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El fracaso de la guerra

contra las drogas


Juan Carlos Hidalgo
Nº 45-46

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Hace poco más de cuarenta años, el entonces presidente de EEUU, Richard Nixon, lanzó la
guerra internacional contra las drogas. Aunque las políticas prohibicionistas no eran
ninguna novedad en tal país: en 1914 el Congreso decretó la prohibición de estupefacientes
como la cocaína y la heroína, y en 1937 le llegó el turno a la marihuana, lo cierto es que
podría debatirse sobre el interés que ponían las autoridades en que se cumplieran esas
normas. Todo cambió en 1969. Pero sigamos haciendo un poco de historia.

En 1919 fue ratificada la XVIII Enmienda a la Constitución norteamericana, que prohibía la


fabricación, venta, transporte e importación de bebidas alcohólicas. Una década más tarde,
la llamada Prohibición era para todo el mundo un sonoro fracaso. Lo que antes era un
negocio formal había degenerado en un mercado negro altamente lucrativo y muchas veces
violento. Bandas criminales poderosas luchaban en las calles por el control del mercado, al
tiempo que corrompían a las autoridades. Surgieron mafiosos emblemáticos como Al
Capone. Las condiciones insalubres y la falta de controles de calidad sobre el alcohol
causaron la muerte de miles de estadounidenses por intoxicación y envenenamiento.

La Prohibición fracasó, sí, en su ilusorio objetivo de impedir que los estadounidenses


consumieran alcohol, y sus efectos secundarios —violencia, corrupción, insalubridad—
probaron ser más perniciosos que los males relacionados con el alcoholismo. En 1933,
mediante la ratificación de la XXI Enmienda, EEUU puso fin a tan fallido experimento. Sin
embargo, y en no menor medida debido a prejuicios raciales, se dejaron intactas las leyes
relacionadas con otras sustancias, así que la cocaína (consumida por afro-americanos), la
marihuana (consumida por mexicanos) y el opio (consumido por chinos) siguieron siendo
sustancias prohibidas.

Es imposible no establecer paralelismos entre la experiencia de la Prohibición y la Guerra


contra las Drogas que se está librando en la actualidad en Estados Unidos y en
Latinoamérica. La prohibición de las drogas ha hecho del narcotráfico un negocio
extremadamente lucrativo. Esto se debe a que el precio de una sustancia ilegal se determina
más por el costo de su distribución que por el de su producción. En el caso de la cocaína, el
precio del producto final es más de cien veces superior al del inicial, la hoja de coca. La
prima generada por la prohibición representa el 90 por ciento o más del precio minorista de
un estupefaciente.

Jorge Castañeda y Rubén Aguilar, en su libro El narco: la guerra fallida, ilustran cómo el
precio de la cocaína aumenta exponencialmente conforme se acerca a su destino final, en
EEUU. Los autores encontraron que un kilo de cocaína pura se vendía en Colombia a
aproximadamente 1.600 dólares; al llegar a Panamá, ese mismo kilo valía ya 2.500 dólares,
que se convertían en 13.000 en la frontera norte de México, en 20.000 en EEUU y en
97.000 en las calles de las principales urbes de este último país.
Los márgenes de ganancia de los cárteles de la droga son, pues, enormes. De acuerdo a
algunos estimados, una organización narcotraficante puede perder el 90 por ciento de su
mercancía y aun así obtener beneficios. Según cifras de las Naciones Unidas, el comercio
mundial de estupefacientes alcanza los 320.000 millones de dólares al año.

Una guerra allá afuera


El término bélico dado a la lucha contra el tráfico de drogas no es exagerado.
Particularmente en nuestros países, miles de vidas se pierden todos los años como
consecuencia de la violencia relacionada con el narcotráfico. En México, el más reciente
estimado apunta a 28.000 asesinatos desde que el presidente Felipe Calderón declaró la
guerra a los cárteles de la droga, en diciembre del 2006. La mayoría de las víctimas son
personas ligadas al narco, sin embargo la cantidad de civiles inocentes ultimados en tiroteos
va en aumento.

