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—¡AAAAAAH!
A la mujer le pareció que había gritado con toda su alma, con toda su ansia,
pero en realidad su alarido no se oyó para nada en el exterior porque el hombre
le había tapado la boca. Y mientras lo hacía, hundió hasta el fondo el cuchillo en
la garganta de su víctima.
—Siento tener que hacer esto con una chica tan bonita —susurró—. Porque
todavía estás estupenda, nena....
Sacó el acero y lo volvió a hundir otra vez.
Fue un auténtico y salvaje degüello.
La sangre femenina saltó hasta los lomos de los libros que había en la
estantería de la izquierda, salpicándolos trágicamente. Pero el asesino tuvo suerte
porque ni una sola de aquellas gotas de sangre llegó a manchar su impecable
terno y su inmaculada camisa blanca, lo cual le hubiera puesto en un buen
compromiso. Únicamente se mancharon sus dedos, pero eso tenía fácil arreglo.
Mientras alzaba el cuchillo de nuevo, susurró:
—Buen viaje al infierno, preciosa.
Y lo hundió de nuevo, pero ahora en el corazón. Todo el cuerpo de la mujer,
que todavía era joven y bonita, se estremeció. Las piernas largas y sólidas que
hasta entonces la habían sostenido tan firmemente, se doblaron. Los senos
parecieron empequeñecerse. Su boca se crispó de una forma trágica.
El asesino la sostuvo por la larga melena negra.
Casi se la acariciaba.
En su gesto había una extraña mezcla de odio y al mismo tiempo de deseo,
pese a que la mujer ya estaba muerta.
—Lástima —musitó él.
Y el odio prevaleció entonces.
De una terrible cuchillada casi la abrió en canal.
Luego la dejó caer sin hacer ruido, hundió bien el cuchillo entre la carne aún
caliente y fue al fondo del local donde había una jofaina con agua. Tras lavarse
las manos, arrojó el agua a la hierba del exterior, por una ventana, para que nadie
notase que alguien se había lavado en ella.
Hecho esto, avanzó por un pasillo, abrió una puerta y se encontró en una sala
amplia, hermosa, bien iluminada.
Todos los invitados que estaban en ella, más de cuarenta hombres y mujeres
bien vestidos, prorrumpieron en aplausos.
El asesino dijo con una sonrisa:
—Señor juez, el trabajo está hecho.
Los hermanos Walton
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Y volvió a cerrar la puerta. 2
***
Todo había empezado apenas media hora antes, cuando una lujosa comitiva
se detuvo ante lo que llamaban el Palacio de Justicia de la ciudad de Abilene. Y
una cierta razón no les faltaba a los que hablaban así, porque se trataba de un
edificio nuevo y que destacaba por su lujo de todos los demás edificios
circundantes.
La lujosa comitiva —eso estaba claro— la formaban los invitados a una
boda. Eran los hombres más ricos y las mujeres más elegantes —también las
más presuntuosas de Abilene, los cuales fueron descendiendo de los carruajes de
lujo y se situaron ante la puerta. Prorrumpieron en aplausos y en felicitaciones
cuando los novios descendieron de otro carruaje que acababa de llegar y
avanzaron hacia los invitados sonrientes.
Hubo apretones de manos y parabienes.
—Felicidades, Will.
—Todos estamos seguros de que harás en Abilene una gran carrera.
—Eres nada menos que el nuevo supervisor del gobierno en el ferrocarril
Union Pacific. Menudo cargo el tuyo... ¡y menuda mujer te llevas!
En efecto, era la novia la que verdaderamente atraía la atención de los
invitados, pese a que la mayor parte de éstos felicitaban al novio porque les
interesaba estar a bien con él. Y es que la novia era una mujer de bandera. Joven,
bellísima, curvilínea, distinguida, dueña de esa gracia que va unida a la buena
educación, estaba —según pensaban los hombres— para merendársela allí
mismo. Mientras que las mujeres, cargadas de envidia, pensaban de una forma
bien distinta: «Esa presuntuosa... ¿Pero qué se habrá creído? Mírala, la
presumida... ¡Lo menos se cree que es la reina de la ciudad!» Estos pensamientos
no impidieron que la mayor parte de las mujeres la besaran cariñosamente antes
de entrar en el juzgado y la desearan toda clase de felicidades, con unas sonrisas
que estallaban de tan fingidas. Ella parecía no darse cuenta, porque les
correspondió con una sonrisa candorosa.
