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ELMASALLA
MIRADAS CRISTIANAS
Franc;ois-Xavier Durrwell >
EL MAS ALLA
MIRADAS CRISTIANAS
Ediciones Sígueme
Salamanca 1997
1. El más-acá y el más-allá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 15
El hombre Jesús y su más-allá. . . . . . . . . . . . . . . .. 15
El mundo y su más-allá 18
Vivir ya del más-allá 23
2. La venida de Cristo 27
La venida de Cristo, salvación del hombre 28
La pascua de Jesús, misterio de venida. . . . . . . . . .. 30
La manifestación final 35
3. La muerte. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 41
La muerte de Jesús 44
Jesús, mediador de una muerte filial . . . . . . . . . . . .. 51
4. Juicio y purificación . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . .. 57
La justicia de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . .. 57
Un juicio llamado purgatorio . . . . . . . . . . .. . . . . .. 60
Alegrías y sufrimientos de la purificación . . . . . . . .. 64
Asistir al hombre en la muerte . . . . . . . . . . . . . . . .. 65
5. La resurrección de los muertos 69
El hombre, una persona inmortal . . . . . .. 70
El hombre, una persona corporal 72
Resucitados en y con Cristo 78
Una resurrección progresiva 79
La resurrección final 85
Naturaleza del cuerpo resucitado 90
La resonancia en la naturaleza . . . . . . . . . . . . . . . .. 98
8. El cielo 119
Un cielo crístico 120
Un cielo trinitario 124
Una bienaventuranza crística y trinitaria . . . . . . . .. 126
Un cielo comunitario 132
Una insaciable saciedad 137
Este tema jamás lo habría escogido yo. Es difícil. Sin
embargo algunas personas me lo pedían insistentemente:
«¡Háblanos del más-allá, porque no sabemos qué pensar! ».
Eran cristianos creyentes y practicantes que no desconocían
el tema, ni lo negaban como otrosl• Durante decenios2 la
predicación sobre el tema ha sido discreta, diría que casi
silenciosa, dejando a la literatura esotérica, con frecuencia
poco realista, la responsabilidad de responder a la ansiosa
curiosidad del hombre cara a la muerte.
¿Es esta discreción extrema una reacción a la exagera-
ción sobre el tema en la predicación de otros tiempos? ¿ es
debido al malestar que el hombre moderno siente ante imá-
genes tan ingenuas como las que representaban antiguamen-
te «los novísimos»? Pero si estas imágenes están en desuso,
¿por qué no presentar el más-allá en su verdad profunda?
Porque el más-allá del hombre es el hombre mismo en su
profundidad.
1. La afimación de que «después de la muerte no hay nada» sólo
es acogida por el 13% de los jóvenes españoles, mientras que el 37%
señala que <<lamuerte es un paso hacia otra existencia». Y para el 50%
restante <<lamuerte es una cosa natural, aunque no se sabe muy bien si
hay algo después» (cf. Ecclesia 2708 [1994] 16-18).
2. El título del libro de G. Martelet, L'au-dela retrouvé, Paris 1975
es significativo. iSería, pues, necesario reencontrar el más-allá! Desde
entonces se han publicado varias obras sobre este tema. La petición que
a mí se me ha dirigido prueba la utilidad de multiplicarlas.
Quizá no se ha hablado nada o casi nada porque no es-
tá bien visto evocar el más-allá en una sociedad seculariza-
da, agnóstica, insensible a lo que las ciencias experimenta-
les no pueden probar. Pero ¿ no es necesario, sin embargo,
obedecer al mandato de! apóstol Pablo: ¡No os conforméis
a este mundo! (Rom 12, 2)? No os conforméis sobre todo
cuando se trata del anuncio fundamental de Cristo en su
resurrección, al que la fe en el más-allá está indisoluble-
mente ligada.
