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Donde empieza todo

Cuando la Directora de mi antigua escuela me llamó para pedirme que formara


parte del acto de Graduación de este año, no me lo podía creer. Yo, que ni acabé
graduándome en el colegio y, digamos de manera educada, “les hice la vida imposible”
hasta que mis padres me sacaron de allí.
Esa llamada hizo que volviera a meditar sobre aquella época, pensar en los
compañeros y profesores que tuve, reflexionar sobre mis acciones…y las reacciones de
éstas.
Yo era buen estudiante, al menos los primeros cursos, pero algo cambió.
Llegaron los años de adolescencia, de rebeldía e incomprensión; las nuevas amistades,
el creerme mayor y capaz de cualquier cosa; el dejar de estudiar porque ya no me
interesaba; la inconformidad y la rebelión a las normas; la necesidad de demostrar no sé
qué a no sé quién…
Solamente pensarlo me da escalofríos ver a la Directora sentarse a mi lado cada
vez que me mandaban a su despacho. Aún recuerdo lo que me dijo el día que me iba del
colegio.
-Luis, hijo, hace tiempo que no eres tú. A mí no me engañas. Me duele que te vayas sin
ver realmente la persona que eres y, por el motivo que sea, no quieres dejar salir. Yo
confío que lo conseguirás. Espero que cuando lo logres, vengas a verme.
Realmente lo sentía y yo me limité a hacer un ruido con la lengua en mi boca y
poner aquella mirada de desprecio que tanto desquiciaba a los adultos. Me sentía
poderoso…y en realidad fui un estúpido. Pero eso lo supe un tiempo después.
¿Qué pasó? Cuando cumplí los 13 años mis padres pensaron que sería una buena
idea preparar una fiesta en casa para celebrarlo. Ellos prometieron pasar inadvertidos así
que era perfecto. Yo invité a mis compañeros (y a mis compañeras) de clase. Estaba
emocionado y nervioso pues era la primera vez que vendrían chicas a casa. Todos
estarían allí conmigo.
Pero no fue así. Eran compañeros, no amigos y me di cuenta en aquel instante.
Yo era el bicho raro, el que no salía, el que siempre estudiaba, el que se quedaba en
casa… Se supone que así debía actuar, era lo correcto y estaba harto de no encajar. El
encontrarme allí en la fiesta de mi propio cumpleaños, rodeado de gente pero solo,
cantando el “Cumpleaños feliz” rodeado de la familia pero sin ningún compañero de
clase hizo que me cabreara. Lloré, de pena y de rabia por sentirme de aquella manera.
Yo quería ser como los demás, quería pertenecer a un grupo. Sentirme parte de ellos. Y
no era así.
Ese momento marcó el inicio de mi nuevo estado. El inicio de mi destrucción.
Fue más fácil de lo que imaginé pues sin pensarlo, y con toda la rabia que
llevaba dentro, me enfrenté a un compañero que simplemente me pidió no sé qué (ahora
no lo recuerdo exactamente) y yo centralicé todo ese enfado acumulado durante un par
de días en él. Él lo pagó. Quería arrancarle la cabeza y concentré todo mi ser en
hacerlo. Cuando alguien reaccionó y fue en busca de alguna profesora yo no me amilané
en mi empeño. Me daba igual quien fuera la persona que me estaba cogiendo y pidiendo
que parara.
-¡Déjame en paz! No es asunto tuyo, vete a … -No pude decir nada más cuando vi
aparecer a la Directora y se me encogieron las tripas ante su mirada.
A partir de ese momento empezó nuestra relación amor-odio, es decir, yo la odié
con toda mi alma y ella intentaba “amarme”. Y no sé por qué, porque realmente se lo
puse muy difícil. Me esforcé porque así fuera.
Mi pobre compañero no tenía la culpa pero aquel episodio me sirvió para ser el
“héroe” del momento. Ya no estaba solo. Algunos compañeros empezaron a contar
conmigo. Pertenecía a un grupo. No era el “más recomendable”, decía mi profesora,
pero yo estaba contento.
Ya no me interesaba pasar tanto tiempo con la familia, quería disponer de mi
espacio, pasar tiempo al teléfono, salir con mis amigos (aunque mis padres eran bastante
reticentes a esas peticiones y eso era la causa de muchas de las discusiones). Ya no
quería jugar con mis hermanos pequeños, ni a baloncesto …no, perdón, el baloncesto
siempre me ha interesado.
De repente, me veía rodeado de gente. Seguían sin ser mis amigos, pero me
había convertido en el rey. Me respetaban y buscaban. Ahora era yo el que me metía
con todo aquel que no seguía “mis propias normas”, las que yo había escrito. No me
importaba lo que pudieran pensar mis padres, mis profesores o la “abeja reina”, como
yo la llamaba. Incluso lo hacía de un modo cariñoso porque, en el fondo (muy en el
fondo) de mi corazón, sabía que se preocupaba por mí. Mis padres y la Directora
debieron ir a los mismos cursos ya que se repetían en sus discursos. Ahora ya sé que se
titulaban “Respeto, preocupación y maduración” y se aprenden con el paso del tiempo.
A unos les cuesta más que a otros…a mí me costó demasiado hacerlo.
Me convertí justo en el tipo de persona que había odiado y en el que juré no
convertirme jamás. Pero era demasiada la tentación de la “fama” entre mis compañeros.
¿A qué precio? Algunos de ellos no se atrevían ni a mirarme a los ojos por miedo a las
repercusiones que pudieran tener contra ellos; otros sabían que su mejor opción era
unirse a nosotros; y, los pocos que quedaban eran los que se “rebelaban” y a los que
tenía que dejar las “cosas claras”. Pero, durante mucho tiempo no fui capaz de mirar a
los ojos a mis padres. ¿En qué me había convertido?
Cuando cumplí los 14 años ya no quise fiesta de cumpleaños en casa. No por
miedo a que no viniera nadie. Todo lo contrario. Sabía que todos no cabríamos allí y,
para lo que me tenían preparado, mejor hacerlo en el parque. Ese día fue el día de mi
primera borrachera (la primera de muchas). Mi madre pensó durante mucho tiempo que
fueron las compañías las que me obligaron a beber. Cuesta darse cuenta que es tu propio
hijo el que se está castigando.
Llegó un momento que pasaba más tiempo bebido y metido en peleas que
lúcido. Y se me quedaba corto, muy corto. Siempre quería algo más. Sabía que estaba
haciendo daño a todo el que me quería, pero, en ese punto en el que me encontraba, ya
no podía evitarlo. Estaba totalmente desquiciado. Dejaron de importarme los estudios, la
familia y los pocos amigos verdaderos que tenía desde pequeño.