Los ingresos producto del tráfico internacional de drogas también han servido para
financiar a grupos terroristas como las FARC colombianas o el Sendero Luminoso peruano.
De tal forma, la Guerra Contra las Drogas no solo genera víctimas entre los traficantes,
vendedores o consumidores de estupefacientes, también entre personas inocentes que se
encuentran en el lugar equivocado a la hora equivocada.

Como ya ocurrió en tiempos de la Prohibición, la Guerra Contra las Drogas ha repercutido


negativamente en la calidad del producto, con efectos devastadores para el consumidor. De
acuerdo con un estudio elaborado hace unos años por James Ostrowski para el Cato
Institute, el 80 por ciento de las muertes vinculadas al consumo de drogas son en realidad
causadas por factores relacionados con el hecho de que éstas se comercialicen en el
mercado negro, como la ausencia de dosis estandarizadas.

En EEUU, la militarización de la Guerra Contra las Drogas no hace sino ganar terreno.
Cada día, más de cien casas son allanadas por equipos policiales paramilitares,
frecuentemente a altas horas de la noche o en la madrugada. Desde inicios de los 80, el
número de allanamientos efectuados por equipos SWAT (Special Weapons And Tactics) ha
aumentado un 1.300%, desde los 3.000 de 1981 hasta los 40.000 de 2001, cifra que
probablemente se haya quedado ya muy corta.

No todos estos operativos terminan de la mejor manera. Una investigación de Radley


Balko, de la revista Reason, identificó 300 casos en que los equipos SWAT allanaron una
casa equivocada; en 40 de ellos se mató a gente completamente inocente. Hay docenas de
casos más en que transgresores no violentos de la ley (consumidores ocasionales de drogas)
fueron igualmente ultimados.
En EEUU, cada año se arresta a 1,5 millones de personas por vulnerar las leyes anti-
narcóticos. Desde 1989 se ha encarcelado a más gente por este tipo de actos que por todos
los crímenes violentos juntos. En términos proporcionales, EEUU es el país con más
población reclusa; está por encima incluso de países totalitarios como China. La tasa
norteamericana de encarcelamientos es entre cuatro y siete veces superior a la de otras
democracias occidentales, como el Reino Unido, Francia y Alemania.

Todo este esfuerzo supone una alta erogación fiscal. En total, el costo de la Guerra Contra
las Drogas en EEUU ronda los 40.000 millones de dólares anuales, si se toman en cuenta
los gastos que se realizan en todas las agencias federales y estatales relacionadas con los
estupefacientes. Sin embargo, la carga más pesada recae sobre los países menos
desarrollados, como los latinoamericanos. Un informe reciente del Banco Mundial señaló
lo siguiente:

Los costos de la prohibición recaen desproporcionadamente sobre los países en desarrollo


con cultivos asociados a la producción de drogas. Estos costos tienen que ver, por ejemplo,
con la expropiación directa de la riqueza de los agricultores que cosechan tales productos
y con la inestabilidad institucional causada por las organizaciones criminales que
distribuyen las drogas.
En ningún lugar es más patente esta inestabilidad institucional que en México, donde la
corrupción y la violencia relacionada con el narcotráfico es el pan de todos los días. A
diferencia de lo que ocurrió en Colombia en los años 80 y 90, México no tiene capacidad
institucional para hacer frente a los poderosos cárteles de la droga. Históricamente, el
ejército mexicano ha estado mal equipado, y se ha dedicado más a desempeñar labores de
rescate en zonas asoladas por catástrofes naturales que a sostener combates armados con
grupos irregulares. Hasta hace pocos años México no contaba con una policía nacional, por
lo que la lucha contra los narcotraficantes recaía en 32 policías estatales y más de 2.500
municipales: una fuerza, pues, muy fraccionada, además de mal preparada y, en muchas
ocasiones, corrupta: según el propio secretario mexicano de Seguridad Pública, los cárteles
gastan 1.200 millones de dólares al año en comprar la voluntad de 165.000 oficiales de
policía.

