresa de no utilizar su tarjeta de crédito, ¿por qué no? Había entrado en el país
con su verdadera identidad, se había inscrito con su identidad, ¿qué más daría
sacar dinero con su tarjeta bancaria? ¿Es acaso más fácil piratear las tarjetas de
crédito que el listado de huéspedes de los hoteles de Moscú?

Siguiendo su intuición ordenó parar al chofer:

—Pare, pare el coche, necesito sacar dinero para poder acceder al hotel.

—No se preocupe —le sugirió Boris— se lo proporcionaremos.

—¿Y qué pensarán mis superiores si no saco la cantidad diaria? Es la manera


de comunicar que no me pasa nada…

—Para el coche en el siguiente cajero —debió de decir Boris en ruso al


chofer. Porque en apenas dos minutos el coche se detenía junto a un cajero.

Sacaron a Gabriel y lo pusieron literalmente contra el cajero.

—Si no les parece mal, necesitaría un mínimo de intimidad

—se quejó Gabriel ante la expectación de tres agentes mirando hacia el


cajero.

Los agentes se dieron la vuelta y Gabriel apenas pudo introducir su tarjeta.


Gracias a Dios, pensó, su única tarjeta de crédito. Tecleó su clave por la posición de
los números sin necesidad de verlos, ansioso por cerciorarse de si su intuición
había sido cierta o si estaba jugando peligrosamente a espías sin serlo y sin valer
para ello.

Tuvo que contener una exclamación de alegría al comprobar un mensaje en


italiano que decía: «Operación solicitada no válida, no olvide el comprobante».
¿Cómo en italiano? ¿Cómo no válida? Una tarjeta Visa te permite sacar dinero de
casi cualquier cosa que se parezca a un cajero.

Gabriel entorno brevísimamente la cabeza para ver a Boris haciendo lo


propio. El italiano y la expresión de decepción de Gabriel le quitaron a Boris las
sospechas. En un arranque de genialidad o de inconsciencia, Gabriel retiró la
tarjeta, pero olvidó retirar el comprobante. Cuando Gabriel ya se dirigía al coche,
uno de los agentes le entregó, con un tosco inglés, el comprobante. La jugada le
había salido bien, un segundo más y Gabriel habría tenido que volver a por él,
atrayendo todas las sospechas, pero había tenido éxito, tenía en su poder el
comprobante con un mensaje que solo él podía leer.

Apenas tuvo tiempo de meterlo en su bolsillo, otro agente no especialmente


dotado para la diplomacia le volvió a encapuchar. Gabriel midió los tiempos; daba
igual leer ese papel ahora que en diez minutos, en la tranquilidad de su habitación,
no debía precipitarse. La situación no era sencilla, esa gente pensaba que el
Vaticano era responsable o, cuando menos, cómplice del crimen contra sus oficinas
centrales.

El trayecto fue breve pero a Gabriel se le hizo eterno, dejó de toquetear el


recibo por temor a correr con su sudor la débil tinta del cajero.

Le quitaron el gorro aun en el coche y salieron con él dos agentes. Enseguida


identificó a Vladimir saliendo del coche y preguntando en ruso a Boris el porqué
de la repentina parada. No debió gustarle lo que le contestó Boris porque Vladimir
le dirigió una tremenda bronca que, aderezada con los peculiares requiebros que
permite el ruso, a Gabriel le sonó horrible—menos mal que Vladimir no iba en mi
coche— pensó Gabriel, intuyendo que si este hubiera ido con él, no le habría
permitido parar en el cajero.

Al recepcionista del humilde hotel no le debió de parecer extraña la


compañía del turista occidental, o por lo menos no quiso preguntar.

Al llegar a su habitación Gabriel, con la mayor naturalidad que pudo, con


voz segura pero servicial, pidió a Vladimir:

—Necesito cinco minutos a solas, no me voy a ir, la habitación no tiene más


salidas.
Gabriel mostró la habitación, convenciendo a Vladimir de que no mentía.

Ya en la soledad momentánea de su habitación, Gabriel leyó rápidamente el


comprobante que había recibido de aquel misterioso cajero donde se podía leer en
un perfecto español:

«Código verde: Agente Vladimir es doble al servicio de “la Societá”. Todas


las líneas pinchadas, prueba de culpa Calle Petronov 45, 6.»

Vladimir debía sospechar que el Vaticano sabía algo, debía impedir que el
Vaticano informara a sus superiores. Previa a la visita de Gabriel, había conseguido
sembrar en la cúpula de la Iglesia Ortodoxa la semilla de la desconfianza con los
católicos. Las rencillas históricas de la Iglesia Ortodoxa con la católica habían
hecho crecer la semilla plantada por Vladimir.

De esta manera reflexionaba Gabriel apurando sus dos primeros minutos. Lo


primero era memorizar y eliminar el comprobante. ¿Qué mejor escondite que la
archirevisada cartera de Gabriel, en donde guardaba todos sus documentos?

Gabriel trazó un plan que, por loco, le pareció posible. Era una locura
peligrosa, pero siempre hay una primera vez para poner los conocimientos de
relajación hindú.

A los cinco minutos pactados sonó la puerta, Gabriel, tendido en la cama,


con la camisa abierta por su costado izquierdo, no hizo siquiera gesto de
levantarse. Treinta segundos de rigor después, la puerta cedía ante una enérgica y
certera patada.

—¡Un médico! —pidió jadeante en español y en un tono muy bajo Gabriel.


Al no recibir respuesta repitió su petición en inglés, aun más jadeante y aun más
bajito.

Cinco minutos después, y tras ser reconocido sucintamente por Vladimir,


apareció un médico. Era la prueba de fuego del esfuerzo de dos años de Gabriel
aprendiendo técnicas de relajación hindúes. Un hombre, conociéndose
profundamente, era capaz de ralentizar su ritmo cardiaco y suavizarlo haciendo
muy complejo no confundirlo con un ataque al corazón.

El médico asintió con la cabeza a Vladimir,


—Este hombre necesita ir urgentemente a un hospital.

Por fortuna para Gabriel, el médico consultado era miembro de los servicios
de la Iglesia ortodoxa, una UVI móvil contaría con desfibrilador, instrumento
mortal al ser aplicado contra un corazón sano como el suyo, necesitaba ganar
tiempo y salir de la compañía de Vladimir.

Montado en un coche, Gabriel y sus captores parecieron recorrer cientos de


kilómetros hasta llegar a un hospital. Gabriel necesitó concentrarse al máximo para
simular un ritmo lento, pero firme y sonoro para evitar caer en las garras de un
mortal desfibrilador.

Monitorizado en un box destartalado de urgencias, Gabriel consiguió el


primero de sus objetivos: seis policías grandes como estatuas cerraron el paso a los
hombres de Vladimir. Gabriel contaba con poco tiempo hasta ser expulsado del
hospital por farsante, porque, volver a repetir el numerito hindú, le llevaría hasta el
mortal desfibrilador, y ese no era un plan atractivo para Gabriel.

Con su voz más patética y desesperada posible pidió a un enfermero con


pinta de políglota la presencia de un sacerdote, se identificó como religioso para
acentuar su petición.

Cinco minutos después apareció un sonriente y anciano sacerdote ruso.


Evidentemente, conforme al plan de Gabriel, este sacerdote no tenía noción alguna
de inglés. Utilizando la intermediación del amable enfermero políglota, Gabriel
consiguió que el anciano sacerdote llamara, desde un viejo móvil, a la oficina del
Pope Tijón II. Gabriel tomó el teléfono y dio unas breves explicaciones. Quince
minutos después de colgar, justo después de pasar la revisión médica, apareció un
sacerdote de mediana edad, bien parecido, que se presentó en un perfecto inglés
como Vicario del Pope Tijón II, es decir, número dos de la Iglesia ortodoxa Rusa.
¿Sería tan importante un sacerdote católico muriéndose en un hospital ruso para
tener el privilegio de recibir los servicios religiosos de tan elevada personalidad
Ortodoxa?

—Calle Petronov 45, 6 —le soltó Gabriel mirándole profundamente a los


ojos. Se estaba jugando el todo por el todo. Si alguna mueca de la cara delVicario
hubiera indicado algún conocimiento de esa dirección, Gabriel estaría perdido.
Pero no, la cara del sacerdote era de absoluta incomprensión.
—Tiene que ayudarme, como le he dicho por teléfono, soy sacerdote
católico, trabajo para la secretaría de estado del Vaticano. Los servicios de espionaje
ortodoxos recibieron un brutal ataque hace unos días. El responsable de todo era el
mismo responsable de los servicios secretos, un talVladimir. Todas las pruebas las
podría encontrar en esa dirección.

Gabriel tardó poco más de cinco segundos en recitar rapidísimamente su


mensaje.

La cara del Vicario había cambiado radicalmente, evidentemente había


reconocido el nombre de Vladimir, el brutal ataque contra su servicio de
inteligencia, pero, ¿cómo creer a ese aparente enfermo?

¿Pretende usted que le crea? ¿Qué desconfíe del máximo responsable de


nuestra seguridad? —Le espetó el vicario.

No le pido que crea nada, le pido que lo compruebe, evidentemente sin


echar mano de sus servicios de inteligencia. Si la información es falsa, no pierde
usted nada, si es verdadera, usted y sus superiores podrán dormir más tranquilos.
Además, ¿no le parece a usted sospechoso que el ataque se produjera exactamente
en el momento en el queVladimir estuviera en las oficinas, evitando sospechas,
pero lo suficientemente pronto para que este no estuviera en la silla que utiliza
todos los días? Por favor solo le pido dos cosas, que lo compruebe, y si es cierto,
que me ayude a salir del país.

El argumento debió de convencer al Vicario, porque su semblante se tornó


decidido, como preparado para acometer un acto heroico.

Una cosa más —dijo Gabriel. Vladimir y sus hombres están ahí afuera
esperándome.

No se preocupe por ellos, tengo buenos amigos en este hospital, usted y yo


no hemos estado nunca en este box, ahora por favor, sea obediente y
comprobaremos si son ciertas sus inquietantes noticias.

Tras unas breves instrucciones en ruso, entró en la habitación un enfermero,


o por lo menos así iba vestido, cargando una botella con un dispensador. Gabriel,
obediente, se dejó colocar en su boca el dispensador y, mientras su conciencia se
iba perdiendo en un sueño artificial, Gabriel pensó: ¿Y si este hombre lo que
realmente pretende es entregarme aVladimir? Demasiado tarde... Gabriel estaba en
manos de aquel jerarca de la Iglesia ortodoxa, que tenía que decidir si fiarse del
máximo responsable del contraespionaje de su Iglesia, o de un joven e inquietante
cura católico.
CAPÍTULO V

Aquel día, María había bajado a desayunar sola. La tarde anterior había sido
el funeral de Marco. Todo muy solemne, la magnífica basílica de San Juan de
Letrán había acogido el funeral de aquel sacerdote callado, trabajador de la
Secretaría de Estado del Vaticano.

Apenas 30 personas despidieron a Marco. Sin apenas familia y con un


carácter poco dado a las relaciones personales, solo unos pocos compañeros de
trabajo se habían acercado al funeral. Francesco Napolitani, el que fue jefe de
Marco, con cara de no saber muy bien qué hacer, esperaba el final del funeral
mirando descaradamente el reloj. A María todo le había resultado un poco frío,
pero los pensamientos de aquella mañana eran algo más preocupantes que sus
sensaciones en el funeral.

María apuraba el café con leche corto de café y el croissant a la plancha que
se había permitido comer, no sin grandes remordimientos de conciencia.

Era una mujer atractiva. Recién rebasados los treinta, media melena y rostro
agraciado, no era una mujer que pasara desapercibida. Nunca le había preocupado
su reloj biológico. Su fuerte carácter y su muy disimulada coquetería, hacían de
María una mujer muy atractiva a la par que temida. Mujer de un corazón sensible,
la gustaba rodearse de todos aquellos que necesitaran un poco de ayuda, o
simplemente de gente que no buscara constantemente simular ser algo más de lo
que realmente era.

Así había conocido a Marco. Tan poca cosa, con la costumbre de no levantar
apenas la mirada, percibió en él una sensibilidad y una bondad que ni el mismo
Marco imaginaba tener.
En los momentos en que el detallado trabajo de María le obligaba a un
merecido descanso en forma de café, María gustaba de acompañarse de Marco. A
veces se preguntaba si su compañero tenía o no desarrollada alguna faceta sexual.
Jamás hacía ningún comentario que pudiera dar alguna pista. Nunca le había visto
mirar de reojo el trasero de alguna secretaria de las que tienen por costumbre elegir
la ropa un par de tallas más pequeñas de las recomendables. Bien es verdad que
Marco era cura, pero a sus muchos homólogos en aquella oficina se les escapaba
una mal disimulada mirada hacia aquellas indiscretas secretarias.

Era un hombre tremendamente interesante, más allá de la apariencia tediosa


que mostraba a los que le conocían superficialmente. Pero ante todo, María
destacaba de él su tremenda humildad y su capacidad de pensar bien de todas las
personas.

Pero aquella mañana, entre bocado y bocado del croissant, a María se le


había quedado la mirada perdida, y no precisamente hacia el atractivo camarero
que cada mañana le recordaba que, además de ser una de las mayores expertas en
traducción de códigos encriptados del mundo, era un mujer como cualquier otra.

María tenía la mirada perdida porque no se podía creer lo que se le acababa


de pasar por la cabeza: Marco no había sido asesinado por un yonki.

Lo que aparentemente no tenía mayor sentido, iba cobrando más y más


cuerpo a cada segundo: ¿Por qué un yonki que asesina violentamente a un pobre
desgraciado se detiene a inspeccionar hasta los bolsillos interiores de la chaqueta?
¿Por qué se lleva su cartera con su identificación, pero se deja el monedero que
estaba en el bolsillo del pantalón?Y lo que era aun más extraño, ¿Por qué se lleva el
pendrive que Marco siempre guardaba en un bolsillo de su ropa interior? La
policía dijo que no había encontrado nada en ese bolsillo, y no dio mayor
importancia al indicar María que Marco siempre llevaba con él una copia de sus
trabajos recientes. Tampoco María estaba autorizada a contar a la policía a qué se
dedicaba Marco, ya que el departamento en donde ambos trabajaban exigía a todos
sus trabajadores un estricto compromiso de absoluta confidencialidad.

Pero ella sabía que a Marco le habían robado ese pendrive. Unos días antes,
dentro de las oficinas de la Secretaría de Estado, Marco se había metido la mano en
su ropa interior para demostrar a su amiga que sí, que había tenido que comprarse
unos calzoncillos con bolsillo interior para guardar el fruto de su reciente
investigación. Marco había tenido la delicadeza de volver a colocar el pendrive en
su escondite en el cuarto de baño de caballeros. La sospecha de María era sencilla,
Marco era demasiado bueno, nunca veía maldad en la gente y posiblemente contó
a alguien más su ingenioso sistema para esconder su tesoro: los frutos de su
reciente investigación...

Había sido a lo largo de un café, demasiado largo ese día, cuando Marco
había contado a María las conclusiones de su última y no oficial investigación.

María no terminaba de creerse que hubiera una quinta columna tan


numerosa en el Vaticano. Cerca de diez personas, le había adelantado Marco,
alguna de ellas de bastante o de mucha importancia. Marco no le podía contar
nada más, por lo menos allí, era demasiado peligroso. Un día quedarían y se lo
contaría todo.

María no estaba en el Vaticano precisamente por su inquebrantable fe. Se


había criado en una familia sin ningún sentimiento religioso, que mantenía una
actitud crítica contra la Iglesia. Sabía que este historial, absolutamente ateo, había
sido el principal hándicap de María para trabajar en el Vaticano. RRHH había
mostrado su negativa actitud de poner al lobo a cuidar de las ovejas. Solo el
empeño del Área de Encriptación permitió a María trabajar en la Santa Sede.

De los cuatro años que llevaba trabajando allí, pocas cosas le habían hecho
acercarse al lado espiritual de la vida. Salvo Marco que le había presentado otra
forma de plantearse la vida, de una manera trascendente. Bien es verdad que aun
ahora, tras interminables conversaciones, María no sabría explicar que era eso de
trascendente, pero sí era capaz de describir que las acciones de Marco nunca
fueron movidas por su propio logro profesional, ni siquiera por la pasión por su
trabajo, como era su caso, sino por un extraño, para María, sentimiento de amor a
la Iglesia.

¿Pero cómo puedes amar a la Iglesia, con todos sus defectos y siendo algo
tan mastodóntico y jerarquizado? —le preguntaba entre enfadada y sorprendida
siempre María cuando Marco zanjaba la conversación con esta afirmación: «Por la
misma razón que mi madre amó a mi padre hasta su muerte, no por que no tuviera
mil defectos, sino porque mi madre siempre creyó que, aun con esos mil defectos,
el mismo Dios le había puesto a mi padre para que la cuidara y la amara todos los
días de su vida, y ella, siempre creyó que mi padre así lo había hecho. Así creo que
la Iglesia me cuida y me ayuda».

Marco era así de adorable, es cierto que prácticamente no tenía amigos;


estaba desempeñando un puesto de trabajo claramente inferior a su capacidad
intelectual; no tenía dinero, y sin embargo se sentía amado y cuidado por la misma
empresa que le estaba maltratando. ¡Ay, si hubiera oído a María llamar empresa a
la Iglesia y maltratado a Marco! Para él, su trabajo era un servicio gratuito y la
Iglesia tenía la misericordia de regalarle un dinero que le permitía vivir más que
dignamente.

Todas estas extravagancias habían hecho a María llegar a querer a este


pequeño ratón de biblioteca, y le habían vaciado el corazón con su repentina
muerte a unos niveles que ni ella misma había podido imaginar.

Pero para María no había tiempo para nostalgia ni sentimentalismos. Todo


indicaba que a su amigo no le había robado un yonki en pleno mono, o por lo
menos, el asesino (yonki o no) tenía un encargo claro. Robando el portátil y su
pendrive, habían hecho desaparecer todo el trabajo de Marco.

María planeó un meticuloso plan de ataque. Quería corroborar si realmente


habían asesinado a su amigo y para ello nada mejor que investigar el posible móvil
de su muerte.

Al día siguiente María se acercó, en un descanso, a la mesa que fue de su


amigo.Ya no quedaba nada suyo, en su lugar estaba sentado un becario, sobrino
nieto de no sé qué cardenal (eso decían las secretarias de la tercera planta en el
café, como justificando su existencia).

El ordenador que aporreaba navegando de web en web no era el de Marco.

—Perdona, ¿el ordenador del chico que se sentaba aquí?

—pregunto María.

—No lo sé, yo llevo aquí dos días y este ordenador me lo han traído hoy,
recién sacado de la caja, lo estoy estrenando hoy... —contesto un imberbe jovencito
que no llegaría a los veinticinco años.

Sin desilusionarse por su primer fracaso, María telefoneó al servicio


informático, sin demasiadas esperanzas. Preguntó a la operadora por el disco duro
de su amigo.

—Mire, estábamos trabajando en un proyecto común, y necesito ciertos


archivos que él guardaba en su disco duro —se justificó María.
—Sabe muy bien que la directriz de esta organización es trabajar en red.
Como sabe, no hay copias de seguridad en local —le contestó con no demasiada
simpatía la operadora de sistemas.

—Tiene usted razón señorita —se cargó de paciencia María— el caso es que
no sé por qué, él decidió guardar esos archivos en el disco duro. ¿Podría hacerme
el favor personal de dejarme revisar su disco duro? —pidió María con su tono de
voz más servil y lastimero.

La operadora, a regañadientes, accedió a la petición de María; quedó con ella


en que a lo largo de la mañana pasaría un técnico por su despacho para mostrarle
los directorios del disco duro.

Al cabo de una hora, una persona, que le resultó conocida, se asomó a la


puerta de su despacho, de puertas trasparentes y compartido con una compañera
que en ese momento estaba de vacaciones.

María se acordó de este hombre, por su aire preocupado, habían coincidido


en el funeral de Marco. El sorprendente visitante no era otro que el jefe directo del
difunto amigo de María.

—¿Permiso? —preguntó Francesco Napolitani.

—Pase, pase —le contesto cortés María.

—Mira, no quería molestarte, no es nada importante, me han comentado de


Sistemas que has pedido autorización para revisar el disco duro de Marco, me han
consultado porque me comentan que la razón es por un proyecto en común. La
verdad, no me consta que nuestros departamentos estuvieran colaborando, por eso
he pasado a preguntarte.

María pensó rápido; en realidad no pensó, se dejó llevar por una intuición
nada positiva, detrás de las educadas y aparentemente inocentes palabras de
Francesco Napolitani, María percibió miedo y, ni corta ni perezosa, le soltó:

Perdona, ya sabes cómo son los de Sistemas, o les cuentas que el Papa en
persona me lo ha pedido, o todo son problemas. En realidad, Marco tenía las fotos
de un día que quedamos varios compañeros y él se animó a venir. Lo pasamos
muy bien y, después de lo que ha pasado, pues..., me hacía ilusión tener alguna
foto de ese día. Aunque, la verdad, no tengo ni idea de si las guardó o no en su
disco duro.
María soltó esta parrafada con una soltura rara en ella. Dio la entera
sensación de ser una compañera con nostalgia del compañero muerto, sin más.

—Perfecto —le contestó Francesco Napolitani—. Si te parece les comento a la


gente de Sistemas que no hay problema. A ver si no me hacen preguntas, ya sabes,
no me gustaría tener que mentir.

—Ok, a ver si hay suerte —contesto María con la mejor de sus caras
angelicales.

Media hora después un técnico de Sistemas llegó al despacho de María.


«¿Por qué yo tengo que torturarme cada día delante del espejo para ir
"convenientemente vestida" y a estos chavales les dejan venir a trabajar en
vaqueros y camisetas negras?», se preguntaba María al contemplar absorta la
imagen de inspiración satánica de la camiseta del técnico.Y todo esto en medio de
la ciudad del Vaticano. La Iglesia era un pozo sin fondo de paradojas.

—¿Le importa que le enchufe esto? —le pregunto el técnico a María.

—¿Cómo? —contestó sorprendida María por la coloquialidad de su


interlocutor.

—¿Qué si le parece que veamos el contenido del disco duro instalándolo en


su máquina? —intentó explicarse el técnico, sorprendido de que no le hubiera
entendido a la primera.

—Perdona, no te he entendido, pero seguro que es lo más razonable —


contesto María haciendo un gesto afirmativo al técnico.

María observaba absorta al técnico conectar lo que ella entendió que era un
disco duro en su ordenador. Se movía con una soltura sorprendente, tecleaba
extraños comandos a la par que fruncía el ceño, parecía que algo le estaba
contrariando, pero que a la vez le estaba retando y motivando.

Por fin, con aire derrotado, el técnico se dirigió a María:

—Me temo que este disco duro ha sido borrado a conciencia. He intentado
recuperar la información, pero este borrado no lo ha hecho un aficionado; se ha
asegurado que la información no se pueda recuperar. Para no aburrirla, le diré que
existen maneras de recuperar la información que se hubiera borrado de la manera
estándar, pero la persona que ha borrado este disco duro, se ha preocupado de
hacerlo a prueba de expertos, y créame, si se pudiera, se lo habría recuperado.

—¿Entiendo que no es lo que soléis hacer? —preguntó María.

—¡Que va!, hacemos un reset normal. Esto es algo muy raro. María no salía de su
asombro. Un informático del Vaticano le estaba informando de un sabotaje a uno
de los equipos custodiados por ellos y se lo estaba planteando como si se tratase de
una batalla de una especie de juego de rol. Pero la crítica abierta no era la estrategia
más convincente para obtener más información de aquel chaval, más bien al
contrario, la cara de María se tornó en pura admiración. El chaval, percibió que
había impresionado a su interlocutora. Detrás de su pasión por la informática,
había también un hombre joven que había sabido percibir el atractivo de una mujer
como María, con un aire desconcertante de seguridad, que le estaba pidiendo
ayuda. Su cara reflejaba admiración, quién sabe, lo mismo aquel trabajo le podía
proporcionar unas cervezas a la salida del curro con una de las empollonas de la
Secretaría de Estado.

—Perdona, ¿cómo te llamas? Me da reparo llamarte tú. — pregunto María


con su mejor sonrisa.

—Alex, para servirla —contestó el chaval.

A María estuvo a punto de escapársele una carcajada, la contestación de


Alex había sido más propia de la criada de «Lo que el viento se llevó», que de un
joven en pleno siglo xxi.

—Alex, ¿y quién habrá podido hacer esto? Supongo que este disco duro lo
tenéis almacenado vosotros... ¿no?

—¿Nosotros? Ya le digo yo que no hemos sido ninguno de nosotros ¿para


qué? Es más, si algún compañero hubiera querido hacerlo, dudo que hubiera sido
capaz. Se hubiera limitado a un simple formateo del disco. Lo que han hecho aquí
es algo mucho más complejo y definitivo.

María estaba completamente alucinada por la indiferencia de Alex. Alguien


había entrado en sus instalaciones, había cogido un disco duro, le había hecho mil
perrerías para hacer inservible su contenido pasado y, a Alex, esto no le parecía ni
una pizca de extraño. Ahí estaba, mirando fijamente a María, o este chico era tonto
o... O estaba fijamente absorto en la blusa blanca demasiado lavada de María.
Aquella misma mañana había hecho cónclave personal para decidir si jubilar esa
blusa por los kilómetros que ya acumulaba, pero el cariño, lo bien que le sentaba y
la pereza de buscar nuevo conjunto, le habían hecho desistir de su jubilación. Su
pereza le había llevado a tener delante suyo un freak mirándola descaradamente
de cuello para abajo sin el menor disimulo.

Olvidándose del desagrado que le provocaba la escena, se centró en su


interlocutor, le despidió con su mejor sonrisa diciendo.

—Mil gracias Paolo, digo Alex, otra vez será.

—No, sé, estaba pensando… —balbuceo Alex. María se estaba temiendo lo


peor, temor que confirmó Alex en la segunda parte de su balbuceo.

—Pues eso, que lo mismo al salir del curro te apetece tomarte una cerveza.
Terminó por decir Alex, inspirado por la mirada que pocos minutos antes le había
dedicado María.

En décimas de segundo por la cabeza de María pasaron las más cortantes e


hirientes frases para dedicar a Alex, pero su analítica cabeza detuvo su
espontaneidad una vez más. Descartó cualquier contestación humillante y se
decantó por ladear la cabeza, forzar su tono más ñoño y contestar al pobre Alex:

—Te lo agradezco Paolo, pero hoy toca compra en el híper. Ya sabes, un


marido hambriento y tres hijos pequeños se comen todo lo inimaginable.

La cara de Alex era un poema; se le había quedado la sensación de haber


intentado ligar con su madre y no sabía exactamente dónde meterse. Con un
«hasta luego» apenas perceptible desapareció del despacho en el que María ya
caminaba hacia su mullida silla. Una vez en él, arropado por aquel viejo modelo de
silla del que se había negado a desprenderse por dos veces, se planteaba
seriamente su situación:

«¿Y si el jefe de Marco no se había tragado su angelical discurso de fotos de


borrachera con amiguete del curro? ¿Y si, como todo parecía indicar, el jefe de
Marco tenía mucho que ver con su prematura muerte y en caso de verse
amenazado, no dudase en darle pasaporte también a ella?»

Un estremecimiento extraño recorrió su cuerpo, una sensación que nunca


había sentido o por lo menos nunca con tanta intensidad. Tal vez, en aquellos
horribles años de la adolescencia en los que nada salía como quería o por lo menos
como ella planificaba... Desde su entrada en la universidad su vida había estado
perfectamente controlada; incluso los retos más importantes, como incorporarse al
servicio del Vaticano, privilegio de poquísima gente, habían sido detalladamente
planificados, y si en vez de un sí, hubiera recibido un no por respuesta, también
hubiera sido una respuesta esperada y razonable.

Pero aquello no era previsible ni controlado, se había metido en un asunto


nada claro y que, le costaba reconocerlo, podría sobrepasar sus propias
capacidades.

En el subconsciente de María latía una necesidad profunda de lanzarse a lo


desconocido. Hasta ahora, su racionalidad había sido capaz de ahogar sus
profundos deseos de aventura. La muerte de un amigo, de una buena persona,
había desestabilizado la vida previsible y aburridamente ¿feliz? de María.

—Piensa María. ¿Qué debo hacer? ¿Qué es lo prudente?

¿Qué es lo ético?

María dudaba de si lo más razonable era abandonar aquella investigación


pero, ¿y si hicieron una copia del disco duro de Marco y comprueban en su portátil
que no existen las dichosas fotos? Que no hubiera nada en el ordenador del trabajo
era normal, pero que no hubiera nada tampoco en el portátil personal...

¡ni una foto!

María se encontraba en una situación embarazosa, parecía que hacer lo


prudente era precisamente lo más peligroso, el futuro imprevisible, su mayor
enemigo hasta este momento. Parecía que abandonar la investigación era la única
elección posible, sin embargo parecía ser la opción más peligrosa.

Necesitaba pensar deprisa; en principio eso no era complicado para ella,


pero esta situación era diferente, no era un problema escrito en un papel más o
menos antiguo, como era su trabajo de encriptación. Esta vez se trataba de su
propia vida, de un asesinato, de pruebas, y de una sospecha de culpabilidad más
que razonable.

Pensó en Francesco Napolitani, el jefe de su difunto amigo. Todo parecía


indicar que era culpable. Pero aquel personaje tan tosco, tan nervioso, no podía ser
el cerebro de un crimen tan bien planificado. En esta partida de ajedrez mortal,
Francesco Napolitani solo podía ser un peón, eso sí, un peón muy bien colocado,
pero nunca la reina.
Intentó recordar la conversación que mantuvo con Marco sobre el misterioso
proyecto, recordó que aquella vez fue la primera que quedó con Marco fuera de la
oficina. —«Las paredes oyen», le había susurrado Marco en el café.

Más extraño aun le pareció el lugar de encuentro. Roma tenía multitud de


plazas y cafés maravillosos en los que encontrarse, pero Marco la citó en un
lúgubre bar, en un barrio residencial de clase media, en un bar enorme, casi vacío.
Él la estaba esperando en la mesa más alejada de la barra. Iba disfrazado al estilo
de película de Hollywood. La verdad es que su disfraz, torpemente seleccionado le
daba un aspecto extraño que atraía las miradas curiosas de las pocas personas que
en ese momento estaban en el bar.

—No quiero aburrirte con temas estadísticos pero, de la manera más sencilla
posible te voy a explicar en qué consiste mi estudio y sus conclusiones.

Durante hora y media Marco detalló con una innecesaria profundidad los
entresijos estadísticos de su proyecto, tal vez animado por la respetuosa mirada de
su interlocutora. Pero María, que no quería interrumpir a su apasionado amigo,
repasaba mentalmente todos los quehaceres que le esperaban en su casa justo
después de dejar a Marco. No se atrevió a interrumpir a Marco, sencillamente,
porque el tono de éste era tan pasional, hablaba de una manera tan
desacostumbrada de su proyecto, que María no quiso romper este fugaz hechizo
que estaba momentáneamente convirtiendo a Marco en un hombre lleno de fuerza
y confianza en sí mismo.

Por fin, tras la introducción de hora y media, Marco procedió a contar a


María las conclusiones del mismo... María, que ya había vuelto mentalmente con
Marco, escuchaba la ristra de presuntos topos completamente alucinada, bien es
verdad que apenas conocía de vista a alguno de los diez supuestos topos
identificados por Marco aunque, claro, diez eran muchos, Marco entendía que
tendría que depurar un poco el algoritmo.

María recordaba esta conversación con una mezcla de tristeza y emoción,


intentaba buscar en ella algún detalle que le permitiera caminar hacia algún
camino que aportara luz a su recién iniciada investigación.

Trataba de recordar, pero un espeso velo de distancia se lo impedía.

Decidió coger su pequeña moto blanca, tan típica de aquella milenaria ciudad y
desplazarse hasta aquel desvencijado café del extrarradio de la Ciudad Eterna.
Perdida, a punto de desistir de encontrar aquel café, por fin lo encontró justo en el
lado de la calle que ella hubiera jurado que era imposible que estuviera. Sentada en
la misma mesa que un mes antes había compartido con su amigo, cerró los ojos e
intentó recordar todos los detalles de aquella conversación. El ruido de la máquina
de café y el bullicio del bar le ayudaban a concentrarse. María tenía una memoria
fotográfica, que le permitía recordar conversaciones si tenía una referencia
sensorial que la enlazara con alguna de ellas. Con los ojos apretados fue
recordando toda la conversación.

En realidad recordó aquel fragmento que realmente escuchó: el final, la


conclusión; percatándose de que, aparte de algunos nombres, no tenía nada que le
pudiera valer como prueba. Pero una extraña sensación, tal vez una intuición
femenina, algo desconocido hasta ahora para María, le hacía continuar con su
ejercicio, como si su mente la estuviera diciendo, «Continúa, estás cerca, no te
rindas».

Intentó entonces recordar la primera parte de la conversación, la que versaba


sobre el proyecto en sí. Intentó recordar las líneas básicas, bien es verdad que no le
prestó apenas atención, pero María era lo suficientemente inteligente como para
poder coger someramente el hilo de una conversación, aun sin haber estado atenta.

Fue recordando cada parte de la misma, de repente, una mano se acercó


demasiado a María, estremecida, María dio un respingo imaginándose una
amenaza. La voz cálida y preocupada del camarero la tranquilizó:

—Perdone señora, no pretendía asustarla, pero la he visto tan mala cara,


sudando, encorvada, que me he acercado a ver si le pasaba algo.

—No se preocupe, muchas gracias.

María volvió a sumergirse en su compleja investigación, recordó partes de la


conversación, pero ahí no estaba la clave. Debía de buscar algo extraño en ella, algo
que le permitiera tener una pista.

¡Eureka!, gritó mentalmente María en medio de la compleja y técnica


introducción de Marco. Éste hizo un extraño paréntesis para hablar de un alejado
monasterio. Fue justo cuando estaba hablando de paz y tranquilidad para depurar
su estudio. María también recordó que Marco, infatigable trabajador que dedicaba
la mañana de los sábados al trabajo, había faltado al mismo un par de ellos (no
porque ella hubiera sido testigo, sino porque él mismo se lo había comentado en el
habitual café de los lunes) Pensó que, a lo mejor, Marco había marchado el fin de
semana a ese lugar para poder terminar su trabajo. Pero ¿cuál era el misterioso
monasterio?

La cabeza de María funcionaba a pleno rendimiento; recordar era una tarea


cansada, con efectos secundarios. María intentaba encontrar en algún lugar de su
cabeza algún indicio que le permitiera identificar alguna pista.

Y de repente recordó: Los intercambios de correos electrónicos entre ellos no


eran habituales. Ambos eran personas que se concentraban tan profundamente en
su trabajo que no gustaban de alternar su quehacer diario con este tipo de
conversaciones.

Pero aquella vez fue una excepción. María encontró una noticia en la versión
digital de la República, justo antes de acostarse, que le llamó poderosamente la
atención. Cortó el enlace y se lo envió a su correo electrónico del trabajo. A la
mañana siguiente, rebotó ese correo a Marco. El artículo describía nada menos que
una supuesta inversión dudosa de varios obispados italianos en empresas
relacionadas con la Mafia. Marco no había sido demasiado receptivo con la noticia
y habían comenzado una surrealista discusión digital.

María recordó que en medio del furor de la batalla Marco le puso como
ejemplo, no recordaba muy bien por qué, la honestidad y el desprendimiento de
una comunidad de monjes de la alta Toscana.

María salió del bar olvidando pagar la cerveza sin alcohol que, sin sed, había
pedido. El camarero, en una carrera impropia de un hombre de su edad, le recordó
amablemente que se le había olvidado pagar. María, aturdida dejo cinco euros y
salió corriendo, arrancó su moto y recorrió a toda prisa, algo inusual en ella, la
distancia que le separaba de las oficinas del Vaticano. No cayó en las posibles
dificultades para intentar acceder un viernes a las ocho de la noche de un frío
febrero, hasta que el guardia de seguridad le impidió el paso a la oficina.

—Perdone señorita, necesita usted una autorización especial para entrar a


esta hora en las oficinas de la Secretaría de Estado

—replicó el guardia.

—Pero si le estoy enseñando mi documentación, paso cada mañana. Esta


misma tarde salí de aquí a eso de las cuatro...
—No lo dudo señorita, pero eso era esta tarde, a partir de las siete de la
tarde se necesita un permiso especial.

María estaba a punto de perder la esperanza de poder consultar su correo


cuando vio, por el rabillo del ojo, un ordenador en la garita del guardia de
seguridad.

—Perdone señor, ¿tienen ustedes conexión al correo electrónico?

—Claro señorita, nosotros también somos trabajadores del Vaticano.

—Mire, solo necesito consultar un momento mi correo, ¿me pueden dejar


introducir mi clave y contraseña? Será un segundo.

—El guardia pareció dudar un instante, la rígida normativa y la formación


recibida le estaba poniendo el no en la boca. Se salía del protocolo, por lo que ante
la duda, debía decir que no, pero Giorgio no era un guardia al uso; ¿qué mal podía
hacer dejar a aquella bella mujer consultar? Estaba claro que si no era trabajadora
del Vaticano y no tenía clave ni contraseña, no podría entrar...

—De acuerdo señorita, pero deberé supervisar la operación para cerciorarme


que no hace ninguna ilegalidad; si acepta esta condición no tengo inconveniente.

María sonrió y se acercó a la garita.

Asintiendo con la cabeza María, se acercó a aquel antiguo ordenador y


procedió a meter su usuario y clave bajo la atenta mirada del guardia de
seguridad.

María navegó por la intranet del Vaticano hasta poder conectarse a través de
ella al correo electrónico corporativo. Agradeció su maniática costumbre de
clasificar todos los correos, pudiendo encontrar rápidamente en la carpeta de
«Personales» la conversación mantenida con Marco.

Tuvo que abrir varios correos hasta encontrar aquel en el que Marco hacía
referencia al misterioso monasterio; se refería a la Abadía Benedictina de San
Emiliano en Congiuntoli en Isola Fossara, a unos 230 kilómetros de Roma en
dirección nordeste, en medio de los Apeninos.

Un deseo profundo empujaba a María a dirigirse inmediatamente a la


Abadía. En principio era un plan descabellado. ¿Qué podría encontrar allí? —se
preguntaba mientras agradecía al guardia el detalle y se despedía de él.

Su deseo de ir a aquel misterioso lugar era demasiado fuerte como para


rechazar la idea. El racional cerebro de María empezó a buscar razones que
justificaran la decisión que su corazón ya había tomado.

Tardó poco en encontrar razones de peso. Si el jefe de Marco no se había


tragado el cuento de las fotos en el disco duro, todas las sospechas se dirigirían a
ella. Además, si había alguien en la oficina al que Marco podía haber contado sus
investigaciones era a ella. No hacía falta ser muy observador para saber que Marco
y ella compartían cafés de una manera relativamente frecuente.

Pero una tercera razón apareció en su cabeza preocupándole y metiendo aun


más prisa a su voluntad de volar hacia aquella misteriosa Abadía. Si los supuestos
asesinos de Marco habían sido capaces de borrar con total diligencia y rapidez el
disco duro de Marco, ¿por qué no iban a tener capacidad de controlar su correo
electrónico? Es más, seguro que ya estaban al corriente de que se había conectado a
esas extrañas horas. Si de verdad había espías dobles en la Secretaría de Estado, sin
duda, ahora ella era sospechosa.Ya no había vuelta atrás, María tenía que llegar
hasta el final.

La seta de contaminación protegía a Roma del intenso frío de febrero,


además la relativa cercanía al mar hacía suavizar el clima romano. El frío se hizo
notar en apenas 30 kilómetros de la salida de Roma por la «autoestrada» que une
Roma con la Toscana. Un viento gélido unido a una tremenda humedad
presagiaban un trayecto nada confortable. María no era aficionada al coche, y
mucho menos en invierno y de noche. Las «autoestradas» italianas, con sus
estrechos carriles y la peculiar forma de conducción de los italianos, hacían casi
una aventura de riesgo recorrer los apenas 230 kilómetros que separaban Roma de
la Abadía Benedictina de San Emiliano en Congiuntoli en Isola Fossara.

El Tom-Tom hacía sentirse a María como la mujer más imbécil del mundo;
ella que había estudiado duramente para no tener que obedecer ciegamente a
nadie, que había sido la alumna más guerrera de aquel colegio de las hermanas del
Sagrado Corazón, donde sus padres (personas más bien ateas) se habían
empeñado en meterla. Y ahora se encontraba obedeciendo ciegamente a un
cacharro tonto, con voz desagradable que le dictaba instrucciones incomprensibles
y casi siempre retardadas. Pero María sabía que enfrentarse ella sola a este viaje
con un mapa de carreteras era una empresa demasiado complicada. En su infancia
y juventud no había querido nunca reconocer sus dificultades para entender
rápidamente un mapa, cosa que su hermano pequeño, tan poco aficionado a los
estudios, hacía con pasmosa facilidad.

María se sumergía en estos pensamientos mientras recorría lenta, pero


tenazmente, los kilómetros de autovía que le separaban de su destino. No quería
preocuparse. Todavía le quedaban más de 170 kilómetros de carretera, 40 de ellos
de montaña.
CAPÍTULO VI

María había tardado una eternidad en recorrer los 126 kilómetros de


carretera que separaban la autovía de aquella recóndita abadía. Ella era consciente
porque aun haciendo una noche horrible de aguanieve y fuerte viento, nada menos
que seis coches la habían adelantado.Y muchos de ellos la habían despedido con
una sonora pitada. Ir a esas horas a 40 kilómetros/hora era ser excesivamente
prudente. Ella apenas les había visto, un terrible vaho se expandía por todos los
cristales, haciendo apenas perceptible una pequeña franja en la luna delantera del
coche. Paradójicamente, fue precisamente esa capa de vaho la que había salvado la
vida a María.

Atravesó el último pueblo antes de llegar a la abadía. Isola Fossara era un


precioso pueblo medieval que aun mantenía un centro urbano prácticamente del
siglo xiV, pero María apenas tenía ojos para seguir la serpenteante carretera que le
llevaba hasta su ansiado destino.

Ya estaba saliendo del centro urbano cuando, inadvertidamente, María


distinguió entre las fortísimas rachas de aguanieve que impedían la visión, una
figura masculina vestida con un hábito oscuro, calado y con capucha, como si de
un monje se tratase. María sintió una tremenda empatía por ese pobre monje que
tendría que recorrer entre el frío y la lluvia los kilómetros que le separaban aun de
la abadía, se detuvo a la altura del empapado monje.

—Perdone señor, ¿quiere que le lleve hasta la abadía?

—No se moleste señorita, solo es un poco de lluvia y frío.

—Se escudó torpemente el monje.

—Perdone, no me he presentado, mi nombre es María; trabajo en la


Secretaría de Estado del Vaticano, soy, o era, compañera de Marco, creo que
ustedes le conocían bien.

—Claro María, Marco nos habló mucho, y bien de usted.


—Exclamó lleno de alegría el monje mientras se sentaba en el asiento del
acompañante olvidando sus recientes reparos.

—Pero, ¿cómo no ha empezado por ahí? Como entenderá, un monje no debe


subirse en el coche de una joven desconocida. Pero usted es para nosotros como
una amiga, de tanto y tan bien que nos habló Marcó de usted.

—Por favor, si le parece bien tutéame, ya que nos conocemos. En la cabeza de


María se debatían dos sensaciones contrapuestas: por un lado el malestar de ser
objeto de conversaciones de terceras personas, pero enfrentado a este sentimiento,
estaba el halago que las palabras del monje habían despertado en ella.

—Si no es indiscreción, ¿en qué términos hablabáis de mí? No me siento tan


importante como para ser motivo de conversación de personas tan espirituales.

Le salió a María una expresión un tanto pedante. Nada más terminar de


vocalizar la última palabra, ya estaba arrepentida de haberla pronunciado.

—No te preocupes, es normal que sientas cierto recelo al descubrir que se ha


hablado de ti en una abadía, y más, si tampoco sabes muy bien a que nos
dedicamos en una abadía. Mi nombre es hermano Paolo, soy el responsable de las
relaciones con el exterior, compro, vendo, soluciono los problemas del día a día
que no somos capaces de solucionar por nuestros propios medios. Una vez
presentado, debo decirte que Marco te amaba mucho.

Un evidente sonrojo cubrió la cara de María en un instante.

—No sufras querida María, nuestro vocabulario no es exactamente el tuyo,


decir que Marco te amaba no significa que no sintiera profundamente su vocación
sacerdotal de servicio a la Iglesia. Significa que sentía un tierno y profundo deseo
de que fueras la mujer profundamente feliz que Dios quiso que fueras cuando te
creó.

Marco sabía de tu férreo sentido ético, de tu disciplina en el trabajo, y de la


misericordia que reina en tu corazón, pero, sobre todo, nos hablaba de tu
potencialidad.Ya sé que te está sonando a chino, pero la potencialidad no es otra
cosa que a lo que estás llamado a ser en esta vida, hay gente, que se queda
encerrada en sí misma y en sus insignificantes sueños, sin querer levantar la
mirada y decir que sí a la vida llena de aventuras que Dios nos tiene preparada.
Digamos que Marco te veía a punto de dar el salto a una nueva vida,Vida con
mayúsculas.

María estaba absolutamente alucinada; si antes de recoger al monje su


velocidad era lenta, en este momento el coche apenas avanzaba. María no podía
quitar la mirada de aquel monje de unos sesenta años que le estaba hablando de
vida plena, llena de aventuras, de sueños verdaderamente grandes, él, que había
decidido renunciar a cualquier tipo de aventura para ocultarse tras unos muros
gruesos y fríos.

Pero, haciendo un ejercicio cercano al espiritismo, Paolo, tal vez guiado por
la cara de asombro de María, dirigió hacia ella su mirada más tierna y más
pausada, continuó.

—¿Que cómo yo, un monje encerrado entre unos muros, que no vive la vida
real puedo hablar de vida con mayúsculas y de aventuras, de sueños realmente
grandes?

De aquí a que lleguemos, por muy despacio que vayas, no puedo conseguir
que lo entiendas, y no por las palabras que te pueda dedicar para explicártelo, sino
porque las cosas verdaderamente importantes tienen su momento para ser
entendidas.

Pero María, absolutamente alucinada por cómo aquel maduro monje le


había leído el pensamiento.... Le preguntó:

—Inténtelo, no me considero una mujer tonta, pondré toda mi intención e


interés.

—Los monjes —contesto Paolo— como el resto de personas que viven


aparentemente ocultas o escondidas en miles y miles de conventos y abadías, no
huimos de nadie, más aun, recibimos una llamada y hemos ido en su búsqueda.
Los problemas de convivencia de una abadía son básicamente los mismos que los
que te puedes encontrar en cualquier familia, que además trabaje junta, coma
junta, etc. La vida de religioso no es fácil, pero hemos sido llamados a una gran
misión. La mayoría de los cristianos, cuando rezan, se acuerdan únicamente de sus
necesidades particulares. Nosotros somos los encargados con nuestra oración, de
tejer la tela de araña que Dios necesita para poder llegar a cada uno de nosotros,
para poder acercarnos la gracia...

—¿Cómo? —no pudo contenerse María.

—Imagina que la comida que comieras tú, sirviera para quitar el hambre de
un par de niños en un país con hambre crónica, ¿no comerías seis o siete veces al
día para poder aliviar el hambre de cuantos más niños hambrientos mejor? Pues
nuestra labor es la misma, nuestro hambre no es otro que el hambre que todo
hombre tiene de Dios. Nuestras oraciones son aquellas que tantos y tantos hombres
no pueden o no quieren dedicar a Dios, y con nuestro esfuerzo, esas oraciones son
dirigidas a Él. Pero no porque Él las necesite, es porque nosotros las necesitamos.
Digamos que los hombres de oración nos sentimos como pequeños artesanos de
Paz, construyendo humildemente oraciones.

María estaba absolutamente hipnotizada con la cálida voz del monje. No


sabía si era esa peculiar visión de lo que hacían tantos y tantos miles de hombres y
mujeres encerrados voluntariamente; el timbre cálido y atractivo de aquel monje
maduro, o la increíble seguridad de sus palabras. Era como si Paolo no necesitara o
no le importará en absoluto convencer al mundo; simplemente trasladaba a María
algo que era así, lo creyese o no, pero alejado de cualquier pretenciosidad. No
hablaba desde el pedestal de los iluminados por el orgullo. Tal vez fue esa
tremenda y humilde seguridad la que había dejado en estado de shock a María.

—Perdona María, toma ese camino que sale a la derecha, va a dar al parking
de la Abadía y nos ahorramos todo el empedrado de la entrada.

María obedeció a Paolo como se obedece a un sabio, sin plantearse el pavor


que le daba meter su pequeño utilitario por aquel horroroso camino oscuro,
seguramente plagado de piedras sueltas que romperían no sé qué parte de los
bajos del coche, como ya le había ocurrido alguna vez. Pero estaba bajo el poder
hipnótico de aquel sencillo monje.

Recorrieron los escasos doscientos metros de camino de buen firme que


separaba el desvío de los bajos de la abadía que hacía de improvisado parking.

—¿Cuál es el motivo de tu visita María? —preguntó con gesto serio Paolo.


Dime por favor la verdad, hay algo que no me cuadra.

María dudó un segundo, pero aquel fraile le había hablado con tal devoción
de su misión en la Iglesia que no podía ser uno de los malos.
—No sé si Marcó os habló o no de su última investigación. Te resumo
porque creo que no tenemos mucho tiempo: Marco descubrió una quinta columna
en el Vaticano, una serie de agentes dobles que trabajan para destruir la Iglesia, y
también creo que su muerte no fue un accidente con un yonki desesperado por el
mono, creo que a Marco lo mataron por lo que había descubierto, pero también se
llevaron con él sus investigaciones. He venido por si Marco, hombre inteligente y
prudente, hubiera dejado aquí alguna copia de su trabajo.

—Me dejas helado. Marco venía a visitarnos con afán de oración, pero
también de trabajo. Las innumerables horas que dedicamos al estudio, él las
dedicaba a sus investigaciones, nosotros trabajamos con códices y libros antiguos,
Marco siempre iba acompañado de su portátil. ¿Por qué has dicho que nos queda
poco tiempo, María? —preguntó Paolo con aire de preocupación.

—Digamos que creo que esta gente sabe que yo sé algo; están muy metidos
en el Vaticano, de hecho creo que el que fue jefe de Marco es uno de ellos, y tienen
un control total del sistema informático. Hace cuatro horas me he conectado a mi
correo para encontrar esta Abadía.Y algo me dice que esta gente sabe que he
venido aquí y para qué he venido.

—Pues he de decirte que no has sido la persona más rápida en llegar a la


abadía, y también que Dios ha sido misericordioso por haber propiciado nuestro
encuentro. Este paisaje que ves desde el coche nos avisa de que algo grave está
pasando en la abadía. Gracias a Dios que el pasado verano cambiáramos las viejas
ventanas de madera por unas de rotura de puente térmico, pues seguramente con
las antiguas ventanas nos habrían oído llegar, aunque bien es verdad que te
estarán esperando por la entrada principal.

Una extraña sensación recorrió lo más profundo e irracional de su cerebro,


algo que la estaba dejando paralizada, algo nuevo para ella. Era pánico, pero en
una persona como María, acostumbrada a estar en la parte de arriba de la
pirámide, a no tener depredadores, sentir de cerca, ver el peligro como algo real, la
había paralizado.

Paolo advirtió el terror en la cara de María, pero con su tono más pausado y
seguro la preguntó:

—María, necesito que me dejes tu teléfono móvil, necesito hacer una llamada.Y
tranquila, creo que nada malo nos va pasar. María poco a poco volvía a coger color,
no por el intento de tranquilizarla de Paolo sino porque su cuerpo estaba
segregando alguna sustancia que estaba trasformando a María de una mujer
paralizada por el pánico, en inconsciente con ganas de aden-

trarse en la abadía.

—¿Qué es lo extraño Paolo? ¿Qué no te cuadra?

—Nuestros hábitos son muy concretos y particulares, nuestras rutinas se


repiten con la machacona cotidianidad de las estaciones. Esa luz encendida es la de
la cocina, a estas horas no solemos estar allí, ya hemos cenado y estamos rezando
completas, y la luz del extremo inferior, la del tejado anaranjado, es la de la capilla,
y no debería estar apagada.

—Puede que haya pasado algo normal, puede que alguien se encuentre mal
y estén acompañándole en la cocina...

—Eso es tan probable como que mis hermanos hayan decidido colgar los
hábitos y estén celebrando una fiesta nudista

—dijo Paolo con tono serio.

—La rutina no es adjetivo en un monje, es sustantivo. Solo una causa muy


grave haría que una parte de los monjes estuviera en la cocina, solo una causa
ajena a su voluntad los reuniría en la cocina y no en la capilla.

La Abadía, iluminada por la poca luz de las estrellas, aparecía majestuosa. El


agua-nieve ya era nieve; por momentos, las rachas impedían ver más allá de unos
metros. Entre ventisca y ventisca se podía distinguir la Iglesia, única por su
arquitectura cisterciense, sin mármoles que la vistieran. Estaba construida en
granito de los Apeninos. Su magistral y desnudo ábside, con sus rudos canecillos
apenas labrados por la dureza de la piedra, hacían de proa al resto de la abadía,
también de finales del siglo xi y principios del xii. Un grueso muro de unos seis
metros escondía tras él un sencillo claustro donde los monjes aprendían a convivir
con el silencio. Anexo al claustro, el edificio principal, majestuoso, de una sola
nave, con un enorme refectorio y, en la segunda planta, las humildes celdas
separadas por sutiles mantas que hacían más familia a esta pequeña comunidad de
diecinueve monjes.

Paolo pensó rápido, los enemigos de la Iglesia deberían estar en la parte


frontal. No debería de haber más de dos, si fueran más, habría sido un error
garrafal dejar sin cubrir la parte trasera de la abadía. Amedrentar a sus hermanos
era sencillo, eran hombres de paz y muy mayores, poco acostumbrados a este tipo
de situaciones e incapaces de creer que hubiera gente capaz de provocar tanto
daño.

—Necesito tu ayuda María, temo por la vida de mis hermanos, y yo solo no


puedo hacerlo.

—¿Ya has llamado a la policía?

—A la Policía no, nuestra ayuda tardará aun un poco en venir, y creo que no
tenemos ese tiempo.

Necesito que llegues hasta el cuadro de la luz de la abadía y cortes la luz


cuando yo te avise, María; ni antes ni después.

Sabrás que tienes que cortar la luz porque oirás las campanas del templo; las
oirás de lejos, muy sutiles, porque son las que utilizamos para llamar a la oración,
están programadas para avisarnos las siete veces que debemos de rezar durante el
día y la noche. Cuando suenen, aproximadamente dentro de diez minutos, sabrás
que debes cortar la luz, por favor, baja solo el magnetotérmico, quiero simular una
caída del suministro. Cuando oigas las campanas deja pasar un minuto, más o
menos, y luego corta la luz.

No es sencillo llegar hasta el cuadro, tendrás que andar por media abadía,
sin conocerla y a oscuras. No enciendas ninguna luz, por favor.

Escucha con atención, vamos a entrar por las antiguas cuadras, ahí nos
separaremos, yo necesito acercarme para ver cuántos son ellos y como están mis
hermanos. Cuento con la ventaja de que puedo moverme por la abadía a oscuras y
ellos no; porque me temo que tendremos que actuar antes de que nos llegue ayuda.

Te voy a dejar en la entrada de unas escaleras empinadas, es el acceso a las


antiguas cocinas. Están abandonas desde hace siglos, y ahora las utilizamos de
trastero para las cosas más extrañas que te puedas imaginar. Ten cuidado, muchas
no son aconsejables para encontrarse de golpe con ellas. Las antiguas cocinas
tienen forma de «ele», entrarás por la parte corta de la ele, y tendrás que recorrer
sin hacer ruido todo el palo largo hasta encontrar una pequeña puerta de madera
sin barnizar a la izquierda de las cocinas. Cuidado, hay otra muy próxima, más
visible y grande. La puerta buena está parcialmente cubierta por unas cortinas de
tela ruda como de manta. La puerta conecta con unas escaleras, también la puerta
que no has de coger, las escaleras de la puerta buena llevan al antiguo cuarto del
Abad, mientras que la puerta que no has de coger va a dar al cuarto de lectura,
muy próximo a las cocinas y por lo tanto con un alto riesgo de que haya alguien no
deseado en las inmediaciones. Ni que decir tiene que debes ir con cuidado
vigilando que no haya nadie a lo largo del trayecto.

Una vez en el antiguo cuarto del Abad, cuidado con los trastos, también
utilizamos este cuarto de almacén y te vas a encontrar con somieres apilados,
colchones y ropas de cama que, no sé muy bien por qué, seguimos guardando.
Recorre todo el cuarto y al final del mismo verás una puerta de madera muy tosca,
tendrás que abrirla procurando no hacer demasiado ruido, es vieja y parece sacada
de una película de miedo, esa puerta te llevará al coro de nuestra Iglesia, en el coro,
junto al órgano, está el cuadro de luces. Cuidado, no me extrañaría que hubiera
alguien en la Iglesia, sabrán que falto yo, y pensarán que puede que me dé por ir a
la Iglesia.

El cuadro de luces es sencillo, el limitador principal es mayor que los otros.


Cuando suenen las campanas, espera un minuto, bájalo y escóndete, el cuarto del
Abad no es mal sitio. La manera más lógica de llegar al cuadro de luces no es por
ahí, y no creo que achaquen a un sabotaje la caída del magnetotérmico; aun así,
escóndete bien, esta gente, si te encuentra, no hará nada bonito contigo. ¿Alguna
duda?

María estaba completamente alucinada, durante el trayecto hubiera jurado


que había recogido al Gandhi de los Apeninos, pero tras ver su reacción ante la
posible amenaza había descubierto en Paolo, el monje cisterciense, a un auténtico
James Bond a la italiana. A cualquier otro mortal la avalancha de datos que Paolo
había trasmitido le hubiera saturado, y hubiera pedido papel y un lápiz para tomar
notas; pero, para María, esto no era más complejo que los cálculos que ella tenía
que realizar diariamente para su trabajo en el Vaticano. En este caso la información
era crucial porque de su buen hacer dependían la vida de un buen número de
monjes y la suya propia.

—Una pregunta tonta, Paolo ¿cómo distinguiré a los malos?— en el mismo


momento de formular la pregunta María ya se estaba arrepintiendo de haberla
formulado.

