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JOSÉ MEDINA ECHEVARRÍA.

LA SOCIOLOGÍA COMO CIENCIA SOCIAL CONCRETA.


© Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid, 1980. Edición coordinada por Jorge
Graciarena.

PRÓLOGO

Quien se adentra en la lectura de las páginas de este texto inédito que


presentamos podría formarse la impresión de tener ante sí unas notas de clase que
fueron levemente corregidas y acondicionadas para su publicación. Nada más
erróneo. Ellas son el futuro de una larga experiencia docente en universidades
hispanoamericanas de México, Colombia y Puerto Rico, en las que José Medina
Echavarría enseñó entre los años 1939 y 1952. Frutos de la enseñanza de la
sociología tanto como de otras reflexiones convergentes fueron elaboradas en uno de
los momentos más creativos de su vida intelectual. En efecto, en este largo periodo
de gestación * nuestro autor realizó una contribución ejemplar a la renovación de la
sociología latinoamericana convirtiéndose rápidamente en una de sus figuras
señeras. Este es precisamente el momento en que florece el empeño de superación
del ensayismo tradicional, procurándose la fundamentación de la sociología como
una ciencia estricta. Su libro «Sociología: Teoría y Técnica», terminado en 1940, será
una de las piedras sillares de este esfuerzo fundacional, que tanta influencia tendría
en el desarrollo posterior de la sociología latinoamericana. De esos años son una
cantidad de ensayos reunidos posteriormente en varios libros («Responsabilidad de
la Inteligencia», 1934; «Presentaciones y Planteos. Papeles de Sociología», 1953), que
versan sobre la «ciencia social», la «ciencia del hombre» y la sociología y en que el
propósito —a la vez sistemático y Pedagógico, como podrá advertirse claramente en
los dos ensayos incluidos en el Apéndice—, constituye un considerable esfuerzo
para deslindar los objetos de conocimiento de la sociología científica de los propios
de las otras disciplinas sociales.

En este marco de preocupaciones intelectuales se fue gestando este texto,


acaso el más comprensivo y sistemático de todos cuantos Medina escribiera sobre
sociología en esos años. Dicho sea esto aunque se trate de una obra inconclusa
pero no ciertamente inarticulada. En efecto, del plan original no falta nada esencial.
Sólo quedaron sin desarrollar algunos aspectos parciales que han sido acotados en
el texto con los subtítulos que el propio Medina intercalara expresamente. Se han
conservado como estaban en el manuscrito para señalar al lector el sentido en que
habría continuado la explicación del punto que estaba siendo tratado.

Dotado de una notable formación intelectual nutrida continuamente con


incansables meditaciones y lecturas, Medina exploró los problemas de la vida social
desde la perspectiva del sociólogo pero sin olvidar nunca la gravitación de la filosofía
y de la historia en el conocimiento de lo humano social.

Expuesto con un notable rigor discursivo, donde se combinan la profundidad


del análisis con la elegancia del estilo, Medina nos ha dejado un libro memorable
como su último legado intelectual.

*
El lector podrá preguntarse por qué este libro no fue publicado antes. La
respuesta es compleja y ciertamente no pudría ser completa. Medina lo conservó
con reserva, aun para sus allegados y amigos más próximos. Acaso pensaba
revisarlo y completarlo con calma dejándolo como una obra de reflexión madura que
condensara su concepción de la sociología incorporándole el fruto de sus
meditaciones y escritos de sus largos años cepalinos (1952-1977). No fue posible, y
ya seriamente enfermo, lo dejó para su publicación póstuma.

Se ha considerado necesario agregar al manuscrito original un apéndice con


dos capítulos previamente publicados. * Ambos se relacionan estrechamente,
aunque de modo diverso con la temática principal del libro y contribuyen a cerrar
simétricamente el conjunto formado por éste. Cabe agregar que fueron escritos
contemporáneamente y para servir finalidades principalmente pedagógicas. El
primero contiene una rigurosa fundamentación de la concepción de la sociología
que adoptó para el texto, mientras que el segundo es una exposición en que
presenta un programa propedéutico de ciencias sociales y humanas, que relaciona
con un marco histórico apropiado para hacer de la sociología una «ciencía social
concreta», como el mismo Medina lo proponía en el capítulo anterior.

También se ha incluido para la ilustración del lector una breve nota biográfica
del autor con una bibliografía que contiene sus obras fundamentales.

JORGE GRACIARENA

*
I

LA TEORÍA SOCIAL

A. LA SOCIOLOGÍA Y SU EQUIVOCO

Entendemos por teoría social, el conjunto sistemático de conceptos que nos


son necesarios para entender la sociedad, es decir toda sociedad o una sociedad
histórica particular en sus aspectos generales. Los conceptos que se articulan en
la teoría social corresponden a ciertos fenómenos de repetición, o sea a
determinados hechos que se ofrecen de una manera relativamente constante allí
donde tengamos una sociedad humana. Valen por consiguiente para toda
sociedad concreta, cualquiera que sean además sus peculiares características.
Son, por tanto, conceptos que debemos poseer de modo previo a todo estudio
social particularizado.

B. TEORÍA Y CIENCIA

Ahora bien, antes de entrar en materia se nos imponen unas breves


consideraciones —así pura referencia o alusión— en torno a lo que es la teoría en
general y a cómo es posible la teoría social en particular; No podemos extendernos
sobre este punto con ser sobremanera importante. Pues pertenece a un campo de
investigación, el de la metodología y lógica de las ciencias, que por su dificultad y
abstracción es inabordable en estos momentos. Basten unas indicaciones.

La palabra teoría no les es desde luego extraña y es de uso corriente en la


vida cotidiana de cada cual, aunque no siempre se la emplea en su estricto
sentido. Ocurre así a menudo que frente a este o al otro acontecimiento suele
oírse esta enfática declaración: sobre esto tengo mi propia teoría. ¿Qué es lo que
se quiere decir en este caso? Simplemente el hecho de que con respecto al
mencionado acontecimiento se tiene una interpretación, una explicación de su
porqué y desarrollo. Pero no sólo eso, sino que se apunta a la posibilidad de que
esa explicación valga para casos análogos. Se trata así de una interpretación que
pretende ser generalizable o puede pretenderlo. Este sentido del uso cotidiano de
la palabra teoría no es ajeno del todo al más riguroso que ahora buscamos, pero
es todavía tosco e insuficiente.

La palabra teoría es griega y significa visión. Teorizar equivale en este sentido


a ver, contemplar. La explicación está en el carácter plástico, estético del heleno;
el mundo para él era un cosmos ordenado de formas, para entenderlo no había
sino que aprender a ver, a contemplar esas formas. Ya que las mismas
constituían lo permanente en el cambio de las apariencias. La capacidad teórica
residía en la agudeza de visión. Esta concepción vitalmente estética de la teoría
como visión y contemplación gravita sobre todo el pensamiento griego y llega a
través de él hasta nosotros. Pero no es propiamente la nuestra. El hombre
moderno tiene otra concepción menos plástica y estética de la teoría por obra de
la ciencia por él construida. Entra en ella al lado de la abstracción un elemento de
manipulación: adquiere un valor instrumental. Ya no se pretende contemplar
formas o ideas permanentes, sino apresar intelectualmente aquellas notas de lo
real que sean suficientes —ni menos ni más— para encontrar una explicación del
problema estudiado. El modelo lo dio la ciencia física. Esta concepción tiene de
común con la vulgar antes aludida la pretensión explicativa, pero es algo más.

¿En qué consiste este algo? En el sistema, como veremos. Una teoría es en
sistema de conceptos, es decir, un cuerpo de conceptos lógicamente integrados
acerca de lo que es nuestra experiencia de un determinado fragmento de la
realidad. No se trata de una mera descripción, ni tampoco de un conjunto o
simple repertorio de conceptos, sino de conceptos relacionados entre si en cierta
forma. Conviene, pues, insistir un poco —un poco más— sobre lo que son los
conceptos y el sistema.

Podemos decir por ahora que el concepto es la abreviatura de algo real. Con
ello se indica que trata de describir cosas dadas en la realidad, pero en forma
abreviada, sucinta. No reproduce o copia exactamente la realidad, sino que elige
de ella ciertas notas. Esta descripción selectiva, abreviada es lo que en términos
técnicos se llama abstracción. Por medio de los conceptos abstraemos de la
realidad, de las cosas que se nos dan en ella, ciertas notas o características que
son las más importantes y decisivas. Notas que por eso se llaman esenciales,
definitorias. Claro es que hay diferencias según los tipos de conceptos de que se
trate y a tenor de los fines de conocimiento que persigamos. Y aquí, sin duda, se
plantean delicadas cuestiones filosóficas a que ni siquiera podemos aludir.

Lo que nos importa ahora es tener una idea del porqué de esa naturaleza
abstractiva, selectiva del concepto. Decimos que el concepto jamás reproduce o
copia exactamente la realidad, que nunca puede ser una fotografía de ella. ¿Por
qué? Porque la realidad, su trozo más pequeño, es de una riqueza inagotable. Lo
que en cualquier momento se nos ofrece tiene siempre una multiplicidad
indefinida de notas; cuando tratamos de examinarlas de cerca nos parecen
inabarcables. Así, este atril en que me apoyo. ¿Cómo abarcar todas sus notas de
color, de dureza, de forma, etcétera? Y, sin embargo, digo atril y todos me
entienden. Pues no nos importa este artefacto en todas sus peculiaridades, en la
plenitud de sus singularidades que nos obligaría a una penosa descripción, sino
reconocerlo como ejemplar de una cosa que sirve para ciertos fines y tiene una
forma definida. Es decir, nos basta y nos sobra con el concepto de atril y podemos
prescindir de todo lo que éste contiene en el momento actual. Y lo mismo con el
árbol, la casa, el libro o aun con el amigo Pedro o el amigo Juan, pues aunque los
creemos bien conocidos nunca los tenemos presentes con la totalidad de sus
rasgos. Ahora bien, como el personaje de Molière, todos hacemos prosa sin
saberlo. Es decir, todos estamos viviendo en cada instante lo dicho acerca del
concepto en la medida en que hacemos uso de un lenguaje. Todo idioma
representa un gran acopio de conceptos, cristalizados de manera diversa en sus
términos y vocablos y no sin orden ni concierto, sino trabados por un sistema, el
de su gramática. Por eso todo lenguaje es ya una ordenación de la realidad, una
«preciencia» y participamos de ese saber por el simple hecho de manejarlo. Y como
no todas las cosas del contorno nos interesan de igual manera y como a cada una
hay que acercarse de modo distinto, según sea su naturaleza y según lo que nos
importe conocer de ella, el juego de lo que se encuentra en la circunstancia con lo
que de la misma interesa al hombre dicta en cada caso el repertorio de conceptos
y en consecuencia de palabras. Por eso a nosotros nos basta la palabra camello
para saber de un animal que quizá veamos entristecido en algún zoológico, pero
en cambio los árabes del desierto que tanto necesitan de él poseen abundantes
palabras —conceptos— para captarlo en la multitud de sus posturas, formas,
características y usos.

Volvamos ahora al otro elemento de estas rápidas consideraciones: el


sistema. Decíamos que la teoría no es un simple conjunto de conceptos, sino un
conjunto sistemático. Con la palabra sistema se indica coherencia, articulación
lógica. Esto significa que los conceptos que lo componen se encuentran
relacionados entre sí, no sólo sin contradicciones, sino como exigiéndose y
necesitándose unos a otros. Cada uno de ellos gravita sobre los demás y sobre el
todo de que es componente; o dicho al contrario, el pleno significado de cada uno
de ellos sólo se ofrece si tenemos en cuenta el significado de cada uno de los otros
y el de la totalidad de que forman parte. Este apoyo y fundamentación recíproca
de unos cuantos conceptos es lo que constituye el sistema. Pues bien, en este
punto el ideal de la ciencia es el de la sencillez, lo que se llama técnicamente la
economía del pensamiento. Obtener los máximos resultados con los mínimos
elementos posibles. De aquí el pequeño número de conceptos, de categorías, en
las teorías de las ciencias más maduras. De aquí también la impresión formal de
elegancia de algunas de estas teorías.

Ahora bien, concedido el valor de verdad de una teoría —o mientras así se


cree—, ¿cuál es su función en las tareas de la ciencia? La de constituir un
instrumento riguroso de descripción y análisis, que dirige la observación y sugiere
y estimula la exploración continuada de la realidad. Las nuevas investigaciones
no se emprenden a ciegas o al azar sino orientadas y encuadradas por la teoría de
que se parte. Sin una teoría que sirva de guía, la llamada investigación concreta
constituye las más de las veces un dispendio inútil de energías. La significación
de la teoría se nos muestra adecuadamente por el hecho de que todas las ciencias
más maduras, más logradas y perfectas, se traducen en una teoría. Mejor dicho,
son una teoría. La teoría se confunde con el saber científico propiamente dicho.

