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E DU WELL

ELMASALLA
MIRADAS CRISTIANAS
Franc;ois-Xavier Durrwell >

EL MAS ALLA
MIRADAS CRISTIANAS

Ediciones Sígueme
Salamanca 1997
1. El más-acá y el más-allá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 15
El hombre Jesús y su más-allá. . . . . . . . . . . . . . . .. 15
El mundo y su más-allá 18
Vivir ya del más-allá 23

2. La venida de Cristo 27
La venida de Cristo, salvación del hombre 28
La pascua de Jesús, misterio de venida. . . . . . . . . .. 30
La manifestación final 35

3. La muerte. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 41
La muerte de Jesús 44
Jesús, mediador de una muerte filial . . . . . . . . . . . .. 51

4. Juicio y purificación . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . .. 57
La justicia de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . .. 57
Un juicio llamado purgatorio . . . . . . . . . . .. . . . . .. 60
Alegrías y sufrimientos de la purificación . . . . . . . .. 64
Asistir al hombre en la muerte . . . . . . . . . . . . . . . .. 65
5. La resurrección de los muertos 69
El hombre, una persona inmortal . . . . . .. 70
El hombre, una persona corporal 72
Resucitados en y con Cristo 78
Una resurrección progresiva 79
La resurrección final 85
Naturaleza del cuerpo resucitado 90
La resonancia en la naturaleza . . . . . . . . . . . . . . . .. 98

8. El cielo 119
Un cielo crístico 120
Un cielo trinitario 124
Una bienaventuranza crística y trinitaria . . . . . . . .. 126
Un cielo comunitario 132
Una insaciable saciedad 137
Este tema jamás lo habría escogido yo. Es difícil. Sin
embargo algunas personas me lo pedían insistentemente:
«¡Háblanos del más-allá, porque no sabemos qué pensar! ».
Eran cristianos creyentes y practicantes que no desconocían
el tema, ni lo negaban como otrosl• Durante decenios2 la
predicación sobre el tema ha sido discreta, diría que casi
silenciosa, dejando a la literatura esotérica, con frecuencia
poco realista, la responsabilidad de responder a la ansiosa
curiosidad del hombre cara a la muerte.
¿Es esta discreción extrema una reacción a la exagera-
ción sobre el tema en la predicación de otros tiempos? ¿ es
debido al malestar que el hombre moderno siente ante imá-
genes tan ingenuas como las que representaban antiguamen-
te «los novísimos»? Pero si estas imágenes están en desuso,
¿por qué no presentar el más-allá en su verdad profunda?
Porque el más-allá del hombre es el hombre mismo en su
profundidad.
1. La afimación de que «después de la muerte no hay nada» sólo
es acogida por el 13% de los jóvenes españoles, mientras que el 37%
señala que <<lamuerte es un paso hacia otra existencia». Y para el 50%
restante <<lamuerte es una cosa natural, aunque no se sabe muy bien si
hay algo después» (cf. Ecclesia 2708 [1994] 16-18).
2. El título del libro de G. Martelet, L'au-dela retrouvé, Paris 1975
es significativo. iSería, pues, necesario reencontrar el más-allá! Desde
entonces se han publicado varias obras sobre este tema. La petición que
a mí se me ha dirigido prueba la utilidad de multiplicarlas.
Quizá no se ha hablado nada o casi nada porque no es-
tá bien visto evocar el más-allá en una sociedad seculariza-
da, agnóstica, insensible a lo que las ciencias experimenta-
les no pueden probar. Pero ¿ no es necesario, sin embargo,
obedecer al mandato de! apóstol Pablo: ¡No os conforméis
a este mundo! (Rom 12, 2)? No os conforméis sobre todo
cuando se trata del anuncio fundamental de Cristo en su
resurrección, al que la fe en el más-allá está indisoluble-
mente ligada.
El silencio sobre el más-allá estaba motivado también
por una legítima inquietud pastoral: exaltar el más-allá,
hablar de la consolación que aporta al hombre en sus sufri-
mientos ¿no era apartar al cristiano del compromiso tempo-
ral, conducir a los pobres a la resignación? El reproche
hecho a la religión de ser el opio del pueblo ha sido una
carga pesada en la práctica pastoral. Pero ¿ se puede pres-
tar a los hombres en su pobreza y sus humillaciones un ser-
vicio mayor que el de despertarles' la conciencia de su dig-
nidad, convencerles de que son hijos de Dios y de que cada
uno vale más que todo e! oro del mundo? Al hombre le vie-
ne la grandeza de su profundidad y de su futuro, en suma,
de su más-allá. Sólo quien no ha descendido jamás al fondo
de la angustia, o no se ha enfrentado nunca con la desespe-
ranza de un hombre, puede despreciar las consolaciones de
la fe o pasar de ellas.
El deber de dar razón de nuestra esperanza (1 Pe 3, 15)
obliga al cristiano a testimoniar el más-allá.

¿Cómo abordar el problema? El más-allá no es sólo un


misterio de vida después de la vida, un terreno en el que
e! hombre no penetraría más que después de la muerte: es
un elemento constitutivo del ser humano. Diversas aproxi-
maciones son posibles. Para el cristiano se ofrece un guía
seguro a su búsqueda: Cristo, el que dijo: Yo soy el camino
(in 14, 6). El es la revelación del misterio del hombre. El
le enseña que es un hijo, una hija de Dios, que a través de
la muerte nace a su propia verdad filial (cap.. 1). Lo que
revela al hombre lo realiza en hombre: muerto y resucitado,
viene a su encuentro y le concede morir y resucitlIr junto
con él (cap. 2).
La muerte es para todo hombre una etapa decisiva de su
realización (cap. 3). ¿ Qué ocurrirá en la muerte? En nues-
tros días ha nacido una ciencia que trata de penetrar el se-
creto: la tanatología (de la palabra griega thanatos, que
significa muerte), en la que convergen las investigaciones
de varias ciencias. La teología apenas se ha movilizado pa-
ra esclarecer, con las luces de la revelación cristiana, el
instante, que para este ser-para-Ia-muerte que es el hombre,
es el más solemne. Hay teólogos que, incluso, banalizan la
muerte, estimando que se sale de la vida como se entra en
ella, sin saberlo, ni quererlo, y que sólo es válido para la
eternidad lo que precede a la muerte. Esta es una seria la-
guna que la teología tiene el deber de llenar.
He publicado ya una obra sobre la muerté. No puedo
retomar aquí todos los elementos, aunque sean importantes.
Me permito remitir ahí al lector. En este libro me interrogo
muy especialmente sobre el sentido que tiene la muerte en
Jesús, pues es ahí donde se ilumina el designio de Dios que
crea al hombre mortal.
La tradición católica habla de un «juicio particular» 4
que Cristo ejerce en el momento de la muerte (cap. 4).
Conviene corregir la noción de justicia divina tal como se
ha fijado en muchas personas. Dios ejerce su justicia, no
castigando, sino comunicando su justicia, es decir, su santi-
dad, al que se abre a ella. La tradición denomina purgato-

3. Cristo, el Hombre y la muerte, Madrid 1993.


4. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n.o 1021.
rio a la justicia santificadora que se ejerce en la muerte.
Esta última purificación permite al hombre entrar santamen-
te en la santidad eterna.
La resurrección de los muertos (cap. 5) es una verdad
que al espíritu moderno le cuesta aceptar. Ya en tiempos
de san Pablo hubo cristianos que dudaban de ella. Sin em-
bargo, es indisociable de lafe en Cristo resucitado, La difi-
cultad proviene, en parte, de maneras de representarla que
san Pablo llama insensatas (1 Cor 15, 36s). Pero ¿quién
puede hacerse una idea exacta de la resurrección de los
muertos? En los siglos en los que los navegantes iban de
descubrimiento en descubrimiento, los cartógrafos dejaban
espacios blancos tras las orillas de territorios aún inexplo-
rados, contentándose con anotar: «Terra incognita». Este
es el título que se le podría dar al capítulo de la resurrec-
ción de los muertos. La orilla está trazada por la fe: el
hombre que es una persona corporal, vivirá como tal a pe-
sar de la muerte, por el poder de Dios. Pero esta tierra
permanece inexplorada. La teología avanza a tientas a tra-
vés de algunas pistas abiertas por la Escritura.
El infierno (cap. 7) es un misterio opaco pero ineludible
en toda reflexión sobre el más-allá. ¿ Cómo abordarlo? En
estas páginas lo hacemos a la luz de Dios nuestro Salvador,
que quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2, 35s).
No diremos, como se hace con frecuencia: «El infierno es
imposible, puesto que Dios es amor». Ya que el infierno no
contradice la noción de un Dios-amor sino que la supone.
Pero el cristiano debe desear y trabajar para que la horrible
posibilidad del infierno no llegue a ser para nadie una reali-
dad. Este deseo ¿sería un deber si no pudiera realizarse?
El último capítulo está dedicado al cielo. Quizás tendría-
mos que haber comenzado por ahí. Porque en el principio
era el Verbo (In 1, 1), el Hijo de Dios que Dios engendró,
en quien él encuentra su cielo. Dios abre el cielo a sus cria-
turas, engendrando a su Hijo en el mundo. Todo es creado
a partir del Hijo, todo es creado en orden a él y, por tanto,
a partir del cielo y en orden a él. En toda obra de Dios, el
cielo es el principio y el término. El último capítulo se junta
así con el primero, en el que Cristo, el hombre Hijo ae Dios,
se presenta como el misterio profundo de la humanidad.

No hace mucho vivió una joven cristiana a la que Dios


dotó de una mirada sobre el más-allá extremadamente lúci-
da: Teresa de Lisieux. Lo esencial de lo que en esta obra
se dice de la muerte, del juicio, del purgatorio, del cielo y
de la sociedad celeste, se encuentra diseminado en sus es-
critos, expresado con una limpia simplicidad. En cuanto al
infierno, fue para ella, ante todo, un estímulo para trabajar
en la salvación de todos los hombres.
En la Iglesia, su madre, no quiso ser más que una niña.
Esta niña es grande entre los que enseñan en la Iglesia, su
voz suena eminentemente precisa. Le dedico estas páginas.
¡Que su oración obtenga que, a través de ellas, se transpa-
renten los resplandores del más-allá!
Nadie asistió a la muerte de Jesús. Los espectadores fue-
ron numerosos. Pero vivieron sólo desde fuera las últimas
horas del ajusticiado, de pie ante la cortina. El drama se juga-
ba al otro lado. Cuando soldados y burlones dejaron el Calva-
rio, unos discípulos acudieron a desclavar el cuerpo, con pre-
caución sin duda, atentos a no herirle más. Pero tampoco
ellos fueron testigos del misterio de la muerte. Sólo el Padre
asistió a la muerte del Hijo, él que lo recibió en sus manos
(Lc 23, 46), sellando, en este abrazo, la alianza entre él y la
humanidad, la misma que enlaza al Padre con su Hijo.

Así fue también durante la vida de Jesús en la tierra: las


apariencias que ofrecía recubrían un misterio; en él se conju-
gaban un más-acá y un más-allá. Los hombres vieron su ros-
tro, pero fueron escasos los que contemplaron en este hom-
bre el rostro del Cristo de Dios. Pedro fue uno de ellos: «Di-
choso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha reve-
lado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el
cielo» (Mt 16, 17). Dios dotó a Pedro de una mirada de pro-
feta: bastante antes del día de pascua él percibió la aurora:
«¡Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo!» (Mt 16, 16).
Después de la resurrección de Jesús proclamará muy alto
esta misma fe (Hech 2, 36).
Jesús comenzó desde entonces a introducir a sus discípu-
los tras el velo: «A vosotros se os han anunciado los secre-
tos del reino de Dios; en cambio a los de fuera todo se les
presenta en parábolas ... para que por más que miren, no
vean ...» (Mc 4, lIs).
Los de fuera reprochan a los discípulos por no ayunar
como los fariseos y los discípulos de Juan; ignoran que con
Jesús se inauguran las bodas mesiánicas, en las que no es
oportuno ayunar (Mc 2, l8s). Les acusan de no someterse
a las observancias del sábado, fijadas por las tradiciones
rabínicas, y se olvidan de que los sacerdotes están dispen-
sados de ellas durante el servicio del templo; ahora bien,
«aquí hay uno que es más que el templo» (Mt 12, Ss). No
saben de dónde le viene a Jesús el poder de echar demonios,
y algunos le acusan: «¡Si echa los demonios, es por arte de
Belcebú, el príncipe de los demonios!» (Lc 11, 15), cuando
la fuerza del reino de Dios operaba por la mano de Jesús
(Lc 11, 21).
Jesús constata: «No sabéis de dónde vengo ni adónde
voy, juzgáis por lo exterior» (Jn 8, 14s). Y pide: «Dejad de
juzgar por las apariencias» (Jn 7, 24).
Esta dualidad de un más-acá y de un más-allá fue lo pe-
culiar del misterio de la encarnación durante los años de su
vida en la tierra. Uno y otro se compenetran: son insepara-
bles. A los de «dentro» el más-allá se revelaba por lo mismo
que era visible para todos. El misterio era perceptible para
los ojos del discípulo: éste «vio y creyó»!; era tangible para
manos sensibles a la gracia: «Lo que hemos experimentado
del Verbo de la vida ... eso os anunciamos» (l Jn 1, 1-3). Así
pues, lo que vieron y tocaron les introdujo en el misterio.
La relación en Jesús de un más-acá y de un más-allá no era
simplemente la de una naturaleza humana y una n~turaleza
divina: ambos aspectos eran lo propio de la humanidad de
Jesús. La filiación divina era vivida por un ser de la tierra;
se transparentaba a los ojos de los discípulos en lo que era
visible para todos. El más-allá filial, la profundidad divina
se encarnaba en la humanidad corporal de Jesús asumida en
la filiación eterna.
Esta profundidad era también una realidad futura. Los
discípulos presentían el advenimiento manifiesto de la gloria
que adivinaban presente: «¡Concédenos sentarnos en tu glo-
ria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda!>~ (Mc 10, 37).
Jesús debía dirigirse aún hacia la realización de lo que él
es. Hombre que tiene sus raíces en lo alto, en la eternidad
-lo que le permite decir: «Antes que naciera Abrahán existo
yo» (In 8, 58), Hijo nacido de Dios- debe ascender hacia
su nacimiento eterno, llegar a ser plenamente lo que es, de-
jarse como absorber totalmente en su más-allá: «¿Y si vierais
al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?» (Jn 6, 62),
donde está ya, porque «Yo soy de allá arriba2» (Jn 8, 23).
En la ascensión de todo su ser hacia su plenitud, la ver-
dad de Jesús -lo mismo que su misión- encuentra su rea-
lización.

La dualidad del más-acá y el más-allá ha sido abolida en


Cristo muerto y resucitado. No porque la historia terrestre
de Jesús se anule: nada se ha abolido, todo se ha asumido,
elevado al nivel de lo que fue el más-allá de este hombre en
la tierra. El más-acá está como transfigurado en el más-allá.
2. Lo que se expresa en In 3, 13 es esta palabra recogida en buenos
manuscritos: Nadie ha subido al cielo sino el que descendió del cielo:
el Hijo del hombre que está en el cielo.
¿En adelante, dónde se encuentra Jesús? .. «Buscáis a Je-
sús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucita-
do» (Mc 16,6). Está en otro lugar, más-allá de la visibilidad
del mundo. Resucitado, no es visto ni por Anás, ni por Cai-
fás, ni por Pilato, ni por todo el pueblo. «Dios ... nos lo hizo
ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él eligió,
a nosotros que hemos comido y bebido con él después de
su resurrección» (Hech 10, 40s). Es visto por aquellos que
viven en comunión con él. Los ojos del cuerpo no bastan
para verle, es necesario que él «se haga ver»3, que él ponga
a los hombres en relación con su misterio y, por este contac-
to, les abra los ojos: «Les dio el pan, sus ojos se abrieron
y le reconocieron» (Lc 24, 31). Se hizo ver poniéndoles en
comunión con él.
Al aparecerse, no deja, pues, el lugar donde se encuentra.
Se revela veladamente, inicialmente no se le reconoce4• Una
vez reconocido, los discípulos tienen todavía deseos de pre-
guntarle: «¿Eres tú, verdaderamente?». Pero «sabían que era
el Señor» (In 21,12). Lo sabían, Jesús los había introducido
en la otra parte donde en adelante está establecido: «Volveré
y os llevaré conmigo» (In 14, 2).

Estando en otra parte, Jesús no está ausente. Dejó la su-


perficie del mundo, para ser su corazón, su más-allá interior
y universal. Dijo: «Me voy y vuelvo a vuestro lado» (Jn 14,
28). Partió y se encuentra presente en el mundo pero de otra
manera: en su profundidad, porque está junto al Padre cuyo
señorío del mundo comparte (Flp 2, 9-11).

3. Según la expresión habitual en los relatos de las apariciones de


Cristo resucitado.
4. Mt 28, 18; Le 14, 16; In 21, 12; Heeh 9, 5.
La creación está fundada bajo la acción permanente de
su creador, «de quien provienen todas las cosas» (1 Cor 8,
6) Y subsiste en él. Ahora bien, la Escritura dice también de
Cristo: «todo subsiste en él» (Col 1, 17) Y «por qui~n noso-
tros existimos» (l Cor 8, 6). Pero mientras que el Padre está
presente en el mundo por su poder, en una trascendencia
total, sin ninguna pertenencia al mundo, Cristo pertenece por
su humanidad a este mundo, del cual él es el Señor y que
subsiste en él. Está en el corazón del mundo, y es el más-
allá en profundidad, el fundamento invisible.
La dualidad de un más-acá y de un más-allá que marcó
la existencia terrestre de Cristo, caracteriza también al mun-
do. Cristo es su más-allá profundo, en el que y hacia el que
el mundo es creado.
Los discípulos tomaron conciencia muy pronto de una
presencia de Jesús, ante todo, en el corazón de la Iglesia.
Sabían que en su «reunión en Iglesia» (cf. 1 Cor 11, 18)
para la fracción del pan, es el Señor quien preside la mesa
(cf. 1 Cor 10, 21)5; que en la comunión con él eran asumi-
dos en él (l Cor 10, 16s). Llegaban a ser así el cuerpo de
Cristo (1 Cor 12, 27), su visibilidad en este mundo. Lo que
en otro tiempo era visible en Jesús, sucede en la Iglesia y en
sus sacramentos6• San Pablo tenía un sentimiento muy fuerte
de esta dimensión crística propia de la comunidad y de cada
creyente: «Cristo vive en mí» (Gál 2, 20). Se sorprende:
«¿No sabéis que Cristo está en vosotros?» (2 Cor 13, 5).
Los discípulos percibieron igualmente una presencia de
Cristo en las Escrituras y en la historia de Israel. El Resu-
citado «les abrió el entendimiento para comprender las Es-

5. La eucaristía es la mesa del Señor (1 Cor 10, 21), el banquete


del Señor (1 Cor 11, 20).
6. San León Magno, 2° sermón sobre la ascensión, 2: «Lo que era
visible en nuestro Redentor sucede en los sacramentos».
crituras» (Lc 24, 45). Se les apareció no solamente en Jeru-
salén y en Galilea, sino en las páginas de la Biblia. San Pa-
blo da testimonio de ello en 2 Cor 3, 5-17. Mientras que la
mirada no cristiana se para en «la letra» del texto y de la
historia de Israel, o sea, en la realidad superficial, el creyen-
te percibe «el espíritu», es decir, la realidad en su profundi-
dad, la que da sentido y vivifica. Pues, «el espíritu, es el
Señor» (2 Cor 3, 17), Cristo es la sustancia de este pueblo?
y de sus Escrituras. El pasado de Israel «era la sombra de
lo venidero; pero la realidad (que proyectaba esta sombra)
es el cuerpo de Cristo» (Col 2, 17).
Según 1 Cor 10, 4, «la roca que acompañaba» al pueblo
en el desierto, «era Cristo». La risa de Abrahán por el naci-
miento de Isaac es interpretada en Jn 8, 56 como la alegría
del patriarca al vislumbrar el día de Cristo. La Carta a los
hebreos, al hablar de la primera alianza, se expresa continua-
mente en dos niveles: el de las realidades terrestres que son
como una sombra, un bosquejo, copias hechas por manos
humanas, múltiples y pasajeras, de una imperfección mani-
fiesta. Y por otra parte, el de la realidad crística que es su
más-allá y que es verdadera, celeste, el modelo de estas co-
pias. No hecha a mano, es única, eterna y perfectas. Al re-
sucitar, Jesús confiere la plenitud a las Escrituras y a la his-
toria de Israel. El «las cumplió» (cf. Hech 13, 32s), llenán-
dolas de sí mismo. Jesús muerto y resucitado es su más-allá
profundo y profético.
La fe en el señorío universal de Cristo resucitado -«Dios
lo ha constituido Señor» (Hech 2, 36); «me ha sido dado
todo poder» (Mt 28, 18); «¡Jesucristo es Señor!» (Flp 2,
11)- condujo a los cristianos a reconocerle un papel cós-
mico, a percibir su presencia en el corazón de toda la crea-

7. S. Agustín, De civitate Dei, 17, 11: CCL 48, 575


8. Cf. sobre todo Heb 7, 27s; 8, 5; 9,12-23; 11, 11s.
ción. Siendo hombre, Cristo forma parte de la creación de
la que es el primogénito (Col 1, 15); pero es también su
Señor, en el poder de su Padre. Siendo de este mundo, del
que, sin embargo, es el Señor que participa del poder del
Creador (l Cor 8, 6), su lugar está en el centro, aonde la
creación comienza: «En él fueron creados todos los seres ...
y todo subsiste en él» (Col 1, l6s). El es la profundidad, el
más-allá fundador y siempre fundamental, de este mundo
del que percibimos la superficie. Se dice «el Principio de
la creación de Dios» (Ap 3, 14); él es el «Alfa ... el Princi-
pio»9, la letra inicial del alfabeto de la creación, que le da
sentido, armonía y belleza 10.
El es todo esto: el más-allá universal en el que se enraí-
zan el mundo, Israel y la Iglesia, «porque él es el Hijo de
Dios encarnado». Dios es padre, esencialmente; su ser está
en su paternidad infinita con respecto al Hijo; su total acti-
vidad se despliega en el engendramiento del Hijo, por la
fuerza de su Espíritu. Todo lo que hace, Dios lo realiza en
esta relación al Hijo en el Espíritu santo. Si crea, lo hace
en el interior de la relación del Padre con el Hijo: «Nada
de lo que hizo, fue hecho sin él» (el Hijo) (In 1,3). La crea-
ción lleva un misterio en sus entrañas: el Hijo encarnado en
quien es creada y subsiste (Col 1, 16s). Existe fundada en
el Hijo, en vínculo filial con Dios. El pueblo de Israel que
Dios se escogió es filial con un título especial, Cristo es su
sustanciall profunda: «Mi hijo primogénito es Israel» (Ex
4, 22). La Iglesia, cuerpo de Cristo, es filial a título muy
especial (Gál 4, 4-7), en ella Cristo es a título especialísimo

9. Ap 21, 6; 22, 13.


10. «No ocurre primero la creación y luego la encarnación, sea la
que sea la génesis y la aparición histórica de Cristo. El acto creador es
de naturaleza crística». F. Varillon, L'humilité de Dieu, Paris 1974, 121,
citada por G. Mattelet, L'au-dela retrouvé, Paris 1975,54.
11. Cf. supra, nota 7.
su misterio profundo, hasta el punto de que Pablo puede
decir: «Cristo vive en mí» (Gál 2, 20), «vosotros sois (exis-
tís) en Cristo» (l Cor 1, 30).

Aquel en quien todo fue creado es t~mbién la plenitud


futura. Israel llega en él a su acabamiento: «La promesa que
Dios hizo a nuestros padres, nos la ha cumplido a los hijos
resucitando a Jesús» (Hech 13, 32). La Iglesia «está llamada
a la comunión del Hijo en su día» (l Cor 1, 9). En Jesús y
en su pascua «todo está consumado» (Jn 19,30). El que es
el Alfa original es también la última letra, que recapitula
sobrepasando todo: «Yo soy el Alfa y la Omega, el primero
y el último, el principio y el fin»12.
Cristo «muerto y resucitado por nosotros» (2 Cor 5, 15)
es el acontecimiento final en el que el tiempo llega a su
plenitud. Su muerte es la de todos (2 Cor 5, 14), su resurrec-
ción es «la resurrección de los muertos» (Rom 1,4)13. Los
hombres están llamados a morir en su muerte, junto con él
(cf. 2 Tim 2, 11), a nacer en su gloriosa filialidad. Dios no
repetirá de nuevo para cada uno de los hombres su acción
resucitadora: los atraerá a todos en «la fuerza de su resurrec-
ción» (Flp 3, 10), de la única resurrección, la del Hijo único.
La resurrección de Jesús no sólo es una primera etapa
hacia la resurrección final, sino que la contiene en su totali-
dad: «En Cristo hecho hombre habita la plenitud de la divi-
nidad y en él habéis alcanzado vuestra plenitud» (Col 2, 9s).
El Cristo pascual es en persona la plenitud final, en la que

12. Ap 21, 6; 22, 13.


13. ROID 1, 4 debemos traducirlo así: Nombrado Hijo de Dios en
el poder ... por la resurrección de los muertos, y no «por su resurrección
de entre los muertos» aunque se trate de la de Jesús. En este texto pre-
paulino, de origen judeocristiano, se expresa la fe cristiana primitiva que
ve en la resurrección de Jesús la de los muertos, el acontecimiento final
de la historia de la salvación.
los hombres están llamados a participar. El mundo debe diri-
girse hacia esta plenitud.
Así, él es el misterio de la humanidad en su profundidad,
el más-allá de lo visible de los hombres, creados a Rartir del
Hijo encarnado, creados en él y en orden a él. Es ei centro;
el círculo se ha trazado desde él y existe en relación al cen-
tro: en relación al Hijo encarnado.

San Pablo tenía conciencia de vivir en la dualidad de un


más-acá y de un más-allá: «El hombre exterior -que es
también el hombre viejo (Ef 4, 22)- se desmorona, el hom-
bre interior se renueva de día en día» (2 Cor 4, 16). «Nos
hemos convertido en la basura del mundo» (l Cor 4, 13),
el Apóstol acepta «la tribulación de un momento», porque
«nos produce, un inmenso e incalculable tesoro de gloria,
a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles
sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras,
más las invisibles son eternas» (2 Cor 4, 17s).
El ser humano se degrada en su apariencia día a día; pero
en su profundidad se construye: así el cuerpo de la resurrec-
ción está en camino. El hombre lleva en sí «la imagen del
primer Adán», el antepasado terrestre «nacido de la tierra»
(cf. 1 Cor 15,47-49), del que desciende porque procede de
él; pero tiene también otro antepasado de orden «celeste»
(l Cor 15,48), el «último Adán» (l Cor 15,45-47), del que
desciende ascendiendo hacia él, del que empieza a vivir por
la atracción hacia él.
Así la existencia cristiana se despliega a la vez en un
tiempo que se devana en huída hacia un pasado que ha deja-
do de ser presente -«la apariencia de este mundo está aca-
bando» (l Cor 7, 31)- Y en un tiempo que se dirige hacia
su plenitud. Este tiempo no se escapa; el momento presente
se ahonda y se llena de futuro hasta el día en que el hombre
será colmado de él para siempre: «Lo invisible es eterno»
(2 Cor 4, 18). La eternidad está en desarrollo durante la vida
presente.
Cristo es así el más allá del mundo, tanto actual como
futuro. La resurrección final está actuando: «Llega la hora,
y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de
Dios, y los que hayan oído vivirán» (Jn 5, 25). Lo mismo
ocurre con el juicio: «Ahora va a ser juzgado el mundo» (Jn
12, 31). ¿De qué juicio se trata? Del último, pronunciado
en la muerte glorificante de Jesús. La reunión de los hijos
de Dios dispersos, ese designio último de Dios (cf. Ef 1,
10) está en marcha: «Tenía que morir para reunir a los hijos
de Dios dispersos» (In 11, 51). «Elevado sobre la tierra»,
Jesús es el punto de una atracción y de una convergencia
universales (Jn 12,32). En su pascua, Jesús lleva el nombre
de Señor14, que es el título del poder del último día (cf. 1
Cor 1,7-9).
Cristo es el origen y la plenitud final; es el océano del que
todo nace y hacia el que fluyen los ríos. La historia santa
comienza en su plenitud futura; el futuro invisible es también
prioritario; los hombres se enraízan en aquel hacia el que son
creados: «Cristo, primogénito de toda criatura, que está antes
que todo, para quien todo ha sido creado» (cf. Col 1, 15s).
El mismo Jesús en su existencia terrestre ascendía hacia
un porvenir que era también su origen: había nacido de Dios
e iba hacia este nacimiento divino que alcanzó plenamente
a través de la muerte: «Dios lo resucitó como dice el salmo
2: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Hech 13, 33).
Lo que en la tierra era visible en él, manaba de la fuente
de la que él venía y hacia la que ascendía. En virtud de su
filialidad iba hacia la plenitud filial: nacido del Padre en el
Espíritu (Lc 1, 35), llega a través de su muerte a su naci-
miento en plenitud, en el que el Padre le resucita en la pleni-
tud del Espíritu (Rom 8, 11). La expresión de la Carta a los
hebreos (11, 3) es válida ante todo para Jesús: «El"visible
procede del invisible».
Viviendo esta dualidad, el hombre no vive en tensión de
opuestos: al consolidarse la vida en Cristo, le unifica poco
a poco desde la profundidad. Pues la verdad profunda del
hombre es ser creado en y hacia Cristo.
El más-acá aparente, lo que es «carnal», se percibe por
los ojos de «la carne»; lo interior es visible para los ojos
interiores, los del corazón (Ef 1, 18), adaptados a la profun-
didad. Este conocimiento, propio del «hombre espiritual»
(l Cor 2, 15), le es dado con «el Espíritu que lo sondea to-
do» (l Cor 2, 10) mientras que el «hombre psíquico» (priva-
do del Espíritu) «no acoge lo que es del Espíritu de Dios»
(l Cor 2, 14).
«El hombre espiritual» es rico de todo lo que es propio
de Cristo: «Sois (existís) en Cristo que, por Dios, se ha he-
cho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y reden-
ción» (l Cor 1, 30). Cristo ha muerto a lo viejo (Rom 6,
10), Y sus fieles también (Ef 4, 22-24); ha resucitado y ellos
también, la resurrección final ha comenzado (Rom 6, 11).
En su resurrección, Cristo «fue justificado (santificado) en
el Espíritu» (l Tim 3, 16), también ellos son justificados por
la fuerza de su resurrección (Rom 4, 25). La existencia pro-
pia de Cristo es la de ellos: «Consideráos vivos para Dios
en Cristo Jesús» (Rom 6, 11).
El más-allá se esconde, pero este germen está actuando:
«Vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando
aparezca Cristo, vida vuestra, también vosotros apareceréis,
juntamente con él, en gloria» (Col 3, 3s).
Entonces, el hombre no vivirá más que a partir de su pro-
fundidad, como Jesús vive a partir de su misterio filial.