El negocio de la droga mueve en México unos 39.000 millones de dólares cada año, por lo
que los cárteles cuentan con el dinero suficiente para armarse hasta los dientes. Es una
lucha desigual, donde las fuerzas de la seguridad llevan las de perder. Aun con la
colaboración de EEUU —cuya asistencia tiene límites, debido al recelo que provoca
cualquier presencia militar estadounidense en México—, los cárteles llevan ventaja. El Plan
Mérida, aprobado hace unos años por el Congreso de EEUU, contempla la inversión de
1.400 millones en la cooperación en la lucha contra las drogas, dinero al que también
tendrían acceso los países centroamericanos. Esa cifra no es sino una fracción del capital
que manejan las organizaciones narcotraficantes.

¿Está funcionando?
A la hora de evaluar la Guerra Contra las Drogas, la interrogante radica entonces en si todas
estas vidas perdidas, todo este dinero, toda esta violencia, toda esta corrupción, esta
formidable erosión de las libertades civiles está, al menos, dando sus frutos. Pues bien,
quizá baste con citar la primera frase del informe "Evaluación nacional sobre la amenaza de
la droga" en su edición de 2010, informe elaborado por el Departamento de Justicia de
EEUU: "En general, ha aumentado la disponibilidad de drogas ilícitas".

Los números no mienten. En el 2007 —último año para el cual hay datos disponibles—, el
precio al detalle de un kilogramo de cocaína pura en las calles estadounidenses era el más
bajo jamás registrado; era un 22% inferior al registrado en 1999, año en que se lanzó el
Plan Colombia con el objetivo de detener la producción de cocaína en el país
sudamericano.

Si bien el terreno sembrado con coca en Colombia ha disminuido un 60% en la última


década, los avances tecnológicos en la producción de cocaína han facilitado un aumento de
la productividad. El rendimiento por hectárea sembrada ha aumentado en casi dos tercios
desde el 2000, como reportara recientemente The Economist. Así pues, hay menos área
sembrada con coca, pero la cantidad de cocaína producida sigue siendo la misma. Más aún,
durante el mismo periodo de tiempo la siembra de coca se ha disparado en Perú (donde se
ha experimentado un aumento del 55%) y en Bolivia (42%). Según estimados de las
Naciones Unidas, es probable que Perú ya haya superado a Colombia como principal
productor mundial de coca.
La razón por la que la oferta es tan versátil radica en que la demanda es bastante estable.
EEUU sigue siendo el principal consumidor de drogas ilegales. Tan solo en el 2008, más de
25 millones de estadounidenses mayores de 12 años (un 14% de la población) admitieron
haber consumido alguna droga ilícita o un medicamento controlado sin prescripción
médica. Según el 82% de los estudiantes norteamericanos del último año de secundaria, es
"muy fácil" o "relativamente fácil" conseguir marihuana.

Si bien el mercado estadounidense es el más importante, no es el único que cuenta. El


consumo de drogas ha ido en aumento en otras regiones, como Europa del Este y Asia
Central, incluso en el Medio Oriente. Esto indica que, aun si EEUU lograra controlar el
consumo de sustancias ilícitas en su territorio (algo que no ha conseguido en más de 40
años de combate contra las drogas), otras regiones podrían cubrir cualquier laguna en la
demanda. Habrá demanda para rato, y, por tanto, también habrá oferta.

¿Qué hacer, entonces?


Claramente, el enfoque prohibicionista de la Guerra Contra las Drogas ha fracasado. Y si
bien en EEUU el debate para un cambio de estrategia es prácticamente inexistente en el
ámbito gubernamental, en otros lugares las cosas están cambiando.

