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Los hermanos Walton

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—¡AAAAAAH!
A la mujer le pareció que había gritado con toda su alma, con toda su ansia,
pero en realidad su alarido no se oyó para nada en el exterior porque el hombre
le había tapado la boca. Y mientras lo hacía, hundió hasta el fondo el cuchillo en
la garganta de su víctima.
—Siento tener que hacer esto con una chica tan bonita —susurró—. Porque
todavía estás estupenda, nena....
Sacó el acero y lo volvió a hundir otra vez.
Fue un auténtico y salvaje degüello.
La sangre femenina saltó hasta los lomos de los libros que había en la
estantería de la izquierda, salpicándolos trágicamente. Pero el asesino tuvo suerte
porque ni una sola de aquellas gotas de sangre llegó a manchar su impecable
terno y su inmaculada camisa blanca, lo cual le hubiera puesto en un buen
compromiso. Únicamente se mancharon sus dedos, pero eso tenía fácil arreglo.
Mientras alzaba el cuchillo de nuevo, susurró:
—Buen viaje al infierno, preciosa.
Y lo hundió de nuevo, pero ahora en el corazón. Todo el cuerpo de la mujer,
que todavía era joven y bonita, se estremeció. Las piernas largas y sólidas que
hasta entonces la habían sostenido tan firmemente, se doblaron. Los senos
parecieron empequeñecerse. Su boca se crispó de una forma trágica.
El asesino la sostuvo por la larga melena negra.
Casi se la acariciaba.
En su gesto había una extraña mezcla de odio y al mismo tiempo de deseo,
pese a que la mujer ya estaba muerta.
—Lástima —musitó él.
Y el odio prevaleció entonces.
De una terrible cuchillada casi la abrió en canal.
Luego la dejó caer sin hacer ruido, hundió bien el cuchillo entre la carne aún
caliente y fue al fondo del local donde había una jofaina con agua. Tras lavarse
las manos, arrojó el agua a la hierba del exterior, por una ventana, para que nadie
notase que alguien se había lavado en ella.
Hecho esto, avanzó por un pasillo, abrió una puerta y se encontró en una sala
amplia, hermosa, bien iluminada.
Todos los invitados que estaban en ella, más de cuarenta hombres y mujeres
bien vestidos, prorrumpieron en aplausos.
El asesino dijo con una sonrisa:
—Señor juez, el trabajo está hecho.
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Y volvió a cerrar la puerta. 2

***

Todo había empezado apenas media hora antes, cuando una lujosa comitiva
se detuvo ante lo que llamaban el Palacio de Justicia de la ciudad de Abilene. Y
una cierta razón no les faltaba a los que hablaban así, porque se trataba de un
edificio nuevo y que destacaba por su lujo de todos los demás edificios
circundantes.
La lujosa comitiva —eso estaba claro— la formaban los invitados a una
boda. Eran los hombres más ricos y las mujeres más elegantes —también las
más presuntuosas de Abilene, los cuales fueron descendiendo de los carruajes de
lujo y se situaron ante la puerta. Prorrumpieron en aplausos y en felicitaciones
cuando los novios descendieron de otro carruaje que acababa de llegar y
avanzaron hacia los invitados sonrientes.
Hubo apretones de manos y parabienes.
—Felicidades, Will.
—Todos estamos seguros de que harás en Abilene una gran carrera.
—Eres nada menos que el nuevo supervisor del gobierno en el ferrocarril
Union Pacific. Menudo cargo el tuyo... ¡y menuda mujer te llevas!
En efecto, era la novia la que verdaderamente atraía la atención de los
invitados, pese a que la mayor parte de éstos felicitaban al novio porque les
interesaba estar a bien con él. Y es que la novia era una mujer de bandera. Joven,
bellísima, curvilínea, distinguida, dueña de esa gracia que va unida a la buena
educación, estaba —según pensaban los hombres— para merendársela allí
mismo. Mientras que las mujeres, cargadas de envidia, pensaban de una forma
bien distinta: «Esa presuntuosa... ¿Pero qué se habrá creído? Mírala, la
presumida... ¡Lo menos se cree que es la reina de la ciudad!» Estos pensamientos
no impidieron que la mayor parte de las mujeres la besaran cariñosamente antes
de entrar en el juzgado y la desearan toda clase de felicidades, con unas sonrisas
que estallaban de tan fingidas. Ella parecía no darse cuenta, porque les
correspondió con una sonrisa candorosa.
Los invitados abrieron paso a la feliz pareja y ésta hizo su entrada en la sala
principal del edificio, donde el juez ya estaba esperando con todo dispuesto para
la ceremonia. Junto a él estaba otra mujer.
Y entonces los ojos del novio se entenebrecieron al mirarla.
Entonces hubo en sus labios un brusco temblor.
Y palpó con disimulo el cuchillo que, por si acaso, siempre llevaba
escondido en la manga.
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El juez les invitó amablemente: 3
—Pasen amigos...
Todo esto sucedía escasamente unos minutos antes del crimen.

***

Un hombre vestido de negro, que tenía aspecto de sepulturero, entró en la


parte trasera del juzgado por una de las ventanas y miró en torno suyo. No sabía
aún exactamente lo que tenía que hacer, pero había captado la seña del asesino
cuando éste lanzó sobre la hierba el agua tinta en sangre, y por lo tanto estaba
seguro de que algo muy grave acababa de ocurrir. No cabía duda de que su jefe
le necesitaba.
Y pronto se convenció de que, en efecto, era así. Vio el cadáver bañado en un
lago de sangre. Estaba tendido entre dos estanterías donde guardaban libros y los
archivos del juzgado de Abilene. Bastantes de aquellos libros estaban
manchados de sangre y el espectáculo era literalmente aterrador, de modo que
Kurt, el hombre vestido de negro, se dio cuenta de que no iba a poder borrar
las huellas del crimen, como quizá su jefe había pretendido al hacerle aquella
seña desde la ventana. Tampoco podía hacer desaparecer el cadáver hasta que
llegase la noche, y la noche tardaría en llegar. Por lo tanto había que pensar en
otra cosa para ayudar a su jefe.
Tras unos minutos de reflexión, tuvo la idea. No había más remedio que
fingir que a la chica la había matado él. De modo que se manchó un poco las
ropas con su sangre, mientras se daba cuenta, al acercarse más a la muerta, de
que ésta había sido una auténtica preciosidad. Tendría ya sus buenos treinta y
cinco años, pero hay mujeres que a esa edad están mejor que nunca. La muerta
había sido una de ellas.
Kurt esperó un poco, hasta que terminó la ceremonia. No quería que nadie ni
nada la interrumpiese. Luego salió otra vez por la ventana, precipitadamente,
como el que huye, pero aprovechando el momento en que había un par de
vaqueros hablando al otro lado de la calle, para que éstos lo viesen. Eran dos
vaqueros y que seguramente no dispararían contra él, de modo que Kurt
arriesgaba muy poco.
En efecto, los vaqueros le vieron salir furtivamente de la parte trasera del
juzgado, lo vieron correr hacia su caballo y eso les alarmó. Además hubiesen
jurado que aquel desconocido llevaba sobre sus ropas negras unas manchitas de
sangre.
Uno de ellos gritó:
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—¡Eh, usted! ¡Alto! 4
Pero Kurt ya había salido al galope tendido, dejándolos atrás. Los dos
vaqueros cambiaron una mirada de inteligencia.
—Algo muy grave ha sucedido —dijo uno de ellos—. Vamos a avisar al
juez.
Y se dirigieron a la parte delantera del edificio, donde estaba la sala
principal. Llegaron justo en lo mejor de la ceremonia. Llegaron justo en el
momento en que el novio se disponía a besar a la novia.

***

Poco antes, cuando el flamante delegado del gobierno en el ferrocarril Union


Pacific entró en la sala y se encontró con aquella mujer, sus labios temblaron
ostensiblemente, pero todos los que lo vieron pensaron que era la emoción. En
efecto, no todos los días se casa uno con una chica como Irina Lane, una
mujercita de dieciocho años preciosa, distinguida, educada, excitante por sus
curvas y encima rica. El novio, con sus cuarenta y dos años, podía ser su padre,
de modo que resultaba normal que el tipo estuviese... digamos que algo
emocionado.
Sólo la mujer que estaba junto al juez se dio cuenta de lo que ocurría, sólo
ella adivinó el porqué de aquella repentina emoción. Bruscamente ella, que había
cumplido los treinta y cinco años, sintió vértigo al encontrarse cara a cara con
aquel hombre al que no veía desde casi veinte años atrás.
Pero aunque pasasen cien recordaría aquellas emociones, aquella mirada,
aquella forma de andar.
En el fondo, aunque él era veinte años más viejo, no había cambiado tanto.
Y por detrás, detrás de los ojos de la mujer pasó en el recuerdo la aterradora
escena.
Hubiese jurado que por detrás de los ojos del hombre pasaba lo mismo.
Una escena en la que había una casucha miserable de las llanuras de Kansas.
Una casucha con una cama de hierro.
Yuna chica de quince años atada a ella.
Un hombre ante la cama.
Un hombre de unos veintidós años.
Facciones bestiales, deformadas por el deseo.
Manos ansiosas.
Yuna risita vil cada vez que se lanzaba sobre la chica.
¿Cuántas veces? Dios santo... ¿Cuántas horas en aquel horrible tormento?
¿Cuántos días tal vez?
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Ella ya había perdido la noción del tiempo. Con voz casi inaudible, bañada 5
en lágrimas, pidió que la matase de una vez cuando él la abrazó de nuevo.
Y ahora los dos protagonistas, el hombre y la chica, se habían vuelto a
encontrar.
Después de casi veinte años, sus cuerpos volvían a estar frente a frente.
Margaret no pudo más.
Sintió una arcada y la acometió una terrible náusea.

***

El juez volvió la cabeza hacia ella.


—¿Qué te pasa, Margaret? —susurró.

—Me... me siento muy mal.


—Qué lástima... —y el juez miró al novio—. Discúlpela, Will, pero
Margaret es mi secretaria desde hace un par de años. Nunca me había hecho
esto.
—No tiene importancia —dijo el novio, sintiendo que iba a rechinar sus
dientes.
Margaret no pudo más. Una arcada llegó hasta su boca y dio la sensación de
que iba a vomitar allí mismo. Dando media vuelta se perdió bruscamente por la
puerta situada detrás del juez, y que iba a dar a la parte posterior del edificio.
Se produjo en el salón un largo murmullo.
Nadie entendía aquello, aunque después de todo tampoco es tan raro que una
mujer se sienta mal de repente.
Pero el novio sonrió.
De pronto había recobrado una sangre fría envidiable.
—Perdón, juez —dijo—, esa chica se encuentra mal de verdad. ¿Por qué
no la atiendo yo?
—¿Usted?
—Claro. Todo el mundo me conoce aquí como delegado del gobierno en el
ferrocarril, pero en realidad soy médico.
—No lo imaginaba, Will.
—Pues claro que sí. No lo he dicho antes porque tengo mucho trabajo y la
gente me marearía con consultas. ¿Qué? ¿Deja que la atienda?
—Naturalmente... Vaya usted... Es decir, suponiendo que no le sepa mal a la
novia.
Irina Lane sonrió.
—No está nada bien que mi prometido, en el momento de la boda, se vaya ya
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con otra mujer que aún es muy bonita —dijo. 6
Pero su sonrisa era toda una invitación. El hombre hizo un gesto de disculpa
y abandonó la sala por la puerta trasera, siguiendo el camino de Margaret. Cerró
aquella puerta y volvió apenas cinco minutos después.
Fue entonces cuando dijo:
—Señor juez, el trabajo está hecho.
Y fue entonces también cuando todos prorrumpieron en un aplauso.
La luz concentrada de la lámpara daba sobre la lujosa mesa de trabajo, donde
estaban apilados unos cuantos documentos. Más allá había butacones Chester de
lujosa piel y una ventana de cristales emplomados a través de los cuales llegaba
el intenso ruido de carruajes de Commerce Street, la calle más distinguida de
Dodge City. Los libros de aquel despacho, el diploma y unos cuantos detalles
más indicaban bien a las claras que allí trabajaba un abogado. Y sin duda, por la
distinción que allí imperaba, se trataba de unos de los mejores abogados de la
ciudad.
Sin embargo, el hombre que se encontraba sentado junto a aquella lámpara
era muy joven. Contaría unos veintidós años, justo la edad en que otros
empiezan a ejercer la carrera, mientras que él ya parecía un hombre consagrado.
Aunque no tenía la pinta clásica de los abogados empollones, ésa es la verdad.
Más bien sus facciones metálicas y duras, sus ojos quietos, que denotaban una
implacable energía, eran los de un pistolero. Y aún habría algunos que dirían que
aquéllos eran los ojos de un asesino a sueldo.
Ya había terminado la hora de trabajo, y por lo tanto los empleados se habían
ido. Pero en la soledad del despacho una puerta se abrió y entró Halloran.
Halloran era uno de los agentes políticos más importantes de Kansas. Solía
estar a sueldo de los que se presentaban a las elecciones y no sólo tramitaba la
documentación de los candidatos, sino que organizaba la propaganda, fijaba
fechas para los discursos y programaba, los viajes. En Dodge City se decía que
nadie podía salir elegido para nada si no contaba con Halloran.
Y Halloran fue el que dijo:
—Eh, Walton.
Walton desvió la cabeza. Sus ojos terriblemente fijos, que de verdad parecían
los de un asesino profesional, se posaron en el recién llegado.
—Traigo grandes noticias —dijo Halloran—. Tu documentación para
presentarte como candidato al Congreso ya está aceptada por la junta electoral.
Tus actos de propaganda para la campaña electoral pueden empezar mañana
mismo. Justamente tengo preparado ya un discurso en el Círculo de
Comerciantes de Dodge, que es donde se reúne la gente que de verdad pinta en
Kansas. Si logras su apoyo, la elección es segura. ¡Ya ves que son grandes
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noticias! Pero oye... ¿Por qué no me miras siquiera? ¿Qué te pasa? 7
De pronto hizo un gesto de desesperanza y dijo:
—Ah, ya sé... Lo de siempre. Tu cabeza puesta en esa maldita noticia...
¡Pero, hombre! ¡Si es un periódico de hace ya dos años!
E intentó retirarlo de la pila, pero Walton no se lo permitió. Su puño
pareció una argolla de hierro cuando sujetó la mano derecha de Halloran. Con
voz metálica que cortaba como un cuchillo, susurró:
—Por favor, déjalo.
Halloran hizo un gesto de resignación y volvió a mirar por encima aquel
periódico de Abilene que tanto obsesionaba a su amigo, aunque se sabía la
noticia de memoria. La muerte de la secretaria del juez, acaecida dos años atrás
en la parte trasera del propio juzgado. Un salvaje crimen, digno de un sádico,
que además había tenido la humorada de cometerlo mientras se celebraba una
boda a pocos metros. Dos vaqueros habían visto huir al presunto asesino, un
hombre vestido de negro que presentaba además manchas de sangre, y lo habían
descrito meticulosamente al sheriff y al juez. Pero todas las redadas de un lado a
otro de Kansas no habían dado resultado alguno.
Halloran susurró:
—No deberías obsesionarte tanto. Es asunto pasado.
—Te equivocas, Halloran. Cualquiera se obsesionaría con el asesinato de su
madre.
—Cierto... Y además era una gran mujer. Trabajaba, vivía con mucha
pobreza y te enviaba a ti lo necesario para que estudiases. Claro que también te
ayudó Rex, el hombre que te adoptó. Por cierto, mejor que en la campaña
electoral no lo mencionases siquiera. Rex es un pistolero.
—Es un hombre honrado y nunca me avergonzaré de él. Además, me enseñó
a manejar bien los puños y el revólver.
Y eso no podré pagárselo nunca.
—De acuerdo, de acuerdo... Pero una cosa son los sentimientos y otra la

política, muchacho. A la gente bien de aquí no le gustan los pistoleros.