El silencio sobre el más-allá estaba motivado también
por una legítima inquietud pastoral: exaltar el más-allá,
hablar de la consolación que aporta al hombre en sus sufri-
mientos ¿no era apartar al cristiano del compromiso tempo-
ral, conducir a los pobres a la resignación? El reproche
hecho a la religión de ser el opio del pueblo ha sido una
carga pesada en la práctica pastoral. Pero ¿ se puede pres-
tar a los hombres en su pobreza y sus humillaciones un ser-
vicio mayor que el de despertarles' la conciencia de su dig-
nidad, convencerles de que son hijos de Dios y de que cada
uno vale más que todo e! oro del mundo? Al hombre le vie-
ne la grandeza de su profundidad y de su futuro, en suma,
de su más-allá. Sólo quien no ha descendido jamás al fondo
de la angustia, o no se ha enfrentado nunca con la desespe-
ranza de un hombre, puede despreciar las consolaciones de
la fe o pasar de ellas.
El deber de dar razón de nuestra esperanza (1 Pe 3, 15)
obliga al cristiano a testimoniar el más-allá.
15. San Ireneo, Adv. Haer. 4, 18, 5: «La eucaristía está constituida
por dos aspectos, uno terrestre y otro celeste, de igual modo nuestros
cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, puesto
que tienen la esperanza de la resurrección».
«El reino de los cielos se parecerá a diez doncellas que
tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo» (Mt
25, 1). En varias parábolasl, Jesús exhorta a la vigilancia:
incluso si la noche parece larga hasta la llegada del Maestro,
«¡mantened vuestras lámparas encendidas!» (Lc 12, 35).
En los primeros decenios de su historia, la Iglesia vivía
en la intensa «espera de la revelación de nuestro Señor Jesu-
cristo» (1 Cor 1, 7). Los tesalonicenses «se convirtieron a
Dios ... para aguardar la vuelta desde el cielo, de su Hijo, al
que resucitó de la muerte, y que nos salva» (1 Tes 1, 9s).
Tenían fija su mirada en el día del Señor, el de su manifes-
tación gloriosa. Se vivía ya de ella, y por eso, se la sentía
próxima: «Alegraos ... el Señor está cerca» (Flp 4, 4s).
«Aguardar», «esperar», son palabras que se repiten sin
cesar en la literatura cristiana de entonces2. Son para siem-
pre características de la actitud cristiana3: el fiel «aguarda
(1, 13s), la muerte misma está llena de inmortalidad para los justos (3,
2-4), no tiene para ellos más que las apariencias de la muerte. La muerte
que entró en el mundo por la envidia del diablo, no la sufren más que
aquellos que se ponen de su parte (2, 24).
Cuando san Pablo ve en la muerte la consecuencia del pecado, se
trata de la muerte del hombre en cuanto pecador. Si Rom 5, 12 signi-
ficara que el hombre no es mortal más que a consecuencia del pecado,
¿podría decir Pablo que «no hay condenación para aquellos que son de
Cristo Jesús» (Rom 8, 2), «que Cristo da a la humanidad más que lo que
Adán le quitó» (Rom 5, 15-19)? ¿Cómo tantos santos, empezando por
Pablo, Ignacio de Antioquía, Cipriano ... habrían podido desear la muerte
como una gracia suprema? La Iglesia ¿podría celebrar la muerte de los
fieles como el día de su nacimiento?
Hace falta distinguir en la muerte el aspecto biológico que según Eclo
41, 1-4 corresponde al designio del Creador, y la muerte del pecador
que, por su pecado se excluye de la vida eterna. Para él, la muerte es
verdaderamente mortal.
Una lectura literalista de Gén 2, 17 no sólo es errónea, sino ultrajante
para Dios. Se llama «crimen contra la humanidad» la muerte infligida
a los hombres en razón de su nacimiento (por ejemplo por haber nacido
judíos). ¡Y he aquí que Dios castigaría con la muerte a los hombres por
haber nacido hombres, hijos de Adán! Es urgente borrar de las conside-
raciones sobre el pecado original, todo lo que empañe la imagen del Dios
de Jesucristo.
la que el hombre podría rechazar a Dios y condenarse a una
muerte eterna. Jesús ha muerto para asumir con todo el peso
de su muerte filial, la de todos los hombres, para que ésta
corresponda a la voluntad del Creador y sea para todos la
entrada en la plenitud eterna.
1. Sal 119,40.106.123.
2. En relación a «la cólera de Dios», cf. infra, 71s.
go merecido por el pecado. Es gratuita, soberana, salvadora.