Advirtamos de nuevo que la teoría no es, sin embargo, la realidad. Semejante


equivoco o malentendido constituye lo que el filósofo Whitehead llama la falacia de
la «concreción fuera de lugar». La distancia entre la teoría y la realidad, distinta
para cada ciencia, depende de ciertas condiciones de probabilidad, de que no
puedo ocuparme. Pero el sentido general de nuestra advertencia se comprende sin
dificultad si recordamos que la ciencia es siempre una abstracción —un recorte
en un fragmento de lo real— hecha además desde determinado punto de vista o
perspectiva.

C. LA TEORÍA EN LA CIENCIA SOCIAL

¿Qué ocurre con las llamadas disciplinas sociales en relación con todo lo
dicho? Hay por lo pronto una respuesta previa y en extremo clara. Y es que si las
disciplinas sociales —Sociología, Economía, Política, etc.— pretenden merecer el
nombre de ciencias han de probarlo por su capacidad teórica. La ciencia social en
general o las ciencias sociales en particular, han de ofrecer también una teoría, es
decir, un cuerpo sistemático de conceptos sobre la realidad social o un sector
determinado de ella. Necesitan presentar una teoría que sirva como guía de la
investigación. Suceden, sin embargo, dos cosas. Por un lado, el hecho de la
pobreza teórica en la ciencia social. Por otro, el hecho de la renuncia por parte de
algunos de sus cultivadores a toda teoría, a toda pretensión teórica. Nos interesa,
por el momento, esta segunda cuestión. Durante estas últimas décadas se ha
manifestado por todas partes —pero muy en especial en los Estados Unidos— una
tendencia entre los investigadores de ciencia social a prescindir de la teoría y a
atenerse a lo que ellos llaman los hechos, al descubrimiento de hechos en
situaciones problemáticas muy limitadas. Importaba según estos señores
amontonar el mayor número posible de conocimientos de hechos, sin preocuparse
de una teoría que en todo caso sería el resultado final de estas investigaciones. Lo
que había que desarrollar era, por el momento, técnicas adecuadas de
investigación. Este movimiento significa una reacción que parece en principio
justificable. El siglo XIX había dejado una herencia de numerosas teorías que no
parecían comprobarse. Eran, por otra parte, demasiado ambiciosas o en extremo
unilaterales. Abarcaban con excesivo gesto totalizador todos los aspectos de la
vida real o histórica o se ceñían a perseguir con monotonía la supuesta fuerza
causal de un solo y determinado factor. Nuevas generaciones educadas con mayor
rigor en los métodos científicos, los de la ciencia natural sobre todo, empezaron a
ver esas teorías con disgusto y desdén; todas esas generalizaciones tan
ambiciosas perdieron de repente su prestigio. Pero en vez de atenerse a un
examen crítico de la situación, a una criba rigurosa de toda esa herencia teórica,
escaparon de ella en realidad y en forma demasiado fácil para ser acertada. No
más teorías, hechos y nada más que hechos; técnicas y nada más que técnicas.
Estadística, por ejemplo, y sólo estadística. En todo esto había una reacción
exagerada y no poco de ingenuidad metodológica y filosófica, porque también
hacían su filosofía sin quererlo. Por lo pronto olvidaban algo que ya parecía
definitivamente ganado, a saber, que un catálogo por rico que sea no es una
ciencia. Y que los llamados hechos no existen como tales, son el resultado de
determinadas cuestiones o preguntas que hacemos a la realidad, apoyados a su
vez en ciertos supuestos. Son el producto, en una palabra, de los modos de
encararnos con las cosas. Por eso, lo que se daba propiamente con todos estos
«ascetas de los hechos» es que teorizaban sin darse cuenta. Y que por ser su teoría
implícita, o no declarada, era de caracteres toscos y rudimentarios.
Un elemento perturbador, causa en parte de todas estas desilusiones y
vaivenes, ha sido la fijación en el modelo obsesivo de las ciencias naturales. Es
evidente que cuando se comparan las construcciones y los resultados de la
ciencia natural con los de la ciencia social, aparecen los de esta última pobres e
imprecisos. Pero la medida está mal aplicada. Cada ciencia tiene su propia teoría,
según la naturaleza de su objeto y a tenor de sus intereses de conocimiento. Y es
incorrecto, por tanto, juzgarla con los patrones válidos para otra distinta. Con
esto volvemos a aludir a la cuestión, al parecer nunca zanjada, de la relación
entre ciencias naturales y sociales. ¿Puede ser de igual naturaleza la construcción
teórica de las ciencias naturales y sociales? Y, sin embargo, la respuesta, que es
sí y no al mismo tiempo, hace no pocos años que está dada. Sí, en la medida en
que los procedimientos del saber científico son siempre los mismos para todo
sector de lo real; no, en la medida en que la peculiar naturaleza de la materia
estudiada determina en cada caso un manejo diferente de aquellos
procedimientos y principios. La unidad lógica de la ciencia coexiste así con la
diversidad de las ciencias particulares. En las ciencias humanas la contextura
peculiar de su objeto hace imposible que se den ciertos caracteres de la ciencia
natural; pero esto no significa que no puedan construir su propia teoría, que
tendrá, naturalmente, otros caracteres también peculiares. Con esto ha llegado el
momento de cortar aquí estas consideraciones sumarias acerca de la construcción
teórica de la ciencia social. Antes de terminar, sin embargo, conviene que
tengamos una idea previa de los tipos de conceptos que se manejarán con más
frecuencia en este curso.

1. Conceptos generales.– Pertenecen a esta clase, por ejemplo, todos los que
vamos a utilizar en la teoría de la sociedad: los conceptos de status, autoridad,
competencia, movilidad, conflicto, etc., es decir, todos aquellos que tratan de
apresar fenómenos que se ofrecen reiterados en cualquier sociedad. Como lo que
importa son las características más típicas de esos hechos de repetición, la
configuración relativamente constante que toman, los conceptos a que nos
referimos son tan generales en su validez como sobrios en su contenido. O sea,
son los más abstractos de todos.

2. Conceptos históricos relativos.– Se trata de conceptos que tienen un mayor


contenido histórico y que, sin embargo, pretenden cierta generalidad. El concepto
de feudalismo, por ejemplo, apresa las características típicas de una realidad
histórica, pero no describe ninguna sociedad feudal en particular, que pueden
diferir entre sí de modo considerable. Estos conceptos constituyen quizá el
armazón categoría] característico de la historia y de las ciencias sociales. Es decir
de todas las ciencias que se refieren al hombre, ser histórico en diversos sentidos
Sin ese concepto de feudalismo, que quizá sea irreal en su afán de coherencia y
precisión, no podríamos determinar las peculiaridades de tales o cuales
sociedades feudales, la francesa la española o la japonesa Lo mismo, cabalmente,
con el concepto de liberalismo o de sociedad liberal, que no ha existido con
idénticos caracteres en los diversos países que lo vivieron y en sus diversos
momentos, y que por eso nos exigirá no olvidar nunca que sólo se trata de un
esquema ideal.

3. Conceptos históricos individuales.– Con ellos se procura captar lo singular,


lo que sólo se da una vez y no se repite, lo mismo si se trata de un hombre que de
un transcurso histórico con individualidad definida, es decir, con unidad y
fisonomía singulares: el renacimiento italiano, el barroco español, la sociedad
colonial hispano-americana, el Puerto Rico de 1948. Por consiguiente, así como en
las clases anteriores de conceptos, interesaba lo típico, al contrario, lo que
importa ahora es lo fisionómico.
II

LA ACCIÓN SOCIAL

En la lección anterior sólo fue posible plantear el tema de la significación de


la teoría para la ciencia. Se recordó que la teoría es un sistema de conceptos; lo
que quiere decir que esos conceptos se integran en forma coherente, lógicamente
trabada, en un todo «cerrado». Y algo hubo de decirse también sobre la naturaleza
del concepto, su carácter de abreviatura descriptiva —a veces de mera alusión—
de lo real, que nos pone en guardia frente al posible error de confundir la teoría
con la realidad misma a que se refiere. Pudimos de esa manera precavernos
contra la llamada falacia de la «concreción fuera de lugar» (Whitehead).

Como se mantuvo la opinión de que no hay ciencia propiamente sin teoría se


trató de examinar el estado a este respecto de las disciplinas sociales. Tampoco
este saber acerca del hombre y su sociedad, puede prescindir de la construcción
teórica si quiere alcanzar el rigor de la ciencia y merecer este nombre. Y aun
cuando es cierto que la abundancia en el pasado de teorías dudosas ha
desilusionado a muchos estudiosos de lo social, ello no debe conducir a la
renuncia teórica. En semejante situación, lo correcto no es el abandono sino la
elaboración de la teoría adecuada. Aunque para esto haya que destruir antes
falsas ilusiones y la fascinación del modelo de las ciencias naturales, cuya copia
literal es quizá imposible en nuestras disciplinas, se hizo una indicación por
último de los tipos de conceptos que con más frecuencia habrán de aparecer y
manejarse a lo largo de este curso.

A. SOBRE LA NATURALEZA DEL HACER SOCIAL

Se impone ahora que entremos cuanto antes en faena. Nos espera el


esquema de nuestra teoría. Para abordarlo es natural que empecemos por sus
componentes más últimos y fundantes. Vamos a hacernos de sopetón unas
preguntas un tanto ingenuas al parecer, aunque nunca pueden serlo propiamente
porque ellas son, en definitiva, el único modo de encararse con la naturaleza de
una cosa. ¿Quién hizo este atril? ¿Quién hizo las montañas que rodean nuestro
valle? ¿Quién hace esta Universidad? Las respuestas parecen obvias. En el caso
de las montañas, alguien me dirá que el Creador, otros quizá que un proceso
natural de tales o cuales caracteres. Pero nadie me sostendrá que ha sido el
hombre; el hombre sin duda alguna no ha hecho las montañas, ni el árbol, ni la
estrella. En cambio, sí hay un carpintero que ha hecho este atril y son seres
humanos asimismo los que han hecho y están haciendo esta Universidad. Mas
con esto llegamos a un punto decisivo. ¿Es que por ventura son semejantes estas
obras del hombre? A la actividad humana debemos lo mismo este atril o el teatro
que nos cobija, que el Sindicato de Transportes, la familia de éste y otro apellido o
el Estado a que pertenecemos. Todo ha sido hecho por el hombre. Pero, ¿en qué
forma? Hay una distinción importante. El carpintero acabó un buen día su atril y
aquí lo dejó para nuestro uso hasta que éste con ayuda del tiempo acabe
desgastándose; los hombres que construyeron el teatro lo entregaron concluido en
todas sus partes, tal como lo conocemos. Es decir, en ambos casos lo que se hizo
se hizo de una vez, para siempre: se terminó. ¿Qué ocurre, en cambio, con la
familia o el sindicato antes mencionado? ¿Terminaron de hacerse alguna vez? No,
esa familia o ese sindicato tienen que hacerse todos los días para que podamos
hablar de ellos como realidades. Esa familia que señalamos con determinado
apellido sólo existe, mientras se realicen todos los días ciertas actividades:
paternales, conyugales, filiales, actos de respeto, de ayuda material y moral, etc.
Sin esos actos reiterados hora a hora el grupo familiar no existiría. La familia se
hace, la hacen sus miembros, pero con un hacer que no termina nunca
propiamente. El grupo familiar es en la medida que se hace. Y lo mismo con todas
las formaciones sociales, desde la sencilla pareja amorosa al más complicado
organismo internacional. Si desaparece el amor como móvil de una conducta,
aquella pareja desaparece, se extingue. Si lo que aquí hacemos todos los días: dar
clases, escucharlas, tomar notas, afanarnos por saber leyendo libros y revistas,
dejara un día de llevarse a cabo desaparecería esta Universidad aunque
subsistieran sus edificios y todos los demás soportes materiales de semejante
actividad.

No hay, pues, misterio ni soberbia ninguna cuando se declara a la sociedad y


todas sus formaciones como obra del hombre, como producto o resultado de su
acción. Detrás de la familia, la firma comercial o el Ayuntamiento no hay otra
cosa que la voluntad humana, ella los crea y los sostiene. Ahora bien, son
productos de carácter especial, siempre en acto, in fiere, nunca definitivamente
conclusos. Es decir, el modo del hacer humano que ahora describimos consiste en
su continuidad, en su reiteración. Las «cosas sociales» —para emplear el lenguaje
caro a Durkheim— las hace el hombre, pero en forma distinta como hace otras,
sean materiales como el martillo o espirituales como el soneto.