—Digamos que todo aquel que no vaya con un look años veinte del siglo xii
es malo —resumió con cierta ironía Paolo.
Antes de que sus nervios hicieran preguntar alguna sandez más, Paolo la
condujo con una agilidad inusual para su edad hasta lo que entendió María que
serían las antiguas cuadras. Paolo andaba mirando hacia todos los lados menos
para el suelo, como si el suelo ya lo hubiera visto durante los años de vida
contemplativa y ahora necesitara concentrarse en lo ajeno, aquello que estaba
poniendo en peligro a su familia.

—Aquí nos separamos María, ve con cuidado, tranquila, si de algo vale


decirte tranquila.

Paolo desapareció hacia la oscuridad de la cuadra, dejando a María en el


comienzo de unas siniestras escaleras. No había tenido tiempo de preguntar a
Paolo si podía hacer uso de la linterna de su móvil, en principio, intentaría no
hacerlo. Su buena intención de avezada espía se diluyó al comprobar que en el
siglo xii no se tenía por costumbre construir todos los peldaños de las escaleras de
la misma altura. María determinó que el ruido provocado por su más que probable
caída era más perjudicial para la misión que la luz disimulada de su móvil.

Llegar hasta el final de la escalera fue una tarea lenta y peligrosa.

Las antiguas cocinas resultaron ser una habitación grande, de techos muy
altos, con unas ventanas mal cerradas cuando no directamente rotas, se colaban
ráfagas de viento y nieve que, al entrar, provocaban silbidos. María no se había
considerado nunca una mujer miedosa, bien es verdad que parte de su valentía
residía en una voluntad férrea de no ser menos que un hombre, por lo que más de
una vez, de niña, simuló no tener miedo al igual que su hermano menor, solo para
que sus padres no vieran en ello una debilidad. Sin embargo, aquella noche, con el
abrigo de nervios que traía María, aquella oscura habitación y aquella banda
sonora, provocaban en María un malestar que rayaba en la parálisis.

Avanzar o no por aquella habitación cubierta por dos grandes espejos rotos,
no era una opción para María. Con la ayuda de la luz que emitía su móvil, recorrió
la primera parte de la ele, procurando evitar mirar hacia aquellos fantasmagóricos
espejos rotos, por si el reflejo de los mismos no fuera el esperado.
La parte alargada de la ele resultaba aun más desangelada que la anterior,
eso sí, esta parte, más hacia el interior de la abadía, no dejaba entrar la ventisca,
quedando a su espalda los silbidos. Pero un silencio hueco dominaba la estancia
que estaba atravesando ahora, sin espejos, pero con un mayor número de trastos
que apenas permitían atravesar la estancia. Caminaba con cuidado, pero con el
convencimiento de estar tardando demasiado tiempo en recorrer los escasos veinte
metros que la separaban del lugar donde estaba la puerta.

Una vez en el lugar donde debería estar la puerta, y con la sensación de


tener una presencia justo detrás de su espalda, María se encontraba en un punto
sin retorno, por un lado la puerta que, eso sí, sabía que no era la buena, pero ni
rastro de la pequeña puerta sin barnizar que debía atravesar, por el otro, estaba la
sensación de tener a sus espaldas a todas las personas que dejaron este mundo, sin
desearlo, en aquella siniestra abadía.

Su pánico le impedía girar la cabeza para descartar su funesta intuición.


Todo su potencial intelectual estaba siendo vencido por un pánico ancestral.

«Piensa», se repitió María, «¿dónde estás, maldita puerta?»

A la derecha de la puerta estaba el único espacio sin cubrir por muebles


viejos de toda la pared, dejando paso a un pasillo que comunicaba esa puerta con
otra al final de la ele. Parecía que esa sí era una ruta habitual para los monjes.

Miró hacia su izquierda: solo una sucesión de somieres viejos, ni rastro de


ninguna cortina, ni manta que pudiera ocultar nada, imposible encontrar la puerta
con la escasa visión que la luz de su móvil le permitía.

¿Y si la manta estuvo y ya no estaba? ¿Y si Paolo había jugado con ella y no


era más que un monje chiflado?

Aquello no tenía sentido, la puerta tenía que estar. En un momento de


inspiración, y siempre prefiriendo pensar que girar su cabeza, María decidió
confiar que la fuerza de la gravedad había hecho de las suyas. Metiendo la mano
por el hueco de un somier, por un agujero con más telarañas de las que había
podido ver una señorita de capital en toda su vida, María encontró lo que estaba
buscando, una tela burda, similar a una manta, que yacía caída entre el polvo. La
puerta que ocultaba, estaría entonces allí, detrás de aquellos somieres.

Intentó agarrar con fuerza el somier que suponía estaba cerrando el paso
hasta la puerta, tiro de él una vez que lo tuvo bien agarrado, no cayó en que este
viejo somier, con sus muelles sueltos, se había hecho solidario al siguiente, éste no
sujeto por el brazo fino pero fuerte de María.

Un golpe seco pero intenso, iluminó sonoramente la habitación. Sintió como


si su corazón se parara en el instante del golpe, y tardó en respirar medio minuto
como intentando pedir perdón al destino por haber hecho semejante ruido.

A María le entraron unas ganas tremendas de rezar, pero en esos momentos


no recordó las oraciones que se empeñaron en enseñarle en aquel colegio con un
pequeño patio. Sencillamente esbozó una oración que, por sencilla, iluminó la
esperanza de una agnóstica indiferente como María.

—Señor, no se si existes, lo que sí sé es que, si existes, me tienes que ayudar,


lo de Marco no fue justo, aunque lo de Tu Hijo tampoco lo fue... Bueno, que me lío,
por favor, que no hayan oído nada por favor.

Un antiguó somier había caído de plano contra el suelo de nogal de la


habitación. La escasa luz había colaborado a que María desequilibrara lo suficiente
un antiguo somier mal apoyado.

Una abadía del siglo xii cuenta con un repertorio de ruidos nocturnos lo
suficientemente amplio como para que el estruendo provocado en las antiguas
cocinas pasara desapercibido. La noche de tormenta, el viento huracanado había
hecho caer ya varias tejas del antiguo tejado.

Séneca estaba demasiado solo y ocupado esperando a María y al monje


chiflado que faltaba. Apenas había podido sonsacar a los viejos monjes que el único
hermano que hablaba de algo más que de Dios con Marco era un tal Paolo, pero ni
él ni la maldita María había llegado aun a la abadía. Debía de mantener la mayor
normalidad para no asustar a María cuando llegara a la abadía, para ello se había
cubierto con un traje de monje. Había confinado en las cocinas a los monjes y él
esperaba entre las cocinas y la puerta principal la llegada de María.

Séneca se sentía fuera de lugar en la Abadía, sabía que la Iglesia era el


enemigo que ocupaba el lugar que debía ocupar la Societá. Estaba convencido de la
enorme mentira que era la Iglesia, pero encontrarse con gente como esos ridículos
hombrecillos disfrazados con una moda de hace mil años le descuadraba. No
tenían pinta de estrategas despiadados, más bien parecían creerse a pie juntillas
aquellas ridículas ideas que defendían. Pensó tal vez que esta gente estaba
demasiado abajo en la cadena del enemigo, y en toda secta, la base está formada
por gente crédula, inclinada a creerse todo aquello que sus líderes les propusieran.

En estas reflexiones estaba Séneca cuando oyó un fuerte ruido procedente de


una zona lejana de la abadía. Por un momento creyó conveniente ir a echar un
vistazo, pero estaba solo, era demasiado arriesgado dejar de cubrir la puerta ante la
llegada de María y del monje loco, y también era muy probable que el ruido
proviniera de algún efecto de la tormenta de nieve, incluso de algún animal
doméstico haciendo de las suyas en el desván. En todo caso había sonado muy
lejos, más allá de la zona habitada de la abadía. En tiempos, la comunidad había
llegado a ser de más de cincuenta monjes, por ello las dimensiones de la abadía,
pero ahora, no llegaban a veinte; les sobraba espacio, y calentar todo esta abadía
era costoso.

Debía haber venido conmigo Epicuro, pensaba Séneca. Era un compañero


eficiente y le habría sido de gran utilidad. Había subestimado la misión.

Los caballeros de la Societá tenían un nombre doble, el real, uno del país del
que provinieran, y otro falso, siempre de algún personaje precristiano o ateo. Los
integrantes de esta organización llevaban, de cara a la galería, una vida
completamente normal, incluso pía en algunos casos, siendo bautizados, haciendo
la comunión, confirmación, matrimonio católico e incluso ordenados sacerdotes. La
principal ventaja de la Società era ser desconocida; solamente su máximo enemigo
y objetivo, la Iglesia Católica, sabía de su existencia, pero el desconocimiento total
por la opinión pública, les permitía moverse con completa impunidad.

Su potente presencia en la política, en la judicatura y en las plataformas


generadoras de opinión (prensa, TV, radios, internet, etc.) le estaban permitiendo
posicionarse como nunca en su larga historia de lucha.

María sintió la necesidad de huir, pero quedarse paralizada esperando el


castigo de un siniestro enemigo era algo que su personalidad orgullosa y decidida
no le permitía.

Desplazó con cuidado el somier que ocultaba la pequeña puerta que Paolo le
había indicado. La abrió y descubrió las escaleras que la llevarían al cuarto del
Abad. Las recorrió rápida pero sigilosamente; la posibilidad de haber errado de
puerta era pequeña, pero existía. Si en vez de dar al cuarto del Abad, llegaba al
cuarto de lectura y denotaba su presencia, María y Paolo estarían perdidos.

Llegó a un cuarto desvencijado como los anteriores, pero con la apariencia


de haber tenido un pasado mejor, cuando los abades eran los segundones de
familias nobles y necesitaban continuar con cierto lujo heredado de cuna. Algún
cuadro y algún tapiz mal conservados convivían con más somieres y algunos
utensilios oxidados por las décadas. En medio de esta sala se encontraba María,
cuando oyó a lo lejos el sonido de unas campanas, era la señal de Paolo para bajar
el diferencial. Pero ella aun no se encontraba donde ya debería estar. Recorrió lo
que le quedaba de sala con una agilidad de la que no se creía poseedora y abrió la
puerta, la puerta sonora, como recordaba haberle escuchado a Paolo. Levanto el
picaporte hacia arriba y con un giro vigoroso abrió la puerta. Sabía que por mucho
cuidado que tuviera, ese tipo de puertas hacían ruido, y si uno se empeñaba en
abrirlas despacio, lo único que conseguía era que el mismo ruido durara más.

Justo cuando terminaban los cánticos y comenzaba la cuenta atrás de un


minuto, entraba en el coro. Para su sorpresa la entrada del coro estaba
completamente a la vista de cualquiera que mirará hacia allí desde el altar
principal. Se agachó y se dirigió hacia el fondo, donde estaba un viejo órgano.

María tenía una extraña relación con estos solemnes instrumentos, nunca
lograba explicarse de donde salía el aire que penetraba por aquellos tubos,
provocando el quejido musical. Pero ese no era el momento de descubrir su infantil
duda. Rodeó con la mirada el coro y localizó el lugar donde estaba el cuadro de
luces. Una caja horrible que solo un hombre horriblemente práctico y antiestético
hubiera sido capaz de colocar junto a una sillería de nogal del siglo xVi.

Abrió la caja y descubrió un montón de palancas repletas de polvo y alguna


que otra telaraña. Seguro que para Paolo era evidente saber cuál era la palanca
principal, pero ella no acostumbraba a juguetear con ese tipo de artilugios.

Dedujo que debía de ser alguno de los extremos, y apostó cuál debería ser el
primero en levantarse, pero ahí estaba su duda,

¿el primero en el sentido lector?, es decir, de izquierda a derecha, como se


lee, o por el contrario en un sentido mucho más primario, el de la derecha, mano
dominante para casi todas las personas, por no decir de todas las de la época del
que hubiera instalado aquel cuadro de luz.

Se metió brevemente en la mente de aquel electricista de los años cuarenta y


no se lo imaginó leyendo nada, así que decidió bajar el primero de la derecha. Un
ruido extraño secundó el acto de María, como el de un viejo juguete al vaciar sus
baterías.
Se asomó furtivamente al borde del coro que, desde una altura de unos 14
metros dominaba toda la Iglesia de la abadía. Desde el borde se podía divisar un
largo pasillo y parte del otro ala de la abadía. No había luz alguna, pero María no
podía estar segura si era porque había cumplido su misión o porque en esa zona
no había luz alguna encendida.

Sus dudas desaparecieron cuando oyó claramente:

—¿Dónde están los plomos, viejo carcamal?

—No hace falta que me grite ni me insulte, más no me va a poder asustar, y


correr más tampoco voy a poder, mi edad y mi terror no dejan a mis piernas más
agilidad que la que ve.

Séneca había entrado en la Iglesia con una linterna y agarrando del brazo a
un viejo monje que le guiaba hasta los plomos caídos.

María supo del éxito de su misión y consideró que esas formas y ese
vocabulario no eran propios de un monje, ni siquiera de un monje amargado y sin
vocación. El traje de monje que portaba no había sido suficiente para engañar a una
mujer tan lista como María, incluso en aquellos momentos donde todas sus
decisiones no pasaban siquiera por su corteza cerebral.

Debía esconderse pero, ¿por qué no aprovechar que aquel hombre estaba allí
para liberar a los monjes?

Rápidamente María desandó parte del camino recorrido hasta llegar a la


puerta del somier, la dejo atrás y abrió la otra, la que le llevaría a la sala de lectura.
Desde allí, buscando un poco, llegaría al comedor donde se encontraban los pobres
monjes.

Subió rápidamente la escalera que llevaba a la sala de lecturas, era una


escalera transitada y, por tanto más cuidada, con el detalle de tener todos los
escalones de similar altura.

Llegó a lo que era evidentemente una sala de estudio, con viejos libros
abiertos y grandes lupas y flexos en cada puesto para poder distinguir las ricas
notas que los antiguos monjes habían incorporado al copiar los originales.

Saliendo por la única puerta que había y que no fuera la que acababa de
dejar tras de sí, encontró un largo pasillo, este sí, caliente, o por lo menos,
templado, y a unos 20 metros, la puerta entreabierta de una habitación: tenían que
ser las cocinas.

No se sabe por qué, la tensión acumulada había dotado a María de sentido


de orientación, ese era el lugar que habían visto Paolo y ella hacía un rato desde el
coche. María se dirigió sin ningún sigilo hasta la puerta y, con un infantil gesto
asomando la cabeza pasó a la habitación.

Efectivamente aquella era la cocina, pero en ella no había ni rastro de monje


alguno, apenas pudo distinguir los restos de cinchas rotas que supuso habían
servido de esposas para retener a los monjes. En ese instante, dedujo que Paolo no
había dedicado ese tiempo al rezo o a la meditación, y sintió, al notar, primero
inconscientemente, y un instante después físicamente, que si la luz ya estaba dada,
era demasiado tarde, y que había cometido un brutal error al no obedecer a Paolo.

—Bienvenida a la abadía, zorra—le espeto frío y despreciativo Séneca.

Pudo entender María un instante antes de sentir un brutal golpe en su


espalda. Tan brutal fue que se sintió volar hasta golpearse con la mesa que servía a
los monjes para sus comidas. Se golpeó la cadera contra ella haciéndola volcar.
Todos los cubiertos y platos cayeron con ella.

—Vas a saber lo que es pasar una mala noche.

Séneca se disponía a rematar a la indefensa María con su poderosa pierna


cuando la luz volvió a apagarse. María tuvo un instante para moverse y evitar el
golpe seco de Séneca contra su cuello. Séneca maldijo su fallo y para asegurar su
siguiente golpe se agachó para acertar con la mano

María, aturdida por el tremendo impacto anterior, tenía demasiado apego a


su vida como para dejarse matar como un cachorro. Volvió a moverse, encontró a
tientas un tenedor que asió con su mano buena, la izquierda, en forma de espada,
era su única posibilidad de defenderse de un hombre, al que apenas había visto
pero que imaginaba como un gigante por el golpe que le había asestado.

Al notar la cercanía de Séneca, María lanzó un golpe con su mano izquierda


al aire, que, certero, hirió en el brazo a su contrincante.
Séneca sintió una ira incontenible, un deseo inmenso de machacar a ésa
ahora que le acababa de clavar un tenedor en su brazo.

Pero Séneca había sido muy bien entrenado, para suerte de María: en
momentos de ira tenía prohibido dejarse llevar por ella, por el contrario, debía
analizar la decisión fríamente.

Y lo mejor que encontró fue golpear al viejo monje contra la mesa y encerrar
a María y al viejo en la cocina, atrancando la puerta por fuera. Con luz sería mucho
más fácil acabar con ellos sin llevarse ninguna herida más.

Séneca estaba bien entrenado, pero era mortal y, la ira ciega al más
entrenado. Se le escapó pensar en que, si había sido aquella mujer la que había
liberado a los monjes, ¿qué hacía entonces mirando hacia las sillas vacías? Si
Séneca no hubiera estado cegado por la ira, ese detalle no se le habría escapado.
Lanzado como un lobo acorralado Séneca se dirigió hacia la Iglesia, ya sin su guía,
no lo necesitaba, sabía dónde levantar los plomos.

Ni siquiera necesitaba la luz de su moderno móvil, recorrió de dos en dos los


escalones que subían al coro, y comenzó a recorrer el frontal del mismo, estrecho y
con una barandilla a la altura de cuando los monjes medían poco más de metro y
medio, pero a todas luces insuficiente para proteger a un hombre que rayaba el
metro noventa, fuerte pero demasiado alto, con un centro de gravedad muy alto.
En medio de ese frontal, cuando apenas le quedaban tres metros para alcanzar el
cuadro de luz, Séneca se vio sorprendido. Él, uno de los mejores sicarios con los
que contaba la Societá. Sorprendido por un hombre astuto y prudente, con mucha
experiencia y dotado de una fuerza y convicción que nacía del sentido protector
hacia su familia y a sus creencias.

El cuerpo, pequeño, pero robusto de Paolo, había acometido violentamente


contra la cadera de Séneca, empujándole hacia arriba y hacia la Iglesia; hacia arriba
para impedir que Séneca pudiera agarrar con sus ágiles y fuertes brazos la
barandilla salvadora, y hacia afuera para enviar a aquel ángel de la muerte hacia el
lugar al que tantas y tantas veces él había enviado a sus inocentes víctimas.

Paolo había tejido hábilmente su plan, comprobó rápidamente que era uno
solo el coche desconocido que estaba medio oculto cerca de la abadía. Una vez
visto que la visita era como mucho de dos asesinos, comprobó que fuera no había
nadie; eso era síntoma de que solo quedaba uno; si hubiera habido dos era
obligado dominar el perímetro, sobre todo en una misión en la que se enfrentaban
a un enemigo poco poderoso y desconocedor del peligro.

Si había un solo asesino lo lógico era que estuviera situado a medio camino
entre el lugar de los rehenes y la puerta donde deberían de aparecer los objetivos.

Los casi cuatro minutos que tardaría el anciano hermano Rodolfo (el único
que conocía el emplazamiento del cuadro de luces) en guiar al asesino hasta el
mismo sería suficiente tiempo para poder liberar a los hermanos y conducirlos a la
bodega del monasterio, allí estarían seguros, si su plan se cumplía.

Con el hermano Rodolfo en su poder no era posible actuar; en campo abierto


no era probable que pudiera derrotar a aquel joven y fuerte asesino sin que
Rodolfo o él mismo resultasen gravemente heridos. De ahí la necesidad de volver a
apagar la luz. El asesino ya conocería el camino y no necesitaría seguir el cansado
paso del hermano Rodolfo para llegar al cuadro de luces, y allí, en el hueco entre
las sillas, esperaría Paolo su oportunidad. Sabía que aquello que estaba a punto de
hacer no estaba bien, pero no le quedaba otra…

—Tranquila María —gritó Paolo al abrir la puerta y encontrase a María con


un cuchillo a punto de embestirle.

—Ya ha pasado todo. Todos estamos bien.

—¿Y él? —pregunto María.

—Ya no va a volver a hacer daño a nadie.

Paolo ayudo a su hermano Rodolfo a levantarse. Un extraño murmullo


llamó su atención, giró sobre sí mismo y se dirigió hacia la Iglesia con paso firme.
Al llegar, contempló a todos sus hermanos que miraban fijamente el rostro de
Séneca, con la mirada perdida y el cuello roto, yaciendo en un charco de sangre
debajo del coro. Otro ruido volvió a llamar la atención de Paolo, esta vez era el
cuerpo de María al caer a plomo; la visión de aquel asesino muerto, con su fría
mirada desencajada... Esa mirada había sido la última en presenciar el pobre
Marco, había sido la gota que colmó el vaso emocional de María. Su cuerpo
necesitaba descansar; pasar página.

Séneca se sintió extraño, derrotado. Estaba en el aire, algo o alguien le había


lanzado hacia el vacío y estaba cayendo inexorablemente hacia las frías losas de la
Iglesia. Los catorce metros de altura hacían imposible un intento de giro que
impidiera el fatal desenlace. Séneca se sabía a punto de morir, pero de su frío
corazón no salió nada, su cabeza, dueña y señora de unos férreos ideales había
desaparecido, dejando paso a su corazón, pero era un corazón frío, helado por cada
gota de sangre inocente derramada. Ni un atisbo de amor anidaba en él y, justo en
el instante de golpearse brutalmente contra la losa y morir, sintió un frío helador,
como si la losa asesina se abriera y dejase paso a un profundo túnel, un túnel que
no le llevaría a un ardiente lugar, sino a uno gélido, donde moran los corazones
como el suyo...

Paolo respiró profundamente, no descansaría en paz si no percibía uno tras


otro el comienzo de los ronquidos de sus hermanos.

Cada mañana rezaba por su difunta esposa, para que ella, desde el cielo le
cuidara y le hiciera un hueco a su lado para la eternidad.

Su bastón, sus raíces, Simonetta lo había sido todo para él, tanto fue y tanto
la amó que parecía que no iba a saber vivir sin ella. Paolo, siempre hombre de fe,
supo salir del hoyo gracias a ella. Salió y volvió al que había sido su trabajo desde
joven, inspector de los carabinieri.

Aceptar que Dios le creía capaz de vivir sin Simonetta, y que aun tenía un
plan para él, fue su nuevo renacer, y justo en ese renacer profesional, de volver a la
alegría, a reír con sus compañeros y amigos, justo cuando la vida volvía a florecer,
fue cuando Paolo decidió abandonarlo todo. No fue una decisión improvisada,
desde el mismo día en que Paolo sintió que deseaba más estar en esta vida que
acompañar a Simonetta en la otra, ya germinó en su corazón su anhelo de
encontrase con Él en el silencio, fueron dos años de maduración personal y de
buscar un lugar donde aceptaran a un expolicía viudo y cincuentón.

Escribió a todos los monasterios y abadías de Italia. Cuando entre tantas y


tantas negativas, recibió un «Por favor, venga a visitarnos»; Paolo sintió que
aquella abadía, situada en aquel remoto valle del centro de Italia la había creado
Dios para él.

Desde aquella primera entrevista hasta el momento de entrar como novicio,


transcurrieron dos meses exactos, los suficientes para no dejar ningún asunto sin
resolver, y desde aquel caluroso día de junio, Paolo había sentido que Dios le había
vuelto a bendecir, esta vez con una familia de dieciocho hermanos.

Y ahora la Società había atacado lo más sagrado para él. Paolo tenía claro
que nada ni nadie, por muy secreta y poderosa que fuera, le iba a arrebatar otra
vez su familia.
CAPÍTULO VII

Con la sensación de haber dormido un año, Gabriel despertó en una


impersonal habitación de hospital. Un religioso estaba cambiando el goteo que
colgaba de su dolorido brazo.

—¿Dónde estoy? ¿Qué hospital es éste ? —preguntó Gabriel en español


suponiendo tal vez que su interlocutor le entendería.

—Estás a salvo, pero esto no es un hospital, es una enfermería. Contestó el


religioso en un perfecto español.

Gabriel fue dándole cuerpo a una descabellada idea: el extraño hábito negro
de su interlocutor, el utilizado por los Hermanos de San Juan de Dios para actos
solemnes y para... ¡trabajar en la enfermería del Vaticano!

Había perdido la conciencia viendo a aquel sacerdote ortodoxo en el que


había confiado su vida sin apenas conocerlo y había despertado en la enfermería
del Vaticano. Gabriel sabía de lo exclusivo de ese lugar, solo lo más granado del
Vaticano recalaba en su enfermería.

—Te dije que por favor me avisaras cuando el paciente recobrara el


conocimiento —espetó con sequedad una voz femenina.

—Hace apenas diez minutos que ha empezado a dar señales de despertarse


—parecía disculparse el enfermero que acababa de atender a Gabriel.

—Sí, pero inmediatamente no es hace diez minutos. Ni usted ni yo


entendemos por que tenían tanta prisa la gente de la Secretaría de Estado, pero
cuando recibimos una orden debemos cumplirla —intentó conciliar la voz
femenina, sin dejar su tono áspero.

Entraron en la habitación de Gabriel los dos protagonistas de la


conversación. Él, un hombre aun joven, de unos 45 años, moreno, de pelo y barba
cuidadas, vestido con el hábito solemne que visten los hermanos de San Juan de
Dios. Debajo de su hábito, se podía apreciar una camisa de cuadros con un cuello
perfectamente planchado. La voz femenina correspondía a una religiosa de la
orden hospitalaria fundada por San Benito Menni. Unos ojos vibrantes iluminaban
una cara desprovista de cualquier atractivo aparente, pero que, aderezados por
aquellos ojos llenos de vida, no dejaban impasibles al interlocutor que se
encontrará frente a ellos.

La hermana Cleofé paró en seco ante la cara ahora despierta de Gabriel.


Algún compañero del seminario, no sin cierta mala uva, había apodado a Gabriel
el Brad Pitt de San Dámaso, refiriéndose a la escuela de teología donde estudiaban
los seminaristas en Madrid.

Salvando las distancias, Gabriel era un joven de unos treinta años, moreno,
de un pelo negro rayando lo artificial, con una nariz tirando a pequeña, recta, bien
perfilada, boca y mentón marcados, pero sin desentonar, unas facciones que le
conferían de por sí un atractivo evidente, culminado este por unos grandes y
profundamente ojos azules, de un azul turquesa con personalidad.

Para colmo de sus males, Gabriel era absolutamente ignorante del efecto que
su apariencia y sus casi ciento ochenta y cinco centímetros provocaban en muchas
personas. Ese desaliño no fingido, y unas incipientes canas en las sienes, hacían de
Gabriel más un modelo que un sacerdote doctorado en la más prestigiosa
Universidad católica de Roma.

La hermana Cleo, era una mujer de profunda vocación, pero también de una
marcada humanidad.

La súbita contemplación de aquellas facciones ya conocidas pero, con la luz


que aquellos enormes ojos azules aportaban, turbó por un segundo a la hermana,
no por ningún deseo inconfesable, más bien por la emoción que siempre sentía al
contemplar algo profundamente bello. La belleza era una creación de Dios y su
contemplación no podía ser más pecado que contemplar un amanecer. Sin
arrepentirse de su segundo de contemplación, la hermana bajó la mirada, porque
una cosa era detener un instante su mirada en aquel atractivo sacerdote y otra muy
diferente era molestarle con una mirada de chiquilla quinceañera.

Cleo, a sus cincuenta y nueve años, había dedicado su vida al servicio de los
enfermos, pero no solo desde una cercanía maternal, sino con una profesionalidad
absoluta. Un trato maternal, sin la máxima calidad profesional, era intentar acabar
con un incendio con un vaso de agua. Estas convicciones férreas, unidas a una
sólida espiritualidad habían hecho de Cleo una candidata perfecta a superiora
general de la orden, pero ella se sentía en su lugar en la enfermería del Vaticano.
Poder atender al Papa era para ella como atender al mismísimo Jesucristo. Y
aunque, el actual Papa gozaba aun de una salud de hierro, tan solo la esperanza de
poder llegar a ser útil, mantenía a la hermana Cleo alejada de los problemas de ser
la Superiora General de las Hermanas Hospitalarias.

—Hola padre Fonseca, espero que ya se encuentre mejor; el coma inducido


tiene un duro despertar. Más aun cuando te lo inducen como se lo indujeron a
usted —me encuentro bien, me encantaría decir muy bien pero todavía no estoy
seguro de si se dejaron en Moscú alguna parte de mi cerebro contestó Gabriel con
su habitual sentido del humor.

—No se si se encuentra usted en condiciones de recibir visitas, pero me


consta que dos personas muy importantes están de camino para verle—le anunció
la hermana Cleo.

Poco a poco Gabriel había ido recordando los detalles de su aventura


moscovita, su secuestro, su intuición confirmada por aquel misterioso cajero
automático, su estratagema para fingir un ataque cardíaco, su contacto y denuncia
a aquel misterioso sacerdote ortodoxo y sus párpados cayendo en un sueño, no
sabía si definitivo.

Andaba Gabriel recordando los detalles de aquella, la primera aventura real


de su vida, cuando entraron en la habitación dos hombres vestidos con ropa de
calle. Al quitarse la bufanda y el sombrero pudo identificar para su sorpresa al
Cardenal Arzobispo Álvaro Espínola, aquel que le había mandado hacía seis años a
estudiar a Roma; a su lado, un hombre mayor pero bien parecido, alto, religioso
también: sus maneras le delataban. Gabriel no estaba seguro, pero su sospecha era
fundada, la idea de estar frente al todopoderoso y no menos misterioso Cardenal
Giani Cratino fue cobrando fuerza hasta materializarse. Secretario de Estado del
Vaticano, número dos de la Iglesia Católica y mano derecha del Papa. Gabriel
estaba ante alguien de muchísima importancia y valía.

Tener ante sí a estos dos personajes en el estado postraumático en el que se


encontraba Gabriel era mucho, demasiado incluso para un joven valiente y sin
complejos como era él.

El Secretario de Estado del Vaticano estaba sin duda entre los cinco hombres
más ocupados del mundo y, que estuviera allí en ese momento, sin previo aviso,
era indicativo de algo muy importante, o tal vez muy grave, ya que Gabriel no se
consideraba digno de ningún interés.

—Hola Gabriel, bienvenido a Roma, creo que ya andas medio recuperado.


Tal vez no eres consciente de lo que has hecho aun,

¿no Gabriel?—había comenzado la conversación el cardenal Espínola.

—Muchas gracias por su interés, sus eminencias reverendísimas. No albergo


esperanza de haber hecho nada bien, porque lo cerca que estuve de acabar en los
brazos del Padre me indican lo mal que lo hice. Aunque, ya desde mi retiro ruso,
una pregunta no me deja en paz. ¿No existía otra manera de avisar a la Iglesia rusa
de que Vladimir era un agente doble? —la verdad es que no sabíamos en quién
confiar, por eso era necesario su viaje— se justificó el cardenal Espínola.

—¿Pero si ustedes, con toda la información de la que disponen no sabían en


quién confiar? ¿Qué les hizo pensar que yo, sin conocer nada, sin ser nadie, sin
saber dónde me estaba metiendo y en manos de ese peligroso agente doble, iba a
saber en quien confiar? —posiblemente jamás habían hablado a dos Cardenales
con la crudeza con la que les acababa de recriminar los riesgos en los que le habían
embarcado, sin un gramo de información, sin una sola advertencia.

El Cardenal Espínola hizo ademán de hablar pero un gesto con la mano del
Cardenal Cratino le hizo desistir. Entonando su grave voz se dirigió a Gabriel:

—Podríamos excusarnos en mil datos, como que la información era


demasiado confidencial como para emitirla, como que, si sabía algo y fracasaba,
usted mismo se delataría, pero la realidad es otra. Le mandamos a Moscú para
probar su valía como agente secreto. Su reacción, su uso de las herramientas
recibidas, su afinada intuición y la sangre fría que ha demostrado nos ha quitado
las pocas dudas que albergábamos sobre usted.

La cabeza de Gabriel no daba crédito a lo que estaba oyendo. Dos Príncipes


de la Iglesia le acaban de confiar que habían puesto voluntariamente su vida en
peligro solo para probar su valía, como un James Bond con alzacuellos.

Su cabeza no sabía muy bien cómo reaccionar, pero su corazón hacía


segundos que se había decantado por la ira; su débil cuerpo se tensó y sus pupilas
se tornaron más grandes.

Todos estos gestos fueron apreciados por el Cardenal Cratino, que retomó el
hilo de su discurso.

—Hace honor usted a la sangre española que corre por sus venas, no ha
reaccionado usted como lo habría hecho un nórdico, con una obediencia que
incluso llega hasta lo fisiológico. Déjeme que le expliquemos el porqué de este acto
aparentemente irracional e impropio de dos servidores de la Iglesia como nosotros.

Si no estuviéramos en una guerra del calibre de la que estamos librando, con


situaciones de extremo peligro, no le habríamos preparado este entrenamiento tan
real. Para su tranquilidad, decirle que uno de los hombres de Pietr Ilinovich
(nombre verdadero de Vladimir) era nuestro, por lo que si las cosas se hubieran
puesto muy mal, no habría estado usted solo.

Digamos que desde tiempos inmemoriales la Iglesia ha luchado contra un


enemigo brutal, poderoso y sibilino. No sabemos exactamente muy bien cuando, ni
tan siquiera quien la fundó, si sabemos quién la inspiró: el mal en persona es su
germen.

Ha pasado por muchas formas, casi siempre infiltrada entre nosotros, en


algunos momentos con demasiado peso, marcando incluso por momentos el
devenir de la esposa de Cristo, la Iglesia.

En nuestra vieja Europa, en los últimos sesenta años nos han comido
demasiado terreno.

Disfrazados otra vez de humanismo están conquistando los espacios


públicos, dejando como verdades absolutas algunas cuestiones con el único fin de
hacer reaccionar a la opinión pública contra nosotros.

Ellos realmente no desean la libertad de nadie. Su fin último es ocupar el


lugar de Dios en el corazón de los hombres para situar en él al que perdió para
siempre la compañía del Padre.
Si los hombres nos olvidamos de Dios, su lugar no lo ocupara el hombre,
como se empeñan en convencernos, ese lugar lo ocupara Él, el Caído.

Su victoria no será plena hasta la aniquilación de la Iglesia, mientras que


exista un halo de sincera fe en este mundo, el Caído no podrá reinar.

Y ellos saben que desde fuera no se nos puede destruir, para hacer caer el
edificio de la Iglesia necesitan alejarnos del mensaje evangélico, hacernos
pomposos, altivos, seguros de nuestras ideas y alejados de la realidad del
Evangelio.

Las ilusiones e idealizaciones nos han alejado de la vida real de las personas.
Si la Teología sirve para explicar a Dios, ahora se hace necesario que Dios mismo
baje a explicárnosla. La Societá ha introducido sus tentáculos de tal manera en
nuestras raíces que nunca antes hemos tenido una fe más platónica, más alejada de
la realidad, preocupada por un cielo perfecto, distante en todo de la deformada
realidad que tenemos aquí, en la tierra.

Hemos engendrado toda una generación de obreros de la viña de Dios con


deseos casi suicidas, que anhelan encontrarse con el Padre, ya que este mundo es
sucio y corrompido.

La encarnación de nuestro Señor y su mensaje de las Bienaventuranzas se ha


perdido en explicaciones incomprensibles alejadas del día a día.

Como ves, Gabriel, nuestros enemigos no solo están asesinando a gentes


inocentes, también contaminan nuestro día a día, haciéndonos dudar y dirigirnos
por caminos alejados de la verdad evangélica.

Y, a este enemigo, infiltrado en la sangre misma de la Iglesia no se le puede


parar solo con la oración; ahora más que nunca la Iglesia necesita soldados de Dios,
que entreguen su servicio en defensa de los millones de personas que han de
encontrarse con el Señor a través de esta Iglesia que es su familia y que nos ha
tocado cuidar.

Sin gente como tú, joven, preparada, independiente, humilde, que ame a la
Iglesia y a la gente que la forma, esta batalla la perderemos.

Desde siempre ha habido soldados de la Iglesia. ¿Qué fue de la orden de los


predicadores? ¿Qué fue de la Inquisición o por lo menos de su origen primigenio?
Nuestros enemigos hicieron bien su labor. Primero, potenciando la superchería y el
miedo hacia lo que habían creado ellos mismos, achuchando al pueblo para que
segara la vida de tantos inocentes. Para luego cargar a la Inquisición con la
responsabilidad de tantas y tantas muertes. Muchos de los que trabajaron en esta
cruzada eran servidores del Caído infiltrados.

Desde entonces, la Iglesia se ha nutrido de sus mejores hombres para luchar


contra esta amenaza, no solo de la Iglesia, sino del mundo tal y como lo conocemos

Gabriel había escuchado el crudo relato del Cardenal con una mezcla a
partes iguales de preocupación y responsabilidad.

Nunca se había parado a reflexionar sobre el tremendo fuera de juego en el


que había colocado la sociedad a la Iglesia, cada vez que algún jugador eclesial
intervenía en cualquier debate público, había siempre un juez de línea autorizado
que levantaba la bandera, invalidando cualquier posible jugada de la Iglesia.

Pero esta situación parecía no ser culpa aparentemente de nadie; los


conceptos morales habían cambiado rápidamente y una Iglesia sustentada en ideas
y no en realidades había sido en parte atropellada por esta ola de cambio.

La batalla de las ideas ya estaba perdida. La Iglesia solo podía enfrentarse a


su rival en la batalla de la realidad y para ellos necesitaba soldados.

La argumentación del segundo hombre con mayores responsabilidades de la


Iglesia había tratado de justificar la macabra prueba a la que le habían enfrentado
en Rusia. Gabriel pensaba en cualquiera de sus compañeros de curso del seminario
y sin falsa modestia, estaba convencido que si ellos hubieran estado en su lugar, la
aventura habría terminado mal. Sus compañeros eran hombres piadosos, algunos
mejores que otros, cada uno con sus rarezas, pero ninguno con la sangre fría y la
imaginación necesaria para evitar caer en las garras del sádico espía doble ruso.

Pero el estado de guerra lo justificaba todo y los dos cardenales no estaban


mirando a Gabriel como un pastor de almas, un futuro párroco que desempeñaría
las labores propias de un buen padre espiritual. Gabriel sabía que la Iglesia le
estaba pidiendo algo muy diferente que aquello por lo que había renunciado al
mundo. Necesitaba estar solo, necesitaba rezar, necesitaba pasear para ordenarse la
cabeza.

—Eminencias, creo que han sido demasiadas cosas nuevas por hoy, estoy
cansado, necesito descansar.
—Por descartado Gabriel, no te molestamos más —comentó con timbre
conciliador el cardenal Espínola de Madrid.

Ambas figuras del Catolicismo salieron de la habitación discretamente.

—Perdonen Eminencias —verbalizó Gabriel manteniendo el tono más


natural que pudo— mañana me gustaría dar un paseo por Roma. Entrar en la
Iglesia que más me llame la atención y ponerme ante el Señor.

—Por descontado que sí, Gabriel, no estás en una cárcel, puedes entrar y
salir cuando quieras —contestó cortés el Cardenal Cratino.
CAPÍTULO VIII

Gabriel se levantó temprano, en parte porque la noche anterior se había


acostado a las veinte horas. Mientras bajaba al desayuno (ya no estaba en una
habitación de la enfermería, sino en una de la hospedería del Vaticano) intentaba
ordenar sus ideas. Todo lo que había vivido le parecía irreal. Recordó cuando fue a
ver, en contra de la opinión de sus padres y de sus catequistas, «El Código da
Vinci». Recordaba vagamente aquella historia de intrigas, de hombres corruptos.
También recordó otras películas sobre el tema del mismo autor, películas que le
parecían una sucesión de tópicos donde los malos eran muy malos y los buenos
eran planos, sin carácter, y la Iglesia un complot de hombres míseros. Su imagen
de la Iglesia hasta hacía unos días tenía más que ver con los héroes que él había
conocido, héroes que habían dejado todo para hacer felices a desconocidos, a
hombres y mujeres que incluso no les correspondían con ningún respeto y, mucho
menos, amor. Había sido el testimonio de entrega, de amor y, sobre todo; la
sonrisa, la feliz paz que irradiaban todos esos héroes de su infancia y juventud los
que habían construido su vocación.

Su vocación no estaba basada en la pompa y los honores. Gabriel deseaba


ser amado por sus acciones y si se diera el caso, y cayera en la incomprensión de
los hombres, ser amado solo por Dios, fuente de vida verdadera, según le habían
confesado sus héroes de juventud. Gabriel no estaba aun en esa mística situación
en la que solo el amor de Dios le colmaba y bastaba. Él se reconocía distante de esa
sonrisa llena de paz de su héroes de juventud, le pesaba mucho su orgullo y su
genio, defectos bastante irritantes según su propia opinión. Ser orgulloso siendo
empresario tenía hasta su sentido, ya que el afán del empresario puede llenar ese
pozo sin fondo que es el orgullo, pero ¿ser orgulloso siendo cura? no tenía ningún
sentido para él.

Gabriel se sabía aun muy lejos del Gabriel que le gustaría llegar a ser...

Y ahora la Iglesia le pedía convertirse en el James Bond de una lucha que le


producía, cuanto menos, sorpresa.

En estos pensamientos se encontraba Gabriel cuando un hombre mayor, con


la cabeza rapada se le acercó con su bandeja, pidiéndole amablemente permiso
para sentarse a su lado.

—Usted parece un hombre bueno, yo los distingo a la legua. Sé si una


mirada esconde algo malo, distingo al que intenta enterrar una pena del que
intenta esconder una traición.

—¿Perdón? —contesto Gabriel absolutamente sorprendido por la afirmación


de aquel anciano sacerdote. Era un hombre mayor, posiblemente por encima de los
ochenta años, pero de constitución delgada y fibrosa, lo suficiente enjuta para que
la poca carne que rodeaba sus huesos permaneciera firme. Sus ojos brillaban como
los de un ciego que ha vuelto a ver y lo mira todo hasta gastarlo. Mientras Gabriel
le analizaba, el extraño sacerdote continuó.

—Por ejemplo, aquellos de la mesa junto a la ventana, ocultan algo. Aquella


religiosa no lo es. Su mirada, más que de piadosa monja, parece la de una gacela
enjaulada contra su voluntad. Tenga cuidado señor, en esta casa hay mucho
traidor. No en este comedor, aquí apenas pasan, pero si sale al otro, hay muchos
enemigos de la Iglesia con piel de cordero.

Gabriel ya había casi dejado de escuchar la voz del estrafalario sacerdote,


dirigiendo la mirada hacia el grupo que había señalado aquel anciano conspirador.
Estaba formado por dos hombres y una mujer, ésta aparentemente religiosa,
concretamente Clarisa.

El primer hombre, era indudablemente un funcionario de la Secretaría de


Estado, sus movimientos tenían esa pose ridícula de espía de la retaguardia, ese
mirar hacia los lados aun en medio de una ciudad con una seguridad
impresionante y dentro de esta, en un comedor restringido.

El otro hombre era un religioso, un monje, por sus vestiduras y por sus
maneras tranquilas; pero sus ojos, vivaces y seguros, dejaban entrever una vida
nada rutinaria, no muy propia de un monje de clausura. Tampoco era frecuente
encontrarse un monje en el Vaticano.

Gabriel se giró para preguntar a su nuevo amigo y confidente en qué se


basaba para juzgar así a aquella mujer, cuando se percató que su interlocutor ya no
estaba junto a él. Al volver la mirada se encontró de frente con la mirada asustada
de la religiosa que supuestamente no lo era.

Era una mujer joven, de no más de treinta años, de un evidente atractivo


fuera de cualquier canon establecido de belleza, con unas facciones diferentes en
las que destacaban unos tremendos ojos marrones.

María había desayunado escuchando atentamente a su cicerone.


Oficialmente ella había muerto en aquella abadía. Desde el Vaticano la habían
convencido de simular una muerte prematura si quería conservar su vida. Habían
informado discretamente a su padre, que a su vez lo había hecho con su madre,
para que simularan un duelo sincero, aunque con la tranquilidad de que su hija no
estaba muerta. A su hermano no le habían dicho nada sobre la falsedad de su
muerte, era un joven demasiado inexperto como para disimular convenientemente.
Era el peaje de dolor que debía pagar la familia de María para que ésta conservara
la vida.

La sección más secreta de la Secretaría de Estado delVaticano había asumido


directamente el caso de María.

Paolo, el monje protagonista del rescate de los religiosos en la abadía, fue


Director de Asuntos Internos de los Carabinieri, retirado a la abadía donde había
ido a parar María en busca del testamento de Marco, un sacerdote muerto en el
Vaticano en extrañas circunstancias.

Paolo había recomendado a la gente de la Secretaría de Estado una


protección nivel cero para María, que según el código utilizado por los espías era
simular su muerte.

Paolo se había puesto a disposición del Vaticano para terminar la misión que
arrancara de las elucubraciones de un humilde sacerdote especialista en
estadística, muerto hacía ya dos meses.

Según el protocolo cero, María debería de permanecer en el nivel máximo de


seguridad dentro de la zona restringida delVaticano hasta tener creada la nueva
identidad.

Séneca estaba considerado uno de los más eficientes asesinos de la Societá.


El más peligroso dentro de los fichados, entendiendo por fichados a aquellos
asesinos de los que se tenía referencia, por comunicaciones interceptadas y por su
propio modus operandi.

Ponerle cara, y sobre todo, la documentación encontrada en el vehículo del


asesino, había sido de tremendo interés para las investigaciones de la Secretaría de
Estado, aunque no suficiente como para poder desenmascarar a ningún agente
doble. Séneca era un agente extremadamente seguro de sí mismo. Posiblemente
este exceso de seguridad fue lo que le perdió, pero no era en absoluto tan estúpido
como para guardar algo realmente importante encima. De la Societá no se sabía
apenas nada, pero de lo poco que se sabía era que sus protocolos eran
extremadamente férreos con la seguridad.

Que la Societá se hubiera preocupado de enviar a Séneca era una muy mala
noticia para María. Era una prueba inequívoca de que la querían muerta y por
extensión que había descubierto algo realmente importante.

Precisamente de eso estaban hablando en aquel desayuno. Paolo se había


ofrecido para ser él la persona que hablara con María. Hacía falta culminar la
misión, pero ella no estaba aun entrenada para poder comportarse como requería
la misma.

—Aún no me puedo creer que ese hombre estuviera dispuesto a matar a


todos los monjes de tu abadía —se quejó María.

—Y a ti María, no lo olvides. Tú eras su objetivo, mis hermanos pasaban por


ahí —completó Paolo.

—Lo importante es la seguridad del Estado, la Iglesia está en peligro —


apuntó con aire grandilocuente Maximino, el delegado de la seguridad del
Vaticano.

—No cabe duda Maximino, lo importante es la seguridad de la Santa Madre,


pero ha de entender que María se encuentra en una situación por lo menos
novedosa, ha muerto oficialmente para la mayoría de su familia. Sin olvidar que un
asesino, y de los buenos, ha estado muy cerca de asesinarla.Y todo esto en menos
de veinticuatro horas. Es natural que nos detengamos en cuestiones personales.

María, sé que no ha pasado el tiempo necesario para asimilar lo que has


vivido, pero es que no lo tenemos, necesito que me ayudes, y que me ayudes
ahora, por favor. Coméntame, Marco era un hombre santo que venía al monasterio
frecuentemente, pero, ¿por qué crees que su trabajo puede estar en la Abadía?

—dijo Paolo imponiendo un poco de cordura a la conversación.

—Entiendo Paolo, las horas son importantes, si te parece te comento toda la


historia desde el principio —contestó resolutiva María. Ella, una persona, cuanto
menos agnóstica, acababa de jugarse la vida por la institución que tantas dudas le
producía, había vivido más emociones en veinticuatro horas que en los treinta años
anteriores de su vida. Estaba aturdida, superada, pero no hacía falta que nadie lo
notara. La debilidad había sido tantas veces una excusa para alejar de las cosas
importantes a las mujeres que ella, por su sensibilidad más desarrollada, no quería
ser tomada por una sentimental, y menos por Paolo, que había sido cocinero antes
que fraile. De eso, estaba segura.

María colocó su ordenador mental y relató con toda la claridad que pudo,
todo lo ocurrido desde sus conversaciones con Marco, hasta su decisión de viajar a
la abadía.

Paolo observaba a María mientras escuchaba su relato con atención. Le


maravillaba sus esfuerzos titánicos de mantener una compostura difícil de creer,
habida cuenta lo que acababa de vivir. A la muerte y la crueldad, el hombre y la
mujer solo se acostumbran sufriéndola repetidas veces; eso Paolo lo sabía por
propia carne. Él se había saturado de muerte y de maldad, pero esta bella chica no
había salido de su confortable madriguera intelectual. La lógica hacía que su
corazón estuviera aun temblando. También sabía Paolo del barniz de dureza que
muchas mujeres se tenían que imponer para poder competir en un mundo donde
ser hombre ya te hace salir con ventaja. Barniz, que de tanto endurecer, terminaba
endureciendo demasiado, convirtiendo a muchas de esas luchadoras mujeres en
más insensibles que el más insensible de los hombres.

Paolo casi siempre se callaba sus opiniones en las conversaciones donde


salían estos temas; sus compañeros de la abadía, monjes desde jóvenes, tenían unas
opiniones bastante más tradicionales que las de Paolo. Pero él no podía dudar de
algo; tal vez porque se había vuelto ya un hombre mayor, no podía negar que las
grandes mujeres que le impresionaron desde su niñez fueron todas mujeres que
nunca intentaron imitar al hombre. Puede que no tuvieran que competir con él en
un mundo tan machista, como le pasaba a María y a todas las mujeres
profesionales. Pero aquellas mujeres eran perfectas en aquello que hacían y la
mayoría de ellas trabajaban fuera de casa, además de en casa. Admiraba de ellas
sobre todo la capacidad que tenían de dejar pasar el toro enfurecido de la hombría
herida. Recordaba especialmente a su madre, una mujer del sur, trasplantada al
norte por amor, por amor a su padre, un turinés con carácter más propio del sur
que del racional norte. La recordaba en la pequeña trattoria que regentaban juntos,
recordaba los ataques de ira de su padre entrando en la cocina pidiendo platos que
había olvidado pedir, teniendo un cliente esperando, y la mirada comprensiva de
su madre, que no le aclaraba su error, dejaba que la furia de macho se expresase,
para unas horas después y ya tranquilo y sin estrés su marido, sacar el tema con
una dulzura tal, que hacían sentir a su padre el ser más estúpido del mundo para
que, al día siguiente, se preocupase mil veces de asegurarse que había pedido
ciertamente el plato en cocina. Ese manejo de los tiempos y ese conocimiento del
carácter de su marido y el de los hombres en general, hacían de su madre una
gestora eficiente, de sonrisa permanente, que sabía administrar la escasez, con una
dignidad tremenda, inculcando una y otra vez, de manera machacona a Paolo:

—Pequeño Paolo, mi pequeño Paolo, la única herencia que te voy a poder


dejar, la única pero más importante que cualquier dinero, es la educación. Te va a
acompañar toda la vida, te hará ser alguien. Paolo adoraba a su madre y a tantas y
tantas mujeres que lo supieron ser en un mundo machista, pero que era gestionado
en la sombra por estas criaturas maravillosas, las Mujeres, con mayúsculas.

Bien es verdad que Paolo no podía expresar estas opiniones delante de


nadie, si lo hacía con personas, digamos conservadoras, se escandalizaban; si por el
contrario su interlocutor era una mujer feminista, le tomaban por un carca
recalcitrante.

María relató con toda la aparente tranquilidad que pudo el relato de sus
últimas semanas. Bien es cierto que a veces titubeaba y sentía como su
normalmente fría y perfecta voz se resquebrajaba. Intentó mantener la compostura
delante de aquellos dos hombres. Es verdad que aquel funcionario del Vaticano le
pareció desde el primer momento un pequeño personajillo sin importancia, pero
Paolo era otra cosa. Aquel impredecible monje había resultado ser, antes que
monje, alguien muy importante en los Carabinieri. Estaba claro que era la persona
que le podía ayudar a resolver la muerte de Marco.

María necesitaba mantenerse fuerte, aunque sentía unas tremendas ganas de


llorar.

Había esperado un asentimiento de Paolo, como corroborando que él tenía


la información que Marco le habría pasado en aquellos fines de semana de
ejercicios espirituales retirado en aquella abadía pero, para desgracia de María,
Paolo escuchaba el relato como si se estuviera hablando de otra abadía y de otro
sacerdote al que no conociera. Cuando terminó el relato, convenientemente
grabado por el funcionario del Vaticano, no tardó en preguntar:

—Paolo, ¿no me querrás decir que no te suena nada de esta información que
te tendría que haber dado Marco?
—Pues la verdad, siento decirte que no, que Marco no me dio ninguna
información o por lo menos no me la dio explícitamente. Y conociéndole como le
conocí, me parece lógico que me la diera, pero no lo hizo. Cuando revisé mi celda
de la abadía pude comprobar que Séneca, el asesino, había pasado por allí
buscando algo, Marco era ingenuo, pero sabía que lo que había descubierto era
importante. No podía dejarlo al alcance de cualquiera que registrara mi celda. Y
queriéndome como me quería y siendo una copia de seguridad que él creía que
jamás sería necesario usar, es más que probable que la escondiera, la cosa es saber
dónde.

—No —contestó María— la cosa es saber cómo pensó, el dónde nos lo dará
su forma de pensar. Entiendo que no debería ser un algoritmo muy complejo, pero
sí ilegible para unos asesinos como los que él perseguía.

—Tú eres la experta María. Pregunta y yo te aporto lo que pueda —afirmó


Paolo cediendo hábilmente el protagonismo a su compañera.

La conversación había entrado en un terreno en el que María se movía con


comodidad, los algoritmos de encriptación eran su día a día, su pasión y lo que le
daba de comer. No se imaginaba cuán bien dominaba Paolo el arte de dejar pasar
el toro recién salido del toril.

Debería ser un algoritmo doble —continuó María— con dos entradas de su


vida privada.

Paolo no sabía muy bien hacia donde se dirigía el juego planteado por
María, el protocolo que él siguiera tantas veces en su anterior vida, le llevaría a
registrar la abadía de cabo a rabo, en sus mínimos detalles, pero Paolo quería dar
un voto de confianza a María, teniendo en cuenta que la presencia de un grupo
especial en el monasterio sería muy complicado de ocultar, además de ser
imposible asegurar que el grupo estuviera limpio de agentes dobles. Era preferible
aguantar unas horas antes de dar la orden de registrar.

—Paolo —murmuro María obviando al funcionario del Vaticano —¿sabes


algo de códigos de encriptación?

—Pues la verdad, bastante poco —confeso Paolo.

—La idea es que hay que dar dos pasos para llegar al lugar donde ocultó
Marco el pendrive. Uno solo es poco seguro, además de exponerse a la casualidad
o la suerte del enemigo del que intentaba ocultarlo. Con doble encriptación se
cuenta con la ventaja de que el enemigo no sepa que realmente hay una suerte de
mapa del tesoro; si el enemigo busca sin más, es prácticamente imposible
encontrarlo. Creo que no me estoy explicando. Intentaré hacerlo más sencillo.

—Sí por favor —suplicó Paolo.

—Un algoritmo de doble encriptación consta de dos partes. Imagina que tú eres
Marco y escondes el pendrive en algún lugar del monasterio. Un buen sabueso
podría encontrarlo con solo buscar concienzudamente. Eso sería un algoritmo
simple. Imaginar dónde lo escondería Marco. Para evitar que un buen sabueso dé
con el tesoro escondido se utiliza una doble encriptación. Imagina que yo quiero
trasmitir por radio a un aliado una información cifrada, por muy complejo que sea
el código de encriptación, si es auto explicativo, el enemigo terminará
descifrándolo. Imagina ahora que tú y yo, antes de separarnos, nos ponemos de
acuerdo en utilizar un libro, eso sí, idéntico ambos, con las mismas páginas, nos
separamos y lo que nos enviamos es la página, el número de renglón y el número
de palabra dentro del renglón. Podríamos estar pasándonos códigos eternamente si
el enemigo no adivina sobre qué libro estamos aplicando el código. Puede incluso
que identifiquen rápidamente que se trata de un libro, pero si no saben de qué
libro se trata sería imposible adivinarlo. Marco ha utilizado este mecanismo para
esconder la información. La cuestión es ¿qué libro ha utilizado que conozcamos o
que, al menos, pudieras conocer tú?

Paolo miraba a María con una mezcla de admiración y extrañeza. Él habría


sido partidario de esconderlo bien, en un lugar muy complejo. Marco había sido
más inteligente y más previsor. Paolo no se había caracterizado por su capacidad
de reflexión, siempre se había dejado llevar por su impresionante intuición,
intuición que, en situaciones de alta tensión, había sido siempre de una inestimable
ayuda.

Pero ahora se necesitaba ese poso de paciencia, esa inteligencia reposada, de


biblioteca.

Paolo, obediente, daba vueltas a su cabeza para identificar ese «libro», ese
vínculo de unión entre Marco y él, que estaba buscando María.

Paolo recordaba con tremendo cariño la presencia de Marco en todas las


oraciones de la liturgia de las horas en aquellos fines de semana que Marco se
acercaba al monasterio. Recordaba incluso que la noche del domingo al lunes
participaba en los oficios nocturnos y en Maitines, saliendo a las cinco de la
mañana hacia Roma, para llegar puntual a su trabajo.

Pero la liturgia de las horas no tenía pinta alguna de libro, aun así, se lo
comunicó a María. Lo que para él podía no tener demasiado sentido, pudiera ser
que para María sí lo tuviera.

—María, no sé si tiene mucho sentido lo que te voy a decir, pero había un


vínculo claro entre Marco y yo, una pasión común, de la que disfrutábamos en sus
visitas al monasterio y de la que nos gustaba leer y comentar. Digamos que ambos
éramos unos enamorados de la oración de la Iglesia.

—¿Del Padre Nuestro? —pregunto María.

—Aun siendo la oración más importante de los cristianos, me temo que la


oración de la Iglesia no es el Padre Nuestro, sino la liturgia de las horas; las
oraciones que todo religioso ha de rezar cada día y sobre la que se vertebra la vida
de los monasterios y abadías, ¿no sé si te suena Laudes,Vísperas?

María se sentía profundamente estúpida. No se avergonzaba de su


agnosticismo, pero se sentía ridícula al desconocer cosas tan básicas de lo que
había sido su trabajo todo este tiempo.