Se comunica, hace justicia. Es verdad, aquel que rechace
esta justicia que no condena, se encontrará condenado por-
que se situará fuera de la justicia.
3. Esto es olvidar que el juicio final se ejerce desde ahora (In 5, 21-
27; 12,31; 2 Tes 1,5; I Pe 4,17). San Jerónimo, In Joelem, 2: PL 25,
965B: «El día del Señor, es el juicio así como el día en el que cada uno
deja su cuerpo. Lo que llegará a ser para todos el día del juicio, se cumple
en cada uno el día de su muerte».
«temer al Señor» se traduce por «pon tu esperanza en
Dios».
15. Lumen gentium, 49: «Todos los que son de Cristo por poseer su
Espíritu, constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en él».
tu. Jesús invierte el sentido de la muerte de los hombres;
la más brutal de las rupturas llega a ser el instante de la
más íntima comunión posible. El Salvador permite unimos
a él en su encuentro con los hombres en su muerte, estar
unidos así en lo que ellos tienen de más personfll: en su
muerte. Nos hace capaces, ¡bendito sea!, de asistir a nues-
tros hermanos y a nuestras hermanas hasta y sobre todo en
el momento de su muerte, el de su última purificación.
La eucaristía nos da esta certeza. Se celebra por el difun-
to después del anuncio de su fallecimiento, a veces mucho
tiempo después. Sin embargo podemos asistirle en su muer-
te, pues estamos unidos a Cristo en la suya: «¡Tomad y
comed: éste es mi cuerpo entregado!». «Entrad en comu-
nión conmigo, donde yo estoy: en el corazón del mundo,
en la confluencia de todos los tiempos. Llegad a ser un
mismo cuerpo conmigo en mi muerte glorificadora, allí
donde yo encuentro al hombre en su muerte. La mano que
parece que se os ha escapado, ¡cogedla! Y conmigo, ¡ayu-
dad a vuestro hermano, a vuestra hermana, a pasar la muer-
te!». La eucaristía de los funerales es una concelebración:
Cristo y el difunto y sus amigos están reunidos en el miste-
rio de la muerte redentora, en favor del difunto.
La Iglesia es la asociada de Cristo, la esposa de la que
no se separa en ninguna de sus actividades, su compañía
en el encuentro con el hombre en su muerte. Jesús es el
Salvador de los hombres en su muerte; junto con la Iglesia,
su madre desde siempre. Su madre sobre todo en el último
nacimiento.
¿Dónde se encuentra el purgatorio? En Cristo, pero tam-
bién en la Iglesia unida a Cristo. El fuego del purgatorio
es el Espíritu santo que está en Cristo pero que es derrama-
do también en el corazón de los creyentes.
Según san Pablo, «los creyentes son quienes juzgarán al
mundo» (l Cor 6, 2). Cristo comparte con los suyos el jui-
cio que pronuncia sobre los difuntos, y que es de miseri-
cordia y de justificación. En el dolor causado por la muerte
del ser querido es importante no cerrarse en sí enfrentándo-
se a Dios sino permanecer fiel al amor de Dios y del ser
amado. Amando, la Iglesia es madre. Ella envuelve a sus
difuntos en los pliegues de la caridad en la que nacen al
cielo.
Puesto que su caridad es la del Espíritu de Dios que está
en el seno donde nace el Hijo y nacen los hijos de Dios.
El cristiano profesa: «Espero la resurrección de los muer-
tos y la vida del mundo futuro» 1. Muchos creen en una vida
después de la muerte; mucho más difícil es la fe en la resu-
rrección de los muertos. Jesús, el iniciador de laJe (Heb 12,
2), creía en ella (Mt 22, 23-32 par). San Pablo sitúa la resu-
rrección de los muertos en el centro de su mensaje: anuncia
a Jesús resucitado y declara también que su evangelio es el
de la resurrección de los muertos2• A sus ojos, la resurrec-
ción de Jesús es, ella sola, la de los muertos3• Esta es la
fue tal hombre en la tierra: «Anima mea non est ego», «mi alma no es
idéntica a mí mismo», Super Ep. s. Pauli lectura 1, 411, Torino 1953. «A-
nima Petri non est Petrus», Summa Theologica 11-11,q. 83, a. 11, ad. 5.
