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LAS CARAS DEL MULTICULTURALISMO

Edgar Rodríguez

(...) yo no existo para mí mismo (...) No soy yo quien


mira desde el interior de mi mirada al mundo, sino que
yo me veo a mí mismo con los ojos del mundo, con los
ojos ajenos; estoy poseído por el otro (...) Desde mis
ojos están mirando los ojos del otro. Todo lo que se
refiere a mi persona comenzando por mi nombre, llega
a mí por boca de otros (...) Como el cuerpo se forma
inicialmente en el seno materno, así la conciencia del
ser humano despierta inmersa en la conciencia ajena
(...) Una cultura ajena se descubre más plena y
profundamente sólo a los ojos de otra cultura.
Mijail Bajtin

El conocido problema del multiculturalismo, abordado teóricamente desde hace algunas


décadas sobre todo desde los horizontes interpretativos de la sociología, la ciencia política y
la antropología, es el resultado de la manera en que la existencia humana se ha asentado en
el mundo prácticamente desde que el hombre piso la tierra. Pero dentro de la discusión
actual sobre la otredad, la diferencia, la alteridad o el ámbito de lo múltiple, este fenómeno
ha conectado perfectamente con la vieja discusión filosófica -ahora puesta de cabeza- de la
relación entre lo mismo y lo otro o lo uno y lo múltiple que ha corrido por lo menos de
Parménides y Heráclito a Hegel y continuado su camino, tras éste, en autores tan disímiles
como Deleuze o Habermas.

No pretendo avanzar en la solución de los problemas y avatares que el fenómeno de la


diferencia presenta en el mundo contemporáneo y cuyo tratamiento se puede plantear como
un reto a las ciencias mencionadas, lo que aquí presento es sólo una reflexión de hacia
dónde podría encaminarse una parte de la discusión sociológica contemporánea toda vez
que se entienda que su empresa no se reduce a una mera descripción del funcionamiento de
la sociedad ni a la reducción de la complejidad que le es propia, sino que en esta ciencia
cabe un ideal reflexivo y crítico, si bien ya no emancipatorio.

Siguiendo la idea del antropólogo norteamericano Clifford Geertz, una de las características
de las ciencias en la época contemporánea es la difuminación cada vez más creciente de las
barreras disciplinarias.1 Según él, resulta sumamente difícil, si no imposible, encontrar en la
actualidad análisis de la realidad en los que no se fusionen perspectivas teóricas, técnicas
metodológicas o herramientas conceptuales provenientes de distintos campos de saber. El
análisis psicológico no puede prescindir de la perspectiva económica, el antropológico de la
crítica literaria, incluso el filosófico de la fotografía o el cine, entre otros. Así, resultaría
estéril el análisis sociológico del problema de la denominada diferencia sin acudir
necesariamente sobre todo al ámbito de la filosofía. No sólo en términos descriptivos de la
problemática mencionada, sino sobre todo críticos, la sociología ha de participar de los
avances de la tradición filosófica para un tratamiento más acabado de los nuevos retos que
plantea el desarrollado ámbito de la diferencia, o, como lo han llamado algunos, del
diferendo, en las sociedades contemporáneas.

El problema de la diferencia, la alteridad y lo otro, que en el ámbito filosófico tiene su


punto neurálgico en la superación –o incluso, me atrevo a decir, en la inversión- de la
metafísica, llevada a cabo sobre todo por la filosofía francesa de la segunda mitad del siglo
XX, ha cobrado distintas formas sociales a partir, por lo menos, de hace tres décadas,
aunque no por efecto de aquélla sino más bien por ser copartícipe con ella de ciertas
características socioculturales del mundo contemporáneo. Las luchas por la reivindicación
de las diferencias específicas tras la crítica a las banderas de la igualdad provenientes del
discurso de la modernidad se han hecho presentes en la cotidianidad de las sociedades
contemporáneas: luchas por la reivindicación de las diferencias de género, culturales,
lingüísticas, étnicas, sociales y de capacidades, entre muchas otras. Estas luchas,
materializadas en distintas formas de acción colectiva y realizadas en los movimientos
feministas, étnicos, lésbico-gays y de la negritud, entre otros, han logrado avances en los
procesos de democratización de las sociedades: se han logrado mejoras en las condiciones
de trabajo de algunos sectores de la población, en la aceptación y cada vez más difícil
despojo de ciertos sujetos de sus lugares de trabajo sólo por sus preferencias sexuales
heterodoxas, así como de las mujeres sólo por su condición de género; se han logrado
avances también en la reducción paulatina, aunque lenta, de las diferencias tan evidentes de
ingresos entre sujetos de sexos distintos encargados de los mismos puestos laborales, así