Algunos estaréis pensando que no pasa nada por elegir el camino que yo escogí
si la “abeja reina”, digo “vuestra Directora” optó por traerme a mí como exalumno
célebre para vuestra Graduación. De verdad, durante unos días yo tampoco lo entendí,
pero, mientras tomaba notas de lo que quería deciros, supe el por qué. Fui el ejemplo de
alumno en el que no tendríais que convertiros nunca. No hay nada que pueda justificar
mi comportamiento durante aquellos años. Me arrepiento. Me arrepiento de los
desplantes, de haber sido un cobarde, débil, de que me importara más la fama que yo
mismo. Me engañé durante mucho tiempo pensando que aquello era lo que realmente
quería, pero no era así.
Hoy doy gracias porque después de todo el mal que repartí a mi alrededor,
después de las lágrimas que hice que derramara mi familia y mis compañeros de clase, a
los que pido perdón cada día, conseguí algo que no muchos logran: fui consciente, tuve
un momento de lucidez y fui capaz de pedir ayuda y me tendieron una mano.
Tuve la suerte de tener una familia que nunca dejó de luchar por mí a pesar de
haber desperdiciado el tiempo que debía pasar con ellos en otros “menesteres”. Y el
tiempo pasa y no se recupera, se te escapa entre los dedos y jamás volverá a ti. Y miro a
mis padres que ya son mayores. Muchas de sus canas se las puse yo allí. Y no sé el
tiempo que me queda con ellos, eso nunca se sabe, y he desperdiciado parte de ese
tiempo. Mis abuelos que ya no están conmigo y no pude disfrutarlos como me hubiera
gustado. Se me va la vida pensando en la visión de mí que se llevaron con ellos. Espero
que, donde estén, puedan ver que reaccioné a tiempo.
Algunos de los que me acompañaban no fueron lo suficientemente valientes para
reaccionar y siguieron destruyéndose. Llegaron muy tarde y jamás salieron de allí.
Pensad en eso.
Mi humilde consejo en este día tan importante es que confiéis en vosotros, haced
realmente lo que os guste, sed honestos y respetuosos con vuestro corazón. Sed felices
realmente con la gente que os importa y que daría la vida por vosotros.
A parte de mi familia, hubo una persona que confió en mí y supo ver lo que
había dentro de aquella coraza que me construí para autoengañarme y pensar que la vida
que llevaba era la felicidad. Ella me miraba a los ojos y podía ver en mi corazón todo
aquello que yo me negaba a ver. Esa persona no lo sabe, pero volví. Cuando tuve la
fuerza necesaria para admitir cuánto me había equivocado, vine a verla como me
pidió…no me atreví a entrar y mirarla a los ojos. Estaba decepcionado conmigo mismo,
arrepentido por todo lo que provoqué a mi alrededor.
Luchad por no sentiros nunca así. Pensad en las reacciones que provocan
vuestras acciones, no solamente en vosotros, también en las personas que os rodean. No
estáis solos. Mirad a vuestro alrededor. Coged la mano de aquellas personas que os
quieren y dejad que os acompañen.
-Sabía que volverías…
Las cenizas de la envidia

Perseguir tus sueños y conseguirlos no es nada fácil porque de pronto surgen


otros. Te alimentas de ellos y ya no puedes dejar de soñar. Te crees invencible al
alcanzarlos y siempre te ves capaz de conseguir otros.
Mis padres, los seres más inteligentes que he conocido, siempre me dicen que
nunca deje de soñar. “Luchar por mis sueños debería ser mi mayor sueño…”, y en ese
camino estoy.
Otras niñas quieren ser policías, futbolistas, maestras, abogadas o, incluso, nada
pues no lo tienen claro. Pero yo sí. Yo quiero ser atleta.
Recuerdo exactamente, como si fuera ayer, el inicio de un sueño cumplido.
Llegar a casa con mamá del entrenamiento y pedirme que habláramos los tres antes de
hacer las tareas escolares, auguraba algo importante.
-Todo lo que puedas imaginar, hazlo. Pero, prométeme una cosa, cielo. En el momento
que dejes de disfrutar, dínoslo porque ya no valdrá la pena. Tienes que hacerlo por y
para ti. Ni por nosotros, ni por el entrenador, solamente por ti. ¿Nos lo prometes? –
Solamente pude asentir por la seriedad de la conversación que habían iniciado mis
padres.
A partir de ese momento nuestras vidas cambiaron. No solamente la mía, la de
mi familia también. Empecé a correr a nivel profesional en un centro especializado.
Tuvimos que adaptarnos a los nuevos horarios y a las nuevas exigencias. A pesar de
todas esas alteraciones de una vida ya pasada, mis padres siempre me animaron y lo
siguen haciendo, aunque nos hemos tenido que acostumbrar todos al nuevo ritmo.
Ellos no han sido deportistas y les preocupa que me obsesione con mejorar mi
marca, con competir y con ganar. Sufren por si me puede la presión. Eso no pasará
conmigo, aunque sí que tengo compañeras de equipo que se sienten ahogadas. Sobre
todo por las esperanzas que sus padres ponen en ellas, hace que se sientan que no están
a la altura y lo pasan peor.
Para mí, nada más lejos de la realidad. Ellos me han enseñado a perseguir y a
luchar por todo aquello que me interesa, pero también a esforzarme, a trabajar y a
levantarme si no se cumplen mis expectativas. Por eso no me preocupa perder, sé que
resucitaré (como el ave Fénix).
No todo ha sido un camino de rosas para llegar hasta aquí. Soy muy
autoexigente y nunca he querido que el deporte baje mi rendimiento académico, por eso,
debo esforzarme, cumplir horarios, ser constante y llevar mis estudios al día. Para ello,
desde pequeña, he tenido que dejar mi vida social de lado. Cuando el resto de la clase se
iba de cumpleaños o al cine, yo me quedaba entrenando o adelantando las tareas para
poder seguir preparándome.
“Los sueños te hacen sudar. Nada es gratis.”, me dice mi padre cada vez que me
oye renegar.
En el centro hay un buen ambiente. Hemos hecho buenas migas, aunque, al
principio, por ser la nueva estaba un poco excluida. Creo que no les gustaba que alguien
recién llegada se llevara las alabanzas de los entrenadores y que además mejorara todas
sus marcas.
Me ha costado un poco, pero me siento parte del equipo y cuentan conmigo.
Formo parte del grupo y me gusta. Ahora me siento bien, feliz. Entreno, me esfuerzo,
obtengo mis frutos y además tengo un grupo de amigas con las que puedo contar. Nos
ayudamos y entre todas nos animamos para seguir en el camino.
-Claudia, cuando termines el entrenamiento necesito hablar contigo. Que no se te
olvide, es importante.
Paro en seco. Nunca había visto así al entrenador. Parecía excesivamente serio,
hasta enfadado. No sé qué ha podido ocurrir para que quiera hablar conmigo.
-Disculpe, ¿puedo pasar? Me había dicho que viniera a hablar con usted. ¿Pasa algo?
