Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
Lector ecléctico, interesado desde la literatura española del siglo XX, Miguel
Delibes, hasta la literatura Policiaca Inglesa (Conan Doyle, y Agatha Christie...).
Dios no quiso dejar solos a los hombres, y para cuidarles creó a los Angeles.
Éstos debían de hacer cumplir la voluntad de Dios en la Tierra, velando por los
hombres.
Casi todos eligieron a Dios, pero unos pocos no lo hicieron y desde ese
momento encarnaron el mal.
Te ruego, Gabriel, que me tutees, te doy permiso; y te pido que me hagas ese
favor. Cuando uno es mayor y ha tenido que asumir ciertas responsabilidades,
pierde la noción de la familiaridad; ya no tengo familia que me diga las cosas claras
y me llame por mi nombre; echo de menos que se me llame por el precioso nombre
que me puso mi madre.
—Es cierto, pero gente tolerante con nosotros, incluso alguno creyente... —
trató de justificarse Gabriel.
—Bien contestado Gabriel, pero los dos sabemos que tus deseos se parecen
bastante más a ser cura de barrio que a encerrarte a estudiar en Roma. Te he
elegido por dos razones, la primera porque creo que vales, tienes la inteligencia y
el valor necesarios, virtudes que desgraciadamente escasean en muchos sacerdotes
jóvenes de ahora. La segunda razón, ha sido precisamente que no quieres, que tus
deseos no son de estudiar para hacer carrera en la Iglesia. La providencia nos
enseñará si hemos hecho bien.
Marco caminaba sin gracia, con aire aburrido, ni siquiera sus recientes
descubrimientos sobre posibles agentes dobles le habían conferido algo de ritmo a
este sacerdote con alma rutinaria. Sus análisis no eran especialmente intuitivos, era
complicado pasar su trabajo a «Powerpoint» e impresionar al Secretario de Estado.
Las varianzas y covarianzas y series estadísticas de su proyecto eran poco
«vendibles». Marco, estadístico de formación, trabajaba en el departamento de
análisis estadístico. No había podido explicar a demasiada gente a qué se dedicaba.
Una vez, en una entrevista rutinaria con el área de RRHH de la Secretaría de
Estado, había explicado con palabras llanas su cometido:
«conspiraciones».
—Vete a descansar con tu Dios —pareció entender Marco de los labios del
misterioso hombre—. Había abandonado los papeles. Marco sintió un fuerte golpe
en su torso. El charco de agua de lluvia fue cambiando en textura y color a un rojo
muerte. El cuerpo de Marco, tendido en la acera, yacía sin vida, humilde, sin la
más mínima importancia. Nadie fue testigo de su asesinato. El hombre del
sombrero de alas recogió la documentación, tomó del cuerpo yaciente de Marco
todo aquello que ayudara a pensar que un terrible robo había acontecido aquella
triste noche. Guardó los efectos personales y el portátil de Marco y entró en el
coche. Al día siguiente la gente del barrio comentaría: «Cómo sigue golpeando la
droga esta ciudad» o «qué inseguridad dan los extranjeros…». Sería también la
sospecha de la policía.
A modo de aviso, encontró un sobre con los billetes y la dirección del hotel y
los bonos de pago en su taquilla. La cara de sorpresa de Gabriel era un poema. ¿No
se suponía que la taquilla era mi templo de privacidad? ¿Y si hubiera escondido
alguna sorpresa inconfesable?... La nueva vida de Gabriel comenzaba en ese
instante. La realidad estaba adelantando por la derecha a la rutina.
En el sobre había una nota junto al fajo de billetes rusos para los gastos:
«Nada de tarjetas de crédito, cobran mucha comisión y además no las puedes
utilizar».
Tras cenar los frutos secos que había conseguido milagrosamente gratis en el
avión, salió a la mañana siguiente para dotarse de ropa que le permitiera
sobrevivir en aquel congelador sin puertas que era Moscú. Pobres tropas de
Napoleón; nunca imaginó que sentiría tal empatía por los invasores franceses.
Gabriel acababa de volver del lugar de donde nacen y crecen los grandes
dolores de cabeza. Como recuerdo de aquel lugar se trajo una terrible jaqueca que
se había alojado, cuán polizón, en su cabeza. Una luz cegadora contra sus ojos no
ayudaba a recobrar la serenidad después de tan dolorosa siesta. Al esquivar el foco
cegador pudo ver una especie de gorro grande, entendió que lo habían utilizado
para evitar que localizara el lugar a dónde le habían llevado.
—¿Quién eres y para quién trabajas? —preguntó con voz firme, pero
tranquila alguien detrás del foco, en un inglés perfectamente digno.
—Entiendo que ustedes sabrán quién soy, no creo que haya sido el elegido
para el secuestro de hoy —se sorprendió diciendo Gabriel.
—Tiene usted un peculiar sentido del humor señor Fonseca, de eso estamos
seguros; de lo que sí tenemos alguna duda es para quién trabaja usted.
—Pues tengo un jefe muy poderoso, con un punto de mala leche que bien
conocen en Sodoma —volvió a provocar Gabriel.
—Veo que no pierde usted el sentido del humor, ni temiendo por su vida —
comentó el misterioso interlocutor.
—En realidad no soy tan valiente, fui al lugar donde me envió mi rector y
ahí me encontraron ustedes.
—Entiendo que de una manera muy original, eso sí, yo tenía que estar aquí.
No deja de sorprenderme el peculiar sentido de la hospitalidad que tienen ustedes.
—¿Se puede saber cómo no fueron a por Vladimir? Hubiera sido lo más
efectivo, ¿no?—Se interesó Gabriel.
—Claro que fueron por él, todos los disparos fueron contra su despacho, que
da al ventanal principal. Los heridos y los muertos fueron los compañeros que
trabajan justo detrás de su despacho, paredes de cristal, ya me entiende.
—¿Y cómo consiguió salvarse Vladimir?
—Pare, pare el coche, necesito sacar dinero para poder acceder al hotel.
Vladimir debía sospechar que el Vaticano sabía algo, debía impedir que el
Vaticano informara a sus superiores. Previa a la visita de Gabriel, había conseguido
sembrar en la cúpula de la Iglesia Ortodoxa la semilla de la desconfianza con los
católicos. Las rencillas históricas de la Iglesia Ortodoxa con la católica habían
hecho crecer la semilla plantada por Vladimir.
Gabriel trazó un plan que, por loco, le pareció posible. Era una locura
peligrosa, pero siempre hay una primera vez para poner los conocimientos de
relajación hindú.
Por fortuna para Gabriel, el médico consultado era miembro de los servicios
de la Iglesia ortodoxa, una UVI móvil contaría con desfibrilador, instrumento
mortal al ser aplicado contra un corazón sano como el suyo, necesitaba ganar
tiempo y salir de la compañía de Vladimir.
Una cosa más —dijo Gabriel. Vladimir y sus hombres están ahí afuera
esperándome.
Aquel día, María había bajado a desayunar sola. La tarde anterior había sido
el funeral de Marco. Todo muy solemne, la magnífica basílica de San Juan de
Letrán había acogido el funeral de aquel sacerdote callado, trabajador de la
Secretaría de Estado del Vaticano.
María apuraba el café con leche corto de café y el croissant a la plancha que
se había permitido comer, no sin grandes remordimientos de conciencia.
Era una mujer atractiva. Recién rebasados los treinta, media melena y rostro
agraciado, no era una mujer que pasara desapercibida. Nunca le había preocupado
su reloj biológico. Su fuerte carácter y su muy disimulada coquetería, hacían de
María una mujer muy atractiva a la par que temida. Mujer de un corazón sensible,
la gustaba rodearse de todos aquellos que necesitaran un poco de ayuda, o
simplemente de gente que no buscara constantemente simular ser algo más de lo
que realmente era.
Así había conocido a Marco. Tan poca cosa, con la costumbre de no levantar
apenas la mirada, percibió en él una sensibilidad y una bondad que ni el mismo
Marco imaginaba tener.
En los momentos en que el detallado trabajo de María le obligaba a un
merecido descanso en forma de café, María gustaba de acompañarse de Marco. A
veces se preguntaba si su compañero tenía o no desarrollada alguna faceta sexual.
Jamás hacía ningún comentario que pudiera dar alguna pista. Nunca le había visto
mirar de reojo el trasero de alguna secretaria de las que tienen por costumbre elegir
la ropa un par de tallas más pequeñas de las recomendables. Bien es verdad que
Marco era cura, pero a sus muchos homólogos en aquella oficina se les escapaba
una mal disimulada mirada hacia aquellas indiscretas secretarias.
Pero ella sabía que a Marco le habían robado ese pendrive. Unos días antes,
dentro de las oficinas de la Secretaría de Estado, Marco se había metido la mano en
su ropa interior para demostrar a su amiga que sí, que había tenido que comprarse
unos calzoncillos con bolsillo interior para guardar el fruto de su reciente
investigación. Marco había tenido la delicadeza de volver a colocar el pendrive en
su escondite en el cuarto de baño de caballeros. La sospecha de María era sencilla,
Marco era demasiado bueno, nunca veía maldad en la gente y posiblemente contó
a alguien más su ingenioso sistema para esconder su tesoro: los frutos de su
reciente investigación...
Había sido a lo largo de un café, demasiado largo ese día, cuando Marco
había contado a María las conclusiones de su última y no oficial investigación.
De los cuatro años que llevaba trabajando allí, pocas cosas le habían hecho
acercarse al lado espiritual de la vida. Salvo Marco que le había presentado otra
forma de plantearse la vida, de una manera trascendente. Bien es verdad que aun
ahora, tras interminables conversaciones, María no sabría explicar que era eso de
trascendente, pero sí era capaz de describir que las acciones de Marco nunca
fueron movidas por su propio logro profesional, ni siquiera por la pasión por su
trabajo, como era su caso, sino por un extraño, para María, sentimiento de amor a
la Iglesia.
¿Pero cómo puedes amar a la Iglesia, con todos sus defectos y siendo algo
tan mastodóntico y jerarquizado? —le preguntaba entre enfadada y sorprendida
siempre María cuando Marco zanjaba la conversación con esta afirmación: «Por la
misma razón que mi madre amó a mi padre hasta su muerte, no por que no tuviera
mil defectos, sino porque mi madre siempre creyó que, aun con esos mil defectos,
el mismo Dios le había puesto a mi padre para que la cuidara y la amara todos los
días de su vida, y ella, siempre creyó que mi padre así lo había hecho. Así creo que
la Iglesia me cuida y me ayuda».
—pregunto María.
—No lo sé, yo llevo aquí dos días y este ordenador me lo han traído hoy,
recién sacado de la caja, lo estoy estrenando hoy... —contesto un imberbe jovencito
que no llegaría a los veinticinco años.
—Tiene usted razón señorita —se cargó de paciencia María— el caso es que
no sé por qué, él decidió guardar esos archivos en el disco duro. ¿Podría hacerme
el favor personal de dejarme revisar su disco duro? —pidió María con su tono de
voz más servil y lastimero.
María pensó rápido; en realidad no pensó, se dejó llevar por una intuición
nada positiva, detrás de las educadas y aparentemente inocentes palabras de
Francesco Napolitani, María percibió miedo y, ni corta ni perezosa, le soltó:
Perdona, ya sabes cómo son los de Sistemas, o les cuentas que el Papa en
persona me lo ha pedido, o todo son problemas. En realidad, Marco tenía las fotos
de un día que quedamos varios compañeros y él se animó a venir. Lo pasamos
muy bien y, después de lo que ha pasado, pues..., me hacía ilusión tener alguna
foto de ese día. Aunque, la verdad, no tengo ni idea de si las guardó o no en su
disco duro.
María soltó esta parrafada con una soltura rara en ella. Dio la entera
sensación de ser una compañera con nostalgia del compañero muerto, sin más.
—Ok, a ver si hay suerte —contesto María con la mejor de sus caras
angelicales.
María observaba absorta al técnico conectar lo que ella entendió que era un
disco duro en su ordenador. Se movía con una soltura sorprendente, tecleaba
extraños comandos a la par que fruncía el ceño, parecía que algo le estaba
contrariando, pero que a la vez le estaba retando y motivando.
—Me temo que este disco duro ha sido borrado a conciencia. He intentado
recuperar la información, pero este borrado no lo ha hecho un aficionado; se ha
asegurado que la información no se pueda recuperar. Para no aburrirla, le diré que
existen maneras de recuperar la información que se hubiera borrado de la manera
estándar, pero la persona que ha borrado este disco duro, se ha preocupado de
hacerlo a prueba de expertos, y créame, si se pudiera, se lo habría recuperado.
—¡Que va!, hacemos un reset normal. Esto es algo muy raro. María no salía de su
asombro. Un informático del Vaticano le estaba informando de un sabotaje a uno
de los equipos custodiados por ellos y se lo estaba planteando como si se tratase de
una batalla de una especie de juego de rol. Pero la crítica abierta no era la estrategia
más convincente para obtener más información de aquel chaval, más bien al
contrario, la cara de María se tornó en pura admiración. El chaval, percibió que
había impresionado a su interlocutora. Detrás de su pasión por la informática,
había también un hombre joven que había sabido percibir el atractivo de una mujer
como María, con un aire desconcertante de seguridad, que le estaba pidiendo
ayuda. Su cara reflejaba admiración, quién sabe, lo mismo aquel trabajo le podía
proporcionar unas cervezas a la salida del curro con una de las empollonas de la
Secretaría de Estado.
—Alex, ¿y quién habrá podido hacer esto? Supongo que este disco duro lo
tenéis almacenado vosotros... ¿no?
—Pues eso, que lo mismo al salir del curro te apetece tomarte una cerveza.
Terminó por decir Alex, inspirado por la mirada que pocos minutos antes le había
dedicado María.
¿Qué es lo ético?
—No quiero aburrirte con temas estadísticos pero, de la manera más sencilla
posible te voy a explicar en qué consiste mi estudio y sus conclusiones.
Durante hora y media Marco detalló con una innecesaria profundidad los
entresijos estadísticos de su proyecto, tal vez animado por la respetuosa mirada de
su interlocutora. Pero María, que no quería interrumpir a su apasionado amigo,
repasaba mentalmente todos los quehaceres que le esperaban en su casa justo
después de dejar a Marco. No se atrevió a interrumpir a Marco, sencillamente,
porque el tono de éste era tan pasional, hablaba de una manera tan
desacostumbrada de su proyecto, que María no quiso romper este fugaz hechizo
que estaba momentáneamente convirtiendo a Marco en un hombre lleno de fuerza
y confianza en sí mismo.
Decidió coger su pequeña moto blanca, tan típica de aquella milenaria ciudad y
desplazarse hasta aquel desvencijado café del extrarradio de la Ciudad Eterna.
Perdida, a punto de desistir de encontrar aquel café, por fin lo encontró justo en el
lado de la calle que ella hubiera jurado que era imposible que estuviera. Sentada en
la misma mesa que un mes antes había compartido con su amigo, cerró los ojos e
intentó recordar todos los detalles de aquella conversación. El ruido de la máquina
de café y el bullicio del bar le ayudaban a concentrarse. María tenía una memoria
fotográfica, que le permitía recordar conversaciones si tenía una referencia
sensorial que la enlazara con alguna de ellas. Con los ojos apretados fue
recordando toda la conversación.
Pero aquella vez fue una excepción. María encontró una noticia en la versión
digital de la República, justo antes de acostarse, que le llamó poderosamente la
atención. Cortó el enlace y se lo envió a su correo electrónico del trabajo. A la
mañana siguiente, rebotó ese correo a Marco. El artículo describía nada menos que
una supuesta inversión dudosa de varios obispados italianos en empresas
relacionadas con la Mafia. Marco no había sido demasiado receptivo con la noticia
y habían comenzado una surrealista discusión digital.
María recordó que en medio del furor de la batalla Marco le puso como
ejemplo, no recordaba muy bien por qué, la honestidad y el desprendimiento de
una comunidad de monjes de la alta Toscana.
María salió del bar olvidando pagar la cerveza sin alcohol que, sin sed, había
pedido. El camarero, en una carrera impropia de un hombre de su edad, le recordó
amablemente que se le había olvidado pagar. María, aturdida dejo cinco euros y
salió corriendo, arrancó su moto y recorrió a toda prisa, algo inusual en ella, la
distancia que le separaba de las oficinas del Vaticano. No cayó en las posibles
dificultades para intentar acceder un viernes a las ocho de la noche de un frío
febrero, hasta que el guardia de seguridad le impidió el paso a la oficina.
—replicó el guardia.
María navegó por la intranet del Vaticano hasta poder conectarse a través de
ella al correo electrónico corporativo. Agradeció su maniática costumbre de
clasificar todos los correos, pudiendo encontrar rápidamente en la carpeta de
«Personales» la conversación mantenida con Marco.
Tuvo que abrir varios correos hasta encontrar aquel en el que Marco hacía
referencia al misterioso monasterio; se refería a la Abadía Benedictina de San
Emiliano en Congiuntoli en Isola Fossara, a unos 230 kilómetros de Roma en
dirección nordeste, en medio de los Apeninos.
El Tom-Tom hacía sentirse a María como la mujer más imbécil del mundo;
ella que había estudiado duramente para no tener que obedecer ciegamente a
nadie, que había sido la alumna más guerrera de aquel colegio de las hermanas del
Sagrado Corazón, donde sus padres (personas más bien ateas) se habían
empeñado en meterla. Y ahora se encontraba obedeciendo ciegamente a un
cacharro tonto, con voz desagradable que le dictaba instrucciones incomprensibles
y casi siempre retardadas. Pero María sabía que enfrentarse ella sola a este viaje
con un mapa de carreteras era una empresa demasiado complicada. En su infancia
y juventud no había querido nunca reconocer sus dificultades para entender
rápidamente un mapa, cosa que su hermano pequeño, tan poco aficionado a los
estudios, hacía con pasmosa facilidad.
Pero, haciendo un ejercicio cercano al espiritismo, Paolo, tal vez guiado por
la cara de asombro de María, dirigió hacia ella su mirada más tierna y más
pausada, continuó.