—Sí, perdona —intentó quitarle hierro María a su desconocimiento,


disimulando como pudo su vergüenza.

—Te refieres a las oraciones de los monasterios, las que siempre rezan los
monjes en las películas. Perdona, no te había entendido.

Paolo miraba risueño a su compañera con simpatía. En lo más profundo de


su ser, percibía en aquella inteligente mujer, además de una fragilidad que le hacía
ser una mujer muy atractiva, un deseo latente de conocer a Dios.

El testimonio silencioso de Marco había ido calando de una manera sincera


en María, y la verdad, para un «cristiano viejo» como Paolo, era de agradecer la
falta de beatería de aquella intrépida joven.

—No sé si será de utilidad—afirmó Paolo—no le veo mucha forma de libro a


la liturgia de las horas, es decir, podría serlo, pero de una amplitud tremenda.

—¿Quieres decir que la liturgia de las horas es un libro en realidad? —


preguntó María.
—Si me dejas un par de minutos te traigo uno —afirmó Paolo mientras se
levantaba hacia su dormitorio.

María le siguió con la mirada. Giró la cabeza en un ademán nervioso,


observando la habitación en la que estaban, cruzando la mirada con la de Gabriel.
Hasta ese momento, su posición en la mesa, de espaldas al resto del comedor, y lo
interesante de la conversación, habían hecho a María obviar la presencia de aquel
sacerdote joven sentado cinco mesas alejado de ella.

Pero al girar la cabeza investigando, se encontró de repente con Gabriel. Su


primera impresión fue de absoluta sorpresa y desconfianza. La imagen de un
sacerdote para María era la de Marco, un ser que ha negado lo mundano del
mundo y ha dedicado su vida a los demás, pero frente a ella tenía a un modelo
disfrazado de cura.

Ella, disfrazada de Clarisa, tenía mucho más pinta de religiosa que aquel
joven alto y demasiado bien parecido de cura. Era curioso que ella no fuera la
única disfrazada de aquella sala.

De repente le vino a la cabeza aquel calendario del que tanto se había


hablado en Roma unos meses atrás y que retrataba sacerdotes con un alto
atractivo. Aquel personaje, sentado apenas a quince metros, encajaba
perfectamente en ese prototipo de modelo disfrazado de cura para infundir un
estúpido morbo al género femenino.

La mueca de desaprobación no fue percibida por Gabriel que había apartado


la mirada de aquella misteriosa monja justo cuando se habían cruzado las miradas.

Gabriel, al fin y al cabo era un hombre y por ello no se recriminaba el


sorprenderse mirando a una mujer bonita. Lo que había aprendido Gabriel de
curas con más experiencia y sabiduría, era que si uno quiere seguir siendo cura, se
puede detener un instante, y, a partir de ese instante, retomar la mirada hacia
aquél que le llamó.

En resumidas cuentas, Gabriel traducía aquellos sabios consejos en: se puede


mirar la belleza de una mujer, pero si realmente le llamaba la atención, mejor no
tomarse un café con ella.

Aquella monja tenía algo diferente, ciertamente no tenía pinta de religiosa.


No rezumaba piedad, es más, sus gestos, su mirada, su forma de hablar no casaban
con los habituales de una religiosa y menos de una Clarisa.
Paolo volvió con el Diurnal en su mano derecha.

María abandonó sus pensamientos recriminatorios sobre aquel bello cura y


se concentró en aquella enciclopedia de hojas finísimas.

—Este libro, ejem… es demasiado grueso, quiero decir, va a ser imposible


encontrar nada aquí, a no ser que sepas algo que no me hayas contado aun —se
quejó María.

—Pues siento no poder ayudar más, tengo ideas vagas, algunas lecturas que
le gustaban más, pero nada determinante, con las ideas que recuerdo podríamos
sacar más de cuarenta y cinco hipótesis igual de plausibles unas que otras sin
poder discriminar entre ellas —se justificó Paolo.

Por la cabeza de María planeaba la idea de que su amigo era demasiado


metódico como para esconder algo tan importante mediante un código tan
ambiguo, Marco era más inteligente que eso, además, él era consciente de la
importancia de su descubrimiento.

—Paolo, tiene que haber algo más, ese libro tan grueso no puede ser la pista,
y me temo que si hay realmente alguna pista, ha de estar en la abadía.

María faltaba a la verdad con aquel tono triste, compungida por tener que
volver a aquella oscura abadía. Su estado de excitación había mutado del pánico de
apenas unas horas antes a una subida de adrenalina que le pedía más. Además,
tenía una extraña sensación de invulnerabilidad que no se basaba realmente en
ningún razonamiento lógico. María se sentía valiente en medio de un lugar
protegido y necesitaba su dosis de esa nueva droga que había probado, la
adrenalina.

—Ya lo venía diciendo yo, hay que ir a la abadía y peinarlo todo —afirmo
con cierto orgullo mal disimulado Paolo.

—El experto en espionaje es usted, pero me temo que el monasterio ya habrá


sido peinado y lo que es peor, o mejor, si Marco es como yo creo que era, en la
abadía no encontraremos nada, lo que no quita que vea imprescindible ir allí —
afirmó María moviendo los pilares del razonamiento de Paolo.

En ese momento intervino el siempre preocupado funcionario del Vaticano:

—No, ¿pero qué dicen?, están ustedes en peligro. Si salen sus vidas corren
serio peligro.

—Y si no salimos y permanecemos aquí, no es que corramos peligro, es que


es una verdad empírica que moriremos, teniendo en cuenta la cantidad de
manzanas podridas que pueblan estos despachos. Por favor, agilicen los trámites,
movilice un equipo de limpieza para salir en diez minutos, no especifiquen a los
dos agentes que nos acompañarán quienes y a dónde vamos. No quiero
voluntarios, elija a los que estén de guardia, no me fío de los voluntarios.

Las preocupaciones de Paolo hicieron aterrizar un poco a María. Ni siquiera


los agentes que los acompañarían en aquella misión eran absolutamente de fiar.
Era una sensación paradójica, por un lado le inquietaba, pero por otro le hacía
sentirse protagonista de un entretenidísimo juego.

Paolo llevó a María a través de largos pasillos hasta llegar a un ascensor


plateado, un plateado que contrastaba con las maderas nobles que hasta ese
momento decoraban las estancias del Vaticano. Lo que vio a partir de ese momento
fue fugaz y precisamente por esa fugacidad, el halo de misterio y grandeza fue
mayor. Una sala enorme, sin luz natural, apareció ante los sorprendidos ojos de
María. En aquel inmenso hangar había una gran cantidad de gente trabajando,
algunos con ordenadores con una apariencia muy sofisticada y otros sobre
máquinas de un tamaño enorme, aquello era más parecido a la fábrica de juguetes
de 007 que los sótanos de un estado religioso como el Vaticano.

Apenas le dio tiempo a ver todo aquel despliegue de medios Vaticanos;


tampoco quiso preguntar a Paolo sobre qué era aquella nave y a qué se dedicaban
todas aquellas personas.

Las palabras de precaución de Paolo sobre los dos acompañantes hicieron


despertar en María una tremenda curiosidad, imaginándose en ellos un pasado
oscuro. De los pequeños monosílabos que salían de sus bocas, María interpretaba
tonos y se hacía una idea mental de si eran o no peligrosos agentes enemigos.

Uno de ellos era bajito y moreno. Era el prototipo de italiano de antes, el


italiano moderno se cuidaba demasiado según el parámetro mental de María. Sin
embargo, aquel hombre de unos ciento setenta centímetros, complexión fuerte
dentro de su delgadez, no daba el perfil de hombre que gasta la misma cantidad de
dinero en cremas que su mujer.

El otro era completamente diferente. Alto, rubio, con unos ojos azules
brillantes, que, sumados a sus finos modales, hacían de él un sospechoso poco
probable. Pero, para María, no había nadie que se librara de ser sospechoso.

Aprovecharon el corto pero movido trayecto, para enfundarse un mono de


trabajador de recogida de basuras. Por suerte para María, el mono era lo suficiente
holgado para poder ponérselo sin necesidad de desvestirse, pero lo
suficientemente pequeño como para no ir haciendo el ridículo con él.

Cerca ya de la abadía cambiaron la furgoneta negra por un camión de la


basura. Paolo, María y el rubio subieron a la cabina mientras que el agente moreno
se colgaba de la parte trasera. María miró varias veces por el retrovisor para
asegurarse que aquel hombre no había salido despedido por la conducción
temeraria que llevaban.

El camión paró en Isola Fossara, recogió un par de cubos que encontraron en


el camino y continuaron lo más rápidamente posible hacia la abadía.

Una vez en la Abadía Benedictina de San Emiliano en Congiuntoli, Paolo


comunicó las instrucciones:

—No tenemos más que diez minutos, por favor, hablad con los monjes,
explicarles la nueva tasa de basura, preguntar por el prior. En diez minutos
estamos otra vez en la cabina.

Paolo tomó fuertemente de la mano a María y salieron por la puerta


contraria. Con paso firme caminaron hasta una pequeña puerta de servicio donde
se suponía estarían los cubos de la basura.

Una vez dentro, Paolo se giró hacia María, y asiéndola firmemente por los
hombros la explicó.

—María, solo tenemos diez minutos, por favor, piensa,

¿dónde podemos encontrar el pendrive?

La única pista unívoca que tenemos es la liturgia de las horas, creo que de
aquel pesado libro poco podemos sacar, hemos de mirar el cuándo y el dónde —
afirmó María, tratando de ser lo más expeditiva posible.

—El cuándo es complicado, no hay marcada una hora exacta para la liturgia
de cada rezo, son ámbitos temporales, al amanecer, al caer la tarde, etc. No creo
que vaya por ahí la pista —afirmó con cara de circunstancias Paolo.

—Entonces el dónde, ¿cada uno rezaba en su celda? —preguntó


ingenuamente María.

—Sólo una parte de las oraciones, las intermedias, pero las principales las
rezábamos todos juntos en el oratorio —contestó Paolo sin ánimo de recriminar
nada.

—Vayamos pues al oratorio. Tú dirás cómo se va.

El monje y la joven experta en encriptación, recorrieron ágilmente pasillos y


estancias hasta llegar a una habitación no demasiado amplia, caldeada en
comparación con los gélidos pasillos que acababan de recorrer. Una sillería de
madera de nogal de diseño moderno presidía el lado izquierdo de la habitación,
una alfombra, con más polvo de lo aconsejable, cubría el suelo de piedra de toda la
habitación. Enfrente de la sillería había un pequeño altar vestido de unas sábanas
bordadas con motivos florales. Un crucifijo imitación al románico compartía
protagonismo con una bella imagen de la Virgen y un bello ramito de margaritas.

¿Quién habría comprado esas flores? En aquella comarca sería bastante


complicado encontrar una floristería que contara con esa flor en pleno febrero. No
habría lugar a dudas, esas flores vendrían de Roma, lo que indicaba la
probabilidad de que no eran los primeros en visitar aquella estancia.

Estos razonamientos pasaban por la cabeza de Paolo mientras María no


dejaba un resquicio de aquella acogedora instancia sin recorrer. María se detuvo en
un pequeño sagrario de madera con un pez labrado en su puerta. Una pequeña
vela eléctrica anunciaba que aquel sagrario no estaba vacío. María se acercó hasta
el sagrario sin el debido respeto y reverencia, ante lo cual Paolo la advirtió:

—Allí no hay nada, primero porque Marco jamás cometería semejante


sacrilegio, segundo porque es el primer lugar donde han mirado los de la Societá
cuando estuvieron aquí.

—¿Cómo sabes que ya han estado aquí? —preguntó sorprendida María.

—Esas flores no son de aquí y es una muy buena manera de que te dejen
entrar en el oratorio unos pobres monjes. Ofrecer a la Virgen un bello y caro ramo
de flores es un pasaporte que te lleva, sin peaje alguno, hasta este lugar.
—¿Os sentabais en algún lugar concreto cada uno? preguntó María
intentando explorar posibilidades.

—Sí, es verdad, esa puede ser la pista, él siempre se sentaba en esa silla —
afirmó Paolo señalando uno de los puestos de rezo en un extremo.

Ambos se dirigieron hacia el puesto. Cada puesto estaba numerado y bajo el


asiento, levantando una tapa almohadillada, había un habitáculo donde se dejaban
los leccionarios y otros libros para el rezo.

Paolo, conocedor de todos los posibles escondites de aquella silla, los


recorrió uno tras otro, sin resultado posible. Un pequeño desorden, solo
perceptible para alguien muy detallista que se hubiera preocupado de analizar las
costumbres de sus compañeros, reinaba en el sillar de Marco, aparentemente
ordenado. Pero Marco tenía una muy peculiar manera de ordenar los libros para
los rezos, y no era como estaban colocados. Movido por una intuición, Paolo se
dirigió hacia otro sillar, el suyo, lo abrió y confirmo sus sospechas, alguien había
registrado los sillares, teniendo cuidado de dejar aparentemente todo en su sitio,
pero sin tener en cuenta el patológico sentido de la rutina que reina en la vida de
un religioso.

—Ya han registrado todo esto. Es inútil que busquemos, si estaba aquí ya lo
tienen ellos —afirmó apesadumbrado Paolo.

—No estaba aquí —afirmó severamente María.

—Si Marco hubiera escondido el pendrive aquí se hubiera arriesgado a que


cualquier sabueso un poco metódico lo hubiera encontrado. Es lo que te intentaba
explicar esta mañana Paolo, necesitamos algo más, sabemos el cómo, pero nos falta
encontrar el dónde, y ese dónde, debe de ser un lugar que solo tú pudieras
conocer. Piensa por favor, ¿conoces algún lugar donde os gustara ir durante las
estancias de Marco en el monasterio?

—No sé, tal vez varios, o tal vez ninguno... Déjame pensar...
—Y si tuviera que ver con el rezo de las horas mucho mejor.

—Complementó María, intentando acortar el proceso de pensamiento de


Paolo.

—¡Claro, la Iglesia del pueblo! —exclamó en un tono demasiado audible


Paolo.

—Vamos para allá —ordenó con voz firme, pero suave María.

—En muchas ocasiones, Marco y yo dábamos largos paseos por el camino


que une la abadía con el pueblo y que ataja por el monte, era un paseo de una hora
atravesando arroyos, bosques, veredas. Muchas veces simplemente caminábamos
en silencio, otras hablábamos de la vida, de la fe, en muchas ocasiones me habló de
ti.

—Una lágrima asomó por el lagrimal de María, no era ni el lugar ni el


momento ni posiblemente la conversación más apropiada, pero esa lágrima había
surgido. Por un instante María pensó en encubrir aquella muestra de cariño por su
amigo fallecido, pero aquel día, por primera vez, se permitió el inmenso placer de
dejar que aquella lágrima de amistad recorriera su agraciada cara, haciéndola
brillar con una belleza diferente.

Paolo se percató del momento de emoción de María, pero prefirió no


referirse a él. Se sintió extraño en medio de un momento íntimo y prefirió dejar a
María y su dolor fluir.

En el plazo previsto, María y Paolo subían de nuevo al camión de la basura,


y, sin un saludo, sin mencionar un nombre, con aquellos dos desconocidos agentes
secretos, se dirigieron al pueblo, siguiendo la escueta orden que les dio Paolo.

María se sentía presionada, no por ningún objetivo profesional, ni por


ningún jefe demasiado exigente. Sentía una extraña opresión desconocida para
ella, había en ella una mezcla de ansiedad, miedo y adrenalina.

En apenas cinco minutos el alocado camión de la basura conducido de


manera igualmente temeraria por el agente moreno, llegó a la entrada del pueblo.
Una vez allí, Paolo le dirigió por estrechas calles hasta la plaza del pueblo. En
aquella hermosa plaza, entre bellísimos palacios del siglo xiii, se erigía la
majestuosa colegiata de Santa María del Calvario, una joya arquitectónica del
románico tardío, de dimensiones demasiado grandes para el tamaño de aquel
pueblo, que daba una idea de la riqueza de aquella zona en la época en la que fue
construida y del poderío económico de las familias que pagaron su construcción.

Ambos agentes se quedaron en el camión por orden expresa de Paolo,


mientras que María y Paolo salían camino de la Iglesia.

—Démonos prisa María, no me gusta esto, siempre he sido una persona


intuitiva y no me huele bien, además de ser enormemente sospechoso el camión de
la basura en la plaza principal. Bien es verdad que la mayoría de estos Palacios son
instituciones públicas y a estas horas no hay nadie en ellas.

Ambos entraron en la Iglesia de Santa María di Sitria. María había entrado


en decenas de aquellas iglesias, paladeándolas como platos exquisitos, parándose
en cada canecillo, capitel o pintura, pero esta vez María pasó rápidamente sin
detenerse en nada ni en nadie. Una vez dentro, ambos pararon en seco, aquella
iglesia tenía demasiados escondites posibles como para registrarla cómodamente y
en un plazo breve de tiempo. Además, al fondo de aquella oscura iglesia, un
sacerdote de mediana edad charlaba con una anciana frente a los confesionarios.
Paolo, separándose de María se acercó a la pareja y, tras un breve intercambio de
frases entre sonrisas, regresó donde estaba María, asintiendo, confirmando el
permiso del párroco para registrar la Iglesia.

Paolo enseguida comenzó una búsqueda intuitiva, pero aquella iglesia era
un pajar demasiado grande para una aguja tan pequeña. María permaneció quieta,
en mitad del templo, pero una parte de ella no estaba quieta, su cabeza mantenía
una actividad frenética, buscando solución al enigma.

Paolo buscaba con una agilidad impropia de su edad. La escena era


llamativa, María en el centro de la Iglesia, cuán Madonna de piedra, y Paolo
recorriendo la iglesia con un aparente caos.

Ninguno de los dos conseguía nada. Paolo, cesó en su frenética actividad,


dirigió su mirada hacia María, que permanecía parada.

—María, ¿no estarás buscando extrañas relaciones de la liturgia de las horas


con esta iglesia? ¿Tal vez podrías ayudarme?...

—¡Eso es! —exclamó María— Paolo, deja por favor de buscar en sitios donde
podría encontrarlo cualquiera y busca un nueve, un lugar donde veas un 9.

—¿Un nueve? —exclamo Paolo— ¿por qué un 9?


—El sillón de Marco en la sala de rezos. Al levantar el sillón vi un número, miré
varios, cada uno tenía uno, el de Marco era el 9. Paolo y María recorrieron la
parroquia buscando algo numerado, incluso buscaron en los candelabros, no
numerados pero sí numerosos. Los minutos pasaban, pero no lograban encon-

trar nada.

—Un momento María —exclamó Paolo—.

—Si, Paolo, has visto algo, dime que sí...

—No, no es lo que he visto, es lo que no he visto, ¡pero que imbécil he sido!


¡Vaya religioso estoy hecho! El Viacrucis, en todas las iglesias lo hay.

Y dejándolo todo corrió hacia la sacristía seguido a unos metros por María.

Entrando por una pequeña puerta de madera mal conservada. Dentro, en


una avejentada sacristía, el párroco de aquella preciosa y oscura iglesia almorzaba
tranquilamente cuando se sobresaltó al ver la figura de Paolo entrando por la
puerta.

—Perdone padre, ¿el Viacrucis? —pregunto Paolo escuetamente.

—Si claro. Llevamos cuatro años restaurándolo; la verdad es que nos


estamos demorando.

—Entiendo padre, quiere decir que no está aquí.

—Cómo que no, claro, aquí mismo —el párroco señalaba hacia una puerta.

María y Paolo se abalanzaron hacia aquella puerta, tras ella, en una


habitación con un fuerte olor a pintura y humedad, encontraron un Viacrucis viejo
y de nula calidad artística. Buscaron entre las distintas estaciones hasta encontrar
la novena, allí, levantando una pequeña pestaña, estaba... un pequeño pendrive
negro. Allí estaba todo el trabajo de Marco y la razón de su muerte.

—María, voy a informar a Central, vuelvo en dos minutos, no te muevas de


aquí, y por favor no pierdas esto.
Paolo salió rápidamente de la habitación, María, aturdida y eufórica, salió
despacio hacia la iglesia; el párroco, sorprendido por lo ocurrido, salió detrás de
María con ánimo de preguntarle el porqué de aquella inmensa preocupación
seguida de una súbita alegría. Y así se lo refirió a María, sin parecer demasiado
curioso. Esta entrevista poco productiva para María se vio interrumpida por la voz
suave y educada del agente rubio.

—Perdona María, Paolo le llama. Salimos en tres minutos.

—María encontró la excusa perfecta para cortar la incómoda entrevista con


aquel párroco, giró su mirada para excusarse y salir hacia el camión. En su camino
cruzó su mirada con la figura de la Madonna, hasta ese momento no había
descansado su mirada en ella. Una figura sencilla, sin valor artístico, una de
aquellas imágenes que sirven para un fin piadoso pero que chirrían artísticamente
por anacrónicas. La imagen desentonaba pero poseía una mirada de inmensa
ternura hacia el bebé que tenía en brazos. El tiempo pareció pararse para María, y
ahí, en medio de la contemplación, sumergida en una inesperada sensación de paz,
un horrible pensamiento se coló en la cabeza de María. ¡En ningún momento ni
María ni Paolo se habían llamado por su nombre! Puede que la paranoia estuviera
haciendo mella en María. Era un detalle mínimo, ni siquiera estaba segura de no
haber pronunciado nunca el nombre de Paolo. Solo un insignificante detalle.

María giró su cabeza hacia la puerta donde supuestamente Paolo la estaría


esperando, un pequeño halo de luz se colaba por la puerta mal cerrada.

María pensó deprisa, por un lado, lo lógico, lo que tenía sentido común, salir
por aquella puerta y encontrarse con Paolo. Por el otro, lo neurótico, suplicar
ayuda a aquel sacerdote, que le creyese e intentar huir.

Nunca había tomado una decisión tan convencida, y posiblemente esta era la
decisión más ilógica que había tomado en su joven vida.

—Padre, no le puedo explicar nada ahora, se tiene que fiar de mí, temo que
hayan asesinado al hermano Paolo, y que sí yo salgo por esa puerta me pasará lo
mismo. Solo necesito que se fíe de mí, montemos en su coche y salgamos volando
para Roma —suplicó María a aquel sacerdote.

—Pero señorita, ¿no le parece que yo me podría asomar?...

—¡No! —afirmó tajante María —si hace eso, ellos sabrán que pasa algo.
—No se preocupe señorita, y por favor, confíe en mí.

Cristiano, el joven agente moreno, yacía muerto en la cuba del camión de la


basura, un cable metálico le había degollado en un instante, sin apenas pestañear,
había paladeado el sabor de la traición, era un agente físicamente fuerte, pero por
la espalda y ante un cable de acero bien manejado, ni siquiera un fornido agente
experimentado hubiera podido hacer nada.

Paolo, sentado en el asiento del acompañante, con la mirada perdida y los


brazos caídos, dando desde fuera la apariencia de un hombre mayor agotado,
echando una siesta. Dentro, el olor de la sangre, que había salido cobarde, por los
dos orificios de bala en zonas vitales. Aristófanes, había sido capaz de asesinar a
Paolo y subirle a pulso hasta el asiento. solo una fuerza descomunal es capaz de
subir a plomo a un hombre los casi dos metros que hay hasta la cabina de un
camión.

Era mejor esperar, por lo que había visto el eficiente agente de la Societá,
aquel cura pesado estaba entreteniendo al objetivo. En breves minutos saldría
María con la última prueba que podía poner en peligro la Societá.

Tenía que tener paciencia, no convenía entrar en aquella Iglesia, según sus planes,
debían morir solo los objetivos marcados. Habían pasado unos breves minutos
cuando un motor de coche rugió al otro lado de la Iglesia. Un pequeño Fiat
Cinquecento salía revolucionado por la calle paralela a la que Aristófanes esperaba
a su objetivo.

Rápidamente Aristófanes comprendió la jugada, sin perder un segundo


subió al camión y lo arrancó con una facilidad propia de un experto piloto. En poco
más de un minuto el camión de la basura abandonaba el pueblo tomando las
curvas a una velocidad que haría salirse en una de ellas a cualquier conductor poco
experto.

Más adelante, el pequeño Fiat intentaba devorar los kilómetros que le


separaban de la autovía y después de Roma. Eran ciento setenta kilómetros que
iban a parecer muy largos teniendo en cuenta el pequeño motor del utilitario del
párroco y la pericia del asesino conduciendo aquel camión.

Aún con una velocidad punta menor, el camión frenaba mucho menos en las
curvas, y poco a poco iba recortando distancia con aquel pequeño turismo que se
esforzaba apurando las marchas para conseguir la mayor velocidad, pero era
evidente la diferencia entre un piloto amateur y uno experto.

El desconocimiento del camino no era un obstáculo para Aristófanes, por


procedimiento había memorizado el camino de ida, haciendo un mapa mental de
aquellas curvas más pronunciadas y de la marcha más indicada para cada una de
ellas. Ejecutaba el plan con una sencillez pasmosa, y su objetivo estaba claro, sacar
de la carretera a aquel pequeño utilitario.

En apenas cinco kilómetros, justo al pasar la pequeña garganta del


caudaloso río que nacía un poco más arriba del monasterio que fue refugio de
Paolo y subiendo la pronunciada pendiente que llevaba hacia el primer puerto que
hay camino de la autoestrada que une Florencia y Roma, el camión estaba casi al
rebufo del pequeño turismo. Extrañamente, el camión, sobrado de potencia al estar
sin carga, parecía esperar, no desear abalanzarse sobre él. En la cabeza de
Aristófanes bullía un plan claro y conciso, se podría decir que planeado desde el
instante en que oyó rugir aquel pequeño coche.

A escasos diez metros del coche del cura y María, el camión recorrió los
primeros seis kilómetros de comienzo del puerto, la parte más recogida. Una vez
alcanzado ese punto, las caídas se hacían muy pronunciadas, las que necesitaba
aquel frío asesino para completar su plan.

La persecución mortal había durado treinta y cinco minutos, aquella carrera


con un claro ganador había prolongado una agonía prevista desde el mismo
instante que comenzó la persecución. Aristófanes había llegado a la curva que
había planificado para despeñar aquel pequeño turismo y sus dos ocupantes.

De una manera brutal, aquel monstruoso camión de la basura conducido por


la fría maldad de un asesino y poblado de cadáveres, asestó un golpe seco desde el
lateral trasero izquierdo. El pequeño Fiat pareció volar hacia el exterior de la
carretera. El camión se detuvo unos metros delante.

El pequeño utilitario se había despeñado por un barranco de más de ochenta


metros. Una explosión seguida de incendio había envuelto el coche y sus
ocupantes.

El lugar era ideal para un accidente, pensó Aristófanes, pero iba a tardar un
tiempo precioso en bajar y recuperar el pendrive. Hizo un cálculo rápido del
tiempo del que disponía. Puede que las autoridades locales se presentarán en un
plazo no menor de treinta minutos. Si María había avisado a la Secretaría de
Estado, era improbable que tardaran menos de una hora, a no ser que utilizaran el
helicóptero, pero Aristófanes confiaba en que algún agente de la Societá
obstaculizaría los trámites para que esto no ocurriera. En todo caso, pensó, debía
darse prisa en recuperar el pendrive.

Aun siendo un atleta, Aristófanes tardo más de diez minutos en descender


hasta el lugar del accidente, cuando consiguió llegar al coche, las llamas ya habían
sido sustituidas por un espeso humo negro.

En un instante, la cara de Aristófanes se iluminó por la ira, la ira de la


derrota.

María había confiado ciegamente en el plan de aquel astuto sacerdote. Solo


él, el párroco de Santa María di Sitria había subido al coche, saliendo quemando
rueda hacia Roma. María se escondió lo mejor que pudo dentro de un armario de
la sacristía. En cuanto oyó el rugir del camión se dio cuenta de que el plan había
tenido éxito.

No le hizo falta ver el cadáver de Paolo. En su interior sentía un dolor muy


real, el dolor de la muerte de alguien cercano. Sin perder un segundo, María cogió
la bicicleta de paseo que aquel providencial sacerdote le había mostrado y enfiló
hacia la salida del pueblo, recorrió los apenas ocho kilómetros que le separaban de
Ponte Calcara, donde habían abandonado la furgoneta que les trajo hasta allí desde
Roma. El trayecto era cuesta abajo, y María no paró de pedalear, sentía que cada
pedalada le alejaba de una muerte segura.

Al llegar al lugar donde aquella mañana habían abandonado la furgoneta,


dio gracias a Dios por ser tan observadora. Recordó que aquel agente bajito y
moreno había mirado hacia ambos lados de la calle, cerciorándose de que no había
nadie observando, y había dejado las llaves de la furgoneta en la parte interior de
la rueda delantera derecha.

María abandonó la bicicleta, y se afanó en encontrar las llaves. Los nervios la


llevaron al borde de la histeria, las llaves no estaban. María paró, intentó
tranquilizarse y repetir los movimientos de aquel hombre moreno y nervioso, pero
volvió a no encontrar nada.

No ganaba nada poniéndose aun más nerviosa y buscando donde ya había


buscado. Volvió a pararse, hizo el esfuerzo mental de recordar lo siguiente que
hizo aquel hombre, seguir todos sus movimientos. Trató de recordar algo
sospechoso, pero no, nada había hecho aquel agente. ¿Nada?, otro destello brilló en
la mente de María. Recordó algo que, por mecánico, no le había venido a la cabeza
a la primera, aquel hombre se había agachado para apagar su propia colilla, un
cigarro apenas encendido, y lo había hecho en la parte trasera del coche.

Los segundos se hacían horas en el proceso mental. María se desplazó hasta


aquel lugar y miró detenidamente la parte trasera del coche. Intentó abrir el
maletero, estaba cerrado, hubiera sido demasiado fácil. Pero en un instante una
brizna de inspiración brotó en el erial de nervios en el que se había convertido la
cabeza de María.

Con decisión pero con cierta aprensión, María introdujo su mano en el ancho
tubo de escape de la furgoneta, en los primeros diez centímetros no encontró nada,
pero no se desanimó; continuó y justo en el punto en el que la musculosa mano de
aquel agente ya no hubiera podido meterse más estaban esperando las llaves.

Con las llaves en el contacto, María contactó mediante clave con su agente
del Vaticano. En apenas un minuto recibió instrucciones. Nada de volver a Roma.
Arrancó la furgoneta y regresó por aquella carretera hasta el pueblo, lo atravesó, se
dirigió hacia la abadía y la dejó a su derecha, continuó durante los sesenta
kilómetros de curvas y un puerto de mil seiscientos ochenta metros de altura que
comunicaba con la vecina región de la Marche.

Era justo la dirección que la Societá no podría prever que María tomaría.
Había tres carreteras que unían Isola Fossara con Roma, pero el camino seguido
por María se adentraba en los Apeninos para llegar al valle de Chiaserna.

Tras cincuenta minutos de conducción temeraria, María se detuvo en el


punto acordado en el mensaje recibido desde el Vaticano. Su corazón dio un vuelco
al notar una figura que se abalanzaba sobre la puerta del acompañante de la
furgoneta. Apenas sin poder reaccionar, una mujer, una monja, ya estaba sentada a
su lado y la daba instrucciones:

—Arranca el coche y gira a la derecha, vamos a dejar la furgoneta en el


parking de la plaza mayor del pueblo.

María apenas pudo ver claramente los rasgos de aquella religiosa; si fuera
una agente de la Societá ya estaría muerta, por lo que miró al frente y obedeció las
escuetas instrucciones que le iba dictando aquella religiosa de pocas palabras.
Bajando la rampa del parking aquella misteriosa monja giró su cabeza.
Hasta ese momento se había dirigido a ella mirando de frente y confesó:

—No está segura en mi convento, estoy casi segura de que tenemos un


agente doble. He intentado ser sigilosa, pero es posible que se haya percatado de
mi ausencia. Por lo que sabemos de ellos, todos los agentes estarán sobre aviso y
ésta es una salida lógica. He comunicado con el Vaticano con código seguro, y hay
un equipo que ya está en camino para recogerte.

No te aseguro nada María, pero por favor, obedéceme al pie de la letra. Si


tenemos alguna posibilidad de éxito, es no fallando lo más mínimo y claro está,
con la ayuda de Dios.

María ni siquiera respondió; asintió con la cabeza, bajo del coche y siguió a
aquella mujer vivaracha y pequeña de mediana edad, de ojos profundos y
facciones dulces, con una curiosa boca pequeña. Una mujer en tensión, con gesto
preocupado pero que poseía un halo de bondad que convenció a María.

Salieron del parking con las últimas luces del crepúsculo. Aquel día de
febrero había sido frío y el cielo había permanecido cubierto desde primera hora.

Daba la sensación que la tragedia estaba prevista para ese triste día y ahora,
tras consumarse ésta, parecía que la paz volvía poco a poco. Ajena a la tragedia de
María, la nieve comenzó a caer sobre Cantiano.

El trayecto a pie duró apenas tres minutos. Durante ese breve paseo sin
palabras, el silencio de la nieve se fue adueñando del pueblo. En cualquier otra
circunstancia María habría deseado entrar en cualquiera de esas casas de piedra,
pero de interiores cálidos y bien decorados, para dormir plácidamente bajo un
mullido edredón nórdico. Pero las circunstancias no eran normales y María, al
mirar hacia aquellas casas anónimas, veía posibles traidores, posibles asesinos
dispuestos a todo.
CAPÍTULO IX

Cuando la nevada ya era intensa y las pisadas de las dos mujeres rompían el
manto blanco de nieve, la religiosa se detuvo en una esquina y se dirigió a María:

—Mi nombre es Rosa María, hermana Rosa María, para servirte. Al girar esa
esquina está mi convento. Posiblemente el agente doble se habrá percatado de mi
ausencia, tal vez no, no lo sé, todo depende de si ellos ya han dado la voz de
alarma.

No podemos entrar de manera normal y el convento solo tiene una entrada.


Yo soy la encargada de la cocina, por lo que entre mis funciones está salir por la
noche a por el cubo, meterlo en el convento, echar toda la basura del día y volver a
sacarlo a la calle.

Esa es nuestra oportunidad. Por favor, no tengas reparo de meterte en el


cubo de la basura, es necesario.

María volvió a asentir sin abrir la boca, poco imaginaba aquella diligente
monja lo que María era capaz de hacer por salvar su vida. En dos semanas se había
conocido más que en 30 años de vida rutinaria. El instinto de supervivencia
llamaba con tal fuerza que el mal olor de un cubo de basura era un peaje que
fácilmente pagaría.

María obedeció las instrucciones de la hermana Rosa, caminó agachada


pegada al muro del convento en paralelo con sor Rosa, que de manera disimulada
miraba las ventanas del convento tratando de identificar alguna mirada indiscreta.
En principio nadie debería estar mirando; a esa hora, toda la comunidad se
encontraba rezando Vísperas, oración principal de la liturgia de las horas,
ineludible para una comunidad de Clarisas. La hermana Rosa María tenía un
permiso especial para incorporarse unos minutos tarde para, así, poder terminar
las tareas propias de la cocina, ya que la comunidad, tras el rezo de Vísperas, se
retiraba a descansar hasta el rezo de Completas.

El cubo de basura era grande, de color marrón claro con una tapa verde
oscura. La idea de sor Rosa María era, tapar el campo de visión abriendo la tapa, y
aprovechar ese instante para que María se colara en su interior.
El plan previsto se cumplió con precisión germánica y María notaba los
baches del adoquinado medieval dentro de aquel maloliente vehículo. El mal olor
era anecdótico. La pituitaria de María llevaba saturada horas; el estrés y la
amargura del alma al sentir muertos a sus compañeros, se habían materializado en
un olor profundo y desagradable. María tenía la sensación de haber sudado
sangre.

Sintió el esfuerzo de sor Rosa María al levantar el cubo, aparentemente


vacío, pero que cargaba con una pasajera oculta. María, aunque de apariencia
delgada, siempre había tenido una complexión musculosa que hacía de aquel cubo
un peso importante para una mujer pequeña como sor Rosa María.

Con esfuerzo y tesón, la religiosa consiguió introducir el cubo por la puerta


del convento. Había quedado con María en que ésta no saliera hasta que no sintiera
dos golpes en el cubo.

La religiosa entró en la cocina, habitación anexa al pórtico donde se


encontraban, se aseguró de que estuviera vacía, abrió la puerta que unía la cocina
con la escalera que llevaba hasta las habitaciones, asegurándose de que no había
nadie.

Sor Rosa María había trazado un plan muy arriesgado. Era consciente de
que si sus sospechas eran falsas, se podía producir un escándalo importante en el
monasterio. Sin embargo, en su interior le había saltado un fusible de
preocupación, y estaba decidida a arriesgarse con tal de proteger a aquella mujer
que tan importante era para la Iglesia.

Tras asegurarse de que no había nadie, cogió rápidamente la basura y. con


dos golpes sutiles, avisó a María que, de inmediato, salió del cubo. Sor Rosa María
tiró en el mismo la basura y con un gesto, sin ruido alguno, señaló a María el
camino que tendrían que seguir hasta el escondite. María permaneció agazapada
tras la puerta mientras Rosa María volvía a dejar el cubo en su lugar. La idea era
esperar al comando de rescate que llegaría en un par de horas a lo sumo. María,
cansada y abatida estaba al límite de sus fuerzas. Llevaba un par de horas movida
por una adrenalina que se estaba acabando. Su cuerpo, agotado, le pedía descanso,
su mente, consciente del peligro inminente, la mantenía artificialmente despierta.

Subieron las escaleras. María poco pudo ver del convento. Las escaleras eran
antiguas, de roca labrada, sin adornos. Tras superar el descansillo se adentraron en
un pasillo con suelo de madera que temblaba al paso de las dos mujeres. Sor Rosa
María, le señaló los extremos de las láminas, justo en el lugar donde se acoplaban
en la pared, para evitar hacer un ruido que no se podían permitir. Recorrieron el
pasillo hasta que Sor María se detuvo ante una puerta. Un lugar seguro, pensó
María, pensaba que la celda de sor Rosa María sería un lugar donde poder
descansar hasta que llegarán los refuerzos. Entraron en la celda, pequeña, una
humilde cama, con un pequeño lavabo y un gran armario ropero.

—María, tienes que confiar en mí —susurró sor Rosa María— Por favor,
entra en ese armario y no salgas por nada del mundo. Es muy profundo, intenta
estar cómoda haciéndote un hueco al fondo. No te muevas ni hables si oyes ruidos.
Nadie te asegura que sea yo.

El sueño de María de descansar plácidamente en aquella cama se desvaneció


y sumisa y rendida se introdujo en aquel armario.

El olor a basura del cubo había mutado en olor a naftalina y a limpio. La


falta de confortabilidad del armario impidió a María quedarse dormida, estaba
caliente y protegida. Pero su sensación de seguridad, más que real, se parecía a la
de los niños que se sienten protegidos bajo la sábana en las noches de miedo,
pensando que la sábana les protegerá de todo mal.

Sor Rosa María salió de la habitación y comprobó que había cerrado todas
las puertas. La nevada cubría con su manto blanco los adoquines del empedrado
medieval de Cantiano. Un silencio antipático envolvía el ambiente. Aquello no era
La Paz de la nochebuena, sino la calma que precedía a la tormenta.

Entró otra vez en el convento cerrando las pesadas cerraduras. Eran


cerraduras antiguas, que solo permitían entrar en aquel convento si las hermanas
decidían hacerlo. Unas gruesas puertas de madera de nogal con dos cierres de
acero dejaban el convento libre de intrusos indeseables.

Sor Rosa María se apresuró a recorrer el ancho y frío pasillo que dejaba a su
derecha el claustro cisterciense, joya del convento, hasta llegar a la puerta de la
capilla. Las oraciones menores las rezaban en el refectorio, más pequeño y más
cálido, pero Laudes y Vísperas se rezaban en la capilla.

La nave principal era relativamente baja, en bóveda de cañón, sujeta por


gruesas columnas adornadas con capiteles con motivos catequéticos, leones
devorando niños, escenas como la Adoración de los Magos o Sansón matando al
león imágenes que sirvieron en su momento como catequesis visual a unas monjas
casi todas analfabetas. Las naves laterales, más bajas y supuestamente simétricas,
albergaban restos de pinturas del siglo xiii. Representaciones alegóricas del
infierno, el juicio y el paraíso. La nave lateral derecha acababa en la Capilla del
Santísimo, un sagrario medieval sencillo, pero solemne, protegía el bien más
preciado para todas aquellas mujeres que lo habían abandonado todo por un trozo
de pan, para ellas el mismo Dios Creador, encarnado en el más humilde de los
alimentos.

La capilla lateral izquierda estaba dedicada a la Virgen de las flores. Una


talla del siglo xVi de madera policromada mostraba una Virgen aun niña mirando
absorta a su bebé. Enternecía la expresión de una madre ante su hijo, alejada de
aquellas vírgenes de mirada gélida, que miran de frente sujetando, cuán pesado
fardo, un niño ya entrado en los cinco años.

La capilla principal estaba presidida por un altar moderno y tras él, una
preciosa representación en bajorrelieve de la «Parábola del hijo pródigo». Una
rareza para la época, que mostraba el lado más misericordioso de Dios.

Sor Rosa María respiró tranquila, todas las monjas estaban inmersas en el
rezo de la tarde. Sor Mónica, la superior, giró ligeramente la cabeza, haciendo
entender que se había percatado de su llegada. Sor Andrea, la mayor, temerosa del
pecado, sobre todo del ajeno, miró a Sor Rosa María con desaprobación.

El resto de monjas rezaban sin percatarse de la discreta llegada de Sor Rosa


María.

Frente a Rosa María, dos puestos más a la derecha, más cerca del altar, se
sentaba ella.

Sor Rosa María apenas había recibido un mes de instrucción, por lo que sus
deducciones tenían más que ver con su certera intuición natural que con técnicas
aprendidas.

Tras llegar a aquel monasterio con el encargo de preparar el terreno para


abrir en él un centro de investigación, había analizado a todas y cada una de las
religiosas. Sor Luisa llegó después, un par de meses después. Un traslado
aparentemente sin mucha lógica. Moverse desde la bella y siempre a la moda
Florencia a un monasterio pequeño y enclavado en las montañas, era extraño para
una religiosa joven como Sor Luisa.

Sor Rosa María, a lo largo de los quince años dedicada a servir a Cristo en la
oración y en el trabajo, había ido conociendo distintos perfiles de monjas. Desde la
santa orante, que apenas come y parece más cerca del cielo que de este mundo, a la
monja que hace ya demasiado tiempo que se apartó del mundo y que la única
razón que le impide volver a él es el miedo que le tiene. Entre estos dos extremos
están la mayoría, pero lo que nunca había encontrado sor Rosa María era un
carácter como el de Sor Luisa. Encantador en apariencia, siempre queriendo
agradar, guardándose las malas contestaciones, pero no por piedad, por amor a
Cristo, sino por no parecer mala, por ganarse la simpatía del resto de las hermanas.
Era complejo para Sor Rosa María verbalizar sus pensamientos, así le había
costado justificar en su informe sus sospechas, pero ella estaba convencida que Sor
Luisa estaba en aquel convento con intenciones poco pías.

Sor Luisa permanecía aparentemente concentrada en el rezo. Sor Rosa


María, hacía lo propio pero, con la mayor de las sutilezas de la que fue capaz,
vigilaba los movimientos de su sospechosa. Aquella noche era especialmente
crítico tenerla controlada.

Sor Rosa se percató de que Sor Luisa sabía algo, sus movimientos, aunque
perfectamente normales para una monja en el rezo de vísperas, eran muy
diferentes a los que normalmente hacía. Sor Luisa no era una mujer orante, y para
una mujer que no es orante, el ritmo de oraciones de un convento de Clarisas es
avasallador. Normalmente, Sor Luisa estaba inquieta, como deseando que llegara
la última antífona. Pero hoy, era la Paz personificada (ni Santa Teresita de Lisieux
Oraba con tanta devoción).

Aquel día se hizo larga la oración de Vísperas para sor Rosa, la razón no era
su amor por la oración, que era mucho, verdadero motor de cualquier religiosa con
fe, y ella lo era, sino su deseo de que sonara de una vez el timbre de la puerta
anunciando la llegada del comando que venía a recoger a María.

Ninguna de las hermanas era consciente de que la nieve estaba


incomunicando el pueblo por carretera. Era necesario el uso de cadenas para llegar
al pueblo desde cualquier dirección y lo que hubiera sido un trayecto de dos horas
a buen ritmo desde Roma, se estaba convirtiendo en una odisea para el comando
enviado desde la Secretaría de Estado.

Apenas una hora antes de que terminara el rezo de Vísperas en el convento


de Santa Clara de Asís, en el Vaticano, el mismo funcionario gris que aquella
mañana había estado charlando con el religioso de mirada profunda y la religiosa,
que no lo parecía, estaba llamando a la puerta de la habitación de Gabriel.
—Padre Gabriel, ya conozco que está usted aun convaleciente de una dura
misión en Rusia, pero permítame el atrevimiento de suplicarle su colaboración.

Aquel hombre gris de discurso pastoso pidió permiso y se sentó sobre la


cama de Gabriel. Éste permanecía de pie dando un cierto aire cómico a la
conversación.

—María, una seglar que ha colaborado con nosotros en una misión crucial
para el futuro de la Iglesia, salió esta mañana en compañía de uno de nuestros
mejores hombres y dos agentes civiles. Hace unos minutos ha mandado un
mensaje de SOS, uno de los agentes nos ha traicionado, y solo queda ella con vida.
La hemos mandado a un convento de monjas a ciento setenta kilómetros de aquí,
pero no estamos seguros de que esté a salvo. Puede que en ese convento también
haya agentes dobles. Hay que ir urgentemente a recogerlas.

—¿Y bien?, manden a un comando entrenado para ello, contestó Gabriel con
una naturalidad que rayaba la apatía.

—Ahí está el problema, los dos agentes que fueron con María, eran de
nuestra máxima confianza y uno de ellos ha resultado ser un agente doble. He
podido reclutar a uno, que seguro que nos es fiel, pero necesito que por lo menos
vayan dos. Por la seguridad de la misión.

—Ok, sin problema. No perdamos más tiempo, ¿dónde hay que ir? —Gabriel sabía
que terminaría yendo y quería ahorrarse los diez minutos de excusas y
justificaciones de aquel personaje. El padre Filippo acompañó a Gabriel hasta el
garaje en donde descansaban los vehículos utilizados en misiones encubiertas. Allí
estaba esperando el padre Lucca. Para sorpresa de Gabriel, Lucca era un hombre
mayor, Gabriel estimaba que superaba los sesenta años, aunque probablemente se
debiera a su apariencia.

Los dos sacerdotes se saludaron cortésmente. El padre Filippo les mostró el


destino de la misión y el objetivo de la misma, no mencionó nada del pendrive que
se suponía aun tenía en sus manos María.

El coche contaba con un navegador, pero Gabriel prefirió ojear el mapa de


carreteras que había en la puerta del conductor.

Ya en la salida de Roma para coger la auto estrada E35, el tiempo era


desapacible y frío, muy frío para ser Roma, una ciudad a baja altura y muy cercana
al mar. Sobre las dieciocho horas ya habían recorrido cerca de diez kilómetros y el
tiempo empeoraba por momentos, una lluvia violenta, acompañada por fuertes
rachas de viento golpeaba el parabrisas haciendo muy complicada la conducción.
Gabriel dio gracias a Dios de que su compañero le cediera de buen grado la
conducción.

Al abandonar la auto estrada para coger la carretera que debiera de llevarles


hasta Cantiano, las gotas de agua se fueron convirtiendo en agua nieve y más
tarde, ya en la carretera comarcal, en unos enormes copos de nieve.

La carretera se fue cubriendo rápidamente, al llegar a Palazzo, la calzada


estaba completamente nevada y se cruzaron con varios vehículos que se habían
salido de la calzada.

En el centro del pueblo, apenas a siete kilómetros de Cantiano, una patrulla


de los Carabinieri había cortado el tráfico. Para desgracia de Gabriel, los carabinieri
no dejaban pasar ningún vehículo, ni siquiera con cadenas.

Gabriel se colocó su alzacuellos e hizo una intentona a la desesperada


confiando en la tradición católica de los Italianos.

—Perdone agente —se dirigió Gabriel en su mejor italiano al agente que


parecía que llevaba el mando —nos han llamado de Cantiano poque hay una
urgencia, hay un hombre que está muy grave y necesita los servicios de un
sacerdote.

El agente miró casi con ternura a Gabriel, y con su mejor sonrisa le contestó:

—Pues va a necesitar un sacerdote que corra los siete kilómetros que nos
separan de Cantiano. No se puede transitar la carretera hasta que no pase la
quitanieves y le aseguró que con el follón que hay en toda la Umbría, hasta
mañana por la mañana no va a pasar.

Gabriel agradeció con una sonrisa la amabilidad del agente y volvió al


coche.

—Padre, no podemos pasar en coche y corre peligro la vida de esta persona,


voy a ir a pie. Por favor permanezca aquí, junto a su móvil y no pierda de vista a
esa patrulla de los Carabinieri, si fuera necesario le llamaría para que les avisara.

La intención de Gabriel no era precisamente que le hiciera ninguna


cobertura aquel avejentado sacerdote. Pretendía evitar que le acompañara en su
loca travesía. Se abrigó todo lo que pudo, se abrochó sus botines y salió hacia la
patrulla.

A la altura del agente al mando, llamó su atención con un gesto amable y le


pidió el teléfono para llamarle en caso de tener problemas. Le comunicó su
intención, dejando absolutamente boquiabierto al agente de policía que se giró en
redondo acompañándole con la mirada hasta que Gabriel se perdió de vista.

Gabriel, con paso firme, con mal abrigo y peor entrenamiento, se lanzó a la
ventisca con la firme intención de que nadie inocente muriera si él podía evitarlo.

Aristófanes corroboró su primera impresión. En aquel coche solo había un


cadáver, el del viejo párroco del pueblo. La adrenalina le había jugado una mala
pasada. Un viejo cura y una niñata le habían tomado el pelo.

Aristófanes pensó rápido, tras él no había pasado ningún coche, además era
demasiado arriesgado que María hubiera seguido la misma ruta. Desde aquel
pueblo solo había tres rutas posibles: la que había recorrido él, persiguiendo a
aquel cura, la que unía Isola Fossara con Sassoferrato y la que se adentraba en las
montañas y llegaba al valle de Chiaserna.

No tenía tiempo que perder, subió a la carrera la cuesta, subió al camión y,


en una curva imposible,dio la vuelta. Se dirigió al lugar donde habían abandonado
el vehículo oficial aquella mañana, confirmando sus sospechas, ya no estaba el
coche. Aquella mujer no era tan tonta como él pensaba, había encontrado las llaves
y había huido.

Se disfrazó con su mejor sonrisa, sacó un paquete de tabaco, aunque no


fumaba y se acercó caminando al banco que presidía la plaza principal del pueblo,
a unos diez metros del lugar donde antes se encontraba el coche. Un saludo cortés,
un par de cigarros entregados a los dos lugareños que mataban la tarde en el banco
y en apenas cinco minutos, Aristófanes ya sabía que ninguna furgoneta había
recorrido aquella calle en la dirección que a él le interesaba, solo quedaba una
opción, que María hubiera tomado la carretera hacia la montaña... Y si esa había
sido su opción, había muchas probabilidades de saber dónde se escondía... María
no sospechaba que se estaba metiendo en la boca del lobo...

El cielo amenazaba nieve, consultó su Smartphone y corroboró sus


sospechas, tenía apenas una hora para llegar al convento, ese era el tiempo que
tardaría la nieve en cerrar el puerto. Si en algo era bueno Aristófanes era
conduciendo y si además, estaba motivado... Sor Mónica, una vez finalizado el
rezo, con un gesto forzado y con vergüenza evidente, detuvo la mirada en el
Smartphone que les comunicaba con el exterior. Lo utilizaba fundamentalmente
para recibir los pedidos de las pastas que manufacturaban y para contactar con su
capellán, aclaró la voz y anunció:

—Hermanas, al padre Paolo le es imposible llegar hasta nuestra casa, han


cortado todas las carreteras que salen del pueblo, por la nieve. En vez de la Santa
Eucaristía hoy tendremos una adoración al Santísimo Sacramento.

La Madre Superiora, con infinito respeto, abrió el sagrario en el que


permanecía custodiada la Sagrada Forma, el misterio más grande de todos los que
encierra el credo Católico. Para la Madre Superiora la presencia de Dios en un
pequeño pan ácimo no era una hipótesis probable, era un sentir tan claro en su
corazón como el aire que respiraba, que ni veía ni tocaba, pero que la mantenía con
vida.

El espectáculo era cuando menos desconcertante: una treintena de religiosas,


todas con el mismo hábito que apenas dejaba descubierta la cara, arrodilladas ante
un pequeño trozo de pan redondo, alzado sobre un pequeño pedestal de madera
de nogal, apenas iluminado por dos cirios. Pero, al girar la mirada, se podía ver ese
mismo trozo de pan reflejado en las pupilas de algunas de las religiosas que lo
miraban con ternura, con ese mismo amor filial con el que mira una madre a su
hijo. El silencio se rompía con cantos corales en los que las religiosas plasmaban su
espiritualidad, en unas bellísimas melodías.

Pero no todas las monjas permanecían en santa oración. Sor Rosa


permanecía absorta, pero no en la Sagrada Forma, sino en sor Luisa. Ésta había
cambiado de gesto, su anterior paz orante se había transformado en un
nerviosismo evidente. Algo inminente la traía de cabeza y, eso, a sor Rosa la
inquietaba.

Apenas veinticinco minutos después de comenzar la adoración, un siglo


para sor Rosa, retumbó la puerta de madera de la entrada del convento.

La Madre Superiora tomó la iniciativa, seguida de cerca por un nutrido


grupo de religiosas, encabezadas por sor Luisa y sor Rosa. La comitiva llegó hasta
la puerta, la Madre Superiora corrió la tosca mirilla. Al otro lado, un sacerdote alto
y atlético esperaba entre la nieve. Un evidente cleriman identificaba como cura a
aquel hombre joven, aunque su apariencia no era precisamente de cura.

—¿En qué podemos ayudarle padre? —pregunto la Madre Superiora.

—Padre Humberto Caserta, para servirle, hermana. Yo diría que en qué


puedo ayudarle yo. Me manda el Santo Oficio por una gravísima acusación contra
una hermana de este monasterio. Por favor, ábrame.

La Madre Superiora, impresionada por la firmeza del padre Caserta y por


las palabras mágicas «Santo Oficio» abrió sin plantearse nada de lo escuchado.

Aristófanes ya estaba dentro. Siempre se había admirado del poder


hipnótico de los alzacuellos sobre las monjas. Aquellas insignificantes cucarachas,
que vivían encerradas a la sombra de fríos muros, parecían derretirse ante la mera
presencia de un cura, los mismos curas que relegaban su papel en la Iglesia a
meros espectadores.

Su mirada era fría y distante, la necesaria para poder aplicar su justicia sin el
menor dolor de conciencia. Para Aristófanes, aquellas monjas tenían el mismo
valor que un agujero de obedientes hormigas, trabajadoras y ordenadas, pero
insignificantes y no dudaría en eliminarlas con tal de cumplir su objetivo. Debía de
actuar con rapidez, era mejor hacerlo rápido sin tener que recurrir a la violencia de
manera masiva. La mirada cómplice del

«enlace» le indicó que era el primero en llegar. Ni corto ni perezoso,


comenzó a interpretar el papel de inquisidor protector de la virtud.

—Son duras las palabras que os tengo que dirigir, para la desgracia del
Altísimo y de la madre Iglesia. El Maligno, que todo lo corrompe, ha acampado en
este lugar santo, corrompiendo a una de vuestras hermanas.

La hermana Rosa había torcido el gesto nada más entrar aquel personaje. Su
aspecto, su mirada, le decían que aquel hombre era peligroso, pero había sido la
sonrisa discreta de los ojos de sor Luisa la que habían confirmado sus peores
temores. Aquel hombre era el enemigo, sus peores pronósticos se confirmaban, su
vida dependía enteramente de no separarse del grupo de monjas que miraban
aterradas a aquel farsante.

Era demasiado arriesgado llevarle la contraria en este momento, la


conmoción de sus hermanas podían llevarlas a creerle. Su vida y la de María
estaban en peligro. Con la mayor discreción posible, introdujo su mano en el
bolsillo interior de su hábito, y sin sacar su secreto Smartphone tecleo de cabeza el
mensaje «enemigo en nido» con la esperanza de acelerar la llegada de los enviados
de Roma.

A la vez que enviaba este mensaje, escuchaba atónita las palabras de aquel
siniestro sacerdote:

—El maligno ha corrompido a una mujer, mancillando el honor de la orden


Clarisa y a la madre Iglesia que la sustenta. La «corrompida» ha cobijado a su
carnal amante entre estos muros, con la esperanza de poder entregarse a los
placeres de la carne esta misma noche. Mi misión aquí, esta noche, es arrancar el
pecado del maligno y llevar a las culpables a Roma, ante un tribunal eclesiástico —
el discurso de Aristófanes habría resultado ridículo en cualquier otro foro, pero en
un convento de clausura rural de la montaña de la Umbría, no. Apelar a las
religiosas en términos de pecado, honor y diablo, habían conseguido el efecto
buscado, entre terror y vergüenza.

Aristófanes necesitaba actuar rápido, no solo por no dar tiempo a los


enviados de Roma a aparecer, sino también para evitar que el tiempo hiciera
reaccionar a alguna monja con el sentido común aun sin atrofiar.

—Una denuncia anónima nos ha alertado de lo que ha acontecido en este


lugar santo. Era tal su estupor que me consta que no ha querido alarmar a la
Madre Superiora, temerosa de ser tomada por loca. Por mi experiencia, me costará
poco encontrar a la culpable de semejante aberración y si somos celosos en la
búsqueda, no nos costará encontrar a la lujuriosa amante.

Sor Rosa se percató de que sor Luisa no estaba en el grupo. Intuyó que
estaba haciendo el trabajo sucio a aquel farsante. Recordó que había cerrado con
llave su celda, algo inusual en el convento, pero imprescindible aquella noche. En
estas disquisiciones estaba sor Rosa cuando un alarido histriónico sonó a su
espalda, era sor Luisa representando el papel de su vida.

—Padre, confieso que yo he sido yo la delatora —gritó aparentemente


angustiada sor Luisa— sí he pecado contra el cielo espero el justo castigo a mi
pecado, pero el horror de convivir con la fornicación me llevó a denunciar.