«El alma no es más que una parte del hombre ... Así, ni la definición ni
el nombre de persona le convienen», Summa Theologica 1, q. 29, a. 1, ad.
5. Se podría pues hablar de un «medio-hombre», cf. el documento de la
Comisión teológÍCa internacional, p. 317. El santo del cielo sería pues un
ser deficiente con respecto a su existencia terrestre. Cf. referente a estas
cuestiones los excelentes artículos de Aug. Schmied, Theologie der Ge-
genwart 23 (1980) 50-55; 27 (1984) 221-230; 29 (1986) 238-245.
11. Cf. J. Ratzinger, La mort et l'au-dela, 170. J. M. Aubert, Et
apres ... vie ou néant?, 152: «El alma ... en la doctrina católica clásica,
designa el yo profundo, fuente de las decisiones y de la responsabilidad».
munión con la resurrección de Jesús: «...Habéis resucitado
con él» (Col 2, 12), «por pura gracia estáis salvados; nos ha
resucitado con Cristo Jesús» (Ef 2, Ss). Según esto, la resu-
rrección de Jesús es corporal. A través de sus años terrestres,
el creyente lleva ya una vida de resurrección que encontrará
su fin en la resurrección final (Rom 6, 3-10).
En todas estas afirmaciones, se presenta al hombre como
un ser corporal, santificado como tal en Cristo.
Aunque abocado a la muerte, permanece inmortal en tanto
que ser corporal, porque lleva en sí el germen de su resu-
rrección corporal. No se distinguirá pues en él un cuerpo
corruptible abocado a la muerte y una sustancia espiritual
destinada a sobrevivir bajo la forma de alma separada. Se
reconocerá más bien en él, un más-acá aparente y un más-
allá profundo. El hombre muere como ser corporal y sobre-
vive como ser corporal, de otra manera. La muerte le despo-
ja de lo que acertadamente se llama «el despojo terrestre»
y, sin aniquilarle, le confiere de parte de Dios una nueva
forma de existir como persona corporal. Esta transformación
es iniciada ya desde ahora: «Aun cuando nuestro hombre ex-
terior se va desmoronando, el hombre interior se va renovan-
do de día en día» (2 Cor 4, 16).
«Quizás podríamos decir que la muerte es para nosotros
lo que para la oruga o la crisálida es convertirse en maripo-
sa. La mariposa es distinta de la crisálida, es la misma pero
transformada ya que sólo abandonó el capullo ... Esto no es
más que una metáfora: en la muda del insecto, una forma
sensible sucede a otra forma sensible, mientras que en el
caso del hombre muerto y resucitado, desaparece toda forma
sensible12•
48. «Esto quiere decir que sean las que sean las precisiones sobre el
mundo de la resurrección, son inconcebibles ... No podemos hacemos nin-
guna idea de ese mundo, y además no es necesario. Es preciso renunciar
definitivamente a tales tentativas ... Una yuxtaposición eterna, sin relación
y por ende estática, del mundo material y del mundo espiritual es contra-
ria a la significación esencial de la historia, a la creación de Dios y a la
palabra de la Biblia» (J. Ratzinger, La mort et l'au-dela, Paris 1979, 209).
49. Sin duda nuestra razón encuentra un punto de referencia en las
ciencias actuales, según las cuales la materia es energía. Así Espíritu y
materia convergen en cierta manera, porque el Espíritu es la energía
Según nuestra forma de pensar, materia y espíritu se con-
tradicen, por eso no podemos imaginamos lo que será el
hombre en su resurrección. Resucitado en el Espíritu, será
no obstante lo que era en la tierra: una persona corporal que
existe en sí mismo y en relación. Pero lo será en plenitud.
Así fue para Jesús en su resurrección. Su identidad es
afirmada con una fu.erza desconocida hasta ahora en la tierra.