¿Es sobre el campeonato?
-No. Siéntate. Voy a ser muy claro contigo, Claudia. No me lo esperaba de ti, la verdad.
De ti, no. He visto de todo en mis años como entrenador, pero, me parece
incomprensible en alguien que se esfuerza tanto por alcanzar sus metas, por superarse
cada día. Imagínate cómo me he quedado cuando me he enterado. A par…
-Perdóneme, entrenador. –Le interrumpo porque no entiendo nada. –No sé de qué me
está hablando. ¿De qué se ha enterado?
-No puedes negarlo, mira. -La imagen que me muestra en su móvil está un poco
pixelada, es de baja calidad. –No podrás negar que eres tú. ¿Eres tú, Claudia? Sí, eres
tú. ¿Y que llevas en la boca? ¿Y en la mano? Es que no me lo puedo creer. Tenías un
futuro muy prometedor ante ti y lo has dejado escapar. Me pinchan y no me sacan
sangre. ¡¿Cómo has podido?! Mañana hay convocada una reunión del consejo para
hablar de tu caso. No pinta bien. ¿No vas a decir nada? Tenía toda la confianza puesta
en ti y la has roto…
No puedo decir nada, estoy bloqueada. Soy yo. Sí. Es la foto que nos hicimos
una tarde que salimos todas las chicas del equipo. Estábamos en una ambiente
distendido, relajadas, riéndonos y pasándolo bien. Pero, yo nunca haría… No puede ser.
Sé que el entrenador sigue hablando, lo veo gesticular. No le oigo. Mi mente va
a otra velocidad. No hay explicación posible.
Me levanto y me marcho de allí. No puedo respirar. ¿Cómo puede dudar de mí?
Sabe lo importante que es para mí el atletismo, mi propósito de llegar a lo más alto.
¿Cómo puede pensar que lo echaría a perder?
Sin saber muy bien cómo, llego a casa. Me duele mucho la cabeza.
-¿Estás bien? Traes mala cara. –Me dice mi padre. Lo oigo lejano.
-Creo que he merendado demasiado deprisa para poder empezar a entrenar y no me ha
sentado bien. Me voy a la habitación a dormir, a ver si se me pasa.
Me rompe el alma mentir a mis padres, pero no quiero que malinterpreten esa
imagen (igual que ha hecho el entrenador). Mañana será otro día. Iré al despacho y le
explicaré mi versión.
Me cuesta abrir los ojos, pero una luz intermitente me molesta. Es el móvil.
Anoche con el disgusto me quedé dormida sin apagarlo.
“Mira esta, parecía una monja.” “No sabía que te iba el vicio.” “Ahora, por tu
culpa, el entrenador estará enfadado con todas.” “ Por eso haces tan buenas marcas,
porque te drogas.” “Vete del equipo, no quieren borrachas.” “Mala elección, niña.” “No
te quieren, vete.” “Ya nadie confía en ti.” “Los tenías a todos engañados.”
No puedo seguir leyendo, se me empañan los ojos. No me lo puedo creer. Tengo
ganas de vomitar. Respira hondo, Claudia, respira hondo. ¿Quién ha creado el grupo?
¿Por qué la toman conmigo? Yo no he hecho nada.
Cuando llego a la escuela, lo primero que quiero hacer es aclarar el asunto con el
entrenador. De camino, con mi seguridad por los suelos, me encuentro a mis
compañeras del equipo.
-¿Por qué no nos dices a la cara lo que piensas realmente de nosotras? ¿Por qué te
escondes detrás de tu perfil en las redes sociales? Eres una falsa. No queremos a
mentirosas en el equipo. –Me dice Rebeca con un punto de arrogancia.
-¿Qué pienso qué? ¿A la cara? Rebeca, que estás diciendo. Ni siquiera tengo cuenta en
las redes sociales.
Estoy asombrada. De repente, en cuestión de unas horas, todo cambia. Esa
fuerza que iba siempre conmigo, la que me ayudaba a superarme, a perseguir mis
sueños y a no flaquear…me ha abandonado. Tengo a todo el equipo en contra. Ni
siquiera el entrenador me cree. Alguien ha debido de suplantar mi identidad, aprovechar
para insultar a mis amigas, retocar la foto y subirla a las redes sociales. ¿Pero quién?
¿Por qué? Parece de película.
-Claudia, a mi despacho. Por favor. –Oigo la voz del entrenador a mi espalda.
Me quedo petrificada. Repaso las caras de mis compañeras, las que ayer a estas
horas consideraba mis amigas. Sé que muchas de ellas no creen lo que Rebeca dice,
pero siguen a la líder. No quieren ser las siguientes. Agacho la cabeza y me marcho.
Cuando entro en el despacho, me llevo una sorpresa.
-Mamá, mamá. Lo siento mucho. –Me abrazo a ella. Necesito expulsar toda la tensión
acumulada desde ayer. –Perdóname por no contártelo. Quería solucionarlo yo, pero, se
han ido acumulando muchas cosas en muy poquito tiempo. Ya no es divertido, mamá,
ya no vale la pena. Ya no quiero correr.
-A ver, cielo, el entrenador me ha enseñado la fotografía y está trucada. Tu vida es
correr y esto se solucionará.
-¿Trucada? ¿Me crees? Me crees. Gracias, mamá. Te prometo que yo no he hecho nada.
Estábamos todas en el parque y nos hicieron una foto.
-Vayamos por partes. ¿Quién hizo la foto?
-Pues, déjame que piense qué móvil se utilizó. Rebeca la pasó al grupo del equipo.
Espera y te la enseño.
¿Por qué no lo pensé ayer? Tenía la foto original en el móvil y ni se me ocurrió.
-Ve, entrenador. Alguien ha querido perjudicarme. Ha subido la fotografía para que me
echaran del equipo y ha utilizado un supuesto perfil mío para poner al equipo en mi
contra. –Me dirijo a él enseñándole la fotografía original en el móvil.
-Tesoro, sé que estás decepcionada, disgustada con todo lo que ha pasado. En tu vida te
vas a encontrar gente que quiera perjudicarte, que no crea en ti o lo haga demasiado y le
des miedo. Y que ese miedo, esa envidia, le haga reaccionar de la manera más cruel
posible. Esta vez han utilizado el poder de las redes sociales, la facilidad de expandir un
bulo y de hacer daño. Ahora pondremos medios para que se retiren todas esas falacias y
el entrenador tomará las medidas oportunas. Así que, tranquila. Igual que te hemos
enseñado a levantarte en cada derrota, se aplica también en las decepciones de la vida.
Es el momento de resucitar de las cenizas, resurgir más fuerte y dispuesta a seguir
luchando por conseguir tus sueños. ¿Dónde está ese precioso ave Fénix?