B. LA ACCIÓN SOCIAL Y LA SIGNIFICACIÓN DE SU ANÁLISIS

A partir de aquí nuestro interés se dirige a este peculiar hacer del hombre. Si
lo que mantiene a toda formación social es la actividad humana —una actividad
de peculiar naturaleza—, ¿no habremos encontrado en la acción social el
elemento de que hay que partir en nuestro análisis? ¿No tendrá aquí la teoría de
la sociedad su último soporte? O dicho en otra forma: ¿no será la teoría de la
acción social el fundamento de cualquier posible teoría sociológica? No todos los
sociólogos están hoy de acuerdo en este punto, naturalmente. Pero vale la pena
que intentemos explorarlo, pues si resultara que teníamos razón, si esta hipótesis
fuera correcta, quizá encontraríamos en el análisis de la acción social algunas de
las categorías más generales del sistema a que debemos aspirar. Tendríamos en
este caso lo que en lengua inglesa se llama técnicamente el «marco de referencia»,
o sea el conjunto de los conceptos más generales que encuadran y orientan
nuestra investigación. Conceptos a que en todo momento hay que «referirse» y en
los que otros más particulares se subsumen.

Pasamos a examinar la acción social desde dos puntos de vista o ángulos


diferentes, en relación quizá de menor a mayor profundidad. Pero antes hay que
empezar por saber de lo que se trata, o sea por declarar lo que se entiende por
acción social en sí. se trata, en efecto, de una acción en que el ser humano se
encuentra con el otro, con un ser humano distinto de él. Pero no así como por
tropiezo, sino con el vínculo interno de una referencia. En ella un hombre se
dirige, se refiere a otro, y esa referencia es lo que la justicia o explica, es decir, le
da su sentido. En la acción social se traban dos individuos en calidad de y objeto
de la misma, pues que objeto es aquí la persona a quien el agente se dirige o
refiere. sin este componente la acción es puramente individual y sólo social en
apariencia. Ahora bien, como el objeto de la acción social es un ser humano, lo
que siempre pretende es una respuesta, una determinada reacción. Que aquel a
quien se refiere haga o deje de hacer algo, es decir, una acción o una omisión.
Con esto basta por el momento.

1) Actor y situación

Veamos ahora qué nos ofrece un primer análisis de esta acción social o más
propiamente de la acción humana en general. Dos ingredientes se destacan
enseguida, que responden a las preguntas del quién y el dónde. ¿Quién es el
actor? ¿Dónde se realiza? Toda acción humana complica a quien la lleva a cabo
en las circunstancias dentro de las cuales se realiza. He aquí, pues, una primera
pareja de conceptos: actor y situación. Pero estos conceptos así separados se
refieren a algo que se da entrelazado y conjunto en la realidad: el agente en su
situación, formando parte de ella. se trata, en efecto, de un complejo que algunos
escritores de hoy tratan de expresar ayudándose de un guión (actor-situación),
aunque esto reste elegancia y dé aspecto pedante a su prosa. Anotemos de pasada
la importancia creciente que va alcanzando el concepto de situación en la ciencia
social de nuestros días, sociología, psicología social, etc. Viene a sustituir al
concepto de medio o ambiente que predominó en el siglo XIX; y lo hace con gran
ventaja, pues la relación actor-situación es mucho más la del hombre que la de
organismo-medio. Sin que podamos por el momento dar las razones, que nos
llevarían muy lejos.

Pues bien, avancemos ahora un poco más tratando de perfilar más


ceñidamente lo que se contiene en la situación del hacer social. Encontramos en
ella los siguientes elementos:

I. Condiciones de la acción.– Se constituyen con todo lo que el agente


encuentra en torno como dado. Lo que él no pone, lo que está simplemente ahí,
aquello con lo que tiene que contar para su actuación, sin embargo, la naturaleza
de esas condiciones no es siempre la misma. Unas veces son inalterables, el
hombre no puede modificarlas poco o mucho. No podemos nunca modificar, por
ejemplo, nuestra situación insular. * Otras, en cambio, son susceptibles de una
alteración mayor o menor, es decir, son modificables en cierto grado.

II.
Instrumentos de la acción.– Todo lo que, ofrecido también por la situación,
puede ser utilizada por el agente o sujeto de la acción como medio para lograr sus
propósitos. Lo que puede funcionar como instrumento es muy diverso; no sólo las
cosas materiales, sino otros individuos, estímulos psíquicos, símbolos, cualidades
personales, etc. Yo utilizo ahora mi voz con sus variaciones de timbre, mis
ademanes, mis energías, etc.; y así indico con este ejemplo —de cosas
inseparables de mí mismo— elementos de la situación que no podía recoger con
claridad la vieja dicotomía organismo-medio.

III.
Orientación de la acción.- Ocurre las más de las veces que en mi situación
no sólo encuentro condiciones e instrumentos, sino orientaciones más o menos
precisas acerca de mi acción. Algunas veces nada menos que su contenido
mismo, prefijado y definido en el modelo que se me ofrece. Otras, una simple
indicación de cómo tengo que desarrollar mi acción de querer conseguir tal o cual
objetivo; es decir, una orientación técnica, sea lógica o de otro tipo. Y entre ambos
extremos sus variados casos intermedios. Ahora bien, cualquiera que sea esa
orientación tampoco la pone el agente, sino que la encuentra también dada, ahí,
ofrecida, a las veces marcadamente impuesta. La orientación de la acción es por
ese otro componente de mi situación, de mi circunstancia. En la situación en que
ahora vivo al dictarles esta conferencia, no he inventado casi nada de lo que estoy
haciendo, sino que sigo pautas que me he encontrado dadas. Trato de
comportarme de acuerdo con las reglas que se me ofrecen —orientación técnica—
para el desarrollo de mi actividad —la manera, por ejemplo, de construir y de
pronunciar la lección— y hasta buena parte del contenido también está ahí, pues
que mi cometido en principio consiste en transmitir ideas no crearlas originales
de modo necesario.

Encontramos, pues, contenidos en la situación, estos tres elementos:


condiciones, instrumentos y orientación. Pero si seguimos apretando su examen,
quizá encontremos algo más. Recordemos, por lo pronto, que hemos hablado del
sujeto de la acción como de un individuo que no actúa en el vacío, sin conexión
alguna con su contorno, sino dentro de su situación, formando parte de su
circunstancia social. Pues bien, este ser humano contemplado desde la situación
social y en la medida en que está determinado por ella, es lo que, en la
perspectiva sociológica, se denomina persona. Puede tomarse aquí el término
actor en uno de sus sentidos más conocidos. El individuo actúa, en efecto, en su
situación las más de las veces como actor, como alguien que representa un papel.
No con la totalidad compleja de su ser, sino con un aspecto quizá insignificante de
su «personalidad social». Tenemos, pues, al sujeto de la acción social destacado
como persona. Pero ¿quién le impone su papel?, ¿dónde lo encuentra? Ya lo
hemos dicho antes. Las orientaciones que, para su actuar, encuentra el agente en

* Referencia a Puerto Rico. (Nota del editor.)


su situación social pueden ser aisladas, fragmentarias, pero pueden encontrarse
asimismo trabadas en un complejo, enlazadas en una serie de ellas de tal forma
que tomen una configuración definida. Un conjunto de orientaciones enlazadas de
esta suerte es lo que constituye un «papel social». El papel social es en este
sentido lo que la sociedad espera que un individuo cumpla en una situación
determinada. Y la sociedad desde esta perspectiva abstracta pero correcta, no es
otra cosa que un repertorio de papeles sociales. Hemos dado así, dentro del
análisis de la acción social, con otra pareja de conceptos en extremo importantes
y que conviene desde ahora ver siempre mutuamente enlazados: los de papel
social y personalidad. A ello volveremos con mayor atención. Y aunque creo que
con lo avanzado tenemos bastante, no puedo dejar de indicarles la posibilidad de
llegar por esta vía a otros conceptos, al desarrollar todo lo que está implicado en
la situación social. Por ejemplo, el concepto de papel social apunta a otros
complejos superiores que son las instituciones —como sistemas de organización—
y a la cultura como conjunto de sistemas espirituales. Pero dejamos esto aquí,
porque nos interesa tomar ahora otra perspectiva sobre la acción social y
considerarla en otro plano.

2) El esquema de la relación de medios a fines

Nos preguntamos, ¿hay algún modo de ordenar, de clasificar, las acciones


sociales? ¿Cuáles son sus tipos principales? ¿Cuál es la importancia en su caso
de esta ordenación para el conocimiento social? Las acciones humanas nos
aparecen encajadas en diferentes tipos cuando les aplicamos el esquema de los
medios y fines. Es decir, el de la relación interna en que se encuentran los medios
empleados y los fines perseguidos. Sucede así, en efecto, que es posible pensar
una acción en donde tanto unos como otros —los medios y los fines— hayan sido
objeto de una cuidadosa elección racional y que también tenga este carácter la
relación entre ambos. Los fines perseguidos han sido objeto de un examen
detenido, se los ha mirado por decirlo así por todos sus lados, se ha hecho un
esfuerzo por adelantar imaginativamente las consecuencias que cada uno
conlleva. Son producto de una decisión racional, consciente tanto de sus
supuestos como de sus posibles efectos. Los medios han sido luego elegidos con
igual cuidado; parecen los más adecuados, los que con mayor economía conducen
al fin propuesto. También han sido resultado de una selección racional. Este tipo
de acción, en consecuencia, incluye la máxima racionalidad; es, por tanto,
coherente, clara, en extremo inteligible.

Imaginemos ahora el tipo contrario, aquel en que apenas se ofrece esa


racionalidad. El agente no lleva a cabo ese sopesamiento cuidadoso de fines y
medios, no se ofrece, sino tal vez por azar, la mejor adecuación posible entre unos
y otros. El agente se ha disparado en su acción o ha aceptado los fines y medios
tal como se le ofrecían, como datos que no se examinan, indiscutibles. En un caso
tenemos la acción dictada por la pasión, por la emoción, es plenamente irracional
en su sentido psicológico; en el segundo, tenemos la acción habitual, usual,
tradicional, el individuo hace simplemente lo que siempre ha hecho, lo que todos
hacen, lo que encuentra sin más y completo en su medio social. Los medios y los
fines no sólo están ahí dados ambos, sino que también lo está su peculiar
relación. Es también una acción irracional, pero en sentido distinto de la anterior,
propiamente es no racional o irracional. Entre estos extremos está el tipo de la
acción que sólo es racional en la cadena de los medios; los fines no han sido
elegidos, sopesados, sino recibidos, aceptados. Ahora bien, dado un determinado
fin puede procederse, por decirlo así, de un modo estúpido o de un modo
inteligente; dicho en forma técnica, con mayor o menor racionalidad en la elección
de los medios. Se trata de una acción racional, pero sólo en un sector de su
desarrollo.

Esta ordenación de las acciones humanas con arreglo al esquema de los


medios y fines —esta tipología como hemos de aprender a decir— es una
abstracción. Quiere esto decir varias cosas. En primer lugar, que la realidad
ofrece muchas acciones intermedias, mezcladas. En segundo lugar, que, en
consecuencia, casi nunca se encuentran en la vida acciones de una u otra clase
en su forma pura. Y en tercer lugar, que a pesar de esto o cabalmente por eso, es
por lo que necesitamos del esquema teórico. La tipología, el cuadro teórico es lo
que nos ayuda a entender las acciones reales en la medida en que se acercan o
aproximan a uno u otro de los tipos. Todo lo cual nos lleva a comprender, por
último, el carácter racional de la ciencia y por qué necesita partir de conceptos
racionales; por ser éstos los más claros e inteligibles. En nuestro caso, el mayor
interés del análisis científico está en la acción racional y tiene que partir de ella,
aunque sea cabalmente la que menos se ofrezca en nuestra cotidiana experiencia.
¿Qué es lo que permite a un economista declarar errónea determinada actuación?
Simplemente el esquema teórico de la acción adecuada, de la acción
económicamente racional e inteligente. Sin embargo, retengamos siempre —y vale
repetirlo— que el racionalismo metódico de la ciencia no significa que se tenga a
la vida humana como racional en todo momento; nada más lejos de eso.