En otro tiempo parecía no ser más que un hombre (cf. Flp
2, 7), «nacido de la estirpe de David en cuanto hombre»
(Rom 1,3). Ahora, «constituido Hijo de Dios, con pleno po-
der, por su resurrección de la muerte» (Rom 1,4). Llegado
a ser él mismo, él es todo relación~ Antes, encerrado en los
límites de la existencia terrestre, enviado únicamente a la
casa de Israel (Mt 15, 24), es desde ahora, universal, entre-
gado sin límites, entregado al mundo entero.
Todo esto es obra del Padre que en el Espíritu santo con-
fiere al Hijo su identidad. El Espíritu es principio de perso-
nalización. En el Espíritu santo Dios es la persona paterna,
pues engendra en el Espíritu. Jesús es la persona filial en
el Espíritu: nacido Hijo de Dios en el Espíritu (Lc 1, 35),
es conducido a la cima de su personalización filial al resuci-
tar en el Espíritu santo (Rom 3, 11): Soy yo dice en su resu-
rrección (cf. Lc 24, 39), más él que nunca. En su ser huma-
no, entra en relación universal, es personalizado infinitamen-
te, convertido en espíritu vivificante (1 Cor 15, 45), un ser
«amorizado». Según esto, como es él, así seremos nosotros
(cf. 1 Jn 4, 17).
Como en Cristo, el Espíritu juega un papel personalizador
en la resurrección de los hombres50• Bajo su acción la crea-
todopoderosa de Dios. A lo largo de la Biblia, Espíritu y fuerza son dos
conceptos gemelos.
50. Con respecto al papel personalizador del Espíritu santo, me permi-
to remitir a mis dos obras: El Espíritu santo en la Iglesia, Salamanca
21990; Nuestro Padre, Dios en su misterio, Salamanca 21992.
ción evolucionó gradualmente hasta esta culminación que
es la persona humana. El hombre llega a su plenitud perso-
nal resucitando «cuerpo espiritual» (l Cor 15, 44). Recibe
un nombre nuevoSl, el de su total identidad por fin encon-
trada, un nombre precioso del que estará orgulloso, en el que
se reconocerá hijo de Dios (cf. Rom 8, 23). Así las riquezas
relacionales se despliegan: llegado a ser cuerpo espiritual,
el hombre es amorizado, es en relación.
Desde que hay vida en la tierra, el cuerpo es mediador
de la relación, pero de forma deficiente. Soy cuerpo a la vez
que tengo un cuerpo. Como el tener es una imperfección del
ser, que se tenga cuerpo es signo de precariedad, de encerra-
miento en sí mismo, una traba a la libertad. Mi cuerpo no
está totalmente asumido por mi yo, por mi persona que es
relacional por naturaleza. Más que revelar, vela a la persona,
la separa más que la une. Según la Biblia, la condición del
hombre terrestre es ser «carne», esta carne que se caracteriza
por la debilidad y el repliegue sobre sí misma. Cuando el
hombre llega a ser «cuerpo espiritual», santificado en el Es-
píritu de amor y de comunión, ha llegado a su plenitud de
persona corporal.
El don total de sí llega a ser posible gracias a la total
acogida del otro. El hombre se conoce y puede hacerse co-
nocer en total transparencia, mejor de lo que el rostro más
bello sabría hacerla en la tierra. Es liberado del mal de estar
solo, y de los límites en los que se ahogaba su deseo de
infinito. La resurrección de los cuerpos es el misterio de la
intimidad recíproca hecha posible en la donación mutua.
Realiza la comunión de los santos en su extrema verdad.
Esta espiritualización será sin duda diferente en cada uno
según el tesoro de gloria (2 Cor 4, 17) acumulado en su
4. Está también la frase: «Muchos son los llamados, pero pocos los
escogidos» (Mt 22, 14). Pero los exegetas no ven en ella una declaración
sobre «el pequeño número de los escogidos». En Mt 24, 22-24, <<loselegi-
dos» son miembros de la comunidad de los discípulos. Si, de hecho, Jesús
ha concluido así la parábola del banquete nupcial (Mt 22, 14) -falta en
el texto paralelo de Lc 14, 16-24-- puede significar: muchos (es decir,
la multitud) han sido llamados por la predicación de Jesús, bien pocos,
en comparación, han seguido la llamada.