Vergonzoso silencio

Andrea estaba entusiasmada con el inicio de curso. Reencontrarse con sus


compañeros, sus amigas de siempre y los juegos en el patio. Lo echaba de menos
después de dos meses de vacaciones fuera de la ciudad.
La tarde anterior se la pasó hablando con sus amigas por whatsapp, poniéndose
al día de todo lo acontecido en el verano que ya marcaba su final y repasando las
imágenes que habían subido a las redes sociales y en las que ella iba con retraso por la
falta de conexión que había sufrido durante dos largos meses en el pueblo con sus
abuelos. Incluso se enteró de algún que otro chismorreo de algún compañero que
circulaba por las diferentes redes sociales. Que por supuesto comentaría con sus amigas.
A la mañana siguiente, cuando se plantó delante de la puerta, tuvo que respirar
hondo para tranquilizar sus nervios frente a lo desconocido. Estaba tan nerviosa que
apenas había podido dormir y había madrugado tanto que había llegado la primera. Pero
no pudo avisar a sus cuatro amigas ya que sus padres habían empezado con las
restricciones con el teléfono móvil. Solamente le permitían su uso una hora al día y
siempre “después de haber cumplido con tus obligaciones”, le dijo su padre la noche
anterior antes de darle el beso de buenas noches y pedirle que le devolviera el teléfono.
-Andi, tía, ¿cómo estás? Anoche ya vi las fotos que colgaste. Los pueblos son lo más.
Creo que tus abuelos te han dado de comer demasiado, ¿no?–Le dijo Pilar, una de sus
mejores amigas, cuando llegó a su altura y se fundieron en un sentido abrazo. Ella
siempre hacía bromas de ese tipo. Andrea estaba más que acostumbrada, era así con
todos.
En cuestión de minutos empezaron a llegar todas las demás. Abrazos, besos y
grititos de alegría por el reencuentro. Andrea se quedó en un segundo plano, en silencio.
Se alegraba tanto de verlas, de volver a juntarse, de vivir aquel momento con ellas.
Pero, seguía nerviosa. Le preocupaba que las separasen. Existía esa posibilidad y cada
vez que lo pensaba le temblaba todo el cuerpo. Llevaban desde los 6 años juntas,
inseparables. Incluso los padres de todas se habían hecho buenos amigos y eso
propiciaba también los encuentros fuera del horario escolar.
¿Seguirían tan unidas si las distribuían en diferentes aulas? Esa era la cuestión
que más le preocupaba.
-Hola, tesoro. ¿Cómo ha ido el primer día? –Le dijo su madre, Lana, con precaución al
ver su postura cabizbaja al subir al coche.
-Pues no muy bien, mamá. Es el peor día de mi vida. Nos han separado, mamá. O mejor
dicho: me han separado. –Le dijo Andrea mirándole directamente a la cara, con los ojos
anegados por las lágrimas que estaban a punto de derramarse y la angustia clavada en el
corazón.
A su madre se le encogió el alma verla tan afectada. En otras circunstancias
incluso se hubiera echado a reír, pero recordaba lo que se podía llegar a sufrir y la
magnitud con la que se tomaban este tipo de cosas con la edad de su hija.
-Mamá, estoy sola en clase. Pi y Olga en un aula y Sara y Lidia en otra. Y yo…sola. No
es justo, mamá. ¿Por qué nos han tenido que separar? –En ese momento Andrea ya
lloraba desconsolada.
Su madre decidió estacionar el coche, apagar el motor y girarse para mirar a su
hija, agarrarle ambas manos y presionarlas con cuidado para reconfortarla.
-Mira, tesoro. Sé que estás disgustada, que se han hecho realidad tus peores sospechas.
Pero, “dale la vuelta a la tortilla”. Piensa que, a pesar de estar separadas en diferentes
clases, podéis encontraros en los recreos, a mediodía y fuera del colegio, por supuesto.
Esto no significa que dejéis de ser amigas, solamente dejáis de ser compañeras este
curso. Quién sabe si el curso próximo volvéis a estar juntas. Además, con lo que os
gusta tener “amigos” en las redes sociales, ahora tendrás la oportunidad de conocer a
más gente con la que poder entablar una bonita y nueva amistad. Hija, no te cierres en
banda a las primeras de cambio. Eres una jovenzuela inteligente y sociable. No se te
hará muy difícil hacer nuevos amigos.
Andrea se quedó en silencio, sopesando las palabras de su madre.
Asimilándolas. “Mamá, tiene razón”, pensó. Sonrió al darse cuenta de las posibilidades
que se le abrían ante una clase con compañeros nuevos. Lo tenía decidido, al día
siguiente empezaría a forjar esas nuevas amistades. Seguro que aprendería mucho con
ellas.
-Mami, ¿puedo decirte una cosa? – Lana afirmó con la cabeza, con miedo a la reacción
de su hija pues confiaba en que la hubiera animado pero, con las hormonas a flor de
piel, no se podía asegurar nada. –No me llames “jovenzuela”, por favor. Pareces más
mayor.
Lana abrió los ojos por la sorpresa del comentario. Andrea no lo pudo resistir y
empezó a reírse a carcajadas. Le encantaba escuchar la risa de su hija. Desprendía tanta
alegría que se contagió y acabaron las dos llorando de la risa.
Después de aquella conversación, Andrea se propuso esforzarse por tener nuevos
amigos. Ahora que empezaba a compartir más tiempo con otros compañeros se dio
cuenta que valían la pena. Incluso llegó a pensar que todo ese tiempo en su círculo
cerrado formado por Pilar, Olga, Sara, Lidia y ella no había sido tan buena idea como
hasta hacía poco creía. Siempre habían pensado que todos los que estaban fuera de su
grupo era porque no tenían nada en común y por tanto sin afinidad. En cambio, averiguó
que podía compartir sus aficiones, sus horas de estudio y sus confidencias con otras
personas…y además le gustaba pasar ese tiempo con ellos.
Estaba tan equivocada. Andrea no se podía creer haber tenido tantos prejuicios
con el resto de compañeros pensando que no estarían a su altura. Pero aún estaba a
tiempo de enmendar su error.
Andrea deseaba que llegara el tiempo del recreo para ver a sus amigas de
siempre y poder compartir con ellas las anécdotas vividas en clase. Les hablaba de cada
uno de sus nuevos compañeros, les proponía hablar o quedar con ellos y ellas siempre
rechazaban de muy malas maneras “esa idea absurda de juntarse”, le dijo Olga en una
ocasión.
No entendía qué les pasaba. ¿Por qué reaccionaban así? ¿Por qué no les daba una
oportunidad? ¿Por qué no confiaban en su criterio? Andrea cada vez se encontraba más
a gusto con sus nuevos amigos y eso hizo que se alejara poco a poco de aquellas a las
que consideró (durante muchos años) sus amigas.
