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¿Cómo un Ejército puede cometer los horrores perpetrados por


los militares guatemaltecos en la segunda mitad del siglo XX,
especialmente entre 1978 y 1983, contra su propia población
civil y contra las comunidades mayas en particular, dando lugar
a uno de los más graves genocidios de las últimas décadas?
Esta obra contesta a esa pregunta desde la perspectiva de la
moral castrense y la sociología militar. Para ello, su autor define
inicialmente unos cuantos conceptos básicos, que le permiten
penetrar a fondo en este dramático fenómeno social. Con esa
herramienta analítica, tras la detallada exposición de las
atrocidades cometidas, ratificadas por los informes históricos de
la ONU, del Arzobispado de Guatemala y de otras fuentes, las
respuestas a esa pregunta fluyen con la fuerza de la evidencia en
el capítulo cuarto y último.
La forma en que una doctrina militar errónea puede degradar la
moral de un Ejército hasta extremos insospechados y
mortíferos; la manera en que un obsoleto Código Militar del
siglo XIX que libera de responsabilidad a quien obedece órdenes
criminales puede prevalecer sobre una Constitución que
prohíbe la tortura y rechaza las órdenes delictivas; y el hecho de
que un degradado espíritu de cuerpo puede ponerse al servicio
de la impunidad más sistemática, son realidades que la
investigación del coronel Prudencio García pone de relieve en
esta obra con un sólido rigor.
Tal como afirma en su prólogo el profesor Charles Moskos, de la
Northwestern University de Chicago, la perspectiva del doctor
García es «la primera en ser formulada a la vez en términos
teóricos y empíricos sobre los derechos humanos y los
comportamientos militares», lo que aporta una «brillante
conceptualización, que constituye el logro de la presente obra»:
el análisis de «las violaciones de derechos humanos en términos
de sociología científica». Importante aportación, en definitiva, al
estudio de la moral militar de nuestro tiempo.
ÍNDICE
 Prólogo
 Introducción
 Agradecimientos
 Capítulo 1.- Planteamiento del "modelo imperativo-moral" (I-M).
1.1. Propósito de nuestro modelo analítico
1.2. Principios básicos de la Sociología Militar que determinan los
comportamientos de los Ejércitos en materia de derechos humanos y
relaciones Ejército-Sociedad
1.2.1. Principio de limitación imperativa
1.2.2. Principio de autolimitación moral
1.2.3. Principio de concordancia imperativo-moral
1.3. Búsqueda de la concordancia imperativo-moral por todo tipo de
regímenes, tanto democráticos como totalitarios
1.3.1. Graves riesgos de la falta de "concordancia imperativo-moral"
1.3.2 Algunos ejemplos derivados de la falta de concordancia imperativo-
moral, registrados en las últimas décadas
1.3.3. Respuesta actual a la antigua interrogante griega y romana sobre el
control civil del aparato militar
1.4. Factores morales endógenos: valores militares internos, generados y
asumidos por la propia institución, que configuran decisivamente su
conciencia moral o inmoral
Principios básicos de la moral militar democrática
1.4.1. El recto concepto de la disciplina militar
a) Versión aberrante de la disciplina: la llamada "obediencia debida"
exigida para todo tipo de órdenes sin excepción, incluidas las de
carácter criminal
b) El recto concepto de "disciplina estricta": obediencia dentro de la
legalidad, pero nunca fuera de la Ley. Desobediencia legítima frente a
las órdenes de evidente criminalidad
c) Otra degradación de la disciplina: La “negación de responsabilidad”
por parte del jefe, alegando desconocimiento y descontrol sobre los
crímenes cometidos por sus subordinados
1.4.1.1. Repercusión del modelo de disciplina en el respeto o violación
de los derechos humanos
a) El nocivo concepto de ‘obediencia debida’
b) El correcto concepto de ‘disciplina estricta dentro de la ley’
1.4.2. El recto concepto del honor militar
a) Ejemplo de un nocivo concepto del honor, todavía vigente en
ciertos Ejércitos de hoy
b) Los Derechos Humanos, núcleo básico de un recto concepto del
honor militar
1.4.3. El recto concepto del espíritu de cuerpo
a) Dos modelos genéricos de entender el corporativismo militar
b) Consecuencias de cada uno de estas dos formas de entender el
espíritu de cuerpo
1.5. Factores condicionantes exógenos: decisivas influencias de procedencia
externa a la institución: el ‘vector social’ y el ‘vector internacional’
1.5.1. El vector social. Impacto positivo o negativo de este vector sobre la
limitación imperativa, la autolimitación moral y, en consecuencia, sobre la
concordancia imperativo-moral
a) Dos destacados ejemplos, trágicos y extremos, de vector social
registrados en el siglo XX: el nazismo en Alemania y los jemeres rojos
en Cambodia
b) Otros factores más frecuentes, capaces de configurar un negativo y
peligroso vector social
1.5.2. El vector internacional. Sus principales ingredientes en las últimas
décadas y su impacto sobre los comportamientos militares
1.5.2.1. Otros factores del vector internacional, propiciadores de la
impunidad, y su negativa influencia sobre los comportamientos
militares
a) La posición negacionista frente a los grandes crímenes colectivos
históricamente registrados
b) El rechazo del principio de Justicia Universal, invocando el llamado
“respeto a la peculiaridad cultural”
c) Los necesarios límites de la ‘peculiaridad’. Reafirmación de la
Justicia Universal
d) Última barrera frente a la barbarie. Necesidad ineludible de un
núcleo mínimo de valores esenciales de validez universal por encima
de razas, culturas, fronteras y regímenes

Esquema sinóptico del modelo Imperativo-Moral (I-M)


 Capítulo 2.- Violaciones de derechos humanos en un marco de conflicto
interior. Ejemplo paradigmático: la indescriptible tragedia de Guatemala
(1962-1996), especialmente durante el ‘quinquenio negro’ (1978-1983).
2.1. La represión militar en el ámbito político y social. Algunos casos de
especial significación
a) Asesinatos de los políticos Alberto Fuentes Mohr y Manuel Colom
Argueta (1979)
b) Asesinato de la antropóloga Myrna Mack (1990)
c) Asesinato del político, candidato presidencial y periodista Jorge Carpio
Nicolle (1993)
2.2. La represión militar en el ámbito rural. Inaudita acumulación de
casos de tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes
a) El fuego como instrumento de tortura y de ejecución extrajudicial
b) El colgamiento y las distintas formas de asfixia
c) Las mutilaciones, como formas atroces de tortura y de ejecución
d) Empalamientos y crucifixiones
e) Civiles forzados a matar a sus vecinos y allegados
f) Otras formas de tortura de gran crueldad y larga duración: hoyos,
pozos, fosas fecales, reclusión con cadáveres descompuestos
g) Las masacres. Matanzas colectivas y exterminio de comunidades
h) Violencia desatada contra la niñez
i) Violencia sexual contra la mujer
j) Falsa atribución a la guerrilla de crímenes perpetrados por fuerzas
militares
k) Otros excesos. Casos de antropofagia y coprofagia en el marco de la
represión militar
2.3. Causa esencial de estos excesos: un modelo degradante de
formación militar
2.4. Primeras conclusiones cualitativas y cuantitativas sobre estos
comportamientos aberrantes
2.5. Principales conclusiones de la Comisión de Esclarecimiento
Histórico (CEH) de la ONU sobre la represión militar en Guatemala
2.6. Precario intento de respuesta documental por parte del Ejército
 Capítulo 3.- Los grandes crímenes de Estado de la década de los 90. Juicios y
sentencias. Balance general de las relaciones Ejército-Sociedad en la
Guatemala de finales del siglo XX y principios del XXI.
3.1. Asesinato del obispo Juan Gerardi (1998)
a) Alteración del escenario del crimen. Sucesivas versiones falsas y
calumniosas
b) Primeras denuncias de participación militar en el crimen. Amenazas y
hostigamientos. Avances nulos de la investigación oficial
c) Resultado de las indagaciones de la Misión de la ONU en su tarea de
verificación sobre el caso Gerardi
d) Testimonios sobre el asesinato del obispo. Nuevas amenazas.
Revelación por MINUGUA del modelo de actuación militar clandestina
para este tipo de crímenes
e) Detención de los presuntos culpables. Captura, liberación y nueva
captura del presunto autor material del crimen
f) Acusación formal contra los militares imputados. Nuevos
hostigamientos y amenazas a jueces, fiscales y testigos
g) Apertura del juicio oral. Nuevos obstáculos y entorpecimientos
h) Celebración del juicio oral. Sentencia condenatoria, tan justa como
inesperada
i) Nuevo triunfo de la impunidad: revocación de la sentencia
condenatoria en el caso Gerardi. Posterior anulación judicial de esta
revocación. Nuevos asesinatos de testigos
j) Publicación de un libro al servicio de la impunidad. ‘Segunda muerte’
de monseñor Gerardi
3.2. Caso Mack: nuevo y escandaloso éxito de la impunidad
a) Primera sentencia: prisión para los jefes imputados (un general y dos
coroneles)
b) Patético retroceso de la justicia: anulación de la sentencia y liberación
inmediata de los tres jefes procesados, incluido el condenado por
asesinato
c) Sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos
d) Sentencia final de la Corte Suprema de Guatemala
e) Ceremonia de reparación moral. Reconocimiento público por el Estado
de Guatemala de su responsabilidad institucional en el asesinato de
Myrna Mack
3.3. El caso Carpio, otro notable crimen de Estado, perpetrado en defensa de
la impunidad militar
3.4. Retención por el Ejército de grandes espacios sociales que no le
corresponden
3.5. Patética falta de voluntad política en defensa de los derechos humanos y
los valores democráticos. Ejemplo ilustrativo de esta actitud
3.6. Desolador resultado del referéndum constitucional de 1999
3.7. Factores para una cierta esperanza, en materia de relaciones Ejército-
Sociedad, en la frontera del nuevo siglo
a) Caso Noack: reconocimiento público por un coronel guatemalteco en
activo de los excesos cometidos en Guatemala por la institución militar
b) De la admisión de errores al reconocimiento de horrores
c) Afirmación del ex presidente Vinicio Cerezo: "Evolución claramente
positiva"
d) Sorprendente pronunciamiento de la más alta autoridad militar
profesional de Guatemala
e) Otros indicios de la existencia de algún sector militar opuesto a la
línea represiva y al mantenimiento de la impunidad
f) Sentencias judiciales emitidas entre 2001 y 2004. Aparición de fisuras
en el fuerte muro de la impunidad
g) Anuncio oficial de reducción de los efectivos del Ejército. Aprobación
de la nueva Doctrina del Ejército de Guatemala
h) Consideración final sobre estos factores de esperanza
3.8. Factores negativos todavía subsistentes, pese a los positivos elementos
ya registrados
a) Prolongada e injustificable resistencia a la renovación del obsoleto
Código Militar de 1878
b) La impunidad militar, aunque algo erosionada, se resiste
violentamente a desaparecer
c) Grandes similitudes entre los casos Mack y Gerardi en cuanto a los
contumaces mecanismos de la impunidad
d) Otro nuevo instrumento al servicio de la impunidad
e) Balance general: considerable resistencia al cambio profundo, todavía
evidente en áreas de gran importancia nueve años después de los
Acuerdos de Paz
 Capítulo 4.- Análisis de las actuaciones represivas del Ejército de
Guatemala a la luz del modelo Imperativo-Moral. Conclusiones sobre los
más destacados factores generadores de la violencia militar en aquel país y sus
necesarias vías de corrección.
4.1 En cuanto al concepto de disciplina
a) Obediencia ilimitada incluso a las órdenes más criminales
b) Atrocidades añadidas por los ejecutores, al amparo de la impunidad
general
c) Incapacidad de los altos mandos para el control disciplinario de sus
mandos subalternos y de las tropas a su cargo
d) Valoración general en materia de disciplina militar
4.2. En cuanto al concepto del honor militar
4.3. En cuanto al espíritu corporativo y la impunidad
4.4. En cuanto al principio de limitación imperativa
4.5. En cuanto al principio de autolimitación moral
4.6. En cuanto a la concordancia imperativo-moral
4.7. En cuanto al vector social actuante sobre el Ejército de Guatemala
a) Derrocamiento en 1954 del presidente Jacobo Arbenz
b) Tensiones internas en el Ejército. Levantamiento militar de 1960
c) El factor étnico, determinante de comportamientos racistas en la
represión
4.8. En cuanto al vector internacional actuante sobre el Ejército de
Guatemala
4.8.1. Siniestra aportación exterior en materia de moral militar:
la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN) aplicada en su máximo grado
conocido de dureza, extensión y crueldad
a) El concepto de "enemigo interior", elemento central de la Doctrina
de Seguridad Nacional
b) Enorme volumen de la acción represiva. Excepcionales niveles de
crueldad
c) Extensa aplicación de la táctica de “tierra arrasada”.
Reconocimiento de excesos en documentación interna del propio
Ejército
d) Sistemática eliminación de prisioneros
e) Eliminación de defensores de los derechos humanos y de un gran
número de opositores civiles no violentos, como fruto directo de la
Doctrina de Seguridad Nacional
f) Estrecha vinculación entre los ‘escuadrones de la muerte’ y los
servicios de ‘inteligencia militar’, factor procedente del exterior en
cuanto a tecnología y metodología operativa
g) Trágico resultado del conjunto de factores anteriores, derivados
de la Doctrina de Seguridad Nacional. Extensa aplicación por los
militares guatemaltecos de las enseñanzas recibidas en Panamá
(Escuela de las Américas) y en otros centros norteamericanos y
guatemaltecos
4.8.2. “Efecto pantalla” producido por las dictaduras del Cono Sur sobre
las gravísimas violaciones de derechos humanos cometidas en
Guatemala
4.8.3. Ingredientes positivos del vector internacional, contrapuestos a los
anteriores: Convenios y Tratados de Derecho Humanitario
Internacional ratificados por Guatemala, y presión de los organismos
internacionales a favor de su cumplimiento
a) Valoración de las actuaciones represivas aquí referidas, a la luz
del Derecho Humanitario Internacional
b) Presiones de los organismos internacionales defensores de los
derechos humanos, positivo pero muy insuficiente factor de
influencia exterior. Desastroso balance total del vector
internacional en su conjunto
4.9. Valoración en cuanto a la práctica del mando en el Ejército de Guatemala
durante el conflicto interno, a la luz del concepto de disciplina
estricta dentro de la ley. Doble fallo de la cadena del mando militar
a) En el mando de las unidades operativas
b) En el alto mando (cúpula militar)
c) Falaz argumento exculpatorio. Requisitos del mando, gravemente
incumplidos
4.10. Valoración de la Justicia Militar en Guatemala durante el conflicto, a la
luz de los principios de limitación imperativa y de autolimitación moral.
Patética inoperancia frente a la generalización de los delitos perpetrados en
un marco de plena impunidad
4.11. La represión militar en Guatemala a la luz de la “peculiaridad cultural”
4.12. Factores diferenciales del caso de Guatemala respecto a otras
represiones militares desarrolladas en la Región
4.13. Valoración de la nueva Doctrina del Ejército de Guatemala, como
decisivo factor de una nueva autolimitación moral
a) Intento previo y frustrado: el proyecto de nueva Doctrina, presentado
en diciembre de 1999
b) Presentación oficial, en 2004, de una nueva Doctrina del Ejército de
Guatemala
c) Valoración de esta nueva Doctrina en cuanto al concepto de disciplina
d) Valoración en cuanto a los conceptos de honor y espíritu de cuerpo
e) Valoración en cuanto a la presencia de los derechos humanos en la
moral militar
f) Valoración en cuanto a la democracia y el respeto a la soberanía
popular
g) Valoración de este cuerpo doctrinal en cuanto a la educación militar
h) Valoración de la nueva Doctrina de 2004 en cuanto al futuro del
Ejército de Guatemala y sus comportamientos con la sociedad civil
4.14. Urgente necesidad de un nuevo Código Militar. Aguda incompatibilidad
del arcaico Código de 1878 con la nueva Doctrina de 2004
4.15. ¿Puede Guatemala esperar algo de la justicia internacional?
4.16. Escandalosa persistencia de la impunidad, con su dañino efecto sobre
la autolimitación moral y sobre las relaciones Ejército-Sociedad en la
Guatemala del presente y del futuro
4.17. Conclusiones finales sobre los comportamientos represivos del
Ejército de Guatemala a la luz del modelo imperativo-moral. Nocivo elemento
predominante
4.18. Consideraciones personales de un militar profesional español para un
compañero guatemalteco
 Apéndice.- Recomendaciones para las Fuerzas Armadas de Guatemala y sus
comportamientos con la sociedad civil (Documento presentado por el autor en
la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU sobre Guatemala, en agosto
de 1998)
PRÓLOGO (de Charles Moskos)

Nada podría ser más oportuno en estos momentos que una perspectiva sobre las
atrocidades cometidas por militares y el papel de éstos a la hora de propiciar o de
impedir tales actos inhumanos. A pesar de la creciente atención internacional a las
violaciones de derechos humanos, el material de investigación sobre este tema tan
actual es relativamente limitado. Aún más infrecuente resulta la conceptualización de
las violaciones de derechos humanos en términos de sociología científica. Pues bien,
esta brillante conceptualización es precisamente el logro de la presente obra “El
genocidio de Guatemala, a la luz de la Sociología Militar”.
El formato del libro del profesor Prudencio García lo hace fácilmente accesible a un
amplio sector más allá del ámbito académico: entre otros, políticos y líderes civiles,
organizaciones de derechos humanos, defensores y críticos de la institución militar.
Porque, de hecho, las violaciones de derechos humanos requieren también la atención
de los no académicos. Este libro formula el problema de las atrocidades militares, y
después muestra cómo superar este problema en una forma claramente inteligible. La
institución militar es una compleja organización, que puede ser usada tanto para bien
como para mal. Y, lo que es más importante, esta obra nos muestra cómo podemos
maximizar el buen uso de dicha institución.
En un plano, el libro del profesor García proporciona al lector detallados hechos
empíricos, muchos de ellos horribles, de abusos militares. En otro plano, presenta un
paradigma conceptual, a través del cual podemos comprender estos fenómenos. Este
paradigma es el modelo Imperativo-Moral, o modelo I-M. Basado sobre estudios de
casos particulares en muy diversos Ejércitos, aunque esta obra se centre en el caso
guatemalteco, el modelo I-M tiene amplia aplicabilidad a todo el universo de los
crímenes de origen militar. Estableciendo e identificando las variables del modelo I-M,
el profesor García especifica claramente tanto los factores internos como externos que
afectan al rol de los militares en materia de derechos humanos. De esta manera, dirige
el código general de ética y moralidad tanto hacia la cultura militar como también
hacia la cultura social, de mayor amplitud. El tema trasciende a la ley penal, puesto
que implica a las normas, tanto formales (códigos militares) como informales (honor y
espíritu de cuerpo).
Un sentido inicial del propósito del libro puede ser ya captado por los títulos de sus
capítulos y por la parte final del propio título de la obra: “a la luz de la Sociología
Militar”. El Capítulo 1 del libro presenta el modelo I-M. Éste es el núcleo conceptual y
la más original contribución del profesor García. El autor plantea el modelo I-M en
términos de derechos humanos, de moral militar, y de los factores que afectan a los
valores militares, enumerando también los factores procedentes de fuera de la organi-
zación militar, incluso de más allá de las fronteras propias, que influencian los
comportamientos militares en materia de derechos humanos.
El Capítulo 2 constituye un detallado examen de las violaciones de derechos humanos
registradas en el conflicto interno de Guatemala (1962-1996), documentando muy
numerosos casos de la represión militar en aquel país, especialmente referentes al
terrible quinquenio 1978-1983, que en su práctica totalidad permanecen impunes
hasta hoy. El Capítulo 3 profundiza en los más graves crímenes de Estado
perpetrados en la década de los 90, y desarrolla un perspicaz tratamiento de las
relaciones Ejército-Sociedad en la Guatemala de finales del siglo XX y comienzos del
XXI.
El Capítulo 4 presenta un análisis de las citadas acciones represivas a la luz del modelo
I-M. El comportamiento de los militares guatemaltecos, bajo la perspectiva de dicho
modelo analítico, resulta de lo más revelador. El profesor García concluye este
capítulo con un examen de los principales factores que han generado la violencia
militar en Guatemala. Un Apéndice final incluye las recomendaciones para las Fuerzas
Armadas de Guatemala presentadas por el autor en laComisión de Esclarecimiento
Histórico de la ONU (de la que formó parte como consultor internacional).
“El genocidio de Guatemala a la luz de la Sociología Militar” es una obra extraordinaria-
mente oportuna en el momento actual. Las conclusiones del profesor García son de
aplicación mucho más amplia que la correspondiente al trágico caso de Guatemala.
Proporciona evidencias y convincentes argumentos al respecto. Incluso podrían
señalarse ciertos paralelismos con, digamos, el “estado de conciencia” de un militar
norteamericano que tiene a su cargo prisioneros de la guerra de Afganistán, y que
recibe órdenes que contravienen tanto la Constitución de los Estados Unidos como la
Tercera Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra.
Este libro es, también, digno de ser notablemente valorado en otra dimensión. Cuando
pensamos en ejemplos más allá de aquéllos específicamente señalados por el profesor
García, nos vemos abocados a rechazar las posiciones de extremo relativismo
cultural. Más allá de las atrocidades cometidas directamente por personal militar, el
paradigma del profesor García nos lleva a las cuestiones centrales de la filosofía
política y moral. La lapidación de mujeres acusadas de adulterio, o la amputación de
miembros a delincuentes de bajo nivel de criminalidad, constituyen atrocidades,
aunque tales crímenes sean con frecuencia legitimados como actos de justicia en
ciertos ámbitos islámicos legales y culturales. Los extremistas del relativismo cultural
no consideran la muerte por lapidación ni las amputaciones como crímenes,
instándonos a asumir que tales acciones deben ser evaluadas con arreglo a los valores
culturales de aquella civilización de la que surgen. Ésta es una tentación que el
profesor García resiste, ya que el propio concepto de ética quedaría destruido por esta
concesión.
A medida que la metodología de las ciencias sociales ha ido avanzando a lo largo del
último medio siglo, se ha ido produciendo un retroceso de los elementos de juicio que
inspiraron la ciencia social en sus orígenes. La humanidad afronta un desafío de gran
magnitud. Debe resolver un dilema que muchos intelectuales no están dispuestos a
afrontar. Si todas las culturas son moralmente equiparables, entonces todos los seres
humanos no están investidos de los mismos derechos humanos, porque algunas
culturas otorgan a algunos hombres más derechos humanos que los asignados a otros
hombres y mujeres. Por otra parte, si todos los hombres y mujeres están dotados con
los mismos derechos humanos básicos, entonces todas las culturas no son moralmen-
te equiparables.
Algunos intelectuales contemporáneos prefieren optar por la vía fácil, afirmando al
mismo tiempo que todos nosotros tenemos los mismos derechos humanos y que todas
las culturas son equiparables. Sin embargo, tal como el profesor García evidencia,
estas dos afirmaciones son contradictorias. Luchando frontalmente contra esta
paradoja, proclama que existen derechos humanos de valor universal, y que las
culturas no resultan moralmente equiparables entre sí. Ésta es la última e importante
lección del modelo I-M. En definitiva, este modelo se convierte en un nuevo elemento
clave para una más amplia literatura de las ciencias sociales y la filosofía moral.
Es digno de señalar que esta perspectiva -primera en ser formulada a la vez en
términos teóricos y empíricos- sobre los derechos humanos y los comportamientos
militares, es ahora publicada en lengua española. Cuanto más pronto este libro –signi-
ficativo en grado máximo- sea traducido a otros idiomas, más pronto los ciudadanos
del mundo se beneficiarán de él.

Charles C. Moskos
Northwestern University
Evanston, Chicago, Illinois
Jan, 2005
INTRODUCCIÓN

 En cuanto a nuestro modelo analítico


 Dilema previo: ¿omisión o descripción?
 En cuanto al orden de presentación
 Respuesta anticipada a una posible objeción
 ¿Por qué precisamente Guatemala como caso paradigmático?

Entre los temas de estudio e investigación más apasionantes -y también más


dramáticos- para el sociólogo de hoy, para el penalista o para el estudioso del derecho
internacional -pero también, en otro plano, para el ciudadano común-, destaca de
forma persistente uno muy concreto, de hondas raíces sociológicas y morales: el de
las graves violaciones de los derechos humanos perpetradas por muy diversos Ejércitos
del mundo, incurriendo en crímenes dirigidos en numerosos casos contra su propia
sociedad civil.
De tales crímenes se derivan después, durante largo tiempo, una amplia serie de
trágicas consecuencias en lo humano y lo social, seguidas de muy complejos
problemas jurídicos en cuanto a impunidad, inmunidad, justicia territorial o justicia
universal, así como de graves secuelas físicas y psíquicas para las víctimas y sus
familias, acompañadas de profundos odios y divisiones que hieren por largo tiempo al
conjunto del cuerpo social. Obviamente, esta dramática faceta del comportamiento de
los Ejércitos importa y motiva en grado sumo al sociólogo militar, forzándole a penetrar,
muy especialmente, en el arduo campo de la moral castrense, cuyo colapso, entre otros
factores, determina los trágicos comportamientos que nos ocupan.
Mentiríamos, sin embargo, o simplificaríamos en exceso, si dijéramos que sólo el
especialista o el investigador se ven afectados por este fenómeno. Muchos miles de
ciudadanos comunes, muy ajenos en lo profesional al campo del derecho, de la
sociología y de los derechos humanos, se sienten interesados por esta
problemática: leen en la prensa las noticias más directamente referentes a ella, ven los
reportajes televisivos que se emiten sobre el tema, acuden a las películas -no
demasiadas, a decir verdad- que se atreven a penetrar en esta tenebrosa realidad. Son
muchos, en efecto, los ciudadanos normales, de muchos países, que se sienten
implicados en el terreno de los derechos humanos y sus violaciones más flagrantes, y
ello por una doble motivación: unos, porque en su día se vieron afectados en sus
propias carnes, o en las de sus allegados, por los excesos cometidos por un
determinado Ejército en un determinado tiempo y lugar; otros, porque se dan cuenta
de que ellos mismos, como miembros de una sociedad civil, pudieron verse
personalmente alcanzados en caso de haberse hallado en ciertas fechas en otro
determinado país, o en caso de que hubiera triunfado en su propia tierra un
determinado golpe de Estado, o en caso de haber fracasado una determinada
transición. O incluso por la proyección futura -el futuro siempre suspende un inmenso
interrogante sobre nuestras cabezas-, que nos hace pensar en las desgracias que
podrían caernos encima, a nosotros o a nuestros seres más queridos, en el caso
indeseable de vernos un día en situaciones similares a las que otras sociedades, en
tiempos bien recientes, han tenido que padecer.
Por todo ello, entre las muchas áreas, tan variadas y multifacéticas, que nos ofrece la
actual realidad en el campo de las relaciones Ejército-Sociedad, nuestra investigación de
largos años –cuyos resultados aquí se resumen y concretan- se ha centrado
precisamente en dos de los aspectos más ineludibles -y más inseparables- de dicha
realidad social: por una parte, las causas sociológico-militares de las violaciones de
derechos humanos cometidas por los Ejércitos (que pueden darse en todos sus grados y
niveles, según el tipo y formación de cada Ejército: desde leves y prácticamente inexis-
tentes hasta masivas y de lesa humanidad). Y, por otra parte, la llamada reconversión
militar, es decir, la necesidad unánimemente reconocida en numerosos países –salvo
por los inevitables sectores militares y oligárquicos más recalcitrantes- de un proceso de
cambio, no precisamente fácil pero en todo caso ineludible, en el ámbito de los comporta-
mientos militares y de las relaciones entre los Ejércitos y la sociedad civil.
Necesidad que aparece como exigencia insoslayable a la luz de las terribles
actuaciones protagonizadas por ciertos Ejércitos en las últimas décadas, y muy
especialmente durante los años 70 y 80. Actuaciones pasadas pero históricamente
recientes, cuyos efectos, heridas y cicatrices todavía duelen y supuran en el cuerpo social,
y cuyos orígenes, efectos y soluciones resulta imprescindible investigar, analizar,
interpretar y corregir, contribuyendo así a dotar a aquellos Ejércitos de un adecuado
bagaje mental, social, moral, educativo y doctrinal, en el marco de los procesos de paz y
relativa consolidación democrática que se vienen desarrollando en la actualidad.
En efecto, entre los problemas sociales de mayor dramatismo registrados en los
últimos tiempos se incluye este trágico fenómeno que tan repetidas veces ha sacudido
a la opinión pública mundial y a la propia conciencia de la humanidad: de pronto, un
determinado Ejército, en determinada situación de crisis, se lanza a una masiva
violación de derechos humanos, ya sea en un ámbito de conflicto interno o de guerra
internacional. En el caso concreto de América Latina (*), estas situaciones se
produjeron en las décadas de los 60, 70 y 80, en medio de la llamada Guerra Fría entre
los dos bloques antagónicos de la época y en un marco de enfrentamientos internos
Ejército-Guerrilla, de variable magnitud y duración. En ese contexto, y en muy
numerosos países, se registraron actuaciones militares desmesuradamente represivas
no sólo contra las organizaciones alzadas en armas sino también contra amplios
sectores no violentos de la población civil, incluida la oposición política de carácter
democrático.
(*) La costumbre largamente arraigada por este autor en sus
sucesivos trabajos para Naciones Unidas, en cuyos documentos se usa
sistemáticamente la denominación de Latinoamérica o América
Latina, hace que en todas sus obras, y también en la presente, utilice
esta última denominación.
Esta trágica realidad –la masiva violación de derechos humanos por las instituciones
militares en muy diversos países-, fenómeno capaz por su gravedad intrínseca de atraer
la atención de cualquier investigador en Ciencias Sociales, no puede por menos de
despertar en grado máximo el interés de quienes -como nosotros- llevamos largos años
dedicados a la investigación en el campo de la Sociología Militar y las relaciones Ejér-
cito-Sociedad, particularmente en el área de los derechos humanos y su directa relación
con los distintos tipos de moral militar.
Pero antes de entrar en este intrincado terreno, resulta necesario señalar un importante
factor sociológico, que incide de lleno en el estamento militar español actual. Aquella
generación de profesionales de las armas que, en la lejana década de los años 50,
ingresábamos en las Academias Militares españolas hemos tenido ocasión de
presenciar, ya en la última etapa de nuestra vida profesional una espectacular apertura
de horizontes que ha alterado profundamente -y ensanchado drásticamente- los esquemas
de aquella primera formación, recibida tantos años atrás.
Cuando, en aquellos primeros años, en las aulas de la Academia General Militar de
Zaragoza aprendíamos de memoria el Decálogo del Cadete y las Ordenanzas de Carlos
III, y una y otra vez recorríamos hasta la extenuación, en los ejercicios tácticos, las
ásperas lomas y vaguadas del campo de San Gregorio, nuestras mentes se nutrían de
unos conocimientos y conceptos determinados. Conceptos y conocimientos que
entonces correspondían –como no podía ser de otra forma- a lo que, en aquellos
tiempos, se esperaba de nosotros. En consecuencia, conceptos tales como ‘derechos
humanos’, ‘misiones internacionales de paz’, ‘moral militar democrática’, etcétera,
brillaban por su absoluta ausencia de nuestras enseñanzas, mentes y conciencias, y, de
hecho, no llegarían a hacer su aparición hasta muchos años después.
Más aún: algunos de tales conceptos, como las misiones de paz de Naciones Unidas,
hubieran aparecido entonces como puras elucubraciones extraterráqueas -pues España
ni siquiera había sido admitida todavía como miembro de la ONU en aquella primera
mitad de los años 50-, mientras que cualquier alusión a la defensa de los derechos
humanos o de cualquier valor democrático -caso de ser mencionados esos conceptos en
el ámbito militar español de aquellos años- hubiera provocado reacciones
absolutamente hostiles, al ser considerados tales valores no ya como simples engendros
extragalácticos sino como conceptos radicalmente subversivos, según el baremo de
valores vigentes en aquel Ejército y en aquella sociedad.
Ninguno de nosotros podía, en aquellas fechas, imaginar nada remotamente parecido a
la realidad actual. Así, a lo largo de la última década del siglo XX, una nueva generación de
militares españoles -mandada paradójicamente por miembros de aquella misma
generación antes aludida, ya en la fase final de su carrera- han estado actuando en los
más insospechados parajes del mundo, a miles de kilómetros de nuestras fronteras: desde
las heladas montañas del Kurdistán o los martirizados paisajes urbanos de Bosnia, hasta
los cálidos paisajes subtropicales de Centroamérica, sin excluir otras zonas aún más
tórridas como Angola y Mozambique, asumiendo unas funciones y responsabilidades harto
diferentes de aquéllas para las que fuimos formados treinta o cuarenta años atrás.
Así, numerosos militares españoles nos hemos visto abocados a desempeñar diferentes
funciones de paz, de concordia y de cooperación, unas veces en misiones de
interposición neutral entre fuerzas enfrentadas, o de ayuda humanitaria a poblaciones
civiles duramente castigadas por sangrientos conflictos, todo ello bajo banderas de
organizaciones internacionales y al lado de contingentes militares de otros países,
empeñados en idénticas tareas de paz. Otras veces, en funciones de apoyo y
asesoramiento a otros Ejércitos y a otras autoridades militares o civiles, en difíciles
situaciones de recuperación de la paz y establecimiento de nuevas formas de
convivencia democrática, a veces con complejas implicaciones en las relaciones
Ejército-Sociedad. Problemas que, en tales casos, resulta preciso analizar, encauzar y
resolver, y todo ello en ámbitos geográficos, culturales y sociales muy diferentes de los
nuestros, y con implicaciones que desbordan ampliamente el ámbito de lo militar.
Ello ha arrojado sobre los hombros de algunos de nosotros, y en muy distintos
escenarios del mundo, importantes responsabilidades, bastante alejadas de las que
caracterizan a la vida militar propiamente dicha. Como valiosa contrapartida, esta expe-
riencia así acumulada nos ha permitido a algunos -a aquéllos de nosotros impulsados
por una vocación investigadora desde largo tiempo atrás- entrar a fondo en algunas
crudas realidades del mundo actual. Problemáticas realidades de profunda implicación
militar y social que, sin salir de nuestras fronteras, difícilmente hubiéramos podido
conocer de forma suficiente ni colaborar a su solución.
Creemos, en definitiva, que quienes hemos tenido el privilegio de penetrar en ciertas áreas
de los comportamientos militares en determinados contextos humanos, políticos y sociales
-a veces dramáticos, pero en todo caso reales e ineludibles- estamos obligados a dar a
conocer las experiencias y conocimientos adquiridos y extraer de ellos las conclusiones
pertinentes. Máxime por quienes –como nosotros- hemos añadido, por vocación propia,
una larga e intensa tarea de investigación, anterior, simultánea y posterior a dichas
experiencias en el ámbito internacional.
Por ejemplo, y ciñéndonos ahora a una de nuestras áreas de mayor trabajo y conoci-
miento -Centroamérica-, fueron militares españoles los que, recién llegados a aquellos
países -algunos directamente procedentes de gélidos ambientes europeos- fueron
situados en plena zona selvática, entre las fuerzas del Ejército y las de la guerrilla, para
dar cumplimiento a los Acuerdos de Paz, que exigían, entre otras cosas, el desarme y
disolución de las fuerzas guerrilleras, como medida paralela a la drástica reducción de
los efectivos del Ejército. Militares españoles -con contingentes menores de otros
países- organizaron la concentración de las fuerzas guerrilleras en los puntos
acordados, así como el control de la entrega e inutilización de sus armas. Militares
españoles, conocedores de los negros antecedentes de aquellos Ejércitos en materia de
derechos humanos, supervisaron estrechamente la elaboración de una nueva doctrina
para las Fuerzas Armadas -impuesta por los Acuerdos de Paz en el caso concreto de El
Salvador-, revisando críticamente su redacción hasta lograr un texto plenamente
garantizador de los derechos humanos y de la subordinación militar al poder
democrático civil. Fueron militares españoles quienes insistieron, venciendo más de
una resistencia, en que dicha doctrina -según exigían los propios Acuerdos- fuera dada a
conocer a la sociedad civil, mediante su publicación en medios impresos de difusión
nacional, como así se hizo finalmente, rompiendo con ello los viejos esquemas de
ancestral recelo mayoritario de las sociedades civiles en toda América Latina, que -má-
xime durante los tiempos de la mal llamada "Doctrina de la Seguridad Nacional", de
siniestro recuerdo- siempre consideraron cualquier doctrina militar como algo secreto,
impenetrable y en todo caso amenazador para la población civil.
Fuimos precisamente nosotros -en este punto concreto nos correspondió hacerlo
personalmente- quienes impartimos en los centros de enseñanza militar, en este caso
salvadoreños, tanto a los cadetes de su Escuela Militar como a los cuadros
profesionales de las principales unidades del Ejército de El Salvador, los
conocimientos básicos de la Sociología Militar actual, el respeto a los derechos
humanos dentro de la moral militar democrática, y la obligada subordinación militar
al poder civil emanado de las urnas. Tarea que nos hizo recorrer en helicóptero
aquellos territorios, impartiendo cursos a los jefes y oficiales con mando en las
unidades operativas, e incluyendo, como materia central, los adecuados conceptos
de disciplina, honor militar y espíritu de cuerpo compatibles con el respeto a los
derechos humanos y con la correcta inserción del Ejército en una sociedad
democrática. Enseñanzas que, paralelamente, incluían el obligado rechazo de estos
mismos conceptos en sus versiones más degeneradas: obediencia ciega a las órdenes
criminales, falso honor militar basado en el desprecio de los derechos humanos, y
cerrado corporativismo conducente a la impunidad total.
Aberraciones, todas ellas, de la moral militar que -como veremos en los resultados y
conclusiones reiteradamente constatadas por nuestra investigación- tanto daño
hicieron hasta fechas todavía recientes a las sociedades de América Latina en general, y
de Centroamérica en particular. Enseñanzas especialmente necesarias para unas
instituciones armadas con un historial tan trágico en cuanto a violación de derechos
humanos como el que históricamente caracterizó a determinados Ejércitos
centroamericanos sobradamente conocidos, hasta la llegada de los procesos de paz
auspiciados por Naciones Unidas en aquella Región.
*****
En nuestro caso personal se unen dos factores concretos y concurrentes: por una parte,
el hecho –primero en lo cronológico- de contar con un intenso y extenso curricu-
lum académico y profesional, dentro y fuera del Ejército, incluyendo más de treinta años
de trabajo en el campo de la investigación sociológico-militar. Investigación dirigida a
un área preferente: la de los comportamientos violatorios de los derechos humanos y
los factores que más perturban las relaciones civiles-militares en muy diferentes
sociedades, incluidos los complejos procesos de transición o consolidación democrática
que numerosos países siguen viviendo en la actualidad.
Por otra parte, y como segundo factor, está el ya citado privilegio de encontrarnos entre
aquellos militares españoles que hemos tenido la oportunidad de participar a fondo en
alguna de las citadas Misiones Internacionales de Paz, y con una tarea, por añadidura,
dirigida en nuestro caso a una doble área: al ámbito académico militar, y a la valoración
de los comportamientos militares en materia de derechos humanos, dentro de la
relación Ejército-Sociedad. Tarea en la que vimos enriquecida y sólidamente ratificada
la experiencia de nuestra prolongada investigación anterior.
Pues bien; dadas estas circunstancias personales, y después de esas tres décadas de
investigación y estudio de las relaciones civiles-militares en muy distintos países y
situaciones, creemos llegado el momento de exponer el fruto de ese esfuerzo
investigador. En otras palabras: ha llegado el momento de definir y desarrollar, de forma
concreta y sistematizada, el bloque de conceptos básicos que, de forma fragmentaria,
hemos venido exponiendo en tantos organismos, universidades y centros civiles y militares
del Este y del Oeste -hasta el momento en más de veinte países-, pero siempre con las
limitaciones propias de las exposiciones orales y de los ‘papers’ de limitada extensión,
difundidos en publicaciones especializadas. Ha llegado, en definitiva, la hora de
concentrar, en forma de libro, la exposición articulada y coherente de aquellos factores
más decisivos que –en materia de derechos humanos- rigen tanto los valores internos de
las Fuerzas Armadas como las relaciones de éstas con la sociedad civil en el plano moral,
político y social. Todo ello examinado desde una perspectiva lo más científica posible -la de
la Sociología Militar actual-, y materializado en un modelo analítico de nuestra propia
concepción: el "modelo Imperativo-Moral". Se trata de un modelo sociológico-militar de
análisis e interpretación, que hemos venido desarrollando desde bastantes años atrás, y
que ahora consideramos llegado el momento de difundir, ya no en forma fragmentaria
como hasta hoy, sino en su totalidad, acompañándolo de una casuística real y rigurosa-
mente documentada, que será expuesta, primero, y analizada después a la luz del modelo
propuesto.
Estamos convencidos de que, si para algo ha de servir la investigación sociológico-mi-
litar, ha de ser precisamente para dar cumplimiento a un propósito como el nuestro en
este trabajo: es decir, para elaborar un cuerpo de doctrina –militar, moral y democrática-
no ya relacionado sino directamente derivado de aquellas realidades, por muy duras que
sean, en las que ha profundizado nuestra investigación. Sólo así las conclusiones obtenidas
podrán ser válidas para los militares de nuestro tiempo y de un futuro previsible a plazo
medio y medio-largo, pues el plazo demasiado largo –en este terreno como en casi todos-
escapa a cualquier intento de investigación.

