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PRÓLOGO
*
El lector podrá preguntarse por qué este libro no fue publicado antes. La
respuesta es compleja y ciertamente no pudría ser completa. Medina lo conservó
con reserva, aun para sus allegados y amigos más próximos. Acaso pensaba
revisarlo y completarlo con calma dejándolo como una obra de reflexión madura que
condensara su concepción de la sociología incorporándole el fruto de sus
meditaciones y escritos de sus largos años cepalinos (1952-1977). No fue posible, y
ya seriamente enfermo, lo dejó para su publicación póstuma.
También se ha incluido para la ilustración del lector una breve nota biográfica
del autor con una bibliografía que contiene sus obras fundamentales.
JORGE GRACIARENA
*
I
LA TEORÍA SOCIAL
A. LA SOCIOLOGÍA Y SU EQUIVOCO
B. TEORÍA Y CIENCIA
¿En qué consiste este algo? En el sistema, como veremos. Una teoría es en
sistema de conceptos, es decir, un cuerpo de conceptos lógicamente integrados
acerca de lo que es nuestra experiencia de un determinado fragmento de la
realidad. No se trata de una mera descripción, ni tampoco de un conjunto o
simple repertorio de conceptos, sino de conceptos relacionados entre si en cierta
forma. Conviene, pues, insistir un poco —un poco más— sobre lo que son los
conceptos y el sistema.
Podemos decir por ahora que el concepto es la abreviatura de algo real. Con
ello se indica que trata de describir cosas dadas en la realidad, pero en forma
abreviada, sucinta. No reproduce o copia exactamente la realidad, sino que elige
de ella ciertas notas. Esta descripción selectiva, abreviada es lo que en términos
técnicos se llama abstracción. Por medio de los conceptos abstraemos de la
realidad, de las cosas que se nos dan en ella, ciertas notas o características que
son las más importantes y decisivas. Notas que por eso se llaman esenciales,
definitorias. Claro es que hay diferencias según los tipos de conceptos de que se
trate y a tenor de los fines de conocimiento que persigamos. Y aquí, sin duda, se
plantean delicadas cuestiones filosóficas a que ni siquiera podemos aludir.
Lo que nos importa ahora es tener una idea del porqué de esa naturaleza
abstractiva, selectiva del concepto. Decimos que el concepto jamás reproduce o
copia exactamente la realidad, que nunca puede ser una fotografía de ella. ¿Por
qué? Porque la realidad, su trozo más pequeño, es de una riqueza inagotable. Lo
que en cualquier momento se nos ofrece tiene siempre una multiplicidad
indefinida de notas; cuando tratamos de examinarlas de cerca nos parecen
inabarcables. Así, este atril en que me apoyo. ¿Cómo abarcar todas sus notas de
color, de dureza, de forma, etcétera? Y, sin embargo, digo atril y todos me
entienden. Pues no nos importa este artefacto en todas sus peculiaridades, en la
plenitud de sus singularidades que nos obligaría a una penosa descripción, sino
reconocerlo como ejemplar de una cosa que sirve para ciertos fines y tiene una
forma definida. Es decir, nos basta y nos sobra con el concepto de atril y podemos
prescindir de todo lo que éste contiene en el momento actual. Y lo mismo con el
árbol, la casa, el libro o aun con el amigo Pedro o el amigo Juan, pues aunque los
creemos bien conocidos nunca los tenemos presentes con la totalidad de sus
rasgos. Ahora bien, como el personaje de Molière, todos hacemos prosa sin
saberlo. Es decir, todos estamos viviendo en cada instante lo dicho acerca del
concepto en la medida en que hacemos uso de un lenguaje. Todo idioma
representa un gran acopio de conceptos, cristalizados de manera diversa en sus
términos y vocablos y no sin orden ni concierto, sino trabados por un sistema, el
de su gramática. Por eso todo lenguaje es ya una ordenación de la realidad, una
«preciencia» y participamos de ese saber por el simple hecho de manejarlo. Y como
no todas las cosas del contorno nos interesan de igual manera y como a cada una
hay que acercarse de modo distinto, según sea su naturaleza y según lo que nos
importe conocer de ella, el juego de lo que se encuentra en la circunstancia con lo
que de la misma interesa al hombre dicta en cada caso el repertorio de conceptos
y en consecuencia de palabras. Por eso a nosotros nos basta la palabra camello
para saber de un animal que quizá veamos entristecido en algún zoológico, pero
en cambio los árabes del desierto que tanto necesitan de él poseen abundantes
palabras —conceptos— para captarlo en la multitud de sus posturas, formas,
características y usos.