La Iglesia hace la experiencia de su existencia «dual»


sobre todo allí donde es más ella misma: en la celebración
de la eucaristía. Cuando los fieles se reúnen en algún lugar
de la tierra, se encuentran reunidos en el cuerpo de Cristo:
«El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, for-
mamos un solo cuerpo» (l Cor 10, 17). Se reúnen a una
hora señalada y en un día determinado del tiempo terrestre,
pero se encuentran en la hora de Jesús, la hora de su pascua
de muerte y resurrección -«este es mi cuerpo entregado por
vosotros»- y en un día concreto, el día del Señor, que es
el de la plenitud final. Su asamblea se parece a cualquier
otra reunión de hombres y de mujeres, pero constituye «la
Iglesia (la asamblea) que está en Dios Padre y en nuestro
Señor Jesús» (l Tes 1, 1), una reunión en pleno misterio
divino. El pan que comen es terrestre a la vez que «pan del
cielo» (cf. Jn 6, 32); el vino que beben es «fruto de la tie-
rra» y «vino del Reino» (cf. Mc 14, 25). Se saben mortales
y están seguros de escapar de la ley de la muerte: «El que
coma este pan no morirá jamás» (Jn 6, 50), porque comen
el pan de la resurrección (Jn 6, 54)15. Todo esto correspon-
de a la dualidad de su existencia.
Viven desde ahora en la comunión con Cristo, a la vez
que gritan: «¡Marana tha! ¡Ven, Señor!». La eucaristía es
el sacramento de «la parusía» de Cristo, palabra que signifi-
ca a la vez presencia y venida. Al celebrarla, la Iglesia va
al encuentro de aquel del que vive.

15. San Ireneo, Adv. Haer. 4, 18, 5: «La eucaristía está constituida
por dos aspectos, uno terrestre y otro celeste, de igual modo nuestros
cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, puesto
que tienen la esperanza de la resurrección».
«El reino de los cielos se parecerá a diez doncellas que
tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo» (Mt
25, 1). En varias parábolasl, Jesús exhorta a la vigilancia:
incluso si la noche parece larga hasta la llegada del Maestro,
«¡mantened vuestras lámparas encendidas!» (Lc 12, 35).
En los primeros decenios de su historia, la Iglesia vivía
en la intensa «espera de la revelación de nuestro Señor Jesu-
cristo» (1 Cor 1, 7). Los tesalonicenses «se convirtieron a
Dios ... para aguardar la vuelta desde el cielo, de su Hijo, al
que resucitó de la muerte, y que nos salva» (1 Tes 1, 9s).
Tenían fija su mirada en el día del Señor, el de su manifes-
tación gloriosa. Se vivía ya de ella, y por eso, se la sentía
próxima: «Alegraos ... el Señor está cerca» (Flp 4, 4s).
«Aguardar», «esperar», son palabras que se repiten sin
cesar en la literatura cristiana de entonces2. Son para siem-
pre características de la actitud cristiana3: el fiel «aguarda

1. Mt 24, 44-25, 13; Lc 12, 35-48.


2. Rom 8, 19.23.25; Gál 5, 5; 1 Cor 1, 7; Flp 3, 20; 1 Tes 1, 10;
Tit 2, 13; Heb 9, 28; 2 Pe 3, 12s.
3. «La espera ... es la función cristiana por excelencia, y la nota,
posiblemente, más característica de nuestra religión ... ». Teilhard de
Chardin, Etre plus, Paris 1968, 90.
la alegre esperanza, la aparición gloriosa de nuestro Dios y
salvador, Jesucristo» (cf. Tit 2, 13). La esperanza, virtud
cristiana esencial, se concentra en esta venida del Señor Je-
sucristo que los tesalonicenses «esperaban con constancia»
(cL 1 Tes 1, 3). «El deseo ardiente'> de la parusía será el
criterio de la recompensa en el día del Señor (2 Tim 4, 8).

La esperanza se asienta en la parusía del Señor porque


éste es el día de la salvación: «Aguardamos como salvador
al Señor» (Flp 3, 20). Cristo «aparecerá ... para dar la salva-
ción a los que la esperan» (Heb 9, 28). A la parusía se le
llama «día de la redención»4. El hombre encontrará en ella
«la redención de (su) cuerpo» y llegará a su (plena) «filia-
ción» (Rom 8, 23). Se cumplirá la palabra: «tal como es él
(Cristo), así somos nosotros» (l Jn 4, 17); «seremos seme-
jantes a él porque le veremos tal cual es» (l Jn 3, 2).
No hay salvación fuera de la parusía de Cristo, porque
fuera de ella, «la redención que está en Cristo Jesús» (Rom
3, 24), no alcanza a los hombres. En efecto, en su muerte
y resurrección, Cristo se ha convertido en la salvación en
persona: «para nosotros, se ha hecho ... redención» (l Cor
1, 30). Esta salvación siendo personal en Cristo, permane-
cería encerrada en el Salvador y no tendría impacto en la
humanidad, efectivamente, Jesús no habría ni muerto ni re-
sucitado para los hombres (cf. 2 Cor 5, 15), si él mismo no
hubiera venido y se hubiera dado a ellos, haciéndoles partici-
par así de la salvación realizada en él.
En los últimos siglos, la teología llegó a ignorar la impor-
tancia salvífica de la pamsía porque la redención no se iden-
tificaba, según ella, con el misterio personal de Jesús reali-
zado en su muerte y resurrección. Jesús habría rescatado al
mundo pagando un precioS, reconciliando así a Dios con los
hombres. Habría adquirido para ellos el derecho al perdón
ya la vida eterna, sin haber llegado a ser él-mismo 1'a salva-
ción de todos.
Todo habría sido ordenado por un acto situado en el pasa-
do, en virtud de los sufrimientos vertidos en la balanza de
la justicia; ya no se requeriría ninguna intervención de Cris-
to; la resurrección de Jesús en sí misma no jugaría un papel
salvífico. La Iglesia se tendría que ocupar de completar la
obra «aplicando los méritos de Cristo», «distribuyendo las
gracias» adquiridas. El papel que esta teología reconocía a
la parusía no es el de realizar la salvación de Cristo en los
hombres, sino por el contrario, de clausurar la historia de
la salvación después de que los méritos de Cristo hubieran
sido «aplicados», de cerrar la puerta con un juicio solemne.
Esta teología de la cruz, vuelta exclusivamente hacia el
pasado, se reduce a la remisión de los pecados; es incapaz
de integrar la gloria de Cristo resucitado. Ahora bien, sin
relación con la resurrección, la muerte sola no tendría senti-
do redentor: san Pablo lo atestigua con mucha fuerza (l Cor
15, 17). En su muerte glorificadora, Cristo ha llegado a ser
personalmente el misterio de la salvación (l Cor 1, 30): la
redención está en él (Rom 3, 24). Para que esta salvación
personal de Cristo llegue a ser la de los hombres es necesa-
rio que Cristo venga a ellos y se comunique, él que es la
salvación. Por ello dice Jesús: «Me voy pero volveré a vos-
otros» (Jn 14, 28).
Sacando de contexto una frase de san Pablo: «Si Cristo
no ha resucitado, vana es nuestra fe y estáis aún en vuestros

5. Es verdad que la Escritura utiliza la imagen de un precio pagado


(1 Cor 6,20; 7, 23; cf. 1 Pe 1, 18s). Pero es Dios Padre el que paga este
precio, se empeña totalmente por los hombres en Jesucristo.
pecados» (1 Cor 15, 17), se podría decir: «Si no viene Cristo
y no nos asume en él, vana es nuestra esperanza, permanece-
mos en nuestros pecados».

San Pablo reserva la palabra «parusía» para la última ma-


nifestación de Cristo6• Esto nos ha inducido a distinguir, se-
parándolas, la pascua de Jesús y su parusía. Se sitúa la prime-
ra en los orígenes de la Iglesia, en tiempos de Poncio Pilato,
la segunda al final de la historia; la Iglesia camina de la una
a la otra, intercalada entre una partida y un retorno de Cristo.
En realidad, el misterio pascual es en sí mismo parusíaco.
Jesús «ha muerto y resucitado para nosotros» (2 Cor 5, 15)
y, por su muerte y resurrección viene y trae la salvación rea-
lizada en él. El acontecimiento de la salvación, el de la muer-
te y resurrección, es también su venida al mundo. De esta
manera Cristo «ha muerto y resucitado para nosotros», puesto
que se da a nosotros en su muerte y resurrección.
En los evangelios, Jesús anunció que a su muerte seguiría
su venida gloriosa: «Igual que el fulgor del relámpago brilla
de un extremo a otro del horizonte, así ocurrirá con el Hijo
del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho
y ser rechazado por esta clase de gente» (Lc 16, 24s).
Jesús empieza por proclamar la inminencia del reino de
Dios (Mc 1, 15). Después da a entender que el Reino entra
en el mundo en su persona: «Si yo echo los demonios con
el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a voso-
tros»? Inaugurado ya por la actividad de Jesús, el Reino
vendrá con fuerza, cuando el Hijo del hombre sea glorifica-

6. 1 Tes 2, 19; 3, 13; 4, 15; 5, 23 passim.


7. Le 11,20; 17,21.
d08• Este es el sentido de los anuncios de la pasión, tras la
cual, sin tardar9, el Hijo del hombre resucitará: «El Hijo del
hombre tiene que padecer mucho ... y resucitar a los tres
días» (Mc 8, 31). El advenimiento del Hijo del h0I1!bre, su
parusía, seguirá a su muerte.
Cuando el proceso de la muerte se desencadena, Jesús
profetiza: «A partir de ahora veréis al Hijo del hombre sen-
tado a la derecha del poder, y venir sobre las nubes del cie-
lo» (Mt 26, 64). Su venida, que es la del reino de Dios (cf.
Dan 7, 13s), se realizará a través de la muerte.
En la muerte y la resurrección «todo se ha cumplido».
El misterio pascual es el de la plenitud de la salvación, a
la que no se añadirá nada más y de la que todo se deriva.
En adelante, según Col 2, 9s, toda la plenitud de la divini-
dad habita corporalmente en Cristo para que los hombres
sean colmados de ella. ¿Podría añadirse algo a esta plenitud
divina? Jesús es desde entonces el hombre del último día,
llamado «el día del Señor» lO. Según esto, ha llegado a ser
el Señor por su muerte y resurrecciónll. Desde esta pleni-
tud, Jesús viene hacia los hombres para compartirla con
ellos.
Jesús declara hablando de su muerte: «Me voy y vuelvo
a vosotros» (Jn 14, 28). No muere para irse ni para volver,
sino para venir como jamás había venido: la pascua de Jesús
es parusíaca. Dice: «Dentro de poco ya no me veréis pero

8. Así es como lo comprenden los evangelistas. Según Mc 9, l Je-


sús declara: «Algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto
que el reino de Dios ha llegado ya con fuerza». Lo que Mt 16, 28 inter-
preta: « ••• Sin haber visto llegar al Hijo del hombre con su Reino».
9. La indicación a los tres días, en primer lugar, no tiene un senti-
do cronológico preciso (cf. Os 6, 2). Significa que el Hijo del hombre
resucitará pronto.
10. ICor 1, 8; 5, 5 passim.
11. Hech 2, 36; Rom 10,9; Flp 2, 8-11.
poco después volveréis a verme» (Jn 16, 16). La muerte le
hace invisible pero para revelarle: «Yo me manifestaré» (Jn
14,21). Resucitándole, Dios «le concedió que se manifesta-
se» (Hech 10, 40). Según esto «epifanía» (manifestación).
es otro nombre de la parusía 12.
Jesús era esperado en la tierra como «aquel que viene»:
«¿Eres tú el que tiene que venir o debemos esperar a otro?»
(Mt 11, 3 par). Es aclamado: «¡Bendito el que viene!» (Mt
21, 9 par). En su pascua es más que nunca «el que viene»,
el Señor que está cerca (Flp 4, 5) Y al que se le invoca
«¡Ven, Señor Jesús!»13.
Según Jn 10,36, Jesús se define como «aquel que el Padre
ha consagrado y enviado al mundo». En su muerte y su glori-
ficación la consagración en Dios es total (Jn 17, 19); total
es también el envío: «Vengo a vosotros» (In 14, 28). La
muerte glorificadora es una «exaltación» junto a Dios14 y
una «resurrección» que le envía al mundo: «Dios lo ha resu-
citado y os lo envía» (Hech 3, 26). Una vez más el aconteci-
miento de la salvación es también su advenimiento al mundo.
Jesús fue siempre un hombre-para-los-demás; pero en su
muerte y resurrección ha llegado a ser el pro-existente uni-
versall5. Lo que le es más suyo, su muerte y su nacimiento
glorioso (Hech 13, 33), es para nosotros: «Para nosotros ha
muerto y resucitado» (2 Cor 5, 15). Jesús es Hijo-de-Dios-
para-nosotros. El Espíritu de amor (Rom 5, 5) Y de comu-
nión (2 Cor 13, 13) se ha apoderado de él y lo ha hecho un
ser en donación de sí, fuente de vida, la misma que él vive,
«un espíritu que da vida» (l Cor 15, 45). La venida salvífica

12. Cf. infra. nota 25.


13. Ap 22, 20; cf. 1 Cor 16, 22.
14. Hech 2, 33; 5, 31; Flp 2, 9.
15. Los exegetas han creado esta palabra: «pro-existencia» para
caracterizar el ser de Jesús totalmente entregado a Dios y al mundo.
es desde entonces actual. El que es el futuro de la Iglesia
y del mundo se hace ya presente.
«El día del Señor es pues hoy», aunque sea el ~1timo día.
Los fieles viven en su luz: «A vosotros, en cambio, que no
vivís en tinieblas, ese día no tiene por qué sorprenderos co-
mo un ladrón, pues todos vivís en la luz y en pleno día» (l
Tes 5, 4s). La parusía es a la vez objeto de experiencia y
de esperanza, porque el resplandor del día permanece velado
aún: «Cristo es entre vosotros (por tanto presente) esperanza
de la gloria» (Col 1,27). El día es de una proximidad tangi-
ble, presente, y próxima: «La noche está avanzada, el día
se echa encima». Vivimos ya en su luz: «Conduzcámonos
como en pleno día, con dignidad» (Rom 13, 13). Porque el
Apóstol siente ya su presencia aunque está velada, afirma
su proximidad (Flp 4, 5); su luz transforma al discípulo «de
gloria en gloria» (2 Cor 3, 18). La Iglesia es «trabajada» por
su futuro, que constituye su misterio profundo.
No se debe situar, por tanto, a la Iglesia entre la resurrec-
ción de Jesús y la parusía final, como entre los dos polos
de su historia, partiendo de uno y yendo hacia el otro. La
Iglesia emprende su marcha en un encuentro inicial, donde
comienza a resucitar con Cristo; va hacia el encuentro defi-
nitivo con él, donde se cumplirá su resurrección. En la fuer-
za del encuentro primero con Cristo resucitado que viene,
va hacia la comunión total con él. Tiene su fuente perma-
nente en el misterio pascual, en el que Cristo viene a ella.
Es ahí donde comienza a nacer, ahí se realizará su nacimien-
to en plenitud.
El misterio de la salvación está en el comienzo y en el
fin, misterio a la vez pascual y parusíaco. La parusía es
idéntica al misterio pascual: es este misterio en su impacto
en el mundo.
Se habla con frecuencia de un «retorno» de Cristo, se
dice que «volverá». ¿Es éste el lenguaje apropiado? La Es-
critura no lo utilizal6• Si debía volver es porque nos habría
dejado; ahora bien, lejos de dejar a su Iglesia viene a ella
por su muerte y resurrección. Y sería también porque no ha-
bría «realizado plenamente» su obra redentora, debiendo vol-
ver para completada. Sin embargo, «todo está cumplido»;
el misterio pascual es la salvación final. Hablar de un retor-
no, sugiere que volvería a entrar en la existencia terrestre,
pero él murió «una vez para siempre» (cf. Rom 6, 10) a la
condición terrestre.
Jesús no viene regresando, sino haciendo venir a él; se
hace presente a los hombres atrayéndolos hacia él en quien
está su plenitud de sentido, su propia verdad. La gracia es
una llamada a la comunión: «Habéis sido llamados a com-
partir la vida de su Hijo» en su día (l Cor 1, 9). Es una lla-
mada creadora en la que se realiza la palabra: «Todo ha sido
creado ... para él» (Col 1, 16). Hasta el momento en que «se-
remos arrebatados, junto con ellos, al encuentro del Señor
en el aire» (l Tes 4, 17)17.
Cristo viene atrayendo y atrae revelándose18, en el hecho
de revelarse19• Los discípulos se apresuran hacia la orilla,
cuando allí se manifiesta Jesús (Jn 21, 4-8). Revelándose a
ellos les «transforma de gloria en gloria» (2 Cor 3, 18), has-
ta el día en que la transformación sea total por la plena reve-
lación de su presencia: «Sabemos que cuando se manifieste
seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (l
Jn 3, 2); «cuando Cristo, vida nuestra, se manifieste, también
vosotros apareceréis juntamente con él en gloria» (Col 3, 4).

16. Sólo en algunas parábolas y en Jn 14,3 en razón de la materiali-


dad de la imagen utilizada: el Maestro, habiéndose ido lejos, debe volver
para estar de nuevo presente.
17. San Pablo utiliza aquí imágenes apocalípticas en las que Cristo
aparece sobre las nubes del cielo.
18. De ahí el deber de la Iglesia de evangelizar; de hacer a Cristo
audible y visible al mundo.
19. San Agustín, In Joh, traet. 26, 5: CCL 36, 262.
Los escritos del nuevo testamento describen varias veces
el advenimiento final del Hijo del hombre20. Recurren a
imágenes propias del género literario apocalíptico que abun-
dó en Israel en los últimos siglos anteriores a Jesucristo:
«Inmediatamente después de la angustia de aquellos días el
sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estre-
llas caerán del cielo, los astros se tambalearán; y entonces
brillará en el cielo la señal del Hijo del hombre; y todas las
razas de la tierra se golpearán el pecho viendo venir al Hijo
del hombre sobre las nubes, con gran poder y majestad; y
enviará a sus ángeles con trompetas sonoras y reunirán a sus
elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte» (Mt
24, 29-31 par)21.
Estas imágenes expresan ante todo que «el Hijo del hom-
bre vendrá con poder y majestad» (Mt 24, 30 par). El seño-
río de Cristo se impondrá «en virtud del poder que le permi-
te dominar todas las cosas» (Flp 3, 21). Vencerá todos los
obstáculos, y el último es la muerte (l Cor 15, 24-28).
Este es el poder dado a Cristo en su resurrección (cf.
Rom 10,9) Yque le hace compartir con el Padre el dominio
sobre la creación (Flp 2,9-11). El himno cristológico de Flp
2, 6-11 sitúa el triunfo final en la continuidad inmediata de
la muerte de Jesús, porque este poder es el de Cristo en su
resurrección: «Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que
al nombre de Jesús toda rodilla se doble -en el cielo, en
20. Mt 24 par; Le 17, 22-37; 1 Cor 15, 23-37; 1 Tes 4, 16s; Ap 1, 7.
21. Estas imágenes están tomadas en gran parte del antiguo testa-
mento. Cf. Is 27, 13; Dan 7, 13; Zae 2, 10; la trompeta es mencionada
en Is 27,13; 11 2,1; Sof 1, 6; Mt 24,31; 1 Cor 15, 22; 1 Tes 4, 16; Ap
11, 15.
la tierra, en el abismo- y toda lengua proclame: 'Jesucristo
es Señor', para gloria de Dios Padre».
Este señorío es salvífico. Es una gracia todopoderosa con-
ferida a consecuencia de la muerte redentora. Es cierto que
Pablo describe este triunfo con los acentos de un canto de
guerra: «Porque es necesario que él reine, hasta que sus ene-
migos sean puestos como estrado de sus pies»22. Pero esta
victoria es la de la resurrección que es vida, vida filial de
Jesús. Así el Apóstol no habla más que de la resurrección
de «los que pertenezcan a Cristo, el día de su manifestación»
(1 Cor 15, 23).
El día del Señor es precisamente un día y el más lumino-
so de todos: «A vosotros que no vivís en tinieblas, ese día
no tiene por qué sorprenderos como un ladrón» (1 Tes 5, 4).
Porque este día resucita el que es «la luz del mundo» (Jn
9, 5). «Aparecer», «ver», son palabras frecuentes para des-
cribir la venida de Cristo: «Entonces aparecerá en el cielo
la señal del Hijo del hombre y todas las razas de la tierra ...
viendo venir al Hijo del hombre sobre las nubes» (Mt 24,
30). Este signo que aparecerá y que hará estallar el día, es
el Hijo del hombre, él mismo, que es el día en persona23.
El misterio pascual es de gloria, de revelación tanto como
de poder: «Vendrá con la gloria»24, «Dios hizo que se deja-
ra ver» (Hech 10,40). «Epifanía» es otro nombre de la paru-
sía frecuentemente utilizad025, lo mismo que apocalipsis

22. 1 Cor 15, 25; cf. Sal 110, 1.


23. El signo del Hijo del hombre ha sido interpretado ya en la litera-
tura apócrifa (siglo Il) por la cruz, que aparecerá en el cielo. Sin motivo,
según parece. Se trata del Hijo del hombre en su aparición. Según Dan
7, 13, el reino de Dios viene bajo el signo de un hijo de hombre. Jesús
habla también del signo de Jonás, que no es otra cosa que el mismo Jonás.
24. Mt 16, 27; 25, 31 par.
25. 1 Tim 6, 14; 2 Tim 4, 1-8; Tit 2, 13; «epifanía de su parusía»
(2 Tes 2, 8). «Cuando Cristo se manifieste» (Col 3, 4); «cuando aparez-
ca» (1 Jn 3, 2).
(es decir revelación) de nuestro Señor Jesucristo26• Jesús
resucitado que es, en persona, el misterio del último día,
envió un rayo de su luz sobre Pablo su perseguidor: «De re-
pente un relámpago lo envolvió con su resplandor» (Hech
9, 3), «se dignó revelarme a su Hijo» (cf. Gál 1, 15s)27.
Esta luz es irresistible, derribará al Anticristo: «El Se-
ñor... le aniquilará con el esplendor de su venida» (2 Tes 2,
8). Vivificará a los que pertenecen a Cristo (l Cor 15, 23).
Hará semejantes al Señor a los que «le verán tal cual es»
(l Jn 3, 2). Los fieles hacen una primera experiencia en esta
tierra: «y nosotros que llevamos la cara descubierta, refle-
jamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su
imagen con resplandor creciente; así es como actúa el Señor
que es Espíritu» (2 Cor 3, 18). La luz de la parusía brilla
ya: «No estáis en las tinieblas ... sois hijos de la luz» (l Tes
5, 4s). Pero se ve a través de un velo, el de la existencia
terrestre, que hace que «nuestra vida permanezca oculta» (cf.
Col 3, 3). El esplendor de la parusía disipará el velo: «Cuan-
do se manifieste Cristo, vida vuestra, también vosotros os
manifestaréis juntamente con él en gloria» (Col 3, 4).
La parusía es un artículo esencial del credo. El que profe-
sa su fe en Cristo salvador, cree en su venida, gracias a la
cual la salvación realizada en él, se hace efectiva en el mun-
do. Pero ¿qué es lo que se oculta tras las imágenes de las
que la Escritura reviste esta venida majestuosa al final de
los tiempos: la aparición de Cristo sobre las nubes, la asam-
blea de las naciones al sonido de la trompeta, los fieles lle-
vados al encuentro del Señor (l Tes 4, 17)...? El misterio
de la parusía es el mismo de Jesús en su muerte y su resu-
rrección en el mundo: «A partir de ahora veréis al Hijo del

26. 1 Cor 1, 7; 2 Tes 1,7; 1 Pe 1,7.13.


27. Los exegetas reconocieron aquí el estilo apocalíptico propio de
las descripciones del Día.
hombre venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64). Ahora
bien, el misterio pascual no se expresa con demostraciones
exteriores de poder. ¿Se ha visto al Resucitado «venir sobre
las nubes»? A los que esperaban en el cielo, signos anun-
ciadores del reino de Dios, Jesús replicó: «El reino de Dios
no vendrá de una manera llamativa. Entonces os dirán:
'¡Míralo aquí¡' o '¡está allí!'; pues el reino de Dios está
entre vosotros» (Lc 17, 20s). La parusía pertenece a la ma-
jestad divina, es misteriosa, trasciende las 'representaciones
humanas. Está actuando desde ahora. Cristo viene, el juicio
está hecho, la resurrección actúa en el mundo como la leva-
dura. Pero en profundidad. No obstante su luz despunta a
través de la superficie. ¿Bajo qué forma se impondrá el po-
der salvífico de Cristo? ¿quién sabrá decirlo?
A fin de cuentas, ¿qué sabemos de la venida de Cristo?
Que vendrá con poder, que vendrá revelándose, que revelán-
dose hará venir a él al mundo para que se salve. Misterioso,
el día del Señor es imprevisible. La Escritura lo repite hasta
la saciedad28• Ya fue imprevisible la parusía en sus prime-
ras manifestaciones; el Resucitado «se hizo ver», según la
fórmula constante utilizada en los relatos de las apariciones.
Jesús tomaba la iniciativa de sus apariciones, nunca previs-
tas. Su fecha es desconocida como la de las otras modalida-
des de la parusía final. La presunción o ingenuidad de las
sectas que pretenden conocerla es muy grande.

Existe un sacramento de la parusía: la eucaristía. Es su


realización todavía velada. Muestra que la parusía no consti-
tuye más que un solo misterio con la pascua de Jesús, por-
que es a la vez el sacramento de la muerte y de la resurrec-
ción y el de la presencia del que viene.

28. Mt 24,36.42-51 par; 25, 13; 1 Tes 5, 1-4; 2 Pe 3, 10; Ap 3,3;


16, 15.
Cristo no deja el cielo para hacerse presente a su Iglesia
por la eucaristía; está para siempre muerto a la carne y resu-
citado en el Espíritu. No viene regresando a la tierra, sino
atrayendo hacia él lo que es terrestre. Llama al pan y al vino
hacia él, que es la plenitud en la cual subsiste todo (d. Col
1, 16-18); les hace subsistir plenamente en él, convirtiéndo-
les así en realidades del mundo futuro, pan del cielo y copa
del Reino. Igualmente, atrae a sí a la asamblea y se la incor-
pora (l Cor 10, 16s), inaugurando la comunión del último
día, del que se ha dicho: «Dios os llamó a participar en la
vida de su Hijo, Jesucristo nuestro Señor» (1 Cor 1, 9).
La eucaristía se celebra el domingo, día del Resucitado
y de su venida entre los discípulos (cf. Jn 20, 19-26). Siendo
el día de la resurrección y de la parusía, fue considerado a
la vez como día primero y octavo: el domingo inaugura la
semana y la cierra, lo mismo que la resurrección y la parusía
aparecen como los dos polos de la historia de la Iglesia, pero
forman un solo misterio. Muy pronto (Ap 1, 10) recibió el
nombre de día del Señor: en él se celebra la resurrección en
la que Jesús llega a ser el Señor29, y la parusía en la que
este señorío se impone al mundo. Día alfa y omega, pascual
y parusíaco.
Juan narra: «Al anochecer de aquel día, el primero de la
semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas
cerradas por miedo a los judíos. En esto vino Jesús ... » (Jn
20, 19). «Vino», fiel a su promesa: «Me voy y vuelvo» (Jn
14, 28). Las puertas están cerradas: él es libre de las trabas
que imponen las leyes terrenas; viene sin dejar el lugar don-
de se encuentra. Su presencia sorprende, su parusía es impre-
visible. Ocho días más tarde, «vino Jesús estando cerradas
las puertas» (In 20, 26). Ante Jesús marcado con los estig-
mas de la inmolación, Tomás proclama el acto de fe cristia-
no: «¡Señor mío y Dios mío!». Del mismo modo, el último
día, ante Cristo que fue traspasado (Ap 1, 7), «se doblará
toda rodilla y toda lengua proclamará: ¡Jesucristo es Señor!»
(Flp 2, lOs). La Iglesia vive todo esto en cada eucaristía, en
la que el mundo comienza a transfigurarse en aquel que es
su más-allá y su futuro.
El evangelio narra seguidamente la aparición a la orilla
del lago, donde había tenido lugar el milagro de la multipli-
cación del pan, símbolo, según Juan, de la eucaristía. Jesús
aparece al amanecer en la orilla, presencia misteriosa en
principio no identificada. A sus pies, pan y pescado que re-
cuerdan el milagro de la multiplicación. Todo ello tiene un
vivo regusto de eucaristía, todo ello evoca la mañana del día
en que el Señor se manifestará en la ribera de la eternidad
y atraerá a los discípulos y a su pesca, de las olas movedizas
del tiempo terrestre.
La eucaristía, sacramento pascual y parusíaco, reúne a
«todos los que tienen amor a su venida» (2 Tim 4, 8). Les
hace vivir de antemano la parusía, pero en la penumbra.
Proclama a Cristo «hasta que vuelva» (l Cor 11, 26). En
ella, cada cual se prepara para el encuentro en la luz, cuando
la muerte venga a desgarrar el velo.
El hombre es un ser-para-la-muerte. Cualquiera que refle-
xione tiene conciencia de ello: desde el nacimiento va hacia
la muerte. El cristiano se sabe, además, «llamado a la comu-
nión con el Hijo» (l Cor 1, 9), es un ser hecho a la vez para
la muerte y para Cristo, para una muerte que le introduce
en la comunión con Cristo.
Aparentemente el hombre no es más que esto: un ser-pa-
ra-Ia-muerte. Busca realizarse, día a día, para terminar en
su anonadamiento. Se tejen lazos de amistad que le dan la
alegría de vivir y de hacer vivir, pero para ser rotos por la
muerte. Todo el hombre está sometido a esta ley: no sólo
en su cuerpo caduco, sino en todo su ser: «Eres polvo y al
polvo volverás» (Gén 3, 19).
Si no hubiera en él un más-allá de las apariencias, si no
fuera más que lo que parece, el hombre perecería completa-
mente. Semejante muerte sería no sólo la firma de su finitud
sino también la evidencia del absurdo de su existencia. ¿No
es absurdo nacer para perecer? «Sin Jesucristo (la muerte)
es horrible, es detestable y es el horror de la naturaleza» 1.