1
Geertz, Clifford, “Géneros confusos”, en Conocimiento local, Barcelona, Paidós, 1994.
como en la no tan fácil expulsión de hombres y mujeres de su empleo debido al color de la
piel o su origen étnico. Estos y otros cambios en las sociedades occidentales no son más
que las victorias de las luchas por la reivindicación de la diferencia que se han logrado
consolidar socialmente en lo que se conoce como las políticas de la identidad.2

Sin embargo, estos avances en la historia de la democratización de occidente no han sido


unilaterales. La presencia de algunos de los distintos grupos minoritarios que han irrumpido
en la lógica igualitaria y homogeneizadora de la modernidad no ha corrido únicamente
hacia la apertura de mayores posibilidades sociales para grupos vulnerables, excluidos o
comúnmente violentados por la sociedad, sino que, dialécticamente, ha retrasado los
procesos de conformación de sociedades igualitarias e incluyentes al convertir su discurso
en un criterio autorreferencial de exclusión social. Se trata de grupos minoritarios surgidos
de la marginalidad para hacer frente a la exclusión de la que han sido víctimas respecto de
los privilegios otorgados por los procesos de modernización y de modernidad, así como
para oponerse a ciertas relaciones de poder y dominación a los que se han visto sometidos.
Pero que una vez que han tenido el poder de la palabra y presencia real en las políticas de la
identidad, han centralizado su posición identitaria y enraizado su discurso en una
autorreferencialidad atrincherada desde la que les es posible excluir, marginalizar y ejercer
un tipo de poder similar a aquél contra el cual surgieron. Este fenómeno, llamado por
algunos el reverso de la diferencia, queda expresado en palabras de Tod Gitlin de la
siguiente manera:
Tarde o temprano todas las disputas terminan en proposiciones del siguiente tipo:
el asunto primordial que hay que entender es la diferencia entre X (por ejemplo,
las mujeres o la gente de color) e Y (por ejemplo los hombres blancos). P viene
al caso porque para mi gente, X, si usted no está de acuerdo con P es porque
usted es (o, más moderado, <probablemente es>) un miembro de Y. Más aún:
puesto que Y (típicamente los hombres blancos heterosexuales) ha oprimido o
silenciado a X, la justicia exige que se contrate y promueva a miembros de X,
preferiblemente (pero no necesariamente) adherentes de P, y que quienes
pertenezcan a X estén claramente representados en el estudiantado, en el
programa de estudios, en la lista de lecturas para cada curso y en los congresos
(...) Si bien con esto la política de la identidad promete un cierto bienestar y
seguridad, lo que en un comienzo era un enclave donde los silenciados podían
encontrar su voz tiende ahora a convertirse en un mundo autorreferencial.3

2
Arditi, Benjamín (editor), El reverso de la diferencia, Venezuela, Nueva sociedad, 2000, introducción.
3
Gitlin, Todd, “El auge de la política de la identidad”, en Arditi, Benjamín (comp.), El reverso de la
diferencia, Venezuela, Nueva Sociedad, 2000, pp. 59, 60.
Ante tal situación, el problema es doble: por un lado, por el evidente entorpecimiento de la
consolidación de los procesos de democratización en términos de construcción de
sociedades incluyentes y simétricas a causa del endurecimiento de los referentes
identitarios y la oposición -más bien estética que racional- a cualquier tipo de relación con
un otro de cuyo resultado emerja el bien común; pero, por otro lado, por la dinamitación de
toda expectativa de reconfiguración de las relaciones sociales de poder entre los hombres
por parte de los grupos que históricamente se han perfilado como los más vulnerables,
excluidos o violentados, es decir, por la muerte de la creencia en la posible existencia de un
sujeto de la historia que, como creía Lukács en Historia y conciencia de clase, redimiera el
mal del mundo. Durante décadas la sociología ampliamente influenciada por el marxismo
apostó a que una vez que se socializaran los medios de producción y las clases más
vulnerables de la sociedad pudieran incidir en la configuración real de las relaciones
sociales sería posible apreciar un mundo emancipado de relaciones de poder y dominación.
Sin embargo, una vez que se ha desarrollado socialmente el problema de la diferencia y,
más aún, el de su reverso, el resultado ha sido el inverso. Esto representa un agotamiento
de las fuerzas utópicas, así como un resquebrajamiento serio de las expectativas teóricas
puestas en las filosofías de la historia hegeliano-marxistas en las distintas versiones en que
éstas se pudieron construir.