No hace mucho el presidente mexicano, Felipe Calderón, causó revuelo al aceptar por
primera vez que era necesario entablar un debate público y abierto sobre la legalización de
las drogas, algo a lo que se había negado hasta ese momento. Según un editorial de El
Universal, el cambio de actitud de Calderón tuvo que ver con una reunión que sostuvo días
antes con el entonces presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos. Según fuentes de
ese periódico, Santos le dijo a Calderón que el narcotráfico no está bajo control en el
territorio colombiano y que México debería ser el país que lidere un debate público acerca
de la legalización o despenalización de las drogas. Días después del anuncio de Calderón,
su predecesor, Vicente Fox, anunció que lanzaba una campaña para promover la
legalización de la producción, comercialización y consumo de estupefacientes.
De la misma opinión son los ex presidentes Fernando Enrique Cardoso (Brasil), César
Gaviria (Colombia) y Ernesto Zedillo (México), quienes fueron los primeros ex jefes de
Estado en hacer un llamado para "romper el tabú" y discutir alternativas a la prohibición, en
el marco de lo cual sugirieron la despenalización de la marihuana.

En este contexto, el caso de Portugal ha llamado poderosamente la atención. En el 2001 ese


país se convirtió en el primero en despenalizar el consumo de todas las drogas, cocaína y
heroína incluidas. Un estudio de Glenn Greenwald publicado el año pasado por el Cato
Institute encontró que la despenalización "no había tenido efectos adversos en las tasas de
consumo de drogas", las cuales "en muchas ocasiones se encuentran ahora entre las más
bajas de la Unión Europea". Asimismo, constató que había caído el número de
encarcelamientos por cuestiones relacionadas con el narcotráfico había disminuido. En
cuanto al número de muertes por sobredosis, ha experimentado una caída "espectacular".

Más datos del informe Greenwald sobre el caso portugués: el porcentaje de heroinómanos
que se inyectan la droga ha pasado del 45 al 17, debido a que la nueva ley ha dado un gran
protagonismo a los programas de desintoxicación. Ese descenso explica, a su vez, que los
drogadictos representen sólo el 20% de los casos de VIH en el país ibérico, cuando antes de
la despenalización representaban el 56. Por otro lado, como ya no temen ser tratados como
criminales, cada vez son más los adictos que buscan ayuda. El número de inscritos en
programas de sustitución de drogas ha pasado de los 6.000 de 1999 a los 24.000 de 2008. A
todo esto, no se ha registrado un aumento en el consumo de drogas.
La experiencia de Portugal demuestra que hay alternativas. Sin embargo, la
despenalización, aunque es un paso en la dirección correcta, no elimina el mercado negro
en la producción y comercialización de las drogas. Eso sólo lo logra la legalización.

Al legalizar las drogas, los gobiernos tendrían más control sobre el mercado de
estupefacientes; podrían regular y gravar su producción y venta, como ya hacen con el
tabaco y el alcohol. Además, el dinero derivado de tales impuestos les permitiría brindar
tratamiento a los adictos. Al igual que con la despenalización, la legalización haría posible
afrontar de mejor manera el flagelo de la drogadicción, al remover el estigma que pesa
sobre los consumidores.

Con todo, la mayor ventaja de la legalización es que ahuyentaría en gran medida a los
elementos criminales del negocio de las drogas, lo cual haría disminuir, si no erradicar, la
violencia y la corrupción asociadas a la prohibición.

Ningún defensor de la legalización ha dicho que ésta sea la panacea. Sin embargo, sí es
sustancialmente mejor que la patentemente fracasada Guerra Contra las Drogas. La
legalización no es una solución al problema de las drogas. La drogadicción continuará
siendo un flagelo, pero, así como la prohibición del alcohol resultó ser un enfoque
equivocado al problema del alcoholismo, de igual forma la Guerra Contra las Drogas ha
sido una manera equivocada de afrontar los problemas relacionados con el uso abusivo de
las drogas. Ya es hora de que caigamos en la cuenta.