Los invitados abrieron paso a la feliz pareja y ésta hizo su entrada en la sala
principal del edificio, donde el juez ya estaba esperando con todo dispuesto para
la ceremonia. Junto a él estaba otra mujer.
Y entonces los ojos del novio se entenebrecieron al mirarla.
Entonces hubo en sus labios un brusco temblor.
Y palpó con disimulo el cuchillo que, por si acaso, siempre llevaba
escondido en la manga.
Los hermanos Walton
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El juez les invitó amablemente: 3
—Pasen amigos...
Todo esto sucedía escasamente unos minutos antes del crimen.
***
***
***
***
***
Rodeó en silencio la casa hasta encontrar una ventana que estaba mal cerrada
Loscuando
hermanos
él se pusoWalton
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y que no resistió demasiado a forzarla. Pudo entrar en la casa 20
y se encontró en un despacho lleno de libros de contabilidad y de carpetas con
documentos. Todo estaba a oscuras, pero más allá se distinguía un pasillo con
una luz al fondo.
Walton avanzó sin hacer el menor ruido.
Pudo oír las voces de Mónica y del desconocido. Debían estar terminando ya
la conversación, pero Fred Walton pudo escuchar todavía algunos detalles
importantes. Por ejemplo el nombre de aquel individuo, que se llamaba Mark.
Aunque eso de llamarse Mark no tenía nada que ver, porque podía ser
perfectamente un nombre falso del realmente llamado Will, el hombre que
asesinó a su madre.
Walton escuchó en primer lugar la voz de Mónica.
—Te aseguro que es él, Mark. Es uno de los dos hijos gemelos de Margaret.
Ha venido para vengar a su madre.
—¿Cómo estás tan segura? Tú no lo habías visto desde que era apenas un
niño. Habrá cambiado mucho en ese tiempo. Hablas por hablar.
—¿Piensas que puede ser otra persona? Pues no, te aseguro que no. Por las
circunstancias que se van empalmando en este caso, estoy absolutamente segura
de que es él.
Walton, que escuchaba junto a la puerta, se mordió el labio inferior. De
pronto recordó un detalle de su conversación con el juez de Abilene. Porque el
juez de Abilene le había hablado de que Margaret dejó entre sus papeles una
nota para acordarse de que tenía que decir a la tal Mónica que no hiciese más
algo que sin duda estaba haciendo mal. No cabía, por lo tanto, ninguna duda de
que la Mónica a que se refería aquel viejo papel era la misma que ahora estaba
hablando unas yardas más allá, la misma de la casa de juego.
Pero aquel pensamiento se borró ante las nuevas palabras. Porque Mark, si es
que se llamaba así, estaba diciendo:
—¿De los dos hermanos gemelos sólo ha venido uno?
—No ha venido. Vivía ya en Dodge.
—¿Y cómo es que yo no lo conozco personalmente?
—Porque tú y yo hace poco que estamos aquí. De todos modos sabes
perfectamente quién es, aunque nunca te lo hayas echado a la cara: es el abogado
que piensa presentarse como candidato al puesto de gobernador de Kansas.
—¿Pero tú crees que?...
—Naturalmente que lo creo. No sé cómo llegó a hacerse abogado y a saber
tanto, pero lo cierto es que siempre ha vivido entre pistoleros. Fue un pistolero el
que lo crió a lo largo de la ruta de las manadas. Es muy peligroso, está decidido a
todo y matará las veces que haga falta para vengar a su madre. Por lo tanto debes
Los hermanos Walton
21 huir. No hagas que te lo repita... ¡Tienes que huir! 21
—No me conviene. He de resolver todavía una serie de asuntos en Dodge
City.
—Pues déjalos aplazados. Lo importante es salvar la piel.
—¿Y el otro hermano, el llamado Bob, no ha venido?
—No. Con el único que corres peligro es con Fred Walton. A Bob no creo
que se le ocurra venir nunca por aquí.
—¿Por qué?