—¿Que cómo yo, un monje encerrado entre unos muros, que no vive la vida
real puedo hablar de vida con mayúsculas y de aventuras, de sueños realmente
grandes?
De aquí a que lleguemos, por muy despacio que vayas, no puedo conseguir
que lo entiendas, y no por las palabras que te pueda dedicar para explicártelo, sino
porque las cosas verdaderamente importantes tienen su momento para ser
entendidas.
—Imagina que la comida que comieras tú, sirviera para quitar el hambre de
un par de niños en un país con hambre crónica, ¿no comerías seis o siete veces al
día para poder aliviar el hambre de cuantos más niños hambrientos mejor? Pues
nuestra labor es la misma, nuestro hambre no es otro que el hambre que todo
hombre tiene de Dios. Nuestras oraciones son aquellas que tantos y tantos hombres
no pueden o no quieren dedicar a Dios, y con nuestro esfuerzo, esas oraciones son
dirigidas a Él. Pero no porque Él las necesite, es porque nosotros las necesitamos.
Digamos que los hombres de oración nos sentimos como pequeños artesanos de
Paz, construyendo humildemente oraciones.
—Perdona María, toma ese camino que sale a la derecha, va a dar al parking
de la Abadía y nos ahorramos todo el empedrado de la entrada.
María dudó un segundo, pero aquel fraile le había hablado con tal devoción
de su misión en la Iglesia que no podía ser uno de los malos.
—No sé si Marcó os habló o no de su última investigación. Te resumo
porque creo que no tenemos mucho tiempo: Marco descubrió una quinta columna
en el Vaticano, una serie de agentes dobles que trabajan para destruir la Iglesia, y
también creo que su muerte no fue un accidente con un yonki desesperado por el
mono, creo que a Marco lo mataron por lo que había descubierto, pero también se
llevaron con él sus investigaciones. He venido por si Marco, hombre inteligente y
prudente, hubiera dejado aquí alguna copia de su trabajo.
—Me dejas helado. Marco venía a visitarnos con afán de oración, pero
también de trabajo. Las innumerables horas que dedicamos al estudio, él las
dedicaba a sus investigaciones, nosotros trabajamos con códices y libros antiguos,
Marco siempre iba acompañado de su portátil. ¿Por qué has dicho que nos queda
poco tiempo, María? —preguntó Paolo con aire de preocupación.
—Digamos que creo que esta gente sabe que yo sé algo; están muy metidos
en el Vaticano, de hecho creo que el que fue jefe de Marco es uno de ellos, y tienen
un control total del sistema informático. Hace cuatro horas me he conectado a mi
correo para encontrar esta Abadía.Y algo me dice que esta gente sabe que he
venido aquí y para qué he venido.
Paolo advirtió el terror en la cara de María, pero con su tono más pausado y
seguro la preguntó:
—María, necesito que me dejes tu teléfono móvil, necesito hacer una llamada.Y
tranquila, creo que nada malo nos va pasar. María poco a poco volvía a coger color,
no por el intento de tranquilizarla de Paolo sino porque su cuerpo estaba
segregando alguna sustancia que estaba trasformando a María de una mujer
paralizada por el pánico, en inconsciente con ganas de aden-
trarse en la abadía.
—Puede que haya pasado algo normal, puede que alguien se encuentre mal
y estén acompañándole en la cocina...
—Eso es tan probable como que mis hermanos hayan decidido colgar los
hábitos y estén celebrando una fiesta nudista
—A la Policía no, nuestra ayuda tardará aun un poco en venir, y creo que no
tenemos ese tiempo.
Sabrás que tienes que cortar la luz porque oirás las campanas del templo; las
oirás de lejos, muy sutiles, porque son las que utilizamos para llamar a la oración,
están programadas para avisarnos las siete veces que debemos de rezar durante el
día y la noche. Cuando suenen, aproximadamente dentro de diez minutos, sabrás
que debes cortar la luz, por favor, baja solo el magnetotérmico, quiero simular una
caída del suministro. Cuando oigas las campanas deja pasar un minuto, más o
menos, y luego corta la luz.
No es sencillo llegar hasta el cuadro, tendrás que andar por media abadía,
sin conocerla y a oscuras. No enciendas ninguna luz, por favor.
Escucha con atención, vamos a entrar por las antiguas cuadras, ahí nos
separaremos, yo necesito acercarme para ver cuántos son ellos y como están mis
hermanos. Cuento con la ventaja de que puedo moverme por la abadía a oscuras y
ellos no; porque me temo que tendremos que actuar antes de que nos llegue ayuda.
Una vez en el antiguo cuarto del Abad, cuidado con los trastos, también
utilizamos este cuarto de almacén y te vas a encontrar con somieres apilados,
colchones y ropas de cama que, no sé muy bien por qué, seguimos guardando.
Recorre todo el cuarto y al final del mismo verás una puerta de madera muy tosca,
tendrás que abrirla procurando no hacer demasiado ruido, es vieja y parece sacada
de una película de miedo, esa puerta te llevará al coro de nuestra Iglesia, en el coro,
junto al órgano, está el cuadro de luces. Cuidado, no me extrañaría que hubiera
alguien en la Iglesia, sabrán que falto yo, y pensarán que puede que me dé por ir a
la Iglesia.
—Digamos que todo aquel que no vaya con un look años veinte del siglo xii
es malo —resumió con cierta ironía Paolo.
Antes de que sus nervios hicieran preguntar alguna sandez más, Paolo la
condujo con una agilidad inusual para su edad hasta lo que entendió María que
serían las antiguas cuadras. Paolo andaba mirando hacia todos los lados menos
para el suelo, como si el suelo ya lo hubiera visto durante los años de vida
contemplativa y ahora necesitara concentrarse en lo ajeno, aquello que estaba
poniendo en peligro a su familia.
Las antiguas cocinas resultaron ser una habitación grande, de techos muy
altos, con unas ventanas mal cerradas cuando no directamente rotas, se colaban
ráfagas de viento y nieve que, al entrar, provocaban silbidos. María no se había
considerado nunca una mujer miedosa, bien es verdad que parte de su valentía
residía en una voluntad férrea de no ser menos que un hombre, por lo que más de
una vez, de niña, simuló no tener miedo al igual que su hermano menor, solo para
que sus padres no vieran en ello una debilidad. Sin embargo, aquella noche, con el
abrigo de nervios que traía María, aquella oscura habitación y aquella banda
sonora, provocaban en María un malestar que rayaba en la parálisis.
Avanzar o no por aquella habitación cubierta por dos grandes espejos rotos,
no era una opción para María. Con la ayuda de la luz que emitía su móvil, recorrió
la primera parte de la ele, procurando evitar mirar hacia aquellos fantasmagóricos
espejos rotos, por si el reflejo de los mismos no fuera el esperado.
La parte alargada de la ele resultaba aun más desangelada que la anterior,
eso sí, esta parte, más hacia el interior de la abadía, no dejaba entrar la ventisca,
quedando a su espalda los silbidos. Pero un silencio hueco dominaba la estancia
que estaba atravesando ahora, sin espejos, pero con un mayor número de trastos
que apenas permitían atravesar la estancia. Caminaba con cuidado, pero con el
convencimiento de estar tardando demasiado tiempo en recorrer los escasos veinte
metros que la separaban del lugar donde estaba la puerta.
Intentó agarrar con fuerza el somier que suponía estaba cerrando el paso
hasta la puerta, tiro de él una vez que lo tuvo bien agarrado, no cayó en que este
viejo somier, con sus muelles sueltos, se había hecho solidario al siguiente, éste no
sujeto por el brazo fino pero fuerte de María.
Una abadía del siglo xii cuenta con un repertorio de ruidos nocturnos lo
suficientemente amplio como para que el estruendo provocado en las antiguas
cocinas pasara desapercibido. La noche de tormenta, el viento huracanado había
hecho caer ya varias tejas del antiguo tejado.
Los caballeros de la Societá tenían un nombre doble, el real, uno del país del
que provinieran, y otro falso, siempre de algún personaje precristiano o ateo. Los
integrantes de esta organización llevaban, de cara a la galería, una vida
completamente normal, incluso pía en algunos casos, siendo bautizados, haciendo
la comunión, confirmación, matrimonio católico e incluso ordenados sacerdotes. La
principal ventaja de la Società era ser desconocida; solamente su máximo enemigo
y objetivo, la Iglesia Católica, sabía de su existencia, pero el desconocimiento total
por la opinión pública, les permitía moverse con completa impunidad.
Desplazó con cuidado el somier que ocultaba la pequeña puerta que Paolo le
había indicado. La abrió y descubrió las escaleras que la llevarían al cuarto del
Abad. Las recorrió rápida pero sigilosamente; la posibilidad de haber errado de
puerta era pequeña, pero existía. Si en vez de dar al cuarto del Abad, llegaba al
cuarto de lectura y denotaba su presencia, María y Paolo estarían perdidos.
María tenía una extraña relación con estos solemnes instrumentos, nunca
lograba explicarse de donde salía el aire que penetraba por aquellos tubos,
provocando el quejido musical. Pero ese no era el momento de descubrir su infantil
duda. Rodeó con la mirada el coro y localizó el lugar donde estaba el cuadro de
luces. Una caja horrible que solo un hombre horriblemente práctico y antiestético
hubiera sido capaz de colocar junto a una sillería de nogal del siglo xVi.
Dedujo que debía de ser alguno de los extremos, y apostó cuál debería ser el
primero en levantarse, pero ahí estaba su duda,
Séneca había entrado en la Iglesia con una linterna y agarrando del brazo a
un viejo monje que le guiaba hasta los plomos caídos.
María supo del éxito de su misión y consideró que esas formas y ese
vocabulario no eran propios de un monje, ni siquiera de un monje amargado y sin
vocación. El traje de monje que portaba no había sido suficiente para engañar a una
mujer tan lista como María, incluso en aquellos momentos donde todas sus
decisiones no pasaban siquiera por su corteza cerebral.
Debía esconderse pero, ¿por qué no aprovechar que aquel hombre estaba allí
para liberar a los monjes?
Llegó a lo que era evidentemente una sala de estudio, con viejos libros
abiertos y grandes lupas y flexos en cada puesto para poder distinguir las ricas
notas que los antiguos monjes habían incorporado al copiar los originales.
Saliendo por la única puerta que había y que no fuera la que acababa de
dejar tras de sí, encontró un largo pasillo, este sí, caliente, o por lo menos,
templado, y a unos 20 metros, la puerta entreabierta de una habitación: tenían que
ser las cocinas.
Pero Séneca había sido muy bien entrenado, para suerte de María: en
momentos de ira tenía prohibido dejarse llevar por ella, por el contrario, debía
analizar la decisión fríamente.
Y lo mejor que encontró fue golpear al viejo monje contra la mesa y encerrar
a María y al viejo en la cocina, atrancando la puerta por fuera. Con luz sería mucho
más fácil acabar con ellos sin llevarse ninguna herida más.
Séneca estaba bien entrenado, pero era mortal y, la ira ciega al más
entrenado. Se le escapó pensar en que, si había sido aquella mujer la que había
liberado a los monjes, ¿qué hacía entonces mirando hacia las sillas vacías? Si
Séneca no hubiera estado cegado por la ira, ese detalle no se le habría escapado.
Lanzado como un lobo acorralado Séneca se dirigió hacia la Iglesia, ya sin su guía,
no lo necesitaba, sabía dónde levantar los plomos.
Paolo había tejido hábilmente su plan, comprobó rápidamente que era uno
solo el coche desconocido que estaba medio oculto cerca de la abadía. Una vez
visto que la visita era como mucho de dos asesinos, comprobó que fuera no había
nadie; eso era síntoma de que solo quedaba uno; si hubiera habido dos era
obligado dominar el perímetro, sobre todo en una misión en la que se enfrentaban
a un enemigo poco poderoso y desconocedor del peligro.
Si había un solo asesino lo lógico era que estuviera situado a medio camino
entre el lugar de los rehenes y la puerta donde deberían de aparecer los objetivos.
Los casi cuatro minutos que tardaría el anciano hermano Rodolfo (el único
que conocía el emplazamiento del cuadro de luces) en guiar al asesino hasta el
mismo sería suficiente tiempo para poder liberar a los hermanos y conducirlos a la
bodega del monasterio, allí estarían seguros, si su plan se cumplía.
Cada mañana rezaba por su difunta esposa, para que ella, desde el cielo le
cuidara y le hiciera un hueco a su lado para la eternidad.
Su bastón, sus raíces, Simonetta lo había sido todo para él, tanto fue y tanto
la amó que parecía que no iba a saber vivir sin ella. Paolo, siempre hombre de fe,
supo salir del hoyo gracias a ella. Salió y volvió al que había sido su trabajo desde
joven, inspector de los carabinieri.
Aceptar que Dios le creía capaz de vivir sin Simonetta, y que aun tenía un
plan para él, fue su nuevo renacer, y justo en ese renacer profesional, de volver a la
alegría, a reír con sus compañeros y amigos, justo cuando la vida volvía a florecer,
fue cuando Paolo decidió abandonarlo todo. No fue una decisión improvisada,
desde el mismo día en que Paolo sintió que deseaba más estar en esta vida que
acompañar a Simonetta en la otra, ya germinó en su corazón su anhelo de
encontrase con Él en el silencio, fueron dos años de maduración personal y de
buscar un lugar donde aceptaran a un expolicía viudo y cincuentón.
Y ahora la Società había atacado lo más sagrado para él. Paolo tenía claro
que nada ni nadie, por muy secreta y poderosa que fuera, le iba a arrebatar otra
vez su familia.
CAPÍTULO VII
Gabriel fue dándole cuerpo a una descabellada idea: el extraño hábito negro
de su interlocutor, el utilizado por los Hermanos de San Juan de Dios para actos
solemnes y para... ¡trabajar en la enfermería del Vaticano!
Salvando las distancias, Gabriel era un joven de unos treinta años, moreno,
de un pelo negro rayando lo artificial, con una nariz tirando a pequeña, recta, bien
perfilada, boca y mentón marcados, pero sin desentonar, unas facciones que le
conferían de por sí un atractivo evidente, culminado este por unos grandes y
profundamente ojos azules, de un azul turquesa con personalidad.
Para colmo de sus males, Gabriel era absolutamente ignorante del efecto que
su apariencia y sus casi ciento ochenta y cinco centímetros provocaban en muchas
personas. Ese desaliño no fingido, y unas incipientes canas en las sienes, hacían de
Gabriel más un modelo que un sacerdote doctorado en la más prestigiosa
Universidad católica de Roma.
La hermana Cleo, era una mujer de profunda vocación, pero también de una
marcada humanidad.
Cleo, a sus cincuenta y nueve años, había dedicado su vida al servicio de los
enfermos, pero no solo desde una cercanía maternal, sino con una profesionalidad
absoluta. Un trato maternal, sin la máxima calidad profesional, era intentar acabar
con un incendio con un vaso de agua. Estas convicciones férreas, unidas a una
sólida espiritualidad habían hecho de Cleo una candidata perfecta a superiora
general de la orden, pero ella se sentía en su lugar en la enfermería del Vaticano.
Poder atender al Papa era para ella como atender al mismísimo Jesucristo. Y
aunque, el actual Papa gozaba aun de una salud de hierro, tan solo la esperanza de
poder llegar a ser útil, mantenía a la hermana Cleo alejada de los problemas de ser
la Superiora General de las Hermanas Hospitalarias.
El Secretario de Estado del Vaticano estaba sin duda entre los cinco hombres
más ocupados del mundo y, que estuviera allí en ese momento, sin previo aviso,
era indicativo de algo muy importante, o tal vez muy grave, ya que Gabriel no se
consideraba digno de ningún interés.
El Cardenal Espínola hizo ademán de hablar pero un gesto con la mano del
Cardenal Cratino le hizo desistir. Entonando su grave voz se dirigió a Gabriel:
Todos estos gestos fueron apreciados por el Cardenal Cratino, que retomó el
hilo de su discurso.
—Hace honor usted a la sangre española que corre por sus venas, no ha
reaccionado usted como lo habría hecho un nórdico, con una obediencia que
incluso llega hasta lo fisiológico. Déjeme que le expliquemos el porqué de este acto
aparentemente irracional e impropio de dos servidores de la Iglesia como nosotros.
En nuestra vieja Europa, en los últimos sesenta años nos han comido
demasiado terreno.
Y ellos saben que desde fuera no se nos puede destruir, para hacer caer el
edificio de la Iglesia necesitan alejarnos del mensaje evangélico, hacernos
pomposos, altivos, seguros de nuestras ideas y alejados de la realidad del
Evangelio.
Las ilusiones e idealizaciones nos han alejado de la vida real de las personas.
Si la Teología sirve para explicar a Dios, ahora se hace necesario que Dios mismo
baje a explicárnosla. La Societá ha introducido sus tentáculos de tal manera en
nuestras raíces que nunca antes hemos tenido una fe más platónica, más alejada de
la realidad, preocupada por un cielo perfecto, distante en todo de la deformada
realidad que tenemos aquí, en la tierra.
Sin gente como tú, joven, preparada, independiente, humilde, que ame a la
Iglesia y a la gente que la forma, esta batalla la perderemos.
Gabriel había escuchado el crudo relato del Cardenal con una mezcla a
partes iguales de preocupación y responsabilidad.
—Eminencias, creo que han sido demasiadas cosas nuevas por hoy, estoy
cansado, necesito descansar.
—Por descartado Gabriel, no te molestamos más —comentó con timbre
conciliador el cardenal Espínola de Madrid.
—Por descontado que sí, Gabriel, no estás en una cárcel, puedes entrar y
salir cuando quieras —contestó cortés el Cardenal Cratino.
CAPÍTULO VIII
Gabriel se sabía aun muy lejos del Gabriel que le gustaría llegar a ser...
El otro hombre era un religioso, un monje, por sus vestiduras y por sus
maneras tranquilas; pero sus ojos, vivaces y seguros, dejaban entrever una vida
nada rutinaria, no muy propia de un monje de clausura. Tampoco era frecuente
encontrarse un monje en el Vaticano.