En cuanto a nuestro modelo analítico


Ya en nuestra obra anterior “El drama de la autonomía militar” dedicamos un capítulo
a la serie de modelos teóricos que, a lo largo de los últimos 50 ó 60 años, han
pretendido explicar las relaciones Ejército-Sociedad bajo diferentes hipótesis de inter-
pretación. Allí analizamos, a la luz de algunos de tales modelos, las relaciones -
dramáticas- del Ejército con la sociedad civil en un caso muy concreto: el de la
República Argentina, especialmente bajo la dictadura de las Juntas Militares (1976-
1983).
Ello nos obligó a recordar modelos teóricos tales como el “Estado Militar”, de Harold
Lasswell, el “Estado de Seguridad Nacional” de Daniel Yergin, el modelo de “dictadura
dual” de Samuel Finer, sin olvidar el “Estado burocrático-autoritario” de Guillermo
O’Donnell, los modelos “totalitario” y “autoritario” de Juan J. Linz, y el “Estado anti-
popular” de Alain Touraine. Especial atención y extensión tuvimos que dedicar –como
era inevitable- a los modelos “pretorianos” de Samuel Huntington y Amos Perlmutter,
de cuya tipología los militares argentinos brindaron al mundo una minuciosa
exhibición. Después de los modelos “profesionales” de Huntington y Morris Janowitz,
llegábamos al modelo “Institucional-Ocupacional” (I-O) de Charles Moskos, especial-
mente válido para el análisis de las tendencias y comportamientos profesionales en
los Ejércitos de naciones socialmente avanzadas y de democracias consolidadas, como
es el caso de las naciones anglosajonas y de otros países europeos.
Ahora nuestro propósito es más ambicioso que el que nos animaba en nuestro libro
antes citado: ahora se trata de presentar nuestro propio modelo de análisis, elaborado y
contrastado desde largos años atrás. ¿Qué ocurre cada vez que un investigador
internacional plantea y difunde un nuevo modelo analítico? Lo más normal en tales
casos es que leamos, principalmente en la revista “Armed Forces and Society”, los
requisitos que su autor considera que debe cumplir todo buen modelo analítico de las
relaciones Ejército-Sociedad. Requisitos que, por supuesto, son cumplidos por su
propio modelo, y no tanto por los demás. Si hemos de ser sinceros, y sin incurrir en la
menor falta de respeto hacia nuestros colegas investigadores,
cuyo desideratum personal –tan distinto en cada caso- hemos leído tantas veces,
consideramos que sus planteamientos revelan, de forma probablemente inevitable, un
cierto grado de voluntarismo y de un subjetivismo difícil de soslayar. Resulta lógico,
por otra parte, y hasta inevitable, que cada investigador, al proponer su propio
modelo, ponga un especial énfasis en aquellos elementos, cualidades o exigencias
específicas que distinguen su modelo teórico de los otros, mejorándolos -a su juicio- al
introducir exigencias mayores o al cubrir unas áreas no cubiertas debidamente por los
demás.
Por nuestra parte, al presentar nuestro propio modelo, no pretendemos excluirnos de
esa limitación, ni quedar libres de esa cuota de subjetivismo inevitable, que probable-
mente constituye una servidumbre general. Y ello con independencia de que todos los
que trabajamos en este terreno nos consideremos a nosotros mismos como
científicos, afirmando que nuestros modelos teóricos también lo son.
Incluso hay quien afirma que todo aquél que presenta un nuevo modelo teórico debe
demostrar que el suyo es mejor que los anteriormente vigentes. Por nuestra parte, nos
permitimos discrepar de esta apreciación. Primero, porque un investigador puede -e
incluso debe, si lo tiene- proponer su propio modelo analítico, sometiéndolo a la
consideración de la comunidad científica, pero sin que sea forzoso el pretender
sustituir con él a ningún otro modelo precedente, limitándose a añadir un instrumento
analítico más a los ya existentes con anterioridad (salvo que se trate de sustituir
ineludiblemente a otro determinado modelo, demostrando con todo rigor su carácter
erróneo, lo cual ya sería otra cuestión). Y segundo, porque muchas veces ni siquiera
tiene sentido alguno el pretender determinar si un modelo es mejor que otro, cuando
cada uno de ellos ha sido concebido para ser utilizado en unas áreas del
comportamiento muy distintas entre sí.
¿Qué sentido tendría, por ejemplo, comparar el valioso modelo I-O de Charles Moskos
(concebido para estudiar e interpretar un fenómeno social tan notable, y al mismo
tiempo tan pacífico, como el desplazamiento institucional-ocupacional(*) de los
Ejércitos, principalmente en las democracias consolidadas) con un modelo como
nuestro I-M, concebido para interpretar un fenómeno tan trágico y tan brutal como la
violación masiva de derechos humanos por ciertos Ejércitos, en unas sociedades
inmaduras que todavía pugnan, en medio de grandes dificultades, por alcanzar su
plena consolidación democrática?
(*) I-O es la designación abreviada del modelo Institucional-
Ocupacional del profesor Charles Moskos, que estudia un importante
fenómeno observado en los ejércitos de las sociedades más
avanzadas y democráticas. Se trata del desplazamiento desde el
concepto tradicional de lo militar basado en los valores
llamados institucionales (vocación, patria, servicio, entrega a unos
compromisos considerados de orden superior) hacia el predominio
aparente de otros valores, los denominados ocupacionales (el
ejército considerado como una ocupación más, similar a las
ocupaciones profesionales del ámbito empresarial civil, que dan
primacía a valores tales como el rendimiento individual por encima
de la antigüedad, creciente aplicación de técnicas de gestión,
relación coste-eficacia, derechos laborales, compromiso contractual
más que vocacional, etc.)
Por otra parte, cada investigador que propone un modelo teórico pone el énfasis en un
determinado concepto, que considera central en su planteamiento general. Así fue con
los grandes padres de la sociología militar de los años 50 y 60 del siglo pasado
(Samuel Huntington, Morris Janowitz, Samuel Finer) que centraron sus modelos en el
concepto básico de profesionalismo o profesionalidad. Concepto que se vio ampliado
por investigadores como el propio Moskos, que incluyó en su modelo la influencia de
otro elemento (la vertiente empresarial y laboral en términos contractuales y de
mercado, y su notable impacto sobre las instituciones militares modernas). Igual-
mente, y salvando las distancias cronológicas y conceptuales, otros investigadores
como Douglas Bland, Peter Feaver, Henning Sorensen, Rebecca Schiff, entre otros, han
desarrollado y propuesto en estos últimos años modelos que tratan de trascender el
concepto de profesionalidad, llegando más allá de éste para incorporar algún otro
factor que consideran primordial.
Así sucede también en nuestro caso: nuestro modelo analítico trasciende lo profesional,
para incorporar otro factor fundamental. Y ese factor central para nosotros, a la hora de
penetrar en la valoración sociológica de las conductas militares, es precisamente el
concepto dual e inseparable de derechos humanos y moral militar.
Creemos, eso sí, que –de forma general- cada investigador que presenta su propio
modelo teórico debe esforzarse por señalar lo que éste pretende y en qué áreas
resulta –a su juicio- especialmente potente y eficaz. En concreto,
nuestromodelo Imperativo-Moral (I-M) está concebido como un instrumento
especialmente adecuado para penetrar en profundidad en una amplia gama de
comportamientos militares y civiles-militares en nuestra área fundamental de
investigación. Área sin duda ardua y compleja, pero para nosotros prioritaria en
importancia y necesidad de estudio y esclarecimiento, que no es otra que ésta: la
trágica violación de derechos humanos por las Fuerzas Armadas de numerosos países, de
distintas características y diverso grado de desarrollo social.
Se trata de situaciones dramáticas que pueden producirse en distintos escenarios,
desde países con apreciables niveles de desarrollo y cultura, como por ejemplo
Argentina, Chile y Uruguay, con sociedades dotadas de unas clases medias bastante
amplias y no precisamente incultas, hasta otros de muy inferior desarrollo económico,
social y cultural, como Guatemala y El Salvador, con clases medias de muy reducida
dimensión, oligarquías tan privilegiadas y reacias a los cambios como escasamente
democráticas, y grandes masas en situación de lacerante pobreza y subdesarrollo
social.
Nuestra investigación pretende averiguar las causas profundas de ese trágico
fenómeno –las grandes y masivas violaciones de derechos humanos- desde la
perspectiva sociológico-militar, incluyendo factores como los siguientes: el
funcionamiento correcto o deficiente de los mecanismos que rigen las relaciones
Ejército-Sociedad; los factores que hacen o propician que los Ejércitos actúen sin el
debido sometimiento a la autoridad civil, protagonizando todo tipo de excesos al
margen de cualquier control democrático; las desviaciones o degeneraciones morales
y profesionales que, afectando de lleno a los valores militares (disciplina, honor, etc.),
determinan en los Ejércitos actuaciones gravemente antidemocráticas, desde el
golpismo y las dictaduras hasta el aniquilamiento masivo de los derechos
humanos; los valores militares adecuados para frenar y prevenir tantos sangrientos
cataclismos sociales (pues no de otra forma pueden calificarse los terribles procesos
represivos con miles de personas asesinadas, torturadas y desaparecidas); la manera
de evitar tales hecatombes sociales mediante los necesarios cambios en los ámbitos
militar y civil-militar.
Igualmente, dentro de nuestro ámbito de investigación se incluye de lleno otro campo
directamente derivado del anterior: la necesidad de estudiar y registrar con precisión el
desarrollo, articulación y características de los procesos de transición que han de
permitir a esas sociedades dejar atrás para siempre aquellas dramáticas experiencias,
superando sus insuficiencias democráticas y los excesos de sus Ejércitos, hasta llegar a
consolidar definitivamente la democracia, con unos militares nutridos ya de unos
principios y valores respetuosos de los derechos humanos y del poder civil.
Nuestra línea de investigación, a la luz de nuestro modelo I-M, pretende también
profundizar en los comportamientos de los Ejércitos en caso de conflicto interno o
internacional, en lo referente a derechos humanos y respeto al derecho humanitario
bélico; trato a los prisioneros y a la población civil implicada en el conflicto; excesos
cometidos en estos terrenos por los Ejércitos; sus causas, efectos y vías efectivas de
corrección. Formación militar capaz de poner límites, lo más estrictos posible, a los
sufrimientos derivados de la guerra; es decir, limitando los horrores bélicos a aquellos
sufrimientos inevitables, ya terribles de por sí, asumidos como inherentes a todo
conflicto armado, sea interno o internacional. Pero suprimiendo, en cambio, aquellas
atrocidades adicionales, fruto de factores tales como una deficiente moral militar, un
degenerado concepto de disciplina robotizada, un degradado concepto del honor, un
infame corporativismo basado en la impunidad absoluta, así como de las doctrinas
aberrantes basadas en el delirio ideológico, el fanatismo o la “limpieza racial”.
En definitiva, nuestro ‘modelo Imperativo-Moral’ resulta especialmente válido,
ampliamente explicativo y eficaz instrumento analítico para aquellas situaciones, por
desgracia padecidas en numerosos países, en las cuales la violación de derechos
humanos constituye –o ha constituido hasta épocas recientes- el elemento central de la
relación Ejército-Sociedad. Pero no sólo resulta válido para situaciones propiamente
dictatoriales y directamente lesivas de los derechos humanos, sino también para una
amplia gama de situaciones y comportamientos, abarcando todos los grados de
implantación democrática, desde la absoluta ausencia de democracia hasta su mayor
grado de consolidación. De hecho, elmodelo I-M puede ser eficazmente aplicado a las
situaciones siguientes:
1. Sociedades y Ejércitos en trance de conflicto armado, ya sea interno o internacional.
Comportamientos militares en cuanto a derechos humanos en este marco bélico,
sangriento y dramático de por sí.
2. Sociedades bajo duros regímenes dictatoriales, con sus Ejércitos sometidos a un
poder totalitario -civil o militar- que los utiliza para mantener un pleno control de la
sociedad, con altos niveles de represión y grave quebranto de los derechos humanos.
3. Sociedades con un bajo nivel de consolidación democrática, todavía sometidas a un
alto grado de intervencionismo militar sobre la sociedad civil y abundantes
violaciones de los derechos humanos imputables a sus Fuerzas Armadas.
4. Sociedades en proceso de transición a la democracia. Democracias todavía débiles e
inestables con Ejércitos todavía demasiado dominantes, con un trágico y reciente
historial en derechos humanos que todavía pesa gravemente sobre la sociedad.
5. En mucho menor grado, sociedades de régimen democrático ya consolidado y
estable, con sus Ejércitos correctamente subordinados al poder civil y básicamente
respetuosos de los derechos humanos. Aunque el uso del modelo sea menos aplicable
para este tipo de casos -pues ha sido expresamente concebido para los anteriores y no
para éste-, aun así, también puede resultar eficazmente explicativo para ciertos
fenómenos, cambios y procesos producidos dentro de este marco -mucho más
apacible y mucho menos dramático- de las relaciones Ejército-Sociedad.
Observaremos que este bloque articulado de conceptos que aquí vamos a exponer, como
fruto directo de nuestra investigación, no es uno de tantos esquemas teóricos que pueden
elaborarse para el estudio de cualquier disciplina más o menos especulativa. Es, por el
contrario, un escueto marco de conceptos directamente impuestos por la realidad. Un
marco conceptual que, pese a su aparente simplicidad, incluye, refleja y explica, con
insoslayable fidelidad, algunas de las más sangrientas realidades de la vida de los
pueblos: golpes de Estado, dictaduras militares, guerras, violaciones masivas de derechos
humanos, atrocidades de todo género, duras resistencias a los procesos de democrati-
zación, intentos de retroceso a situaciones antidemocráticas, práctica imposibilidad de
castigar a los culpables de los más terribles crímenes -incluso cuando los procesos de paz
parecen ya consolidados-, etcétera. Duras y flagrantes realidades, cuya mayor o menor
gravedad, cuya mayor o menor crueldad nos viene dada inexorablemente por el mayor
o menor grado de desajuste o incumplimiento de ese conjunto de valores y principios
básicos, cuyo núcleo central aquí vamos a desarrollar.
En definitiva, nuestro modelo I-M se nutre hasta el tuétano de las realidades fácticas de
las que ha nacido. No se trata, pues, de encajar por la fuerza una serie de realidades en un
modelo predeterminado. Se trata exactamente de lo contrario: unas determinadas
realidades sociales, tan trágicas como reiteradas en numerosos Ejércitos, han engendrado
un determinado modelo analítico, hijo directo de esa cruda realidad. Modelo que, como
tal, constituye un instrumento que consideramos especialmente válido para el análisis e
interpretación de una serie de comportamientos militares: precisamente aquéllos que
se registran en las situaciones más problemáticas y conflictivas que pueden darse –y de
hecho se dan- en las relaciones Ejército-Sociedad.

Dilema previo: ¿omisión o descripción?


Al exponer los espeluznantes casos de violación de derechos humanos que vamos a
examinar en esta obra, hemos tenido que afrontar un problema no precisamente fácil: el
decidir hasta qué punto debíamos ser explícitos y hasta qué punto convenía optar por la
omisión de los aspectos demasiado terribles. Este problema adquirió para nosotros la
máxima crudeza precisamente por tratarse del caso de Guatemala.
En efecto, cualquiera que intente transmitir o dar a conocer lo ocurrido en Guatemala
durante su largo conflicto interno, y muy especialmente en el terrible quinquenio 1978-
83, tropieza y tropezará siempre con una extraordinaria dificultad:aquélla que alguien
denominó "Hacer creíble lo inverosímil, dado el carácter increíble de lo que realmente
sucedió". Recuérdese, salvando las debidas distancias, que algunos supervivientes del
holocausto judío -como, por ejemplo, la admirable y ya desparecida Violeta Friedmann-
juraron dedicar el resto de sus vidas a dar a conocer al mundo una tragedia que, por su
increíble magnitud, y también por sus caracteres cualitativos, resultaba imposible de
creer. En tales casos, el gran problema consiste en conseguir simplemente –nada más,
pero también nada menos- que la opinión publica llegue a asumir como ciertos unos
hechos absolutamente verídicos que, en principio, resultan disparatadamente ajenos a
cualquier realidad imaginable. Casos radicalmente imposibles de aceptar como ciertos,
y más aun de digerirlos como tales. Recuérdese igualmente que alguno de los grandes
criminales nazis, cuando ya se vislumbraba la derrota y, con ella, la posibilidad de tener
que rendir cuentas, animaba a sus secuaces a mantener, e incluso a incrementar, el
volumen de atrocidades cometidas, con el siguiente argumento: Cuanto más al extremo
llevemos lo que estamos haciendo, menos podrá ser creído el día de mañana. Aumen-
témoslo hasta extremos tan inauditos que mañana nadie los pueda creer. Hagamos lo
increíble, más aun, lo inverosímil, pues mañana esa inverosimilitud nos beneficiará,
convirtiéndose en incredulidad general.
Pues bien; esa dificultad de creer algo que es muy cierto, pero al mismo tiempo
demasiado inverosímil, surge una y otra vez ante lo ocurrido en ciertas áreas de
Guatemala entre 1978 y 1983. La atrocidad de lo sucedido difícilmente podría ser
asimilada, más aun, a duras penas podría ser creída, si no estuviera sobradamente
documentada por la ONU, por la Iglesia (Arzobispado de Guatemala) y por otros
organismos competentes: personas quemadas vivas, empalamientos, terribles
mutilaciones, casos de antropofagia, mujeres embarazadas abiertas en canal, criaturas
de pocos meses o días con la cabeza reventada contra el suelo, y otra serie de
atrocidades de difícil pero necesaria descripción. ¿Por qué necesaria? Porque si nos
evadiéramos con la cómoda coartada de decir: "Se cometieron atrocidades que resisten
toda descripción", entonces, al asumir tales atrocidades como indescriptibles, nadie se
tomaría el esfuerzo –duro e incómodo como pocos- de describirlas para conocimiento
general, con lo cual todo el mundo seguiría sin saber lo que ocurrió. Excepto los propios
supervivientes del horror, los cuales se llevarían a la tumba en solitario sus terribles
recuerdos, por ser éstos un secreto intransferible, que nadie más podría conocer, al
asumir que éste ni se puede describir ni se debe transmitir. Esta actitud nos dejaría al
resto de los mortales ignorantes de una gravísima amenaza que puede volver a
materializarse sobre otros seres humanos con todo su horror, precisamente por dejar a
la sociedad desprevenida sobre tal riesgo, convencida -harto equivocadamente- de que
en nuestros días, y en sociedades civilizadas, tales horrores nunca podrían llegar a
suceder.
Si nos limitásemos a decir que "en tales años, tal o cual Ejército cometió atrocidades que
más vale no mencionar", y el estudioso o el investigador de los comportamientos
militares se detuviera en ese límite sin atreverse a traspasarlo, entonces, al omitir toda
precisión sobre tales comportamientos, o al aludir a ellos en esos términos tan evasivos,
todo el mundo seguiría desconociendo lo que ocurrió, cómo ocurrió, y, sobre todo, por
qué ocurrió. De hecho, las reacciones de alteración que suscita la descripción de ciertos
horrores, precisamente en quienes afirman que tal descripción no resulta necesaria,
constituyen la prueba irrefutable de que tales personas son incapaces de imaginarse
esos mismos horrores hasta que tropiezan con su descripción. Si esas personas
hubieran sido capaces de imaginar lo que realmente pasó, su descripción no les
produciría un impacto tan insufrible; y si esos horrores fueran fáciles de imaginar, el
testimonio de ellos, sea escrito o audiovisual, sería siempre innecesario, pues al acuñar
la frase "barbaridades indescriptibles" todos las habríamos imaginado ya en todo su
horror.
Pues bien, nada más falso. Lo cierto es que nadie se las imagina, ni siquiera por
aproximación. El impacto producido por tales descripciones, cuando se hacen públicas,
ratifica que nadie las había podido imaginar hasta que las vio filmadas o las leyó debida-
mente testificadas y redactadas. El holocausto nazi no hubiera podido ser imaginado
por nadie, de no ser por los testimonios transmitidos por sus testigos supervivientes o,
parcialmente, por las viejas fotografías y las escasas filmaciones que se pudieron
obtener y conservar. Pero siempre, muy principalmente, por los testimonios orales y
escritos de los testigos. Realidades tales como las formas de captura y de transporte
brutal a los campos de exterminio, las condiciones de vida y de muerte, el trabajo
esclavo, los atroces experimentos médicos, los castigos aplicados, las cámaras de gas, los
crematorios -"Hoy entráis por esta puerta, mañana saldréis por aquella chimenea"-,
etcétera, las formas diarias y continuas del aniquilamiento de la dignidad humana, nada
de esto se hubiera llegado a saber si hubiera prevalecido la consabida alegación de "Se
cometieron crueldades indescriptibles, y punto. Pero, puesto que fueron indescriptibles,
que a nadie se le ocurra incomodarnos con su descripción."
Pese a los pudibundos defensores de esta postura, la humanidad necesitaba saber lo
realmente ocurrido bajo el nazismo, especialmente en países como Alemania y Austria.
Precisamente, por cierto, las tierras de Mozart y Beethoven, de Goethe y de Kant, de
Hölderlin y de Rilke. Pero también las de Hitler y Himmler, de Eichmann y Mengele, en
rotunda demostración de que incluso las sociedades más cultas y creativas, capaces de
aportar a la humanidad los grandes genios de la poesía, la filosofía y la música, son
también capaces de engendrar a los mayores monstruos, capaces de cometer los más
abyectos y repugnantes crímenes conocidos en la historia de la humanidad. Y aquellos
supervivientes del holocausto, al ser los únicos que podían dar testimonio de aquel
horror, tenían la obligación de informar detalladamente a la humanidad de lo que
ocurrió. O, lo que es lo mismo, de lo que puede llegar a ocurrir incluso en los países más
avanzados del mundo si se despeñan por los abismos de ciertas teorías, mortales de
necesidad. Tenían que dar ese testimonio, y tenían que darlo aunque alguien se
molestara por relatos tan poco gratos, y aunque ellos mismos tuvieran que cargar con
tan pesada y desagradable responsabilidad. Gracias a ellos, hoy conocemos lo que
pueden dar de sí ciertas teorías de la sociedad, de la patria, de la raza y de la propia
humanidad.
De ahí el valor impagable de los detallados testimonios de las víctimas de los campos de
exterminio nazis. De ahí igualmente, por ejemplo -y salvando todas las distancias
correspondientes-, el valor del informe de la CONADEP (Comisión Nacional sobre
Desaparición de Personas) sobre la barbarie producida por la represión militar en
Argentina, es decir, en uno de los países más cultos de América Latina. Y de ahí también,
el enorme mérito de los informes del REMHI (Recuperación de la Memoria Histórica,
del Arzobispado de Guatemala) y de la CEH (Comisión de Esclarecimiento Histórico de
la ONU), ambos sobre los crímenes masivos cometidos durante el conflicto interno de
Guatemala. Y todo ello en el último cuarto del siglo XX. Nadie podría creer la magnitud
de tales crímenes, si no fuera por los miles de testimonios registrados por las dos
citadas comisiones de investigación sobre Guatemala. Y nos hemos referido al enorme
mérito de los declarantes con plena justificación, porque, a diferencia de aquellos
supervivientes del holocausto, que dieron testimonio de lo perpetrado por el nazismo
cuando éste ya había sido aplastado, los supervivientes de las masacres de Guatemala,
por el contrario, tuvieron que vencer el miedo que les paralizó durante 15 ó 20 años de
silencio, dando su testimonio sobre lo perpetrado por un tipo de fuerzas que no habían
sido derrotadas en absoluto, y que, a lo largo de los años han mantenido y demostrado -
como veremos en los casos Gerardi y Mack- su mortal capacidad de amenaza y su letal
peligrosidad.
"Lo que pasó, pasó, y ya no es cuestión de volver a hurgar en ello", nos decía un conocido
coronel guatemalteco. Algo así como si nos dijeran que lo feo no es cometer esos terribles
crímenes, sino hablar de ellos. Según esta postura, lo hecho, hecho está, y punto. Lo
intolerable es investigarlo, averiguarlo a fondo, y sobre todo, describirlo. Que nadie sepa
lo que pasó; y si alguien lo sabe, que lo olvide; y si no lo olvida, que lo calle por la cuenta
que le tiene. Quienes cometieron esas atrocidades, y sobre todo quienes las ordenaron
cometer, desean siempre a posteriori que nadie se atreva a investigarlas, que nadie las
explique, que nadie las describa, que nadie las mencione, que nadie se atreva a remover
algo tan profundamente desagradable. Que nadie vuelva sobre ellas, que todos corran
un tupido velo de olvido y, a ser posible, de temor. Pues el temor garantiza el silencio
más y mejor que el simple olvido, que nunca llega a ser total.
Por fortuna, contra esta lamentable postura tendente a la omisión -que se traduce en pura
ocultación-, se ha abierto paso la búsqueda de la verdad, y ahí están los miles de
testimonios del REMHI y de la CEH. Miles de declaraciones de testigos y supervivientes del
horror, que recuerdan y recordarán mientras vivan la forma como vieron quemar a sus
padres, mutilar a sus hijos, violar y matar a sus madres, hijas o hermanas. De todas ellas,
alguna declaración determinada podrá estar equivocada, o exagerada por la memoria, o
dictada por motivaciones ajenas a la verdad. Pero el abrumador conjunto estadístico, la
inmensa masa testifical, el aplastante conjunto de miles y miles de declaraciones coinci-
dentes, constituye la más ciclópea prueba de una de las verdades históricas más sólidas
que puedan establecerse sobre la América del siglo XX. Verdad histórica ya, aunque los
hechos hayan acontecido sólo dos décadas atrás.
En consecuencia, nuestra opción entre omisión y descripción, para esta obra, no podía
ni debía ser otra que la descripción. La descripción de la barbarie tal como se produjo,
en los términos literales recogidos por los numerosos y contundentes testimonios
registrados. Sólo así, con el conocimiento de lo que realmente ocurrió, podrá el lector
captar las simas de miseria e indignidad en las que puede hundirse el comportamiento
militar cuando fallan determinados valores morales. A partir de ese conocimiento de
una dura realidad y de aquellos factores que la engendran, se percibirán con nítida
claridad algunos de los principales conceptos que deben ser modificados, y en qué
sentido. Y al mismo tiempo, el conocimiento de los horrores perpetrados por ciertos
Ejércitos, y de los ipsores directamente conducentes a ellos, permitirá igualmente al
lector comprender la justificación, necesidad y pleno sentido del modelo analítico que
proponemos.