—Porque lo que le pasó a su madre le importa un bledo. No se puede
concebir a dos hermanos más distintos, aunque sean gemelos. Yo los traté
bastante en otro tiempo: dos gotas de agua, te lo juro. Pero, sin embargo,
bastaba con oírles hablar para darte cuenta de que estaban viviendo en planetas
distintos. Fred era muy reflexivo, muy atento... Todo lo que caía en sus manos
lo leía. El otro, Bob, sólo se divertía torturando animales, jugando a los dados
cuando sólo tenía cuatro años y mintiendo a cada palabra. Me han dicho que
buscó las peores compañías y que fue a parar a la cárcel, donde quizá esté
todavía. Dudo que tenga un solo sentimiento honrado, de modo que nunca
vendrá por aquí para vengar a su madre. Todo le importa un bledo, aunque en
el fondo supongo que odia a su hermano Fred.
—¿Odiarle? ¿Por qué razón?
—No lo entiendes? Uno es el triunfador y el otro el fracasado. No sé si
habrán tenido alguna relación en los últimos años, pero eso importa poco
ahora. Lo único importante es esto... ¡guárdate de Fred! ¡Está dispuesto a lo
que sea!
¡Ha matado ya a tres hombres y está dispuesto a seguir matando!
Se produjo un momento de
silencio. Fred Walton se dispuso a
entrar.
Nunca lo había tenido tan fácil.
¡El asesino de su madre estaba allí!
Le cosería todo el cuerpo con plomo, empezando por las rodillas y
subiendo poco a poco, para que el hijo de la gran marrana se diese cuenta de
que moría.
Rozó la culata del revólver.
Pero una sola cosa le detuvo: no quería matar también a Mónica.
Hurgando en sus recuerdos ya perdidos, creía acordarse vagamente de que en
otro tiempo, siendo él muy niño, había una mujer que le traía golosinas de vez
en cuando, y esa mujer tenía que ser Mónica. Aunque de un modo u otro
Los hermanos Walton
debía de estar relacionada con aquella asquerosa situación, él no quería
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matarla. Sería mejor esperar a que Mark estuviese solo, no fuese que la mujer
se encontrase con alguna bala perdida.
Eso fue lo que le detuvo durante unos instantes. Pero entonces terminó la
conversación, porque se oyó la voz del hombre al decir:
—De acuerdo. Me voy a largar en seguida de la ciudad.
—¿Cuándo?
—En seguida, te digo. Sólo recoger dinero y algunos documentos. Del
resto me ocuparé más adelante.
—Muy bien, Mark. Adiós.
—Adiós, Mónica. Y gracias por tu aviso.
—No me des las gracias. No hace falta.
—Eres muy generosa.
—Ni generosa ni narices. No quiero que me des las gracias, lo que quiero
es que me des pasta. Con mi aviso te he salvado seguramente la vida, y tu
vida valdrá quinientos dólares, digo yo.
Fred Walton, que seguía escuchando, frunció el
ceño. Aquella tía sacaba dinero de todo, qué
cuerno.
Pero se oyó la voz del hombre otra vez:
—Te he dado mucho dinero en mi vida, Mónica, pero esta vez te lo
mereces más que nunca. Toma estos billetes. Y ahora... ¡lárgate!
Se oyeron entonces los pasos del hombre que avanzaba hacia otra puerta
que debía haber en la habitación. Walton dio por descontado que iría al
despacho por el cual él había entrado, puesto que allí estaban los documentos y
seguramente el dinero también. Por lo tanto se decidió a esperarle en aquel
despacho para clavarle una bala entre las cejas después de haberle llenado el
cuerpo de botones rojos.
Por eso Walton volvió sobre sus pasos, en el más absoluto silencio, y
regresó al despacho. Aquella habitación continuaba sumida en sombras.
Walton tendió las manos, no fuese a tropezar con algún objeto e hiciera ruido.
Pero, en efecto, tropezó.
Sus manos rozaron una cosa. Rozaron lo más insospechado del mundo.
Clavó sus diez dedos en el cuerpo tenso de una mujer... ¡que estaba
completamente desnuda!
¡Y menuda mujer!