Paolo se había puesto a disposición del Vaticano para terminar la misión que
arrancara de las elucubraciones de un humilde sacerdote especialista en
estadística, muerto hacía ya dos meses.
Que la Societá se hubiera preocupado de enviar a Séneca era una muy mala
noticia para María. Era una prueba inequívoca de que la querían muerta y por
extensión que había descubierto algo realmente importante.
María colocó su ordenador mental y relató con toda la claridad que pudo,
todo lo ocurrido desde sus conversaciones con Marco, hasta su decisión de viajar a
la abadía.
María relató con toda la aparente tranquilidad que pudo el relato de sus
últimas semanas. Bien es cierto que a veces titubeaba y sentía como su
normalmente fría y perfecta voz se resquebrajaba. Intentó mantener la compostura
delante de aquellos dos hombres. Es verdad que aquel funcionario del Vaticano le
pareció desde el primer momento un pequeño personajillo sin importancia, pero
Paolo era otra cosa. Aquel impredecible monje había resultado ser, antes que
monje, alguien muy importante en los Carabinieri. Estaba claro que era la persona
que le podía ayudar a resolver la muerte de Marco.
—Paolo, ¿no me querrás decir que no te suena nada de esta información que
te tendría que haber dado Marco?
—Pues la verdad, siento decirte que no, que Marco no me dio ninguna
información o por lo menos no me la dio explícitamente. Y conociéndole como le
conocí, me parece lógico que me la diera, pero no lo hizo. Cuando revisé mi celda
de la abadía pude comprobar que Séneca, el asesino, había pasado por allí
buscando algo, Marco era ingenuo, pero sabía que lo que había descubierto era
importante. No podía dejarlo al alcance de cualquiera que registrara mi celda. Y
queriéndome como me quería y siendo una copia de seguridad que él creía que
jamás sería necesario usar, es más que probable que la escondiera, la cosa es saber
dónde.
—No —contestó María— la cosa es saber cómo pensó, el dónde nos lo dará
su forma de pensar. Entiendo que no debería ser un algoritmo muy complejo, pero
sí ilegible para unos asesinos como los que él perseguía.
Paolo no sabía muy bien hacia donde se dirigía el juego planteado por
María, el protocolo que él siguiera tantas veces en su anterior vida, le llevaría a
registrar la abadía de cabo a rabo, en sus mínimos detalles, pero Paolo quería dar
un voto de confianza a María, teniendo en cuenta que la presencia de un grupo
especial en el monasterio sería muy complicado de ocultar, además de ser
imposible asegurar que el grupo estuviera limpio de agentes dobles. Era preferible
aguantar unas horas antes de dar la orden de registrar.
—La idea es que hay que dar dos pasos para llegar al lugar donde ocultó
Marco el pendrive. Uno solo es poco seguro, además de exponerse a la casualidad
o la suerte del enemigo del que intentaba ocultarlo. Con doble encriptación se
cuenta con la ventaja de que el enemigo no sepa que realmente hay una suerte de
mapa del tesoro; si el enemigo busca sin más, es prácticamente imposible
encontrarlo. Creo que no me estoy explicando. Intentaré hacerlo más sencillo.
—Un algoritmo de doble encriptación consta de dos partes. Imagina que tú eres
Marco y escondes el pendrive en algún lugar del monasterio. Un buen sabueso
podría encontrarlo con solo buscar concienzudamente. Eso sería un algoritmo
simple. Imaginar dónde lo escondería Marco. Para evitar que un buen sabueso dé
con el tesoro escondido se utiliza una doble encriptación. Imagina que yo quiero
trasmitir por radio a un aliado una información cifrada, por muy complejo que sea
el código de encriptación, si es auto explicativo, el enemigo terminará
descifrándolo. Imagina ahora que tú y yo, antes de separarnos, nos ponemos de
acuerdo en utilizar un libro, eso sí, idéntico ambos, con las mismas páginas, nos
separamos y lo que nos enviamos es la página, el número de renglón y el número
de palabra dentro del renglón. Podríamos estar pasándonos códigos eternamente si
el enemigo no adivina sobre qué libro estamos aplicando el código. Puede incluso
que identifiquen rápidamente que se trata de un libro, pero si no saben de qué
libro se trata sería imposible adivinarlo. Marco ha utilizado este mecanismo para
esconder la información. La cuestión es ¿qué libro ha utilizado que conozcamos o
que, al menos, pudieras conocer tú?
Paolo, obediente, daba vueltas a su cabeza para identificar ese «libro», ese
vínculo de unión entre Marco y él, que estaba buscando María.
Pero la liturgia de las horas no tenía pinta alguna de libro, aun así, se lo
comunicó a María. Lo que para él podía no tener demasiado sentido, pudiera ser
que para María sí lo tuviera.
—Te refieres a las oraciones de los monasterios, las que siempre rezan los
monjes en las películas. Perdona, no te había entendido.
Ella, disfrazada de Clarisa, tenía mucho más pinta de religiosa que aquel
joven alto y demasiado bien parecido de cura. Era curioso que ella no fuera la
única disfrazada de aquella sala.
—Pues siento no poder ayudar más, tengo ideas vagas, algunas lecturas que
le gustaban más, pero nada determinante, con las ideas que recuerdo podríamos
sacar más de cuarenta y cinco hipótesis igual de plausibles unas que otras sin
poder discriminar entre ellas —se justificó Paolo.
—Paolo, tiene que haber algo más, ese libro tan grueso no puede ser la pista,
y me temo que si hay realmente alguna pista, ha de estar en la abadía.
María faltaba a la verdad con aquel tono triste, compungida por tener que
volver a aquella oscura abadía. Su estado de excitación había mutado del pánico de
apenas unas horas antes a una subida de adrenalina que le pedía más. Además,
tenía una extraña sensación de invulnerabilidad que no se basaba realmente en
ningún razonamiento lógico. María se sentía valiente en medio de un lugar
protegido y necesitaba su dosis de esa nueva droga que había probado, la
adrenalina.
—Ya lo venía diciendo yo, hay que ir a la abadía y peinarlo todo —afirmo
con cierto orgullo mal disimulado Paolo.
—No, ¿pero qué dicen?, están ustedes en peligro. Si salen sus vidas corren
serio peligro.
El otro era completamente diferente. Alto, rubio, con unos ojos azules
brillantes, que, sumados a sus finos modales, hacían de él un sospechoso poco
probable. Pero, para María, no había nadie que se librara de ser sospechoso.
—No tenemos más que diez minutos, por favor, hablad con los monjes,
explicarles la nueva tasa de basura, preguntar por el prior. En diez minutos
estamos otra vez en la cabina.
Una vez dentro, Paolo se giró hacia María, y asiéndola firmemente por los
hombros la explicó.
La única pista unívoca que tenemos es la liturgia de las horas, creo que de
aquel pesado libro poco podemos sacar, hemos de mirar el cuándo y el dónde —
afirmó María, tratando de ser lo más expeditiva posible.
—El cuándo es complicado, no hay marcada una hora exacta para la liturgia
de cada rezo, son ámbitos temporales, al amanecer, al caer la tarde, etc. No creo
que vaya por ahí la pista —afirmó con cara de circunstancias Paolo.
—Sólo una parte de las oraciones, las intermedias, pero las principales las
rezábamos todos juntos en el oratorio —contestó Paolo sin ánimo de recriminar
nada.
—Esas flores no son de aquí y es una muy buena manera de que te dejen
entrar en el oratorio unos pobres monjes. Ofrecer a la Virgen un bello y caro ramo
de flores es un pasaporte que te lleva, sin peaje alguno, hasta este lugar.
—¿Os sentabais en algún lugar concreto cada uno? preguntó María
intentando explorar posibilidades.
—Sí, es verdad, esa puede ser la pista, él siempre se sentaba en esa silla —
afirmó Paolo señalando uno de los puestos de rezo en un extremo.
—Ya han registrado todo esto. Es inútil que busquemos, si estaba aquí ya lo
tienen ellos —afirmó apesadumbrado Paolo.
—No sé, tal vez varios, o tal vez ninguno... Déjame pensar...
—Y si tuviera que ver con el rezo de las horas mucho mejor.
—Vamos para allá —ordenó con voz firme, pero suave María.
Paolo enseguida comenzó una búsqueda intuitiva, pero aquella iglesia era
un pajar demasiado grande para una aguja tan pequeña. María permaneció quieta,
en mitad del templo, pero una parte de ella no estaba quieta, su cabeza mantenía
una actividad frenética, buscando solución al enigma.
—¡Eso es! —exclamó María— Paolo, deja por favor de buscar en sitios donde
podría encontrarlo cualquiera y busca un nueve, un lugar donde veas un 9.
trar nada.
Y dejándolo todo corrió hacia la sacristía seguido a unos metros por María.
—Cómo que no, claro, aquí mismo —el párroco señalaba hacia una puerta.
María pensó deprisa, por un lado, lo lógico, lo que tenía sentido común, salir
por aquella puerta y encontrarse con Paolo. Por el otro, lo neurótico, suplicar
ayuda a aquel sacerdote, que le creyese e intentar huir.
Nunca había tomado una decisión tan convencida, y posiblemente esta era la
decisión más ilógica que había tomado en su joven vida.
—Padre, no le puedo explicar nada ahora, se tiene que fiar de mí, temo que
hayan asesinado al hermano Paolo, y que sí yo salgo por esa puerta me pasará lo
mismo. Solo necesito que se fíe de mí, montemos en su coche y salgamos volando
para Roma —suplicó María a aquel sacerdote.
—¡No! —afirmó tajante María —si hace eso, ellos sabrán que pasa algo.
—No se preocupe señorita, y por favor, confíe en mí.
Era mejor esperar, por lo que había visto el eficiente agente de la Societá,
aquel cura pesado estaba entreteniendo al objetivo. En breves minutos saldría
María con la última prueba que podía poner en peligro la Societá.
Tenía que tener paciencia, no convenía entrar en aquella Iglesia, según sus planes,
debían morir solo los objetivos marcados. Habían pasado unos breves minutos
cuando un motor de coche rugió al otro lado de la Iglesia. Un pequeño Fiat
Cinquecento salía revolucionado por la calle paralela a la que Aristófanes esperaba
a su objetivo.
Aún con una velocidad punta menor, el camión frenaba mucho menos en las
curvas, y poco a poco iba recortando distancia con aquel pequeño turismo que se
esforzaba apurando las marchas para conseguir la mayor velocidad, pero era
evidente la diferencia entre un piloto amateur y uno experto.
A escasos diez metros del coche del cura y María, el camión recorrió los
primeros seis kilómetros de comienzo del puerto, la parte más recogida. Una vez
alcanzado ese punto, las caídas se hacían muy pronunciadas, las que necesitaba
aquel frío asesino para completar su plan.
El lugar era ideal para un accidente, pensó Aristófanes, pero iba a tardar un
tiempo precioso en bajar y recuperar el pendrive. Hizo un cálculo rápido del
tiempo del que disponía. Puede que las autoridades locales se presentarán en un
plazo no menor de treinta minutos. Si María había avisado a la Secretaría de
Estado, era improbable que tardaran menos de una hora, a no ser que utilizaran el
helicóptero, pero Aristófanes confiaba en que algún agente de la Societá
obstaculizaría los trámites para que esto no ocurriera. En todo caso, pensó, debía
darse prisa en recuperar el pendrive.
Con decisión pero con cierta aprensión, María introdujo su mano en el ancho
tubo de escape de la furgoneta, en los primeros diez centímetros no encontró nada,
pero no se desanimó; continuó y justo en el punto en el que la musculosa mano de
aquel agente ya no hubiera podido meterse más estaban esperando las llaves.
Con las llaves en el contacto, María contactó mediante clave con su agente
del Vaticano. En apenas un minuto recibió instrucciones. Nada de volver a Roma.
Arrancó la furgoneta y regresó por aquella carretera hasta el pueblo, lo atravesó, se
dirigió hacia la abadía y la dejó a su derecha, continuó durante los sesenta
kilómetros de curvas y un puerto de mil seiscientos ochenta metros de altura que
comunicaba con la vecina región de la Marche.
Era justo la dirección que la Societá no podría prever que María tomaría.
Había tres carreteras que unían Isola Fossara con Roma, pero el camino seguido
por María se adentraba en los Apeninos para llegar al valle de Chiaserna.
María apenas pudo ver claramente los rasgos de aquella religiosa; si fuera
una agente de la Societá ya estaría muerta, por lo que miró al frente y obedeció las
escuetas instrucciones que le iba dictando aquella religiosa de pocas palabras.
Bajando la rampa del parking aquella misteriosa monja giró su cabeza.
Hasta ese momento se había dirigido a ella mirando de frente y confesó:
María ni siquiera respondió; asintió con la cabeza, bajo del coche y siguió a
aquella mujer vivaracha y pequeña de mediana edad, de ojos profundos y
facciones dulces, con una curiosa boca pequeña. Una mujer en tensión, con gesto
preocupado pero que poseía un halo de bondad que convenció a María.
Salieron del parking con las últimas luces del crepúsculo. Aquel día de
febrero había sido frío y el cielo había permanecido cubierto desde primera hora.
Daba la sensación que la tragedia estaba prevista para ese triste día y ahora,
tras consumarse ésta, parecía que la paz volvía poco a poco. Ajena a la tragedia de
María, la nieve comenzó a caer sobre Cantiano.
El trayecto a pie duró apenas tres minutos. Durante ese breve paseo sin
palabras, el silencio de la nieve se fue adueñando del pueblo. En cualquier otra
circunstancia María habría deseado entrar en cualquiera de esas casas de piedra,
pero de interiores cálidos y bien decorados, para dormir plácidamente bajo un
mullido edredón nórdico. Pero las circunstancias no eran normales y María, al
mirar hacia aquellas casas anónimas, veía posibles traidores, posibles asesinos
dispuestos a todo.
CAPÍTULO IX
Cuando la nevada ya era intensa y las pisadas de las dos mujeres rompían el
manto blanco de nieve, la religiosa se detuvo en una esquina y se dirigió a María:
—Mi nombre es Rosa María, hermana Rosa María, para servirte. Al girar esa
esquina está mi convento. Posiblemente el agente doble se habrá percatado de mi
ausencia, tal vez no, no lo sé, todo depende de si ellos ya han dado la voz de
alarma.
María volvió a asentir sin abrir la boca, poco imaginaba aquella diligente
monja lo que María era capaz de hacer por salvar su vida. En dos semanas se había
conocido más que en 30 años de vida rutinaria. El instinto de supervivencia
llamaba con tal fuerza que el mal olor de un cubo de basura era un peaje que
fácilmente pagaría.
El cubo de basura era grande, de color marrón claro con una tapa verde
oscura. La idea de sor Rosa María era, tapar el campo de visión abriendo la tapa, y
aprovechar ese instante para que María se colara en su interior.
El plan previsto se cumplió con precisión germánica y María notaba los
baches del adoquinado medieval dentro de aquel maloliente vehículo. El mal olor
era anecdótico. La pituitaria de María llevaba saturada horas; el estrés y la
amargura del alma al sentir muertos a sus compañeros, se habían materializado en
un olor profundo y desagradable. María tenía la sensación de haber sudado
sangre.
Sor Rosa María había trazado un plan muy arriesgado. Era consciente de
que si sus sospechas eran falsas, se podía producir un escándalo importante en el
monasterio. Sin embargo, en su interior le había saltado un fusible de
preocupación, y estaba decidida a arriesgarse con tal de proteger a aquella mujer
que tan importante era para la Iglesia.
Subieron las escaleras. María poco pudo ver del convento. Las escaleras eran
antiguas, de roca labrada, sin adornos. Tras superar el descansillo se adentraron en
un pasillo con suelo de madera que temblaba al paso de las dos mujeres. Sor Rosa
María, le señaló los extremos de las láminas, justo en el lugar donde se acoplaban
en la pared, para evitar hacer un ruido que no se podían permitir. Recorrieron el
pasillo hasta que Sor María se detuvo ante una puerta. Un lugar seguro, pensó
María, pensaba que la celda de sor Rosa María sería un lugar donde poder
descansar hasta que llegarán los refuerzos. Entraron en la celda, pequeña, una
humilde cama, con un pequeño lavabo y un gran armario ropero.
—María, tienes que confiar en mí —susurró sor Rosa María— Por favor,
entra en ese armario y no salgas por nada del mundo. Es muy profundo, intenta
estar cómoda haciéndote un hueco al fondo. No te muevas ni hables si oyes ruidos.
Nadie te asegura que sea yo.
Sor Rosa María salió de la habitación y comprobó que había cerrado todas
las puertas. La nevada cubría con su manto blanco los adoquines del empedrado
medieval de Cantiano. Un silencio antipático envolvía el ambiente. Aquello no era
La Paz de la nochebuena, sino la calma que precedía a la tormenta.
Sor Rosa María se apresuró a recorrer el ancho y frío pasillo que dejaba a su
derecha el claustro cisterciense, joya del convento, hasta llegar a la puerta de la
capilla. Las oraciones menores las rezaban en el refectorio, más pequeño y más
cálido, pero Laudes y Vísperas se rezaban en la capilla.
La capilla principal estaba presidida por un altar moderno y tras él, una
preciosa representación en bajorrelieve de la «Parábola del hijo pródigo». Una
rareza para la época, que mostraba el lado más misericordioso de Dios.
Sor Rosa María respiró tranquila, todas las monjas estaban inmersas en el
rezo de la tarde. Sor Mónica, la superior, giró ligeramente la cabeza, haciendo
entender que se había percatado de su llegada. Sor Andrea, la mayor, temerosa del
pecado, sobre todo del ajeno, miró a Sor Rosa María con desaprobación.
Frente a Rosa María, dos puestos más a la derecha, más cerca del altar, se
sentaba ella.
Sor Rosa María apenas había recibido un mes de instrucción, por lo que sus
deducciones tenían más que ver con su certera intuición natural que con técnicas
aprendidas.