—A mí sí.
—En fin... Hoy estás difícil. —Halloran se encogió de hombros—.
Hablemos de otra cosa. Por cierto... ¿puedo hablar en la campaña electoral de
que tu madre te tuvo cuando acababa de cumplir quince años?
—Claro que sí. Puedes decirlo porque es la verdad. Y además puedes añadir
que yo nací porque la violaron salvajemente.
—¿Quién?
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—No lo sé. Ella desconocía el nombre de su agresor y además nunca lo 8
volvió a ver. Desde que tengo uso de razón me he dedicado a tratar de atar cabos
para dar con su paradero, pero ¿qué voy a saber yo si ella misma no lo supo
nunca?
Hizo un gesto desesperanzado, como si fuese un hombre acabado y no un
joven que tenía la vida por delante. Halloran susurró:
—Mejor que en la campaña electoral no mencionemos eso. A la gente bien
no le gustan los hijos de padre desconocido.
—De acuerdo... Quizá lo de la violación ensuciaría la memoria de mi madre,
porque hay gente que no sabe interpretar las cosas. No digas nada.
Halloran se puso en pie.
—Muy bien... La buena noticia ya la tienes, muchacho... ¡Anímate y olvida
esos problemas que ya nadie puede solucionar, cuerno! Mañana volveré a las
diez para que empecemos a preparar tu primer discurso electoral. Que descanses.
Y fue hacia la puerta del despacho. Pero entonces, aunque la luz de la
lámpara no llegaba muy bien hasta allí, distinguió lo que le pareció la silueta
amenazadora de un hombre. Tuvo un sobresalto e incluso fue a llevar la derecha
al pequeño «Colt» que siempre ocultaba bajo la axila, pero entonces se dio
cuenta de que el extraño visitante llevaba el sombrero en la mano y era un
hombre mayor y respetable. Con voz opaca preguntó:
—¿Qué hace usted aquí?
—Perdón. Me he permitido entrar porque la puerta de la calle estaba abierta.
Me han dicho que éste es el despacho del señor Fred Walton.
—En efecto —dijo Halloran— ¿Y usted quién es?
El recién venido susurró:
—Soy el juez de Abilene...
Fred Walton se puso en pie.
—Por favor, señor juez, pase.
—No quisiera molestarle. Yo soy juez de Abilene, pero no de Dodge City.
Por lo tanto aquí no soy nadie.
—Claro que lo es... Por favor, siéntese. ¿Quiere una copa?
—Gracias, no bebo... —el juez se sentó—. Es curioso... Veo que usted tiene
en la mesa el periódico con la noticia de la cual quiero hablarle.
—¿Usted?...
El recién llegado carraspeó.
—Sí. Yo ya actuaba como juez allí cuando su madre murió asesinada. Me ha
costado dar con el nombre y la dirección de usted, ¿sabe? Realmente fue una
casualidad, cuando encontré algunos viejos papeles de Margaret, a la que yo
apreciaba tanto. Por cierto ¿usted no ha ido por Abilene nunca?
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—Fui una vez, a poco de la muerte de mi madre, cuando me enteré de la 9
noticia. Pero me dijeron que usted estaba muy enfermo y el juez suplente no
sabía apenas nada.
—Es verdad... Tuve un principio de tuberculosis infecciosa y me enviaron un
año a descansar a la montaña. Pero a lo que iba... Encontré unos viejos papeles
de Margaret y por ellos conocí la dirección de usted. Eran unas cuantas cartas
que usted le había enviado. Entonces me dije: «Ve a ver a ese muchacho y
explícale lo que sabes.» No va a servirle de nada, pero yo apreciaba mucho a su
madre y por lo tanto usted merece una explicación.
Walton no pudo evitar un gesto de cierta ansiedad.
—Hable —dijo.
—Verá... A su madre la asesinaron durante una boda. Fue algo inexplicable,
porque todo el mundo la apreciaba y además ella había trabajado honradamente
allí. Fue la boda de un hombre llamado Will, recién nombrado administrador o
representante del gobierno en la compañía Union Pacific. Era un recién llegado a
la ciudad, aunque por su cargo se relacionó con lo mejorcito en seguida. Y
consiguió casarse con una chica preciosa y además rica, llamada Irina Lane. Por
la edad, ella hubiera podido ser su hija.
—Siga.
Cuando entraron en el juzgado para la boda, Margaret, la madre de usted, se
puso terriblemente pálida y dijo que se sentía mal. Inmediatamente se marchó de
allí. Yo no sé si eso fue casualidad, pero luego he estado atando cabos y le
sucedió justamente al entrar allí Will. Entonces Will dijo delante de todo el
mundo que, al margen del cargo que tenía, él era médico y se ofreció a curar a
Margaret. Muy poco después volvió y se pudo celebrar la boda.
Los dedos del joven temblaron un momento.
—¿Y mi madre volvió a la sala? —farfulló—. ¿O no?...
—No, ella ya no. Fue poco después de la ceremonia... cuando yo mismo la
encontré en los archivos, casi descuartizada.
—¿Pero no se da cuenta? ¡Dios santo, entonces todo está claro!¿Por qué no
me lo ha dicho antes? ¡Ese hombre llamado Will fue el asesino de mi madre!
—No es tan fácil, señor Walton —dijo el juez de Abilene—. En primer lugar,
yo no sabía ni siquiera que usted existía y por eso no he podido venir antes aquí.
En segundo lugar, hay testigos que vieron huir a un maleante llamado Kurt, el
cual escapó por una ventana trasera del juzgado, mientras en la sala principal se
celebraba la ceremonia. Para todos es evidente que Kurt, por motivos
desconocidos, asesinó a Margaret.
Fred Walton suspiró con desaliento.
Mientras su mirada se hacía dura como un hilo de acero, susurró:
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—De Kurt han hablado un poco los periódicos. Nunca se ha vuelto a saber 10
de él, ¿verdad?
—Nunca. Y sin embargo...
—¿Sin embargo, qué?...
—Lo que le he dicho. He dado cien vueltas a la conducta de Will y me
parece demasiada casualidad. Por otra parte, ese hombre desapareció luego con
su esposa. Nunca más lo hemos visto en Abilene, pero sigue metido en la
compañía del ferrocarril y gana mucho dinero, parece ser. Quizá usted pueda
encontrarlo si se dedica a recorrer las instalaciones de la Union Pacific.
—Las instalaciones de la Union Pacific van de un lado a otro del país —dijo
Fred Walton, con un gesto de pesimismo.
—Eso es verdad, pero también es verdad que ese hombre no debe haberse
movido de los límites de Kansas. Ah... Yo he cumplido con mi deber al decirle lo
que sabía, aunque ton mucho retraso. Pero también cumplo mi deber al advertirle
que quizá todo eso sean manías mías. Es más que posible que todo sea una
casualidad y Will nada tenga que ver con la muerte de la pobre Margaret.
Fred Walton hizo un gesto comprensivo, pero sus ojos seguían siendo
gélidos, distantes y duros como el acero.
—Gracias, juez —musitó.
—Bueno... Pues yo ya me he quitado un peso de encima. Le deseo mucha
suerte en la campaña electoral, señor Walton. Ya sé que es usted candidato.
—Es usted muy amable, juez... ¿Pero por qué no se queda a vivir en mi casa
mientras permanezca en Dodge City? Estaría encantado ofreciéndole mi
hospitalidad.
—Gracias, pero me marcho mañana en la primera diligencia y ya tengo
habitación en el hotel. Es más cómodo para mí, compréndalo. Repito que le
deseo buena suerte, amigo Walton.
Y el juez de Abilene fue hacia la puerta, pero cuando ya estaba casi en ella
preguntó:
—¿Qué hay de su hermano?
—¿Mi hermano?
—Sí. Le estoy hablando de Bob Walton.
El joven se mordió el labio inferior.
—¿Qué es lo que sabe de él? —preguntó.
—Sólo una nota en un papel que su madre guardaba con las cartas. La nota
decía: «Advertirle a Mónica que no toleraré más lo que está haciendo con Bob
Walton». Eso es todo. Y la verdad es que me llamó la atención.
Fred Walton arqueó una ceja.
—¿Quién es Mónica? —preguntó.
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—Creí que usted lo sabía... 11
—No tengo ni idea.
—Por lógica, debe tratarse de alguna mujer que está liada con Bob, digo yo.
Una mujer que lo está explotando o está haciendo algo con él, porque de lo
contrario Margaret no se habría anotado aquello. En fin, es simple curiosidad...
No tiene ninguna importancia.
Y se marchó.
Fred Walton se quedó un instante mirando la puerta por la que acababa de
marchar aquel hombre, teniendo la extraña sensación de que acababa de
despedirse de un fantasma.
Durante unos instantes vaciló como si su cabeza fuese un torbellino, como si
los pensamientos se atropellaran en ella con la fuerza de un volcán. Pero al fin
tomó una decisión. Había algo tan importante por aclarar que quería hacerlo
inmediatamente.
Por lo tanto salió detrás del juez. Pero antes tuvo la precaución de colocarse
un cinto-canana con un «Colt 45 Special» capaz de partir de un solo balazo los
dos cuernos de un bisonte. Y si en lugar de ser cuernos de un bisonte eran los
cuernos de un marido, tanto peor para él.
—Por favor, ¿se hospeda aquí el juez de Abilene?
Estaba en el Kansas Rail, que en aquel momento era el mejor hotel de la
ciudad. Walton partía de la base de que un hombre con un cargo importante
como el juez, se hospedaría en un sitio así. Y vio que tenía razón cuando le
dijeron.
—Sí... Habitación veinte, segundo piso. Acaba de llegar, de modo que lo
encontrará usted en su habitación.
—Gracias.
Walton subió.
Necesitaba hablar más largo y tendido con aquel hombre.
Golpeó con los nudillos en la habitación, pero no obtuvo respuesta. Entonces
se dio cuenta con sorpresa de que la puerta estaba sólo entornada y de que había
cedido fácilmente a la presión de su mano.
—Juez... —llamó.
Silencio.
Quizá el hombre había ido al baño, que no estaba lejos. Fred Walton decidió
esperarlo dentro, pensando que el otro no lo tomaría como una incorrección. De
modo que pasó, dejando la puerta entornada y miró en torno suyo.
Todo estaba en orden. Era una habitación elegante del mejor hotel de Dodge,
donde el dinero corría largo. Walton se dispuso a liar un cigarrillo mientras
esperaba.
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Y de pronto todo cambió. 12
Le pareció que aquello era una pesadilla.
Fue una visión alucinante a través de la ventana.
Porque de pronto el juez cayó desde el piso superior.
Pero quedó bailando trágicamente ante los cristales, a dos pasos de la cara de
Walton, porque estaba colgado de una cuerda. Con los ojos desencajados,
pareció mirar a Walton en el último espasmo del Más Allá.
Y osciló siniestramente de un lado a otro como un péndulo.
Como el péndulo de la muerte.

***

Durante unos segundos que se le hicieron interminables, eternos, el joven fue


incapaz de reaccionar. Aquello fue tan increíble para él que le había parecido
estar sufriendo una alucinación.
Pero en seguida reaccionó, y lo hizo de una forma que nadie hubiese
esperado en un candidato a una plaza de congresista por Kansas. Abrió la
ventana y se asió a la propia cuerda de la que estaba colgando el juez, para así no
perder ni un instante. Trepó por ella sin importarle tocar el cadáver, pensando
sólo en llegar cuanto antes al tejado donde aún había de estar el asesino.
Segundos después había puesto las manos en el borde, terminando de
izarse con un rápido movimiento.
Vio entonces a alguien que saltaba por el otro lado. Era una silueta negra que
se perdía en la noche. Walton fue en su persecución con la velocidad de un gato.
El fugitivo saltó a un tejado más bajo, que correspondía a las caballerizas. Y
entonces oyó un ruido a su espalda.
Se volvió.
Pudo distinguir la silueta de Walton.
Walton masculló:
—Quieto, hijo de zorra.
Quería cazarlo vivo.
Quería hacerle hablar como fuese.
Y eso estuvo a punto de costarle la vida.
Porque el otro no se entretuvo ni un segundo. Instantáneamente llevó la
derecha hacia la funda del «Colt».
Los dientes de Walton rechinaron.
Había vivido muchas veces escenas así.
Pocos sabían en Dodge que se había criado con un pistolero y había hecho el
duro aprendizaje de los pistoleros, siempre a caballo entre la vida y la muerte.
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Su cadera se movió un poco hacia la derecha. 13
Pareció como si el arma saltase sola al aire. Los dedos engarriaron la culata
en una fracción de segundo. Los dos cuerpos se inclinaron a la vez entre las
sombras, pero surgió de éstas una sola llamita amarilla.
¡BANG!
El asesino estaba en el borde del tejado.
Su cabeza pareció abrirse en dos.
No lanzó ni un grito.
Su cuerpo se deslizó hacia abajo, hacia el callejón que había entre las
caballerizas, mientras Walton saltaba tras él. Estaba seguro de que había alguien
más abajo y quería verle la cara cuanto antes.
Aunque fuese la cara de la muerte.
Para no ofrecer blanco, porque estaba seguro de que dispararían, tomó
impulso y casi chocó con el tejado del lado opuesto, como si fuese a colgarse de
él. Eso le salvó la vida.
Los dos hombres que estaban abajo, aguardando al asesino, vieron un bulto
que saltaba y pensaron que, lógicamente, iba a caer al callejón, muy cerca de
donde aguardaban ellos. Por lo tanto bajaron los cañones para estar apuntando ya
a aquel sitio cuando su enemigo pusiera los pies en él.
Pero aquel bulto humano desapareció. Como si se lo hubiese tragado el aire,
no cayó al suelo cuando ellos esperaban.
No se dieron cuenta de que estaba colgado del borde del tejado, y que para
sostenerse allí le bastaba la mano izquierda. La derecha la tenía libre, y en esa
derecha brillaba el «Colt» que ya había liquidado a un hombre.
Se oyó de pronto un grito:
—¡Allí!
—¡Cuidado, John!
Las dos armas subieron instantáneamente.
Pero ya era demasiado tarde.
—¡BANG!
Uno de los hombres giró sobre sí mismo. Tropezó con su compañero
mientras lanzaba un gruñido gutural. El otro vio la figura de Walton y fue a
apretar el gatillo.
De pronto aquella visión se transformó en una especie de nube color gris. No
se dio cuenta de que la pólvora le envolvía.
¡BANG!
Aquel segundo hombre salió despedido hacia atrás. Quedó materialmente
clavado en la pared. Por entre sus ojos asombrados, espantosamente abiertos
como si aún estuviesen vivos, empezó a correr un hilo de sangre.
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Walton saltó desde el tejado. 14
Sabía que los disparos tenían que haber sido oídos y que aquello se llenaría
pronto de gente, pero aún disponía de unos minutos. Por lo tanto miró a los
muertos fijamente, aprovechando la luz que penetraba por un resquicio del
callejón.
Eran tres los fiambres que estaban ante él, pues el asesino del juez también
había caído junto a sus amigos. No era difícil adivinar lo sucedido: el juez de
Abilene debió ser amenazado por alguien que le esperaba en la habitación, y ese
alguien le obligó a punta de revólver a subir al tejado, quizá asegurándole que
nada malo le ocurriría. Pasarle por la espalda una soga, ceñírsela al cuello y darle
inmediatamente un puntapié para que cayese, debió de ser un juego de niños.
Posiblemente luego hubieran bajado la soga hasta atarla al alféizar de la
ventana del juez, para dar la sensación de que éste se había suicidado
ahorcándose. Posiblemente cuando Walton detuvo al asesino con un balazo, éste
iba al borde del tejado para pedir la ayuda de sus amigos que aguardaban abajo.
Walton siguió mirando a los tres.
No los conocía.
Farfulló:
—¡Maldita sea!
No había tenido más remedio que matarlos, y eso lo trastornaba todo porque
ahora no podría hacerlos hablar. Realmente se encontraba otra vez al principio
del camino, como si no hubiese ocurrido nada.
Oía voces algo lejanas, pero que se iban aproximando. Todo dependía de
un minuto solamente, y por eso se dedicó a registrar febrilmente a los muertos,
guardándose sin mirarlo todo lo que encontró en sus bolsillos.
El que apareció fue el dueño del hotel, en compañía del pistolero que estaba
empleado allí por si surgían problemas. Los dos quedaron atónitos al ver en el
callejón tres fiambres y además a Fred Walton, que estaba considerado como el
abogado más joven y listo de la ciudad. Aquello resultaba inconcebible.
El dueño farfulló:
—Pero Walton... ¿qué hace aquí? ¿qué es esta escabechina? ¿No me ha dicho
que iba a ver al juez de Abilene en la habitación veinte?
—Sí, pero me he encontrado con que acababan de asesinarlo.
—¿Qué... qué dice?
—Digo la verdad. Y Los hermanos Walton
15
estos tres pájaros huían en aquel momento, de modo que 15
les he perseguido. Y ya ve...
—¿Ya veo qué?
—A uno se le ha infectado un callo, el segundo ha pillado una gripe maligna
complicada con una blenorragia, y al tercero le ha sentado mal la cena.
—Sí... —dijo el pistolero que estaba mirando los fiambres—. Ha tragado
unas onzas, y entonces ya se sabe... Algunos no acaban de digerirlo.
El joven susurró:
—Den cuenta al sheriff de lo que ha ocurrido y digan que yo iré a declarar en
seguida. Por cierto... ¿conocen a estos pájaros? ¿Los habían visto alguna vez en
la ciudad?
—Este —dijo el hotelero señalando uno de los muertos —me ha dicho que
era el encargado de reparar unas goteras en el tejado. Yo había avisado por la
mañana.
—Pues ése es el que ha asesinado al juez. ¿Y los otros?
—También los tenía vistos por aquí. El sábado pasado armaron camorra y le
pegaron una paliza a una chica. Supongo que eran gentuza esperando que
alguien los contratase para hacer un «trabajo».
—Pues ya lo han hecho —dijo Walton.
Y salió de allí.
Seguía teniendo prisa.
En el caso de que contara con alguna pista, tenía que actuar antes de que esa
pista se desvaneciese.
El único sitio donde podía encontrarla era en los papeles y objetos que había
quitado a los muertos. Por lo tanto se metió de nuevo en su despacho y examinó
aquel extraño botín.
Todo lo que había allí —según comprobó con desencanto— eran cosas sin
importancia: algunas llaves, algún dinero, billetes para el ferrocarril (lo cual
indicaba que pensaban largarse inmediatamente después del crimen), tabaco,
papel de fumar, fósforos y otras tonterías. Por lo visto aquellos tipos estaban bien
aleccionados y no habían querido llevar encima nada que pudiese comprometer
al hombre que los había pagado. Lo que había hallado en sus bolsillos no
proporcionaba a Walton ninguna pista.
Nada... excepto aquel mazo de naipes. Uno de los muertos lo llevaba encima
seguramente para marcar las cartas, pues los ojos expertos de Walton supieron
encontrar en ellas algunos puntitos. El mazo de naipes llevaba el sello de
Schulter, la casa de juego más importante de Dodge.
Quizá el tío había sido cliente de la casa. O quizá los tres.
Perfecto.
Los Schulter ya tenían tres clientes menos.
Como siguieran así, iban a tener que cerrar a la semana siguiente.
Los hermanos Walton
Walton se presentó ante la casa.
De pronto ya no parecía un distinguido abogado de la ciudad, un hombre que
además iba a presentarse a las elecciones para el Congreso. Aunque seguía
16 16