C. PERSONALIDAD, SOCIEDAD Y CULTURA

Al terminar esta lección, observemos que en todo lo dicho en ella hemos estado
aludiendo al hombre como persona, a lo social como presencia colectiva y a la
cultura como transfondo. Estos tres conceptos, personalidad, sociedad y cultura,
se implican mutuamente, y cuando se examina la realidad que cada uno de ellos
encubre se considera también por necesidad y como de soslayo la de los demás.
La conciencia de esta complicación ineludible domina cada vez más a los
cultivadores de la ciencia social y es una nota característica del pensamiento
contemporáneo; lo que los filósofos llaman la circularidad de lo humano. Pero esto
no quiere decir que sea incorrecto proceder por partes, tanto en la investigación
como en la enseñanza. No hay más remedio que separar, pero manteniendo
siempre la conciencia de que así se hace para nuestro fin de conocimiento o de
exposición.
III

LA COHESIÓN SOCIAL

Conviene lanzar una mirada a lo poco que llevamos recorrido en nuestro


camino. Habíamos encontrado que todo lo que habrá de ocuparnos en lo sucesivo
no es ni más ni menos que el resultado del hacer del hombre; pero no de un
resultado que pueda tratarse como producto separado, como una cristalización de
objetivaciones desprendidas por completo del acto creador. Ese es, por el
contrario, y cabalmente el carácter que poseen las obras de la cultura, las cuales
sólo de modo indirecto pueden interesar al sociólogo. El resultado de que ahora se
trata es inseparable del acto mismo, únicamente se ofrece cuando y en la medida
en que este último se realiza; pero, mientras se está realizando. Las formaciones
sociales, la familia, la amistad, el sindicato, sólo son o existen mientras se hacen y
por eso es por lo que hay que estarlas haciendo de manera continua. Cuando por
cualquier razón no se cumplen los actos que las constituyen estas formaciones
mencionadas se extinguen, dejan de estar ahí como realidades efectivas,
presentes. La actividad que interesa al sociólogo es en consecuencia de naturaleza
actual —in actu— es un hacer siempre in fiere. Por eso decíamos que esta
Universidad —como forma social, no en sus reglamentos— sólo existe en la
medida en que nosotros la estamos haciendo día a día. Una vez supuesto,
aceptado, lo anterior nos preguntábamos ¿cuál es entonces la unidad de
investigación de que puede partir el sociólogo para la construcción de su teoría?
¿Cómo descomponer para efectos de análisis esa actividad humana productora de
lo social? ¿Cuál es el nivel en que para nuestros propósitos de conocimiento debe
mantenerse el análisis sociológico? Y sosteníamos que aquella unidad de
investigación y este nivel o plano de análisis se encontraban en la llamada «acción
social». Es decir, no en una acción humana cualquiera, puramente individual o
intransitiva, por ejemplo, sino en la acción de un individuo que está referida en su
desarrollo y efectos a la conducta de otro. Esta acción que busca una respuesta,
una reacción de otro y que en sus motivos y sentido tiene en cuenta un hacer u
omitir de otra persona es la denominada acción social en estricto sentido. Podría
en consecuencia sostenerse dentro de un viejo estilo, más metafórico que exacto,
que la acción social representa para el sociólogo lo que la célula es para el biólogo,
la molécula para el químico, etc. La validez de esa selección, el mayor o menor
alcance teórico de esa postulada unidad de investigación dependen como en el
caso de las unidades constitutivas de otras ciencias, de su fecundidad
interpretativa. Formulado el concepto de acción social tratamos de destacar
enseguida otros no menos importantes y complementarios. La conducta humana
no se ofrece en el vacío, en un campo abstracto, sino dentro de circunstancias
definidas de lugar y tiempo. El hombre actúa siempre en una situación, en la que
al lado de otros seres humanos se encuentra con las condiciones de su actuar y
con posibles orientaciones normativas. Se desprendía de esta manera no sólo la
pareja de conceptos actor-situación, sino otro sin duda decisivo, el de papel
social, porque éste no significa, en definitiva, sino una fijación de orientaciones
normativas acerca de una determinada actividad que se impone al individuo como
pauta ineludible en muchos de sus actos. El papel social está ahí en nuestra
situación y nos esforzamos por encajar dentro de él nuestras acciones cuando
queremos verlas aceptadas por nuestra sociedad. Ya tendremos ocasión más
tarde de examinar lo que esto significa. Podemos decir adelantando mucho y en
forma desde luego muy abstracta, que la sociedad no es otra cosa que un
conjunto de papeles sociales, frente a los cuales el individuo como tal se siente
sobrecogido e insignificante. Por eso, sin soltar este hilo nos acercábamos a otro
concepto, el de institución, que habrá de examinarse mucho más tarde. En toda
institución, en efecto, se coordina un complejo de muy diversos papeles y normas,
y gracias a ellas se canaliza el actuar humano en el logro de importantes
finalidades. Se aludía, por último, al enlace recíproco en que se encuentran los
conceptos de persona, sociedad y cultura, que hace muy difícil en muchas
ocasiones decir algo sobre una de esas realidades sin que una u otra de las demás
se encuentre presente por implicación. Algunos sociólogos y antropólogos
contemporáneos convierten esa forzosidad en actitud metodológica, la cual siendo
en principio correcta amenaza con impedir la necesaria especialización de cada
ciencia particular. Debe por eso mantenerse más que como principio metodológico
como conciencia alerta de una complejidad. Prosigamos nuestra marcha.

A. CONFORMIDAD Y DISCONFORMIDAD

Conviene preguntar si la característica de actualidad que se asignaba al


hacer social es suficiente para determinar la consistencia de las configuraciones
sociales, de las estructuras que genera. La respuesta no puede menos de ser
negativa. Pues evidentemente requiere algo más.

1) El hacer social como hacer uniforme

Si el hombre hace con sus actos a la sociedad, ¿cómo la hace?; ¿cómo son
esas acciones? Porque, en efecto, se trata de un hacer actual ciertamente, pero al
mismo tiempo un hacer uniforme. ¿Qué es lo que añade esta última nota?
Simplemente un hecho de repetición. Las acciones que mantienen una
determinada formación social sólo pueden observarse en la medida en que se
reiteran de una manera sensiblemente semejante: ¿qué es lo que nos permite
hablar de la familia X? No otra cosa que la presencia en la realidad de un pequeño
grupo de personas, algunos de cuyos actos observados y observables reiteran en
forma muy parecida los que se cumplen en cualquiera de las demás familias
conocidas en el mismo tiempo y lugar. Actos de autoridad y cuidado por parte del
padre o de la madre, acciones de respeto u obediencia de los hijos, cariño
recíproco, confianza mutua, etc. Esos actos se repiten desde luego en
entrelazamiento continuo y de manera no idéntica pero sí muy semejante por su
carácter en cualquiera de las familias que conocemos. Se diría que todas ellas
realizan o se esfuerzan por realizar un modelo determinado. Ahora bien, tal cosa
es lo que sucede en efecto: en cada momento hay un patrón de lo que se
considera familia y todos sus miembros están obligados a sujetarse a él. Sin duda
alguna ese patrón ha podido variar en la historia, pero no deja de haber en
cualquier momento uno admitido como vigente. En él podrán distribuirse los
papeles de diversa manera, pero siempre habrá papeles definidos; el de pater
familias, el de hijo primogénito, el de pariente, etc. Cada uno de esos papeles
determina un conjunto de derechos y obligaciones, lo que se espera del
cumplimiento de cada cual. Por eso, en la medida en que los individuos se atienen
a lo exigido por esos papeles —y no pueden dejar de hacerlo— generan de modo
necesario las conductas uniformes constitutivas de la trama de las formaciones
sociales. Ahora bien, lo que se ha dicho respecto de la familia vale también para el
sindicato y lo que se afirma del padre como papel social puede sostenerse del
profesor. De mí se espera, en efecto, en cuanto profesor, un comportamiento
determinado en estos momentos y por eso llenaré esa figura con mayor o menor
éxito —esto ya es otra cosa—, mientras no haga nada que salga por completo
fuera de lo que se considera papel social del profesor. El hacer social es
necesariamente uniforme porque querámoslo o no se encaja siempre en ciertos
modelos o patrones. Modelos y pautas que lejos de ser nuestra invención o
creación las encontramos las más de las veces perfectamente dibujadas en
nuestro medio social. Esta situación fundamental puede expresarse de maneras
distintas, con terminologías diferentes claro está. Podría haberse sostenido, por
ejemplo, que la conducta social es uniforme porque el individuo sólo actúa en
situaciones definidas por la sociedad. La «definición de la situación» (Thomas) es
una función o atributo de la sociedad, y en virtud de lo que en ella se define
varían sus expectativas frente a nuestra conducta. La sociedad, al definirse sobre
una situación, declara por implicación, lo quiera o no, lo que es adecuado o
inadecuado, correcto o incorrecto. Sólo cabe la solución personal allí donde las
situaciones no estén socialmente definidas; fuera de estos casos las conductas
«originales» sólo son posibles aceptando todos sus riesgos. La «definición de la
situación» no es cosa teórica, sólo traduce en forma abstracta, más o menos
afortunada, un hecho fundamental.

Ahora bien, en todo lo anterior se contiene algo más que una descripción, es
el comienzo en la resolución de un problema, el de la cohesión social. Porque no
basta con que las formaciones sociales sean el resultado de un hacer uniforme, es
necesario que esa uniformidad se mantenga a lo largo del tiempo. En esa
persistencia, mayor o menor, consiste la cohesión social.

2) La cohesión social como conformidad

Toda formación social —sociedad concreta, grupo, relación— se presenta


como una unidad en virtud de la cohesión que la mantiene. Esa cohesión es, en
definitiva, su naturaleza; constituye su modo especial de ver. ¿Qué es lo que debe
entenderse en consecuencia por cohesión social? Evidentemente, la fuerza mayor
o menor de los vínculos que unen a los miembros de una formación social y
gracias a los cuales puede la misma captarse como una unidad. Semejante
vinculo expresa o traduce aquello en que participan y tienen, por tanto,. en
común los individuos que constituyen esa formación: fines, valores, creencias. Un
núcleo de «sentidos» comunes para decirlo en la forma más breve y abstracta. La
idea se impone en consecuencia de modo necesario de que la cohesión social es
un hecho de conformidad. Hecho que se nos presenta de inmediato en un doble
aspecto. El hombre es, en efecto, desde esta perspectiva, un ser conformado y
conforme, ambas cosas igualmente necesarias en la cohesión social. Es un ser
conformado porque está formado con los demás individuos con quien convive, y
por lo general es también un ser conforme con lo que de él se hizo de esa manera.
Detengámonos en estas ideas un minuto más. La conformidad significa ante todo
que el hombre ha sido modelado y hecho entre sus semejantes, de los cuales ha
recibido de distintas maneras todo el contenido de lo que se denomina herencia
cultural, es decir el conjunto de los modos de pensar y de sentir que la
constituyen. Empezando por el lenguaje mismo y acabando con las ideas
científicas más abstractas nada poseemos que no se deba de alguna manera a las
aportaciones de otros hombres con los que hemos convivido o que existieron en
algún momento antes que nosotros. Nuestra urbanidad, nuestros gustos,
nuestros gestos y destrezas corporales las adquirimos todas ellas de igual modo.
En una palabra, hemos sido así formados con los demás y por ellos, conformados
por la convivencia y gracias a ella. Por tanto, nuestra conforme participación en
cosas comunes con todos ellos es un resultado comprensible de esa
conformación.

Conformidad que, por otra parte, y en segundo lugar, nos denota un estado
de conciencia. El ser humano se encuentra por lo común conforme con esa
realidad que es él y que en buena parte la hicieron los demás. Es decir, se
encuentra satisfecho con esa su apariencia del momento, que no pone en duda ni
en su efectividad ni en su valor. Pues todo lo que recibió de ese trato y convivencia
con los otros es propiamente su segunda naturaleza. De ella no puede darse
cuenta de manera espontánea y sólo puede examinarla en un poderoso esfuerzo
de reflexión. Resulta por eso que todos, apenas sin excepción, estamos mucho
más conformes con la sociedad que nos hizo de lo que por lo general se cree y en
consecuencia la disidencia del revolucionario más audaz nunca es tan radical
como declara, siempre es fragmentaria, parcial. La afirmación, por consiguiente,
de que no se da sociedad alguna sin un grado mayor o menor de cohesión
equivale a decir sin un grado mayor o menor de conformidad. Sin conformidad la
sociedad no existe, sin cohesión toda formación social se disuelve.