-O estás con nosotras o no lo estás. Tú decides, Andi. –Le dijo Sara tras las insistencias
de Andrea.
-¿Por qué sois tan radicales? No os costaría nada intentar conocerlos.
-¿Por qué te preocupa ahora? Mientras estabas con nosotras no te importaba que los
mantuviéramos apartados. –Espetó Lidia.
Andrea se quedó callada durante unos segundos. Necesitaba procesar ese último
comentario. No quería creer que ella fuera amiga de gente tan cruel.
-Lo dices como si fueran unos “apestados” y no lo son, Lidia. –Apretó los dientes y los
puños para intentar calmarse y no decir algo que luego más tarde se arrepentiría.
-Claro que lo son. Y quien se junta con un “apestado” se convierte en uno de ellos. Tú
decides, Andi.
No podía seguir escuchándolas. Se dio media vuelta y se largó de allí. Mientras
caminaba con el corazón acelerado por la rabia y la pena de darse cuenta de haber
formado parte de unas arpías, las oyó reírse a carcajadas. Ella no quería ser así…no era
así.
¿Y si tenían razón y yo era como ellas? ¿Hice daño a mis compañeros igual que
ellas me lo habían hecho a mí?
Aquellas ideas hicieron que empezara a dolerle la cabeza. Llegó a casa, cerró la
puerta de un portazo y fue directa a su habitación. No quería hablar con nadie, no quería
ver a nadie. No quería que sus padres fueran conscientes que era mala persona o, que al
menos, lo había sido cuando estaba con ellas. Se avergonzaba tanto de esa Andrea que
optó por el silencio. No diría nada, no quería que nadie se enterase.
Sus padres no le educaron para que fuera mala persona o irrespetuosa con los
demás. A partir de ese momento no volvería a comportarse de aquella manera. No podía
parar de repasar cada escena en la que hubiera podido participar inconscientemente.
Siempre pensó que eran tonterías, cosas de críos o comentarios sin importancia.
Definitivamente le iba a costar dormirse.
Cuando llegó al colegio al día siguiente con la intención de hacer como que nada
había pasado, entró en el baño. Se sorprendió al oír a sus antiguas amigas y dio un paso
atrás. No quería encontrárselas, no quería saber nada de ellas. Que hubiera decidido
mantenerse en silencio no significaba que volviera a participar de sus humillaciones. No
pudo seguir andando y apartarse de allí pues oyó otra voz. Era una de sus compañeras
de clase. Estaban metiéndose con ella, le insultaban, chillaban y amenazaban. Estaba tan
paralizada y le temblaban tanto las piernas que fue incapaz de reaccionar. De repente se
abrió la puerta y salieron de allí las cuatro. La miraron de arriba abajo con una sonrisa
sarcástica y la última en salir se acercó a ella, tanto que a Andrea le dieron arcadas al
respirar tanta maldad.
-Si hablas, serás tú la siguiente. –Le dijo susurrándole a la oreja.
Andrea no pudo decir nada. Solamente quería gritar, expulsar toda la vergüenza,
el miedo y la impotencia que llevaba dentro. Pero no pudo. Fue como si todos aquellos
sentimientos le hubieran cosido la boca para que no dijera nada. Cerró los ojos, respiró e
intentó calmarse. Cuando entró vio a su compañera sentada en el suelo, en un rincón.
Llorando. Aquella imagen fue superior a ella. Cuando su compañera fue consciente de
que alguien se le acercaba, levantó su cara de entre las rodillas. Andrea la miró a los
ojos llenos de lágrimas que caían por sus mejillas hasta llegar a su…a su boca cosilla.
Se levantó rápidamente y se miró en el espejo. También tenía la boca cosida. Intentaba
hablar y no podía. Ayudó a su amiga a salir del baño y cuando salieron al pasillo que
dirigía a las aulas, un mar de alumnos y profesores entraban en ese momento. Todos se
miraban de reojo, con pavor. No se lo podía creer, todos llevaban los labios cosidos.
Todos guardaban silencio. Andrea intentaba quitarse aquellos puntos para poder hablar.
Quería romper aquel estúpido pacto de silencio. Callarse no estaba bien. El silencio
hacía más fuerte a aquellos que abusaban y se aprovechaban de los más débiles.
-¡Mamá, mamá, mamá! –Gritó Andrea, desesperada.
Lena entró en la habitación preocupada por los gritos de su hija. Hacía años que
no la llamaba a mitad de la noche. Andrea se abrazó fuerte a su madre y no paró de
decirle:
-Puedo hablar, mamá. Puedo hablar. Ya no tengo los labios sellados. Puedo hablar.
Por un momento su madre pensó que se había vuelto loca, pero en un instante
entendió lo que ocurría.
-Tesoro, creo que es el momento que me cuentes lo que te preocupa. Hablar te ayudará a
liberar la culpabilidad y seguro que ayudará a alguien que lo necesita.
Hoy vencemos a los monstruos

Me llamo Edgar, tengo 10 años y quiero ser veterinario y dibujar cómics. Mi


tutora nos ha pedido, a mis compañeros y a mí, escribir una redacción para exponer en
clase. Como no sabía cómo empezar, he decidido hacerlo presentándome que es lo que
acabo de hacer.
Nací siendo mis padres muy mayores (diez años menos que ahora) y el parto se
complicó porque quise salir antes de tiempo. Incluso hubo peligro que naciera sin vida
pero los médicos consiguieron que, tanto mi mamá como yo, estuviéramos bien. Mi
mamá me ha explicado que, a consecuencia de aquello, yo entiendo las cosas de forma
distinta a cómo pueden hacerlo mis compañeros que tienen mi misma edad. Eso lo
entiendo. No me importa porque sigo vivo y los médicos me salvaron.
Siempre me cuentan que he sido un niño muy deseado y que no me cambiarían
por nada en el mundo (por eso me abrazan muy a menudo). Ni yo a ellos porque saben
cómo cuidarme cuando estoy triste o enfermo. Me preparan mi plato favorito que son
los macarrones con tomate frito y me llevan al parque a jugar con el balón. Papá
siempre me deja ganar. Yo me doy cuenta pero no le digo nada porque le hace mucha
ilusión que yo gane. Se pone muy contento, salta y chilla “¡Campeón!” muchas veces,
tal vez demasiadas (eso dice mami). La gente se queda mirando pero a mí no me
importa porque es mi padre y yo lo quiero con todos sus defectos y virtudes (esta
palabra me la ha dictado mi papá).
Siempre me dicen que no me ponga triste si percibo que algún profesor o
compañero me tiene que explicar varias veces la lección ya que no pasa nada si no
entiendo algo o lo olvido rápidamente. Por esa razón siempre llevo una libreta conmigo
para apuntármelo todo, llegar a casa y leer lo que he escrito...aunque la mayoría de
veces la utilizo para dibujar. Soy mejor contador de historias a través de los cómics que
con mi discurso oral.