vistiendo bien, el revólver descansaba sobre su cadera derecha y se había


sujetado la funda al muslo por medio de una correílla. Muchos pistoleros de
categoría de Kansas —gente que cobraba muchos billetes por asesinar— tenían
aquella pinta.
Walton empezó a entrar.
Un matón le detuvo en la puerta.
—Es extraño verle por aquí, señor Walton —dijo.
—Tiene razón. Creo que no he venido nunca, pero quisiera echar un vistazo.
—No tendrá usted nada contra el juego si sale elegido, ¿verdad, señor
Walton?
—Imagino que no. En el Oeste la gente ha jugado siempre.
—Y no tendrá nada tampoco contra la prostitución...
—Supongo que tampoco. En el Oeste los vaqueros siempre han necesitado
tener a mano una chica.
—Y no tendrá nada contra el whisky...
—Hombre, no... Dígame si hay en Kansas un solo tipo al que no le apetezca
un trago.
—Supongo que tampoco tendrá nada contra las drogas.
Walton susurró:
—Oiga, amigo... ¿Pero es que en esta casa se juega, se chinga, se bebe y
encima uno se emporra? ¿Qué clase de garito es éste?
El matón le miró despectivamente.
—Supongo que tampoco tendrá nada contra los puñetazos, señor Walton —
dijo.
—¿Por qué?
—Porque no nos gustan las inspecciones. Y puede que usted reciba un
guantazo si no se larga ahora mismo.
—Usted debe creer que yo soy un político de la Liga de la Moral —dijo
Walton.
—Por si acaso... ¡lárguese!
Y disparó su puño derecho.
Pero quedó helado al tocar aquella mandíbula.
Parecía de piedra.
Era como si hubiese atizado un puñetazo a una pared.
El matón gruñó:
—¡Maldito entrometido!...
Tomó impulso para disparar la derecha de nuevo.
Y de pronto le pareció que todo daba vueltas en torno suyo.
Los impacto
hermanos Walton
17
No llegó a oír el siniestro que sonaba dentro de su propio cráneo. 17
Walton le acababa de propinar un terrible uno-dos que lo levantó
materialmente del suelo. Mientras Walton, tiempo antes, trabajaba en las más
rudas tareas de los vaqueros había tenido que pelearse tantas veces que conocía
el arte de los puños mejor que bastantes profesionales del ring. Vio que el
gigantón giraba sobre sus tacones, poniendo los ojos en blanco y lo envió
definitivamente a tierra de un cruzado que pareció cambiarle de sitio la
mandíbula. El camino quedó libre.
Pero ahora Walton ya sabía dónde estaba. Aquél era un garito de la peor
especie. Descorrió unas cortinas rojas y se encontró en la sala principal, donde
había numerosas mesas, todas ocupadas a aquella hora. Los tahúres
profesionales estaban haciendo un gran negocio. Los incautos de costumbre se
dejaban montañas de dólares sobre el tapete verde.
Los ojos escrutadores de Walton recorrieron todo el panorama.
Y se dio cuenta de que no todos los tahúres eran hombres. Una de las mesas
estaba ocupada por una mujer.
No era una mujer joven.
Tendría unos cuarenta años y estaba algo gruesa. Su rostro era ligeramente
cínico. No resultaba atractiva, pero la astucia y la inteligencia brillaban en sus
ojos. Estaba desplumando a tres vaqueros que, confiando en tener buen juego,
habían dejado unas fuertes puestas sobre el tapete verde.
Mostraron cartas dos de ellos. Uno había pasado. Las voces llegaron quedas
hasta el sitio donde estaba Walton.
—Doble pareja.
—Tréboles.
—Escalera de color.
Las últimas palabras habían sido de la mujer, que puso las cartas sobre la
mesa. Los vaqueros contuvieron una doble maldición. Vieron con expresión de
impotencia cómo ella arramblaba con todos los billetes que había sobre el tapete
verde.
Uno de ellos susurró:
—Es la tercera vez que ligas escalera de color esta noche, Mónica. No son
posibles tanta casualidad y tanta leche.
—Ni leche ni casualidad, amigos. Lo único que pasa es que sé jugar. ¿O
tratáis de insinuar que he hecho trampas?
Uno de los vaqueros musitó:
—Yo no estaría tan seguro.
—Pues si queréis hacer alguna protesta se la hacéis al representante de la
Casa.
El «representante» de la casa era un pistolero que estaba apoyado en una
columna y que tenía pinta de poder liquidar a todos los clientes en un pestañeo.
Losy entonces
hermanos Walton
18
Los tres hombres vacilaron, se acercó Walton. 18
—¿Permiten? —dijo.
Y tomó las cartas que estaban sobre la mesa.
Nadie se atrevió a chistar.
Casi todos los que estaban allí conocían al hombre que dentro de muy poco
podía ser una autoridad en Dodge. Tal vez sería elegido gobernador.
Walton se dio cuenta de que algunas cartas estaban marcadas con mucha
sabiduría. Eran exactamente las mismas marcas que las del mazo encontrado en
uno de los muertos.
El joven sonrió.
—No hay trampa, señores —dijo.
Y dejó caer el mazo sobre la mesa.
Los vaqueros hicieron un gesto de resignación y se largaron de allí. Walton
miró entonces fijamente a aquella mujer llamada Mónica.
Ella tenía unos ojos pequeños, astutos y duros.
Se adivinaba que por dinero podía llegar incluso a ser una mujer peligrosa.
Haría lo que hiciese falta.
—¿Por qué no lo ha dicho, señor Walton? —susurró—. Usted ha notado que
algunas cartas estaban marcadas.
—Claro que sí. Pero sé que no sólo las usa usted. Con esos naipes se ha
hecho una auténtica obra de arte, y puede que usted haya regalado un mazo a
algún amigo. O que se lo haya vendido tal vez.
—¿Qué es lo que busca, Walton? ¿No me ha denunciado porque espera
obtener una información de mí?
—Tal vez. Y me gustaría saber si ha proporcionado un mazo de esa clase a
un hombre llamado Rochester, que tiene una cicatriz en la muñeca derecha.
Rochester era el muerto que llevaba las cartas encima.
Ella palideció.
—¿Cómo lo sabe? —dijo.
Se daba cuenta de cuándo ganaba y cuándo perdía. La mujer llamada Mónica
se daba cuenta, por lo tanto, de que en este momento tenía que ceder.
—Rochester ha muerto —dijo Walton.
—In... infiernos.
—Lo he matado yo. Y otros dos amigos suyos, que le acompañaban, no
parecen estar tampoco demasiado bien de salud.
Mónica pestañeó.
—¿Qué es usted, señor Walton? —susurró—. ¿Un pistolero o un hombre que
aspira a ser gobernador de Kansas?
—En realidad soy un pistolero. Lo demás poco importa ahora.
—¿Y qué busca?
—Ese hombre llamado Rochester y dos compañeros suyos han asesinado al
juez de Abilene. El juez de Abilene estaba aquí para darme una pista acerca de
Los hermanos
Y si alguienWalton
19
quién fue el asesino de mi madre. pagó a esos tipos para asesinar al 19
juez, es porque está relacionado con el asesinato de mi madre, ¿entiende?
—Perfectamente. Puede ser el propio asesino o uno de sus cómplices. ¿Pero
qué tengo yo que ver con esto?
—Rochester llevaba un mazo de naipes que había sido marcado aquí, lo cual
me hace pensar que era un empleado de confianza de este local, porque de lo
contrario no lo hubiera conseguido. Y puede por lo tanto que en este local se les
haya dado el dinero por matar al juez.
—Eso yo no lo sé. Yo me limito a jugar. Soy uno de los tahúres de la casa,
¿entiende?
—Voy a hacer la pregunta de otra manera:¿con quién se relaciona Rochester
aquí?
—Con mucha gente y con nadie. Ya sabe lo que son los jugadores. Junto al
tapete verde no hay amigos.
—Pero tal vez hablaría con algunos más que con otros.
—Eso no lo sé ni me importa. Déjeme en paz.
Dio media vuelta y se largó.
Walton estuvo a punto de sujetarla por el cuello y obligarla a quedarse, pero
al final desistió. Nada ganaría organizando un espectáculo en la casa de juego,
aparte de que el matón que estaba sin sentido en el vestíbulo debía empezar ya a
despabilarse. Por lo tanto se encogió de hombros y salió de allí como el que
abandona una partida que tiene perdida de antemano.
Pero no se fue muy lejos. Aprovechando las sombras de la noche, se
emboscó en la esquina de una cuadra cercana y aguardó. No tuvo que esperar
demasiado tiempo.
Debía llevar unos diez minutos allí cuando vio salir a Mónica. La mujer
debía tener entre manos un asunto importante, ya que de lo contrario no le
hubiesen permitido salir cuando más animadas estaban las partidas. Walton la
vio deslizarse de una manera furtiva, como si no quisiera ser vista, y perderse
por una de las calles que llevaban a la zona residencial de la ciudad, fuera de los
saloons y los jaleos. La siguió en silencio.
Pudo ver entonces que llamaba a la puerta de una casa de buen aspecto,
puerta que le abrió un hombre de media edad impecablemente vestido. Mónica
pasó al interior.
Y Walton se deslizó entre las sombras hacia la casa. No iba a dejar pasar
aquella oportunidad.
Estaba seguro de haber encontrado al hombre que violó a su madre y la
asesinó muchos años más tarde.

***

Rodeó en silencio la casa hasta encontrar una ventana que estaba mal cerrada
Loscuando
hermanos
él se pusoWalton
20
y que no resistió demasiado a forzarla. Pudo entrar en la casa 20
y se encontró en un despacho lleno de libros de contabilidad y de carpetas con
documentos. Todo estaba a oscuras, pero más allá se distinguía un pasillo con
una luz al fondo.
Walton avanzó sin hacer el menor ruido.
Pudo oír las voces de Mónica y del desconocido. Debían estar terminando ya
la conversación, pero Fred Walton pudo escuchar todavía algunos detalles
importantes. Por ejemplo el nombre de aquel individuo, que se llamaba Mark.
Aunque eso de llamarse Mark no tenía nada que ver, porque podía ser
perfectamente un nombre falso del realmente llamado Will, el hombre que
asesinó a su madre.
Walton escuchó en primer lugar la voz de Mónica.
—Te aseguro que es él, Mark. Es uno de los dos hijos gemelos de Margaret.
Ha venido para vengar a su madre.
—¿Cómo estás tan segura? Tú no lo habías visto desde que era apenas un
niño. Habrá cambiado mucho en ese tiempo. Hablas por hablar.
—¿Piensas que puede ser otra persona? Pues no, te aseguro que no. Por las
circunstancias que se van empalmando en este caso, estoy absolutamente segura
de que es él.
Walton, que escuchaba junto a la puerta, se mordió el labio inferior. De
pronto recordó un detalle de su conversación con el juez de Abilene. Porque el
juez de Abilene le había hablado de que Margaret dejó entre sus papeles una
nota para acordarse de que tenía que decir a la tal Mónica que no hiciese más
algo que sin duda estaba haciendo mal. No cabía, por lo tanto, ninguna duda de
que la Mónica a que se refería aquel viejo papel era la misma que ahora estaba
hablando unas yardas más allá, la misma de la casa de juego.
Pero aquel pensamiento se borró ante las nuevas palabras. Porque Mark, si es
que se llamaba así, estaba diciendo:
—¿De los dos hermanos gemelos sólo ha venido uno?
—No ha venido. Vivía ya en Dodge.
—¿Y cómo es que yo no lo conozco personalmente?
—Porque tú y yo hace poco que estamos aquí. De todos modos sabes
perfectamente quién es, aunque nunca te lo hayas echado a la cara: es el abogado
que piensa presentarse como candidato al puesto de gobernador de Kansas.
—¿Pero tú crees que?...
—Naturalmente que lo creo. No sé cómo llegó a hacerse abogado y a saber
tanto, pero lo cierto es que siempre ha vivido entre pistoleros. Fue un pistolero el
que lo crió a lo largo de la ruta de las manadas. Es muy peligroso, está decidido a
todo y matará las veces que haga falta para vengar a su madre. Por lo tanto debes
Los hermanos Walton
21 huir. No hagas que te lo repita... ¡Tienes que huir! 21
—No me conviene. He de resolver todavía una serie de asuntos en Dodge
City.
—Pues déjalos aplazados. Lo importante es salvar la piel.
—¿Y el otro hermano, el llamado Bob, no ha venido?
—No. Con el único que corres peligro es con Fred Walton. A Bob no creo
que se le ocurra venir nunca por aquí.
—¿Por qué?
—Porque lo que le pasó a su madre le importa un bledo. No se puede
concebir a dos hermanos más distintos, aunque sean gemelos. Yo los traté
bastante en otro tiempo: dos gotas de agua, te lo juro. Pero, sin embargo,
bastaba con oírles hablar para darte cuenta de que estaban viviendo en planetas
distintos. Fred era muy reflexivo, muy atento... Todo lo que caía en sus manos
lo leía. El otro, Bob, sólo se divertía torturando animales, jugando a los dados
cuando sólo tenía cuatro años y mintiendo a cada palabra. Me han dicho que
buscó las peores compañías y que fue a parar a la cárcel, donde quizá esté
todavía. Dudo que tenga un solo sentimiento honrado, de modo que nunca
vendrá por aquí para vengar a su madre. Todo le importa un bledo, aunque en
el fondo supongo que odia a su hermano Fred.
—¿Odiarle? ¿Por qué razón?
—No lo entiendes? Uno es el triunfador y el otro el fracasado. No sé si
habrán tenido alguna relación en los últimos años, pero eso importa poco
ahora. Lo único importante es esto... ¡guárdate de Fred! ¡Está dispuesto a lo
que sea!
¡Ha matado ya a tres hombres y está dispuesto a seguir matando!
Se produjo un momento de
silencio. Fred Walton se dispuso a
entrar.
Nunca lo había tenido tan fácil.
¡El asesino de su madre estaba allí!
Le cosería todo el cuerpo con plomo, empezando por las rodillas y
subiendo poco a poco, para que el hijo de la gran marrana se diese cuenta de
que moría.
Rozó la culata del revólver.
Pero una sola cosa le detuvo: no quería matar también a Mónica.
Hurgando en sus recuerdos ya perdidos, creía acordarse vagamente de que en
otro tiempo, siendo él muy niño, había una mujer que le traía golosinas de vez
en cuando, y esa mujer tenía que ser Mónica. Aunque de un modo u otro
Los hermanos Walton
debía de estar relacionada con aquella asquerosa situación, él no quería
22 22
matarla. Sería mejor esperar a que Mark estuviese solo, no fuese que la mujer
se encontrase con alguna bala perdida.
Eso fue lo que le detuvo durante unos instantes. Pero entonces terminó la
conversación, porque se oyó la voz del hombre al decir:
—De acuerdo. Me voy a largar en seguida de la ciudad.
—¿Cuándo?
—En seguida, te digo. Sólo recoger dinero y algunos documentos. Del
resto me ocuparé más adelante.
—Muy bien, Mark. Adiós.
—Adiós, Mónica. Y gracias por tu aviso.
—No me des las gracias. No hace falta.
—Eres muy generosa.
—Ni generosa ni narices. No quiero que me des las gracias, lo que quiero
es que me des pasta. Con mi aviso te he salvado seguramente la vida, y tu
vida valdrá quinientos dólares, digo yo.
Fred Walton, que seguía escuchando, frunció el
ceño. Aquella tía sacaba dinero de todo, qué
cuerno.
Pero se oyó la voz del hombre otra vez:
—Te he dado mucho dinero en mi vida, Mónica, pero esta vez te lo
mereces más que nunca. Toma estos billetes. Y ahora... ¡lárgate!
Se oyeron entonces los pasos del hombre que avanzaba hacia otra puerta
que debía haber en la habitación. Walton dio por descontado que iría al
despacho por el cual él había entrado, puesto que allí estaban los documentos y
seguramente el dinero también. Por lo tanto se decidió a esperarle en aquel
despacho para clavarle una bala entre las cejas después de haberle llenado el
cuerpo de botones rojos.
Por eso Walton volvió sobre sus pasos, en el más absoluto silencio, y
regresó al despacho. Aquella habitación continuaba sumida en sombras.
Walton tendió las manos, no fuese a tropezar con algún objeto e hiciera ruido.
Pero, en efecto, tropezó.
Sus manos rozaron una cosa. Rozaron lo más insospechado del mundo.
Clavó sus diez dedos en el cuerpo tenso de una mujer... ¡que estaba
completamente desnuda!
¡Y menuda mujer!
Los dedos no tienen ojos, pero a veces poco les falta. Con el simple tacto
nos damos cuenta de tantas cosas que muchas veces no necesitamos ni ver. Y
Los hermanos Walton
23 Walton pudo apreciar que la piel era fina, que las curvas eran abundantes, 23
sólidas y tensas, que el pelo suelto caía por la espalda hasta casi la cintura de la
hembra, y que ésta, en resumen, no pasaría de los veintidós o veintitrés años.
Todas estas conclusiones las sacó en un par de segundos mientras le pasaba
rápidamente las manos por las líneas mórbidas.
Lo único que necesitaba era verla, pero esa suerte tuvo también. Porque en
aquel instante encendieron el farol de un porche frontero, la luz penetró por la
ventana y se reflejó en la fabulosa mujer, que estaba justo delante. Fue
entonces cuando se encontraron los ojos de los dos.
Ella tembló.
Se dio cuenta de que el que la tocaba era un desconocido.
Y gimió:
—¡Déjeme!
Dio un salto hacia atrás, sin hacer
ruido. Era ágil como una gacela.
En un instante se esfumó de la vista de Walton, pero éste tuvo una última
visión relampagueante de su maravillosa juventud y su maravilloso cuerpo.
Supo que nunca olvidaría a aquella mujer, aunque pasasen cien años, pese a
que sólo la había visto un instante y además en la penumbra. De pronto oyó el
leve chasquido de una puerta y se dio cuenta de que volvía a estar solo en la
habitación.
Fue como el despertar de un sueño.
Repentinamente ahogó una maldición. Había perdido unos minutos
preciosos, y quizá el asesino estaba huyendo. Porque si aquel que se hacía
llamar Mark no había entrado en el despacho, era muy posible que no entrase
ya. Quizá había ido a recoger el dinero y los papeles a otro sitio.
En efecto, oyó el ruido de la puerta de la calle. Aquel tipejo se estaba
largando. Walton corrió entonces hacia la ventana que había empleado para
entrar, la abrió de nuevo y saltó fuera para iniciar la persecución. Pero en
aquel momento vio el brillo del rifle al otro lado de la calle.
Tuvo el tiempo justo para arrojarse a tierra, girando sobre sí mismo con la
velocidad de un gato, mientras la llamita roja cruzaba el espacio. Fred Walton
sintió que la bala le arrancaba pelos de la cabeza.
Y notó entonces el brillo de otro rifle a la izquierda, en el mismo porche
donde se encontraba caído. Era una cochina trampa. Oyó el chasquido de la
palanca de carga.
Y Fred Walton supo que aquello era la muerte.
Los hermanos Walton
***
24 24

Pero se revolvió como una fiera acosada, dispuesto a morir matando.