Sor Rosa María, a lo largo de los quince años dedicada a servir a Cristo en la
oración y en el trabajo, había ido conociendo distintos perfiles de monjas. Desde la
santa orante, que apenas come y parece más cerca del cielo que de este mundo, a la
monja que hace ya demasiado tiempo que se apartó del mundo y que la única
razón que le impide volver a él es el miedo que le tiene. Entre estos dos extremos
están la mayoría, pero lo que nunca había encontrado sor Rosa María era un
carácter como el de Sor Luisa. Encantador en apariencia, siempre queriendo
agradar, guardándose las malas contestaciones, pero no por piedad, por amor a
Cristo, sino por no parecer mala, por ganarse la simpatía del resto de las hermanas.
Era complejo para Sor Rosa María verbalizar sus pensamientos, así le había
costado justificar en su informe sus sospechas, pero ella estaba convencida que Sor
Luisa estaba en aquel convento con intenciones poco pías.
Sor Rosa se percató de que Sor Luisa sabía algo, sus movimientos, aunque
perfectamente normales para una monja en el rezo de vísperas, eran muy
diferentes a los que normalmente hacía. Sor Luisa no era una mujer orante, y para
una mujer que no es orante, el ritmo de oraciones de un convento de Clarisas es
avasallador. Normalmente, Sor Luisa estaba inquieta, como deseando que llegara
la última antífona. Pero hoy, era la Paz personificada (ni Santa Teresita de Lisieux
Oraba con tanta devoción).
Aquel día se hizo larga la oración de Vísperas para sor Rosa, la razón no era
su amor por la oración, que era mucho, verdadero motor de cualquier religiosa con
fe, y ella lo era, sino su deseo de que sonara de una vez el timbre de la puerta
anunciando la llegada del comando que venía a recoger a María.
—María, una seglar que ha colaborado con nosotros en una misión crucial
para el futuro de la Iglesia, salió esta mañana en compañía de uno de nuestros
mejores hombres y dos agentes civiles. Hace unos minutos ha mandado un
mensaje de SOS, uno de los agentes nos ha traicionado, y solo queda ella con vida.
La hemos mandado a un convento de monjas a ciento setenta kilómetros de aquí,
pero no estamos seguros de que esté a salvo. Puede que en ese convento también
haya agentes dobles. Hay que ir urgentemente a recogerlas.
—¿Y bien?, manden a un comando entrenado para ello, contestó Gabriel con
una naturalidad que rayaba la apatía.
—Ahí está el problema, los dos agentes que fueron con María, eran de
nuestra máxima confianza y uno de ellos ha resultado ser un agente doble. He
podido reclutar a uno, que seguro que nos es fiel, pero necesito que por lo menos
vayan dos. Por la seguridad de la misión.
—Ok, sin problema. No perdamos más tiempo, ¿dónde hay que ir? —Gabriel sabía
que terminaría yendo y quería ahorrarse los diez minutos de excusas y
justificaciones de aquel personaje. El padre Filippo acompañó a Gabriel hasta el
garaje en donde descansaban los vehículos utilizados en misiones encubiertas. Allí
estaba esperando el padre Lucca. Para sorpresa de Gabriel, Lucca era un hombre
mayor, Gabriel estimaba que superaba los sesenta años, aunque probablemente se
debiera a su apariencia.
El agente miró casi con ternura a Gabriel, y con su mejor sonrisa le contestó:
—Pues va a necesitar un sacerdote que corra los siete kilómetros que nos
separan de Cantiano. No se puede transitar la carretera hasta que no pase la
quitanieves y le aseguró que con el follón que hay en toda la Umbría, hasta
mañana por la mañana no va a pasar.
Gabriel, con paso firme, con mal abrigo y peor entrenamiento, se lanzó a la
ventisca con la firme intención de que nadie inocente muriera si él podía evitarlo.
Aristófanes pensó rápido, tras él no había pasado ningún coche, además era
demasiado arriesgado que María hubiera seguido la misma ruta. Desde aquel
pueblo solo había tres rutas posibles: la que había recorrido él, persiguiendo a
aquel cura, la que unía Isola Fossara con Sassoferrato y la que se adentraba en las
montañas y llegaba al valle de Chiaserna.
Su mirada era fría y distante, la necesaria para poder aplicar su justicia sin el
menor dolor de conciencia. Para Aristófanes, aquellas monjas tenían el mismo
valor que un agujero de obedientes hormigas, trabajadoras y ordenadas, pero
insignificantes y no dudaría en eliminarlas con tal de cumplir su objetivo. Debía de
actuar con rapidez, era mejor hacerlo rápido sin tener que recurrir a la violencia de
manera masiva. La mirada cómplice del
—Son duras las palabras que os tengo que dirigir, para la desgracia del
Altísimo y de la madre Iglesia. El Maligno, que todo lo corrompe, ha acampado en
este lugar santo, corrompiendo a una de vuestras hermanas.
La hermana Rosa había torcido el gesto nada más entrar aquel personaje. Su
aspecto, su mirada, le decían que aquel hombre era peligroso, pero había sido la
sonrisa discreta de los ojos de sor Luisa la que habían confirmado sus peores
temores. Aquel hombre era el enemigo, sus peores pronósticos se confirmaban, su
vida dependía enteramente de no separarse del grupo de monjas que miraban
aterradas a aquel farsante.
A la vez que enviaba este mensaje, escuchaba atónita las palabras de aquel
siniestro sacerdote:
Sor Rosa se percató de que sor Luisa no estaba en el grupo. Intuyó que
estaba haciendo el trabajo sucio a aquel farsante. Recordó que había cerrado con
llave su celda, algo inusual en el convento, pero imprescindible aquella noche. En
estas disquisiciones estaba sor Rosa cuando un alarido histriónico sonó a su
espalda, era sor Luisa representando el papel de su vida.
—exclamó Aristófanes.
—No sabe lo duro que es para mí acusar a una de mis hermanas —contestó
compungida sor Luisa— pero ya lo decía nuestro señor Jesucristo, más vale
arrancarte un ojo que éste te lleve a la condenación... Es sor Rosa padre.
El argumento de sor Rosa cayó sobre una losa sobre las posiciones de
Aristófanes y Luisa, bien es verdad que cerrar una celda era una muestra de
desconfianza pero intentar abrir una celda de otra hermana era una osadía
imperdonable. Con severidad, pero con templanza, sor Rosa había demolido la
argumentación de Luisa.
Al otro lado de la puerta sonó el timbre nítido y claro, sor Juana, no siendo
la portera, teniendo en cuenta la situación de emergencia, se dirigió con
determinación al portón del monasterio. Al intentar abrir la puerta que daba al
recibidor del monasterio, se percató de que la llave está echada, a su derecha,
sentada, está sor Luisa. Con una media sonrisa la explico:
—Siento tener que impedir que habra esa puerta, hermana, en estos
momentos la autoridad de este monasterio es Roma y su delegado el Padre
Caserta.
Dentro del recibidor, sor Inés, astuta y sabia, había aprovechado el momento
adecuado para esconderse tras el armario ropero. Había comprobado las artimañas
de sor Luisa y había estado esperando pacientemente la llegada de los verdaderos
enviados de Roma, tal y como la había avisado sor Rosa.
Al sonar el timbre, consciente de que no lejos estaría sor Luisa, había abierto
con el mayor sigilo posible aquella vieja puerta de madera. La conversación en la
habitación contigua de sor Luisa con otra hermana le había permitido disimular el
escaso ruido que produjo. Tras la puerta, apareció un jovencísimo sacerdote
cubierto por la nieve y aterido de frío. Si esta era la esperanza para sacarles del
atolladero, había pocas esperanzas para el convento. Sor Mónica le hizo un gesto
para que no hiciera el menor ruido y le llevó a la esquina más alejada de la puerta.
Con la mayor claridad y con el tono más bajo que pudo, relató lo acontecido
aquella noche y las instrucciones de sor Rosa. Le advirtió también de que estaban
cerrados con llave por fuera, y que tras esa puerta, custodiaba la supuesta cómplice
de aquel siniestro hombre que se hacía pasar por sacerdote.
¡Nada!, ¡no había nada!, apenas algunas ropas de monja, nada. El contacto
había fallado. Aristófanes no se fiaba de las mujeres, de sus compañeras tampoco,
para ser un agente eficiente no bastaba con creer firmemente en el Credo, era
necesario ser perfecto o casi perfecto y una mala información podía llevar a una
desgracia irreparable a la Societá.
Ya no merecía la pena seguir con la farsa, iría por el camino más rápido; el
ridículo papel de inquisidor no daba para más.
—No te sabría decir, pero mira en las celdas, todas están abiertas, menos la
mía, que es la dieciséis. En el resto del monasterio no hay muchos escondites.
Miraré por abajo y si no la encontramos, es que está en el coche, seguramente en el
parking público de la plaza del ayuntamiento, no es mala idea.
Pero sor Inés ya había pasado a la cocina con Gabriel. Se había valido de su
juego de llaves de todo el monasterio. Facilitó a Gabriel un cuchillo de cocina.
Luisa había cerrado con llave la conexión con la cocina y se había puesto en un
lugar estratégico que permitía ver la entrada a la cocina y a la entrada propiamente
dicha. Sor Inés, confiando en las habilidades de aquel apuesto sacerdote, pero
desconfiando de su operatividad por los síntomas de congelación que mostraba,
había decidido armarle, aunque no abrigaba muchas esperanzas respecto a aquel
apuesto cura.
Gabriel, con la cabeza lenta y los miembros aun rígidos por el frío intenso y
prolongado, siguió a aquella monja. Sor Inés, una vez armado Gabriel con el
cuchillo, le ofreció un lugar perfecto para atacar a la monja farsante.
Allí, parado, con las piernas semi arqueadas, Gabriel tenía más pinta de
secundario de comedia que de héroe de película.
Luisa bajó rápidamente las escaleras. Su papel no era complejo, más aun
teniendo en cuenta lo atolondradas que eran las monjas. Bajó las escaleras de dos
en dos y en tres zancadas recuperó su puesto de vigía, pero una fría hoja de acero
se interpuso entre su garganta y la puerta que vigilaba, el susurro de una voz de
hombre la aconsejo que callara si no quería morir.
—¿Qué esperabas?, ¿que se le secara la lengua? —se quejó sor Inés a aquel
patoso enviado del Vaticano.
Mientras, Aristófanes había recorrido una tras otra las celdas del
monasterio.Volvió a llamar a Luisa con un grito que hizo estremecerse a las
hermanas. Al no recibir respuesta, maldiciendo y con sor Rosa María agarrada del
cuello, bajó las escaleras para buscar en el resto del monasterio.
Al bajar al piso de abajo, recorrió todo lo rápido que pudo las estancias más
alejadas de la puerta. Como arrastraba a Sor Rosa María, su paso no era todo lo
rápido que a él le gustaría. Si no lograba encontrarla tendría que torturar a aquella
estúpida monja cabezota. El tiempo corría en su contra, era cuestión de poco
tiempo que llegaran los refuerzos del Vaticano.
Aristófanes ya sentía su pistola en la punta de sus dedos cuando una brutal patada
destrozó el candado de la puerta de entrada. Tras ella, la silueta de un hombre
mayor pero enérgico, de mirada glacial empuñando un revólver, iluminó la
habitación. Aristófanes ya sentía el poder de su arma, se disponía a sacar su arma y
matar a todo aquel que entorpeciera su misión.
Cuando vengan los carabinieri, por favor diles que nos la hemos llevado
nosotros, la pondremos en disposición de la justicia.
Los dos sacerdotes salieron a la carrera hacia la planta superior, sor Rosa,
más lenta, se los encontró en la puerta intentando forzar la cerradura.
—No se molesten, señores, sigo teniendo la llave que abre esta celda.
—Gabriel —susurró el padre Lucca al oído— por favor, habla con la Madre
Superiora, explícale todo y pídele que se lo explique en un lugar tranquilo al resto
de las hermanas, es importante que estas santas mujeres no sufran más de lo que
ya lo han hecho.
El padre Lucca conducía con inusitada destreza sobre la capa de nieve que
cubría la carretera. La temperatura había comenzado a subir y la furgoneta abría la
pista a toda velocidad.
—¿Pero no vamos a seguirles?, ¡nos han arrebatado algo por lo que han
muerto muchas personas! —se adelantó María por un milisegundo a Gabriel que
comulgaba plenamente con el pensamiento de María.
no III impactó a Gabriel. Creía recordar que no llegaba a los setenta y cinco
años. También les impactó que toda un área en la que trabajaban tantas personas
fuera eliminada y la seguridad de la Iglesia fuera encomendada a una orden
desconocida.
—No es una orden «al uso». Son una orden muy antigua y muy secreta.
Cuando digo que casi nadie la conoce no miento. La mayoría de los cardenales no
la conoce.Vosotros la vais a conocer porque habéis pasado a formar parte de ella.
Desgraciadamente habéis sido fichados por la Societá y eso os ha hecho prófugos
permanentes si queréis manteneros con vida.
Los «esclavos de María» son, si cabe, más profesionales, más secretos, más
eficaces y más fieles y obedientes que la Societá,
¡Ah!, y casi igual de antiguos, la fundó uno de los pocos arrepentidos de la
Societá que ha existido.
María escuchaba atenta como aquel sacerdote contestaba las dudas que le
surgían a ella, justo en el momento y sin habérselas planteado en voz alta.
Era muy tarde, o muy pronto, María necesitaba dormir, descansar, había habido
demasiados muertos, demasiada tensión, demasiados cambios para su, hasta hacía
poco, rutinaria mente.
Abriendo la puerta, encima del mueble del recibidor había tres sobres, Lucca
los repartió, advirtiéndoles:
—En el sobre esta vuestra nueva identidad hasta nuevo aviso, una tarjeta
por duplicado de móvil y un teléfono móvil con posibilidad de dos tarjetas. No
perdáis las dos tarjetas, es la manera de contactar con vosotros. Hay también unos
billetes de avión y una dirección para que os presentéis. ¡Ah!, y dinero, el suficiente
para llegar a vuestro destino, y por favor, no digáis a nadie el lugar donde vais,
inventaros excusas para vuestras familias y cuando digo a nadie, he querido decir
nadie. A partir de ahora vuestra vida depende de vuestra discreción. Buenas
noches, mañana ya no estaré para daros un beso de despedida.
¡Arrivederci!
—Por cierto, mi nombre es Gabriel, soy sacerdote, español, para más señas.
La cara de María, dibujó una leve sonrisa, que era lo más alegre de los
últimos dos días. La sonrisa aumentó cuando le fue a contestar con una sonrisa
nerviosa, de esas que a veces surgen cuando te encuentras con alguien cercano en
un país muy lejano.
—Mi nombre es María, y también soy española, eso sí, cura no soy.
Gabriel se avergonzó sin razón aparente, era como si ella la hubiera dejado
mal por identificar su origen español cuando él no había sido capaz de darse
cuenta. Era un estúpido malestar, sin trascendencia alguna en el contexto de
muerte que acababan de vivir, pero el malestar estaba ahí.
Gabriel no contestó con palabras, pero una leve inclinación de cabeza delató
su estado de ánimo. Dio las buenas noches y subió las escaleras, en medio del
tramo se dio cuenta de que no se había despedido. Se giró y se dirigió al padre
Lucca:
—Adiós padre Lucca, y gracias por salvarme la vida. Espero volver a verle.
Las palabras de Gabriel eran sinceras y así sonaron. María, que mantenía
aun algún prejuicio hacia ese gigoló metido a cura, se percató de la sincera gratitud
que le profesaba el hombre joven al mayor. En aquella misión se habían tornado
los roles: el joven, el decidido, el voluntarioso, había sido salvado por el anciano, si,
pero también el experimentado, el prudente, y en este caso, el salvador.
El padre Lucca, cerrando la puerta con una gruesa llave blindada, terminó la
operación y levantó su mirada hacia los dos jóvenes:
Sin más, sin besos ni abrazos se separaron sus caminos. María subió las
escaleras tras Gabriel, éste se metió en la pri-
Gabriel estaba exhausto pero demasiado nervioso para echarse sin más. Se
dio una ducha rápida. Después, se sentó en la cama aun desnudo y abrió el sobre
para poder analizar su contenido. Se secó con una toalla que estaba colgada junto a
la ducha y la notó suave, especialmente suave, sobre todo en comparación con las
toscas toallas que había sufrido en el Vaticano. Se vistió con un pijama que habían
cuidadosamente doblado encima de la cama, estrecha y larga, suficiente para que
un sacerdote pudiera dormir.
Se tumbó en la cama, colocando una almohada bajo su espalda con la
intención de estudiar toda la documentación del sobre. Lo abrió y saco los billetes
de avión, Madrid, pudo leer, y eso fue lo primero y lo último que leyó. Todos los
nervios acumulados se transformaron en segundos en sopor, un profundo sopor
que derrotó a toda la curiosidad de Gabriel y le llevó hasta el lugar donde reina
Morfeo.
—Aquella puerta da al patio —señaló Gabriel hacia una puerta que estaba a
la derecha de María, al final del pasillo en el que se encontraban.
Gabriel sabía el lugar en el que Lucca había dejado las llaves la noche
anterior. Incluso pensó que el padre Lucca había exagerado sus gestos para
indicarles claramente donde dejaba las llaves.
Allí estaban, las cogió lo más rápido que pudo y las introdujo en la
hendidura de la puerta, girando rápidamente la llave. Tras las dos primeras
vueltas de aquella recia puerta blindada, notó la fuerte embestida que alguien
había soltado sobre ella. Cinco segundos antes, sin la llave echada, la puerta
hubiera cedido ante aquella brutal patada. Gabriel por intuición se tiró al suelo. El
gesto fue providencial porque una ráfaga de balas atravesó la puerta a la altura de
la cintura de un hombre. Tras la primera ráfaga y dejándose otra vez guiar por el
instinto, Gabriel salió escopetado escaleras arriba al tiempo que otra nueva ráfaga,
más eficiente que la anterior, amplió su radio, destrozando el área donde
fugazmente se había refugiado Gabriel.
Una vez arriba, Gabriel buscó algún lugar seguro donde refugiarse. Pero
refugiarse no era la solución, retrasar la llegada de los asesinos era simplemente
retrasar una muerte segura.