Mis papás son muy pacientes conmigo (pacientes de “paciencia”, no de
“enfermos”). Son pacientes conmigo porque me quieren.
Siempre estoy con ellos cuando no estoy en clase porque no tengo muchos
amigos. Yo creía que sí los tenía ya que en clase nos lo pasábamos muy bien, nos
reíamos mucho y siempre venían a buscarme en los recreos para que les contara o
hiciera cualquier cosa que ellos querían. Incluso me invitaban a las fiestas de
cumpleaños…ya no.
Ya me explicó mi mamá que eso no era exactamente tener amigos. Tenía que
separar quién realmente se interesaba por mí y quién se burlaba de mí. Pero yo no sé
diferenciarlo, no sé hacerlo. Mi papá dice que siempre veo el bien en las personas y no
siempre es bueno. Tiene razón…pero poco a poco aprendo a ver a los monstruos que
luego dibujo . Son aquellos que son malos con los compañeros, que se burlan, que
insultan y que pegan. A mí no me importa que me lo hagan, soy fuerte como un
superhéroe y puedo resistirlo, pero no me gusta que lo hagan a mis compañeros…
Mamá se pone triste cuando le cuento lo que algunos de ellos (me) hacen y
siempre me aconseja que lo cuente, que no me esconda, que proteja a aquellos
compañeros más débiles y que lo hable con mi profesora. Creo que esta redacción
servirá porque quiero que mis compañeros vuelvan a contar conmigo, que vuelvan a
invitarme a sus cumpleaños y no se avergüencen de mí.
Mi papá dice que puedo contar cómo me siento cuando soy consciente que
alguno de vosotros me desprecia o se burla. Así que voy a hacerlo. Es peor que
cualquier puñetazo. Bien cierto es que tardo en ser consciente de todo eso, pero cuando
me doy cuenta noto una punzada en el corazón que conecta directamente con el agua de
mis ojos y me hace derramarla. Me quedo paralizado unos instantes intentando entender
el por qué, si yo me porto bien y quiero ser amigo de todos mis compañeros. Soy buena
persona y “con un corazón enorme”, o eso me dicen mis papás (aunque yo creo que
todos tenemos el mismo tamaño de corazón, el problema es que no lo usan…como el
cerebro). Paso unos días triste aunque mis papás siempre buscan la manera de hacerme
sonreír, pero no siempre lo consiguen. Luego se me olvida lo que me hicieron y vuelvo
a confiar.
-Señorita, siento haberle hecho daño. –Paró Edgar de leer al darse cuenta que su
profesora estaba triste.
-¿Por qué dices eso, Edgar? –Le preguntó la profesora ante tal disculpa.
-Porque está llorando y siento ser yo el culpable.
-No, cariño, no tienes culpa de nada. Son lágrimas de emoción. Leyendo esta redacción
has conseguido contarnos y hacernos partícipes de cómo te sientes. Nunca te habías
abierto tanto como hasta ahora.
Edgar la miró extrañado por tal observación. Él no se “abría” literalmente.
“Deben ser de esas palabras que dice mami que tienen doble sentido”, pensó.
-Sí, mamá dice que ha sido un buen ejercicio.
Su profesora no pudo evitar sonreír ante la ternura de aquel muchacho. Se
levantó de su mesa y se dirigió a toda la clase.
-¿Quién verifica que todo lo que ha contado Edgar sobre las burlas es cierto?
Sus alumnos llevaban en silencio, pensativos, desde el momento que Edgar
empezó a leer. Durante unos segundos nadie reaccionó. En aquella clase estaban
presentes un par de aquellos compañeros que le hacían la vida imposible para pasar un
buen rato, bromas de mal gusto, juegos para hacer daño…siempre con una finalidad:
reírse de Edgar. El resto de alumnos no se atrevían a decir nada delante de ellos ya que
podían ser el blanco futuro de sus burlas.
La profesora los iba mirando uno a uno, casi suplicando que alguien hablara. En
el momento que ella abrió la boca para dejar el tema de manera pública, una de sus
alumnas levantó la mano.
-Señorita, verifico todo lo que Edgar ha leído e incluso más cosas que él no sabe.
Siempre son los mismos compañeros los que le provocan y lo buscan, pero yo me siento
parte culpable ya que reconozco que en alguna ocasión me he reído con sus bromas y he
callado permitiendo que siguieran haciéndolo. Pero no quiero que Edgar se sienta así…
Sin dejar que aquella niña terminara, otro alumno levantó la mano y otro y otro.
En pocos minutos prácticamente toda la clase había levantado la mano.
-Estoy muy orgullosa de vosotros. Sois muy valientes al querer cazar a los monstruos.
Nunca tenéis que tener miedo porque siempre hay alguien que sufre con vuestro
silencio.
La misma alumna que se atrevió a participar primero, se levantó y abrazó a
Edgar. Él se quedó paralizado, con los brazos abiertos y temblando. Ninguna chica le
había abrazado nunca. Las únicas eran familiares o también su profesora. Era una
sensación agradable, le cargaba de energía. Cuando reaccionó y devolvió el abrazo, el
resto de alumnos se fue levantando de sus pupitres para sumarse al abrazo colectivo.
El único que se quedó sentado era aquel niño que no paraba de molestarlo. Nadie
fue consciente de aquello, concentrados en el abrazo de equipo. De repente se
sobresaltaron ante el estruendo que produjo aquel niño al levantarse y arrastrar el
pupitre hacia delante. La clase se quedó paralizada, rompiendo el abrazo, en alerta,
esperando su reacción. Una vez de pie, apoyó en la mesa los brazos tensos teniendo los
nudillos en blanco por la fuerza con la que agarraba la mesa. Con la cabeza agachada no
podían verle la cara. Debía estar muy enfadado con la clase. Todos se pusieron en
tensión por cuál seria su siguiente movimiento. Hasta la tutora tuvo que separarse del
grupo y llamarle la atención. Él avanzó hasta ellos con las manos apretadas en puños y
la mandíbula apretada. Se paró antes de llegar al grupo.
-Edgar.
-¿Sí? –Dio un paso hacia delante, separándose de sus compañeros.
Automáticamente, todos los alumnos se pusieron a ambos lados, demostrando su
apoyo a Edgar. Si se metía con él, lo haría con todos ellos.
Su profesora se mantenía junto a ellos pero en un segundo plano. Quería que
resolvieran entre ellos aquel conflicto. Sabía que aquel niño no le haría nada, confiaba
que aquella redacción también le hubiera descongelado el corazón.
-Edgar, perdóname. No pensé que te hiciera sentir tan mal. Solamente eran bromas. –
Dijo sin poder mirarlo a la cara, avergonzado por todas las escenas que recordaba
siendo Edgar el receptor.