El fracaso de la guerra
contra las drogas
Juan Carlos Hidalgo
Nº 45-46
0
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Hace poco más de cuarenta años, el entonces presidente de EEUU, Richard Nixon, lanzó la
guerra internacional contra las drogas. Aunque las políticas prohibicionistas no eran
ninguna novedad en tal país: en 1914 el Congreso decretó la prohibición de estupefacientes
como la cocaína y la heroína, y en 1937 le llegó el turno a la marihuana, lo cierto es que
podría debatirse sobre el interés que ponían las autoridades en que se cumplieran esas
normas. Todo cambió en 1969. Pero sigamos haciendo un poco de historia.

En 1919 fue ratificada la XVIII Enmienda a la Constitución norteamericana, que prohibía la


fabricación, venta, transporte e importación de bebidas alcohólicas. Una década más tarde,
la llamada Prohibición era para todo el mundo un sonoro fracaso. Lo que antes era un
negocio formal había degenerado en un mercado negro altamente lucrativo y muchas veces
violento. Bandas criminales poderosas luchaban en las calles por el control del mercado, al
tiempo que corrompían a las autoridades. Surgieron mafiosos emblemáticos como Al
Capone. Las condiciones insalubres y la falta de controles de calidad sobre el alcohol
causaron la muerte de miles de estadounidenses por intoxicación y envenenamiento.

La Prohibición fracasó, sí, en su ilusorio objetivo de impedir que los estadounidenses


consumieran alcohol, y sus efectos secundarios —violencia, corrupción, insalubridad—
probaron ser más perniciosos que los males relacionados con el alcoholismo. En 1933,
mediante la ratificación de la XXI Enmienda, EEUU puso fin a tan fallido experimento. Sin
embargo, y en no menor medida debido a prejuicios raciales, se dejaron intactas las leyes
relacionadas con otras sustancias, así que la cocaína (consumida por afro-americanos), la
marihuana (consumida por mexicanos) y el opio (consumido por chinos) siguieron siendo
sustancias prohibidas.
Es imposible no establecer paralelismos entre la experiencia de la Prohibición y la Guerra
contra las Drogas que se está librando en la actualidad en Estados Unidos y en
Latinoamérica. La prohibición de las drogas ha hecho del narcotráfico un negocio
extremadamente lucrativo. Esto se debe a que el precio de una sustancia ilegal se determina
más por el costo de su distribución que por el de su producción. En el caso de la cocaína, el
precio del producto final es más de cien veces superior al del inicial, la hoja de coca. La
prima generada por la prohibición representa el 90 por ciento o más del precio minorista de
un estupefaciente.

Jorge Castañeda y Rubén Aguilar, en su libro El narco: la guerra fallida, ilustran cómo el
precio de la cocaína aumenta exponencialmente conforme se acerca a su destino final, en
EEUU. Los autores encontraron que un kilo de cocaína pura se vendía en Colombia a
aproximadamente 1.600 dólares; al llegar a Panamá, ese mismo kilo valía ya 2.500 dólares,
que se convertían en 13.000 en la frontera norte de México, en 20.000 en EEUU y en
97.000 en las calles de las principales urbes de este último país.
Los márgenes de ganancia de los cárteles de la droga son, pues, enormes. De acuerdo a
algunos estimados, una organización narcotraficante puede perder el 90 por ciento de su
mercancía y aun así obtener beneficios. Según cifras de las Naciones Unidas, el comercio
mundial de estupefacientes alcanza los 320.000 millones de dólares al año.

