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“EL CUERPO DE LA LENGUA”

María Fernando Palacios, Sabor y saber de la lengua, 1987

Hay dos alfabetos: cada letra


tiene otra que nunca escribimos.
GUILLERMO SUCRE

Existe en el fondo de la escritura una


circunstancia extraña del lenguaje, como
la mirada de una intención que ya no es
la del lenguaje. Esa mirada puede ser
una pasión del lenguaje.
ROLAND BARTHES

Cuando me refiero al sabor y al saber de las palabras, prefiero decir “lengua” y no “lenguaje”. La
lengua, para mí, es una palabra que tiene gusto, sabe a cuerpo, mientras que “lenguaje” no. El
uso que se ha generalizado para el vocablo “lenguaje”, su utilización indiscriminada para las
distintas ciencias, seudociencias y tecnologías ha terminado por volvérmelo insípido. Como se
ve, no intento definir estos términos ni parto de la oposición saussuriana entre lengua y habla,
sino que me limito a indicar cómo percibo cotidianamente la diferencia. Si digo lenguaje, tiendo
a referirme, principalmente, al empleo de una determinada lengua para la función
comunicativa; mientras que con la palabra lengua aludo, sobre todo, al conjunto o “tesoro” de
signos que utiliza una comunidad. También, cuando digo lengua, oscuramente aludo al órgano
que la articula, dándola así una figura sensible y no menos fantasmática.
(El diccionario nos dice que la lengua sirve para comer y pronunciar. ¿No es el pronunciar
otra formas de alimentarnos, de alimentar el desea que parece ser nuestra forma de apetito
más constante?)

Cuando hablo de la lengua, me gusta la confusión que se origina en español (en francés y en
italiano también) entre el órgano y el conjunto de signos: esa feliz coincidencia me permite
considerar la lengua como cuerpo.
(Actualmente, “cuerpo” es una palabra de moda, así como la palabra “discurso” y la palabra
“deseo”, y esto indica que está perdiendo sazón, que está a medio camino entre la categoría
y la banalidad. Entonces, si insistir en decir “cuerpo”, tendré que empezar por sazonarlo.)

No me refiero solamente al corpus del lenguaje o de la lengua; tampoco me refiero a sus


aspectos meramente sensibles (fonéticos, sonoros); entiendo por cuerpo algo más (o menos)
que una Physis. No es el organismo, sino más bien el cuerpo como límite de lo psíquico. No el
cuerpo imaginario sino el cuerpo que se sabe imagen; cuerpo deseante, el cuerpo abandonado a
su lejanía (la imagen) y devuelto a su presencia. Quizá podría intercambiarlo por “pasión”:
pasión de la lengua. Pero si digo pasión podría pensarse en una persona apasionada y yo quiero
situar la pasión en la lengua misma. La lengua como pasión o forma de la pasión. Esta pasión de
la lengua es la que aparece en el cuerpo sazonada de la lengua; es la pasión que nutra la lengua
de los poetas. Una pasión que nunca es la misma y por lo tanto nos obligaría a diferencias en
cada caso. Cuando hablo del cuerpo de la lengua, me alejo forzosamente de cierta actitud
prepotente, prometeica, hacia el conocimiento y que ha hecho su aparición a medida que se ha
impuesto un vivir secularizado y racionalista al extremo; me alejo forzosamente del
logocentrismo típico de la cultura moderna. Me intereso más bien por lo que pueden movilizar
otras divinidades (Eros, Hermes, Dioniso), donde es forzoso atender la relación entre el saber y
el cuerpo, explorando cómo el juego, el amor y la muerte forman parte del saber. De ese modo
entro en una relación más lúdica y placentera con la lengua, pero, por otra parte, esta relación
se hace más desgarrada. El cuerpo de la lengua sería su parte no domesticada (inmanejable) por
el significado, su parte oscura (inconsciente), el lado por donde la palabra se topa con la muerte.