Por fin, un extraño sonido informó a María de que el móvil estaba listo. Sin
más, apretó aquel botón, esperando y deseando algo, alguna señal de esperanza.
La pantalla se encendió y para desesperación de María, el móvil se apagó, aunque
el indicador de batería había marcado nivel máximo.
María tiró el móvil inerte sobre la cama y salió al pasillo, allí estaba Gabriel
mirando a todos los lados, buscando una salida que no existía.
—¡Las campanas!, son las nueve de la mañana. No, más tarde, si hacemos
sonar las campañas el barrio entero vendrá...
—exclamó María.
Gabriel obedeció, además de porque era, por fin, una idea, porque la
consideró realmente brillante.
Gabriel miró hacia todos lados buscando una salida. Una enredadera
trepaba por la pared de la capilla, a un metro y medio de la pared donde estaba la
cornisa. Gabriel alargó la mano, no se fiaba de la firmeza de la enredadera, pero
desde la cornisa apenas podía tocarla con los dedos. Imposible comprobar su
firmeza. Pero la alternativa era una muerte por bala. Morir aplastado intentando
vivir, era una opción mejor.
Gabriel agarró con su mano derecha una de las ramas más recias de la
enredadera e intentó colocar su pierna izquierda en algún nudo que le permitiera
tener cierta estabilidad, algo le decía a Gabriel que aquella no era una buena idea.
Gabriel trepó como pudo con la agilidad de una anciana de ochenta años
hasta la altura del tejado de la capilla. Con las manos firmemente agarradas, fue
levantando los pies hasta llegar a la altura de las tejas. Como pudo, giró sobre sí
mismo, colocándose en el tejado.
Gabriel, rehízo el camino, la bajada fue más sencilla que la subida. Caminó
hasta el borde del tejado y allí se sentó, giró su cuerpo, descolgando las piernas,
sujetando su peso con los brazos. Tocó la cornisa y soltó sus manos, se giró sobre sí
mismo y volvió a su habitación entrando por la ventana. Una vez dentro siguió el
rastro del humo.
—Rápido Gabriel, desde que oigamos por primera vez el ruido de la sirena
hasta que entren, tenemos apenas un par de minutos. Necesito que me ayudes,
toma esta antorcha improvisada. Cuando oigamos a los bomberos, prende fuego a
las cortinas de tu habitación y la de la habitación de al lado, pero antes humedece
el techo. Los bomberos nos tienen que evacuar, pero tampoco hay que quemar la
casa, ¿entendido?
¿Dónde estaban los asesinos de la Societá? Realmente les iban a dejar salir de
una manera tan sencilla. Algo no le cuadraba a Gabriel. En medio de sus
pensamientos, abrió los ojos, aquello se estaba poniendo serio. O llegaban en breve
los bomberos o su vida corría serio e inminente peligro.
Los Esclavos de María habían actuado rápido, en apenas cuatro horas desde
la recuperación del pendrive, habían identificado a los topos laicos de la Secretaría
de Estado y habían sido capaces de detener con vida a diecisiete agentes dobles.
Solo seis, los más jóvenes, habían escapado ayudados por agentes de la Societá.
El futuro que les esperaba a los detenidos era sórdido. Un juicio secreto y
una condena a perpetuidad garantizada en algún penal remoto. Ningún gobierno
ni ONG sabrían jamás del paradero de estas personas. Previamente a esta reclusión
perpetua, los acusados, si eran encontrados culpables, cosa que ocurriría con
certeza, serían interrogados durante largos periodos de tiempo.
En apenas doce horas, habían aplicado el algoritmo del difunto padre Marco
a los eclesiásticos en nómina de la Iglesia Católica sin distinción de puesto. Se
había incluido a los todopoderosos nuncios. Como resultado de esta investigación,
tres cardenales, dos arzobispos, dieciséis obispos y cerca de treinta y ocho
sacerdotes, con puestos de responsabilidad en la Iglesia, habían sido puestos en
cuarentena. Sus teléfonos pinchados, sus conexiones digitales hackeadas y se les
había asignado una «sombra».
Pero donde realmente se estaba jugando la partida de elegir Papa era en las
congregaciones generales. Una vez concluidas éstas y comenzadas las reuniones
«bajo llave», todas las estrategias de voto estaban decididas. Los últimos Cónclaves
apenas duraban día y medio. Este tiempo, tres votaciones, era el necesario para
ajustar votos. Si había dos candidatos enfrentados, normalmente era un tercero de
consenso el que solía ganar.
Don Álvaro Espínola, Cardenal Arzobispo de Madrid, había llegado para los
funerales del Papa Benigno II, del que se consideraba amigo, aun a pesar de la
prudente distancia que el Santo Padre mantenía con todos sus colaboradores.
Los funerales papales eran una mezcla de gran acto protocolario con la más
pomposa celebración litúrgica. Los más ricos ropajes, los más tediosos ritos
alejaban los funerales papales del deseado funeral que seguramente cualquier
hombre, incluido el difunto Papa, hubiese querido.
Eran personal de servicio del colegio. Dos hombres y una mujer miraban con
cierto temor al Cardenal Espínola.
—El honor es mío, de verdad, en Madrid siempre salgo a tomar un café a los
bares de cerca del Obispado, ya tengo mi grupo de amigos.
—Así es.
Apenas había pasado media hora desde que aquella anciana y sabia mujer
había pronosticado que la paz del colegio español estaba a punto de acabar para el
Presidente de la conferencia episcopal española.
Don Álvaro se acercó a aquella anciana mujer y con su media sonrisa afirmó:
Los días previos a las congregaciones generales fueron agotadores para Don
Álvaro. Durante las comidas intentaba sentarse con Cardenales que le fueran
desconocidos. Pretendía ir entablando algunos lazos que le permitieran mantener
conversaciones durante las congregaciones generales. Fuera de las comidas, el
tiempo se repartía entre ratos de oración, la participación en la eucaristía y las
entrevistas, casi nunca deseadas, con Cardenales que pretendían influir en su voto.
Don Álvaro veía a los Cardenales divididos en dos grandes grupos. El más
numeroso, normalmente cardenales sin relación con Roma, que confiaban
plenamente en la acción del Espíritu Santo. Éstos, incluido Don Álvaro, esperaban
que el Espíritu Santo les inspirara la mejor opción de voto. El otro grupo,
básicamente aquellos con relación o responsabilidades en el Vaticano, no es que no
confiaran en el Espíritu, es que se creían herramientas del mismo.
El otro sector apoyaba el alma gemela del Cardenal Rivalta, pero era
extranjero. Se trataba del Cardenal Mexicano Roberto Cárdenas. En lo doctrinal, en
lo moral, en el estilo, ambos no diferían.
Hasta que llegó la intervención del Cardenal Arzobispo de Madrid. Fue una
intervención corta, de apenas media hora, en perfecto italiano. Don Álvaro fue
claro y conciso. «Nos hemos alejado del Evangelio». Si preguntáramos a los pobres
entre los pobres, nos dirían que nos parecemos más a Caifás que a Jesucristo.
—Álvaro, necesito pedirte consejo para una buena lectura. Sé que eres un
lector voraz y entendido. ¿Puedes pasarte por mi habitación después de la comida?
Te quitaré diez minutos de siesta. Tengo que elegir entre dos futuros candidatos a
libro de Cónclave.
—No me cuesta nada y ahora tenéis mucho trabajo, le respondió Don Álvaro
intentando sin éxito mantener la bandeja en sus manos. Este gesto, natural como
todo en Don Álvaro, sorprendió positivamente a muchos, escandalizando a otros.
Don Álvaro subió hasta el tercer piso. En el sorteo de habitaciones al
todopoderoso Secretario de Estado le había tocado una de las habitaciones más
humildes. Llamó a la puerta y enseguida le abrió la puerta Don Giani.
—Álvaro, muchas gracias por venir, pasa, siéntate junto a la cama. ¿Sabes
qué es ese aparato? —Don Álvaro obedeció y analizó un pequeño dispositivo
electrónico que permanecía enchufado junto a la mesilla de noche.
—Es la manera de que podamos hablar sin ser escuchados por terceros. Es
un saturador de micrófonos. Emite un ruido tremendo a una longitud de onda que
nosotros no oímos, pero sí el micrófono. El resultado es un micrófono saturado que
no permite oír nada al otro lado del cable.
—¿Que si lo creo? Querido Álvaro, veo que sigues siendo tan auténtico e
ingenuo como siempre. Nos estamos jugando el futuro de la Iglesia. Tengo
sospechas fundadas de que la Societá tiene Cardenales en nómina. Si nos
descuidamos tendremos un Papa inadecuado. Y lo peor es que no sería el
primero… Toda prevención es buena. Pero no vengo a hablarte de conspiraciones
imaginarias. Te he llamado porque temo por ti.
La comida fue tranquila. Estaba aturdido por los votos, pero confiado en que
aquella votación había sido un espejismo. Ese día se había rodeado en la comida de
sus cardenales más próximos. La conversación fue ágil, evitándose en todo
momento interrogar al cardenal de Madrid, conscientes de lo aturdido que estaba.
La votación de la tarde fue semejante a la primera, con una sola diferencia. El
Cardenal mexicano perdió votos que cayeron del lado de Don Álvaro. La segunda
votación produjo un cambio en él. Aquello no era un espejismo, había que afrontar
la posibilidad de ser elegido Papa. El cardenal de Madrid necesitaba aclarar sus
ideas. Cenó rápido, se disculpó con sus compañeros de mesa y se retiró a la capilla.
Allí nadie le molestaría. Don Álvaro necesitaba pensar y rezar. Al cabo de un rato
de intentar aclararse, se abandonó al rezo.
Había perdido la noción del tiempo. Habían dado las once. Al día siguiente
sonaría temprano el despertador para la misa previa al Cónclave. Se dirigió al
ascensor para subir a su habitación. No se cruzó con nadie en el trayecto. Salió del
ascensor y atravesó los escasos quince metros que le separaban de la puerta de su
habitación. Tampoco había nadie en el pasillo de su planta. Los cardenales
dormían plácidamente. Don Álvaro abrió la puerta de su habitación. Sin encender
la luz caminó en penumbra hasta el baño. Cuando iba a agacharse para lavarse la
cara notó que alguien pasaba una cuerda por su cuello y tiraba de ella. Don Álvaro
trató de reaccionar. Estaban intentando matarle. Recordó de las películas de espías
el mal final que tenía aquellos que trataban de evitar la presión de la cuerda con
sus manos. En un alarde de atrevimiento para un hombre que había superado los
setenta años, Don Álvaro recogió la pierna y soltó una coz que impactó
brutalmente contra los genitales de su agresor. El grito del asesino fue
estremecedor. El dolor, tremendamente intenso, provocó que el asesino soltara la
cuerda y cayera hacia atrás. El Cardenal, sabiéndose en peligro de muerte comenzó
a gritar. Don Álvaro lanzó una patada sobre la cabeza del desconocido. Fue lo
suficientemente fuerte para dejarle aturdido. En apenas diez segundos aparecieron
tres agentes de seguridad.
Gabriel estaba preparado para cualquier cosa pero sentía cierta inquietud
por lo que se iba a encontrar. Y lo que se encontró fue un cuartel con nulas
comodidades, dormitorios, duchas corridas y temperaturas apenas superiores al
exterior. Comida de rancho, sabrosa y generosa en calorías para soportar el
extraordinario ejercicio al que se sometían en sus entrenamientos.
Entre sus compañeros encontró de todo. Desde obsesos de las armas y las
películas de acción hasta jóvenes de pocos recursos que habían encontrado en el
ejército una salida laboral. Pero en el cuartel de los paracaidistas de élite no entraba
cualquiera. Solo aquellos con excepcional desempeño en los ejercicios de las
fuerzas regulares podían ser recomendados para incorporarse a las fuerzas
especiales del ejército español.
Gabriel era un cura que llevaba doce años moviéndose entre seminarios y
universidades. Todos círculos cerrados, donde apenas se hablaba con gente alejada
de la Iglesia. La convivencia con sus compañeros le abrió la cabeza para entender
otras realidades. La pornografía, que ciertamente circulaba en el cuartel, se
explicaba por los diez meses de reclusión lejos de sus parejas que tenían que
sobrellevar aquellos soldados. Sin embargo, ésta no definía la convivencia. El sexo
era algo anecdótico en la convivencia de aquellos soldados. En los escasos tiempos
libres, los paracaidistas se buscaban por afinidades. Se jugaba a las cartas, al
futbolín, se veían partidos de fútbol, todo con un carácter marcadamente social.
Nada que ver con la idea de locos solitarios que pasan las horas libres limpiando
su fusil de asalto.
El nivel era exigente sin llegar a ser imposible, pero Gabriel partía de cero en
todas esas materias. No se trataba de teología, leyes, historia, etc. Aquellos estudios
iban desde la táctica militar hasta los diferentes tipos de cerraduras y la manera de
forzarlas. Gabriel, en esas dos horas de estudio y en las previas a la cena, aprendió
cuánto aguanta un hombre sin respirar, a localizar la aorta para poder seccionarla
en caso de necesidad, a hacer un puente en cualquier tipo de coche, a rodear un
objetivo sin ser visto en el alcance de unos prismáticos con infrarrojos, entre otras
muchas cosas interesantes para su nueva vida.
El tiempo dedicado al estudio eran cuatro horas. Entre las tres comidas
apenas se utilizaban una hora y media. El resto del tiempo, la mayoría, se utilizaba
para la preparación física y algo para el descanso.
El tercer pilar era la plataforma loca. Una plataforma de tiro que se movía
con movimientos imprevisibles y que te obligaba a aprender a disparar saltando y
estabilizándote en el aire. También existían objetivos a cumplir en la plataforma.
La breve y frugal comida era el preludio de otra paliza física vespertina. Por la
tarde se repetían marcha, ejercicios atléticos y trabajo en el gimnasio. Todo
perseguía cumplir con las metas quincenales. Su incumplimiento, al igual que
suspender el examen semanal, llevaba a la expulsión. A las dieciocho ducha
obligatoria. A las dieciocho treinta tiempo libre. A las diecinueve cena y a las veinte
horas estudio obligatorio, dos horas. A las veintidós quince todo el mundo en sus
catres y apagado de luces. Gabriel había recibido un WhatsApp de la Secretaría de
Estado que le eximía temporalmente de sus obligaciones litúrgicas, debiendo,
únicamente, como cualquier cristiano, asistir a la misa dominical. Y Gabriel,
obediente, eso hacía. Los domingos, de diez a diez y media, rompiendo apenas la
rutina, asistía a misa, en la espartana capilla. Eran pocos los feligreses, pero más de
los que Gabriel se esperaba. Unos dieciséis soldados acompañaban a Gabriel en la
misa. Un cura local, con gesto aburrido, presidía la eucaristía y predicaba sin
demasiado ánimo de convertir a nadie.
—No fui educado en ninguna religión. Nunca sentí ningún interés. Un día,
estando aquí, no sé por qué, probé a venir, desde entonces repito. No entiendo
muy bien lo que veo y escucho, pero me siento bien. No te sé explicar mucho
más…
Cada mal rato de sufrimiento, cada gota de sudor, cada grito del sargento o
cada humillación o novatada, ayudaban a Gabriel a ser uno más del rebaño. En
cierta manera fue una manera de volver a la normalidad. Los once años de vida
clerical habían alejado a Gabriel del sentir de la gente.
Gabriel había sido enviado a aquella academia a entrenarse para ser espía al
servicio del Vaticano. Adquiriendo la resistencia y los hábitos de entrenamiento
que le permitieran resistir los avatares de cada misión. Pero además se había
llevado una cura de normalidad.Ya, nada externo de aquel joven treintañero
delataba que era sacerdote. Habían desaparecido todos los ademanes, gestos y
expresiones de once años encerrado en una burbuja eclesial.
A punto de cumplir los diez meses, tenía lugar la prueba selectiva. Se trataba
de la prueba de campo que permite al soldado ingresar en las fuerzas especiales.
La prueba consiste en una prueba de orientación en una zona boscosa desconocida
para el soldado. Se pretende medir la capacidad del soldado para desempeñar una
misión sobre suelo enemigo, teniendo que completar un recorrido con la ayuda de
una brújula y el soporte de dos puntos de ayuda. Durante la prueba el aspirante es
perseguido por un comando que supuestamente ha encontrado su paracaídas y
buscan detenerle. El fuego que se utiliza es de fogueo y la prueba se completa con
éxito si se consigue llegar al objetivo en el tiempo establecido. El soldado solo
dispone de indicaciones geográficas para localizar el primer punto de control,
donde le espera el primer contacto. Desde allí ha de encontrar el segundo punto de
contacto y éste, darle las pistas necesarias para llegar hasta el punto final de la
prueba.
En circunstancias normales, son varios los soldados que realizan las pruebas.
En el caso de Gabriel, sus compañeros de entrenamiento no optaban a las fuerzas
especiales, porque ya pertenecían a ellas. Los diez meses que habían compartido
eran las maniobras obligatorias que se repiten en años alternos. Las maniobras
destinadas al ingreso en las plazas vacantes comenzaban inmediatamente después
de las maniobras de Gabriel.
Hay un pacto de silencio entre los soldados que han superado la prueba
para no dar pista alguna a los novatos. La tropa entendía que si un soldado no es
capaz de superar la Prueba, como la llamaban ellos, no sería capaz de cubrirle las
espaldas a un compañero en una prueba real.
Una vez abierta la panza, el salto es inmediato. Los ocho mil metros
provocan temperaturas cercanas a los quince grados bajo cero y escasez de
oxígeno. La equipación está preparada para proteger al paracaidista de
temperaturas extremas, aun así, la sensación térmica es casi insoportable. Además
de frío, la velocidad de caída hace más intensa, si cabe, la escasez de oxígeno. Pero
Gabriel no se distrae. Aun es de noche. Tras colocarse en posición segura de
descenso, consulta su reloj de mano. Se pasan quince segundos y Gabriel despliega
el paracaídas. Todo ok. Siente el frenazo y mira hacia abajo. El peligro no termina
cuando el paracaídas se despliega. La mayoría de los accidentes se producen en el
aterrizaje con el paracaídas perfectamente desplegado. A pesar de la escasa luz
existente, Gabriel descubre el cauce de un río, peligroso por los árboles de vereda y
por las piedras de grandes proporciones. Sin embargo, río abajo, Gabriel divisa una
pequeña dehesa de unos sesenta metros de largo. Pretender descender sobre ella es
un error, el viento le desplazará y terminará golpeándose contra los árboles.