3) Tensión entre conformidad y disconformidad

Ocurre, sin embargo, que en la medida en que la conformidad consiste en la


reiteración indefinida sin alteraciones ni mudanzas en principio de actos
semejantes, una sociedad que imaginamos como rigurosamente conforme sería de
modo necesario una entidad en absoluto inmóvil, sin desarrollo en dirección
alguna. Circunstancias que no han ocurrido nunca desde luego ni pueden darse
de hecho so pena de extinción. El cambio de condiciones, la aparición de
situaciones nuevas, inevitables y más o menos previsibles demandan por si
mismas la disconformidad, el abandono de las soluciones adquiridas. El caso de
la ciencia es el más notorio porque consiste por esencia en la disconformidad
como método; pero lo que en ella ocurre en esa forma extrema se ofrece lo mismo
en toda creación, en todo hallazgo o invención cualquiera que sea su naturaleza.
Todo el desarrollo de la vida social y cultural del hombre puede en consecuencia
considerarse como la irrupción continua de la disconformidad. Con esto llegamos
a una situación aparentemente paradójica, pues si antes se dijo que no existe una
sociedad sin conformidad ahora se afirma que tampoco puede darse nunca sin
disconformidad. En realidad no se trata de una paradoja, sino de la manifestación
de una posibilidad objetiva. La expresión verbal paradójica traduce la existencia
de hecho de una polaridad en la estructura misma de lo social. Conformidad y
disconformidad como tendencias contrarias se encuentran siempre y cada una de
ellas se inclina por sí misma a imponerse o realizarse de manera total. Por
consiguiente toda sociedad se encuentra en todo momento distendida entre esos
dos polos contrarios, entre los que no cabe la solución dialéctica; y mientras
subsiste se aproxima en su forma concreta o histórica a uno u otro de ellos sin
poderlo realizar plenamente. La sociedad no es posible —se dijo antes— sin un
núcleo mínimo de efectiva conformidad, pero el conformismo absoluto lleva
consigo su disolución por un exceso de rigidez que la hace inadaptable. La
sociedad perece por arterioesclerosis. Pero si la disconformidad es en
consecuencia imprescindible para su buena salud, cuando la disidencia es
excesiva y afecta sobre todo a su núcleo esencial se deshace sin remedio su
vertebración. La muerte es ahora de tipo canceroso. Conviene desde luego que
sólo se acepte este lenguaje figurado con un grano de sal, pues las sociedades no
viven y se extinguen como los seres individuales. Las características de ambas
tendencias nunca son observables en sus momentos extremos, pero en cambio
son captables en determinados momentos por su distinto dinamismo. Ahora bien,
si el paso de tipo dialéctico no es posible, cabe quizá señalar para cada instante el
equilibrio más adecuado, el óptimo en su proporción más conveniente. La
estabilidad es la expresión histórica de ese óptimo; buscarlo y realizarlo
constituye sin duda la tarea del verdadero hombre de Estado.

4) Teoría de la conformidad

Ahora bien, se alcance o se malogre la tensión polar es por sí misma


inescapable. En resumen, antes y más acá de esas tensiones, el hecho central que
constituye nuestro tema de hoy es el de la cohesión social resultado o producto de
la conformidad, es decir, de la existencia de un conjunto de conductas uniformes
impuestas por los patrones o modelos vigentes en una sociedad.

La tarea inmediata consiste, por tanto, en examinar con algún detalle y en


sus distintos tipos la génesis de esa conformación. Lo que el sociólogo pueda decir
sobre este punto, no constituye otra cosa que la teoría de la cohesión social. En la
actualidad se ofrece un consenso relativamente preciso sobre las dos partes de
que se compone la teoría de la cohesión social. De un lado se analiza el hecho del
proceso general de conformidad, destacando su carácter espontáneo, como algo
que se produce sin que nadie lo busque o pretenda como consecuencia forzosa de
que el ser humano se encuentra siempre dentro de un determinado mundo social
que le antecede y del que no es él en modo alguno responsable. Por otra parte, se
estudia la conformidad como una consecuencia de la intervención deliberada de la
sociedad misma a través de ciertos mecanismos. En el primer caso se suele
hablar de «presión fiscal» simplemente; en el segundo el término acuñado es el de
«control social». De ambos temas nos ocuparemos con algún mayor detalle en la
próxima conferencia.

El término de presión social en su significación metafórica pretende evocar la


naturaleza y los efectos de la presión física, atmosférica, a que todo hombre vive
sometido. Porque, en efecto, pesando de modo muy efectivo sobre la vida humana
apenas es perceptible sino en los casos precisamente de su inexistencia. Se indica
de esta manera que también la presión social es un principio imperceptible. Del
peso modelador, día tras día, de la sociedad tenemos una conciencia muy escasa
en nuestra vida cotidiana e irreflexiva. Su acción es tan constante como difusa.
Las vigencias con que nos topamos se aceptan en principio como elementos
naturales, es lo que todo el mundo hace o piensa y quiere. Sin embargo, su peso
coactivo no tarda en descubrirse tarde o temprano. La aportación más decisiva al
estudio de la presión social se debe a Emilio Durkheim, que hizo de la
«contrainte», inserta por naturaleza en todo hecho social, el centro de toda su
interpretación.

En el análisis del control social, como forma no difusa sino precisa de


regulación se ha destacado la sociología norteamericana en una acuciosa
continuidad y desde los más diversos aspectos. El interés por sus temas se ha
acentuado en estos últimos tiempos con la aparición de la propaganda en gran
escala y de otras técnicas de conformación.

B. CONEXIÓN CON OTROS TEMAS

En el desarrollo de la teoría de la cohesión social nos tropezaremos de modo


necesario con otros temas que le están íntimamente unidos y que conviene
indicar ahora.

Cuando el sociólogo se esfuerza por estudiar la presión social y por analizar


sus componentes se encuentra sin quererlo con la totalidad de la cultura. Porque
ésta constituye la herencia recibida en un momento dado y representa el
ingrediente de mayor dimensión de esa atmósfera social en que el individuo
respira. Una buena cantidad de las vigencias sociales pertenecen a una u otra de
las esferas del espíritu. Existe, por tanto, la tentación y el peligro de que el
sociólogo se convierta, aun sin quererlo, en un teórico de la cultura, en un
investigador de los diversos sistemas culturales. Esa desviación ha ocurrido en
mayor o menor grado en algunas escuelas o direcciones. Pero no debe ocurrir. El
sociólogo únicamente puede examinar los componentes de la cultura desde la
perspectiva limitada de su «vigencia» social, no por su contenido mismo.
Por otro lado, cuando se examina el tema del control social, hay que
preguntarse quién pone y en que forma todos sus mecanismos e instrumentos.
Porque el control social consiste, como se dijo, en una instrumentación y
ordenación reflexiva y deliberada de la conformidad; supone órganos, agentes,
mecanismos; por detrás del control social y como su soporte se encuentra, por
tanto, la autoridad, el poder.

En resumen: el análisis de la presión social nos conduce al tema de la


cultura, que no es sociológico, y el estudio del control social nos lleva al tema de
la dominación.
IV

PRESION Y CONTROL SOCIALES

Nuestro avance en lo que quizá sólo sea un único discurso sociológico ha


sido hasta ahora de tiempo muy lento. Habrá que irlo activando poco a poco, pero
por lo menos gocémonos hoy de nuestra escasa prisa. Porque gracias a ella el
contenido de la lección anterior se redujo a cuatro ideas más. Y aunque esta
modestia pudiera parecer desmedida pretensión ante el filósofo, atengámonos sin
contradecirle a enunciarlas de nuevo por su orden numérico.

La primera se refería a la naturaleza de la «obra», del actuar social, que se


manifestaba como un «hacer» uniforme y, por lo tanto, necesariamente reiterado.
La denominada cohesión social constituía nuestra segunda idea, que es por lo
visto de considerable importancia. Esa cohesión se ofrece cuando los individuos
se atienen en su conducta al principio de conformidad; en el caso, en efecto, de
que su actuación obedezca de hecho a pautas determinadas el conjunto
entrelazado de su actividad se manifiesta como una configuración captable como
tal con mayor o menor facilidad. La tercera idea era la de la conformidad misma.
El hecho de que los hombres se forman con los demás, dejándoles por lo común
conformes de ser así y no de otra manera. La conformidad es empíricamente
analizable como una experiencia de participación, los hombres de una sociedad
participan, en efecto, de un repertorio mayor o menor de valores comunes, tienen
como propias muchas creencias que son en realidad colectivas. Nuestra cuarta
idea, por último, se refería a las fuerzas, factores y mecanismos gracias a los
cuales se produce más o menos perfecta esa conformidad base y sustancia de la
cohesión social. Esta lección tratará hasta donde le sea posible de desarrollar la
cuarta idea de las señaladas.

A. LA LLAMADA PRESIÓN SOCIAL

Algo se ha dicho ya acerca de la naturaleza de la presión social. Cuando el


ser humano despierta en su conciencia dentro de una determinada sociedad se
encuentra con modos de pensar, de sentir y de actuar que él no ha creado y que
son, por lo pronto, los de las personas que le rodean. A diferente tenor según los
tiempos y los lugares se poseen ciertas ideas, el tono sentimental se colorea con
determinados sentimientos y emociones, y se actúa en la vida cotidiana de esta o
la otra manera. El conjunto de esos modos y posibilidades de vida rodea en todo
momento al individuo, gravitando sobre él como la atmósfera que respira. Pero lo
decisivo no consiste en ese encuentro con todas esas cosas, sino en el carácter
coactivo, impelente con que se le enfrentan; el que escape en principio a su
arbitrio la posibilidad de no tomarlas en cuenta, de abandonarlas
desdeñosamente a su propio sino. Todo lo contrario, no tiene en realidad más
remedio que aceptarlas; ha de vestir como los que le rodean, expresarse de querer
ser entendido en el lenguaje que hablan, atenerse a las horas de sus comidas,
emplear las mismas manifestaciones de respeto o de rechazo. De no hacerlo así se
expone a múltiples inconvenientes más o menos graves, es decir, a ser la víctima
de una determinada sanción. cómo es posible imaginativamente dejar de lado por
un momento a las personas o individuos que son el vehículo o encarnación viva
de tales modos de pensamiento y conducta, nos quedan estos por sí solos en ese
caso invitándonos a pensarlos en forma abstracta como un conjunto de formas y
modelos, como un repertorio de pautas objetivas que destacan enérgicas su
pretensión de obligatoriedad. No otra es la posición habitual del sociólogo —la
dirección de su interés de conocimiento— que le obliga a contemplar la sociedad
meramente como un sistema —conjunto sistemático en realidad— de pautas
objetivas y objetivadas, frente a las cuales es cuestión secundaria la estatura del
hombre. Sean las que fueren esas pautas —ideas, maneras de cumplir una tarea
modos de expresarse—, valen para cierto momento y ese su valer es por lo general
reconocido. Esa calidad de validez efectiva se denomina vigencia (Ortega). Al lado
de la norma jurídica existen otras cosas no menos vigentes, los usos desde luego,
pero también las ideas y las técnicas, todos los aspectos en suma de las
instituciones. La experiencia inevitablemente penosa de la sociedad para el
individuo está en ese carácter impositivo de su sistema de vigencias, percibir que
su persona singular no cuenta frente al mantenimiento intacto de lo que debe
regir como condición indispensable de la continuidad social.

Ya se ha dicho que fue Emilio Durkheim el sociólogo que con mayor rigor
destacó el carácter compulsorio de lo social; su famosa definición del hecho social
—quizá no muy afortunada— destacaba por lo pronto su carácter objetivo —
observable, por tanto—, pero subrayaba todavía más con la nota de contrainte, su
fuerza impositiva, obligatoria. Las distintas vigencias, en efecto, no sólo están ahí,
sino que se nos imponen. Ahora bien, no ha habido naturalmente ningún gran
sociólogo que no haya declarado con una u otra terminología el carácter coactivo
de los sistemas sociales. Para la caricatura existen naturalmente diversas
imágenes del burgués insaciable. Marx, en cambio, nunca pensó que el
empresario pudiera dejar de comportarse como tal, es decir, de obedecer a las
normas objetivas del sistema —relación de costos y precios— si quería seguir
siéndolo, cualquiera que fueran sus sentimientos personales en contrario en un
momento dado. Igual carácter de objetividad impositiva tenían para Max Weber
las instituciones sociales, no siempre de acuerdo con las aspiraciones de lo
humano en sus valores permanentes.

