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Cuando me refiero al sabor y al saber de las palabras, prefiero decir “lengua” y no “lenguaje”. La
lengua, para mí, es una palabra que tiene gusto, sabe a cuerpo, mientras que “lenguaje” no. El
uso que se ha generalizado para el vocablo “lenguaje”, su utilización indiscriminada para las
distintas ciencias, seudociencias y tecnologías ha terminado por volvérmelo insípido. Como se
ve, no intento definir estos términos ni parto de la oposición saussuriana entre lengua y habla,
sino que me limito a indicar cómo percibo cotidianamente la diferencia. Si digo lenguaje, tiendo
a referirme, principalmente, al empleo de una determinada lengua para la función
comunicativa; mientras que con la palabra lengua aludo, sobre todo, al conjunto o “tesoro” de
signos que utiliza una comunidad. También, cuando digo lengua, oscuramente aludo al órgano
que la articula, dándola así una figura sensible y no menos fantasmática.
(El diccionario nos dice que la lengua sirve para comer y pronunciar. ¿No es el pronunciar
otra formas de alimentarnos, de alimentar el desea que parece ser nuestra forma de apetito
más constante?)
Cuando hablo de la lengua, me gusta la confusión que se origina en español (en francés y en
italiano también) entre el órgano y el conjunto de signos: esa feliz coincidencia me permite
considerar la lengua como cuerpo.
(Actualmente, “cuerpo” es una palabra de moda, así como la palabra “discurso” y la palabra
“deseo”, y esto indica que está perdiendo sazón, que está a medio camino entre la categoría
y la banalidad. Entonces, si insistir en decir “cuerpo”, tendré que empezar por sazonarlo.)
(…)
Esa dimensión de no identidad (…) sería la que recoge todo el saber saboreable de la
lengua, su rostro corporal, pasional. ¿Qué aspectos del signo caerían dentro de esta dimensión?
Pues creo que todo lo que corresponde al juego del significante (sus figuras y contrafiguras, no
la polisemia del vocablo, sino la fractura en la significación… o su huida), todo lo que se sale del
dominio del significado y su fuerza. Ya en El grado cero de la escritura, Barthes habló de cómo
“la unidad de la lengua está sin cesar fascinada por zonas de infra o ultra lenguaje”, aludiendo
así, oscuramente, a esa zona a la que después dedicó sus últimos trabajos. Esa zona es la parte
impensable del pensamiento ya que carece de un garante imaginario que la maneje (una
persona o personalidad, un amo que pretenda dominarla o interpretarla). Por el contrario, en
esa zona la palabra que se enuncia es la del actor que somos; allí hablan las máscaras, mejor
dicho, habla la profundidad de la máscara, eso que no tiene dueño ni “mango” por dónde
agarrarlo. El ingenio de la lengua y no su juicio; el nonsense, el entrelíneas y el entredientes de
toda comunicación (tachaduras, omisiones, tartamudeos, enmiendas, estornudos). Todo cuanto
en la lengua “hace figura” más allá de los límites razonables, racionales y necesarios de la
comunicación. Todo su “posible”: no la lengua de la imposible sino la lengua de lo posible (lo
deseado): su gracias y su desgracia. Es decir, todo lo que da gusto y sustancia a una
conversación, todo lo que da sabor y saber a una escritura y a una amistad, todo lo que da
trabajo a un psicoanalista. El cuerpo de la lengua sería esta sustancia equívoca, resbalosa, que
los lenguajes con pretensiones de eficacia y univocidad censuran, desechan o reprimen y que,
por el contrario, la literatura acoge, cultiva y reconoce. El cuerpo de la lengua es como esa
“sustancia adherente” (Lezama), llena de asombros, de formas luminosas pero de oscura
memoria, en que nos sumerge la poesía, un “improbable cuerpo tocable”, que emerge
“lentísimo como de la vida al sueño, como del cuerpo a la vida, blanquísimo” (Lezama), y que ha
hecho decir al profesor Rosenblat: “son los escritores y los poetas los amos de la lengua”. Los
verdaderos amos, que no dominan sino que juegan. Porque sólo el que juega con la lengua llega
a poseerla. El escritor, como amo, ama la lengua, pero lo que ama no es la lengua abstracta sino
la lengua del corazón, el cuerpo de la lengua, la sustancia adherente, inseparable ya de sí
mismo, por donde se deslizan sus máscaras y sus desvelos.
(…)
“No hay monólogo interior o exterior que valga”, dice Bergamín, y agrega: “o sea, que el
verdadero diálogo (…) empieza por uno mismo: porque uno mismo es dos”…, a lo que podemos
agregar el refrán: jamais deux sans trois. No hablamos solos ni con otro; de por medio siempre
hay un intruso: la lengua, no la de los lingüistas sino el cuerpo de la lengua, el “oscuro objeto”,
el azogue indispensable sin el cual no habría espejos.