1. B. Paseal, Carta a M. y Mme. Périer, en Obras, Madrid 1981,


308-309.
Dios no quiere esta muerte absurda. Destructora, increa-
dora, ella no es la actuación de Dios Padre y creador: «Dios
creó al hombre incorruptible ... por envidia del diablo entró
la muerte en el mundo» (Sab 2, 23s)2, «este fue un asesino
del hombre desde el principio» (Jn 8,44) que odia la crea-
ción. La muerte verdaderamente mortal la sufren sólo «los
que pertenecen al diablo» (Sab 2, 24). San Pablo dice en el
mismo sentido que una muerte así es fruto del pecado (Rom
5, 12). Es una condenación -tendrás que morir (Gén 2,
17)- para quien se condena. Es el fin de la vida para el que
se desgaja del Dios de la vida y se separa de la vida eterna
cuya semilla Dios ha sembrado en él: «Dios no hizo la
muerte» (Sab 1, 13) para destruir al hombre.
Por trágica que sea, la muerte es, según el designio crea-
dor, el extremo opuesto de lo que parece. Porque Dios crea
en cuanto padre en relación a su Hij03, entra con su criatura
en alianza de paternidad y de filiación. Si quiere, en cuanto
padre del hombre, que éste sea mortal, que nazca para morir,
esta muerte debe estar al servicio de la vida. Porque un pa-
dre no engendra para matar sino para hacer vivir. Por eso
la esperanza del justo está llena de inmortalidad hasta en
la muerte4•

2. En contradicción total con su propio ser de criatura, Satán es el


enemigo de la creación, mentiroso y padre de la mentira, asesino del
hombre (Jn 8, 44).
3. Jn 1,3; Col 1, 15-17.
4. No conviene decir que los hombres están condenados a morir por
el pecado de Adán, sin el cual no conocerían la muerte. Esto sería hacer
de Gén 2, 17 una lectura literalista que desconoce la naturaleza de este
pasaje. Si Gén 2, 17 significara que Adán no llegó a ser mortal hasta
que pecó, habría que admitir también que la serpiente, condenada a
reptar después de haber tentado a Eva, tenía entonces patas, ¡luego no
era una serpiente!
Según el libro de la Sabiduría, «Dios no hizo la muerte» (1, 13), «por
la envidia del diablo entró en el mundo» (2, 24). Para este Dios de vivos
La muerte es, por una parte, la expresión de la finitud del
hombre, la vuelta al punto cero de donde Dios le saca. Ella
le conduce así a su verdad desnuda de criatura, que no es
nada por sí misma. Pero su verdad es ser una criatura filial,
con la que Dios está ligado en una alianza eterna. El hombre
ha entrado en la existencia sin saberlo ni quererlo: ia muerte
le conduce al punto primero del paso de la nada al ser, pero
con la gracia de poder consentir libremente a su creación,
en la que Dios le conduce a la plenitud humana. Tal es la
grandeza de la muerte: por ella el hombre puede alcanzar
su suprema verdad de criatura filial que consiente a su Dios
y Padre. Ella es el instante extremo de su debilidad y la par-
ticipación posible en su plena creación. Grandeza trágica por

(1, 13s), la muerte misma está llena de inmortalidad para los justos (3,
2-4), no tiene para ellos más que las apariencias de la muerte. La muerte
que entró en el mundo por la envidia del diablo, no la sufren más que
aquellos que se ponen de su parte (2, 24).
Cuando san Pablo ve en la muerte la consecuencia del pecado, se
trata de la muerte del hombre en cuanto pecador. Si Rom 5, 12 signi-
ficara que el hombre no es mortal más que a consecuencia del pecado,
¿podría decir Pablo que «no hay condenación para aquellos que son de
Cristo Jesús» (Rom 8, 2), «que Cristo da a la humanidad más que lo que
Adán le quitó» (Rom 5, 15-19)? ¿Cómo tantos santos, empezando por
Pablo, Ignacio de Antioquía, Cipriano ... habrían podido desear la muerte
como una gracia suprema? La Iglesia ¿podría celebrar la muerte de los
fieles como el día de su nacimiento?
Hace falta distinguir en la muerte el aspecto biológico que según Eclo
41, 1-4 corresponde al designio del Creador, y la muerte del pecador
que, por su pecado se excluye de la vida eterna. Para él, la muerte es
verdaderamente mortal.
Una lectura literalista de Gén 2, 17 no sólo es errónea, sino ultrajante
para Dios. Se llama «crimen contra la humanidad» la muerte infligida
a los hombres en razón de su nacimiento (por ejemplo por haber nacido
judíos). ¡Y he aquí que Dios castigaría con la muerte a los hombres por
haber nacido hombres, hijos de Adán! Es urgente borrar de las conside-
raciones sobre el pecado original, todo lo que empañe la imagen del Dios
de Jesucristo.
la que el hombre podría rechazar a Dios y condenarse a una
muerte eterna. Jesús ha muerto para asumir con todo el peso
de su muerte filial, la de todos los hombres, para que ésta
corresponda a la voluntad del Creador y sea para todos la
entrada en la plenitud eterna.

Jesús revela el sentido de la muerte. Hombre mortal, él


también nacido para morir. La voluntad de Dios con respec-
to a él era, evidentemente, paternal. Dios quiso conducirle,
a través de la muerte, «a su perfecci6n»5, es decir, a la ple-
nitud de vida filial, en la que él es el salvador de los hom-
bres. Ella es la culminación de su misterio de hombre Hijo
de Dios salvador6•
La perfección del Hijo está en recibirse enteramente del
Padre; está en el consentimiento pleno al Padre que lo en-

5. Heb 2, 10; 5, 9; 7, 28.


6. Es una teología antiguamente corriente, no del todo superada,
según la cual la voluntad de Dios sobre Jesús no era la de un padre sino
la de un Dios-justicia que reclama una reparación infinita por la ofensa
infligida por los hombres a su santidad. Según esta teoría, Jesús no se
consideraba como el Hijo, sino solamente como un hombre-Dios capaz
de aportar, en razón de su divinidad, la reparación infinita. En cuanto
al Espíritu santo: no tenía ningún papel. Una teología así es no sólo defi-
ciente sino poco cristiana, pues no es trinitaria.
Según esta teoría, la muerte es un precio pagado para satisfacer a
la justicia divina: no tiene sentido para Jesús en su propio misterio; no
es para él el camino de su realización personal, del que se ha dicho:
«¿No era necesario que Cristo sufriera para entrar así en su gloria?» (Lc
24, 26). La muerte se ve solamente bajo el ángulo del pecado de los
hombres, y no a la luz del misterio de la encarnación que se va realizan-
do hasta en la muerte. No aclara el sentido de la muerte de los hombres;
simplemente contribuye a hacer pensar que no es más que el castigo del
pecado.
gendra. En la obediencia hasta la muerte (Flp 2, 8), Jesús
acepta no existir sino por el Padre en el que se abandona.
Pasa de la existencia terrestre a otra totalmente filial en la
que, recibiéndose totalmente de su Padre, vive hasta en su
cuerpo únicamente del Padre que le resucita. .
La perfección del Hijo, que está en ser enteramente hacia
Dios (JnI, 1-18), se realiza en su morir hacia el Padre. La
muerte es «el paso de este mundo al Padre» (cf. Jn 13, 1),
esta es la cima de la subida en la que el Hijo reencuentra
al Padre: es la cumbre de la filialidad.
La filialidad es perfecta cuando el Hijo se parece en todo
a su Padre (cf. Heb 1,3). Por el don de su vida (Jn 15, 13),
Jesús llega a ser semejante a su Padre que es amor (1 Jn 4,
8); llega a ser su imagen enteramente semejante: «Quien me
ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
La perfección de Jesús consiste en ser «aquel que el Pa-
dre ... ha enviado al mundo» (Jn 10, 36), el Hijo plenamente
hombre. Por su muerte, Jesús alcanza el fin último del envío
en la condición humana, en la profundidad última de la en-
carnación.
En la muerte, «todo está cumplido» (Jn 19, 30), en Jesús
y en su obra. Ha llegado con todo su ser a su propia fuente
donde nace del Padre: «Dios lo resucitó como está escrito
en el salmo 2: 'Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy'»
(Hech 13, 33).
Jesús no saldrá nunca del misterio de su propia muerte
en la que el Padre le resucita, no sobrepasará nunca esta
cima, no se elevará nunca más allá de la profundidad de la
encarnación? La glorificación no lo arranca a lo que hace

7. La muerte como realidad biológica que el hombre comparte con


las plantas y los animales, está evidentemente superada. Es eternizada
en tanto que realidad humana, persona!. La permanencia de la muerte
en Jesús, en tanto que realidad personal, es un aspecto importante del
misterio pascua!. Ya he hablado de ella en la mayor parte de mis libros.
su gloria de hombre Hijo de Dios, es decir, a su muerte. La
plenitud de la divinidad que le colma ya desde ahora hasta
en su cuerpo (cf. Col 2, 9), le mantiene para siempre en la
acogida dada a esta plenitud, en el consentimiento supremo
a su Padre, es decir, en la muerte. Es ahí, en su morir hacia
el Padre que él es el Verbo plenamente encarnado en su
movimiento hacia el Padre. Según Juan, Jesús es exaltado
a los cielos por su elevación en la cruz (Jn 12, 32s); ésta es
el trono eterno de su gloria. El cordero pascual está a la vez
en pie e inmolado (Ap 5, 6).
Muerte y resurrección forman un único misterio, eterno,
del que la eucaristía es su ilustración. En ella Jesús se da
en su cuerpo a la vez «entregado» y resucitado.
Cristo: nuestra víctima pascual (l Cor 5, 7), glorificado
para siempre en la muerte, ilumina la noche de muerte que
pesa sobre la humanidad. La gloria pascual es el otro aspec-
to de la muerte de Jesús, el himno que canta su sentido. «En
Cristo y por Cristo se esclarece el misterio del sufrimiento
y de la muerte que, fuera de su evangelio, nos destruye»8.
Jesús en su muerte glorificante revela el sentido de la muerte
tal como figura en el designio creador, porque Dios crea
todo en Cristo y hacia él. La muerte es a la vez lo que pare-
ce y su contrario: para el hombre como para Cristo, es el
instante en que puede realizarse el misterio de su divina
vocación filial.
La muerte de Jesús fue, sin embargo, infinitamente trági-
ca, acompañada de «grandes gritos y lágrimas» (Heb 5, 7).
La tragedia de la cruz ¿no es un desmentido a todo lo que
se acaba de afirmar sobre el sentido filial de la muerte, la
Si Cristo no viviera siempre en la actualidad de su muerte glorificante,
nO sería la cabeza de una Iglesia sometida a la ley de la muerte y que
para reunirse con él en su resurrección debe poder morir en comunión
de muerte con él.
8. Gaudium et spes, 22, 6.
de Jesús y la de los hombres? Lejos de estar al servicio de
la divina filiación, la muerte en la cruz parece contradecirla.
En Jesús y en los hombres, la muerte no parecf<ser más que
la consecuencia del pecado, una pena infligida a la humani-
dad pecadora, que Cristo habría tomado sobre sí.-
Se dice con frecuencia: «Cargando con los pecados del
mundo, sin los cuales no habría tenido que sufrir ni que mo-
rir, fue triturado bajo este peso. Siendo él inocente se hizo
culpable en favor de los otros, chivo expiatorio de la huma-
nidad, fue arrojado a las tinieblas, frente al Dios de la santi-
dad, pagando así el precio de los pecados».
En una tal visión de las cosas, la muerte no es la pascua
del Hijo que va al Padre (Jn 13, 1), tampoco es su exaltación
sobre la tierra (Jn 12,32) junto al Padre (Jn 17, 1-3), ni es
su entrada en la gloria (Lc 24, 26): no muere más que en
razón de los pecados de los otros y en lugar de los otros;
su muerte no forma parte del misterio personal de Jesús, no
es su culminación, no es pues verdaderamente humana, ya
que es en todo hombr~ la realización de su destino. Por tan-
to, no se presenta como la imagen ofrecida a los hombres,
ciertamente trágica pero también luminosa, en la que se
aprende que la muerte humana es, para el hombre de buena
voluntad, algo distinto a un castigo: el momento pascual, el
instante supremo de la gracia filial ofrecida al hombre.
La muerte de Jesús no fue un precio pagado a Dios9, una
pena sufrida por los pecados de los hombres, una realidad
exterior a su persona: es ante todo el cumplimiento de su
propio destino filial en favor de los hombres. Su carácter
trágico no le viene ante todo de la magnitud del pecado del
mundo, sino de la infinita santidad filial a la que Jesús debe
9. La Escritura dice que hemos sido rescatados a un gran precio
(l Cor 6, 20; 7, 23). Pero es el Padre quien paga este precio, quien se
implica en un gran derroche en favor de los hombres. Jamás se dijo que
Jesús debió pagar un precio a su Padre.
consentir y abrirse, y en la que podrán ser expiados, es de-
cir, purificados, todos los pecados del mundolO• Si se dice
en 1 Pe 2, 24 que él «cargado con nuestros pecados subió
al leño», no fue cargando la culpabilidad y sufriendo su cas-
tigo; sino tomando sobre sí a la humanidad pecadora para
«sanarla con sus heridas» (l Pe 2, 24) por la santidad infini-
ta a la que se debía abrir, a fin de asumir a la humanidad
pecadora en su santidad: «Aprendió, sufriendo, a obedecer
(la acogida dada a la santidad de Dios), y llevado a la con-
sumación (glorificado) se ha convertido para todos los que
le obedecen en autor de salvación eterna» (Heb 5, 8-9).
Jesús es el Hijo muy-amado, la Escritura no cesa de repe-
tirloll. El Padre no lo rechazó en ningún momento, y mu-
cho menos en el instante de la muerte, en el que, «en virtud
del Espíritu eterno» (Heb 9, 14), Jesús se eleva a la obedien-
cia supremal2, a la plenitud del amor (Jn 15, 13); donde
el Inocente, perseguido y reducido a la pobreza extrema, no
tiene otro recurso que su Dios, padre de los pobres y de los
perseguidos. Dios no hace como si el Inocente fuera culpa-
ble de los pecados del mundo. No actúa jamás como si. Je-
sús es el Santo de Dios13, el Cordero celeste del que san

10. En las lenguas modernas la noción de expiación se confunde con


la de castigo: una falta es expiada cuando el culpable sufre las penas
apropiadas. En la Escritura (y en general antiguamente) expiar significa
sobre todo purificar, santificar, consagrar de nuevo a Dios lo que el
pecado había profanado. Es por tanto la santidad de Dios la que expía
el pecado. Es así que «tenemos un sumo-sacerdote misericordioso y fiel
que expía los pecados del pueblo» (Heb 2, 17) consagrando al pueblo
en la santidad.
Cf. Stanislas Lyonnet, Expiation, en Voc. de Théologie biblique, 426.
Me permito remitir a mi libro: Nuestro Padre, Dios en su misterio, Sala-
manca 21992.
11. Mt 3,17; 17,5; Jn 1, 18; 3,35; 5, 20; Col 1, 13 y passim.
12. Jn 14,31; Rom 5, 19; Flp 2, 8.
13. Mc 1,24; Lc 1, 35; 4, 34; Jn 6, 69; Hech 3, 4; 4, 27; Ap 3, 7.
Juan no dice que «carga» sino que quita «el pecado del
mundo» (In 1, 29)14. Lo quita por su santidad. Solidario
de la humanidad pecadora, lo es, no en razón del pecado,
«él que no conoció el pecado» (2 Cor 5, 21), sino por su
santidad de Hijo engendrado en este mundo que ha sido
«creado en él» (Col 1, 16): es consustancial con la humani-
dad, Hijo de Dios para todos en la caridad del Espíritu san-
to. Muere de este mundo hacia el Padre, para tomar a todos
los hombres en su debilidad y en su muerte y hacer les pasar
con él de este mundo a Dios.
Una vez más, no es, ante todo, la grandeza del pecado,
sino la del Hijo encarnado para la salvación del mundo peca-
dor la que explica la muerte tan dolorosamente grandiosa.
Es trágica, inmensa, porque es divina tanto como humana.
En ella se despliega en totalidad el misterio del Padre que
engendra a este hombre, el misterio de un hombre, Hijo de
Dios, que acoge, consintiendo en ella por su libertad, la ple-
nitud de este engendramiento. La muerte de Jesús tiene su
medida en lo infinito de la gloria filial en la que debe entrar:
«¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar
en su gloria?» (Lc 24,26). Es una muerte infinita, en la que
todos los hombres podrán morir con él.
Ha sabido morir así porque llevaba en sí el principio de
una acogida infinita: es e,l Hijo que ha podido ir de este

14, Esta es la traducción exacta de Jn 1, 29. El celeste Cordero de


Dios quita los pecados por su santidad, lo mismo que según san Juan,
Jesús disipa las tinieblas, porque es la luz del mundo. Ciertamente,
«Cristo ha cargado en su cuerpo con nuestros pecados», como dice 1
Pe 2, 24, evocando Is 53, 10; pero los textos del antiguo testamento
citados en el nuevo se tienen que interpretar por el contexto del nuevo.
Los otros textos sobre los que se apoya para hablar de un rechazo de
Jesús por su Padre, pueden (como Mc 15, 35 y 2 Cor 5, 21) o deben
(como en Gál 3, 13) ser interpretados de otra manera. No se les puede
interpretar en contradicción con los textos que afirman el indefectible
amor de Dios para con el Hijo muy-amado.
mundo al Padre. La grandeza de tal muerte no se mide por
la de los pecados de los hombres, de los que ninguno, ni su
conjunto, es infinito; sino por la gloria en la que Cristo de-
bía entrar para destruir la multitud de los pecados.
Esta muerte fue necesariamente trágica. ¿Podría un hom-
bre recoger el océano en el cuenco de su mano? Pues bien,
es todavía mayor la desproporción entre el hombre y Dios.
Jesús debió consentir, en sus estrechos límites humanos, a
la plenitud de Dios que vino a habitar corporalmente en él
(cf. Col 2, 9). Para abrirse a este océano, ¿qué tensiones, en
todos los sentidos, debió sufrir, hasta qué profundidad debió
dejarse sondear? «Aprendió, sufriendo, a obedecer (el con-
sentimiento, la acogida). Y llevado a la consumación, se ha
convertido para todos los que le obedecen en autor de salva-
ción eterna ...» (Heb 5, 8s).
Condenado por los sumos sacerdotes y por Pilato, el Hijo
muy-amado no fue condenado por su Padre, que lo «salvó
de la muerte» (cf. Heb 5, 7)15. Para él su muerte no fue un
final absurdo más que a los ojos de sus adversarios: Jesús
murió engendrado y salvador. En su muerte, revela el senti-
do de la muerte, tal como figura en el plan creador, que es
un plan de creación y no tiene nada de negativo.
Desde los orígenes, según san Ireneo, el Verbo de Dios
«se encontraba impreso bajo la forma de cruz en la crea-
ción»16, signo, no ya de maldición sino prueba de que el
hombre es mortal en vistas a nacer hijo de Dios. En ninguna
parte como en la muerte, es tan flagrante la diferencia entre
el más-acá y el más-allá, entre el hombre en su visibilidad
y en su misterio.

15. En los Hechos de los apóstoles, Pedro definió claramente el


papel de los hombres y el de Dios en la muerte de Jesús: los primeros
condenan, Dios glorifica: (2, 23s.36; 3, 14s; 4, 10).
16. Adv. Haer. V, 18, 3.
Jesús murió por todos: a los hombres que nacen para mo-
rir, les hace vencer junto con él, a una muerte que es el na-
cimiento a la eterna vida filial. .
Por ellos mismos no lo lograrían. Reducido, en la muerte,
al punto cero de mi ser, ¿podría atravesar yo la distancia que
me separa de una existencia de plenitud? Sería necesario que
en este instante, dondequiera que yo hubiera llegado, el
Creador me retornara por entero. No siendo ya nada por mí
mismo, no pudiendo nada, no sabría ni abrirme a su acción
creadora. Tanto menos si, a menudo durante mi vida, hubie-
ra opuesto mi rechazo a su paternidad. Así pues, Jesús mi
salvador, jtómame en ti, en tu morir hacia el Padre!
Jesús «murió y resucitó por nosotros» (2 Cor 5, 15), para
salvamos de una muerte destructora, haciendo de ella una
entrada en la vida filial. El dijo: «Yo soy la puerta» del redil
(Jn 10, 7). El dijo: «Yo soy el camino ... nadie va al Padre
sino por mí» (Jn 14, 6). Ya en el bautismo, ha venido al en-
cuentro del hombre -«hemos sido bautizados en Cristo Je-
SÚS»17_ introduciéndole en su muerte glorificantel8• Lo
mismo en la vida cotidiana, «la muerte (de Jesús) está ac-
tuando en nosotros» (2 Cor 4, 10.12). Según esto, es el mo-
mento de ponerse en camino por las buenas, en esta ruta,
y de pasar por esta puerta: ¡he aquí la muerte! El es fiel,
aquel cuya misión es encontrar al hombre, ser «el que vie-
ne» (Mt 11, 3) Y el que hace pasar de este mundo al Padre.
Viene al encuentro «haciendo venir a él»19.No abandona
su misterio de muerte y resurrección, encuentra atrayendo

17. Rom 6,3; Gá13, 27. Bautizados en un solo cuerpo, el de Cristo


(1 Cor 12, 13-27).
18. Rom 6, 3-10; Col 2, 11s.
19. Cf. supra, 21s.
hacia sí. Así es como ha venido durante la vida terrestre del
hombre: «Habéis sido llamados a la comunión de su Hijo»
en su día (1 Cor 1, 9). Los fieles son «santos por voca-
ción»20. De pie en la ribera de la eternidad, como en la ma-
ñana de la pesca milagrosa (Jn 21), Jesús viene al encuentro
del moribundo atrayéndole hacia sí. «Para mí es bueno morir
hacia Cristo JesÚs21».
La muerte física tiene causas físicas; pero en tanto que
es una realidad personal que concierne al hombre en su pro-
fundidad, su causa es Cristo. Es él el que hace pasar de este
mundo al Padre, llamando a sí: «Si creemos que Jesús ha
muerto y resucitado, del mismo modo, a los que han muerto
en Jesús, Dios los llevará con él» (1 Tes 4, l4?2. Jesús ha-
ce dormir al hombre en la muerte y lo despierta a la vida:
«Dichosos los que mueren en el Señor» (Ap 14, 13), aque-
llos que Cristo adormece en su muerte filial.
«¿Por qué tendría miedo de alguien a quien tanto amo?»,
se preguntaba Teresa de Lisieux23. Se puede tener miedo
de lo que precede pero no del instante de la muerte, a no
ser que no se ame al Señor: «¿Es que amamos al Señor
cuando dudamos de su venida24?». Como a Pedro que se
arriesga fuera de la barca, con peligro de su vida, Jesús dice
al hombre que sale de este mundo: «¡No tengas miedo, soy
yo!». Tiende la mano, atrae hacia él (cf. Mt 14,27-31).

20. Rom 1,7; 1 Cor 1, 2.


21. San Ignacio de Antioquía, Rom 6, 1.
22. Sin embargo esta traducción no es segura. Se podría puntuar el
texto de otra manera: «A los que han muerto, por Jesús Dios los llevará
en él». Con la Biblia de Jerusalén, la traducción de Osty, el comentario
de B. Rigaux, creo un deber dar preferencia a la traducción realizada
más arriba.
23. Santa Teresa de Lisieux, Derniers entretiens, en Oeuvres comple-
tes, Paris 1992, 1026.
24. San Agustin, En. in Ps 95, 14: CCL 39, 1353.
¿Cómo atrae a sí? La parusía (la venida de Cristo) es
epifánica: viene llamando, llama revelándose25• ¿De qué
forma se revela? ¿quién sabría decido? Pero es muy cierto
que atrae: con la luz de su parusía.

Cristo viene al encuentro como salvador. Viene en el ins-


tante de la realización de la salvación: en su muerte en la
que es glorificado. Al término de su existencia, el hombre
es encontrado por el Señor al término de la suya: un encuen-
tro de las dos partes en la muerte, para que el hombre no
sea más que uno con Cristo en su morir hacia el Padre.
Aparentemente, el hombre muere solo: nadie, ni el amigo
más íntimo puede morir con él. Pero sin embargo le es con-
cedida la gracia de la intimidad más inconcebible, la de un
mismo morir con su Señor. «Es doctrina segura: si morimos
con él, también viviremos con él» (2 Tim 2, 11).
Morir-con, en una comunión de muerte con Cristo. El
cristiano comienza a aprenderlo desde el bautismo, en el que
llega a ser un mismo ser con él, al compartir su muerte26•
Celebra la eucaristía, viático de la buena muerte, y llega a
ser un mismo cuerpo (l Cor 10, 17) con aquel que le es
dado como «cuerpo entregado». Durante toda la vida, «la
muerte (de Jesús) hace su obra en nosotros» (2 Cor 4, 12).
El cristiano se prepara así a la comunión suprema, en la que
se abismará en la muerte infinita de Cristo.
¿Es posible morir la muerte de otro, la de Jesús? La
muerte para cada uno es personal, la de Jesús le es personal.
La muerte naturalmente no se puede compartir. Pero Jesús
es un hombre Hijo de Dios, su muerte es divina, inmensa,
un río universal capaz de arrastrar hacia Dios a todos los
seres-para-la-muerte, que son los hombres. El morir de Jesús

25. Cf. supra, 22ss.


26. Rom 6, 3-8; Col 2, lls.
hacia el Padre, el movimiento que le lleva hacia el Padre,
es el movimiento, totalmente encarnado, del Verbo que va
hacia el Padre, en la potencia eterna del Espíritu: «Se ofreció
en un Espíritu eterno» (Heb 9, 14).
En esta muerte ilimitada, Cristo es todo acogida. Ya que
el Espíritu en el que se entrega al Padre es fuerza divina de
apertura y de comunión. Jesús es un ser universal en lo que
tiene de más personal, en su morir hacia el Padre, Hijo de
Dios por nosotros: realiza en sí toda muerte, muere cada
muerte en la suya27• Así es como muere por todos, así es
su salvador: dándoles morir en él y con él. «La muerte ha
sido absorbida en la victoria» (l Cor 15, 54), en la muerte
victoriosa del Hijo que está en Dios (cf. Jn 1, 2.18).
Sólo le queda al hombre dejarse asir por esta muerte. Se
le da la gracia de prepararse a ello en la tierra. Día a día el
cristiano consiente a su bautismo que le ha hecho «morir
con»: «La muerte de Jesús actúa en nosotros» (2 Cor 4, 12).
El último bautismo en Cristo, llegará en el último encuentro,
en el que podrá consentir plenamente, dejándose morir con
él hacia el Padre.
«¡Dichosos los muertos que mueren en el Señor!» (Ap
14, 13). ¿Hay mayor dicha que comulgar con Cristo en una
misma muerte? La dicha nace de la comunión con otro. No
hay unión más íntima que este único morir en el que los dos
son uno, en lo que tienen de más personal. El otro con el
que el hombre entra en tal comunión es Jesús, el Hijo de
Dios, engendrado en su muerte. El cielo empieza en este
momento: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).
«La noche en que fue entregado» (l Cor 11, 23), Jesús
instituyó el sacramento del bien-morir. El Apóstol comenta
así las palabras de la institución eucarística: «Cada vez que

27. P. Emmanuel, Laface humaine, París 1965,259: « ..• A la hora


en que el hombre-Dios se encarga él solo de realizar toda la muerte, de
morir cada muerte en la suya».
coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muer-
te del Señor» (I Cor II, 26). Se anuncia también nuestra
muerte. La eucaristía es el sacramento de la parusía de Jesús
en el interior de la Iglesia, en vistas a la.comunión con él,
en su muerte y su resurrección. Es el viático que suministra
el alimento para el camino. Además prefigura y anticipa el
último encuentro de comunión con Cristo: se morirá de for-
ma eucarística. La comunión eucarística es esta muerte ya
vivida, a la que nos preparamos durante toda la vida.
Santa Teresa de Lisieux recibió el don de mirar el más-
allá con una agudeza extraordinaria. A sus hermanas que se
preguntaban cuál podría ser la fiesta litúrgica más oportuna
para su muerte, les respondió: «El día de mi muerte será
para mí el más grande de todos los días de fiesta»28.
«El destino del hombre es morir una sola vez. Y después
de la muerte, el juicio» (Heb 9, 27). Una perspectiva así
parece temible, pues ante el Dios de santidad, el hombre
que se conoce se sabe pecador.

Peto ¿cuál es la justicia que le espera? Entre nosotros


un juez pronuncia condenas, a veces fuera de lugar, hacién-
donos ver que la justicia no puede ejercerse. La justicia
humana se ejerce la mayoría de las veces condenando. La
de Dios es trascendente y por tanto diferente de la justicia
humana. Puede incluso ser lo contrario. Proclamándose juez
(ln 9, 39), Jesús declara: «Dios no envió a su Hijo al mun-
do para condenar al mundo sino para que el mundo se salve
por él» (ln 3, 17). Dios ha nombrado juez de vivos y muer-
tos a Cristo resucitado (Hech 10,42). Pues bien, este Cristo
«fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nues-
tra justificación» (Rom 4, 25): j Se trata de un juez muerto
para expiar nuestros pecados y que juzga salvando! Dios
pone en sus manos el juicio «porque es el Hijo del hombre»
(In 5, 27), el salvador. No tiene que reconocer ningún no-
ha-lugar, «porque todos pecaron» (Rom 3, 23); no condena,
«todos son salvados» por la justicia de Dios en Jesucristo,
con tal de que acojan su salvación (Rom 3, 24).
Una justicia así es enormemente deseable y no produce
miedo sino esperanza: «Aguardamos firmemente la salva-
ción esperada» (cf. Tit 2, 13).
Ya en la primera alianza el Dios justo se presenta como
un Dios salvador: «Yo soy un Dios justo y salvador y no
hay ninguno más» (ls 45, 21); «Yo hago venir de repente
mi justicia, mi salvación como la luz» (ls 46, 13). Lajusti-
cia divina no es vengadora sino que es fuente de vida: «Yo
amo tus preceptos, por tu justicia dame vida» 1. Contrasta
con «la cólera de Dios»2: «la cólera de Yahvé soportaré
ya que ... él me sacará a la luz, y yo contemplaré su justi-
cia» (Miq 7, 9). El Dios santo es un Dios justo, fiel a su
alianza, atento al pobre y al perseguido, dispuesto a soco-
rrer al que le invoca. De esta manera él es justo: santidad,
justicia, fidelidad, voluntad de salvación, van juntas.
En la nueva alianza, tiempo de encarnación en que Dios
se interioriza en el hombre, esta justicia santa se realiza
comunicándose con él, salvándole. Es una justicia santifica-
dora y vivificante (Rom 1, 17). Según san Pablo, Dios ha-
bía dejado expandirse desde antiguo el pecado en el mundo,
pero ahora actúa con fuerza, derramando en él su santidad:
«Muestra en el tiempo presente su justicia afin de ser jus-
to, justificando a quien vive de la fe en Jesús» (Rom 3, 26).
Una justicia así no depende de ella misma ni de la acogi-
da que se le preste. Es trascendente. No tributaria de mérito
ni de pecado: no se ejerce ni en una recompensa que el
hombre podría reivindicar como algo debido, ni en el casti-

1. Sal 119,40.106.123.
2. En relación a «la cólera de Dios», cf. infra, 71s.
go merecido por el pecado. Es gratuita, soberana, salvadora.
Se comunica, hace justicia. Es verdad, aquel que rechace
esta justicia que no condena, se encontrará condenado por-
que se situará fuera de la justicia.

Antiguamente la predicación y la teología hablaban de


un juicio particular que Cristo ejerce en cada hombre en el
momento de la muerte. Actualmente apenas se habla ya de
él, por no conocerse más que el juicio final, afirmado con
fuerza en la Escritura3• No obstante Jesús ha llegado a ser
en persona el juicio de Dios. Es la justicia divina en su
advenimiento. «He venido para un juicio» (In 9, 39). En-
contrándose con el hombre que muere, le juzga en este mis-
mo encuentro.
Pero un encuentro con el Señor es salvífico, el juicio
emitido es de salvación: «Se ha hecho para nosotros ... sal-
vación» (l Cor 1, 30). «Resucitado para nuestra justifica-
ción» (Rom 4, 25), juzga salvando por la fuerza de su resu-
rrección.
Por tanto i que el hombre de buena voluntad se tranquili-
ce! Será juzgado en el encuentro de comunión con el Cor-
dero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29).
¿Cómo temer un juicio de quien es el abogado del hombre,
que ha muerto por él para que nadie sea condenado? Juzga
al moribundo purificándole con su sangre.
La Escritura exhorta al temor del Señor. El verdadero
temor se enseña en la escuela de la cruz. Consiste en no
rechazar la misericordiosa santidad de Dios, en ofrecerse
a la salvación que Dios nos da en Cristo. En esta escuela,

3. Esto es olvidar que el juicio final se ejerce desde ahora (In 5, 21-
27; 12,31; 2 Tes 1,5; I Pe 4,17). San Jerónimo, In Joelem, 2: PL 25,
965B: «El día del Señor, es el juicio así como el día en el que cada uno
deja su cuerpo. Lo que llegará a ser para todos el día del juicio, se cumple
en cada uno el día de su muerte».
«temer al Señor» se traduce por «pon tu esperanza en
Dios».