El cuerpo de la lengua no construye frases, no tiene “sintaxis”. El cuerpo de la lengua se


muestra por (…) recortes de pensamiento donde lo pensado encarna. El cuerpo de la lengua es
lengua del corazón: son los pases del sentimiento, los que se hace poniendo y exponiendo el
cuerpo, pases donde el sentimiento, buena o malamente, queda enganchado.

(…)

Resumiendo, digo que el cuerpo de la lengua no es su corpus, que no puede integrarse o


resumirse en una abstracción, que no forma un sistema porque no es totalizable. El cuerpo de la
lengua sólo existe actualizado en la expresión individualizada. (…) Adiós entonces a toda
pretensión universalitsta y generalizadora. Adiós a la construcción de modelos, de formas
invariantes, adiós a todas las ambiciones lingüísticas y semiológicas, a toda aspiración científica.
El cuerpo de la lengua no es recuperable por ni para la ciencia; al menos no para lo que
Occidente ha convenido oficialmente en considerar “ciencia”.

Esa dimensión de no identidad (…) sería la que recoge todo el saber saboreable de la
lengua, su rostro corporal, pasional. ¿Qué aspectos del signo caerían dentro de esta dimensión?
Pues creo que todo lo que corresponde al juego del significante (sus figuras y contrafiguras, no
la polisemia del vocablo, sino la fractura en la significación… o su huida), todo lo que se sale del
dominio del significado y su fuerza. Ya en El grado cero de la escritura, Barthes habló de cómo
“la unidad de la lengua está sin cesar fascinada por zonas de infra o ultra lenguaje”, aludiendo
así, oscuramente, a esa zona a la que después dedicó sus últimos trabajos. Esa zona es la parte
impensable del pensamiento ya que carece de un garante imaginario que la maneje (una
persona o personalidad, un amo que pretenda dominarla o interpretarla). Por el contrario, en
esa zona la palabra que se enuncia es la del actor que somos; allí hablan las máscaras, mejor
dicho, habla la profundidad de la máscara, eso que no tiene dueño ni “mango” por dónde
agarrarlo. El ingenio de la lengua y no su juicio; el nonsense, el entrelíneas y el entredientes de
toda comunicación (tachaduras, omisiones, tartamudeos, enmiendas, estornudos). Todo cuanto
en la lengua “hace figura” más allá de los límites razonables, racionales y necesarios de la
comunicación. Todo su “posible”: no la lengua de la imposible sino la lengua de lo posible (lo
deseado): su gracias y su desgracia. Es decir, todo lo que da gusto y sustancia a una
conversación, todo lo que da sabor y saber a una escritura y a una amistad, todo lo que da
trabajo a un psicoanalista. El cuerpo de la lengua sería esta sustancia equívoca, resbalosa, que
los lenguajes con pretensiones de eficacia y univocidad censuran, desechan o reprimen y que,
por el contrario, la literatura acoge, cultiva y reconoce. El cuerpo de la lengua es como esa
“sustancia adherente” (Lezama), llena de asombros, de formas luminosas pero de oscura
memoria, en que nos sumerge la poesía, un “improbable cuerpo tocable”, que emerge
“lentísimo como de la vida al sueño, como del cuerpo a la vida, blanquísimo” (Lezama), y que ha
hecho decir al profesor Rosenblat: “son los escritores y los poetas los amos de la lengua”. Los
verdaderos amos, que no dominan sino que juegan. Porque sólo el que juega con la lengua llega
a poseerla. El escritor, como amo, ama la lengua, pero lo que ama no es la lengua abstracta sino
la lengua del corazón, el cuerpo de la lengua, la sustancia adherente, inseparable ya de sí
mismo, por donde se deslizan sus máscaras y sus desvelos.

(…)

“No hay monólogo interior o exterior que valga”, dice Bergamín, y agrega: “o sea, que el
verdadero diálogo (…) empieza por uno mismo: porque uno mismo es dos”…, a lo que podemos
agregar el refrán: jamais deux sans trois. No hablamos solos ni con otro; de por medio siempre
hay un intruso: la lengua, no la de los lingüistas sino el cuerpo de la lengua, el “oscuro objeto”,
el azogue indispensable sin el cual no habría espejos.

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