El individuo sometido a lo largo de su vida a la fuerza impositiva de las


vigencias sociales (Ortega) pasa casi sin escape alguno por un proceso modelador,
más intenso sin duda en los años formativos. Buena parte de lo que vamos siendo
es lo que hicieron de nosotros esas pautas exteriores con su insistente
«forzosidad». su coactiva incorporación —casi ineludible— nos va modelando poco
a poco. Y como están ahí, continuamente presentes, sin abdicar jamás de su
pretensión impositiva, la sociedad se manifiesta ante el individuo como una
enorme y permanente presión. La rutina, la aceptación gradual, el
desconocimiento de otras posibilidades, la incapacidad inventiva de los más o las
ventajas inmediatas contribuyen, sin embargo, a hacer soportable esa presión y
que en gran proporción pase inadvertida. Se trata en consecuencia de una presión
omnipresente, múltiple, pero difusa y de límites cambiantes. Su máxima eficacia
modeladora reside cabalmente en esas notas; el individuo no puede salir de ella
para contemplarla por fuera, como no sea en la abstracción del conocimiento
cuando se la deja de vivir propiamente. La postura del sociólogo representa esa
abstracción de la ciencia que le fuerza, por lo tanto, a su perspectiva peculiar, es
decir, su permanente enfrentamiento con la sociedad, en su primera y más
decisiva interpretación, como el simple campo de juego de sus poderosas
presiones. Y de las cuales las más difusas son quizá las de mayor fuerza
modeladora. Los límites de esa postura no invalidan, sin embargo, su inicial
justificación. ¿No será posible, a pesar de todo, ir más allá y analizar esa presión
difusa en sus componentes principales?

Antes de enfrentarnos con ese planteamiento conviene despejar el camino


eliminando las tentaciones de una confusión en que puede caerse fácilmente.
Hay, en efecto, una palabra que en su significado más amplio podrá coincidir
aparentemente con el término sociológico de la presión social, haciéndolo, por
tanto, superfluo. La cultura entendida como totalidad, como forma de vida, no se
distingue en sus efectos y modos de actuar a los atribuidos antes a la presión
social. ¿Para qué la invención de otro término? Por otro lado, quedaría resuelto
sin mayores dificultades el problema de los componentes de la presión social al no
ser otros que los distintos elementos de la cultura misma. Pero la cultura es algo
más para un enfoque intelectual más preciso, es ahora una totalidad sistemática
desprendida de la vida misma, compuesta a su vez de otras totalidades más o
menos analíticamente distintas y separables. Pero esas diversas esferas de la
cultura, como así se llaman, constituyen de por sí el objeto de diversas ciencias
particulares que no se confunden ni separadas ni en su conjunto con el campo de
la sociología. Al sustituir la cultura por la presión social específica el sociólogo se
encontraría frente a un mundo inabordable. Cabe estudiar, es cierto, a la cultura
en su conjunto como la ciencia mal perfilada todavía de la Culturología o como
tema de una determinada filosofía. En cierta dirección, en la denominada filosofía
del espíritu no sólo se la analiza como espíritu objetivo, sino también como
sustancia de la persona o espíritu subjetivo. Pero tampoco puede confundirse esta
especulación, por atractiva que sea, con la tarea sociológica propiamente dicha.
Sin embargo, el mayor influjo perturbador en estos últimos años ha llegado
precisamente de una disciplina en definitiva sociológica, de la antropología social.
El auge reciente de esta disciplina —en Norteamérica particularmente—, con sus
inevitables pujos imperiales, ha transferido a la sociología algunos de sus temas,
entre ellos el de la cultura como totalidad.

Ahora bien, la simple y valedera declaración de que el estudio de la cultura


en sus distintas esferas no es cosa que pertenezca a las capacidades y al interés
del sociólogo, tampoco resuelve la cuestión sin mayores dificultades y de una vez
por todas. Pues es evidente que los más diversos elementos culturales —lenguaje,
ideas y doctrinas, formas de arte, etcétera— ejercen una función modeladora y
compulsoria no menos que un uso específicamente social. La salida, sin embargo,
se ofrece claramente por sí misma —analíticamente claro está. El sociólogo, en
efecto, no puede estudiar los diferentes sistemas -esferas- de la cultura porque en
cuanto tales sobrepasan su misión. En cambio «qua» sociólogo debe examinarlos y
tenerlos en cuenta en sus distintos efectos sociales conformadores. Desde la
perspectiva de la presión social y únicamente desde ella, puede tratar de
analizarlos con todo derecho por su distinto modo de actuar sobre el individuo y
la sociedad. Pero nosotros tenemos que renunciar ahora —y no con excesivo
esfuerzo— a tarea tan ambiciosa. Limitándonos a nuestra sencillez obligada,
reunamos sólo unos primeros materiales para demarcar la exploración. Quizá
convenga a este respecto distinguir los ingredientes fundamentales de la presión
social de acuerdo con su peculiar consistencia, sin olvidar, claro está, que unos y
otros tienen el mismo origen, la creación humana y su proceso acumulativo. Con
la inevitable pedantería de los términos científicos trataremos de esos distintos
hechos humanos que son las mentefacturas, las manufacturas y las
sociofacturas. su significación es transparente. Las mentefacturas son los
productos del pensamiento —el mundo de las ideas entre otros— y nos llegan en
forma de símbolos, entidades objetivadas e instrumentales. Las manufacturas
consisten evidentemente en todo lo que el hombre ha hecho con su mano, todo lo
«manuable», por lo tanto, desde el artefacto o instrumento más elemental hasta
los más complicados aparatos. Actúan en consecuencia sobre los sentidos de
modo directo a través de su sólida corporalidad. Los antropólogos —y no sólo
ellos— hablan de la cultura material. Los sociólogos de nuestros días del medio
«artificial» de la técnica.

Las sociofacturas son las «construcciones» de la convivencia social. Todo lo


que obliga a conducirse de cierta manera respecto de los demás. Es por lo pronto
el mundo de los «usos» más simples. Pero para llegar partiendo de ellos a las
organizaciones más complejas. Y todos han tenido que ser «descubiertos» o
inventados de alguna forma, desde el hallazgo por ensayo y error hasta la
planeación más rigurosa.

Ideas y símbolos, instrumentos y técnicas, usos y relaciones humanas, no


están separados entre sí naturalmente tal como su ordenación conceptual pudiera
hacer creer; en la realidad dependen, por el contrario, unos de otros y se
encuentran mutuamente enlazados. Cabalmente el estudio de esos
entrelazamientos y dependencias constituye el objeto de la diferenciada disciplina
especial que es la sociología de la cultura (del arte, del derecho, etc.). Sin
embargo, para nuestros propósitos en este momento nos importa mantener
analíticamente separados —como si fueran tres estratos— los componentes
indicados de la presión social.

En el plano de las mentefacturas se exige distinguir de nuevo la naturaleza


de las distintas ideas que entran en ellas. Se impone ante todo la contraposición
orteguiana de ideas y creencias. No nos incumbe en este instante su valor
filosófico, sociológicamente demarcan con toda nitidez el campo de lo individual y
lo colectivo. Tenemos ideas, mientras que las creencias nos tienen. Son en este
sentido el ingrediente más decisivo de lo que denominábamos atmósfera social, y
encarnan lo colectivo por excelencia. Tomemos ahora otra perspectiva no menos
fecunda, aunque esté simplificada. Ocurre, en efecto, que ciertas ideas nos
declaran algo sobre lo real, nos dicen cómo son ciertas cosas y procesos; se
refieren a una experiencia y a ella acudimos, por lo tanto, para comprobarlas. Son
empíricamente ideas «verificables». En cambio, otras no pretenden decirnos nada
sobre el ser de las cosas o el desarrollo de ciertos acontecimientos, sino que tratan
de declarar lo que esas cosas valen o el sentido que puedan tener para nuestras
vidas aquellos sucesos. Son ideas que no pueden comprobarse desde luego como
las anteriores. Frente a unas y otras el interés del sociólogo es el mismo; dejemos,
por consiguiente, a los filósofos disentir sobre el valor de verdad de unas y otras y
sobre las posibilidades y límites de su verificación (falsificación). El sociólogo
observa mientras tanto que ambas clases actúan con igual efectividad en la vida
social de todos los tiempos reclamando su atención con igual cuidado. Sucede
incluso que son las ideas de sentido las que nos declaran como los hombres
interpretaron su mundo y el valor de su vida, sin ello no puede entenderse a
fondo lo que es o ha sido una estructura social. El fundamento de una sociedad
se ha encontrado siempre en la historia —quizá hasta hoy— en esas ideas
empíricamente inverificables, que penetran, sin embargo, en el hacer del hombre
hasta en sus más lejanas articulaciones; recordar este hecho, mostrándolo en los
límites relativamente aceptables de la comparación histórica, fue el gran aporte
interpretativo de Max Weber y su sociología de la religión. Los planos en la
distinción de las ideas que acaban de ofrecerse no coinciden o superponen; dentro
de cualquiera de ellas cabe intentar, sin embargo, idéntico esfuerzo por poner al
descubierto el diferente carácter conformador de unas y otras y averiguar en qué
medida estimulan, dificultan o anulan las posibilidades de una conducta social
racional. sin embargo, el famoso tema paretiano sobre el distinto peso de las
acciones racionales y no racionales en la estructura social sobrepasa de tal
manera las posibilidades del instante que ha de quedar en el esbozo brusco de la
alusión.

Los objetos materiales que constituyen la capa de las manufacturas


conforman la conducta del hombre e influyen, por consiguiente, en la vida social
de varios modos. Todo instrumento, por ejemplo, exige para su manejo cierta
coordinación muscular y determinadas posturas corporales; a partir de este
hecho sencillo se abre el campo complejísimo de los diferentes adiestramientos y
adaptaciones que exige a la vida humana el mundo artificial de la técnica, así
como el de las regulaciones variadísimas que unos y otros llevan consigo. Es
mucho lo investigado hoy día en este campo —adaptación tecnológica, psicología
industrial, etcétera—, pero todavía queda mucho por hacer hasta dar por
concluso su cuadro. Todo el campo de los efectos en las formas de la vida social
de la utilización de semejantes aparatos e instrumentos, efectos unas veces
previsibles y otras difícilmente determinables de antemano. En principio, el modo
de conformación de la técnica es indirecto y por eso es problemático que pueda
requerir en todos y cada uno de los casos una asimilación de los principios
racionales de que deriva. Tiende, sin embargo, a hacerlo.
La capa de las sociofacturas se compone de todas las regularidades de la
convivencia social que se ofrecen a nuestra observación y conocimiento; sólo que
esas regularidades son de diversa contextura, lo que nos facilita de inmediato una
primera diferenciación en el mundo de los «usos en general». Ciertos
comportamientos sociales no tienen otra justificación que el hecho de su
repetición misma; los aceptamos porque así se hace y nada más. Mientras que
otras regularidades sólo se ofrecen cuando se encuentran justificadas por ciertos
principios o exigidas por determinados mandatos; se trata, pues, de regularidades
orientadas por normas de diferentes clases. Emparentada con esta primera
diferenciación, aunque sin confundirse con ella es la que también suele hacerse
tomando en cuenta las diversas formas de sanción con que se imponen en caso de
evadirlas. conviene, por último, como ya se dijo, considerar la diferente realidad
en los efectos conformadores de todos esos usos y normas, porque algunos, como
ocurre con ciertas normas jurídicas, estimulan en gran manera la conducta
racional del individuo.

Pero basta con nombrar a las normas de esta última clase para percibir de
inmediato que nos encontramos ya en otro terreno. Hemos abandonado el campo
de la presión social difusa para entrar en el dominio del control social
propiamente dicho. Dediquémosle algunas palabras.

B. ACERCA DEL CONTROL SOCIAL

Lo que denominamos control social es una consecuencia necesaria de la


insuficiencia de la presión difusa para regular toda la variedad de la conducta
humana; sólo en determinadas circunstancias cabe confiar por entero en la
acción conformadora de la presión social, es decir, únicamente cuando se trate de
sociedades relativamente sencillas y homogéneas. En cuanto se pasa a suciedades
con un mínimo de complejidad, la conformación no puede ser espontánea y se
exige que alguien determine de modo preciso lo que ha de hacerse en ciertos
casos; en este sentido el control social parece siempre complementario, pero su
volumen e importancia crece con la complejidad social. Las causas de su
aparición, o sea de su exigencia, son, por lo general, estas dos: la necesidad de
encontrar formas nuevas de conducta para situaciones antes desconocidas o la
urgencia de dirimir la colisión entre pautas contradictorias de comportamiento
que en las sociedades complejas se produce por la diversidad misma de sus
orígenes. En el primer caso no es posible esperar que se produzca una definición
espontánea y lenta de la situación, en el segundo, por el contrario, se exige salir
de una situación definida precisamente como de conflicto; en ambos la conducta
eventualmente prescrita se considera imprescindible para el orden social. Hay,
por consiguiente, en el control social un elemento de deliberación y de
voluntariedad que no existe en la presión difusa; se trata de una regulación
puesta y querida como tal. ¿Quién la pone y la quiere? Se supone que la sociedad
misma, de hecho naturalmente por la acción de sus representantes. Surge así, al
lado del elemento de deliberación, un complejo variado de órganos, de
instrumentos y mecanismos que tampoco se ofrecen en la presión difusa. La
teoría del control social se ocupa de cada uno de esos componentes en forma
sistemática; pero de todo ello sólo podemos decir aquí algunas generalidades.