Los dedos no tienen ojos, pero a veces poco les falta. Con el simple tacto
nos damos cuenta de tantas cosas que muchas veces no necesitamos ni ver. Y
Los hermanos Walton
23 Walton pudo apreciar que la piel era fina, que las curvas eran abundantes, 23
sólidas y tensas, que el pelo suelto caía por la espalda hasta casi la cintura de la
hembra, y que ésta, en resumen, no pasaría de los veintidós o veintitrés años.
Todas estas conclusiones las sacó en un par de segundos mientras le pasaba
rápidamente las manos por las líneas mórbidas.
Lo único que necesitaba era verla, pero esa suerte tuvo también. Porque en
aquel instante encendieron el farol de un porche frontero, la luz penetró por la
ventana y se reflejó en la fabulosa mujer, que estaba justo delante. Fue
entonces cuando se encontraron los ojos de los dos.
Ella tembló.
Se dio cuenta de que el que la tocaba era un desconocido.
Y gimió:
—¡Déjeme!
Dio un salto hacia atrás, sin hacer
ruido. Era ágil como una gacela.
En un instante se esfumó de la vista de Walton, pero éste tuvo una última
visión relampagueante de su maravillosa juventud y su maravilloso cuerpo.
Supo que nunca olvidaría a aquella mujer, aunque pasasen cien años, pese a
que sólo la había visto un instante y además en la penumbra. De pronto oyó el
leve chasquido de una puerta y se dio cuenta de que volvía a estar solo en la
habitación.
Fue como el despertar de un sueño.
Repentinamente ahogó una maldición. Había perdido unos minutos
preciosos, y quizá el asesino estaba huyendo. Porque si aquel que se hacía
llamar Mark no había entrado en el despacho, era muy posible que no entrase
ya. Quizá había ido a recoger el dinero y los papeles a otro sitio.
En efecto, oyó el ruido de la puerta de la calle. Aquel tipejo se estaba
largando. Walton corrió entonces hacia la ventana que había empleado para
entrar, la abrió de nuevo y saltó fuera para iniciar la persecución. Pero en
aquel momento vio el brillo del rifle al otro lado de la calle.
Tuvo el tiempo justo para arrojarse a tierra, girando sobre sí mismo con la
velocidad de un gato, mientras la llamita roja cruzaba el espacio. Fred Walton
sintió que la bala le arrancaba pelos de la cabeza.
Y notó entonces el brillo de otro rifle a la izquierda, en el mismo porche
donde se encontraba caído. Era una cochina trampa. Oyó el chasquido de la
palanca de carga.
Y Fred Walton supo que aquello era la muerte.
Los hermanos Walton
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Los ataúdes, cuanto más lujosos son, más siniestros parecen. Pero de
todos modos había que reconocer que el tío que estaba metido en aquella caja
se despedía dignamente de este mundo. A lo mejor el tío incluso era feliz allí
dentro.
Porque no cabía duda de que el ataúd albergaba un fiambre en el interior.
Cuatro hombres tenían que reunir sus fuerzas para descargarlo. Un quinto
hombre, muy bien vestido, dueño de unas facciones herméticas y duras, iba
delante.
El dueño de la funeraria salió a recibirles a la puerta.
Vio a Walton.
—¡Eh! —llamó—, ¡Señor Walton!
—¿Qué pasa?
—Quisiera encargarle un asunto. Me gustaría pasar por su despacho mañana.
—De acuerdo. Le espero a las diez. Oiga... Veo que tiene usted «clientes»
de gran lujo.
—Sí... Ha sido algo inesperado. Entre un momento, por favor. No sé si ha
visto que el periódico de la ciudad ya publica propaganda electoral.
—No he tenido tiempo de leerlo aún —dijo Walton.
—Pues por eso mismo: le daré mi ejemplar. —Mientras tanto, iban
andando hacia el interior—. La cosa se va animando mucho de cara a las
elecciones — contestó el de la funeraria.
No habían hecho más que entrar en la sala cuando vieron el enorme ataúd.
Acababa de ser depositado sobre un túmulo, y los porteadores se iban después
de cobrar. El que les pagaba era el elegante individuo bien vestido que Walton
había visto entrar delante de ellos. Una vez los hubo despedido, se volvió
hacia el dueño de la funeraria.