Una guerra allá afuera


El término bélico dado a la lucha contra el tráfico de drogas no es exagerado.
Particularmente en nuestros países, miles de vidas se pierden todos los años como
consecuencia de la violencia relacionada con el narcotráfico. En México, el más reciente
estimado apunta a 28.000 asesinatos desde que el presidente Felipe Calderón declaró la
guerra a los cárteles de la droga, en diciembre del 2006. La mayoría de las víctimas son
personas ligadas al narco, sin embargo la cantidad de civiles inocentes ultimados en tiroteos
va en aumento.
Los ingresos producto del tráfico internacional de drogas también han servido para
financiar a grupos terroristas como las FARC colombianas o el Sendero Luminoso peruano.
De tal forma, la Guerra Contra las Drogas no solo genera víctimas entre los traficantes,
vendedores o consumidores de estupefacientes, también entre personas inocentes que se
encuentran en el lugar equivocado a la hora equivocada.

Como ya ocurrió en tiempos de la Prohibición, la Guerra Contra las Drogas ha repercutido


negativamente en la calidad del producto, con efectos devastadores para el consumidor. De
acuerdo con un estudio elaborado hace unos años por James Ostrowski para el Cato
Institute, el 80 por ciento de las muertes vinculadas al consumo de drogas son en realidad
causadas por factores relacionados con el hecho de que éstas se comercialicen en el
mercado negro, como la ausencia de dosis estandarizadas.

En EEUU, la militarización de la Guerra Contra las Drogas no hace sino ganar terreno.
Cada día, más de cien casas son allanadas por equipos policiales paramilitares,
frecuentemente a altas horas de la noche o en la madrugada. Desde inicios de los 80, el
número de allanamientos efectuados por equipos SWAT (Special Weapons And Tactics) ha
aumentado un 1.300%, desde los 3.000 de 1981 hasta los 40.000 de 2001, cifra que
probablemente se haya quedado ya muy corta.

No todos estos operativos terminan de la mejor manera. Una investigación de Radley


Balko, de la revista Reason, identificó 300 casos en que los equipos SWAT allanaron una
casa equivocada; en 40 de ellos se mató a gente completamente inocente. Hay docenas de
casos más en que transgresores no violentos de la ley (consumidores ocasionales de drogas)
fueron igualmente ultimados.
En EEUU, cada año se arresta a 1,5 millones de personas por vulnerar las leyes anti-
narcóticos. Desde 1989 se ha encarcelado a más gente por este tipo de actos que por todos
los crímenes violentos juntos. En términos proporcionales, EEUU es el país con más
población reclusa; está por encima incluso de países totalitarios como China. La tasa
norteamericana de encarcelamientos es entre cuatro y siete veces superior a la de otras
democracias occidentales, como el Reino Unido, Francia y Alemania.

Todo este esfuerzo supone una alta erogación fiscal. En total, el costo de la Guerra Contra
las Drogas en EEUU ronda los 40.000 millones de dólares anuales, si se toman en cuenta
los gastos que se realizan en todas las agencias federales y estatales relacionadas con los
estupefacientes. Sin embargo, la carga más pesada recae sobre los países menos
desarrollados, como los latinoamericanos. Un informe reciente del Banco Mundial señaló
lo siguiente:

Los costos de la prohibición recaen desproporcionadamente sobre los países en desarrollo


con cultivos asociados a la producción de drogas. Estos costos tienen que ver, por ejemplo,
con la expropiación directa de la riqueza de los agricultores que cosechan tales productos
y con la inestabilidad institucional causada por las organizaciones criminales que
distribuyen las drogas.
En ningún lugar es más patente esta inestabilidad institucional que en México, donde la
corrupción y la violencia relacionada con el narcotráfico es el pan de todos los días. A
diferencia de lo que ocurrió en Colombia en los años 80 y 90, México no tiene capacidad
institucional para hacer frente a los poderosos cárteles de la droga. Históricamente, el
ejército mexicano ha estado mal equipado, y se ha dedicado más a desempeñar labores de
rescate en zonas asoladas por catástrofes naturales que a sostener combates armados con
grupos irregulares. Hasta hace pocos años México no contaba con una policía nacional, por
lo que la lucha contra los narcotraficantes recaía en 32 policías estatales y más de 2.500
municipales: una fuerza, pues, muy fraccionada, además de mal preparada y, en muchas
ocasiones, corrupta: según el propio secretario mexicano de Seguridad Pública, los cárteles
gastan 1.200 millones de dólares al año en comprar la voluntad de 165.000 oficiales de
policía.