En cuanto al orden de presentación


Una vez asumida la necesidad de la descripción de los hechos, aparecía otro problema,
otra opción, quizá de menor entidad, pero no precisamente fácil ni despreciable, pues
nos ha obligado a priorizar unas exigencias sobre otras, cosa siempre problemática y que
implica un cierto riesgo. Nos referimos a la decisión sobre el orden de presentación de
los ingredientes inevitables de la obra.
En efecto, este libro admitía dos formas, a priori igualmente razonables, de organizar su
orden secuencial. Una de ellas consistía en optar por la siguiente secuencia:
Primero: Planteamiento de nuestro modelo analítico.
Segundo: Descripción de los trágicos hechos que pretendemos analizar.
Tercero: Análisis sociológico de estos hechos, a la luz del modelo previamente descrito.
La segunda ordenación posible era esta otra, intercambiando el orden de los dos
primeros temas y manteniendo en todo caso, como es obvio, el tercero:
Primero: Descripción previa de los hechos.
Segundo: Planteamiento del modelo analítico.
Tercero: Análisis sociológico del fenómeno estudiado, a la luz del modelo.
La primera opción significaba, en definitiva, proporcionar primero el bagaje
conceptual, y una vez dotado el lector de tal bagaje, pasar al conocimiento de los
hechos. Es decir, de las atrocidades que los Ejércitos –en este caso uno de ellos,
elegido aquí entre otros que también hemos estudiado- pueden cometer, y de hecho
cometen, cuando su formación moral y doctrinal adolece de graves deficiencias, cuyas
consecuencias se traducen en comportamientos de lamentable criminalidad.
La segunda opción, en cambio, consistiría en entrar directamente en el conocimiento
de tales realidades, pretendiendo dar una visión previa del tipo de fenómeno que nos
ocupa, es decir, del tipo de terribles hechos a los que genéricamente va a referirse
todo nuestro estudio, todo nuestro análisis, y en el que se centra todo nuestro trabajo
investigador. Después, dotados ya de ese conocimiento de los hechos, se introduciría
el bagaje conceptual (el modelo analítico), lo que nos permitiría pasar después al
análisis final de los hechos estudiados.
Después de considerar las ventajas e inconvenientes de ambas secuencias posibles,
hemos optado por la primera. Es decir, hemos decidido que valía la pena proporcionar,
ya desde el principio, los conceptos básicos que vamos a definir y utilizar (perfectamente
asequibles para el lector normal, aunque no proceda del campo de la sociología ni del
derecho). En otras palabras, vamos a empezar por la presentación de la herramienta
analítica que vamos a manejar. Instrumento que luego nos permitirá comprender,
explicar, e incluso prevenir y corregir para el futuro ciertos comportamientos militares
execrables, que surgen como consecuencia de determinados factores y desviaciones
previas, precisando qué factores son ésos que es preciso suprimir o modificar, y qué
desviaciones morales es preciso evitar o corregir.
Así, ya en el Capítulo 1, el lector se enfrentará a las únicas páginas de definición
sociológica, no muchas, pero, en todo caso, imprescindibles, y, en todo caso,
perfectamente accesibles al lector común. En ellas expondremos nuestro modelo
analítico ya citado. Para ello estableceremos los principios básicos pocos, claros, y
sólidamente articulados entre sí- de cuyo cumplimiento o incumplimiento se deriva
directamente la buena o mala -a veces difícil, e incluso dramática- relación entre civiles
y militares en distintas situaciones de conflicto, así como el carácter –correcto,
incorrecto, delictivo o incluso netamente criminal- de los comportamientos militares
que habremos de analizar y valorar.
Como piezas fundamentales de ese bloque de conceptos, nuestro modelo explicará el
conjunto de valores que configuran el núcleo básico del comportamiento castrense en el
plano de las normas (lo imperativo) y las convicciones (lo moral). Fundamentalmente,
enfocaremos los tres valores militares más decisivos en cuanto a las conductas
sociológicas de los Ejércitos: disciplina, honor y espíritu de cuerpo, analizando qué tipo
específico de disciplina, qué clase de honor militar y qué concepto del espíritu
corporativo resultan compatibles con -y favorecedores de- el respeto a los derechos
humanos y la consolidación de un régimen democrático de sólida base civil. Igualmente,
de forma análoga y paralela observaremos, por el contrario, cuáles otros conceptos
erróneos y degradados de disciplina, desviado honor y degenerado corporativismo -por
desgracia vigentes aún en numerosos Ejércitos- resultan incompatibles con un Estado
de Derecho, vulnerando gravemente los derechos humanos y haciendo imposible la
instauración de un sistema de libertades, de base democrática y respetuosa del poder
civil.
Ese primer Capítulo consistirá, por tanto, en la exposición de ese conjunto de conceptos
y principios básicos que configuran nuestro modelo I-M. Asumimos, por tanto, que el
lector asimilará sin ninguna dificultad los conceptos de nuestro modelo analítico
(explicado en las páginas de ese Capítulo 1). A continuación, contando ya con ese
conocimiento previo, pasará a los hechos descritos y documentados en los Caps.
2 y 3 (especialmente las atrocidades del genocidio maya, recogidas en el 2). Hechos cuyo
análisis posterior (Cap. 4 y último) resultará perfectamente comprensible para ese
mismo lector, pues entrará en ese análisis disponiendo ya de todos los elementos –
teóricos y fácticos- necesarios para ello.
En otras palabras, el ciudadano común, más bien desconocedor de lo ocurrido en
Guatemala y más bien ajeno también al campo de la Sociología, cuando entre de lleno en
contacto con el aspecto puramente humano –e inhumano- de la cuestión, lo hará después
de haberse dotado de la herramienta teórica, con la que le resultará más fácil sumergirse
en la realidad fáctica. En la dureza, en la crueldad, en la brutalidad, pero también en la
verdad de lo fáctico, en el dramatismo de los hechos registrados. Finalmente, una vez
conocida y asumida esa terrible realidad impuesta por los hechos, el lector estará en
condiciones óptimas para entrar en el capítulo final, que constituye la meta de nuestra
obra: los análisis, valoraciones y conclusiones finales de nuestro examen sobre los
hechos registrados.

Respuesta anticipada a una posible objeción


Nos importa anticiparnos a una posible objeción. Tal vez a alguien se le ocurra objetar
que hemos desarrollado nuestro modelo analítico sobre un caso único, el de Guatemala,
poniendo en duda, con ese pretexto, la validez de nuestras conclusiones para otra
amplia generalidad de casos. Tal objeción, caso de producirse, carecería de fundamento,
y ello por el doble motivo que señalamos a continuación.
Primero, porque no es cierto en absoluto que el caso de Guatemala sea el único que
hemos investigado. De hecho, en las últimas décadas hemos tenido ocasión de estudiar
los comportamientos militares en otra serie de conflictos, cuya descripción, análisis y
conclusiones quedan para obras posteriores, pues hubieran alargado exageradamente
este libro en caso de incluirlos en él. Podemos anticipar, sin embargo, que las
conclusiones aquí extraídas, y nuestro modelo analítico aquí desarrollado, no proceden
únicamente del caso de Guatemala, sino que se ven fuertemente respaldados por la
casuística de otra serie de conflictos que también han sido objeto de nuestra
investigación, y cuyos análisis quedan para posterior publicación.
En segundo lugar, y principal en importancia, la objeción sería infundada por olvidar
un punto fundamental: el hecho de que, desde le punto de vista científico, existen dos
vías de acceso al conocimiento que resultan igualmente válidas. La metodología
científica, como es sabido, ofrece, entre otras, dos vías de averiguación, la inductiva y
la deductiva. La vía inductiva, es decir, la captación de unos hechos reales
rigurosamente constatados, registrados y documentados, y, a partir de ellos, la
extracción –igualmente rigurosa- de conclusiones generales válidas no sólo para esos
casos concretos, sino para muchos otros hechos similares en muchos otros lugares (es
decir, el paso de lo particular a lo general) constituye una de las vías de conocimiento
que ha permitido el progreso de las ciencias, tanto puras como sociales. A su vez, la vía
deductiva, es decir, el enunciado de una determinada ley o principio básico, formado
por un conjunto de relaciones lógicas de validez general, y, a partir de esa ley o
principio, deducir lo que ocurrirá en muchos otros casos particulares (paso de lo
general a lo particular), es otra de las vías que nos permite conocer y prever
innumerables comportamientos concretos. Vía igualmente utilizada, de forma masiva,
en el ámbito de las ciencias.
En nuestro caso, las diversas comisiones de investigación -las denominadas
genéricamente “Comisiones de la Verdad”-, como las de Argentina (1984), Chile (una en
1990 y otra en 2004), El Salvador (1993), Guatemala (una en 1998 y otra en 1999) y
Perú (2003), nos revelan una avalancha de hechos reales absolutamente verídicos
(hechos particulares pero muy numerosos, pues se trata de muchos miles de casos
registrados y testificados), que, junto con otra serie de datos reales aportados por otros
organismos de absoluta seriedad (Amnistía Internacional y otras organizaciones
defensoras de los derechos humanos), nos permiten extraer, de ese gran volumen de
evidencias fácticas, una serie de conclusiones ineludibles, configurando con ellas un
modelo de gran validez general (en nuestro caso, el modelo I-M). Ese modelo analítico,
una vez elaborado, nos permitirá a su vez examinar, valorar, e incluso prever y poder
modificar a priori un gran número de casos futuros, que se desarrollarán a su manera,
para bien o para mal, dependiendo en gran medida de que se actúe de uno u otro modo,
según los módulos positivos o negativos establecidos y previstos por ese “conjunto de
relaciones lógicas de validez general” (como antes hemos llamado a esa ‘ley’, o
‘principio’, o ‘modelo analítico’ de aplicación).

¿Por qué precisamente Guatemala como caso paradigmático?


Incluso asumiendo la amplia generalidad del modelo, lo que sí resulta razonable es
preguntarse por qué, habiendo estudiado una serie de conflictos, elegimos para este
libro el caso de Guatemala y no otro de los –por desgracia abundantes- casos posibles.
La respuesta está clara. En primer lugar, porque dentro de los conflictos que en las
últimas décadas han afectado a Ejércitos occidentales, el caso de Guatemala, con sus
ingredientes específicos, nos proporciona una nutrida casuística, es decir, una larga
serie de ejemplos absolutamente descriptivos del tipo de comportamientos militares
que queremos estudiar y de las situaciones, excesos y defectos que aquí pretendemos
examinar y valorar.
En segundo lugar, porque –sorprendentemente- el caso de Guatemala, pese a su enorme
importancia cualitativa y cuantitativa, permanece en gran medida desconocido para la
opinión pública, o, como mínimo, incomparablemente menos conocido que –por ejem-
plo- los casos de Chile y Argentina, cuya repercusión mediática en materia de derechos
humanos ha sido siempre mucho mayor, tanto durante sus respectivas dictaduras como
en sus secuelas posteriores hasta el momento actual.
Pero volviendo al primero de los factores señalados, el caso de Guatemala resulta
especialmente válido para la aplicación práctica de nuestro modelo de análisis, por la
inmensa acumulación de ‘casos particulares’ registrados, convergentes y coincidentes
en señalar, con obstinada persistencia, una determinada realidad. Una realidad
suficientemente clara, constatada, comprobada y reconfirmada como para acabar
configurando, a partir de ella, un sólido modelo de gran validez general. Es decir, un
fenómeno especialmente propicio para pasar, en su estudio riguroso, de lo
particular (inmensa profusión de casos particulares) a lo general (formulación de un
modelo de muy amplia generalidad, que en trabajos posteriores utilizaremos a fondo
para analizar otros escenarios).
En efecto, dentro de la exposición de los hechos, el lector encontrará en el Capítulo 2 la
presentación casuística de los terribles dramas humanos y los atroces crímenes que se
derivan de determinados comportamientos militares, tomando en esta ocasión como
ejemplo especialmente descriptivo el de ese concreto país, Guatemala, cuya reciente
historia nos permite ilustrar este tipo de comportamientos con especial claridad. Para
ello tomaremos y entraremos a fondo en el análisis de ese caso histórico, el
guatemalteco, tan reciente como paradigmático. A tal efecto, y disponiendo de un
ingente soporte documental, estudiaremos las actuaciones militares y las relaciones
Ejército-Sociedad en el largo conflicto interno padecido por la sociedad guatemalteca
durante el período 1962-1996, y muy especialmente durante el quinquenio negro de
1978-1983. De todas formas, inevitablemente, nuestro examen se referirá en algún
momento a fechas anteriores a 1962, y también a fechas posteriores al acuerdo de paz
de 1996, llegando ya en el Capítulo 3 hasta acontecimientos de los primeros años del
siglo XXI (especialmente sobre los juicios de los casos Gerardi y Mack).
En definitiva, la lectura de esos dos Capítulos 2 y 3 nos hará entrar crudamente,
ineludiblemente, en la parte más dura de la obra: la presentación del genocidio
perpetrado contra las poblaciones mayas, tan significativo como terrible. Caso que,
aunque nos horrorizará en más de una ocasión, también nos permitirá dos cosas.
Primera, abrirá los ojos de muchos a una gran verdad que todo el mundo debería
conocer: las simas en las que pueden hundirse aquellos ejércitos deficientemente
formados en lo moral. Y segunda: nos permitirá después aplicar analíticamente cada
uno de los principios y conceptos básicos que integran nuestro modelo I-M, enfocados a
unas realidades históricas y sociales tan concretas como crueles, pero situadas de lleno
dentro de nuestro campo de investigación.
En definitiva, y con las salvedades que oportunamente señalaremos (que hacen del
conflicto de Guatemala un caso relativamente especial en algún aspecto, con algún
ingrediente que no se da en otros lugares con la misma intensidad), las actuaciones de
aquel Ejército resultan, en muchos aspectos –profesionales, morales, doctrinales, sociales e
incluso internacionales, como veremos-, muy representativas de no pocas conductas
militares latinoamericanas de las últimas décadas. Todo ello, repetimos, sin perjuicio de
reconocer y señalar las diferencias específicas que resulte obligado registrar.
En cualquier caso, el estudio del conflicto guatemalteco, con sus propias circunstancias
y factores concurrentes, examinado a la luz de los conceptos analíticos de
nuestro modelo imperativo-moral, permitirá al lector comprender qué procesos
degenerativos de la moral militar están -o han estado- vigentes en no pocos Ejércitos de
nuestro tiempo –el de Guatemala no es en absoluto un caso único, aunque sí destacado-,
y qué tipo de atrocidades pueden llegar a cometerse cuando tales valores militares se
deterioran hasta alcanzar ciertas formas de degradación moral y profesional.
Queda, pues, para posteriores obras la publicación del estudio –que ya hemos
efectuado- de otros dramáticos conflictos, geográficamente tan distantes entre sí como
los de El Salvador y Bosnia, y de dictaduras tan contiguas en el tiempo y el espacio como
las de Chile y Argentina. Su temática y su gran interés reclamaban su inclusión en esta
misma obra, pero su extensión lo ha hecho imposible, por lo que –como ya hemos dicho-
quedan comprometidas para posterior ocasión.
*****
Finalmente, al examinar los hechos y comportamientos históricos aquí registrados,
analizándolos a luz de nuestro modelo propuesto, ese análisis nos permitirá extraer una
serie de conclusiones, incluyendo las referentes a la necesidad y a la forma concreta de
introducir profundos cambios en las mentes y conciencias de los militares profesionales, en
aquellos Ejércitos caracterizados –como es el caso de Guatemala- por un trágico historial
en materia de derechos humanos y moral militar.
Dichos cambios necesarios quedarán particularmente explícitos en el Apéndice final,
en el que reproducimos nuestro documento de Recomendaciones redactado en la CEH
(Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU sobre Guatemala), uno de los
documentos que en su momento (agosto de 1998) redactamos personalmente, dentro
de nuestro trabajo en dicha Comisión. Dicho documento enumera los cambios que,
antes o después, tropezando con más o menos resistencias, habrán de ser finalmente
introducidos por la doble vía legislativa y educativa. Dos vías insoslayables, pero de
diferente dificultad. La primera (renovación de leyes y códigos), que teóricamente
resultaría factible en un período más bien breve; y la segunda (renovación de las
conciencias a través de su formación moral) que, incluso si fuera emprendida con
decisión y firme voluntad por las autoridades civiles y militares guatemaltecas,
resultaría incomparablemente más larga, problemática y difícil de cumplir que la
anterior. No es ningún secreto que cambiar las conciencias resulta, siempre y en
cualquier parte, mucho más difícil que modificar las leyes.
En este punto, Guatemala tropieza con el mismo obstáculo –particularmente grave, en
su caso- que ya hemos conocido en otras serie de países, en el transcurso de los
procesos de transición y consolidación democrática que no pocas sociedades han de
atravesar, y que, en muchos casos, están atravesando desde años atrás. Se trata del
factor entorpecedor derivado de los propios excesos cometidos, excesos que, a
posteriori, motivan en los militares que participaron en ellos una actitud fuertemente
reacia a los cambios, que ellos perciben como claramente amenazadores para su posi-
ción. De ahí sus esfuerzos inmovilistas, tendentes a mantener intacto –entre otras
cosas- el blindaje de su impunidad frente a toda posibilidad de juicio y castigo por
dichos excesos anteriores. Excesos, como veremos, derivados de una deficiente
formación moral y de un agudo proceso degenerativo, ambos en ese campo decisivo
que es la moral militar, en su vertiente humana, profesional y social.
Consideramos, en definitiva, que el proceso vivido por Guatemala en las últimas décadas
en cuanto a relaciones civiles-militares –prácticamente en el último medio siglo, desde el
golpe de Estado de 1954-, resulta especialmente ilustrativo, pese a algunas de sus
peculiaridades, del tipo de procesos sociológicos y morales que van a ocuparnos en esta y
otras obras, y que nuestro modelo I-M permite estudiar con el debido rigor.
En cuanto a los cambios propuestos, éstos siguen resultando ineludibles, con toda
independencia de su mayor o menor dificultad, y del mayor o menor tiempo que se
necesite para su implantación. Se trata de cambios imprescindibles en el campo de los
valores militares fundamentales y de la formación castrense recibida, a la luz de los
principios básicos de una moderna moral militar, que tiene en los derechos humanos y en
el derecho internacional humanitario bélico la base fundamental de aquellos límites que el
militar nunca debe rebasar. Principios apoyados en la cruda evidencia de la investigación
empírica, en los datos históricos acumulados en las últimas décadas en diversos países y
Ejércitos, y en las valiosas aportaciones de la moderna Sociología Militar.
Se trata, en definitiva, de establecer unos valores y principios cuyo objetivo no es otro
que la formación de unos militares dotados de una suficiente solidez moral, humana y
profesional. Solidez moral que, incluso dentro de la inevitable y terrible crueldad de la
guerra, haga imposible que determinados horrores, irrefutablemente constatados en
numerosos conflictos –y de forma especial en Guatemala-, lleguen a ser perpetrados por
unos militares profesionales eficazmente vacunados contra esas conductas criminales,
por haber incorporado firmemente a sus convicciones este conjunto de principios, de
carácter fundamentalmente moral y social.
Y, en el peor de los casos -habida cuenta de las flaquezas de la condición humana-, si a
pesar de todo llegaran a producirse excesos, una formación militar sólidamente basada
en estos principios podrá conseguir, en la inmensa mayoría de los casos, que tales excesos
rebajen su perfil y queden reducidos a su mínima expresión posible, evitando al menos los
crímenes de más abominable y abyecta gravedad.

AGRADECIMIENTOS
A la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU sobre Guatemala, a la que nos
honramos en pertenecer como consultor internacional durante cuatro meses
inolvidables, y en la que tuvimos conocimiento y plena evidencia de los más atroces
hechos violatorios de derechos humanos jamás conocidos en Guatemala y en América
Latina en su totalidad.
A la División de Derechos Humanos de ONUSAL (Misión de la ONU en El Salvador), en la
que también tuvimos el honor de trabajar durante veinte meses como responsable del
área militar de dicha División, en la que obtuvimos impagables conocimientos sobre los
comportamientos militares en Centroamérica.
Nuestro reconocimiento, igualmente, al Alto Comisionado de Naciones Unidas para los
Derechos Humanos (ACNUDH) de Ginebra, por contar en su día con nuestra doble
aportación como asesor y como profesor para sus cursos dirigidos a militares
centroamericanos, encomendándonos en ellos la materia "Los Derechos Humanos en la
Moral Militar actual", tan similar al tema central de la presente obra. Experiencia
siempre enriquecedora, por realizarse, una vez más, en directo contacto con los
protagonistas del fenómeno que se trata de estudiar y corregir.
A la ODHAG (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala), por su
admirable, valeroso e incontestable informe REMHI (Proyecto para la Recuperación
de la Memoria Histórica), impulsado y dirigido por el obispo monseñor Juan Gerardi,
asesinado dos días después de presentar el informe en cuestión. Gratitud obligada a
quien, al frente de sus equipos de investigadores, fue capaz de conseguir el milagro de
que miles de testigos y supervivientes de las masacres perpetradas contra la
población civil guatemalteca, que durante tantos años permanecieron enmudecidos y
paralizados por el terror, asumieran el riesgo de hablar de lo que vieron y sufrieron
bajo aquella implacable represión. Quede, pues, en estas páginas obligada constancia
de nuestro agradecimiento hacia una personalidad que, al margen de su jerarquía
eclesiástica, y aunque sólo fuera en su calidad de investigador e indomable defensor
de los derechos humanos (lo que le valió en su día persecución y exilio, y finalmente la
muerte), se hizo acreedor de nuestro respeto y reconocimiento, y a quien, por encima
de las bajezas y calumnias que le han perseguido incluso después de su desaparición,
rendimos el homenaje de afecto y admiración que en justicia le corresponde, como
uno de los más heroicos defensores de la verdad y de los derechos humanos que
América Latina ha aportado a la humanidad. Homenaje que unimos al merecido por la
figura de monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de El Salvador, igualmente
asesinado en 1980 por su defensa de la misma causa: la de los más débiles y
oprimidos por las injustas estructuras sociales de América Central.
En el campo académico, nuestro agradecimiento a aquéllos que, además de favore-
cernos con su amistad personal, nos enriquecieron con sus conocimientos a través de
sus escritos, sus desarrollos teóricos y su propia investigación. Entre ellos, los
profesores Charles Moskos (Northwestern University de Chicago), Juan J. Linz (Yale
Univ.), Richard Millet (Southern Illinois Univ.), Stephen Cimbala (Pennsylvania State
Univ.), Jorge Tapia Valdés (Universidad de Chile), Ernesto López Meyer (Universidad
Nacional de Quilmes-Buenos Aires), José Enrique Miguens (Universidad de Buenos
Aires) y Edelberto Torres Rivas (Universidad de Costa Rica). A otros investigadores a
quienes nunca conocimos personalmente, como Sidney Axinn (Philadelphia Univ.),
Herbert Kelman (Harvard Univ.) y Lee Hamilton (Maryland Univ.), por haber profun-
dizado en sus obras, con admirable honestidad, en el arduo terreno de la obediencia
debida e indebida, dentro de los ámbitos más complejos de la moral militar y policial.
Y, terminando por nuestro ámbito profesional, nuestra especial gratitud a aquellos
militares españoles de la generación que nos precedió –pocos y concretos- que no sólo
fueron nuestros jefes sino, mucho más aún, nuestros maestros en materia de moral
militar democrática: Juan Cano Hevia, Miguel Iñiguez, y los recientemente
desaparecidos José Gabeiras y Luis Pinilla. Así como, en lugar destacado, aquél que
cargó sobre sus hombros las más pesadas, difíciles y muchas veces amargas responsabi-
lidades militares en nuestra transición: el ya fallecido pero inolvidable capitán general
Manuel Gutiérrez Mellado. Ejemplar jefe y maestro intachable, con el que la democracia
española tiene contraída una inmensa deuda de gratitud, que las generaciones más
jóvenes difícilmente pueden hoy conocer y valorar. Inevitablemente, siempre son pocas
las personas a las que, dentro del propio ámbito estamental, podemos reconocer esa
categoría de maestros, mucho más alta que la de jefes. Nuestro afecto y gratitud a
aquéllos a quienes debemos buena parte de lo que somos.
CAPÍTULO 1.
PLANTEAMIENTO DEL "MODELO IMPERATIVO-MORAL"
(I-M)

ÍNDICE del Capítulo 1

1.1. Propósito de nuestro modelo analítico


1.2. Principios básicos de la Sociología Militar que determinan los comportamientos de
los Ejércitos en materia de derechos humanos y relaciones Ejército-Sociedad
1.2.1. Principio de limitación imperativa
1.2.2. Principio de autolimitación moral
1.2.3. Principio de concordancia imperativo-moral
1.3. Búsqueda de la concordancia imperativo-moral por todo tipo de regímenes, tanto
democráticos como totalitarios
1.3.1. Graves riesgos de la falta de "concordancia imperativo-moral"
1.3.2 Algunos ejemplos derivados de la falta de concordancia imperativo-moral,
registrados en las últimas décadas
1.3.3. Respuesta actual a la antigua interrogante griega y romana sobre el control
civil del aparato militar
1.4. Factores morales endógenos: valores militares internos, generados y asumidos
por la propia institución, que configuran decisivamente su conciencia moral o inmoral
Principios básicos de la moral militar democrática
1.4.1. El recto concepto de la disciplina militar
a) Versión aberrante de la disciplina: la llamada "obediencia debida" exigida
para todo tipo de órdenes sin excepción, incluidas las de carácter criminal
b) El recto concepto de "disciplina estricta": obediencia dentro de la legalidad,
pero nunca fuera de la Ley. Desobediencia legítima frente a las órdenes de
evidente criminalidad
c) Otra degradación de la disciplina: La “negación de responsabilidad” por
parte del jefe, alegando desconocimiento y descontrol sobre los crímenes
cometidos por sus subordinados
1.4.1.1. Repercusión del modelo de disciplina en el respeto o violación de los
derechos humanos
a) El nocivo concepto de ‘obediencia debida’
b) El correcto concepto de ‘disciplina estricta dentro de la ley’
1.4.2. El recto concepto del honor militar
a) Ejemplo de un nocivo concepto del honor, todavía vigente en ciertos
Ejércitos de hoy
b) Los Derechos Humanos, núcleo básico de un recto concepto del honor
militar
1.4.3. El recto concepto del espíritu de cuerpo
a) Dos modelos genéricos de entender el corporativismo militar
b) Consecuencias de cada uno de estas dos formas de entender el espíritu de
cuerpo
1.5. Factores condicionantes exógenos: decisivas influencias de procedencia externa
a la institución: el ‘vector social’ y el ‘vector internacional’
1.5.1. El vector social. Impacto positivo o negativo de este vector sobre la
limitación imperativa, la autolimitación moral y, en consecuencia, sobre la
concordancia imperativo-moral
a) Dos destacados ejemplos, trágicos y extremos, de vector social registrados
en el siglo XX: el nazismo en Alemania y los jemeres rojos en Cambodia
b) Otros factores más frecuentes, capaces de configurar un negativo y
peligroso vector social
1.5.2. El vector internacional. Sus principales ingredientes en las últimas décadas
y su impacto sobre los comportamientos militares
1.5.2.1. Otros factores del vector internacional, propiciadores de la impunidad,
y su negativa influencia sobre los comportamientos militares
a) La posición negacionista frente a los grandes crímenes colectivos
históricamente registrados
b) El rechazo del principio de Justicia Universal, invocando el llamado “respeto
a la peculiaridad cultural”
c) Los necesarios límites de la ‘peculiaridad’. Reafirmación de la Justicia
Universal
d) Última barrera frente a la barbarie. Necesidad ineludible de un núcleo
mínimo de valores esenciales de validez universal por encima de razas,
culturas, fronteras y regímenes

Esquema sinóptico del modelo Imperativo-Moral (I-M)


1.1. PROPÓSITO DE NUESTRO MODELO ANALÍTICO

El modelo sociológico-militar que aquí nos proponemos definir, desarrollar y aplicar


-al que asignaremos el nombre de “Modelo Imperativo-Moral" (I-M en designa-
ción abreviada)-, constituye un instrumento analítico y valorativo que permite:

1. Analizar los principales factores sociológicos que generan y determinan las


graves violaciones de derechos humanos cometidas en numerosos países por
la institución militar.

2. Determinar y concretar las acciones y reformas, principalmente le-


gislativas, educativas y doctrinales, que permiten reducir drásticamente di-
chas violaciones de derechos humanos en los comportamientos de los
Ejércitos.

3. Analizar, prever y gestionar las más graves dificultades surgidas durante las
transiciones a la democracia en las relaciones Ejército-Sociedad, como
consecuencia de los comportamientos militares producidos antes y durante
dichos procesos de transición.
Nuestros pasos en este Capítulo serán los siguientes:
 Establecimiento y definición de los principios básicos de la relación Ejército-
Sociedad.
 Examen de los principales factores endógenos, es decir, de procedencia interna.
Valores degradados y altamente dañinos, generadores de violaciones de
derechos humanos por la institución militar. Valores correctos de la moral
militar que permiten a los Ejércitos asumir comportamientos adecuados en
materia de democracia, derechos humanos y relaciones Ejército-Sociedad.
 Examen de los principales factores exógenos, es decir, de procedencia externa a
la institución militar, capaces de influir intensamente en sus comportamientos,
para bien y para mal: factores surgidos del ámbito nacional, procedentes de la
sociedad civil, y factores procedentes del ámbito internacional, generados más
allá de las fronteras propias, pero que también inciden intensamente en el
comportamiento militar.

1.2. PRINCIPIOS BÁSICOS DE LA SOCIOLOGÍA MILITAR QUE DETERMINAN


LOS COMPORTAMIENTOS DE LOS EJÉRCITOS EN MATERIA DE DERECHOS
HUMANOS Y RELACIONES EJERCITO-SOCIEDAD, ASÍ COMO SUS ACTUACIONES,
CORRECTAS O DELICTIVAS, EN CASO DE CONFLICTO ARMADO INTERNO O INTER-
NACIONAL
Desde que, hace ya 2.500 años, Platón escribió "La República", las sociedades civilizadas
se han planteado el problema derivado de la existencia de una institución armada -el
Ejército- dentro de una sociedad civil desarmada -porque confió sus armas a dicha
institución-. Ello, ya desde entonces, engendraba una doble y peligrosa posibilidad:
a. Que esa institución armada se pusiera al servicio de un sector social determinado,
poniendo toda su fuerza al servicio de los intereses de dicho sector, imponiendo
tales intereses al resto de la sociedad.
b. Que ese sector social armado se apoderase directamente de toda la sociedad,
imponiendo a toda ella sus intereses y criterios, utilizando para ello las armas que la
propia sociedad le entregó para otra finalidad muy distinta: su defensa frente a un
enemigo exterior.
Seis siglos después de Platón, ya en el siglo I d.C., al debatirse en el Senado de Roma la
conveniencia de desplegar en las fronteras naturales del imperio (Rhin, Alpes, Danubio)
un adecuado número de legiones bien entrenadas y equipadas, a modo de vigilantes
frente a cualquier amenaza de ataque exterior, Juvenal formuló su célebre pregunta: Quis
custodiet ipsos custodes? ¿Quién vigilará a esos vigilantes? ¿Quién mantendrá bajo control
a esas fuerzas, impidiendo que –por ejemplo- se apoderen del Imperio, sometiéndolo a
cualquier tipo de dictadura, o entregando el poder al dirigente o al sector social que
consideren más ventajoso para su propio interés?
La Historia nos ha ofrecido, a lo largo de los siglos, abundantes ejemplos que han
justificado plenamente las viejas preocupaciones de Platón y de Juvenal. Aquel ¿Quién
vigilará a los vigilantes? ha conservado su vigencia más de lo que quisiéramos, y sin
necesidad de remontarnos más atrás, ahí tenemos una época histórica tan reciente como
los años 70 del siglo XX, en la que todos los países latinoamericanos -y muchos otros en
diferentes lugares del mundo- pudieron comprobar, y sufrir en sus propias carnes, hasta
qué punto aquella grave pregunta, formulada tantos siglos atrás, conservaba su plena y
preocupante significación.
Hoy día, las sociedades desarrolladas resuelven este problema por tres vías igualmente
necesarias, simultáneas y complementarias. Se trata de los que podríamos llamar los tres
grandes principios de la Sociología Militar en cuanto a la relación Ejército-Sociedad:
-Principio de "limitación imperativa". (*)
-Principio de "autolimitación moral". (*)
-Principio de "concordancia imperativo-moral".

(*) Los principios de "limitación imperativa" y "autolimitación


moral", aunque veníamos perfilándolos desde los primeros años
70, no los utilizamos explícitamente hasta finales de dicha década.
Tal es el caso de nuestro trabajo “Las Fuerzas Armadas y el poder
político. Estructuras de la Defensa” (1979), documento elaborado
para el Instituto de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid,
dentro del equipo multidisciplinario encargado del trabajo “Análisis
doctrinal de la Constitución Española de 1978”. Ya en aquellos años,
nuestros trabajos partían de un primer esquema analítico, embrión
de lo que terminaría siendo nuestro actual “modelo Imperativo-
Moral”. Y, ya en 1979, el citado documento de trabajo incluía, con
sus actuales nombres respectivos, ambos conceptos de limitación
imperativa y autolimitación moral.
A continuación pasamos a considerar estos tres principios, que, como veremos, se hallan
estrechamente correlacionados entre sí.