La Iglesia enseña que después de la vida terrestre será


concedida al hombre una gran gracia que le permite entrar
santamente en comunión con el Dios santo: la gracia miseri-
cordiosa del purgatorio.
Si es verdad que la justicia ejercida por Cristo en el en-
cuentro con el hombre es salvadora, se puede pensar que
«el juicio particular» y «el purgatorio» constituyen una sola
y misma realidad.
San Pablo describe el juicio que sufrirán los ministros
de la palabra de Dios; será semejante a un fuego que ellos
mismos y sus obras tendrán que atravesar: «Nadie puede
poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo. Y si uno
construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras pre-
ciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al
descubierto; la manifestará el día, que ha de manifestarse
por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la proba-
rá el fuego. Si la obra de uno, construida sobre el cimiento,
resiste, recibirá la recompensa. Mas aquel cuya obra quede
abrasada sufrirá el daño. El, no obstante, quedará a salvo,
pero como quien pasa a través del fuego» (l Cor 3, 11-15).
Los teólogos han visto en este texto una prueba de la
Escritura sobre la doctrina del purgatorio. Los exegetas lo
interpretan sobre el juicio final; tienen razón. Pero los teó-
logos tampoco se equivocan. Porque es lícito trasladar al
instante de la muerte, guardando las proporciones, lo que
la Escritura dice del día del Señor. El juicio final es pro-
nunciado por Dios en la muerte y la resurrección de Cristo
(cf. Jn 12, 31); se realiza en el hombre cada vez que se
encuentra con Cristo. La sentencia pronunciada no es ver-
bal, es un fuego, una sentencia que realiza la justicia. Según
esto, esta justicia es la de un juez venido para salvar, una
justicia purificadora, santificante, que condena las escorias
eliminándolas. Desde ahí ¿se puede distinguir el fuego del
juicio particular de lo que se llama el fuego del purgato-
ri04?
Antiguamente uno se llegaba a interrogar: «¿Dónde se
encuentra el purgatorio, suponiendo que el cielo esté en lo
alto y el infierno en las profundidades?». Se pensaba que
se situaba entre los dos5• Pero el purgatorio no es un espa-
cio. Se entra en él por la comunión con Cristo, es él el cri-
sol de la purificación del mundo. Ya aquí, los creyentes
lavan y blanquean sus túnicas en la púrpura de la sangre
del Cordero6• Los difuntos son «purificados por la pascua
de Jesús»?; acaban de revestirse de Cristo y de su santidad,
de la que comenzaron a revestirse (Gál 3, 27) en la purifi-
cación bautismal (l Cor 6', 11). Jesús hecho ... santificación
y redención (l Cor 1, 30) es el mediador de toda purifica-
ción, es el purgatorio del hombre en su muerte.
El fuego del purgatorio no es otro que el Espíritu de
Cristo muerto y resucitado. Porque el Espíritu es en persona
la santa justicia de Dios; por él Dios ejerce la justicia. Juan
el precursor había anunciado al juez que «bautizará en el
Espíritu y el fuego» (Mt 3, 11 par). Jesús que «se ha ofre-
cido a Dios bajo la acción del Espí¡jtu eterno» (Heb 9, 14),
acoge a los hombres en su propio morir, los introduce en
el movimiento del Espíritu en el que muere vuelto al Padre.
4. Para esta identificación del juicio particular y del purgatorio, cf.
G. Martelet, L'au-deliJ retrouvé, París 1975, 142; J. Ratzinger, La mort
et l'au-deliJ, París 1979,247-249.
5. ef. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica. Suppl. 69, a. 8.
6. Ap 7, 14; tf. Rom 5, 9; Heb 9, 14; 13, 12; l Jn 1,7.
7. Oración después de la comunión, de la misa del 2 de noviembre.
Los purifica en su pascua, en el dinamismo santificador del
Espíritu en el que él mismo es santificado (cf. In 17, 19),
en el que élfuejustificado (l Tim 3,16), es decir, colmado
de la justicia (santidad) divina; en el que él ha resucitado
(Rom 8, 11) para nuestra justificación (Rom 4, 25). Es
bueno caer en el momento de la muerte en ese fuego: él
purifica, hace subir hacia Dios. Es fuego de amor que Dios
derrama en los corazones. Muriendo, el hombre entra en un
crisol de amorización, de total des apropiación y donación
de sí, en comunión con Cristo que por la muerte vuelve al
Padre que es amor (l In 4, 8)8.
Ya sabemos cuál es el lugar y qué es el fuego: Cristo
es el lugar de la purificación y el Espíritu es el fuego. Pero
¿dónde situar el purgatorio, desde el punto de vista del
hombre, durante su existencia? Algunos lo sitúan después
de la vida terrestre. Pero ¿será después de la muerte?
Cristo es el mediador de la justicia purificadora por su
pascua; por su muerte el hombre entra en comunión con
Cristo en su pascua; es pues en la muerte misma cuando
el hombre es purificado en Cristo y en el Espíritu santo. La
muerte es el fin de la existencia del hombre. Ahí se sella
su destino. Después de ella ya no hay regiones que atrave-
sar para entrar en la vida eterna: «Si morimos con él, vivi-
remos con él» (2 Tim 2, 11). El paso se realiza en la muer-
te. El hombre es purificado en la última comunión pascual,
en una misma muerte con Cristo. Así, en el bautismo, los
pecados son perdonados por la comunión en la muerte de

8. Santa Teresa de Lisieux sabía que Cristo es el purgatorio y que


su fuego es el amor. Cf. Poésie 23, en Oeuvres completes, Paris 1992,
691:
«Para poder contemplar tu gloria,
Es necesario, lo sé, pasar por el fuego.
y yo escogí para mi purgatorio
tu amor ardiente, ¡oh corazón de mi Dios!».
Cristo (cf. Rom 6, lOs). En la muerte, el hombre se sitúa
fuera del tiempo terrestre; su purificación no se mide por
horas ni por días, sino por la distancia que le separa de la
santidad del Reino, por el grado de la purificación necesaria
en el momento de la muerte9• •
Parece que el hombre debe cooperar a su purificación
y consentir en ella por su libertad 10. Sin conversión, es de-
cir, sin acogida dada a la gracia, no hay remisión de los
pecados, ni purificación del corazón. Porque el pecado que
se tiene que perdonar, las imperfecciones que se tienen que
corregir no son manchas que bastaría borrar: afectan a la
persona y son eliminadas por la conversión del corazón. El
hombre deja de ser pecador cuando consiente a la gracia
que le purifica.
Hay un sacramento que, entre nosotros, hace la función
del purgatorio y prepara para la muerte: el de la penitencia.
El perdón de los pecados se concede bajo la forma de la
gracia de la conversión; el hombre es purificado de su peca-
do acogiendo la gracia que le hace justo.
En su muerte, el hombre se deja abrir al don de Dios.
Es el momento cumbre del mérito, de este mérito que una

9. Situando el purgatorio en la muerte misma, emito una opinión.


Es compartida por otros. No contradice la práctica católica de la oración
por los difuntos después de la muerte (cf. infra, 42-43). Aporta una res-
puesta a las objeciones hechas a la enseñanza de la Iglesia sobre la exis-
tencia del purgatorio.
10. Según una teología de tipo jurídico, en otro tiempo muy extendi-
da, la justicia de Dios se ejerce en el hombre pecador exigiéndole «me-
diante las penas apropiadas», una satisfacción (es decir, una reparación)
de la ofensa hecha a Dios, pena eterna por el pecado mortal, penas tempo-
rales por los pecados veniales. El purgatorio se ve como un tiempo en
el que· el hombre se somete a las penas temporales merecidas por sus
faltas y que no había sufrido en la tierra. En esta visión de las cosas al
hombre no le corresponde dejarse purificar y consentir ser purificado, sino
sufrir penas pasivamente.
joven cristiana con intuiciones geniales definió así: «Mere-
cer consiste ... en recibir, en amar mucho»l1.

Cristo, que es el lugar de la purificación, es también el


cielo en el que el Padre hace habitar a sus hijos. «El nos
ha sentado en el cielo con Cristo Jesús» (Ef 2, 6). Es Espí-
ritu, fuego de amor y de purificación, es también la felici-
dad celeste, la de Cristo en su filialidad: «Se llenó de gozo
en el Espíritu santo, y dijo: 'Yo te bendigo, Padre ...'» (Lc
10, 21). «La alegría del Espíritu santo» es proverbial 12.
Cristo es a la vez el cielo y su puerta de entrada, el Espíritu
es a la vez la bienaventuranza celestial y la purificación que
hace gozada.
¡Feliz purgatorio! Lo que constituye la dicha celeste es
también la gracia que purifica, que introduce en la felicidad.
La purificación está en el encuentro con Cristo y la gracia
del Espíritu santo; el cielo consiste en vivir este encuentro
y esta gracia.
Pero cuán dolorosa es al mismo tiempo la purificación
por la naturaleza de esta dicha y por su intensidad. La mís-
tica «teóloga del purgatorio», santa Catalina de Génova,
habla de una «alegría enorme y de un sufrimiento extremo,
sin que una sea obstáculo para el otro»13. La belleza de

11. Santa Teresa de Lisieux, Lettre 142, en Oeuvres completes, Paris


1992,463.
12. Cf. infra, 84s.
13. «No creo que se pueda encontrar alegría comparable a la de un
alma del purgatorio exceptuando la de los santos que ya están en el
paraíso. Cada día se acrecienta esta alegría por la acción de Dios en estas
almas, acción que va creciendo, conforme se va consumiendo lo que
impide esta acción divina. Este impedimento es la herrumbre del pecado.
Dios se imprime con trazos ardientes para ser percibida
«con corazón transparente»14; el amor ahonda dolorosa-
mente el corazón que desea llenarse de él. Felicidad y sufri-
miento no se contradicen: el Espíritu es un fuego que puri-
fica dolorosamente y un agua viva que refresca. Consuela
al hombre purificándolo.
Sería mejor abrirse ya aquí a la gracia por una fidelidad
cotidiana. La muerte arrojaría al punto a tal hombre en los
brazos del Señor, por la potencia de la gracia a la que no
había puesto ningún obstáculo. No habría que «pasar por
el purgatorio». Teresa de Lisieux, entre otros, alimentaba
el deseo de la inmersión in[ediata en el infinito de Dios.
Pero la mayor parte de los h mbres no se entrenan con una
caridad intensa, que haga es alIar, en un instante, el corazón
a la acogida del don infini . Es necesario un suplemento
de gracia que la Iglesia implore para ellos y que la miseri-
cordia de Dios conceda.

Aparentemente nadie puede acompañar a otro en la


muerte, ni puede asistirle en ese instante. Podemos haber
sostenido la mano de un moribundo, se enfría en la nuestra
y él se nos escapa. De repente, entre él y nosotros se ha
establecido la distancia que separa y opone la vida en la
tierra y la muerte: fue a morir en la unión del tiempo y de

El fuego consume progresivamente esta herrumbre, y así el alma se expo-


ne cada vez más a la acción de Dios ... Esta herrumbre es consumida por
el fuego. Cuanto más se consume, más se expone el alma al verdadero
so1». Santa Catalina de Génova, Traité du purgatoire, 2, 4. En P. Debon-
gnie, Ste. Catherine de Cenes, Paris 1960, 203s.
14. La expresión es de G. Martelet, L'au-dela retrouvé, Paris 1975,
142.
la eternidad, que ya no es de la tierra ni de nuestro tiempo.
Para asistir a alguien en la muerte haría falta morir con él.
Haría falta morir su muerte, pues cada uno muere su propia
muerte.
Sin embargo la Iglesia debe velar por sus hijos que se
duermen en la muerte y asistirles en su paso. ¿No tiene la
responsabilidad de las almas en todas sus necesidades, en
su relación con Dios? Según esto, nunca tienen tanta nece-
sidad de ayuda como en esta última purificación. Todos los
grandes acontecimientos de la vida cristiana son celebrados
en la Iglesia, el bautismo, la eucaristía, el matrimonio, la
consagración al ministerio sacerdotal o a la vida religiosa ...
Así el acto más grande, la entrada definitiva en el Reino,
¿se realizará fuera de la Iglesia? Cristo en su muerte glori-
ficadora encuentra al hombre en su muerte. Ahora bien, la
Iglesia es la esposa de la que no se separa en ninguna de
sus actividades: unida a él, ella asiste a los hombres en su
muerte. En esta unión es la madre de los hombres, sobre
todo en su último nacimiento.
Está además el Espíritu santo, comunión divina (2 Cor
13, 13) que suprime las distancias y contradice las rupturas.
Se ha derramado en el corazón de los fieles; los «une unos
con otroS»15. Cuando uno de nuestros hermanos muere,
¿se romperá esta unión? ¿se quedará nuestra amistad en la
orilla, incapaz de acompañar al que pasa la muerte? Si es
así, la muerte tendría el poder de romper la unión del Espí-
ritu santo, sería más fuerte que la omnipotencia de Dios que
es el Espíritu santo.
Contra la muerte implacable Jesús es también el salvador
de nuestras amistades, el mediador de la comunión con
nuestros amigos hasta en la muerte, por la fuerza del Espíri-

15. Lumen gentium, 49: «Todos los que son de Cristo por poseer su
Espíritu, constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en él».
tu. Jesús invierte el sentido de la muerte de los hombres;
la más brutal de las rupturas llega a ser el instante de la
más íntima comunión posible. El Salvador permite unimos
a él en su encuentro con los hombres en su muerte, estar
unidos así en lo que ellos tienen de más personfll: en su
muerte. Nos hace capaces, ¡bendito sea!, de asistir a nues-
tros hermanos y a nuestras hermanas hasta y sobre todo en
el momento de su muerte, el de su última purificación.
La eucaristía nos da esta certeza. Se celebra por el difun-
to después del anuncio de su fallecimiento, a veces mucho
tiempo después. Sin embargo podemos asistirle en su muer-
te, pues estamos unidos a Cristo en la suya: «¡Tomad y
comed: éste es mi cuerpo entregado!». «Entrad en comu-
nión conmigo, donde yo estoy: en el corazón del mundo,
en la confluencia de todos los tiempos. Llegad a ser un
mismo cuerpo conmigo en mi muerte glorificadora, allí
donde yo encuentro al hombre en su muerte. La mano que
parece que se os ha escapado, ¡cogedla! Y conmigo, ¡ayu-
dad a vuestro hermano, a vuestra hermana, a pasar la muer-
te!». La eucaristía de los funerales es una concelebración:
Cristo y el difunto y sus amigos están reunidos en el miste-
rio de la muerte redentora, en favor del difunto.
La Iglesia es la asociada de Cristo, la esposa de la que
no se separa en ninguna de sus actividades, su compañía
en el encuentro con el hombre en su muerte. Jesús es el
Salvador de los hombres en su muerte; junto con la Iglesia,
su madre desde siempre. Su madre sobre todo en el último
nacimiento.
¿Dónde se encuentra el purgatorio? En Cristo, pero tam-
bién en la Iglesia unida a Cristo. El fuego del purgatorio
es el Espíritu santo que está en Cristo pero que es derrama-
do también en el corazón de los creyentes.
Según san Pablo, «los creyentes son quienes juzgarán al
mundo» (l Cor 6, 2). Cristo comparte con los suyos el jui-
cio que pronuncia sobre los difuntos, y que es de miseri-
cordia y de justificación. En el dolor causado por la muerte
del ser querido es importante no cerrarse en sí enfrentándo-
se a Dios sino permanecer fiel al amor de Dios y del ser
amado. Amando, la Iglesia es madre. Ella envuelve a sus
difuntos en los pliegues de la caridad en la que nacen al
cielo.
Puesto que su caridad es la del Espíritu de Dios que está
en el seno donde nace el Hijo y nacen los hijos de Dios.
El cristiano profesa: «Espero la resurrección de los muer-
tos y la vida del mundo futuro» 1. Muchos creen en una vida
después de la muerte; mucho más difícil es la fe en la resu-
rrección de los muertos. Jesús, el iniciador de laJe (Heb 12,
2), creía en ella (Mt 22, 23-32 par). San Pablo sitúa la resu-
rrección de los muertos en el centro de su mensaje: anuncia
a Jesús resucitado y declara también que su evangelio es el
de la resurrección de los muertos2• A sus ojos, la resurrec-
ción de Jesús es, ella sola, la de los muertos3• Esta es la

1. Símbolo niceno-constantinopolitano. Queremos señalar un docu-


mento publicado por la Comisión tea lógica internacional, Algunas cues-
tiones actuales concernientes a la escatología. Cf. Doc. Cath. 2069 (1993)
309-326. Buscando una opinión teológica reciente y bastante extendida
(cf. infra, nota 31), la Comisión, fiel a la Escritura ya la tradición, quiere
que se sitúe la resurrección de los muertos al final de los tiempos. El
lector constatará que el presente capítulo está totalmente de acuerdo con
esta enseñanza. Pero el documento se expresa según una antropología,
la del «alma separada», que no parece COlTesponder con el pensamiento
bíblico. Buscamos comprender la resurrección de los muertos en la fideli-
dad al modo de pensar de la Biblia, siendo la Escritura «como el alma
de la teología» (Dei Verbum, 24).
2. Rom 1,4, cf. supra, cap. 1, nota 13; Hech 23, 6; 24, 15.21.
3. En Rom 1, 4 es llamada la resurrección de los muertos.
consecuencia necesaria, contenida en la resurrección de Cris-
to: «Dios que ha resucitado al Señor, nos resucitará también
a nosotros con su poder»4. Negar la de los muertos es negar
la de Cristo: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo
resucitó» (l Cor 15, 13). Según esto, negar la de Jesús es
reducir a nada el evangelio de la salvación: «y si Cristo no
ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido ... seguís con vues-
tros pecados» (l Cor 15, 17).

La creencia en una vida de ultratumba supone una cierta


visión del hombre. La filosofía griega basaba esta creencia
en la distinción de dos sustancias de las que estaría com-
puesto el hombre: una material y, por tanto, corruptible, el
cuerpo; y otra inmaterial, por tanto incorruptible, el alma.
Esta no es afectada por la muerte, sobrevive, libre del cuer-
po, en el que había estado prisionera. Una inmortalidad así
es natural al hombre, no requiere ninguna intervención de
Dios. La creencia en la resurrección está fuera de esta con-
cepción del hombre.
La Escritura tiene una visión diferente. A sus ojos el
hombre constituye un todo indisociable5• Muere totalmente,
pero Dios, dueño de la vida y de la muerte, resucita a los
que sean juzgados dignos de la vida del más-allá (cf. Lc 20,
35). Jesús responde a los saduceos que negaban la resurrec-

4. 1 Cor 6, 14; Rom 8, 11; 2 Cor 4, 14.


5. La Escritura llega a hablar «de alma y de cuerpo», pero en un sen-
tido diferente al del lenguaje de la filosofía griega. El alma no designa
una sustancia espiritual diferente, sino al hombre en su profundidad: «El
alma corresponde a nuestro yo-mismo, como el corazón y la carne, pero
con un matiz de interioridad y de fuerza vital», X. Léon-Dufour, Alma,
en Vocabulario de teología bíblica, Barcelona 131985, 68-71.
ción: «El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de
Jacob ... no es un Dios de muertos sino de vivos; porque para
él todos están vivos» (Lc 20, 37-38).
Dios entró en diálogo con estos hombres: «Israel, mi sier-
vo, Jacob, mi elegido, descendencia de Abrahán mi ami-
gO»6. Los ha hecho copartícipes de una alianza de la que
nunca renegará. Viven por él, aunque sometidos a la ley de
la muerte.
Jesús es rotundo con respecto a sus discípulos: vivirán
y vivirán resucitados, porque son sus discípulos: «Esta es
la voluntad de mi Padre: que no se pierda ninguno de los
que él me ha dado, siqo que los resucite en el último día»
(Jn 6, 39). Lo que fundamenta su inmortalidad no es un ele-
mento del compuesto humano, un alma inmaterial, sino la
relación personal con Dios en Jesucristo: (Mis ovejas) «no
perecerán jamás, nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre,
que me las ha dado, supera a todos y nadie pued¡::arrancadas
de la mano de mi Padre» (Jn 10, 28s). El hombre está abo-
cado a la muerte. Sin embargo, es inmortal por su divina
resurrección. «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree
en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree
en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 25s). No morirá, no
porque una parte inmaterial de su ser escape a la muerte,
sino porque es discípulo de aquel que es la resurrección.
La afirmación paulina tiene el mismo sentido. El creyente
existe y vive en Cristo: «Sois en Cristo Jesús» (l Cor 1, 30),
«es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). Una vida así no
se diluye en la nada: «En la vida y en la muerte somos del
Señor» (Rom 14, 8). De ahí la extrañeza ante la negativa de
creer en la resurrección: «¡Y los que murieron con Cristo,
se han perdido!» (l Cor 15, 18). Esto es imposible, porque

6. Is 41, 8; cf. 2 Cr6n 20, 7; Sant 2, 23: (Abrahán) «fue llamado


amigo de Dios».
Cristo «murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos»
(Rom 14, 9). La inmortalidad es efecto de una alianza y,
tiene «un carácter dialogal» 7• Dios hace del hombre una
persona, un ser que pone en relación consigo. El ama a esta
criatura. Ahora bien, «amar a un ser, es decir: ¡tú no mori-
rás!» 8•
El fundamento de la inmortalidad no está pues en un alma
inmaterial sino en la persona humana que Dios llama a él.
Más profundamente, es en Cristo, en quien y hacia quien el
hombre es creado (Col 1, 16), con él está llamado a vivir
(l Cor 1, 9). Jesús era mortal, pero es una persona divina-
mente filial. En la muerte, «Dios lo ha resucitado según lo
que dice el salmo 2: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado
hoy» (Hech 13, 33). «No era posible que la muerte lo retu-
viera bajo su dominio» (Hech 2, 24), pues ella no podía im-
pedir a Dios ser el Padre que engendra a su Hijo. La inmor-
talidad de Jesús está en la relación personal que le une a su
Padre. Ese es también el fundamento de la inmortalidad del
hombre.

La muerte alcanza al hombre no sólo en un elemento de


su ser, en su cuerpo corruptible, sin afectar al alma inmate-
rial que, intacta, atravesaría la muerte: el hombre en su tota-
lidad es sometido a la ley de la muerte. No solamente tiene
un cuerpo, él es cuerpo, es una persona corporal. Porque
es una persona, Dios le concede vivir para él pasando por
7. J. Ratzinger, La mort et l'au-dela, Paris 1979,172: «La idea cris-
tiana de la inmortalidad procede esencialmente de la noción de Dios: tiene
un carácter dialoga!». Cf. ibid., 168-174.
8. G. Marce1, Le mystere de ['etre n. Foi et réalité, Paris 1951, 154.
Cf. J.-M. Aubert, Et apres. .. vie ou néant?, Paris 1991, 112.
la muerte; porque es una persona corporal le hace vivir cor-
poralmente a través de la muerte: le resucita.
El hombre sobrevive a la muerte gracias a Dios que le
llama a la vida. Según Jesús, el Dios de Abrahán, de Isaac
y de Jacob sería «un Dios de muertos y no de viyos», si no
hubiera resurrección (Mt 22, 32 par). Así es también la res-
puesta de Pablo a las dudas de los corintios: si los muertos
no resucitan, entonces «los que murieron con Cristo, se han
perdido» (1 Cor 15, 18) totalmente. Habrán aceptado muchas
renuncias, habrán puesto su esperanza en la vida eterna; si
no resucitan, han sido engañados: «Si nuestra esperanza en
Cristo acaba en esta vida (terrestre), somos los hombres más
desgraciados» (l Cor 15, 19; cf. 30-32).
Así pues, está ausente del pensamiento de Jesús y de Pa-
blo una supervivencia en tanto que alma separada: para
ellos, la vida del más-allá es la de la resurrección9•
Según la Biblia el hombre es un ser corporal, esencial-
mente. Es una persona, es decir, un ser en-sí y en-relación,
pero una persona corporal: justamente existe en él mismo
y en relación con Dios, con los otros y con el mundo, a tra-
vés de su cuerpo. Transformándose en un alma separada,
inmaterial, cambiaría de naturaleza, dejaría de ser verdadera-
mente la persona humana que ha sidolO, para adoptar el esta-
tuto de un ser angélico.

9. La afirmación de que el hombre muere totalmente y sobrevive


por la resurrección no tiene nada en común con la opinión actual de la
predicación protestante, según la cual el hombre cae en la nada por la
muerte y res urge por la resurrección al final de los tiempos. Esta opinión
se contradice con diversos textos de la Escritura y es contraria a la tradi-
ción católica.
10. Los teólogos que afirman una supervivencia bajo forma de alma
inmaterial separada, lo saben y dicen que el alma separada, por ser la de
un hombre, aspira por su naturaleza misma a reencotrar el cuerpo en la
resurrección final. Pero admitiendo un estado de alma separada, deben
reconocer con santo Tomás de Aquino, que este alma no es la persona que
Ciertamente se puede hablar de un «cuerpo» y de un «al-
ma» -«proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1,
46)- pero a la manera de la Biblia en la que el cuerpo de-
signa a todo el hombre, mientras que el alma designa, no
una parte del «compuesto humano», inmaterial y aislable,
sino al hombre en su profundidad, donde es más él mismo.
«Cuerpo y alma», las dos palabras hablan del hombre; «el
alma» expresa con más precisión lo que «constituye lo más
recóndito de su naturaleza humana»ll.
El hombre es creado en Cristo y subsiste en él (Col 1,
16s) que es un ser corporal y, como tal, es la imagen visible
de Dios (Col 1, 15). La plenitud de la divinidad habita cor-
poralmente en este Cristo (Col 2, 9). La buena noticia es la
resurrección de Jesús (Hech 13, 32s); atañe a los seres corpo-
rales, y es el anuncio de la resurrección de los muertos (Rom
1,4). El triunfo de Cristo sobre el mal es una victoria sobre
la muerte (l Cor 15,26), esta muerte que golpea a los seres
corporales. Estos pertenecen desde aquí al cuerpo de Cristo
(l Cor 6, 12-20), se alimentan del pan eucarístico, sacramen-
to del cuerpo de Cristo, y son salvados de la muerte: «Este
es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él
y no muera» (In 6, 50). El hombre se salva entrando en co-

fue tal hombre en la tierra: «Anima mea non est ego», «mi alma no es
idéntica a mí mismo», Super Ep. s. Pauli lectura 1, 411, Torino 1953. «A-
nima Petri non est Petrus», Summa Theologica 11-11,q. 83, a. 11, ad. 5.
«El alma no es más que una parte del hombre ... Así, ni la definición ni
el nombre de persona le convienen», Summa Theologica 1, q. 29, a. 1, ad.
5. Se podría pues hablar de un «medio-hombre», cf. el documento de la
Comisión teológÍCa internacional, p. 317. El santo del cielo sería pues un
ser deficiente con respecto a su existencia terrestre. Cf. referente a estas
cuestiones los excelentes artículos de Aug. Schmied, Theologie der Ge-
genwart 23 (1980) 50-55; 27 (1984) 221-230; 29 (1986) 238-245.
11. Cf. J. Ratzinger, La mort et l'au-dela, 170. J. M. Aubert, Et
apres ... vie ou néant?, 152: «El alma ... en la doctrina católica clásica,
designa el yo profundo, fuente de las decisiones y de la responsabilidad».
munión con la resurrección de Jesús: «...Habéis resucitado
con él» (Col 2, 12), «por pura gracia estáis salvados; nos ha
resucitado con Cristo Jesús» (Ef 2, Ss). Según esto, la resu-
rrección de Jesús es corporal. A través de sus años terrestres,
el creyente lleva ya una vida de resurrección que encontrará
su fin en la resurrección final (Rom 6, 3-10).
En todas estas afirmaciones, se presenta al hombre como
un ser corporal, santificado como tal en Cristo.
Aunque abocado a la muerte, permanece inmortal en tanto
que ser corporal, porque lleva en sí el germen de su resu-
rrección corporal. No se distinguirá pues en él un cuerpo
corruptible abocado a la muerte y una sustancia espiritual
destinada a sobrevivir bajo la forma de alma separada. Se
reconocerá más bien en él, un más-acá aparente y un más-
allá profundo. El hombre muere como ser corporal y sobre-
vive como ser corporal, de otra manera. La muerte le despo-
ja de lo que acertadamente se llama «el despojo terrestre»
y, sin aniquilarle, le confiere de parte de Dios una nueva
forma de existir como persona corporal. Esta transformación
es iniciada ya desde ahora: «Aun cuando nuestro hombre ex-
terior se va desmoronando, el hombre interior se va renovan-
do de día en día» (2 Cor 4, 16).
«Quizás podríamos decir que la muerte es para nosotros
lo que para la oruga o la crisálida es convertirse en maripo-
sa. La mariposa es distinta de la crisálida, es la misma pero
transformada ya que sólo abandonó el capullo ... Esto no es
más que una metáfora: en la muda del insecto, una forma
sensible sucede a otra forma sensible, mientras que en el
caso del hombre muerto y resucitado, desaparece toda forma
sensible12•

12. P. Masset, Immortalité de l'ame, résurrection des corps, appro-


ches philosophiques: NRT 105 (1983) 337. El autor remite a M. Blonde1,
La philosophie ell'Esprit chrétien 1, Paris 1994,285.
En el mundo lleno de misterio, «el hombre ese desconoci-
do»13 es sin duda el misterio más grande, él que, más que
ninguna criatura ha sido formado a imagen del Dios de los
misterios14• Se comprende a partir del más-allá de este
mundo, a partir del cual y hacia el cual es creado: Cristo,
imagen de Dios por excelencia (Col 1, 15). Se comprende
a partir de su futuro, es decir, de su resurrección futura en
Jesucristo1s. Las raíces están en el hombre nuevo, Cristo
resucitado, del que comienza a vivir ya aquí, para llegar a
ser plenamente un hombre nuevo (Ef 4, 24), por la comu-
nión con Cristo resucitado. Su futuro revela lo que empieza
a ser: «Es en su vocación divina como el hombre aprende
a conocerse a sí mismo»16. Comienza a ser este cuerpo es-
piritual que llegará a ser en la resurrección final (l Cor 15,
45), donde aparecerá como un ser corporal plenamente per-
sonalizado 17.
La acción creadora de Dios actúa en la continuidad y
no a tirones: la resurrección final no será una novedad abso-
luta sino la cima de la creación hacia la que el hombre fue
creado desde el principio. Por su llamada creadora es una
persona corporal destinada a llegar a seda en plenitud. El
cristiano sabe que gracias al bautismo se integra con toda

13. Según el título del libro de Alexis Carre!.


14. «Dios ... hizo al hombre a su imagen. El hombre, como dice la
tradición cristiana, está hecho a imagen de Dios incomprensible por el
fondo incomprensible de sí mismo». H. de Lubac, Sur les chemins de
Dieu, Paris 1983, 13. Cf. P. Valadier, Dieu présent. Une entrée dans la
théologie du cardinal de Lubac: RSR 80 (1992) 345-358.
15. Se puede evocar aquí esta intuición de Novalis, Blütenstaub, 18.
Petits Ecrits, Paris 1947,37: «¿Como comprenderá un hombre algo cuyo
germen no lleve en sí? Lo que estoy destinado a comprender debe desa-
rrollarse orgánicamente en mí».
16. H. de Lubac, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal,
Salamanca 1974,221.
17. Cf. in/ra, 61-62.
su profundidad en el mundo de la resurrección. Pero esta
vida gloriosa está todavía oculta con Cristo hasta el día de
la manifestación de Cristo (Col 3, 3s). Comulgando en el
cuerpo de Cristo, se hace desde ahora un solo espíritu con
él, es decir, un cuerpo espiritual (l Cor 16, 16s)~ Aunque
en sus apariencias terrenales -su más-acá- el hombre esté
abocado a la muerte, san Ireneo dice que el cuerpo del cris-
tiano es incorruptible: «Lo mismo que el pan que procede
de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios,
ya no es un pan corriente sino la eucaristía, constituida por
dos elementos, uno de la tierra y otro celeste; lo mismo
nuestros cuerpos, que participan de la eucaristía ya no son
corruptibles, puesto que tienen la esperanza de la resurrec-
ción»18. El cristiano ya es cuerpo incorruptible, cuerpo es-
piritual (l Cor 15, 42-44), en la profundidad de su ser.
La semilla de la resurrección está sembrada en él, él es
semilla de resurrección-en-Ia-muerte. La semilla toma fuerza
durante su vida terrestre hasta el día en que el grano estalle
en su plenitud, por el poder de la resurrección de Jesús (Flp
3, 21). Pues el cristiano vive en Cristo (Gál 2, 20), que es
la semilla universal de la resurrección-en-la-muerte.
¿Quién sondeará el misterio del hombre, ese desconocido?
Los padres dan la vida al hijo según las leyes biológicas,
pero es Dios quien le personaliza. Por llamada creadora, él
le hace una persona corporal destinada a la eterna vida fi-
lial19. La muerte le implica por entero pero no le aniquila:
«La vida no termina, se transforma»2o. Ya que el hombre

18. Adv. haer. 4, 18, 5. Según Ignacio de Antioquía, la eucaristía es


«remedio de inmortalidad, antídoto para no morir» (lgnEf 20, 2).
19. La Iglesia enseña que es Dios quien crea el «alma» del niño. Cf.
DS 190, 360, 685, 3896. Pero esta «alma» no se puede comprender al
estilo de Platón, como una sustancia inmaterial que la muerte liberaría
de su envoltura corporal.
20. Prefacio de la liturgia de difuntos.
está destinado desde la creación a vivir en la comunión de
Cristo resucitad021.