—Supongo que podrá encargarse de mi asunto en seguida —dijo.
—Oh, sí, señor Kruger. Comprendo que ese «asunto» no puede esperar.
Por cierto, le presento al señor Fred Walton. Va a ser seguramente el nuevo
gobernador de Kansas.
—Eso son sólo palabras —dijo el joven—, mirando al hombre bien vestido
—. Por cierto, señor Kruger... Nunca había visto un ataúd tan lujoso como
Los hermanos Walton
éste. Llama la atención, aunque maldito si a mí me interesan esas cosas.
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—A mí tampoco, pero se trata de un asunto profesional muy desagradable.
Yo soy el doctor Kruger.
—¿Y qué le trae por aquí... con ese «paquete»?
—Algo muy desagradable, ya se lo he dicho. Dentro de ese «paquete» va
el que era mi mejor cliente, el señor Nichols. Murió de una infección
galopante y no pude salvarle, pero antes de morir me pidió que lo hiciese
enterrar en Ellsworth, que es su ciudad natal. Y me rogó que yo me encargase
de todo, cosa a la que no pude negarme.
—Lo comprendo.
—Lo malo es que hace más calor del que pensaba y el cadáver ha
empezado a descomponerse antes de lo que yo creía.
—Hum...
—Ya sé que es desagradable hablar de esto, pero no podré llegar a
Ellsworth si no lo hago embalsamar antes. Esa es la razón de que me haya
detenido aquí. Mire, no sé si usted entiende de esto, pero el color empieza a ser
muy fastidioso. Fíjese qué aspecto.
Y alzó la lujosa tapa de madera. Debajo había una segunda tapa más
delgada con un cristal que permitía ver hasta el pecho del cadáver, y Walton no
tuvo más remedio que echarle un vistazo ya que el otro se lo había pedido,
aunque maldito si eso le hacía gracia. Vio que el fiambre correspondía a un
hombre pasado de los cincuenta años y que estaba terriblemente blanco. Sus
párpados cerrados iban volviéndose ya de un color violeta, lo cual indicaba la
inminencia de la putrefacción. También había manchas similares en su cuello
y sus mejillas, indicando lo mismo. Por fortuna no despedía mal olor, pero lo
que decía el doctor Kruger estaba clarísimo.
Fue el dueño de 1a funeraria quien bajó la tapa de nuevo.
—Me ocuparé en seguida del asunto —dijo—. Supongo que usted se
quedará mientras tanto en la ciudad, doctor Kruger.
—¿Cuánto va a tardar?
—Depende de las dificultades. Para un trabajo bien hecho y que garantice
la perfecta conservación del cadáver necesito dos días, teniendo en cuenta que
tengo otros asuntos a los que atender.
—De acuerdo; me quedaré en este hotel de
enfrente. Saludó a Walton y le dijo:
—Le deseo suerte, gobernador.
Fred Walton le contestó con un gruñido. Le fastidiaba que la gente le
llamase ya «gobernador» cuando él sabía que no iba a serlo y casi no lo
Los hermanos Walton
31 deseaba siquiera. Lo único que le importaba en este momento era vengar lo 31
que habían hecho con su madre. No tenía otra idea en la cabeza.
Pero decidió olvidarse de aquello por unos momentos. Miró su reloj y
dijo, pensando en voz alta:
—Tengo tiempo justo para ir al despacho del juez, aunque la gestión
puede resultar larga. Pero deberé darme prisa. Las señoras del comité
electoral me están esperando...
**
Las señoras y señoritas del comité electoral eran en total ocho damas que
se habían puesto sus mejores ropas y estaban lo que se dice «de buen ver». Pero
eso es lo que hubiera pensado una persona bien educada. Una persona mal
educada, o simplemente un vaquero hubiese pensado que estaban llenas de
curvas, que estaban cañón, que estaban como para merendárselas. Ellas
también lo sabían, pero no les había importado ponerse un poco más
provocativas que de costumbre. Al fin y al cabo el hombre al que iban a
recibir, Fred Walton, era de lo más respetuoso y de lo más discreto. Era un
caballero de los que ya no quedaban.