Ahora bien, ante tal situación derivada del problema de la diferencia y su reverso parece
que las vías sólo podrían ser dos: reducir el análisis social a una mera descripción de las
características sociales, culturales y de comportamiento de los individuos pertenecientes a
los distintos grupos de la sociedad o construir categorías universales independientes de
cualquier contaminación fáctica a efecto de criticar desde ellas las formas de
comportamiento, vinculación social y prácticas sociales de los sujetos. El primer caso, que
puede llevarse a cabo mediante las conocidas técnicas metodológicas del interaccionismo
simbólico y toda sociología emparentada con la descripción fenomenológica, puede llevar a
una justificación a ultranza de las formas fáctico-fenoménicas en las que se manifiestan las
prácticas sociales, culturales y económicas de los distintos grupos, con lo que se
cancelarían las posibilidades para el ejercicio crítico que define a una buena parte de la
tradición de la teoría sociológica; en el segundo caso, al asumir un discurso teórico desde
cierto tipo de parámetros críticos mediante los que se enjuicien las prácticas sociales,
culturales y económicas de determinados grupos de la sociedad, se puede cancelar la
vigencia de la realidad y sus expresiones fenoménicas de corte social cayendo en una suerte
de dogmatismo teórico.

La salida no parece fácil, pero lo que sí es un hecho es que, dadas las condiciones cada vez
más conflictivas en que se van desarrollando las relaciones sociales entre sujetos con
distintos referentes identitarios, ya no basta con que la sociología sólo describa a la
sociedad y mucho menos que la clasifique cuantitativamente sino que tenga espacio para la
construcción teórica de criterios desde los cuales criticarla. Pero para esto es necesario,
primero, dejar de considerar a los hechos sociales como cosas, pues la realidad no es una
materia prima que simplemente se clasifique y ordene a modo de reducir la contingencia
proveniente de su riqueza; la realidad social, como la ha entendido la tradición hegeliana de
la Escuela de Frankfurt, tiene una consistencia dialéctica. Por lo tanto: 1) a la realidad
social no basta con clasificarla numéricamente sino que es necesario comprenderla, 2) pero
la mera descripción hermenéutica de ella no es suficiente sino que es necesaria superar la
facticidad para realizar un ejercicio crítico, 3) este ejercicio crítico no puede, al mismo
tiempo, estar desligado de la facticidad del mundo, es decir, los criterios desde los cuales
llevarlo a cabo no pueden ser independientes de la descripción hermenéutica realizada
previamente, 4) lo cual nos lleva a considerar la necesidad de construir los puentes
necesarios para establecer las mediaciones entre lo normativo y lo fáctico.

Al parecer, dentro de la sociología contemporánea son escasos los esfuerzos al respecto.


Sin embargo, las investigaciones han ido avanzando paulatinamente en los campos del
saber dentro de las humanidades y las ciencias sociales, y no lo han hecho exclusivamente
desde sus límites de conocimiento sino, como lo ha advertido Geertz, dialogando
constructivamente con el resto de las disciplinas científicas. Así, la discusión teórica en la
que necesariamente ha de ingresar la sociología si quiere dejar de ser una ciencia
meramente instrumental al servicio de las empresas de cosificación y clasificación
numérica de la realidad social, es aquella que se encuentra en la búsqueda de los caminos
teóricos y metodológicos para construir vías desde las que sea posible llevar a cabo
descripciones de la realidad de corte hermenéutico-comprensivo -tal como con una
maestría sin igual lo ha hecho Weber sobretodo en su sociología de la religión- que al
mismo tiempo permitan la construcción teórico-racional de criterios desde los cuales
ejercer la crítica de la facticidad, tal como ha hecho la tradición kantiana, específicamente
Jürgen Habermas a través de la pragmática universal.