—No se martirice —tranquilizó Aristófanes a su cómplice—. Colaborar con el


santo oficio no solo no es pecado, sino que es su obligación con servidora de Dios y
esposa de Jesucristo. Dígame hermana, ¿quién se ha dejado manchar por la obra
del maligno? Sor Rosa comprendió cuál era el siguiente paso de aquel macabro
baile. Antes de que se produjera, se acercó prudentemente a sor Inés, su mejor
amiga en el convento, monja íntegra e inteligente y le susurró de la manera más
sutil que supo y pudo:

—Hermana, este hombre es un farsante y sor Luisa es su cómplice. Por


favor, en cuanto llamen a la puerta, abra, están de camino los verdaderos hombres
de Roma, será la forma de delatar a estos farsantes, ellos le explicarán la verdad.

Sor Rosa hablaba en medio de aquella dramática representación teatral que


iba a terminar inexorablemente mal para ella.

—Y dígame, hermana, ¿quién es la que se ha dejado llevar por el maligno?


¿quién ha hecho de la sodomía su razón de ser?

—exclamó Aristófanes.

—No sabe lo duro que es para mí acusar a una de mis hermanas —contestó
compungida sor Luisa— pero ya lo decía nuestro señor Jesucristo, más vale
arrancarte un ojo que éste te lleve a la condenación... Es sor Rosa padre.

Todas las hermanas presentes se giraron hacia sor Rosa, miradas de


estupefacción, incluso alguna de reprobación, se clavaron en ella.

—Pero cómo puede decir semejante majadería —exclamó con indignación


evidente sor Rosa— con qué derecho irrumpe usted a estas horas, sin ninguna
acreditación oficial. Un alzacuellos lo puede comprar cualquiera, acusándome de
semejante estupidez. Mis hermanas han seguido día a día mi vida de servicio en
esta casa santa y ésta recién llegada me acusa de semejante barbaridad.

El tono seguro y tajante de sor Rosa había decantado al auditorio a su favor,


bien es verdad que sor Rosa no era estrictamente una monja modelo, su trabajo
encubierto para la Secretaría de Estado la obligaba a ciertas salidas del monasterio
que no eran bien vistas por algunas de las hermanas más tradicionales. Pero una
cosa era cierto reparo hacia ella y otra cosa muy distinta que fuera una monja
lesbiana que ejercía dentro del monasterio.

—Ciertamente es una barbaridad acusar a una de nuestras hermanas sin


pruebas, además de una acusación tan grave —terció la Madre Superiora.
—Pero el caso es que si hay pruebas —exclamó sor Luisa, ya sin fingida voz
— la amante de sor Rosa está aquí, en el monasterio, prueba de ello es que su
habitación está cerrada con llave. Un cierto estupor recorrió a las monjas
congregadas en la entrada del monasterio, todas ya presentes en la sala,
presenciando el drama. Que una monja cerrara con llave su celda tenía cierta
gravedad, habida cuenta que cerrar una celda presuponía que había algo que
ocultar o, mucho más grave aun, que se consideraba a la comunidad como
potenciales ladrones de algo. Era, en el mejor de los casos, una imperdonable
muestra de descon-

fianza hacia su comunidad.

—Mi habitación no está cerrada por desconfianza a mi comunidad, sino


hacia ti Luisa y mi desconfianza es fundada, sino ¿cómo se explica que sepas que
mi celda está cerrada con llave si no hubieras intentado entrar?

El argumento de sor Rosa cayó sobre una losa sobre las posiciones de
Aristófanes y Luisa, bien es verdad que cerrar una celda era una muestra de
desconfianza pero intentar abrir una celda de otra hermana era una osadía
imperdonable. Con severidad, pero con templanza, sor Rosa había demolido la
argumentación de Luisa.

Aristófanes, viendo que su actuación estaba a punto de desmoronarse, elevó


el tono dramático aun más y gritando, exclamó:

—¡Herejía! En este monasterio ha sembrado su cizaña el demonio y yo he


sido enviado a cortar la cizaña que corrompe el trigo.Vayamos a arrancar el mal de
este monasterio.

Y sin dejar contestar a la Madre Superiora, Aristófanes agarró por el cuello


con su gruesa mano a sor Rosa y la levantó en vilo, dirigiéndose hacia las celdas.

Se oyeron gritos, comentarios de reprobación, pero el cariz violentó que


había tomado la escena llevó a la Madre Superiora a no interponerse frontalmente
a aquel siniestro personaje. Subieron las escaleras rápidamente, en apenas un
minuto se encontraban junto a la celda de sor Rosa. La presión de Aristófanes
apenas dejaba respirar a sor Rosa, mucho menos hablar.
El siniestro sacerdote introdujo su mano en el hábito de sor Rosa para sacar
su llave. Este detalle, absolutamente impropio de un sacerdote cuyo pudor natural
le impediría siquiera tocar a una religiosa, convenció a la Madre Superiora de que
aquel siniestro hombre no era más que un farsante pero un farsante de metro
noventa, y de fuerte complexión. Si percibiera de ellas una actitud de confrontación
podría ahogar a todas las hermanas una a una, como si fueran pollos por sacrificar.

Prudentemente, la Madre Superiora se giró para buscar a sor Inés, la


hermana que mejor podría ayudarla en este momento, pero no la vio, se extrañó
pero tuvo que tirar de sor Juana, hermana prudente, aunque no precisamente
dotada de un gran entendimiento.

—Hermana —susurró la Madre Superiora— esto se pone muy mal, no


confío en este hombre, por favor, telefonee a los carabinieri. Dígales que vengan
urgentemente, tenga cuidado de que no la vea sor Luisa. La hermana Juana asintió
obediente y salió de la habitación escondiendo bajo su hábito el móvil que le había
pasado la Madre Superiora.

Aristófanes no se percató del movimiento por la excitación del momento; en


dos días había cometido demasiados errores para un hombre con su
entrenamiento. Por fin, Aristófanes encontró las llaves de la celda de sor Rosa. El
ambiente se podía cortar con un cuchillo. El sentimiento colectivo de las hermanas
era de terror e indignación, como si aquel desconocido estuviera mancillando la
virtud colectiva de aquellas monjas. Aristófanes abrió la puerta de la celda, recorrió
con la vista la pequeña habitación y el baño, sin descubrir nada. Fijó sus ojos en el
armario ropero que presidía la humilde celda junto a la cama y se dirigió a él con
energía y euforia contenida. Extendió su musculado brazo y abrió el armario...

Gabriel se abría camino como podía entre la nieve, demasiados años


oxidándose en bibliotecas, olvidando el entrenamiento necesario para el cuerpo.
Gabriel era joven pero iba camino de conseguir la fisonomía gruesa que adorna el
cuerpo de tantos sacerdotes, fruto del poco tiempo para el ejercicio y de comer mal
y mucho. Mientras jadeaba siguiendo la carretera cubierta de nieve, se prometía
comenzar a realizar algún deporte que le devolviera su otrora buena condición
física.

Los kilómetros se le estaban haciendo eternos, el viento gélido y la capa de


nieve de casi treinta centímetros que cubría ya la calzada, le impedían correr, y el
agotamiento le estaba venciendo poco a poco.

En esta dramática situación se encontraba Gabriel cuando divisó un


providencial cartel que le informaba de que le quedaba un kilómetro hasta su
objetivo. Recobró fuerzas de donde ya no había y aceleró el paso. Llegó hasta el
pueblo, levantó la mirada y vio la torre de la Iglesia, que distaba por lo menos
quinientos metros de donde él estaba. La pronunciada pendiente que le separaba
de su objetivo obligó a Gabriel a parar, estaba agotado. Al incorporarse pudo ver a
su derecha el muro de piedra con la inscripción en italiano que informaba que se
trataba del convento de Santa Clara de Asís de monjas Clarisas. Había llegado al
convento, pero ¿habría llegado a tiempo?

Apenas le quedaron fuerzas para empujar la vieja puerta de madera del


monasterio, constatando que estaba cerrada y bien cerrada. Encontró el timbre a la
derecha del portón, y llamó con la esperanza de ser recibido. Miró de refilón su
reloj Casio digital, recuerdo de la niñez y pudo ver la hora, eran las veintidós horas
de aquel durísimo día de invierno.

Al otro lado de la puerta sonó el timbre nítido y claro, sor Juana, no siendo
la portera, teniendo en cuenta la situación de emergencia, se dirigió con
determinación al portón del monasterio. Al intentar abrir la puerta que daba al
recibidor del monasterio, se percató de que la llave está echada, a su derecha,
sentada, está sor Luisa. Con una media sonrisa la explico:

—Hermana, no se puede salir del convento, ni salir ni entrar, hasta que el


padre no termine su investigación.

La hermana Juana, mirando a sor Luisa se sintió extraña, la apariencia física


de sor Luisa había cambiado. Seguía con su hábito puesto, pero su forma de
hablar, sus modales, distaban mucho de los modales recatados y sencillos propios
de una religiosa.

—Tengo instrucciones de la Madre Superiora de atender la puerta, y eso es


lo que voy a hacer, hermana —protestó sor Juana.

—Siento tener que impedir que habra esa puerta, hermana, en estos
momentos la autoridad de este monasterio es Roma y su delegado el Padre
Caserta.

La hermana Julia se giró contrariada, ella era pequeña y ya mayor, y la


hermana Luisa era joven y fuerte, intentar quitarle a la fuerza las llaves era una
misión imposible para ella, mejor subir a informar a la Madre Superiora. Sin
embargo, el timbre no había vuelto a sonar. Un vagabundo, pensó Luisa, falsa
alarma.

Dentro del recibidor, sor Inés, astuta y sabia, había aprovechado el momento
adecuado para esconderse tras el armario ropero. Había comprobado las artimañas
de sor Luisa y había estado esperando pacientemente la llegada de los verdaderos
enviados de Roma, tal y como la había avisado sor Rosa.

Al sonar el timbre, consciente de que no lejos estaría sor Luisa, había abierto
con el mayor sigilo posible aquella vieja puerta de madera. La conversación en la
habitación contigua de sor Luisa con otra hermana le había permitido disimular el
escaso ruido que produjo. Tras la puerta, apareció un jovencísimo sacerdote
cubierto por la nieve y aterido de frío. Si esta era la esperanza para sacarles del
atolladero, había pocas esperanzas para el convento. Sor Mónica le hizo un gesto
para que no hiciera el menor ruido y le llevó a la esquina más alejada de la puerta.
Con la mayor claridad y con el tono más bajo que pudo, relató lo acontecido
aquella noche y las instrucciones de sor Rosa. Le advirtió también de que estaban
cerrados con llave por fuera, y que tras esa puerta, custodiaba la supuesta cómplice
de aquel siniestro hombre que se hacía pasar por sacerdote.

Gabriel debía pensar bien y rápido. En el mejor de los casos, si la monja


cómplice estaba desarmada, y suponiendo que fuera capaz de tirar de una patada
aquella sólida puerta de madera, puede que con la sorpresa pudiera reducir a
aquella mujer, pero era dudoso que sin armas, pudiera enfrentarse con éxito al
agente enemigo, que poco tenía que ver con un sacerdote y mucho con un
entrenado asesino. Pero debía pensar algo, y pensarlo ya.

¡Nada!, ¡no había nada!, apenas algunas ropas de monja, nada. El contacto
había fallado. Aristófanes no se fiaba de las mujeres, de sus compañeras tampoco,
para ser un agente eficiente no bastaba con creer firmemente en el Credo, era
necesario ser perfecto o casi perfecto y una mala información podía llevar a una
desgracia irreparable a la Societá.

Pero se detuvo un momento. En un breve espacio de tiempo había cometido


varios errores que él mismo nunca se perdonaría. ¿Y si aquélla estúpida monja
hubiera escondido al objetivo en la celda de una amiga, de otra cómplice de la
Secretaría de Estado?

Ya no merecía la pena seguir con la farsa, iría por el camino más rápido; el
ridículo papel de inquisidor no daba para más.

—Además de dejarte llevar por el diablo, te gusta jugar al escondite, ¡zorra!,


¿dónde cojones has escondido a la fulana?

El tono de Aristófanes había cambiado, el deje pedante y barroco tan propio


de algunos sacerdotes, había desaparecido, adoptando un lenguaje y un tono
propio de alguien que odia profundamente algo y además se le está
importunando. La Madre Superiora fue consciente de este cambio. Con un gesto
sutil movilizó a las hermanas presentes hacia la planta de abajo. Con una mirada
certera sobre sor Juana, la inquirió que avisara a la policía, aviso que ya había
hecho la hermana. Desgraciadamente el destacamento más cercano estaba a siete
kilómetros de carretera con medio metro de nieve, lo que retrasaría la llegada de
los agentes salvadores.

—Y vosotras, cucarachas, quietecitas ahí todas, no quiero organizar una


matanza inútil, pero si me motiváis seguro que soy capaz —escupió Aristófanes
con su mayor desprecio.

La situación había cambiado radicalmente, de sentirse acongojadas por la visita de


un enviado del Papa, a sentirse avasalladas por un perturbado, cómplice además
de una de las hermanas. Aristófanes agarró del pelo con un brutal gesto a sor Rosa
María, de un potente grito avisó a Luisa, que permanecía vigilando la entrada.
Ésta, subió todo lo rápido que le permitieron las piernas. Luisa conocía de oídas a
Aristófanes, tenía fama de brutal y eficiente, un buen papel en esta misión
permitiría a Luisa subir un nivel en la organización.

—No está en la celda del topo, ¿dónde se te ocurre que la ha podido


esconder?

Pregunto Aristófanes con impactante cercanía a la supuesta monja Clarisa.

Luisa, con tono ciertamente sumiso, contestó:

—No te sabría decir, pero mira en las celdas, todas están abiertas, menos la
mía, que es la dieciséis. En el resto del monasterio no hay muchos escondites.
Miraré por abajo y si no la encontramos, es que está en el coche, seguramente en el
parking público de la plaza del ayuntamiento, no es mala idea.

—Tú no mires en ningún lado —le ordenó Aristófanes—, preocúpate de


vigilar la puerta, no necesito más problemas.
Las palabras de Aristófanes sonaron a orden tajante y Luisa bajo la cabeza y
obedeció.

Pero sor Inés ya había pasado a la cocina con Gabriel. Se había valido de su
juego de llaves de todo el monasterio. Facilitó a Gabriel un cuchillo de cocina.
Luisa había cerrado con llave la conexión con la cocina y se había puesto en un
lugar estratégico que permitía ver la entrada a la cocina y a la entrada propiamente
dicha. Sor Inés, confiando en las habilidades de aquel apuesto sacerdote, pero
desconfiando de su operatividad por los síntomas de congelación que mostraba,
había decidido armarle, aunque no abrigaba muchas esperanzas respecto a aquel
apuesto cura.

Los pasos apresurados de Luisa al correr hacia la planta de arriba habían


advertido a sor Inés de que ya no había vigía en la puerta y con delicadeza avisó a
Gabriel de que era el momento de actuar.

Gabriel, con la cabeza lenta y los miembros aun rígidos por el frío intenso y
prolongado, siguió a aquella monja. Sor Inés, una vez armado Gabriel con el
cuchillo, le ofreció un lugar perfecto para atacar a la monja farsante.

Allí, parado, con las piernas semi arqueadas, Gabriel tenía más pinta de
secundario de comedia que de héroe de película.

Luisa bajó rápidamente las escaleras. Su papel no era complejo, más aun
teniendo en cuenta lo atolondradas que eran las monjas. Bajó las escaleras de dos
en dos y en tres zancadas recuperó su puesto de vigía, pero una fría hoja de acero
se interpuso entre su garganta y la puerta que vigilaba, el susurro de una voz de
hombre la aconsejo que callara si no quería morir.

Luisa calló, estaba entrenada para saber comportarse en situaciones como


ésta. Pasaron dos segundos, Luisa comenzó a dudar,

¿qué tipo de profesional se arriesga a que el enemigo grite? Decidió pedir


ayuda a Aristófanes pero un golpe seco en la parte trasera de la cabeza noqueó a
Luisa. Gabriel, asombrado y asustado, con el cuchillo aun en la mano, había visto
de primera mano como aquella mujer monja, pequeña pero resuelta, había
golpeado certeramente a aquella mujer. El golpe había sido providencial. Gabriel,
aun bloqueado por el frío y sin experiencia en este tipo de situaciones, no había
sabido cómo reaccionar para reducir al enemigo.

—¿Qué esperabas?, ¿que se le secara la lengua? —se quejó sor Inés a aquel
patoso enviado del Vaticano.

Por suerte para Gabriel, esta escena se desarrolló en casi un silencio


sepulcral.

Mientras, Aristófanes había recorrido una tras otra las celdas del
monasterio.Volvió a llamar a Luisa con un grito que hizo estremecerse a las
hermanas. Al no recibir respuesta, maldiciendo y con sor Rosa María agarrada del
cuello, bajó las escaleras para buscar en el resto del monasterio.

Aristófanes no se alarmó. Supuso que Luisa se encontraba buscando el


objetivo para ganarse un punto a sus ojos. Por un lado aborrecía que le
desobedecieran, por el otro, le hacía cierta gracia que le quisieran complacer.

Al bajar al piso de abajo, recorrió todo lo rápido que pudo las estancias más
alejadas de la puerta. Como arrastraba a Sor Rosa María, su paso no era todo lo
rápido que a él le gustaría. Si no lograba encontrarla tendría que torturar a aquella
estúpida monja cabezota. El tiempo corría en su contra, era cuestión de poco
tiempo que llegaran los refuerzos del Vaticano.

Al volver de la Iglesia y dirigirse hacia la entrada, se percató del movimiento


de una puerta, la puerta que supuestamente estaba cerrada con llave. Todas las
alertas de Aristófanes se encendieron. ¿Dónde estaba Luisa? ¿Qué hacía aquella
puerta abierta? Soltó a sor Rosa y con paso firme se dirigió a la entrada. Al entrar
en la habitación se encontró con Gabriel amenazando con un cuchillo de cocina a
Luisa.

—Como te muevas la mato —amenazó Gabriel a Aristófanes con bastante


poca credibilidad.

—Pobre —se limitó a exclamar Aristófanes mientras observaba a aquel


patético cura, incapaz siquiera de empuñar el cuchillo con firmeza.

Aristófanes echó mano a su chaqueta, buscando su arma cómplice para el


asesinato. Por Gabriel pasaron muchos pensamientos pero el más nítido fue una
pregunta: ¿cómo pretendo amenazar a un frío asesino con matar a otro? Gabriel se
sintió estúpido y se dispuso a morir en aquel lugar recóndito de Italia, lejos de
todos sus sueños.

Aristófanes ya sentía su pistola en la punta de sus dedos cuando una brutal patada
destrozó el candado de la puerta de entrada. Tras ella, la silueta de un hombre
mayor pero enérgico, de mirada glacial empuñando un revólver, iluminó la
habitación. Aristófanes ya sentía el poder de su arma, se disponía a sacar su arma y
matar a todo aquel que entorpeciera su misión.

Pero la mirada glaciar de aquel personaje misterioso llevaba un mensaje de


muerte para Aristófanes. Lucca disparó su arma con precisión.

Muero como un héroe, pensó Aristófanes, pero mientras la bala asesina


atravesaba su frente, no sintió la paz de los héroes caídos, más bien sintió un
terrible frío, el mismo frío que había cultivado su gélido corazón asesino.

Y así, sin ninguna heroicidad, cayó muerto sobre el frío pavimento. Su


cuerpo cayó al suelo, pero Aristófanes se sintió caer al infinito, a un averno de frío
y soledad, esculpido por una vida fría y jalonada de soledad.

—Padre Lucca —gritó Gabriel. No lo podía creer, aquel cura de apariencia


anciana se había transformado en una figura atlética. Lucca había tardado apenas
quince minutos más que él en llegar hasta allí. Eso suponiendo que hubiera salido
tras él.

Pero no era su trayecto sobre la nieve lo que había llamado la atención de


Gabriel, más llamativo había sido su determinación entrando en el convento. Su
manera de entrar y de leer la tragedia, salvando de una muerte segura a todas
aquellas personas.

El padre Lucca no se dejó influir por el ambiente de terror y sorpresa que


reinaban en ese momento en el monasterio. Se dirigió a Luisa, inconsciente en el
suelo, junto a Gabriel. Apartó con delicadeza a Gabriel. Recogió los brazos de
aquella mujer sobre su espalda y los unió con una brida de plástico, método
sencillo pero efectivo.

Levantó la mirada y distinguió a una monja que parecía adelantarse a las


demás, era la Madre Superiora.

Cuando vengan los carabinieri, por favor diles que nos la hemos llevado
nosotros, la pondremos en disposición de la justicia.

Con un cariñoso gesto en la sien de Gabriel, lo levantó. Juntos se acercaron a


sor Rosa María.
—Por poco se ha librado de la tortura, hermana. En breve seguro que
hubieran empezado con técnicas muy poco agradables... —pareció intentar
tranquilizar a la hermana el padre Lucca con escaso éxito.

—Hermana ¿dónde está María? ¿Está bien? —preguntó Gabriel yendo


directamente al grano.

La pregunta de Gabriel pareció desperezar mentalmente a la hermana Rosa.


Se recogió el peinado, se colocó la cofia y contestó.

—Está bien, escondida en el armario de la habitación de Luisa, imaginé que


era el último lugar en el que mirarían.

Los dos sacerdotes salieron a la carrera hacia la planta superior, sor Rosa,
más lenta, se los encontró en la puerta intentando forzar la cerradura.

—No se molesten, señores, sigo teniendo la llave que abre esta celda.

Con delicadeza, la monja abrió la puerta y acompañada por los dos


sacerdotes y un séquito importante de monjas, abrió el armario. Dentro,
acurrucada estaba María, su mirada era una mezcla de terror y cansancio.

Hubo algún aullido de sorpresa e indignación, lo necesario para que el


padre Lucca se girara y diera una breve explicación.

—Señoras, esta chica no es una enviada de nadie y mucho menos del


maligno. Es una agente que trabaja para la Iglesia y que huía del asesino que
habéis conocido. Cuando supimos de la situación de María, acorralada al otro lado
de las montañas, le ordenamos que cruzara el puerto y viniera a refugiarse a su
convento. Contactamos con la hermana Rosa. Lo normal es que hubiera sido
recibida por la comunidad, pero Sor Rosa María ya sospechaba de Luisa, por eso
decidió esconderla hasta nuestra llegada. El mal tiempo y las paradojas de la
providencia hicieron que el asesino se presentará antes que nosotros. El Padre
Gabriel dará más detalles.

—Gabriel —susurró el padre Lucca al oído— por favor, habla con la Madre
Superiora, explícale todo y pídele que se lo explique en un lugar tranquilo al resto
de las hermanas, es importante que estas santas mujeres no sufran más de lo que
ya lo han hecho.

Gabriel bajó las escaleras todavía aturdido. Aquél, en apariencia, entrañable


abuelito le acababa de salvar la vida con una precisión y energía que no se podía
siquiera sospechar de él. Parecía mentira que durante todo el trayecto hubiera
pensado en él como una carga en aquella misión. Se acercó a la hermana Mónica, la
Madre Superiora, que se afanaba en intentar mantener la calma propia y la del
resto de hermanas. Con un gesto informal la separó y trató de explicar lo sucedido
a aquella valiente mujer. Para su sorpresa, aquella mujer aun joven, aceptó sin
demasiada discusión todas aquellas historias de crímenes, espionaje y
persecuciones. Para sorpresa de Gabriel, la parte que más le costó aceptar fue la de
contar entre sus hermanas con una monja al servicio del Vaticano. La traición de
sor Rosa María la descolocaba, para ella un ejemplo de hermana, que sin embargo
estaba ocultando algo tan importante a aquellas que eran su familia, sus
compañeras de adoración.

Gabriel estuvo apuntó de comenzar una sesuda argumentación acerca de la


seguridad de la Iglesia, de lo importante de su labor y de lo imprescindible de su
discreción. Una argumentación racional que ilustrara a aquella hermana de la
importancia de monjas infiltradas en los conventos de la Cristiandad. Pero aquello
no habría funcionado. Gabriel conocía bien la forma de pensar de aquellas mujeres
que habían abandonado el mundo para rezar por la Iglesia.

—Hermana, no sabe los sufrimientos de la hermana Rosa por no poder informarla


a usted. Para ella ha sido como una pesada cruz, pidiendo a Dios que le librara de
este encargo. Pero cuando a una mujer piadosa, el mismísimo Secretario de Estado
de nuestro Papa le pide que acepte este encargo, es la misma Iglesia la que se lo
pide, la esposa de Cristo. Todo este tiempo se ha sentido pecadora por guardar un
secreto como éste a sus propias hermanas, que son su familia, pero ha tenido que
permanecer callada y obediente, a nuestra santidad el Papa Benigno II. Gabriel
sabía muy bien que el sentido común no jugaba en este momento papel alguno, era
mucho mejor apelar a aquella parte del cerebro que no se deja convencer por
argumentos lógicos, aquella parte del cerebro que mueve realmente la vida, las
decisiones que orientan la vida hacia un lugar u otro, hacia la vida o hacia la
muerte.

El efecto de sus palabras fue tranquilizador para la Madre Superiora.


Conocía bien a la hermana Rosa María, imaginaba su sufrimiento por tener que
guardar aquel terrible secreto.
El padre Lucca hizo un gesto con la cabeza a Gabriel, no convenía seguir
mucho más tiempo allí.

En apenas unos minutos, Gabriel, María, Luisa y el padre Lucca estaban


dentro de la furgoneta que la tarde antes había llevado a María hasta aquel
convento.

El padre Lucca conducía con inusitada destreza sobre la capa de nieve que
cubría la carretera. La temperatura había comenzado a subir y la furgoneta abría la
pista a toda velocidad.

En la parte trasera, María, afectada por todo lo vivido y por la necesidad de


sueño, miraba con frialdad a la falsa monja Luisa. Ésta estaba mal sentada, con los
brazos atrás, unidos por la brida. No temían su ataque, más bien intentaban evitar
un suicidio más que probable. Luisa, con la mirada perdida, masticaba su fracaso:
nada le unía a la vida. Si ella misma no acababa con su vida, la Societá lo haría por
ella. Apenas le quedaban horas de vida, tal vez días. Sabía de las muchas personas
infiltradas en la Secretaría de Estado y sabía de su eficiencia. No sabía si sería en el
baño, en la celda, o en el lugar más inocente, tal vez la enfermería, pero no le
dejarían traicionar a la Societá y, aunque ella no pensaba hacer semejante
estupidez, la Societá no estaba dispuesta a arriesgarse.

El padre Lucca realizaba llamadas telefónicas desde su móvil mientras salía


del pueblo camino de Roma. María no lograba entender nada, al estar en la parte
trasera, el ruido de la furgoneta era demasiado intenso. Una tensa calma inundó la
furgoneta, nadie hablaba. El padre Lucca conducía más despacio. Esta tranquilidad
contrastaba con las prisas sobre la nieve de una hora antes.

Acababan de dar las cuatro de la mañana. María, sin llegar a dormir


completamente, había dado alguna cabezada. La quietud de un semáforo despertó
de su letargo a María. El joven sacerdote, el mismo que había conocido de vista la
mañana anterior en el Vaticano, dormía plácidamente apoyado en la ventana, sin
importarle la vibración del cristal sobre su cabeza. Era un hombre atractivo, tal vez
el extremo cansancio que sentía María le hacía juzgar a Gabriel con más clemencia
que la mañana anterior. Ya no percibía en él ese aire de guaperas con alzacuellos
que tanto aborrecía. Más bien, le daba la sensación de que aquel joven cura era
guapo a su pesar. Aun así, María distaba un abismo de ser como aquellas mujeres
que se sienten inexorablemente atraídas por un cura tan solo por tener una brizna
de atractivo. Mujeres que se dejaban atraer por lo prohibido.

Luisa permanecía completamente despierta, con la mirada glacial, fija en el cristal


delantero, parecía que presenciaba en tercera persona un final dramático. Pero no
era este final el que parecía desolarla. Era su vida en perspectiva la que se apilaba
en su cabeza. Luisa, como casi todos, había vivido con la ilusión de que lo único
importante estaba aun por llegar. Había quemado el presente invirtiéndolo en un
futuro posible, de gloria y placer. Pero Luisa era consciente que su juego había
llegado al final. Como en aquellos juegos de marcianitos en la máquina del bar de
su abuelo, en aquel bello pueblo a los pies de los Alpes, no demasiado lejos de
Venecia.

La partida estaba terminando y ahora a Luisa solo le quedaba el pasado y su


pasado la dejaba helada. Un tremendo vacío sobrecogía su interior. No es que
Luisa fuera una persona con empatía, ni mucho menos sensible a los demás, pero a
diferencia de los asesinos varones, ella no podía escapar a su sensibilidad
femenina. Esa sensibilidad de la que carecían los asesinos varones y que los hacía
tan eficientes y desconsiderados con todo, menos con su misión. Ahora ella estaba
absorta en la contemplación del vacío, de un pasado invertido en algo que no iba a
pasar nunca, en una gloria que nunca sería. En su lugar, un reguero de cadáveres
poblaban sus recuerdos y no solo de objetivos, cruelmente eliminados en
cumplimiento de su función de asesina, sino también de ilusiones muertas, de
sueños, de anhelos, muertos por su afán de llegar a algo en la Societá, tan secreta,
tan poderosa.

En la mente de Luisa no se percibía arrepentimiento alguno. Más que


arrepentimiento, era una sensación de derrota, de fracaso, incompatible con
cualquier redención posible.

María se desperezó en aquel semáforo, estaban en cualquier lugar de la


periferia de Roma. El semáforo de había cerrado y el padre Lucca había frenado
prudente. Nadie cruzaba por el paso de cebra a aquellas horas de la madrugada.
Más atrás, otro semáforo se abrió y dos coches avanzaron hasta el semáforo donde
estaban parados el comando del Vaticano.

Todo pasó demasiado deprisa, Gabriel apenas llegó a despertarse. Con


perfecta sincronización y en apenas cinco segundos, un número indeterminado de
hombres salieron de las dos furgonetas que habían parado en el semáforo
flanqueando la furgoneta de María.
En un abrir y cerrar de ojos, y sin enseñar un arma, habían arrebatado a
Gabriel el pendrive que tanto había costado encontrar, habían cogido a Luisa a
pulso y se habían ido por el mismo lugar que habían llegado.

El asombro de María se incrementó al ver la actitud del padre Lucca.


Cuando el semáforo se puso en verde, arrancó y continuó su marcha en dirección
contraria que los asaltantes. Casi a la vez María y Gabriel preguntaron
horrorizados: secretario de estado.

—¿Pero no vamos a seguirles?, ¡nos han arrebatado algo por lo que han
muerto muchas personas! —se adelantó María por un milisegundo a Gabriel que
comulgaba plenamente con el pensamiento de María.

—No os soliviantéis innecesariamente. Esta noche ha muerto el Papa. El Secretario


de Estado, en común acuerdo con el Decano y el Camarlengo, han eliminado el
área de contraespionaje delVaticano, todas las funciones de protección de la Iglesia
contra la Societá han sido asignadas a los Esclavos de María. La noticia de la
muerte del Papa, que aun era joven, Benig-

no III impactó a Gabriel. Creía recordar que no llegaba a los setenta y cinco
años. También les impactó que toda un área en la que trabajaban tantas personas
fuera eliminada y la seguridad de la Iglesia fuera encomendada a una orden
desconocida.

A Gabriel, que no conocía la orden, le sonó a padres simpáticos y modernos,


muy caritativos ellos y con problemas vocacionales, como casi todas las órdenes,
¡qué carajo!, como casi toda la Iglesia.

—¿Quién son esos «Esclavos de María»? —preguntó María.

—No es una orden «al uso». Son una orden muy antigua y muy secreta.
Cuando digo que casi nadie la conoce no miento. La mayoría de los cardenales no
la conoce.Vosotros la vais a conocer porque habéis pasado a formar parte de ella.
Desgraciadamente habéis sido fichados por la Societá y eso os ha hecho prófugos
permanentes si queréis manteneros con vida.

Los «esclavos de María» son, si cabe, más profesionales, más secretos, más
eficaces y más fieles y obedientes que la Societá,
¡Ah!, y casi igual de antiguos, la fundó uno de los pocos arrepentidos de la
Societá que ha existido.

—Y si son tan efectivos, ¿por qué no han eliminado ya a la Societá? —


preguntó María con infantil curiosidad.

—Porque la Iglesia —contestó el padre Lucca— nunca se ha fiado mucho de


las órdenes religiosas y menos de ésta. Daros cuenta que su lema es «perder la
salvación por salvar a la Iglesia». Literalmente sus miembros creen que sus actos
les llevarán a la condenación, pero son necesarios para defender a la Iglesia de los
ataques del mal. Y esta orden, si la queremos llamar así, muestra obediencia al
Papa, a no ser que considere que el Papa ha dejado de ser el vicario de Cristo en la
tierra. Este hecho ha ocurrido varias veces desde su fundación, bien por causas
humanas, bien porque la Societá hubiera conseguido colar uno de los suyos en el
ministerio petrino. ¿Y qué hacen si pasa esto? os estaréis preguntando, pues que
eliminan al intruso del trono de Pedro, sí, lo eliminan. Se ha dado el caso, alguna
vez, de un Papa colocado por la Societá, haciendo daño y mucho a la Iglesia de
Cristo y agentes de la Societá protegiéndole de los Esclavos de María.

La mayoría del tiempo, los Esclavos de María simplemente observan,


analizan y callan. Ahora ha cambiado la era, Benigno III ha muerto y los que
mandan ahora han decidido limpiar por lo sano y que sean «ellos» los que ejecuten
la limpieza. Ha ayudado mucho el listado de topos de la Societá en la Secretaría de
Estado. Los que nos acaban de asaltar eran ellos, ¿qué por qué lo sé? Porque aun
seguimos vivos. Si hubieran sido agentes de la Societá, ahora estaríamos todos
muertos, incluida Luisa.

María escuchaba atenta como aquel sacerdote contestaba las dudas que le
surgían a ella, justo en el momento y sin habérselas planteado en voz alta.

Era muy tarde, o muy pronto, María necesitaba dormir, descansar, había habido
demasiados muertos, demasiada tensión, demasiados cambios para su, hasta hacía
poco, rutinaria mente.

El padre Lucca no se dirigió hacia el Vaticano. Antes de llegar a la vía


Conciliazione giró a la izquierda hacia el Trastévere, callejeó por sus estrechas
calles mientras Gabriel, amante de aquel barrio, intentaba, puerilmente, imaginarse
donde iba a aparcar aquella tremenda furgoneta en aquel barrio sin apenas
aparcamiento y menos a esas horas. Tras dejar atrás el corazón del barrio, junto a la
antigua capilla de Suore Figlie Di Gesu’ Crocifisso, se abrieron unas puertas
enormes que daban a un patio ajardinado. Salieron de la furgoneta y el padre
Lucca les contestó a la duda que había surgido en la cabeza de los dos jóvenes.

—No es mi casa, es un piso franco, solo conocido por los niveles 2 y 1.

Abriendo la puerta, encima del mueble del recibidor había tres sobres, Lucca
los repartió, advirtiéndoles:

—En el sobre esta vuestra nueva identidad hasta nuevo aviso, una tarjeta
por duplicado de móvil y un teléfono móvil con posibilidad de dos tarjetas. No
perdáis las dos tarjetas, es la manera de contactar con vosotros. Hay también unos
billetes de avión y una dirección para que os presentéis. ¡Ah!, y dinero, el suficiente
para llegar a vuestro destino, y por favor, no digáis a nadie el lugar donde vais,
inventaros excusas para vuestras familias y cuando digo a nadie, he querido decir
nadie. A partir de ahora vuestra vida depende de vuestra discreción. Buenas
noches, mañana ya no estaré para daros un beso de despedida.

¡Arrivederci!

María recogió el sobre y esperó a que el joven sacerdote recogiera el suyo


para seguir a Lucca. En medio del cansancio, de todo el dolor y de todo el mal
presenciado, aquel joven sacerdote se dirigió a María.

—Por cierto, mi nombre es Gabriel, soy sacerdote, español, para más señas.

Se presentó Gabriel en un perfecto italiano pero con un deje sutil que


delataba su origen español.

La cara de María, dibujó una leve sonrisa, que era lo más alegre de los
últimos dos días. La sonrisa aumentó cuando le fue a contestar con una sonrisa
nerviosa, de esas que a veces surgen cuando te encuentras con alguien cercano en
un país muy lejano.

—Mi nombre es María, y también soy española, eso sí, cura no soy.

Gabriel se avergonzó sin razón aparente, era como si ella la hubiera dejado
mal por identificar su origen español cuando él no había sido capaz de darse
cuenta. Era un estúpido malestar, sin trascendencia alguna en el contexto de
muerte que acababan de vivir, pero el malestar estaba ahí.
Gabriel no contestó con palabras, pero una leve inclinación de cabeza delató
su estado de ánimo. Dio las buenas noches y subió las escaleras, en medio del
tramo se dio cuenta de que no se había despedido. Se giró y se dirigió al padre
Lucca:

—Adiós padre Lucca, y gracias por salvarme la vida. Espero volver a verle.

Las palabras de Gabriel eran sinceras y así sonaron. María, que mantenía
aun algún prejuicio hacia ese gigoló metido a cura, se percató de la sincera gratitud
que le profesaba el hombre joven al mayor. En aquella misión se habían tornado
los roles: el joven, el decidido, el voluntarioso, había sido salvado por el anciano, si,
pero también el experimentado, el prudente, y en este caso, el salvador.

María se unió al agradecimiento de Gabriel con la mirada, haciendo una leve


inclinación de la cabeza, en un gesto peliculero, pero permitido por la hora y el
cansancio acumulado.

El padre Lucca, cerrando la puerta con una gruesa llave blindada, terminó la
operación y levantó su mirada hacia los dos jóvenes:

—De nada, es mi trabajo y ha sido un placer. Por cierto, no soy cura.

Sin más, sin besos ni abrazos se separaron sus caminos. María subió las
escaleras tras Gabriel, éste se metió en la pri-

mera habitación a la derecha. María continuó hasta la habitación número 6,


el número que aparecía en su sobre. Pensó en darse una ducha, pero necesitaba
dejarse caer un segundo sobre la enorme cama que presidía aquella habitación. Los
muebles que decoraban la habitación parecían muebles modernos y baratos de
Ikea. Pero María los analizó con mayor detenimiento, eran modernos, sí, pero de
muy alta calidad. María se sentía en paz, protegida, por fin podría descansar...Y
hasta ahí duró la conciencia de María, aquella fugaz cabezada previa a la ducha fue
demasiado poderosa para ella y cayó en un profundo y reparador sueño.

Gabriel estaba exhausto pero demasiado nervioso para echarse sin más. Se
dio una ducha rápida. Después, se sentó en la cama aun desnudo y abrió el sobre
para poder analizar su contenido. Se secó con una toalla que estaba colgada junto a
la ducha y la notó suave, especialmente suave, sobre todo en comparación con las
toscas toallas que había sufrido en el Vaticano. Se vistió con un pijama que habían
cuidadosamente doblado encima de la cama, estrecha y larga, suficiente para que
un sacerdote pudiera dormir.
Se tumbó en la cama, colocando una almohada bajo su espalda con la
intención de estudiar toda la documentación del sobre. Lo abrió y saco los billetes
de avión, Madrid, pudo leer, y eso fue lo primero y lo último que leyó. Todos los
nervios acumulados se transformaron en segundos en sopor, un profundo sopor
que derrotó a toda la curiosidad de Gabriel y le llevó hasta el lugar donde reina
Morfeo.

La madrugada pasó enseguida, un persistente pitido despertó a María,


apenas había dormido cuatro horas, pero aquel pitido sonaba demasiado alto y
demasiado cerca. Saltó de la cama hacia la puerta, la abrió violentamente y salió.
Gabriel se encontraba en el quicio de su puerta, escuchando desconcertado.

—Aquella puerta da al patio —señaló Gabriel hacia una puerta que estaba a
la derecha de María, al final del pasillo en el que se encontraban.

Ambos corrieron hacia la habitación. Entraron sin pararse en protocolos de


género y se asomaron. Era el claxon de la furgoneta que habían utilizado los
últimos días. La puerta estaba abierta, un desconocido la había abierto, tiró de
algo, y el claxon dejo de sonar a la par que el cuerpo del Lucca caía a plomo sobre
las piedrecitas decorativas del jardín. La mirada horrorizada de María y Gabriel se
materializó sobre aquel desconocido. Éste, sintiéndose observado, se giró sobre sí
mismo a la vez que levantó su brazo en la misma dirección que su mirada. María,
paralizada por la escena, sintió una mano que la agarró vigorosa contra el interior
de la habitación. Justo a tiempo. Casi cuando se disponía a verbalizar su
indignación hacia aquel cura aprovechado, una bala rompió el cristal y rozó sin
herir la cabeza de María. La muerte había vuelto a llamar a su puerta, y otra vez un
cura se había interpuesto.

—Rápido María, enciende el teléfono y activa la señal de emergencia, Dios


quiera que nos lo hayan dado con batería, yo voy a cerrar la puerta con llave, quién
sabe si eso les detendrá unos minutos.

María, aun aturdida por la cercanía de la bala sobre su cabeza, se activó.


Giró sobre sí misma y salió corriendo hacia su habitación. Gabriel ya comenzaba a
bajar las escaleras cuando ella entró en la habitación.

Buscó su teléfono. Gracias a Dios, su nueva vida no había cambiado en ella


su germánico sentido del orden y su teléfono nuevo estaba donde debía, en el
bolsillo interior de su bolso mochila. Lo encendió, esperando que aquel moderno
aparato tuviera batería. Y sí, aquel móvil tenía un botón más, uno rojo, pequeño y
con un signo de exclamación, tenía que ser ese el botón de emergencia.

Gabriel sabía el lugar en el que Lucca había dejado las llaves la noche
anterior. Incluso pensó que el padre Lucca había exagerado sus gestos para
indicarles claramente donde dejaba las llaves.

Allí estaban, las cogió lo más rápido que pudo y las introdujo en la
hendidura de la puerta, girando rápidamente la llave. Tras las dos primeras
vueltas de aquella recia puerta blindada, notó la fuerte embestida que alguien
había soltado sobre ella. Cinco segundos antes, sin la llave echada, la puerta
hubiera cedido ante aquella brutal patada. Gabriel por intuición se tiró al suelo. El
gesto fue providencial porque una ráfaga de balas atravesó la puerta a la altura de
la cintura de un hombre. Tras la primera ráfaga y dejándose otra vez guiar por el
instinto, Gabriel salió escopetado escaleras arriba al tiempo que otra nueva ráfaga,
más eficiente que la anterior, amplió su radio, destrozando el área donde
fugazmente se había refugiado Gabriel.

Una vez arriba, Gabriel buscó algún lugar seguro donde refugiarse. Pero
refugiarse no era la solución, retrasar la llegada de los asesinos era simplemente
retrasar una muerte segura.

María se desesperó en los escasos segundos que tardó en arrancar aquel


teléfono híper moderno. La angustia carcomía a María, si aquel móvil no
funcionaba, estaban muertos. María lo tenía claro, si aquel o aquellos desconocidos
habían conseguido localizarles y liquidar con tanta facilidad a Lucca, era muy
complicado esperar que ellos pudieran sobrevivir.

Por fin, un extraño sonido informó a María de que el móvil estaba listo. Sin
más, apretó aquel botón, esperando y deseando algo, alguna señal de esperanza.
La pantalla se encendió y para desesperación de María, el móvil se apagó, aunque
el indicador de batería había marcado nivel máximo.

María tiró el móvil inerte sobre la cama y salió al pasillo, allí estaba Gabriel
mirando a todos los lados, buscando una salida que no existía.

—El móvil se ha apagado cuando he apretado el botón rojo

—informó María a Gabriel.

En el tono de María no había emoción alguna, tal vez intentando ver la


escena desde fuera, pretendiendo no ser la protagonista de una muerte casi segura.
Las balas no tardarían en echar abajo la puerta, por muy blindada que fuera.
En esos momentos, en los instantes previos a la muerte, la reacción de dos
personas de espiritualidades completamente diferentes, era prácticamente la
misma.

Los dos intentaban desesperadamente buscar una salida para seguir


viviendo. En estos momentos de tensión extrema era más lo que les unía, una
juventud rebosante, que lo que les separaba, una atea, racional, independiente, y
otro cura, pasional y obediente.

—¡Las campanas!, son las nueve de la mañana. No, más tarde, si hacemos
sonar las campañas el barrio entero vendrá...

—exclamó María.

Gabriel obedeció, además de porque era, por fin, una idea, porque la
consideró realmente brillante.

Gabriel había memorizado un mapa mental del lugar donde se encontraban


las campanas y se dispuso a llegar a ellas. Recorrió su habitación de un salto, abrió
la ventana, giró su cabeza hacia la fachada, comprobó que nadie vigilaba ese lado
del edificio. La ventana estaba a unos catorce metros de altura, una altura nada
recomendable para intentar saltar y echar a correr. Era lógico que ningún asesino
vigilara esa parte de la casa.

Una estrecha cornisa comunicaba las habitaciones con el muro de la pequeña


capilla. Gabriel recorrió la cornisa en tres zancadas. Al final de la misma había al
menos dos metros de distancia entre la cornisa y el tejado a dos aguas de la capilla.
Era demasiado, incluso para un hombre de casi ciento noventa centímetros como
Gabriel. Su forma física era deplorable y lo sabía, intentar subir a pulso, con solo la
fuerza de sus brazos, era un auténtico suicidio.

Gabriel miró hacia todos lados buscando una salida. Una enredadera
trepaba por la pared de la capilla, a un metro y medio de la pared donde estaba la
cornisa. Gabriel alargó la mano, no se fiaba de la firmeza de la enredadera, pero
desde la cornisa apenas podía tocarla con los dedos. Imposible comprobar su
firmeza. Pero la alternativa era una muerte por bala. Morir aplastado intentando
vivir, era una opción mejor.

Gabriel agarró con su mano derecha una de las ramas más recias de la
enredadera e intentó colocar su pierna izquierda en algún nudo que le permitiera
tener cierta estabilidad, algo le decía a Gabriel que aquella no era una buena idea.

Pero la enredadera no cedió, permaneció firme y Gabriel comenzó a trepar


como pudo. Fueron unos minutos en los que Gabriel hizo la promesa a San Judas
Tadeo, Patrón de los imposibles, que si salía de ésta, se apuntaría a un gimnasio sin
falta.

Gabriel trepó como pudo con la agilidad de una anciana de ochenta años
hasta la altura del tejado de la capilla. Con las manos firmemente agarradas, fue
levantando los pies hasta llegar a la altura de las tejas. Como pudo, giró sobre sí
mismo, colocándose en el tejado.

Cuidadosamente, intentando pisar en zonas seguras, avanzó aterrado por


pisar en blando y caer. Con pasos cortos pero rápidos llego hasta el campanario.
Estaba formado por dos generosas campanas, accionadas por motor que a su vez
era controlado por un sistema electrónico.

Gabriel intentó hacer sonar las campanas moviendo el vástago de la


campana más grande. El sonido apenas se percibía a unos metros. Así era
imposible avisar a nadie. Gabriel tenía que intentar activar el motor. Otra vez sus
largos años de estudios teológicos iban a ser inservibles. Gabriel apuntaba
mentalmente todo aquello que debería aprender si conseguía sobrevivir.

Abrió la caja de metal junto al motor de la campana. Había un montón de


cables y un aparato que no supo identificar. Intentó pensar rápido, partiendo de la
premisa de que desconocía absolutamente todo sobre electrónica y motores, se
hizo el siguiente esquema mental: Los cables más gordos tenían que ser los de
alimentación. Había dos, era un comienzo. Uno de ellos entraba en el aparato
desconocido, del que salían varios cables más pequeños de colores.

Si eliminaba ese intermediario, la alimentación del motor funcionaria


siempre, lo que estaba buscando.

El plan era potencialmente un desastre, pero Gabriel no tenía otro, y procedió a


ejecutarlo. Aun sin haberlo entrenado nunca, Gabriel tenía una habilidad innata
con las manos. Consiguió eliminar el aparato desconocido con soltura. En apenas
dos minutos estaba listo para conectar el extremo que faltaba en el motor. Rezó
brevemente a la Virgen, la pidió su bendición y lo conectó. Las campanas
comenzaron a replicar violentamente. La alegría de Gabriel no le permitió percibir
el olor a quemado que salía de la casa.
Gabriel se giró hacia la casa como buscando un gesto de reconocimiento por
parte de María, percatándose del incendio. En ese instante terminó de cuadrar el
plan de María. Las campanas de por sí solo despertarían la curiosidad del
vecindario. El plan era sencillo pero ingenioso, las campanas serían la manera de
concentrar la atención sobre la casa de todo el vecindario, que nada más ver el
fuego avisarían a los bomberos, y los bomberos en este barrio monumental estaban
muy cerca, en apenas cuatro minutos estarían allí, destrozando puertas y ventanas.
Esa era la oportunidad de salvarse.

Gabriel, rehízo el camino, la bajada fue más sencilla que la subida. Caminó
hasta el borde del tejado y allí se sentó, giró su cuerpo, descolgando las piernas,
sujetando su peso con los brazos. Tocó la cornisa y soltó sus manos, se giró sobre sí
mismo y volvió a su habitación entrando por la ventana. Una vez dentro siguió el
rastro del humo.

María había encharcado una manta en el lavabo. La había colocado sobre el


suelo de la cocina y había prendido papel y plásticos sobre la manta. Había elegido
la única habitación que no tenía el suelo de madera para generar el incendio.

—Rápido Gabriel, desde que oigamos por primera vez el ruido de la sirena
hasta que entren, tenemos apenas un par de minutos. Necesito que me ayudes,
toma esta antorcha improvisada. Cuando oigamos a los bomberos, prende fuego a
las cortinas de tu habitación y la de la habitación de al lado, pero antes humedece
el techo. Los bomberos nos tienen que evacuar, pero tampoco hay que quemar la
casa, ¿entendido?

—María había sido clara y concisa. Gabriel entendió a la primera y se


dispuso otra vez a obedecer. En eso no tenía problemas, el orgullo nunca había
sido un problema para él.

Humedeció como pudo el techo de su habitación, primero de manera sutil,


después llenándose las manos con agua y arrojándolas toscamente hacia el techo.
Cuando consideró que ya estaba suficientemente encharcado, paso a la habitación
de al lado. Esta vez, aprendida la lección en la habitación anterior, paso
directamente a encharcar el techo, utilizando un cubo de fregona que encontró en
el cuarto de baño.

Gabriel estaba llenando el segundo cubo cuando se apreció el sonido de una


sirena. Gritó a María para avisarla y ésta se presentó con una antorcha casera hecha
con papel de cocina y aceite. Le entregó su antorcha y salió a terminar su parte.
Gabriel prendió fuego a las cortinas e hizo lo mismo en la otra habitación y se
tumbó a esperar a los bomberos. Mientras cerraba los ojos para no ver el avance de
su incendio le asaltó una duda.

¿Dónde estaban los asesinos de la Societá? Realmente les iban a dejar salir de
una manera tan sencilla. Algo no le cuadraba a Gabriel. En medio de sus
pensamientos, abrió los ojos, aquello se estaba poniendo serio. O llegaban en breve
los bomberos o su vida corría serio e inminente peligro.

María encendió prudentemente lo que ella consideró que no pondría en


peligro el edificio, también se tumbó a esperar a los bomberos. Aquella había sido
la mayor locura que se le había ocurrido nunca. Hacía falta muchas casualidades
para que aquel plan saliera bien, y lo peor es que María tenía razón, aquel plan
hacia aguas mirándolo por donde lo mirara.

Los bomberos cumplieron su papel escrupulosamente. Para cuando entraron


en la finca, ya no había nadie en el patio, no había ningún cadáver sobre las
piedrecitas del jardín y el coche tampoco estaba. Los asesinos, con el ruido de las
campañas y la inminente llegada de los bomberos parecía que habían huido,
llevándose consigo las pruebas de su crimen.

Apenas tardaron unos segundos en tirar la puerta. Rápidamente subieron,


abrieron todas las puertas de las habitaciones buscando personas. Encontraron a
María y a Gabriel, les pusieron oxígeno y les evacuaron en camilla. Ambos tenían a
buen recaudo sus billetes y documentación.

Les evacuaron en sendas ambulancias. Mientras otros bomberos sofocaban


el incendio.

María y Gabriel actuaron casi igual, a la primera oportunidad, en un


descuido a la entrada del hospital, se quitaron la vía y salieron como respetables
ciudadanos.

En menos de una hora, María estaba en el aeropuerto de Cíanpino


esperando la salida de su vuelo. Gabriel, en Flumiccio, hacía lo propio, dos
aeropuertos, dos destinos.
CAPÍTULO X

Burnello Abbado, Buri Altobelli, Beno Argento, Emanuel Armani, Emerico


Astori, Dante Darice De Martino, Benoni Panetta, Bento Panettiere, Beppo
Papaccio, Bethlem Pareto, Beyno Passerini, Blake Pesce, Bernado Pittis, Biagio
Pizzi, Adelpho Pozzo, Ducan Pozzo Ardizzi, Durando Prosperi, Dusano
Rospigliosi, Dustino Rossi, Dominic Sabagni, Dominique Sabatini, Enos Sacheri y
Francesco Napolitani.

Este es el listado de trabajadores que no se presentaron a trabajar el lunes a


la Secretaría de Estado del Vaticano. Había habido muchos cambios. Las labores
activas de contraespionaje habían dejado de realizarse en la Secretaría de Estado,
pasando todos los agentes a tareas de investigación de textos antiguos.

Dos notas de Recursos Humanos del Vaticano informaban de los cambios.


La primera anunciaba el cambio de funciones. Causó mucho revuelo, y
estupefacción. La siguiente nota, en la que se informaba de la baja de veintitrés
agentes, muchos de ellos con puestos de mucha responsabilidad, aclaró a casi
todos la razón de este cambio de funciones. Era un formidable escándalo la
presencia de tantos agentes dobles.

Fueron pocos los trabajadores que intentaron contactar con los


excompañeros, y todos coincidieron, sin darle mayor importancia, en que «se los
había tragado la tierra». La realidad era bien diferente.

Desde el instante en que la Societá tuvo constancia de la muerte de


Aristófanes y de la detención de Luisa, desplegó lo más rápido que pudo su
maquinaria. Replegó sus peones de la Secretaría de Estado, dando prioridad a los
agentes más jóvenes, que podrían reciclarse en asesinos, dejando de lado a los
mayores, independientemente de la importancia del cargo que tuvieran en la
Secretaría de Estado.

Los Esclavos de María habían actuado rápido, en apenas cuatro horas desde
la recuperación del pendrive, habían identificado a los topos laicos de la Secretaría
de Estado y habían sido capaces de detener con vida a diecisiete agentes dobles.
Solo seis, los más jóvenes, habían escapado ayudados por agentes de la Societá.

El futuro que les esperaba a los detenidos era sórdido. Un juicio secreto y
una condena a perpetuidad garantizada en algún penal remoto. Ningún gobierno
ni ONG sabrían jamás del paradero de estas personas. Previamente a esta reclusión
perpetua, los acusados, si eran encontrados culpables, cosa que ocurriría con
certeza, serían interrogados durante largos periodos de tiempo.

Normalmente estos interrogatorios eran infructuosos. Los agentes de la


Societá sabían que los Esclavos de María no podían utilizar la tortura y tampoco
tenían nada que ofrecerles. Si un agente de la Societá llegaba a salir libre por haber
colaborado con los Esclavos de María, su vida corría serio peligro. Por esa razón,
hasta ahora, los agentes detenidos asumían sumisos un futuro en reclusión en la
paz remota de las cárceles de los Esclavos de María.

En apenas doce horas, habían aplicado el algoritmo del difunto padre Marco
a los eclesiásticos en nómina de la Iglesia Católica sin distinción de puesto. Se
había incluido a los todopoderosos nuncios. Como resultado de esta investigación,
tres cardenales, dos arzobispos, dieciséis obispos y cerca de treinta y ocho
sacerdotes, con puestos de responsabilidad en la Iglesia, habían sido puestos en
cuarentena. Sus teléfonos pinchados, sus conexiones digitales hackeadas y se les
había asignado una «sombra».

El futuro de estos, más que posibles traidores, dependía del nombramiento


del futuro Papa. El Cónclave comenzaba en dos semanas.
CAPÍTULO XI

Roma, 11 marzo de 2012.

Todo el mundo estaba pendiente de los ciento dieciocho Cardenales con


derecho a asistir al Cónclave para elegir al doscientos sesenta y cinco sucesor de
Pedro.

Ya estaban en Roma los ciento once cardenales que finalmente iban a


participar en el Cónclave. Siete cardenales no habían podido viajar por motivos de
salud.

Pero donde realmente se estaba jugando la partida de elegir Papa era en las
congregaciones generales. Una vez concluidas éstas y comenzadas las reuniones
«bajo llave», todas las estrategias de voto estaban decididas. Los últimos Cónclaves
apenas duraban día y medio. Este tiempo, tres votaciones, era el necesario para
ajustar votos. Si había dos candidatos enfrentados, normalmente era un tercero de
consenso el que solía ganar.

Don Álvaro Espínola, Cardenal Arzobispo de Madrid, había llegado para los
funerales del Papa Benigno II, del que se consideraba amigo, aun a pesar de la
prudente distancia que el Santo Padre mantenía con todos sus colaboradores.

Los funerales habían sido largos, fríos y tediosos. Cuando a un Cardenal se


le nombraba Papa, sabía perfectamente que su vida había cambiado para siempre.
Un ejército de solícitos colaboradores le iba a impedir tomar decisión alguna, hacer
cualquier cosa que una persona ya en plena tercera edad pudiera decidir hacer.
Desde las decisiones más sencillas, como cuándo dar un paseo, pasaban a ser
controladas en detalle por una nebulosa de colaboradores.

Los funerales papales eran una mezcla de gran acto protocolario con la más
pomposa celebración litúrgica. Los más ricos ropajes, los más tediosos ritos
alejaban los funerales papales del deseado funeral que seguramente cualquier
hombre, incluido el difunto Papa, hubiese querido.

Al día siguiente de los funerales todos los mandatarios mundiales presentes


en el funeral habían partido de Roma.

Para Don Álvaro había sido un día extraño. Se levantó temprano. La


habitación que ocupaba en el Pontificio Colegio Español de San José, en Roma, era
amplia, austera y con mucha luz, cosa que se agradecía en invierno, pero que hacía
poco recomendable alojarse durante el verano.

