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Una política de la memoria justa tiene que ver con que la dialéctica memoria-olvido,
operacionalizada en el recuerdo, se encuentra afectada por el poder y por tanto inscrita
plenamente en una dimensión política. Para Ricoeur (1999), la política de la memoria se
centra en quién gobierna y sobre quién se ejerce, pues de ello depende tanto la identidad
como la función de la memoria, dado que esta es uno de los instrumentos pragmáticos del
poder (p. 107). Detengámonos por un instante en el concepto recuerdo. Este no supone una
pieza intacta que se extrae de un lugar del pasado. Por su etimología, recordar, del latín re
(de nuevo)-cordis (corazón), puede entenderse como un volver a pasar por el corazón, es
decir, corresponde menos a una extracción que a un esfuerzo de elaboración que se altera de
acuerdo a la necesidad o se modifica según el exceso. Esta dialéctica entre la carencia y el
exceso hace del recuerdo una elaboración dinámica que no se fija, sino que adquiere diversas
maneras de ser representado y, por este motivo, también configura un elemento fundamental
del imaginario social.
Por otro lado, si se asume la dimensión política como un efecto de la relación del
sujeto con el otro y con la civilización, pronto advertimos que una política de la memoria
justa no hace referencia a la acción de una política pública, pues nada tendría que ver con la
administración del poder para solucionar un problema concreto, sino con la emergencia de
un espacio que favorezca una política de la gestión del pasado. Se trata, en efecto, de una
memoria no conmemorativa en cuanto su presupuesto de constitución es la imposibilidad (no
cuantitativa sino representacional) de incluir a todos los que legítimamente reclaman su lugar
en ella.
La importancia de esto se sostiene en una constatación: la condición de víctima es
inaprensible. Esto significa que una política de la memoria justa debe evitar apropiarse
instrumentalmente de las víctimas y su memoria. Justamente esto es lo que hace un régimen
de memoria al pretender integrarlas en un relato nacional constructor de un orden
determinado. Es por esto que se hace manifiesta la necesidad de mantener la apertura a las
memorias disidentes, entendidas como prácticas que, en el mismo hecho de ponerse en acto,
de interpretarse y decirse, puedan deshacer las propias normas de aparición de circulación de
la memoria, dando lugar a nuevos espacios de aparición de la memoria, ese reconocimiento
que con Ricoeur podemos llamar “el pequeño milagro de la memoria” (p. 633).
El abordaje contemporáneo del asunto del duelo en las fronteras de la guerra, lleva
casi de modo inercial a centrarse en las víctimas y victimarios, en sus memorias singulares,
en la transmisión de sus recuerdos, en sus desventuras, en las torturas, muertes,
desapariciones, etc. Ellas son, sin lugar a dudas, la principal fuente de información sobre el
pasado, hecho que contrasta marcadamente con el statu quo de los periodos de violencia
masiva donde los líderes estatales o militares eran los proveedores de las verdades oficiales.
Sin embargo, hablar del horror cuando aún se tiene la muerte zumbando en la boca
puede resultar una tarea imposible. Es indubitable que ni el más locuaz sobreviviente puede
transmitir en su totalidad la densidad del horror, ni el más atento auditorio es capaz de
aprehenderlo. No debemos olvidar que después del acontecimiento hiriente es imposible
suturar la memoria y regresar al estado anterior. Hay un antes y un después, y eso es lo que
supone lo traumático para las víctimas del conflicto, lo irreversible; eso que no puede no
haber sucedido, un desgarrón en el lienzo del tiempo. Entonces, aquello con lo que nos
enfrentamos ante el despliegue narrativo de las marcas de un pasado lacerante, no es sólo con
el relato de una verdad que coincide con la realidad de la violencia en la historia del país,
sino también con la experiencia subjetiva de crímenes y tragedias para los cuales todos los
testimonios, todas las artes y todos los muesos de la memoria serán siempre insuficientes.
El acto de hacer memoria, si atendemos la tradición filosófica, viene a inscribirse en
la lista de las capacidades, propios de la categoría “yo puedo”, para retomar una expresión
propia de Merleau-Ponty. Es decir que, al sujeto del testimonio, en este caso, a una víctima,
se le suele reconocer en el lugar del “yo me acuerdo”. Se puede afirmar que una exigencia
específica de verdad está implicada en dicho reconocimiento, por cuanto se pone en juego el
problema de la fiabilidad de la memoria, esto es, el de la memoria como magnitud cognitiva.
No obstante, sabemos, a partir del psicoanálisis, que la memoria y el olvido no se limitan a
dicha función cognitiva, pues la determinación inconsciente interviene en tales procesos.