-Mi mamá dice que quien es valiente para pedir perdón, se merece ser perdonado. –Le
contestó Edgar seguro de lo que decía. Por fin había vencido a los monstruos y tenía un
final para su cómic.
Por los pelos

Raúl llevaba unos días cabizbajo, serio y apenado. Volvía del colegio
arrastrando los pies, como si llevara el peso del mundo a su espalda. ¿Cómo podía un
hombrecito de siete años sentirse de aquella manera? Si aún no había vivido lo
suficiente como para que la vida le hubiera defraudado (o sí).
Su mirada triste, perdida y su sonrisa forzada cada vez que su padre intentaba
animarlo sin éxito, eran las muecas habituales en los últimos meses.
Nunca hubiera pensado que su decisión le crearía problemas en el colegio, con
sus compañeros a los que había creído siempre sus amigos. Y que ahora, con su actitud,
dudaba si alguna vez lo habían llegado a ser realmente.
¿Por qué no le apoyaban sin más? Era una decisión que él había tomado y la
debían de respetar…o eso creíR
Preocupar más a su padre era lo último que quería Raúl, por eso se mantenía en
silencio y lo evitaba para que no se diera cuenta que algo más pasaba. Estudiar para los
exámenes le serviría para camuflar esa ausencia premeditada y que Antonio no
sospechara que algo iba mal. Aunque Raúl tenía claro que no cambiaría de idea por
muchos disgustos que se llevara al tomarla.
-¿Estás seguro, hijo? –Le preguntó su padre cuando le contó su decisión. –Mira que no
todo el mundo pensará igual que tú o no entenderán tus razones. Tienes que estar
preparado para las críticas y las burlas que pueda originar. Cada persona somos de una
manera y, aunque yo siempre te he explicado que el respeto es la clave para una buena
convivencia y que nos lleva hasta la paz, no todos los niños han sido educados de esa
manera. Les asusta todo aquello que sea diferente a lo preestablecido como normal y su
manera de combatir el miedo, es a través del rechazo, las burlas y el odio en todas sus
representaciones.
Raúl estaba realmente convencido y nada ni nadie le haría cambiar de opinión.
Sabía que no sería fácil que lo aceptaran, pero debía hacerlo. Se sentía con la necesidad
de dar un paso hacia adelante.
Cuando Raúl y Antonio, su padre, cuatro meses atrás empezaron las vacaciones
de verano nunca imaginaron qué se encontrarían ante aquella situación.
Hacía días que Raúl estaba nervioso, excitado por la llegada de las vacaciones en
el pueblo, poder estar con sus abuelos y con sus amigos, sobretodo con su amigo Pedro.
A Antonio le sorprendía aquella relación tan íntima viéndose de verano en verano. El
resto del año vivía cada uno en una punta del país. “Amigos incondicionales” les
gustaba llamarlos.
-Raúl, por favor, termina de hacerte la maleta. Mañana madrugaremos mucho como
para que tengas ganas de entretenerte ultimándola. –Le decía su padre viendo las idas y
venidas de su hijo sin terminar de prepararlo todo.
-Sí, papi, no te preocupes. Lo tengo todo controlado. Llevo la suficiente ropa interior
para que la abuela no me riña. –Le dijo tumbándose en un rincón de la cama de su padre
que quedaba libre de todos los enseres que Antonio se disponía a guardar en su maleta.
–Papi, ¿seguro que Pedro también viene al pueblo mañana? Tengo muchas ganas de
verlo. Casi me da un infarto cuando me dijiste que igual no podía ir al caer su mami
muy malita. –Le confesó a su padre llevándose la mano al corazón.
Antonio solamente podía acabar riendo clandestinamente al ver la dramatización
de su hijo. Le encantaba todas aquellas representaciones que Raúl le ofrecía por
cualquier situación.
Si era sincero, en alguna ocasión sospechó que aquella amistad podría ir más allá
y que a Raúl le gustase realmente Pedro como algo más que amigos. Era aún muy
pequeño pero nunca se sabía en estos temas del amor. Un día no pudo más y le preguntó
abiertamente pues siempre había reinado la sinceridad entre ellos (vínculo que se formó,
aún más si cabe, al desaparecer de sus vidas la madre de Raúl).
-Tesoro, papi quiere preguntarte una cosa…digamos, delicada. ¿Te gusta Pedro? –Se
atrevió a decir Antonio después de tantas dudas.
-Claro, papi, ¿cómo no me va a gustar si es mi mejor amigo? ¡Qué cosas tienes! –Le
explicó con toda su inocencia sin entender lo que realmente quería saber su padre.
-Si te gustara Pedro, digamos de una forma romántica como en las películas en las que
dos personas de besan, ¿qué pasaría? ¿Piensas que papi se enfadaría? –Indagó Antonio.
-¿Por qué te ibas a enfadar si dos personas se gustan? Estás un poco raro, papi, ¿no
crees?
-Cierto, ¿por qué se iba a enfadar papi? Quiero que sepas que si algún día tienes
cualquier duda al respecto, puedes consultarme y contarme todo aquello que te
preocupe. ¿De acuerdo?
Verlo allí tirado en la cama emocionado por la partida del día siguiente le hizo
pensar en la amistad, en el significado amplio de la palabra. La lealtad que se
profesaban aquellos dos “pequeñajos” a pesar de la distancia y la ausencia podría servir
como muestra para muchos adultos.
Raúl sabía que la madre de Pedro estaba enferma y que se había sometido a una
operación hacía unos meses, por eso la duda de si iban a poder pasar el verano juntos o
no. Lo que no se imaginó fue la gravedad de aquella situación. La tristeza que encontró
en los ojos de su amigo Pedro le inundó el alma. Después de una semana en el pueblo,
Raúl apenas había visto a su amigo y cuando se encontraban, no era el mismo. Entendía
perfectamente aquella situación. No podía recriminarle nada a su amigo. Era su madre y
debía estar con ella. Pero no podía soportar verle tan apenado, destrozado. ¿Qué podía
hacer para poder ayudar a su amigo?
-Si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma. –Le dijo su abuela al
contarle lo que le entristecía.
Aquella misma tarde Raúl acudió a casa de su amigo ofreciéndole a Pedro y a
sus padres la ayuda que necesitaran. “Raúl es un buen muchacho”, se dijeron los padres.
Los dos niños ayudaban en las tareas de la casa, iban a la compra, pasaban ratos
agradables leyendo todos juntos y, cuando se unía Antonio, jugaban a las cartas en
familia.
Volvieron las risas a aquella casa que se estaba hundiendo ante la enfermedad.