¿Qué ocurre con las llamadas disciplinas sociales en relación con todo lo
dicho? Hay por lo pronto una respuesta previa y en extremo clara. Y es que si las
disciplinas sociales —Sociología, Economía, Política, etc.— pretenden merecer el
nombre de ciencias han de probarlo por su capacidad teórica. La ciencia social en
general o las ciencias sociales en particular, han de ofrecer también una teoría, es
decir, un cuerpo sistemático de conceptos sobre la realidad social o un sector
determinado de ella. Necesitan presentar una teoría que sirva como guía de la
investigación. Suceden, sin embargo, dos cosas. Por un lado, el hecho de la
pobreza teórica en la ciencia social. Por otro, el hecho de la renuncia por parte de
algunos de sus cultivadores a toda teoría, a toda pretensión teórica. Nos interesa,
por el momento, esta segunda cuestión. Durante estas últimas décadas se ha
manifestado por todas partes —pero muy en especial en los Estados Unidos— una
tendencia entre los investigadores de ciencia social a prescindir de la teoría y a
atenerse a lo que ellos llaman los hechos, al descubrimiento de hechos en
situaciones problemáticas muy limitadas. Importaba según estos señores
amontonar el mayor número posible de conocimientos de hechos, sin preocuparse
de una teoría que en todo caso sería el resultado final de estas investigaciones. Lo
que había que desarrollar era, por el momento, técnicas adecuadas de
investigación. Este movimiento significa una reacción que parece en principio
justificable. El siglo XIX había dejado una herencia de numerosas teorías que no
parecían comprobarse. Eran, por otra parte, demasiado ambiciosas o en extremo
unilaterales. Abarcaban con excesivo gesto totalizador todos los aspectos de la
vida real o histórica o se ceñían a perseguir con monotonía la supuesta fuerza
causal de un solo y determinado factor. Nuevas generaciones educadas con mayor
rigor en los métodos científicos, los de la ciencia natural sobre todo, empezaron a
ver esas teorías con disgusto y desdén; todas esas generalizaciones tan
ambiciosas perdieron de repente su prestigio. Pero en vez de atenerse a un
examen crítico de la situación, a una criba rigurosa de toda esa herencia teórica,
escaparon de ella en realidad y en forma demasiado fácil para ser acertada. No
más teorías, hechos y nada más que hechos; técnicas y nada más que técnicas.
Estadística, por ejemplo, y sólo estadística. En todo esto había una reacción
exagerada y no poco de ingenuidad metodológica y filosófica, porque también
hacían su filosofía sin quererlo. Por lo pronto olvidaban algo que ya parecía
definitivamente ganado, a saber, que un catálogo por rico que sea no es una
ciencia. Y que los llamados hechos no existen como tales, son el resultado de
determinadas cuestiones o preguntas que hacemos a la realidad, apoyados a su
vez en ciertos supuestos. Son el producto, en una palabra, de los modos de
encararnos con las cosas. Por eso, lo que se daba propiamente con todos estos
«ascetas de los hechos» es que teorizaban sin darse cuenta. Y que por ser su teoría
implícita, o no declarada, era de caracteres toscos y rudimentarios.
Un elemento perturbador, causa en parte de todas estas desilusiones y
vaivenes, ha sido la fijación en el modelo obsesivo de las ciencias naturales. Es
evidente que cuando se comparan las construcciones y los resultados de la
ciencia natural con los de la ciencia social, aparecen los de esta última pobres e
imprecisos. Pero la medida está mal aplicada. Cada ciencia tiene su propia teoría,
según la naturaleza de su objeto y a tenor de sus intereses de conocimiento. Y es
incorrecto, por tanto, juzgarla con los patrones válidos para otra distinta. Con
esto volvemos a aludir a la cuestión, al parecer nunca zanjada, de la relación
entre ciencias naturales y sociales. ¿Puede ser de igual naturaleza la construcción
teórica de las ciencias naturales y sociales? Y, sin embargo, la respuesta, que es
sí y no al mismo tiempo, hace no pocos años que está dada. Sí, en la medida en
que los procedimientos del saber científico son siempre los mismos para todo
sector de lo real; no, en la medida en que la peculiar naturaleza de la materia
estudiada determina en cada caso un manejo diferente de aquellos
procedimientos y principios. La unidad lógica de la ciencia coexiste así con la
diversidad de las ciencias particulares. En las ciencias humanas la contextura
peculiar de su objeto hace imposible que se den ciertos caracteres de la ciencia
natural; pero esto no significa que no puedan construir su propia teoría, que
tendrá, naturalmente, otros caracteres también peculiares. Con esto ha llegado el
momento de cortar aquí estas consideraciones sumarias acerca de la construcción
teórica de la ciencia social. Antes de terminar, sin embargo, conviene que
tengamos una idea previa de los tipos de conceptos que se manejarán con más
frecuencia en este curso.