Gabriel calculó la fuerza y dirección del viento. Anormalmente altos para la hora
que es. La maniobra era compleja. Gabriel planeó hasta las inmediaciones del claro.
Estando ya muy abajo, el viento le empujó violentamente hacia el claro. Al llegar a
unos diez metros del comienzo del claro, modificó el ángulo de entrada del aire
frenando el paracaídas. Pero pudiera no haber sido suficiente. Los metros pasaban
y no había tocado suelo. Un último tirón de Gabriel paró aun más el paracaídas y
posibilitó que descendiera del todo. La carrera fue perfecta, a pesar de lo inestable
del suelo. Pasos altos, para evitar tropezones fatales. Una vez estabilizado en el
suelo, Gabriel replegó el paracaídas. No hubiera sido el primer accidente de un
paracaidista que vuelve a levantarse por una ráfaga de viento, arrastrado
fatalmente por el paracaídas.
Gabriel trató de situarse. Partía de la localización del lugar del salto. Calculó
la lógica desviación. Estaría a unos mil cuatrocientos metros al sur del punto del
salto. Debía desplazarse hacia el noroeste. El primer punto de referencia era una
cascada de cuatro chorros sobre un arroyo a unos setecientos metros al norte del
punto de salto. Gabriel puso velocidad de crucero, algo más que un trote pero sin
llegar a una carrera rápida. Un ritmo estudiado para no tropezar constantemente y
poder aguantarlo durante ocho horas en condiciones de frío extremo.
El suelo próximo al río estaba duro, congelado. Gabriel caminaba fijándose bien en
donde pisaba pero sin perder de vista los siguientes diez metros. Pronto comenzó a
sudar. La maquinaria atlética se puso en funcionamiento. Incrementó levemente el
ritmo y sus movimientos se hicieron más rápidos, más ágiles. Sorteando árboles,
zarzas y evitando caer al río, avanzó durante veinte minutos. Llegó a un
estrechamiento. A unos cincuenta metros, en una curva pronunciada del río, estaba
la catarata. Era el primer punto de referencia, según sus notas, memorizadas ya,
debía continuar quince grados oeste del origen de la tercera chorrera de la catarata.
Una escarpada pared se levantaba en esa dirección. Lo que hacía apenas ocho
meses hubiera sido un muro infranqueable, fue salvado por Gabriel en apenas un
minuto. Apoyándose en cuatro puntos o superó los quince metros de pared sin
apenas dificultad. Debería caminar en esta dirección durante tres kilómetros. Debía
encontrar un determinado árbol, según rezaban las notas. Valiéndose de su brújula,
fijó el rumbo en grados y retomó su velocidad de crucero. El trayecto estaba
cortado por dos barrancos: buscar pasos cómodos podría llevar a Gabriel a perder
demasiado tiempo.
Las subidas fueron más sencillas, sin agarrarse jamás en soportes dudosos.
Gabriel se apoyaba en sus poderosas piernas y en sus resistentes brazos para
solventarlas. La parte final del tramo le llevo por una dehesa ondulada, poblada de
encinas centenarias. Bajo ellas crecía una fina capa de hierba que amortiguaba los
pasos de Gabriel.
Gabriel miró el reloj, iba muy por delante del horario previsto. Bien es
verdad, que el caminar de un paracaidista en territorio enemigo no era el de
Gabriel. Era obligatorio asegurar las colinas, evitar en todo momento ser divisado,
pero Gabriel tenía claro que aquello era un ejercicio simulado y cuanto antes
terminara, mejor.
Podía optar por bajar y rodear el puesto de control por el valle, pero esa era
la opción la más previsible. La otra era una locura, ascender por el canchal de
piedras afiladas y rodear por el norte el puesto de control. Gabriel no lo dudó,
comenzó a ascender el canchal. Había placas de hielo. Un pequeño resbalón y una
caída de más de diez metros le convertirían en un joven y bonito cadáver.
Al dejar atrás el canchal, un tremendo talud impedía a Gabriel continuar.
Tuvo que subir cota. El frío se hacía más intenso y las placas de hielo eran
continuas. Cada pocos minutos observaba con sus prismáticos el punto de control.
Había calculado que contaba con cuarenta minutos para completar su rodeo sin
despertar sospechas.
El agua frenó la caída. Gabriel abrió los brazos para frenarse aun más. Se
topó con el suelo de la poza justo al sumergirse completamente en el agua. Al tocar
suelo se encogió para amortiguar el impacto.
El salto había sido un éxito. A excepción del baño en agua helada, Gabriel no
tenía ningún rasguño. Se secó completamente y se volvió a ceñir la ropa.
Gabriel agarró su arma. Pero recordó que la munición era de fogueo… ¿Qué
hacer?
«Las tres balas de reserva». Tres balas que llevan siempre consigo los
paracaidistas y no de fogueo. Cargó su pistola automática y se acercó con sigilo al
punto de control por el lugar supuestamente no vigilado de éste.
Solo pudo localizar a un individuo. Iba vestido con un uniforme militar que
no era el que se utilizaba en este tipo de ejercicios. Algo iba mal. ¿Dónde estaba el
segundo agente? Es cierto que en las operaciones previas con miembros de la
Societá, siempre habían intervenido agentes en solitario. Pero él había visto dos
agentes desde la montaña.
—¿Número de identificación?
Gabriel remontaba un valle más al norte del que había descendido una hora
antes. Era una garganta más amplia, esculpida por un torrente que bullía de agua.
Multitud de piedras enormes permitían a Gabriel recorrer a saltos el curso del río.
Una vez remontado un par de kilómetros, al frente, encajado en una torrentera,
divisó una cabaña de pastor. Está emplazada en un idílico lugar alejado de todo,
pero visible desde casi todo el valle. Era un lugar perfecto para esperar.
Infranqueable por la retaguarda y por los flancos, solo había una manera de acceso.
Era el lugar perfecto para parapetarse y esperar.
Estoico era un hombre alto. Como todos sus compañeros, estaba entrenado
para las más duras condiciones.
—Si es tan amable, eche otro buen leño y hojas al fuego, necesito más humo.
Pidió Gabriel al pastor.
La charla de Gabriel con el pastor apenas duró cinco minutos. Aquel hombre
podía ser poco leído, pero listo, era mucho. Percibió que Gabriel era buena gente,
eso lo olía a cien metros. Una vez frente a frente, las explicaciones de Gabriel
fueron cortas y bien argumentadas. Todo tenía sentido, si por sentido se entiende
que un asesino profesional estuviera en un lugar recóndito de Guadalajara con
ánimo de matar a todo el que se encontrara a su paso.
Gabriel rezó para que el asesino estuviera en buena forma. Calculó que en
cincuenta minutos llegaría el helicóptero. Si el asesino seguía con vida, era
probable que aquel helicóptero peligrara gravemente. Pero además de rezar, se
puso manos a la obra. Tenía apenas veinte minutos de ventaja.
Estoico corría con una enorme agilidad sobre las piedras del río. Estaba casi
completamente seguro de haber acertado la ruta de su objetivo. Previsiblemente el
objetivo habría activado su localizador y ahora estaría ganando tiempo esperando
refuerzos. Entre el arsenal que había llevado consigo había un lanzagranadas.
Nada podía alejarle de la muerte. Les había costado localizarlo, pero la Societá se
iba a vengar de ese maldito cura.
Lo que siguió en los cinco minutos siguientes fue una sinfonía de impactos
contra la cabaña. Era imposible que nadie hubiera sobrevivido. Estuvo tentado
Estoico de finalizar la fiesta con una granada, pero pensó que era más práctico
dejar ese regalito para el helicóptero.
Pero todo esto no pasaba por la cabeza de Estoico cuando el ruido de una
madera al levantarse, activó todas sus alarmas. A su espalda, a unos diez metros de
donde se encontraba, un viejo trillo se había levantado del suelo. Debajo de él,
emergiendo del agujero que escondía el viejo trillo, el cuerpo atlético de Gabriel,
blandiendo una escopeta de caza, hizo su aparición estelar.
Estoico era rápido con la pistola, pero su giro eléctrico no le valió para nada
más que para presenciar como el cargamento mortal de dos cartuchos de caza le
penetraban el pecho. La descarga brutal destrozó el pecho de Estoico, que cayó
desplazado un metro por la brutalidad del impacto.
Los Esclavos de María tenían razones para estar preocupados. Gabriel había
sido identificado y localizado en España en la Unidad de Elite del Ejército Español.
Tras recibir la visita, en la base de Torrejón, de cuatro agentes con pasaporte
diplomático, Gabriel había subido a un monovolumen de cristales tintados.
Llamó a la puerta, enseguida ésta se abrió. El padre Ángel apareció tras ella
con su sonrisa contagiosa.
—Ahora por favor, repita en voz alta la siguiente frase: «El perro de San
Roque no tiene rabo, porque Ramón Ramírez se lo ha cortado».
Gabriel repitió la frase. Los últimos meses de su vida habían sido demasiado
pródigos en sorpresas como para sentirse sorprendido incluso en aquel rincón
paradisíaco del mundo. Gabriel se imaginaba allí ya mayor, en sus vacaciones de
verano. Paseando y escribiendo, huyendo del calor veraniego y del intenso trabajo
de su parroquia madrileña. Pero cada día que pasaba ese pensamiento se tornaba
más difuso, más tibio, algo había cambiado en la mente de Gabriel.
El padre Ángel redondeó aun más su sonrisa, todo había ido bien. Aunque
Gabriel llevaba meses en Montesclaros nunca se había comprobado su identidad.
Gabriel era quien decía ser, podía hablar con él tranquilamente.
—Sí Gabriel, estás en la base de datos más segura del mundo. Inaccesible y
súper segura. En ella descansa todo el conocimiento acumulado por la Iglesia en
dos mil años, además de toda la información recopilada para luchar contra sus
enemigos durante todo este tiempo.
—No, todos no, sino la coartada sería muy endeble. No se hace ninguna
publicidad. Las habitaciones son especialmente espartanas y la comida es muy
sencilla. Nos interesa que esto no se masifique. Pretendemos que solo vengan las
mismas personas todos los años, personas que ya tenemos controladas y que se
sinceran con nuestro personal de seguridad. Hay algunos que llevan veraneando
desde hace más de veinticinco años.
¿Cómo hacéis para que siempre haya guardianes? —se interesó Gabriel.
—Ya, pero entonces, son más de seis personas las que conocen esto, ¿no?
—Si esto es tan secreto, ¿significa que yo debo quedarme aquí para siempre?
—se quejó Gabriel.
—Sí, también está aquí una compañera tuya, me consta que os conocéis.
El padre Ángel invitó a pasar a Gabriel a un despacho amplio, pero bastante frío e
impersonal. La luz artificial, que por obligación se había de utilizar, daba un
aspecto desangelado al despacho. Allí, sentada en una silla estaba María. Gabriel se
alegró sinceramente de verla. Ella le recibió con una espléndida sonrisa. María se
había convertido en una exitosa hermana en los últimos quince meses. Había
volcado toda su capacidad intelectual para empaparse de dos tradiciones
religiosas. En primer lugar, había permanecido siete meses en el convento de
Clarisas de San Esteban de Guzmán. Las horas de estudio le habían servido, entre
otras muchas cosas, para memorizar todas y cada una
María se creía discreta en estos menesteres, pero comprobó que estaba muy
lejos de la discreción de ellas.
Cogió el primer tren de cercanías que llegó. Una vez en la estación de Sants,
cogió el primer tren dirección Santander y desde allí, un cercanías a Reinosa. Llegó
a las diecisiete horas. Preguntó en la estación, la pequeña furgoneta que le llevaría
al Santuario no salía hasta la mañana siguiente. Solo le separaban dieciséis
kilómetros campo a través del santuario. Por lo menos quedaban cuatro horas de
luz. Sin dudarlo un instante, se propuso caminar hasta el Santuario. Las sucintas
explicaciones que le dieron en Reinosa resultaron insuficientes para María. Dos
horas después se encontraba en medio de un tupido bosque de hayas. Ni siquiera
se veía el sol y por supuesto, ni rastro del camino… Salió del bosque para buscar
alguna referencia. Pudo ver un molino de viento justo en la cima de la loma donde
se encontraba. Subió hasta él. Desde aquel lugar pudo ver una vista impresionante
de bosques, el embalse del Ebro, Reinosa y todo el valle de Campoo. A su espalda,
en lontananza, vio lo que debía de ser el Santuario que buscaba. Fijó la ruta en su
brújula de mano, se ajustó la mochila y se adentró otra vez en el bosque. Sabía que,
una vez en el cerrado bosque de hayas, solo contaba con su brújula para llegar a su
destino.
—Estas a doscientos metros. Continúa por esta carretera, a diez metros sale
otra a la izquierda, camina y llegarás enseguida al monasterio.
Una tremenda paz envolvió a María. Un año antes aquella sensación habría
pasado desapercibida. Pero María ya no era la misma. Para la nueva María aquella
sensación era tan real como el suelo que pisaba camino del Santuario.
Por fin llegó el padre Ángel y tras él, paradojas del destino, aquel joven cura.
El ladrón de sus pensamientos. Sin darse cuenta, se sorprendió regalándole la
mejor de sus sonrisas.
El padre Ángel aclaró su voz, no por necesidad, sino para dar importancia a
sus palabras.
Por eso estáis aquí. No nos podemos permitir el mínimo riesgo. Os pongo en
antecedentes.
Hace dos años, vino un matrimonio joven con su hija apenas mayor de edad.
Nos comentó que, desde siempre, la ilusión de la joven y de la familia había sido
ser monja de clausura.Y qué lugar mejor que el Santuario de Montesclaros, tan
lleno de paz e historia.
Por un lado nuestra intención era decirles que no, este convento es muy
especial como ya sabéis, pero negar una vocación… Si trascendiera la negativa,
sería algo tremendamente sospechoso, fácilmente detectable por la Societá. Por eso
y porque la niña es absolutamente angelical, decidimos aceptarla.
Durante estos dos años no hemos recibido la visita de sus padres. Una vez a
la semana, los domingos, Sor Alexia, que así se llama la muchacha, llama a sus
padres.
Hasta aquí, todo normal. Sin embargo hace apenas un mes, Alexia ha sufrido
un cambio significativo. Sigue siendo adorable con las hermanas, o mejor dicho,
más adorable si es posible serlo. Pero algo la pasa, sufre y se le nota. Al ser un caso
especial, estamos preocupados. Yo soy su confesor habitual, pero como salta a la
vista, si lograra enterarme de algo ¿qué podría hacer sin romper el secreto de
confesión?
Gabriel, sin embargo, estaba tranquilo e ilusionado, por fin iba a hacer de
cura.
Y todo eso comenzaba ya. Gabriel conocía a las hermanas de todos los meses
anteriores. Había celebrado la misa con ellas muchas veces, aunque con monjas de
clausura es complicado tener relaciones fluidas.
El silencio no era una sensación nueva para María. Los meses de experiencia
con las Clarisas fueron de mucho silencio. Además, en este caso, solo se trataba de
una semana. Estos pensamientos se cruzaban por la mente de María mientras se
instalaba en una de las celdas del convento. Las hermanas habían insistido mucho
en que las acompañara no solo en las comidas y meditaciones, sino también en los
descansos. Ese era el plan previsto. Si María no estaba con ellas, poca información
podría recabar.
Y sin más, mirando a los ojos a las hermanas, comenzó Gabriel los ejercicios
leyendo el Evangelio. Todos sus estudios y su inteligencia le daban herramientas
suficientes para poder exponer lo que sentía su corazón al escuchar el Evangelio
recién leído. Su intención no era dar una clase magistral de Teología. Él quería
testimoniar su vivencia. En eso no se podía equivocar. Su mirada, inteligente y
poderosa, se posaba en cada una de las hermanas. Provocaba una tremenda
sensación de seguridad y firmeza. Hasta que su mirada se cruzó con la de María.
Su actitud ante la charla de Gabriel era una mezcla de curiosidad y de pose teatral.
Gabriel miraba a cada hermana con ojos cercanos e intensos. Lo que contaba
era importante, no porque saliera de él, sino porque hablaba de Aquél que da
sentido a todo. Y su mirada iba sembrando pasión en cada rostro que se
encontraba. Hasta que llegó a María. Nunca se había fijado en detalle en la cara de
aquella joven. Gabriel tenía muy claro lo que era, o eso creía. Hasta entonces, aun
siendo una chica atractiva, se había comportado con él de una manera fría, distante
y hermética. Pero en aquel momento María irradiaba intensamente vida. Sus ojos
brillaban, su cara que permanecía ligeramente ladeada, parecía recoger con
dulzura las palabras de Gabriel.
—Claro, hermana.
Caminaron en silencio con la intención de dar un paseo. Una vez fuera del
santuario, caminando bajo del pasadizo que unía el santuario con la Hospedería,
María rompió el silencio:
—Lo que necesito es hablar un poco, ya sabes que yo… en fin, del tema de la
confesión…
—Bueno, pues que yo, creer, vamos, lo que se dice creer, no creo mucho… —
María se avergonzó al decir estas palabras. Era paradójico que un miembro de los
servicios de espionaje delVaticano confesara su falta de Fe.
Lo que siguió fue un diálogo sencillo. María le contó a Gabriel todo sobre su
fe, o su falta de ella. Gabriel habló lo mínimo, lo necesario para mantener viva la
conversación. María habló mucho. Aquello fue un torrente almacenado durante
años por la creencia de que a nadie le importaba lo que tenía que decir.
Fue una hora de verdadera comunión entre una mujer joven y segura que no
deseaba nada con ningún hombre y un sacerdote convencido de su vocación. Eran
eso y también eran un hombre y una mujer.