1.2.1. PRINCIPIO DE "LIMITACIÓN IMPERATIVA"


El primero de tales principios es el de "limitación imperativa", que puede definirse
así: todo Ejército, y todos los miembros que lo componen, están sometidos en su
comportamiento a un conjunto de limitaciones impuestas por el bloque de leyes y
normas de obligado cumplimiento. Normas que van, desde la Constitución en primer
término, leyes orgánicas y ordinarias, decretos, decretos-leyes, etcétera, incluyendo el
Código de Justicia Militar, hasta llegar a las últimas ordenanzas y reglamentos de la
institución. Por supuesto que los Tratados Internacionales suscritos por cada Estado
(Convenios de Ginebra, etc.), forman también parte insoslayable de esta limitación
imperativa que sus militares están obligados a cumplir. Se trata, por tanto, de un amplio
conjunto de normas de diverso ámbito, todas legalmente establecidas, a las que todos los
militares están sometidos y obligados, y que incluyen su correspondiente aparato
coercitivo y punitivo (Código de Justicia Militar o Código Penal Militar), concebido para
castigar a quienes las quebranten por acción u omisión. Este denso conjunto de
normas limita imperativamente el comportamiento de los militares, al establecer
legalmente lo que éstos pueden y lo que no pueden hacer.
En toda sociedad democrática, esta limitación imperativa, establecida por las leyes, debe
estar configurada –y habitualmente lo está- de forma que garantice los elementos
siguientes:
a) Subordinación de la institución militar al poder político emanado de las urnas en
elecciones libres, aceptando tal poder como legítimo representante de la soberanía
popular.
b) Apartidismo de los Ejércitos -posición al margen de los partidos-, limitación
obligada para la institución militar, única forma de que ésta permanezca al servicio
de toda la sociedad.
c) Respeto a los derechos humanos por parte de la institución militar, mediante el
cumplimiento de las Leyes nacionales e internacionales, de los preceptos del
Derecho de la Guerra y del Derecho Humanitario Internacional.

1.2.2. PRINCIPIO DE "AUTOLIMITACIÓN MORAL"


El segundo principio es el de "autolimitación moral", y puede definirse como sigue: todo
Ejército, y todos los miembros que lo componen, están sometidos en su comportamiento
a un conjunto de limitaciones surgidas de sus propias convicciones morales.
Convicciones que se configuran como resultado de todo el aprendizaje moral y doctrinal
que sus miembros han ido recibiendo a lo largo de su formación: familia, escuela, colegio,
instituto o universidad, y, muy especialmente, en las academias y escuelas militares, así
como en los ulteriores cursos de posgrado recibidos durante toda su vida profesional, y
también en aquellas vivencias personales o colectivas capaces de configurar en el sujeto
algún tipo de convicción moral.
Esta formación, en los Ejércitos de las sociedades democráticas, se desarrolla de tal
forma, y con tales contenidos, que configura en el ánimo y la conciencia de sus militares
profesionales una fuerte autolimitación: la de renunciar voluntariamente a toda acción
antidemocrática, a todo intento de golpe de Estado, y a toda violación de los Derechos
Humanos, pero ya no sólo porque así se lo ordene la Constitución, ni porque así lo
dispongan las leyes orgánicas y las ordinarias, ni porque así lo establezcan
obligatoriamente los códigos y reglamentos –todo lo cual ya está incluido en
su limitación imperativa-, sino, precisamente, porque las propias convicciones profundas
de los militares, y sus propios principios morales, y sus más íntimos sentimientos
patrióticos, religiosos o filosóficos, fuertemente arraigados en su espíritu y en su
conciencia, les impiden cometer cualquier acción antidemocrática o cualquier exceso
violatorio de los derechos humanos. Comportamientos que son rechazados por el militar
no sólo por obligación sino por profunda convicción, cuando esta autolimitación
moral está correctamente formada.

1.2.3. PRINCIPIO DE "CONCORDANCIA IMPERATIVO-MORAL"


El tercer principio es el de “concordancia imperativo-moral”, y puede definirse como
sigue: todo Ejército, y todos los miembros que lo forman, necesitan, de forma
imprescindible, que exista una adecuada coincidencia entre los contenidos básicos
respectivos de su limitación imperativa y su autolimitación moral. Es decir: resulta
necesario que el conjunto de conceptos, convicciones y sentimientos que deben nutrir
la autolimitación moral de los militares concuerden lo más posible con el contenido del
bloque de normas, leyes y decretos que establecen su limitación imperativa. Esta
coincidencia entre “lo imperativo" –las normas- y "lo moral" –las convicciones-, coin-
cidencia que ha de ser, si no total, sí suficiente, resulta imprescindible para el
funcionamiento armónico Ejército/Sociedad.
De hecho, cada tipo de sociedad, cada régimen político, inculca a sus militares un tipo de
formación -basado en ese bloque de conceptos que suele llamarse una "doctrina"-
concordante con los valores del tipo concreto de sociedad que han de defender. En
efecto, tan disparatado sería imaginar un Ejército norteamericano mandado por jefes y
oficiales de formación y convicciones comunistas, como imaginar a aquel Ejército
soviético de los años de la Guerra Fría mandado -hipotéticamente- por profesionales de
firmes convicciones basadas en la plena libertad política, el pluralismo, la economía de
mercado, la libre competencia, etc. Un Ejército con tales convicciones no hubiera podido
servir a una sociedad comunista, ni un Ejército norteamericano metódicamente educado
en el comunismo teórico hubiera podido -en términos igualmente hipotéticos- ocuparse
de la defensa de una sociedad ultracapitalista como la suya.
Sin necesidad de recurrir a hipótesis tan extremas y tan escasamente imaginables, cabe
afirmar que, de forma general, la coincidencia entre las normas obligatorias (limitación
imperativa) y las convicciones profundas de los militares (autolimitación moral) se
impone como factor sociológicamente ineludible desde el punto de vista funcional.
Evidentemente, también las sociedades democráticas necesitan esa misma
concordancia para conseguir la necesaria estabilidad y consolidación.

1.3. BÚSQUEDA DE LA CONCORDANCIA IMPERATIVO-MORAL POR TODO TIPO


DE REGÍMENES, TANTO DEMOCRÁTICOS COMO TOTALITARIOS
Todos los regímenes políticos -sean democráticos o no- necesitan inculcar a sus militares
unas convicciones concordantes con los principios básicos del tipo de sociedad que
pretenden establecer y conservar. Evidentemente, las dictaduras también necesitan esa
coincidencia entre su limitación imperativa y su autolimitación moral: también ellas se
ocupan de inculcar en sus militares, por vía doctrinal, unas convicciones totalitarias,
concordantes con sus normas y leyes igualmente totalitarias y dictatoriales, que tratan
de establecer y hacer cumplir. Así, Hitler necesitaba un Ejército fiel a sus consignas nazis
y antisemitas, radicalmente antidemocráticas, y por ello se ocupó, entre otras cosas, de
formar un núcleo militar tan adicto ideológicamente como las SS, mientras Stalin, por su
parte, necesitaba un Ejército marxista-leninista, por lo que, a su vez, se ocupó de
fortalecer, a través de la Academia Político-Militar Lenin (*), el cuerpo del "Comisariado
político", formado por generales, jefes y oficiales encargados de mantener la más pura
ortodoxia comunista dentro de la institución militar.
(*) En noviembre de 1991, y con motivo de la Conferencia
Internacional sobre Relaciones Civiles-Militares en un Estado
Democrático, celebrada en Moscú, tuvimos allí ocasión de visitar esta
Academia. Los fuertes cambios ya iniciados en aquellas fechas en la
antigua URSS habían transformado aquel centro docente,
atribuyéndole el curioso título de “Academia Humanitaria de las
Fuerzas Armadas”, con la misión de impartir a los oficiales cursos
sobre la ya diferente formación requerida por el Ejército del nuevo
tipo de sociedad que se trataba de establecer.
De hecho, si hay un tipo de sociedad que requiere más que ningún otro del cumplimiento
de ese principio de concordancia imperativo-moral, ése corresponde precisamente a la
sociedad de modelo democrático. Dada la gran complejidad de las sociedades democrá-
ticas -con su extremo pluralismo en cuanto a credos ideológicos, políticos y religiosos,
su gran amplitud de derechos reconocidos (no sólo libertades de expresión, reunión y
asociación, sino también derechos de huelga, manifestación, crítica prácticamente ilimi-
tada, etcétera), así como su continuo y natural forcejeo entre intereses sociales contra-
puestos-, esta inevitable conflictividad interna hace a este tipo de sociedades más
vulnerables frente a un Ejército que no tenga sólidamente estructurada su autolimitación
moral. Es decir, que no tenga asumida la democracia por convicción, de una forma refle-
xiva y suficientemente concordante con la limitación imperativa impuesta por las leyes
democráticas.
En efecto, todas las sociedades democráticas, precisamente para conseguir que sus
relaciones civiles-militares sean las correctas, se ocupan de ambos principios a la vez: se
ocupan de situar a sus Fuerzas Armadas dentro de una correcta limitación imperativa,
establecida por la Constitución y las demás leyes; y se preocupan también,
simultáneamente, de dotar a sus militares de una adecuada autolimitación moral,
proporcionándoles una formación académica e inculcándoles unas convicciones morales
y un tipo de patriotismo basados en una alta estimación de los valores democráticos y de
los Derechos Humanos, como valores superiores que el Ejército debe asumir, respetar y
defender.

1.3.1. GRAVES RIESGOS DE LA FALTA DE CONCORDANCIA IMPERATIVO-MORAL.


En caso de no existir tal concordancia, sino una fuerte discordancia entre el bloque de
sentimientos y convicciones predominantes en los militares -por una parte- y el bloque
de decisiones que el poder democrático va produciendo y convirtiendo en leyes y
normas -por otra-, en tal caso, la institución militar se convierte en un órgano
gravemente "disfuncional", es decir, capaz de perturbar las funciones vitales del Cuerpo
Social -el conjunto de la sociedad- hasta el extremo de hacer imposible su funciona-
miento armónico, pudiendo llegar a arrastrarlo a las más graves formas de crisis y
enfrentamiento social.
Si una sociedad es -o pretende llegar a ser- democrática, pero el Ejército discrepa
intensamente de las leyes y decretos que el poder político democráticamente elegido va
promulgando, la vida de esa democracia está gravemente amenazada. Más aún: ni
siquiera es preciso que sea todo el Ejército el que discrepe, sino que basta que tal
discrepancia se concentre en un sector de éste suficientemente significativo para que tal
amenaza revista notable gravedad. Pues, en tales casos, no sólo la democracia, sino la
propia convivencia y la propia paz peligran seriamente, pues esa grave discrepancia
entre el poder militar y el poder político significa siempre un alto riesgo de
pronunciamiento o insurrección militar, o de golpe de Estado propiamente dicho, o incluso
-en el peor de los casos- el riesgo del más grave conflicto social: la guerra civil.
De hecho, cada tipo de sociedad, cada régimen político, inculca a sus militares un tipo de
formación -basado en ese bloque de conceptos que suele llamarse una "doctrina"-
concordante con los valores del tipo concreto de sociedad que han de defender. En
efecto, tan disparatado sería imaginar un Ejército norteamericano mandado por jefes y
oficiales de formación y convicciones comunistas, como imaginar a aquel Ejército
soviético de los años de la Guerra Fría mandado -hipotéticamente- por profesionales de
firmes convicciones basadas en la plena libertad política, el pluralismo, la economía de
mercado, la libre competencia, etc. Un Ejército con tales convicciones no hubiera podido
servir a una sociedad comunista, ni un Ejército norteamericano metódicamente educado
en el comunismo teórico hubiera podido -en términos igualmente hipotéticos- ocuparse
de la defensa de una sociedad ultracapitalista como la suya.
Sin necesidad de recurrir a hipótesis tan extremas y tan escasamente imaginables, cabe
afirmar que, de forma general, la coincidencia entre las normas obligatorias (limitación
imperativa) y las convicciones profundas de los militares (autolimitación moral) se
impone como factor sociológicamente ineludible desde el punto de vista funcional.
Evidentemente, también las sociedades democráticas necesitan esa misma
concordancia para conseguir la necesaria estabilidad y consolidación.

1.3.2. ALGUNOS EJEMPLOS DERIVADOS DE LA FALTA DE CONCORDANCIA


IMPERATIVO-MORAL, REGISTRADOS EN LAS ÚLTIMAS DÉCADAS
Limitándonos, de hecho, a los últimos decenios, la historia reciente está llena de
ejemplos reveladores de las directas y graves consecuencias derivadas de la falta de esa
concordancia que hemos llamado "imperativo-moral". Es decir, de esa falta de
coincidencia entre la limitación imperativa emanada de un determinado gobierno, cuyas
leyes –por ejemplo- intentan establecer una democracia, y la autolimitación moral de sus
militares, cuyas convicciones, profundamente opuestas a aquélla, hacen que el Ejército o
un sector de éste acabe saltándose toda limitación y actuando contra aquél. Actuación
que puede efectuarse en cualquiera de los diversos grados posibles, desde la fuerte
presión corporativa de un pronunciamiento insurreccional hasta el verdadero golpe de
Estado dirigido a la toma del poder.
Los casos acumulados en países que intentaban establecer regímenes más o menos
democráticos tras sus respectivas dictaduras, y cuyos Ejércitos trataron de impedirlo o
de entorpecerlo porque las convicciones e intereses de un sector militar eran adversas a
dicha democratización, nos ofrecen –en décadas bien recientes- un variado muestrario
de actuaciones militares antidemocráticas. Entre ellas cabe señalar las de Argentina
(cuatro insurrecciones militares entre 1987 y 1990, destinadas fundamentalmente a
maniatar a su incipiente democracia para asegurarse la impunidad por los abominables
crímenes de la dictadura); Filipinas (seis intentos de golpe militar, todos ellos
sangrientos, en la década de los 80, contra el gobierno democrático de Corazón Aquino);
España (tres intentos golpistas entre 1978 y 1982, especialmente el más grave,
producido el 23 de febrero de 1981, contra el gobierno democrático de la UCD); Rusia
(intento de golpe involucionista en 1991 con implicación militar y civil, contra la
“perestroika” de Gorbachov); y Haití (golpe militar con derrocamiento presidencial,
también en 1991, contra el primer régimen democrático tras la larga y terrible dictadura
de la dinastía Duvalier). Casos, todos ellos, que constituyen otras tantas pruebas -en su
mayoría trágicas y sangrientas, salvo el caso español citado- de lo muy vulnerable que
resulta una sociedad cuando las convicciones e intereses de ciertos militares, por culpa de
una deficiente autolimitación moral, tarada todavía de fuertes tendencias
antidemocráticas, no concuerdan sino que chocan agudamente con la limitación
imperativa, surgida de la nueva legalidad democrática que se trata de consolidar.
Todos los casos recién citados –aunque bien diferentes entre sí- nos demuestran, en
definitiva, la cruda realidad de este hecho sociológico: la considerable peligrosidad
inherente a la falta de concordancia imperativo-moral en el estamento militar, como
ingrediente que –cuando se da- amenaza en grado sumo la estabilidad social, poniendo en
grave riesgo a la democracia, a los derechos humanos y a las correctas relaciones Ejército-
Sociedad.

1.3.3. RESPUESTA ACTUAL A LA ANTIGUA INTERROGANTE GRIEGA Y ROMANA


SOBRE EL CONTROL CIVIL DEL APARATO MILITAR
Una vez introducidos estos conceptos clave de nuestro modelo analítico, ya estamos en
condiciones de responder, con el debido rigor, a la antigua pregunta de Juvenal, y a la
aun más antigua inquietud de Platón. La respuesta de las modernas sociedades
democráticas a la vieja cuestión de quién vigilará a los vigilantes no es otra que ésta,
dividida en tres partes inseparables, igualmente necesarias, simultáneas y comple-
mentarias:
1. Los "vigilantes" (si llamamos así a los militares profesionales de hoy) son vigilados
por la sociedad civil, a través de una adecuada limitación imperativa. Es decir, a
través de un adecuado conjunto de leyes y normas firmemente establecidas, capaces
de mantener a las Fuerzas Armadas en su correcta posición, debidamente
subordinadas al poder democrático civil.
2. Los "vigilantes" se vigilan a sí mismos, a través de una adecuada autolimitación
moral, fundamentada en una sólida formación de base democrática. Formación que
les hace renunciar voluntariamente a actuaciones antidemocráticas o aniquiladoras
de los derechos humanos, y que, a través de unos adecuados contenidos educativos,
resulte capaz de inculcar en los hombres de armas unas profundas conviccio-
nes correctamente configuradas en lo militar, lo moral y lo social. Convicciones que
han de estar basadas en la autocontención de su poder armado, y que también han de
incluir, como pieza fundamental, la obligada subordinación militar al poder
democrático civil.
3. Por último, los “vigilantes” se sienten no sólo vigilados y obligados por las leyes
sino, también, suficientemente convencidos –incluso a veces sin llegar a
estarlo totalmente- del acierto básico de tales leyes, gracias a la debida concor-
dancia imperativo-moral. Concordancia que, entre otras cosas, les hace sentir la
profunda certeza de que nunca deben actuar contra esa autoridad civil que les
confía sus armas con una única finalidad: hacer frente a un hipotético enemigo
exterior. Certeza y confianza proporcionadas por esa concordancia entre los
contenidos de esas leyes de base democrática y de esas sólidas convicciones que
reciben por vía educacional.
Pero cuando esos “vigilantes” no encuentran su conducta regulada por unas
normas válidas (es decir por una adecuada limitación imperativa) sino regida por
unas normas nocivas, tiránicas, inmorales o antidemocráticas, o cuando su
conducta no se ve correctamente autovigilada por unas sólidas convicciones
morales propias, éticas y sociales (es decir, por una adecuada autolimitación
moral) sino dominada por unas convicciones o unos intereses agresivamente
adversos a las normas y leyes de la correcta limitación imperativa, entonces
la concordancia entre lo imperativo y lo moral salta por los aires, y los antes
llamados “vigilantes” pueden entregarse a toda clase de excesos contrarios a la
ley y a la moral, atropellando injustamente, en todos los grados posibles, a
amplios sectores de su propia sociedad, o asumiendo comportamientos
criminales en un conflicto, sea interno o internacional.

1.4. FACTORES MORALES ENDÓGENOS: VALORES MILITARES INTERNOS


QUE, GENERADOS Y ASUMIDOS POR LA PROPIA INSTITUCIÓN, CONFIGURAN
DECISIVAMENTE SU CONCIENCIA MORAL O INMORAL, PROPICIANDO
COMPORTAMIENTOS RESPETUOSOS DE LA DEMOCRACIA Y LOS DERECHOS
HUMANOS O, POR EL CONTRARIO, COMPORTAMIENTOS DE CARÁCTER
CRIMINAL
Siguiendo con la presentación de nuestro modelo sociológico-militar, y entrando ya de
lleno en su aspecto más directamente decisivo en materia de derechos humanos, vamos
a exponer aquellos principales factores endógenos (generados por la propia institución)
que nutren el ethos castrense, y, por tanto, que afectan de lleno –entre otras cosas- a la
vulneración de los derechos humanos –o por el contrario a su adecuado respeto- por la
institución militar.
PRINCIPIOS BÁSICOS DE LA MORAL MILITAR DEMOCRÁTICA
Existen tres principios o conceptos fundamentales que pueden considerarse básicos
para el establecimiento de una correcta moral militar democrática:
* El recto concepto de la disciplina militar.
* El recto concepto del honor militar.
* El recto concepto del espíritu de cuerpo.
El anteponer el concepto modificativo de "recto concepto" resulta imprescindible, ya
que, como veremos, se trata de conceptos -tanto la disciplina como el honor y el espíritu
de cuerpo- que pueden presentar, y de hecho nos presentan en la vida real,
interpretaciones y prácticas acertadas, frente a otras gravemente equivocadas, hasta el
punto de resultar incompatibles con el funcionamiento de la institución militar en un
marco democrático y de respeto a los derechos humanos.
Examinemos a continuación cada uno de estos tres conceptos, desde la doble perspectiva
–correcta y errónea- de la disciplina militar.

1.4.1. EL RECTO CONCEPTO DE LA DISCIPLINA MILITAR


Como es bien sabido y aceptado, con toda independencia del régimen político y tipo de
sociedad a la que sirva la institución militar, la disciplina es un valor básico sin el cual
ningún Ejército podría funcionar, y ni siquiera existir. La institución militar implica, entre
otras características inherentes, la necesidad de dar y obedecer órdenes que pueden
conducir directamente a la muerte. La moral militar incluye como propio este deber,
duro y dramático, pero ineludible: incluso las órdenes de ejecución más fatigosa y más
peligrosa deben ser cumplidas.
Este hecho, por trágico que sea -y en situación de guerra con frecuencia lo es-, resulta
absolutamente real y enteramente necesario para los Ejércitos, con toda independencia
del carácter democrático o dictatorial de su correspondiente sociedad. Este sentido
militar de la disciplina, de plena obediencia incluso a las más duras órdenes, genera una
de las tareas y responsabilidades más notables, y al mismo tiempo más comunes a todos
los Ejércitos: la de formar moralmente a sus miembros, haciéndoles capaces de obedecer
órdenes, de cara a la misma muerte en caso de necesidad.
Existe, sin embargo, un aspecto fundamental de la disciplina que sí varía de unos
Ejércitos a otros, dependiendo del nivel de desarrollo y consolidación democrática de su
propia sociedad. Así vamos a verlo a continuación, al estudiar las agudas diferencias
entre, por un lado, los conceptos aberrantes de "obediencia debida" y de “negación de
responsabilidad” (o “responsabilidad no asumida”), ambos fuera de la ley, y, por otro, el
correcto sentido de "disciplina estricta", basado en la obediencia dentro de los límites
estrictos de la Ley.
a) Versión aberrante de la disciplina: la llamada "obediencia debida" entendida y
exigida para todo tipo de órdenes sin excepción, incluidas las de carácter criminal
Las Fuerzas Armadas de los regímenes totalitarios, así como aquellos Ejércitos
habituados a un alto grado de intervencionismo militar e históricamente acostumbrados
a ejercer un desproporcionado peso en el conjunto de la sociedad, dentro de unos altos
niveles de autonomía e impunidad, estos tipos de Ejércitos son habitualmente educados
en un concepto de disciplina basado prácticamente en la obediencia ciega. Es decir, en el
concepto usualmente llamado "obediencia debida" llevado hasta un extremo
prácticamente ilimitado, incluyendo en él todo tipo de órdenes sin excepción, sin poder
entrar en la más mínima consideración sobre su legalidad o ilegalidad, ni siquiera en el
caso de resultar evidente su carácter delictivo, criminal o netamente anticonstitucional.
Tal concepto parte de la base de que el responsable único y pleno de una orden y de las
consecuencias de su ejecución no es otro que el jefe que la da, mientras que el
subordinado que la ejecuta queda totalmente exento de responsabilidad ("eximente de
obediencia debida"), por considerar que actúa en calidad de simple "brazo ejecutor" de
un acto que no es fruto de su voluntad ni de su decisión, sino de la decisión y voluntad de
su superior. El cual aparece como único responsable de dicha orden y de los resultados
de su ejecución.
Hay que señalar que este concepto de disciplina -vigente aún, de hecho, en no pocos
Ejércitos de América Latina y de otras latitudes y culturas- es hoy día absolutamente
rechazado por los códigos militares de los países democráticos, y enteramente
reprobado por la moral militar occidental, como en seguida vamos a ver.
b) El recto concepto de "disciplina estricta": obediencia dentro de la legalidad,
pero nunca fuera de la Ley. Desobediencia legítima frente a las órdenes de
evidente criminalidad
A diferencia del anterior modelo de “obediencia debida” para todas las órdenes, dentro o
fuera de la ley, la formación que se imparte a los militares en los Estados democráticos
impone un tipo de mando y de disciplina que no sólo prohíbe al superior dar órdenes
ilegales, sino también, en caso de que tales órdenes lleguen a ser dadas, prohíbe igual-
mente al subordinado obedecerlas. Este concepto -a la vez moral y jurídico- hace al
subordinado, así como al superior, plenamente responsable por los crímenes, delitos o
actos ilegales cometidos en el cumplimiento de tales órdenes, que nunca deben ser dadas
ni cumplidas.
Esta doble prohibición -la de dar y obedecer órdenes cuya ejecución conlleva
cualquier tipo de delito o acción ilegal- aparece siempre redactada, en diferentes
términos, por los códigos militares de los principales Ejércitos occidentales, como
vamos a ver a continuación.
Así, por ejemplo, en las Fuerzas Armadas del Reino Unido el "Manual of Military
Law" dispone: "Si una persona que está obligada a obedecer a su superior recibe de éste
una orden ilegal, está obligado a no cumplir tal orden, y, caso de hacerlo, caerá en la
responsabilidad de haberlo hecho."
En las Fuerzas Armadas de Alemania, el "Soldatengesetz" establece: "Una orden no debe
ejecutarse cuando su cumplimiento comporte una acción contraria a la ley o una
irregularidad."
En el Ejército Francés, el Reglamento de Disciplina dispone a su vez: "El inferior que
ejecuta una orden que comporta un acto ilegal previsto en el Reglamento, asume
plenamente la responsabilidad penal y disciplinaria del mismo."(Por tanto, para no
asumir esa responsabilidad penal, ha de abstenerse de cumplir la orden en cuestión).
En el Ejército Italiano, su Reglamento de Disciplina dice: "El deber de obediencia es
absoluto, salvo los límites establecidos por las leyes penales." (Por tanto, más allá de
tales límites no existe dicho deber de obediencia y subordinación).
En las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, el Reglamento prescribe: "Toda persona
que presta servicio militar está obligada a ejecutar rigurosamente y con prontitud las
órdenes legítimas de sus superiores." (Quedan, por tanto, excluidas las ilegítimas). A su
vez, la “Law of Land Warfare”, también del Ejército estadounidense, establece: “El hecho
de que la ley de guerra haya sido violada cumpliendo órdenes de una autoridad superior,
sea militar o civil, no priva al acto en cuestión de su carácter de crimen de guerra, ni
constituye una base para la defensa en juicio de un acusado, a menos que éste no
supiera, ni pudiera razonablemente esperarse de él que supiera, que tal acto era
ilegal.”(Por tanto, aquellos actos cuyo carácter criminal es público y notorio, legalmente
tipificado y sobradamente conocido como tal en el ámbito militar, son juzgados como
tales actos criminales, y para ellos no sirve como argumento de defensa el haber
obedecido al superior). (*)
(*) Recuérdese el célebre caso My-Lai (Vietnam, 1968), en que el
teniente William Calley fue sentenciado a prisión perpetua por un
tribunal militar estadounidense, por asesinato múltiple de civiles
vietnamitas no combatientes, pese a su alegación de haber obedecido
órdenes superiores. Incluso si las hubiera recibido –cosa negada por
su superior y nunca demostrada-, estaba igualmente obligado a
desobedecerlas, según estableció la sentencia, por su evidente carácter
criminal. Finalmente, por consideraciones políticas, Calley fue liberado
tres años después por el presidente Nixon, que aplicó el derecho de
gracia presidencial, pero sin que el condenado recuperase su carrera
militar, de la que fue expulsado con deshonor.
En cuanto a las Fuerzas Armadas españolas, las Reales Ordenanzas de 1978 incluyen dos
importantes artículos:
Art. 34: "Cuando las órdenes entrañen la ejecución de actos que manifiestamente sean
contrarios a las leyes y usos de la guerra o constituyan delito, en particular contra la
Constitución, ningún militar estará obligado a obedecerlas; en todo caso asumirá
la grave responsabilidad de su acción u omisión."
Art. 84: "Todo mando tiene el deber de exigir obediencia a sus subordinados y el
derecho a que se respete su autoridad, pero no podrá ordenar actos contrarios a
las leyes y usos de la guerra o que constituyan delito."
Por otra parte, el vigente Código Penal Militar español (1985) ratifica plenamente este
criterio jurídico al establecer, en su artículo 21: "No se estimará como eximente ni
atenuante el obrar en virtud de obediencia a aquella orden que entrañe la ejecución de
actos que manifiestamente sean contrarios a las leyes y usos de la guerra o constituyan
delito, en particular contra la Constitución." (Así, el subordinado que cumpla una orden
delictiva no podrá invocar la obediencia debida, ni como eximente ni tan siquiera como
atenuante del delito que cometió, al ejecutar una orden que nunca debió cumplir).
Pensamos que este resumen -aunque forzosamente incompleto- es suficiente para
subrayar un hecho capital, que es el siguiente: en oposición al concepto de "obediencia
debida" para todo tipo de órdenes -por muy delictivas que puedan ser-, la doctrina
vigente en los Ejércitos del ámbito democrático occidental impone la desobediencia
legítima a aquellas órdenes cuya ejecución conlleva cualquier acción ilegal o criminal.
c) Otra degradación de la disciplina: La “negación de responsabilidad” por parte
del jefe, alegando desconocimiento y descontrol de los crímenes cometidos por
sus subordinados
Otro tipo gravemente degenerativo de la disciplina (del que, por desgracia, tenemos
notables ejemplos históricos) es el que se manifiesta en aquellos jefes que, habiendo
ordenado o permitido a sus subordinados graves crímenes y excesos abominables
prolongados a lo largo del tiempo, después, cuando se les exigen judicialmente las
responsabilidades inherentes a su autoridad, alegan que ellos no ordenaron aquellos
crímenes, sino que éstos se debieron a excesos incontrolados de sus subordinados, que
los cometieron ‘por su cuenta’, sin que ellos tuvieran ‘nada que ver’. He aquí otra de las
formas más bajas e innobles de quebrantar el concepto del mando militar.
En efecto, entre las funciones ineludibles del mando figura la de controlar las actuaciones
que se desarrollan bajo su autoridad (“En su desempeño nadie podrá excusarse con la
omisión o descuido de sus subordinados”, dice sabiamente la norma militar española, Art.
79 de las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas, de 1978, estableciendo un
precepto que en realidad es común a todos los Ejércitos, pero que a veces resulta
pisoteado por jefes indignos del mando que ejercen). Ni siquiera la delegación de
funciones -cuando está justificada- exime al mando de esa responsabilidad de control en
cuanto al comportamiento criminal de los subordinados.
Como ejemplo destacado de esta degeneración de la disciplina, y de la repercusión que
tuvo –y que mantiene- sobre el derecho internacional, citaremos un caso concreto,
correspondiente a la Segunda Guerra Mundial. Tras la invasión de Filipinas, las
fuerzas japonesas de ocupación cometieron toda clase de excesos criminales contra
los prisioneros y contra la población civil. Finalizado el conflicto, su jefe en el
archipiélago, el general Tomuyuki Yamashita, compareció ante un tribunal militar
(Manila, 1945) que le declaró “responsable de las atrocidades cometidas por sus tropas
contra prisioneros de guerra y civiles no combatientes, por cuanto tenía la obligación de
evitarlas, denunciarlas, investigarlas y sancionarlas, y sin embargo no lo
hizo” (1). Yamashita fue condenado a muerte por el correspondiente consejo de
guerra y ejecutado, como responsable de aquellos crímenes de lesa humanidad. Si él
los ordenó, era directo responsable de ellos. Si no los ordenó, pero permitió
sistemáticamente que sus unidades los cometieran, era igualmente culpable, por
criminal omisión. Este concepto jurídico, hoy conocido bajo el nombre de “doctrina
Yamashita”, figura desde entonces incorporado a los principales instrumentos del
actual derecho internacional.
En efecto, tal como señala el profesor Hernando Valencia Villa, “el actual derecho de
gentes impone al jefe militar la obligación positiva de impedir, denunciar, investigar y
sancionar las acciones u omisiones de carácter criminal que sean imputables a sus
subordinados, so pena de incurrir él mismo en responsabilidad criminal
internacional.” (2)
Esta tipificación, que aparecía ya establecida desde 1977 en los Protocolos Adicionales
a los Convenios de Ginebra de 1949 (Art. 86 del Protocolo I de 1977), fue también
incluida y aplicada en el Estatuto del Tribunal Internacional de la Haya para la ex
Yugoslavia de 1993 (Art. 7). Y, lo que es más importante para el futuro, este mismo
concepto jurídico, la ya citada ‘doctrina Yamashita’, ha sido también incorporada
al Estatuto de Roma de 1998 para el Tribunal Penal Internacional(Art. 28). Con ello,
tal como subraya el mismo profesor Valencia Villa, “esta doctrina tiene ya la condición
de precepto de ‘ius cogens’ o derecho internacional general de carácter obligatorio.” (3)
Hoy, el concepto actual del mando exige del jefe militar un férreo control sobre la
actuación de las fuerzas a sus órdenes, máxime en materia criminal. Y el moderno
concepto de liderazgo incluye una fuerte autoridad moral sobre los subordinados,
suficientemente intensa como para que mantenga su peso incluso en aquellas situaciones,
sumamente frecuentes por otra parte, en que el jefe no está presente, pero en las que,
incluso en su ausencia, su autoridad y fuerza moral deben prevalecer.
1.4.1.1. REPERCUSIÓN DEL MODELO DE DISCIPLINA EN EL RESPETO O VIOLACIÓN
DE LOS DERECHOS HUMANOS
a) El erróneo concepto de obediencia debida, factor propiciador de acciones
anticonstitucionales y de numerosas violaciones de los Derechos Humanos
El concepto de "obediencia debida" -entendida prácticamente como obediencia ciega
incluso más allá de los límites de la Ley-, tiene, entre otros, los dos siguientes efectos,
ambos indeseables:
* Facilita las intervenciones militares más anticonstitucionales, golpes de Estado
incluidos, bajo la coartada de un falso deber de obediencia a las órdenes de los jefes
golpistas, cuando la verdadera obligación sería la desobediencia legítima frente a la
acción anticonstitucional.
* También propicia en grado sumo el que se cometan todo tipo de violaciones de los
Derechos Humanos, ya que, si un militar, sea cual sea su rango, da una orden -por
muy criminal que sea, y por mucho que implique la ejecución de actos al margen de
la Ley- nadie será capaz de evitar su cumplimiento.
En efecto, en cualquiera de los dos casos, esta orden ilegal, e incluso claramente criminal,
bajo este equivocado concepto de obediencia debida, será inmediatamente cumplida por
todos los subordinados de los niveles de mando inferior, hasta llegar al nivel encargado
de su ejecución, la cual se consumará sin que nadie lo pueda impedir.
Por añadidura, todos esos subordinados saben que, incluso si un día fueran llevados ante
un tribunal militar, siempre podrán protegerse bajo el principio de "obediencia debida".
Así sucedió, por ejemplo, en Argentina, donde centenares de oficiales autores de miles de
secuestros clandestinos, torturas y homicidios extrajudiciales pudieron -al amparo de la
llamada Ley de Obediencia Debida- asegurar su impunidad con el argumento de que
ellos cometieron tales crímenes porque "obedecieron las órdenes recibidas de sus jefes".
b) El recto concepto de "disciplina estricta dentro de la ley", eficaz freno contra las
violaciones de los derechos humanos y contra el golpismo militar
Muy diferente, en cambio, es la situación de un Ejército imbuido de un correcto
sentido de disciplina, que incluye, tanto en su educación como en sus códigos y
reglamentos la desobediencia legítima para las órdenes delictivas o
anticonstitucionales. De hecho, con este concepto de disciplina, cualquier jefe u
oficial, por muy escaso que sea su respeto a la Constitución o a los derechos humanos,
sabe muy bien que si él da órdenes para la ejecución de actos delictivos o
anticonstitucionales, tales órdenes encontrarán una fuerte resistencia por parte de sus
subordinados, que se mostrarán reacios a obedecerlas. Resistencia muy lógica,
teniendo en cuenta que ellos también saben que, con arreglo a la Ley, en su día serán
también procesados y castigados por los delitos que cometieron, sin que la supuesta
"obediencia debida" les proporcione protección.
Así, este concepto de disciplina, que incluye el derecho de "desobediencia legítima" -pese
al carácter excepcional de tal derecho-, si ha sido debidamente asumido por vía formativa
y legislativa, constituye un eficaz freno, tanto contra intervenciones anticonstitucionales y
antidemocráticas -golpes de Estado incluidos- como contra violaciones de los derechos
humanos que pudieran ser cometidas por la institución militar. Hasta tal punto es así
que, de hecho, las dictaduras necesitan Ejércitos con un concepto de "obediencia debida"
incluso al margen de la Ley; las democracias, en cambio, necesitan Ejércitos con un
concepto de "disciplina estricta", es decir, siempre situada dentro de los límites estrictos de
la Ley.
Hay que subrayar, y nunca se repetirá bastante, que esa función de eficaz freno de los
crímenes y violaciones de derechos humanos requiere los dos requisitos recién
señalados: la vía legislativa y la formativa. No basta en absoluto que ese correcto
concepto de ‘disciplina estricta dentro de la ley’ haya sido incorporado a las leyes
(limitación imperativa). También resulta imprescindible que haya sido plenamente
asumido e incorporado a las convicciones (autolimitación moral), por vía educativa, a
través de un sólida formación. Caso de faltar las sólidas convicciones morales, la
simple limitación imperativa de las leyes resultará radicalmente insuficiente, y las
violaciones de derechos humanos surgirán cuando se produzcan conflictos de
suficiente gravedad.
El trágico caso de Guatemala, que en los capítulos siguientes estudiaremos en
profundidad, nos demostrará hasta qué punto una buena limitación imperativa puede
resultar barrida y aniquilada por una deficiente autolimitación moral.