Mientras giraba sobre sí mismo había sacado el «Colt», amartillando con la
rapidez de un auténtico profesional. Eso le dio unas décimas de segundo de
ventaja, porque su enemigo había necesitado más tiempo para mover la
palanca de carga. Una llamita brotó del suelo cuando el hombre del rifle aún
no había llegado a apretar el gatillo. Y se oyó casi simultáneamente un alarido
que llenó la calle.
La bala de Walton había penetrado por debajo de la mandíbula de su
enemigo. Este salió despedido hacia atrás con los brazos abiertos, y se estrelló
contra unas mecedoras que estaban en el porche. Mientras tanto el que se
hallaba al otro lado de la calle venía corriendo mientras disparaba
rabiosamente.
Pero tenía una desventaja: no podía ver apenas a Walton, porque el porche
estaba oscuro. En cambio él se recortaba claramente en el centro de la calle
bien iluminada.
No se dio cuenta de que había perdido su oportunidad. Ahora él apenas
podía ver a Walton, mientras que Walton podía verle muy bien a él. Giró
instantáneamente el revólver mientras el rifle le apuntaba a la cabeza.
Todo dependió nuevamente de unas décimas de segundo.
¡CRAC!
El rifle produjo una seca detonación, pero en realidad se disparó. Su
dueño había tenido que soltarlo porque acababa de recibir una bala entre las
costillas. Dio un traspié, intentó sacar el revólver que llevaba al cinto y de
pronto una mano invisible lo envió hacia atrás. La segunda bala le había
alcanzado de lleno en el corazón.
Walton giró otra vez sobre sí mismo, dispuesto a apretar el gatillo
nuevamente. La sensación de peligro no había pasado aún. Su instinto le decía
que allí, a su lado, seguía estando la muerte. Y lo estaba.
Pero ahora ya no tuvo tiempo de nada. No pudo volver a disparar otra vez.
Porque, en aquel precioso instante, el cañón de un pequeño «Derringer» como
los que usan los tahúres profesionales se apoyó en su nuca.
Y la voz gangosa de Mónica dijo en un soplo:
—Siento tener que hacerlo yo,
muchacho. Walton volvió apenas los
ojos.
Su cara estaba impasible. Era una cara de piedra. No reflejaba ningún
Los hermanos Walton
25 temor, pese a saber que era hombre muerto. Pero en cambio su cara reflejaba 25
amargura ante aquella broma macabra del destino. Porque le pareció mentira
que la mujer que había de matarle fuese la misma que le había proporcionado
golosinas en otra época ya muy lejana, hundida en las tinieblas del pasado,
cuando él era sólo un niño.
Dijo solamente:
—Luego limpias bien el revólver. Quedará manchado de sangre.
—Eso depende.
Walton se sintió más asombrado cada vez. No comprendía por qué ella no
había disparado aún. Preguntó:
—¿Depende de qué?
—Del dinero que lleves.
—No te entiendo, Mónica, condenada tía del infierno.
—Pues yo me entiendo muy bien. Tú eres un tipo que tiene fama y que
además se gana la vida. ¿Cuánto llevas?
—Supongo que... trescientos dólares.
—Vengan.
—Me los puedes quitar después de muerto —insinuó él.
—No me quedaría tiempo. Se está acercando gente. Vengan los trescientos
pavos.
Él se los entregó. Entendía aquello menos cada vez. Entonces los ojillos
ambiciosos de Mónica brillaron como dos luciérnagas mientras se embolsaba
los billetes y susurraba:
—El negocio es el negocio. Buenas noches.
Separó el cañón de la nuca de Walton y se largó. El joven se quedó como
quien ve visiones, sin fuerzas ni para moverse.
¿Pero qué clase de mujer era aquélla?
Sólo una cosa podía entender de todo aquel maldito asunto:
«El negocio es el negocio...»
Fred Walton salió de su casa a la mañana siguiente, ya algo tarde, cuando
el sol estaba alto. Y la primera persona a la que vio fue el sheriff de la ciudad.
El sheriff de la ciudad tenía una cara como para pedirle dinero
prestado. Lo primero que hizo al ver a Walton fue escupir de costado.
—Le esperaba, abogado —dijo.
—Hola, sheriff.
—Anoche hubo mucho «movimiento» en la ciudad.
—Sí, sheriff.
—No esperaba todo eso de usted. No sabía que fuese poco menos que un
Los hermanos Walton
tirador profesional.
26 26
—Pues tenía motivos para saberlo, amigo —susurró Fred Walton—. No
he engañado a nadie en cuanto a mis orígenes familiares. Siempre he dicho
que me eduqué con un pistolero y que por eso conozco muy bien a la gente de
esta tierra.
—Pues aprendió bien al lado de su maestro.
—¿Lo dice por los muertos?
—Lo digo por lo que me da la gana.
—Fue una emboscada, sheriff. Después del asesinato del juez de Abilene,
mucha gente tuvo interés en liquidarme a mí también. Me libré por los pelos,
pero eso significa que también hube de usar el revólver.
—¡Pues vaya manera de usarlo!
—¿Es que tiene una orden de detención contra mí, sheriff?
—No, Walton. Usted va a presentarse a las elecciones y no puedo
detenerle si no es en flagrante delito. Por otra parte, me he enterado de que
todos los muertos habían sido asesinos profesionales pagados por alguien, de
modo que no puedo acusar al que los ha quitado de en medio. Pero quiero
decirle que todo
esto no me gusta, Fred Walton, y por descontado que a la gente de orden
tampoco le gustará. No creo que las personas importantes de la ciudad le
voten después de lo que ha sucedido.
—Entiendo muy bien que no quieran tener a un pistolero por gobernador,
pero eso ya apenas me importa.
—¿Qué le importa, pues?
—Saber lo que ha sido de una mujer llamada Mónica.
—Es una tahúr de la casa de juego. Una de las poquísimas tahúres del sexo
femenino que corren por Kansas. Vive en el propio garito donde trabaja.
—¿Y quién es un tal Mark? Uno que vive en Elvis Street.
—¿Mark...? Vino aquí hace muy poco.
—Debe ser rico...
—Sí. Se nota que el dinero le sobra.
—¿Casado?
—¿Por qué pregunta todo eso?
—Me gustaría saberlo, sheriff.
—Bueno, pues no sé si está casado, pero supongo que sí. Al menos
cuando se presentó hace muy pocos días en la ciudad vino con una mujer
estupenda. O era su mujer o era su querida, no lo sé. Pero, desde luego, estaba
cañón. ¡Menuda gozada debe ser verla desnuda!
Los hermanos Walton
27 Walton cerró un momento los ojos. 27
Demonios, la tenía metida en el fondo del cerebro. No olvidaría jamás
aquella silueta sin nada encima, sin nada más que la maravilla de su piel.
Seguro que no podría olvidarla.
—¿Mark sigue en la ciudad? —preguntó con expresión impasible.
—No. Me han dicho que se largó anoche. .
—¿Por qué se fue?
—Lo ignoro. Es extraña tanta precipitación, pero seguramente tenía algún
negocio urgente cerca de aquí. De todos modos ni yo, ni usted, ni nadie, tiene
derecho a preguntárselo.
—Seguro que no, sheriff... Y su mujer se ha ido también?
—No lo sé. No lo he averiguado.
Walton pensó que ya lo averiguaría él. Y por un momento estuvo tentado
de tomar un caballo y salir en persecución del fugitivo, estuviese donde
estuviese. Aquel mismo deseo le había saltado repetidas veces durante la
noche, una noche en la que apenas había podido dormir.
Pero algo le había detenido entonces y le detenía ahora. Había algo que le
estaba devorando materialmente las entrañas. Porque se daba cuenta de que
muy pocos hombres en el mundo, quizá ninguno, estaban en una situación
como la suya.
Para vengar a su madre... ¡tenía que matar a su propio
padre! Porque no había duda de que Mark lo era.
Un padre por el que no podía sentir más que odio, pero su padre al fin. Y
era eso lo que destrozaba el corazón de Fred Walton, al darse cuenta de que se
enfrentaba a una situación monstruosa.
Pero de todos modos apretó los puños con rabia.
¡Al diablo!
Iba a seguir hasta el fin. Mataría a Mark. Lo haría pedazos.
La llegada de tres damas muy bien vestidas interrumpió sus pensamientos.
Aquellas tres damas, realmente jóvenes y realmente deseables, formaban
parte de la aristocracia de la ciudad. Bajo los vestidos bien cortados, bien
adornados, bien ceñidos, se marcaba la potencia majestuosa de sus curvas.
No estaban como la de la casa de Mark, pero... ¡diablos, qué tías!
Sin embargo, Fred Walton las miró con el máximo respeto. Jamás se
hubiese atrevido a fijarse con detalle en sus curvas, porque eso podía hacer
mal efecto. Al contrario, les besó la mano ceremoniosamente.
—Buenos días, señora Key. Buenos días, señora Manson. Es un honor,
señora Torrence.
Los hermanos Walton
Las tres rieron halagadas.
28 28
—¡Qué educado y qué fino es usted, gobernador!
—No soy gobernador todavía, y dudo que lo sea.
—Pues por nosotras no quedará —exclamó la señora Torrence—. Ya sabe
que las tres formamos su comité electoral. Esta misma mañana empezaremos
a hacer propaganda en favor suyo, Fred. El señor Halloran nos ha dicho que
ya podemos actuar.
—¿Van a hacer propaganda en favor mío... a pesar de los muertos que
hubo anoche?
—No sabemos de qué se trata —dijo la señora Key con un gesto muy
ampuloso—, porque nosotras no queremos meter la nariz en según qué
ambientes, pero si usted disparó debió ser porque no tenía más remedio que
defenderse. Y todo hombre honrado puede defender su vida. ¿Quién dice lo
contrario?
—Nadie, desde luego. Gracias por su opinión, señora
Key. Y le besó la mano de nuevo.
Ella se sonrojó.
—Oh, Fred, es usted encantador —dijo.
—Usted lo merece todo, señora Key.
—Ejem... Vamos a celebrar una reunión en mi casa, con unas cuantas
señoritas de la buena sociedad de Dodge City, para empezar a planear la
propaganda en favor de usted, Fred. Espero que nos honrará con su presencia.
—¿Cuándo?
—Dentro de media hora.
—No faltaré. A sus pies, señoras.
Ellas, muy satisfechas, se fueron meneando sus traseros, pero Fred Walton
se guardó muy bien de mirar aquel provocativo movimiento. Hubiera hecho
un efecto deplorable. Por el contrario, él se comportaba con las damas tan
finamente que hasta el sheriff le hizo una especie de burla.
—«A sus pies, señoras... A sus pies, señoras...» —gruñó el representante
de la ley—. ¡Mierda! ¡Qué tío más fino! ¡Váyase usted a la porra, Walton! ¡Y
ande con pies de plomo, porque a lo peor, en vez de ir usted a la porra, va
usted a la cárcel! ¡Se lo advierto!
Le apuntó con el dedo, como para dejar bien grabada aquella amenaza, y
dio media vuelta para largarse.
Fred Walton no hizo demasiado caso. Otras preocupaciones convertían en
aquel momento su cabeza en un volcán. Consultó sus notas sobre lo que había
de hacer aquella mañana, recordó que necesitaba firmar unos papeles en el
Los hermanos Walton
29 despacho del juez y fue hacia allí, pero para eso hubo de pasar por delante de 29
la mejor funeraria de las tres que existían en la ciudad.
Y vio entonces que descargaban allí un
ataúd. Un ataúd de narices.

***

Los ataúdes, cuanto más lujosos son, más siniestros parecen. Pero de
todos modos había que reconocer que el tío que estaba metido en aquella caja
se despedía dignamente de este mundo. A lo mejor el tío incluso era feliz allí
dentro.
Porque no cabía duda de que el ataúd albergaba un fiambre en el interior.
Cuatro hombres tenían que reunir sus fuerzas para descargarlo. Un quinto
hombre, muy bien vestido, dueño de unas facciones herméticas y duras, iba
delante.
El dueño de la funeraria salió a recibirles a la puerta.
Vio a Walton.
—¡Eh! —llamó—, ¡Señor Walton!
—¿Qué pasa?
—Quisiera encargarle un asunto. Me gustaría pasar por su despacho mañana.
—De acuerdo. Le espero a las diez. Oiga... Veo que tiene usted «clientes»
de gran lujo.
—Sí... Ha sido algo inesperado. Entre un momento, por favor. No sé si ha
visto que el periódico de la ciudad ya publica propaganda electoral.
—No he tenido tiempo de leerlo aún —dijo Walton.
—Pues por eso mismo: le daré mi ejemplar. —Mientras tanto, iban
andando hacia el interior—. La cosa se va animando mucho de cara a las
elecciones — contestó el de la funeraria.
No habían hecho más que entrar en la sala cuando vieron el enorme ataúd.
Acababa de ser depositado sobre un túmulo, y los porteadores se iban después
de cobrar. El que les pagaba era el elegante individuo bien vestido que Walton
había visto entrar delante de ellos. Una vez los hubo despedido, se volvió
hacia el dueño de la funeraria.
—Supongo que podrá encargarse de mi asunto en seguida —dijo.
—Oh, sí, señor Kruger. Comprendo que ese «asunto» no puede esperar.
Por cierto, le presento al señor Fred Walton. Va a ser seguramente el nuevo
gobernador de Kansas.
—Eso son sólo palabras —dijo el joven—, mirando al hombre bien vestido
—. Por cierto, señor Kruger... Nunca había visto un ataúd tan lujoso como
Los hermanos Walton
éste. Llama la atención, aunque maldito si a mí me interesan esas cosas.
30 30
—A mí tampoco, pero se trata de un asunto profesional muy desagradable.
Yo soy el doctor Kruger.
—¿Y qué le trae por aquí... con ese «paquete»?
—Algo muy desagradable, ya se lo he dicho. Dentro de ese «paquete» va
el que era mi mejor cliente, el señor Nichols. Murió de una infección
galopante y no pude salvarle, pero antes de morir me pidió que lo hiciese
enterrar en Ellsworth, que es su ciudad natal. Y me rogó que yo me encargase
de todo, cosa a la que no pude negarme.
—Lo comprendo.
—Lo malo es que hace más calor del que pensaba y el cadáver ha
empezado a descomponerse antes de lo que yo creía.
—Hum...
—Ya sé que es desagradable hablar de esto, pero no podré llegar a
Ellsworth si no lo hago embalsamar antes. Esa es la razón de que me haya
detenido aquí. Mire, no sé si usted entiende de esto, pero el color empieza a ser
muy fastidioso. Fíjese qué aspecto.
Y alzó la lujosa tapa de madera. Debajo había una segunda tapa más
delgada con un cristal que permitía ver hasta el pecho del cadáver, y Walton no
tuvo más remedio que echarle un vistazo ya que el otro se lo había pedido,
aunque maldito si eso le hacía gracia. Vio que el fiambre correspondía a un
hombre pasado de los cincuenta años y que estaba terriblemente blanco. Sus
párpados cerrados iban volviéndose ya de un color violeta, lo cual indicaba la
inminencia de la putrefacción. También había manchas similares en su cuello
y sus mejillas, indicando lo mismo. Por fortuna no despedía mal olor, pero lo
que decía el doctor Kruger estaba clarísimo.
Fue el dueño de 1a funeraria quien bajó la tapa de nuevo.
—Me ocuparé en seguida del asunto —dijo—. Supongo que usted se
quedará mientras tanto en la ciudad, doctor Kruger.
—¿Cuánto va a tardar?
—Depende de las dificultades. Para un trabajo bien hecho y que garantice
la perfecta conservación del cadáver necesito dos días, teniendo en cuenta que
tengo otros asuntos a los que atender.
—De acuerdo; me quedaré en este hotel de
enfrente. Saludó a Walton y le dijo:
—Le deseo suerte, gobernador.
Fred Walton le contestó con un gruñido. Le fastidiaba que la gente le
llamase ya «gobernador» cuando él sabía que no iba a serlo y casi no lo
Los hermanos Walton
31 deseaba siquiera. Lo único que le importaba en este momento era vengar lo 31
que habían hecho con su madre. No tenía otra idea en la cabeza.
Pero decidió olvidarse de aquello por unos momentos. Miró su reloj y
dijo, pensando en voz alta:
—Tengo tiempo justo para ir al despacho del juez, aunque la gestión
puede resultar larga. Pero deberé darme prisa. Las señoras del comité
electoral me están esperando...
**