El negocio de la droga mueve en México unos 39.000 millones de dólares cada año, por lo
que los cárteles cuentan con el dinero suficiente para armarse hasta los dientes. Es una
lucha desigual, donde las fuerzas de la seguridad llevan las de perder. Aun con la
colaboración de EEUU —cuya asistencia tiene límites, debido al recelo que provoca
cualquier presencia militar estadounidense en México—, los cárteles llevan ventaja. El Plan
Mérida, aprobado hace unos años por el Congreso de EEUU, contempla la inversión de
1.400 millones en la cooperación en la lucha contra las drogas, dinero al que también
tendrían acceso los países centroamericanos. Esa cifra no es sino una fracción del capital
que manejan las organizaciones narcotraficantes.

¿Está funcionando?
A la hora de evaluar la Guerra Contra las Drogas, la interrogante radica entonces en si todas
estas vidas perdidas, todo este dinero, toda esta violencia, toda esta corrupción, esta
formidable erosión de las libertades civiles está, al menos, dando sus frutos. Pues bien,
quizá baste con citar la primera frase del informe "Evaluación nacional sobre la amenaza de
la droga" en su edición de 2010, informe elaborado por el Departamento de Justicia de
EEUU: "En general, ha aumentado la disponibilidad de drogas ilícitas".

Los números no mienten. En el 2007 —último año para el cual hay datos disponibles—, el
precio al detalle de un kilogramo de cocaína pura en las calles estadounidenses era el más
bajo jamás registrado; era un 22% inferior al registrado en 1999, año en que se lanzó el
Plan Colombia con el objetivo de detener la producción de cocaína en el país
sudamericano.

Si bien el terreno sembrado con coca en Colombia ha disminuido un 60% en la última


década, los avances tecnológicos en la producción de cocaína han facilitado un aumento de
la productividad. El rendimiento por hectárea sembrada ha aumentado en casi dos tercios
desde el 2000, como reportara recientemente The Economist. Así pues, hay menos área
sembrada con coca, pero la cantidad de cocaína producida sigue siendo la misma. Más aún,
durante el mismo periodo de tiempo la siembra de coca se ha disparado en Perú (donde se
ha experimentado un aumento del 55%) y en Bolivia (42%). Según estimados de las
Naciones Unidas, es probable que Perú ya haya superado a Colombia como principal
productor mundial de coca.
La razón por la que la oferta es tan versátil radica en que la demanda es bastante estable.
EEUU sigue siendo el principal consumidor de drogas ilegales. Tan solo en el 2008, más de
25 millones de estadounidenses mayores de 12 años (un 14% de la población) admitieron
haber consumido alguna droga ilícita o un medicamento controlado sin prescripción
médica. Según el 82% de los estudiantes norteamericanos del último año de secundaria, es
"muy fácil" o "relativamente fácil" conseguir marihuana.

Si bien el mercado estadounidense es el más importante, no es el único que cuenta. El


consumo de drogas ha ido en aumento en otras regiones, como Europa del Este y Asia
Central, incluso en el Medio Oriente. Esto indica que, aun si EEUU lograra controlar el
consumo de sustancias ilícitas en su territorio (algo que no ha conseguido en más de 40
años de combate contra las drogas), otras regiones podrían cubrir cualquier laguna en la
demanda. Habrá demanda para rato, y, por tanto, también habrá oferta.

¿Qué hacer, entonces?


Claramente, el enfoque prohibicionista de la Guerra Contra las Drogas ha fracasado. Y si
bien en EEUU el debate para un cambio de estrategia es prácticamente inexistente en el
ámbito gubernamental, en otros lugares las cosas están cambiando.