1.4.2. EL RECTO CONCEPTO DEL HONOR MILITAR

Examinaremos a continuación otro concepto que, junto a la disciplina, forma parte del
núcleo de valores básicos de la moral militar. Concepto que, al mismo tiempo,
desempeña un importante papel en las relaciones Ejército-Sociedad, propiciando -como
veremos- que éstas sean correctas y mutuamente respetuosas o, por el contrario,
haciendo que se produzcan graves -y hasta dramáticas- consecuencias en esa relación.
Nos referimos al concepto del "honor militar", que, al igual que vimos en el concepto de
disciplina, también puede dar lugar a comportamientos muy diferentes, positivos o
negativos, dependiendo del tipo concreto de valores en los que se sustenta. Existen
formas de entender el honor militar que dan lugar a excelentes comportamientos
militares en materia de derechos humanos; pero existen igualmente -como veremos
también- otras formas de entender el honor y la moral militar que, por su carácter
gravemente desviado, generan numerosas violaciones contra esos mismos derechos.

a) Ejemplo de un nocivo concepto del honor, todavía vigente en ciertos Ejércitos


de hoy
Cabe recordar antiguos conceptos del honor, ligados a factores sociales y culturales ya
inexistentes, como aquella práctica de ‘batirse en el campo del honor’ (el duelo a
muerte), que hoy vemos como grotesca y absolutamente superada, pero que tuvo un
enorme arraigo en los ejércitos europeos hasta finales del siglo XIX.
Sin embargo, por desgracia, no hace falta remontarse a épocas históricas, ni salirse del
ámbito militar, para encontrar aún más aberrantes concepciones del honor que no pocas
sociedades han tenido que padecer en época actual. Así, en la República Argentina, en
abril de 1987, durante la insurrección encabezada por el entonces teniente coronel Aldo
Rico en la Semana Santa de aquel año en las instalaciones militares de Campo de Mayo,
pudimos ver a través de la televisión al oficial que actuaba como portavoz de los
insurrectos, explicando así ante los periodistas el motivo de su rebelión: "El honor del
Ejército Argentino no puede tolerar la comparecencia ante los jueces de nuestros
compañeros, acusados de violación de los derechos humanos."
He aquí un dañino y gravemente desviado concepto del honor, lamentablemente alejado
de lo que constituye el verdadero honor militar, tanto a nivel individual como
estamental. Los miles de secuestros clandestinos -absolutamente ilegales-, las bárbaras
torturas de simples sospechosos, los tiros en la nuca a tantos miles de opositores a la
dictadura, en su mayoría ajenos a toda violencia, fueron actos abominables que, pese a su
evidente criminalidad -condenada como tal por los propios jueces de la Cámara Federal-,
al parecer no lesionaban en absoluto el honor de la institución militar ni el de sus
miembros implicados en aquella terrible represión, en la que todos los derechos
humanos fueron atropellados de forma sistemática y brutal. En cambio, la presencia de
sus autores citados ante los jueces competentes, esa sí que –según ellos- lesionaba de
forma intolerable "el honor" de la Institución.
Según aquel concepto del honor, aquella práctica sistemática de secuestros -detenciones
ilegales-, aquellas aberrantes torturas con la picana eléctrica y otros instrumentos,
aquellos miles de homicidios de personas previamente secuestradas y atrozmente
torturadas en su calidad de opositores políticos o de simples sospechosos de terrorismo,
eran actividades que, pese a su carácter inequívocamente delictivo –absolutamente
situadas fuera de la ley-, podían ser desarrolladas por los militares –he aquí lo más
terrible- sin que se considerase lesionado por ello el honor militar.
Nos hallamos, pues, ante un concepto del honor mucho más aberrante, mucho más
deforme y moralmente tergiversado que cualquier ejemplo histórico anterior. Se trata de
un flagrante caso de desviación moral que resulta especialmente destacado y digno de
atención por triple motivo: por corresponder a un fenómeno de nuestro tiempo, a una
institución que es profesionalmente la nuestra, y a un país no sólo latinoamericano, sino
-precisamente- el más culto y el de más directo ascendiente europeo de América Latina
en su totalidad.
Nocivo concepto del honor y de la moral militar, por el que la sociedad argentina tuvo
que pagar tan terrible precio, bajo el pretexto de erradicar un tipo de terrorismo que
hubiera podido y debido ser neutralizado y vencido -como en otros países- sin necesidad
de inferir tan extensas y profundas heridas en el conjunto del cuerpo social. Todo ello, en
gran medida, fruto de ese erróneo concepto del honor militar y de una grave desviación
moral, que fue señalada en su momento por uno de los más caracterizados intelectuales
del Ejército Español, el teniente general Juan Cano Hevia, quien, tras calificar este trágico
fenómeno de "grave enfermedad estamental", escribió refiriéndose al caso argentino:
"Algunos militares han envilecido su profesión, lo que nos duele a quienes la tenemos por
noble y honorable, en Argentina y fuera de ella." (4)
Es justo y obligado señalar, sin embargo, que este tipo de desviado honor militar no fue,
en absoluto, exclusivo de aquel Ejército Argentino de los años 70 y 80, sino que, por
desgracia, tal concepto estuvo ampliamente extendido -con mayor o menor intensidad-
en numerosos Ejércitos latinoamericanos durante las repetidas dictaduras militares que,
por aquellas décadas, se implantaron en la mayor parte de los países de la Región. Y,
como veremos en los capítulos siguientes, también el Ejército de Guatemala, para gran
desgracia de su sociedad civil, participó intensamente de esta aberrante concepción del
honor, compatible con toda clase de atrocidades y de crímenes de lesa humanidad.

b) Los Derechos Humanos, núcleo básico de un recto concepto del honor militar
A diferencia del penoso modelo que acabamos de recordar, en los Ejércitos de las
sociedades democráticas, el concepto del honor se vincula estrechamente a la defensa de
la Constitución y de los valores básicos que en ella se sustentan, y, muy especialmente, a
los derechos humanos en particular. Esta vinculación entre derechos humanos y honor
militar es tan estrecha en los Ejércitos democráticos que, de hecho, en tales
Ejércitos, toda violación de los derechos humanos se considera un grave quebrantamiento
del honor militar.
En cambio, un Ejército cuyo concepto del honor no tenga nada que ver con los derechos
humanos, considerando equivocadamente que la violación de éstos no afecta en absoluto
a su honor, sino que el honor militar radica -por ejemplo- en la defensa cerrada de la
institución frente a quienes la acusan de violación de tales derechos, un Ejército con ese
degradado concepto del honor nunca puede mantener una correcta relación con su
propia sociedad. Porque, en situaciones críticas, al despreciar los derechos humanos
incurre inevitablemente en su violación, y cuando importantes sectores de la sociedad se
lo reprochan y le pidan cuentas, se considera atacado y se cierra a la defensiva,
considerando que su honor se ve amenazado por tal acusación. Lo cual establece un
círculo vicioso de acusaciones mutuas que contribuye a envenenar la relación entre
ambos estamentos, civil y militar.
Por el contrario, un Ejército que asume un recto concepto del honor inseparablemente
ligado al respeto a los derechos humanos, sólo por este hecho, puede decirse que ya ha
suprimido uno de los más serios factores de temor, recelo y mal entendimiento entre la
institución militar y muy amplios sectores de la sociedad.

1.4.3. EL RECTO CONCEPTO DEL ESPÍRITU DE CUERPO


Al igual que los conceptos de la disciplina y el honor militar admiten -como ya hemos
visto en páginas anteriores- formas gravemente erróneas y perjudiciales, pero también
modelos altamente positivos y de efectos fuertemente beneficiosos para la profesión
militar y para la sociedad, otro tanto sucede con el "espíritu de cuerpo": también éste
admite interpretaciones positivas y negativas, como inmediatamente vamos a ver.
En principio, el "sentimiento corporativo" o "espíritu de cuerpo" puede definirse
sociológicamente como un sentimiento común a ciertas profesiones o grupos sociales
que, por presentar características muy marcadas, experimentan una doble percepción:
por un lado, un cierto sentimiento diferenciador respecto al resto de la sociedad, y, por
otro, unos fuertes lazos de cohesión interna –compañerismo, lealtad mutua, intereses
comunes- dentro del citado grupo social o profesional. Este sentimiento corporativo es
bastante frecuente en ciertas instituciones armadas, como los Ejércitos y los cuerpos de
Policía, y también en otras profesiones civiles, tales como la clase médica, los notarios,
arquitectos, etc., así como en ciertos cuerpos de elite de la administración.
Como características más generales del "corporativismo" pueden señalarse las
siguientes:
Mantenimiento de los lazos de cohesión interna del colectivo estamental.
Reafirmación de sus peculiaridades diferenciales como grupo social.
Defensa vigorosa -a veces excesivamente vigorosa- de sus intereses estamentales
frente a los demás grupos y estamentos de la sociedad.
En ciertas situaciones, estas características se acentúan hasta el extremo de
resultar dañinas para el conjunto de la sociedad e incompatibles con los intereses del
bien común.

a) Dos modelos genéricos de entender el corporativismo militar


El Ejército, por sus características peculiares, puede considerarse como una de las
instituciones más proclives a desarrollar fuertes sentimientos corporativos. Sin
embargo, cabe considerar dos modelos muy diferentes de entender y defender desde
dentro, corporativamente, a la institución militar.
Se trata, como vamos a ver, de dos modelos contrapuestos, que pueden darse y se dan en
la realidad, pero que también admiten niveles intermedios, con diversos grados de
intensidad.

Modelo 1.
Este primer modelo de corporativismo se basa en considerar que el Ejército es un
colectivo que, para defender sus valores e intereses, debe permanecer fuertemente
unido, por encima del Bien y del Mal, especialmente frente a los hipotéticos ataques
procedentes del ámbito civil. Se trata de un concepto de la institución como bloque
defensivo cerrado, con razón o sin ella, frente a todo tipo de crítica o frente a toda
exigencia de responsabilidades, por muy justificadas que estén, procedentes de otros
sectores de la sociedad.
Esta actitud corporativa se manifiesta, muy especialmente, cuando algunos miembros de
la institución militar incurren en algún grave delito penado por las leyes. En tales casos,
la reacción corporativa es de cerrada defensiva. Se niega toda participación de los
implicados en los hechos, se trata de impedir cualquier investigación, y si ésta no puede
evitarse, se dificulta al máximo, negando cualquier colaboración voluntaria y
entorpeciendo cualquier aportación obligatoria. En sus vertientes más extremas y
dañinas, se suprimen o falsifican las pruebas, se amenaza a jueces, fiscales, abogados y
testigos, se elimina a policías que avanzan demasiado en su investigación, como
podremos ver en el Capítulo 3 al estudiar los grandes crímenes de Estado perpetrados en
Guatemala (casos Mack, Carpio y Gerardi).
El argumento defensivo de quienes practican este modelo de corporativismo, para
impedir que los militares violadores de derechos humanos sean castigados, viene a ser
éste: "Puede que hayan hecho algo mal, incluso muy mal, pero siguen siendo nuestros
compañeros, y no vamos a permitir que gente de fuera de la institución les venga a
juzgar o a castigar. Tenemos que protegerles y defenderles, a pesar de lo que han hecho.
Esa es la forma de defender al conjunto de nuestra corporación, impidiendo toda
intromisión exterior."
Los elementos básicos de este nocivo concepto del espíritu de cuerpo son:
Un compañerismo mal entendido, de carácter inmoral precisamente por situarse
por encima del Bien y del Mal, al encubrir -y por tanto propiciar- muy graves delitos
en aras de una supuesta defensa de la institución.
Una errónea valoración de la autonomía de la institución, como cuerpo
independiente que no tiene que rendir cuentas ante la sociedad de su propio país ni
ante la comunidad internacional.
Modelo 2.
Este segundo modelo del espíritu de cuerpo parte de la consideración de que el Ejército
es una corporación formada por individuos moralmente selectos, con un alto nivel ético
y un sano concepto del honor inseparablemente unido al respeto a los derechos
humanos. En ese tipo de institución no puede entrar ni permanecer cualquier individuo
con la certeza de que su permanencia en ella está siempre asegurada, por grandes que
sean las barbaridades que pueda cometer. Al contrario: la institución parte del hecho
realista de que, en todo colectivo numeroso, siempre puede aparecer alguien que no
tenga la talla moral exigida a sus miembros, pero que, en tales casos, esos miembros
indignos deben ser expulsados por la propia institución.
En tales situaciones, la corporación se defiende de una forma muy diferente a la del
modelo anterior: los sospechosos de haber cometido delitos son investigados, y los que
resultan culpables son castigados y, sobre todo, separados del cuerpo. Éste, el propio
cuerpo, es el primer interesado en que así sea, no sólo por ser ésta la solución exigida por
la moral militar, sino también por considerar –incluso egoístamente- que así defiende
con mayor eficacia sus intereses como corporación.
Los ingredientes básicos de este recto concepto del espíritu de cuerpo son:
Un alto nivel de exigencia en materia de moral y honor militar, basado en que toda
violación de los derechos humanos constituye una violación del honor que,
corporativamente, no puede ser tolerada por la institución.
La certeza de que todo miembro que cometa graves delitos de cualquier género,
en el área de los derechos humanos o en cualquier otra, no debe ser protegido ni
encubierto, sino juzgado, sentenciado y separado de la institución.

b) Consecuencias de cada uno de estas dos formas de entender el espíritu de


cuerpo
Modelo 1.
El primer modelo de los dos que acabamos de considerar produce los siguientes efectos:
Grave quebranto de la justicia, al resultar imposible procesar y sentenciar a los
autores de muy graves delitos cometidos por algunos –o por muchos- miembros de la
institución.
Arraigo de un fuerte sentimiento de impunidad en los miembros de la
institución, al saber que incluso si cometen graves delitos serán protegidos y encubiertos
por el bloque corporativo, haciendo prácticamente imposible su castigo.
Daño para toda la institución, ya que, al negarse ésta a individualizar a los
culpables de los delitos cometidos por sus miembros, el daño y el desprestigio recae sobre
toda la corporación, al aparecer como colectivamente culpable ante la sociedad y ante la
comunidad internacional.

Modelo 2.
El segundo modelo, en cambio, basado en un sano espíritu de cuerpo, de alta exigencia
moral para todos sus miembros, produce efectos muy diferentes:
Al ser individualizados, procesados y condenados los culpables de los delitos que
hayan sido cometidos por miembros de la institución -y absueltos los declarados
inocentes de tales delitos- se consigue algo tan importante en cualquier democracia
como es hacer justicia, bajo el principio básico de "igualdad ante la Ley".
Al estar seguros todos los miembros de la institución de que cualquiera de ellos
que cometa un delito no será protegido ni encubierto por el bloque corporativo, sino
arrestado, juzgado y sentenciado, queda suprimida la nefasta noción de "impunidad",
propiciadora de tantos delitos en algunos cuerpos armados, en épocas en que podía
considerarse garantizada esa impunidad institucional.
Al resultar evidente que el propio Ejército es el primer interesado en
individualizar, procesar, castigar y expulsar a sus miembros indignos, la institución
salva su prestigio ante su propia sociedad y ante la comunidad internacional.
Conclusión: las Fuerzas Armadas de las sociedades democráticas asumen este segundo
modelo -el recto y exigente espíritu de cuerpo- rechazando por completo al primero -el
nocivo sentido corporativista, conducente a la impunidad-, que en décadas anteriores, y
con diversas variantes, tuvo amplia implantación en prácticamente todos los Ejércitos
latinoamericanos.
Hoy día, ninguna sociedad democrática sólidamente establecida toleraría en su seno la
presencia de un Ejército que tratase de asegurar la impunidad corporativa de sus
miembros, quebrantando con ello el principio básico de igualdad ante la ley.

1.5. FACTORES CONDICIONANTES EXÓGENOS: DECISIVAS INFLUENCIAS


DE PROCEDENCIA EXTERNA, QUE INCIDEN INTENSAMENTE SOBRE
LOS COMPORTAMIENTOS DE LOS EJÉRCITOS EN MATERIA MORAL: EL
"VECTORSOCIAL" Y EL "VECTOR INTERNACIONAL"
Como ingredientes de gran influencia sobre la configuración de la limitación
imperativa y la autolimitación moral y, por tanto, también de la concordancia imperati-
vo-moral -o de la falta de ella-, aparecen los siguientes elementos exógenos, es decir,
actuantes desde fuera de la institución militar:
El vector social.
El vector internacional.
En efecto, resulta ineludible tener en cuenta que los contenidos de los tres principios
básicos tan repetidamente citados, según cada época y cada Ejército, pueden verse
fuertemente afectados por estos dos factores de procedencia externa, que definimos a
continuación.
Llamamos vector social al conjunto de factores de influencia que actúan sobre el
comportamiento de un determinado Ejército, procedentes del conjunto de su propia socie-
dad civil. Es, en definitiva, la influencia resultante de todo un conjunto de fuerzas de
diverso tipo que, procedentes del cuerpo social, predominantemente civil, inciden, influyen
o presionan, para bien o para mal –en todos los grados posibles, desde nulo hasta máximo-
sobre los Ejércitos, condicionando igualmente sus comportamientos en cuanto a autolimi-
tación, limitación imperativa y concordancia.
Llamamos vector internacional al conjunto de factores de influencia que actúan sobre el
comportamiento de un determinado Ejército, procedentes del ámbito internacional. Facto-
res cuya influencia resultante altera en diverso grado -y a veces, como veremos, en grado
máximo- la autolimitación moral de los militares, así como, a veces, su limitación imperati-
va, y, en todo caso, su concordancia imperativo-moral.
Se trata de dos "vectores" que pueden actuar, y en muchos casos lo hacen intensamente,
sobre la limitación imperativa –influyendo en las leyes- y, sobre todo, sobre la auto-
limitación moral de los militares, alterando, configurando y, en gran medida,
determinando –una vez más, para bien o para mal- sus convicciones, impulsos, senti-
mientos y actuaciones. Se hace notar que esta poderosa influencia de ambos vectores,
internacional y social, o de uno solo de ellos, sobre los sentimientos y convicciones de
los militares, y, en definitiva, sobre sus comportamientos, se produce muchas veces al
margen –e incluso en contra- de lo dispuesto por las normas de la limitación imperativa.
En consecuencia, cualquiera de dichos “vectores” puede producir intensas perturbaciones
e incluso muy graves colapsos en la concordancia imperativo-moral, como tantas veces,
trágicamente, se ha podido comprobar.
En efecto, en nuestra investigación sobre diferentes Ejércitos hemos podido comprobar
hasta qué punto estos dos "vectores" han sido capaces de generar poderosos efectos -
positivos o negativos, estabilizadores o desestabilizadores- sobre el comportamiento de
las instituciones armadas, llegando, en los casos más negativos, a atropellar a
su limitación imperativa –haciéndoles saltar por encima de su Constitución y demás
normas- y, sobre todo, alterando dramáticamente laautolimitación moral de sus
militares. O, lo que es lo mismo, afectando de lleno a su concordancia imperativo-moral,
de la que depende, en última instancia, su comportamiento en materia de democracia y
derechos humanos, y el núcleo de sus relaciones Ejército-Sociedad.

1.5.1. EL VECTOR SOCIAL. IMPACTO POSITIVO O NEGATIVO DE ESTE VECTOR


SOBRE LA LIMITACIÓN IMPERATIVA, LA AUTOLIMITACIÓN MORAL Y, EN
CONSECUENCIA, SOBRE LA CONCORDANCIA IMPERATIVO-MORAL
Por desgracia, se dan situaciones históricas en las que una determinada sociedad genera
inmensas fuerzas destructoras, fruto de una determinada cultura suficientemente
delirante, y de determinadas condiciones sociales que en un momento dado la
propician. Tales fuerzas sociales, arrastradas por ese tipo de cultura surgida en una
determinada sociedad, son capaces de ocasionar terribles cataclismos internos, que
perturban los valores morales y sociales hasta límites inimaginables. Estas intensas
perturbaciones afectan de lleno a las Fuerzas Armadas, que caen en una degeneración de
su moral, su doctrina y sus comportamientos estamentales, lo que se traduce en una
degradación de su limitación imperativa y –muy principalmente- en un absoluto colapso
de su autolimitación moral.
a) Dos destacados ejemplos, trágicos y extremos, de vector social registrados en el
siglo XX: el nazismo en Alemania y los jemeres rojos en Cambodia
Como ejemplos extremos, extraídos de entre los más trágicos del siglo XX, recordemos
un par de casos, demostrativos de los horrores que puede desencadenar el vector social.
El primero, el caso de la cultura nazi y su explosiva irrupción en los años 30 en la
sociedad alemana. Aquella cultura, aquella filosofía, aquella doctrina nazi, con sus
agresivos conceptos racistas, sus leyes de exclusión y de mortífera limpieza étnica,
tararon también –como no podía ser de otra forma- los valores morales del Ejército
alemán. Para defender aquel régimen y servir al Estado nazi, aquel Ejército hubo de ser
sometido a unas determinadas leyes e imbuido de una doctrina aniquiladora en materia
de derechos humanos y comportamiento con el enemigo, tanto interior como exterior.
Todo aquello significó que los militares alemanes recibieron el impacto de un
venenoso vector social, procedente de su propia sociedad, que taró su limitación
imperativa y, sobre todo, destrozó su autolimitación moral, propiciando los tremendos
crímenes y genocidios perpetrados por aquel Ejército, y especialmente por sus unidades
de las SS durante la Segunda Guerra Mundial, especialmente entre 1941 y 1945.
Como segundo ejemplo, recordemos otro vector social igualmente mortífero, surgido en
otro lugar del mundo: el caso de la cultura de los Khmer o “jemeres rojos” en Cambodia.
Entre 1975 y 1979, alrededor de una cuarta parte de la población de aquel país (actual
Kampuchea) fue masacrada por el Ejército del también delirante régimen comunista
allí imperante, encabezado por el sanguinario líder Pol-Pot. El exterminio de
1.700.000 personas fue perpetrado en gran parte con arma blanca (mediante el
degüello sistemático, militarmente organizado, de las víctimas tendidas en largas filas,
o a golpes de martillo en la cabeza, después de colocarlas arrodilladas en fila, al borde
de grandes fosas), dada la filosofía de máxima austeridad del régimen y dada la
inmensa cantidad de munición que hubiera sido necesario consumir para matar a
tiros a tan enorme número de víctimas. Y todo porque un potente sector de aquella
sociedad, caracterizado por el radicalismo izquierdista más extremo y demencial, que
exigía el vaciamiento de las ciudades y el retroceso a una primitiva sociedad agraria
(pasando por el exterminio de otros sectores sociales) se apoderó de aquel
desgraciado país. Aquel devastador vector social determinó la conducta de aquel
Ejército, barriendo hasta el último residuo de su autolimitación moral.

b) Otros factores más frecuentes, capaces de configurar un negativo y


peligroso vector social
Sin llegar a casos de vectores sociales tan extremos como los dos recién recordados,
existen otros factores capaces de contribuir intensamente a la formación de un vector
social sumamente negativo, capaz de tarar gravemente al Ejército que lo padece. Nos
referimos a algunas tendencias firmemente arraigadas en no pocas sociedades, tales
como:
El golpismo histórico que ciertos Ejércitos mantuvieron durante largos períodos,
con su tendencia a la solución de las crisis mediante golpes de Estado militares,
derribando incluso a admirables presidentes civiles (como ejemplos notables, esta
vez argentinos, cabe citar los casos de Hipólito Irigoyen en 1930 y Arturo Illia en
1966, que no debieron ser derribados jamás, según reconocieron posteriormente
algunos de los más destacados militares que participaron en su derrocamiento).
La gran dificultad, por parte de un poder civil democrático escasamente consolida-
do e inseguro de sí mismo, de asumir su propia supremacía sobre los Ejércitos, en
sociedades históricamente habituadas a un alto grado de poder y autonomía de la
institución militar.
La dificultad paralela, por parte de ciertos Ejércitos, de asumir y aceptar la
necesaria supremacía del poder civil, al que menosprecian por estar históricamente
habituados a la primacía de su propio poder militar, ejercido con altos niveles de
autonomía, a la que no están dispuestos a renunciar.
La patética debilidad del aparato judicial y la arraigada impunidad estamental,
que en ciertos países impiden procesar a los militares de graduaciones medias y
altas, por muy graves que sean los delitos y las violaciones de derechos humanos
que hayan podido cometer.
La práctica habitual del maltrato físico –tortura incluida- como tradición fuerte-
mente establecida en algunas sociedades, práctica que, inevitablemente, se
transmite también al Ejército como parte integrante de la misma sociedad.
La existencia de unas estructuras sociales demasiado desiguales –poderosa
oligarquía, escasa y débil clase media, y muy extensas clases gravemente
desatendidas, cuando no sumidas en la miseria-, estructuras cuyos sectores oligár-
quicos oponen siempre una considerable resistencia a los procesos de democrati-
zación, apoyándose para ello en sectores militares deseosos de mantener esa
injusta estructura social (unas veces porque se benefician directamente de ella, y
otras veces porque su carga ideológica, fuertemente reaccionaria, les hace rechazar
cualquier reforma social tendente a mayores niveles de igualdad).
La contumacia de aferrarse todavía, en los centros superiores de enseñanza
militar de ciertos países, a la reincidente impartición de los conceptos básicos de la
vieja Doctrina de la Seguridad Nacional -con o sin este nombre-, porque la
conservación de tales conceptos, incluso fuera ya de su época, les sigue resultando
sumamente ventajosa a los sectores sociales que pretenden impedir toda
transformación política o social.

1.5.2. EL “VECTOR INTERNACIONAL”. SUS PRINCIPALES INGREDIENTES EN LAS


ÚLTIMAS DÉCADAS Y SU IMPACTO, POSITIVO O NEGATIVO, SOBRE LOS
COMPORTAMIENTOS MILITARES
Entre los factores integrantes del vector internacional que más han influido –en
sentido positivo o negativo- sobre los comportamientos militares en los últimos
tiempos, hay que destacar los siguientes, producidos en las últimas seis décadas,
desde mediados del siglo XX hasta el momento actual:
a) La positiva influencia de algunos instrumentos del Derecho Humanitario
Internacional posteriores a la Segunda Guerra Mundial, tales como, entre otros,
la Convención Internacional contra el Genocidio (1948), las Convenciones de
Ginebra (1949), sus Protocolos Adicionales (1977), la Convención contra la
Tortura (1984), etcétera, instrumentos que constituyen valiosos factores de
atenuación de las violaciones de derechos humanos por los Ejércitos, tanto a
través de su limitación imperativa (vigencia con rango de ley de tales Convenios)
como de su autolimitación moral (enseñanza militar que incluya sus
contenidos) en aquellos numerosos países que los tienen ratificados.
b) La fuerte y negativa influencia de la denominada Doctrina de Seguridad
Nacional (DSN), fruto de la Guerra Fría entre los dos bloques capitalista y
comunista, que prevaleció en aquel mundo bipolar tras la Segunda Guerra
Mundial hasta 1989, y que constituyó un poderoso ingrediente del vector
internacional para todos los Ejércitos latinoamericanos en las décadas de los 60,
70 y 80 del siglo XX. Doctrina que, con el pretexto de constituir una barrera
anticomunista, se convirtió en un factor gravemente antidemocrático e inmoral, al
incluir, en su teoría y su práctica, la tortura y el asesinato como métodos válidos y
supuestamente necesarios, incluso contra miles de opositores democráticos y no
violentos. Ello acarreó efectos aniquiladores sobre la autolimitación moral de
aquellos Ejércitos que fueron imbuidos de tal doctrina (todos los de América
Latina entre 1960 y 1990, con mayor o menor intensidad).
c) Otro nuevo y notable factor, incorporado al vector internacional en la última
década del siglo XX y primeros años del XXI, es la progresiva implantación
del principio de Justicia Universal, primeramente con pasos aproximativos como
la creación de los Tribunales Penales Internacionales Ad-Hoc para la ex
Yugoslavia y Ruanda (La Haya, 1993 y 1994), y después, con carácter más
general, mediante la instauración del Tribunal Penal Internacional (TPI, regido
por elEstatuto de Roma, de 1998, con su puesta en funcionamiento, también en La
Haya, el 1 de julio de 2002). A ello hay que añadir otro tipo de actuaciones
judiciales internacionales ajenas al TPI, tan significativas como las del caso
Pinochet, y otros de no tan enorme repercusión, como los casos Cavallo y Scilingo.
Se trata de casos basados en la aplicación de los Convenios Internacionales
(contra la Tortura, contra el Genocidio, etc.) y de las legislaciones de los países
implicados. La importancia de estos casos (salvo el de Scilingo, represor argentino
que se entregó voluntariamente a la justicia española) radica en que en ellos se
logró la captura y juicio de extradición mediante actuaciones judiciales de ámbito
internacional, y con un mayor alcance cronológico que el del citado Tribunal
Penal Internacional, pues éste, al carecer de retroactividad, nunca hubiera podido
procesar a sujetos como los citados, cuyos crímenes se remontan a décadas
anteriores a la creación del propio TPI.
d) Otro negativo factor internacional, contrapuesto al anterior, es el rechazo (cabe
imaginar que no definitivo) de importantes países al Tribunal Penal Internacional.
Tal es la posición actual de los Estados Unidos, cuya administración Bush (hijo)
manifestó su propósito de que ningún ciudadano estadounidense, aunque haya
cometido delitos en cualquier lugar del mundo, pueda jamás ser jugado por el
citado Tribunal, no reconociendo para ello otra justicia posible que la de los
tribunales norteamericanos. Otros países, de tanto relieve como Rusia e India,
siguen recelosos y reacios a incorporarse al TPI, así como otros Estados aferrados
al viejo principio de la territorialidad, que les hace rechazar cualquier justicia
extraterritorial y cualquier jurisdicción internacional. Aun así, aproximadamente
un centenar de países han ratificado ya el Tratado de Roma y su adhesión al
Tribunal Penal Internacional.
e) Como trágico factor negativo, a partir del 11 de septiembre de 2001, y como
consecuencia de los terribles atentados de Nueva York y Washington, con sus casi
3000 víctimas civiles, se ha registrado un considerable retroceso en la valoración
de los derechos humanos en aras de la seguridad. La posición de los Estados
Unidos, ya lamentablemente adversa desde el principio al Tribunal Penal
Internacional, se ha visto agudizada por aquel dramático suceso y por sus
posteriores derivaciones en las guerras de Afganistán e Irak. La actitud de la única
superpotencia existente al entrar en el siglo XXI, frontalmente adversa a la
aplicación del principio de Justicia Universal, sólo puede calificarse como un
componente sumamente negativo del vector internacional en el momento actual.
Sin embargo, en el balance de esta serie de factores, hay que subrayar, por su
importancia cualitativa, este elemento: la aparición del ya citado concepto de Justicia
Universal, como agente que –aunque ya existía sobre el papel desde décadas atrás- ha
empezado a resultar operativo desde la última década del siglo XX, gracias a los
destacados casos que acabamos de señalar. En efecto, la amenaza de ser llevado ante
un tribunal de ámbito extraterritorial, ajeno al antiguo y estrecho ámbito de la
jurisdicción territorial –riesgo inexistente en pasadas décadas- se ha convertido en
otro factor integrante del vector internacional que, procedente de más allá de las
fronteras propias, se cierne sobre cada posible genocida o torturador, incluso si se
asegura la impunidad en su propio país. Ello afecta a la limitación imperativa (vigencia
de leyes internacionales y de tribunales ajenos), y también a la autolimitación
moral (nueva y creciente convicción de que los autores de crímenes de lesa
humanidad pueden llegar a ser capturados y castigados fuera de su país).