San Pablo da a la glorificación de Jesús el nombre de


resurrección de los muertos (Rom 1, 4)22. Su resurrección
no es solamente la primera etapa de una historia que se ter~
minaría en la resurrección final: es esta misma resurrección,
la intervención decisiva y final en favor de los hombres. No
tendrá que añadirse nada más que la multitud de los que
serán asumidos en esta única acción resucitadora: se benefi-
ciarán de ésta en su comunión con Cristo al que el Padre
resucita. La resurrección de Jesús es plenitud final y fuente
universal: «Es en Cristo en quien habita corporalmente la
plenitud de la divinidad, y por él, habéis obtenido vuestra
plenitud» (Col 2, 9s). Jesús es en persona la resurrección:
«Yo soy la resurrección»23 (Jn 11, 25).
Dios se reviste de todo su poder en favor de la humani-
dad en la resurrección de su Hijo; parece imposible que haga
una obra tan grandiosa, ya que la resurrección de Jesús es
el misterio del eterno engendramiento, realizado en el mundo
-«Yo te he engendrado hoy» (Hech 13,33)-, misterio de
plenitud divina (Col 2, 9), en el que Dios es Dios.

21. R. Guardini, Les fins dernieres, Paris 1951, 101s: «Cuando en


el momento de la muerte, el alma se separa del cu~rpo, no se despoja,
simplemente, de todo lo que hace relación al cuerpo, rechazándolo fuera
de sí. No se convierte en un ángel, sino que permanece un alma de hom-
bre, y como tal lleva el cuerpo en sí misma.
22. Cf. cap. 1, nota 13.
23. Esta fe se expresa en el relato de Mt 27, 52s, según el cual <<los
santos» salen de llls tumbas cuando Jesús muere y resucita. Este texto es
de naturaleza teológica. Sería incoherente, parece, si hubiera que compren-
derlo como un testimonio histórico: ¡<<lossantos» resucitan en el momento
de la muerte de Jesús, y salen de la tumba después de su resurrección!
Su acción resucitadora no la reitera Dios infinitamente:
engendra a su Unico en la gloria y reúne a la multitud en
el hoy eterno del único engendramiento. Jesús, es Hijo-de-
Dios-por-nosotros, resucitado por nosotros (2 Cor 5, 15),
nuestro en su resurrección, nuestro en su filiación. Los hom-
bres resucitan hijos de Dios por lafuerza de su resurrección
(Flp 3, 10), que les está destinada.
La resurrección de los muertos es pues la obra de Dios
en su paternidad con respecto a Jesús. Es la obra del Espíritu
en cuyo poder el Padre engendra a su Hijo: «Vivificará tam-
bién vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu ...»
(Rom 8, 11). Forma parte del misterio filial que, en la pas-
cua de Jesús, llega a su cumbre y se extiende por el mundo:
«Aguardamos la plena condición de hijos, la redención de
nuestro cuerpo» (Rom 8, 23).
¡Misteriosa resurrección de los muertos! No es sólo efecto
de una omnipotencia capaz de resucitar muertos: es una obra
trinitaria, el efecto del poder paternal de Dios en su Hijo,
el misterio filial de Jesús propagándose por la humanidad,
por la acción del Espíritu santo en el que el Padre engendra
a su Hijo e incorpora a los hombre en él (cf. 1 Cor 12, 13).

Cuando se entiende al hombre como un ser compuesto


de dos sustancias separables, una material y corruptible, otra
espiritual e inmortal, la resurrección de los muertos es el
esfuerzo de una acción divina que no interviene más que al
final de los tiempos, sin preparación y sin antecedente.
Además la muerte se presenta como una realidad pura-
mente negativa: una rotura del compuesto humano, que no
deja subsistir más que a uno de los dos elementos, rotura
que Dios reparará al final de los tiempos. La muerte com-
prendida así no sería, pues, más que un mal. No tendría rela-
ción con la resurrección, y sin semejanza con la muerte glo-
rificadora de Jesús, de la que él dijo que muere para resuci-
tar: «Yo doy mi vida para recobrarla de nuevo» (Jn 10, 17).
Después de su nacimiento, Jesús está destinado a la resu-
rrección: por su nacimiento es a la vez mortal e Hijo de
Dios por la fuerza del Espíritu (Lc 1, 35). Su ser es ascen-
sional: sube al Padre, que le engendrará hasta la plenitud
filial (Hech 13, 33) por la fuerza del Espíritu (Rom 8, 11).
«Todo trabajaba para su resurrección»24.
La resurrección de los muertos es la cumbre de la larga
subida de la humanidad hacia la salvación. La muerte, lejos
de no ser más que un mal, juega un papel positivo en el plan
de Dios tal como se revela en la pascua de Jesús: está al
servicio de la resurrección, destinada a introducir a todo el
hombre en su más-allá.
La resurrección está inscrita en la naturaleza del hombre
tanto como la muerte. Como la muerte, tiene su origen en
la creación de este ser corporal que es la persona humana,
a la vez abocada a la muerte y destinada a vivir para siem-
pre junto a Dios.
En efecto, Dios es esencialmente el Padre del Unico, él
crea en la relación con el Hij025, entra en alianza de pater-
nidad y de filiación con los hombres. El hombre que Dios
crea mortal no está destinado a perecer, porque un padre
engendra para hacer vivir. Si es creado mortal, es con vistas
a una vida eterna, parecida al grano de trigo que revive en
la muerte, parecida a la de Cristo que muere para resucitar.
El creador desde el origen «no es un Dios de muertos sino
de vivos» (Mc 12, 27), el Dios de la resurrección del hom-
bre mortal. Para este ser-para-la-muerte que es el hombre,

24. San Agustín, Serma Guelferb. XII, éd. G. Morin, p. 479.


25. Jn 1,3; 1 Cor 8, 6; Co11, 15-17.
la entrada en la existencia es, según el designio creador, el
principio de su devenir filial, el comienzo de su resurrec-
ción, junto con Cristo. La creación es la obra de la salva-
ción en su comienzo, la primera fase de la resurrección fi-
naz26. •
El bautismo es una etapa del proceso de resurrección en
la muerte. No santifica a un alma inmaterial27, sino al hom-
bre en su totalidad, con «el cuerpo lavado en agua pura»
(Heb 10,22). El creyente comienza desde entonces a formar
un solo cuerpo con Cristo en su resurrección (Col 2, 12),
está en camino hacia la resurrección final (Rom 6, 3-10).
A los ojos de san Pablo, el bautismo es la anticipación de
la justificación final, de esta justificación que se concluye
en la resurrección de los muertos28•
La eucaristía es pan de resurrección. Mientras que el bau-
tismo es un agua que purifica al hombre hasta su ser más
profundo, la eucaristía le alimenta en esta misma profundi-
dad. El que come este pan no morirá (Jn 6, 50): se ha inau-
gurado ya, más allá de las apariencias, la vida de resucita-
dos. El Espíritu santo, que se nos confiere ya en esta vida
(Rom 5,5), es el poder divino del engendramiento, en el que
Jesús resucita (Rom 8, 11) a su plenitud filial. Desde ese
momento el hombre está animado por la fuerza de la resu-

26. La teología ya no recurre a la separación, efectuada a menudo


en otro tiempo, de una obra de creación realizada fuera de Cristo, malo-
grada por Adán, y de una obra de reparación realizada por Cristo. La obra
de Dios es una, de creación y de redención a la vez. Ya el antiguo testa-
mento (sobre todo Isaías) considera el acto creador como obra de salva-
ción. Según el nuevo testamento el mundo es creado en el Hijo y en vista
a la salvación que está en él. Permítaseme remitir a mi obra Nuestro Pa-
dre, Dios en su misterio, Salamanca 21992.
27. A propósito de 1 Pe 1, 22: Habéis purificado vuestras almas, la
TüB (Traducción Ecuménica de la Biblia) anota: «Alma, en el sentido
bíblico tradicional del ser viviente, el hombre tota!».
28. Cf. infra, 69-70.
rrección (Rom 8, 11). El Espíritu que le habita no es sola-
mente una prenda que garantiza la resurrección futura, es
el anticipo de la liberación final (Ef 1, 14), de la redención
del cuerpo (Rom 8, 23). La promesa de la resurrección es
segura porque nos son dadas las arras del Espíritu29, el Es-
píritu de vida (Rom 8, 2) está en acción, la resurrección en
marcha.
La resurrección de los muertos «no es, pues, un aconteci-
miento súbito. No es como si hasta la muerte, el hombre no
fuera más que terrestre, y pasase de un salto, cuando vuelva
el Señor, a un orden espiritual y celeste ... Es en el bautismo
donde nace el hombre nuevo, y desde ese momento vive,
aunque velado todavía por el hombre viejo, en lo íntimo del
creyente30• La resurrección de Jesús se propaga, progresa
en los creyentes; «produce en ellos un inmenso e incalcu-
lable tesoro de gloria» (2 Cor 4, 17), en la simultaneidad de
una decadencia y de un crecimiento: «Aunque nuestra condi-
ción física se vaya desmoronando, nuestro interior se renue-
va de día en día» (2 Cor 4, 16); va «de gloria en gloria,
transfigurado por el Señor» (2 Cor 3, 18), hasta el día «en
que aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también nosotros
apareceremos, juntamente con él, en gloria» (cf. Col 3, 4).
Ya desde la tierra, el creyente participa de la riqueza de la
resurrección futura, como el fruto porta su semilla. La semi-
lla se desprenderá en el momento de la muerte: «Lo que tú
siembras no recibe vida si antes no muere» (l Cor 15, 36).
Los progresos del hombre interior no son efecto de leyes
físicas. En las realidades impersonales, el crecimiento es
debido a las fuerzas de la naturaleza; el hombre es una per-
sona que evoluciona en la libertad, bajo la accióh de la gra-
cia que le llama.

29. 2 Cor 1, 22; 5, 5.


30. R. Guardini, Les fins dernieres, 103s.
San Pablo confió inicialmente en un posible encuentro
con Cristo en el que, sin tener que morir, sería transformado
por é131• Pero he aquí que la muerte le ronda (2 Cor 1, 8-
10); constata que es incluso deseable (Flp 1,20-23), ya que
por ella entrará en plena comunión con Cristo en uña nueva
forma de existencia corporal: «Sabemos que, si se destruye
este nuestro tabernáculo terreno, tenemos un sólido edificio
construido por Dios, una casa que no ha sido levantada por
mano de hombre» (2 Cor 5, 1). El cuerpo, en su exterioridad
terrestre, mantiene al hombre en el exilio: «Sabemos que
mientras vivimos, estamos desterrados lejos del Señor». Por
eso «preferimos desterramos lejos del cuerpo y vivir junto
al Señor» (2 Cor 5, 6-8). En el momento en que el hábitat
terrestre se derrumbe, se nos ofrece otro celeste (2 Cor 5,
1): «Dios mismo nos creó para eso y como garantía nos dio
el Espíritu» (2 Cor 5,5), este Espíritu que es fuerza de resu-
rrección (Rom 8, 11).
Este texto es oscuro y claro a la vez en este punto: Pablo
no piensa en una supervivencia con el alma separada. Espera
ser revestido (2 Cor 5, 2s), desde la muerte, de una morada
celestial. Es decir, que desde la muerte, es franqueada una
etapa decisiva en el proceso de la resurrección. Ya en el
bautismo el creyente se ha revestido de Cristo (Gál 3, 27);
ha sido bautizado en un solo cuerpo, en el de Cristo (l Cor
12, 13-27), ha entrado en comunión de muerte y de resurrec-
ción con Cristo, de suerte que Pablo puede decir: «Cristo
vive en mí» (Gál 2, 20). La eucaristía refuerza la incorpo-
ración a Cristo (l Cor 10, 16s). Habiendo sido revestido de
Cristo, el creyente se reviste cada vez más de él (Rom 13,
14). Comienza a entrar en el Reino (Col!, 13) que «ni la
carne ni la sangre (el hombre en su existencia terrestre) pue-
den heredar» (l Cor 15,50). «Revestirse de Cristo», «reves-
tir la morada celeste», son imágenes que no pueden engañar:
no se trata de un revestimiento, el hombre es transformado
desde su profundidad, en la que Cristo vive en él (Gá12, 20)
Y es recreado en su verdad profunda.
Sin estar la resurrección en su estadio final, en la que san
Pablo no cesa de creer (cf. Rom 8, 11-23)32,una nueva vi-
da corporal se ha inaugurado a través de la muerte. Esta es
una ruptura con la vida terrestre, no un empobrecimiento del
hombre del que no subsistiría más que la mitad: un alma
inmaterial. La ruptura se efectúa en una superación, en la
que el hombre es más él mismo: «No muero, entro en la
vida ...»33.
La resurrección final será el efecto de la parusía de Cris-
to, de la fuerza que emana del encuentro fina¡34. Según es-
to, el hombre encontrado por él en la muerte, es sometido
desde ese momento al poder del Resucitado: como lo fue
ya, en la tierra, en cada uno de los encuentros con Cristo,
en el bautismo, en la eucaristía.

32. En los últimos decenios apareció una opinión teológica seductora,


según la cual la resurrección final se realiza en la muerte de cada hombre.
Este es el argumento: la supervivencia del hombre como alma separada
es inadmisible para una antropología que se diga seriamente bíblica.
Además, cada hombre entra por la muerte en la eternidad, puesto que
ningún tiempo le separa ya del fin de la historia. De esta manera los
difuntos, a partir de su muerte, se hacen contemporáneos unos de otros,
reunidos en la resurrección final y el juicio último
Ciertamente, la supervivencia del hombre como alma separada parece
inadmisible; se puede admitir una vida de resurrección que no es todavía
la del final. Si es verdad que el tiempo terrestre es sobrepasado por el
difunto, éste, sin embargo, no ha entrado en la eternidad absoluta. ¿Cómo
sería eterno a la manera de Dios, el que ha comenzado a ser? No es pues
impensable una duración celeste entre la muerte y la resurrección final.
Sigue siendo posible una última glorificación, al final de la historia.
33. Santa Teresa de Lisieux, Lettre 244, en Oeuvres completes, Paris
1992, 601.
34. Col 3, 4; 1 Tes 4, 16; 1 Jn 3, 2.
A pesar del pecado, el plan de Dios es creador, no avanza
escalonadamente, como si el hombre comenzara por ser crea-
do en su totalidad, después se resquebrajara .en la muerte,
para sobrevivir en una parte de sí mismo y finalmente ¡reen-
contrarse de nuevo por entero! El plan de Dios para el hom-
bre es creador. Es este un ser-para-la-muerte y muere hacia
su resurrección. Como Jesús que murió para resucitar (Jn
10, 17).
La Iglesia invoca a los santos del cielo. No se dirige a
ellos como a seres en los que no subsistiría más que la mi-
tad, faltos de un elemento esencial de su humanidad. Sino
que es a su persona, en la totalidad de su ser humano, a la
que se dirige la oración. En este punto, la Iglesia asimila su
invocación a la que presenta a la santa Madre de Cristo,
cuya glorificación es integral. Los demás santos todavía es-
peran la resurrección total; es a ellos, sin embargo, personas
verdaderamente humanas, a quienes la Iglesia venera. Según
esto, la fe y la oración están sometidas a una misma ley35.

Llegará el día del triunfo de Cristo, «el de su manifesta-


ción. Entonces será el fin» (l Cor 15, 23s). Desde los oríge-
nes la Iglesia cree en una manifestación de Cristo al final
de la historia, en la que se impondrá la fuerza de su resu-
rrección (Flp 3, 20s). «Cuando se manifieste seremos seme-
jantes a él» (l Jn 3, 2).
Pero, ¿cómo imaginarse la resurrección final? La Escritu-
ra habla frecuentemente con un lenguaje de imágenes que
35. Lex orandi, lex credendi: la ley de la oración establece la de la
fe. ef. DS 246. Si es verdad que «el alma de Pedro no es Pedro mismo»
y si la teología no debe contradecir la oración de la Iglesia, ¿se puede
hablar de la supervivencia de los santos como almas separadas?
no debe ser tomado a la letra. «El mismo, el Señor, a la voz
del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del
cielo; y los muertos en Cristo resucitarán» (I Tes 4, 16). A
veces habla en paradojas: «Llega la hora, y ya está aquí, en
que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que
hayan oído vivirán» (In 5, 25). La resurrección es futura
-«la hora vendrá, vivirán»- y se realiza «ahora». La para-
doja en la que dos contrarios se afirman, es una magera de
expresar el misterio que los conceptos no logran interpretar.
¿Quién dirá lo que la última intervención añadirá a la exis-
tencia celeste de la que ya se benefician los que han muerto
en Jesús? (I Tes 4, 14). La resurrección final constituye la
culminación de la obra de la creación: ¿quién puede imagi-
narse «lo que ni el ojo vio ni el oído oyó ... lo que Dios ha
preparado para los que le aman» (ICor 2, 9), lo que todavía
no ha ocurrido? «Aún no se ha manifestado lo que seremos»
(1 In 3, 2). Por tanto, ¿cómo imaginárselo?
La resurrección, aunque real desde la muerte, sin embargo
no está acabada todavía: «Aguardamos la dicha que espera-
mos, la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro»
(Tit 2, 13)
Para mí que estoy en la tierra, la resurrección de mis se-
res queridos no ha tenido lugar en su muerte. De ésta no he
percibido más que las apariencias, he visto en ella un mal.
Es necesario que me sean devueltos para que a mis ojos
estén resucitados.
Para ellos tampoco se ha completado la resurrección. Su
relación con los amigos de la tierra es imperfecta: Dios les
permite velar por ellos, pero en secreto .. La salvación de
estos amigos no se ha realizado todavía, salvación que es
también la suya gracias a la amistad que les une entre sí.
Además, esta amistad se extiende de ahora en adelante a
todos los hombres de la tierra, por el amor universal que en
el cielo ha invadido su corazón. Los mejores cristianos se
han sentido torturados en la tierra por el deseo de ver a toda
la humanidad salvada. Mientras este deseo no sea escuchado,
la alegría de la que habla Jn 16, 24, no es perfecta: «Aquel
día pediréis ... y recibiréis y vuestra alegría será perfeca»36.
Una santa moderna ha asegurado que su dicha no será com-
pleta hasta el último día: «Si Dios escucha mis deseos, mi
cielo lo pasaré en la tierra, hasta el fin del mundo. Sí, quiero
pasar mi cielo haciendo bien en la tierra. No puedo celebrar
una fiesta gozando, no quiero descansar mientras haya almas
que salvar ... Pero cuando el ángel diga 'el tiempo ha termi-
nado', entonces descansaré, podré gozar porque el número
de los elegidos estará completo»3?
Así pues, ni de un lado ni de otro, está establecida la
relación total entre el cielo y la tierra. Según esto la felici-
dad está en la relación. San Juan lo dice (1 Jn 1,3). La feli-
cidad de cada uno está condicionada a la de todos. La fiesta
del cielo no puede tocar a su fin mientras la construcción
del cielo esté inacabada: Juntos «estaremos siempre con el

36. «Tampoco los apóstoles han recibido todavía su alegría: aguardan


a que yo llegue y participe de ella. Como tampoco los santos que nos
dejan reciben inmediatamente la plena recompensa de sus méritos; nos
esperan también aunque tardemos o nos entretengamos. Porque no tienen
la alegría perfecta mientras se afligen con nuestros extravíos y lloran por
nuestros pecados. Este misterio (de la bienaventuranza perfecta) se guarda-
rá hasta el último día, y el juicio se aplazará hasta entonces. Porque hay
un solo cuerpo que aguarda a ser justificado; un solo cuerpo del que se
dice que resucitará en el día del juicio; porque aunque hay muchos miem-
bros, hay un solo cuerpo; el ojo no le puede decir a la mano 'no eres
necesaria'. Incluso si el ojo está sano y sin problemas de vista, desde el
momento en que otros miembros le faltan, ¿cuál será su alegría? .. Así
pues, tú tendrás la alegría cuando dejes esta vida, si has sido santo. Pero
tu alegría no será plena mientras le falte algún miembro a tu cuerpo».
Orígenes, Homilía 7 sobre el Levítico, 2: CCS (Baehrens), citado por H.
de Lubac, Catholicisme, Paris 71983, 358-360.
37. Santa Teresa de Lisieux, Derniers Entretiens, en Oeuvres comple-
tes, Paris 1992, 1050.
Señor» (1 Tes 4, 17); «quien resucitó al Señor Jesús, tam-
bién con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros»
(2 Cor 4, 14). Los santos del cielo esperan con impaciencia
que llegue el día (Ap 6, 9-11 )38.
No sólo la alegría de los santos no es perfecta mientras
el número esté incompleto, sino que su propia salvación está
inacabada. «Aguardamos la plena condición de hijos, la re-
dención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23). El hombre llegará
asu plena humanidad con la humanidad entera.
Mientras esperamos, el concierto celeste se prepara. La
asamblea se constituye poco a poco, se afinan los instrumen-
tos, ejercitándose en lo que corresponde a cada uno. Llegará
por fin el día en el que el director de orquesta se alce sobre
el mundo, en el que Cristo se manifieste tal cual es (cf. 1
Jn 3, 2), Y marque el comienzo de la sinfonía universal.

La Iglesia católica profesa que la madre de Cristo ha ac-


cedido, desde el final de su vida, a la plenitud de la salva-
ción, porque ha sido asociada a Cristo según la plenitud de
la gracia concedida a la Iglesia. Es su síntesis: el misterio
de la Iglesia, en toda su historia, se encuentra resumido y
personalizado en ella.
Desde el comienzo de la humanidad hubo una Iglesia del
Hijo de Dios, la de la primera alianza. Se describe en Ap
12, 1-5 como una mujer cuyo seno está sembrado desde los
orígenes por la promesa mesiánica39• Por su carne, está uni-
da al cuerpo de Cristo futuro, del que es su madre según la

38. Es verdad que el horizonte de pensamiento es diferente en Ap


6, 9-11. Estos santos piden que se les haga justicia frente a sus persegui-
dores. Dios les recomienda esperar a que «sus compañeros de servicio»
estén al completo.
39. Frente a la mujer encinta está (Ap 12,4) la serpiente antigua (Ap
12,9), la del paraíso, de quien se dice que Dios pone enemistad entre ella
y la mujer (Gén 3, 15).
carne. Esta Iglesia primera, cristiana por su maternidad futu-
ra, alcanza su culminación en María.
En la fase definitiva de la alianza, la Iglesia está de nue-
vo unida al cuerpo de Cristo, pero según el Espíritu santo,
en la comunión con su muerte y su resurrección. En esta
comunión se salva y es madre de los hombres para su salva-
ción. Al final de la historia, llega a la culminación de su
salvación y de su maternidad respecto a los hombres, en la
resurrección de los muertos.
«Junto a la cruz de Jesús estaba su madre» (Jn 19,25):
«la Iglesia vertical»40 estaba de pie junto a la cruz. María
estaba allí en tanto que madre. Israel, la nación maternal,
está presente en el Calvario, fiel a Dios en la persona de
María. Está también presente la Iglesia del último testamen-
to, que comulga en la muerte de Jesús y comparte su glorio-
sa fecundidad (Jn 12, 24): «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19,
26). En esta hora en la que Jesús pasa de la carne al Espíri-
tu, la Iglesia de los dos testamentos está unida a Cristo en
la persona de María y pasa de un testamento al otro. La gra-
cia eclesial se da totalmente a esta mujer: su salvación per-
sonal plena, lo mismo que su maternidad.
Todo el papel de la Iglesia que fue el de ser madre de
Cristo según la carne, después su asociada y la madre de los
fieles, se encuentra así resumido en María. Ella ha recorrido
toda la trayectoria, en ella se condensa la larga historia, desde
el primer instante de la Iglesia con el que coincide el comien-
zo de la vida de María, en que Dios dice: «Fongo enemistad
entre ti (la serpiente) y la mujer», hasta la glorificación final
de la Iglesia, a la que María llega al término de su vida41.
40. P. Claudel, Stabat Mater, en Oeuvres poétiques, Paris 1967,590.
La exégesis reconoce cada vez más que, en el pensamiento del evangelis-
ta, «la madre de Jesús», «la mujef», es la representante de la Iglesia.
41. Me permito remitir a mis estudios sobre el tema María y la Igle-
sia: Connaissance de Marie: Masses Ouvrieres 119 (1956) 5-27; En Cristo
Redentor, Barcelona 1963; María, meditación ante el Icono, Madrid 1990.
Sólo en Jesús y su madre, el misterio de la resurrección
está plenamente realizado. En Cristo como fuente para todos,
en María como plenitud rebosante. Sólo en ellos, el tiempo
de la salvación ha llegado a su cenit. Los hombres están en
camino; Cristo y María ya no lo están: ponen en camino atra-
yendo hacia su plenitud. Sólo están en camino en los otros.
Fuera pues del caso privilegiado de María, nadie llega
desde la muerte a la resurrección total. Aunque decisiva, la
glorificación a través de la muerte, no es más que la última
etapa antes del final.