No hace mucho el presidente mexicano, Felipe Calderón, causó revuelo al aceptar por
primera vez que era necesario entablar un debate público y abierto sobre la legalización de
las drogas, algo a lo que se había negado hasta ese momento. Según un editorial de El
Universal, el cambio de actitud de Calderón tuvo que ver con una reunión que sostuvo días
antes con el entonces presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos. Según fuentes de
ese periódico, Santos le dijo a Calderón que el narcotráfico no está bajo control en el
territorio colombiano y que México debería ser el país que lidere un debate público acerca
de la legalización o despenalización de las drogas. Días después del anuncio de Calderón,
su predecesor, Vicente Fox, anunció que lanzaba una campaña para promover la
legalización de la producción, comercialización y consumo de estupefacientes.
De la misma opinión son los ex presidentes Fernando Enrique Cardoso (Brasil), César
Gaviria (Colombia) y Ernesto Zedillo (México), quienes fueron los primeros ex jefes de
Estado en hacer un llamado para "romper el tabú" y discutir alternativas a la prohibición, en
el marco de lo cual sugirieron la despenalización de la marihuana.

En este contexto, el caso de Portugal ha llamado poderosamente la atención. En el 2001 ese


país se convirtió en el primero en despenalizar el consumo de todas las drogas, cocaína y
heroína incluidas. Un estudio de Glenn Greenwald publicado el año pasado por el Cato
Institute encontró que la despenalización "no había tenido efectos adversos en las tasas de
consumo de drogas", las cuales "en muchas ocasiones se encuentran ahora entre las más
bajas de la Unión Europea". Asimismo, constató que había caído el número de
encarcelamientos por cuestiones relacionadas con el narcotráfico había disminuido. En
cuanto al número de muertes por sobredosis, ha experimentado una caída "espectacular".

Más datos del informe Greenwald sobre el caso portugués: el porcentaje de heroinómanos
que se inyectan la droga ha pasado del 45 al 17, debido a que la nueva ley ha dado un gran
protagonismo a los programas de desintoxicación. Ese descenso explica, a su vez, que los
drogadictos representen sólo el 20% de los casos de VIH en el país ibérico, cuando antes de
la despenalización representaban el 56. Por otro lado, como ya no temen ser tratados como
criminales, cada vez son más los adictos que buscan ayuda. El número de inscritos en
programas de sustitución de drogas ha pasado de los 6.000 de 1999 a los 24.000 de 2008. A
todo esto, no se ha registrado un aumento en el consumo de drogas.

La experiencia de Portugal demuestra que hay alternativas. Sin embargo, la


despenalización, aunque es un paso en la dirección correcta, no elimina el mercado negro
en la producción y comercialización de las drogas. Eso sólo lo logra la legalización.
Al legalizar las drogas, los gobiernos tendrían más control sobre el mercado de
estupefacientes; podrían regular y gravar su producción y venta, como ya hacen con el
tabaco y el alcohol. Además, el dinero derivado de tales impuestos les permitiría brindar
tratamiento a los adictos. Al igual que con la despenalización, la legalización haría posible
afrontar de mejor manera el flagelo de la drogadicción, al remover el estigma que pesa
sobre los consumidores.

Con todo, la mayor ventaja de la legalización es que ahuyentaría en gran medida a los
elementos criminales del negocio de las drogas, lo cual haría disminuir, si no erradicar, la
violencia y la corrupción asociadas a la prohibición.

Ningún defensor de la legalización ha dicho que ésta sea la panacea. Sin embargo, sí es
sustancialmente mejor que la patentemente fracasada Guerra Contra las Drogas. La
legalización no es una solución al problema de las drogas. La drogadicción continuará
siendo un flagelo, pero, así como la prohibición del alcohol resultó ser un enfoque
equivocado al problema del alcoholismo, de igual forma la Guerra Contra las Drogas ha
sido una manera equivocada de afrontar los problemas relacionados con el uso abusivo de
las drogas. Ya es hora de que caigamos en la cuenta.

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