todos los hombres se salven» (l Tim 2, 4); «Dios no quiere
que nadie perezca» (2 Pe 3, 9). Esta voluntad es universal,
y está contenida en el amor ilimitado de Dios por su Hijo
que engendra en el mundo: «Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único ... no para juzgar (conden-ar) al mun-
do, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 16s). En-
gendrando al Hijo para todos, se hace el Dios-Padre-para-
todos. Su voluntad de salvación es universal y absoluta, en
el amor que tiene a su Hijo. Ningún pecado es equiparable
a la medida de esta voluntad de salvación. El sí de Dios es
más grande que el no del pecador; está en otro orden de
cosas, es divino. El no de la criatura, ¿prevalecerá contra
este sí infinito?
La misma crueldad del infierno eterno permite esperar
que Dios, padre de todos, pondrá en acción la omnipotencia
de su gracia para la salvación de todos. El pensamiento te-
rrorífico del infierno arroja al hijo de Dios en los brazos del
Padre, lleno de confianza en su amor por todos. Dice: «Yo
espero en ti por todos»5.
Sin embargo, Dios propone sus dones, no los impone. El
hombre es libre. Pero Dios, ¿no sabrá proponerlos de forma
que el hombre no se oponga? El es el creador de la libertad,
incluso es el que hace al hombre capaz de ofenderle. ¿No
podrá lograr infaliblemente que el hombre acepte libremente
su salvación?6.
La libertad del hombre en la tierra es limitada. No puede
poner ya desde ahora el acto definitivo, ni para bien ni para
mal, que decida para siempre un destino. El pecado busca
21. Lumen gentium, 49: «Todos los que son de Cristo por poseer su
Espíritu, constituyen una misma Iglesia y se unen mutuamente en é1».
22. Por el contrario, se sabe que en un mundo egoísta, «el infierno
son los otros».
23. Se pueden evocar aquí estas palabras de Teresa de Lisieux: «Co-
mo una madre está orgullosa de sus hijos, así lo estaremos nosotros, los
linos de los otros, sin la más mínima envidia». «Dios quiere que los santos
se comuniquen unos a otros la gracia por la oración, para que en el cielo
sc amen con un gran amor. .. En el cielo no se encontrarán miradas indife-
rentes, porque todos los elegidos reconocerán que se deben unos a otros
nión del Espíritu: une con los demás a aquel que la posee
y hace de él la riqueza de los otros. Cuanto más grande es
la gloria de un santo, tanto más les pertenece a los que está
unido por esta misma gloria: santo en sí mismo y para los
otros. ¿Tendrá una mujer envidia de su marido porque es
príncipe de sangre real, cuando ella ha llegado a ser princesa
por el amor que este hombre le tiene? ¡Qué ricos son aque-
llos a quienes la madre del Señor es dada en la abundancia
de su gracia! Ahora bien, ella pertenece a todos. El más pe-
queño del Reino es rico por el amor que los grandes y los
más grandes le tienen, y porque le pertenecen en el amor.
Los primeros del Reino son los servidores de todos, porque
son santos para todos. También en el cielo vale la consigna:
«Que el primero entre vosotros tome el lugar ... del que sir-
ve» (Lc 22, 26).
Jesús, el Señor, está al servicio de todos, convertido en
alimento universal, espíritu que da vida; su gloria está en
ser el grano de trigo que da fruto abundante (Jn 12, 23s).
Así es también la gloria de Cristo en sus santos: permane-
ciendo en él, dan mucho fruto (cf. Jn 15, 5),fruto que per-
manece (Jn 15, 16). Son fuente de vida para los demás. Su
gracia es fraterna y materna a la vez, para siempre.
¿No es algo parecido lo que dice Jesús -con otras pala-
bras- cuando promete confiar a sus servidores grandes co-
sas el día de su venida (Mt 25, 2l)? A uno el gobierno de
diez ciudades, a otro el de cinco (Lc 19, 16-19). Cada uno,
en la medida de su gracia, participará en la realeza de Cris-
to, que es dar la vida eterna.