El filósofo español Jesús Conill, alumno de Karl-Otto Apel y promotor de la necesaria


construcción de una ética hermenéutica crítica aplicable a la economía, ha recopilado los
avances teóricos sobre la compatibilidad de la descripción hermenéutica y el ejercicio de la
crítica, y desarrollado algunas vías de discusión que abran el horizonte para su posible
consolidación. Desde su perspectiva, el problema se reduce a buscar formas de
compatibilizar los principios puros de la razón que permitan la construcción de criterios
universales desde los que sean posibles los juicios sobre la realidad y el ethos comunitario
que funge como base desde la que los individuos llevan a cabo sus prácticas sociales, una
suerte de habitus según el lenguaje de Pierre Boudieu; se trata pues de sintetizar los
principios racionales que heredados del kantismo ha vuelto a demandar Hannah Arendt
como necesarios de incorporar dentro de las ciencias humanas, y la noción aristotélica de la
vida cuyos métodos de estudio ha presentado Gadamer en Verdad y método tras la
conocida “urbanización del pensamiento fenomenológico-hermenéutico de Heidegger”.
Trabajos éstos que han tenido, a su modo, seguimiento en las éticas de la alteridad y el
reconocimiento de Paul Ricoeur, de la autenticidad de Charles Taylor, de la pietas de
Vattimo y de la ética del discurso de Apel y Habermas.

Todos estos casos son dignos de considerarse en la construcción de una sociología que,
saliendo del dominio de los análisis empíricos más ramplones, reaccione crítica y no sólo
descriptivamente, a las características de las sociedades contemporáneas. Quizá una de las
vías más fértiles para tal empresa -toda vez que se considere que la labor sociológica tiene
una vena crítica que la lleva más allá de la descripción del funcionamiento de la sociedad-
sea la de buscar la compatibilidad entre pretensiones universales de validez que de acuerdo
a una teórica caracterización de la razón práctica nos brinden los criterios generales desde
los que sea posible el enjuiciamiento de las acciones sociales, y la descripción de las
maneras fácticas y empíricas por las que se encuentran abarcados los individuos en su
hacer cotidiano dentro de la sociedad. Esto es una trabajo que el propio Habermas ha
llevado a cabo en su intento de correlacionar sistema y mundo de la vida. Sin embargo,
dentro del corpus habermasiano queda poco espacio para la reconstrucción de las
mediaciones simbólicas que ofrecen sentido a las prácticas sociales al enfatizar la búsqueda
de los criterios normativos del lenguaje desde los cuales se fundamentan y justifican
racionalmente las acciones. De ahí la pertinencia de abordar a Paul Ricoeur por la
importante intervención que el signo lingüístico juega en la construcción de la vida
comunitaria.

Me parece que frente a las condiciones del mundo contemporáneo es cada vez más difícil –
aunque dadas las condiciones en las que se encuentra nuestra concepción de la ciencia esto
resulte, al mismo tiempo, cada vez más ilegítimo en términos científicos- que el
investigador tome distancia crítica respecto de aquellos ámbitos de la realidad sobre los que
versa su trabajo. La ciencia no puede ser neutra frente a las condiciones y avatares de la
civilización. Menos que cualquier otra ciencia, la ciencia sociológica puede pasar por
desapercibidos los problemas que apremian dentro del mundo social. Uno de ellos de
central importancia ha sido el de la diferencia y la otredad, fenómenos cuya existencia no
es independiente de las acciones concretas de los sujetos sociales, sino que se derivan
necesariamente de ellas. Razón de peso para intentar ir más allá de la mera descripción y
acumulación de datos dentro del trabajo sociológico, para construir los referentes críticos
desde los que sea posible la continua búsqueda de una sociedad más justa y simétrica.

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