1.5.2.1 OTROS FACTORES NEGATIVOS DEL VECTOR


INTERNACIONAL, PROPICIADORES DE LA IMPUNIDAD, Y SU NEGATIVA
INFLUENCIA SOBRE LOS COMPORTAMIENTOS MILITARES
También ejercen un nocivo efecto sobre los comportamientos militares ciertas
corrientes culturales y políticas de ámbito internacional, como las dos que vamos a
examinar a continuación: la postura consistente en la cínica negación histórica de las
grandes masacres, y la defensa de la peculiaridad cultural en detrimento del principio
de justicia universal.

a) La posición ‘negacionista’ frente a los grandes crímenes colectivos


históricamente registrados
El negacionismo, palabra bien conocida en el ámbito de los derechos humanos (5),
consiste en mantener una negación cínica pero sistemática de grandes masacres o
genocidios absolutamente reales, históricamente registrados, pero que son
desvergonzadamente negados por sus autores y los sucesores de éstos, por sus
simpatizantes, y por las propias instituciones que los perpetraron, así como
por ciertos gobiernos y por determinados sectores culturales y sociales interesados
en arrojar tierra sobre unas terribles realidades que les conviene ocultar. Como
ejemplos tomados del siglo XX cabe citar –entre otros- la negación, por los grupos
neonazis y afines, del Holocausto metódicamente desarrollado (principalmente contra
los judíos) en la Segunda Guerra Mundial, especialmente entre 1942 y
1945 (*); igualmente, cabe señalar la negación del genocidio armenio, con
sus cientos de miles de víctimas, cometido por el Ejército de Turquía en la Primera
Guerra Mundial contra la minoría procedente de ese país caucásico, especialmente en
1915 (inmensa masacre no reconocida hasta hoy por el Estado turco); así como las
terribles matanzas, violaciones y torturas cometidas masivamente contra la población
civil china por el ejército imperial japonés en su invasión del continente durante el
conflicto de los años 30, especialmente en la llamada ‘masacre de Nanking’, con sus
350.000 víctimas en 1937-38 (crímenes tampoco reconocidos aún por el Estado
japonés). Y, sin ir más lejos, ahí está también la negación (pese a la inmensa
documentación probatoria) de las terribles atrocidades cometidas –como veremos en
el capítulo siguiente- por el Ejército de Guatemala contra las comunidades mayas,
especialmente entre 1978 y 1983, todavía negadas en el plano institucional, sin
perjuicio de algún importante reconocimiento individual.
(*) La negación del Holocausto perpetrado por los nazis en Europa
en la Segunda Guerra Mundial está penalizada como delito en
Alemania y en Francia por sus legislaciones respectivas.
Evidentemente, este tipo de comportamiento lesiona seriamente la autolimitación
moral de un Ejército, pues lo habitúa a la más blindada impunidad, al asumir y ver
fortalecida su certeza de que, por muy grandes que sean las atrocidades que cometa,
éstas serán sistemáticamente negadas y no reconocidas jamás.

b) El rechazo del principio de justicia universal, invocando el llamado “respeto


a la peculiaridad cultural”
Otro dañino factor de ámbito internacional, capaz de influir negativamente en los
comportamientos militares, es la desmedida defensa a ultranza de la “peculiaridad
cultural” de cada sociedad, propugnada por ciertos grupos y corrientes de opinión
vinculados a diversos radicalismos étnicos, o religiosos, o ideológicos, o a la defensa
de intereses estamentales. Esta actitud se manifiesta mediante la tendencia a justificar
tremendos excesos contra los derechos humanos, negando para ello la universalidad
del muy valioso y muy necesario “principio de Justicia Universal”, que es sustituido
por un ilimitado y acrítico respeto a esa denominada ‘peculiaridad cultural’.
El argumento de estos defensores de la peculiaridad y negadores de la universalidad,
altamente dañino en sus consecuencias, es el siguiente: “Ése que llamáis principio de
Justicia Universal –dicen- no es universal sino parcial. Es la imposición de unos valores
sobre otros (valores de Occidente sobre los de Oriente, o del Norte sobre los del Sur, o de
los grandes países sobre otros más débiles); en cualquier caso, una imposición de unos
pueblos sobre otros pueblos (sean grandes o pequeños) que tienen otras culturas, otros
valores. Y esas culturas y valores deben ser respetados en su derecho a mantener y
ejercer su propia peculiaridad.”
Los resultados de esta argumentación, aparentemente objetiva y supuestamente
respetuosa de los débiles, son realmente temibles, pues tal postura acaba sirviendo
para desencadenar y justificar enormes crueldades perpetradas por colectividades no
precisamente objetivas ni débiles. Recordemos al efecto aquel par de casos históricos,
ambos del siglo XX, que ya señalamos más atrás como ejemplos extremos de vector
social, pero que también encajan de lleno como ejemplos flagrantes de proclamación
agresiva de la “peculiaridad cultural” por encima de cualquier otra consideración más
o menos universalista. El primero se refiere a los crímenes masivos derivados de la
peculiaridad cultural más destacada de la cultura nazi, puesto que los nazis tenían su
propia y potente cultura, con su doctrina, su filosofía, su concepto de la moral y la
justicia, su Biblia -el Mein Kampf hitleriano-, todo ello regido por sus principios de
implacable limpieza étnica, impuestos por la primacía de la raza aria sobre todas las
demás. La más notable peculiaridad de aquella cultura era la necesidad teórica y
práctica, para ellos plenamente justificada, de eliminar físicamente a determinados
grupos étnicos y sociales (hombres y mujeres, niños y ancianos) mediante su asesi-
nato masivo. Peculiar cultura, que, pese a toda su crueldad, llegó a prevalecer
aplastantemente en el Estado alemán entre 1933 y 1945, dictando sus peculiares leyes
y aplicándolas sin piedad, con los resultados sobradamente conocidos. La siniestra
peculiaridad de aquella cultura, que arrastró también a las actuaciones del Ejército
alemán, acarreó a Europa un terrible precio en sufrimientos y en crímenes de lesa
humanidad.
El segundo y destacado ejemplo (también recordado más atrás como extremo vector
social, pero válido también como monstruoso paradigma de lo que puede llegar a ser
la defensa brutal de la ‘peculiaridad’) no es otro que el de las atrocidades derivadas de
la muy peculiar cultura Khmer (de los jemeres rojos en la Cambodia de los años 70,
actual Kampuchea), con sus monstruosas peculiaridades filosóficas y socioeconómicas
basadas en un delirante comunismo agrario (cultura que prevaleció, también
aplastantemente, en aquel país entre 1975 y 1979 y que condujo al brutal exterminio
de 1.700.000 personas, en su mayor parte con arma blanca). Este tipo de monstruosas
hecatombes humanas –que involucran también de lleno a los Ejércitos que participan en
ellas- según esta nociva teoría de la peculiaridad no serían crímenes de lesa humanidad,
sino simples frutos directos y lógicos de las peculiaridades propias de una determinada
cultura que les obliga a actuar así. Y que, como todas las culturas ajenas –según
subrayan los aguerridos peculiarófilos- deben ser respetadas en esa peculiaridad, por
mucho que repugnen a nuestra propia mentalidad y cultura occidentales.
El tercer ejemplo es el del ejército imperial japonés, caracterizado históricamente por
su profundo desprecio al enemigo prisionero, fruto de una peculiar filosofía ancestral
de origen medieval, nutrida de crueldad para con el enemigo vencido, y que se
manifestó brutalmente en la invasión de China en los años 30 y en todos los países
asiáticos ocupados por el Japón en la Segunda Guerra Mundial. También en este caso,
según los peculiaristas, se trataría de una carga cultural, pues para los militares
japoneses el tener consideraciones humanitarias con los prisioneros, según su
filosofía y su moral, era visto como una intolerable debilidad frente al enemigo, lo que
propiciaba todo tipo de excesos y crueldades. Peculiaridad cultural, una vez más.
Evidentemente, actuaciones como los genocidios y masacres recién recordados –con
fuerte participación de los Ejércitos respectivos- repugnan a nuestra actual cultura
occidental, pero, sin embargo, tales excesos criminales fueron considerados oportunos
y necesarios por la cultura de sus autores (occidentales en el caso nazi, y orientales en
el caso de la cultura khmer y del ejército nipón), que los encontraron justificados
según su propio y peculiar baremo de valores culturales y sociales. Y este baremo
suyo de valores, y, de forma más general, aquel baremo (sea bueno, malo o pésimo)
que prevalece en cada país con su propia carga cultural, sería el supremo elemento de
juicio para su conducta, pues –siempre según esta teoría y su práctica- cada pueblo,
cada régimen, cada Estado, portador de su propia cultura, no tiene por qué someterse
a unos parámetros culturales ajenos, por muy universales que a otros les puedan
parecer. Ellos ya tienen sus propios parámetros, y –siempre según los acérrimos
garantistas de la peculiaridad- nosotros hemos de respetarlos, nos gusten o no.

c) Los necesarios límites de la ‘peculiaridad’. Reafirmación de la Justicia


Universal
Ante los planteamientos –que hemos tenido que escuchar más de una vez, incluso en
ámbitos universitarios- peyorativos para el Tribunal Penal Internacional y hasta
burlescos para el principio de Justicia Universal, a la vez que enérgica y acríticamente
defensores de la peculiaridad ajena supuestamente atropellada, nuestra pregunta
ineludible es la siguiente: A la vista de la experiencia histórica, ¿no está suficientemente
claro que hay que poner algún límite a la peculiaridad cultural? ¿Tendremos que
respetar siempre esa peculiaridad, por muy sanguinaria y criminal que resulte? ¿Tendre-
mos que incluir también, dentro de ese respeto, a la cultura de aquellos criminales y
genocidas entre cuyas peculiaridades culturales se incluya su necesidad de conducirnos
en masa –a nosotros o a otros seres humanos- a los antros de tortura, o a la fosa común
o a la cámara de gas, porque su cultura considera necesaria la eliminación de ciertos
grupos humanos, por razón de su raza, religión, ideología o nacionalidad? ¿Incluso en
ese caso tendríamos que respetar su peculiaridad y dejarnos conducir sumisamente al
matadero, con el argumento de que tenemos que comprenderles, puesto que ellos nos
torturan y nos eliminan con arreglo a las exigencias de su cultura? ¿Qué otra cosa
pueden hacer ellos –tendríamos que preguntarnos, culminando la argumentación
‘peculiarista’-, si así se lo impone su propia peculiaridad cultural?
Nuestra respuesta a este grave problema es la siguiente: El respeto a la peculiaridad
cultural tiene que tener unos límites. Nos va en ello la vida y la libertad. La nuestra y la
de millones de personas en muchos lugares del mundo. Hay peculiaridades culturales
que matan, mutilan, torturan y aniquilan a muchos seres humanos. Algún tipo de límites
hay que poner a nuestro respeto a la peculiaridad. Pero, ¿qué límites deben ser ésos?
Ésta es la cuestión, la gran cuestión.
Nos apresuramos a aclarar un punto fundamental. Que quede claro, muy claro,
que respetamos prácticamente todas las manifestaciones y peculiaridades culturales
habidas y por haber, por muy extrañas, exóticas e incomprensibles que nos resulten. Las
más extrañas costumbres, las más extravagantes manifestaciones del arte, de la
indumentaria, de la alimentación, de las formas de vida familiar, individual y colectiva,
y de tantas y tantas manifestaciones de la pluralidad cultural, estamos dispuestos a
considerarlas como manifestaciones de la riqueza plural de la humanidad. Pero
cuando la denominada peculiaridad cultural entra a saco en lo más íntimo y sagrado del
ser humano, aniquilándolo masivamente en sus últimos reductos de dignidad, en ese
momento la humanidad está obligada a reaccionar vigorosamente, mediante los
legítimos valores e instrumentos de la Justicia Universal, contra esa barbarie disfrazada
de peculiaridad.
De hecho, la lista de las peculiaridades culturales que respetamos sería interminable,
por mucho que algunas nos puedan resultar inauditas, estrafalarias y ajenas a nuestro
gusto y sensibilidad. Sólo hay, en cambio, una lista mínima, de insignificante tamaño
pero de inmensa importancia, de aquellas peculiaridades que no podemos ni debemos
tolerar: aquéllas que atropellan despiadadamente al ser humano indefenso,
ocasionándole sufrimientos monstruosos, tan innecesarios como perfectamente
evitables, vulnerando la dignidad intrínseca del hombre y de la mujer, aniquilándola de
raíz y provocando inmensos daños físicos, anímicos, morales y sociales, que sería posible
y obligado evitar. Sólo rechazamos aquellas peculiaridades –muy pocas- consistentes en
atropellar criminalmente un reducidísimo número de derechos irrenunciables: aquéllos
que forman la lista mínima, el núcleo mínimo pero central de valores que el ser humano
necesita preservar. Pues bien, ése es precisamente el límite que ponemos a la
peculiaridad cultural, en el ámbito de los comportamientos militares: el límite
establecido por el Derecho Humanitario Internacional, con sus normas e instrumentos
(Ginebra, Convenciones contra la Tortura y el Genocidio, etc.). Y para quienes
quebranten esos límites, cometiendo crímenes de lesa humanidad, para ese quebran-
tamiento y para esos crímenes se ha creado el Tribunal Penal Internacional, regido
(aunque todavía de forma imperfecta) por el principio de Justicia Universal.
Cuando los defensores a ultranza de la peculiaridad niegan (en el mejor de los casos
frívolamente) el principio de Justicia Universal y descalifican al Tribunal Penal
Internacional, su negación, su ataque y su descalificación no tienen nada que ver con
la defensa de esa enorme lista de peculiaridades culturales que todos respetamos. Su
ataque se dirige precisamente contra esa otra lista, mínima pero imprescindible,
contra ese mínimo baremo de valores que marca los límites que resulta ineludible
preservar, y que ese principio de Justicia Universal y ese Tribunal pretenden proteger.
Ni siquiera aceptan ese baremo mínimo, ese pequeño núcleo, reducido pero
fundamental, al que siguen considerando, injustamente, como “una imposición
cultural”, cuando realmente se trata de la defensa de unos mínimos irrenunciables en
términos de simple humanidad.

d) Última barrera frente a la barbarie. Necesidad ineludible de un núcleo


mínimo de valores esenciales de validez universal por encima de razas,
culturas, fronteras y regímenes
Aquéllos que descalifican al TPI y al principio básico que lo rige (el de justicia
universal), lo hacen porque rechazan incluso esa lista mínima, ese núcleo fundamental
de valores esenciales en que ambos se fundamentan, y que ambos pretenden
defender. ¿Con qué pretexto o alegación se produce ese rechazo? ¿En qué se
fundamenta ese ataque y ese desprecio a ese mínimo núcleo, tan mínimo como
esencial? En primer lugar, en la ignorancia. Los que niegan validez a ese núcleo de
valores ignoran, para empezar, el inmenso esfuerzo de tantas personas e instituciones,
a lo largo de tantas décadas, que han sido necesarios para ir introduciendo ese
pequeño pero inapreciable bloque conceptual y moral en el Derecho Internacional y
en la conciencia de tantos responsables, dirigentes, políticos, académicos, etcétera,
para hacer viable una defensa lo más efectiva posible, siempre difícil, siempre
incompleta, siempre amenazada, entre otros, por aquéllos que se mofan de la
universalidad para defender –no pocas veces- la más picajosa peculiaridad.
En segundo lugar, su postura se basa en la extravagante acusación de que ese mínimo
baremo de valores, de derechos que llamamos fundamentales, es un invento egoísta
de nuestra propia cultura, una imposición cultural que no respeta la peculiaridad de
otros pueblos, de otras culturas. Pero, ¿en qué consiste ese baremo de valores, esa
supuesta imposición, esa lista según ellos tan despreciativa de otros pueblos y
culturas?
Esa lista mínima, ese reducido baremo (que constituye el núcleo central de las
Convenciones Internacionales tan repetidamente citadas y del Tribunal Penal
Internacional), se refiere concretamente, y casi únicamente, a los valores y propósitos
siguientes: evitación de los aniquilamientos de la vida, la integridad física y la dignidad
de las personas cuando éstas se hallan inermes e indefensas en manos de quienes están
en condiciones de atropellarlas. Queda prohibido, en tales casos, infligirles daños y
sufrimientos inhumanos. Eso es todo. Nada más que eso, pero también nada menos. O,
lo que es lo mismo: protección de aquellos seres humanos y de aquellos colectivos
más vulnerables y más fácilmente sometibles a todo tipo de abusos. Protección de
aquéllos que por su situación en caso de conflicto, o en dramáticas situaciones de
persecución, represión o cualquier otro tipo de circunstancias extremas, más
fácilmente pueden ver atropellados y aniquilados sus derechos más básicos e
irrenunciables. Se trata, en definitiva, de proteger a los prisioneros (sea cual fuere su
raza, religión, nacionalidad o ideología), evitando que sean sometidos a torturas, a
tratos crueles, inhumanos o degradantes. Se trata de proteger también a la población
civil que se ve involucrada en los conflictos, evitando que le sean infligidas deliberada-
mente penalidades y crueldades tales como, entre otras posibles, arrancarla de sus
hogares y arrojarla a la intemperie con el propósito de hacerla morir de hambre, o de
sed, o de frío, o que tal población se vea sometida a sistemáticas violaciones sexuales,
o torturas, o saqueos, o masacres colectivas. Y se trata también –como lógica
consecuencia de estos mismos propósitos- de crear los legítimos y necesarios meca-
nismos punitivos, capaces de juzgar y castigar judicialmente, con todos los requisitos
del debido proceso, a aquéllos que cometan este tipo de atrocidades, incluso si alegan
que lo hicieron en cumplimiento de alguna determinada peculiaridad cultural.
Peculiaridad que de ninguna manera puede prevalecer sobre esa mínima selección de
importancia vital, frente a ese ‘núcleo duro’ de valores imprescindibles, dignos de
protección universal.
No hay, pues, peculiaridad que valga para justificar las torturas masivas, los asesinatos
masivos de civiles indefensos o de enemigos en cautividad, las violaciones reiteradas de
mujeres organizadas en cadena, entre otras vilezas que, en décadas bien recientes, la
humanidad ha tenido que padecer por aplicación de ciertas culturas y doctrinas, que a
través de este tipo de actos han evidenciado y ejercitado su criminal “peculiaridad”.
Se trata, en una palabra, de sentar unos pocos pero inestimables principios de validez
general, válidos para proteger a los seres humanos de cualquier raza o cultura, sexo,
edad o cualquier otra circunstancia. ¿Qué aspecto de esta pretensión resulta
rechazable? ¿Dónde está la imposición de una cultura sobre otras? ¿Qué peculiaridad
cultural puede sentirse ofendida ante esta modesta pretensión de evitar los más
atroces sufrimientos, aun a sabiendas de que sufrimientos se producirán inevita-
blemente, y que sólo aspiramos a la humilde meta de evitar los más monstruosos, los
más inhumanos, los más indescriptibles, en aquellas situaciones –que son muchas- en
las que efectivamente resultan evitables, más aún, de obligada evitación?
Objetivamente, lo menos que podemos decir es que aquéllos que atacan la validez y
universalidad de este núcleo de valores, mínimo pero fundamental, los atacan y
descalifican sin darse cuenta de un hecho de importancia capital: que ese mínimo
núcleo de valores irreductibles, pese a su aparente relativismo y fragilidad, constituye la
última prueba fehaciente de nuestra condición de seres humanos. El último reducto de
nuestra dignidad. La última barrera que nos separa de la barbarie.
En otras palabras: pese a sus inevitables detractores (pues siempre ha habido y habrá
defensores de las distintas formas de impunidad), resulta imprescindible la existencia
de ese núcleo –por mínimo que sea- de derechos universales, irrenunciables, insertos en
la esencia misma del ser humano, incluso si éste es militar. Todo militar tiene que saber
que existe ese baremo, escueto pero irreductible, válido por encima de las razas, las
fronteras, las culturas y los regímenes, que no puede ser atropellado impunemente, ni
siquiera alegando –como ya vimos- la “obediencia debida” a las órdenes criminales, ni el
“descontrol de los subordinados”, ni tampoco –como vemos ahora- invocando el supuesto
respeto debido a la llamada “peculiaridad cultural”.
A continuación, tras el esquema sinóptico del modelo I-M, vamos a ver, en los tres
capítulos siguientes, los horrores y las inhumanas atrocidades que se derivan,
fácticamente, de una degradada autolimitación moral, de una
inexistenteconcordancia entre lo imperativo y lo moral, así como de una viciosa
disciplina convertida en obediencia ciega al margen de la ley -incluyendo todo tipo de
crímenes-; y, también, de un corporativismo convertido en impunidad prácticamente
total.
ÍNDICE del Capítulo 2

2.1. La represión militar en el ámbito político y social. Algunos casos de especial


significación
a) Asesinatos de los políticos Alberto Fuentes Mohr y Manuel Colom Argueta
(1979)
b) Asesinato de la antropóloga Myrna Mack (1990)
c) Asesinato del político, candidato presidencial y periodista Jorge Carpio Nicolle
(1993)
2.2. La represión militar en el ámbito rural. Inaudita acumulación de casos de
tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes
a) El fuego como instrumento de tortura y de ejecución extrajudicial
b) El colgamiento y las distintas formas de asfixia
c) Las mutilaciones, como formas atroces de tortura y de ejecución
d) Empalamientos y crucifixiones
e) Civiles forzados a matar a sus vecinos y allegados
f) Otras formas de tortura de gran crueldad y larga duración: hoyos, pozos, fosas
fecales, reclusión con cadáveres descompuestos
g) Las masacres. Matanzas colectivas y exterminio de comunidades
h) Violencia desatada contra la niñez
i) Violencia sexual contra la mujer
j) Falsa atribución a la guerrilla de crímenes perpetrados por fuerzas militares
k) Otros excesos. Casos de antropofagia y coprofagia en el marco de la represión
militar
2.3. Causa esencial de estos excesos: un modelo degradante de formación
militar
2.4. Primeras conclusiones cualitativas y cuantitativas sobre estos
comportamientos aberrantes
2.5. Principales conclusiones de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH)
de la ONU sobre la represión militar en Guatemala
2.6. Precario intento de respuesta documental por parte del Ejército

Hasta aquí, la Sociología. A partir de aquí, los hechos.


Los hechos –trágicos, por desgracia- que vamos a exponer, corresponden a comporta-
mientos militares de uno de los muchos Ejércitos que han incurrido, cada uno en su mo-
mento y a su manera, en graves violaciones de los derechos humanos, a lo largo de la
segunda mitad del siglo XX. De los muchos ejemplos posibles, consideramos que el de
Guatemala constituye un caso especialmente descriptivo que nos ilustra como pocos
sobre aquellos aspectos de los comportamientos militares en los que nuestra
investigación pretende profundizar.
De hecho, el terrible drama desarrollado en Guatemala durante su conflicto interno de
35 años (1962-1996, ambos inclusive) supera en extensión y gravedad a todo lo
conocido en cualquier otro lugar de América Latina en materia de derechos humanos y
relaciones Ejército-Sociedad.
Sin que ello implique menosprecio hacia otros informes y documentos de distintas
organizaciones, ampliamente descriptivos del drama guatemalteco, es obligado señalar
que existen dos documentos históricos, ambos contundentes e incontestables, absoluta-
mente ineludibles para todo aquél que pretenda aproximarse al conocimiento de lo que
allí sucedió. El primero, cronológicamente, es el informe REMHI (Recuperación de la
Memoria Histórica), texto de 1500 páginas en cuatro tomos, fruto de los tres años de
investigación desarrollada por la ODHAG (Oficina de Derechos Humanos del
Arzobispado de Guatemala). El director de tal investigación y obispo auxiliar de la
archidiócesis, monseñor Juan Gerardi, fue asesinado el 26 de abril de 1998, dos días
después de haber presentado oficialmente dicho informe.
El segundo de los informes mencionados, aunque primero en importancia por su
procedencia, concepción, extensión y planteamiento técnico -documento que puede
considerarse como la última palabra de la comunidad internacional sobre la tragedia
que nos ocupa- es el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) de
Naciones Unidas sobre Guatemala (doce tomos, 3.800 páginas), fruto del trabajo de la
citada Comisión investigadora (*), apoyada por caracterizados
expertos internacionales, pero cuyo esfuerzo más duro fue ejecutado por los cientos
de investigadores que desarrollaron la tarea de campo. Trabajo que permitió
acumular los miles de casos y testimonios que servirían de base al largo y complejo
informe final, que fue presentado al Secretario General de Naciones Unidas el 25 de
febrero de 1999. Se trata de un documento de gran alcance, que profundiza en las
causas históricas, sociales, políticas y económicas del conflicto, su gestación,
desarrollo y resultados, incluyendo una amplísima casuística de testimonios
registrados, hasta desembocar en sus conclusiones finales y sus necesarias
recomendaciones para el futuro.
(*) La Comisión propiamente dicha estuvo constituida por tres
miembros: el profesor alemán Christian Tomuschat, de la Universidad
de Heidelberg, y dos personalidades guatemaltecas: Otilia Lux de Coti,
caracterizada representante de la etnia maya y posteriormente
ministra de Cultura, y el profesor Alfredo Balsells, de la Universidad
de San Carlos. Entre los expertos que asumieron los aspectos
analíticos y valorativos se incluyó el autor de esta obra, que prestó en
la propia CEH sus servicios como consultor internacional.

2.1. LA REPRESIÓN MILITAR EN EL ÁMBITO POLÍTICO Y SOCIAL. ALGUNOS CASOS


DE ESPECIAL SIGNIFICACIÓN.
Hay que destacar que la represión desarrollada por las Fuerzas Armadas de Guatemala,
en el marco de la denominada Doctrina de Seguridad Nacional en su versión
guatemalteca (la de mayor crueldad conocida), se caracterizó por la existencia práctica
de dos diferentes niveles o modelos de actuación: el ejercido en el ámbito político y
social (casi siempre en áreas urbanas) y el practicado contra las comunidades mayas
(casi siempre en ámbito rural), que examinaremos después.
El primer modelo represivo, predominantemente urbano, presentó características
similares a las registradas en tantos países latinoamericanos por aquellas décadas, a
saber: eliminación de presuntos "subversivos" -no sólo de guerrilleros armados, sino
de una inmensa gama de personas pacíficas y desarmadas, incluyendo políticos,
estudiantes, activistas sindicales, dirigentes populares, maestros, profesores
universitarios, eclesiásticos, dirigentes de derechos humanos, etc.-, cuya actuación más
o menos opositora o reivindicativa (no violenta en la gran mayoría de los casos)
determinaba que fueran englobados, por los servicios militares de información, dentro
de la vasta y mortal categoría de ‘enemigo interior’ de necesaria eliminación. Dentro de
los miles de casos registrados en este ámbito, he aquí algunos de los que produjeron
mayor conmoción en la sociedad guatemalteca.

a) Asesinatos de los políticos Alberto Fuentes Mohr y Manuel Colom Argueta


(1979)
El diputado, economista y diplomático Alberto Fuentes Mohr, tras sobrevivir a un
atentado en 1971 manifestó: "Trataron de asesinarme por el crimen de desear que se
respetaran los derechos humanos en mi país; por el crimen de querer contribuir a
erradicar la insufrible miseria y el terror en que viven la gran mayoría de los
guatemaltecos" (6). Finalmente sería asesinado el 25 de enero de 1979, al volante de su
automóvil, unas horas antes del momento previsto para inscribir oficialmente el partido
que pretendía fundar. Cuatro días después, un testigo directo del crimen era asesinado
también.
Apenas dos meses más tarde, el 22 de marzo de 1979, el popular dirigente laboral y ex
alcalde de la capital de Guatemala, Manuel Colom Argueta, fue muerto a tiros junto con
dos de sus guardaespaldas, en pleno centro de la ciudad, en una operación militarmente
planificada, en la que los agresores se desplazaban en tres automóviles y dos motocicle-
tas, a muy poca distancia de la sede central de la Policía (7). El año anterior, el mismo
Colom Argueta había denunciado que la agencia militar entonces llamada "Policía
Regional"(*), dependiente del Estado Mayor Presidencial, "era un escuadrón de la
muerte" (8). Dato cuya exactitud -aparte de ser de amplio conocimiento público-
resultó plenamente ratificada en informes posteriores, tanto por Amnistía Internacional
y por Naciones Unidas como por documentos policiales y judiciales guatemaltecos.
Informes y documentos que evidenciaron la intensa participación del órgano de
inteligencia militar del Estado Mayor Presidencial en la comisión de importantes
crímenes en el marco de la represión contra personalidades de la oposición:
 "Amnistía internacional recibió numerosos informes que implicaban en delitos
graves contra los derechos humanos a agentes vinculados a la oficina del Estado
Mayor Presidencial. En 1981, la organización (AI) describió cómo una agencia
militar especializada de la Presidencia coordinaba las operaciones secretas y
extralegales del gobierno: por ejemplo, decidía quién debía desaparecer o morir,
y ejecutaba esa decisión." (9)
 Igualmente, existe amplia constancia testimonial de la participación masiva en
los crímenes de la represión del otro gran organismo de los servicios de
información militar en Guatemala: la G-2, o sección de inteligencia existente en
todas las unidades de las Fuerzas Armadas guatemaltecas, cuyos miembros
tenían, entre otras misiones, la de interrogar bajo tortura y asesinar a los
sospechosos de alguna forma de colaboración con la guerrilla.
(*) Esta agencia, situada bajo la autoridad del Estado Mayor
Presidencial (EMP), fue conocida a lo largo de los años por diferentes
nombres, tales como "Agencia Presidencial", "Agencia de Inteligencia
de la Presidencia", "Centro Regional de Telecomunicaciones" (por su
ubicación durante cierto período), "Policía Regional", "Servicio
Especial de Comunicaciones de la Presidencia" , y, en años
posteriores, “el Archivo del EMP", o, simplemente, "el
Archivo". Dicho "Estado Mayor Presidencial" (creado y concebido
inicialmente para asegurar la protección del Presidente de la
República y su familia, y para prestarle asistencia técnica en el plano
militar), disponía, sin embargo, de un poderoso sistema de
información, capaz de realizar sus propias operaciones de
inteligencia, a partir de las cuales decidía y ejecutaba la eliminación
de opositores en cualquier área de la sociedad guatemalteca, incluidas
importantes personalidades como las aquí citadas. Para ello contaba
no sólo con sus propios equipos especializados, personales y
materiales, sino también con los medios que ponía a su disposición la
Dirección de Inteligencia del EMDN (el poderoso servicio militar de
información del Estado Mayor de la Defensa Nacional). Ello le
permitía ejecutar dichas eliminaciones, que podían revestir distintas
formas: secuestro, interrogatorios bajo tortura y muerte, o bien ejecu-
ción directa, en plena calle, de las víctimas señaladas. Asesinatos, a
veces –como veremos-, enmascarados bajo la falsa apariencia de
delito común.

b) Asesinato de la antropóloga Myrna Mack (1990)