Antes de desayunar, bajó a la capilla y se arrodilló ante el Santísimo,


rezando la oración de Laudes apenas susurrando.

La capilla, amplia y funcional, aunque con un cierto parecido a un bunker de


hormigón, estaba vacía a las 6:40 de la mañana. Don Álvaro apenas dormía. A su
edad, rondaba los setenta y dos años, no necesitaba dormir demasiado. Además,
era de naturaleza inquieta. Con apenas cinco horas de sueño estaba a pleno
rendimiento.

Terminó sus rezos, pasó brevemente por su habitación y bajó a desayunar. El


comedor estaba casi vacío. El Cardenal recogió su bandeja, se sirvió un poco de
fruta, un poco de pan, mantequilla en porciones y mermelada. Pidió también un
café con leche y se sentó en una mesa en la que había varias personas
desayunando.

Eran personal de servicio del colegio. Dos hombres y una mujer miraban con
cierto temor al Cardenal Espínola.

—Buenos días, ¿puedo sentarme con vosotros?

—Claro, digo, es un honor, si gusta —contestó el mayor de los dos hombres.


Tiene que entender Su Eminencia, que no estamos acostumbrados a este honor.

—El honor es mío, de verdad, en Madrid siempre salgo a tomar un café a los
bares de cerca del Obispado, ya tengo mi grupo de amigos.

Los tres trabajadores no salían de su asombro, todo un cardenal, el patrono


de la institución para la que trabajaban, estaba sentado junto a ellos, se había
servido él mismo y había decidido sentarse a su lado.

—Es un honor Eminencia, ¿cómo es que no se ha ido ya a Santa Marta? —


preguntó a quemarropa la mujer, con diferencia la mayor de los tres trabajadores.

La pregunta pilló de improviso al Cardenal. Es cierto que, acercarse a la


gente con llaneza, tiene el riesgo de que te pregunten cosas comprometidas.

—Pues la verdad es que no tengo prisa. La primera congregación no es hasta


el jueves. Pensaba pasar estos tres días aquí. Seguro que estoy más tranquilo que
en Santa Marta —respondió francamente el Cardenal.

—Me va usted a disculpar, este es su primer Cónclave, ¿verdad?

—Así es.

—Pues, o mucho me equivoco o no le quedan a usted más que unas horas


con nosotros. Perdone si mi comentario ha sido demasiado atrevido —afirmó
aquella anciana mujer, dándose cuenta de que había hablado con demasiada
ligereza para tratarse de un Cardenal.

—Pues no lo creo, pero no lo sé.

La conversación giró hacia derroteros más mundanos. El cardenal desayunó


tranquilamente, disfrutando de la buena conversación de aquellas gentes. Al cabo
de un rato entró por la puerta su secretario personal. Con un gesto discreto se llevó
al Cardenal hacia un lado.

—Eminencia, no han parado de llamar desde las seis de la mañana. Nada


menos que cinco Cardenales preguntando por su eminencia. Quieren mantener
reuniones con Usted y me instan sus secretarios a que nos traslademos sin dilación
a Santa Marta. La Sede vacante, no es momento de vivir retirado delVaticano, me
insisten.

Apenas había pasado media hora desde que aquella anciana y sabia mujer
había pronosticado que la paz del colegio español estaba a punto de acabar para el
Presidente de la conferencia episcopal española.

Don Álvaro se acercó a aquella anciana mujer y con su media sonrisa afirmó:

—Tenía usted razón, me quedan horas de disfrutar de su compañía. Guiñó


un ojo a sus cuatro compañeros de desayuno y subió a su habitación para hacer la
maleta.

El Cardenal no tenía móvil, su fiel secretario era la vía de comunicación con


el frenético mundo moderno. En apenas treinta minutos había empaquetado sus
escasas pertenencias. Llamó personalmente para avisar a la residencia de Santa
Marta. Cogió un taxi y se presentó en las puertas del Vaticano ya con su traje de
Cardenal. Comenzaba para Don Álvaro Espínola el Cónclave que cambiaría la
Iglesia Católica.

A Don Álvaro siempre le había sorprendido la aparente falta de seguridad


del Vaticano. O su seguridad era muy mala o tan buena que era indetectable. Ir
vestido con el traje de Cardenal era el salvoconducto perfecto para campar a sus
anchas por un lugar tan aparentemente secreto y restringido.

Don Álvaro no se encontró con ningún Cardenal en su proceso de


acomodación en Santa Marta. Las habitaciones se habían sorteado y la que le tocó
era luminosa y cómoda, pero sin ningún lujo. Sorprendía, como casi siempre en las
instalaciones religiosas destinadas a sacerdotes, lo estrecho de la cama, apenas
ochenta centímetros. Don Álvaro, esbozando una sonrisa, lo achacaba a una frase
que siempre repetía su madre: «Quien quita la ocasión, quita el peligro».

Se tumbó en la cama mirando el impoluto techo, blanco, sin mácula, y


exhaló un largo suspiro: se terminó para Don Álvaro la tranquilidad. El sonido de
unos nudillos golpeando la puerta, devolvieron al Cardenal de Madrid a la
realidad que le iba a tocar vivir.

Tradicionalmente, y más en los últimos pontificados, la figura del Secretario


de Estado, segundo hombre más poderoso de la cristiandad, pasaba a un tercer
plano desde el instante de la muerte del Papa. Parecía como si, vuelto el poder a los
Cardenales, éstos se vengaran del que hasta hacía poco había sido el brazo ejecutor
del poder papal.

En este sentido, la estrecha relación de Don Álvaro con el actual Secretario


de Estado, hacían de Don Álvaro un cardenal poco papable. Esta lógica era
desconocida para Don Álvaro hasta que un conspirador cardenal Italiano se lo hizo
ver. A Don Álvaro no le preocupaba en absoluto, porque ni pretendía, ni deseaba,
ni se creía capaz de ser Papa.

Él se había planteado el Cónclave como la enorme responsabilidad de


conocer a sus semidesconocidos compañeros (a excepción de una veintena de
cardenales, apenas conocía al resto, y votar por el que mejor pudiera continuar la
labor de Pedro.

Los días previos a las congregaciones generales fueron agotadores para Don
Álvaro. Durante las comidas intentaba sentarse con Cardenales que le fueran
desconocidos. Pretendía ir entablando algunos lazos que le permitieran mantener
conversaciones durante las congregaciones generales. Fuera de las comidas, el
tiempo se repartía entre ratos de oración, la participación en la eucaristía y las
entrevistas, casi nunca deseadas, con Cardenales que pretendían influir en su voto.

Don Álvaro veía a los Cardenales divididos en dos grandes grupos. El más
numeroso, normalmente cardenales sin relación con Roma, que confiaban
plenamente en la acción del Espíritu Santo. Éstos, incluido Don Álvaro, esperaban
que el Espíritu Santo les inspirara la mejor opción de voto. El otro grupo,
básicamente aquellos con relación o responsabilidades en el Vaticano, no es que no
confiaran en el Espíritu, es que se creían herramientas del mismo.

Dentro de las posibles quinielas, se podía distinguir dos posibles ganadores.


Por un lado los que defendía la elección del Patriarca de Venecia, Don Antonino
Rivalta, representando al sector más conservador y continuista, europeo, con
experiencia en Roma y con fama de buen gestor en su archidiócesis.

El otro sector apoyaba el alma gemela del Cardenal Rivalta, pero era
extranjero. Se trataba del Cardenal Mexicano Roberto Cárdenas. En lo doctrinal, en
lo moral, en el estilo, ambos no diferían.

Don Álvaro, tras escuchar los insistentes argumentos de partidarios de uno


y de otro, llegó a una conclusión bastante de sentido común: De los cardenales que
ya tenían decidido su voto, los que no apoyaban al Cardenal Rivalta eran
básicamente aquellos que no se sentían incluidos en un posible gobierno
organizado en torno a él.

Pero a Don Álvaro no le preocupaban estos movimientos


pseudoconspiratorios. No porque no le pareciera mal esos juegos de influencias,
sino porque se percató de que eran una minoría. En los dos días previos al
comienzo de las Congregaciones generales fue aprendiendo a zafarse de los
Cardenales en campaña. Dedicó cada vez más tiempo a preparar su intervención
en las congregaciones generales.

Las congregaciones generales se alargaron durante casi una semana y media.


Era algo inédito en la historia documentada de los Cónclaves. Muchos cardenales
solicitaron intervenir y las intervenciones generaron mucho debate en los
descansos y en las comidas.

Los americanos y los alemanes, Iglesias en general mejor organizadas y más


sinodales, abogaron por un mayor peso del sínodo de obispos y por una respuesta
contundente ante los problemas acuciantes de la Iglesia actual, como la pederastia
o la secularización.

Los italianos hablaron de continuar el santo legado de los papas recientes y


de la necesidad de cambiar con calma, manera educada de abogar por no cambiar
nada.

Las iglesias perseguidas hablaron de la necesidad de mayor apoyo desde la


curia. Los cardenales africanos hablaron del desastre del sida y la corrupción en su
continente.

Hasta que llegó la intervención del Cardenal Arzobispo de Madrid. Fue una
intervención corta, de apenas media hora, en perfecto italiano. Don Álvaro fue
claro y conciso. «Nos hemos alejado del Evangelio». Si preguntáramos a los pobres
entre los pobres, nos dirían que nos parecemos más a Caifás que a Jesucristo.

Nos hemos acomodado en la tradición. ¿Qué nos queda de la frescura del


Evangelio? ¿Es lo que predicamos capaz de cambiar vidas, de hacer que los que
nos oyen se dejen comer por los leones?

Nos hemos acomodado en la Verdad. Llevamos demasiados años en el lado


de Pilatos.

Pesa mucho más la tradición que la revelación. El evangelio cabe en


cualquier bolsillo, la tradición que reverenciamos rompe la espalda de un hombre
fuerte.

¿Necesitamos más signos para volver al Evangelio? ¿Necesitamos algo más


para volver a la pobreza?

Es el tiempo de cambiar para volver a ser como aquellos Doce hombres


analfabetos, que con su testimonio, sencillez y amor, cambiaron el mundo.

El discurso del Cardenal español impactó a todos los presentes. Abrió el


horizonte de tantos y tantos cardenales que veían como algo inevitable unVaticano
mantenedor de sus propios privilegios.

El mensaje de Don Álvaro, precisamente por su ausencia absoluta de


ambición, sonó creíble, sonó a llamamiento urgente al cambio para poder seguir
siendo fieles al mensaje de Jesús.
El aplauso sonó con una fuerza inusual en comparación a los protocolarios
aplausos que despedían el resto de discursos.

Don Álvaro no fue consciente de su impacto. Él solo pretendía remover


conciencias, no era en absoluto parte de una campaña electoral. Bajó de la tarima.
Todos los cardenales estaban sobrecogidos, impactados de tal forma, que no hubo
ninguno que tuviese las cosas lo suficientemente claras como para preguntar. Pero,
sin él saberlo, se estaban produciendo movimientos importantes. Por un lado, el
aparato continuista había visto en aquel cardenal español un enemigo a batir. Por
otro estaban los cardenales que iban a dormir mejor aquella noche: ya habían
encontrado lo que buscaban.

El día y medio que transcurrió entre el discurso de Don Álvaro y el


comienzo del Cónclave fue una sucesión de coloquios improvisados. En ellos el
cardenal Espínola concretaba la idea general que había expuesto en su ponencia. El
nerviosismo del ala continuista crecía por momentos. Eran conscientes de que
aquel Cónclave se les escapaba de las manos.

Durante la comida del día previo al Cónclave se acercó a Don Álvaro el


Cardenal Giani Cratino, Secretario de Estado en funciones.

—Álvaro, necesito pedirte consejo para una buena lectura. Sé que eres un
lector voraz y entendido. ¿Puedes pasarte por mi habitación después de la comida?
Te quitaré diez minutos de siesta. Tengo que elegir entre dos futuros candidatos a
libro de Cónclave.

—Claro Giani, en cuanto termine de comer me paso.

Don Álvaro se quedó pensativo. ¿Que quería el más influyente e inteligente


hombre de la cristiandad de él? Solo tenía algo seguro. De libros no iban a hablar.
Al terminar la comida miró hacia el lugar donde había comido Don Giani.Ya no
estaba en su sitio. La comida, como todas desde su discurso, había trascurrido
entre decenas de preguntas de sus compañeros. Se disculpó, cogió su bandeja y la
llevó hacia la barra. Un diligente camarero corrió hacia él para ayudarle.

—Su eminencia, usted no debe hacer esto. Exclamó escandalizado el


camarero.

—No me cuesta nada y ahora tenéis mucho trabajo, le respondió Don Álvaro
intentando sin éxito mantener la bandeja en sus manos. Este gesto, natural como
todo en Don Álvaro, sorprendió positivamente a muchos, escandalizando a otros.
Don Álvaro subió hasta el tercer piso. En el sorteo de habitaciones al
todopoderoso Secretario de Estado le había tocado una de las habitaciones más
humildes. Llamó a la puerta y enseguida le abrió la puerta Don Giani.

—Álvaro, muchas gracias por venir, pasa, siéntate junto a la cama. ¿Sabes
qué es ese aparato? —Don Álvaro obedeció y analizó un pequeño dispositivo
electrónico que permanecía enchufado junto a la mesilla de noche.

—Pues no lo sé, ¿qué es?

—Es la manera de que podamos hablar sin ser escuchados por terceros. Es
un saturador de micrófonos. Emite un ruido tremendo a una longitud de onda que
nosotros no oímos, pero sí el micrófono. El resultado es un micrófono saturado que
no permite oír nada al otro lado del cable.

—¿Cree que es necesario?

—¿Que si lo creo? Querido Álvaro, veo que sigues siendo tan auténtico e
ingenuo como siempre. Nos estamos jugando el futuro de la Iglesia. Tengo
sospechas fundadas de que la Societá tiene Cardenales en nómina. Si nos
descuidamos tendremos un Papa inadecuado. Y lo peor es que no sería el
primero… Toda prevención es buena. Pero no vengo a hablarte de conspiraciones
imaginarias. Te he llamado porque temo por ti.

—¿Por mí? ¿Se puede saber por qué?

—Porque eres un papable inadecuado para ellos. Justificó el Secretario de


Estado.

Don Álvaro no pudo aguantarse la carcajada pero la cortó en cuanto pudo,


habida cuenta de la cara de indignación de Don Giani.

—No me interpretes mal, amigo. Es que me parece del todo improbable lo


que estás diciendo.

—Álvaro, nunca cambiarás. Eres el único cardenal que no se ha dado cuenta


de que estás en todas las quinielas para ser elegido. ¿Por qué crees que no te dejan
en paz en ningún descanso o comida? Todos quieren conocerte para corroborar lo
que piensan y puedo asegurarte que muchos piensan en ti como el futuro Papa.

—No merece la pena discutir, el tiempo te dará la razón o te la quitará. Lo


que no termino de ver es que mi vida esté en peligro.

—Álvaro, creo que deberías de fiarte de los profesionales. Acabamos de


eliminar las funciones de contraespionaje a la Secretaría de Estado. Hemos
descubierto casi veinte topos de la Societá. Muchos religiosos, incluidos algunos de
este cónclave están siendo vigilados como sospechosos de pertenecer a la secta.
Antes de tu aparición, las distintas opciones estaban claras, pero tú los has puesto
nerviosos. No merece la pena discutir. Créeme que no te vas a dar ni cuenta de que
te vamos a proteger.

El Secretario de Estado zanjó la conversación. Cambió de tema y mostró al


Cardenal español dos libros que le habían recomendado. La conversación derivó
hacia autores místicos del Siglo de Oro español.

El Cónclave comenzó con una misa solemne en la capilla Sixtina. La primera


votación fue de tanteo. Los dos cardenales que llegaron al Cónclave como papables
recibieron un número significativo de votos pero, para sorpresa de Don Álvaro, fue
él el cardenal más votado.

La comida fue tranquila. Estaba aturdido por los votos, pero confiado en que
aquella votación había sido un espejismo. Ese día se había rodeado en la comida de
sus cardenales más próximos. La conversación fue ágil, evitándose en todo
momento interrogar al cardenal de Madrid, conscientes de lo aturdido que estaba.
La votación de la tarde fue semejante a la primera, con una sola diferencia. El
Cardenal mexicano perdió votos que cayeron del lado de Don Álvaro. La segunda
votación produjo un cambio en él. Aquello no era un espejismo, había que afrontar
la posibilidad de ser elegido Papa. El cardenal de Madrid necesitaba aclarar sus
ideas. Cenó rápido, se disculpó con sus compañeros de mesa y se retiró a la capilla.
Allí nadie le molestaría. Don Álvaro necesitaba pensar y rezar. Al cabo de un rato
de intentar aclararse, se abandonó al rezo.

La capilla de Santa Marta es grande. Para el Cónclave la iluminación era


muy tenue, lo que daba un aspecto de recogimiento. Don Álvaro se sentó junto a la
imagen de la Virgen. Se sentía perdido, desorientado. Se abandonó a María,
modelo de aquellos que han de asumir responsabilidades sin sentirse dignos de
ellas. Lo que pasó por el corazón de Don Álvaro no se puede explicar, pero el
hombre que salió de la capilla de Santa Marta no era el mismo que había entrado.

Había perdido la noción del tiempo. Habían dado las once. Al día siguiente
sonaría temprano el despertador para la misa previa al Cónclave. Se dirigió al
ascensor para subir a su habitación. No se cruzó con nadie en el trayecto. Salió del
ascensor y atravesó los escasos quince metros que le separaban de la puerta de su
habitación. Tampoco había nadie en el pasillo de su planta. Los cardenales
dormían plácidamente. Don Álvaro abrió la puerta de su habitación. Sin encender
la luz caminó en penumbra hasta el baño. Cuando iba a agacharse para lavarse la
cara notó que alguien pasaba una cuerda por su cuello y tiraba de ella. Don Álvaro
trató de reaccionar. Estaban intentando matarle. Recordó de las películas de espías
el mal final que tenía aquellos que trataban de evitar la presión de la cuerda con
sus manos. En un alarde de atrevimiento para un hombre que había superado los
setenta años, Don Álvaro recogió la pierna y soltó una coz que impactó
brutalmente contra los genitales de su agresor. El grito del asesino fue
estremecedor. El dolor, tremendamente intenso, provocó que el asesino soltara la
cuerda y cayera hacia atrás. El Cardenal, sabiéndose en peligro de muerte comenzó
a gritar. Don Álvaro lanzó una patada sobre la cabeza del desconocido. Fue lo
suficientemente fuerte para dejarle aturdido. En apenas diez segundos aparecieron
tres agentes de seguridad.

—¿Qué pasa Su Eminencia? —preguntó el primer agente que entró. Nada


más terminar la frase se encontró con el hombre tirado y al Cardenal en evidente
estado de excitación.

—¡Me acaba de intentar matar!— Exclamó Don Álvaro.

Los tres agentes se habían quedado paralizados. No se esperaban semejante


situación. El desconocido estaba recobrando la conciencia. En cuanto pudo echó
mano de su abrigo.

La escena era dramática. El desconocido se estaba rehaciendo. Se disponía a


apuntar al cardenal con su revolver ante la parálisis de los agentes de seguridad. El
asesino estaba a punto de disparar cuando sonó un disparo proveniente de la
puerta. El asesino cayó fulminado. Todos los presentes se giraron hacia el origen
del disparo. Un hombre mayor permanecía de pie, con un revolver humeante en la
mano derecha.

—No se preocupe, su Eminencia. Todo ha terminado —tranquilizó el


hombre mayor al Cardenal.

—Le agradezco lo que ha hecho, señor…

—Lucca, para servirle.


El segundo día de Cónclave amaneció espléndido. En el desayuno se había
comentado el intento de asesinato del Cardenal español. Los cardenales no se lo
podían creer. El suceso había tenido el efecto contrario al buscado. Una corriente
de simpatía y compasión se creó en torno al Cardenal español.

En la tercera votación, el Cardenal Espínola se quedó a dos votos de la


mayoría suficiente. En la siguiente votación, para sorpresa de la cristiandad, el
Cardenal español, Arzobispo de Madrid, Don Álvaro Espínola, se convertía en Su
Santidad el Papa Juan de Dios. Se trataba del primer Papa que elegía ese nombre.
El nombre del santo de los que necesitan el abrazo y el cariño de Dios.
CAPÍTULO XII

Gabriel había dejado atrás un aburrido vuelo hasta Madrid. Las


instrucciones eran claras, nada de utilizar el nombre real y nada de visitar a la
familia. Al llegar a Madrid aun desconocía el lugar adonde dirigirse. Salió por la
puerta de la T4. Miró con envidia a los señores con carteles que esperan a
afortunados viajeros para llevarlos cómodamente a sus destinos.

Gabriel, esperando un detalle de algún contacto misterioso, había leído de


refilón los nombres de los carteles, con la vana esperanza de leer el suyo. Dejando
atrás la salida, Gabriel paró en seco. Su nombre, su verdadero nombre no estaba,
pero le había parecido leer Martínez Urías, J. Ese era uno de los nombres que le
habían asignado. Tal vez fruto de la relajación o de la inexperiencia, había pasado
de largo. Con paso ligero volvió al lugar donde estaba el chofer con el cartel,
tocándolo en un hombro. Aquel hombre se giró y con su mejor sonrisa se dirigió a
Gabriel.

—Bienvenido señor Martínez, por cuestión protocolaria,

¿me puede enseñar su documentación? —de una manera sutil y cálida,


aquel señor le había obligado a identificarse. Seguramente por alguna que otra vez
en la que algún listo se hizo pasar por otro, ahorrándose el taxi correspondiente,
pensó Gabriel.

Pronto salió de su error. El vehículo que le estaba esperando era un vehículo


militar, al montarse en el coche, recibió la charla de bienvenida:

—Bienvenido a la Unidad de Entrenamiento Paracaidista de la División de


Élite del Ejército Español con base en Torrejón de Ardoz, Madrid, España. No es
muy frecuente que un militar de otro país reciba entrenamiento en nuestro cuerpo
de élite, pero algún caso sí hemos tenido. Te puedo asegurar que si obedeces y te
esfuerzas al máximo, en unos meses tu mujer no te va a conocer, y lo que es mucho
mejor, no va a querer conocer a otro.

De aquella manera recibía la bienvenida a aquel centro de entrenamiento de


élite. Ojeando la documentación de su yo actual, se descubrió suizo de ascendencia
venezolana y cómo no, miembro aspirante a la guardia Suiza.

Gabriel estaba preparado para cualquier cosa pero sentía cierta inquietud
por lo que se iba a encontrar. Y lo que se encontró fue un cuartel con nulas
comodidades, dormitorios, duchas corridas y temperaturas apenas superiores al
exterior. Comida de rancho, sabrosa y generosa en calorías para soportar el
extraordinario ejercicio al que se sometían en sus entrenamientos.

Entre sus compañeros encontró de todo. Desde obsesos de las armas y las
películas de acción hasta jóvenes de pocos recursos que habían encontrado en el
ejército una salida laboral. Pero en el cuartel de los paracaidistas de élite no entraba
cualquiera. Solo aquellos con excepcional desempeño en los ejercicios de las
fuerzas regulares podían ser recomendados para incorporarse a las fuerzas
especiales del ejército español.

Sin embargo, el perfil más normal de sus compañeros era de personas


preocupadas por servir a su país. Personas que se jugaban la vida no por dinero,
sino por que sentían que lo que no pudieran hacer ellos por España, nadie lo iba a
hacer.

Gabriel era un cura que llevaba doce años moviéndose entre seminarios y
universidades. Todos círculos cerrados, donde apenas se hablaba con gente alejada
de la Iglesia. La convivencia con sus compañeros le abrió la cabeza para entender
otras realidades. La pornografía, que ciertamente circulaba en el cuartel, se
explicaba por los diez meses de reclusión lejos de sus parejas que tenían que
sobrellevar aquellos soldados. Sin embargo, ésta no definía la convivencia. El sexo
era algo anecdótico en la convivencia de aquellos soldados. En los escasos tiempos
libres, los paracaidistas se buscaban por afinidades. Se jugaba a las cartas, al
futbolín, se veían partidos de fútbol, todo con un carácter marcadamente social.
Nada que ver con la idea de locos solitarios que pasan las horas libres limpiando
su fusil de asalto.

Por lo demás la vida de Gabriel era germánica. Levantarse a las seis,


formación y ducha voluntaria. Desayuno 6:30, muy abundante. De siete a nueve
estudio y más valía aprovecharlo porque semanalmente se debían superar
exámenes excluyentes. El que no los superaba, se iba.

El nivel era exigente sin llegar a ser imposible, pero Gabriel partía de cero en
todas esas materias. No se trataba de teología, leyes, historia, etc. Aquellos estudios
iban desde la táctica militar hasta los diferentes tipos de cerraduras y la manera de
forzarlas. Gabriel, en esas dos horas de estudio y en las previas a la cena, aprendió
cuánto aguanta un hombre sin respirar, a localizar la aorta para poder seccionarla
en caso de necesidad, a hacer un puente en cualquier tipo de coche, a rodear un
objetivo sin ser visto en el alcance de unos prismáticos con infrarrojos, entre otras
muchas cosas interesantes para su nueva vida.

Los manuales eran absolutamente intuitivos. Estaban llenos de imágenes


ilustrativas y el contenido estaba muy bien esquematizado. Eran libros perfectos
para alguien con tanta retentiva como Gabriel.

El tiempo dedicado al estudio eran cuatro horas. Entre las tres comidas
apenas se utilizaban una hora y media. El resto del tiempo, la mayoría, se utilizaba
para la preparación física y algo para el descanso.

Desde las nueve de la mañana hasta las 10:30 se recorrían, a un ritmo


frenético, más de veinte kilómetros campo a través. Desde la base se bajaba al
Jarama, dejando a un lado Paracuellos. Todo el trayecto se realizaba cargado con
todo el equipo, que podría superar los veinte kilos. Si te rezagabas a partir del
segundo mes, te esperaba una sanción disciplinaria.

A las 10:35, trabajo en campo de entrenamiento: espinos, saltos de muros,


tirolinas. Cada soldado tenía unos objetivos de mejora perfectamente medidos y
definidos según la constitución de cada uno. Los límites establecidos para Gabriel
eran, según su opinión, completamente irracionales e imposibles de cumplir.

El objetivo de los entrenamientos no era crear hombres musculosos, sino


más bien soldados ligeros pero resistentes y ágiles, muy ágiles. La clave era poder
realizar desplazamientos largos, con todo el equipo necesario, siendo rápidos y
ágiles para sortear cualquier medio defensivo.

unque pudiera parecer ilógico, para un tiempo donde la guerra se hace a


distancia, el cuerpo a cuerpo era un arte de guerra protagonista en la formación.
Dentro de este trabajo específico que se realizaba en gimnasio, había tres pilares
fundamentales. El primero era el Krav Maga. Durante los diez meses de
entrenamiento se entrenaban para llegar al grado de cinturón negro en este arte
marcial. El Krav Maga había sido inventado por el Mosad, servicio secreto Israelí y
era muy efectivo en los combates cuerpo a cuerpo.

El segundo pilar era el entrenamiento con la máquina de golpear. Una


maquina provista de dos brazos articulados y dos piernas que simulan un guerrero
humano con una lógica de golpeo que decide el siguiente golpe dependiendo de tu
respuesta. Esta máquina tenía distintos niveles y era condición indispensable
superar el nivel máximo para graduarse. Cerca del veinte por ciento de los
aspirantes nunca llegaban a superarlo.

El tercer pilar era la plataforma loca. Una plataforma de tiro que se movía
con movimientos imprevisibles y que te obligaba a aprender a disparar saltando y
estabilizándote en el aire. También existían objetivos a cumplir en la plataforma.

El mal tiempo no era, en absoluto, impedimento para realizar los ejercicios


diarios, más bien todo lo contrario. Los instructores aprovechaban para medir el
aguante de los soldados en condiciones extremas.

La parada para comer era breve, de apenas treinta y cinco minutos. La


comida era mucho menos cuantiosa que el desayuno, pero más generosa de lo que
sería la cena. La cena, con una hora de duración, permitía a los soldados charlar
sobre el día, estudios, etc.

La breve y frugal comida era el preludio de otra paliza física vespertina. Por la
tarde se repetían marcha, ejercicios atléticos y trabajo en el gimnasio. Todo
perseguía cumplir con las metas quincenales. Su incumplimiento, al igual que
suspender el examen semanal, llevaba a la expulsión. A las dieciocho ducha
obligatoria. A las dieciocho treinta tiempo libre. A las diecinueve cena y a las veinte
horas estudio obligatorio, dos horas. A las veintidós quince todo el mundo en sus
catres y apagado de luces. Gabriel había recibido un WhatsApp de la Secretaría de
Estado que le eximía temporalmente de sus obligaciones litúrgicas, debiendo,
únicamente, como cualquier cristiano, asistir a la misa dominical. Y Gabriel,
obediente, eso hacía. Los domingos, de diez a diez y media, rompiendo apenas la
rutina, asistía a misa, en la espartana capilla. Eran pocos los feligreses, pero más de
los que Gabriel se esperaba. Unos dieciséis soldados acompañaban a Gabriel en la
misa. Un cura local, con gesto aburrido, presidía la eucaristía y predicaba sin
demasiado ánimo de convertir a nadie.

Gabriel observaba a sus compañeros. Alguno de ellos ni siquiera sabía seguir


el rito. En alguna ocasión se había acercado a algún compañero. Con la mayor
discreción, se había interesado por la razón por la que iban a misa. Así había hecho
con Martín, un joven hijo de padres paraguayos nacido en Valladolid. La respuesta
de éste fue desconcertante para Gabriel, desconcertante pero iluminadora:

—No fui educado en ninguna religión. Nunca sentí ningún interés. Un día,
estando aquí, no sé por qué, probé a venir, desde entonces repito. No entiendo
muy bien lo que veo y escucho, pero me siento bien. No te sé explicar mucho
más…

Era el momento de paz de Gabriel, el más intenso. Cada noche y cada


mañana, despertándose discretamente diez minutos antes que sus compañeros.
Armado con su móvil, Gabriel rezaba la liturgia de las horas. Y no lo hacía porque
nadie le obligara, sino para serenarse. Esos momentos de lectura eran los de
tranquilidad, los que le permitían sentir el suelo. Era complicado sentirse sacerdote
en medio de aquel duro entrenamiento militar.

Cada mal rato de sufrimiento, cada gota de sudor, cada grito del sargento o
cada humillación o novatada, ayudaban a Gabriel a ser uno más del rebaño. En
cierta manera fue una manera de volver a la normalidad. Los once años de vida
clerical habían alejado a Gabriel del sentir de la gente.

Gabriel había sido enviado a aquella academia a entrenarse para ser espía al
servicio del Vaticano. Adquiriendo la resistencia y los hábitos de entrenamiento
que le permitieran resistir los avatares de cada misión. Pero además se había
llevado una cura de normalidad.Ya, nada externo de aquel joven treintañero
delataba que era sacerdote. Habían desaparecido todos los ademanes, gestos y
expresiones de once años encerrado en una burbuja eclesial.

El entrenamiento se fue volviendo poco a poco una necesidad para Gabriel.


Su cuerpo generaba endorfinas durante el esfuerzo físico que compensaban el
dolor al que sometía a su cuerpo. Los objetivos de superación pronto se quedaron
pequeños. El joven torpón que llegara hacía cuatro meses, débil y patoso, se había
convertido, probablemente, en el soldado con un mayor equilibrio de fuerza,
resistencia y habilidad.

Gabriel se sorprendía disfrutando aprendiendo todas las artes militares que


tan didácticamente enseñaban los manuales. Este interés se traducía en las
excelentes notas que obtenía Gabriel en los exámenes semanales. Los soldados solo
recibían el apto o no apto, en un afán pedagógico de no generar jerarquías
«intelectuales» innecesarias. Gabriel sabía de sus excelentes resultados, pero no
sentía la necesidad de ver reconocido su excelencia. Se había sumergido en un
agradable sentimiento de masa, de formar parte de una tropa de soldados, unidos
en el esfuerzo y en la superación. Pero donde realmente destacaba era en las tres
disciplinas de Gimnasio. Recibió el grado de maestro en Krav Maga en apenas
cuatro meses. Sus resultados en el campo de tiro inestable siempre eran los mejores
y, en la máquina de golpeo, logró superar el grado de máxima dificultad en tiempo
récord. Esta habilidad se debía a sus condiciones naturales, pero además Gabriel
aprovechaba muchos fines de semana para entrenarse.

A punto de cumplir los diez meses, tenía lugar la prueba selectiva. Se trataba
de la prueba de campo que permite al soldado ingresar en las fuerzas especiales.
La prueba consiste en una prueba de orientación en una zona boscosa desconocida
para el soldado. Se pretende medir la capacidad del soldado para desempeñar una
misión sobre suelo enemigo, teniendo que completar un recorrido con la ayuda de
una brújula y el soporte de dos puntos de ayuda. Durante la prueba el aspirante es
perseguido por un comando que supuestamente ha encontrado su paracaídas y
buscan detenerle. El fuego que se utiliza es de fogueo y la prueba se completa con
éxito si se consigue llegar al objetivo en el tiempo establecido. El soldado solo
dispone de indicaciones geográficas para localizar el primer punto de control,
donde le espera el primer contacto. Desde allí ha de encontrar el segundo punto de
contacto y éste, darle las pistas necesarias para llegar hasta el punto final de la
prueba.

El soldado dispone de agua y su equipo reglamentario con munición de


fogueo. Adicionalmente, pero solo para casos de extrema necesidad y
suspendiendo inmediatamente la prueba, se dispone de un GPS localizador que
permite al soldado enviar una señal de baliza para ser localizado.

En circunstancias normales, son varios los soldados que realizan las pruebas.
En el caso de Gabriel, sus compañeros de entrenamiento no optaban a las fuerzas
especiales, porque ya pertenecían a ellas. Los diez meses que habían compartido
eran las maniobras obligatorias que se repiten en años alternos. Las maniobras
destinadas al ingreso en las plazas vacantes comenzaban inmediatamente después
de las maniobras de Gabriel.

Hay un pacto de silencio entre los soldados que han superado la prueba
para no dar pista alguna a los novatos. La tropa entendía que si un soldado no es
capaz de superar la Prueba, como la llamaban ellos, no sería capaz de cubrirle las
espaldas a un compañero en una prueba real.

En este contexto Gabriel se enfrentaba a su última prueba antes de recibir la


graduación sin ansiedad y sin miedo, ya que su futuro no estaba dentro de las
fuerzas especiales de España. Esto no significaba que no se tomara la prueba con la
suficiente seriedad. Un suspenso no era la nota que prefería para terminar su
estancia en el centro de entrenamiento de las fuerzas especiales. Seis de la mañana
del 23 de diciembre. Habían sido diez meses de entrenamiento intensivo.
Aeropuerto Militar de Torrejón, Gabriel recibe las últimas instrucciones. Él ya las
conoce pero escucha atento. Durante los meses de instrucción ha aprendido a saltar
con paracaídas como lo hacen los profesionales. Las fuerzas especiales apuran al
máximo el vuelo. Tiran de paracaídas en el límite de supervivencia. De esta
manera reducen el tiempo de vuelo, evitando ser un blanco fácil y ganando unos
segundos cruciales para poder sobrevivir en territorio enemigo.

El vuelo en la panza del avión de instrucción duró apenas treinta y cinco


minutos. Como sabía Gabriel, el único lugar de instrucción en ese radio de tiempo
de vuelo era el campo de tiro de Guadalajara, en la zona norte del Sistema Central.

La escotilla del avión se abrió, en tres minutos Gabriel saltaría al vacío.


Previamente el asistente le ha informado de la altura y él le ha contestado los
segundos máximos de vuelo. La contestación ha sido acertada y el instructor ha
dado autorización para el salto.

Una vez abierta la panza, el salto es inmediato. Los ocho mil metros
provocan temperaturas cercanas a los quince grados bajo cero y escasez de
oxígeno. La equipación está preparada para proteger al paracaidista de
temperaturas extremas, aun así, la sensación térmica es casi insoportable. Además
de frío, la velocidad de caída hace más intensa, si cabe, la escasez de oxígeno. Pero
Gabriel no se distrae. Aun es de noche. Tras colocarse en posición segura de
descenso, consulta su reloj de mano. Se pasan quince segundos y Gabriel despliega
el paracaídas. Todo ok. Siente el frenazo y mira hacia abajo. El peligro no termina
cuando el paracaídas se despliega. La mayoría de los accidentes se producen en el
aterrizaje con el paracaídas perfectamente desplegado. A pesar de la escasa luz
existente, Gabriel descubre el cauce de un río, peligroso por los árboles de vereda y
por las piedras de grandes proporciones. Sin embargo, río abajo, Gabriel divisa una
pequeña dehesa de unos sesenta metros de largo. Pretender descender sobre ella es
un error, el viento le desplazará y terminará golpeándose contra los árboles.
Gabriel calculó la fuerza y dirección del viento. Anormalmente altos para la hora
que es. La maniobra era compleja. Gabriel planeó hasta las inmediaciones del claro.
Estando ya muy abajo, el viento le empujó violentamente hacia el claro. Al llegar a
unos diez metros del comienzo del claro, modificó el ángulo de entrada del aire
frenando el paracaídas. Pero pudiera no haber sido suficiente. Los metros pasaban
y no había tocado suelo. Un último tirón de Gabriel paró aun más el paracaídas y
posibilitó que descendiera del todo. La carrera fue perfecta, a pesar de lo inestable
del suelo. Pasos altos, para evitar tropezones fatales. Una vez estabilizado en el
suelo, Gabriel replegó el paracaídas. No hubiera sido el primer accidente de un
paracaidista que vuelve a levantarse por una ráfaga de viento, arrastrado
fatalmente por el paracaídas.

Con apenas tres movimientos, Gabriel recogió el paracaídas y lo envolvió en


la funda aislante e ignífuga, localizándola en el posicionador GPS. En las
maniobras normales, el saltador recoge el paracaídas y lo transporta consigo. En
este caso, en una simulación de conflicto real, el equipo se ha de abandonar,
recogiéndose más tarde.

Gabriel trató de situarse. Partía de la localización del lugar del salto. Calculó
la lógica desviación. Estaría a unos mil cuatrocientos metros al sur del punto del
salto. Debía desplazarse hacia el noroeste. El primer punto de referencia era una
cascada de cuatro chorros sobre un arroyo a unos setecientos metros al norte del
punto de salto. Gabriel puso velocidad de crucero, algo más que un trote pero sin
llegar a una carrera rápida. Un ritmo estudiado para no tropezar constantemente y
poder aguantarlo durante ocho horas en condiciones de frío extremo.

La vegetación era una mezcla de masas de pino y abeto con encinares y


sabinares. En los arroyos crecía vegetación de ribera. El frío intenso daba un
aspecto desolador al bosque. Un vaho espeso salía de la boca de Gabriel. No le
sobraba el tiempo. En apenas dos horas debería de estar en el primer punto de
control. Para lograrlo debería recorrer cerca de trece kilómetros campo a través,
con puntos intermedios que no sería fácil identificar.

La dureza de la prueba era evidente. Mucho frío y aun con síntomas de la


falta de oxígeno, los pies le pesaban mientras comenzaba a remontar el arroyo
donde se supone estaba la catarata, primer punto de orientación.

El suelo próximo al río estaba duro, congelado. Gabriel caminaba fijándose bien en
donde pisaba pero sin perder de vista los siguientes diez metros. Pronto comenzó a
sudar. La maquinaria atlética se puso en funcionamiento. Incrementó levemente el
ritmo y sus movimientos se hicieron más rápidos, más ágiles. Sorteando árboles,
zarzas y evitando caer al río, avanzó durante veinte minutos. Llegó a un
estrechamiento. A unos cincuenta metros, en una curva pronunciada del río, estaba
la catarata. Era el primer punto de referencia, según sus notas, memorizadas ya,
debía continuar quince grados oeste del origen de la tercera chorrera de la catarata.
Una escarpada pared se levantaba en esa dirección. Lo que hacía apenas ocho
meses hubiera sido un muro infranqueable, fue salvado por Gabriel en apenas un
minuto. Apoyándose en cuatro puntos o superó los quince metros de pared sin
apenas dificultad. Debería caminar en esta dirección durante tres kilómetros. Debía
encontrar un determinado árbol, según rezaban las notas. Valiéndose de su brújula,
fijó el rumbo en grados y retomó su velocidad de crucero. El trayecto estaba
cortado por dos barrancos: buscar pasos cómodos podría llevar a Gabriel a perder
demasiado tiempo.

Asegurando el control de su centro de gravedad, descendió los barrancos


procurando en todo momento que un resbalón le llevara, en todo caso, a caer sobre
el terreno y no sobre el precipicio.

Las subidas fueron más sencillas, sin agarrarse jamás en soportes dudosos.
Gabriel se apoyaba en sus poderosas piernas y en sus resistentes brazos para
solventarlas. La parte final del tramo le llevo por una dehesa ondulada, poblada de
encinas centenarias. Bajo ellas crecía una fina capa de hierba que amortiguaba los
pasos de Gabriel.

La dehesa era realmente bella, encinas enormes, señoriales, reinaban en


aquel paisaje. Por el cálculo del podómetro de Gabriel el árbol que marcaba la
siguiente referencia no debía estar lejos, pero ¿cuál? Todas las encinas eran
prácticamente idénticas. Pero todas las dudas se disiparon apenas cincuenta
metros adelante. Tras ascender una leve colina, abajo, como puesta por un
jardinero, una sabina de tronco retorcido y copa perfecta desentonaba, por su
belleza, en aquel bosque de encinas. La indicación era algo poética… «hacia donde
señala el pie del árbol, 5,5 kilómetros». Al acercarse al árbol, la poética de la
indicación quedó clara. Una enorme raíz sobresalía cerca de dos metros, señalando
hacia el noroeste, hacia las montañas. Más frío y vegetación de montaña.

Gabriel miró el reloj, iba muy por delante del horario previsto. Bien es
verdad, que el caminar de un paracaidista en territorio enemigo no era el de
Gabriel. Era obligatorio asegurar las colinas, evitar en todo momento ser divisado,
pero Gabriel tenía claro que aquello era un ejercicio simulado y cuanto antes
terminara, mejor.

Enfiló el resto del camino, de más de cinco kilómetros, a modo de prueba de


resistencia. Aceleró el paso, volvió a atravesar un río y dos barrancos para
comenzar a subir la falda de una montaña. La dirección marcada le haría bordearla
para llegar a un profundo valle, teniendo que ascender para después bajar.

El punto de referencia debía estar en un lugar significativo, pero escondido.


Allí le esperaría un contacto amigo que le daría las siguientes instrucciones.

Gabriel sentía placer corriendo: además, la orientación era un juego que le


agradaba. Él mismo se extrañaba de lo bien que se encontraba un cura como él
llevando vida de soldado de élite.

Tras cuatro kilómetros de carrera continua, Gabriel llegó a la divisoria de


aguas de los dos valles. Paró en el punto en que debía comenzar la bajada. Llevaba
ya bastante tiempo de adelanto y decidió hacer lo que un paracaidista haría en ese
caso. Puso cuerpo a tierra y analizó con sus prismáticos la presencia de posibles
enemigos.

De la poca información que le había llegado de la prueba era que el lugar de


la misma era el mismo durante al menos diez años y que los supuestos agentes
enemigos no existen. Problemas del exiguo presupuesto del ejército. Solo disponía
de gente para los puntos de control. Pero aun así, Gabriel se tumbó y sacó de su
mochila sus prismáticos. Enfocó en la dirección de su marcha y para su sorpresa
vio un todoterreno aparcado en donde, según sus cálculos, debería estar el punto
de contacto y sentado en él, dos personas.

«¡Vaya forma de esconderse!», fue el primer pensamiento de Gabriel


mientras comenzaba a bajar la montaña. Pero a los pocos metros, antes de enfilar la
bajada por un barranco de fácil visibilidad desde el punto de control, a Gabriel se
le pasó una idea por la cabeza… Era cierto que el ejército tenía poco presupuesto,
pero en todos estos meses de entrenamiento había comprobado que en la unidad
de paracaidistas se hacían las cosas bien. No le cabía en la cabeza que el
responsable del puesto intermedio se hubiera relajado de esa manera. También era
extremadamente extraño que hubiera dos personas.

No perdía nada por dar un rodeo. El camino directo hasta el punto de


control era de fácil visibilidad desde éste. Gabriel habría aprendido que en su
nueva vida no existían las casualidades. Aquello era demasiado sospechoso…

Podía optar por bajar y rodear el puesto de control por el valle, pero esa era
la opción la más previsible. La otra era una locura, ascender por el canchal de
piedras afiladas y rodear por el norte el puesto de control. Gabriel no lo dudó,
comenzó a ascender el canchal. Había placas de hielo. Un pequeño resbalón y una
caída de más de diez metros le convertirían en un joven y bonito cadáver.
Al dejar atrás el canchal, un tremendo talud impedía a Gabriel continuar.
Tuvo que subir cota. El frío se hacía más intenso y las placas de hielo eran
continuas. Cada pocos minutos observaba con sus prismáticos el punto de control.
Había calculado que contaba con cuarenta minutos para completar su rodeo sin
despertar sospechas.

Ya había ascendido demasiado. Debía comenzar a bajar y la única manera de


hacerlo era dejándose caer por un torrente parcialmente congelado.

Gabriel no lo dudó. Se dejó caer aprovechándose de la gravedad. Los


primeros tramos eran tendidos pero enseguida llegaron los saltos más complejos.
Tuvo que salvar caídas de más de diez metros. Pudo solventarlas a duras penas
con rodeos que pusieron en peligro las manos, rodillas y pies. Hasta que llegó «la
cascada»… Quince metros de caída hasta una poza. A los lados pared lisa de otros
tantos metros… No cabía el rodeo, dar marcha atrás sería definitivamente levantar
sospechas. Solo había una solución y Gabriel lo entendió rápido.

No era fácil calcular la profundidad de la poza. Si no tenía la profundidad


suficiente Gabriel podía romperse ambas piernas… ¿Dónde tirarse? Lo lógico era
hacerlo donde caía el agua. El punto de caída del chorro en primavera sería el
punto de mayor erosión y profundidad. En primavera el chorro de agua sería
mayor. Debía lanzase un poco más lejos del punto de caída de la cascada. Se
desnudó. Tiró su ropa a un punto seco de la poza y se tiró hacia el punto elegido...

El agua frenó la caída. Gabriel abrió los brazos para frenarse aun más. Se
topó con el suelo de la poza justo al sumergirse completamente en el agua. Al tocar
suelo se encogió para amortiguar el impacto.

El salto había sido un éxito. A excepción del baño en agua helada, Gabriel no
tenía ningún rasguño. Se secó completamente y se volvió a ceñir la ropa.

Fueron apenas quince minutos de descenso hasta llegar ciento cincuenta


metros al norte del puesto de control.

Gabriel agarró su arma. Pero recordó que la munición era de fogueo… ¿Qué
hacer?

«Las tres balas de reserva». Tres balas que llevan siempre consigo los
paracaidistas y no de fogueo. Cargó su pistola automática y se acercó con sigilo al
punto de control por el lugar supuestamente no vigilado de éste.
Solo pudo localizar a un individuo. Iba vestido con un uniforme militar que
no era el que se utilizaba en este tipo de ejercicios. Algo iba mal. ¿Dónde estaba el
segundo agente? Es cierto que en las operaciones previas con miembros de la
Societá, siempre habían intervenido agentes en solitario. Pero él había visto dos
agentes desde la montaña.

La hora teórica de llegada al punto de control se había cumplido. Lo normal


era que el segundo agente estuviera controlando su llegada.

Intentó localizarle, sin éxito. Moverse era demasiado arriesgado, porque, si


existía ese segundo agente, podía sorprenderle por detrás.

Esperó unos minutos y se acercó al todoterreno. Al llegar a la altura


empuñando su pistola exclamó:

—¿Número de identificación?

El agente se vio sorprendido completamente. Intentó ganar tiempo como


pudo, pero la pregunta no era en absoluta equívoca. Ese número se tenía o no se
tenía. Y este hombre no lo tenía.

Gabriel estaba pensando la mejor manera de inutilizar al enemigo cuando


una frase en perfecto italiano le alertó. Al otro lado del coche, un segundo agente,
mal disfrazado como el primero, caminaba hacia el todoterreno sin percatarse de la
presencia de Gabriel, porque el vehículo se interponía entre ellos.

Gabriel dio un paso hacia su derecha y tuvo apenas a quince metros al


segundo agente. Éste echó mano de su pistola. Gabriel, sin dudar un segundo,
realizó un único disparo al tiempo que el todoterreno rugía.

De un salto se libró de la embestida del coche que emprendió la huida


violentamente. Sopesó disparar contra las ruedas pero solo le quedaban dos balas.

Se acercó al agente abatido. Se desplazó rápidamente al lugar de encuentro y


comprobó que yacía muerto el soldado que debía de esperarle. Nada podía hacer
ya por él.

No quiso perder más tiempo, permanecer allí era arriesgado.

El agente huido no tardaría en volver.


Activó el localizador GPS para pedir ayuda y se decidió por el camino más
complejo, el más abrupto. Por aquel camino, pensó, sería mucho más complicado
que le siguieran con un vehículo a cuatro ruedas…

Calculó que en menos de una hora el helicóptero le encontraría. Corrió con


todas las fuerzas que le quedaban, sin guardarse nada. Cuando uno se siente
perseguido el propio cuerpo da un plus de fuerza.

Ya había recorrido por lo menos tres kilómetros hacia la montaña cuando se


percató de su gran error. Había desaprovechado el arma y la munición del agente
abatido. Si hubiera tenido la picardía de recogerla, no se encontraría solo y con solo
dos balas a su disposición.

Demasiadas cosas le rondaban por la cabeza. No sabía con qué armas


contaba el agente del todoterreno. Ni siquiera sabía si contaba con algún apoyo. Si,
como era de esperar, el agente volvía sobre sus pasos y emprendía la persecución,
¿no estaría poniendo en peligro al equipo de rescate? El helicóptero no sabía a lo
que se enfrentaba. Pensarían en una desorientación. Pero en ningún caso que una
sociedad criminal secreta estuviera intentando matar a un recluta de la escuela de
paracaidismo. Si el helicóptero aparecía y el agente enemigo contaba con algún
arma de gran calibre, era más que probable que el aparato y sus ocupantes
corrieran peligro. Debía de encontrar una solución y encontrarla pronto.

Gabriel remontaba un valle más al norte del que había descendido una hora
antes. Era una garganta más amplia, esculpida por un torrente que bullía de agua.
Multitud de piedras enormes permitían a Gabriel recorrer a saltos el curso del río.
Una vez remontado un par de kilómetros, al frente, encajado en una torrentera,
divisó una cabaña de pastor. Está emplazada en un idílico lugar alejado de todo,
pero visible desde casi todo el valle. Era un lugar perfecto para esperar.
Infranqueable por la retaguarda y por los flancos, solo había una manera de acceso.
Era el lugar perfecto para parapetarse y esperar.

Estoico frenó apenas un kilómetro después de comenzar la fuga. ¿De qué


estaba huyendo? El objetivo era el débil porque solo contaba con munición de
fogueo. La munición real que tendría sería escasa. Él estaba armado hasta los
dientes, contaba con un vehículo, y si regresaba a Italia con las manos vacías, el
muerto sería él.

Giró el volante, dio la vuelta y condujo rápidamente hasta el lugar donde


yacía el cadáver de su compañero.
Paró el coche, escondió las llaves y seleccionó el armamento que le diera
ventaja sobre el objetivo.

Estoico era un hombre alto. Como todos sus compañeros, estaba entrenado
para las más duras condiciones.

Aunque el peso de las armas era mucho, su entrenamiento le permitía correr


rápido y durante largos periodos.

Pensó, ¿hacia dónde ir para huir de un enemigo motorizado? Giró la cabeza,


miró hacia la montaña y comenzó su carrera a muerte contra el objetivo.

Un tremendo mastín guardaba la finca detrás de una pequeña valla artesana.


Gabriel no quería desperdiciar una de sus balas. Amaba profundamente los perros,
pero los conocía lo suficiente para saber que si pasaba aquella valla, el mastín la
emprendería a mordiscos con él.

Esperó pacientemente a que el dueño saliera de la cabaña. Los escasos dos


minutos fueron siglos para Gabriel. Un anciano de piel curtida se asomó y le miró
con curiosidad:

—Tenga cuidado que muerde y ya lo creo que le morderá. Amenazó el


anciano.

—Señor, estamos en peligro, si no me escucha y ayuda, en media hora, su


perro, usted y yo, estaremos muertos.

El anciano interpretó en el tono de Gabriel que aquello iba en serio. Se acercó


a Gabriel, ató al perro y le abrió la puerta.

—Si es tan amable, eche otro buen leño y hojas al fuego, necesito más humo.
Pidió Gabriel al pastor.

La charla de Gabriel con el pastor apenas duró cinco minutos. Aquel hombre
podía ser poco leído, pero listo, era mucho. Percibió que Gabriel era buena gente,
eso lo olía a cien metros. Una vez frente a frente, las explicaciones de Gabriel
fueron cortas y bien argumentadas. Todo tenía sentido, si por sentido se entiende
que un asesino profesional estuviera en un lugar recóndito de Guadalajara con
ánimo de matar a todo el que se encontrara a su paso.

La pistola de Gabriel perdía efectividad a partir de ochenta metros.


Seguramente el asesino tendría armas más efectivas a larga distancia. Debía de
eliminar esa ventaja acercándolo a su pequeño fuerte. El pastor tenía una escopeta
de caza con cartuchos de gran calibre. Todo sumaba en situaciones como ésta.

Gabriel rezó para que el asesino estuviera en buena forma. Calculó que en
cincuenta minutos llegaría el helicóptero. Si el asesino seguía con vida, era
probable que aquel helicóptero peligrara gravemente. Pero además de rezar, se
puso manos a la obra. Tenía apenas veinte minutos de ventaja.

Estoico corría con una enorme agilidad sobre las piedras del río. Estaba casi
completamente seguro de haber acertado la ruta de su objetivo. Previsiblemente el
objetivo habría activado su localizador y ahora estaría ganando tiempo esperando
refuerzos. Entre el arsenal que había llevado consigo había un lanzagranadas.
Nada podía alejarle de la muerte. Les había costado localizarlo, pero la Societá se
iba a vengar de ese maldito cura.

Pobre estúpido, pensó Estoico, se había refugiado en una choza de pastores


y no había siquiera apagado el fuego. «Estos tiernos curas inocentes», pensaba
estoico para sí.

En apenas diez minutos todo estaría terminado. Avanzó con rapidez, el


alcance con precisión de la pistola del objetivo era de apenas ochenta metros. Si no
se acercaba a esa distancia, era mínimo el riesgo asumido.

Llego al perímetro que se había marcado y rodeó el escenario para


cerciorarse de que no había ninguna trampa. La cabaña no podía rodearse, estaba
en un final de saco con una pared de más de ochenta metros a sus espaldas. Pero
era un blanco sencillo. Eligió un lugar cómodo, a cubierto de una piedra y
comenzó a colocar su arsenal. De repente, un tremendo estruendo salió de la
cabaña. Una bala impactó sobre la roca que protegía a Estoico. No se podía relajar,
aquel cura tenía buena puntería.

Lo que siguió en los cinco minutos siguientes fue una sinfonía de impactos
contra la cabaña. Era imposible que nadie hubiera sobrevivido. Estuvo tentado
Estoico de finalizar la fiesta con una granada, pero pensó que era más práctico
dejar ese regalito para el helicóptero.

Salió de su escondite. No había señales de vida en los restos de aquella


cabaña. Un queso de gruyere tiene menos agujeros que aquella cabaña de madera.
Pero Estoico necesitaba cerciorarse viendo el cadáver de su objetivo. Seleccionó las
dos pistolas más ligeras y se acercó a la cabaña. Se movía en círculos por si
quedaba alguien malherido, pero armado, en la cabaña. Cerca de la cabaña vio la
pistola del objetivo, caída sobre los restos de una tabla de la cabaña.

Había vencido, el patético cura se había parapetado y había muerto como


una rata. Este era el pensamiento de Estoico, que ya no caminaba haciendo
círculos. Caminaba en línea recta como caminan los perros cuando saben dónde
está la perdiz mortalmente herida por su amo.

La euforia era una mala compañera de un asesino y el desprecio por el


enemigo, la causa más fácil de fracasar en la guerra.

Pero todo esto no pasaba por la cabeza de Estoico cuando el ruido de una
madera al levantarse, activó todas sus alarmas. A su espalda, a unos diez metros de
donde se encontraba, un viejo trillo se había levantado del suelo. Debajo de él,
emergiendo del agujero que escondía el viejo trillo, el cuerpo atlético de Gabriel,
blandiendo una escopeta de caza, hizo su aparición estelar.

Estoico era rápido con la pistola, pero su giro eléctrico no le valió para nada
más que para presenciar como el cargamento mortal de dos cartuchos de caza le
penetraban el pecho. La descarga brutal destrozó el pecho de Estoico, que cayó
desplazado un metro por la brutalidad del impacto.

Gabriel no se sentía bien, nunca asimiló, ni asumiría el matar como un mal


necesario. Pero allí, en medio de la ancestral naturaleza, era demasiado obvio que
era su vida o la de aquel asesino. Gabriel no necesitó comprobar que su enemigo
estaba muerto. Pasó de largo y rodeó lo que quedaba de la cabaña. Tras ella,
protegido por un pesebre de roca, esperaba el pastor, protagonista de aquella
magistral obra de teatro. Su disparo certero había sido el señuelo necesario para
hacer caer en la trampa a aquel entrenado asesino.

En esas estaban cuando el ruido de un helicóptero avisó de que llegaban


refuerzos.

Los Esclavos de María tenían razones para estar preocupados. Gabriel había
sido identificado y localizado en España en la Unidad de Elite del Ejército Español.
Tras recibir la visita, en la base de Torrejón, de cuatro agentes con pasaporte
diplomático, Gabriel había subido a un monovolumen de cristales tintados.

El agente que llevaba el mando había asegurado al mando militar español


que el agente italiano volvería para colaborar en la investigación. Pero ese mismo
día, J. Martinez Urías. moría junto a su pasaporte, sin cuerpo que enterrar.

No obstante, Gabriel, comprometido con los familiares del militar fallecido,


redactó con todo detalle lo sucedido. Tuvo que omitir, eso sí, el origen de los dos
asesinos y las razones que tenían para intentar matarle.