Recordemos en primer lugar que, en definitiva, sólo se conocen dos clases de


medios para inducir a un ser humano a que se comporte de cierta manera o haga
algo que se considere debido: ofrecerle un premio o amenazarle con un castigo.
Un primer análisis del control social podría realizarse dentro de este plano
elemental del premio o del castigo, es decir, de acuerdo con el predominio en el
empleo del uno o del otro; pasaría, sin embargo, de ser una aproximación algo
tosca y puramente inicial. Más importancia tiene la consideración de las técnicas
psicológicas empleadas, que en su variada gama se sitúan entre la persuasión o
convencimiento racional y la pura sugestión de tipo emotivo; los conocimientos
detallados que hoy se poseen no dejan de ser, sin embargo, elaboraciones
refinadas de algunos temas fundamentales. Pero en el caso de que nos
limitáramos a las mencionadas clases de análisis no saldríamos del ámbito de la
psicología, individual o social. Lo que verdaderamente importa desde un punto de
vista sociológico es conocer el tipo de estructura que crean o fomentan las
diferentes formas de control. conviene distinguir en este sentido entre los dos
extremos de un control social que sólo determine un campo de represiones, o sea
de emisiones o conductas negativas, y otro que meramente constituya, por el
contrario, un campo de estímulos en donde el individuo se sienta incitado a la
aportación de actos positivos. En un caso sólo encuentra el individuo obstáculos e
impedimentos; en el otro, la sociedad le ofrece estímulos para su propia creación,
proporcionándole los medios para el desarrollo de su personalidad. Destacan
entre esos estímulos, por su singular significación, todos los que se traducen en
maneras espontáneas y racionales de comportamiento.

Desde otra perspectiva, por último, las formas del control social se
diferencian netamente por las tendencias de su orientación, es decir, por el hecho
de que funcionen al servicio exclusivo de quienes las manejan o en beneficio, por
el contrario, de la totalidad. Las estructuras que se crean son, por lo tanto,
distintas, aunque en apariencia hagan uso de iguales técnicas y procedimientos.

A todo lo anterior sólo cabe añadir por el momento, en apretado resumen, la


tesis de que el control social sólo puede ser interpretado de modo inteligible
dentro de una situación concreta. La estructura del control social depende, por lo
tanto, de precisas condiciones históricas, lo mismo en lo que se refiere a su mayor
o menor intensidad como en lo relativo a las formas que tome. según sea la
homogeneidad o heterogeneidad del grupo de que se trate —por su cultura o por
la composición de su población—, según sean las actividades o propósitos que la
sociedad defina como suyos o el peligro mayor o menor en que se encuentre por
causas internas o externas, según sea el carácter de la época —estacionaria y
estable o sujeta a mutaciones y cambios—, tendrán que ser distintas las formas
en que el control se organice. Es, por ejemplo, evidente la conexión entre el
control y los antagonismos sociales; el predominio de la represión indica las más
de las veces la presencia de tensiones profundas y es síntoma de una grieta más o
menos grave de la cohesión social. En el seno mismo de los estados totalitarios,
dentro de sus peculiares condiciones, esa conexión se muestra muy clara en la
singularísima alternancia entre propaganda y policía; toda acentuación de
medidas policíacas significaba un fallo en los efectos de la propaganda, así como
al contrario todo éxito de una campaña propagandista permitía una relajación de
los instrumentos de policía.

C. CONTROL SOCIAL Y PODER

Para terminar, recuérdese que el tema del control social necesita completarse
con el estudio del poder. El control constituye una regulación deliberada puesta
por la sociedad a través de sus representantes, su naturaleza dependerá, por
tanto, de quiénes sean éstos y de cómo estén organizados. Dicho en otra forma,
las estructuras de control se insertan en las configuraciones más amplias de
dominación y en ellas se encuentran prefiguradas sus tendencias.
V

LA PERSONA SOCIAL

Como cualquiera otra virtud puede también convertirse en un vicio el


aconsejable procedimiento pedagógico de la repetición y del resumen.
Desprendámonos de ese lastre en los comienzos de esta lección. Por otra parte, es
tan reducido lo acumulado hasta hoy que no es apenas gentileza suponer la
inexistencia de olvidos. Retengamos, sin embargo, algunos de los hitos. Nos
hemos ocupado de la denominada cohesión social como categoría clave en el
pensar sociológico. Y exentos en esto como en todo de cualquier pujo de
originalidad recordamos que el hecho social en la terminología de la «vieja
escuela» francesa es en esencia un hecho de conformidad. En el intento de
explicarlo fue necesario discurrir sobre las diferencias que separan los factures
conformadores de la presión y el control sociales. Pero aunque distintos como la
espontaneidad y la organización ambos son en igual medida necesarios. sin ellos
no sería posible nuestra experiencia de la sociedad como un todo unitario.

A. HOMBRE FERINO Y HOMBRE SOCIAL

El tema de la lección de hoy se perfila cabalmente como el reverso de todos


esos fenómenos. Es decir, su proyección sobre el individuo determina y configura
como tarea el estudio de la persona social. se trata entonces, claro está, de lo que
el sociólogo puede decir con alguna autoridad sobre el ser humano desde su
peculiar punto de vista. Pero reconociendo la completa legitimidad de esta
perspectiva sería, sin embargo, un grave error que quisiéramos eludir aquí el
negarnos a ver de antemano lo que ésta tiene de fragmentario y parcial. El tema
del hombre como persona no se agota en su examen sociológico; porque dentro de
una larga y continuada tradición ha constituido la preocupación esencial de
filósofos y teólogos, como más tarde de los psicólogos modernos. Parece, por lo
tanto, superfluo cualquier intento de convencer que puntos de vista tan distintos
hayan destacado de la misma realidad humana, casi por necesidad, aspectos muy
diversos y de que nuestra misión por el momento no es la de otorgar
preeminencias ni de dirimir discordias. El sociólogo enfoca al hombre de acuerdo
con las exigencias de sus propios intereses de conocimiento y desde este ángulo
—su servidumbre si se quiere— algo puede ser con novedad. Esta su pretensión
es desde luego tan correcta como fecunda dentro de sus límites. Lo inaceptable
sería considerarla como la más correcta o la única posible y creer que el sociólogo
pasee en consecuencia la clave del conocimiento humano.

Formuladas estas salvedades, ya no hay peligro en abandonarnos sin


inquietudes a la averiguación sociológica, incluso cuando incurre con tendencia
comprensible en determinadas exageraciones expresivas. Porque el sociólogo
tiende a contemplar al hombre como un «producto» de la sociedad —de su
particular sociedad— y toda su terminología se encuentra impregnada como es
natural por semejante inclinación. Desde esta su perspectiva la persona no puede
menos que reflejar de alguna manera las peculiaridades del medio social en que
ha crecido, y no sólo de sus relieves más superficiales y externos, sino de la capa
más profunda de la diversa naturaleza de la cohesión social que la mantiene. La
sociología en su actitud espontánea postula la existencia de cierto paralelismo
entre los procesos psíquicos y los sociales. En la persona se espeja la estructura
social. Pero más allá de esa metáfora las posiciones más extremas mantienen sin
atenuación que la persona es un mero precipitado de semejante estructura.
Tratemos de ver lo que hay de válido en esta posición.

En el análisis del concepto de conformidad hemos visto destacarse dos


aspectos que ahora conviene examinar de nuevo. Por un lado, se encuentra el
hecho de la modelación del hombre por su convivencia con los demás, su
ineludible «estar conformado». Por otro, el dato efectivo de la participación en
cosas comunes, es decir, de su aceptación más o menos completa por parte del
individuo, que lleva consigo de modo necesario ese sostenido esfuerzo de
interiorización que cristaliza más tarde en un hallarse conforme. Ambos aspectos
se recogen por la teoría sociológica en su tesis fundamental de que la persona es
siempre el resultado de un proceso de socialización. Sociólogos y psicólogos
sociales se refieren hoy con este término a la complicada actuación de las
múltiples acciones y reacciones que convierten a la pura unidad biológica del
individuo en su nacimiento en el adulto posterior, pleno partícipe de la vida
social. Dentro de ese lenguaje la afirmación de que un individuo se encuentra ya
socializado equivale, por lo tanto, a declarar que se comporta de hecho
aproximadamente como de él se esperaba, que en consecuencia no han sido
defraudadas las expectativas sociales —de los demás— acerca de su actividad en
una palabra que se conduce como los otros. Se trata, en definitiva y en términos
corrientes, de un individuo que ha asimilado los valores de su sociedad. Sin
embargo, semejante asimilación no es en principio cosa fácil ni obra de pocos
días; supone por el contrario una larga etapa formativa en que el individuo no
sólo estuvo sometido a la presión social en sus diversas sanciones difusas, sino a
los distintos instrumentos de control, entre los que destacan en las sociedades
avanzadas las instituciones educativas en su gran variedad. Durante ese largo
tiempo y en virtud de ese proceso el individuo acaba por aceptar, por hacer suyas,
las vigencias externas tanto sociales como culturales del mundo que le rodea.
Hasta el punto de que una vez incorporadas, «interiorizadas», como dice el
término poco feliz en uso, deja de percibirlas y sentirlas en su exterioridad, más
bien como formando parte de su naturaleza. Por lo menos como cosas evidentes
por sí mismas, Algunos objetan no sin fundamento al término socialización
porque lo que el individuo absorbe es en definitiva la cultura de su grupo. Pero
aparte del elemento siempre accidental en la creación de términos, no puede
negarse que lo que el sociólogo pretende señalar es la acción intermediaria de la
sociedad, aunque se trate —lo que no siempre es así en estricto sentido— de la
asimilación de contenidos culturales.

Ahora bien, en la medida en que los individuos de una determinada sociedad


se encuentran sometidos a idénticos influjos y crecen circundados por las mismas
instituciones, es imaginable sospechar la existencia en todos ellos de una
configuración psíquica semejante. Por lo tanto, a estructura social común
correspondería una estructura psíquica asimismo común. Esta hipótesis afirmada
en general como tópico impreciso y que al ser formulada con rigor sistemático en
el pensamiento de W. Dilthey, vuelve a circular en estos días con la pretensión de
un descubrimiento. Un grupo de antropólogos y sociólogos de predominante
formación freudiana, (A. Kardiner y otros) han lanzado el término dudosamente
afortunado de «personalidad básica» o de «estructura básica de la personalidad»
para denotar el fenómeno de las referidas semejanzas en los tipos psíquicos.
Desconozco cual pueda ser su futuro, aunque sus interpretaciones parezcan algo
mecánicas comparadas con las de la vieja «psicología comprensiva». La idea queda
en pie en todo caso con iguales promesas de fecundidad para historiadores y
sociólogos.

Sin embargo, el denominado proceso general de socialización no es


seguramente suficiente para explicar, ni aún desde el punto de vista sociológico,
la formación completa de la persona; porque todavía interviene la sociedad de
modo decisivo por medio de la «funcionalización» que distribuye. La persona, en
efecto, sólo se precisa en su último perfil en virtud de la función que el individuo
cumple, del papel social que representa. De suerte que supuesto un individuo
como «socializado» todavía le queda el paso por la modelación específica que
impone asimismo lentamente el ejercicio de un determinado papel. No es, en
modo alguno, imposible que el individuo invente o cree un nuevo papel; mas esa
originalidad es excepcional y sabemos que la mayoría los encuentran dados en su
sociedad sin más diferencias individuales posteriores que las distintas calidades
en su cumplimiento. La interpretación psico-social se manifiesta así mucho más
rica, pues no puede menos de tomar en cuenta esos diversos tipos singularizados
al lado de la supuesta estructura fundamental para una época o sociedad
determinados.

Por otra parte, aún aceptada una u otra interpretación sociológica de la


persona nos quedaría un largo camino por recorrer para completarla
debidamente. Porque se impone de inmediato la indicación de los procesos
psicológicos que la hacen posible. Pero de esa manera entramos en el campo de
las distintas escuelas de la actual psicología, cuyas diferencias o aun
antagonismos de principio no es posible resumir por falta de tiempo y sin duda
también de competencia. Recordemos tan sólo por vía de ilustración la vieja
polémica continuamente remozada acerca del denominado equipo psíquico que el
hombre trae al nacer, y cómo la clásica teoría de los instintos parece tan pronto
liquidada como renacida de nuevo bajo terminologías diferentes. Otra discusión,
como es natural, de igual persistencia es la que se refiere al carácter decisivo
mayor o menor de los distintos procesos psíquicos y a las maneras de su enlace y
conexión. sin embargo, esas controversias de escuela no afectan, en definitiva, a
la postura sociológica que siempre tiene por supuesto la conformación posterior
de la estructura congénita u originaria por el influjo del medio social.
Lo verdaderamente significativo del momento actual se encuentra a este
respecto en la coincidencia creciente de filósofos y especialistas en la
interpretación de la persona, y a la que sólo cabe hacer una rápida alusión,
aunque resulte opaca por el momento. Los conceptos de proyecto de vida, de nivel
de aspiración, de campo psíquico, entre otros, encierran todos una visión
semejante, que justifica la parcial del sociólogo.

