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HISTORIA CULTURAL

Jorge Myers

Fuente: ALTAMIRANO, Carlos (Dir.), Términos críticos de sociología


de cultura (Buenos Aires: editorial Península, 2002), 126-128.

La historia cultural, como todos los campos que tienen a la cultura por objeto, depende para su definición de la
acepción que se le asigne al término CULTURA. Si es cierto que la historia cultural como actividad autónoma
sólo ha alcanzado una legitimidad relativamente incuestionada en las últimas dos o tres décadas, también lo es
que la historia de la cultura siempre ha constituido una parte integral del quehacer historiográfico, desde que
esa disciplina adquirió su estatuto autónomo. El principio que establece la existencia de diferencias culturales
decisivas entre distintas épocas ha sido constitutivo de la separación entre la historiografía moderna y las
formas de relatar el pasado correspondientes tanto a la Antigüedad clásica como al Medioevo. La res gestae,
relato de las «cosas hechas», ignoraba rupturas en la continuidad histórica, e ignoraba por ende la posibilidad
de la diferencia cultural. En un proceso complejo desencadenado por el primer Renacimiento italiano y por la
voluntad humanista de «restaurar» los usos de la Antigüedad clásica, la desnaturalización del mundo
tradicional que habitaban los europeos (Bauman, 1997) desembocaría no sólo en un reconocimiento de otras
culturas en el espacio, sino también en el tiempo. Emblema de este cambio es la transformación en los
vestuarios del teatro con argumento histórico: si a principios del siglo XVII, los actores de Julio César o Macbeth
de Shakespeare vestían ropa contemporánea, en las puestas del siglo XVIII comenzaba a imponerse la voluntad
de lograr una «autenticidad histórica», mediante la utilización de objetos materiales que expresaran de un
modo visible la diferencia cultural entre presente y pasado.

Aquella conciencia de la diferencia radical que separaba distintas épocas históricas entre sí cristalizaría por
obra del Romanticismo en un primer «giro cultural» de la disciplina historiográfica entre fines del siglo XVIII y
principios del siglo XIX. En efecto, en la producción histórica de los grandes historiadores europeos del siglo
XIX, como Jules Michelet, Thomas Carlyle o Jacob Burckhardt, la explicación de los grandes sucesos del pasado
se revelaba imposible sin una recurrencia al universo de «lo cultural». Si esta nueva conciencia de la
importancia de la cultura para la explicación histórica -cristalizada originariamente en la novela histórica de Sir
Walter Scott- pudo plasmarse en obras señeras como La civilización del Renacimiento en Italia, de Burckhardt,
o La Sorcière, de Jules Michelet, el clima general de la disciplina continuó siendo en gran medida inhóspito a las
obras de historia cultural. Hasta principios del siglo XX la historia política mantuvo una posición incontestable
en la cima de la disciplina, mientras que la historia cultural era representada como un pasatiempo culto y
algunas veces útil, pero no demasiado significativo. A partir de la irrupción de la sociología moderna, del
marxismo y de otras corrientes intelectuales volcadas hacia una exploración de «lo social», una nueva
hegemonía emergería en el campo historiográfico en las décadas de 1920 y 1930: la de la historia social. La
magnitud del cambio metodológico y temático que esta nueva producción representó puede medirse
cotejando la English Social History de Trevelyan con las primeras producciones de los historiadores del grupo
de Annales. La hegemonía de la historia social se extendería hasta la década de 1980, aunque ya desde la
década de 1960 comenzaba a vislumbrarse una significativa erosión de su posición privilegiada (Pomian, 1997).

La historia cultural contemporánea, hegemónica en las últimas décadas, emergería de una confluencia entre
distintas tradiciones de análisis cultural. Las más importantes de éstas serían la antropología cultural -tanto en
su versión estructuralista (Lévi-Strauss) (v. ESTRUCTURALISMO) cuanto en su versión hermenéutica (Clifford
Geertz, Victor Turner)-; el marxismo cultural inglés (E. P. Thompson), resignificado por la teoría del
materialismo cultural (Raymond Williams); los estudios culturales británicos (Richard Hoggart, Stuart Hall); el
post-estructuralismo filosófico (Michel Foucault, Cornelius Castoriadis) o sociológico (Pierre Bourdieu); ciertas
variantes de la microhistoria (Carlo Ginzburg) y, sobre todo en los últimos años y con una sobrerrepresentación
muy evidente en el campo intelectual norteamericano, los estudios de GÉNERO, de identidades étnicas,
subalternos y poscoloniales. Esta «nueva historia cultural» se distingue de la que llevaba el mismo nombre en
el siglo XIX y la primera mitad del XX en función de dos cambios sustanciales. Por un lado, la definición
arnoldiana de «cultura», que aún incidía en la comprensión que autores como Johan Huizinga tenían de su
objeto de estudio en la década de 1920 (La tarea de la historia cultural, 1929), ha sido reemplazada en gran
medida por una concepción «anticanónica» del objeto cultural. Por otro lado, si la tendencia más marcada ha
sido la de una «antropologización» de la tarea del historiador cultural, las últimas décadas han presenciado un
«giro anti-durkheirniano» (Burke, 1997) consistente en una progresiva fragmentación de este objeto de
estudio, parcelado en distintas subdisciplinas con su propio temario y sus propios presupuestos teóricos y
metodológicos.

En América latina, el desarrollo de la historia cultural se ha correspondido muy de cerca con los cambios
producidos en esa disciplina en Europa y en los Estados Unidos, aunque también ha respondido a
problemáticas propias que a lo largo de un siglo sirvieron para conformar una tradición autóctona. Constituida
fundamentalmente por las distintas ramas de la historia de las ideas y de las disciplinas cultas hasta mediados
del siglo XX, no careció sin embargo de algunas contribuciones altamente significativas a este campo (Ortiz, F.,
1913; Henríquez Ureña, 1940: Picón Salas, 1940,1944; Cândido, 1959). Entre la décadas de 1920 y 1940 la
pregunta por la confrontación entre culturas diversas, así como por la transferencia y reapropiación de
prácticas y de saberes culturales, desembocaría en propuestas teóricas altamente productivas como aquella de
la «transculturación» (Ortiz, F.. 1940; Rama, 1982a), además de impulsar exploraciones de gran repercusión en
un continente cuyas sociedades han sido moldeada por la dominación colonial y el conflicto de culturas
(Mariátegui, 1927; Freyre [1933]. 1961; Buarque de Holanda, 1936; Martínez Peláez, 1970). Desde la década de
1960, la historia cultural latinoamericana ha tendido a estudiar sobre todo las siguientes problemáticas: la
relación entre «la cultura de elite» y «la cultura del pueblo» (Romero, 1976; Rama [1882b], 1985; 1984; Ramos,
1989; Altamirano, 1997; Monsiváis, 2000); la cuestión de las ruptura y continuidades en el marco de la
modernización cultural de la región (Real de Azúa, 1964; Halperin Donghi, 1961, 1972, 1984; Flores Galindo et
al., 1986); y el problema de la relación entre una cultura periférica y la producción cultural e intelectual de los
países centrales del mundo (Schwarz, 1977; Vezzetti, 1984; Terán, 1986; Sarlo, 1988). El panorama actual está
signado por una gran producción nacional en los principales países de América Latina, así como por una
creciente interacción –no siempre beneficiosa para la comprensión de la propia historia cultural- con las nuevas
corrientes disciplinares y subdisciplinares que han estado transformando la práctica de la historia cultural en el
mundo.

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