1. Conceptos generales.– Pertenecen a esta clase, por ejemplo, todos los que
vamos a utilizar en la teoría de la sociedad: los conceptos de status, autoridad,
competencia, movilidad, conflicto, etc., es decir, todos aquellos que tratan de
apresar fenómenos que se ofrecen reiterados en cualquier sociedad. Como lo que
importa son las características más típicas de esos hechos de repetición, la
configuración relativamente constante que toman, los conceptos a que nos
referimos son tan generales en su validez como sobrios en su contenido. O sea,
son los más abstractos de todos.
LA ACCIÓN SOCIAL
A partir de aquí nuestro interés se dirige a este peculiar hacer del hombre. Si
lo que mantiene a toda formación social es la actividad humana —una actividad
de peculiar naturaleza—, ¿no habremos encontrado en la acción social el
elemento de que hay que partir en nuestro análisis? ¿No tendrá aquí la teoría de
la sociedad su último soporte? O dicho en otra forma: ¿no será la teoría de la
acción social el fundamento de cualquier posible teoría sociológica? No todos los
sociólogos están hoy de acuerdo en este punto, naturalmente. Pero vale la pena
que intentemos explorarlo, pues si resultara que teníamos razón, si esta hipótesis
fuera correcta, quizá encontraríamos en el análisis de la acción social algunas de
las categorías más generales del sistema a que debemos aspirar. Tendríamos en
este caso lo que en lengua inglesa se llama técnicamente el «marco de referencia»,
o sea el conjunto de los conceptos más generales que encuadran y orientan
nuestra investigación. Conceptos a que en todo momento hay que «referirse» y en
los que otros más particulares se subsumen.
1) Actor y situación
Veamos ahora qué nos ofrece un primer análisis de esta acción social o más
propiamente de la acción humana en general. Dos ingredientes se destacan
enseguida, que responden a las preguntas del quién y el dónde. ¿Quién es el
actor? ¿Dónde se realiza? Toda acción humana complica a quien la lleva a cabo
en las circunstancias dentro de las cuales se realiza. He aquí, pues, una primera
pareja de conceptos: actor y situación. Pero estos conceptos así separados se
refieren a algo que se da entrelazado y conjunto en la realidad: el agente en su
situación, formando parte de ella. se trata, en efecto, de un complejo que algunos
escritores de hoy tratan de expresar ayudándose de un guión (actor-situación),
aunque esto reste elegancia y dé aspecto pedante a su prosa. Anotemos de pasada
la importancia creciente que va alcanzando el concepto de situación en la ciencia
social de nuestros días, sociología, psicología social, etc. Viene a sustituir al
concepto de medio o ambiente que predominó en el siglo XIX; y lo hace con gran
ventaja, pues la relación actor-situación es mucho más la del hombre que la de
organismo-medio. Sin que podamos por el momento dar las razones, que nos
llevarían muy lejos.
II.
Instrumentos de la acción.– Todo lo que, ofrecido también por la situación,
puede ser utilizada por el agente o sujeto de la acción como medio para lograr sus
propósitos. Lo que puede funcionar como instrumento es muy diverso; no sólo las
cosas materiales, sino otros individuos, estímulos psíquicos, símbolos, cualidades
personales, etc. Yo utilizo ahora mi voz con sus variaciones de timbre, mis
ademanes, mis energías, etc.; y así indico con este ejemplo —de cosas
inseparables de mí mismo— elementos de la situación que no podía recoger con
claridad la vieja dicotomía organismo-medio.
III.