La señora Key, que casi mostraba los opulentos senos por debajo del
atrevido escote, miró por la ventana y dijo:
—Ahí llega.
Todas recibieron a Walton con un aplauso.
La señora Torrence, llevada por un entusiasmo, gritó:
—¡Viva el gobernador!
Walton sonrió al verse rodeado de tantas bellezas. La señora Key le pasó
una botella de champaña para que la abriese mientras decía:
—Tome, hay que celebrarlo. Por cierto, ¿en tan poco tiempo ha podido
usted cambiarse de ropa?
—La actividad política enseña mucho. Hay que ser rápido en todo —dijo
Walton.
Descorchó la botella con no demasiada buena suerte. Un chorro del
espumoso líquido brotó de repente y fue a caer sobre los opulentos senos de la
señora Key.
Ella hizo:
—¡Oh!...
Walton dejó la botella sobre la mesa y se apresuró a arreglar el desaguisado.
Sus manos fueron inmediatamente hacia los opulentos senos de la mujer.
—Permita —dijo—. Esto hay que secarlo. Oh, qué estúpido soy... De
Los hermanos Walton
verdad lo siento. Permítame, señora.
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Ella quedó lívida.
Le estaba haciendo un auténtico «masaje».
Nunca a la señora Key, tan distinguida y tan fina, le habían tocado los pechos
de aquella manera. Ni tan siquiera su marido, que dicho sea aparte era un
estrecho.
Walton dijo:
—Perfecto... Una gotita aquí... Otra allí... Un toquecito aquí... Otro allí...
¡Formidable!
Ella bisbiseó:
—¿Ya ha terminado, señor Walton?
—Claro que sí. Ya está. ¿Satisfecha?...
—No sé qué decirle.
—Si le parece, empezamos otra vez.
—Pues... pues no le veo la necesidad... por ahora.
—Entonces veamos lo que hay de la campaña electoral. Me parece que
ustedes han tenido magníficos proyectos.
Una señorita llamada Wilkins, que era una magnífica dibujante y que, dicho
sea de paso, tenía también un magnífico trasero, se acercó sonriendo.
—Mire el boceto de cartel que he hecho. ¿Qué le parece? —preguntó.
—Magnífico... —dijo Walton—. ¡Ah, qué pillina!
¡CHASK!
Le había atizado con cinco dedos en todo el sensacional trasero de la chica.
Ella hizo:
—¡Ah!
—¿Pasa algo? —preguntó Walton, con una cara perfectamente pétrea.
—Tengo la sensación de que alguien me ha tocado en un sitio —dijo la
señorita Wilkins, sin saber qué pensar.
—He sido yo. Ha sido una manera familiar de felicitarla,
—Pues... ¡pues qué bien!
—¿Quiere usted que la felicite otra vez?
—No, no hace falta..., ¡je, je! No parece usted el mismo, señor Walton.
—Es que un político tiene que cambiar de costumbres. Oh, qué lástima...
Se me ha caído el dibujo al suelo.
Daba la «casualidad» de que el dibujo se le había caído a los pies de la
señora Torrence, que estaba sentada y con las piernas cruzadas. Walton se
inclinó para recogerlo y se lo vio todo, lo que se dice todo, de rodillas para
arriba.
Los hermanos Walton
33 Había mucho que ver. 33
La señora Torrence tenía unos muslos soberbios.
—Lleva usted unas ligas preciosas —dijo él, pero una está un poco caída.
Y se la «arregló».
La señora Torrence estaba lívida.
Sentía una especie de gusanito que le hurgaba aquí, aquí, aquí... ¡aquí!
—Pero... ¿pero qué hace?
Nada, señora. Ya la tiene usted
perfecta. Y Walton se puso en pie.
Todas le miraban en silencio.
No sabían qué pensar. Y no es que les desagradase la actitud tan atrevida
de un hombre tan famoso, tan joven y tan guapo. Pero es que no estaban
acostumbradas a eso. Les parecía que se encontraban ante un Walton
completamente distinto.
Walton alzó un poco las manos.
—He de darles las gracias por todo cuanto están haciendo por mí —declaró
—. Son ustedes magníficas de verdad. Las felicito.
Y enlazó por la cintura a una.
¡MUAC!