San Pablo pregunta: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿qué


clase de cuerpo traerán?» (l Cor 15, 35). Sin suprimir el
misterio, su respuesta aporta luces. El hombre no es reenvia-
do a su vida anterior, la resurrección no es la reanimación
de un cadáver, una vuelta a la unión de dos sustancias que
la muerte habría separado, una corporal, otra espiritual. La
muerte a la que el hombre está destinado por creación lo ha
marcado con su sello: con Cristo, él «ha muerto de una vez
para siempre» (Rom 6, 10). La muerte ha producido efectos
bienhechores, que la resurrección no anula, en aquellos que
han muerto en el Señor: «¡Necio! Lo que tú siembras no
recibe vida si antes no muere. Y al sembrar, no siembras lo
mismo (la planta) que va a brotar después, sino un simple
grano de trigo, por ejemplo, o de otra planta» (1 Cor 15,36-
37). Dios salva siempre al hombre sobre-creándole; al final,
lo lleva a una plenitud todavía desconocida. El trigo que
crece difiere del grano que muere (cf. 1 Cor 15, 36), del que
procede. Lo mismo ocurre con el hombre en su resurrección.
¿Qué quedará en la eternidad, de lo que es este hombre
en la tierra? La carne y la sangre no pueden heredar el reino
de Dios (l Cor 15, 50): el hombre resucita en su ser rela-
cional, en lo que constituye su dignidad de persona. No revi-
virá en lo que no puede ser asumido en el Espíritu santo,
que es el poder de la resurrección y que es comunión. Es
así como en 1 Cor 6, 13s san Pablo distingue en elbombre
las funciones de la nutrición y la sexualidad. Esta es de ca-
rácter relacional, concierne a la persona, eleva al orden mo-
ral y a la vida eterna: «La comida es para el estómago y el
estómago para la comida, y además, Dios acabará con lo uno
y con lo otro. Pero el cuerpo no es para la fornicación sino
para el Señor; y el Señor para el cuerpo. Dios, con su poder,
resucitó al Señor y nos resucitará también a nosotros». Con
toda la nobleza de su naturaleza corporal relacional, el hom-
bre pertenece al mundo de la resurrección. La sexualidad
también, es sobrepasada en sus funciones biológicas. Jesús
lo dijo: «Los que sean juzgados dignos de la vida futura y
de la resurrección, no se casarán, pues ya no pueden morir,
son como ángeles; son hijos de Dios porque participan en
la resurrección» (Lc 20, 35s).
Cristo es en su resurrección, la fuente y el modelo: «El
transformará nuestra condición humilde según el modelo de
su condición gloriosa, con esa energía que posee para some-
térselo todo» (Flp 3, 21). Nos podemos hacer una idea de
la naturaleza de los cuerpos resucitados, a la luz del «pri-
mogénito de entre los muertos» (Col 1, 18).
De esta manera, según la afirmación central de Rom 8,
11, Dios resucitó a Jesús por el Espíritu santo. Lo resucitó
por su poder (2 Cor 13, 4), que no es otro que el Espíritu
santo. Y lo resucitó para su gloria (Rom 6, 4), que es el
Espíritu sant042• Jesús es tomado por entero y transformado

42. Sobre el tema del Espíritu de fortaleza y de gloria, me permito


remitir a mis dos libros: La resurrección de Jesús, misterio de salvación,
Barcelona 1965; El Espíritu santo en la Iglesia, Salamanca 21990.
por el Espíritu santo de su Padre: «En espíritu que da vida»
(l Cor 15, 45), un Cristo-espíritu (cL 2 Cor 3, 17s).
En el Espíritu santo se concreta y personaliza todo lo que
la teología afirma sobre los atributos de la naturaleza divina.
Es la omnipotencia, él que es el Espíritu de fortaleza43• Es
la vida divina incorruptible, él que «es el Espíritu de vida»
(Rom 8, 2). Es la gloria de Dios, «el Espíritu de gloria, el
Espíritu de Dios» (l Pe 4, 14). Dios es el santo, esta santi-
dad está personificada en el que se llama «el Espíritu santo».
Dios es amor, y el Espíritu es «el amor de Dios derramado
en nuestros corazones» (Rom 5, 5). Dios es espíritu (In 4,
24), el Espíritu santo también lo es. Transformado por el
Espíritu santo, Jesús es elevado en todo su ser humano al
nivel de Dios, viviendo el modo de ser de su Padre, este
hombre es plenamente Dios.
Lo es en tanto que Hijo. La resurrección es la obra de
Dios en su paternidad, es divino engendramiento, la consa-
gración de la filiación de Jesús. Según Hech 13, 33, Dios
pronuncia en este instante la palabra eterna: «Tú eres mi
Hijo, yo te he engendrado hoy». El Espíritu en el que Dios
resucita a Jesús, es la fuerza en la que engendra a su
Hij044. Jesús es «constituido Hijo de Dios con pleno poder
por su resurrección de la muerte» (Rom 1,4). De esta mane-
ra se despliega el misterio de Jesús tal como se enuncia en
Lc 1, 35: «El Espíritu santo vendrá sobre ti (María), y la
fuerza (que es el Espíritu) del Altísimo te cubrirá con su
sombra45• Por eso el Santo que va a nacer (consagrado en

43. Entre otros textos: Lc 1,35; 24, 49; Hech 1,8.


44. Me permito remitir a mis obras: El Espíritu santo en la Iglesia,
Salamanca 21990; Nuestro Padre, Dios en su misterio, Salamanca 21992;
El Espíritu del Padre y del Hijo, Madrid 1990.
45. Evocación de la nube luminosa de la que habla la Biblia y que
es la gloria de Dios.
el misterio de Dios)46 se llamará Hijo de Dios». La resu-
rrección de Jesús en el Espíritu santo es, para Jesús, la con-
sagración tanto de su divinidad como de su filiación: es un
hombre divinamente engendrado. «El transformará nuestra
condición humilde» según este modelo, haciéndole párticipar
de su divina filiación.
San Pablo caracteriza así al hombre resucitado: «Se siem-
bra algo corruptible, resucita incorruptible; se siembra algo
miserable, resucita glorioso; se siembra algo débil, resucita
fuerte; se siembra, un cuerpo animal, resucita cuerpo espiri-
tual» (l Cor 15,42-44). Todas estas cualidades son de orden
celeste, propias de seres que viven de Dios. La incorrupción
es la de la vida inmortal de Dios. La gloria es la de Dios
«reflejada en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6). La fuerza es
la del señorío del Resucitado, «el poder extraordinario» de
Dios (2 Cor 4, 7).
Todo se resume en la última frase: «Sembrado cuerpo psí-
quico47, se resucita cuerpo espiritual». El hombre tomado
de la tierra (Gén 2, 7), Adán el terreno, es sembrado en la
tierra y resucita celeste, transformado en el Espíritu santo
que es la realidad de lo alto, la vida incorruptible de Dios,
su fuerza y su gloria. El hombre es elevado al modo de ser
de Dios, es divinizado.
Esta gracia es dada por la paternidad de Dios en relación
con Cristo, ella jilializa al hombre. La resurrección es la
plenitud del nacimiento: «Esperamos la plena condición de
hijos, la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,23). El Espí-
ritu santo es la fuerza de Dios en su paternidad, divino poder

46. La TOB (Traducción Ecuménica de la Biblia) dice aquí: «Este


término (santo), que marca la pertenencia exclusiva a Dios, es una de las
expresiones más antiguas de la divinidad de Jesús». Cf. Lc 4, 24; Jn 6,
69; Hech 3, 14; 4, 27.30.
47. Este texto se refiere al relato de la creación del primer hombre
como se narra en la Biblia de los Setenta
de engendramiento. Resucitándole, Dios engendra al hombre,
haciéndole coheredero (Rom 8, 17) del Reino que la carne
y la sangre no pueden heredar (l Cor 15, 50).
El hombre entra en la «libertad gloriosa de los hijos de
Dios» (cf. Rom 8, 21). «Son hijos de Dios, dice Jesús, por-
que son hijos de la resurrección» (Lc 20, 36).
Así se remata la obra de Dios que crea al hombre a su
imagen, en el misterio del Unico, «imagen de Dios invisi-
ble» (Col 1, 15).
«Cuerpo espiritual», es una fórmula paradójica. La reali-
dad material se transforma según el modo de ser del Espíritu
de Dios48. Ya en Cristo se manifiesta una sorprendente afi-
nidad entre el Espíritu santo y la materia. «La Palabra se
hizo carne ... y hemos contemplado su gloria» (Jn 1, 14): en
la carne se manifiesta la gloria de Jesús que es el esplendor
del Espíritu de divina filiación. Del seno de Jesús, de su ser
material, manan los ríos del agua viva del Espíritu (Jn 7,37-
39). Jesús sube junto al Padre en su cuerpo de hombre, para
que el don del Espíritu pueda brotar de su cuerpo (cf. Jn 7,
37; 16, 7). El agua, símbolo del Espíritu de lo alto (cf. Jn
3, 3-5), mana del costado de Jesús junto con la sangre: mana
de su cuerpo inmolado. Extraña afinidad entre el Espíritu
y el cuerpo, que supone, para la materia, la posibilidad de
ser ¡elevada por Dios hasta la comunión con Dios!49.

48. «Esto quiere decir que sean las que sean las precisiones sobre el
mundo de la resurrección, son inconcebibles ... No podemos hacemos nin-
guna idea de ese mundo, y además no es necesario. Es preciso renunciar
definitivamente a tales tentativas ... Una yuxtaposición eterna, sin relación
y por ende estática, del mundo material y del mundo espiritual es contra-
ria a la significación esencial de la historia, a la creación de Dios y a la
palabra de la Biblia» (J. Ratzinger, La mort et l'au-dela, Paris 1979, 209).
49. Sin duda nuestra razón encuentra un punto de referencia en las
ciencias actuales, según las cuales la materia es energía. Así Espíritu y
materia convergen en cierta manera, porque el Espíritu es la energía
Según nuestra forma de pensar, materia y espíritu se con-
tradicen, por eso no podemos imaginamos lo que será el
hombre en su resurrección. Resucitado en el Espíritu, será
no obstante lo que era en la tierra: una persona corporal que
existe en sí mismo y en relación. Pero lo será en plenitud.
Así fue para Jesús en su resurrección. Su identidad es
afirmada con una fu.erza desconocida hasta ahora en la tierra.
En otro tiempo parecía no ser más que un hombre (cf. Flp
2, 7), «nacido de la estirpe de David en cuanto hombre»
(Rom 1,3). Ahora, «constituido Hijo de Dios, con pleno po-
der, por su resurrección de la muerte» (Rom 1,4). Llegado
a ser él mismo, él es todo relación~ Antes, encerrado en los
límites de la existencia terrestre, enviado únicamente a la
casa de Israel (Mt 15, 24), es desde ahora, universal, entre-
gado sin límites, entregado al mundo entero.
Todo esto es obra del Padre que en el Espíritu santo con-
fiere al Hijo su identidad. El Espíritu es principio de perso-
nalización. En el Espíritu santo Dios es la persona paterna,
pues engendra en el Espíritu. Jesús es la persona filial en
el Espíritu: nacido Hijo de Dios en el Espíritu (Lc 1, 35),
es conducido a la cima de su personalización filial al resuci-
tar en el Espíritu santo (Rom 3, 11): Soy yo dice en su resu-
rrección (cf. Lc 24, 39), más él que nunca. En su ser huma-
no, entra en relación universal, es personalizado infinitamen-
te, convertido en espíritu vivificante (1 Cor 15, 45), un ser
«amorizado». Según esto, como es él, así seremos nosotros
(cf. 1 Jn 4, 17).
Como en Cristo, el Espíritu juega un papel personalizador
en la resurrección de los hombres50• Bajo su acción la crea-
todopoderosa de Dios. A lo largo de la Biblia, Espíritu y fuerza son dos
conceptos gemelos.
50. Con respecto al papel personalizador del Espíritu santo, me permi-
to remitir a mis dos obras: El Espíritu santo en la Iglesia, Salamanca
21990; Nuestro Padre, Dios en su misterio, Salamanca 21992.
ción evolucionó gradualmente hasta esta culminación que
es la persona humana. El hombre llega a su plenitud perso-
nal resucitando «cuerpo espiritual» (l Cor 15, 44). Recibe
un nombre nuevoSl, el de su total identidad por fin encon-
trada, un nombre precioso del que estará orgulloso, en el que
se reconocerá hijo de Dios (cf. Rom 8, 23). Así las riquezas
relacionales se despliegan: llegado a ser cuerpo espiritual,
el hombre es amorizado, es en relación.
Desde que hay vida en la tierra, el cuerpo es mediador
de la relación, pero de forma deficiente. Soy cuerpo a la vez
que tengo un cuerpo. Como el tener es una imperfección del
ser, que se tenga cuerpo es signo de precariedad, de encerra-
miento en sí mismo, una traba a la libertad. Mi cuerpo no
está totalmente asumido por mi yo, por mi persona que es
relacional por naturaleza. Más que revelar, vela a la persona,
la separa más que la une. Según la Biblia, la condición del
hombre terrestre es ser «carne», esta carne que se caracteriza
por la debilidad y el repliegue sobre sí misma. Cuando el
hombre llega a ser «cuerpo espiritual», santificado en el Es-
píritu de amor y de comunión, ha llegado a su plenitud de
persona corporal.
El don total de sí llega a ser posible gracias a la total
acogida del otro. El hombre se conoce y puede hacerse co-
nocer en total transparencia, mejor de lo que el rostro más
bello sabría hacerla en la tierra. Es liberado del mal de estar
solo, y de los límites en los que se ahogaba su deseo de
infinito. La resurrección de los cuerpos es el misterio de la
intimidad recíproca hecha posible en la donación mutua.
Realiza la comunión de los santos en su extrema verdad.
Esta espiritualización será sin duda diferente en cada uno
según el tesoro de gloria (2 Cor 4, 17) acumulado en su

51. Ap 2, 17. Según Ap 3, 12; 19, 12s, también Cristo recibió un


nombre nuevo en su resurrección.
cuerpo (cf. 2 Cor 5, 10) durante su vida terrestre, en la que
se constituye la herencia gen ética del nacimiento a la eter-
nidad.
Comunión es la palabra clave para expresar el misterio
de la salvación porque éste tiene su fuente en la comunión
trinitaria y desemboca en ella.

Éntre la persona humana y la materialidad que le caracte-


riza se establece una nueva relación: el hombre resucita a
partir de su propia cumbre, se construye desde su persona.
A lo largo de milenios, la materia en su evolución ha sido
elevada por la acción del Espíritu a la dignidad de persona.
Pero desde entonces el hombre evoluciona en su persona,
trabajado por el Espíritu: llega hasta una última génesis cola-
borando libremente con Dios, transformado en cuerpo espiri-
tual desde su yo. Se deja crear como hombre nuevo a través
de su libertad. Así fue también para Jesús, que fue exaltado
soberanamente en su obediencia hasta la muerte (Flp 2, 8s),
resucitado a partir de su ser filial y por tanto en la culmina-
ción de sí mismo: «Dios lo ha resucitado como está escrito
en el salmo 2: 'Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy'»
(Hech 13,33). Los hombres resucitan también desde su per-
sona filial: nacen de Dios. «Aguardamos la filiación, la re-
dención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23).
Por tanto, la resurrección no es la reconstitución del hom-
bre terrestre, sino el final de una obra de creación, el naci-
miento del hombre en su plenitud. El cuerpo no se recons-
truye a partir de las células de que se componía en la tierra,
que se dispersaron y que Dios volvería a reunir. El hombre
acaba de nacer a partir de lo que, en la muerte, ya se ha
ido hacia Dios52•
52. De donde la inanidad de la objeción: ¿cómo podrían resucitar los
cuerpos cuyas moléculas se dispersaron durante la vida terrestre y después
de la muerte, y fueron asimiladas por otros seres vivos?
En suma, la resurrección de los muertos tiene su fuente
allí donde la creación y la divinización del hombre empie-
zan: en el misterio del Hijo. Ella cosecha elfruto abundante
que contiene el grano de trigo caído en tierra (Jn 12, 24):
el Hijo que el Padre engendra en el corazón del mundo.

San Pablo escucha una queja que sube de la creación y


que se apaciguará el día en el que el hombre sea glorificado:
«La creación, expectante, está aguardando la plena manifes-
tación de los hijos de Dios. Ella fue sometida a la frustra-
ción, no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero
fue con esperanza de que la creación misma se vería liberada
de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad
gloriosa de los hijos de Dios. Sabemos que hasta hoy la
creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto.
y no sólo eso; también nosotros que poseemos las primicias
del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la
hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuer-
pO»53 (Rom 8, 19-23).

No se puede condenar la práctica de la incineración en nombre de la


fe en la resurrección de los muertos: ésta no consiste en reconstruir el
cuerpo reuniendo las moléculas de que estaba compuesto. Sin embargo,
la sepultura expresa mejor, por su simbolismo, la fe en la resurrección,
semejante a la de un grano de trigo sembrado en la tierra.
53. Según los mejores comentarios, no se trata en este texto de una
transformación física del universo. Según el contexto, la esperanza de la
creación viene a confirmar la certeza de los creyentes en su glorificación,
después de los sufrimientos del tiempo presente; ésta no se dirige a su
propia glorificación, sino a la de los hijos de Dios, cuya libertad se refle-
jará en ella. Ya el padre Lagrange, Saint Paul, építre aux Romains, Paris
41931, 300s, decía: «Del texto de Pablo no se puede sacar la conclusión
de que (la naturaleza) será transformada en sí misma. Se diría casi que
le bastará el cambio que se opera en el hombre».
Un destino único une al hombre y a la creación. El hom-
bre vive de la tierra materna, respira y se alimenta en su
seno, fuera del cual perecería. Ella, por su parte, nace en el
hombre a la dignidad de persona. El universo no es un pe-
destal en el que el hombre tendría su lugar; es 'Como una
planta de la que el hombre sería la flor. Se deshonra a la
planta cuando esta flor se marchita: en el hombre caído, la
creación se desmocha.
Por esto, la creación aguarda con impaciente esperanza
la manifestación de los hijos de Dios. Compartirá su glorio-
sa libertad, cuando ellos mismos hayan encontrado su liber-
tad total. Pues también ella ha sido creada en y hacia Cristo,
primogénito de toda criatura (Col 1, 15-17). Su lugar en el
plan de Dios se describe así: «Todo (las realidades creadas)
es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (l Cor 3,
23). También la naturaleza debe poder participar del misterio
filial de Cristo, a través del hombre al que ella está subordi-
nada.
Pero actualmente la creación está todavía sometida a la
frustración, porque en el hombre pecador se ha roto el lazo
que la unía a Cristo y a Dios. Una y otro están sometidos
a la servidumbre: por su pecado el hombre no es la gloria
de la creación y frecuentemente ejerce sobre ella una domi-
nación abusiva; él mismo está sujeto a la naturaleza en la
que vive, y si logra ponerla a su servicjo es porque se some-
te a sus leyes54• La servidumbre es recíproca pero todavía
más grande por parte del hombre que en la muerte sucumbe
a las leyes de la naturaleza.
Resucitando a los muertos Dios confirma lo que se dice
en 1 Cor 3, 23, instaura el orden cósmico ideal. De ahora
en adelante Cristo está sometido en todos sus miembros «al

54. Como 10 notaba Bacon de Veru1am (1561-1626), «el hombre no


manda a la naturaleza más que obedeciéndo1a».
que le sometió todo» (l Cor 15, 28), Y todo está sometido
a Cristo (l Cor 15, 27), Y todo está sometido al hombre,
conforme a su vocación de dominar sobre todas las cosas55:
participa del señorío de Cristo. En cuanto a la naturaleza,
también se encuentra liberada y santificada: en su unión al
hombre por fin libre, participa en «la gloriosa libertad de
los hijos de Dios» (Rom 8, 21).
Cristo glorioso es el fundamento de este orden cósmico.
Estuvo sometido a múltiples causas segundas que dirigen
la existencia terrestre y conducen a la muerte: «Tomó la
condición de esclavo» (Flp 2, 7). Pero en la gloria no vive
más que del Padre que lo engendra. Su relación con el mun-
do se invierte: antes sometido a sus leyes, ha llegado a ser
su Señor. Culminación de la creación, es también su funda-
mento, compartiendo la fuerza creadora del Padre: «El es
anterior a todo y todo se mantiene en él» (Col 1, 17). Los
hombres son coherederos de Cristo (Rom 8, 17). Antes se
alimentaban del seno de la naturaleza; ésta existe ahora a
partir del Señor y de los que han llegado a ser su cuerpo.
Hombre en comunión universal, tal es el hombre en su
resurrección final. Esta comunión supone un enriquecimien-
to inaudito, de la persona corporal que es el hombre, por la
fuerza del Espíritu.
Todas las preguntas que se hacen sobre el dogma de la
resurrección de los muertos tienen su respuesta en Cristo
resucitado. Pero la resurrección de Jesús es un misterio, el
más profundo: el de un hombre que Dios, en su paternidad,
engendra en el poder infinito del Espíritu santo. ¡La resu-
rrección de Cristo es por tanto, el misterio de la Trinidad
ahondado por el de la encarnación!
¡La resurrección de los muertos tiene su explicación en
un misterio insondable!
Después de esta larga reflexión sobre la resurrección, hay
que decir con Job: «Me siento pequeño, me taparé la boca
con la mano (40, 4) ... ¡Sí!, hablé de grandezas que no enten-
día, de maravillas que superan mi comprensión>~ (42, 3).
El cristiano cree en la resurrección de Jesús, que también
es la de los muertos. Siendo ya desde ahora cuerpos de Cris-
to resucitado (l Cor 12,27), espera que en este mismo Cris-
to, Dios lo llevará a su plenitud de persona corporal, más
allá de lo que ha vivido en la tierra. Celebra la eucaristía
y escucha la palabra: «El que come mi carne y bebe mi san-
gre tiene vida eterna» (Jn 6, 54).
Cree. Aunque no haya nada tan misterioso como la resu-
rrección de Cristo.
Los profetas de la primera alianza han anunciado el día
en el que Dios pronunciará un último juicio, en el que se
hará la cosecha y la vendimia (JI 4, 12s), en el que «Yahvé
va a juzgar con fuego» (Is 66, 16). Según la fe cristiana, el
juicio del mundo se le ha confiado al que es su Salvador:
Dios «le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del
hombre» (Jn 5, 27), «le ha constituido Señor de vivos y
muertos» l.
Todo el misterio de la salvación se ha realizado y como
personalizado en Cristo muerto y resucitado: «Para nosotros
se ha hecho ... redención» (l Cor 1, 30). Jesús es la salvación
en su acontecimiento y en su advenimiento. Es la resurrec-
ción de los muertos: «Yo soy la resurrección» (Jn 11,25).
En él se realiza la purificación del hombre en su muerte2•
El es el cielo: Dios «nos ha sentado en el cielo con Cristo»
(Ef 2, 6). Del mismo modo, él es el juicio final: «Ahora es
el juicio de este mundo», dice Jesús (Jn 12, 31) hablando
de su muerte y de su glorificación. ¿De qué juicio se trata,

1. Hech 10,42; 17,31; 2 Cor 5,10; 2 Tim 4,1-8.


2. Cf. supra, 395.
sino del último? Porque todo está cumplido (Jn 19, 30) en
la pascua de Jesús, el príncipe del mundo ha sido expulsado
(In 12, 31), el pecado condenado (Jn 16, 8), los muertos
resucitan3• En adelante se impone la justicia, esta santa jus-
ticia en la que Cristo ha resucitado (1 Tim 3, 16) «para
nuestra justificación» (Rom 4, 25), para la de todos los que
crean en él (Rom 3, 24-26).
Jesús ejerce la justicia en la santidad del Espíritu, en la
que es glorificado. Dios santo, Dios justo; estas fórmulas
bíblicas son casi sinónimas; pues el Espíritu es la santidad
y la justicia. Juan Bautista había anunciado un Mesías que
«os bautizará con Espíritu santo y fuego» (Mt 3, 11 par),
que juzgará así al mundo. Jesús «ha sido constituido juez
de vivos y de muertos» (Hech 10, 42) en su resurrección,
en la que él mismo es Justificado en el Espíritu (1 Tim 3,
16), lleno de la santidad del Espíritu.

En Mt 25, 31-46, el juicio final se describe en forma de


asamblea solemne, donde nada falta a un proceso ampliado
a las dimensiones del universo: ni la convocatoria de los
enjuiciados, ni la presencia de asesores (los ángeles), ni los
debates, el veredicto y sus considerandos; se menciona hasta
el sitial del juez. Pero la acción divina trasciende las activi-
dades humanas; el juicio de Dios es soberano y realizador
de justicia. Más próximas a la realidad que esta descripción
de Mateo, son las parábolas de la parusía en las que la justi-
cia se ejerce fuera de todo marco judicial: el Señor abre a
unos la puerta del Reino y la cierra a otros4, «dos hombres

3. La misma afirmación se encuentra en forma narrativa en Mt 27,


51-53: «Es sintomático que el cuadro en el que Mateo sitúa la muerte de
Jesús, coincida con el escenario escatológico tradicional del juicio en la
escatología del antiguo testamento». J. Corbon-P. Grelot, Vocabulaire de
théologie biblique, Paris 21971,630.
4. Mt 25,10-12; cf. 22,11-14; 24, 45-51.
estarán en el campo, a uno se lo llevarán, y al otro lo deja-
rán» (Mt 24,40). Se dicta sentencia cuando se realiza lajus-
ticia.
Se comprende que este juicio es realizador cuando se sabe
que Cristo lo ejerce en el Espíritu santo. Ya que-el Espíritu
es creador en todas sus actividades. El último día, él condu-
ce a los hombres al término de su creación.
En su término, la creación es plenitud de salvación. La
venida de Cristo está destinada a la salvación del mund05:
«Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgarlo (conde-
narlo), sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17).
Al igual que en la tierra, para los fieles (Rom 3, 26) la justi-
cia del último día se ejerce justificándoles. Así es como ésta
se expresa en Cristo, muerto y resucitado, en quien el peca-
do está condenado, en quien la santidad vivificante del Espí-
ritu triunfa para nosotros (2 Cor 5, 15): «resucitado para
nuestra justificación» (Rom 4,25), para nuestra resurrección.
Si condena, es a la manera de la luz que expulsa las tinie-
blas, de la vida que triunfa de la muerte (1 Cor 15, 54).
La justicia del último día se identifica con el poder del
Espíritu que resucita a los hombres, junto con Cristo, a la
vida eterna. La resurrección de los muertos y el juicio final
aparecen como un único acontecimiento salvífico. La irrup-
ción de la omnipotencia del Espíritu que resucita a Cristo
y resucita a los muertos, es el advenimiento de la justicia
de Dios. Esta justicia es soberana, es creadora, se ejerce
realizándose en los hombres que la acogen.
En ninguna descripción del último día, la resurrección y
el juicio se suceden6, sino que forman una unidad. Con la
resurrección, llega elfin (1 Cor 15, 24), desde ese momento

5. Cf. supra, 17-18.


6. 1 Cor 15, 23-28.52-57; 1 Tes 4,15-17.
se ha hecho justicia. Es así como la justicia triunfó en Cris-
to, cuando fue glorificado en el Espíritu (l Tim 3, 16).
Se encuentra una afirmación al menos implícita de esta
identidad entre la resurrección de los muertos y el juicio en
Jn 5, 21-29. El Padre ha confiado al Hijo, a la vez, la misión
de vivificar y de juzgar: «Lo mismo que el Padre resucita
a los muertos y les da vida, así también el Hijo ... porque el
Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el jui-
cio de todos» (5, 21s). Cristo ejerce la justicia mediante su
acción resucitadora, los fieles son juzgados en el hecho de
resucitar a la vida: «El que escucha mi palabra ... posee la
vida eterna. No será condenado, porque ha pasado ya de la
muerte a la vida» (5, 24). Los otros sufren una resurrección
que se transformará en condenación: «Los que hayan hecho
el bien saldrán de la tumba para una resurrección de vida;
los que hayan hecho el mal, para una resurrección de conde-
nación» (5, 29)7.
Para todos el juicio se ejerce en el hecho de que la justi-
cia se realiza: para unos, en una resurrección de vida; para
otros, en una existencia de condena.
La justicia es salvífica en todos: es una justicia de vida,
una fuerza que resucita a los muertos. Pero se trueca en con-
denación, cuando el hombre, resucitado para su últimajusti-
ficación, se opone a ella con todo su ser. Se encierra en el
sin-sentido absoluto, el de un ser que rechaza ser, impermea-
ble y hostil al amor que lo creó para amar. El nombre de
semejante existencia es: infierno.

7. Se traduce a veces: «Para una resurrección que lleva a la vida, una


resurrección que lleva a la condenación», lo que hace pensar que la una
es seguida de una sentencia de vida y la otra de condena. La traducción
elegida por mí es más conforme al texto griego (cf. traduction Osty). Jn
5,29 se inspira en Dan 12,2 que habla de una «resurrección para la vida
eterna» y de una «resurrección para la vergüenza», en que la resurrección
se caracteriza, por la vida o por la vergüenza.
¿Bajo que criterios se ejerce la justicia del último día?
Divina, soberana, es creadora de justicia, resucita a los hom-
bres en la santidad del Espíritu. Identificándose con el Espí-
ritu que es amor, se ejerce amando, comunicándose. Es, pues,
enteramente gratuita, ella es su criterio. Dios ama porque
ama. Sin más. Crea la justicia del hombre, no la presupone.
La última justificación vivificadora -por la resurrección
de los muertos- no es, pues, una recompensa debida al
hombre a título de sus buenas obras. Ninguna obra humana
tiene proporción con la gracia. Dios no tiene obligación con
respecto a nadie.
Sin embargo la Escritura es seria: el hombre será juzgado
según sus obras (l Pe 1, 17), juzgado, particularmente, sobre
el amor que haya manifestado al prójimo (Mt 25, 31-46):
«Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo,
para recibir premio o castigo, por lo que hayamos hecho en
esta vida» (2 Cor 5, 10).
Pero con ninguna de sus obras el hombre hace nada que
pudiera obligar a Dios. En las que son buenas, se abre a la
gracia que Dios le ofrece para hacerle bueno. Hasta el día
de la muerte, en el que se abrirá sin límites a esta gracia que
concede amar. Una joven y humilde, pero muy segura teólo-
ga, Teresa de Lisieux, lo dijo: «Merecer no consiste en hacer
ni en dar mucho, sino más bien en recibir, en amar mu-
cho»8. Y añade: «Me presentaré ante Dios con las manos
vacías»9. Estas manos no son inertes, ociosas, están abiertas.
Acogen el poder resucitan te. Jesús no ha dado nada que no
le haya dado antes su Padre. Lo mismo en su muerte. El es
el Hijo que recibe. En la muerte consiente plenamente al
Padre que le engendra, que le resucita. Ha llegado a ser la
apertura de la humanidad que acoge a su Dios y Padre.