Las señoras y señoritas del comité electoral eran en total ocho damas que
se habían puesto sus mejores ropas y estaban lo que se dice «de buen ver». Pero
eso es lo que hubiera pensado una persona bien educada. Una persona mal
educada, o simplemente un vaquero hubiese pensado que estaban llenas de
curvas, que estaban cañón, que estaban como para merendárselas. Ellas
también lo sabían, pero no les había importado ponerse un poco más
provocativas que de costumbre. Al fin y al cabo el hombre al que iban a
recibir, Fred Walton, era de lo más respetuoso y de lo más discreto. Era un
caballero de los que ya no quedaban.
La señora Key, que casi mostraba los opulentos senos por debajo del
atrevido escote, miró por la ventana y dijo:
—Ahí llega.
Todas recibieron a Walton con un aplauso.
La señora Torrence, llevada por un entusiasmo, gritó:
—¡Viva el gobernador!
Walton sonrió al verse rodeado de tantas bellezas. La señora Key le pasó
una botella de champaña para que la abriese mientras decía:
—Tome, hay que celebrarlo. Por cierto, ¿en tan poco tiempo ha podido
usted cambiarse de ropa?
—La actividad política enseña mucho. Hay que ser rápido en todo —dijo
Walton.
Descorchó la botella con no demasiada buena suerte. Un chorro del
espumoso líquido brotó de repente y fue a caer sobre los opulentos senos de la
señora Key.
Ella hizo:
—¡Oh!...
Walton dejó la botella sobre la mesa y se apresuró a arreglar el desaguisado.
Sus manos fueron inmediatamente hacia los opulentos senos de la mujer.
—Permita —dijo—. Esto hay que secarlo. Oh, qué estúpido soy... De
Los hermanos Walton
verdad lo siento. Permítame, señora.
32 32
Ella quedó lívida.
Le estaba haciendo un auténtico «masaje».
Nunca a la señora Key, tan distinguida y tan fina, le habían tocado los pechos
de aquella manera. Ni tan siquiera su marido, que dicho sea aparte era un
estrecho.
Walton dijo:
—Perfecto... Una gotita aquí... Otra allí... Un toquecito aquí... Otro allí...
¡Formidable!
Ella bisbiseó:
—¿Ya ha terminado, señor Walton?
—Claro que sí. Ya está. ¿Satisfecha?...
—No sé qué decirle.
—Si le parece, empezamos otra vez.
—Pues... pues no le veo la necesidad... por ahora.
—Entonces veamos lo que hay de la campaña electoral. Me parece que
ustedes han tenido magníficos proyectos.
Una señorita llamada Wilkins, que era una magnífica dibujante y que, dicho
sea de paso, tenía también un magnífico trasero, se acercó sonriendo.
—Mire el boceto de cartel que he hecho. ¿Qué le parece? —preguntó.
—Magnífico... —dijo Walton—. ¡Ah, qué pillina!
¡CHASK!
Le había atizado con cinco dedos en todo el sensacional trasero de la chica.
Ella hizo:
—¡Ah!
—¿Pasa algo? —preguntó Walton, con una cara perfectamente pétrea.
—Tengo la sensación de que alguien me ha tocado en un sitio —dijo la
señorita Wilkins, sin saber qué pensar.
—He sido yo. Ha sido una manera familiar de felicitarla,
—Pues... ¡pues qué bien!
—¿Quiere usted que la felicite otra vez?
—No, no hace falta..., ¡je, je! No parece usted el mismo, señor Walton.
—Es que un político tiene que cambiar de costumbres. Oh, qué lástima...
Se me ha caído el dibujo al suelo.
Daba la «casualidad» de que el dibujo se le había caído a los pies de la
señora Torrence, que estaba sentada y con las piernas cruzadas. Walton se
inclinó para recogerlo y se lo vio todo, lo que se dice todo, de rodillas para
arriba.
Los hermanos Walton
33 Había mucho que ver. 33
La señora Torrence tenía unos muslos soberbios.
—Lleva usted unas ligas preciosas —dijo él, pero una está un poco caída.
Y se la «arregló».
La señora Torrence estaba lívida.
Sentía una especie de gusanito que le hurgaba aquí, aquí, aquí... ¡aquí!
—Pero... ¿pero qué hace?
Nada, señora. Ya la tiene usted
perfecta. Y Walton se puso en pie.
Todas le miraban en silencio.
No sabían qué pensar. Y no es que les desagradase la actitud tan atrevida
de un hombre tan famoso, tan joven y tan guapo. Pero es que no estaban
acostumbradas a eso. Les parecía que se encontraban ante un Walton
completamente distinto.
Walton alzó un poco las manos.
—He de darles las gracias por todo cuanto están haciendo por mí —declaró
—. Son ustedes magníficas de verdad. Las felicito.
Y enlazó por la cintura a una.
¡MUAC!
De un beso en la boca la dejó
desmayada. Se dirigió a otra.
¡MUAC!
Con ésta aún fue peor.
Porque la elegante señorita gimió:
—Oiga... ¡qué pellizco! ¡Me va a doler el tras una semana!
—¿Le doy un masaje?
—Es que no sé qué dirá mi marido...
—Pregúnteselo.
Y sin esperar la respuesta, enlazó a otra.
¡MUAC!
La chica hizo:
—¡Uy!
—¿Qué le pasa?
—Es que tengo los senos muy delicados y muy sensibles.
—Si quiere le toco otro, sitio.
—Tengo se... se... sensible todo el cuerpo.
—Pues qué lástima.
Y Walton fue tranquilamente hacia la puerta.
Los hermanos Walton
—Sigan trabajando, amigas mías —exclamó—, sigan trabajando por el bien
34 34
del Estado de Kansas. Yo ya volveré a verlas para darles ánimos. Ah... Me
gusta mucho como van vestidas. De todos modos, alguna faldita un poco más
corta tampoco vendría mal.
Y salió de allí.
Todas se quedaron sin aliento.
Sólo cuando Walton hubo desaparecido, reaccionaron un
poco. Las que habían sido tocadas empezaron:
—¡Ay! —¡Uy! —¡Oy!—¡Uf!
Pero también las que no habían sido tocadas empezaron:
—¡Ay!—¡Uy!—¡Oy!—¡Uf!
¿Sería de envidia?