Los Esclavos de María necesitaban «enterrar», en terminología de


contraespionaje, a Gabriel durante un tiempo. La decisión tomada fue enviarle a
un convento (en apariencia idílico) de monjas carmelitas.
CAPÍTULO XIII

El convento Santuario de Nuestra Señora de Montesclaros estaba ubicado en


las Montañas de Cantabria, muy cerca del embalse del Ebro, rodeado por
pequeños pueblos de piedra con un puñado de habitantes ancianos.

El convento estaba rodeado por un espeso bosque de hayas que daba un


aspecto de misterio y magia al viejo Santuario.

Una comunidad de veinte hermanas Carmelitas vivían, trabajaban y rezaban


en el Santuario. Se trataba de un antiguo Convento Dominico. Su origen fue una
ermita del siglo v excavada en la roca. Ocupaba la parte más alta de una loma
desde la que se divisaba un amplio paisaje: al este las colinas vestidas de bosques
de pinos, robles y hayas; al norte, el Ebro y su embalse; al oeste, la montaña
denominada Somaloma, cubierta de un espeso bosque de hayas. Un lugar plagado
de leyendas, habitado por corzos, ciervos, lobos, buitres y osos.

Además de las hermanas, una comunidad de tres sacerdotes atendían las


necesidades del convento y de los pueblos de la zona. Era, además el santuario, un
lugar donde acababan curas estresados o enfermos, algunos de vuelta de casi todo
o con serias dudas de fe.

Anexa al Santuario estaba la Hospedería, donde los turistas acudían


buscando tranquilidad y naturaleza, o huyendo del calor.

Familias, sacerdotes, religiosas, pasaban largas temporadas en aquel paraíso


de paisajes, bosques y paz monástica.

En este contexto pasó Gabriel el invierno y la primavera del año de Dios de


2013. Era un lugar ideal para entrenarse. Largas carreras sobre la nieve,
atravesando bosques y ríos. Además del entrenamiento, Gabriel dedicaba su
tiempo a leer mucho, charlaba con los turistas de la Hospedería y con las monjas y
sacerdotes. Los sábados y domingos ayudaba a los sacerdotes diciendo misa en
numerosos pueblos. Todo transcurrió con paz y tranquilidad hasta que llegó junio.

Nada hacía sospechar a Gabriel que los Esclavos de María tenían en el


Santuario la central de proceso de datos.

La comunidad de monjas estaba dividida básicamente en dos: por un lado,


el grueso de la comunidad cuidaba de la huerta, cocinaba y lavaba todo lo
necesario para la Hospedería. Era especialmente reconocida la repostería que
realizaban tanto para los huéspedes como para aquellos que visitaran el Santuario.

El segundo grupo se dedicaba en cuerpo y alma a actualizar y manejar la


base de datos más secreta de la Cristiandad.

Las monjas vivían en rigurosa clausura, a excepción de las hermanas que


atendían el Santuario.

Sólo dos de las hermanas se dedicaban por completo a la gestión y


actualización de la base de datos de los Esclavos de María. Los sacerdotes también
se dividían en dos grupos. Uno de ellos era el coordinador, que era el puente de
comunicación con el equipo de hermanas que gestionaba la base de datos y,
además, acogía y atendía a los sacerdotes que visitaban aquel lugar a descansar,
meditar o rezar. Estos sacerdotes eran enviados desde la central de la conferencia
episcopal española y estaban perfectamente identificados. El coordinador, el padre
Ángel, también se encargaba de tareas logísticas de la Hospedería, asegurándose
que no faltara de nada. El otro grupo, formado por dos expertos en el crimen
contra la Iglesia, estaba especializado en gestión de bases de datos encriptadas.

Aquella mañana de junio se diferenciaba poco de las anteriores, pero a


Gabriel le esperaba una sorpresa. El padre Ángel le había citado en la biblioteca
privada del santuario. Era uno de los lugares favoritos de Gabriel. El allí pasaba
largas horas leyendo.
Recorrió el oscuro pasillo de suelo de madera que crujía a su paso en dirección a la
biblioteca. El pasillo terminaba en un gran ventanal. La biblioteca se encontraba
justo antes. Gabriel se asomó a aquella luminosa ventana, tras ella se divisaba un
profundo paisaje de colinas verdes. Al fondo se podía apreciar el embalse del Ebro.
El río, libre de nuevo, serpenteaba por un cauce encajonado en una ribera
custodiada de bosques de hayas. El paisaje era montañoso pero abierto, lo que le
quitaba ese punto claustrofóbico de los paisajes de montaña. Aquella ventana era
un contraste absoluto con la oscuridad de aquel pasillo ancho y frío.

Llamó a la puerta, enseguida ésta se abrió. El padre Ángel apareció tras ella
con su sonrisa contagiosa.

—Buenos días padre Gabriel.

—Buenos días padre Ángel —contestó Gabriel, cortés.

—Pase, por favor, tenemos mucho de qué hablar.

El padre Ángel acompañó a Gabriel hasta una esquina de la biblioteca. Era el


lugar donde se archivaban las revistas y le ofreció un mullido sillón mientras él
sacaba de un maletín una tableta electrónica.

—Espero que no se moleste padre, pero este sencillo trámite es necesario —


pidió el padre Ángel a un sorprendido Gabriel. Por favor pose su pulgar sobre el
cuadro de la parte superior, será un instante. Gabriel obedeció y al instante la
sonrisa volvió al rostro del padre Ángel.

—Ahora por favor, repita en voz alta la siguiente frase: «El perro de San
Roque no tiene rabo, porque Ramón Ramírez se lo ha cortado».

Gabriel repitió la frase. Los últimos meses de su vida habían sido demasiado
pródigos en sorpresas como para sentirse sorprendido incluso en aquel rincón
paradisíaco del mundo. Gabriel se imaginaba allí ya mayor, en sus vacaciones de
verano. Paseando y escribiendo, huyendo del calor veraniego y del intenso trabajo
de su parroquia madrileña. Pero cada día que pasaba ese pensamiento se tornaba
más difuso, más tibio, algo había cambiado en la mente de Gabriel.
El padre Ángel redondeó aun más su sonrisa, todo había ido bien. Aunque
Gabriel llevaba meses en Montesclaros nunca se había comprobado su identidad.
Gabriel era quien decía ser, podía hablar con él tranquilamente.

—Por favor Gabriel, acompáñeme. El padre Ángel se acercó a una estantería


llena de revistas, accionó un resorte y ésta se desplazó hacia la derecha dejando ver
una puerta de acero brillante. La puerta contaba con un dispositivo de
reconocimiento de retina al que el padre Ángel acerco su ojo. El reconocimiento fue
positivo y aquella puerta se abrió lentamente. Era una puerta muy pesada,
diferente a todas las puertas que Gabriel había visto.

—Gabriel, recuérdeme que le tomemos los datos oculares para permitirle la


entrada. Estás entrando en un búnker digital. Nada digital entra o sale de este
recinto. Si queremos meter o sacar algo de aquí hay que hacerlo a través de este
tipo de dispositivos. Si queremos buscar o comunicar algo a través de los
protocolos seguros de la red, lo hacemos a través de dos portátiles con acceso vía
satélite que tenemos en una zona segura fuera del búnker electrónico. La única
manera de que nadie entre en estos archivos es que sea físicamente imposible.

—Si alguien analizara el flujo de información que entra y sale de la red


ADSL con que cuenta el monasterio, solamente vería conexiones a webs católicas, a
periódicos digitales, etc., lo normal. Los portátiles vía satélite direccionan a un
servidor seguro situado en el Vaticano.

Gabriel, que se pensaba en medio de una cura antiestrés, estaba


tremendamente impactado por lo que estaba oyendo.

—Sí Gabriel, estás en la base de datos más segura del mundo. Inaccesible y
súper segura. En ella descansa todo el conocimiento acumulado por la Iglesia en
dos mil años, además de toda la información recopilada para luchar contra sus
enemigos durante todo este tiempo.

Fuera de este monasterio solo seis personas conocen la existencia de este


centro, mejor dicho, solo hay seis personas que conozcan el emplazamiento. Tres
de ellas son las que lo construyeron, Esclavos de María que se formaron para
construir con sus manos este búnker. Por cierto, no solo es un búnker digital. Los
servidores están a treinta metros de profundidad en silos de cuarenta metros de
pared. Si un ataque terrorista consiguiera destrozar el edificio, o simplemente
fallará en el protocolo de entrada, los servidores quedarían completamente
destruidos, inutilizables.
—¿Y se perdería para siempre todo este conocimiento? —preguntó
preocupado Gabriel.

—No, toda la información que hay aquí, se encuentra en formato analógico


en distintos lugares del mundo. Si le pasara algo a este búnker, los custodios tienen
un protocolo que seguir para reunir otra vez la información. Eso sí, costaría años
volver a tener un centro operativo como éste. Esa es la razón por la que este es un
centro de extrema confidencialidad. La seguridad es tal, que el personal de
seguridad está camuflado como visitantes de la Hospedería.

—¿Quiere decir que todos los visitantes en realidad son guardias? —


preguntó Gabriel.

—No, todos no, sino la coartada sería muy endeble. No se hace ninguna
publicidad. Las habitaciones son especialmente espartanas y la comida es muy
sencilla. Nos interesa que esto no se masifique. Pretendemos que solo vengan las
mismas personas todos los años, personas que ya tenemos controladas y que se
sinceran con nuestro personal de seguridad. Hay algunos que llevan veraneando
desde hace más de veinticinco años.

—Pero las personas que se alojan en la Hospedería rotan.

¿Cómo hacéis para que siempre haya guardianes? —se interesó Gabriel.

—Nuestra gente pasa aquí largos periodos, simulan tener profesiones


liberales que les permiten tener muchas vacaciones. Además tenemos varios
supuestos escritores que vienen largas temporadas a escribir. También hay que
contar con los sacerdotes que vienen a descansar por estrés.

—¿No son en realidad curas?

—Si lo son, ¿acaso tú no eres cura y agente?

—Ya, pero entonces, son más de seis personas las que conocen esto, ¿no?

—No, todos estos agentes de seguridad trabajan en otros sitios además de en


este emplazamiento. Hay decenas de lugares protegidos como éste. Ellos no saben
lo que hay aquí, solamente han jurado protegerlo con su vida.Y no hacen
preguntas.

—¿Y todas las hermanas desconocen qué es esto?


—No, hay dos de ellas que son operadores del centro, el resto saben que su
convento es especial, pero desconocen hasta qué punto es especial.

—Si esto es tan secreto, ¿significa que yo debo quedarme aquí para siempre?
—se quejó Gabriel.

—No, tu presencia es momentánea. En principio solo debías de estar


hibernado unos meses, pero ha surgido un problema y necesitamos vuestra ayuda.

—¿Nuestra? Se sorprendió Gabriel.

—Sí, también está aquí una compañera tuya, me consta que os conocéis.

El padre Ángel invitó a pasar a Gabriel a un despacho amplio, pero bastante frío e
impersonal. La luz artificial, que por obligación se había de utilizar, daba un
aspecto desangelado al despacho. Allí, sentada en una silla estaba María. Gabriel se
alegró sinceramente de verla. Ella le recibió con una espléndida sonrisa. María se
había convertido en una exitosa hermana en los últimos quince meses. Había
volcado toda su capacidad intelectual para empaparse de dos tradiciones
religiosas. En primer lugar, había permanecido siete meses en el convento de
Clarisas de San Esteban de Guzmán. Las horas de estudio le habían servido, entre
otras muchas cosas, para memorizar todas y cada una

de las oraciones de la Iglesia, tanto en latín como en castellano. Los momentos


comunes y las largas conversaciones con su Maestra de Novicias, le habían servido
para aprender ademanes, giros, posturas, opiniones propias de una religiosa y que
para un experto, son evidentes. El disgusto de las hermanas del convento fue
tremendo cuando María se despidió de ellas. Les tuvo que mentir. Falta de
verdadera vocación adujo. Se despidió de ellas con lágrimas en los ojos. Esos meses
de convivencia las habían convertido en verdaderas hermanas. Prometió, eso sí,
volver siempre que pudiera.

María, además de aprender cómo piensa y se comporta una monja, aprendió


a vivir la quietud. Trató de entender el abandono total de aquellas esposas en
aquel convento. Sí, esposas, porque ellas vivían cada instante acompañadas por su
Esposo. Un Esposo que las amaba, las valoraba y las necesitaba y que era nada
menos que el mismísimo Dios, al que adoraban. Aquellas interminables horas de
oración eran para ellas un trabajo que daba sus frutos. Su oración era el cemento
que Dios utilizaba para dar sentido a este mundo tan revuelto. Ellas se sentían
unas privilegiadas, elegidas por su Dios para ayudar a la humanidad.

Su segunda experiencia fue con las Hermanas Hospitalarias del Sagrado


Corazón. Fueron ocho meses en el hospital psiquiátrico de San Boi, en Barcelona.
La experiencia de recogimiento y paz con las Clarisas se tornó en una bofetada de
realidad en el hospital psiquiátrico.

La comunidad de hermanas acogió a María con dulzura y hospitalidad, aun


sabiendo que su experiencia entre ellas duraría meses. Pero no se guardaron para
sí ningún secreto. Le mostraron todas las realidades de su día a día.

María acompañó a la hermana Ana en sus quehaceres diarios. Participaba


también en los ratos de oración a primera hora, junto con el resto de la comunidad.
Pero el grueso del día lo dedicaban al trabajo infatigable en el hospital. Fue testigo
de cómo informar de graves enfermedades a familiares, y de las reacciones de
éstos, muchas veces derrumbándose en sus brazos. Presenció también arranques
violentos de enfermos en tratamiento. Cuidó de enfermos totalmente dependientes
sin control de esfínteres.

Aquella experiencia transformó a María. Ella, como la mayoría de la


sociedad, había vivido de espaldas a la enfermedad mental durante toda su vida. A
María no dejaba de sorprenderla la actitud de la hermana Ana. Siempre se había
imaginado el trabajo de este tipo de monjas como un duro sacrificio para ganar
puntos para el cielo. Pero ahora sabía que había estado profundamente
equivocada. Si pudiera explicar de alguna manera… Había algo que llevaba a
aquellas monjas a convertir aquel hospital en su hogar. A aquellas personas
enfermas en su familia. Ese algo lo explicaban las hermanas de una manera muy
sencilla: «Ellas veían en los demás, en especial en los enfermos, el rostro sufriente
de Jesús». Esta frase, imposible de entender para María, solo se entendía viviendo
su día a día. Cuando decían ver, se referían a «ver», no a imaginar. Esta vocación
no evitaba que hubiera momentos duros, tremendamente duros. Era en esos
momentos en los que la comunidad jugaba un lugar especial para las hermanas.
Eran una buena familia. Muy diferentes las unas de las otras, empezando por la
edad. El pegamento que ligaba a estas hermanas, el padre y la madre, era la
oración. Los momentos de rezo en familia en la preciosa capilla de la comunidad,
eran el bálsamo que curaba las heridas del día a día. Si el día había sido
especialmente duro, la estancia en la capilla se alargaba, así de sencillo. Las
Hermanas Hospitalarias estaban en contacto directo con el mundo, puede que
mucho más que María. Este contacto hacía que muchos ademanes y giros comunes
en las Clarisas no los tuvieran estas hermanas. Pero sí había rasgos comunes: la
mirada. Las Hermanas Hospitalarias utilizaban su mirada para escuchar. Fijaban la
mirada en los demás como intentando descubrir el pedazo de Jesús que habitaba
en ellos. También tenían en común su desinterés por los hombres como pareja. Esto
es, nunca se vestían, hacían un gesto o ademán para gustar a un hombre o dar
envidia a una mujer. Y esto era totalmente radical. También en las Hospitalarias,
que no tenían obligado vestir el hábito. Los hombres, incluso aquellos muy bien
parecidos, pasaban a su lado como el viento de primavera, sin apenas agitarles los
cabellos.

María se creía discreta en estos menesteres, pero comprobó que estaba muy
lejos de la discreción de ellas.

Los días de diario, María pasaba tres horas de la tarde en un gimnasio de


Barcelona. Un Esclavo de María se desplazaba hasta aquel gimnasio y entrenaba a
María en defensa personal. En seis meses María paso de ser una analfabeta física a
una persona perfectamente capacitada para la autodefensa. El entrenamiento
también consistía en memorizar los ejercicios para mantenerse en forma y ágil una
vez terminara la instrucción. María pasó de ser una mujer que no practicaba
ningún deporte a levantarse muy temprano todas las mañanas para salir a correr.

La última noche en el hospital, en la oración vespertina, la hermana Ana


pidió por María. Ella se emocionó. Se sintió parte de aquella familia, otra vez. Por
su cabeza rondaba la idea de que el mundo necesitaba más monjas como aquellas.
Ella había escogido otro camino. Un camino que también salvaría vidas, aunque
por el camino tuviera que ver mucha muerte y maldad.

A la mañana siguiente, María se abrazó con todas sus hermanas


Hospitalarias. No fue un adiós, sino un hasta luego, así se lo hicieron prometer a
María. Y ella asintió sinceramente. Al igual que con sus hermanas Clarisas, tenía
intención de acompañarlas siempre que se lo permitiese su trabajo.

Había llegado junio, el momento escogido para terminar su experiencia con


las Hermanas. Pero estaba saliendo por la puerta, camino del cercanías que une
San Boi con Barcelona y no tenía ni idea de a dónde debía dirigirse. Apenas se
sentó en un banco a la espera del tren, le llegó el correo de contacto:

«Ejercicios espirituales, Santuario de Montesclaros, Valdeprado del Río,


Cantabria».

Cogió el primer tren de cercanías que llegó. Una vez en la estación de Sants,
cogió el primer tren dirección Santander y desde allí, un cercanías a Reinosa. Llegó
a las diecisiete horas. Preguntó en la estación, la pequeña furgoneta que le llevaría
al Santuario no salía hasta la mañana siguiente. Solo le separaban dieciséis
kilómetros campo a través del santuario. Por lo menos quedaban cuatro horas de
luz. Sin dudarlo un instante, se propuso caminar hasta el Santuario. Las sucintas
explicaciones que le dieron en Reinosa resultaron insuficientes para María. Dos
horas después se encontraba en medio de un tupido bosque de hayas. Ni siquiera
se veía el sol y por supuesto, ni rastro del camino… Salió del bosque para buscar
alguna referencia. Pudo ver un molino de viento justo en la cima de la loma donde
se encontraba. Subió hasta él. Desde aquel lugar pudo ver una vista impresionante
de bosques, el embalse del Ebro, Reinosa y todo el valle de Campoo. A su espalda,
en lontananza, vio lo que debía de ser el Santuario que buscaba. Fijó la ruta en su
brújula de mano, se ajustó la mochila y se adentró otra vez en el bosque. Sabía que,
una vez en el cerrado bosque de hayas, solo contaba con su brújula para llegar a su
destino.

María quería aprovechar el paseo para meditar sobre su periodo de vida


religiosa. Pero se sorprendió pensando en Gabriel. Pensaba en aquel sacerdote con
el que había compartido apenas cuarenta y ocho horas de su vida, tal vez las más
intensas. Se había colado en su pensamiento sin su consentimiento. La primera vez
que lo vio, le había parecido el típico cura joven y ambicioso. De esos que prefieren
hacer carrera en el Vaticano que estar con la gente en una parroquia, haciendo de
cura. Además era muy guapo. El típico cura joven que disfruta sintiéndose
deseado por las mujeres. Todos estos razonamientos previos a conocerle habían
juzgado y sentenciado a Gabriel en la cabeza de María.

Pero después, en aquellos trepidantes momentos que compartieron, no vio


en él ninguna prepotencia ni ambición. Tampoco detectó en él ninguna coquetería
con ella.Y así, sin desearlo, Gabriel se había colado en sus pensamientos. Era un
caso muy especial. María no se había parado a pensar en un hombre más que dos
minutos en su vida. Claro que había mantenido relaciones con hombres, pero de
muy corta duración. En cuanto detectaba las firmes intenciones de llevarla a la
cama del amante de turno, lo mandaba a paseo. No lo hacía por ningún
puritanismo, sino porque aborrecía que la tomaran como un mero objeto sexual.

Demasiado perfecto debía de ser un hombre para ella. En primer lugar


debería respetar su independencia. En segundo lugar enamorarse de su
inteligencia por lo menos al mismo tiempo que de su cuerpo.Y no era muy
optimista con encontrar un hombre así. No creía que existiese un hombre que
pudiera llegar a obviar mirarle el trasero y confundirla con un objeto.
Cuando ya empezaba a declinar la tarde llegó a una carretera. Ladera abajo
se veía un río caudaloso. En ese momento oyó a su espalda el ruido de un coche.
En vez de apartarse, se colocó en el centro de la carretera. El coche no tuvo más
remedio que parar. María se disculpó, pero era un tema de fuerza mayor. Preguntó
por el Santuario.

—Estas a doscientos metros. Continúa por esta carretera, a diez metros sale
otra a la izquierda, camina y llegarás enseguida al monasterio.

—Muchas gracias, muy amable. Agradeció las amables explicaciones.

Y caminando despacio, dejando atrás aquel inmenso bosque, entró en el


Santuario.

Una tremenda paz envolvió a María. Un año antes aquella sensación habría
pasado desapercibida. Pero María ya no era la misma. Para la nueva María aquella
sensación era tan real como el suelo que pisaba camino del Santuario.

El padre Ángel la recibió cálidamente. A la mañana siguiente le enseñó el


lugar más secreto de la cristiandad.Y allí estaba ella, esperando al padre Ángel en
aquel horrible despacho con apariencia de quirófano. Tan blanco, tan aséptico, tan
falto de luz natural.

Por fin llegó el padre Ángel y tras él, paradojas del destino, aquel joven cura.
El ladrón de sus pensamientos. Sin darse cuenta, se sorprendió regalándole la
mejor de sus sonrisas.

El padre Ángel aclaró su voz, no por necesidad, sino para dar importancia a
sus palabras.

—María, Gabriel, necesitamos vuestra ayuda. Tenemos un fuerte protocolo


de seguridad con todos los que entramos aquí. Desgraciadamente han saltado las
alarmas con una hermana del convento. No hay nada definitivo, pero sí
sospechoso. Necesitamos un sacerdote que pueda escucharla en confesión y actuar
sin necesidad de romperlo. También necesitamos una hermana que pueda
informarnos desde dentro sin despertar sospechas.

Por eso estáis aquí. No nos podemos permitir el mínimo riesgo. Os pongo en
antecedentes.

Hace dos años, vino un matrimonio joven con su hija apenas mayor de edad.
Nos comentó que, desde siempre, la ilusión de la joven y de la familia había sido
ser monja de clausura.Y qué lugar mejor que el Santuario de Montesclaros, tan
lleno de paz e historia.

Por un lado nuestra intención era decirles que no, este convento es muy
especial como ya sabéis, pero negar una vocación… Si trascendiera la negativa,
sería algo tremendamente sospechoso, fácilmente detectable por la Societá. Por eso
y porque la niña es absolutamente angelical, decidimos aceptarla.

Durante estos dos años no hemos recibido la visita de sus padres. Una vez a
la semana, los domingos, Sor Alexia, que así se llama la muchacha, llama a sus
padres.

Hasta aquí, todo normal. Sin embargo hace apenas un mes, Alexia ha sufrido
un cambio significativo. Sigue siendo adorable con las hermanas, o mejor dicho,
más adorable si es posible serlo. Pero algo la pasa, sufre y se le nota. Al ser un caso
especial, estamos preocupados. Yo soy su confesor habitual, pero como salta a la
vista, si lograra enterarme de algo ¿qué podría hacer sin romper el secreto de
confesión?

El plan, Gabriel, es introducirte en el convento a través de unos ejercicios


espirituales de una semana. Serás tú el encargado de predicarlos y de confesar a las
hermanas. María, serás una hermana hospitalaria que vienes a recibir los ejercicios
espirituales del Padre Gabriel.

Gabriel miraba impasible la escena. Por el contrario, María le miraba a él


absorta. ¿Cómo podría improvisar una semana de charlas así, de sopetón?

Gabriel, sin embargo, estaba tranquilo e ilusionado, por fin iba a hacer de
cura.

María no necesitaba disfrazarse, se cambió de pendientes y se recogió el


pelo, además de sacar de su maleta sus chaquetas más discretas.

Y todo eso comenzaba ya. Gabriel conocía a las hermanas de todos los meses
anteriores. Había celebrado la misa con ellas muchas veces, aunque con monjas de
clausura es complicado tener relaciones fluidas.

Aquella tarde, el padre Ángel presentó a la hermana María, que venía de


Barcelona. Aprovechó la ocasión para informar que sería el padre Gabriel, profesor
en la Universidad Canónica del Sagrado Corazón de Roma, el que celebraría los
ejercicios de junio.

Esa misma tarde comenzaron los ejercicios espirituales. Una semana de


silencio casi permanente, solo roto por los sermones del sacerdote y las
confesiones. Una semana de buscarse, de escuchar el eco de la palabra de Dios.
Para alguien sin fe y sin hábito de silencio, una semana de auténtico martirio.

El silencio no era una sensación nueva para María. Los meses de experiencia
con las Clarisas fueron de mucho silencio. Además, en este caso, solo se trataba de
una semana. Estos pensamientos se cruzaban por la mente de María mientras se
instalaba en una de las celdas del convento. Las hermanas habían insistido mucho
en que las acompañara no solo en las comidas y meditaciones, sino también en los
descansos. Ese era el plan previsto. Si María no estaba con ellas, poca información
podría recabar.

Gabriel esperaba sentado en su habitación de la Hospedería. Desde su


ventana se podía ver a lo lejos el embalse del Ebro. Era un paisaje que parecía
sacado de un cuadro de Rembrandt. Pero él tenía los ojos fijos en la lectura de los
textos que se iban a tratar en los ejercicios espirituales. Un total de tres
meditaciones al día dan para mucho de que hablar y Gabriel no quería salir del
paso. Él quería predicar unos buenos ejercicios espirituales.

A las seis de la tarde comenzaron los ejercicios en el coqueto refectorio de las


hermanas. El padre Ángel los inició con un breve discurso de cinco minutos. Con
pasión, presentó a Gabriel como un reputado sacerdote experto en meditaciones.
Dios le perdonaría la mentira piadosa.

Y sin más, mirando a los ojos a las hermanas, comenzó Gabriel los ejercicios
leyendo el Evangelio. Todos sus estudios y su inteligencia le daban herramientas
suficientes para poder exponer lo que sentía su corazón al escuchar el Evangelio
recién leído. Su intención no era dar una clase magistral de Teología. Él quería
testimoniar su vivencia. En eso no se podía equivocar. Su mirada, inteligente y
poderosa, se posaba en cada una de las hermanas. Provocaba una tremenda
sensación de seguridad y firmeza. Hasta que su mirada se cruzó con la de María.
Su actitud ante la charla de Gabriel era una mezcla de curiosidad y de pose teatral.

Conforme Gabriel fue avanzando en su disertación, María se fue percatando


de la capacidad hipnótica que éste tenía sobre los oyentes. En ello influía lo que
decía pero, el encantamiento, sobre todo residía en el desmesurado atractivo de
aquel joven cura que en absoluto deseaba extasiar a aquellas monjas.Y María, lejos
de escapar de aquel poderoso efecto, sucumbió completa y voluntariamente a él.

Gabriel miraba a cada hermana con ojos cercanos e intensos. Lo que contaba
era importante, no porque saliera de él, sino porque hablaba de Aquél que da
sentido a todo. Y su mirada iba sembrando pasión en cada rostro que se
encontraba. Hasta que llegó a María. Nunca se había fijado en detalle en la cara de
aquella joven. Gabriel tenía muy claro lo que era, o eso creía. Hasta entonces, aun
siendo una chica atractiva, se había comportado con él de una manera fría, distante
y hermética. Pero en aquel momento María irradiaba intensamente vida. Sus ojos
brillaban, su cara que permanecía ligeramente ladeada, parecía recoger con
dulzura las palabras de Gabriel.

Aquel choque de miradas impactó a ambos. Tal vez el resto de ejercitantes


no se percataron más que de un pequeño parón en el discurso de Gabriel, pero ese
breve instante, fue de una intensidad brutal.

Tras la charla, una anciana hermana solicitó confesión a Gabriel y éste la


atendió amable. Al terminar, todo el mundo había dejado la sala. Aun quedaban
dos horas de meditación en silencio hasta la cena. Gabriel debía atender a todos los
ejercitantes. Saliendo hacia la escalera que comunicaba la sala de charlas con el
pasillo que llevaba a la Iglesia, Gabriel se topó con María. No fue un encuentro
casual, aunque lo pareció.

—Padre, ¿me puede confesar?

—Claro, hermana.

Caminaron en silencio con la intención de dar un paseo. Una vez fuera del
santuario, caminando bajo del pasadizo que unía el santuario con la Hospedería,
María rompió el silencio:

—Debería decir Ave María Purísima, ¿no Gabriel?

—Eso depende, ¿realmente te quieres confesar?

—Lo que necesito es hablar un poco, ya sabes que yo… en fin, del tema de la
confesión…

—No, no lo sé. ¿Qué es lo que debería saber?

—Bueno, pues que yo, creer, vamos, lo que se dice creer, no creo mucho… —
María se avergonzó al decir estas palabras. Era paradójico que un miembro de los
servicios de espionaje delVaticano confesara su falta de Fe.

—No sé en lo que no crees, cuéntamelo y te diré.

La respuesta de Gabriel rompió los esquemas de María. Ella se había topado


con una Iglesia demasiado segura de todo, sobre todo de lo que todos debíamos
pensar y sentir, y las palabras de Gabriel la habían descolocado. Además, su
atractivo parecía acentuarse en aquella situación. Aquel joven era muy diferente al
capellán del colegio donde estudió María. Aquel grueso sacerdote que se frotaba
las manos a cada momento y hablaba con tanta seguridad de cosas que no había
vivido jamás.

Lo que siguió fue un diálogo sencillo. María le contó a Gabriel todo sobre su
fe, o su falta de ella. Gabriel habló lo mínimo, lo necesario para mantener viva la
conversación. María habló mucho. Aquello fue un torrente almacenado durante
años por la creencia de que a nadie le importaba lo que tenía que decir.

Recorrieron despacio la carretera que circunvalaba el Santuario. Dejaron a la


izquierda el bosque que cubría el monte de Somaloma, una masa de hayas
frondosa y oscura, que al atardecer tenía una atmósfera de cuento. Al bajar la
cuesta que llevaba al cruce que permitía retornar el camino del santuario, pudieron
ver el magnífico paisaje del valle del Ebro.

Fue una hora de verdadera comunión entre una mujer joven y segura que no
deseaba nada con ningún hombre y un sacerdote convencido de su vocación. Eran
eso y también eran un hombre y una mujer.

Al regresar a la iglesia, Gabriel fue ahora el sorprendido.

—Gabriel, ¿no deberías darme la absolución? —preguntó María.

—Sí, bueno, no sé, ¿quieres que te absuelva? La verdad es que yo no he visto


ningún pecado.

—¿Te parece poco pecado no estar segura de creer en Dios?

—No me parece en absoluto pecado. El pecado es rechazar a Dios, pero no a


un Dios teórico, sino a un Dios real. Cuando llegue el momento de conocerle, será
cuando realmente le rechaces o lo aceptes. Por ahora no tenéis el gusto de
conoceros. Has rechazado una idea hueca de Jesús, no a Jesús. Pero tranquila, si lo
deseas, te doy la absolución. – María no habló, simplemente hizo un gesto de
asentimiento bajando ligeramente la cabeza. Gabriel completó el rito y la miró.

No esperaba ningún milagro, pero la miró.

María levantó la mirada y solo pudo decir un «gracias» antes de separarse


de Gabriel que se dirigía al claustro. Él la siguió con la mirada. Parecía asustada.
Que diferencia con aquella mujer distante que conoció aquella mañana en el
Vaticano. María se alejó turbada, aquello que le pasaba por la cabeza era nuevo
para ella y no lo podía controlar…

Gabriel había estado especialmente bien en la charla de la mañana y


brillante en la charla de la tarde. El Evangelio no era sencillo. El juicio final era un
tema serio, además de fácilmente tergiversable hacia teorías de un Dios castigador
y lleno de ira. Él lo había enfocado como una elección en libertad. Todos somos
libres de elegir el amor o no. Aquellos que elijan otra cosa en la vida, lo elegirán en
el juicio. Desde cierto punto de vista este enfoque era tremendamente duro. Era
más fácil de encajar el castigo de un Dios iracundo que te condena por
desobediencia, que una libre elección del infierno, aunque eso mismo pasaba en
esta vida en cientos de ocasiones. Gabriel seguía dándole vueltas al tema cuando se
le acercó la hermana Alexia.

Gabriel cambió rápidamente el chip. Aquel era el momento que andaban


buscando y debía estar a la altura.

—Ave María Purísima —comenzó la confesión la hermana Alexia.

—Sin pecado concebida —contestó Gabriel.

—Padre, confieso que he pecado contra el cielo y contra la Iglesia que es mi


madre.

—No sufras hermana, el perdón de Dios puede con todo pecado y su


misericordia sana todas las heridas que deja el pecado.

—Sí padre, pero mis pecados no, son mortales, me he condenado...

—Eso no lo digas hermana, es un pecado dudar de la misericordia de Dios.


Mira el ejemplo de Pedro y Judas. Los dos traicionaron al Maestro, pero Pedro se
supo dejar perdonar. Por muy grande que sea tu pecado, más grande es la
misericordia de Dios.
—Padre, es una historia un poco larga. Le ruego que tenga paciencia.
Pertenezco a una familia muy antigua. Tan antigua como la encarnación de Jesús.
Cuando Dios decidió enviar a su hijo, seis ángeles, dolidos en su orgullo por tener
que servir a un hombre, renegaron de Dios. Los ángeles, tan perfectos ellos, no
podían adorar y servir a un Dios hecho hombre, con toda su debilidad. El pecado
de desobediencia les llevó a los brazos de Satanás, que los hizo mortales y los envió
a la tierra con una misión, ser la cizaña que crece entre los granos del trigo
sembrados por Cristo. Cada ángel encarnado fundó una familia, engendrada desde
el mal. Sus conocimientos del Maligno, su talento y su tenacidad eran sus armas.
Pronto dominaban regiones, su poder no tenía límites. Repartidas por el mundo y
conectadas entre sí, lucharon contra la Iglesia desde su nacimiento. Bueno, miento,
las seis familias no. Un ángel caído se arrepintió y su familia dejó de formar parte
de la Societá. Estas familias han controlado y controlan el mundo. Entre sus
miembros ha habido reyes, papas, primeros ministros, banqueros, magnates. Casi
todas las guerras, la expansión de grandes plagas y enfermedades son patrimonio
de ellos. Bueno, pues yo, formo parte de la familia de un Ángel Caído.

Tenemos varios apellidos reconocibles, por ejemplo, Ortega, si, como el


presidente, primo segundo mío, o Redondo, como el banquero, tío segundo. Le
sorprendería saber cuántos de los poderosos de este país son familia mía y cuántos
de ellos trabajan para erradicar el mensaje de Cristo de este mundo, ah, por cierto,
Irinze, el arzobispo, es tío abuelo mío.

Sólo por decir lo que he dicho ya debería morir. El código de silencio es


estricto. Casi nunca ha habido un arrepentido y los que hubo, murieron de las
maneras más horribles. No todos somos familia. Destacados personajes de la
Societá hacen un juramento de sangre que los vincula para siempre. Ellos intuyen
la finalidad de nuestra familia pero no la conocen. Se les instruye en que el orden
de este mundo, instituido por la Iglesia Católica es caduco y no permite el
desarrollo de los fuertes. Si la raza humana no quiere desaparecer, como lo
hicieron los dinosaurios, deben de gobernar los elegidos y desaparecer los parias.
No hay espacio para los que viven a costa del esfuerzo de los brillantes.

Bueno, como le contaba, el verdadero fin de las cinco familias es hacer


fracasar el mensaje de Cristo en la tierra. Para ello buscan hacer desaparecer la
Iglesia. Pretenden que sea el dinero, la vanidad, la comodidad, el egoísmo, los
nuevos dioses humanos. Lo hemos intentado desde fuera y desde dentro, hemos
tenido papas, obispos, innumerables sacerdotes...

Y aquí es donde entro yo. Fui criada en los ideales de la Societá y los creía a
pies juntitas. Todos en la familia nacemos con una misión. La mía era infiltrarme
en los Esclavos de María y desde aquí pasarles toda la información del mayor
enemigo de la Societá.Y así vine, con apenas diecisiete años y un DNI falsificado.
Dos agentes se hicieron pasar por mis padres y me cambié el nombre. Han pasado
varios años y todo en mí ha cambiado. Mi vida anterior ha sido un camino de
angustia, una huida hacia delante sin un remanso de paz. No sé si me voy a poder
explicar. Nuestras familias, al igual que los ángeles caídos de los que descendemos,
somos seres implacables. Somos inteligentes y somos educados desde pequeños en
la idea de que somos superiores al resto de los humanos. Esa altivez, ese desdén
por la debilidad es lo que nos incapacita para la misericordia. Dios creó al hombre
lleno de debilidad. Pero no lo hizo para hacernos sufrir, sin debilidad no existe el
don de la misericordia. Si no has sentido el dolor en ti mismo difícilmente puedes
saberte hermano del que sufre. Eso es lo que he encontrado aquí de la mano de
Jesucristo. En la oración y en la compañía del resto de mis hermanas. Enamorarse
de Cristo es enamorarse del lado más humano que hay, de amar al que sufre.

Llevo casi un año enviando mensajes superfluos, de apenas valor; no quería


hacer daño a mis hermanas y a la Iglesia que me ha dado una razón para vivir.
Pero me temo que esta farsa va a durar poco. Mañana me vienen a visitar y no es
normal. Son las peores noticias. Me pedirán que detalle todo y si no lo hago,
acabarán conmigo. Y lo peor de todo es que creo que, con lo que les conté antes de
mi conversión, saben demasiado. Han podido interpretar que en este monasterio se
esconde algo importante. Puede que no sean conscientes de la importancia de lo
que ya he descubierto, pero no les importará, vendrán y arrasarán con todo.

Gabriel escuchaba atónito el relato de la hermana Alexia. Debía actuar


rápido para salvarla a ella, el archivo y a las personas que trabajaban allí. Sabía
cómo se las gastaban en la Societá.

—Hermana tu pecado ha sido nacer en una familia equivocada, pero tu


historia no es una historia de pecado, sino una historia de redención. Aparte de
sacerdote, soy agente de la Iglesia para la lucha contra la Societá. No necesitas
absolución pero para tu tranquilidad, yo te absuelvo en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo. «Dios Padre misericordioso, que reconcilió consigo al
mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la
remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la
paz. Y YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS EN EL NOMBRE DEL PADRE Y
DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO.» Hermana, es imprescindible que hable con
el padre Ángel.
Sin esperar un segundo fueron a contarle la historia con todo detalle. El
padre Ángel escuchaba atento, al final del relato, preguntó:

—Hermana, ¿podemos ver tu modo de comunicación con la Societá?

Gabriel cayó en ese momento, «¿y si aquélla monja, debido a los escasos
resultados de su trabajo, estuviera buscando infiltrarse?» Era necesario que
aportara alguna información significativa. Necesitaban algo que probara que
definitivamente estaba en el lado de los «buenos».

La hermana Alexia no lo dudó un segundo. Con la determinación de su


anterior vida pidió al padre Ángel y a Gabriel que le siguieran hasta su celda.
Escondida entre sus pertenencias más íntimas, sacó una tableta de última
generación.

—No soy quien para aconsejar nada, viniendo de donde vengo. Si queréis
hacer un ataque masivo contra la web protegida a la que me voy a conectar, tenéis
que saber que en el plazo de seis horas habrá un ejército de la Societá dispuesto a
tomar este Santuario.

La hermana prosiguió. Metió una contraseña después de otra en unos


entornos negros con letras blancas. Tras pasar por lo menos seis portales con
contraseñas de más de diez dígitos, entró en la web que articulaba la información
de la Societá.

—No pretendáis infiltraros sin ser detectados. Es imposible. Está diseñada


para detectar intrusos indetectables. No podréis hackear la entrada. Necesitaréis
entrar con mi usuario. En el momento que os metáis por sitios en los que yo no me
haya metido, saltará el sistema de seguridad, bloqueando toda la información. La
información no se perderá, saltará de manera automática a la web de backup. Casi
nadie tiene acceso a esa web. Yo calculo que tendremos una hora antes de que todo
se bloquee. Desde que nos detecten tendremos desde una hora a, como máximo,
cinco antes de que asalten este lugar.

—Hermana —empezó a hablar el padre Ángel— debemos trasladarla a un


lugar seguro para que nos ayude, desde allí, a descifrar los secretos de estos
asesinos.

—Padre, ya me gustaría. Hoy debo hacer aun tres comunicaciones más. Es el


protocolo. El dispositivo tiene localizador y un chip que encripta las claves. Si nos
movemos de aquí y no contestó, saldrá a la luz mi traición. Personalmente creo que
es más operativo que organice el protocolo de traslado del centro, porque seis
horas son pocas horas. La visita es mañana a las nueve de la mañana, tiene usted
dieciséis horas hasta que descubran la traición.

—Si ustedes quieren, que vengan sus mejores expertos informáticos para
sacarle jugo a la web, pero mañana antes de la visita.

—No tengo claro —contestó el padre Ángel— que pueda sacarla con
seguridad en ese margen.

—No se preocupe padre, mi vida es aquí lo menos importante, incluso para


mí.

—No se preocupe hermana, ya hemos activado el protocolo

—según decía esto el padre Ángel la luz se apagó. Unos diez segundos
después la luz volvió.

—No me gusta en absoluto lo que está pasando —se alarmó Gabriel.

—Está dentro del protocolo afirmó el padre Ángel. Nos hemos desconectado
de la red. Los servidores que están haciendo el backup consumen mucha potencia.
Si están analizando el consumo es fácil que detectarán el incremento. Han
arrancado los dos grupos, el que alimenta el convento y la Hospedería y el que
alimenta el bunker.

—Hemos avisado a la compañía como si se tratara de una avería. Calculo


que en tres horas detectarán el fusible que ha saltado y la corriente volverá en
cuatro horas. Para entonces ya estará terminado el back up.

Gabriel salió rápidamente de su asombro. Era lógico que un lugar tan


secreto tuviera un protocolo de evacuación. Y se acababa de activar. Lo que no
terminaba de entender era si no saldría más barato defender el monasterio que
huir de él. Todo parecía encaminado a coger todo lo de valor y abandonarlo, sin
importar la ingente cantidad de dinero que habrían costado esas instalaciones.

La noche transcurrió frenética. Gabriel realizó su predicación nocturna


mientras la actividad bullía en el bunker. Un repartidor de congelados y un
panadero hicieron sus entregas a última hora de la tarde. Seguramente se fueron
más cargados de lo que llegaron. Había que poner a buen recaudo los discos duros
de la biblioteca.
Tras la predicación, Gabriel paseó con María para definir los próximos
pasos. La contó la historia de la hermana y la situación en la que se encontraban.
María le informó que había mucho movimiento en la Hospedería. Parecía que
todos o por lo menos muchos se iban a la mañana siguiente.

El padre Ángel les animó a que se fueran a descansar. El programa del día
siguiente era aparentemente el de todos los días.

Laúdes y Eucaristía a las siete, desayuno a las ocho y meditación a las ocho
treinta. Seguramente Gabriel no llegaría a predicar al día siguiente.

Gabriel y María se fueron a descansar. Gabriel recorrió el ancho pasillo que


daba al pasadizo que unía el convento con la Hospedería. Atravesó dos puertas
que solo se podían cerrar por dentro. El suelo de madera crujía a su paso. Antes de
entrar en su habitación, la última a la derecha, quiso asomarse a la ventana del
pasillo. La luna iluminaba el embalse al fondo. Pequeños destellos de luz de luna
permitían reconocer el río Ebro serpenteando por el angosto valle donde se
encajonaba tras dejar atrás la presa. Un sutil ruido de motor devolvió a Gabriel a
su entorno más próximo. Una furgoneta de reparto de prensa acababa de llegar a
la puerta de la cochera del monasterio. Como sospechaba Gabriel no dejo prensa,
su mercancía ese día era humana. Previsiblemente un experto informático, otro
más a sumar a los que ya había en el monasterio. Tras comprobar que la furgoneta
recién llegada no reanudaba su marcha, abrió su puerta y pasó a su habitación, un
ligero olor a húmedo y viejo le recibió.

María recorrió el camino inverso de Gabriel. Se adentró en el convento de


clausura. Fue cerrando una tras otra las cerraduras. Tras la primera puerta había
una especie de casillero con tantas casillas como monjas. Cada casillero tenía el
nombre de una hermana escrito. Al caer la noche, según iban entrando en clausura
las hermanas cerraban la tapa de su casillero, indicando que ya estaban dentro. La
última hermana comprobaría que todas estaban dentro y cerraba la puerta con la
llave que colgaba de la cerradura. Solo había una puerta que sí podría abrirse por
fuera, la que unía la zona femenina con la iglesia, y ésta se candaba con un madero
que la ajustaba a dos salientes del muro.

María caminaba meditando lo que estaba viviendo. Realmente estaba


disfrutando con el papel de monja. No es que sintiera la llamada de Dios para
abandonar el mundo, pero sentía una profunda paz entre aquellos muros. Sin
embargo, la tranquilidad estaba llegando a su fin. Una tormenta de muerte estaba a
punto de llegar.
La mañana no se hizo esperar. Gabriel se despertó con la sensación de que apenas
había dormido. El reloj de la mesilla marcaba las seis y media. Debía darse prisa, a
las siete sería la misa con laúdes. Se aseó rápidamente y se vistió. Salió de su
habitación en dirección a la iglesia. Del búnker digital salía en ese momento la
hermana Alexia y el padre Ángel acompañados de dos hombres que no conocía.
Gabriel dio los buenos días y continuó su camino. Aquellas cuatro personas habían
dormido poco esa noche. Habían estado preparando el asalto a la web secreta de la
Societá. A las ocho, una hora antes de la visita, estaba previsto realizar el asalto.
Gabriel desayunó en la hospedería. Había algo que no le encajaba en lo que estaba
pasando. Se levantó y se acercó al padre Ángel.

—Perdone padre, ¿han dado ya orden a las hermanas de que recojan sus
pertenencias?

—No, lo vamos a hacer en diez minutos, al terminar el desayuno.

—No por favor, no den la orden hasta más tarde, hasta las ocho y media y
por favor, déjeme que sea yo.

—Pero, ¿por qué? —se quejó el padre Ángel.

—Padre, confíe en mí. Aquí hay algo que no encaja. La enigmática frase de
Gabriel pareció convencer al padre Ángel.

Cinco minutos más tarde, con un papel en blanco, Gabriel, se acercó al


refectorio de las hermanas y simulando que consultaba el papel, les anunció.

—Queridas hermanas, hay un pequeño cambio en los ejercicios para hoy.


Vamos a dar un mayor protagonismo a la oración personal. La idea es que nos
juntemos en la iglesia y recemos. Comenzaremos con el Santo Rosario y después
haremos adoración al Altísimo. Durante la oración os iré llamando para la
confesión. Si os parece, para que os hagáis una idea seguiremos el siguiente orden:
primero la hermana Alexia, después la hermana Lucía, después sor Carmen… —y
fue nombrando una a una a todas las monjas de la comunidad. Que Dios nos abra
el alma para rezarle con piedad.

El padre Ángel esperaba impaciente al otro lado de la puerta. La incursión


debía haber comenzado ya, eran las ocho pasadas. No entendía el porqué del
paripé del padre Gabriel para sacar a la hermana.

Gabriel volvió a entrar y todo lo disimulado que pudo se acercó de forma


piadosa a la imagen de la Virgen de los desamparados, donde curiosamente estaba
arrodillada María.

—María —dijo Gabriel en tono apenas audible.

—¿Sí?

—Por favor, necesito que intentes detectar movimientos raros de alguna


hermana. Como que alguna se ausente, o que utilice un móvil. Cualquier cosa que
se salga de lo habitual en unos ejercicios.

—Ok. Asintió María.

Gabriel se levantó, tras una piadosa reverencia volvió a salir. Su breve


conversación con María había sido un bonito gesto de ponerse a los pies de María
antes de la confesión. O por lo menos eso es lo que interpretaron las hermanas. No
se entretuvo más, acompañó a Sor Alexia hacia la puerta que comunicaba con el
monasterio. Una vez cruzado el umbral el padre Ángel y sus hombres se la
quitaron de las manos. Comenzaba la incursión en la web secreta de la Societá.

Pasó media hora, tres cuartos. Con el consentimiento del padre Ángel,
Gabriel entró en la iglesia. Aparentemente todas las hermanas seguían allí. Aclaró
su voz, intentando quitarle hierro al asunto, informó a las religiosas:

—Hermanas ha pasado algo muy grave. No puedo decirles nada más aun,
solo que tenemos que trasladarnos. Por favor, suban a sus celdas y cojan lo mínimo
imprescindible. Lo mínimo, por favor.

Las caras de las hermanas eran un poema. Obedientes, salieron por la puerta
que daba al convento en dirección a sus celdas. En diez minutos estaban todas en el
hall de entrada. Habían seguido las instrucciones, cada hermana portaba una bolsa
a lo sumo, con los objetos más personales y algo de ropa. El personal de la
hospedería también estaba bajando. A las nueve en punto llegó el autocar. Todos
fueron subiendo, incluida María.

Gabriel se dirigió al búnker digital, allí seguían trabajando.

Cuando Gabriel entraba salió un hombre con mucha prisa.

El padre Ángel le informó. Hemos utilizado un minero, un programa que


penetra en una web y absorbe todo el código. También hemos grabado con otro
programa todo el interfaz e imágenes. El hombre que acaba de salir se ha llevado la
primera copia, en diez minutos salimos nosotros.

—¿Por qué no ha salido ya la hermana Alexia? Preguntó Gabriel.

—Es el protocolo, el hombre que ha salido ha de ir solo y solo él sabe su


destino. En el todoterreno del garaje saldremos nosotros. Nos han detectado hace
diez minutos. Confió en tener por lo menos dos horas hasta que la Societá ataque el
monasterio.

—Padre, no tenemos dos horas. Ruego a Dios que tengamos diez minutos.
La hermana Alexia no era el único miembro de la Societá en este monasterio.

—No puede ser, les pedí a mis padres expresamente que no necesitaba
sombra. Se quejó la hermana Alexia.

—¿Sombra? —se extrañó el padre Ángel.

—Es una persona que cuida de alguien importante, sin que éste sepa que
está. Aclaró Gabriel. Dense prisa por favor.

Gabriel corrió por el camino más corto hacia el autobús para ordenar su
salida. Cuando subió, preguntó a la hermana superiora si estaban todas.

—No padre, falta la hermana Carmen. Se ha sentido indispuesta y ha salido


al servicio un momento. Gabriel miró a María; ésta se acercó y le comento al oído,
tal vez demasiado cerca para ser ella monja y el cura.

—Gabriel, ninguna monja salió de la iglesia pero Carmen es a la única que


perdí de vista durante más de cinco minutos. Casi seguro que se escondió en los
confesionarios.

—Ok María, por favor, ten los ojos abiertos, esto aun no ha terminado. Lleva
a esta gente a un lugar seguro.Y, diciendo, esto se bajó del autocar ordenando con
un gesto al chófer que arrancara.

María le vio correr en dirección al monasterio. Sentía que en aquel autocar


no podría ayudarle… pero Gabriel le había pedido que se quedara...

Todos se sentaron en el autocar y éste echó a andar. Apenas pasados diez


minutos empezaron a sentirse los murmullos, síntoma de normalidad. María se
sentó con intención de descansar un rato. Estaba a punto de dormirse cuando oyó
algo que le hizo espabilar.

—¿Quién quiere un pastel? —preguntó la hermana Maite. María recordó


que aquella mañana no había pasteles en el desayuno. Dio un respingo, un
respingo irracional. Se levantó y se acercó a la hermana que estaba ofreciendo
pasteles. Cuatro personas ya tenían uno en la mano.

—Esperad, no comáis por favor. ¿De dónde han salido esos pasteles?

La hermana no lo sabía. Pero una mujer pequeña, que trabajaba en la


hospedería, alzó la voz.

—Los trajo esta mañana un señor muy bien vestido. Dijo que era de la
familia de los González de los Carabeos, que los traían para las monjas que tan
buena acción hacían rezando por el pueblo.

—¿Alguien conoce a esa familia?

—Nadie abrió la boca. María preguntó de nuevo a la superiora.

—Hermana, es muy importante, ¿conoce usted a esa familia?

—No conozco a todo el pueblo, pero no me suena ninguna familia que se


llame así. Es extraño, porque si era de una familia pudiente lo normal es que les
conociera. Ricos en ese pueblo no habrá más de tres familias.

—Por favor, devuélvanme los pasteles, es importante. Rogó María con un


tono de súplica severa. Las hermanas la devolvieron los pasteles obedientes, pero
Ángel, el jardinero, con un gesto rápido, se metió el pastel de nata en la boca
mientras decía.

—No sea paranoica hermana, que estamos en el campo.

Todos le miraron esperando un final morboso.

—Por favor, escúpalo, sé de que hablo. Escúpalo si no quiere morir. Pero el


jardinero era terco como una mula. Tragó e hizo ademán de coger otro, María
agarró con fuerza la caja y se fue para delante, dio orden al chofer de acercarse al
hospital más cercano.
Y… no pasó nada.

La Madre Superiora se acercó a la hermana María y le preguntó.

—María, no le ha pasado nada a Juan, ¿por qué cree que están envenenados
los pasteles? Hermana, como puede haber sospechado, además de monja soy algo
más. Usted es una mujer inteligente. Si pretendiera envenenar a cuarenta personas,
¿qué tipo de veneno pondría en un pastel? ¿Uno rápido, para que apenas alguien
se hubiera comido uno, muriera alertando a los demás? Sabe que no, elegiría uno
lento, que en quince minutos hiciera su efecto.

En la entrada a Reinosa empezaron las convulsiones, los ciento quince kilos


de peso del jardinero apenas podían ser sujetados entre cuatro personas. Nada más
llegar al hospital, bajaron al jardinero entre cinco hombres.

—Quiero hablar con el director del hospital, por favor —solicitó María.

En dos minutos un joven médico salía por la puerta.

—Mire, no tenemos tiempo. Nos han intentado envenenar a todos con estos
pasteles. Quédeselos y analícelos. Nosotros nos tenemos que ir, aquí tiene la
documentación del enfermo. ¡Ah!, y no se desanimen; creo complicado que le
puedan salvar. Y terminando la frase, María dio orden de salir al chófer. Les
esperaba un largo camino hasta el destino secreto que ni siquiera María conocía.

Gabriel dudó entre ir a buscar a la hermana Carmen al monasterio o ir a


proteger al padre Ángel y a la hermana Alexia. Se decantó rápidamente por la
segunda opción. Algo le decía que era urgente que llegara hasta el padre Ángel lo
antes posible. Un mal presentimiento le recorría la mente. Llegó a la carrera hasta
la puerta de la cámara blindada. La puerta estaba abierta, un signo inequívoco de
que algo iba mal.

Corrió hacia el todoterreno. Sacó su arma automática de la cartuchera.


Corría todo lo que le daban las piernas en dirección al aparcamiento. Llegó hasta la
antesala que precedía al aparcamiento. Un fogonazo le bloqueó la mente. Algo le
olía mal en aquella sala que le esperaba a quince metros. Todo transcurrió en
décimas de segundo. Con el mismo impulso de la carrera Gabriel agarró un saco
lleno de ropa de la pila acumulada en el vestíbulo y lo arrojó a través de la puerta.
No supo muy bien porqué lo hizo, pero aquel saco, acompañado por el ruido
propio de la carrera, produjo el efecto deseado. Una pistola descargó su carga
mortal contra el saco desde un lateral del aparcamiento. El ruido de la carrera y el
bulto entrando habían hecho creer al asesino que el saco era Gabriel. Si Gabriel
hubiera continuado sin más, él habría sido el tiroteado. Sin detenerse y arrojándose
al suelo, con las dos manos blandiendo su pistola, Gabriel entró en la sala.
Contempló la silueta de una mujer con el pelo suelto, con una pistola en la mano
derecha siguiendo absorta la trayectoria del saco. Al entrar Gabriel en escena, la
hermana Carmen giró la cabeza y comenzó a girar su mano para encañonarle. Pero
ya era demasiado tarde. Gabriel apretaba el gatillo de su arma automática desde el
aire. No era problema para él. Había recibido un entrenamiento complejo que le
capacitaba para blancos más complicados.

Todo pasó en lo que tarda un relámpago en iluminar un campo en una


tormenta. El rayo mortal hizo caer a la hermana Carmen al suelo de una manera
pesada, inerte, brutal. A su lado, amordazada, la hermana Alexia gesticulaba de
alegría. La habían golpeado salvajemente. Tenía un ojo completamente morado.

Apenas se podía distinguir entre el morado y el rojo de la sangre. Peor


suerte había tenido el padre Ángel.Yacía en el suelo con un tiro en el abdomen.
Gabriel sabía que era el sitio doloroso y mortal. Desató a la hermana Alexia y
después se acercó al padre Ángel. Para su sorpresa aun no había muerto. Pudo
balbucear unas palabras:

—Cieeerra la puert…, huid rápido— y señaló el todoterreno con las pocas


fuerzas que le quedaban. Una vez completado su mensaje, el peso de la muerte
venció la mano del padre Ángel que quedó muerto.

—No se preocupe padre —le intentó animar Gabriel hasta que se percató de
que ya había muerto.

Gabriel trató de pensar, ¿qué puerta había que cerrar? ¿por qué había que
correr? ¿sería la del todoterreno?

Algo dijo el padre de que había que irse antes de que llegara el helicóptero.

Gabriel trató de pensar rápido, ¿cerrar puerta? ¿qué puerta era lo


suficientemente importante para que un moribundo gastara sus últimas palabras
en mencionarla? ¿Estaría demente?

Había desatado a la hermana Alexia, advirtiendo la tremenda paliza que la


habían dado. La habían demacrado a golpes, pero aquello no era suficiente prueba.
Podría ser una estrategia para adentrarse en la iglesia. La clave sería la calidad de
las pruebas obtenidas con el ataque a la web de la Societá. Pero no tenía tiempo…,
¡¡el búnker!!, claro. Había que cerrar la puerta. Dejó a la hermana en el párking y
corrió hacia la puerta del búnker y la cerró todo lo bien que supo. Volvió sobre sus
pasos pero la hermana Alexia ya no estaba. Que tonto había sido, pensó Gabriel,
había dejado sin vigilancia a la hermana y eso podría ser su último error en esta
vida.