8. Lettre 142, en Oeuvres completes, Paris 1992, 463.


9. Offrande ti l'amour miséricordieux, en Oeuvres completes, 963.
El juicio final es la irrupción de la santidad creadora de
Dios en el hombre que, a lo largo de la vida y en la muerte,
se ha abierto al poder del Espíritu santo.
Tres acontecimientos se anuncian para el fin: la parusía
de Cristo, la resurrección de los muertos y el juicio. Los tres
forman una unidad: Cristo que viene es la resurrección y
el juicio en persona. Manifestándose, hace entrar a los hom-
bres en su comunión: «Cuando se manifieste, seremos seme-
jantes a él» (l In 3, 2). Así es como juzgará. ¡Dios quiera
que nadie rechace esta justicia!
¿Tiene el infierno un lugar en la reflexión sobre las reali-
dades últimas del hombre? A primera vista parece que no.
Es el atolladero del movimiento creador, contradice la voca-
ción del hombre llamado a comulgar en el misterio filial (cf.
1 Cor 1, 9). Dios no lo ha creado, porque es contrario a su
voluntad. Dios no crea lo que es la negación de su amor.
Dice: «¡Que sea la luz!» (Gén 1,3), no dice: «¡Que existan
las tinieblas!». El infierno es lo no-querido por Dios, no for-
ma parte de los fines últimos del hombre, ni constituye de
ninguna manera su más-allá, porque su más-allá está en la
apertura a Cristo.
Se podrá objetar que está escrito que el mismo Dios ha
encendido el fuego del infierno. «¡Apartáos de mí, malditos,
id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles!»
(Mt 25, 41). Las imágenes utilizadas por la Escritura tienen
un significado que hay que saber interpretar. Según el mis-
mo texto evangélico, Cristo se sienta en un trono, parecido
a un juez en el tribunal: ¿tendrá necesidad de una sede para
juzgar? ¿habría construido con anticipación una prisión, la
gehenna, encendido un fuego para arrojar en él a los culpa-
bles? Conocemos la frase del párroco de Ambricourt: «El
infierno, señora, es no amar» l. Dios no ha creado una cosa
así.
Se dirá con mucha razón: Dios es justo, la justicia debe
condenar el mal. Si el infierno no es un lugar creado por
Dios, al menos es un castigo infligido por él. Pero ¿en qué
consiste la justicia divina? ¿se ejerce golpeando al pecador?
En la Escritura, se identifica con la santidad, y ésta actúa
en el hombre santificándole. Se identifica con el Espíritu
santo que es amor.
Es preciso repetir aque que la justicia divina actúa en
cada hombre que acoge la justicia que está en Cristo (Rom
3, 23-26) «resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,
25). Luego, no se dirá «el amor de Dios reina en el cielo,
su justicia se ejerce en el infierno». Esto es ajeno a la justi-
cia de Dios, es su negación. La justicia triunfa en el cielo,
donde se comunica.
Es verdad, la Escritura del nuevo testamento tanto como
la del antiguo habla de «la cólera de Dios que se abate con-
tra toda impiedad»3 (Rom 1, 18). Pero en el paso del anti-
guo al nuevo testamento algo ha cambiado en la representa-
ción de esta cólera: «justificados por su sangre, seremos sal-
vos de la cólera» (Rom 5, 9), «viviendo en la esperanza de
la vuelta de su hijo Jesús, a quien resucitó de entre los
muertos y que os ha librado del castigo futuro» (cf. 1 Tes
1, 10). La verdadera voluntad divina se expresa en Jesús,
en quien Dios quiere salvamos de la cólera futura. ¿No sig-
nifica esto, que esta cólera es contraria a la voluntad de

1. G. Bernanos, Journal d'un curé de campagne, Paris 1936, 136.


2. Cf. supra, 37-38.
3. X. Léon-Dufour, Vocabulario de teología bíblica, Barcelona 131985,
429s: «Desde el mensaje del Precursor (Mt 3, 7 par) hasta las últimas
páginas del nuevo testamento (Ap 14, 10), el evangelio de la gracia
mantiene la ira de Dios como un dato fundamental de su mensaje».
Dios? No es lo propio de Dios, que quiere la salvación del
hombre.
La voluntad de Dios está inscrita en Cristo muerto por
todos. No es otra que la que se expresa en esta muerte-por-
todos. La cruz de Jesús trae la justificación, se "Oponea la
condenación. Dios no trae el castigo, como nos lo harían
creer algunas representaciones del antiguo testamento. Pero
el hombre, oponiéndose al amor al que está llamado, se re-
trae a un terreno en el que no hay amor. Se instala fuera del
Dios de amor, en un lugar donde no hay ni palabra de amor.
Por consiguiente, se llama cólera de Dios.
Dios es Padre, su divinidad está en la paternidad infinita
con respecto al Hijo. Ahora bien, ni castigar, ni arrojar a las
tinieblas es obra de engendramiento: su justicia se ejerce
engendrando. El infierno no tiene sentido ni en Dios que
crea engendrando, ni en el hombre creado para ser hijo de
Dios. Es absurdo.
Como es también absurda la eternidad del infierno. El
tiempo, en la tierra, es un devenir en su recorrido, abierto
a la esperanza posible. En el cielo es un llegar a su cumbre,
una realización actual en su plenitud. La eternidad de Dios
es la de un engendramiento infinito. La eternidad del infier-
no es la de un ser paralizado, un movimiento bloqueado, un
tiempo cerrado, vuelto contra sí mismo, desesperado. Es la
contradicción de la noción que tenemos del tiempo: una eter-
nidad al revés.
iSin embargo, el absurdo puede existir! Siendo el pecado
contrario al sentido del hombre, todo pecado conlleva una
parte de absurdo. El mundo demoniaco es el absurdo mismo.
Ahora bien, este mundo existe y Jesús lo ha desafiado: «Si
yo echo los demonios con el dedo de Dios ... » (Lc 11, 20).
Pero el infierno absurdo también es posible para los hom-
bres. Dios los crea amándo1es y con la capacidad de ser
amados. Los crea libres porque sin libertad no hay amor.
Jesús los pone en guardia contra el mal uso de la libertad,
deja planear sobre ellos la amenaza del rechazo fuera del
Reino.
La existencia de hombres excluidos no testimoniaría con-
tra el Dios de amor y de misericordia. Porque el amor crea
para amar y ser amado, suscita, contra su voluntad, el infier-
no en el corazón de quien rechaza el amor. Es el hombre
quien, del don, hace una condena, quien se establece en la
simultaneidad de su creación por Dios y de la contra-crea-
ción, en la permanente destrucción de su persona creada para
la relación.
Pero ¿existen hombres que se construyan su infierno, con-
denados sin que Dios los condene? ¿habrá muchos? Un día
preguntó un discípulo: «Señor, ¿son pocos los que se salva-
rán?». Jesús no respondió a esta pregunta, hizo una llamada
al esfuerzo: «¡Esforzaos en entrar por la puerta estrecha!»
(Lc 13, 23s). Siempre la misma llamada, ponerse en guardia,
porque la puerta es estrecha para quien no se esfuerza por
entrar. Y en cuanto al número, grande o pequeño, de los sal-
vados, la respuesta de Jesús nos deja en la ignorancia4• La
Iglesia no cesa de repetir sus llamadas a la vigilancia. Pero
si ha canonizado a muchos de sus miembros, declarando que
viven junto a Dios, jamás se ha pronunciado sobre la conde-
nación ni siquiera de los peores criminales.
La Iglesia ora por toda la humanidad, «eso es bueno y
grato ante los ojos de nuestro salvador, Dios, que quiere que

4. Está también la frase: «Muchos son los llamados, pero pocos los
escogidos» (Mt 22, 14). Pero los exegetas no ven en ella una declaración
sobre «el pequeño número de los escogidos». En Mt 24, 22-24, <<loselegi-
dos» son miembros de la comunidad de los discípulos. Si, de hecho, Jesús
ha concluido así la parábola del banquete nupcial (Mt 22, 14) -falta en
el texto paralelo de Lc 14, 16-24-- puede significar: muchos (es decir,
la multitud) han sido llamados por la predicación de Jesús, bien pocos,
en comparación, han seguido la llamada.
todos los hombres se salven» (l Tim 2, 4); «Dios no quiere
que nadie perezca» (2 Pe 3, 9). Esta voluntad es universal,
y está contenida en el amor ilimitado de Dios por su Hijo
que engendra en el mundo: «Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único ... no para juzgar (conden-ar) al mun-
do, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 16s). En-
gendrando al Hijo para todos, se hace el Dios-Padre-para-
todos. Su voluntad de salvación es universal y absoluta, en
el amor que tiene a su Hijo. Ningún pecado es equiparable
a la medida de esta voluntad de salvación. El sí de Dios es
más grande que el no del pecador; está en otro orden de
cosas, es divino. El no de la criatura, ¿prevalecerá contra
este sí infinito?
La misma crueldad del infierno eterno permite esperar
que Dios, padre de todos, pondrá en acción la omnipotencia
de su gracia para la salvación de todos. El pensamiento te-
rrorífico del infierno arroja al hijo de Dios en los brazos del
Padre, lleno de confianza en su amor por todos. Dice: «Yo
espero en ti por todos»5.
Sin embargo, Dios propone sus dones, no los impone. El
hombre es libre. Pero Dios, ¿no sabrá proponerlos de forma
que el hombre no se oponga? El es el creador de la libertad,
incluso es el que hace al hombre capaz de ofenderle. ¿No
podrá lograr infaliblemente que el hombre acepte libremente
su salvación?6.
La libertad del hombre en la tierra es limitada. No puede
poner ya desde ahora el acto definitivo, ni para bien ni para
mal, que decida para siempre un destino. El pecado busca

5. G. Mareel, Horno viator. Prolégomimes a une métaphysique de


l'espéranee, Paris 1993,77 Y 85. Citado por L. Blain, Deux philosophies
eentrées sur l'espéranee: Concilium 59 (1970) 86.
6. En una oración sobre las ofrendas, la liturgia pide: «Nostras etiam
rebel1es compel1e propitius voluntates (incluso si éstas son rebeldes, fuerza
nuestras voluntades»>.
penetrar en lo más profundo del hombre, pero no logra ja-
más, en la tierra, identificarse totalmente con él. Si no, el
hombre estaría en el infierno incluso antes de morir.
Para pasar de una vida terrestre, muy santa incluso, a la
santidad celeste, es necesaria una gracia suprema, sobrehu-
mana, la de un total morir fuera del mundo hacia el Padre,
en comunión con Cristo. Para la elección absoluta del mal
en un acto de autocondenación, ¿no debería disponer el hom-
bre, en su muerte, de una libertad superior a la que gozaba
en la tierra, de una fuerza no ya sobrehumana sino casi inhu-
mana, en la línea de sus pecados ciertamente, en oposición
a su ser humano creado para el amor y la ternura, para la
verdad y la belleza? Ha sido creado en Cristo y hacia él (Col
1, 16), Y este Cristo es todo lo que el hombre puede desear.
Es la eterna infancia de Dios, la irresistible inocencia del
Hijo en su nacimiento. Su encanto podría insinuarse, cierta-
mente, en el último resquicio que, antes de la muerte, sub-
siste incluso en el corazón más duro?
¿Quién sabría decir lo que ocurre en la muerte, esta muer-
te que en el plan creador está destinada a hacer pasar al
hombre de la tierra al cielo? Jesús es el juez del hombre, en
tanto que es su salvador, su abogado, el Hijo de Dios muerto
por este hombre, el pastor que busca a la oveja hasta los
límites extremos de sus extravíos. El hombre ha podido dis-
tanciarse mucho. Pero en su encarnación, el Hijo se ha de-
jado llevar más lejos en su alejamiento existencial, al extre-

7. Esta consideración puede parecer sin valor para quien piensa de


un modo jurídico y no personalista. En efecto, si el papel de la justicia
divina fue contabilizar los desmerecimientos de un hombre y de infligirle
al final de la vida la pena correspondiente, entonces la reflexión desarro-
llada más arriba sería inútil. Esta vale, si se considera la condenación
eterna como inherente al rechazo absoluto opuesto por el hombre al don
de Dios. Parece bien que los pecados cometidos durante la vida terrestre
no constituyan todavía el rechazo absoluto que corresponde al infierno.
mo opuesto de la vida-plena y de la omnipotencia de Dios:
en la extenuación absoluta de su muerte, más pobre que la
de todos los hombres juntos, ya que era la muerte de un
hombre Hijo de Dios, divino, vivida hasta el infinito en el
despojo, capaz de englobar en su inmensidad, a la multitud
de los hombres en su muerte. Este alejamiento fue, no obs-
tante, para el corazón de Cristo, la aproximación más íntima
al Padre, en una sumisión y una acogida ilimitadas. Jesús
entraba en comunión infinita con el Padre en favor de todos,
es decir, para asumidos en su muerte filial.
Ningún hombre habrá estado tan lejos en la desobediencia
como Jesús en la sumisión; su santidad es inmensa, más que
el conjunto de los pecados de todos los pecadores. Esta
muerte infinitamente santa le fija en el corazón de la multi-
tud de estos seres-para-la-muerte, a fin de que en él, todos
puedan morir en un nacimiento eterno.
Se puede pensar también que al llegar aquí, el hombre
se encuentra libre del poder del pecado, ese lastre original
que pesa sobre el mundo (Rom 5, 12), seduce al hombre,
le engaña y le retiene con mil ataduras. Fue entregado a esta
fuerza al venir al mundo, ahora sale de él. Alcanza el instan-
te que está más-allá de la relación con el «Adán pecador»,
ante al único poder de su Padre creador8.
Parece que la gran pregunta es ésta: ¿qué pasa en la
muerte? Los ángeles no tienen la posibilidad de morir. Tam-
poco podemos imaginamos la salvación de los ángeles caí-
dos. No es éste nuestro problema, se lo dejamos a Dios.
Pero si Dios crea al hombre mortal, lo crea para conducido
por la muerte a la verdadera vida. Destinada a introducido
en la vida eterna, ¿no es la muerte el momento de una gracia
última? ¿no es el signo de la cruz del Hij09, «en la que es-

8. Cf. supra. 27-28.


9. Cf. cap. 3, nota 16.
tuvo colgada la salvación del mundo»? O Crux ave, spes
unica!lO. ¿Qué pasa en la muerte?
El cristiano desea la salvación de todos. Sin este deseo,
¿sería hijo del «Padre de las misericordias» (2 Cor 1, 3)?
«Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,
36). Este Padre «quiere que todos los hombres se salven»
(l Tim 2, 3). De ahí el deber de orar por todos: «Os reco-
miendo, ante todo, que se hagan peticiones, oraciones y sú-
plicas por todos los hombres» (l Tim 2, 1). El cristiano ora
y espera. ¿Deberá orar por la salvación de todos, sin la espe-
ranza de ser escuchado? Amando a todos los hombres tanto
como a sí mismo (Mt 22, 39 par), espera para todos como
para sí mismo. Amando a Dios, ora y espera de Dios, que
sea en todos lo que es: el Padre que crea para la vida eterna.
La esperanza no afirma con seguridad: «Todo el mundo
se salvará. El infierno existe, pero yo creo que está vacío».
Esta manera de hablar que es frecuente en nuestros días,
carece de humildad ante el misterio. La esperanza es humil-
de, no habla tan alto:
«Esta pequeña esperanza que parece
una cosita de nada,
esta pequeña niña esperanza,
inmortal» 11 •
Ama y ora y se abandona por todos a la omnipotencia del
Padre de las misericordias.
Incluso los mayores criminales, los que matan a sus her-
manos de múltiples maneras, tienen intercesores en el cielo.
Dios salva a sus víctimas, y éstas, una vez salvadas, oran
por sus verdugos, fieles a la palabra: «Amad a vuestros ene-
migos, orad por los que os persiguen, así seréis hijos de
vuestro Padre» (Mt 5, 44s). ¿No podemos pensar que Dios

10. Himno Vexilla regis y liturgia del viernes santo.


11. Ch. Péguy, Palabras cristianas, Salamanca 51982,27.
les escuchará, a fin de que su alegría sea peifecta (cf. Jn
16, 24), la alegría de dar la vida eterna a quienes les han
quitado la vida en la tierra? Para los verdugos, la felicidad
estará en pedir perdón eternamente a sus víctimas y recibir
por ellas la vida del cielo. Una alegría tal que"subvierte to-
das las normas, que da la vida a quien os la ha quitado, ¿no
es de naturaleza divina? Esta es la de Dios que da la vida
eterna a los hombres asesinos de su Hijo.
Muchos santos han orado por la salvación de todos en el
deseo y la esperanzal2, pues estaban animados por el Espí-
ritu santo. Muchas palabras de esperanza han sido pronun-
ciadas por ellos inspirados por este mismo Espíritu. Como
ésta: «El alma se cansa de pecar antes de que Dios se canse
de perdonar» 13.Y esta otra: «Si se presupone una unión de
amor con otro, entonces puede desearse para el otro como
para sí mismo ... en este sentido, se puede esperar para otro
la vida eterna, en tanto que se está unido a él en el amor»14.
Esta esperanza no paraliza a la Iglesia. La anima a seguir
a Cristo hasta el extremo del esfuerzo de vuestro amor (l
Tes 1, 3), de la caridad que se da afanosamente (Rom 16,
12). «Haré de vosotros pescadores de hombres», dice Jesús
(Mc 1, 17). La Iglesia se compromete, en una gran tarea de
fe y de esperanza, para que el infierno posible no llegue a
ser para nadie una realidad 15 •

12. Cf. algunos testimonios en H. U. von Balthasar, Espérer pour


tous, Paris 1987, 87-103.
13. Santa Teresa de Jesús, Vida 19, 15.
14. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica U-U, q. 17, a. 3.
15. Cf. el libro de H. U. von Balthasar citado más arriba y el ardiente
alegato sobre la esperanza en el artículo de G. Martelet, Malédiction,
tlamnation, enfer. .. : La Vie Spirituelle 147 (1992) 59-75.
Dios se construye una morada en la que habita, en la que
encuentra su felicidad: el Hijo que engendra en la infinita
fuerza de amar que es el Espíritu santo. El Hijo es el cielo
del Padre. Dios no se reserva su cielo, lo abre a las criaturas.
Engendra a su Hijo en el interior de la creación: Cristo es
el cielo construido en el mundo, abierto a los hombres, para
que compartan el amor y la felicidad que reina entre el Pa-
dre y el Hijo en el Espíritu santo.
El cielo está al comienzo de las obras de Dios, pues todo
ha sido creado en Cristo (cf. 1 Cor 8, 6). En él encuentran
su acabamiento: «Dios nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo ... nos ha destinado ... a ser sus hi-
jos ... dándonos a conocer el misterio de su voluntad ... éste
es: recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef 1,4-10).
Cristo, y por tanto el cielo, está al comienzo y al término
de las obras de Dios, porque en Dios mismo, toda la activi-
dad del Padre se dirige al Hijo en la fuerza del Espíritu y
termina en él.
Jesús proclama al principio de su predicación: «Se ha
cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios» (Mc 1, 15).
reino, reinado de Dios, es el nombre que Jesús da a lo que
hoy llamamos cielo. El Reino se establece en el mundo en
la persona y en la actividad de Jesús: «Si yo echo los demo-
nios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios
ha llegado a vosotros» (Lc 11, 20). Según la feliz fórmula
de Orígenes: «En los evangelios, Jesús en persona es el rei-
no» de Dios l.
Pero durante la vida terrestre de Jesús, el Reino sólo se
manifiesta discretamente; todavía debe llegar, aunque está
ya presente: «El reino de Dios no vendrá espectacularmen-
te, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el
reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17, 20s). Los
discípulos aguardándolo, piden sentarse a la derecha y a la
izquierda de Jesús en su gloria (Mt 10, 37), cuando el Reino
llegue con poder: «Algunos de los aquí presentes no morirán
sin haber visto llegar el reino de Dios en toda su potencia»
(Mc 9, 1). Lo que Mateo interpreta así: «...Sin antes haber
visto al Hijo del hombre venir en su Reino» (Mt 16, 28).
El Reino llegará, el Hijo del hombre celebrará su llegada
a través del sufrimiento y la muerte: «Lo matarán, y a los
tres días (sin tardar)2 resucitará» (Mc 10, 34 par). Jesús de-
clara ante el sanedrín: «Desde ahora veréis que el Hijo del
hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que
viene sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64). Daniel había
descrito el Reino eterno semejante a un hijo de hombre que

1. In Matth., tract. 14,7: PG 13, 1197. Esta afirmación se encuentra


con frecuencia en la Iglesia de los primeros siglos (Tertuliano, Cipriano,
Ambrosio).
2. Cf. nota 9 del cap. 2
viene sobre las nubes (Dan 7, 13S)3.En Daniel, el hijo del
hombre es el símbolo de la comunidad de Israel, pero desig-
na al mismo tiempo a su caudillo mesiánico. Jesús se apro-
pia de este símbolo y subraya su interpretación individual:
anuncia el advenimiento del Reino en su persona,.en el mo-
mento en que se desencadena el proceso de su muerte.
La dicha de que gozan los miembros del Reino es la de
Jesús, compartida: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc
23,43). El siervo entra en el gozo de su señor (Mt 25,21).
El banquete está preparado para el Hijo, pero Jesús mismo
invita a los discípulos: «Yo, por mi parte, dispongo un Rei-
no para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para
que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino» (Lc 22, 29s).
Jesús preside la mesa, pero es también el que sirve: «Dicho-
sos los servidores a quienes el Señor, al llegar, los encuentra
en vela: os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa,
y los irá sirviendo» (Lc 12, 37). Jesús estará para siempre
al servicio de esta mesa, como en la última cena: «Yo estoy
en medio de vosotros como el que sirve» 4.
El Reino será la celebración de las bodas anunciadas: «El
Reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda
de su hijo» (Mt 22, 2). La primera alianza había sido ya una
celebración de amor entre Dios e Israels. Jesús es el esposo
mesiánico (cf. Mc 2, 18); el Reino se parece a unas donce-
llas que salen al encuentro del esposo, y entran con él a la
sala del banquete (Mt 25, 1-10).
En el cenáculo, Jesús lleva a plenitud la revelación del
banquete mesiánico: «Os aseguro que no volveré a beber del
fruto de la vid, hasta el día que beba el vino nuevo, en el

3. El nuevo testamento evoca con frecuencia este texto de Daniel:


Mt 25,31; Mc 13,26 par; Lc 17,22-30; Hech 7, 55s; Ap 1, 13.
4. Lc 22, 27; cf. Jn 13, 13s.
5. Os 2,16.18; Is 50,1; Ez 16,8.
reino de Dios mi Padre» (Mc 14, 25 par)6. Lucas sitúa estas
palabras, con motivo sin duda?, antes de la instituciófi de
la eucaristía, y la formula así: «He deseado ardientemente
comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer,
porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se
cumpla en el reino de Dios» (Lc 22, 15s). La comida mesiá-
nica será, pues, una comida pascual, pero celebrada en pleni-
tud, más allá de los ritos prefigurativos a los que Jesús des-
pide. ¿Cuál es el cordero de esta pascua cumplida? Tras evo-
car una comida pascual en el Reino, Jesús instituye la euca-
ristía y proyecta así sobre la misteriosa comida del más-allá,
el comentario con el que nos da la eucaristía: Jesús es el
cordero de la pascua nueva. Como en la eucaristía, él presi-
de la mesa celeste y es también quien sirve, él, que es el ali-
mento ofrecido y la copa. En su símbolo eucarístico, el reino
de Dios aparece como una celeste comida pascual, en la que
Jesús es el cordero inmolado.
Así pues, el cielo se inaugura ya aquí en la tierra. Es el
más-allá profundo de la vida de la Iglesia. Sin sacarles toda-
vía de la existencia terrestre, Jesús encamina a sus discípulos
al Reino, uniéndolos a él: «Os llevaré conmigo, para que
donde estoy yo, estéis también vosotros» (Jn 14, 3). Entre
él que está en el seno del Padre y los discípulos se establece
una comunión recíproca: «Aquel día (el de la pascua de Je-
sús), conoceréis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí
y yo en vosotros» (Jn 14, 20). El cielo se inaugura en esta
mutua comunión.
Estando «en Cristo», estando Cristo «en nosotros», según
las fórmulas utilizadas frecuentemente, san Pablo puede de-
cir: «Nosotros somos ciudadanos del cielo» (Flp 3, 20). Dios

6. Mt 26, 27 añade: «Lo beberé nuevo con vosotros».


7. ef. P. Benoit, Le récit de la cene dans Lc 22, 15-20: RB 48 (1993)
357-393.
«nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasla-
dado al Reino de su Hijo querido» (Col 1, 13), a este Reino
que se había abierto al buen ladrón (Lc 23, 43), primer com-
pañero de la pascua de Jesús.
i Sabemos, por tanto, dónde se encuentra el cielo! Para
prevenimos de todo intento de localizado en el cosmos, se
dice con frecuencia: «El cielo no es un lugar, sino un estado
de felicidad». Sin embargo es un lugar, pero no cósmico, un
lugar personalizado: «Nos ha sentado en el cielo, en Cristo
Jesús» (Ef 2,5). Jesús había anunciado: «Cuando yo sea alza-
do sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Glo-
rificado en su muerte, es el centro de atracción y de conver-
gencia en el que los hombres se reúnen. El cielo es un lugar,
pero este lugar es alguien8• ¿Es un estado de felicidad? Más
que un estado, es un acontecimiento beatifican te. Cristo en
su muerte y su resurrección es, para siempre, el Reino en su
advenimiento. «El se ha hecho para nosotros ... redención>}
(l Cor 1, 30), es la salvación en su realización, en la que
participan los santos. La eucaristía, en la que los hijos de
Dios son los convidados de la «pascua cumplida}}(cf. Lc 22,
16), es su símbolo. Todos, en el cielo y en la tierra, se sien-
tan a la misma mesa, pero en dos vertientes: unos en la luz
plena, otros en la sombra de su existencia terrestre. En me-
dio, el Cordero, en pie e inmolado. Forman un solo cuerpo
al compartir la misma pascua (cf. 1 Cor 10, 16s).
Los hombres no han cesado de dispersarse, desde los orí-
genes, en el espacio y el tiempo. En su pascua, Jesús «reúne
a los hijos de Dios dispersos}} (cf. Jn 11, 52). Los congrega
de la dispersión en el espacio y los reúne en un solo lugar:
en su cuerpo, del que llegan a ser los miembros. Los convo-
ca de la dispersión en el tiempo y los reúne en un único

8. Santa Teresa de Lisieux, Poésie 40, en Oeuvres completes, Paris


1992,724: «Pues el cielo es el mismo Jesús».
instante de la historia: el de su muerte, en el que el Padre
le engendra en la plenitud del Espíritu. Desde siempre los
hombres son creados hacia Cristo y el cielo es la cumbre de
convergencia de su progresiva creación.

En el cielo, los hombres tienen su morada en Cristo,


quien habita en la Trinidad: en él, viven del Padre en el Es-
píritu santo. El cielo es a la vez crístico y trinitario.
Desde su origen terrestre, Jesús era el Hijo que el Padre
engendra en el Espíritu (Lc 1,35). Lo fue a lo largo de su
vida terrena9• Pero es por su elevación por encima de la tie-
rra, en la muerte y la gloria, como este hombre ha sido inte-
riorizado totalmente en el misterio trinitario. El «se ofreció
en el Espíritu eterno» (Heb 9, 14) Y fue resucitado en este
mismo Espíritu (Rom 8, 11). El Padre lo ha tomado en la
fuerza vivificante del Espíritu, en este seno divino que es
el Espíritu, y lo ha conducido a la plenitud filial, «resucitán-
dole, como está escrito en el salmo 2: 'Tú eres mi Hijo, yo
he engendrado hoy'» (cf. Hech 13,33). Jesús es la morada
santa donde se realiza el misterio trinitario en el interior de
la creación. El es también la puerta de esta mansión, porque
es el Hijo de Dios para los hombres, su engendramiento les
está destinado. Entran en la santa Trinidad por esta puerta
que se ha abierto para ellos en la muerte de Jesús.
Ni Cristo ni los santos habitan la Trinidad como un espa-
cio. El Padre está en el Hijo y el Hijo está en el Padre; Jesús
vive en los fieles y éstos viven en él; el Espíritu habita en
los fieles y éstos permanecen en él. Semejante presencia
recíproca no es de orden local: se habita una casa, no se es
habitado por ella. Se trata de una presencia de íntima rela-
ción mutua, tal como acontece en seres que se aman recípro-
camente, donde cada uno llena de su presencia el corazón
del otro; tal como se realiza, sobre todo, entre el Padre y el
Hijo en el Espíritu: una relación de amor, en la "que cada
uno es a la vez habitante y habitáculo.
La presencia del Padre y del Hijo y del Espíritu, se diver-
sifica en el corazón de los santos según la peculiaridad de
cada uno de los tres. Muy grande, infinita es esta diferencia,
siendo una persona cada uno a su manera. Uno es Padre que
engendra. El otro es la persona filial en su infinita receptivi-
dad. El Espíritu es la persona artesana, en la que se realizan
todas las obras de Dios; es la fuerza en la que Dios opera
su obra primordial: la de engendrar al Hijo; es el amor en
el que el Padre sale en su Hijo, en el que el Hijo es infini-
tamente receptivo. En esta infinita diversidad habitan el co-
razón de los santos y hacen la felicidad de cada uno.
Las tres Personas divinas juegan en favor de cada uno de
los santos el papel que juegan entre sí. Lo que son la una
para la otra, son dichosas de serIo para los hombres: Padre,
Hijo y Espíritu santo. Es así como la Trinidad habita en
ellos y ellos habitan la Trinidad. El Padre tiene su morada
en el hombre en tanto que Padre de este hombre; ejerce para
él la paternidad que ejerce con respecto a su Hijo; está pre-
sente en el santo como está presente en el Hijo: en tanto que
él lo engendra. El Hijo está presente en tanto que engendra-
do en favor de este hombre, para que éste sea, en el Hijo,
un verdadero hijo de Dios. Lo que es el Espíritu santo, lo
es en favor de este hombre: fuerza de amar en la que el Pa-
dre engendra y el Hijo es engendrado; todo se realiza en esta
divina fuerza de engendramiento que es el Espíritu. Los san-
tos son «filializados» en el Espíritu que es su vida. Es la
felicidad del cielo.
El don trinitaria se concede a todos los santos, pero la
diferencia entre ellos puede ser muy grande. El Espíritu es
amor, su acción se mide según el grado del amor. La presen-
cia trinitaria conoce grados de intensidad, en la medida de
la caridad de cada uno 10.

«Veremos cara a cara», dice san Pablo (1 Cor 13, 12).


En esta contemplación el hombre será feliz por fin y para
siempre. ¿Qué verá? Una filosofía espiritualista estima que
«la última y perfecta bienaventuranza no puede estar más
que en la visión de la esencia divina. La bienaventuranza
perfecta requiere que la inteligencia llegue hasta la esencia
misma de la causa primera»l1. En Jesucristo Dios se ha re-
velado no sólo como el Ser infinito, causa de todo, sino co-
mo Padre, esencialmente Padre del Hijo único en el Espíritu
santo. Sabemos, por otro lado, que la vida celeste no es sino
la vida cristiana, conducida en la tierra por la fe, llevada a
su plenitud. Ahora bien, esta vida cristiana es distinta de un
conocimiento intelectual de Dios. Además el cielo se descri-
be en los evangelios como una fiesta comunitaria celebrada
en el amor, como un banquete de bodas; la definición prece-
dente ignora este aspecto de la bienaventuranza celeste.
La vida cristiana en la tierra es crística y trinitaria, así
es también el cielo, tal su dicha; dicha que Jesús desea y
recibe de su Padre y comparte con los suyos: «Padre, glorifí-

10. La teología ha sabido desde siempre que la presencia trinitaria


es correlativa a la caridad. Está ausente de las criaturas inanimadas, no
personales, incapaces de caridad, por mucho que la acción de Dios esté
presente en todas partes. Tampoco entra en el corazón de un hombre
habitado por el odio al prójimo.
11. Summa Theologica 1-11, q. 3, a. 8.
came cerca de ti ... para que ellos tengan en sí mi alegría
cumplida» (Jn 17,5.13).
Jesús, el Hijo de Dios, es el cielo de los hombres, ellu-
gar de su alegría; la felicidad está en vivir en comunión con
él. En la tierra, san Pablo se sentía lejos del Seflor, en el
exilio (2 Cor 5,6). Deseaba «partir», encontrarse con él (Flp
1, 23), para «estar siempre con el Señor» (l Tes 4, 17). «Es-
tar con» es un deseo del amor. Pablo aspiraba a vivir no
solamente en la proximidad de Cristo, sino en la reciproci-
dad de una presencia íntima. Ya desde esta tierra, la Iglesia
empieza a «conocer» a su Señor-Esposo en una intimidad
así: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí
y yo en él» (Jn 6, 56). El conocimiento íntimo se realiza en
el compartir una misma muerte, en la que se nace juntos.
Jesús ha debido morir para conocer así a los suyos: «Yo co-
nozco mis ovejas y las mías me conocen a mí... y yo doy
mi vida por las ovejas» (In 10, l4s). Los fieles deben morir
para conocer en el amor: «¿Quién me librará de este ser mío
preso de la muerte?» (Rom 7,24), suspira san Pablo, de este
cuerpo de «carne» que encierra y se opone al absoluto del
don de sí y de la acogida del otro. Solamente «aquel día»,
el de la pascua de la muerte y resurrección, «conoceréis ...
que vosotros estáis en mí y yo en vosotros» (Jn 14, 20).
¡Dichosa Iglesia del cielo! Vive en la unidad de un mis-
mo cuerpo, el de su Señor-Esposo, compartiendo su única
muerte, en la alegría de su eterno nacimiento. La gracia de
un mismo morir con Cristo -«si morimos con él» (2Tim
2, 11)- es eterna, porque Cristo es eternizado en su morir
hacia el Padre12• Eterna es también la gracia del mismo na-
cimiento en Dios: «Ya que habéis resucitado con Cristo»
(Col 3, 1), con él que nace del Padre en un hoy eterno. Nada
es tan personal, nada es tan imposible de compartir como
la muerte y el nacimiento. Pero he aquí que Cristo y su Igle-
sia tienen en común su muerte ysu nacimiento. La muerte
es aparentemente la ruptura radical, pero ha llegado a ser
lo infinitamente contrario. En una intimidad insondable, son
perfectos los desposorios entre Cristo y la Iglesia. Todo gran
amor aspira a la muerte, en un deseo, no ya de destrucción
sino de plenitud. La felicidad celeste está en vivir muriendo
eternamente de amor13•
Esta dicha de vivir en la muerte es, compartida, la de Je-
sús en su divina filiación: se vive en comunión con Cristo,
en el misterio en que Dios le engendra en el Amor, el Espí-
ritu santo. La felicidad del cielo es vivir en la Trinidad.
Un día Jesús, «exultó de gozo en el Espíritu santo» (Lc
10, 21), feliz de su Dios y Padre. Tenía el conocimiento
beatificante no sólo de la «esencia divina» (de la divinidad),
sino de la paternidad de Dios con respecto a él: «Te doy
gracias, Padre ... porque has revelado estas cosas a los peque-
ños (de los que yo soy el primero). Sí, Padre, así te ha pa-
recido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie
conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre,
sino el Hijo» (Mt 11, 26s). El conocimiento mutuo de Dios
y de Jesús es el de un Padre y de un Hijo. Porque el miste-
rio de Dios es ser el Padre infinito de un Hijo infinito; el
misterio de Jesús es ser este Hijo en su encarnación. Glorifi-
cado, Jesús vive totalmente en el seno de su Padre. «Es así
como ve a Dios cara a cara: por la plena experiencia que
tiene de la paternidad de Dios respecto de él» 14.