Pero hasta ese día final, mientras haya hombres en la
tierra, la Iglesia del cielo, feliz de contemplar a Dios, tendrá
sin embargo el rostro vuelto hacia la tierra, preocupada por
30. San Ireneo. Adv.. han:. IV. n. 2: «De la mimaa m.aDeI'.a que Dios
es siempre d mismo. así d hombre em:ontIáD.do:se en Dios progresa.
siempre hacia Dios. Dios no ces:ri de colmar YIc:oriquooeI" al hombre.
ni d hombR: de ser colmado y enñqoocidopor Dios ••. San BemanIo./n
Ctml.."semw 84: «<La posesión del cielo no apaga el deseo sino que lo
expande». Santa Teresa de Lisieux, Poésie 33. en O€uWlt!Ji ~.
Pañs 1992" 711:
«Amare sin medida Y sin tasa,
y mi felicidad pan'l'Cel'á. sin cesar.
tan DUe\'a como la primen Vez».
31. San Agustin" 1."Joh. lTDICI.. 63. 1: CCL 36" 485.
Jesús en su muerte, diciéndole «Tú eres mi Hijo. yo te be
engendrado hoy» (Bech 13. 33). La eternidad de los hom-
bres es la de sn nacimiento en el Hijo de Dios. Con Cristo.
son asumidos en la eternidad trinitaria, que no es un instante
fijo. un Nunc semper stons. es decir. un ahora detenido. Es
la dmaciÓD de un negar a ser. si es que se puede hablar de
un negar a ser divino: la duración del engendramiento del
Hijo por el Padre en el Espíritu santo. la de un devenir en
que el principio y el término no son más que uno. Es ahí
donde la vida del cielo hace brotar su etemidad32. Aunque
no sea fijo. el tiempo del cielo no se escapa: culmina, co-
mienza en la meta.. Lejos de vaciarse sin cesar. el instante
de la bienaventuIanza se colma de su fuente. Ya en la tiena"
la eternidad bahía comenzado a introducUse insenstblemente
en los hombres" en los cuales se inscribía, desde entonces.
el nombre del Padre Y del Hijo Y del Espíritu santo.
«Espero la resmrección de los muertos y la vida del mun-
do futuro»33. El evangelio de la resurrección de Cristo se
ba proclamado. la vida eterna está dispuesta, «se muestra
la salvación. los apóstoles comprenden. se acerca la pascua
del Señor. se cumplen los tiempos y se instaura el orden
oosmico~. Los fieles se reúnen ya en tomo a la mesa de
la eternidad. se alimentan del pon del cielo (Jn 6. 33). coci-
do al fuego del Espíritu santo. Ellos fonnan «la Iglesia. .. que
está en Dios Padre y en el Señor Jesucristo» (l Tes l. 1).
prefigmación. pese a las debilidades humanas. de la comuni-
dad eterna.
35. IgnRom 7, 3.
36. Concilio de Trento, sesión 13, 8: DS 1649: Los fieles «comen
ahora, velado por el sacramento, el mismo pan de los ángeles que será
su alimento más allá de todo velo».
37. San Agustín, De civ. Dei X, 6: CCL 47, 279.
Las realidades últimas -la muerte en la que se nace, el
juicio y la resurrección en los que se acaba de nacer. el cielo
en el que el nacimiento es eterno-. estas realidades son pri-
meras tanto como últimas. El hombre se sumerge ahí; y bu-
ceando. va bacia ellos. Cnlmiuación y raíz:. le dan sentido
a la existencia.
Los cristianos se apropiaron muy pronto del primer día
de la semana, el domingo. y lo convirtieron en el día cristia-
no por excelencia. Se le llamaba Dia del Señor (Ap l. 10).
«SeñOI:&es; el título reconocido a Jesús en la gloria de su
resurrección: «Dios ha constituido Señor y Mesías. a este
mismo Jesús a quien vosotros cmcificásteisJil'n. Este título
es también el de Cristo en su manifestación del último día,
llamado también Dia del Señor.
Se deda pues del domingo. que es el primero y el octavo
día de la semana. día del comienzo del final: «El primer día
de la semana, siendo el primero de todos ... se llama el octa-
vo, sin por esto dejar de ser el primero:&2.En so resurrec-
ción. Cristo es el principio. y es también el término. el Se-