Otro caso notable fue el asesinato de la antropóloga guatemalteca Myrna Mack,
destacada investigadora de AVANCSO (Asociación para el Avance de las Ciencias
Sociales), apuñalada por un suboficial, miembro especialista del servicio militar de
información del Estado Mayor Presidencial (EMP) el 11 de septiembre de 1990 al salir
de su oficina, en el centro de la ciudad de Guatemala, con la burda pretensión –como
en otras actuaciones de dicho servicio- de hacer pasar el crimen por un episodio de
delincuencia común.
Respecto a los motivos de su eliminación, el informe de Recuperación de la Memoria
Histórica (REMHI) del Arzobispado de Guatemala precisa los datos siguientes:
"Hacia 1990 Myrna Mack era la única experta independiente en el tema de los
desplazados internos a causa del conflicto armado. Este era un tema exclusivo del
Ejército y considerado estratégico en sus últimos planes militares de campaña. Su
objetivo era recuperar (capturar) a los desplazados en la montaña para erosionar la
base social guerrillera y eludir el costo político de reconocerle beligerancia a la
guerrilla en la víspera del inicio de las conversaciones de paz." (10) (El paréntesis
pertenece al texto original. El subrayado es nuestro).
"Sin embargo, el 7 y 8 de septiembre de 1990, parte de estos desplazados, llamados
desde 1987 ‘Comunidades de Población en Resistencia’ (CPR), dieron a conocer su
existencia en Guatemala a través de un 'campo pagado' (anuncio publicitario) en
los periódicos, y reclamaron que se les reconociera como población civil no
combatiente. Esta declaración rompió la línea de operación militar que se llevaba
en ese momento. Por lo tanto, tuvo un efecto en la seguridad del Estado." (11)
Esta supuesta intromisión en un campo que los militares consideraban de su
incumbencia estratégica, y esta profunda alteración de sus planes previstos, fue
considerada por ellos suficientemente grave como para actuar con la máxima
dureza contra quien ponía en peligro su línea de acción contrainsurgente, amenazando
por tanto, según ellos, la propia seguridad del Estado. Sin embargo la imputación de
dicho documento a Myrna Mack era errónea. Tal como precisa el mismo informe
REMHI:
"La inteligencia militar atribuyó equivocadamente a Myrna Mack la autoría de ese
documento y decidió asesinarla como represalia, y para enviar un mensaje a los
sectores civiles, como la iglesia católica, las ONG y otros, que querían intervenir
apoyando la reinserción de las CPR (las ya citadas Comunidades de Población en
Resistencia), al margen del control del Ejército." (12)
Se trató, por tanto, de una conclusión equivocada extraída por dicho servicio de
información militar, pero, dadas las características de tal servicio, aquella valoración
errónea se convirtió en mortífera para la víctima.(*)
(*) En efecto, la declaración de las CPR fue aprobada en asamblea
celebrada por éstas. Después, dichas comunidades solicitaron al
obispo de El Quiché, monseñor Julio Cabrera, que diera a conocer el
documento al entonces presidente Vinicio Cerezo. Tras dos meses de
intentos infructuosos sin conseguir concertar una cita con el
presidente, las CPR decidieron hacer pública su declaración a través
de la prensa. Myrna Mack asesoraba al obispo en sus gestiones, pero
no tuvo parte alguna ni en la redacción ni en la publicación del
documento. Obviamente, huelga decir que, incluso si tal documento
hubiera sido absolutamente suyo, la orden de asesinarla por tal
motivo hubiera sido igualmente criminal, como tantas otras
actuaciones del EMP.
Tras el asesinato de Myrna, su hermana Helen Mack creó la Fundación Myrna Mack, al
frente de la cual emprendió la dura tarea de reivindicar la figura de su hermana y llevar
ante la justicia a sus asesinos. Gracias a su prolongado esfuerzo, entereza y tenacidad, se
logró finalmente probar, por vía policial y judicial, la identidad del autor material del
crimen. Este no fue otro que el sargento especialista Noel de Jesús Beteta, destinado en
el Estado Mayor Presidencial, quien, cumpliendo órdenes de sus superiores, se limitó a
ejecutar una de tantas operaciones de seguimiento y eliminación de personalidades
consideradas peligrosas por el Ejército. Aunque esta vez, y en destacada excepción del
modelo de impunidad habitual, los hechos pudieron ser -aunque sólo en parte-
judicialmente probados y castigados.
Los obstáculos interpuestos a la investigación y al proceso judicial fueron -y siguen
siendo- todo lo enormes que cabía esperar de esa "cultura de la impunidad" que
caracteriza a tantas instituciones -militares, policiales y judiciales- de la región. Y el
precio no fue precisamente pequeño, pues incluyó la vida del investigador principal,
como vamos a ver.
El informe REMHI precisa al respecto:
"La noche del 11 de septiembre de 1990, la antropóloga Myrna Mack Chang fue
atacada por un comando operativo de la inteligencia militar dirigido por el sargento
Noel de Jesús Beteta, miembro de un Grupo Especial asignado al 'Archivo'. Myrna
Mack salía de las oficinas de AVANCSO situadas en la 12 Calle y 12 Avenida de la
Zona 1 cuando fue sorprendida por sus agresores, quienes así culminaban un
seguimiento de dos semanas sobre la víctima. El cuerpo de la antropóloga quedó
mortalmente herido con 27 puñaladas." (13)
"Helen Mack, hermana de Myrna, decidió emprender un arduo esfuerzo en los
tribunales para identificar y sancionar a los autores del asesinato. No obstante, las
múltiples irregularidades judiciales fueron desvelando varios eslabones de una
amplia cadena de impunidad, que había empezado desde el día del asesinato en
aspectos tales como el encubrimiento de la Policía Nacional, los vicios de la
investigación forense y la alteración de la escena del crimen." (14)
Según corroboran tanto los investigadores de la Comisión de Esclarecimiento Histórico
(CEH) como los del REMHI, las amenazas, presiones y todo género de entorpecimientos
determinaron -como siempre en este tipo de casos- la escasa duración de los jueces que
intervenían en el procedimiento, sus múltiples relevos y abandonos del caso, la fuga de
testigos amenazados, la pérdida de valiosos elementos de prueba, la no realización de
pruebas fundamentales, la falsificación de informes policiales, etc.:
"Hubo doce cambios de juez en el proceso, mucho atraso, y pérdida de
evidencias (no se examinaron las huellas alrededor de la víctima, ni la muestra de
piel del victimario encontrada en las uñas de la víctima, ni la ropa de la víctima,
etc.)." (15)
"Por otro lado, la Policía Nacional elaboró dos informes: uno, mutilado, que fue
enviado a los tribunales desligando al Ejército de cualquier responsabilidad y
levantando la hipótesis de que el móvil del delito era el robo; el otro, que
identificaba a Noel Beteta como uno de los autores materiales y planteaba la
motivación política del asesinato, permaneció oculto." (16)
"Este informe fue presentado con posterioridad a los tribunales por el jefe del
ministerio Público, Acisclo Valladares, tras el cambio del director de la Policía, y fue
ratificado por el encargado de la investigación, el agente José Miguel Mérida
Escobar, a pesar del miedo que sentía. 'He firmado mi sentencia de muerte', expresó
después de su declaración oficial." (17)
Este heroico policía, que fue capaz de ratificar judicialmente el informe verdadero,
poniendo su conciencia cívica por encima de su miedo (absolutamente justificado, por
otra parte), no se equivocó al formular tan siniestro pronóstico. Apenas un mes más
tarde pagaba con su vida su arriesgada aportación a la lucha contra la impunidad:
"El 5 de agosto de 1991, a sólo 50 metros del Cuartel General de la Policía Nacional,
fue asesinado el investigador José Miguel Mérida Escobar, quien había dirigido las
pesquisas y confirmado la validez del informe completo. Otros testigos del caso
fueron amenazados y varios se vieron obligados a abandonar el país, entre ellos el
segundo investigador, colega de Mérida, Julio César Pérez Ixcajop." (18)
La muerte a tiros del agente Mérida, demostró una vez más la firme determinación del
aparato de inteligencia militar en garantizar su impunidad, afianzada no sólo mediante
la desaparición de las víctimas así eliminadas sino también por el amedrentamiento de
tantas otras personas que, sin asumir actitudes tan arriesgadas, al verse directamente
amenazadas optaron por el silencio forzado, e incluso, en tantos casos, por el rápido
abandono del país.
Pero esta vez el sacrificio no iba a resultar inútil. Con la investigación enfocada bajo la
hipótesis correcta, y bajo el persistente impulso de Helen Mack y su Fundación Myrna
Mack al frente de la acusación particular, se consiguió que el ya citado sargento Beteta,
huido a los Estados Unidos, fuera capturado en dicho país y extraditado a Guatemala en
diciembre de 1991. Tras innumerables incidencias judiciales y sucesivos cambios de
juez –habitual fenómeno guatemalteco, derivado de las terribles presiones de todo
tipo que pesan sobre el aparato judicial cuando los acusados son militares-, se logró que
el asesino fuera juzgado y sentenciado el 12 de febrero de 1993. Hoy, el sargento Beteta
cumple una sentencia de 30 años de prisión inconmutable, como autor material,
convicto y confeso, del asesinato de Myrna Mack.
Respecto a los autores intelectuales del crimen, es decir, aquellas autoridades militares
que dieron la orden de ejecutar la operación, el esfuerzo ha resultado hasta la fecha
también fructífero, aunque de forma incompleta, como vamos a ver. Las evidencias,
abrumadoras, apuntaban inexorablemente a los tres jefes militares de los cuales Beteta
dependía orgánica y operativamente: el general Edgar Godoy Gaitán (entonces jefe del
Estado Mayor Presidencial), el coronel Juan Valencia Osorio (entonces jefe del
"Archivo", uno de los nombres utilizados, como ya vimos, por la unidad operativa del
propio EMP, auténtico “escuadrón de la muerte” según la exacta definición que le aplicó,
antes de ser asesinado, el que fue alcalde de Guatemala Manuel Colom Argueta), y, por
último, el coronel Juan Guillermo Oliva Carrera (entonces teniente coronel,
directamente subordinado al anterior).
La directa dependencia jerárquica del autor material respecto a estos tres jefes permitió
a Helen Mack actuar judicialmente contra ellos y conseguir su procesamiento. En este
sentido constata el informe REMHI:
"El análisis de la información sugiere indicios y elementos de prueba sobre la
responsabilidad de Godoy Gaitán, Valencia Osorio y Oliva Carrera, quienes habrían
llevado a cabo un plan que consistió en organizar un aparato de vigilancia de las
actividades de Myrna Mack y ordenar su asesinato a los miembros del EMP que
llevaron a cabo la vigilancia. La Oficina del Procurador de los Derechos Humanos
(PDH) concluyó en 1992 una investigación sobre el asesinato de Myrna Mack y lo
calificó de 'ejecución extrajudicial cometida por las fuerzas de seguridad del
Estado'." (19)
Pese a todo, la investigación y la actuación judicial en este terreno iban a tropezar con
la barrera infranqueable que, en este tipo de Ejércitos, siempre protege a los responsa-
bles de nivel superior. Según constata el mismo informe:
"El Ministerio de la Defensa obstruyó las diligencias judiciales, rechazó las peticio-
nes de información y mostró una actitud negligente. Argumentando que la
información solicitada era secreta, diluyó la responsabilidad de los tres oficiales del
EMP imputados (general E.G.G., coronel J.V.O. y teniente coronel J.O.C., antes
citados) hasta el punto de no establecer las tareas de Beteta Alvarez en el Archivo
ni responder quién supervisaba su trabajo. Asimismo fueron alteradas pruebas del
Centro Médico Militar, se suplantaron documentos del Ministerio de Defensa y se
hicieron desaparecer informes del Ministerio de Finanzas." (20)
"La Corte Suprema de Justicia emitió una sentencia de casación confirmando la
condena contra Beteta, y dejó abierto procedimiento contra los autores
intelectuales. Estos recurrieron al amparo, pero éste les fue negado por la Corte de
Constitucionalidad." (21)
En efecto, nadie mínimamente conocedor del mundo militar puede creer que un grupo
operativo encabezado por un profesional de tan baja graduación como Beteta (sargento
especialista) pudiera actuar de forma autónoma, sin haber recibido órdenes de sus jefes
del EMP. El propio ex presidente de la República, Vinicio Cerezo, refiriéndose al autor
material manifestó: "Su autonomía es casi nula. Yo no creo que un subalterno del Estado
Mayor Presidencial se atreviera a tomar una decisión de esta envergadura sin el consenti-
miento de sus superiores."(22)
Cualquier militar profesional (el ex presidente Cerezo es civil) ratificaría esta frase, pero
con una importante corrección, substituyendo inmediatamente "sin el consentimiento"
por "sin las órdenes expresas" de sus superiores. No es, pues, que ese suboficial ac-
tuase por su cuenta y sus superiores se lo consintiesen. Es mucho más que eso: es
que jamás hubiera perpetrado acciones tan gravísimas y de tan considerable
repercusión sin que sus superiores se lo ordenaran taxativamente. En definitiva, desde
la perspectiva castrense, resulta obvia la implicación directa de los mandos del Estado
Mayor Presidencial, pues únicamente ellos, en una institución absolutamente militar y
plenamente jerarquizada como el EMP, pudieron ordenar a Beteta una acción de tan
considerable gravedad y de tan graves consecuencias (que todavía hoy perduran) como
las que aquel asesinato iba inevitablemente a acarrear.
No obstante, año tras año, el procedimiento judicial se vio sistemáticamente
entorpecido desde el ámbito militar y, con frecuencia, también desde el área judicial,
por toda clase de recusaciones, recursos de amparo y trucos procesales de todo género,
pero muy principalmente, por la práctica más tradicional en el ámbito judicial
guatemalteco cuando los acusados pertenecen al Ejército: la desaparición de pruebas
(*) y el recurso sistemático a las amenazas, dirigidas contra jueces, fiscales, abogados,
testigos, o miembros de sus familias respectivas. Según constataba uno de los
documentos de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU, ocho años después
del crimen:
"El proceso en contra de los presuntos autores intelectuales (los tres jefes ya cita-
dos) ha sido obstaculizado por la invocación de la doctrina del Secreto de Estado y
la Seguridad Nacional (...). Tanto el ex presidente Cerezo como el autor material
reconocieron que no fue un hecho realizado autónomamente. Sin embargo, ha sido
difícil llegar a la sustancia del proceso en contra de los autores intelectuales, tanto
por muchas barreras y atrasos procesales, como por la imposibilidad de obtener
información sobre los planes y órdenes relacionados con el hecho dentro del
Estado Mayor Presidencial (...). Han transcurrido casi ocho años desde los hechos, y
un total de 16 jueces han conocido los dos procesos (autoría material e intelectual).
Han interpuesto recursos de amparo, apelación y casación que han estancado las
diligencias por largos períodos, ha habido amenazas contra los jueces, magistrados
y testigos, seis de los cuales tuvieron que salir del país." (23)
(*) Noel Beteta, junto con otros presos en situación similar por
crímenes parecidos, que también les fueron ordenados por sus
superiores, hizo público desde la cárcel un escrito en el que dicho
grupo proclamaba que sus delitos fueron cometidos cumpliendo
órdenes del Ejército. Por otra parte, en el Juzgado Segundo de Pri-
mera Instancia Penal se hallaban depositadas, como material de
prueba, unas casetes que contenían una conversación grabada entre
el recluso Jorge Lemus, alias El Buki, y el sargento Beteta, asesino
convicto de Myrna Mack. En dicha grabación, el sargento reconocía
que sus entonces jefes en el EMP, el general Godoy, el coronel
Valencia y el teniente coronel Oliva, le ordenaron ejecutar a la
antropóloga el 11-9-1990. Dichas casetes desaparecieron de dicho
Juzgado, lo que constituye otra práctica (la desaparición de elementos
de prueba) sumamente común dentro de este tipo de procesos, como
más adelante volveremos a ver.
Surge aquí, tan clara como ineludible, la referencia comparativa con el caso de los
jesuitas españoles de la UCA, asesinados en El Salvador menos de un año antes de que
Myrna Mack lo fuera en Guatemala. En ambos casos, nos hallamos ante la eliminación
extrajudicial de un supuesto enemigo (civil en este caso, eclesiástico en aquél) por
decisión de un determinado mando militar, según quedó demostrado en ambos casos
por los respectivos informes de la ONU (el de la CEH sobre Guatemala y el de
la Comisión de la Verdad sobre El Salvador, emitido cinco años antes). En ambos casos
citados se registró idéntica reacción posterior frente al crimen: movilización estamental
para asegurar el muro de la impunidad. Según registran y demuestran ambos informes,
en ambos casos la actuación del estamento militar fue la misma: negación de toda
participación en los hechos, obstrucción de la investigación, alteración del escenario del
crimen, eliminación de pruebas, falsificación o desaparición de documentos. Testigos
forzados a abandonar el país, así como fuertes presiones sobre los imputados ya
detenidos para que no implicasen en sus declaraciones a los responsables de nivel
superior, ocultando siempre -dentro del ámbito judicial- la identidad de los verdaderos
autores de las órdenes criminales, que los autores materiales recibieron y cumplieron al
margen de la ley.
La apertura del juicio oral por el asesinato de Myrna Mack, fijada para el 10 de octubre
de 2001, fue nuevamente suspendida, utilizando los más estrafalarios pretextos.
Reprobando estas maniobras dilatorias, varios destacados juristas, entre ellos el fiscal
español Carlos Castresana (iniciador con su denuncia de los casos
argentino y chileno ante la Audiencia Nacional en Madrid) y el profesor, también
español, Manuel Ollé (abogado de la acusación en dichos casos ante la misma Audiencia
Nacional), así como el profesor argentino Eduardo Salerno, señalaron:
“La suspensión del juicio oral de los militares acusados del asesinato de la
antropóloga Myrna Mack es una muestra palpable de que el uso inmoderado y
malicioso de las garantías judiciales constituye una fuente inagotable de impunidad
y denegación de justicia en Guatemala.”(24)
Finalmente, se logró lo que parecía imposible: doce años después del crimen, en
septiembre de 2002, venciendo las increíbles resistencias interpuestas, se desarrolló la
vista oral, cuyo resultado fue histórico para un país como Guatemala: el coronel Juan
Valencia Osorio fue condenado a 30 años de prisión, como autor directo de la orden
criminal, ejecutada a través de una “operación especial de inteligencia”. Fueron
absueltos, alegando falta de evidencia suficiente, el general Edgar Godoy y el coronel
Juan Oliva Carrera.
El tribunal, en su sentencia de 3 de octubre de 2002, estableció el carácter institucio-
nal del crimen, la naturaleza política del hecho, el móvil vinculado al trabajo científico
de la víctima sobre los desplazados de las poblaciones mayas, que tuvo como
escenario las zonas con mayor conflictividad, así como la vinculación perversa que se
hizo entre sus investigaciones y las reivindicaciones de los desplazados. El tribunal dio
valor probatorio a testimonios y peritajes; también dio validez a la tesis de que Myrna
Mack fue ejecutada por habérsele considerado un ‘enemigo interno’, una amenaza
para el Estado, según el perfil definido por la Doctrina de Seguridad Nacional. Quedó
igualmente probado que hubo un plan de seguimiento y vigilancia que culminó con su
asesinato, plan en el cual se utilizaron recursos humanos y materiales procedentes del
Estado Mayor Presidencial.
Pero, una vez más, las poderosas fuerzas conducentes a la impunidad iban a
prevalecer en los pasos siguientes de este largo y siniestro caso. Su desenlace aun no
es definitivo al finalizar la presente obra, y, de todos modos, en el capítulo siguiente
habremos de volver inevitablemente a las últimas vicisitudes del caso Mack, al
referirnos, junto al caso Gerardi, a los grandes casos criminales todavía abiertos en los
primeros años del siglo XXI.

c) Asesinato del político, candidato presidencial y periodista Jorge Carpio Nicolle