Giró su cabeza y vio a la hermana Alexia blandiendo una pistola.

Pero no disparó, la giró y se la entregó a Gabriel.

—Mejor no dejar estas cosas tiradas. Seguro que las podrán utilizar en
nuestra contra.

La hermana Alexia se comportaba diferente a unas horas antes. Los


movimientos propios de una religiosa habían dejado paso a otros más bruscos. La
mirada sorprendida de Gabriel delató sus pensamientos.

—He sido monja durante tres años. Otros diecisiete fui entrenada para ser
una asesina. Algo me queda del pasado y más cuando han estado a punto de
matarme a golpes hace cinco minutos.

—Vamos, no tenemos un segundo, tus ex amigos están al caer y no creo que


vengan a darnos besitos.

—Para ser cura tú tampoco te comportas al uso.

—La vida da muchas vueltas, he tenido que aprender mucho, y


desgraciadamente nada piadoso.

Gabriel cogió de la mano a la hermana y se adentraron en el monasterio.

—¿No vamos a coger el coche? —se quejó la hermana Alexia.

—Creo que a eso se refería el padre Ángel, ¿entiendo que tú no viste si


tocaba algo en el coche la hermana Carmen?

—No lo pude ver. Me destrozó a golpes en la sala contigua. Apenas pude oír
el disparo que mató al padre Ángel. Después me arrastró hasta aquí.

—Pues entonces me lo confirmas. Señalando al coche el padre Ángel nos


estaba avisando. Iremos andando.
Se adentraron en el monasterio. Bajaron las antiguas escaleras centrales y
entraron por la puerta de las antiguas cocinas. Al final de ellas, Gabriel levantó una
vieja tabla que descubrió unas escaleras cubiertas de polvo y telas de araña. Bajó
por ellas abriendo camino a la hermana Alexia a la que seguía agarrando de la
mano.

El pasadizo no estaba completamente oscuro, entraba luz por la entrada. La


salida, a unos veinticinco metros, también aportaba luz. Gabriel cerró la trampilla y
continuaron hasta la salida. Había un desnivel de unos tres metros entre la salida
del pasadizo y el campo, repleto de hierba y mucha pendiente. Algún árbol hacia
equilibrios para sobrevivir. Gabriel bajó de un salto, pero la hermana Alexia tardó
en bajar. Los tres metros de caída impresionaban. Una vez abajo, Gabriel miró
hacia el río. Se podía casi oler. Una pendiente pronunciada unía el monasterio con
el río. Gabriel estaba pensando en la manera de bajar, cuando vio la silueta de un
helicóptero en el horizonte. Fue verlo, y sentir como si el monasterio entero se
hubiera desplomado sobre su espalda. Cuando consiguió sobreponerse, vio a la
hermana Alexia intentando patear a un hombre alto y corpulento, rapado y con
facciones extranjeras. De un simple manotazo se libró de la hermana Alexia. Ésta
comenzó a caer por la pendiente, pero evitó la muerte agarrándose a uno de los
escasos árboles que había. Estos dos segundos de desigual lucha permitieron a
Gabriel incorporarse y enfrentarse al enemigo en situación de igualdad. Dos años
antes no habría habido pelea, pero Gabriel se había convertido en una máquina de
luchar. Su cuerpo se movía con una vertiginosa rapidez, pero era su mente la que
marcaba la diferencia. Era como si su contrincante interpretara una coreografía que
Gabriel ya conocía, parando cada uno de sus golpes con aparente sencillez. A cada
ataque, Gabriel respondía golpeando zonas sensibles de su oponente. El asesino de
la Societá se estaba agotando en ataques fallidos y estaba recibiendo un tremendo
correctivo. Gabriel le miró fijamente. No había otra opción, si no lo hacía se
levantaría e iría a por ellos. En ese mismo instante, tras esquivar un intento de
gancho y propinarle un tremendo codazo en la tripa que cortó la respiración de su
enemigo, Gabriel se acercó a la cabeza de su enemigo y con un rapidísimo
movimiento de cizalla fracturó el cuello de su oponente. El cuerpo inerte del
asesino rodó hacia el río.

La hermana Alexia había visto la pelea desde su asidero. Apenas había


durado veinte segundos. Estaba absolutamente impresionada por cómo un asesino
entrenado de la Societá podía ser derrotado con semejante facilidad.Y le había
derrotado un cura, experto en ejercicios espirituales, para más datos. Andaba la
hermana Alexia aun impresionada con lo sucedido cuando vio a Gabriel subir a la
cocina. Volvió a bajar portando una mesa de madera maciza y patas de metal. La
giró e invitó con un gesto a la hermana Alexia a subirse a su carroza. Lo que pasó
después fue delirante. Apenas unos segundos después de soltarse la mesa con sus
dos ocupantes ya volaban a toda velocidad. Otro agente de la Societá había llegado
hasta el final del túnel y les disparaba sin acierto. En unos segundos habían
descendido casi toda la pendiente. Su vida dependía del aterrizaje. Si chocaban de
frente contra un árbol les esperaba la muerte.

En medio de este descenso temerario se oyó una explosión. Unos cientos de


metros más arriba, la bomba que había preparado la hermana Carmen en el
todoterreno había cumplido su función. Pero no con Gabriel, sino con otro asesino
como ella.

La fortuna o la providencia y el buen cálculo de Gabriel hicieron que no chocaran


con ningún árbol hasta llegar al Ebro. En el instante que la mesa golpeó sobre el
agua, Gabriel agarró a la hermana con un brazo bajo su garganta y se sumergieron
en el agua. El helicóptero había llegado a la altura del monasterio. Ráfagas de
fusiles automáticos intentaron derribarlo en vano. El pájaro dejo caer su huevo. Al
chocar sobre el suelo la bomba de neutrones dejo escapar toda la brutalidad que
escondía, arrasando la vida a quinientos metros alrededor de su punto de caída.
Así era la guerra entre la Societá y los Esclavos de María. Brutal, descarnada, sin
prisioneros. El plan era cruelmente brillante. Aprovechar un supuesto problema
para atraer un comando completo de asalto. Probablemente una parte importante
de los efectivos de la Societá habrían participado en el asalto. El búnker y el resto
de los edificios no sufrirían ningún daño.

Todos los agentes de la Societá murieron en el acto. Treinta y nueve


cadáveres fueron recogidos por agentes de los Esclavos de María horas después.

En dos días, la radiactividad habría desaparecido por completo. En doce


horas se podría transitar por la carretera del monasterio. En tres horas, el equipo
de limpieza que recogió los cadáveres comenzaría los preparativos para volver a
ocupar el monasterio. Ya no sería el epicentro de la información de los esclavos de
María, pero sí como un núcleo importante. Tendrían que ampliar la vigilancia eso
sí.

Gabriel y Alexia apenas pudieron oír el impacto de la bomba. Su silencio era


parte de su encanto. Eliminaba todo tipo de vida en su alcance pero no dañaba
edificios. Los Esclavos de María las utilizaban para operaciones de limpieza
selectiva. Los métodos de los Esclavos de María no eran muy misericordiosos con
la Societá. Pero ellos no ambicionaban el cielo. Se sabían condenados. Su razón de
vivir era luchar contra las cinco familias de los Ángeles caídos.

Descendieron el río unos dos kilómetros. Pasaron los rápidos intentando no


golpearse demasiado. Al llegar a un puente, Gabriel tiró de la hermana y salieron
del río buscando la civilización. Anduvieron durante cincuenta metros hasta llegar
a un caserón rehabilitado. Un moderno coche dormía a los pies de la casa. Gabriel
tardó apenas un minuto en abrirlo y dos más en arrancarlo. Invitó a la hermana a
subir al sitio del acompañante. En una hora de rally llegaron a las puertas de
Burgos. Gabriel metió en el navegador del coche unas coordenadas. En apenas
unos minutos circulaban por una estrecha calle del casco antiguo, apenas a
cincuenta metros de la catedral. Pidió a la hermana que le esperara allí y se dirigió
con su coche hasta las cercanías de un bar. Limpió sus huellas del volante y
escribió en un folio: «Robado, devolver a Bustasur, Cantabria». Bajó del coche y
desanduvo el camino hasta el portal donde había dejado a la hermana Alexia.
Llamó a un piso, sonó un pitido agudo y Gabriel repitió de carrerilla un listado de
nueve números. El portal se abrió. Subieron andando hasta el último piso. Gabriel
llamó al timbre y volvió a sonar un pitido agudo. Gabriel pronunció otro código
diferente, la puerta se abrió.

Habían entrado en un piso franco de los Esclavos de María. Era un piso


grande, con un amplio salón y una terraza con vistas a la Catedral que distaba
apenas cincuenta metros del edificio. Gabriel acompañó a la hermana Alexia hasta
su habitación.

—Dentro encontrarás de todo. No salgas de casa hasta que no vuelva. Voy a


ducharme y saldré a por algo de comida e instrucciones.

—Vale —contestó la hermana Alexia; ¿podré ir a misa hoy?

—Claro, pero será una misa privada. Estaremos solos.

Gabriel se duchó, se cambió la ropa y buscó en el salón la caja fuerte. La


encontró en el suelo, bajo la alfombra que cubría la mesa auxiliar del sofá. En ella
encontró un Smartphone de última generación, dinero y un arma automática
cargada. Lo ocultó entre sus ropajes y bajó por las escaleras. Era la una del
mediodía. El casco antiguo bullía de animación. Turistas y jubilados copaban los
bares del casco antiguo, unos comiendo, los otros tomando el vino de rigor.

Gabriel caminaba buscando algo concreto. Mientras lo buscaba se lamentaba


de no poder confesarse. Uno no se puede confesar a medias y arriesgarse a dar con
un topo de la Societá era imprudente. Había algo en él que le aterraba. Era cierto
que al rato de haber matado le inundaba un gran vacío y tristeza. Pero en el
instante de matar a un asesino, le recorría un sentimiento placentero. El recuerdo
de ese sentimiento le atormentaba.

Tras diez minutos de búsqueda, Gabriel llegó a un Burger King. Detestaba la


comida rápida, que además le sentaba mal, pero los camareros del Burger eran
perfectos para olvidar una cara en segundos. Con sus dos menús en la mano,
marcó el número de emergencia. Durante toda la conversación los gestos de
Gabriel fueron los de un joven que estuviera hablando con su novia. Nada en su
comportamiento le delataban como lo que era.

En dos horas tendría la documentación en un apartado de correos, allí


también recibiría instrucciones y un contrato de alquiler de un coche.

Volvió a la casa, la hermana Alexia se encontraba sentada en el sofá, leyendo


un grueso libro.

—¿Qué lee hermana?

—Biografías de Santos, ya sé que no suena muy entretenido, pero a mí me


ayuda mucho su lectura. He tenido en mi vida demasiados malos ejemplos.

—En dos horas nos vamos. Si le parece, celebraremos la misa y después


comemos.

—Perfecto padre Gabriel.

Gabriel comenzó la Eucaristía con cierta apatía, casi obligado por el interés
de la hermana. Según fue avanzando algo fue cambiando en su interior. En el
momento culmen, en la Consagración, volvió a producirse el milagro. Gabriel
sentía como Él, Jesucristo, se estaba encarnando en un trozo de pan y un poco de
vino.Y para eso no importaba que le ayudara un hombre que acababa de matar a
dos personas. En legítima defensa eso sí.

Toda la paz que la muerte eliminaba de Gabriel, volvía cuando comulgaba.

Gabriel no se sentía limpio. Hacer de cura no le hacía olvidar que acababa de


matar. Más bien lo que sentía era que su Dios, al que adoraba, le amaba aun a
pesar de ello. Y sentirse amado incondicionalmente es una gasolina que no se
acaba.
Tras la misa vino el suplicio. Engulleron como pudieron las hamburguesas
ya frías y salieron para la oficina central de correos. La oficina estaba a unos
trescientos metros del piso franco. Al buscar el apartado de correos Gabriel
observó a un hombre que buscaba también un apartado cercano al suyo. En un
momento dado, aquel hombre, sin mirar siquiera a Gabriel, sacó una llave de su
bolsillo y con un rápido gesto, abrió el apartado de correos 123, el que le habían
señalado. Sin más, el hombre se giró y salió de la habitación.

Dentro del apartado había dos pasaportes, una nota y un contrato a nombre
de un desconocido para la oficina de Avis de la estación de autobuses de Burgos.
Recogieron las cosas y salieron. Camino de la estación de autobuses revisaron los
nombres y la nota. Tenían que ir a la ventanilla de facturación número 3 de Alitalia
en el aeropuerto internacional de Lisboa y tenían que estar en apenas diez horas.
No tenían tiempo que perder.

Recogieron un Opel Insignia Diesel de 160 CV. Gabriel no era un hombre


caprichoso, pero esbozó una sonrisa al arrancar aquel coche. Comenzó la ardua
tarea de programar el navegador. Se decantó por la ruta que evitaba Madrid. Era
más corta y lo normal es que nadie esperara que viajaran a Lisboa vía Salamanca.
Aun así eran setecientos kilómetros, de autovía eso sí, pero tampoco les sobraba el
tiempo.

Gabriel disfrutó conduciendo. La respuesta era casi inmediata y era un coche


cómodo. Se agarraba muy bien en las curvas, haciendo cómodo viajar en él. Al
cabo de un rato de conducir en silencio, Gabriel giró su cabeza y miró a la hermana
Alexia.

—¿Cómo te llamas en realidad? Perdón, ¿cómo te llamabas antes de ser


religiosa?

—No me gusta recordarlo. Simboliza todo lo que era antes de descubrir mi


fe. Hipatia, como la de Alejandría. En nuestras familias lo normal es recibir
nombres ajenos al Cristianismo. Nuestros «hermanos», agentes los llamarías tú, al
unirse al ejército de la Societá pasan a recibir un nombre precristiano, normalmente
Griego.

—Siento mucha curiosidad por cómo una chica, educada en el odio a todo lo
cristiano es capaz de enamorarse de Jesús. Si no es indiscreción y quieres
contármelo…
—No hay mucho misterio, el secreto del mal es la velocidad.

—¿La velocidad? —Se extrañó Gabriel.

—Sí, la velocidad. Es necesario vivir muy deprisa para que no te dé tiempo a


darte cuenta. Te repiten una y otra vez sus verdades absolutas. Te inculcan que el
resto del mundo está contra ti y está equivocado, y no te dejan pensar. Cuando
llegué al monasterio estuve a punto de tener que abandonar la misión. El silencio
es durísimo cuando vives en una noria de actividad. Tu mente, entrenada en no
pensar, te castiga e intenta que sigas en el carrusel de la acción. Pero, una vez
superado el periodo de abstinencia del ritmo frenético de mi vida anterior, me
abandoné a la meditación.Y tras huir del silencio, ya no podía vivir sin él.
Necesitaba buscar momentos para estar sola con el silencio.

Poco a poco fui sintiéndome amada, pero no humanamente sino


gratuitamente amada. Entonces descubrí la oración. Contemplé en el silencio el
amor incondicional que siente Dios por todos y cada uno de sus hijos.

Gabriel escuchaba absorto a la hermana Alexia. Realmente su testimonio era


tremendo, perturbador. Y lo relataba con la sencillez del que da una receta de tarta
de manzana.

—Si no te apetece hablar te ruego que me lo digas y me callo. Pero… tengo


mucha curiosidad por muchas cosas de la Societá.

¿Por qué intentan eliminar a la Iglesia?

—Eso no es así. La Societá no quiere eliminar a la Iglesia. Quiere sustituir a


Dios por otros dioses falsos. Sabe que el hombre, si se separa de Dios, puede ser
fácilmente manejado por el Demonio. Si la Societá quisiera eliminar la Iglesia haría
atentados contra ella. Lo que realmente necesita es desacreditarla, que los hombres
se alejen de ella para que caigan en sus dioses: en el dios dinero, en el dios
autoestima, en el dios orgullo, y en el peor de todos, en el dios comodidad.

—Y, ¿cómo funciona? ¿Cómo se organiza?

—Todo es secreto, yo sé lo poco que he podido oír en reuniones de


parientes. Es un tema del que no se puede hablar y menos si eres mujer. Las cinco
familias están unidas, en comunicación permanente, pero funcionan de manera
autónoma. No hay territorios para cada familia, cada una está en una región, pero
otra familia puede tener «negocios» en ese territorio.
—¿Dónde está cada familia?

—Es una pregunta complicada porque cambiar de territorio, aunque


siempre dentro de la zona de su etnia. Creo que hay una oriental. Creo que ahora
su familia se mueve por China. Hay dos familias en América, una seguro en USA.
Otra en Oriente Medio y por último la europea, que es la más poderosa. Digamos
que es la que coordina la Societá.

—¿Cómo se financian? De algún lado tendrán que sacar el dinero, ¿no?

—Hay un entramado económico que lo sustenta todo. Dentro de las familias


hay una parte que se dedica a los negocios. Luego están los «organizadores», pero
de esto no se sabe apenas nada.

—¿Son los que mandan?

—Si, el jefe de la familia es el primogénito mayor, descendiente del Ángel


caído. En él recae todo el poder. Pero nadie sabe quién es. Se supone que es mi
primo, pero yo ni le he visto ni sé cómo se llama.

Y luego están los hermanos. Pueden ser o no miembros de la familia. Si no lo


son, tienen que probar la fidelidad a la Societá matando. Es un símbolo de que
rompen con su pasado y se hacen para siempre de la Societá. Todo se disfraza de
un barniz humanista. Justifican sus medios brutales para conseguir una sociedad
que viva sin la opresión de la Iglesia y sin parásitos, sin débiles. Sin embargo, su
verdadera ideología está clara y es servir aquel que envió a los seis Ángeles caídos.

—¿Seis? ¿No hay cinco familias?

—Apenas se habla de eso. No sé qué pasó pero lo que es seguro es que


fueron enviados seis y que solo hay cinco familias.

—No te pregunto más, hermana, debe de ser desagradable volver sobre eso.

—¿Sabes qué va a pasar conmigo? Es complicado escapar de la Societá.

—No lo sé, sinceramente. Lo más lógico sería alejarte de España. Llevarte a


algún convento de Sudamérica, con otro nombre y un nuevo pasado. A ser posible
en un convento que esté limpio. Tal vez en alguno donde no haya ningún interés
estratégico.

—Es curioso, no me da miedo perder la vida. Sé que ya la he ganado para


siempre. No les temo.

A partir de ahí el viaje discurrió en silencio. Gabriel sintonizó la radio para


oír las noticias. Nada dijeron de lo acontecido el día anterior en el Santuario de
Montesclaros.

Tras dos horas y media de viaje, Gabriel paró a tomar un café e ir al servicio.

—Hermana, ¿quiere algo de comer o de beber? Si necesita ir al servicio en la


siguiente estación de servicio pararemos. No quiero que nos vean a los dos.

—No quiero nada, Padre, muchas gracias. Bueno, tal vez una botellita de
agua.

Gabriel entró en el hotel-restaurante del cruce de la N-620 a la altura de La


Fuente de San Esteban. Según sus cálculos, era improbable que hubiera allí alguien
relacionado con la Societá. Pero mejor permanecer alerta. Aparcó en un lugar
donde no se pudiera ver el coche desde el bar. Entró solo. En el bar había cuatro
hombres mayores jugando a las cartas y dos personas más en la barra. Al fondo,
junto a la otra puerta, había otro hombre leyendo el periódico.

—Un café cortado por favor.

El camarero no pronunció palabra, hizo un gesto con la cabeza y se dispuso


a preparar el café.

A Gabriel la hamburguesa le había sentado fatal. No tenía ni pizca de


hambre. En ese instante, entro la hermana Alexia con su teléfono sonando.

—Padre, le llaman…

—¿Cuántas veces te tengo que decir que no me llames así cari?, que me
avergüenzas. Gabriel cogió a la hermana Alexia por la cintura simulando ser su
esposa. La mirada de la hermana era un poema, justo hasta cuando entendió lo que
estaba sucediendo.

—Por favor, póngame una botella pequeña de agua y deme la cuenta.


Gabriel se giró, en la mesa del fondo ya no había nadie. El periódico estaba
tirado sobre la mesa.

—Cariño, me he dejado el monedero en el coche, vengo enseguida.

En dos zancadas salió del bar, sacó su pistola y esprintó para intentar
localizar al hombre. Tarde. Un Ibiza blanco salía a toda velocidad en dirección a la
autopista.

Gabriel volvió a entrar. Todo seguía tranquilo. Pagó la cuenta y salió con la
hermana, cogidos de la mano.

Una vez en el coche la hermana se disculpó.

—Perdone padre, he sido una estúpida. Me cegó el ruido del móvil.

—No se preocupe hermana. Creo que había un confidente. Han debido de


alertar de nuestra posible presencia. El punto más sencillo para retenernos es la
frontera. Deberemos de cambiar de ruta, no queda más remedio…

Continuaron el viaje. Gabriel se había activado y miraba cada coche que


adelantaban o les adelantaba. La hermana fue ahora la que preguntó.

—Perdone Padre Gabriel, ¿le importa si le hago una pregunta?

—Pregunte.

—No me interprete mal. Es que he visto cómo se comporta usted, la soltura


que tiene para coger a una mujer y también he visto como le mira la hermana
María… ¿es de verdad sacerdote?

—Ja, ja, ja. Sí mujer. No tema por las veces que he celebrado la eucaristía.
¿No le sorprende que mate a dos personas? ¿que sea capaz de pelear cuerpo a
cuerpo con un asesino de la Societá?

¿pero le chirría que sepa coger por la cintura a una mujer?

—Sí, bueno, eso también me chirría..., pero…

—Sí lo soy. Antes de cura fui joven, y no se me daban mal las chicas. De
entonces recuerdo cómo coger a una mujer y besarla, etc… de lo de María, no sé a
qué se refiere.

—¿No es monja? Me refiero a que le mira como… como… es decir, que creo
que usted le gusta.

—Bueno, digamos que no. Ella no. Trabaja para el mismo sitio que yo, el
contraespionaje, pero es seglar. De lo que me dices no me he dado cuenta, es decir,
es algo inconcebible. No sé si me explico... yo soy cura…

La hermana Alexia le miro cariñosamente. Alguien que ha sido cocinero


antes que fraile, se entera de lo que pasa en la cocina antes que nadie. La hermana
tenía mundo, sabía que aquella mujer miraba de una manera muy especial a aquel
joven cura, y también, que esa mirada no le era indiferente a aquel apuesto
sacerdote.

Pasada Ciudad Rodrigo, Gabriel se desvió para cruzar la frontera más al sur,
eran ciento veinte kilómetros de carretera, pero el desvío merecía la pena. Además
sería más entretenida la conducción. Al llegar a la frontera todo parecía seguro. La
hermana Alexia conducía mientras Gabriel permanecía escondido en el maletero
del coche. La hermana conducía muy bien para no disponer de carnet de conducir.
El paso fue tranquilo. O la Societá no disponía de contactos en ese paso, o al
confidente no le había dado tiempo de avisar del modelo y matrícula del coche.
Unos kilómetros después de la frontera Gabriel volvió a conducir. No iban bien de
tiempo. Hacía falta pisar el acelerador y Gabriel probó las prestaciones de su
coche…

Eran las veintidós horas cuando Gabriel y la hermana Alexia entraban en el


aeropuerto de Portela, en Lisboa. Dejaron el coche en las oficinas de alquiler.
Gabriel llamó al teléfono de contacto. Habían llegado con casi dos horas de
antelación. Recibió instrucciones y entraron en la terminal de internacional.

—Hermana, necesito ir al servicio, ¿me espera aquí o necesita ir también?

—Sí, necesito ir, ¿me espera en mi puerta?

—No, seguramente usted tarde menos. Espéreme en la puerta del servicio


de caballeros.

La hermana Alexia miró desconcertada a Gabriel, no era lo corriente que un


hombre tardara más, pero no rechistó.
Gabriel entró en una de las cabinas, no cualquiera, la última, la que estaba
pegando a la pared.

Dentro encontró una mochila de deporte; recogió de ella dos pasaportes y


dos billetes de avión junto con dinero. Dejó en ella su pistola y los tres pasaportes
que llevaba encima.

Tiró de la cadena, dejando la mochila donde la había encontrado.

Salió del servicio y allí estaba la hermana esperando. Pasaron el control de


accesos y se sentaron en el bar más solitario.

Gabriel consultó a la hermana y pidió algo para cenar. Tras acabar con la
frugal cena, Gabriel se aclaró la voz como para decir algo importante.

—Hermana, aquí se separan nuestros caminos. Le dejo este pasaporte con su


nueva identidad. Se llamará Sor Gema. No sé si le gusta, pero Alexia es un nombre
demasiado peligroso.Vuela en una hora a Santiago, Chile. Allí habrá un grupo de
hermanas para recibirla. Espero de corazón que sea feliz en su nueva vida. Recibirá
alguna visita de los Esclavos de María. No creo que muchas. La mejor manera de
que nadie la encuentre es que nadie la visite.

—Gracias, padre Gabriel. Me apena que no termináramos los ejercicios


espirituales. Me estaban gustando mucho.

—Le prometo que si lo permite su seguridad y en su convento hay un sitio


donde acoger a un cura que necesita poco, iré a darles unos ejercicios espirituales.

Gabriel dio un beso en la mejilla a la hermana Alexia. No solía besar y


menos a una monja, pero aquellos días juntos habían acercado sus vidas. Además,
Gabriel admiraba a aquella mujer que había elegido el camino más complicado.
Tenía la valentía que puede que le faltara a él.

La hermana se marchó camino de su puerta de embarque. Gabriel la miró


mientras se alejaba. Su avión despagaba en veinticinco minutos desde la
plataforma D7. Apuró su cerveza y pidió otra. Le gustaba la cerveza portuguesa.
Mientras bebía la cerveza recién servida, miró su próximo destino. Algo estaba
pasando y parecía que debía de ser grave.

En el finger de entrada al avión una mano tocó el hombro de Gabriel.


—Perdone caballero, se dejaba el equipaje de mano. Un señor vestido con
uniforme de mantenimiento le entregó la bolsa de deporte donde un rato antes
había depositado sus documentos y su pistola. Era sorprendente lo bien que
funcionaban los Esclavos de María en casi todos los lugares del mundo.
CAPÍTULO XIV

Aprovechó el vuelo para redactar el informe de todo lo acontecido durante


los últimos días de su estancia en el Santuario de Montesclaros. En apenas una
hora tenía todo el informe redactado y enviado. Las azafatas se acercaron
ofreciéndole un refrigerio. Gabriel rechazó el pequeño sándwich, pero sí aceptó
una coca cola cero.

Se agarró al sillón cuando las turbulencias hicieron acto de presencia. Sabía


que era el medio de transporte más seguro, pero su estómago no terminaba de
aceptarlo. Su cabeza iba por un lado mientras que su corazón se aceleraba, con las
turbulencias o en los aterrizajes.

Por suerte, comenzaba la aproximación al destino, las azafatas pidieron que


se colocaran los asientos en posición vertical. Gabriel había estado refunfuñando
todo el vuelo por tener el asiento de delante a escasos centímetros de él. No
entendía que la gente hiciera cosas que molestaban a los demás, sin importarles lo
más mínimo su prójimo.

El avión tomó tierra. Una azafata comunicó en perfecto italiano que se


desembarcaría por la puerta delantera y trasera, una forma de decir que no habría
finger. Un murmullo de desaprobación recorrió el avión.

Gabriel permaneció en su asiento mientras a su alrededor todos se


apresuraban a prepararse para salir corriendo. A Gabriel le desagradaba el artificial
estrés que se apoderaba de los pasajeros para salir 2 minutos antes. En éstas estaba
Gabriel cuando una azafata se acercó a él.
—Señor Scalpetti, tenemos orden de que usted debe salir el primero.

Gabriel asintió y se levantó. No se imaginaba a un francotirador


esperándole. Más bien aquello tendría que ver con el asunto que le traía a toda
prisa a la ciudad eterna.

Cuando se abrieron las puertas Gabriel ya se encontraba sentado junto a la


salida. La azafata le hizo una señal y Gabriel se asomó. Dos grandes autobuses
esperaban. A su lado esperaba un vehículo de gama alta de los Carabinieri. Bajó
ágilmente la escalera y se acercó al coche. Un agente le abrió la puerta trasera, en
ella estaba, sentado al fondo, el padre Lucca.

—Buenas noches, ¿padre Lucca?

—En realidad no soy cura…

—Pero… yo mismo le vi morir… en aquella residencia, en el Trastevere…

—He muerto muchas veces. Aquella no fue la más realista.

Digamos que es útil que el enemigo me crea muerto.

Su apariencia era distinta a la última vez que le vio. Lucca estaba más
delgado. Se había dejado crecer una barba, muy cuidada, y el pelo. Daba una
imagen más juvenil, de bohemio maduro.

—Deje usted de mirarme, me va a hacer pensar mal —se quejó Lucca ante la
radiografía que le estaba haciendo Gabriel. Usted también está muy cambiado,
¿dónde se ha quedado el cura patoso que conocí?

—Digamos que me han hecho cambiar —se explicó Gabriel sin demasiadas
ganas. No tenemos mucho tiempo. Vamos al grano. Nos dirigimos al Vaticano, al
gabinete de crisis que se ha creado para la ocasión. Un número no conocido de
agentes de la Societá están infiltrados en los apartamentos pontificios. Nos ofrecen
evitar la muerte del Papa a cambio de que soltemos a tres altos cargos suyos. Los
cazamos ayer gracias a vuestro trabajo con la hermana Alexia. Le doy más detalles.
El turno de seguridad es semanal. Han amenazado con asesinar al Papa si
cambiamos el turno. No sabemos con certeza cuáles son los agentes infiltrados.
Puede incluso que todo sea un montaje y no haya nadie infiltrado. Hasta este
instante nadie se ha manifestado, todo va como si no pasara nada. El Papa está
informado.
Mientras hablaban el conductor había encendido la sirena luminosa y
recorría a toda prisa los catorce kilómetros que separan el aeropuerto de Ciampino
del Vaticano.

Entraron por una puerta lateral. Pararon, y Lucca dijo algo en voz baja al
guardia. Pasaron el control. Continuaron a gran velocidad hasta un edificio que
Gabriel no identificó. Bajaron a toda prisa del coche y entraron por una puerta
custodiada por dos carabinieri. Subieron unas escaleras hasta llegar a una gran sala
donde, alrededor de una mesa ovalada, estaban sentadas ocho personas. La luz era
tenue, dotando a la escena de un halo de misterio. Gabriel recorrió con la mirada
las caras de todos los presentes, todos hombres de más de cincuenta años. Al final
de su ronda visual se le dibujó una sonrisa. En un extremo de la mesa había una
mujer, María. Había dos sillas libres, la que teóricamente presidía la mesa y otra al
lado de María. Para sorpresa de Gabriel, la persona que ocupó la silla presidencial
fue Lucca. Siempre había pensado que Lucca era un albañil de los servicios
secretos del Vaticano, pero no, por lo menos en aquel grupo era el jefe.

—María, Gabriel, si estáis en esta mesa es porque nos habéis demostrado


vuestra fidelidad. Las personas que apenas distinguís en la penumbra forman el
órgano supremo de los Esclavos de María. Hace unos meses recibimos el encargo
del Papa de ocuparnos del espionaje y la defensa contra la Societá. Cada uno de
estos señores han entrado en este edificio disfrazados. Por cuestiones de seguridad
no pueden ser identificados como lo que son.

—Gabriel, eres el único cura de la sala ¿sorprendente no? Somos la única


orden, si se nos puede llamar todavía así, de laicos. Guido por favor.

El tal Guido tomó la palabra. Al tiempo que unas modernas pantallas


emergían de la mesa.

—La situación es la siguiente: nos quedan doce horas hasta que se cumpla el
ultimátum. Hemos analizado los nombres de los agentes de seguridad que están
en el turno actual. En la pantalla aparecen los que podrían tener un vínculo traidor.

—Perdone señor —interrumpió Gabriel—, ¿no han analizado a todo el


personal?

—Ejem… ¿perdone? —Guido no se esperaba esta interrupción.

—Sí, me refería al personal de servicio. Si la Societá se hubiera infiltrado


como personal de limpieza o cocina, utilizaría la estrategia que han utilizado ellos,
dirigirnos hacia los agentes de seguridad. Dese cuenta, no creo que el Papa limpie
el baño… ni que coma en su habitación. Tiene que haber camareros, cocineros,
limpiadores… ¿Tenemos eso controlado?

—Bueno… —comenzó a disculparse Guido, visiblemente contrariado.

—Guido, por favor, da orden a tu gente de que analice al personal de


servicio. Analiza qué dos cambian esta noche. Entrarán nuestros dos agentes.

—Claro, señor —se apresuró a afirmar Guido.

—María, Gabriel, entraréis en el próximo turno. Vuestra misión será darles


el cambiazo. Tenemos un doble del Papa. Es un hombre piadoso que está dispuesto
a morir por salvarlo. Deberéis introducirlo a la vez que sacáis al verdadero.
Vuestra segunda misión es descubrir a los topos y detenerles.

—Sólo una pregunta, ¿por qué se va a fiar el Papa de mí?— objetó Gabriel
con sentido.

—Porque ha sido él quien ha pedido que seas tú su salvador

—contestó Guido con cierta autocomplacencia.

María y Gabriel siguieron a Lucca a través de pasillos y escaleras, subiendo,


bajando y atravesando puertas con seguridad dactilar y ocular. Llegaron a una
gran sala llena de pantallas y gente trabajando. Costaba creer que en el Vaticano
hubiera un centro de espionaje tan grande y tan moderno.

Lucca andaba detrás de Guido. Éste se acercó a un hombre de mediana edad


que trabajaba concentrado mirando un portátil.

—Lorenzo, por favor, incluyan en la búsqueda el personal de servicio que


hay ahora en los apartamentos.

—Perdón, señor, y los que van a entrar —interrumpió Gabriel. Lorenzo tecleó a
velocidad de vértigo en su sistema y salieron las fichas personales del personal del
servicio en una panta-

lla enorme de alta tecnología justo enfrente.


—Estas son las personas. No son muchas. Apenas siete en turnos de mañana
y tarde. Por la noche solo quedan dos camareros. En total pasan veintiocho
personas por los apartamentos.

—¿Pocas personas? —se quejó Gabriel—, ¿tenemos un agente de la Societá


debajo de cada piedra y metemos a veintiocho personas dentro en la casa del Papa?
No tiene ningún sentido. Hay que sustituirlo por religiosas internas que hagan
clausura. Como mucho, siete. Estoy seguro de que habrá cien congregaciones
voluntarias para servir al Santo Padre.

—Lucca miraba a Gabriel sorprendido. Aquel antaño patoso cura


desgarbado, se había convertido en un auténtico sabueso. Rebatía, con criterio, al
número dos del servicio de inteligencia más cualificado del mundo.

—¿El doble del Papa se ha ofrecido? —continuó Gabriel.

—Sí, bueno, era feligrés de una pequeña parroquia de…

—comenzó a explicarse Guido hasta que Gabriel le cortó.

—Sí, de un lugar lejano a Roma. El cura del lugar le comentó lo mucho que
se parecía al Santo Padre, y le propuso ser su doble. El hombre se hizo el remolón,
pero luego le pareció buena idea. Ese cura se puso en contacto con el Vaticano y
hasta hoy, ¿verdad?

—Si, bueno, casi exactamente, ¿cómo lo sabe? —se quejó Guido.

—¿Puede, por favor, poner su ficha en la pantalla?

—Sí claro —afirmó sumiso Guido.

—El parecido era asombroso. Misma altura, mismos rasgos, la mirada tal
vez más triste, mismo color de tez. De perfil se parecía menos que de frente, pero
en todo caso, era sorprendentemente parecido.

—¿Puede, por favor, llamar a un experto en cirugía estética? y por favor,


pónganos su ficha.

—Sí claro, enseguida —Guido salió un momento y habló con una persona
que a su vez llamó por teléfono. Sobre la pantalla, el currículum del doble del
Papa.
—¿Qué parte de ese currículum está verificado? Si se fija, tiene un
currículum imposible de comprobar y para colmo, se muda al pueblo en cuestión
de un mes y medio después de ser elegido el actual Papa —argumentó Gabriel.
Terminaba la frase cuando Guido apareció con una mujer mayor, bajita y con cara
de pocos amigos.

—Agente Rotmichel —preguntó Guido— ¿puede comprobar si este hombre


está o no está operado?

—Señores —comenzó a hablar la Agente Rotmichel— hay cirugías


indetectables, es decir, que no dejan cicatriz. Viendo esa foto…. ¿Hay alguna foto
más?

Lorenzo tecleó y aparecieron más fotos del doble.

—Si lo está, el trabajo no es bueno, es perfecto. No se percibe nada —se oyó


un suspiro de alivio de Guido. Pero hay algo raro en su mirada: Como si los ojos
estuvieran presos. No es natural, la caída de los parpados suele ir de la mano de la
firmeza del propio ojo. No apostaría nada, pero esa mirada no me parece natural.

—Creo —empezó a argumentar Guido— que estamos sacando las cosas de


quicio.

—¿Usted cree? —replicó Gabriel. Ese hombre está «envejecido». El Papa ha


superado los setenta y ese hombre no llega a los sesenta. ¿Está casado? ¿Tiene
hijos?

—Precisamente uno de ellos acaba de comenzar a trabajar con nosotros. No


aquí, arriba, en tareas rutinarias. Justo ahora están padre, madre e hijo juntos. Se
han acercado a verle.

—Hay una forma inmediata de comprobar que es un infiltrado —aseveró


Gabriel con voz grave— saquen pruebas de ADN de los tres. Me apuesto mi
alzacuellos que no comparten más ADN que yo con mi perro.

—Pero no los delaten —interrumpió esta vez María. Si se confirma que son
agentes de la Societá y somos capaces de filtrar sus comunicaciones, podremos
descifrar su código de encriptado. El análisis rápido de ADN tarda apenas 3
minutos, ¿cuentan con una máquina? Sus vasos de café usados servirán.

—A todo sí. Tenemos todos los chismes posibles. —contestó Lucca.


Mientras realizaban de manera sigilosa las pruebas siguieron repasando las
fichas del servicio. Gabriel susurró a Lucca al oído:

—¿Es de fiar Guido? Me parece sospechoso tantos flecos sueltos.

—Es de fiar. A veces hay que sacrificar talento por confianza

—contestó Lucca.

—¿Cómo está tan seguro de que Guido es de fiar?

—Porque es mi hermano, padre Gabriel.

Gabriel tragó saliva y continuó atendiendo a las fichas del servicio. El


cambio se produciría en apenas cincuenta minutos, no tenían mucho tiempo.

Una mujer se acercó corriendo a Guido, venía acalorada y con cara de


circunstancias.

—Señores: no son familia. El hijo no comparte genes con sus padres —


confirmó Guido.

¿Y estamos seguros de que no es adoptado?se aseguró Gabriel.

—Si, el hijo es natural. Insistimos en ese punto en las entrevistas y lo


contrastamos en persona con el padre.

—Por favor, metan al hijo el nivel cuatro de seguimiento

— pidió María. Pero para las comunicaciones externas y para las internas. O
mucho me equivoco o este chaval hace de portavoz de alguien con acceso al código
confidencial.

—Perdona, María, ¿lo puedes explicar para que lo entienda un cura que solo
sabe de Teología? —se quejó Gabriel con cierto recochineo.

—Claro.Todos los que trabajan en este nivel de seguridad tienen un


protocolo de control que vigila todas las comunicaciones con el exterior. Se hace así
para impedir que envíen información fuera. Pero entre el personal interno,
lógicamente no hay restricciones, para que puedan trabajar. Lo que he apuntado es
que posiblemente alguien de aquí le está pasando la información al hijo de nuestro
doble del Papa y éste, que no tiene restricción de salida, envía, encriptada, la
información a la central de la Societá.

—Brillante —sentenció Lucca.

—Si está pasando esto, lo sabremos en breve, ¿puede comprobarlo agente


Lorenzo?

—Sí claro, deme un segundo —obedeció Lorenzo. Aquí aparecen los correos
y chats internos de Gabriele Pescaro, el hijo de Paolo Pescaro… A ver…

Se repiten correos de Michele Ferrara. Que es agente de esta unidad secreta.

—Permítame… no me deja abrirlos... Están como protegidos, pero no puede


ser…

—Déjeme a mí —se abalanzó María sobre el sitio de Lorenzo apartándole


literalmente de la silla— y vaya a detener al tal Ferrara. Estará en este turno y más
que probablemente intentando escucharnos.

Guido y Lorenzo, junto con dos agentes de seguridad especialmente


corpulentos, se acercaron, dando un rodeo, hacia un rincón de la sala. En un
puesto con dos portátiles, un joven de unos treinta y cinco años tecleaba. Se
pararon en el sitio donde una atractiva mujer trabajaba sobre unos planos
proyectados en una pantalla táctil. Lorenzo, un poco antes de ellos, se paró en una
mesa similar a la de Ferrara. Desde allí, llamó con gestos a Ferrara, con la intención
de que fuera a su sitio. Pretendían sacarle de su portátil antes de que pudiera
resetearlo. A su paso por la mesa donde estaban los dos agentes y Guido, le
agarraron y le pincharon algo que le hizo perder el sentido en un instante.

—Rápido, hay que separar a Gabriele de Paolo. Hacerle creer que lo llevan a
prepararse. Que lo metan en una sala muerta de radiofrecuencia, seguro que lleva
algún dispositivo en el oído interno —Lucca dirigía con brío la situación— María,
¿has podido descifrar su código?

—Un minuto. El interno es sencillo, un encriptado simple, estoy con el


externo. En cuanto los tengamos tendremos la dirección IP de los ordenadores
destino y podremos lanzar un ciberataque para sacar más información.

En apenas cuarenta y cinco segundos María dio un respingo de alegría.


—¡Ya lo tengo! Por favor, di a tu gente que lance el ataque a estas dos
direcciones.

—Giorgio, Natale, venid enseguida —Gritó Lucca. Dos agentes vestidos con
camisetas de Metálica e Iron Maden respectivamente se acercaron corriendo.

—Haced lo que os diga la agente. Bruno, por favor, aplicar el código cuarenta y
tres a los cuatro agentes en cuanto estén en salas muertas. Gabriel, ¿que hacemos?
Nos hemos quedado sin doble… Gabriel llevaba unos minutos reflexionando
abstraído del mundanal ruido. Analizaba los pros y los contras de cada acción.
Cuando Lucca le preguntó, salió de su mundo de posibilidades.

—Está claro que hay que descartar el doble, no el infiltrado, todos. Eso lo
esperan y es imposible conseguir uno que hable igual. Cualquier identificador de
voz le delataría. Hay que llevar un reproductor manual. Entiendo que tendréis
uno. Es una pequeña cámara que permite grabar hasta cinco minutos y se coloca
sobre el visor de la cámara de seguridad, repitiendo en ciclo cerrado lo grabado.
Además, necesito un carro de limpieza, como el que tienen en los hoteles.
Necesitamos que quepa el Papa dentro.

—Sin problema Gabriel, ¿qué más necesitas? —se ofreció Lucca.

—Diez minutos para repasar el plan con María ¿dónde nos podemos ver?
Necesitamos a la coordinadora del servicio, solo si es absolutamente fiable.

—Vamos a la sala Z, allí no nos molestará nadie. En un minuto vendrá Silvia.


Es la coordinadora. Es de fiar, la Societá mató a su marido.

Se trasladaron a una sala cercana de gruesas paredes. En su interior no se oía


nada del exterior. Silvia les explicó las costumbres del Papa que desgraciadamente,
no tenía costumbres. El turno de la noche se encargaba de limpiar la mesa y fregar
los platos. En ocasiones llevar al Papa alguna infusión y quedar a su disposición,
poco más.

—Lucca necesito que me imprima lo que le pasó en este folio en un tipo de


letra que pueda leer el Papa a tres metros. Necesito también un vaso de chocolate
con algún bizcocho.

—El plan es el siguiente si a nadie se le ocurre algo mejor. Entramos. María,


ve derecha al comedor. Recoges la mesa y lleva los platos a la cocina. Compórtate
lo más natural que puedas. Diez minutos después de entrar, exactamente a las
22:10, tendrás que haber pasado a la sala de vigilancia y tirado un vaso al suelo.
Necesitamos que los vigilantes estén tres segundos sin mirar a las cámaras.

Mientras, yo me identificaré con el Papa. Le contaré el plan. Me tendrá que


dar tiempo a grabar el vídeo. Antes de ponerlo, el Papa deberá de romper el plato
de porcelana de los bizcochos. Yo saldré a por el carro con la aspiradora. Entraré
con ella. Pondré el vídeo. Meteré al Papa en el carro y saldré con él. Es importante
que lo observes todo María. Si tienes que disparar, dispara. Nos interesa utilizar
dardos tranquilizantes de acción inmediata. Puede que sean de utilidad y a esas
distancias son tan efectivos como las balas.

Apenas tuvieron tiempo ni lugar de cambiarse. El traje a María le estaba un


poco pequeño y marcaba sus curvas. Gabriel se percató de la situación e intentó
denodadamente no mirarla o, por lo menos que María, no le pillara mirándola.

Comenzó la operación. Habían revisado los planos y conocían la


distribución de los apartamentos. En principio había dos guardias en la puerta de
los apartamentos. Otros dos en la sala de vigilancia, que era la segunda puerta a la
derecha. La primera era un baño. La siguientes dos habitaciones, una a cada lado
del pasillo eran habitaciones para los guardias. En ellas descansaban.

Al fondo, una puerta que daba paso a las habitaciones del Santo Padre. La
primera estancia era un gran salón que utilizaba para audiencias privadas. De ella
salían cuatro habitaciones, un gran baño que se comunicaba con su dormitorio, una
salita de estar donde leía, y una habitación con baño para ocupar en caso de
enfermedad del Papa. Anexo a las habitaciones papales estaban el comedor y la
cocina.

Se identificaron con las tarjetas realizadas para la ocasión y pasaron sin


dificultad. Avanzaron por el pasillo. María se separó camino del comedor y Gabriel
entró en las habitaciones del Papa. Éste se encontraba dónde se preveía.

—Su Santidad, le he traído su chocolate con picatostes. Tanto chocolate con


picatostes lo había dicho Gabriel en perfecto castellano. El Papa levantó la cabeza
sorprendido. ¿Unos picatostes a las diez de la noche? Pero… ese acento, esa voz…

—Muchas gracias hermano, déjamelo si quieres en la mesa, ahora mismo me


pongo a ello —contestó cómplice el Papa, que ya había reconocido a Gabriel.
Gabriel se había colocado en el ángulo muerto de la cámara y pasaba
ágilmente los papeles informando al Papa del plan. Mientras, mantenían una
conversación sobre las bondades de comer un dulce antes de dormir. La
conversación murió y el Papa siguió leyendo, haciendo algún gesto de vez en
cuando. Gabriel había comenzado a grabarle con el dispositivo que posteriormente
colocaría en la cámara. Una vez hubo terminado la grabación hizo la señal al Papa.
Éste, haciendo un alarde de buen actor, con un gesto muy natural tiró el plato lleno
de bizcochos y azúcar. Gabriel se apresuró a comenzar a retirarlo.

—No se preocupe, su Santidad, voy por la aspiradora y lo dejo todo limpio


en un par de minutos.

—Muchas gracias hijo —agradeció el Papa.

Gabriel salió de los apartamentos y del piso. Bajó un piso y le entregaron el


carrito. Subió en ascensor y volvió a entrar en los apartamentos. Llegó sin novedad
a la habitación, eran las 10:09. María debía de comunicar por radio el momento en
el que iba a hacer el despiste, pero no avisaba. Algo iba mal, por fin a las 22:13
comunicó. Gabriel colocó el dispositivo que simularía al Papa leyendo sobre la
cámara. Sin perder un segundo le ayudó a meterse en el carrito. La edad y algún
kilo de más ralentizaron la operación. Por fin estaban listos.

Salieron del apartamento. Nadie se movía. Los dos agentes de la puerta


seguían conversando animadamente, no parecían ser agentes de la Societá.

Gabriel llamó al ascensor. La espera se le hizo eterna. Marcó el piso y se


cerraron las puertas. Cuando se abrieron esperaba Lucca. El Papa salió por su
propio pie del escondite.

—A la residencia Santa Marta, Su Santidad. La hemos blindado.

Gabriel volvió a subir. Le preocupaba María. Algo le decía que estaba en


peligro.

Subió esta vez con Lucca. Llegaron a la puerta. Lucca se identificó.

—Solo podemos salir de aquí nosotros dos y la agente María, la única mujer
que hay dentro. A cualquier otro, y hablo de sus compañeros, no le dejen salir.
Tengan cuidado, estamos seguros de que hay agentes enemigos infiltrados que
responderán con suma violencia.
Lucca avisaba sin demasiada esperanza. Desgraciadamente dudaba de la
capacidad de aquel par de imberbes guardias de defenderse de un asesino de la
Societá. Gabriel observaba la reacción de los dos guardias ante el anuncio que les
acababa de hacer Lucca. Su reacción confirmó a Gabriel su inocencia. En todos los
enfrentamientos que había tenido con asesinos de la Societá, nunca se había
encontrado un perfil similar al de aquellos jóvenes. Entraron en los apartamentos
con un arma en cada mano.

En la derecha el arma de los dardos, en la izquierda un arma de fuego.


Gabriel guardó su arma de fuego en el bolsillo y ocultó su pistola de dardos bajo
un trapo. Llamó a la puerta del control. Esperó un segundo y entró. Suspiró con
alivio al ver como se abría la puerta. Dentro estaban interrogando a María.

—¿Quién es usted? no la conozco, no la he visto nunca por aquí —


preguntaba un guardia de mediana edad, fibroso y cara de pocos amigos.

—Se lo acabo de decir. Normalmente trabajo en el búnker de máxima


seguridad, pero hoy me han dicho que tenía que venir aquí —argumentaba María
con gesto afligido.

En ese momento Gabriel recordó que María no había emitido la señal de


misión completa. María, al ver a Gabriel, esbozó un casi imperceptible gesto de
tranquilidad con los ojos. Uno de los agentes interrogaba a María; el otro, de lado,
miraba de reojo las cámaras y atendía sin demasiado interés el interrogatorio de su
compañero a la camarera. El vídeo de la habitación del Papa seguía repitiéndose,
simulando que leía.

—Señorita —casi gritó Gabriel con aire muy enfadado

—me da igual que sea usted nueva, no puede dejar cinco minutos
desatendido al Santo Padre. Estamos aquí para servirle.

El agente se giró sobre Gabriel, le miró de arriba abajo analizándolo. Se


contrarió y su expresión cambió a una mueca de desconfianza.

—Pero… a usted tampoco le conozco… ¿Quién es usted?

—Un camarero del Papa, señor ¿y usted? ¿De la Societá?


La cara de María era un poema, soltar eso de repente. Pero María tenía una
mente analítica que trabajaba muy rápido. Entendió la estrategia de Gabriel. Para
un guarda normal preguntarle si era de la Societá era una pregunta absurda. ¿De
qué sociedad? Debiera de contestar el guardia. Pero, en un asesino de la Societá se
debería de notar un cambio de rictus. Efectivamente así pasó. El guardia que había
estado vigilando las cámaras, aun habiendo oído la pregunta de Gabriel, siguió
haciendo exactamente lo mismo. Nada de lo dicho le encendió ninguna alarma. Sin
embargo al guarda que estaba interrogando a María le cambió la cara
radicalmente. Un resorte se activó y le llevó a llevarse la mano a su arma con una
rapidez perfectamente entrenada.

Pero Gabriel tenía ya el arma dispuesta. Con un simple giro de muñeca


disparó en el cuello un dardo. El agente cayó inmediatamente al suelo. Ahora sí, el
segundo agente reaccionó, levantándose de su sitio.

—Tranquilo agente. Somos agentes especiales de los Esclavos de María. Su


compañero es un agente de una sociedad secreta que iba a atentar contra el Papa.
Permanezca en su sitio y comunique con su supervisor. Él le confirmará lo que le
acabo de decir.

Gabriel abrazó a María, fue un gesto instintivo, un abrazo sincero. La cara de


Gabriel cambió y soltó bruscamente a María. Había sido un abrazo sincero de
amistad, pero al abrazarla había, involuntariamente, intuido las formas del cuerpo
de María y no quería quemarse.

Gabriel salió de la sala el primero. Para su sorpresa se encontró a Lucca


encañonado por un agente, posiblemente enemigo.

—Me he fiado y me he equivocado —se justificó Lucca.

—Suelte las armas o su jefe morirá —amenazó el agente enemigo.

—Últimamente van ustedes de dos en dos, ¿ya no sabéis hacer las cosas bien
solitos? —retó Gabriel.

—Suelta las armas y cállate.

Gabriel notó un suave golpe en la espalda. No se sabe muy bien cómo,


entendió lo que le quería decir María.

—De acuerdo, ahí van —Gabriel soltó sus armas al suelo agachándose al
tiempo, generando un instante de distracción que aprovechó María para efectuar
un certero disparo al cuello del asesino. La droga tuvo un efecto inmediato,
aunque ya antes Lucca se había zafado del agente.

—Últimamente no hacemos otra cosa que salvarle la vida

—bromeó Gabriel.

—Estoy un poco oxidado en el cuerpo a cuerpo. Tengo que volver a


entrenarme. ¿Habrá más agentes?

—No lo creo —afirmó Gabriel— por mi experiencia, dos son multitud para
ellos. En todo caso revisen al detalle el currículum de cada guardia. Sospechen de
aquellos que tengan vidas difusas complicadas de comprobar. También de aquellos
que tengan saltos vitales en un par de años. Esta gente tiene entrenamientos muy
exigentes que le sacan de la circulación mínimo un par de años. A estos dos
regístrenlos bien. Más que probablemente tengan alguna cápsula escondida. Valen
más vivos.

En ese instante entraron varios agentes especiales grandes y de cara


impenetrable. Lucca ordenó que se hiciera como había sugerido Gabriel y
haciéndoles un ademán para que le acompañasen, salieron de los apartamentos.

—El Papa ha pedido veros. Creo que quiere agradeceros el rescate.

Salieron de los apartamentos papales hacia la casa de Santa Marta. Ambos


lugares distaban unos trescientos metros. La nueva residencia papal era el hotel
donde Obispos y Cardenales se alojaban en sus visitas al Vaticano. Llevaban
reformando el edificio desde la elección del nuevo Papa. Una planta entera sería
reservada para él, el resto de las plantas seguiría cumpliendo la función anterior. A
partir de su mudanza, se haría una criba detallada de los Cardenales y Obispos
que se alojarán en ella.

Llegaron a la puerta y, uno a uno, tuvieron que pasar por un reconocimiento


de pupila y voz. Una vez dentro, dos agentes enormes les escanearon. No se podía
entrar con armas en la residencia. Dejaron sus armas en consigna y subieron al
ascensor. El último piso tenía una llave en lugar de un pulsador. Lucca sacó una
llave de su bolsillo.

—Está codificada, además de ser específica. Emite un código de 12 caracteres


alfanuméricos una vez que entra en el orificio. Es el sistema más seguro que hemos
encontrado para proteger al Papa. Este ascensor solo será para su uso y los que
vayan a verle. En el otro no se podrá subir hasta su planta.

Subieron hasta el lugar donde tenía sus habitaciones el Papa. Allí trabajaría y
descansaría, pero comer y rezar lo haría en las zonas comunes de la residencia.

Encontraron al Papa despachando con su secretario personal, un obispo


italiano experto en la Curia.

—Querido Umberto, seguimos en un rato. Quiero agradecer a estos señores


que me hayan salvado la vida —afirmó el Papa en un perfecto italiano.

Inmediatamente se pasó al español para dirigirse a su visita. Gabriel y María


hicieron ademán de saludar a su Santidad según manda el protocolo pero el Papa,
rápido de reflejos, plantó dos besos a María y un fuerte abrazo a Gabriel.

—Bienvenidos a mi nueva casa y gracias por salvarme la vida.

—Santidad, creo que la intención de la Societá no era matarle, sino


demostrarnos hasta qué punto somos vulnerables —aclaró Gabriel.

—En todo caso gracias, querido Gabriel. Han pasado unos años desde aquel
día en Madrid… ¿te acuerdas?

—Cómo no me voy a acordar, su Santidad.

—Y tú, me parece que te llamas María, ¿es así?

—Sí…, digo, sí Su Santidad —corroboró María más nerviosa de lo que ella


recordaba haberse puesto nunca.

—Santidad, ¿le podría pedir un inmenso favor? —preguntó Gabriel


cortando una frase que estaba comenzando el Papa.

—Claro hijo, si está en mi mano.

—Santidad, desgraciadamente mis pecados no los puede escuchar cualquier


sacerdote. No porque yo sea especial, sino porque me he encontrado con
demasiados sacerdotes que en la realidad eran agentes de la Societá. Le querría
pedir que, aunque fuera breve, me pudiera confesar… —Gabriel hacía esta petición
como si estuviera robando un refresco en un supermercado.
—Claro hijo, ¿vamos a una habitación?

Lucca y María se quedaron mirándose en la sala. Gabriel y el Papa se


retiraron a una habitación. Gabriel habló de todo, de su asco por matar, del secreto
placer de eliminar a gente odiosa, aunque éste solo durara un segundo y de la
tentación, que todo cura debe asumir. Las palabras del Papa fueron todo
comprensión, liberando de la pesada culpa que cargaba Gabriel. No podía
arrepentirse completamente. La totalidad de sus muertes habían sido en defensa
propia y probablemente habría más. Pero aun así, las cálidas palabras del Papa
recompusieron el corazón de Gabriel.

Durante la confesión le sonó el móvil a Lucca. Era Guido. Lo que le contó


iluminó sus ojos. Al cabo de un rato Gabriel y el Papa volvieron. Una sonrisa de
paz vestía la mirada de Gabriel. Era tarde y había sido un día ajetreado para todos.
Se despidieron del Papa agradecidos de la improvisada audiencia. Según bajaban
en el ascensor María preguntó:

—¿Se nota la diferencia? De confesarse con un cura a confesarse con el Papa,


quiero decir.

—Todavía no me lo creo. Me siento pletórico, en paz. Sus palabras me han


reconfortado totalmente. Es como si el Santo Padre tuviera una energía especial.