Orientación de la acción.- Ocurre las más de las veces que en mi situación
no sólo encuentro condiciones e instrumentos, sino orientaciones más o menos
precisas acerca de mi acción. Algunas veces nada menos que su contenido
mismo, prefijado y definido en el modelo que se me ofrece. Otras, una simple
indicación de cómo tengo que desarrollar mi acción de querer conseguir tal o cual
objetivo; es decir, una orientación técnica, sea lógica o de otro tipo. Y entre ambos
extremos sus variados casos intermedios. Ahora bien, cualquiera que sea esa
orientación tampoco la pone el agente, sino que la encuentra también dada, ahí,
ofrecida, a las veces marcadamente impuesta. La orientación de la acción es por
ese otro componente de mi situación, de mi circunstancia. En la situación en que
ahora vivo al dictarles esta conferencia, no he inventado casi nada de lo que estoy
haciendo, sino que sigo pautas que me he encontrado dadas. Trato de
comportarme de acuerdo con las reglas que se me ofrecen —orientación técnica—
para el desarrollo de mi actividad —la manera, por ejemplo, de construir y de
pronunciar la lección— y hasta buena parte del contenido también está ahí, pues
que mi cometido en principio consiste en transmitir ideas no crearlas originales
de modo necesario.
Al terminar esta lección, observemos que en todo lo dicho en ella hemos estado
aludiendo al hombre como persona, a lo social como presencia colectiva y a la
cultura como transfondo. Estos tres conceptos, personalidad, sociedad y cultura,
se implican mutuamente, y cuando se examina la realidad que cada uno de ellos
encubre se considera también por necesidad y como de soslayo la de los demás.
La conciencia de esta complicación ineludible domina cada vez más a los
cultivadores de la ciencia social y es una nota característica del pensamiento
contemporáneo; lo que los filósofos llaman la circularidad de lo humano. Pero esto
no quiere decir que sea incorrecto proceder por partes, tanto en la investigación
como en la enseñanza. No hay más remedio que separar, pero manteniendo
siempre la conciencia de que así se hace para nuestro fin de conocimiento o de
exposición.
III
LA COHESIÓN SOCIAL
A. CONFORMIDAD Y DISCONFORMIDAD
Si el hombre hace con sus actos a la sociedad, ¿cómo la hace?; ¿cómo son
esas acciones? Porque, en efecto, se trata de un hacer actual ciertamente, pero al
mismo tiempo un hacer uniforme. ¿Qué es lo que añade esta última nota?
Simplemente un hecho de repetición. Las acciones que mantienen una
determinada formación social sólo pueden observarse en la medida en que se
reiteran de una manera sensiblemente semejante: ¿qué es lo que nos permite
hablar de la familia X? No otra cosa que la presencia en la realidad de un pequeño
grupo de personas, algunos de cuyos actos observados y observables reiteran en
forma muy parecida los que se cumplen en cualquiera de las demás familias
conocidas en el mismo tiempo y lugar. Actos de autoridad y cuidado por parte del
padre o de la madre, acciones de respeto u obediencia de los hijos, cariño
recíproco, confianza mutua, etc. Esos actos se repiten desde luego en
entrelazamiento continuo y de manera no idéntica pero sí muy semejante por su
carácter en cualquiera de las familias que conocemos. Se diría que todas ellas
realizan o se esfuerzan por realizar un modelo determinado. Ahora bien, tal cosa
es lo que sucede en efecto: en cada momento hay un patrón de lo que se
considera familia y todos sus miembros están obligados a sujetarse a él. Sin duda
alguna ese patrón ha podido variar en la historia, pero no deja de haber en
cualquier momento uno admitido como vigente. En él podrán distribuirse los
papeles de diversa manera, pero siempre habrá papeles definidos; el de pater
familias, el de hijo primogénito, el de pariente, etc. Cada uno de esos papeles
determina un conjunto de derechos y obligaciones, lo que se espera del
cumplimiento de cada cual. Por eso, en la medida en que los individuos se atienen
a lo exigido por esos papeles —y no pueden dejar de hacerlo— generan de modo
necesario las conductas uniformes constitutivas de la trama de las formaciones
sociales. Ahora bien, lo que se ha dicho respecto de la familia vale también para el
sindicato y lo que se afirma del padre como papel social puede sostenerse del
profesor. De mí se espera, en efecto, en cuanto profesor, un comportamiento
determinado en estos momentos y por eso llenaré esa figura con mayor o menor
éxito —esto ya es otra cosa—, mientras no haga nada que salga por completo
fuera de lo que se considera papel social del profesor. El hacer social es
necesariamente uniforme porque querámoslo o no se encaja siempre en ciertos
modelos o patrones. Modelos y pautas que lejos de ser nuestra invención o
creación las encontramos las más de las veces perfectamente dibujadas en
nuestro medio social. Esta situación fundamental puede expresarse de maneras
distintas, con terminologías diferentes claro está. Podría haberse sostenido, por
ejemplo, que la conducta social es uniforme porque el individuo sólo actúa en
situaciones definidas por la sociedad. La «definición de la situación» (Thomas) es
una función o atributo de la sociedad, y en virtud de lo que en ella se define
varían sus expectativas frente a nuestra conducta. La sociedad, al definirse sobre
una situación, declara por implicación, lo quiera o no, lo que es adecuado o
inadecuado, correcto o incorrecto. Sólo cabe la solución personal allí donde las
situaciones no estén socialmente definidas; fuera de estos casos las conductas
«originales» sólo son posibles aceptando todos sus riesgos. La «definición de la
situación» no es cosa teórica, sólo traduce en forma abstracta, más o menos
afortunada, un hecho fundamental.