Buena parte del descubrimiento de Freud, consistió en advertir una presencia del pasado
ignorada por el sujeto. Recalquemos que esta acción de ignorar no equivale a un esfuerzo
intencional, comandado por el yo-consciente del sujeto, sino mejor a un olvido involuntario
que sucede como defensa ante lo que causa horror y resulta inconciliable. Ahora bien, ¿cómo
puede el pasado estar presente sino no lo está en el recuerdo? En su texto Recordar, repetir,
reelaborar, Freud nos dice que lo está bajo la forma de “la compulsión a repetir, que le
sustituye ahora al impulso de recordar” (p. 153). Entonces, una verdad con la cual el sujeto
se relaciona como sino hubiera sucedido porque no quiere saber de ello, pero que persiste a
través de los síntomas o de las manifestaciones del malestar.
Si he querido extraer estas ideas de la teoría psicoanalítica, es para señalar algunos de
los desafíos que implica la idea de la verdad en su relación con la memoria. La verdad, nos
dice Lacan, sólo puede enunciarse como un medio decir, puesto que así es precisamente como
siempre se nos presenta. Es en el juego limpio de la palabra y el lenguaje, donde se inscribe
la verdad, es decir, lo falso, incluso la mentira, que no existe sino sobre el fundamento de la
verdad. De manera que la línea de la ambición veritativa, que se escuda bajo el signo de la
fidelidad del recuerdo respecto a lo que sucedió realmente, deberá tener en cuenta las
maniobras y ficciones de lo inconsciente que protegen a una víctima de un mayor descalabro.
De igual manera, es menester no olvidar que la captación de la palabra muda de las
víctimas puede virar con facilidad del uso al abuso, como enseña Tzvetan Todorov, y que
por tal motivo, es fundamental situar el trabajo de duelo como correlato de un trabajo de
memoria en donde apremie la puesta en juego de una posición ética, y en donde se ausente
el elemento imperativo, esto es, el aspecto del deber como lo que se impone desde fuera al
deseo y que ejerce una limitación sentida subjetivamente como obligación.
Retomemos, llegados a este punto, la idea de una memoria justa. ¿Qué supone hablar
de ella en la categoría de lo social y lo político? Se trata de un interrogante que subraya la
importancia de explorar, a nivel de las subjetividades, cómo una víctima puede producir a
partir de un proceso de duelo una representación justa, en el sentido de que se le abra la
posibilidad de no olvidar lo perdido, pero a su vez de aminorar la aflicción que suscita el
recuerdo. En términos de las colectividades, se apuntaría a pensar la forma para producir
huellas de memoria de la vida de los victimarios, sin que esa construcción se constituya en
una autorización para la fascinación, es decir, lograr la representación de lo que ya no está
para hacer memoria, sin que eso signifique una exaltación de aquello que es justo no repetir.
Claro está que, para la efectuación de dicho trabajo de memoria, que supone a su vez
el de duelo, no habrá que desdeñarse la ineludible insistencia, el carácter demoníaco —como
diría Freud— del retorno de imágenes, sensaciones y/o sueños de la desgracia, que reclaman
ser tramitados en sus particularidades. Pero tampoco habrá que ceder ante lo que emerge
como imposible: será tarea de quien tome a su cargo la desesperanza para otorgarle un
porvenir a la memoria de la víctima, de entender el decir de ésta no como el sucedáneo de un
tiempo pasado, sino como una materialidad presente; asimismo, de enseñar, como lo haría
Kierkegaard, que donde surge lo imposible no se sigue necesariamente la resignación y
tampoco la renuncia. Hacer frente a esa imposibilidad, tal como se plantea, no implica legar
un ilusorio ayer a la memoria, aportar ficciones redentoras o maquillar el dolor, se trata de
atravesar, mediante un cierto lenguaje, el mutismo infecundo, lo que yace tras la repetición
del dolor. De esta manera, creo, es posible aproximarnos a una dimensión ética de la
memoria, desde la que se reconozca la tensión ineludible y necesaria entre la verdad del
sujeto y la verdad de la historia, lo singular y lo colectivo, lo ético y lo político.
En el caso que me compete, como psicólogo, creo que se trata de privilegiar la tramitación
del recuerdo haciéndolo pasar por la palabra, para restarle su coloración traumática e
inaceptable, de ser capaz de escuchar y encarnar un semblante que invite a no ceder ante lo
mortífero, en síntesis, de ser alguien que le muestre al sujeto que hay en una víctima que pese
al azar y la miseria, lo que vive merece ser dicho, y que tan solo a partir de ese despliegue
narrativo le será posible hallar su verdad, no en la correspondencia con los hechos, sino en la
respuesta de aquel a quien se dirige.