13. Esta fue la pasión de amor de Teresa de Lisieux, cuyo deseo


supremo fue «morir de amon>. Lo que deseaba como gracia suprema se
le concedió como gracia permanente.
14. Jesús vivió esta experiencia de la paternidad de Dios ya durante
su vida terrestre. Se dice con frecuencia que desde entonces gozaba, en
su humanidad, de la visión beatífica que habría comportado, además de
una ciencia universal, la bienaventuranza celeste (al menos en el ápice
¿Quién podría expresar la dicha celeste de Jesús: nacer
sin fin del Padre, recibirse infinitamente de él, en una comu-
nión perfecta? Felicidad de adorante contemplación en el
amor y la acción de gracias que, en la tierra, estallaba en
la invocación «¡Abba! ¡Padre!». Sólo Jesús conoce a Dios
en toda su paternidad, porque es el Hijo único. Pero la ale-
gría filial la comparte con los que le son dados como herma-
nos (Rom 8, 29). Hijo-de-Dios-para-nosotros, habita para
nosotros la Trinidad, de la que es también la puerta: hace
entrar a los hombres en el seno del Padre, engendrados con
él en el Espíritu santo.
Los hombres conocen a Dios en su paternidad por la co-
munión con Cristo: son «herederos de Dios y coherederos
con Cristo» (Rom 8, 17). Jesús es el mediador de la visión
cara a cara, igual que en la tierra era el camino de acceso
al Padre: «Yo soy el camino ... nadie va al Padre sino por
mí» (cf. Jn 14, 6). En el cielo, es más que nunca el camino,
el mediador de la filiación y del conocimiento del Padre.
Los santos ven a Dios cara a cara (l Cor 13, 12), gracias
a esta mediación su conocimiento es inmediato. Cristo es
su mediador sin ser un intermediario: comparte con ellos su
de su alma). Esta forma de comprender el conocimiento que Jesús tenía
de Dios, se sitúa menos en el contexto de una teología del misterio pas-
cual y de las relaciones trinitarias que en el de la visión cara a cara de
la esencia divina. ¿Es conciliable con una auténtica existencia terrestre
y con algunas limitaciones que Jesús reconocía (Mc 10, 40; 13, 32; 14,
35s), así como con la angustia inmensa de Getsemaní y del Calvario? Por
lo demás, esta visión beatífica no corresponde a la especificidad filial de
Jesús. Como Hijo de Dios tenía un conocimiento que le era propio en
tanto que Hijo único: el de Dios en la eterna paternidad respecto de él.
En lugar del lenguaje de la «visión beatífica», parece preferible recurrir,
aunque imperfecto también, al de la «conciencia filia!», de la que Jesús
gozó siempre, y que en la gloria de la resurrección, ha llegado a su plena
luminosidad. Este conocimiento filial, de carácter trinitario, era compati-
ble, en la tierra, con ignorancias e inmensos sufrimientos morales; y podía
incluso contribuir a estos sufrimientos.
propia experiencia de Dios que es inmediata. Ellos, conocen
cómo nacen: en Cristo y por la acción del Padre que engen-
dra a Cristo y a los que están en él. Conocen al Padre, co-
naciendo con el Hijo.
En otro tiempo, los teólogos se interrogaban sobre la pri-
macía, bien de la inteligencia, bien de la voluntad: ¿por cuál
de estas facultades, entra en el hombre la bienaventuranza
eterna? ¿no es éste un problema vano? El dedo de Dios toca
al hombre en su yo, en el fondo de él mismo. Dios le engen-
dra a partir de ahí: la felicidad del cielo surge en el hombre,
de su profundidad, de su persona. El hombre conoce a Dios
en su misterio, es decir, en su paternidad, por el hecho de
nacer de él. Semejante conocimiento es vital: «Esta es la
vida eterna: que te conozcan a ti» (Jn 17, 3). Dios se revela
Padre, realizando su paternidad en el hombre; éste le conoce
en la experiencia de su filialidad.
Jesús es el Hijo en el Espíritu santo, conoce a su Padre
en la fuerza divina de engendramiento que es el Espíritu
santo. También los fieles: conocen en el Espíritu, es decir,
por la acción en la que nacen de Dios. Jesús había prometi-
do a sus discípulos el Espíritu que «les conducirá hasta la
verdad plena» (Jn 16, 13). Ahora bien, la verdad total de
Dios está en su infinita paternidad: «Yo les he dado a co-
nocer tu nombre» (Jn 17, 26), tu nombre de Padre. En el
cielo, el Espíritu introduce a los hombres en el conocimiento
pleno de su Padre, dándoles co-nacer plenamente, junto con
Cristo. Ven a Dios cara a cara en la exultante experiencia
de este co-nacimiento.
Dios sale de sí mismo, engendra al Hijo, amando: «El
amor produce el éxtasis»15. El Espíritu santo, potencia del
Padre en su paternidad, es un amor infinito. «Son tres: el

15. El Pseudo-Dionisio, retornado por santo Tomás, Summa Theologi-


ea I-II, q. 28, a. 3, sed contra.
Amante, el Amado, el Amor»16. Son tres: el Padre, el Hijo
y el Espíritu que es su amor y en el que son Padre e Hijo.
Los hombres son engendrados con Cristo en este Espíritu
de amor; con Cristo, conocen al Padre en el amor. El cono-
cimiento celeste es, por tanto, una experiencia vital, efecto
del dominio total de la paternidad de Dios, en la fuerza de
amar que es el Espíritu. Los santos conocen en el amor, en
el que nacen con Cristo.
Esta ciencia se da en germen ya desde esta tierra. Cuando
la Iglesia quiere conocer, invoca al Espíritu, no porque el
Espíritu sea la verdad y la luz: es Jesús quien reivindica este
doble título17. Pero «él guía hasta la verdad plena» (Jn 16,
13), dando poder conocer; lo da en tanto que es amor y que
pone en comunión. El conocimiento espiritual es cordial, los
ojos se abren en el corazón (cf. Ef 1, 18), en la amorosa
comunión del misterio divino, en la experiencia de este mis-
terio: «Que vuestro amor siga creciendo más y más en pe-
netración y en sensibilidad» (Flp 1, 9). En el cielo, la comu-
nión de conocimiento es total, en la plenitud de la filialidad.
El Espíritu de amor es alegría de vivir, la de Dios en su
paternidad, la de Jesús en su filialidad: «Estalló de alegría
bajo la acción del Espíritu y exclamó: ¡Padre ... !» (Lc 10,
21). «La alegría del Espíritu» es proverbial18• Es la alegría
exultante que pone al Padre con el Hijo en éxtasis, que arro-
ja al Hijo en los brazos del Padre; la alegría de Dios de ser
Padre que, amando, engendra al Hijo; la alegría del Hijo de
nacer de este Padre, amándole. El Espíritu es amor y alegría
de amar. «El Espíritu del Señor llena la tierra» (Sab 1, 7),
llena de alegría a Dios mismo.

16. San Agustín, De Trinitate, 8, 14: CCL 50, 280.


17. ln 9, 5; 14,6.
18. Hech 13,52; RaID 14, 17; Gá15, 22; 1 Tes 1,6.
Jesús comparte su alegría filial con los suyos, su alegría
es comunicativa porque el Espíritu es comunión: «Beberé
con vosotros el vino nuevo en el Reino de mi Padre» (cf.
Mt 26,29). Esta «alegría nadie os la quitará» (cf. Jn 16,22),
porque nadie se la puede arrebatar a Cristo que es, para
ellos, el Hijo de Dios en el Espíritu santo.

Los fieles forman, ya desde la tierra, una Iglesia, una


comunidad reunida en Dios Padre y el Señor Jesucristo (1
Tes 1, 1) Y en la comunión del Espíritu santo (2 Cor 13,
13).
Las numerosas imágenes de la Escritura que hablan del
cielo, celebran la dicha comunitaria: la sala del festín, el
banquete nupcial, el símbolo admirable que es la comida
pascual en la que el Reino se realiza (Lc 22, 16), el grupo
de los doce reunidos en la eucaristía, que deben amarse entre
sí. Otro nombre para designar la vida eterna es la palabra
«comunión»: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto ... os
lo anunciamos para que estéis en comunión con nosotros en
esa comunión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesu-
cristo. Os escribimos esto para que vuestra alegría sea com-
pleta» (1 Jn 1, 3s). Incluso la salvación individual se pre-
senta como una comunión: «Estoy a la puerta y llamo: si
alguno oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (Ap 3,
20).
El hombre es una persona, creado para la relación, a ima-
gen de Dios que es uno y que habla en plural: «Hagamos
al hombre a nuestra imagen» (Gén 1,26), la de un Dios úni-
co que los cristianos saben trinitario. Por la muerte a «la
carne» que encierra a los hombres en sí mismos, Dios los
ha liberado del mal de estar solos, y, por la fuerza de la
resurrección, los conduce a su plenitud relacional. Ha hecho
de ellos, seres unidos y en donación de sí, en Cristo que es
la imagen de Dios (2 Cor 3, 18).
En el cielo son numerosos y son uno, habiéndose unido
enteramente a aquel en que han sido creados, Cristp, su co-
mienzo total. La unidad, en esta centralidad universal en el
Hijo único, es perfecta: «Serán todos un solo cuerpo y un
solo espíritu ... Y el vínculo de esta unidad es la gloria»19.
Su unidad no es sólo de espíritu, sino de Espíritu santo.
Por él, el Padre los ha creado en Cristo y los lleva a él. El
Padre y el Hijo están unidos en la indivisibilidad del Espíri-
tu que les es común, una persona en las otras dos20, Espíri-
tu del Padre y del Hijo, su corazón único para ambos. Ahora
es el corazón de todos, uniendo a los santos entre sí, dotán-
doles de la capacidad de donación total de sí y de acogida
mutua. Por la fuerza del Espíritu santo son más que nunca
ellos mismos y, sin embargo, inseparables, porque es indi-
visible la persona del Espíritu que ha llegado a ser su Espí-
ritu y que les establece en la unidad del Padre y del Hijo:
«Aquel día (el de la pascua eterna de Jesús), conoceréis que
yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros»
(Jn 14, 20).
Muchos y uno, existen los unos para los otros. Lo que
Jesús ha llegado a ser, un ser-para-todos, espíritu que da
vida (l Cor 15, 45), en la muerte por todos en la que es el
Hijo para todos, resucitado por ellos (2 Cor 5, 15), los san-
tos lo son también, a su nivel, según el grado de su transfor-
mación en el Espíritu santo. Así, son ricos los unos de los
otros. No por compartir los bienes que cada uno poseyera,
pues en el cielo nadie posee nada: su riqueza es el Espíritu

19. San Gregorio de Nisa, In Canto hom. 15: PG 44, 1116s.


20. Según la fórmula de H. Muh1en, Der heilige Geist als Person,
Münster 1963, 164.
santo que, más que un bien que se distribuye, es un vínculo
que une. Estando plenamente personalizado s en el Espíritu,
los santos son semejantes al Padre y al Hijo que ignoran lo
mío y lo tuyo y no conocen más que el diálogo del yo y el
tú: su riqueza es ser en comunión.
Esta comunión fraterna es incomparablemente más íntima
que el lazo que une entre sí a dos hermanos en la tierra.
Salidos de los mismos padres, sin embargo nacen separados
unos de otros, y a lo largo de la vida se dispersan más y
más. Los hijos de Dios nacen y viven en este seno divino
que es el Espíritu santo, en que el Padre les engendra con
Cristo. A lo largo de la vida en la tierra se reúnen cada vez
más, y en la muerte se unen plenamente a Cristo en el ins-
tante único de su eterno nacimiento: nacen juntos en Cristo.
Intimamente fraterna, la sociedad celeste es mutuamente
materna. Dos seres que se aman viven no solamente el uno
para el otro sino el uno por el otro. Lo que es toda la Igle-
sia, «la Jerusalén de arriba, nuestra madre» (Gá14, 26), cada
uno lo es para los otros, según la medida de su gracia. Por-
que el Espíritu santo es no sólo un vínculo que une, es un
seno del que se nace.
Esta Iglesia fraterna y materna está personalizada en la
madre del Señor, santa María, que es la hermana más próxi-
ma a cada uno y la madre de todos. Se une a Jesús en el
Calvario para ser allí la presencia fiel de todo el pueblo de
Dios. El le ha dicho, refiriéndose al discípulo: «Ahí tienes
a tu hijo» (Jn 19,26). En el corazón de la comunión celeste,
rica de la plenitud de gracia de la Iglesia, ella es santa para
todos, María, nuestra madre.
Lo mismo que santa María, cada santo es fuente para
otros, en la medida de su propia santificación en Cristo. La
gracia, siendo un modo de ser propio a cada uno, y no un
tener, no se puede distribuir. Pero como afecta a la persona
y la hace comunicable, enriquece a otros en la medida en
que santifica a cada uno. El Espíritu santo es un vínculo que
«enlaza a unos con otros»21, lo mismo que el Padre y el
Hijo son ricos uno para otro, uno por el otro, cada uno rico
de la persona del otro.
Entonces, ¿cómo comunica el santo a los otros su santi-
dad? Uniéndose y d¡índose a ellos por el hecho de su santi-
dad. Como Cristo ~~hallegado a ser espíritu que da vida»
(l Cor 15,45), un ser amorizado, en total donación y comu-
nicación de sí. Dándose a los suyos, uniéndose a ellos, Cris-
to les hace miembros de su cuerpo y les enriquece de sí mis-
mo. La eucaristía, en la que Cristo enriquece a los fieles por
el don de sí mismo, lo esclarece. Este poder de darse, de
llegar a ser la riqueza del otro, la comunica a los suyos en
la medida del Espíritu que les anima. También ellos son
eucaristía, ricos los unos de los otros, por su mutua perte-
nencia. Son el cielo, los unos para los otros22.
Esta riqueza compartida es muy grande. Todo el oro del
mundo no es nada comparado con el privilegio de aquel a
quien otro es dado en la gran dignidad de su persona. No
hay tesoro comparable a la íntima pertenencia mutua de dos
personas en un único amor. Hace tomar parte en el misterio
de Dios, que es comunión del Padre y del Hijo en el amor
infinito del Espíritu.
No se tendrá envidia de aquellos cuya gloria sea mayor,
sino que se sentirán felices23. Pues esta gloria es la comu-

21. Lumen gentium, 49: «Todos los que son de Cristo por poseer su
Espíritu, constituyen una misma Iglesia y se unen mutuamente en é1».
22. Por el contrario, se sabe que en un mundo egoísta, «el infierno
son los otros».
23. Se pueden evocar aquí estas palabras de Teresa de Lisieux: «Co-
mo una madre está orgullosa de sus hijos, así lo estaremos nosotros, los
linos de los otros, sin la más mínima envidia». «Dios quiere que los santos
se comuniquen unos a otros la gracia por la oración, para que en el cielo
sc amen con un gran amor. .. En el cielo no se encontrarán miradas indife-
rentes, porque todos los elegidos reconocerán que se deben unos a otros
nión del Espíritu: une con los demás a aquel que la posee
y hace de él la riqueza de los otros. Cuanto más grande es
la gloria de un santo, tanto más les pertenece a los que está
unido por esta misma gloria: santo en sí mismo y para los
otros. ¿Tendrá una mujer envidia de su marido porque es
príncipe de sangre real, cuando ella ha llegado a ser princesa
por el amor que este hombre le tiene? ¡Qué ricos son aque-
llos a quienes la madre del Señor es dada en la abundancia
de su gracia! Ahora bien, ella pertenece a todos. El más pe-
queño del Reino es rico por el amor que los grandes y los
más grandes le tienen, y porque le pertenecen en el amor.
Los primeros del Reino son los servidores de todos, porque
son santos para todos. También en el cielo vale la consigna:
«Que el primero entre vosotros tome el lugar ... del que sir-
ve» (Lc 22, 26).
Jesús, el Señor, está al servicio de todos, convertido en
alimento universal, espíritu que da vida; su gloria está en
ser el grano de trigo que da fruto abundante (Jn 12, 23s).
Así es también la gloria de Cristo en sus santos: permane-
ciendo en él, dan mucho fruto (cf. Jn 15, 5),fruto que per-
manece (Jn 15, 16). Son fuente de vida para los demás. Su
gracia es fraterna y materna a la vez, para siempre.
¿No es algo parecido lo que dice Jesús -con otras pala-
bras- cuando promete confiar a sus servidores grandes co-
sas el día de su venida (Mt 25, 2l)? A uno el gobierno de
diez ciudades, a otro el de cinco (Lc 19, 16-19). Cada uno,
en la medida de su gracia, participará en la realeza de Cris-
to, que es dar la vida eterna.
Pero hasta ese día final, mientras haya hombres en la
tierra, la Iglesia del cielo, feliz de contemplar a Dios, tendrá
sin embargo el rostro vuelto hacia la tierra, preocupada por

las gracias que les habrán merecido la corona». Derniers Entretiens, en


Oeuvres completes, Paris 1992, 1036, 1048.
la salvación de los hombres, hasta el momento en que el
último de entre ellos se una a la comunidad celeste. Jesús
había dicho: «Me voy y volveré a vuestro lado» (In 14,28);
con él, los santos han dejado este mundo, pero para volver.
Se preguntó a santa Teresa de Lisieux: «¿Verdad que nos
mirarás desde el cielo?». Ella respondió: «No, bajaré». Y
en otro momento: «Pasaré mi cielo en la tierra» 24.La Igle-
sia del cielo, más aún que la de la tierra, es la Jerusalén de
arriba, nuestra madre (Gál 4, 26), en trance de parto. Con
Cristo, que ante Dios intercede por nosotros25, ella suplica
y da gracias por ser escuchada. Los santos nos esperan, nos
atraen y nos recibirán en las moradas eternas (cf. Lc 16,9).
En las tiendas de los demás estaremos en casa. Aquellos que
nos aman y que amamos, serán nuestra patria26.

El cielo es cumbre de creación. Habiéndolo alcanzado,


los hombres no cesan de crecer: «El que se eleva no se de-
tiene jamás. Va de comienzo en comienzo, por los comien-
zos que no tienen fin»27. En otro tiempo llamados a la co-
munión con el Hijo prometido para el último día (l Cor 1,
9), son más que nunca santos por vocación28, llegados a
la meta y vocacionados, a un tiempo. La gracia llena y llama
colmando: «Tiene lugar aquí la mayor paradoja: la misma
cosa es a la vez estabilidad y movimiento»29.
24. Santa Teresa de Lisieux, Derniers Entretiens, 1039 y 1050.
25. Rom 8, 34; Heb 7, 25.
26. Santa Teresa de Lisieux, Derniers Entretiens, 1041, hablando del
cielo: «Todos los santos son nuestros familiares».
27. San Gregario de Nisa, In cant.: PG 44, 941.
28. Rom 1, 7; ICor 1, 2.
29. Gregario de Nisa, Vida de Moisés, Salamanca 1993, n.O243, 126.
La posesión de un bien no basta para asegurar una felici-
dad duradera. No se tardaría en cansarse. La felicidad del
cielo brota de la unión siempre actual de las a:spilaciones
y de su realización. La belleza del rostro divino es inagota-
ble, se bebe sin pecder la :se(l~l)).
Dios no tiene límites, para
que se le busque aun cuando se le ha encontrado3U• El Espí-
ritu que es la felicidad celeste, es comunión y búsqueda de
comunión. amor y deseo. Una saciedad que es insaciable,
es la firma de una felicidad perfecta.
Aboca los hombres han alcanzado la plenitud filial, sin
embargo no cesan de nacec. Su plenitud está pam siempre,
en este nacimiento. Por su muerte, Jesús ha reunido en todo
su ser humano, su eterno oñgen ilivino: vive para siempre
en el instante de su nacimiento en el seno del Padre. Con
él y en él. los hombres viven en la fuente de ellos mismos.
Llegados al término, comienzan :sin fin.
No nacen ya para morir, el tiempo ya no los lleva a la
tumba. ya que nacen en su muerte misma. junto con Cristo.
Jesús ha invertido el sentido de la muerte. la ha transforma-
do en nacimiento; a la vez ha invertido el sentido del tiem-
po: ya no se escapa. llega.
El tiempo del cielo es crístico y trinitario, como todo lo
que es celeste. En el cielo se vive en la hora pascual __ Ia
hora» de la que habla san Juan- en la que Dios resucita a

30. San Ireneo. Adv.. han:. IV. n. 2: «De la mimaa m.aDeI'.a que Dios
es siempre d mismo. así d hombre em:ontIáD.do:se en Dios progresa.
siempre hacia Dios. Dios no ces:ri de colmar YIc:oriquooeI" al hombre.
ni d hombR: de ser colmado y enñqoocidopor Dios ••. San BemanIo./n
Ctml.."semw 84: «<La posesión del cielo no apaga el deseo sino que lo
expande». Santa Teresa de Lisieux, Poésie 33. en O€uWlt!Ji ~.
Pañs 1992" 711:
«Amare sin medida Y sin tasa,
y mi felicidad pan'l'Cel'á. sin cesar.
tan DUe\'a como la primen Vez».
31. San Agustin" 1."Joh. lTDICI.. 63. 1: CCL 36" 485.
Jesús en su muerte, diciéndole «Tú eres mi Hijo. yo te be
engendrado hoy» (Bech 13. 33). La eternidad de los hom-
bres es la de sn nacimiento en el Hijo de Dios. Con Cristo.
son asumidos en la eternidad trinitaria, que no es un instante
fijo. un Nunc semper stons. es decir. un ahora detenido. Es
la dmaciÓD de un negar a ser. si es que se puede hablar de
un negar a ser divino: la duración del engendramiento del
Hijo por el Padre en el Espíritu santo. la de un devenir en
que el principio y el término no son más que uno. Es ahí
donde la vida del cielo hace brotar su etemidad32. Aunque
no sea fijo. el tiempo del cielo no se escapa: culmina, co-
mienza en la meta.. Lejos de vaciarse sin cesar. el instante
de la bienaventuIanza se colma de su fuente. Ya en la tiena"
la eternidad bahía comenzado a introducUse insenstblemente
en los hombres" en los cuales se inscribía, desde entonces.
el nombre del Padre Y del Hijo Y del Espíritu santo.
«Espero la resmrección de los muertos y la vida del mun-
do futuro»33. El evangelio de la resurrección de Cristo se
ba proclamado. la vida eterna está dispuesta, «se muestra
la salvación. los apóstoles comprenden. se acerca la pascua
del Señor. se cumplen los tiempos y se instaura el orden
oosmico~. Los fieles se reúnen ya en tomo a la mesa de
la eternidad. se alimentan del pon del cielo (Jn 6. 33). coci-
do al fuego del Espíritu santo. Ellos fonnan «la Iglesia. .. que
está en Dios Padre y en el Señor Jesucristo» (l Tes l. 1).
prefigmación. pese a las debilidades humanas. de la comuni-
dad eterna.

32. ¿No pod:emtJspem3I" que las. dos dimeDsiolli:S eóImIicas de espacio


J de tiempo expresaD dos aspedM de) misteño IriDituio. J encumttm
ahí su €Jrigen? El Hijo que Dios eugmdra" en quien mon" ¿no es e) espa-
cio origiDaJ? El Espiritu en el que el Padre engemln" ¿DOes el tiempo
origjDal? El Padre vive en este espacio J este tiempo..
33. SímIldo niclcuo-oollSfaD1ioopotitano.
34. Carta tl Diognell/l. SouIc:es w. 33. 85.
La eucaristía es profética. Ignacio de Antioquía estaba
impaciente de celebrarla en el cielo: «Quiero el pan del cie-
lo, que es la carne de Jesucristo, de la estirpe de David, y
como bebida quiero su sangre, que es el amor incorrupti-
ble»35.En su liturgia, la Iglesia de la tierra vive en ósmosis
con lo mejor de sí misma que está en el cielo36, hasta el
día en que «la ciudad entera, es decir, la comunidad. de los
santos, sea ofrecida a Dios por el sumo Sacerdote, como un
sacrificio universal»3?

35. IgnRom 7, 3.
36. Concilio de Trento, sesión 13, 8: DS 1649: Los fieles «comen
ahora, velado por el sacramento, el mismo pan de los ángeles que será
su alimento más allá de todo velo».
37. San Agustín, De civ. Dei X, 6: CCL 47, 279.
Las realidades últimas -la muerte en la que se nace, el
juicio y la resurrección en los que se acaba de nacer. el cielo
en el que el nacimiento es eterno-. estas realidades son pri-
meras tanto como últimas. El hombre se sumerge ahí; y bu-
ceando. va bacia ellos. Cnlmiuación y raíz:. le dan sentido
a la existencia.
Los cristianos se apropiaron muy pronto del primer día
de la semana, el domingo. y lo convirtieron en el día cristia-
no por excelencia. Se le llamaba Dia del Señor (Ap l. 10).
«SeñOI:&es; el título reconocido a Jesús en la gloria de su
resurrección: «Dios ha constituido Señor y Mesías. a este
mismo Jesús a quien vosotros cmcificásteisJil'n. Este título
es también el de Cristo en su manifestación del último día,
llamado también Dia del Señor.
Se deda pues del domingo. que es el primero y el octavo
día de la semana. día del comienzo del final: «El primer día
de la semana, siendo el primero de todos ... se llama el octa-
vo, sin por esto dejar de ser el primero:&2.En so resurrec-
ción. Cristo es el principio. y es también el término. el Se-

l. H«h 2. 36;; Rom 10. 9; FIp 2, 9-1 L


2. SaJiIJustmo. Diálogo am Tri/ólII. 41.4.
ñor que se manifestará en el último día. Este hombre que
Dios engendra para los hombres es el alfa y la omega de su
semana.
Los primeros cristianos unían al recuerdo de la resurrec-
ción de Cristo, el de la creación en su origen: «Nos reuni-
mos el día del sol (el domingo), porque es el primer día en
el que Dios, sacando la materia de las tinieblas, creó el mun-
do, y porque ese mismo día, Jesucristo nuestro salvador re-
sucitó de entre los muertos»3. La historia de la salvación,
de la que Cristo es el alfa y la omega, comienza cuando
Dios crea el mundo.
Desde su origen, la tierra recibe la semilla, de la que la
resurrección de Jesús y la de los muertos son la cosecha.
Dios que está en éxtasis de sí mismo «en el Hijo ... reflejo
de su gloria, impronta de su sustancia» (Heb 1, 2s), s,ale de
sí en la creación. El Padre engendra al Hijo en el Espíritu
de amor, y en este Espíritu es el creador4• El misterio inter-
no de Dios se exterioriza, Dios crea en la sobreabundancia
de su paternidad de amor con respecto al Unico: crea todas
las cosas, y sobre todo al hombre, en su relación al Hijo.
«Todo fue creado en él... y hacia él» (Col 1, 16). La crea-
ción es un primer paso de encarnación, el preludio lejano
del engendramiento del Hijo en el mundo. Alcanza su cum-
bre cuando Dios resucita a Jesús y resucita con él a los hom-
bres.
3. San Justino, 1 Apo!., 67, 7. La liturgia actual de la Iglesia permane-
ce fiel a esta tradición. En la eucaristía del 31 de diciembre, se lee el
prólogo joánico: «En el principio era la Palabra ... Todo se hizo por ella»
(Jn 1, 1-3). Este mismo día, pide: «Dios todopoderoso y eterno, tú has
querido que todo esfuerzo del hombre hacia ti encuentre su origen y su
acabamiento en la encarnación de tu Hijo: concédenos ser contados entre
los miembros vivos de su Cuerpo, porque sólo en él radica la salvación
del género humano».
4. Santo Tomás de Aquino, Prol. in II Sent.: «Habiendo abierto sus
manos la llave del amor, salen de ellas las criaturas».
El hombre encuentra su sentido en el Hijo que Dios en-
gendra en el mundo, y que conduce, a través de la muerte,
a la plenitud final. El domingo, día primero y octavo, une
en su celebración la creación en su origen y la resurrección
final.
Hablar del más-allá es hablar del hombre en su relación
al Hijo eterno que Dios creador y salvador engendra en el
mundo. Dios ha ligado su nombre al del hombre: lo ha he-
cho un hombre-dios5, un hombre hijo de Dios.

Guardémonos, pues, de no pensar más que en el futuro,


al decir «relidades últimas». Hoyes mañana, el más-allá ha-
bita la profundidad actual. La pascua de Cristo, la muerte,
la parusía y la resurrección y el juicio, son cada día; el cie-
lo tiene su morada en el hombre bueno. El día del último
nacimiento llega a contra corriente de nuestros años que en-
vejecen.
En la tierra, el tiempo se vive paradójicamente, efímero
y denso, se condensa en «una eterna riqueza de gloria» (2
Cor 4, 17). La vida se devana hacia la muerte y se enrolla
hacia el nacimiento ya siempre nuevo. El tiempo pasa mar-
cando la eternidad en el hombre. La muerte y la vida hacen
su obra simultáneamente (2 Cor 4, 10-12), «mientras nuestro
hombre exterior se desmorona, nuestro hombre interior se
renueva de día en día» (2 Cor 4, 16). Hasta el último día,
que será plenamente el del Señor, el de su nacimiento y el
del nuestro.
«Entonces se cumplirá la palabra que está escrita: 'La
muerte ha sido absorbida en la victoria'» (l Cor 15,54). La
muerte en tanto que destructora, y el tiempo que huye, son
del mismo orden: el de lo efímero, el de la ruptura continua.
5. San Bernardo, Sermo 1 in Epiphania, 2: <<¡Quégran prueba de su
bondad nos ha dado: poniendo tanto cuidado en añadir a la humanidad
el nombre de Dios!».
Pero más aUá de las apariencias, la eternidad toma cuerpo,
donde todo es comunión.
¿Qué baJráel hombre que toma conciencia de su paradoja,
de su ser de carne y de espíritu, de boy y de la eternidad a
la vez'? El más-allá no le invita a la evasión fuera de las
realidades de la tierra pues constituye el fondo de lo que es
y de lo que vive el bombn:. No ya:a evadirse, sino a dejarse
invadir, a realizarse desde la profundidad.
«El Reino de los cielos es se.mejante a la levadura; una:
mujer la amasa con tres medidas de barina y basta para que
todo fennentel!>(Mt 13, 33). El Hijo de Dios es engendrado
en el mundo, la levadma está en la masa. PaTa que la leva-
dma invada la masa, bay que amasada.
Dios engendJia a sn Hiijo por el Espíritu santo, y por él
llega el mundo a ser filial. EIies «el amor denamado en los
cornmnesl!>(cf. Rom 5, 5). Parn que la masa femrente, para
que el hombre nazca hijo de Dios, es:preciso qne sea mode-
lado por el Espíritu, que se deje amasar por la caridad divina.
EIianIDJres una realidad celeste, es eterno, «la caridad no
pasa nuncal!>(l Cor 13, S). Pero se activa en las realidades:
de la tierra y en el tiempo fugitivo. El más-allá no invita,
pues,. a la evasión smo a cultivar esta vida con cuidado ava-
ro: «¡Aprovechad las ocasiones~l!>(El 5, 16), este río qne se
escapa, que acarrea el oro de la eternidad.

«Cristo en vosotros, dice san Pablo, es esperanza de glo-


ri3il!í'(Col 1, 21). Está ahí, viene. Es la pmfundidad del POF-
venÍF. Su misterio :Ifilialde muerte J de resurrección es: el
misterio del hombre, so más-allá que le da sentido.
Que le da un sentido pascuaJ, de muerte y de vida. y que
es amor. Porque el amoJj es a la vez de muerte J de vida.
El cristiano es el encargado de lleV'aTesta buena noticia, le
apremia dada a oonocer. A quienes no lo saben les dice:
«.kEstáya en vosotros!l!>.
Pues todos nosotros somos: Iñjos: e hijas: de Dios.

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