—Yo también la he notado —corroboró María. No suelo ponerme nerviosa,


pero su presencia me ha impresionado. Tenía un halo de paz impresionante.

—Hablando de todo un poco —interrumpió Lucca. Hemos interceptado un


mensaje de la Societá. Nada menos que la fecha, la hora y el lugar de la reunión de
familia.

—¿Qué es la reunión de familia? —se interesó Gabriel.

—Una vez cada cierto tiempo, no sabemos cada cuánto, se juntan los
herederos de las cinco familias de la Societá. No sabemos para qué, solo que es el
momento en el que están todos los primogénitos de las cinco familias de la Societá
juntos. Hemos obtenido la fecha y el lugar con la información que consiguió el
troyano en la web de la Societá y el código de encriptación que hemos conseguido
esta noche.

—Perfecto, deténganlos —resumió Gabriel.


—Me temo que la información está en clave, Gabriel. Ahí entráis vosotros.
Tenemos un gabinete de crisis. Creemos que la reunión, como muy tarde, es
mañana.

—Lucca, yo por lo menos necesito ducharme y dormir cuatro horas, ¿le


parece que nos veamos a las cinco en el lugar que nos diga?

María miró a Gabriel contrariada. ¿Cuatro horas? ¿El superhombre solo


necesitaba cuatro horas? Pues ella no iba a ser menos.

—Perfecto, cuando me digáis —se apuntó también María. De acuerdo, a las


seis pasaré a recogeros a vuestras habita-

ciones. Nos reuniremos en esta residencia, buenas noches.

Lucca acompañó a Gabriel y a María a sendas habitaciones de la segunda


planta de la residencia Santa Marta, un alojamiento exclusivo para la alta jerarquía
de la iglesia.

Gabriel programó el despertador de su móvil. Decidió que mejor ducharse


mañana y, sin quitarse la ropa se dejó caer sobre la ancha cama. En un último
esfuerzo apagó la luz. Al instante de apagarla Gabriel ya estaba dormido.

María entró en su habitación. Le sorprendió su moderna decoración. La


recorrió entera, fijándose en cada detalle. Comprobó el baño y todos los detalles de
ducha que había en él, al nivel de un hotel de cinco estrellas. Levantó la persiana
para observar las vistas de la habitación, comprobando la preciosa silueta de la
basílica de San Pedro. Volvió al baño, se desvistió y tomo una ducha caliente. Se
secó y se puso la ropa que encontró en el armario. Se preparó los cojines y el
edredón nórdico. Se metió en la cama y echó un vistazo mental a todo lo ocurrido
aquella tarde noche… En medio de sus pensamientos el sueño la venció.
CAPÍTULO XV

El sonido del despertador despertó a Gabriel a las 5:42. No le gustaba poner


el despertador a las horas en punto. Todas las horas tenían el mismo derecho a
verle despertar. Saltó de la cama camino del baño. Dejó un reguero de ropa camino
de la ducha. Se duchó a toda prisa. Se secó y buscó alguna muda en el armario. Se
vistió y a las seis en punto estaba preparado. Tocaron la puerta. Abrió y allí estaba
Lucca. Llamaron a María y juntos fueron hasta una sala grande de la primera
planta. En una mesa auxiliar había café, zumo natural, fruta, tostadas y bollos.

María y Gabriel saludaron. María se acercó a la mesa principal mientras que


Gabriel se acercaba a la mesa del desayuno. María corrigió su trayectoria para
acompañar a Gabriel.

—Éstos llevan toda la noche dándole vueltas María. Te va a ser fácil


deslumbrarles con tus conocimientos de criptología.

—¿Tú crees adecuado que nos pongamos a desayunar mientras ellos se


devanan los sesos?

—María, yo no sé si es adecuado, sé que si no desayuno no pienso y ya parece que


hay demasiados sin pensar en esa mesa.

Gabriel se sirvió café con leche, fruta y tres tostadas con aceite. María cogió
fruta, zumo, un té con leche y un croissant.

Colocaron su botín sobre la mesa y escucharon los frutos de la noche en vela.


—Buenos días, le pasó la palabra a Francesco, nuestro coordinador de claves
y criptografía —dijo con voz cansada Guido.

—Gracias señor —comenzó su elocución Francesco. Hemos avanzado poco.


Creemos que le hemos quitado el ruido al mensaje, quedándonos con la parte de
contenido. Le hemos metido todos los códigos de encriptación conocidos, pero no
conseguimos descifrar el lugar ni el día ni la hora… Solo hemos sacado en claro
esta lista de nombres: +23º 27’, Lujuria, Minias, Luis XVI, Luis XVIII.

Gabriel miró la pantalla donde aparecían las palabras y exclamó:

—Les gusta lo Griego, lo latino precristiano y los cristianos muertos. Esa es


mi aportación.

María había dejado de comer, miraba la lista con atención.

Parecía que algo le resultaba familiar.

—El día es fácil, el 21 de junio… mañana…. soltó María sin mostrar


dificultad.

—Como… ¿Cómo lo sabe? —se indignó Francesco.

—+23º 27’ es la inclinación de la tierra en el solsticio de verano. Es una


obviedad.

Lucca miraba a su equipo de trabajo que se había devanado los sesos


durante horas.

—Lo que no termino de ver es la hora…

—Muy fácil, a las siete —sentenció Gabriel mientras masticaba una tostada
con aceite.

—Es verdad, que tonta he sido. Lujuria es el primero de los siete pecados
capitales…

Lucca no salía de su asombro. En diez minutos y desayunando habían


descifrado el día y la hora…

—¿Dónde? —preguntó Guido, queriendo retar la inteligencia de los dos


intrusos…

—¿Qué habéis encontrado sobre Minias? —preguntó María sin acritud.

—Hay varias posibilidades. El pueblo de los Minias habitaba en la región de


Orcómeno. También hay un rey, llamado así, de la misma región —contestó Guido
con desgana.

—¿Y cuál es el problema? preguntó Lucca.

—Pues que es imposible que la clave sea tan sencilla. Estoy convencida que
el lugar debe de ser un acertijo escalonado.

—¿Un qué? —preguntó Gabriel.

—Pues, para que lo entiendas, un juego de pistas. La primera pista te lleva a


un lugar, en ese lugar, la segunda pista te lleva a algo… y así hasta el final…

—Ahh, muy sencillo, muy claro agente —ironizó Gabriel. Pero…, no veo a la
cúpula de la Societá en un pueblucho en medio de ninguna parte de Grecia. A ellos
les gusta mucho lo griego, pero ese pueblucho, imposible... Le falta algo de
cristiano muerto…

—Claro, exclamó María. San Minias fue un mártir… podéis comprobarlo…


¿dónde murió?

—San Minias, primer mártir de Florencia —susurró una voz femenina entre
el grupo de trabajo de Guido.

—Eso sí me cuadra, cuna del renacimiento y llena de glamour, se apresuró a


decir Gabriel.

—No hay tiempo que perder, ahora mismo salís para Florencia —ordenó
Lucca.

Guido y su equipo se estaban levantando de sus sillas cuando Lucca aclaró.

—Guido, tú y tu equipo os quedaréis aquí como soporte de María y Gabriel.


Por favor, dadles un portátil lo más ligero posible con la conexión a Internet más
potente que tengamos. Tenemos treinta y siete horas. Alojaos en el Hotel Residenza
della Signoria. Está al lado de la Piazza della Signoria, en pleno centro. No creo que
os quede lejos el objetivo.

—¿No dice el protocolo que nadie ha de saber el lugar donde se alojan los
agentes? —sugirió Gabriel.

—Al cuerno el protocolo. Estamos a punto de coger a los cinco


descendientes de los cinco caídos, este es un momento hist… La cara de Lucca se
desencajó, era un ataque severo. Aquello tenía muy mala pinta.

Guido se apresuró a llamar por teléfono. En cuarenta segundos cuatro


sanitarios cargados de instrumental médico entraban por la puerta. Quitaron la
camisa a Lucca para aplicarle el desfibrilador. Gabriel se fijó en un tatuaje negro
que tenía al principio del pecho, muy cerca del cuello.

Una sola descarga fue suficiente para volver a la vida a Lucca, en apenas
diez minutos pronunció sus primeras palabras:

—¿Pero que hacéis todavía aquí? ¡Vamos! ¡al destino!

Una vez que salieron de Santa Marta, María guió a Gabriel para salir por
una puerta poco transitada. Desde allí llegaron rápidamente a la Via Concilicione,
donde tomaron un taxi.

—A Roma Termini, por favor, pidió Gabriel.

—¿Vamos en tren? —preguntó María.

—Sí, hay un tren rápido que une Roma con Milán. Además, así nos
ahorramos enseñar pasaportes. María…

—¿Sí?

—Te noto rara, como pensativa… Gabriel se arrepintió nada más pronunció
las palabras.

María se extrañó de la muestra de complicidad de su compañero, pero se


alegró.

—Esta ciudad me trae demasiados recuerdos. Son muchos años, pero sobre
todo me recuerda la muerte de mi amigo Marco. Me dolió demasiado. Creo que
aquella muerte me despertó a una nueva vida, menos encerrada en mi misma.
—La verdad es que yo te noto más simpática —volvió a comentar Gabriel
torpemente.

—Gracias Gabriel, veo que antes no te lo parecía…

—No me interpretes mal María. No he querido decir eso. Me refería a que


ahora estás extraordinariamente simpática

—intentó arreglar Gabriel.

—Sí..., Gabriel, dejémoslo, no me vaya a salir la María que no te gusta —


ahora fue María la que se arrepintió de sus palabras.

Gabriel esbozó una sonrisa cómplice. Feliz por el sorprendente final de


aquella conversación que pintaba tan mal.

El tren avanzaba veloz por bosques cerrados de coníferas. Gabriel observaba


absorto los paisajes mientras María le daba vueltas a las dos siguientes palabras:
Luis XVI-Luis XVIII. No les encontraba sentido a aquellos dos reyes.

—¿Me ayudas? ¿O estás demasiado ocupado viendo el paisaje? —se quejó


María.

—Que va, puedo ayudarte mirando el paisaje o ¿es necesario mirar sin parar
esa pantalla en la que pone Luis XVI-Luis XVIII?

—¿Y bien? ¿Se te ocurre algo? —se quejó María herida porque Gabriel tenía
razón.

—La experta eres tú, pero… ¿Quién reinó en Francia entre esos dos reyes?

—Nadie, fue la Revolución Francesa —dijo feliz por el fallo histórico de su


compañero.

—Siento corregirla, señorita María. Napoleón se hizo coronar emperador.Y


los emperadores reinan.

María se sentía avergonzada. Era demasiado fácil y no se le había ocurrido a


ella.

—¿Y bien? En Google no sale nada de Napoleón en Florencia. Estamos en


vía muerta.

Según pronunciaba estas palabras el tren llegaba a la estación de Firence.


Para Gabriel aquella ciudad era el romanticismo. En el instituto habían hecho un
tour por Italia, pasando por Florencia.

—Gabriel —preguntó María— ahora eres tú el que estás

«raro».

—No he sido siempre cura. En mi adolescencia era bastante ligón. Lo más


cercano al amor, es decir, bueno, la única vez que me enamoré de verdad, pasó en
esta ciudad…

—Cuenta, cuenta. La historia de amor del cura espía, esto es una exclusiva
mundial.

—Ella se llamaba Silvia. Era morena, ojos negros, el pelo, como se dice, ¿a
capas?, largo.Tenía carácter, pero eso no le impedía ser amable y preocuparse por
los pupas de la clase. Sacaba muy buenas notas. Yo iba a la clase de al lado y
bueno, digamos que también tenía bastante éxito, quiero decir, que como era alto,
jugaba al futbol… no sé. La cosa es que gustaba a las chicas. Pero a mí todas me
daban igual, menos ella. Me gustó desde el primer momento que la vi. Ella salía
con un chaval de un curso superior. Un imbécil chulito, bueno, eso es lo que
pensaba entonces. Seguramente fuera un tío normal.Yo no quería salir con ninguna
chica que no fuera ella y me inventé una novia imaginaria en el pueblo. Era la
excusa perfecta del que solo quiere tener una novia y es imposible.

María escuchaba absorta el relato de Gabriel. Caminaban por las calles de


Florencia camino de la Piazza de la Signora. A María, en medio de aquella
monumental ciudad, no le podía parecer más romántica la historia que le estaba
contando Gabriel.

—El caso es que pasaron tres años, yo a mis estudios, a mi deporte, a mis
amigotes y a verla, todo lo que podía, sin que nadie pudiera enterarse. Era
demasiado ridículo que el chico que las volvía a todas locas estuviera a dos velas
por amor…

—Y llegó el viaje de final de estudios. Yo me moría por ir a Italia. Había otra


opción, ir a Grecia. Los profesores querían ir a Grecia. Llevaban muchos años
yendo a Italia y querían cambiar. Gracias a Dios salió Italia, porque además costaba
la mitad. Y para colmo de felicidad, ella iba y no estaría el pelma de su novio.
Fuimos en autocar. Pasamos por Niza, Milán, Venecia y sus canales, Verona, con el
balcón de Romeo y Julieta. Me acuerdo, pobre de mí, que yo envidiaba la suerte de
Romeo por haber estado, aunque solo fuera un instante, con su amada. Y Florencia.
Es un hecho que después de Venecia y Verona, ella debería de haberse dado cuenta
de que no paraba de mirarla.

Dormimos y el día siguiente salimos para ver la catedral… Me acuerdo que


fue un shock para mí. Me quedé impresionado, tanta belleza allí, esperando a
conocerme y… ella allí, con el pelo suelto, riendo a carcajadas junto con sus
amigas. Sentía, sin dudarlo, que jamás iba a volver a ver tanta belleza en mi vida. Y
pasó… ella dejó a sus amigas y se acercó a mí.Yo estaba con mis amigos, con un
gesto les alejé. Me dijo: «Que, ¿mirando el paisaje?»

Yo contesté: «Pues sí, jamás he visto tanta belleza en mi vida» esto se lo dije
mirándola a los ojos y queriendo decirle: «Te quiero y te querré todos los segundos
de mi vida». Ella parece que me entendió, me dijo.

«Llevas tres años mirándome Gabriel, ¿no se pone celosa tu novia del
pueblo?»

Y yo, no se aun como, le contesté: «Te he mirado todo este tiempo, porque te
he querido y te quiero más de lo que se puede querer.»

Y… su boca se abrió por el asombro, sus ojos se iluminaron y yo,


absolutamente embriagado, me acerqué a ella, la agarré por la cintura y la besé….

—¿Has sentido alguna vez que solo existe la persona que amas y tú? ¿Qué
no puede haber nadie más feliz en el mundo?

—Sí..., bueno, no —contestó María con los ojos vidriosos.

—Sin lugar a dudas fue el momento más bonito de mi vida. Los dos,
abrazados, al lado de la catedral de Florencia. No sé cuánto tiempo estuvimos así.

Aquellos dos días fueron un sueño, el resto del viaje el paraíso…

María estaba llorando, no se podía imaginar una historia más bonita y que
fuera real.Y esa historia la había vivido esa persona que tenía delante. Por un
instante ya no existía el cura, ni el espía, solo el hombre que había vivido la historia
de amor más bonita del mundo. Entre sollozos mal disimulados, le preguntó lo
inevitable:

—¿Y qué pasó? ¿qué rompió aquello?

—El año siguiente los dos nos fuimos a estudiar a Estados Unidos. Ella a
New Jersey, yo a Montana. Al siguiente comenzamos la carrera… ella Ingeniería…

No lo sé… no sé qué pasó. A lo mejor los dos queríamos guardar para


siempre el amor perfecto, la comunión perfecta entre dos almas que no necesitan
mirarse para entenderse. Así se ha quedado. Aun nos vemos. Ella se ha casado.
Tiene dos hijas, dos encantos de niñas, su marido es un tipo fantástico que la
adora. Él no se imagina nada o sí. Sus preciosos ojos negros siguen brillando
cuando nos vemos, pero Dios le ha regalado algo mucho mejor que aquello.

—¿Cómo puedes decir eso? Miles de mujeres viven vidas mediocres siquiera
aspirando a vivir una millonésima parte de la historia de amor que viviste tú y me
vienes ahora justificando que os hayáis cargado el amor verdadero. Ella
escondiéndolo en un marido que la adora y tú detrás de un alzacuellos. Eres un
cobarde y un egoísta.

María salió corriendo dejando atrás su maleta. Gabriel recogió su maleta y la


de María y continuó caminando. Con una maleta en cada mano fue recorriendo
cada uno de los rincones que fueron de ellos. Por último llegó a la catedral.
Multitud de chicos en viajes de estudios bromeaban a su lado. Miró hacia la
maravillosa portada. Dos lágrimas de amor nublaron su majestuosa figura.

Andando de espaldas, Gabriel quiso huir de aquel lugar.Volver a recordar


aquello, enterrado en miles de días con sus afanes, alegrías y tristezas, había hecho
despertar en él un volcán de emociones que le estaba zarandeando el corazón.

Cabizbajo, entró en la catedral, escenario y secundario de lujo de aquella


historia de amor, buscando el único consuelo que esperaba recibir.

En la capilla más solitaria de aquella Iglesia, hincó sus rodillas, cubrió su


cara con las manos y comenzó a llorar, cómo se llora para curar las heridas del
corazón.

Eran las 12 de la mañana. Gabriel había dejado la maleta de María en


recepción, con la consigna de que la avisaran, y se había duchado y afeitado.

Esperaba sentado en el hall del hotel, bebiendo a sorbos una tónica. Las
emociones de la mañana le habían dejado un fortísimo dolor de cabeza que había
intentado paliar con un paracetamol.

María se acercó a la mesa en la que esperaba Gabriel. Se sentó a su lado, le


acarició la mano mientras se disculpaba.

—Perdona Gabriel, he sido una desconsiderada. Te he juzgado y sentenciado


sin conocer nada. Me he emocionado y me he dejado llevar, perdona, de verdad…
La belleza de lo que vivistéis me ha nublado, tal vez porque yo siempre he deseado
vivir algo parecido. No me lo tengas en cuenta y ni por asomo pienses que no me
parece admirable tu vocación: dejarlo todo para servir a Dios.

—María, lo que sale del corazón de la gente buena nunca es un insulto. La


vida es demasiado complicada, mi corazón, demasiado sensible. A Silvia la querré
siempre, pero la vida es lo que es, ella es una mujer casada y yo un cura y ya
está.Ya he llorado lo que nunca lloré y debía haber llorado. No sé si hice bien, o si
lo sé, pero ya está. Si sé que mi Fe es el motor de mi vida… No sé si me explico…

María apretó ligeramente la mano de Gabriel y la soltó, asintió con los ojos y
pasó página.

—¿Te acuerdas de los asesinos estos que destruyen la vida de tantos


hombres? Me parece que tenemos que encontrarles. He llamado a Roma, les he
contado lo de Napoleón, están cruzándolo con todas las posibilidades de
Florencia… ¿te parece que demos un paseo? No conozco la ciudad, ¿me la
enseñas? —propuso María, ladeando la cabeza, en un ademán absolutamente
involuntario.

—Ok, con este plano del hotel y mis años de estudio seré el mejor guía del
mundo.

Gabriel y María pasearon durante horas por la ciudad. No se detuvieron en


la galería de los Uffizi ni en la academia para ver el David de Miguel Angel… solo
pasearon, durante horas. Para María fue como adentrarse en un cuento bellísimo,
paseando por calles, viendo maravillosas Iglesias. Anduvieron hasta el mirador de
Miguel Ángel. El último tramo, a petición de Gabriel, lo recorrió con los ojos
cerrados.

Una vez en el borde del mirador, Gabriel le tapo los ojos con sus manos. Al
retirarles de dijo al oído.
—Ya puedes mirar.

El contacto de las manos de Gabriel sobre su cara hizo estremecer a María.


Aquel paisaje la maravilló el río, el puenteVecchio al fondo, la catedral y todas las
torres florentinas. Para María no eran solo edificios bonitos. María respiraba los
siglos de historia de aquellos rincones: Dante, paseando e imaginando su «Divina
Comedia»; las artes bullendo, dispuestas a cambiar el mundo; aquella Edad Media
que había oscurecido el mundo, tocando a su fin por aquellas generaciones de
artistas y pensadores que trajeron otra vez la luz.Y todo se había gestado allí,
aquellos hombres habían pisado las mismas calles que estaban pisando ellos.

Eran ya las siete de la tarde, sin comer y con siete horas de paseo a sus
espaldas.

—Creo María, que nos merecemos una buena cena.

—Totalmente de acuerdo, ¿conoces algún sitio?

—Yo no, pero seguro que mi amigo Tripadvisor nos recomienda algo.

—Pues dile a tu amigo que te lo recomiende a este lado de la ciudad, no nos


haga recorrer media Florencia.

—Lo tengo. Osteria De’Benci, en la Via de’ Benci 11. Está de camino a
nuestro hotel.

—Perfecto, ¿vamos?

María llamó a la central. No habían avanzado nada, mintió descaradamente,


argumentando que llevaban todo el día investigando.

El restaurante era pequeño, pero con el buen gusto de las hosterías


familiares de la Toscana.

—¿Que me recomiendas Gabriel?

—En la web pone que todo tipo de pasta, sin olvidar la tradicional bistecca
Fiorentina.Vamos el chuletón de la región.

—Me decantaré por la pasta… no me veo yo comiéndome un chuletón de


cena.
La cena resultó muy agradable. Hablaron de sus años de juventud, de María
en el Colegio de la Natividad de Nuestra Señora, justo al lado de su casa en la calle
Cartagena. Gabriel la escuchaba y la comparaba su vida con sus años mozos en el
barrio de la Elipa, un barrio humilde y tranquilo.

Hablaron de sus vidas pasadas, de lo que querían ser de mayores, de los


juguetes que pidieron a los reyes Magos y que nunca les trajeron… Sin pensarlo les
dieron las diez. La mirada cansada del dueño les hizo despertar de este momento.
Pagaron y salieron.

—¿Te apetece tomar algo antes de acostarnos? —propuso Gabriel. En la Via


Borgo Santa Croce hay una enoteca, con una terraza.

Estaba cansada pero la velada estaba siendo preciosa. María pidió un


Limoncelo y Gabriel prefirió una Grappa. Continuaron charlando sin acordarse de
que en algún lugar de aquella ciudad, al día siguiente, en menos de veinte horas se
reunirían los responsables de una gran parte del terror, la injusticia y la maldad de
aquel viejo mundo.

—Creo Gabriel, que deberíamos volver al hotel; mañana nos lo jugamos


todo… ¿no crees?

Gabriel despertó de aquel agradable sueño. Tal vez lo que peor llevaba de su
vocación era la soledad. Aquel último año no había tenido tiempo de sentirse solo,
pero en sus años de estudio… Comprendió el sentido de la vida en común de las
órdenes religiosas. La vida solitaria del cura era una pequeña tortura para Gabriel
que siempre había sido muy familiar y era incapaz de estar más de tres horas con
alguien sin intentar ser su amigo. Aquel día, compartido con una chica de su edad
y de su misma ciudad, había sido un regalo. El único punto negativo es que ella era
guapa. Muy guapa.

Eran apenas las siete de la mañana. Gabriel desayunaba en el buffet del


Hotel. Masticaba, contrariado, una tostada mientras pensaba para sí el porqué a los
italianos se les olvida echarle sal al pan. María entró en el salón de desayunos del
hotel Residenza della Signoria con una mala cara evidente.

—María, ¿qué te ha pasado? ¿Demasiado dura la cama?

—La verdad es que no. Intenté avanzar en el pequeño asunto de negocios


que nos ha traído aquí y apenas he dormido. Tú, sin embargo, estás fresco como
una lechuga.
—Pues la verdad es que me acosté nada más llegar. He dormido como un
lirón. Me he duchado y aquí estoy, dispuesto a comerme el mundo, empezando
por este buffet.

—Ya veo que no te preocupan nuestros escasos avances ...

—María, ¡estoy tan absolutamente convencido de que Dios funciona!Ven,


desayuna, que estamos a punto de avanzar en este galimatías.

María se sentó y contó sus intentos de descifrar el enigma, todos fallidos.


Gabriel la escuchó atento, mientras devoraba varios platos del buffet.

—La verdad es que, desde que hago deporte, no hago otra cosa que comer.

A María, que se había esforzado explicándole sus complicadas teorías, le


sentó a cuerno quemado aquel comentario mundano y se lo hizo ver con una
mueca de desaprobación.

—¿Qué quieres María? ¿Qué te diga que la gente que tiene que entender esa
clave es imposible que tenga tres licenciaturas y coeficientes mentales de ciento
noventa? La clave debe de ser algo más sencillo.

Terminaron de desayunar y salieron dispuestos a deambular por Florencia.


A la salida, el recepcionista, muy amable con los clientes, sobre todo con las
jóvenes extranjeras atractivas, les preguntó:

—¿Qué tal cenaron anoche?

María iba a zanjar aquella conversación con un ¡Bien Gracias!, pero Gabriel,
extrañamente, dio pie a aquel galante recepcionista.

—Pues cenamos en una hostería muy buena, cerca de aquí,

«Osteria De’Benci».

—Bueno, cerca de aquí… está en la vía Corsi. Mire, aquí. Gabriel miró el
mapa y negó con la cabeza.

—No, cenamos aquí —afirmó mientras señalaba en el plano con el dedo.

—¡¡¡Claro!!!, que tontos hemos sido —gritó María en un perfecto castellano.


Gabriel y María salieron del hotel mientras el recepcionista se quedaba
pensando lo mucho que gritan los españoles.

—Cuéntame María, ¿qué has descubierto?

—No, primero dime por qué te ha dado por charlar amigablemente con ese
recepcionista. Porque él, con quien quería hablar, no era precisamente contigo.

—No lo sé. La verdad es que en cada detalle de la vida se manifiesta la


providencia. Imagina por un momento que Dios nos quisiera ayudar, ¿cómo lo
haría? ¿Bajando con su barba blanca a señalarnos el camino? Pues no, a través de
recepcionistas de Hotel con ganas de ligar con españolitas de buen ver.

María se quedó extrañada, era la primera vez que Gabriel la decía un


cumplido.

—Bueno, pues el tema es sencillo. El juicio de pistas que han preparado debe
de estar a prueba de San Google. Por eso ni el equipo de Roma y ni yo en mi vigilia
nocturna hemos encontrado nada. Porque estaba preparado para que fuera así.

La pista de Napoleón era buena, pero no había nada evidente que uniera
Napoleón con Florencia. Aparentemente, en el fondo si lo hay ¿cómo diría el
gentilicio de Napoleón un español que no sepa Italiano?

—Bueno, no lo sé, ¿corsi?

—¡Eureka!, nosotros hemos buscado pero había que dar un paso que no
hemos dado.

Via Corsi y si lo unimos al siguiente número de la clave, el 23, nos da una


dirección… ¿vamos corriendo o llamamos ya a los refuerzos?

—No cantes victoria. Vamos a verlo, con mucho cuidado. Siendo hoy el día D
seguramente ya habrá vigilancia de su gente. Caminaron durante diez minutos. A
la entrada de la via Corsi Gabriel dio la mano a María mientras le susurraba.

—María, somos un matrimonio que ha venido a recuperar el amor a


Florencia, ¿ok?

—Si tú supieras… —susurró en un tono prácticamente imperceptible.


—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

—Que sí, entendido.

Llegaron a la altura del veintitrés, pero allí no había ningún restaurante…


María estuvo a punto de mostrar su desaliento a Gabriel, cuando él exclamó.

—Venga cariño, ¡competición! A ver quién pone la cara más fea.

—Eso, pero te voy a ganar, como siempre.

María puso una mueca pretendiendo que fuera fea, mientras

Gabriel realizaba varias fotos al portal número veintitrés.

Al terminar fue Gabriel el que puso unas caras realmente horribles mientras
María volvía a fotografiar con más zoom el portal. Al terminar, entre risas
continuaron su paseo.

—Nos hemos equivocado, ¿no? —preguntó María.

—Es cierto que ahí no se van a juntar a cenar, porque es imposible, pero te
puedo asegurar que estamos en la pista. El chico que apuraba el cigarrillo en el
portal de enfrente es un agente de la Societá, seguro.

—¿Cómo lo sabes? —se interesó María.

—Por la cara.

—¿Por la cara?

—Una de las cosas que aprendes es que los seres humanos, ya sea en
Florencia, en Cádiz o en Pekín, ponemos caras similares cuando hacemos cosas
similares. Un individuo que espera y se cruza con dos imbéciles jugando a poner
cara fea, pone involuntariamente una cara fea y esa cara no era la que tenía ese
individuo. Conozco la cara que pone un agente de la Societá cuando vigila y era
exactamente esa.Vayamos a un café a ver las fotos, es importante asegurarnos que
no nos siguen.

Gabriel y María continuaron su paseo de la manera más errática posible para


asegurar que nadie les seguía. Tras media hora de ejercicio se convencieron de que
nadie les seguía.

—¿Vemos las fotos? —propuso Gabriel.

—Claro —asintió María mientras sacaba su cámara— voy a pasarlas a la


tableta, así las podremos ampliar mejor.

María tardó apenas dos minutos en descargar las fotos en la moderna


tableta.

—¿Qué buscamos? —preguntó María.

—No lo sé. Me figuro que en ese número tiene que estar la última pista.
Debería ser algo que solo esté ahí estos días para hacerlo invisible a una búsqueda
informática —pensó en voz alta Gabriel.

—¿Valen unos carteles?

—Claro… ¿qué pone?

—Veamos… Hay dos. En el primero se anuncia un concierto de cámara en la


Iglesia de Santa María del Carmine para mañana a las veinte horas. El otro no se ve
muy bien. Es propaganda de un curso de cocina italiana… Parece que para hacer
Pizzas y Pan. Centromachiavelli.es, se llama.

—Debemos darnos prisa. Busca la dirección de la academia de pizza. A


Santa María del Carmine sé llegar, propuso Gabriel.

—A sus órdenes, mi general —contestó con sorna María.

—Perdona, no pretendía ser… en fin. Estoy un poco nervioso. Se nos está


echando el tiempo encima… ¿Cómo de rápido puedes andar?
—Por lo menos, tan rápido como tú —exageró María.

—Pues a demostrarlo.

Gabriel salió picando ruedas en dirección al Ponte Vecchio. Se hicieron paso


entre el enjambre de turistas en camisetas de tirantes y cruzaron al otro lado del
río. Tomaron la vía del Espíritu Santo hasta la Piazza del Carmine. Enfrente se
erguía la desnuda Iglesia del Carmine. Despojada de todo su mármol en la portada
daba una sensación extraña.

Una vez dentro la sensación cambiaba. Todo lo desnuda de la portada se


compensaba con el mármol de su interior. Sin embargo, no trasmitía la sensación
mágica de otras Iglesias de Florencia.

—Esta es una pista falsa —susurró Gabriel a María mientras se sentaban en


un banco de la parte trasera de la Iglesia.

—¿Por…? —preguntó intrigada María.

—Esta Iglesia, no sé, no me cuadra con ellos. ¿Por qué? La sensación que
tengo es que esta pieza no es de este puzle. Mientras terminaba la frase se levantó
al tiempo que un sacerdote de avanzada edad atravesaba la nave en dirección al
altar.

—Padre, no sé si me puede ayudar. He perdido mi móvil y hemos quedado


con un grupo de amigos aquí, pero no recordamos la hora, ¿me podría decir si han
venido?

—No sé hijo, ¿me puedes dar más datos?

—Pues son pocos, unos seis o siete a lo sumo. Van vestidos con trajes caros,
todos están en muy buena forma, es que jugamos en un equipo de rugbi
aficionado. Todos con el pelo corto, puede que viniera alguna chica. Se fijarían
poco en las obras de arte de esta maravillosa Iglesia, no son muy de arte…

—Pues hoy no me suena haber visto a nadie así, si le soy sincero. Los
turistas rara vez llegan hasta aquí y llevamos un día muy tranquilo. Siento no
haberle podido ayudar.

—Al contrario Padre, me ha ayudado mucho.


Tomó de la mano a María mientras salían de la Iglesia.

—María, esta no es la pista, no solo por lo que ha dicho el cura, sino porque
no he podido ver ningún agente y he mirado incluso en los confesionarios.

—¿Cuándo? Se sorprendió María.

—No te has fijado, pero ha entrado una señora y ha salido como


preguntando donde estaban los curas. Si llega a haber un agente, habría salido
escopetada hacia la calle. ¿Dónde está la academia esa?

—Plaza Santo Spirito, 4, según mi navegador aquí al lado…

— Y tanto —corroboró Gabriel— tenemos que ponernos el chip de


matrimonio de paseo, aunque ahora tendremos que tener más cuidado con las
fotos. Que yo recuerde hay varios restaurantes con terraza en esa plaza. Además,
ya es hora de comer. Nos sentaremos un poco alejados, ¿tu cámara tiene mucha
resolución?

—Estuve trasteando ayer, 45 megapixeles, que es una barbaridad. También


tiene mucho zoom óptico pero es complicado utilizarlo sin llamar la atención.

Llegaron hasta la Piazza Santo Spirito y se sentaron en el restaurante más


próximo al número 4, en una mesa relativamente alejada.

—A las dos tienes un agente y a las seis otro, el que apura una copa de vino
en la barra. Informó Gabriel discretamente.

María asintió con su más delicada sonrisa y comenzaron una apasionada


conversación sobre los que eran, a su entender, los mejores rincones de Florencia.
Casi al final de la comida pidieron a un camarero que les hiciera una foto. El
encuadre era perfecto, dejando a su espalda el número 4. Gabriel se levantó para
agradecérselo al camarero y comprobar la foto, aprovechando el gesto para hacer
varias fotos con un encuadre más claro de la entrada del número 4. Pagaron y se
marcharon. En apariencia eran como cualquier otro matrimonio que aprovecha el
almuerzo para descansar un poco en un duro día de turismo.

—Vamos al hotel —sugirió María— estaremos más cómodos.

Recorrieron el camino que les separaba del hotel, atravesando el ponte


Vecchio. Atravesaron la galería de los Uffizi dejando, a cada lado, a todos los
grandes artistas del renacimiento Italiano. Cruzaron la Piazza de la Signiora sin
fijarse apenas en las maravillas que adornan este rincón mágico.

Una vez en el hotel, descargaron las fotos en la tableta y las procesaron,


ampliando en lo posible la entrada a la academia.

Sobre todos los carteles destacaba uno, más nuevo. En él se anunciaba un


curso de cocina de Pizza napolitana. Estaba programado para esa misma tarde a
las diecinueve.

—¿Será casualidad? preguntó Gabriel.

—No, en el cartel se informa que la manera de apuntarse es a través de un


teléfono. He llamado y no existe. También aparece una página web que tampoco
existe. Apuesto que ese cartel lleva puesto en ese lugar horas —justificó María— ¿Y
bien? ¿Van a quedar a cenar las cinco personas más influyentes del mundo en un
piso?

—No, no puede ser. Ellos no saben que tenemos esta información. Esta
reunión debe de haberse realizado anualmente durante cientos de años, y nunca la
habíamos siquiera sospechado. Tiene sentido que tomen todas las precauciones,
pero no que coman en un piso. Tampoco me cuadra que lo hagan en un restaurante
de lujo.

—¿Por qué no?

—Pues porque con apenas cuatrocientos agentes soy capaz de vigilarlos


todos de manera discreta. Ellos necesitan un sitio más discreto, nivel medio, que se
coma bien; uno de los dos mil restaurantes de esta ciudad. Diez restaurantes se
pueden vigilar, dos mil es imposible.

—¿Qué hacemos? Son las 17:30, quedan apenas una hora y media.

—Llama a Lucca. Conociéndolo, estará recuperado. Infórmale y pregúntale


con quien contamos en el caso de que encontremos el lugar de reunión.

—¿Tú, dónde vas?

—A echarme la siesta, necesito hacer hueco a la providencia.

—¿A echarte la siesta? ¿Estás loco? —María no se podía creer lo que estaba
oyendo.

—Vamos a probar. Tú devánate los sesos y yo descanso media hora. A ver


quién tiene mejores resultados —sentenció Gabriel mientras salía de habitación.

Los siguientes treinta minutos fueron un sinvivir para María.

Llamadas a Lucca, consultas en internet, mas llamadas…

Sonó la puerta. María fue a abrir. Justo en ese instante se abrió la puerta de
golpe.

—¿Estás cansada de vivir? ¿Por qué intuyes que soy yo?

—se quejó Gabriel.

—Tienes razón, estoy un poco sobrepasada.

—Pensemos en el cartel ¿Qué mensaje da?

—¿Se referirá a una pizzería? —aportó María.

—De esas habrá diez en Florencia. Pero no creo que solo diga eso.Y está
aquí…

—¡Ya lo tengo! —gritó María, ¿cómo se llama el hombre que cocina pizzas?

—Y yo que sé, cada uno tendrá un nombre —bromeó Gabriel.

—Noooo, Pizzaiolo o según la región, Pizzaiuolo.

¿Y cuántos restaurantes se llaman así en Florencia?

—No lo sé, dímelo tú…

—Nos lo va a decir este ordenador tan listo… a ver… me salen tres…


Pulcinella Pizzaiolo, La Bottega del Pizzaiolo y Il Pizzaiuolo. ¿Vamos a verlos?

—María, haces lo difícil y fallas en lo fácil. Llama ahora mismo y reserva


para esta noche, en donde te digan que está completo: ese es.

—No, mejor llamo a Guido y que llamen ellos con teléfonos seguros, no vaya
a ser…

María llamó a Guido y les dio las instrucciones. En apenas diez minutos
Guido les devolvía la llamada. Tenían mesa para dos a las 19:30 en el Pulcinella
Pizzaiolo, a las 20 en La Bottega del Pizzaiolo y…. Todo completo en Il Pizzaiuolo.
Era martes, de junio sí, pero martes… Ya sabían dónde tendría lugar la fiesta. Les
quedaban cuarenta y tres minutos para empezar la caza.

María confirmó a Guido el lugar en el que tendría lugar la cena. Guido les
dio instrucciones para coordinarse con los carabinieri. La persona de contacto sería
Gianluca Belcastro.

María informó a Gabriel de los detalles de la operación.

—María, ¿quiéres llevar tú la coordinación con ellos…? —propuso Gabriel


con la boca pequeña.

—No Gabriel, esta parte de testosterona te pega más a ti, llámale tú.

Gabriel marcó el número.

—¿Gianluca Belcastro?

—Sí, ¿Quién es?

—Agente Gabriel de la Secretaría de Estado del Vaticano.

—Ah... encantado de conocerle. ¿Dónde estáis?

—Mejor dime dónde nos encontramos. Por protocolo no solemos dar


localización, aunque entiendo que ya estás localizando la llamada.

—Confíe en mí, estamos juntos en esto. Tengo trecientos agentes preparados


para intervenir.

—Entiendo que de paisano, ¿no? —se interesó Gabriel.


—Sesenta de paisano; las fuerzas de intervención rápida uniformadas.

—El punto de vigilancia es el restaurante Pizzaiuolo, Via De Macci 113 R.


Sería interesante posicionarse discretamente para asegurarse quién entra. Pero va a
estar atestado de agentes de la Societá. Si no nos equivocamos irán los cabecillas de
las cinco familias. La idea sería establecer un perímetro muy amplio y disponer
agentes de paso para analizar la situación. Además deberíamos disponer de planos
de salidas posibles, conexiones con la red de alcantarillado, con los pisos del
edificio…: ¿nos vemos en quince minutos en vuestro campo base? ¿Dónde lo vais a
establecer?

—El Pizzaiuolo está a cincuenta metros de un mercado, aparcaremos la


furgoneta del cuadro de mando ahí. Previamente comprobaremos que no hay
agentes en ese radio. Nos vemos ahí en quince minutos.

Gabriel colgó y salieron camino del punto de encuentro. Les separaban un


paseo de diez minutos.

Caminaron despacio, no interesaba llegar pronto y tener que esperar la


llegada de la furgoneta. Llegaron un minuto antes del momento acordado. Al
cruzar la vía Mino, un camarero se acercó a ellos para enseñarles la carta de su
restaurante.

—Señores, prueben la carta: Auténtica comida italiana. En medio de la carta,


una placa identificativa de los carabinieri les convenció para probar el menú.

Entraron en la Trattoria, que estaba absolutamente vacía, salvo el dueño y


cuatro personas con papeles encima de la mesa.

—Perdonen, pero debemos asegurarnos de que los contactos son seguros.


Soy Gianluca, estos son mis colaboradores, Lucia, Sebástian y Gianni.

Gabriel se sentía un poco estúpido, pero entendía aquel modo de actuar.


Para los carabinieri era un golpe importantísimo, no debían dejar ningún cabo
suelto.

—Han llegado veinte agentes especiales de los Esclavos de María. Están


coordinados para el asalto con nuestras fuerzas especiales. Hemos analizado
conexiones, no hay manera de escapar de aquel local. Muy seguros deben de estar
para haberlo elegido. Eso suponiendo que tengáis razón y estén allí todos los que
deben de estar.

En ese momento entró una turista en el local, su cámara de fotos y el plano


de Florencia en la mano. María estuvo a punto de decirle que no molestara, cuando
ésta comenzó a hablar.

—Señor, hemos identificado a los clientes que han estado entrando. Hay
trece altas personalidades de las regiones americana, europea y asiática, siete
empresarios de renombre, un cardenal, tres ministros y dos artistas. No hay duda,
es el lugar.

—Gracias Sofía —agradeció Gianluca.

En la cabeza de Gabriel había algo que no le dejaba tranquilo. No dudaba de


que aquella fuera la reunión de las cinco familias, pero necesitaba más datos.

—Gianluca, por favor, envía cinco agentes que no hayan estado en la zona al
restaurante. Que se presenten como un grupo de amigos que van a cenar, que
entren y pidan mesa. Si les dicen que no hay, que propongan esperar. Hay que
intentar sacar la máxima información. ¿Tenéis alguna manera de que podamos ver
y oír esa conversación? —preguntó Gabriel.

Seguramente en el local habrían colocado detectores de señales digitales


para detectar intrusos indeseables. Los Carabinieri contaban con lo último en el
mundo de las comunicaciones indetectables. Estos dispositivos también eran
detectables, pero con sistemas muy pesados y caros, y era razonable pensar, que la
Societá no suponía que les fueran a espiar en aquel lugar.

—Sí, buena idea —afirmó Gianluca.

En cuatro minutos veían y oían online la visión de una cámara incorporada


en las gafas de una agente. El grupo se acercó al Pizzaiuolo. Abrieron la puerta y
fueron atendidos rápidamente por un camarero. Enfrente, un biombo tapaba
prácticamente toda la visión del restaurante.

—¿Que desean? —pregunto el que podría ser el maître.

—Querríamos cenar, somos seis.


—Hoy imposible —se apresuró a decir el camarero.

—Si está lleno, no nos importa esperar.

—Imposible, es que tenemos una cena de empresa y está completo y van a


terminar tarde, ya saben, copas y demás…

La conversación sonó completamente natural, excepto porque no era muy


normal una cena de empresa un martes de junio… La presencia de un biombo
también era extraña… Los agentes salieron del restaurante, se detuvieron
simulando dudar:

¿y ahora, dónde vamos? y se marcharon en dirección a la catedral por la vía


Pietrapiana.

Gabriel continuaba intranquilo. Tenía un mal presentimiento.

Era partidario de intervenir lo antes posible.

—Gianluca, no sé cómo lo ves, pero creo que nos interesa pillarles en cuanto
nos aseguremos que ya están todos allí

—propuso.

—Perfecto, si te parece esperamos a las 19:30 e intervenimos.

Voy a informar a mi general.

Gianluca se retiró y llamó por teléfono. María hizo lo propio con Lucca.

—Lucca, soy María, nos estamos preparando para intervenir en diez


minutos. ¿Ok?

—María, por favor pon el manos libres para que me oigáis todos —pidió
Lucca. Gianluca ya había colgado y se sentaron todos alrededor de la mesa.

Gianluca, Gabriel, María: Ok con el comienzo de la intervención. A nosotros


nos quedan treinta minutos para llegar, pero no podemos arriesgarnos a que se
disuelvan antes. Hay un tema que tenéis que tener en cuenta. Hay que silenciar a
los agentes que tengan desplegados. Su protocolo les marca que ante una situación
de riesgo, deben generar pánico y bloquear a las fuerzas de seguridad, para ello
dispararán a matar a la población . Por eso es fundamental que los eliminéis antes
de entrar.

—Entendido Gran Maestre —contestó Gianluca. Ahí acabó la conversación.

—¿Cómo lo has llamado? —preguntó Gabriel.

—Lo que es, el gran Maestre de los Esclavos de María. Por cierto, creo que
no se llama Lucca.

Pasaron los diez minutos de plazo y comenzó la operación. Diez agentes de


los Esclavos colaboraban en silenciar a los asesinos desplegados de la Societá.
Utilizaron dardos tranquilizantes de efecto inmediato. Desconocían si había
desplegado algún agente en un punto seguro con armas de largo alcance. Había
que asumir ese riesgo. No había tiempo de peinar todas las azoteas y ventanas de
la zona. En todo caso, para una reunión ultra secreta como ésta, lo lógico era que se
hubieran dotado de agentes para protegerse de incidencias locales, no de un
ataque a gran escala de los Esclavos de María y los Carabinieri.

El equipo director salió de la Trattoria para presenciar el comienzo de las


operaciones.

De una manera vertiginosa se precipitaron los hechos. En apenas tres


minutos cayeron paralizados veinte presuntos agentes de la Societá.

Al fallar la comunicación protocolaria entre los agentes exteriores y el


interior del restaurante, cundió la alarma en el Pizzaiuolo. De su interior salieron
dos agentes vestidos con trajes italianos negros. Se asomaron para comprobar la
situación, enseguida volvieron al interior.

En dos minutos había doscientos cincuenta agentes acordonando la zona. Se


habían cortado las calles aledañas y se estaba desalojando el edificio del
restaurante y los que le rodeaban.

El coronel Gianluca habló por un megáfono.

—Entréguense, están completamente rodeados. No queremos que nadie


resulte herido.

Alguien hizo gestos desde la puerta del restaurante. Gianluca envió un


agente para comprobar qué querían. El agente volvió con un teléfono.
—Me dicen que hablemos con ellos por móvil.

Gianluca cogió el teléfono en el instante que empezaba a sonar. Descolgó y


un hombre contestó desde el otro lado.

—Tenemos diez rehenes del restaurante, cinco cocineros y cinco camareros.


Nadie entendería que murieran diez inocentes. Todo se puede negociar.

—Suelten inmediatamente a los civiles. Es una condición innegociable.

—No sabe con quién está hablando.Y se cortó la comunicación.

En ese momento sonaron cinco disparos. Volvió a sonar el teléfono.

—Vayan llamando ambulancias. Los siguiente cinco rehenes recibirán el tiro


en un lugar más mortal si no se atienden nuestras peticiones.

En ese momento salieron cinco hombres vestidos de blanco heridos por


arma de fuego. Apenas podían andar.

—¡Joder con esta gente! No se andan con bromas —se quejó Gianluca.

Las sirenas tardaron apenas cuatro minutos en oírse. Gabriel se acercó a los
heridos para atenderles.

—No se preocupen, las ambulancias están a punto de llegar.

¿se han podido fijar si tienen muchas armas?

—Que yo haya visto solo tienen alguna pistola y solo alguno de ellos.
Tengan cuidado, creo que cumplirán su amenaza. Contestó un camarero de unos
cincuenta años.

En ese instante llegaron dos ambulancias y fueron cargando a los heridos. Gabriel
se acercó a la ambulancia en la que estaban cargando al herido con el que había
hablado. Le habían quitado la camisa y le habían puesto un vendaje compresivo
para cortar la hemorragia en el brazo. Algo llamó la atención de Gabriel. Las
heridas de los cinco heridos eran aparatosas, pero no parecían graves. Los médicos
aplicaron una primera cura, qui-
tando la ropa de los lugares de la herida.

En cuatro minutos todos los heridos habían sido evacuados.

Gabriel se quedó pensativo.

Dos minutos después sonaron otras sirenas, al final de la Borgo la Croche


aparecieron varias ambulancias. De repente Gabriel entendió qué le había llamado
la atención de los heridos. El herido con el que había hablado, al hacerle la cura de
urgencia le habían quitado la camisa. Bajo la barbilla tenía una mancha negra igual
a la que había visto a Lucca dos días antes. Las sirenas que estaban sonando eran
las de las verdaderas ambulancias… Todo cuadraba. Pero, ¿ Qué pasaría con los
que quedan en el restaurante? Gabriel se estremeció. Le quitó un megáfono a un
agente y empezó a gritar mientras se acercaba corriendo al frente de negociación.

—¡Rápido, retirada, a un perímetro de seguridad, van a estallar!

Los primeros agentes se quedaron paralizados, Gabriel seguía ordenando


retirada. Seguía corriendo. Ya estaba a veinticinco metros de la punta de ataque
donde se encontraban Gianluca y María.

Su último grito fue:

—¡Al suelooooo!

Gianluca y María reconocieron la voz de Gabriel y obedecieron al instante.


Los agentes que estaban a su lado permanecieron de pie, apoyados en un coche.
Estaban a unos diez metros de la entrada del restaurante.

Una pavorosa explosión destruyó el restaurante. La onda expansiva alcanzó


a los primeros agentes, matándoles al instante. El lugar donde se encontraba María
y Gianluca fue alcanzado de lleno. Gabriel, diez metros más lejos del epicentro,
salió despedido, pero no fue alcanzado por la metralla. Pasados unos minutos,
Gabriel se levantó y contemplo el espectáculo dantesco. Solo oía un agudo pitido.
Había cadáveres diseminados por toda la calle. Se arrastró como pudo hasta donde
se encontraban María y Gianluca tendidos en el suelo. Giró a María, aun
respiraba… una lágrima se deslizó por su mejilla. La cogió en brazos y la llevó
hasta la ambulancia más próxima. A medio camino un tremendo mareo le hizo
perder las fuerzas y se desplomó. Utilizó sus últimas fuerzas para que María
cayera sobre él y no se hiciera daño.
El espectáculo era desolador. Por lo menos cuarenta cuerpos yacían en las
inmediaciones del restaurante. Dentro había un número no determinado de
cadáveres. Agentes desorientados y malheridos deambulaban por la zona.

Los servicios de salud, desbordados, caminaban sin rumbo, sin saber por
dónde empezar, conmocionados por aquel infierno de sangre y muerte.
EPÍLOGO

Gabriel despertó en una cama extraña. Un tremendo dolor de cabeza le dio


los buenos días. Poco a poco otros dolores repartidos por todo su cuerpo le fueron
saludando. Se giró y vio a María tumbada en la cama de al lado, durmiendo. Al
poco entró una enfermera. Al verle despierto, salió corriendo de la habitación.
Entró Lucca.

—Lucca, ¿cómo está María?

—Se pondrá bien. Milagrosamente el coche recibió casi todo l impacto y les
salvó la vida. Gianluca también se ha salvado. Peor suerte han tenido los cuatro
agentes que estaban a su lado. No se tiraron al suelo y han muerto, bueno, ellos y
veintiséis agentes más. El único consuelo que nos queda es que se ha roto la línea
sucesoria de las cinco familias. Es cuestión de tiempo que la Societá desaparezca.

—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? —preguntó Gabriel.

—Hoy es viernes, desde el martes.

—¿Han encontrado a los heridos evacuados? —se interesó Gabriel.

—No… ¿cómo lo sabes?, es decir, ¿cómo sabes que han desparecido?

—Porque eran ellos…

—¿Cómo que eran ellos? —Lucca había subido el tono.

—Sí, nos tomaron el pelo. Se sintieron acorralados y pensaron rápido. La


mayoría de ellos debía morir. Era evidente que los altos mandatarios que había, las
cabezas visibles para el resto, no aguantarían un interrogatorio de los «vuestros».
Pero los cinco herederos debían salvarse.

Avisaron a sus agentes y trajeron las ambulancias. Se disfrazaron de


camareros y se autolesionaron. Salieron heridos y se montaron en las falsas
ambulancias.
—¿Fue por eso por lo que te diste cuenta de que aquello iba a explotar?

—Al ver a uno de los heridos sin la camisa algo me llamo la atención, pero
no fue hasta que oí las sirenas de las ambulancias avisadas por nosotros cuando
caí. Se montaron en las falsas ambulancias y los que quedaban se detonaron para
causar la mayor cantidad de víctimas.

—¿Qué es lo que viste? —preguntó ansioso Lucca.

—Una mancha negra en el pecho, arriba, muy cerca del cuello. Exactamente
igual a la tuya, Lucca. Creo que después de jugarme la vida tantas veces, me debes
una explicación.

— Gabriel, no es fácil…, te lo contaré… pero este secreto ha de morir en ti. Y


no es por mí, por mi orgullo, es porque hemos de seguir luchando contra ellos.
Más ahora que sabemos que hemos fracasado…

—No Lucca, no hemos fracasado. En un año hemos pasado de ni siquiera


saber cuántas manzanas podridas teníamos, a destruir a casi toda la plana mayor
de la Societá. Y todo esto se ha hecho derramando la sangre de muchos hombres
valientes que dieron su vida por un mundo mejor.

—Y hemos aprendido mucho Gabriel. Tienes razón. Ahora, con el listado de


muertos del restaurante y lo que me acabas de contar tenemos una hipótesis de
cómo se organizan. «El heredero» de cada familia elige un espejo, una persona de
la máxima confianza. Este espejo es a casi todos los efectos el líder de la familia. El
«heredero» real queda en un segundo plano. Él mueve los hilos, protegido de
cualquier sospecha. Puede incluso que el Heredero trabaje de sirviente del espejo.
De esta manera está blindado ante traiciones. Si ha habido suerte, aun sabiendo
que se han salvado los herederos, éstos tendrán más de un problema en tomar el
mando, porque previsiblemente sus espejos sí que murieron en el Pizzaiuolo. Pero
no me puedo quitar de la mente lo cerca que hemos estado. Y todos nuestros
agentes muertos.

Se hizo un silencio, Lucca había recibido un golpe demasiado grande con la


información de Gabriel. Bien es verdad que había algo que no cuadraba, pero los
datos de Gabriel fueron definitivos. Las bajas habían sido muchas, demasiadas. La
evidencia de que el mal se perpetúa era una verdad demasiado dura de aceptar.
Lucca se sentó, aclaró su voz y narró la historia de los seis ángeles caídos, dio sus
nombres: Akibeel, Tamiel, Ramuel, Danel, Azkeel, Asael.
—Esta historia ya te suena, creo que te la contó la arrepentida de
Montesclaros. Tal vez los nombres no los conocieras, puede que ella misma los
desconociera. Las antiguas escrituras mencionan que se enamoraron de las hijas de
los hombres y se emparejaron, pero eso no es así. Es cierto que se emparejaron,
pero no fue por amor. El maligno los envió con una misión muy clara, sembrar el
mal, deshacer el mensaje de amor redentor de nuestro señor Jesucristo. De la
mezcla de Ángel y humano salieron humanos, solo un varón por pareja, que
heredó de su padre Ángel la mancha negra en el pecho, símbolo del mal que nos
engendró.

Pero no todos cumplieron su cometido. Uno de ellos, el más joven e


inexperto, Asael, se dejó redimir por Dios. El profundo amor que sintió por su
esposa redimió su corazón y pudo ver la grandeza de Dios en toda su plenitud.
Arrepentido, dedicó su vida y la de sus descendientes a luchar contra la obra de las
cinco familias restantes. Desde entonces y con toda la sabiduría heredada,
luchamos en cada época contra los descendientes de los ángeles caídos.

—Y tú ¿ya tienes descendiente? -

—Sí, tiene diecinueve años, crece protegido, en el anonimato, en un lugar


secreto.

—¿Y cómo se llama?

—Como yo y como todos los descendientes de Asael: Naysa, que significa


milagro de Dios.

—¿Y si él decidiera no seguir tu voluntad?

—No lo has entendido Gabriel. Nuestro padre Asael nos consagró para
siempre y por encima de todo. Según nacemos sentimos un anhelo incontrolable
de luchar a favor de Dios. Naysa ya sabe quién es y lo que le va a tocar vivir.

—¿No existe el libre albedrio en tu estirpe? —preguntó Gabriel.

—Sí y no. Fue tan grande la conversión del primero de mi estirpe que el
juramento de amor y defensa de la Iglesia nos marcó para siempre. Aunque es
posible que nos equivoquemos o que no queramos hacer Su voluntad, al final
siempre hemos cumplido nuestro destino. Gabriel, me tengo que ir. No puedo
seguir aquí. En pocos días nos vemos.
Gabriel vio como salía por la puerta Lucca. A su lado quedaba María, inconsciente.
Un terrible cansancio se apoderó de Gabriel, dejando caer sus parpados, cayó en
un reparador sueño. Un ruido extraño despertó a Gabriel. Abrió un ojo y vio a una
enfermera vaciando en una jeringuilla un medicamento. Algo normal en un
hospital con una enferma herida, si no fuera porque María tenía ya una vía. Gabriel
saltó como un tigre sobre la enfermera. Del primer ataque cayeron los dos al suelo.
Los tres golpes certeros de la falsa enfermera en la cara de Gabriel confirmaron las
sospechas. Pero Gabriel estaba demasiado débil para pelear, su triste final estaba
cerca. Grito con todas sus fuerzas:

—¡¡¡Socorro, intentan matarnos!!!

Gabriel tenía un plan, no era un gran plan, pero era lo único que tenía.
Necesitaba un segundo de despiste de la asesina.

En treinta segundos se abrió la puerta. Gabriel había seguido recibiendo


golpes. Al entrar la verdadera enfermera, la asesina se despistó un segundo, un
segundo determinante. Gabriel acumuló todas sus fuerzas, alargo su mano para
alcanzar la jeringuilla que había caído a medio metro de él, justo en el ángulo
muerto de su agresora. La agarró fuerte y la clavó en el corazón de la agresora
justo en el momento que la atención de ésta volvía sobre él.

El veneno hizo su efecto en segundos. El corazón hizo su función y el veneno


paralizó el sistema nervioso de la asesina. Gabriel se levantó. Al lado de la puerta
estaba la enfermera paralizada por el horror.

Gabriel no dijo nada, se acercó a María, miró su agraciada cara y la besó la


mejilla. Le pidió el móvil a la enfermera y realizó una llamada.

—Lucca, ¿quiénes sabían dónde nos han enviado que no supieran lo de


Florencia?

—Espera… Gianfranco, Lucía y Roberto… creo. ¿Por qué?

—Porque acaban de intentar matarnos…

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