Una tarde, mientras jugaban en la terraza de casa de Pedro, Raúl se dirigía a la
cocina a por un vaso de agua cuando un movimiento en el baño le distrajo de su
propósito. Se paró ante la puerta medio abierta. Sabía que estaba mal espiar pero se
preocupó por la mamá de su amigo pues no sabía si se encontraba bien. Ella se miraba
al espejo e intentaba respirar hondo. Estaba pálida y sus ojos bañados en lágrimas. Justo
cuando Raúl iba a abrir la puerta y preguntarle si se encontraba bien, ella colocó su
mano en el borde del pañuelo que llevaba en la cabeza y se lo quitó.
Raúl se quedó paralizado ante aquella visión. No sabía cómo reaccionar. Le
había visto siempre con aquel pañuelo en la cabeza pero nunca imaginó que fuera
porque no tuviese pelo y le impactó verla sin él. Estaba enferma pero no sabía con
exactitud qué le pasaba. Sinceramente nunca le preocupó, simplemente se veía con la
necesidad de ayudar y pasar el mayor tiempo posible con ellos.
“¿Qué hacía aquella lágrima allí?”, pensó al notar como recorría su mejilla. En
ese instante la madre de Pedro se dio cuenta que Raúl estaba observándola, asustado.
-Raúl, cariño, lo siento. No te angusties, no pasa nada. Es que cuando lo llevo durante
mucho tiempo me molesta. Es como si mi cabeza necesitara respirar. De verdad, no
pasa nada. –Intentaba apaciguarlo, abrazándolo y susurrándole al oído para
tranquilizarlo. Entendía que fuera impactante verla así. A ella misma se lo parecía.
-Papi, hoy he visto a la mami de Pedro en el baño. Antes de que digas nada, no estaba
espiándola. Me preocupé por si se encontraba mal y vi…vi cómo se quitaba el pañuelo
de la cabeza. –Le dijo agachando la cabeza.
-Raúl, no pasa nada. Es normal que quisieras comprobar que todo iba bien. Nunca te he
explicado el tipo de enfermedad de Irene, ni el tratamiento que necesita para curarse.
-Papi, estaba triste, muy triste. Sus ojos me lo dijeron. Creo que el estar calva la pone
más triste. Le recuerda que está enferma.
-Sí, desgraciadamente el tratamiento que necesita para salvarse hace que se le caiga el
pelo. Es un sacrificio que tiene que hacer para recuperarse. Y lo hará, ya verás. Siento
que la vieras así y que te preocupara.
Aquella imagen no se le borraría nunca. No por verla sin pelo. Ya estaba
acostumbrado a ver a su padre calvo. Si no por lo que le hacía a sus ojos, a su corazón.
Nunca había visto tanta tristeza concentrada en aquel espejo. Seguramente no estaba así
solamente por no tener pelo, pero, aquello no mejoraba su ánimo.
Era la mamá de Pedro, él la quería y por tanto Raúl también. Tanto como para
intentar cambiar aquella situación. Él haría que se sintiera mejor.
-Papi, tengo que contarte algo. –Le dijo cuando ya no pudo disimular más.
Llevaba meses soportando burlas, desprecios y bromas. Él siempre hacía caso
omiso a todos aquellos comentarios pues su padre le enseñó a que todo aquello no le
debía importar ni afectar si él estaba seguro de sí mismo. Pero, después de cuatro meses,
ese día ocurrió algo que le hizo explotar.
-Claro, hijo, dime.
-Hoy he ido a hablar con el director del colegio. Mejor dicho, me ha llamado él al
despacho. No entendía bien por qué y estaba un poco nervioso.
-Bueno, que te llame al despacho no tiene por qué ser por algo malo. ¿Y qué quería
decirte? –Le preguntó ante la sospecha que algo pasaba.
-Yo pensé igual, pero salí de allí opinando que era yo el que había cometido alguna
infracción y creo que no es justo. No te enfades, papi, pero llevo meses recibiendo
burlas y comentarios fuera de lugar por parte de algunos de mis compañeros. ¡No te lo
vas a creer, por llevar el pelo largo! Me llaman “chica”, “nenaza” o “homosexual”. A mí
me da igual porque, aunque ellos lo dicen como si fueran insultos, para mí no lo son. No
pasa nada por ser una chica o un homosexual. Siempre me has enseñado a saber recibir
este tipo de comentarios pero no me esperaba que el director me pidiera que me cortara
el pelo “porque los chicos no llevan el pelo largo”. “¿Y por qué no?”, le he preguntado.
Al parecer ha recibido “quejas” de otros padres por mi aspecto.
-¿Le has podido explicar la razón de tu decisión? –Le preguntó Antonio cogiéndole de
la mano y sabiendo cuál iba a ser la respuesta. Conocía bien a su hijo.
-Claro que no porque debería servir simplemente lo que yo he decidido y que tú has
estado de acuerdo. Deberían respetarme cualquiera que fuera el motivo. ¿Y si quiero ser
una chica? ¿O si soy homosexual? No pasa nada, ¿verdad, papi? –Le preguntaba al
borde de las lágrimas.
-Siento decirte que para muchos no tiene importancia y piensan que todos somos
iguales. Pero para otros, las personas diferentes las sienten como una amenaza. Este tipo
de gente necesita una explicación y creo que tu decisión te honra y no deberías
guardártela para ti ya que servirías de ejemplo para otros muchos.
Al día siguiente, después de darle muchas vueltas, Raúl pidió a su padre que le
acompañara al colegio. Quería hablar con el director, contarle por qué tomo la decisión
de dejarse el pelo largo y que él pudiera contárselo a todas aquellas familias que lo
juzgaron por su apariencia, sin saber.
-Sr. Fernández, ayer no quise contarle los motivos reales porque pensé que no era
necesario. Pero mi papá me ha explicado que hay gente que necesita entender todas las
situaciones. Yo tomé esta decisión porque mi otra familia, la que no es de sangre, estaba
sufriendo. Ellos viven lejos de nosotros pero no por ello dejamos de quererlos. La mamá
de mi hermano Pedro enfermó gravemente el invierno pasado. La operaron y le
sometieron a un tratamiento tan agresivo que perdió el cabello. Yo no lo supe hasta que
no la vi quitarse el pañuelo que siempre llevaba puesto. Mi papá dice que es el precio
que debe pagar para recuperarse. Era el proceso que debía pasar para curarse. Porque sé
que se curará. Estoy seguro. Pero, esos ojos tan tristes me rompieron el alma. Ella no
tenía elección, pero yo sí podía elegir. Debía hacer algo al respecto. Podía tomar la
decisión de dejarme el pelo largo para luego cortarlo y donarlo. Sé que ella no recibirá
la peluca con mi pelo porque ella ya está terminando el proceso, pero…hay más mamás,
hijas, hermanas, papás, hijos, o hermanos que están y estarán en esa misma situación.
Yo tenía elección y elegí participar. –Soltó de golpe Raúl ante la sorpresa de su padre y
del director.
-Raúl, hijo.
-Sí, papi.
-Te he dicho que me encanta que seas diferente porque la diferencia te hace único.

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