De un beso en la boca la dejó
desmayada. Se dirigió a otra.
¡MUAC!
Con ésta aún fue peor.
Porque la elegante señorita gimió:
—Oiga... ¡qué pellizco! ¡Me va a doler el tras una semana!
—¿Le doy un masaje?
—Es que no sé qué dirá mi marido...
—Pregúnteselo.
Y sin esperar la respuesta, enlazó a otra.
¡MUAC!
La chica hizo:
—¡Uy!
—¿Qué le pasa?
—Es que tengo los senos muy delicados y muy sensibles.
—Si quiere le toco otro, sitio.
—Tengo se... se... sensible todo el cuerpo.
—Pues qué lástima.
Y Walton fue tranquilamente hacia la puerta.
Los hermanos Walton
—Sigan trabajando, amigas mías —exclamó—, sigan trabajando por el bien
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del Estado de Kansas. Yo ya volveré a verlas para darles ánimos. Ah... Me
gusta mucho como van vestidas. De todos modos, alguna faldita un poco más
corta tampoco vendría mal.
Y salió de allí.
Todas se quedaron sin aliento.
Sólo cuando Walton hubo desaparecido, reaccionaron un
poco. Las que habían sido tocadas empezaron:
—¡Ay! —¡Uy! —¡Oy!—¡Uf!
Pero también las que no habían sido tocadas empezaron:
—¡Ay!—¡Uy!—¡Oy!—¡Uf!
¿Sería de envidia?
***
***
Fue un sexto sentido lo que le hizo darse cuenta a Walton de que allí
estaba la muerte. Fue su educación de luchador lo que le hizo saltar a tiempo,
una décima de segundo antes de que el dedo se cerrase en las sombras sobre
el gatillo del «Colt» que ya estaba apuntando. Fue su agilidad de atleta lo que
le permitió hundirse en las tinieblas cuando los dos fogonazos amarillos
rasgaban el aire y el mulato trataba de clavarle un machete por la espalda.
Sonó una maldición.
El mulato alzó su arma como si quisiera decapitar a las sombras.
Mientras tanto, la lámpara cayó a tierra y se oyó en las tinieblas un ruido
sordo, como si alguien huyese. Pero Walton ya no pudo prestar atención a
aquello, porque el machete volaba hacia su cuerpo otra vez. La luz caída en el
suelo proyectaba sobre el acero un resplandor siniestro.
Y eso fue lo que perdió al hombre que empuñaba el machete. No se dio
cuenta de que aquel resplandor era lo único que se veía, era el único punto de
referencia en las tinieblas. Su cuerpo se estremeció cuando el cuchillo con
mango de plomo lanzado por Walton se le hundió a la altura del corazón. Por
la posición del machete, Walton había podido calcular la posición del cuerpo.
Se oyó entonces un gruñido de muerte.
La luz espectral que estaba en el suelo
giró. Walton acababa de hacerse con ella.
Proyectó el foco en todas direcciones, para ver dónde estaba el misterioso
personaje que antes había hablado con él desde las sombras, pero ya no pudo
verlo. La habitación estaba vacía. El fantasma había huido, se había perdido
entre las tinieblas más espesas.
Pero no había un instante que perder. Si el fugitivo contaba con ventaja, se
perdería para siempre. Por eso Walton pasó a la habitación contigua, que
estaba normalmente iluminada; vio una ventana y saltó por ella. Sin duda el
fugitivo había escapado por allí.
No tuvo más que cruzar la calle. Al otro lado estaba la parte posterior del
Los hermanos Walton
61 edificio de la funeraria, con una pequeña puerta de servicio. Walton entró por 61
ella. Como un rayo, el perro que había estado merodeando por allí le siguió.
Todo sucedía con una rapidez desconcertante. A Walton parecía guiarle
una especie de luz que le marcaba el camino. Entró velozmente en la sala
donde estaban los ataúdes.
Y no se dio cuenta de que la tapa de uno de ellos se alzaba a su espalda.
Era la del muerto medio descompuesto que había traído para embalsamar
el doctor Kruger.
De allí salía alguien que no tenía nada de
muerto. Un revólver.
Una sonrisa de odio...
¡Bang!
***
FIN