Y aquí es donde entro yo. Fui criada en los ideales de la Societá y los creía a
pies juntitas. Todos en la familia nacemos con una misión. La mía era infiltrarme
en los Esclavos de María y desde aquí pasarles toda la información del mayor
enemigo de la Societá.Y así vine, con apenas diecisiete años y un DNI falsificado.
Dos agentes se hicieron pasar por mis padres y me cambié el nombre. Han pasado
varios años y todo en mí ha cambiado. Mi vida anterior ha sido un camino de
angustia, una huida hacia delante sin un remanso de paz. No sé si me voy a poder
explicar. Nuestras familias, al igual que los ángeles caídos de los que descendemos,
somos seres implacables. Somos inteligentes y somos educados desde pequeños en
la idea de que somos superiores al resto de los humanos. Esa altivez, ese desdén
por la debilidad es lo que nos incapacita para la misericordia. Dios creó al hombre
lleno de debilidad. Pero no lo hizo para hacernos sufrir, sin debilidad no existe el
don de la misericordia. Si no has sentido el dolor en ti mismo difícilmente puedes
saberte hermano del que sufre. Eso es lo que he encontrado aquí de la mano de
Jesucristo. En la oración y en la compañía del resto de mis hermanas. Enamorarse
de Cristo es enamorarse del lado más humano que hay, de amar al que sufre.
Gabriel cayó en ese momento, «¿y si aquélla monja, debido a los escasos
resultados de su trabajo, estuviera buscando infiltrarse?» Era necesario que
aportara alguna información significativa. Necesitaban algo que probara que
definitivamente estaba en el lado de los «buenos».
—No soy quien para aconsejar nada, viniendo de donde vengo. Si queréis
hacer un ataque masivo contra la web protegida a la que me voy a conectar, tenéis
que saber que en el plazo de seis horas habrá un ejército de la Societá dispuesto a
tomar este Santuario.
—Si ustedes quieren, que vengan sus mejores expertos informáticos para
sacarle jugo a la web, pero mañana antes de la visita.
—No tengo claro —contestó el padre Ángel— que pueda sacarla con
seguridad en ese margen.
—según decía esto el padre Ángel la luz se apagó. Unos diez segundos
después la luz volvió.
—Está dentro del protocolo afirmó el padre Ángel. Nos hemos desconectado
de la red. Los servidores que están haciendo el backup consumen mucha potencia.
Si están analizando el consumo es fácil que detectarán el incremento. Han
arrancado los dos grupos, el que alimenta el convento y la Hospedería y el que
alimenta el bunker.
El padre Ángel les animó a que se fueran a descansar. El programa del día
siguiente era aparentemente el de todos los días.
Laúdes y Eucaristía a las siete, desayuno a las ocho y meditación a las ocho
treinta. Seguramente Gabriel no llegaría a predicar al día siguiente.
—Perdone padre, ¿han dado ya orden a las hermanas de que recojan sus
pertenencias?
—No por favor, no den la orden hasta más tarde, hasta las ocho y media y
por favor, déjeme que sea yo.
—Padre, confíe en mí. Aquí hay algo que no encaja. La enigmática frase de
Gabriel pareció convencer al padre Ángel.
—¿Sí?
Pasó media hora, tres cuartos. Con el consentimiento del padre Ángel,
Gabriel entró en la iglesia. Aparentemente todas las hermanas seguían allí. Aclaró
su voz, intentando quitarle hierro al asunto, informó a las religiosas:
—Hermanas ha pasado algo muy grave. No puedo decirles nada más aun,
solo que tenemos que trasladarnos. Por favor, suban a sus celdas y cojan lo mínimo
imprescindible. Lo mínimo, por favor.
Las caras de las hermanas eran un poema. Obedientes, salieron por la puerta
que daba al convento en dirección a sus celdas. En diez minutos estaban todas en el
hall de entrada. Habían seguido las instrucciones, cada hermana portaba una bolsa
a lo sumo, con los objetos más personales y algo de ropa. El personal de la
hospedería también estaba bajando. A las nueve en punto llegó el autocar. Todos
fueron subiendo, incluida María.
—Padre, no tenemos dos horas. Ruego a Dios que tengamos diez minutos.
La hermana Alexia no era el único miembro de la Societá en este monasterio.
—No puede ser, les pedí a mis padres expresamente que no necesitaba
sombra. Se quejó la hermana Alexia.
—Es una persona que cuida de alguien importante, sin que éste sepa que
está. Aclaró Gabriel. Dense prisa por favor.
Gabriel corrió por el camino más corto hacia el autobús para ordenar su
salida. Cuando subió, preguntó a la hermana superiora si estaban todas.
—Ok María, por favor, ten los ojos abiertos, esto aun no ha terminado. Lleva
a esta gente a un lugar seguro.Y, diciendo, esto se bajó del autocar ordenando con
un gesto al chófer que arrancara.
—Esperad, no comáis por favor. ¿De dónde han salido esos pasteles?
—Los trajo esta mañana un señor muy bien vestido. Dijo que era de la
familia de los González de los Carabeos, que los traían para las monjas que tan
buena acción hacían rezando por el pueblo.
—María, no le ha pasado nada a Juan, ¿por qué cree que están envenenados
los pasteles? Hermana, como puede haber sospechado, además de monja soy algo
más. Usted es una mujer inteligente. Si pretendiera envenenar a cuarenta personas,
¿qué tipo de veneno pondría en un pastel? ¿Uno rápido, para que apenas alguien
se hubiera comido uno, muriera alertando a los demás? Sabe que no, elegiría uno
lento, que en quince minutos hiciera su efecto.
—Quiero hablar con el director del hospital, por favor —solicitó María.
—Mire, no tenemos tiempo. Nos han intentado envenenar a todos con estos
pasteles. Quédeselos y analícelos. Nosotros nos tenemos que ir, aquí tiene la
documentación del enfermo. ¡Ah!, y no se desanimen; creo complicado que le
puedan salvar. Y terminando la frase, María dio orden de salir al chófer. Les
esperaba un largo camino hasta el destino secreto que ni siquiera María conocía.
—No se preocupe padre —le intentó animar Gabriel hasta que se percató de
que ya había muerto.
Gabriel trató de pensar, ¿qué puerta había que cerrar? ¿por qué había que
correr? ¿sería la del todoterreno?
Algo dijo el padre de que había que irse antes de que llegara el helicóptero.
—Mejor no dejar estas cosas tiradas. Seguro que las podrán utilizar en
nuestra contra.
—He sido monja durante tres años. Otros diecisiete fui entrenada para ser
una asesina. Algo me queda del pasado y más cuando han estado a punto de
matarme a golpes hace cinco minutos.
—No lo pude ver. Me destrozó a golpes en la sala contigua. Apenas pude oír
el disparo que mató al padre Ángel. Después me arrastró hasta aquí.
Gabriel comenzó la Eucaristía con cierta apatía, casi obligado por el interés
de la hermana. Según fue avanzando algo fue cambiando en su interior. En el
momento culmen, en la Consagración, volvió a producirse el milagro. Gabriel
sentía como Él, Jesucristo, se estaba encarnando en un trozo de pan y un poco de
vino.Y para eso no importaba que le ayudara un hombre que acababa de matar a
dos personas. En legítima defensa eso sí.
Dentro del apartado había dos pasaportes, una nota y un contrato a nombre
de un desconocido para la oficina de Avis de la estación de autobuses de Burgos.
Recogieron las cosas y salieron. Camino de la estación de autobuses revisaron los
nombres y la nota. Tenían que ir a la ventanilla de facturación número 3 de Alitalia
en el aeropuerto internacional de Lisboa y tenían que estar en apenas diez horas.
No tenían tiempo que perder.
—Siento mucha curiosidad por cómo una chica, educada en el odio a todo lo
cristiano es capaz de enamorarse de Jesús. Si no es indiscreción y quieres
contármelo…
—No hay mucho misterio, el secreto del mal es la velocidad.
—No te pregunto más, hermana, debe de ser desagradable volver sobre eso.
Tras dos horas y media de viaje, Gabriel paró a tomar un café e ir al servicio.
—No quiero nada, Padre, muchas gracias. Bueno, tal vez una botellita de
agua.
—Padre, le llaman…
—¿Cuántas veces te tengo que decir que no me llames así cari?, que me
avergüenzas. Gabriel cogió a la hermana Alexia por la cintura simulando ser su
esposa. La mirada de la hermana era un poema, justo hasta cuando entendió lo que
estaba sucediendo.
En dos zancadas salió del bar, sacó su pistola y esprintó para intentar
localizar al hombre. Tarde. Un Ibiza blanco salía a toda velocidad en dirección a la
autopista.
Gabriel volvió a entrar. Todo seguía tranquilo. Pagó la cuenta y salió con la
hermana, cogidos de la mano.
—Pregunte.
—Ja, ja, ja. Sí mujer. No tema por las veces que he celebrado la eucaristía.
¿No le sorprende que mate a dos personas? ¿que sea capaz de pelear cuerpo a
cuerpo con un asesino de la Societá?
—Sí lo soy. Antes de cura fui joven, y no se me daban mal las chicas. De
entonces recuerdo cómo coger a una mujer y besarla, etc… de lo de María, no sé a
qué se refiere.
—¿No es monja? Me refiero a que le mira como… como… es decir, que creo
que usted le gusta.
—Bueno, digamos que no. Ella no. Trabaja para el mismo sitio que yo, el
contraespionaje, pero es seglar. De lo que me dices no me he dado cuenta, es decir,
es algo inconcebible. No sé si me explico... yo soy cura…
Pasada Ciudad Rodrigo, Gabriel se desvió para cruzar la frontera más al sur,
eran ciento veinte kilómetros de carretera, pero el desvío merecía la pena. Además
sería más entretenida la conducción. Al llegar a la frontera todo parecía seguro. La
hermana Alexia conducía mientras Gabriel permanecía escondido en el maletero
del coche. La hermana conducía muy bien para no disponer de carnet de conducir.
El paso fue tranquilo. O la Societá no disponía de contactos en ese paso, o al
confidente no le había dado tiempo de avisar del modelo y matrícula del coche.
Unos kilómetros después de la frontera Gabriel volvió a conducir. No iban bien de
tiempo. Hacía falta pisar el acelerador y Gabriel probó las prestaciones de su
coche…
Gabriel consultó a la hermana y pidió algo para cenar. Tras acabar con la
frugal cena, Gabriel se aclaró la voz como para decir algo importante.
Su apariencia era distinta a la última vez que le vio. Lucca estaba más
delgado. Se había dejado crecer una barba, muy cuidada, y el pelo. Daba una
imagen más juvenil, de bohemio maduro.
—Deje usted de mirarme, me va a hacer pensar mal —se quejó Lucca ante la
radiografía que le estaba haciendo Gabriel. Usted también está muy cambiado,
¿dónde se ha quedado el cura patoso que conocí?
—Digamos que me han hecho cambiar —se explicó Gabriel sin demasiadas
ganas. No tenemos mucho tiempo. Vamos al grano. Nos dirigimos al Vaticano, al
gabinete de crisis que se ha creado para la ocasión. Un número no conocido de
agentes de la Societá están infiltrados en los apartamentos pontificios. Nos ofrecen
evitar la muerte del Papa a cambio de que soltemos a tres altos cargos suyos. Los
cazamos ayer gracias a vuestro trabajo con la hermana Alexia. Le doy más detalles.
El turno de seguridad es semanal. Han amenazado con asesinar al Papa si
cambiamos el turno. No sabemos con certeza cuáles son los agentes infiltrados.
Puede incluso que todo sea un montaje y no haya nadie infiltrado. Hasta este
instante nadie se ha manifestado, todo va como si no pasara nada. El Papa está
informado.
Mientras hablaban el conductor había encendido la sirena luminosa y
recorría a toda prisa los catorce kilómetros que separan el aeropuerto de Ciampino
del Vaticano.
Entraron por una puerta lateral. Pararon, y Lucca dijo algo en voz baja al
guardia. Pasaron el control. Continuaron a gran velocidad hasta un edificio que
Gabriel no identificó. Bajaron a toda prisa del coche y entraron por una puerta
custodiada por dos carabinieri. Subieron unas escaleras hasta llegar a una gran sala
donde, alrededor de una mesa ovalada, estaban sentadas ocho personas. La luz era
tenue, dotando a la escena de un halo de misterio. Gabriel recorrió con la mirada
las caras de todos los presentes, todos hombres de más de cincuenta años. Al final
de su ronda visual se le dibujó una sonrisa. En un extremo de la mesa había una
mujer, María. Había dos sillas libres, la que teóricamente presidía la mesa y otra al
lado de María. Para sorpresa de Gabriel, la persona que ocupó la silla presidencial
fue Lucca. Siempre había pensado que Lucca era un albañil de los servicios
secretos del Vaticano, pero no, por lo menos en aquel grupo era el jefe.
—La situación es la siguiente: nos quedan doce horas hasta que se cumpla el
ultimátum. Hemos analizado los nombres de los agentes de seguridad que están
en el turno actual. En la pantalla aparecen los que podrían tener un vínculo traidor.
—Sólo una pregunta, ¿por qué se va a fiar el Papa de mí?— objetó Gabriel
con sentido.
—Perdón, señor, y los que van a entrar —interrumpió Gabriel. Lorenzo tecleó a
velocidad de vértigo en su sistema y salieron las fichas personales del personal del
servicio en una panta-
—Sí, de un lugar lejano a Roma. El cura del lugar le comentó lo mucho que
se parecía al Santo Padre, y le propuso ser su doble. El hombre se hizo el remolón,
pero luego le pareció buena idea. Ese cura se puso en contacto con el Vaticano y
hasta hoy, ¿verdad?
—El parecido era asombroso. Misma altura, mismos rasgos, la mirada tal
vez más triste, mismo color de tez. De perfil se parecía menos que de frente, pero
en todo caso, era sorprendentemente parecido.
—Sí claro, enseguida —Guido salió un momento y habló con una persona
que a su vez llamó por teléfono. Sobre la pantalla, el currículum del doble del
Papa.
—¿Qué parte de ese currículum está verificado? Si se fija, tiene un
currículum imposible de comprobar y para colmo, se muda al pueblo en cuestión
de un mes y medio después de ser elegido el actual Papa —argumentó Gabriel.
Terminaba la frase cuando Guido apareció con una mujer mayor, bajita y con cara
de pocos amigos.
—Pero no los delaten —interrumpió esta vez María. Si se confirma que son
agentes de la Societá y somos capaces de filtrar sus comunicaciones, podremos
descifrar su código de encriptado. El análisis rápido de ADN tarda apenas 3
minutos, ¿cuentan con una máquina? Sus vasos de café usados servirán.
—contestó Lucca.
— pidió María. Pero para las comunicaciones externas y para las internas. O
mucho me equivoco o este chaval hace de portavoz de alguien con acceso al código
confidencial.
—Perdona, María, ¿lo puedes explicar para que lo entienda un cura que solo
sabe de Teología? —se quejó Gabriel con cierto recochineo.
—Sí claro, deme un segundo —obedeció Lorenzo. Aquí aparecen los correos
y chats internos de Gabriele Pescaro, el hijo de Paolo Pescaro… A ver…
—Rápido, hay que separar a Gabriele de Paolo. Hacerle creer que lo llevan a
prepararse. Que lo metan en una sala muerta de radiofrecuencia, seguro que lleva
algún dispositivo en el oído interno —Lucca dirigía con brío la situación— María,
¿has podido descifrar su código?
—Giorgio, Natale, venid enseguida —Gritó Lucca. Dos agentes vestidos con
camisetas de Metálica e Iron Maden respectivamente se acercaron corriendo.
—Haced lo que os diga la agente. Bruno, por favor, aplicar el código cuarenta y
tres a los cuatro agentes en cuanto estén en salas muertas. Gabriel, ¿que hacemos?
Nos hemos quedado sin doble… Gabriel llevaba unos minutos reflexionando
abstraído del mundanal ruido. Analizaba los pros y los contras de cada acción.
Cuando Lucca le preguntó, salió de su mundo de posibilidades.
—Está claro que hay que descartar el doble, no el infiltrado, todos. Eso lo
esperan y es imposible conseguir uno que hable igual. Cualquier identificador de
voz le delataría. Hay que llevar un reproductor manual. Entiendo que tendréis
uno. Es una pequeña cámara que permite grabar hasta cinco minutos y se coloca
sobre el visor de la cámara de seguridad, repitiendo en ciclo cerrado lo grabado.
Además, necesito un carro de limpieza, como el que tienen en los hoteles.
Necesitamos que quepa el Papa dentro.
—Diez minutos para repasar el plan con María ¿dónde nos podemos ver?
Necesitamos a la coordinadora del servicio, solo si es absolutamente fiable.
Al fondo, una puerta que daba paso a las habitaciones del Santo Padre. La
primera estancia era un gran salón que utilizaba para audiencias privadas. De ella
salían cuatro habitaciones, un gran baño que se comunicaba con su dormitorio, una
salita de estar donde leía, y una habitación con baño para ocupar en caso de
enfermedad del Papa. Anexo a las habitaciones papales estaban el comedor y la
cocina.
—Solo podemos salir de aquí nosotros dos y la agente María, la única mujer
que hay dentro. A cualquier otro, y hablo de sus compañeros, no le dejen salir.
Tengan cuidado, estamos seguros de que hay agentes enemigos infiltrados que
responderán con suma violencia.
Lucca avisaba sin demasiada esperanza. Desgraciadamente dudaba de la
capacidad de aquel par de imberbes guardias de defenderse de un asesino de la
Societá. Gabriel observaba la reacción de los dos guardias ante el anuncio que les
acababa de hacer Lucca. Su reacción confirmó a Gabriel su inocencia. En todos los
enfrentamientos que había tenido con asesinos de la Societá, nunca se había
encontrado un perfil similar al de aquellos jóvenes. Entraron en los apartamentos
con un arma en cada mano.
—me da igual que sea usted nueva, no puede dejar cinco minutos
desatendido al Santo Padre. Estamos aquí para servirle.
—Últimamente van ustedes de dos en dos, ¿ya no sabéis hacer las cosas bien
solitos? —retó Gabriel.