Ahora bien, en todo lo anterior se contiene algo más que una descripción, es
el comienzo en la resolución de un problema, el de la cohesión social. Porque no
basta con que las formaciones sociales sean el resultado de un hacer uniforme, es
necesario que esa uniformidad se mantenga a lo largo del tiempo. En esa
persistencia, mayor o menor, consiste la cohesión social.
Conformidad que, por otra parte, y en segundo lugar, nos denota un estado
de conciencia. El ser humano se encuentra por lo común conforme con esa
realidad que es él y que en buena parte la hicieron los demás. Es decir, se
encuentra satisfecho con esa su apariencia del momento, que no pone en duda ni
en su efectividad ni en su valor. Pues todo lo que recibió de ese trato y convivencia
con los otros es propiamente su segunda naturaleza. De ella no puede darse
cuenta de manera espontánea y sólo puede examinarla en un poderoso esfuerzo
de reflexión. Resulta por eso que todos, apenas sin excepción, estamos mucho
más conformes con la sociedad que nos hizo de lo que por lo general se cree y en
consecuencia la disidencia del revolucionario más audaz nunca es tan radical
como declara, siempre es fragmentaria, parcial. La afirmación, por consiguiente,
de que no se da sociedad alguna sin un grado mayor o menor de cohesión
equivale a decir sin un grado mayor o menor de conformidad. Sin conformidad la
sociedad no existe, sin cohesión toda formación social se disuelve.
4) Teoría de la conformidad
Ya se ha dicho que fue Emilio Durkheim el sociólogo que con mayor rigor
destacó el carácter compulsorio de lo social; su famosa definición del hecho social
—quizá no muy afortunada— destacaba por lo pronto su carácter objetivo —
observable, por tanto—, pero subrayaba todavía más con la nota de contrainte, su
fuerza impositiva, obligatoria. Las distintas vigencias, en efecto, no sólo están ahí,
sino que se nos imponen. Ahora bien, no ha habido naturalmente ningún gran
sociólogo que no haya declarado con una u otra terminología el carácter coactivo
de los sistemas sociales. Para la caricatura existen naturalmente diversas
imágenes del burgués insaciable. Marx, en cambio, nunca pensó que el
empresario pudiera dejar de comportarse como tal, es decir, de obedecer a las
normas objetivas del sistema —relación de costos y precios— si quería seguir
siéndolo, cualquiera que fueran sus sentimientos personales en contrario en un
momento dado. Igual carácter de objetividad impositiva tenían para Max Weber
las instituciones sociales, no siempre de acuerdo con las aspiraciones de lo
humano en sus valores permanentes.
Pero basta con nombrar a las normas de esta última clase para percibir de
inmediato que nos encontramos ya en otro terreno. Hemos abandonado el campo
de la presión social difusa para entrar en el dominio del control social
propiamente dicho. Dediquémosle algunas palabras.
Desde otra perspectiva, por último, las formas del control social se
diferencian netamente por las tendencias de su orientación, es decir, por el hecho
de que funcionen al servicio exclusivo de quienes las manejan o en beneficio, por
el contrario, de la totalidad. Las estructuras que se crean son, por lo tanto,
distintas, aunque en apariencia hagan uso de iguales técnicas y procedimientos.
Para terminar, recuérdese que el tema del control social necesita completarse
con el estudio del poder. El control constituye una regulación deliberada puesta
por la sociedad a través de sus representantes, su naturaleza dependerá, por
tanto, de quiénes sean éstos y de cómo estén organizados. Dicho en otra forma,
las estructuras de control se insertan en las configuraciones más amplias de
dominación y en ellas se encuentran prefiguradas sus tendencias.
V
LA PERSONA SOCIAL
B. EL CISMA EN EL ALMA
C. EL SECRETO DEL YO