Walton no fue muy lejos. Sacó de un bolsillo de su levita el periódico de la


localidad, que estaba acabado de imprimir, miró unos datos y se dirigió a una
casa bastante retirada, la cual se encontraba en la parte más distinguida de
Dodge City.
Hasta el día anterior aquella casa había tenido un letrerito que indicaba
«Se alquila», pero ahora no lo tenía. Ello indicaba que un recientísimo
inquilino acababa de tomar posesión de ella.
Mientras se acercaba a la casa, Walton tuvo la sensación de ser vigilado.
No podía sustraerse a la idea de que al menos un par de rifles ocultos en las
esquinas le apuntaban a la espalda. Pero siguió andando como si tal cosa, con
una total despreocupación, y llamó con los nudillos a la puerta.
Esta apenas se entreabrió. Un tipo patibulario que ya llevaba alzado el
revólver le encañonó de pronto.
Detrás de él no había más que tinieblas.
—¿Qué quiere?
—Vengo a por lo del anuncio del periódico —dijo Walton sin inmutarse—.
Acaban de publicarlo y dan esta dirección.
—¿Lleva armas?
—No.
—Pase, pase. Pero no haga un solo movimiento que no me guste. Mientras
siga ahí dentro, le tendré clavado el revólver en la espalda.
—Hum... se le quitan a uno las ganas de contestar a los anuncios —dijo
Walton.
Pero entró.
La verdad es que en el interior seguían las tinieblas. No se distinguía nada a
Los hermanos Walton
35 un paso. El ambiente era fantasmal, como si Walton acabara de contestar al 35
anuncio que hubiera sido puesto en el mismísimo infierno.
Más fantasmal resultó todavía cuando alguien entró viniendo desde una
habitación contigua y llevando un farol en la mano. Aquel farol era muy
potente y llevaba una pantalla que proyectaba toda la luz hacia adelante, o sea
que su portador seguía envuelto en tinieblas. En cambio, un auténtico chorro
de luz se proyectó de lleno sobre el rostro de Walton, que quedó cegado
durante unos segundos.
Una voz cargada de sorpresa dijo desde el otro lado del farol:
—¿Pero qué es esto?
—He leído el anuncio en el periódico —susurró Walton—. Daban esta
dirección y decían necesitar a un hombre dispuesto a todo y capacitado para
realizar un trabajo de alta categoría. Creo que yo soy ese hombre.
—¿Sabe... de qué «trabajo de categoría» se trata?
—No lo sé, pero lo imagino. Sólo hay un trabajo de esa clase que se pueda
hacer en Dodge.
—Pero usted es
Walton... Sonó una
risita.
—Se equivoca, amigo.
—¿Usted no es Fred Walton? No diga que no. Sería absurdo. Todo el
mundo lo conoce.
La risita se repitió.
—Por absurdo que le parezca, voy a negarlo. No soy Fred Walton. Soy
Bob Walton, su hermano gemelo.
Hubo un instante de silencio.
El hombre que se agazapaba en las tinieblas parecía estar reconsiderando
aquellas palabras que en casi toda la ciudad habrían parecido increíbles. Pero
su duda no duró demasiado. De pronto susurró:
—Celebro que haya dicho la verdad, Bob Walton.
—¿Y qué remedio me quedaba sino decirla? ¿Cree que iba a arriesgarme a
venir aquí, con varios rifles apuntándome a la espalda, sólo por ganas de
hacer una broma?
—Siempre se ha hablado de que Fred tiene un hermano gemelo —dijo la voz
—. Mónica, esa jugadora de mierda, lo sabe bien. Los cuidó en parte cuando
eran niños.
—¿Quién es Mónica?
—Usted no la conoce; su hermano sí.
Los hermanos Walton
—De todos modos, ¿cómo sabe que no le engaño?
36 36
—Ha hecho algo que Fred nunca haría.
—¿Yo? ¿Qué he hecho?
—Uno de mis espías le ha observado por la ventana mientras estaba con
todas aquellas mujeres.
—¡Infiernos! De modo que me han observado...
—No se le puede quitar la vista de encima, Walton. Mi espía me ha dicho
que su comportamiento ha sido literalmente increíble, y entonces he empezado
a imaginar que no se trataba de Fred, sino de Bob. Daba por descontado que
Bob acabaría viniendo por Dodge, al olor de la riqueza y la fama de su
hermano. Pero nunca creí que llegara a presentarse... aquí.
—Vamos a ser claros, amigo.
—Claro que vamos a serlo.
—¿Cómo se llama
usted? La voz susurró:
—Eso va a quedar en secreto. Como es lógico, no pienso decírselo.
—Bueno... Poco importa, después de todo. Lo que importa mucho, en
cambio, es lo que está dispuesto a pagar.
—¿Por qué?
—Por la cabeza de un hombre. Pero se trata del hombre más importante
de Dodge City, y usted lo sabe.
Hubo un momento de duda.
Y luego, la voz que surgía de las tinieblas preguntó:
—¿Desde cuándo ha estado usted dispuesto a matar a su hermano gemelo,
Bob?
—Desde siempre. Él ha sido el afortunado, el niño bueno, el niño guapo,
el pijo de mierda. Sólo le faltaba esto: llegar a ser gobernador de Kansas. En
cambio, yo, con los mismos méritos, sólo por no haber querido pasarme la
vida estudiando, me he de ver arrastrado y convertido en un paria, en un
indeseable. Desde siempre he querido deshacerme de Fred que es una
bofetada que continuamente estoy teniendo en mi cara. Pero las cosas hay que
hacerlas bien, amigo. Y yo no mataré a Fred si eso no me proporciona un
beneficio, un gran beneficio, mejor dicho. ¿Está claro?
La voz susurró desde las sombras:
—Estoy dispuesto a pagar tres mil dólares.
—Digamos que tres mil quinientos.
—No discutiré por unos dólares más o menos, Bob Walton. Me estoy
preguntando si un hombre puede matar a su hermano por tres mil quinientos
Los hermanos Walton
37 dólares. 37
—Otro hombre no lo sé. Yo, sí.
—¿Considera que tres mil quinientos «pavos» son motivo suficiente?
—No.
—Me sorprende, Bob Walton. No esperaba esa respuesta. Pero entonces,
¿por qué acepta?
Walton rió lentamente.
—Parece usted tonto, señor como-se-llame —dijo—. En primer lugar,
nunca aceptaría matar a mi hermanito Fred si esa muerte me hubiera de poner
en un compromiso. Si ahora acepto es porque nunca se me volverá a presentar
una ocasión así: la gente pensará que es un atentado político. En segundo lugar,
Fred no tiene esposa ni hijos:¿se ha preguntado quién es su heredero?
Se notó movimiento en las sombras. El hombre que estaba detrás de la
lámpara encajó aquel razonamiento impecable. Con voz espesa dijo:
—De acuerdo: le daré mil a cuenta. El resto cuando el trabajo esté hecho.
—¿Me lo va a dar en un cheque?
—Un cheque tendría que llevar mi firma y por lo tanto sería un
compromiso. Se lo daré en metálico, porque sepa que aquí hay una condición,
Walton: usted no hará preguntas. Usted nunca sabrá quién soy yo ni por qué
quiero matar a Fred. ¿Entendido?
—Entendido, señor como-se-llame, pero yo también tengo una condición.
—¿Cuál?
—Haré el trabajo a mi manera. No quiero interferencias. Mis métodos son
mis métodos. Usted tampoco me hará preguntas, señor como-se-llame.
—Entendido... ¿Pero cuándo tendré resultados?
—Esa ya es una pregunta. No debiera usted hacérmela, pero de todos
modos le voy a contestar. Quizá tenga resultados hoy mismo.
—Es una buena respuesta. Oye, Mac.
La voz del que estaba detrás con el revólver preguntó:
—¿Qué?
—Dale uno de los grandes y sácalo por la puerta trasera. Demasiado lo ha
visto ya la gente.
—No se preocupe —dijo Walton—. Todo el mundo piensa que soy mi
hermanito Fred. Y Fred estará visitando muchos domicilios mientras esté
haciendo propaganda electoral, ¿entiende?
—Entendido, pero no quiero fallos. De todos modos, salga por la puerta
trasera.
—Okay.
Los hermanos Walton
Walton notó que le empujaban con el cañón del revólver hacia lo que
38 38
debía ser una puerta. Aquella puerta se abrió, pero el resultado fue que la luz
del exterior volvió a cegar al joven pistolero. Este notó que le ponían en la
mano un billete.
Mac susurró:
—Ahí tienes. Pero escucha..., hueles a marica.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que digo. ¿Usas perfume o qué?
—Maldita sea... ¡Claro! Yo no lo noto porque lo llevo encima. Es el
perfume de aquellas tías. Se me ha pegado.
—Ya quisiera yo que eso se me pegara a mi cada día, leches.
—Pues nada, hombre. Tú te presentas allí, les metes mano en el trasero y a
ver qué pasa.
Se largó antes de que Mac le atizase.
Y es que la envidia, amigos, es muy mala cosa.
Fred Walton llegó a la casa donde vivía, que estaba situada también en
uno de los mejores lugares de Dodge City. Iba implacablemente vestido,
como siempre. Su perro acudió a recibirle, le olfateó y empezó a moverle el
rabo alegremente.
El joven entró.
Y vio una mujer en la sala de espera.
Era una mujer muy de desear. Una tía estupenda, vamos. Pero le miraba
con cierta helada indiferencia y tenía un deje despectivo en los labios.
Fred Walton dijo:
—Señora Key...
Y acudió a besarle la mano.
Ella dijo con cierto
desprecio:
—Las señoras de la comisión electoral me han enviado a mí para que le dé
la lista de los actos que pensamos realizar. Esperemos que le parezca bien.
—Oh... ¿por qué se ha molestado?
—Porque me lo han mandado. Y le aseguro que, en efecto, es bastante
molestia, señor Walton.
—¡Cuánto lo siento! Perdone, señora. Si me permite la invitaré a una taza
de té. No sabe lo que le agradezco lo que está haciendo.
Y le indicó una butaca, sin rozarle siquiera un dedo. Ella, que la sabía
muy larga, quiso ponerle a prueba y fingió ir a caer después de un traspié, para
que él no tuviera más remedio que sujetarla. Quería saber por dónde la
Los hermanos Walton
39 agarraba Walton. Y quizá tenía la secreta esperanza de que la agarraría por la 39
parte más carnosa de delante o por la parte más carnosa de detrás. Pero el
joven la sujetó solamente por el codo, y además con un respeto exquisito. Y
eso que más bien
puestas no se las pondrían juntas.
La hermosa señora Key le miró pestañeando.
—O... oiga —dijo—. ¡Qué cambiado está usted!
—¿Cambiado yo?
—Sí. Y mucho. Hasta se ha vestido otra vez como antes.
—Oiga..., yo no me he cambiado de ropa en todo el día.
—¿Cómo que no? ¿Qué dice?
—Mire, señora Key, supongo que hay un malentendido, pero eso importa
poco ahora. Lo esencial es ganar las elecciones. Por eso le pido presente mis
más humildes disculpas a las damas de la Junta, por no haber podido asistir a
la reunión. En el despacho del juez me he entretenido más de lo que creía.
Ella por poco se cae sentada.
—¿Que... no ha venido a la reunión? —farfulló.
—Claro que no. ¿Por qué lo dice con tanto asombro?
—O..., o..., o..., ¡oiga!
—La escucho, señora Key.
—O..., o..., ¡oiga!
—La estoy escuchando... ¡Diga!
—¿Dónde está la puerta?
Y sin ser capaz de pronunciar una palabra más, la opulenta mujer salió de
estampida mientras él llamaba:
—Eh..., ¡que le iba a preparar el
té! Pero ya era tarde.
Acababa de quedarse solo.
Solamente su can, un magnífico seguidor de rastros, le seguía meneando
el rabo alegremente.
Walton arqueó una ceja.
Fue a salir a la calle para ir detrás de la mujer y pedirle una explicación.
Pero apenas había abierto la puerta cuando vio a aquella otra en la calle.
Walton se detuvo en el umbral como si le hubieran asestado un mazazo.
Miró a la preciosa hembra de pies a cabeza.
No era la señora Key, desde luego.
Era la que..., ¡la que él vio completamente desnuda en casa de Mark!
Por descontado, ahora iba vestida.
Los hermanos Walton
Pero Walton siempre la recordaría desnuda. Era una obsesión. La
40 40
recordaría hasta los últimos momentos de su existencia. Siempre sabría que no
volvería a
ver a una mujer igual.
Y ella también se detuvo para mirarle.
Por descontado que lo recordaba.
Pestañeó. Se había sonrojado hasta la raíz del cabello, pero por lo demás la
preciosa damisela tenía una cara impasible.
—¡Qué casualidad! —susurró
Walton. Ella fingió no acordarse de
nada.
—No me moleste, caballero —dijo.
—Perdón. Usted y yo nos conocemos.
—Se equivoca.
—¿De veras? ¿No me recuerda?
—No.
—Yo, en cambio, creo que no la olvidaré nunca. ¿Por qué no entra? Se lo
ruego... Sólo quiero hablar un momento con usted.
—No está bien que yo entre en casa de un desconocido.
—No soy desconocido. Soy Fred Walton, candidato al puesto de
gobernador de Kansas.
—De acuerdo, de acuerdo... Pero deje la puerta de la calle abierta. No
quiero que nadie piense mal.
—¿Es que está usted casada?
—Por supuesto que sí.
—¿Con... un hombre llamado Mark?
—Eso no es asunto suyo, señor Walton.
Pero ella se había sentado ya. Sus preciosos ojos almendrados, de tenue
color miel, estaban clavados en él. Walton tuvo la impresión de que la
preciosa desconocida también quería hacerle preguntas, ya que debía
acordarse perfectamente del extraño encuentro que tuvieron. Pese a la
penumbra, se habían visto los dos.
—Usted estaba en casa de Mark —dijo Walton.
—Supongamos que sí.
—Y estaba desnuda...
—Supongamos que... también.
—Era la hora de acostarse, la hora de estar en cama —siguió diciendo
Fred Walton, ante la turbación femenina—. Hay mujeres que duermen
Los hermanos Walton
41 completamente desnudas, sin camisa ni nada. Imaginemos que usted oyó un 41
ruido y salió a ver qué pasaba.
—Sí. Imaginémoslo.
—Entonces nos encontramos un momento... Pero una mujer que está
desnuda en una casa es porque vive allí.
—En efecto, es lógico.
—Más lógico aún que sea la esposa del dueño.
—Repito que mi vida privada no le importa a nadie, señor Walton. Yo ni
siquiera le he preguntado qué estaba hurgando allí. He tenido la buena
educación de callarme. Por lo tanto, exijo que me deje en paz.
—Tiene usted derecho, señora. Pero permita que le haga una última
pregunta que supongo que nada tiene que ver con su vida privada.
—Hágala.
—¿Cómo se llama usted?
La chica quedó un poco desconcertada ante una pregunta tan sencilla, cuando
seguramente había esperado otra cosa. Pero musitó:
—Me llamo Irina Lane.
Ahora el que se estremeció fue Walton.
—Dios santo... —susurró casi sin
voz. Todo cuadraba.
Él sabía, porque se lo dijo el juez de Abilene, que el tal Will, el mismo
asesino de su madre, estaba casado con una preciosa joven llamada Irina Lane.
Al cabo de dos años, Irina Lane aparecía desnuda en casa de Mark.
Todo estaba claro. Ella era la esposa de Will.
Mark y Will eran la misma persona.
¿Pero es que realmente él había dudado alguna vez?
Ella bisbiseó:
—¿Qué le pasa? Está pálido.
—Nada... La situación es increíble.
—No veo que sea increíble por ninguna parte. Usted entró en aquella casa
supongo que por equivocación, y yo no le he hecho preguntas. No me las
haga usted a mí tampoco. Y ahora voy a marcharme. Ya hemos hablado
bastante.
Fred Walton había cerrado un momento los ojos. Claro que la situación era
increíble, aunque ella dijese lo contrario. ¡Claro que lo era! Porque, si en un
puro sentido animal. Will era su padre, y si la mujer que tenía delante era la
esposa de Will..., resultaba que Irina Lane era su madrastra.
¡Una madrastra de su misma edad!
Los hermanos Walton
Por un momento, el joven sintió vértigo.
42 42
Ella susurró:
—¿Qué le pasa?
—Nada... Pero me estoy preguntando por qué se casó usted con Mark. Hay
mucha diferencia de edad entre los dos.
—Supongamos que la familia me obligó —dijo Irina sin mirarle.
—¿Y por qué la había de obligar?
—Supongamos que mi padre fuese un hombre muy ambicioso.
Supongamos que le pareció en aquel momento que Will tenía un gran
porvenir.
Las mandíbulas de Walton produjeron un chirrido al encajarse con fuerza.
Ella había pronunciado el verdadero nombre en un momento de
distracción...
¡Will! Por si alguna duda había, ahora todo volvía a cuadrar perfectamente.
—Quiero hablar con su marido —dijo él, intentando aparentar indiferencia.
—¿Para qué?
—Un asunto particular.
—Mi marido no está en la ciudad.
—Ya lo suponía. ¿Pero no puede ponerme en contacto con
él? Irina Lane se puso bruscamente en pie.
—No se meta tanto en mi vida privada, señor Walton —dijo—. ¡Váyase
a! infierno!
Y se dirigió a la puerta, que seguía estando abierta. El la siguió de una
manera impulsiva. Y en aquel momento todo pareció dar una terrible vuelta
alrededor suyo.
La bomba estalló.
Estaba colocada al fondo del despacho, de modo que no podía hacerles
ningún daño, dada la posición que ocupaban. Pero si llegaban a estar situados
al fondo del despacho, los hace pedazos a los dos.
En aquel espacio relativamente pequeño, la explosión fue horrísona.
Los muebles volaron por el aire y cambiaron de sitio. Todos los cuadros
de las paredes saltaron.
Los cristales se fueron al diablo.
Irina Lane fue levemente desplazada por la onda expansiva lanzó un grito
y dio un traspié, necesitando apoyarse en la jamba de la puerta. Quizá hubiese
caído a tierra como un fardo, a causa del shock y de la terrible sorpresa, de no
ser porque tuvo la sensación de que la habían sujetado dos cables de acero.
Aquellos cables de acero eran los brazos de Fred Walton. Irina Lane se
Los hermanos Walton
43 estremeció y quedó apretada contra su pecho, palpitando como un pajarillo 43
asustado, con los ojos cerrados y sin saber lo que ocurría. Dándose cuenta
solamente de que estaba muy bien allí y de que sentía una desesperada
necesidad de protección.
Entre aquellos brazos, apretada contra aquel pecho poderoso, se sentía
protegida. Quizá nunca había tenido una sensación igual.
Su corazón latía tan aceleradamente que le hacía daño, los pulmones le
quemaban y estaban temblando sus dedos.
Y, sin embargo, nunca se había sentido mejor. Era como volver a ser una
niña. Hasta apoyó la cabeza en el pecho de Walton mientras susurraba:
—Dios santo...
Pero todos los momentos decisivos duran sólo unos segundos, aunque a
veces parezcan durar una eternidad. De pronto, alguien llegó junto a ellos. Era
el dueño de la funeraria, cuyo establecimiento no quedaba demasiado lejos.
El buitre debía haber olido la carnaza. Seguro que pensaba que, dada la
potencia de la explosión, iba a encontrarse allí unos cuantos clientes para
meterlos en los ataúdes.
Se quedó sorprendido al ver solamente a aquella pareja que parecía estar
en su luna de miel.
—¿Pero qué ha pasado aquí? —barbotó.
Fred Walton se separó de la preciosa mujer.
—No lo entiendo —dijo—, pero han intentado trincarme.
—¿Quiere decir que... esto era un intento de asesinato?
—¿Después de esta explosión, a usted qué le parece?
—Cuerno..., un poco más y vuelan el despacho... Al menos había aquí
media docena de cartuchos de dinamita.
—Eso contando por lo bajo —susurró Walton, mientras pasaba por
encima de todo aquello con una mirada de desolación.
En aquel momento llegaban algunas personas más. Una de ellas era el
doctor Kruger, el que había traído el cadáver, en un ataúd de lujo para que
fuese embalsamado urgentemente en la funeraria.
—Pero usted tendría que haber visto el humo de la mecha, señor Walton
— susurró—. Claro que hay mechas que apenas despiden humo, pero aun
así...
—También hay cargas de dinamita que tienen un fulminante el cual estalla
bajo la acción del ácido —explicó el joven—. Una delgada cubierta de piel,
por ejemplo, se coloca sobre el fulminante, sobre esa cubierta se vierten unas
gotas de ácido corrosivo que tardarán cinco o diez minutos en atravesar el
Los hermanos Walton
ácido.
44 44
Entonces actúan directamente sobre el fulminante que está debajo y..., ¡zas!
—Eso significa que hay alguien dispuesto a liquidarlo como sea —dijo el
doctor Kruger—. Y alguien, además, que tiene una elevada técnica. ¿Quién
cree que puede ser?
—No tengo ni idea —dijo Walton.
—Sin duda se trata de un atentado político...
—Imposible —protestó el joven—. Ninguno de mis rivales en las
elecciones puede haber intentado matarme. Todos son personas honorables.
El dueño de la funeraria dijo pensativamente:
—Sí... Seguro que lo son. Pero diez contra uno a que lo intentan otra vez.
Antes de que yo acabe de embalsamar el cadáver de aquel ataúd de lujo, usted
estará muerto, Fred Walton. Y tendré mucho gusto en hacerle un entierro da
primera.
Aquellas palabras eran como para acoquinar a cualquiera pero Fred
Walton ni siquiera las oyó. Había algo que le importaba mucho más, algo que
quizá ninguna otra persona de la ciudad hubiera comprendido.
Irina Lane acababa de marchar.
Y quizá nunca Fred Walton, el hombre que al parecer lo tenía todo, había
sentido una soledad tan patética.
La oscuridad dentro de la casa era impenetrable. Sólo un hombre como
Mac, el pistolero que conocía perfectamente: la distribución de los muebles,
podía moverse allí sin miedo a romperse los huesos. Y se deslizó hacia una de
las butacas mientras decía:
—Ese hombre está llegando.
El que estaba sentado en la butaca preguntó:
—¿Bob Walton?
—Sí. Lo he visto a través de la ventana.
—Puede que sea una imprudencia. Van a acabar enterándose de que viene
a esta casa.
—No lo creo. Es de noche y nadie lo ve —susurró Mac—. Pero de todos
modos, aunque alguien lo vea, tampoco se extrañará. La gente cree que Bob
Walton es el candidato Fred Walton. Y ya se sabe que el candidato visita a
mucha gente.
—De acuerdo, dame la lámpara.
Una llamita se encendió y prendió en la mecha de la lámpara, iluminando
por unos instantes el rostro de aquel hombre. Si Fred Walton llega a verlo
hubiera lanzado sin duda un incontenible grito de sorpresa. Pero Fred Walton
Los hermanos Walton
45 no tenía la menor posibilidad de ver aquel rostro. Ni tampoco estaba previsto 45
que lo viese Bob.
Porque cuando el visitante entró, el proyector ya envió en seguida la luz a
su cara, dejándole completamente cegado. Y el revólver de Mac se clavó en
sus riñones, demostrándole que allí nadie se fiaba de nadie.
Mac dijo por todo saludo:
—Vuelves a llevar perfume de marica.
—¿A qué viene todo esto? Simplemente soy un tío que quiere ir limpio.
—Nos vas a impregnar a todos con ese perfume.
—Qué más quisieras tú... Es un perfume varonil.
—Mierda. Los únicos perfumes que a mí me gustan son los del tabaco, el
whisky y los que van dejando las bragas de una tía cachonda.
—Eres un marrano, Mac.
—Y tú un...
La voz helada del hombre que estaba en la butaca, entre las tinieblas, cortó
la discusión.
—Cállate, Mac —dijo—. Usted, Bob Walton, acérquese.
—¿No estoy bien aquí?
—Perfecto... Dígame a qué ha venido. Nadie le llamó.
—He venido a decirle que el primer golpe falló inexplicablemente. Pero
esté usted tranquilo. Ya he preparado el segundo.
—Me he enterado de lo que pasó. Toda la ciudad oyó la explosión,
maldita sea... Pero no colocó usted la carga en buen sitio, Bob Walton.
—¿Cómo que no la coloqué en buen sitio? No podía fallar. Lo que salvó a
mi hermano fue el ir hacia la puerta, porque de lo contrario salta en pedazos.
Si llega a estar en el sillón de su despacho...,¿qué hubiera ocurrido?
—Eso es verdad. Hubo mala suerte.
—Pero hubo buena suerte en otra cosa: la gente cree que se trata de un
atentado político. Cuando el segundo golpe dé resultado, nadie imaginará la
verdad.
—¿Y cuál va a ser el segundo golpe?
—Déjelo de mi mano.
—Esta vez no falle, Bob Walton. Tengo prisa.
—¿Por qué?
—Se me acaba el tiempo.
—¿Qué tiempo?
—Es asunto mío. Haga de una maldita vez lo que tenga que hacer.
—Claro que lo haré. Soy el primer interesado en que salga bien. Confíe en
Los hermanos Walton
mí.
46 46
Y se dirigió hacia la puerta. Mac le abrió. Unos segundos después, la silueta
del visitante se había perdido entre las sombras de la noche. La luz de la
lámpara se extinguió lentamente, dejándolo todo a oscuras otra vez, pero
aquella voz profunda que surgía de las tinieblas dijo:
—Mac.
—¿Qué?
—No confío demasiado en que ese hombre haga las cosas bien. Le gustan
los sistemas demasiado espectaculares. Temo que lo estropee todo.
—¿Piensa que se está equivocando de método?
—Sí. Le bastaría con ir a visitar a su hermano gemelo, cuando esté a solas,
y asestarle una puñalada fingiendo ir al darle un abrazo. Sencillo, ¿no?
—Demasiado sencillo —dijo Mac, que de otra cosa no entendería, pero de
matar hombres entendía lo suyo—. Imagine que alguien les ve juntos aunque
sea un solo momento. Por fuerza llamaría la atención..., ¡y de qué manera! Y
por fuerza también las sospechas recaerían sobre Bob.
El hombre sentado en la butaca pareció comprender que aquello era verdad.
Después de todo, Mac tenía razón. Hubo una breve pausa.
—No vas desencaminado —dijo entonces la voz—, pero quiero estar
seguro. Por las razones que tú sabes, el tiempo no me sobra. Quiero que vayas
detrás de Bob Walton. Y si la segunda vez también falla..., liquida tú a Fred.
—¿A mi manera?
—Claro que sí. A tu manera. Una buena
bala. Mac dijo sombríamente:

Okay.
Y
salió.
Mientras tanto, la señora Key estaba en una de las salitas reservadas del
hotel Kansas, que solía ser el punto de reunión de la buena sociedad de
Dodge. Repasaba la lista de actos que iban a tener lugar durante la campaña
política. Con las gafas sobre su deliciosa naricilla y su expresión abstraída,
tenía todo el aspecto de una chica la mar de intelectual a la que, sin embargo,
no le faltaban unos muslazos estupendos.
Y la verdad es que los enseñaba un poco, a causa del descuido con que
acababa de sentarse.
La puerta se abrió. Ella dijo con una sonrisa:
—Señor Walton...
Los hermanos Walton
47 —Hola, buenas noches... 47
—Estaba repasando la lista de los actos políticos.
—¿Ah, sí?
—Mire, aquí está el papel.
—Perfecto. Pero se ha hecho usted una pequeña mancha de tinta.
—Oh, lo siento.
—Lo peor es que también tiene una pequeña manchita en otro sitio.
—¿Dónde?
—Aquí.
Y le metió una mano entre las dos fantásticas defensas delanteras, que el
amplio escote exhibía generosamente.
Ella gimió:
—¡Señor Walton!
—Diga, señora Key.
—¿Qué hace usted?
—Quiero limpiarle la mancha de tinta. Se la ha hecho usted en un sitio tan
comprometido que... Mire, ya la tengo.
—¡Señor Walton!
—¿Qué?
—Quite la mano de ahí.
—Sólo trato de ayudarla, señora Key.
—Sé ayudarme sola.
—Es que también tiene una manchita en el zapato. Oh, qué lástima... Deje
que se la quite. Es sólo un momento.
Y el tío se agachó ante las rodillas de la preciosa mujer, fingiendo ir a
limpiar aquello. Antes de que la señora Key lograra prevenirse y bajarse la
falda, la exhibición resultó portentosa.
Ella gimió de nuevo:
—¡Señor Walton!
—¿Qué pasa?
—¡No lo entiendo! ¡Cuando he estado en su despacho usted me ha
parecido completamente distinto!
El hombre echó un poco la cabeza hacia atrás.
—¿Dice que ha estado usted en mi despacho? —farfulló—. ¿Cuándo?
La señora Key ya no pudo aguantar más.
No entendía nada.
De pronto gritó:
—¡AAAAAH!
Los hermanos Walton
Y la tía perdió el sentido.
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Antes, eso sí, se bajó del todo la
falda. La puerta se abrió.
El dueño del hotel entró de estampía.
—¿Qué pasa aquí? —barbotó—. Pero..., ¡pero señor
Walton! El «señor Walton» puso cara de conejo
sorprendido.
—Ya ve —dijo—. La señora Key se ha desmayado.
—¿Por qué?
—Le he largado un discurso electoral.
—Pues como a todo el mundo le ocurra lo mismo...
—Eso tiene una ventaja.
—¿Cuál?
—Los que se desmayen no me podrán votar a mí, pero tampoco podrán
votar a los otros.
—Entonces los cuatro candidatos tendrán que jugarse el cargo al parchís
para ver quién gana, ¿no?
—¡Hombre! Me acaba de dar una gran idea.
—Déjese de mandangas, señor Walton. Va a celebrarse una reunión en el
hotel durante la cual usted tendrá que pronunciar unas palabras. No sé si lo
recuerda. Mientras yo atiendo a la señora Key, usted ocúpese de quedar bien
con sus futuros electores.
Walton había palidecido. Balbuceó:
—De modo que he de pronunciar unas
palabras. Y desapareció.
Algunos de los que estaban en el elegante vestíbulo del hotel volvieron la
cabeza sorprendidos.
—¿Habéis visto a Fred Walton? —susurró uno de ellos.
—Sí... Ha pasado volando.
—¿Seguro que era él?
—Caray... Ni que el propio Sitting Bull le estuviese persiguiendo...
—A lo mejor nos estamos equivocando.
—Claro... ¿Adónde podía ir tan de prisa?
Hicieron unos cuantos comentarios más sobre el extraño paso a toda
velocidad del candidato a gobernador, pero apenas habían transcurrido un par
de minutos (o al menos esa sensación tuvieron ellos), alguien gimió con
sorpresa.
—¡Mirad! ¡Es fantástico!
Los hermanos Walton
49 Fred Walton entraba sonriendo por la puerta del hotel. 49
—Hola, amigos —dijo.
Todos los invitados habían quedado de piedra.
Uno de ellos susurró al de su lado:
—Oye, ¿no iba antes vestido de otra manera?
—Debe de ser una sensación tuya. Ha pasado tan rápido que lo habremos
visto mal.
—Es verdad. Seguro que no era él.
Y se dirigieron al candidato estrechándole la mano efusivamente. Fred
Walton se lo agradeció y luego les pidió que se sentaran en las butacas del
propio vestíbulo del hotel, puesto que pensaba dirigirles unas palabras. El
quedó de pie, debajo de la gran lámpara de bronce que pesaba media tonelada,
y que colgaba de un gran cable de seda trenzada. Con una sonrisa dijo:
—Queridos amigos, me gustaría hablarles de mi programa político.
Quiero agradecerles ante todo el hecho de que hayan querido formar parte de
mi comité electoral, y por eso voy a ser absolutamente sincero con todos
ustedes. Empezaré por decirles una cosa: estoy seguro de que vamos a ganar.
Unos discretos aplausos de sus partidarios premiaron aquella
manifestación de desbordante optimismo.
Fred Walton continuó:
—Amigos míos, el hecho de que hayan querido matarme indica lo
desesperados que están algunos de mis rivales. Saben muy bien que sólo
tienen un medio para evitar mi inevitable triunfo: enviarme a la fosa.
Una tormenta de aplausos estalló en el vestíbulo del hotel. Todos aquellos
partidarios veían ya a Fred Walton convertido en gobernador de Kansas. Pero
uno de los comerciantes que le apoyaban preguntó:
—Oiga...,¿está usted seguro de que no tratarán de matarle otra vez?
—Quizá lo intenten, pero no lo conseguirán —exclamó Fred Walton, cada
vez más seguro de sí mismo—. Y lo diré bien alto. Lo diré para que lo oiga
toda la ciudad: ¡la justicia volverá a imperar en Kansas!
Deseando reforzar el efecto de sus palabras, dejó el puesto que ocupaba
debajo de la monumental lámpara y subió por la escalera al altillo del primer
piso, que era como una tribuna sobre el vestíbulo. Sin apoyarse en la rica
barandilla de madera pulida, exclamó:
—¡Amigos míos, cuando ganemos las elecciones..., será como si todo el
pueblo de Kansas las hubiese ganado! ¡La virtud y la honradez subirán a lo
más alto! La corrupción y el vicio... ¡caerán!
¡Blaaaaam!
Los hermanos Walton
Fue como si hubiera sonado un cañonazo.
50 50
Los hombres sentados en las butacas se echaron atrás con tal violencia que
ellos y los muebles rodaron por tierra.
La enorme lámpara de bronce, que se había desprendido del cable de seda
trenzada, abrió en el suelo una especie de cráter.
Si Fred Walton llega a estar debajo, queda
pulverizado. Se había salvado de milagro.
El dueño del hotel gimió:
—¡Dios mío!
Fred Walton había quedado más blanco que un muerto. Miró con estupor
hacia abajo, como si no comprendiese lo que había pasado. Luego se llevó
una mano a la boca, haciendo gesto de intentar serenarse, y descendió al
vestíbulo. No había muerto nadie y no se había producido ni siquiera un
herido, porque los hombres que escuchaban a Walton estaban sentados a cierta
distancia y el propio Walton había subido al piso superior. Pero imaginar lo
que pudo haber sucedido causaba un escalofrío.
Alguien musitó:
—¡No lo entiendo! ¡Una cinta de seda trenzada es fuerte como el acero!
¡No se puede haber roto así como así!
—Cierto —musitó
otro. Pero un tercero
dijo:
—¿Y si la habían impregnado de ácido corrosivo? Eso va trabajando la
seda por dentro y... la destruye.
Walton balbuceó:
—¿Ha dicho ácido corrosivo?
—Eso es lo que ha ocurrido, estoy seguro.
—Infiernos...
—¿Qué le pasa, Walton?
—Que aquí hay algo que cada vez me gusta
menos... Y había realmente motivos para que no le
gustase.
No sólo por lo que acababa de suceder, sino también por otra cosa.
Porque Mac acababa de aparecer en el vestíbulo superior, junto a aquella
baranda de madera pulida que formaba una especie de tribuna sobre el
vestíbulo principal del hotel.
Y Mac acababa de sacar el revólver.
Iba a hacer el trabajo que la lámpara no había podido hacer.
Los hermanos Walton
51 ¡Al infierno! 51
La orden recibida había sido tajante: si Bob Walton falla, acaba el asunto
tú. Y Bob Walton acababa de fallar una vez más, aunque había que reconocer
que el golpe estaba perfectamente preparado. Todo había dependido de un
segundo.
En cambio, el revólver de Mac no
fallaría. Apuntó hacia abajo.
Veía la cabeza de Fred Walton.
Apoyó el cuerpo en la baranda para inclinarse sobre el vacío y así apuntar
como desde un balcón. El tiro iba a ser perfecto. Sus dientes crujieron.
¡AHORA!
Se apoyó un poco más.
¡Blaaaam!
El estampido de madera rota había llenado todo el vestíbulo del hotel. Pero
eso fue sólo el principio.
—¡Aaaaah!
La barandilla se había
hundido. Mac no pudo
disparar.
Cayó al piso inferior como un fardo.
¡CROC!
No tuvo tiempo de dar la vuelta de campana en el aire y caer de pie o al
menos sentado. Fue al revés. Cayó apoyándose en la nuca, y entonces se oyó
aquel chirrido siniestro de huesos rotos.
Walton barbotó:
—¡Se ha desnucado!
—¡Diablos! ¡Está muerto! —chilló una mujer.
—Pero ese tío iba a..., a...
Walton dijo con voz opaca:
—Sí. Desgraciadamente está muy claro. Iba a matarme.
—Entonces es el mismo que ha preparado lo de la lámpara...
—Tal vez... Mejor dicho: seguro.
Hubo un dramático silencio en el vestíbulo del hotel. Dodge City era una
ciudad superviolenta, pero aquello estaba sobrepasando todas las medidas.
Fred Walton se secó unas gotitas de sudor que habían empezado a perlarle la
frente.
Alguien barbotó entonces:
—¿Pero cómo ha podido romperse la barandilla?
Los hermanos Walton
—Debía tener una fisura o debía estar medio podrida —dijo el propio
52 52
Fred Walton—. Ese tipo se ha apoyado con demasiada fuerza y ha acabado
por romperla.
El dueño del hotel estaba lívido. Se daba cuenta de que podía haberse
originado una auténtica catástrofe en su establecimiento, con la caída de la
lámpara, aunque afortunadamente no hubiese pasado nada. De todos modos,
ver allí el cadáver de Mac le descorazonaba, porque sabían que Mac era un
asesino y tal vez alguien querría vengarle. Esto último era más que probable.
—Hay que llevarle a la funeraria —musitó—, y... a ser posible olvidarse de
él.
—Tiene razón —opinó Fred—. Yo mismo le ayudaré. Hay que sacarlo de
aquí.
Y cargó con el fiambre de Mac. Entre él y el dueño del hotel lo llevaron a
la funeraria con cuyo dueño ya había hablado varias veces. El tío se frotó las
manos al ver llegar un nuevo muerto. Los negocios marchaban.
—¿Quién va a pagar esto? —fue lo primero que preguntó.
—Yo —dijo el dueño del hotel—. Pero no quiero que se hable más del
asunto. Esta muerte me puede meter en un lío.
—Diablos... En eso tiene razón. Es Mac... Mac trabajaba para gente que le
encargaba asesinatos. Puede haber líos, y de los gordos.
—¿Se le ha visto con alguien últimamente? —preguntó Walton—. ¿Se
sabe para quién trabajaba estos días?
—No —dijo el dueño del local, rascándose el cogote—. La verdad es que
yo tampoco me entero de gran cosa, ¿sabe? Siempre estoy metido aquí.
—¿Ha terminado ya aquella autopsia?
—¿La del tío del ataúd de lujo?
—Sí. La que le encargó el doctor Kruger.
Por toda respuesta, el dueño de la funeraria abrió la puerta de la habitación
contigua y mostró un magnífico ataúd, que aún estaba allí sobre la mesa. Alzó
la tapa y se vio el cristal debajo. Más debajo todavía estaba el fiambre, el cual
tenía un color ya apergaminado y un aspecto realmente desolador. Era lógico,
¿no? Se trataba de un cadáver ya antiguo y empezaba a necesitar un
tratamiento de urgencia.
Walton hizo bajar la tapa con un gesto de desagrado.
—¿Pero aún lo tiene así? —preguntó—. Oiga, no es que a mí me importe,
pero éste es un trabajo que debió efectuar con toda rapidez. Este cadáver
puede significar un peligro para la salud pública.
—Tiene razón. El doctor Kruger está que muerde porque no he hecho
Los hermanos Walton
53 pasar este trabajo por delante de todos los otros. Pero esta misma noche lo 53
liquido, seguro que sí. Y mañana se lo lleva de una maldita vez... después de
pagarme el trabajo, naturalmente. Yo soy un tío la mar de desinteresado.
—De acuerdo, pero puede que sea aún más urgente lo que dice el dueño
del hotel —murmuró Fred Walton—. Cuanto menos se hable de Mac, mucho
mejor. Seguro que trabajaba para alguien, y es posible que ese alguien quiera
terminar el trabajo que Mac no pudo hacer.
Hizo un gesto de saludo y se marchaba de allí. En aquel momento el joven
candidato al puesto de gobernador estaba distraído y pensando en otra cosa,
pues preocupaciones no le faltaban. Pero a veces, cuando estamos distraídos,
es cuando pasan las cosas más importantes.
Y una cosa importante fue aquella silueta que se deslizó junto a la esquina
como si hubiera estado acechando. Desapareció en un par de segundos y
seguramente nadie hubiera llegado a verla, pero Walton la distinguió pese a
estar concentrado en sus propios pensamientos. De pronto volvió la cabeza y
sintió que todos sus músculos se tensaban. Fue igual que un gato salvaje que
se dispone a saltar de repente.
Porque acababa de reconocer al hombre que estaba en aquella esquina, el
que había desaparecido como una sombra.
Acababa de darse cuenta de que era...
... ¡MARK!

***

El hombre a quien Fred Walton buscaba, el que violó a su madre y la


asesinó
muchos años después, el perro rabioso a quien quería eliminar de este mundo...,
¡estaba allí, apenas a veinte yardas!
¡El auténtico Will!
Los dientes de Walton
chirriaron. Ahogó una
maldición.
Ahora sabía que Mark y Will eran una misma persona. Muy bien.
Preguntaría a aquel tipo con qué nombre quería que le enterrasen.
Y luego le regalaría... ¡LA MUERTE!
¡Fred Walton cruzó la
calle. El dueño del hotel
gritó:
—¡Eh!¿Adónde va?
Los hermanos Walton
Walton ni siquiera le
54 54
oyó.
Se movía como un obsesionado. Llegó a la esquina en unos segundos. La
dobló mientras llevaba la mano al «Colt» de su funda sobaquera.
Vio que Mark trataba de huir por una cuadra frontera.
Buen sitio. Una cuadra es un lugar excelente para que muera un cerdo.
Seguro que aquel sitio tenía dos salidas, y por eso Walton corrió hacia el
lado opuesto del edificio. Vio una puerta de madera medio destrozada que se
estaba abriendo desde dentro. El la empujó y la acabó de abrir bruscamente.
Mark gritó:
—¡No!
El impacto de la puerta le había derribado.
Unas gotas de sangre saltaron a su cara, pero no tuvo tiempo de caer del
todo.
Había intentado huir y ahora se encontraba acorralado por aquella mole de
músculos de acero que le cerraban el paso. Mark se bamboleó apoyándose en
la pared para no caer del todo, mientras repetía con voz balbuciente:
—Noooo...
Walton contestó simplemente:
—Hijo de perra... ¡Sí!
Y disparó sus puños otra vez.
Fue un uno-dos de los que cortan el aire.
La mandíbula de Mark pareció saltar y partirse en pedazos. Todo su
cuerpo salió despedido hacia atrás. Sus ojos se desorbitaron mientras la cara
se le llenaba de sangre.
—Te..., te lo suplico...
Walton lo sujetó por las solapas.
—Claro, muchacho —dijo.
Y lo envió de cabeza contra la
pared. Se oyó un siniestro «cloc».
Por un momento tuvo la sensación de que le había hecho estallar el cráneo
y que lo había matado. Pero Mark aún se levantó mientras respiraba
agitadamente. Todo en él se estaba tiñendo de rojo. Su boca se abrió con
angustia mientras hacía esfuerzos para no beberse su propia sangre.
Walton lo sujetó por el pelo.
Había un terrible desprecio en sus gestos, como si en lugar de castigar a
un ser humano, estuviese castigando a una rata.
Gritó:
Los hermanos Walton
55 —¡Ya! 55
Y le propinó un terrible punterazo al bajo vientre, haciéndolo aullar de
dolor. Los ojos desencajados de Mark también se habían vuelto rojos. Se
arrastró por el suelo espasmódicamente, mientras le faltaban las fuerzas hasta
para gritar.
Fred Walton sacó lentamente el revólver que llevaba en su funda sobaquera.
Alzó el martillo.
Su mirada era dura y metálica. Indiferente.
Sabía que iba a matar a un hombre.
Iba a partir a balazos los anillos de un gusano.
Dijo:
—Adiós, Will.
Y apretó el gatillo.
O creyó que lo apretaba.
Pero la detonación no brotó. De repente algo había contenido su dedo,
algo le había inmovilizado sin que supiese el qué. Una cosa le había vaciado
la garganta y le había dejado sin fuerzas de repente.
Repitió:
—Adiós, hijo de hiena.
¿Pero qué era lo que le inmovilizaba? ¿Por qué no disparaba de una
maldita vez? ¿Por qué no le volaba la cabeza?
En nombre de los infiernos..., ¿por qué no le volaba la cabeza?
Fred Walton lo comprendió por instinto: no necesitó pensarlo. Se daba
cuenta de que el tipo al que tenía en el suelo, delante de su gatillo, era el
humano más pútrido, más abyecto, más sucio que podía imaginar. Pero
también se daba
cuenta de que era... su propio padre.
Un padre con el que sólo le ligaba una simple relación biológica, no una
relación moral. No había motivo para tener ninguna consideración hacia él.
Debía aplastarlo como a un gusano. Debía enviarlo al infierno con el pecho
bien forrado de plomo.
Pero, sin embargo, no se atrevió a disparar. Se dio cuenta de que, si
apretaba el gatillo, siempre recordaría aquel momento con una náusea. De que
quizá se avergonzaría de sí mismo por haberlo hecho.
En consecuencia, bajó el revólver lentamente, dejando de apuntar. Y susurró:
—Vete de la ciudad, hijo de hiena. Vete de este estado. No te vuelvas a
cruzar en mi camino, si quieres tener alguna esperanza de vivir. ¡Fuera de
aquí!
Los hermanos Walton
¡FUERA!
56 56
Mark se levantó lentamente. En su cara no había expresión alguna, pero cada
vez que la movía dejaba caer al suelo un reguero de sangre.
—Gracias —dijo solamente.
Fue una cosa más que inesperada para Walton.
¿Gracias?
¿Es que aquel tipo era capaz de sentir alguna especie de gratitud?
¿O se estaba burlando de él?
Por un momento sintió deseos de sacar el revólver otra vez y acabar su
trabajo, pero al fin se dominó. Sujetó a su enemigo por las solapas y lo acabó
de sacar de allí de un brutal empujón, como si fuese un fardo.
Y entonces Walton oyó una respiración agitada a su espalda. Se dio cuenta
de que alguien más estaba allí. Se volvió.
Y pudo ver aquellos ojos quietos.
Aquellas lágrimas sobre la piel tersa.
Las lágrimas de Irina Lane.