Una como prueba de la interpretación sociológica de la persona antes


desarrollada solía ofrecerse hasta hace bien poco con la presentación de casos del
denominado hombre ferino. Pero poco a poco, con tan tremebundo término ha ido
desapareciendo de libros y lecciones semejante recurso probatorio. Y no deja de
ser deplorable en cierto sentido, pues permitía interrumpir la fatiga de los
conceptos abstractos que dominan el discurso científico con la atractiva apertura
al mundo de lo legendario y pintoresco. Los niños lobos de la India alternaban con
algunas invenciones literarias para dejar patente que no es posible el desarrollo
normal del hombre sin la asistencia de la sociedad. De esa impresionante
presentación del hombre ferino sólo ha venido a quedar el análisis, otra vez
rigurosamente científico, de las condiciones del desarrollo de algunos niños en
circunstancias de aislamiento casi completo. Pudo constatarse, en efecto, de
modo evidente la existencia de deficiencias lo mismo en su desarrollo físico como
en el mental, el predominio de un apático estado vegetativo. Torpes en sus
movimientos y en el uso de sus sentidos, incapaces de hablar no hubieran podido
mantenerse por sí solos en un estado más deficiente que el puramente animal.
Los resultados problemáticos de los intensos cuidados a que se les sometió
prueban la dificultad de recuperar con todo éxito lo que se produce
espontáneamente en la maduración del niño normal. (Ver K. Davis, Human
Society, cap. 8, 1949).

B. EL CISMA EN EL ALMA

El paralelismo entre estructura psíquica y estructura social subyacente,


como se ha visto, en la interpretación sociológica de la persona constituye una
hipótesis que en estos últimos años ha mostrado su fecundidad en campos
distintos del de la teoría sociológica pura. Su aplicación se sugería desde luego en
el estudio de los problemas presentados por los desequilibrios de la personalidad.
Pero en ese camino se ha ido para algunos críticos demasiado lejos. El intento de
mostrar correspondencias muy estrechas entre tipos de sociedad —de vida
social— y formas específicas de demencia no parece convincente ni comprobado.
Otros ensayos con menos pretensiones de rigor han tenido, por el contrario,
mayor aceptación; la idea, por ejemplo, de que ciertos trastornos —como los del
tránsito de la pubertad— más que constantes de la naturaleza humana estaban
influidos por la vigencia o no de determinados usos y costumbres. En términos
generales el punto de vista sociológico fue aceptado por algunos discípulos de
Freud, atenuando y complementando el riguroso naturalismo del maestro en la
interpretación de ciertas neurosis. Nuestra cultura se encuentra hoy tan
penetrada por esos puntos de vista que se imponen en la interpretación cotidiana
y vulgar de nuestros «desajustes». Toda doctrina está expuesta, como es sabido, a
los peligros de una vulgarización semejante. De suerte que alguna profesión
contemporánea, noble y meritoria sin duda alguna, trata de ajustar lo
desajustado en nuestras relaciones, con recetas algunas veces demasiado
sencillas y mecánicas. No se puede olvidar, por último, en este rápido recordatorio
que algunos representantes de la ecología humana han creído percibir relaciones
—gráficamente demostrables— en la distribución por áreas del deterioro material
y mental. cualquiera que puedan ser las exageraciones y aún errores de
semejantes intentos, queda en pie la posibilidad de contribución valiosa del
sociólogo en la interpretación del fenómeno del «cisma en el alma» (A. J. Toynbee).

Conviene, en consecuencia, que concedamos algo más de nuestro medido


tiempo a tan grave tema sin ir más allá, naturalmente, de lo que sólo son iniciales
planteamientos. Un manifiesto carácter preparatorio tendría toda consideración
en este momento de los conceptos ya mencionados de ajuste y equilibrio. No
puedo negar mi inclinación favorable a la critica filosófica que en nuestros días
poner enérgicos límites al sentido y valor —existencial se entiende— de tales
ideas. Pero sean o no expresión de los ideales negativos de la vida vulgar, del
imperio de su mediocridad, lo cierto es que debe manejárselas con alguna cautela
aun dentro del campo estricto de la psicología. La ilusión del equilibrio persigue a
la ciencia social en sus diversas ramas. La persona es, dentro de ciertos límites,
un estado de ajuste o equilibrio, pero siempre lábil y nunca de carácter mecánico.
Podría entenderse en el mismo sentido, pero con mayor precisión que la persona
consistiría en el esfuerzo sin tregua por alcanzar ese equilibrio —entre los
diversos estratos psíquicos, entre las urgencias internas y las incitaciones
exteriores, etc.— o si se quiere por repetirlo de nuevo continuamente. La persona,
en una palabra, no tiene carácter sustancial, sino funcional; no acaba de hacerse
nunca y siempre está en peligro. Por otro lado, claro está, no todos los momentos
o estados de equilibrio pueden entenderse o explicarse sociológicamente. Todo
esto es lo que suelen olvidar los beatos del ajuste.

Estas salvedades afectan a los límites, pero no naturalmente a la validez de


una perspectiva. Es decir, que está justificado que el sociólogo trate de interpretar
ciertos desarreglos de la personalidad desde los ángulos del proceso general de
socialización o del más específico de funcionalización.

La sociología ha mostrado siempre cierta debilidad por el tema, como antes


se decía de la «personalidad dividida». Y la referencia al famoso relato de R. L.
Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, pasaba de uno a otro de los
viejos manuales antes de que el cine hiciera ociosa su lectura. Claro es que sus
casos no eran ni podían ser tan extraños y alucinantes, pero por lo mismo mucho
más reales en su cotidianeidad. Sociólogos y psicólogos sociales suelen acudir
ahora en tales apuros a las teorías más en boga sobre los papeles sociales, grupos
de referencia, etc. Es evidente que la visión compartida en estas lecciones de la
persona como núcleo sostenido de distintos papeles sociales, incita a sospechar
de inmediato que no pocos trastornos pueden provenir de la incoherencia en el
conjunto de esos papeles. Cuando éstos exigen del mismo individuo cosas
incompatibles o contradictorias no puede armonizar su cumplimiento con
facilidad y en su esfuerzo por conseguirlo quizá se sienta malogrado y en
situación de crisis. El desgarramiento en semejante condición, la dificultad de
alcanzar un mínimo de equilibrio interior, es consecuencia notoria del previo
desequilibrio y «desajuste» externo en la serie exterior de los papeles y funciones
sociales. Lo mismo sucede, claro está, cuando en una sociedad se fomentan
«niveles de aspiración» que luego no permite alcanzar de hecho. La teoría parece
correcta, pero en la formulación de hipótesis debe marcharse con cautela. No
siempre es el sistema social directamente responsable en virtud de la supuesta
incompatibilidad de los papeles que ofrece. Por otra parte, semejante
incompatibilidad parece existir en mayor o menor grado en todas las sociedades,
sin que por eso el hombre normal se encuentre inevitablemente afectado y sin
recursos para resistir sin peligro un mínimo de incoherencia. El examen, aún el
más rápido de los mecanismos psíquicos que lo hacen posible —el paso, por
ejemplo, de la benevolencia excesiva del padre al rigorismo del juez—, es cosa que
excede por completo de nuestros propósitos y posibilidades. Debe tenerse en
cuenta, por último, que el origen de muchos desequilibrios pudiera atribuirse a
un acto de intransferible decisión individual, el de la elección inicial misma de un
determinado papel. Porque si es cierto que la sociedad nos los ofrece las más de
las veces completamente hechos —confeccionados— y más o menos armoniosos
entre si, no lo es menos que el individuo es el que en definitiva elige y se decide.
Un momento gravísimo en toda vida es aquel en que el acierto pudo hacer
coincidir la vocación personal con el diseño colectivo. No puede negarse, sin
embargo, y el círculo se cierra así de nuevo que esa posibilidad no está exenta de
influencias estructurales.

Ahora bien, si las anteriores alusiones se referían propiamente al proceso


específico de funcionalización se impone añadir unas pocas más dentro ahora del
ámbito del proceso general de «socialización». Los más típicos trastornos a este
respecto y los de mayor interés para el sociólogo residen en el hecho de que esa
socialización suele ser insuficiente en uno u otros momentos. No siempre prepara
al individuo adecuadamente para todos aquellos que suponen un tránsito más o
menos brusco, sea de origen biológico como puramente social cuando no
convergente. Casos representativos en nuestras sociedades son los problemas tan
distintos de la adolescencia y de la senectud. El joven se enfrenta muchas veces
en forma abrupta con el paso del medio cobijado de la familia y de la escuela al
mundo sin defensas de la profesión y de la economía. La rebelión juvenil tiene
cabalmente su origen en esa condición —hoy agravada— de la que no pudo
escapar por completo ninguna sociedad histórica. Se aduce también —para
nuestro tiempo— la creciente desconexión entre los ritmos tecnológicos y los más
profundos que impone la naturaleza. Con esto, sin embargo, comenzamos a
abandonar el campo de la sociología empírica para entrar en otros más amplios.
El cisma en el alma en la expresión de Toynbee traduce las preocupaciones y las
angustias de una sociedad o de una época crítica. En ellas el individuo no puede
menos que interiorizar a su propia costa las tensiones colectivas del momento. No
es cosa de averiguar si éste en que vivimos es o no uno de ellos. No constituye en
todo caso una novedad histórica, y por eso algunos historiadores —como
Burkhardt— fueron grandes biógrafos de «almas cismáticas» arrastrados por su
predilección por las épocas críticas.

C. EL SECRETO DEL YO

¿Puede sostenerse, sin embargo, que la persona es sólo un reflejo, un mero


producto de su suciedad? ¿Cómo podría alterarse y modificarse entonces esa
suciedad? ¿Dónde situar la larga lista de creadores, de inventores, de rebeldes y
profetas de cuya acción conocemos por la historia? No es necesario repetir lo que
se ha dicho ya acerca de la inconformidad y lo que ella significa en la dinámica
social; la historia no hubiera dado un solo paso si únicamente se hubieran
ofrecido reproductores fieles de lo existente. La estructura de la persona traduce
sin duda y de algún modo la de la sociedad, pero es algo más que esa capacidad
plástica y reflectante; es creación y espontaneidad. Es producto por un lado pero
también agente productor; mueve al mismo tiempo que es movida. Por eso se
mantuvo desde el comienzo que la interpretación sociológica no agota el saber del
hombre y que ha sido un error de nuestro tiempo creer que de la sociología podía
esperarse la última palabra; más aún, que ella y la psicología nos darían las
técnicas de manipulación necesarias para realizar la utopía científica del
psicólogo behaviorista.

Todos somos productos de nuestro tiempo y nuestra sociedad, pero también


indudablemente algo más. La filosofía actual (1946) se rebela contra la visión
sociológica del hombre y nos amonesta cuando no queremos ser otra cosa que la
persona común de las exigencias cotidianas. A la persona como yo social se opone
el yo profundo, la persona íntima, la vida auténtica, el único, la existencia,
distintas maneras de expresar idéntico imperativo. Lo que todos ellos significan
no lo vamos a examinar aquí para poder seguir siendo fieles a nuestro papel; la
ciencia empírica tropieza en este punto con un no saber al que tiene que
resignarse. Es en fin de cuentas el secreto del hombre, el misterio que le dolía a
Unamuno. «Tú sabes que llevamos todos el misterio en el alma y que lo llevamos
como un terrible y precioso tumor...» Y si alguien le pareciera inoportuna la cita
de un hombre a quien horrorizaba la sociología; recordemos cómo el psicólogo y
filósofo behaviorista G. H. Mead dejaba fuera de la ciencia el secreto último del yo,
su impredecible e irreductible espontaneidad. Frente al yo social, al me, a esa
persona formada en la interacción social que no es más que el otro generalizado,
está la capacidad de reacción del I, del yo profundo y desconocido,
espontáneamente activo incluso frente a las exigencias más habituales de su
socialización. La ciencia es capaz de analizar con cierta finura los contornos del
me; pero del I sólo sabe escuetamente de su presencia, sólo conoce que sea como
sea existe de hecho en alguna forma como fuente imprevisible e inagotable de
creación.

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