—De acuerdo, ahí van —Gabriel soltó sus armas al suelo agachándose al
tiempo, generando un instante de distracción que aprovechó María para efectuar
un certero disparo al cuello del asesino. La droga tuvo un efecto inmediato,
aunque ya antes Lucca se había zafado del agente.
—bromeó Gabriel.
—No lo creo —afirmó Gabriel— por mi experiencia, dos son multitud para
ellos. En todo caso revisen al detalle el currículum de cada guardia. Sospechen de
aquellos que tengan vidas difusas complicadas de comprobar. También de aquellos
que tengan saltos vitales en un par de años. Esta gente tiene entrenamientos muy
exigentes que le sacan de la circulación mínimo un par de años. A estos dos
regístrenlos bien. Más que probablemente tengan alguna cápsula escondida. Valen
más vivos.
Subieron hasta el lugar donde tenía sus habitaciones el Papa. Allí trabajaría y
descansaría, pero comer y rezar lo haría en las zonas comunes de la residencia.
—En todo caso gracias, querido Gabriel. Han pasado unos años desde aquel
día en Madrid… ¿te acuerdas?
—Una vez cada cierto tiempo, no sabemos cada cuánto, se juntan los
herederos de las cinco familias de la Societá. No sabemos para qué, solo que es el
momento en el que están todos los primogénitos de las cinco familias de la Societá
juntos. Hemos obtenido la fecha y el lugar con la información que consiguió el
troyano en la web de la Societá y el código de encriptación que hemos conseguido
esta noche.
Gabriel se sirvió café con leche, fruta y tres tostadas con aceite. María cogió
fruta, zumo, un té con leche y un croissant.
—Muy fácil, a las siete —sentenció Gabriel mientras masticaba una tostada
con aceite.
—Es verdad, que tonta he sido. Lujuria es el primero de los siete pecados
capitales…
—Pues que es imposible que la clave sea tan sencilla. Estoy convencida que
el lugar debe de ser un acertijo escalonado.
—Ahh, muy sencillo, muy claro agente —ironizó Gabriel. Pero…, no veo a la
cúpula de la Societá en un pueblucho en medio de ninguna parte de Grecia. A ellos
les gusta mucho lo griego, pero ese pueblucho, imposible... Le falta algo de
cristiano muerto…
—San Minias, primer mártir de Florencia —susurró una voz femenina entre
el grupo de trabajo de Guido.
—No hay tiempo que perder, ahora mismo salís para Florencia —ordenó
Lucca.
—¿No dice el protocolo que nadie ha de saber el lugar donde se alojan los
agentes? —sugirió Gabriel.
Una sola descarga fue suficiente para volver a la vida a Lucca, en apenas
diez minutos pronunció sus primeras palabras:
Una vez que salieron de Santa Marta, María guió a Gabriel para salir por
una puerta poco transitada. Desde allí llegaron rápidamente a la Via Concilicione,
donde tomaron un taxi.
—Sí, hay un tren rápido que une Roma con Milán. Además, así nos
ahorramos enseñar pasaportes. María…
—¿Sí?
—Te noto rara, como pensativa… Gabriel se arrepintió nada más pronunció
las palabras.
—Esta ciudad me trae demasiados recuerdos. Son muchos años, pero sobre
todo me recuerda la muerte de mi amigo Marco. Me dolió demasiado. Creo que
aquella muerte me despertó a una nueva vida, menos encerrada en mi misma.
—La verdad es que yo te noto más simpática —volvió a comentar Gabriel
torpemente.
—Que va, puedo ayudarte mirando el paisaje o ¿es necesario mirar sin parar
esa pantalla en la que pone Luis XVI-Luis XVIII?
—¿Y bien? ¿Se te ocurre algo? —se quejó María herida porque Gabriel tenía
razón.
—La experta eres tú, pero… ¿Quién reinó en Francia entre esos dos reyes?
«raro».
—Cuenta, cuenta. La historia de amor del cura espía, esto es una exclusiva
mundial.
—Ella se llamaba Silvia. Era morena, ojos negros, el pelo, como se dice, ¿a
capas?, largo.Tenía carácter, pero eso no le impedía ser amable y preocuparse por
los pupas de la clase. Sacaba muy buenas notas. Yo iba a la clase de al lado y
bueno, digamos que también tenía bastante éxito, quiero decir, que como era alto,
jugaba al futbol… no sé. La cosa es que gustaba a las chicas. Pero a mí todas me
daban igual, menos ella. Me gustó desde el primer momento que la vi. Ella salía
con un chaval de un curso superior. Un imbécil chulito, bueno, eso es lo que
pensaba entonces. Seguramente fuera un tío normal.Yo no quería salir con ninguna
chica que no fuera ella y me inventé una novia imaginaria en el pueblo. Era la
excusa perfecta del que solo quiere tener una novia y es imposible.
—El caso es que pasaron tres años, yo a mis estudios, a mi deporte, a mis
amigotes y a verla, todo lo que podía, sin que nadie pudiera enterarse. Era
demasiado ridículo que el chico que las volvía a todas locas estuviera a dos velas
por amor…
Yo contesté: «Pues sí, jamás he visto tanta belleza en mi vida» esto se lo dije
mirándola a los ojos y queriendo decirle: «Te quiero y te querré todos los segundos
de mi vida». Ella parece que me entendió, me dijo.
«Llevas tres años mirándome Gabriel, ¿no se pone celosa tu novia del
pueblo?»
Y yo, no se aun como, le contesté: «Te he mirado todo este tiempo, porque te
he querido y te quiero más de lo que se puede querer.»
—¿Has sentido alguna vez que solo existe la persona que amas y tú? ¿Qué
no puede haber nadie más feliz en el mundo?
—Sin lugar a dudas fue el momento más bonito de mi vida. Los dos,
abrazados, al lado de la catedral de Florencia. No sé cuánto tiempo estuvimos así.
María estaba llorando, no se podía imaginar una historia más bonita y que
fuera real.Y esa historia la había vivido esa persona que tenía delante. Por un
instante ya no existía el cura, ni el espía, solo el hombre que había vivido la historia
de amor más bonita del mundo. Entre sollozos mal disimulados, le preguntó lo
inevitable:
—El año siguiente los dos nos fuimos a estudiar a Estados Unidos. Ella a
New Jersey, yo a Montana. Al siguiente comenzamos la carrera… ella Ingeniería…
—¿Cómo puedes decir eso? Miles de mujeres viven vidas mediocres siquiera
aspirando a vivir una millonésima parte de la historia de amor que viviste tú y me
vienes ahora justificando que os hayáis cargado el amor verdadero. Ella
escondiéndolo en un marido que la adora y tú detrás de un alzacuellos. Eres un
cobarde y un egoísta.
Esperaba sentado en el hall del hotel, bebiendo a sorbos una tónica. Las
emociones de la mañana le habían dejado un fortísimo dolor de cabeza que había
intentado paliar con un paracetamol.
María apretó ligeramente la mano de Gabriel y la soltó, asintió con los ojos y
pasó página.
—Ok, con este plano del hotel y mis años de estudio seré el mejor guía del
mundo.
Una vez en el borde del mirador, Gabriel le tapo los ojos con sus manos. Al
retirarles de dijo al oído.
—Ya puedes mirar.
Eran ya las siete de la tarde, sin comer y con siete horas de paseo a sus
espaldas.
—Yo no, pero seguro que mi amigo Tripadvisor nos recomienda algo.
—Lo tengo. Osteria De’Benci, en la Via de’ Benci 11. Está de camino a
nuestro hotel.
—Perfecto, ¿vamos?
—En la web pone que todo tipo de pasta, sin olvidar la tradicional bistecca
Fiorentina.Vamos el chuletón de la región.
Gabriel despertó de aquel agradable sueño. Tal vez lo que peor llevaba de su
vocación era la soledad. Aquel último año no había tenido tiempo de sentirse solo,
pero en sus años de estudio… Comprendió el sentido de la vida en común de las
órdenes religiosas. La vida solitaria del cura era una pequeña tortura para Gabriel
que siempre había sido muy familiar y era incapaz de estar más de tres horas con
alguien sin intentar ser su amigo. Aquel día, compartido con una chica de su edad
y de su misma ciudad, había sido un regalo. El único punto negativo es que ella era
guapa. Muy guapa.
—La verdad es que, desde que hago deporte, no hago otra cosa que comer.
—¿Qué quieres María? ¿Qué te diga que la gente que tiene que entender esa
clave es imposible que tenga tres licenciaturas y coeficientes mentales de ciento
noventa? La clave debe de ser algo más sencillo.
María iba a zanjar aquella conversación con un ¡Bien Gracias!, pero Gabriel,
extrañamente, dio pie a aquel galante recepcionista.
«Osteria De’Benci».
—Bueno, cerca de aquí… está en la vía Corsi. Mire, aquí. Gabriel miró el
mapa y negó con la cabeza.
—No, primero dime por qué te ha dado por charlar amigablemente con ese
recepcionista. Porque él, con quien quería hablar, no era precisamente contigo.
—Bueno, pues el tema es sencillo. El juicio de pistas que han preparado debe
de estar a prueba de San Google. Por eso ni el equipo de Roma y ni yo en mi vigilia
nocturna hemos encontrado nada. Porque estaba preparado para que fuera así.
La pista de Napoleón era buena, pero no había nada evidente que uniera
Napoleón con Florencia. Aparentemente, en el fondo si lo hay ¿cómo diría el
gentilicio de Napoleón un español que no sepa Italiano?
—¡Eureka!, nosotros hemos buscado pero había que dar un paso que no
hemos dado.
—No cantes victoria. Vamos a verlo, con mucho cuidado. Siendo hoy el día D
seguramente ya habrá vigilancia de su gente. Caminaron durante diez minutos. A
la entrada de la via Corsi Gabriel dio la mano a María mientras le susurraba.
Al terminar fue Gabriel el que puso unas caras realmente horribles mientras
María volvía a fotografiar con más zoom el portal. Al terminar, entre risas
continuaron su paseo.
—Es cierto que ahí no se van a juntar a cenar, porque es imposible, pero te
puedo asegurar que estamos en la pista. El chico que apuraba el cigarrillo en el
portal de enfrente es un agente de la Societá, seguro.
—Por la cara.
—¿Por la cara?
—Una de las cosas que aprendes es que los seres humanos, ya sea en
Florencia, en Cádiz o en Pekín, ponemos caras similares cuando hacemos cosas
similares. Un individuo que espera y se cruza con dos imbéciles jugando a poner
cara fea, pone involuntariamente una cara fea y esa cara no era la que tenía ese
individuo. Conozco la cara que pone un agente de la Societá cuando vigila y era
exactamente esa.Vayamos a un café a ver las fotos, es importante asegurarnos que
no nos siguen.
—No lo sé. Me figuro que en ese número tiene que estar la última pista.
Debería ser algo que solo esté ahí estos días para hacerlo invisible a una búsqueda
informática —pensó en voz alta Gabriel.
—Pues a demostrarlo.
—Esta Iglesia, no sé, no me cuadra con ellos. ¿Por qué? La sensación que
tengo es que esta pieza no es de este puzle. Mientras terminaba la frase se levantó
al tiempo que un sacerdote de avanzada edad atravesaba la nave en dirección al
altar.
—Pues son pocos, unos seis o siete a lo sumo. Van vestidos con trajes caros,
todos están en muy buena forma, es que jugamos en un equipo de rugbi
aficionado. Todos con el pelo corto, puede que viniera alguna chica. Se fijarían
poco en las obras de arte de esta maravillosa Iglesia, no son muy de arte…
—Pues hoy no me suena haber visto a nadie así, si le soy sincero. Los
turistas rara vez llegan hasta aquí y llevamos un día muy tranquilo. Siento no
haberle podido ayudar.
—María, esta no es la pista, no solo por lo que ha dicho el cura, sino porque
no he podido ver ningún agente y he mirado incluso en los confesionarios.
—A las dos tienes un agente y a las seis otro, el que apura una copa de vino
en la barra. Informó Gabriel discretamente.
—No, no puede ser. Ellos no saben que tenemos esta información. Esta
reunión debe de haberse realizado anualmente durante cientos de años, y nunca la
habíamos siquiera sospechado. Tiene sentido que tomen todas las precauciones,
pero no que coman en un piso. Tampoco me cuadra que lo hagan en un restaurante
de lujo.
—¿Qué hacemos? Son las 17:30, quedan apenas una hora y media.
—¿A echarte la siesta? ¿Estás loco? —María no se podía creer lo que estaba
oyendo.
Sonó la puerta. María fue a abrir. Justo en ese instante se abrió la puerta de
golpe.
—De esas habrá diez en Florencia. Pero no creo que solo diga eso.Y está
aquí…
—¡Ya lo tengo! —gritó María, ¿cómo se llama el hombre que cocina pizzas?
—No, mejor llamo a Guido y que llamen ellos con teléfonos seguros, no vaya
a ser…
María llamó a Guido y les dio las instrucciones. En apenas diez minutos
Guido les devolvía la llamada. Tenían mesa para dos a las 19:30 en el Pulcinella
Pizzaiolo, a las 20 en La Bottega del Pizzaiolo y…. Todo completo en Il Pizzaiuolo.
Era martes, de junio sí, pero martes… Ya sabían dónde tendría lugar la fiesta. Les
quedaban cuarenta y tres minutos para empezar la caza.
María confirmó a Guido el lugar en el que tendría lugar la cena. Guido les
dio instrucciones para coordinarse con los carabinieri. La persona de contacto sería
Gianluca Belcastro.
—No Gabriel, esta parte de testosterona te pega más a ti, llámale tú.
—¿Gianluca Belcastro?
—Señor, hemos identificado a los clientes que han estado entrando. Hay
trece altas personalidades de las regiones americana, europea y asiática, siete
empresarios de renombre, un cardenal, tres ministros y dos artistas. No hay duda,
es el lugar.
—Gianluca, por favor, envía cinco agentes que no hayan estado en la zona al
restaurante. Que se presenten como un grupo de amigos que van a cenar, que
entren y pidan mesa. Si les dicen que no hay, que propongan esperar. Hay que
intentar sacar la máxima información. ¿Tenéis alguna manera de que podamos ver
y oír esa conversación? —preguntó Gabriel.
—Gianluca, no sé cómo lo ves, pero creo que nos interesa pillarles en cuanto
nos aseguremos que ya están todos allí
—propuso.
Gianluca se retiró y llamó por teléfono. María hizo lo propio con Lucca.
—María, por favor pon el manos libres para que me oigáis todos —pidió
Lucca. Gianluca ya había colgado y se sentaron todos alrededor de la mesa.
—Lo que es, el gran Maestre de los Esclavos de María. Por cierto, creo que
no se llama Lucca.
—¡Joder con esta gente! No se andan con bromas —se quejó Gianluca.
Las sirenas tardaron apenas cuatro minutos en oírse. Gabriel se acercó a los
heridos para atenderles.
—Que yo haya visto solo tienen alguna pistola y solo alguno de ellos.
Tengan cuidado, creo que cumplirán su amenaza. Contestó un camarero de unos
cincuenta años.
En ese instante llegaron dos ambulancias y fueron cargando a los heridos. Gabriel
se acercó a la ambulancia en la que estaban cargando al herido con el que había
hablado. Le habían quitado la camisa y le habían puesto un vendaje compresivo
para cortar la hemorragia en el brazo. Algo llamó la atención de Gabriel. Las
heridas de los cinco heridos eran aparatosas, pero no parecían graves. Los médicos
aplicaron una primera cura, qui-
tando la ropa de los lugares de la herida.
—¡Al suelooooo!
Los servicios de salud, desbordados, caminaban sin rumbo, sin saber por
dónde empezar, conmocionados por aquel infierno de sangre y muerte.
EPÍLOGO
—Se pondrá bien. Milagrosamente el coche recibió casi todo l impacto y les
salvó la vida. Gianluca también se ha salvado. Peor suerte han tenido los cuatro
agentes que estaban a su lado. No se tiraron al suelo y han muerto, bueno, ellos y
veintiséis agentes más. El único consuelo que nos queda es que se ha roto la línea
sucesoria de las cinco familias. Es cuestión de tiempo que la Societá desaparezca.
—Al ver a uno de los heridos sin la camisa algo me llamo la atención, pero
no fue hasta que oí las sirenas de las ambulancias avisadas por nosotros cuando
caí. Se montaron en las falsas ambulancias y los que quedaban se detonaron para
causar la mayor cantidad de víctimas.
—Una mancha negra en el pecho, arriba, muy cerca del cuello. Exactamente
igual a la tuya, Lucca. Creo que después de jugarme la vida tantas veces, me debes
una explicación.
—No lo has entendido Gabriel. Nuestro padre Asael nos consagró para
siempre y por encima de todo. Según nacemos sentimos un anhelo incontrolable
de luchar a favor de Dios. Naysa ya sabe quién es y lo que le va a tocar vivir.
—Sí y no. Fue tan grande la conversión del primero de mi estirpe que el
juramento de amor y defensa de la Iglesia nos marcó para siempre. Aunque es
posible que nos equivoquemos o que no queramos hacer Su voluntad, al final
siempre hemos cumplido nuestro destino. Gabriel, me tengo que ir. No puedo
seguir aquí. En pocos días nos vemos.
Gabriel vio como salía por la puerta Lucca. A su lado quedaba María, inconsciente.
Un terrible cansancio se apoderó de Gabriel, dejando caer sus parpados, cayó en
un reparador sueño. Un ruido extraño despertó a Gabriel. Abrió un ojo y vio a una
enfermera vaciando en una jeringuilla un medicamento. Algo normal en un
hospital con una enferma herida, si no fuera porque María tenía ya una vía. Gabriel
saltó como un tigre sobre la enfermera. Del primer ataque cayeron los dos al suelo.
Los tres golpes certeros de la falsa enfermera en la cara de Gabriel confirmaron las
sospechas. Pero Gabriel estaba demasiado débil para pelear, su triste final estaba
cerca. Grito con todas sus fuerzas:
Gabriel tenía un plan, no era un gran plan, pero era lo único que tenía.
Necesitaba un segundo de despiste de la asesina.