Fred Walton hizo un gesto de sorpresa. Nunca hubiese imaginado que la


preciosa mujer pudiera estar allí., Pero de pronto le acometió un violento
sentimiento de odio contra ella, porque al fin y al cabo Irina Lane estaba unida
a Will alias Mark. Al fin y al cabo aquella zorra tan bonita —pero zorra
después de todo— era su esposa.
Con voz pastosa barbotó:
—¿A qué esperas? No te has dado cuenta aún de que tiene rotas las narices?
¿Por qué no vas a limpiarle los mocos y la sangre? ¡Fuera de aquí!
Ella le miró fijamente.
—¿Qué quieres? ¿Que vaya detrás de él a ayudarle? —susurró.
—Creo que lo necesita, ¿no?
—Hay algo que hace más falta que eso.
—¿Qué?
—Darte las gracias.
Fred Walton echó un poco la cabeza hacia atrás.
No entendía nada de aquello.
—Él también me las ha dado —dijo.
—Lo he oído.
—¿Te has dado cuenta de que iba a disparar sobre él?
—Sí —dijo Irina con un soplo de voz.
—Pero él es tu marido... ¿Por qué no has tratado de impedirlo?
Los hermanos Walton
57 —Sabía que no dispararías, Fred. 57
—¿Que no iba a disparar? Diablos...,¿cómo podías estar tan segura?
—No eres un asesino.
—Eso importa poco a veces. El que mata a un asesino no es un asesino.
—¿Pues qué es?
—Un verdugo.
Irina Lane
sonrió.
Flotaba, sin embargo, en aquella sonrisa una densa, una maciza tristeza.
Miraba a Lane fijamente pero como si ambos estuviesen muy lejos, como si
vivieran en dos planetas distintos que jamás se hubiesen de encontrar.
—Has hecho bien en no disparar —susurró.
—¿Porque de ese modo no he matado a tu marido? ¿Tanto le quieres, Irina?
—No se trata de eso. No es lo, que tú crees.
—¿Pues qué es?
Irina no contestó.
Se acercaba lentamente a él.
Era como una dulce sombra que avanza.
—Fred... —musitó.
E hizo aquello que él no esperaba.
Fred tuvo la sensación de que no lo entendería nunca.
Pero notó que los labios trémulos de la mujer se posaban en sus labios y se
metían en ellos.
Notó que su boca se entreabría.
Que el aliento femenino le quemaba.
Notó que aquel cuerpo tenso y suave a la vez, lleno de potentes curvas, se
hundía en su cuerpo.
Y que las manos femeninas le acariciaban el pecho con una dulzura que
Fred Walton no había sentido jamás.
Pero había algo extraño en aquella caricia. Había una inmensa tristeza en
cada gesto femenino. Era cómo una despedida para siempre.
—Tú no lo entenderías nunca —musitó ella.
Y se retiró poco a poco. Sus ojos estaban brillantes como nunca. En sus
labios temblorosos habían unas gotitas de saliva.
Tal como había venido, desapareció. Era verdad que Fred Walton no lo
entendía. Y fue verdad también que no se atrevió a seguirla.
Lo único que Fred Walton supo fue que le quemaban los labios mucho más
que si en ellos acababa de recibir un balazo.
Los hermanos Walton
***
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Al salir de allí, su perro parecía estarle esperando. Fred Walton le acarició
el lomo y dejó que el can viniese tras él, meneando alegremente el rabo.
Pero el perro se quedó en la puerta, como si fuese una persona bien
educada, cuando Walton entró en uno de los despachos donde se preparaba la
campaña electoral. Vio allí a la señora Key, que estaba preparando unos sobres.
La señora Key se encontraba sola.
Y cuando le vio, le dijo:
—¡Sinvergüenza!
Fred Walton quedó amarillo.
—¿Qué pasa, señora Key? —musitó.
—¿Cómo que qué pasa? ¡Me ha tocado antes aquí!
Y se sacó uno de los opulentos senos para que él pudiese ver bien dónde
le había metido mano antes.
—Pero..., ¡pero señora Key!
—¡Y aquí!
Se subió la falda hacia el borde de las medias. Había que reconocer que la
señora Key tenía unas piernas de campeonato, pero el joven político no las
miró porque una cosa así es de mal gusto.
—¿De veras yo he hecho esto? —susurró.
—¡Pues claro que lo ha hecho! ¡Y de qué manera!
—O... oiga, señora Key... Le juro que yo... Bueno, soy incapaz.
Fred Walton estaba tan pálido que la opulenta señora Key lo empezó a
mirar mejor. Y al final dijo con un gesto de duda:
—Así que usted..., usted no...
—No, señora Key...
La sensacional señora se empezó a guardar celosamente todas las cosas
que había sacado para que él las mirase bien.
—Pues sí que he estado perdiendo el tiempo —susurró.
—Le ruego que me perdone, señora —dijo
él. Y le besó la mano respetuosamente.
Luego se largó.
La señora Key siguió arreglando los
sobres. Transcurrieron diez minutos.
Un hombre entró.
Ella se volvió hacia la puerta.
—¡Señor Walton! —dijo.
—Hola, nena.
Los hermanos Walton
59 —Ya se ha cambiado de ropa... ¡Qué velocidad! 59
—¿Yo me he cambiado de ropa?
—Pues claro... ¡Hace un momento llevaba otra!
—Bueno, eso no tiene importancia. ¿Qué más da? Y en fin, a todo esto,
¿qué tal las manchas de tinta en los pechines? ¿Ya se las ha quitado?
Y fue a comprobarlo
personalmente. Las manos
volaban.
Ella gimió.
—¡Señor Walton...!
—¿Y las piernas? ¿También tiene manchitas en las piernas?
—¡Señor Walton!
—Yo me sacrifico por usted, señora Key. Actúo desinteresadamente. Lo
único que quiero es que vaya bien limpia.
—Se... Se... ¡SEÑOR WALTON!
—Diga.
—¡Yo me voy a volver loca!
—No se preocupe, señora Key. Puede desmayarse incluso si quiere. Yo
estoy aquí para cuidarla.
Y el tío fue a seguir actuando, pero en aquel momento empujaron la
puerta otras damas. Walton disimuló, palpó un par de traseros de todas
maneras, se despidió gentilmente y salió disparado.
Momentos después llamaba a la puerta de aquella casa aislada,
distinguida, discreta, cuyo interior estaba siempre a oscuras y cuya puerta
abría Mac.
Pero Mac no iba a poder abrirla nunca más, porque Mac estaba muerto. En
su lugar asomó la cara de un mulato de casi dos metros que empuñaba un
«Colt» del 45.
—Soy Bob Walton dijo el recién llegado.
Una voz partió desde el interior, desde las sombras casi impenetrables que
lo llenaban lodo.
—Déjale
pasar. El
joven entró.
La oscuridad parecía ahogarle por todas partes. Pero como había pasado
en las anteriores ocasiones, el proyector de la lámpara le envió toda la luz
sobre la cara. Una voz espesa y chirriante dijo desde las tinieblas:
—Mac ha muerto. Y todo ha fallado esta vez.
Los hermanos Walton
—Lo siento... —susurró Wilson—. Mi hermano está de suerte. Hay un
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serie de casualidades que lo han protegido hasta ahora, pero eso se va a
terminar.
—Sí —dijo la voz tranquila desde la
oscuridad. Y añadió:
—Demasiado tarde...

***

Fue un sexto sentido lo que le hizo darse cuenta a Walton de que allí
estaba la muerte. Fue su educación de luchador lo que le hizo saltar a tiempo,
una décima de segundo antes de que el dedo se cerrase en las sombras sobre
el gatillo del «Colt» que ya estaba apuntando. Fue su agilidad de atleta lo que
le permitió hundirse en las tinieblas cuando los dos fogonazos amarillos
rasgaban el aire y el mulato trataba de clavarle un machete por la espalda.
Sonó una maldición.
El mulato alzó su arma como si quisiera decapitar a las sombras.
Mientras tanto, la lámpara cayó a tierra y se oyó en las tinieblas un ruido
sordo, como si alguien huyese. Pero Walton ya no pudo prestar atención a
aquello, porque el machete volaba hacia su cuerpo otra vez. La luz caída en el
suelo proyectaba sobre el acero un resplandor siniestro.
Y eso fue lo que perdió al hombre que empuñaba el machete. No se dio
cuenta de que aquel resplandor era lo único que se veía, era el único punto de
referencia en las tinieblas. Su cuerpo se estremeció cuando el cuchillo con
mango de plomo lanzado por Walton se le hundió a la altura del corazón. Por
la posición del machete, Walton había podido calcular la posición del cuerpo.
Se oyó entonces un gruñido de muerte.
La luz espectral que estaba en el suelo
giró. Walton acababa de hacerse con ella.
Proyectó el foco en todas direcciones, para ver dónde estaba el misterioso
personaje que antes había hablado con él desde las sombras, pero ya no pudo
verlo. La habitación estaba vacía. El fantasma había huido, se había perdido
entre las tinieblas más espesas.
Pero no había un instante que perder. Si el fugitivo contaba con ventaja, se
perdería para siempre. Por eso Walton pasó a la habitación contigua, que
estaba normalmente iluminada; vio una ventana y saltó por ella. Sin duda el
fugitivo había escapado por allí.
No tuvo más que cruzar la calle. Al otro lado estaba la parte posterior del
Los hermanos Walton
61 edificio de la funeraria, con una pequeña puerta de servicio. Walton entró por 61
ella. Como un rayo, el perro que había estado merodeando por allí le siguió.
Todo sucedía con una rapidez desconcertante. A Walton parecía guiarle
una especie de luz que le marcaba el camino. Entró velozmente en la sala
donde estaban los ataúdes.
Y no se dio cuenta de que la tapa de uno de ellos se alzaba a su espalda.
Era la del muerto medio descompuesto que había traído para embalsamar
el doctor Kruger.
De allí salía alguien que no tenía nada de
muerto. Un revólver.
Una sonrisa de odio...
¡Bang!

***

La bala disparada contra la nuca de Walton le hubiese alcanzado de lleno


si no llega a ser por el salto rabioso del perro, que se abalanzó sobre la muñeca
del
«muerto». Este lanzó una salvaje maldición mientras intentaba disparar otra
vez. Por una de las puertas laterales, armado con una escopeta de cañones
aserrados, apareció entonces el «doctor Kruger», o al menos el tipo que se
hacía llamar así.
Apuntó
furiosamente. Sus
dientes chirriaron.
Con una mueca fue a apretar los dos gatillos a la vez.
Pero ya era demasiado tarde.
El revólver se había convertido en una verdadera ametralladora entre las
manos de Walton.
Estaba repartiendo entre aquellos dos hombres una auténtica nube de plomo.
El del ataúd recibió dos balas en la cara.
La sangre saltó hasta las paredes.
El doctor Kruger soltó su escopeta. Tenía los ojos desencajados y la cara
convertida en una máscara roja. Sus rodillas se doblaron. Intentó sujetarse al
aire mientras su cuerpo se contorsionaba al ser barrido por el plomo.
Walton empezó a disparar.
No parecía afectado en absoluto.
Después de todo, una funeraria es el mejor sitio para que impere la muerte.
Los hermanos Walton
El dueño, al que le habían atraído los disparos temblaba junto a una de las
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puertas. Mirando a Walton como un obsesionado, musitó:
—No dispare, se lo suplico.
—Debería hacerlo... —musitó Walton—, pero será la ley la que se lo haga
pagar con la cárcel, hijo de perra. Usted sabía que ese «cadáver» del ataúd no
era tal cadáver. Sabía que era un hombre vivo maquillado. De vez en cuando,
si necesitaba esconderse bien, se metía dentro del ataúd, pero normalmente
vivía aquí y de vez en cuando salía por la parte trasera para ir a la casa
alquilada del otro lado de la calle. Sabía que así podría matarme por la
espalda en cualquier momento, porque yo no imaginaría esa diabólica
combinación. Pero también había tomado mis medidas, qué diablos...
Alguien preguntó entonces desde otra puerta:
—¿Qué medidas, Walton?
El volvió la cabeza. Mark estaba allí. Irina Lane estaba allí. Los dos le
contemplaban desde la penumbra, mientras seguían temblando los labios de la
preciosa mujer.
—No me importa que se sepan, puesto que de todo esto se hablará en el
juicio —murmuró Walton—. Aproveché una vieja historia de la que llegué a
tener conocimiento hace poco para crearme una doble personalidad. Por lo
visto alguien, un buen hombre, ayudaba enviando dinero a su madre, de la que
se había compadecido, para que pudiese cuidar de su hijo, es decir, yo. Pero
esa ayuda la hacía por medio de una persona interpuesta, una mujer en la que
mi madre confiaba. Y esa mujer se inventó la historia de que no había un solo
chico que mantener, Fred, sino dos hermanos gemelos: Bob y Fred. De ese
modo, la ayuda se doblaba y ella se quedaba con la mitad. Conocí esa historia
gracias a unas viejas cartas de mi madre. ¿Por qué no aprovecharla en mi
beneficio? ¿Por qué no hacer creer a todo el mundo que existía Bob? Y el tal
Bob se presentó como un granuja que no dudaría en asesinar por dinero a su
propio hermano. ¿Y quién le encargaría ese asesinato, sino el que había
matado a su madre, es decir, Will? Así fue cómo «Bob», gracias a esa argucia,
entró en contacto con el asesino, quien, sin embargo, tomó sus precauciones,
nunca dejó que le vieses la cara. Claro que yo también las tomé. Como
ponerme, cuando era «Bob», un perfume masculino pero algo penetrante, que
sin duda impregnaría también un poco al asesino que había hablado conmigo.
Tan poco lo impregnaría que yo sería incapaz de notarlo..., ¡pero mi perro si!
Gracias a todo eso pensaba descubrirlo por mucho que se ocultase. Gracias a
mi astucia hice fracasar todos
los golpes contra Fred, golpes en los que caían los hombres de Will, como
Los hermanos Walton
63 cuando dejé debilitada con una sierra la baranda del primer piso del 63
hotel...Pero ahora todos ellos están muertos. Ahora se ha cumplido la ley.
Pero había algo por aclarar, algo que no cuadraba en los pensamientos del
joven. Por eso se volvió hacia Mark y preguntó:
—Entonces, si usted no es Will, ¿quién es? ¿Qué hace aquí? ¿Qué pinta?
—Soy el que se compadeció de tu madre —dijo Mark con voz opaca—, el
que enviaba el dinero para los gemelos, creyendo que existían de verdad. El
que ayudó a Irina Lane cuando ella se separó de Will, casi inmediatamente
después de la boda, al darse cuenta de que era un sucio asesino. Y te juro que la
ayudé sin pedirle nada...
Había unas quietas lágrimas en los ojos de aquel hombre, unas quietas
lágrimas que penetraron como cuchillos en los sentimientos de Fred Walton.
Y éste tendió su mano temblorosa. Fred Walton estrechó la de aquel hombre a
la que tanto debía. Con voz que apenas era un suspiro musitó:
—Nunca lo olvidaré, amigo...
Y encontró también la mano de Irina Lane.
La muchacha que, por fin, después de tantos sufrimientos, había
encontrado su verdadero camino.
Pero apenas tuvieron tiempo de decirse una palabra. La señora Key entró
muy dispuesta y sin fijarse en los muertos se encaró con Walton para preguntar:
—¿Es usted, Bob?
Y empezó a subirse la falda.
—No —dijo él—, soy Fred.
—¡Cuerno! —gritó ella—. ¡Ahora que me había decidido...! ¡Qué
lástima! Y se largó de allí hecha una verdadera furia.

FIN

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