(1993)
Jorge Carpio Nicolle era una de las principales personalidades políticas civiles de
Guatemala. Director del diario El Gráfico y líder del partido UCN (Unión del Centro
Nacional), al encabezar una fuerza política democrática y centrista resultaba una figura
sospechosa y harto incómoda para las poderosas fuerzas oligárquicas y
ultraderechistas, civiles y militares, acostumbradas a un pleno dominio del panorama
político del país. Candidato a la presidencia en las elecciones de 1985 y 1991, quedó en
ambas en segunda posición, al ser derrotado en la "segunda vuelta" respectivamente
por Vinicio Cerezo y Jorge Serrano. Pero, dadas su edad y cualidades, sus posibilidades a
medio y largo plazo se vislumbraban muy positivas para el futuro.
Días después de la caída del presidente Jorge Serrano (tras su "autogolpe" fracasado del
25 de mayo de 1993), y cuando se decidía en el Congreso (día 5 de junio) la sucesión en
la presidencia y otros temas legislativos, el grupo parlamentario de la UCN, dirigido por
Jorge Carpio, impidió con sus votos la aprobación de una ley de amnistía -para militares
y funcionarios- por delitos políticos y comunes conexos. Al mismo tiempo, la línea
editorial de su periódico se mostraba enérgicamente adversa a tal proyecto de amnistía.
Según datos aportados por su familia:
"Carpio recibió varias amenazas por teléfono cuando su partido rehusó apoyar la
amnistía. Señalan que Carpio les habló de llamadas de José Domingo Samayoa,
entonces ministro de Defensa, exigiéndole que pusiera el peso de su partido a favor
de la ley de amnistía." (25)
De hecho, Carpio no sólo no modificó la posición de su grupo parlamentario,
manteniendo su rechazo de dicha ley, sino que, además, escribió abiertamente en El
Gráfico sobre las amenazas recibidas al respecto.
Finalmente, el drama se desencadenó. El día 3 de julio de 1993, a eso de las nueve de la
noche y bajo una pertinaz lluvia, Jorge Carpio, acompañado por su esposa Marta
Arrivillaga y un grupo de colaboradores, se desplazaba por la carretera de Los
Encuentros a Chichicastenango, en plena zona montañosa occidental del Quiché. El
grupo, de un total de nueve personas, se desplazaba en dos vehículos. Al llegar a la
altura del km. 141, en el paraje llamado Molino El Tesoro, ambos vehículos fueron
interceptados por un grupo de 25 a 30 hombres, encapuchados con gorros
pasamontañas negros que les cubrían todo el rostro, uniformados y perfectamente
equipados, pues se protegían de la lluvia enfundados en prendas de nylon. Todos
estaban fuertemente armados, unos con fusiles Galil y M-16, y otros con pistolas de
calibre 45 cp. y 9 mm.
Los hechos se desarrollaron con gran rapidez, pero han podido ser detalladamente
reconstruidos por los testimonios de los cinco supervivientes del grupo atacado.
Los asaltantes rodearon el primer vehículo, un microbús en el que viajaba el
matrimonio Carpio y cuatro personas más. Sin titubear abrieron la puerta del centro del
microbús, lugar donde habitualmente viajaba Carpio -dato que sin duda conocían-, y
directamente manifestaron su propósito: "Vos sós Jorge Carpio, te vamos a matar". (26)
Mientras uno de los individuos permanecía encañonando a Carpio, varios de los
encapuchados se dirigieron al segundo vehículo, una camioneta, de la que hicieron salir
a sus tres ocupantes. Acto seguido, y sin que mediara palabra ni conato alguno de
resistencia por parte de éstos, los asaltantes dispararon a sangre fría cuatro veces
contra cada uno de ellos, causando la muerte de Alejandro Avila y Rigoberto Rivas, y
serias heridas al tercero, el menor Sidney Shaw, de dieciséis años, que recibió tres
balazos, pero sobrevivió.
Los encapuchados que rodeaban el coche de Carpio registraron a algunos de sus
ocupantes, robándoles algunos objetos de insignificante valor. Entonces hizo su
aparición otro vehículo, que se aproximaba cuesta abajo. Esta circunstancia imprevista
produjo cierta alteración en la conducta de los asaltantes, uno de los cuales disparó
contra el vehículo que llegaba y contra la persona a la que estaba registrando en aquel
momento, Juan Vicente Villacorta, que también falleció, convirtiéndose en la tercera
víctima mortal.
Por su parte, el que actuaba como jefe evidente de la numerosa banda, quizá impulsado
por la súbita aparición del vehículo recién aparecido, decidió poner fin a la operación y
dio la orden de retirada inmediata del lugar, no sin antes cumplir con el objetivo fijado.
En efecto, el citado sujeto gritó: "!Maten a Jorge! ¡Maten a Carpio!". El encapuchado que
había permanecido apuntando a éste con su pistola disparó repetidas veces contra él. La
víctima se desplomó, alcanzada por cuatro balazos. Tras una breve agonía en brazos de
su esposa Marta, Jorge Carpio -cuarta y última víctima mortal- fallecía unos minutos
después.
A partir de aquel momento, todo lo sucedido encaja, una vez más, en ese retorcido
mundo kafkiano, difícilmente creíble fuera de él, pero trágicamente cierto en aquellos
países y Ejércitos en los que todo, hasta lo más inaudito, resulta posible en aras de un
solo factor, al que todo se sacrifica: el omnipresente mecanismo de la impunidad.
Dos de los supervivientes consiguieron llegar en la camioneta hasta Chichicastenango,
en cuyo destacamento de policía solicitaron ayuda, que les fue negada. El tipo de
crimen, las características de su principal víctima y la descripción de sus ejecutores
fueron datos suficientes para que la policía local no se atreviese a aparecer por el lugar
de los hechos, mientras no se recibiesen órdenes concretas de la superioridad.
Entonces se dirigieron al destacamento militar más próximo correspondiente a aquella
jurisdicción (Zona Militar 20). Allí consiguieron hacerse acompañar por una patrulla,
encabezada por un teniente, con la que regresaron, en la misma camioneta, al escenario
del crimen, para efectuar un rastreo. Aquella patrulla fue la primera "autoridad oficial"
en hacerse presente en dicho lugar. Sin embargo, cuando el juez de instrucción solicitó
el día 20 de julio a la Zona Militar 20 el nombre del oficial y de los quince soldados que
la formaban, tales datos fueron negados al juez y nunca llegaron a su conocimiento. La
salida y el regreso de dicha patrulla, por otra parte, tampoco quedaron registrados en
los libros de movimientos de la unidad. El ministerio de Defensa, por su parte, negaría
después que se hubiera enviado patrulla alguna en aquel día a aquel lugar (Oficio 9675
del 30-7-93). (27)
El rastreo del lugar por parte de la policía (habiendo ya recibido órdenes de
Gobernación) no se inició hasta las 6 de la mañana del día siguiente, 4 de julio. Su
informe, emitido el 14 de julio, registraba el hallazgo de proyectiles y casquillos de
calibre 45 cp., 38 cp., y también de 9 mm. Por su parte, dos de los supervivientes del
microbús (Mario López y el conductor Ricardo Sanpedro) descubrieron una bala debajo
de uno de los asientos del vehículo y se la entregaron al capitán Luis Iriarte Estrada,
oficial de inteligencia (G-2). Desde aquel momento, dicho proyectil desapareció y nunca
llegó a manos de la autoridad judicial. (28)
El día 4 de julio se practicaron las cuatro autopsias. Sus correspondientes informes,
reglamentariamente, debían ir acompañados de las fotos anatómicas de las partes del
cuerpo donde se produjeron los impactos o cualquier otro tipo de lesión, incluyendo
también fotografías de los proyectiles extraídos. Todo ello desapareció, informes y fotos
incluidas. Un año después (julio de 1994) aparecieron los informes, pero sin las fotos, y
fueron incorporados a la documentación procesal. (29)
Durante el asalto, el antes citado Mario López fue pateado por uno de los asesinos en
una pierna. La huella de su bota quedó impresa sobre el pantalón. En un momento
dado, este pantalón fue entregado a Carlos Palacios de la Cerda, entonces asesor presi-
dencial. A partir de entonces la prenda nunca reapareció, ni llegó a ser entregada a la
autoridad competente. (30)
El día 5 de julio, el presidente de la República, Ramiro de León Carpio (primo hermano
de Jorge Carpio), anunciaba la captura de los dos primeros implicados. La versión
facilitada era ésta: que se trataba de un delito común, y que el múltiple crimen había
sido cometido por la llamada "banda de los churuneles", delincuentes que anteriormente
habían cometido robos y asaltos en las carreteras de aquella zona. Pero, según se
evidenció muy pronto, tanto el presidente como el ministro de Gobernación, Arnoldo
Ortiz Moscoso, habían sido engañados por los diseñadores de la gran operación de
encubrimiento e impunidad.
Para el 7 de julio ya se habían capturado once churuneles. El 9 de julio, en todos los
medios de comunicación aparecían las fotografías de las armas y objetos encontrados
en poder de esta banda. Las armas confiscadas eran de tres categorías: pistolas de
mínima potencia (calibre 22 cp.), pistolas detonadoras (es decir, sin proyectil), y
pistolas de juguete. Pero los verdaderos asaltantes de Carpio portaban potentes fusiles
de asalto Galil y M-16, y los disparos que produjeron las muertes fueron efectuados con
pistolas automáticas de gran potencia (calibre 45 cp., 38 cp. y 9 mm.).
Por otra parte, el aspecto y la técnica operativa de los llamados churuneles era
sumamente diferente a los de la banda que perpetró los asesinatos de aquel 3 de julio:
"Alrededor de 80 entrevistas realizadas con personas que fueron asaltadas en el
puente Molino El Tesoro y lugares circunvecinos en los últimos tres años anteriores
a 1993 permitieron deducir que el modus operandi de la banda de delincuentes se
caracterizaba por atravesar un carro en la carretera y detener todos los vehículos
que fueran llegando de ambos lados. Bajaban a todos los pasajeros menos al
conductor, y les robaban sus pertenencias: alhajas, dinero, zapatos, ropa, etc. No les
pedían armas, y sobre todo, y esto es lo más importante, nunca mataron a nadie. Se
comportaban en forma desordenada, iban y venían a un lugar donde depositaban el
botín, se cubrían la cara con pañuelos y gorros de diferentes colores." (31)
"En contraste, la emboscada a la caravana de Jorge Carpio difiere totalmente de lo
narrado por las 80 víctimas (de dichos atracos): No había ningún carro atravesado
en la carretera (...). Del microbús solamente bajaron al piloto y al copiloto,
encañonándonos en la sien. Al llegar al pick-up (la camioneta, segundo vehículo), en
vez de bajarlos y robarlos, los bajaron e inmediatamente, sin mediar palabra, los
asesinaron de cuatro balazos a cada uno e hirieron gravemente al menor Sidney
Shaw Díaz de tres balazos. En ese momento se acercaba otro vehículo, y en vez de
esperarlo para robarlo, le dispararon y salieron huyendo, no sin antes dar la orden
de matar a Jorge Carpio." (32)
La diferencia operativa fue, pues, abismal, A ello hay que añadir el aspecto de los
asaltantes, fuertemente armados, uniformados en su indumentaria, jerarquizados, con
obediencia inmediata, encuadrados como una unidad operativa, actuando a las órdenes
de una autoridad de absoluta apariencia y estilo militar. Algo totalmente distinto a los
desordenados churuneles, con sus anárquicas idas y venidas, sus pañuelos de abigarra-
dos colores y su ridículo armamento casi infantil.
Por otra parte, de los cinco objetos, todos de mínimo valor, robados en el asalto (un
anillo y un reloj vulgares, dos navajas y unas gafas de sol), ninguno de ellos fue hallado
en poder de los churuneles. Todo concuerda en señalar que estas sustracciones
constituyeron un burdo simulacro de robo, de una magnitud y un valor raquítico para
constituir un botín que pudiera ser repartido entre tan elevado número de
asaltantes. Al mismo tiempo, los asesinos pudieron con toda facilidad llevarse objetos
de mucho más valor -como, por ejemplo, los gruesos y llamativos aretes de oro que
siempre lleva puestos Marta de Arrivillaga-, pero no lo hicieron. Tampoco se llevaron
otros objetos de considerable valor: en efecto, "no robaron valiosas cadenas, relojes finos,
alhajas, el bolso de Marta de Carpio, no registraron su equipaje, no se llevaron el equipo de
sonido, etc." (33). Quedó demasiado claro que su verdadera meta no era el asalto de una
serie de vehículos y el desvalijamiento de sus ocupantes -técnica habitual de los
delincuentes comunes de la zona- sino la eliminación directa del importante político
centrista. Lo que implicó, por añadidura, la muerte de otras tres personas que formaban
parte de su comitiva (colaboradores políticos y escolta de seguridad).
La engañosa presentación de los churuneles como chivos expiatorios sirvió de muy
poco, pues tal versión empezó a desmoronarse con rapidez:
"El 26 de agosto fue capturado (por otro caso diferente) el patrullero Juan Acabal
Patzán, sindicado (acusado) de ser uno de los culpables del asesinato de dos
personas en el municipio de Amatitlán. Al momento de su detención le incautaron
un arma de fuego calibre 45 cp. El día 27 de agosto, un día después de la captura, en
el Laboratorio de Balística de la Policía Nacional se determinó que el arma
incautada a Acabal Patzán correspondía a las vainas y ojivas (a algunos de los
casquillos y proyectiles) encontrados por la policía en el Molino El Tesoro el 4 de
julio (es decir, a la mañana siguiente del asesinato de Carpio y
acompañantes)." (34)
El señalamiento de un 'patrullero', es decir, de un miembro de las PAC (Patrullas de
Autodefensa Civil)(*), como presunto autor material participante en el múltiple
crimen arrancaba el caso del ámbito de la delincuencia común para introducirlo de lleno
en el campo de la delincuencia militar, pues tales patrullas actuaban bajo pleno control y
autoridad del Ejército. Concretamente, la patrulla de San Pedro Jocopilas (Quiché), a
cuya área de acción correspondía el lugar del asesinato de Carpio, había sido ya
denunciada desde años atrás por la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado
como responsable de varias masacres perpetradas en la zona.
"Una monja de la polvorienta ciudad de San Pedro Jocopilas dijo que encontró el
lugar envuelto en un 'horrible silencio' cuando llegó allí en 1990. Su vecindario
estaba lleno de viudas, víctimas de la violencia de las PAC y del Ejército."(35)
(*) Las llamadas PAC (Patrullas de Autodefensa Civil), formadas por
supuestos voluntarios civiles que eran obligados a colaborar a las
órdenes del Ejército en la lucha contra la guerrilla en áreas rurales,
fueron establecidas durante la presidencia del general Romeo Lucas
García (1978-82), y se desarrollaron e implantaron más intensamente
durante el gobierno de su sucesor, el general Efraín Ríos Montt
(1982-83). El comportamiento de estas patrullas fue objeto de
innumerables denuncias por la brutalidad de sus actuaciones y sus
numerosos delitos cometidos. Tanto el informe REMHI del
Arzobispado como el de la CEH de Naciones Unidas constatan la
participación de estas PAC en gran número de masacres, homicidios y
violaciones de derechos humanos, algunas de ellas de inusitada
crueldad.
Al ser hallada en poder de Acabal Paztán (miembro de dicha patrulla) un arma utilizada
en algunos de los disparos efectuados en el lugar donde fue atacado el grupo de Jorge
Carpio, y al hallarse el mismo Acabal acusado de otros dos asesinatos en Amatitlán,
surgió la necesidad de una inmediata contrastación de tales proyectiles (los del caso
Carpio) con los extraídos en las autopsias de Amatitlán. Pero he aquí que -una vez más-
"extrañamente, los proyectiles extraídos a las víctimas de Amatitlán también se perdieron,
y ese peritaje balístico no se pudo realizar." (36)
Sin embargo, varios elementos nuevos fueron arrojando reveladoras ráfagas de luz so-
bre la verdad. Una semana después de la captura de Acabal, el 3 de septiembre, las
agencias internacionales difundían desde México las declaraciones de Crescencio Sam
Batres, ex agente de la G-2, el principal servicio de inteligencia del Ejército de
Guatemala (declaraciones reproducidas por la prensa guatemalteca), el cual afirmaba
que "el asesinato de Jorje Carpio había sido realizado por miembros de la G-2" (37). Por
su parte, el fiscal Abraham Méndez –aunque reiteradamente amenazado-
manifestaba: “El asesinato de Carpio no fue obra de delincuentes comunes sino el
resultado de una conspiración.”(38)
Por su parte, la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa), entre cuyos objetivos figura la
investigación de los casos de asesinato perpetrados contra periodistas en distintos
lugares del mundo, consiguió, a través de entrevistas confidenciales en el propio San
Pedro Jocopilas, constatar la existencia de otros importantes elementos de prueba sobre
el caso Carpio. Se trata de “nuevas evidencias, que incluyen testimonio secreto y
refutación de coartadas.” (39)
“Las nuevas evidencias apuntaban a los patrulleros como sospechosos materiales y
sentaban las bases para acusar al Ejército y al grupo G-2 de inteligencia como
autores intelectuales del asesinato de Jorge Carpio.” (40)
Esta versión del asesinato de Jorge Carpio –autoría material de los patrulleros de la PAC
de San Pedro Jocopilas y autoría intelectual de los servicios de inteligencia del Ejército-
fue adquiriendo un peso creciente, hasta el punto de que hoy nadie duda de su
exactitud, ni siquiera aquéllos que se ven obligados a negar la evidencia para mantener
instalada la coraza de la impunidad.
En efecto, en septiembre (dos meses y medio después del crimen), la propia División de
Investigación Penal de la Policía, como resultado de sus pesquisas, redactó un informe
atribuyendo el crimen a la PAC de San Pedro Jocopilas. A su vez, en enero de 1994, la
Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, como resultado de sus
propias investigaciones, emitió su informe, en el que atribuyó el asesinato a causas
políticas, y acusó a la ya citada PAC de su ejecución material. Patrulla que, por otra
parte, había sido acusada de cometer 55 asesinatos en los años de la represión. (41)
Finalmente, ante la falsedad evidente de las primeras acusaciones, los miembros de
los churuneles todavía encarcelados fueron puestos en libertad cuando ya llevaban diez
meses de prisión.
Sin embargo, la barrera casi infranqueable de la impunidad siguió impidiendo –en este
caso como en los anteriores- una plena determinación de los culpables y una adecuada
aplicación de la justicia.
“Durante los meses que siguieron a la muerte de Jorge Carpio, se perdieron o se
alteraron evidencias, mediante intimidaciones a testigos y amenazas a jueces,
fiscales públicos y querellantes.” (42)
“Al día siguiente del asesinato de Jorge Carpio empezaron los anónimos conte-
niendo (...) amenazas e intimidaciones para que abandonaran el caso.” (43)
Pero las cosas no iban a quedar sólo en amenazas e intimidaciones. El 26 de junio de
1994 fue asesinado en la capital el patrullero Francisco Acabal Ambrosio, otro de los
que aparecían implicados en la muerte de Carpio, según el antes citado informe poli-
cial (44). El silenciamiento definitivo (por muerte o desaparición total) de personas
implicadas en importantes casos de asesinato tampoco es un fenómeno desconocido en
el ámbito guatemalteco de la impunidad.
Mucho más notable y significativo resultó, sin embargo, otro asesinato posterior: el del
comisario Augusto Medina Mateo, que, como responsable de la unidad policial del
Quiché, tenía a su cargo la investigación del caso Carpio. Tras haber ordenado la captura
de cuatro patrulleros implicados en el múltiple crimen, recibió múltiples intimidaciones
de otros miembros de las PAC. Finalmente, el 12 de octubre de 1994 las amenazas se
cumplieron y su cadáver apareció con dos balazos en la espalda y uno en la boca. (45)
Su sustituto al frente de la investigación, el comisario Franco, sufría pocos días después
otro atentado, del que resultó gravemente herido, aunque sobrevivió. (46)
A finales de noviembre del mismo año, el fiscal especial para el caso Carpio, Abraham
Méndez, fue objeto de un atentado en la carretera entre Palín y la capital. El coche fue
alcanzado por varios impactos, pero el fiscal resultó ileso. (47)
Ante esta serie de hechos, el Fiscal de la Nación, Ramsés Cuesta, declaró que los
militares estaban protegiendo a los patrulleros implicados en el caso Carpio. Por su
parte, el antes citado fiscal Méndez precisó haber sido reiteradamente amenazado en
sus viajes al Quiché por individuos que se desplazaban en vehículos pertenecientes a la
Zona Militar nº 20 (la correspondiente al área del crimen). (48)
Refiriéndose a la situación en 1996, al cumplirse tres años del asesinato, precisa el
informe repetidamente citado:
"Nueve fiscales públicos se han negado a atender el caso. El fiscal de distrito que
maneja el caso actualmente, que afirma hacerlo por convicción cristiana, teme por
su vida." (49)
Por otra parte, la presentación en el juzgado de nuevas evidencias que implicaban a los
patrulleros se vio bloqueaba e impedida por la acción, entre otros, del juez del Primer
Tribunal Penal, Carlos Villatoro Shunimann, quien manifestó que el plazo procesal para
la presentación de pruebas había concluido:
“Hay que aceptar la letra de la ley: yo sólo aplico las leyes.” (50)
“Existe un proceso. Existe un sistema. Y el sistema dice que todo debe hacerse en cierto
tiempo. Y el periodo de presentación de pruebas ya pasó. Es lamentable, es triste, pero
a veces hay cosas que no se pueden hacer porque el sistema no lo permite.” (51)
El 19 de enero de 1994, un incendio provocado destruía el archivo judicial de Santa
Cruz del Quiché, el lugar donde, en buena lógica, correspondía que estuviera archivada
la causa. La presencia de restos de un “cóctel Molotov” no dejaba lugar a dudas sobre el
origen del siniestro. Sin embargo, los incendiarios no alcanzaron su propósito, pues al
cabo de diez días el expediente reapareció en la ciudad de Antigua Guatemala, adonde,
al parecer, había sido trasladado antes del incendio, lo que lo salvó de su
destrucción (52). "El expediente estuvo desaparecido por diez días, sin que ninguno de
los funcionarios, civiles o militares, haya podido dar una explicación razonable de lo
ocurrido"(53). Extraño episodio que, como tantos otros, nunca fue suficientemente
esclarecido.
También resultó ilustrativa la actuación de las más altas autoridades del Estado, dentro
de la vasta actuación de encubrimiento general. En efecto, en mayo de 1994, Marta
Arrivillaga y Karen Fischer, viuda y nuera respectivamente de Jorge Carpio, se reunían
con el presidente de la República, Ramiro de León, y su ministro de Gobernación, Danilo
Parinello. Allí ambas mujeres recibieron, ante su asombro, la siguiente explicación
absolutamente inaudita: que según los datos periciales obtenidos, "el arma incautada a
Juan Acabal Paztán era la misma que había dado muerte a Jorge Carpio, Juan Vicente
Villacorta, Rigoberto Rivas y Alejandro Avila, y herido al joven Sidney Shaw Díaz." (54)
La respuesta de Marta Arrivillaga fue inmediata: aquella explicación era físicamente
imposible. Primero, porque los asesinatos se produjeron casi simultáneamente en
ambos vehículos y un mismo hombre no hubiera podido disparar contra todas las
víctimas a la vez. Segundo, porque una pistola de calibre 45 tiene un cargador de 9 ó 12
disparos a lo sumo, y el número de impactos recibidos por las víctimas sumaron un total
de 18. Y tercero, porque, según el informe de las autopsias, algunas de las víctimas
fueron muertas por pistolas de calibre 9 mm., y otras, por dos diferentes pistolas de
calibre 45 cp. (55)
Por añadidura, las balas extraídas del cuerpo de Carpio no correspondían a las del arma
de Juan Acabal, según los datos del informe pericial, cuya copia había conseguido Karen
Fischer. Inteligente sentido previsor, pues -como era de temer- posteriormente desapa-
recieron también los proyectiles extraídos de los cadáveres del caso Carpio, igual que
había ocurrido en su momento con los extraídos de los dos cadáveres del caso
Amatitlán).
De esta forma, y gracias al desvelo y actitud vigilante de la familia Carpio, el burdo
intento de reducir los autores materiales a un único culpable, ya detenido, excluyendo
así a los demás, resultó tan insostenible que, en una reunión posterior con las mismas
autoridades, éstas tuvieron que rectificar su versión anterior, señalando, simplemente,
el hecho ya conocido de que aquel arma fue utilizada en el lugar del crimen, pero sin
especificar contra qué víctima y sin excluir el empleo de otras armas. Lo cual, por otra
parte, había quedado ya constatado en anteriores informes periciales -proyectiles de
distintas armas y calibres extraídos de los cuerpos-, según vimos más atrás, aunque
nunca haya podido precisarse la identidad de la persona que disparó contra Jorge
Carpio, ni tampoco la de quienes -salvo el citado Acabal Patzán- usaron las otras armas
empleadas en el cuádruple asesinato. Datos, todos ellos, que permanecen hasta hoy
desconocidos para la justicia, gracias a la barrera, todavía prácticamente impenetrable,
de la impunidad institucional.
Con el tiempo, fue emergiendo otro factor de encubrimiento: la ocultación de ciertos
informes emitidos tras el crimen. En junio de 1995, dos años después de los hechos, el
fiscal del caso, Abraham Méndez, reveló que el primer informe emitido por el general
Víctor Augusto Vázquez Echevarría, entonces jefe de la Zona Militar nº 20, y remitido
por éste al general José Luis Quilo Ayuso, entonces jefe del Estado Mayor del Ejército,
nunca fue presentado a las autoridades judiciales.(56)
Igualmente, otro informe redactado por el teniente coronel Gómez Ayala (del G-2) tras
examinar, con su equipo enviado desde la capital, el escenario del crimen al día
siguiente de éste, fue ocultado sin hacerse públicos los resultados de su investigación,
precisamente en aquellos primeros días en que se daba máxima difusión al cuento de
los churuneles (finalmente desmentido por insostenible meses después). En 1996, un
alto mando de los servicios de inteligencia confirmó la existencia de tal informe, cuyo
contenido permaneció sumido en el misterio (57). En todo caso, los resultados de un
informe como aquél, fruto de una investigación realizada in situ a las pocas horas del
crimen –a la mañana siguiente- hubiera sido de notable interés. El hecho de su
ocultación revela que los frutos de tal investigación no eran precisamente del tipo de
datos que al Ejército le convenía difundir. Lo mismo cabe decir de los proyectiles
desaparecidos, precisamente por constituir elementos de prueba de máxima
importancia para el esclarecimiento de la verdad.
La ya citada Karen Fischer, prestigiosa abogada guatemalteca, miembro de una familia
adinerada, muy conservadora y bien conocida en el ámbito empresarial centroame-
ricano, era no sólo nuera sino también secretaria privada de Jorge Carpio. Desde la
muerte de éste, y soportando grandes dificultades, presiones y amenazas, ha venido
librando -junto con la también citada Marta Arrivillaga, viuda del político y periodista
asesinado- una ardua batalla legal a favor de la investigación, juicio y castigo a los
culpables materiales e intelectuales del crimen. El siguiente texto, incluido en la
ponencia expuesta por Fischer ante la SIP (Sociedad Internacional de Prensa), en
reunión celebrada en San José de Costa Rica en 1996 sobre los crímenes contra
periodistas impunemente asesinados en América Latina, ilustra con flagrante claridad el
drama de la impunidad en Guatemala:
"Mil días han transcurrido desde el cuádruple asesinato. Durante ese tiempo han
desfilado cuatro ministros de Gobernación; tres Directores de la Policía; dos
Gobiernos de la República; y los asesinatos continúan impunes. Mil días de lucha
por alcanzar una utopía: que termine la impunidad en Guatemala. Las violaciones
al debido proceso, la pérdida de pruebas, encubrimientos, amenazas, atentados,
asesinatos, persecuciones, el miedo y la frustración, han sido compañeros nuestros
durante todo este tiempo. Jorge Carpio es uno de los cientos de
periodistas asesinados en América Latina cuyo asesinato continúa sin esclarecerse.
La tragedia que conlleva perder a un ser querido como Jorge no terminó con su
muerte, empezó allí mismo. Yo también soy víctima de la impunidad. El 26 de
junio de 1994, mi vehículo fue destruido por hombres fuertemente armados.
Dejaron un mensaje al conductor para que me lo transmitiera: "Abandone el caso
Carpio o alguien de su familia morirá." Al día siguiente abandoné el país con mis
dos hijos menores de edad, con destino a los Estados Unidos. Tres meses de exilio,
mientras mi familia organizaba un equipo de seguridad a la altura de los peligros
que se veían venir. El Gobierno no abrió una investigación en torno al caso y mi
vehículo desapareció. Actualmente mi vida depende de cuatro guardaespaldas y
poseo una vida personal restringida por medidas de seguridad." (58)
Si éstas son las penalidades que afectan a las personas de muy alto nivel económico y
social que se muestran activas contra la impunidad, atreviéndose a denunciar alguno de
los desmanes del Ejército y de sus servidores (las PAC), cabe imaginar lo que le espera
al ciudadano común, y, más aún, al ciudadano muy pobre (la inmensa mayoría de los
guatemaltecos lo son) que se atreva a actuar en esa misma dirección.
Continúa el patético relato de Karen Fischer:
"A mi regreso se fijó fecha para que prestara declaración testimonial sobre nuestra
hipótesis de la autoría intelectual del asesinato de Jorge Carpio. Marta de Carpio y
yo fuimos entonces víctimas de múltiples llamadas anónimas con amenazas de
muerte, presionándonos a abandonar el caso. "
"El 29 de septiembre (1994) me citó el entonces viceministro de Gobernación,
coronel Mario Alfredo Mérida González, que cuando asesinaron a Jorge Carpio
ocupaba el puesto de Director de Inteligencia del Ejército. Frente a testigos, el
coronel Mérida se identificó como 'un buen enemigo mío' y me advirtió que no
compareciera a declarar ante el Tribunal, ni accionara para esclarecer el crimen, ya
que desestabilizaría al Ejército y le ocasionaría daño internacional a Guatemala,
apareciendo como un vocero más de la Unidad Revolucionaria Nacional
Guatemalteca (URNG).” (59)
He aquí, una vez más, una de las más habituales armas utilizadas al servicio de la
impunidad, y que es aplicada insidiosamente contra cualquiera que señale las
violaciones de derechos humanos imputables al Ejército: la acusación de colaborar, o
simpatizar, o mantener estrecha vinculación con la guerrilla, o, como en este caso, de
actuar como su 'vocero' (portavoz). Es decir, como una de tantas personas y
organizaciones defensoras de los derechos humanos, acusadas permanentemente de
ser 'órganos de fachada' de la guerrilla, a través de los cuales ésta, supuestamente, hacía
oír su voz. La misma acusación que en El Salvador recayó sobre monseñor Romero y
sobre los jesuitas de la UCA antes de sus asesinatos respectivos. La misma acusación
que en Guatemala sufrieron Fuentes Mohr, Colom Argueta y Myrna Mack antes de caer
asesinados, como tantos otros más. Acusación que no sólo podía recaer sobre activistas
de derechos humanos, dirigentes más o menos izquierdistas, líderes campesinos o
sindicales, sino también sobre profesores y prestigiosos catedráticos, altas autoridades
eclesiásticas, e incluso, como vemos en este caso, sobre miembros de la clase
privilegiada, en caso de que su actuación profesional o familiar les hiciera entrar en
cualquier terreno que supusiera alguna forma de amenaza a la impunidad de la
institución militar.
Continuaba Fischer en su ponencia testimonial:
"Acompañada de Marta, visité diez embajadas de países amigos y la Oficina de
Derechos Humanos del Arzobispado para denunciar las intimidaciones de las que
fui objeto."
"El 2 de noviembre de 1994 comparecí a prestar declaración sobre lo que me
constaba de antes y después del atentado de Jorge Carpio. La negativa de Jorge a
apoyar una amnistía por delitos políticos y comunes conexos cometidos por
militares y funcionarios del Gobierno, y el peligro que significaba para la línea dura
del Ejército la asunción (la reciente llegada a la presidencia de la República) del ex
Procurador de Derechos Humanos Ramiro de León, le ocasionaron su muerte.” (60)
En efecto, Ramiro de León Carpio había ocupado el cargo de Procurador de Derechos
Humanos (más o menos equivalente a lo que sería en España al Defensor del Pueblo)
hasta que fue proclamado presidente de la República, como desenlace del "serranazo"
(el ya citado autogolpe, fracasado, del presidente anterior, Jorge Serrano). Apenas un
mes después de asumir la presidencia Ramiro de León Carpio, se producía el asesinato
de su primo Jorge Carpio. Tal como señala Fischer, la llegada de un alto dirigente de
derechos humanos a la jefatura del Estado resultó, en un primer momento, un factor
gravemente alarmante para los sectores más duros del Ejército, cargados con un
terrible historial en materia de derechos humanos, y que, al menos teóricamente,
podían verse duramente atornillados por quien pasaba a ser su jefe directo, como
comandante supremo constitucional de las Fuerzas Armadas.
En este contexto, la interpretación de Karen Fischer coincide con la de los más lúcidos
analistas de dentro y fuera de Guatemala. La eliminación de Jorge Carpio habría
supuesto para los militares guatemaltecos, especialmente para el sector más
endurecido y máximo controlador de los servicios de información y de sus potentes
órganos represivos, dos logros no despreciables. Primero, suprimir una amenaza para el
futuro, pues Carpio era un político frontalmente adverso a la impunidad militar y con
posibilidades de llegar en su día a la presidencia de la República (de la que ya estuvo
cerca en dos elecciones, ganando la primera vuelta y perdiendo la segunda). Y segundo:
dejar muy claro, ante el nuevo jefe del Estado recién llegado a su puesto, cuál era el
verdadero poder que seguía mandando en Guatemala.
En efecto, la eliminación física de un importante político de fuertes convicciones
democráticas y humanistas, con grandes posibilidades futuras, y, por añadidura, primo
hermano del nuevo presidente, constituiría para éste un frontal desafío, audaz, criminal,
pero no por ello menos inteligente. Desafío que, caso de ser ésta la interpretación
acertada -y como tal es hoy asumida de forma prácticamente general salvo por quienes
se ven forzados a negarla (el Ejército y sectores afines)-, tal desafío, decimos, fue plena-
mente ganado por el Ejército, pues el presidente De León, golpeado por este hecho trau-
mático sin haber tenido prácticamente tiempo de hacerse con los resortes del poder,
reaccionó con notable debilidad. Su actuación a partir de entonces consistió en no
irritar a los militares, asumiendo que, pese a lo que dijera la Constitución de la
República, el poder fáctico por excelencia seguía siendo el de siempre: el Ejército de
Guatemala, verdadero poder máximo de hecho, aunque él, como presidente, lo fuera de
derecho.
Para empezar, el nuevo presidente asumió -o fingió asumir como cierta- la inverosímil
tesis del delito común, es decir, la versión del robo con homicidio múltiple perpetrado
por una supuesta banda de ladrones. Estrafalaria versión, según la cual una banda de
tan enorme tamaño y tan poderoso armamento se limitó a robar cinco ridículos objetos,
de insignificante valor, matando para ello a cuatro personas e hiriendo de gravedad a
una quinta. Una banda que, desde el primer instante, localizó e increpó por su nombre a
Jorge Carpio, y cuyo jefe ordenó a gritos su asesinato, repitiendo nuevamente su
nombre. ¿Puede alguien creer honestamente que un grupo de 25 ó 30 hombres que
actúa de esta forma lo hace para robar dos navajas de bolsillo, un reloj, un anillo y unas
gafas de sol? La doctora Mónica Pinto, experta de Naciones Unidas, declaraba al
abandonar Guatemala a principios de diciembre de 1993 (cinco meses después del
crimen): "El asesinato de Jorge Carpio fue una ejecución extrajudicial" (61). En el léxico
propio de los ámbitos de derechos humanos y de la propia ONU se designa como
'ejecuciones extrajudiciales' a aquellos asesinatos que son ordenados por motivación
política desde los poderes del Estado, aunque con frecuencia se trate de disfrazarlos con
la apariencia de delitos comunes (como en los casos Mack y Gerardi, por citar sólo los de
mayor significación). Incluso el propio ministro del Interior, Ortiz Moscoso, en reunión
celebrada con la viuda y la nuera de Carpio el día 8 del mismo mes de diciembre,
reconoció que el asesinato fue "un crimen político". (62)
El hecho de que el nuevo presidente Ramiro de León fingiera creerse la burda patraña
del robo, como supuesta motivación del cuádruple asesinato, fue la primera de una serie
de actitudes en las que evidenció su debilidad frente al estamento militar. Después,
durante sus cuatro años de mandato presidencial, no dio excesivas muestras de ser un
decidido defensor de los derechos humanos -pese a su cargo anterior- sino, muy al
contrario, rehuyó cualquier choque serio con el Ejército, permitiendo, entre otras cosas,
que la justicia fuera sistemáticamente obstaculizada al servicio de la persistente
impunidad militar. Ello dio fundamento a Christian Tomuschat (experto en derechos
humanos de la ONU y posterior presidente de la Comisión de Esclarecimiento Histórico)
para afirmar: "Ramiro de León es un virtual prisionero de los militares".(63)
Tras la declaración ante la justicia prestada por Karen Fischer, las amenazas e
intimidaciones continuaron:
"En el mes de noviembre (de 1994) un comunicado anónimo de la Unión Patriótica
Anticomunista, distribuido a los diferentes medios de comunicación, listaba los
nombres de diez personas que prontamente iban a ser eliminadas. Yo figuraba
segunda en la lista." (64)
"A finales del mismo mes, el fiscal especial del caso Carpio, Abraham Méndez,
fue víctima de un atentado: balearon su carro. Afortunadamente salió ileso." (65)
"En mayo de 1995, cinco oficiales del Estado Mayor Presidencial llegaron al Minis-
terio Público a buscar al fiscal especial del caso Carpio. En declaraciones de prensa
(el citado fiscal Méndez) había revelado que el Jefe del Estado Mayor del Ejército
ocultó varios informes que fueron enviados, en torno al asesinato de Jorge Carpio,
por el Comandante de la Zona Militar núm. 20. MINUGUA (Misión de la ONU en
Guatemala) lo rescató del lugar y lo protegió." (66)
Esta urgente necesidad de prestar protección a alguien tan directamente amenazado
como el fiscal Abraham Méndez obligó a requerir la presencia inmediata de funciona-
rios de la ONU para ponerle a salvo. Menos de un mes después, ante esta acumulación
de hechos, intimidaciones y amenazas, la Corte Interamericana de Derechos Humanos
(CIDH), reunida en Montruis, Haití, emitió el 4 de junio de 1995 una resolución cuyos
tres primeros puntos eran literalmente los siguientes:
"1. Solicitar al Gobierno de la República de Guatemala que adopte sin dilación cuan-
tas medidas sean necesarias para asegurar eficazmente la protección de la vida e
integridad de las siguientes personas: Marta Elena Arrivillaga de Carpio, Karen
Fischer de Carpio, Mario López Arrivillaga (sobreviviente del múltiple crimen),
Angel Isidro Girón Girón (testigo) y Abraham Méndez García (fiscal del caso), y para
investigar las amenazas y hostigamientos a las personas mencionadas y sancionar a
los responsables. (Los paréntesis son nuestros).
2. Solicitar al Gobierno de la República de Guatemala para que adopte cuantas
medidas sean necesarias para que los testigos del caso Carpio puedan ofrecer sus
declaraciones testimoniales y para que el fiscal instructor del caso, Abraham
Méndez García, pueda desarrollar su cometido sin presiones ni represalias.
3. Solicitar al Gobierno de la República de Guatemala que informe a las autoridades
militares de la Zona Militar de la cual dependen los Comités de Autodefensa Civil de
San Pedro Jocopilas para que instruyan a éstos de abstenerse de realizar cualquier
actividad que ponga en riesgo la vida e integridad personal de los individuos
mencionados." (67)
Este pronunciamiento de la Corte Interamericana revela hasta qué punto se hallaban
amenazados los protagonistas del caso, y hasta qué extremo estaba clara la procedencia
de tales amenazas: ciertas autoridades militares y ciertos patrulleros de la PAC de San
Pedro Jocopilas.
Sin embargo, el proceso judicial siguió el camino calamitoso y frustrante que cabía
esperar, habitual en la justicia del país en todos los casos de implicación militar. De los
cuatro patrulleros inicialmente detenidos, sólo Juan Acabal Paztán llegó a ser juzgado y
condenado en 1997 a 30 años de prisión.
Ante esta sentencia, Karen Fisher, al presentar su recurso ante la Sala de Apelaciones,
hizo público en noviembre de 1997 el siguiente comunicado, difundido en “El
Periódico”, diario de la capital:
“Con Nombres y Apellidos”
“Tuvieron que transcurrir cuatro años y meses para que el octavo juez que conoce
el proceso judicial por los asesinatos de Jorge Carpio, Juan Vicente Villacorta,
Rigoberto Rivas y Alejandro Avila dictara sentencia y nos dejara con un solo
hombre: Juan Acabal Patzán, quien se encuentra en prisión desde 1993. Al
patrullero civil se le demostró que estuvo en el lugar de los hechos, pero no
asesinó a ninguna de las cuatro víctimas. Ahora le toca a la Sala de Apelaciones
enmendarle la plana a su colega y dejar abierto procedimiento en contra de los
demás autores materiales, intelectuales, cómplices y contra las siguientes
personas:

1. General José Domingo García Samayoa, ex ministro de la Defensa. Delitos:


Amenazas y falso testimonio. Negó haber amenazado a Jorge Carpio para que
pasara en el Congreso una Amnistía General y negó asimismo que el Ejército
estuviere presionando a favor de la misma, lo cual se desvirtuó con declaraciones
testimoniales y con la copia de los proyectos de Amnistía.

2. General José Luis Quilo Ayuso, entonces Jefe del Estado Mayor de la Defensa.
Delitos: Encubrimiento impropio y falso testimonio. Se negó a declarar teniendo
la obligación de hacerlo, lo cual constituye delito. Nunca aportó al proceso los
informes enviados por el Comandante de la Zona Militar número 20 en torno al
cuádruple asesinato, según el testimonio de éste último, y era a quien informaban
del caso las diferentes instancias militares.

3. General Víctor Augusto Vázquez Echeverría, entonces Comandante de la Zona


Militar número 20. Delitos: Encubrimiento impropio y falso testimonio. En su
declaración testimonial ocultó la verdad y se negó a proporcionar los nombres del
oficial y los 15 soldados que fueron los primeros en llegar al lugar de los hechos
esa misma noche, incluso antes que la Policía Nacional.

4. Ramiro de León, ex presidente. Delitos: Abuso de autoridad, encubrimiento


impropio, incumplimiento de deberes y falso testimonio. Ocultó por diez meses la
nueva investigación que implicaba a patrulleros civiles y comisionados militares,
la cual reemplazaba por la de Los Churuneles. Nunca aportó al proceso los
informes de balística practicados por el FBI, la Guardia Civil española y un
experto del Gobierno mexicano, según su propia declaración. Autorizó sacar el
arma del delito, Colt calibre 45, a Washington sin autorización judicial, rompiendo
así la cadena de custodia del arma. Mintió al decir que el Ejército nunca investigó
el caso, según declaración de varios oficiales.

5. Coronel Ricardo Bustamante, entonces Director del Archivo (en proceso de


cambio de nombre). Delitos: Encubrimiento impropio y falso testimonio. Negó
haber investigado el caso y haber interrogado extrajudicialmente y filmado a los
sobrevivientes, lo cual quedó desvirtuado con las declaraciones de éstos últimos.

6. Coronel Mario Alfredo Mérida González, entonces Director de Inteligencia.


Delitos: Encubrimiento impropio y falso testimonio. Negó en su declaración que la
G-2 hubiere efectuado alguna investigación. Sin embargo, en video que obra en el
proceso y en la prensa reconoció que los primeros en llegar al lugar de los hechos
e investigar fueron oficiales de Inteligencia.

7. Tenientes Coroneles Víctor Hugo Rosales Ramírez y Mario Enrique Gómez


Ayala, el primero a cargo del caso Carpio en la Policía Nacional, el segundo se
encontraba de alta en la Policía Nacional. Rosales nunca aportó la primera
investigación policíaca realizada al proceso. Gómez fue uno de los oficiales
enviados a Quiché y a Sololá a investigar y participó en el denominado Plan
Utatlán, según oficio del Ministerio de la Defensa Nacional, lo cual negó en su
testimonio.

8. Arnoldo Ortiz Moscoso, entonces ministro de Gobernación. Delitos: Abuso de


autoridad, encubrimiento impropio, incumplimiento de deberes y falso
testimonio. Ocultó pública y judicialmente la nueva investigación que involucraba
a patrulleros civiles y comisionados militares. Ordenó a Roberto Solórzano y a
Oscar Abel García Arroyo sacar el arma incautada al patrullero a Washington,
según declaración testimonial de este último, lo cual el imputado negó en su
declaración.

9. Mario René Cifuentes Echeverría, entonces Director de la Policía. Delitos:


Encubrimiento impropio, incumplimiento de deberes, desobediencia y falso
testimonio. Ocultó la nueva investigación y autorizó la salida del arma del
Almacén de Guerra de la Policía para que la pudieran sacar del país. Redujo de
veinte a diez la lista de sospechosos. Fue citado a declarar tres veces y se negó a
comparecer teniendo la obligación de hacerlo, lo cual constituye delito.

Juzgue el pueblo de Guatemala qué hay detrás de tanta mentira y encubrimiento.


Juzgue el pueblo si se hizo justicia dejando a un solo hombre en prisión.”

Karen Fisher. (El Periódico, Guatemala, 27 de noviembre de 1997).


Pese a su condena a 30 años de prisión como único autor material identificado, Acabal
Patzán fue liberado cuatro años después, pues ni siquiera existía constancia alguna -por
la citada desaparición de los proyectiles extraídos de los cuerpos- de que sus disparos
alcanzaran a ninguna de las personas asesinadas, aunque sí había constancia de haber
sido su arma allí disparada, por otros proyectiles inicialmente hallados en el lugar.
Ningún otro autor material ni intelectual del cuádruple crimen ha sido procesado hasta
hoy.
Ya en 1998, Marta Arrivillaga de Carpio, dos años después de los anteriores pronuncia-
mientos de Karen Fischer y de la CIDH -y cinco años después del asesinato de su esposo-
formulaba las siguientes preguntas, que resumían la desesperada impotencia no sólo de
una familia sino de toda una sociedad, ante la catástrofe moral y social de una
impunidad impenetrable frente a los crímenes de más extrema gravedad:
"¿Por qué tanto encubrimiento? ¿Por qué tantas anomalías? (...) ¿Por qué se
perdieron las autopsias? ¿Por qué incendiaron el archivo? ¿Por qué nos
amenazaron a mi familia y a mí? ¿Por qué atentaron contra el fiscal del caso Carpio,
Abraham Méndez, quien finalmente tuvo que salir exiliado con su familia a Canadá?
¿Por qué asesinaron a Augusto Medina Mateo, jefe de la policía a cargo del caso en
Quiché, de dos balazos en la espalda y uno en la boca como una advertencia para
callar? (...) ¿Por qué no hicieron pública la verdadera investigación que se llevó a
cabo por un contingente enviado de la capital, al día siguiente del crimen, llamado
Operación Utatlán y comandado por el teniente coronel Gómez Ayala, según
informe de un alto jefe de la inteligencia militar, dado en 1996? ¿...?", etc. (Continúa
con otra serie de preguntas que no consideramos necesario reproducir). (68)
He aquí, pues, algunas de las interrogantes planteadas por esta mujer que vio morir
trágicamente a su esposo, asesinado por unas fuerzas que siguen amenazándola a ella y
a los suyos, sin que la justicia guatemalteca consiga atravesar el ciclópeo muro de la
impunidad. Finalmente, Marta Arrivillaga manifestaba su impotencia en estos términos:
"Del momento del asesinato de Jorge Carpio a la fecha he visto desfilar y he hablado
con ellos clamando justicia a: dos presidentes de la República, seis presidentes de la
Corte Suprema de Justicia, nueve jueces del caso Carpio, dos fiscales generales de la
nación, tres fiscales especiales encargados del caso, y la justicia está muy lejos de
ser aplicada a los asesinos, tanto materiales como intelectuales, que segaron la vida
de mi esposo." (69)
"En mi calidad de acusadora particular lo único que pido es justicia. Estoy en mi
pleno derecho. Pero estoy convencida de que la impunidad persistirá." (70)
En efecto, así fue. Tras los fallos adversos de la Corte de Apelaciones y de la Corte
Suprema, la causa quedó agotada en Guatemala tras la correspondiente sentencia de
casación.
Posteriormente, después de otras vicisitudes, ya en el año 2001 el caso Carpio volvió a
verse reactivado, aunque ya no en Guatemala, sino ante la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos. Uno de los elementos decisivos de estas actuaciones consistió en la
presentación de un testimonio de gran valor: el de una mujer, con estatus de testigo
protegido por la ONU, que aporta datos de primera mano, absolutamente decisivos
sobre la autoría material del múltiple crimen:
“Una cinta de video, que recoge el testimonio de la testigo en la investigación que se
sigue por la muerte de Jorge Carpio Nicolle, dirigente del Partido de Unión de
Centro Nacional (UCN), es la pieza fundamental del caso que sigue la familia de la
víctima para lograr una condena al Estado de Guatemala, ocho años después de su
asesinato.”
“La testigo ya fue presentada ante la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos (CIDH).”
“De acuerdo con datos del testimonio, 25 patrulleros civiles se reunieron en casa de
la testigo para afinar los detalles del asesinato del dirigente, entre ellos su esposo.
Aseguró que en un cuarto de su casa se guardaron los pasamontañas, uniformes y
botas militares utilizados por los victimarios.” (71)
Tras consumar los cuatro asesinatos, el esposo de la testigo la envió a comprar bebidas
para celebrar en la propia casa el éxito de la operación. A la pregunta de qué se
celebraba, y tras sucesivas negativas a responder, finalmente el esposo, ya suficiente-
mente bebido, confesó a la mujer: “Conseguimos matar a Carpio”.
Con esta nueva y valiosa prueba testimonial –el ya citado video-, la infatigable familia
Carpio y la insobornable Karen Fischer continúan en su empeño de lograr en el ámbito
internacional una justicia que les fue negada en su propio país. De cualquier forma, el
caso Carpio, igual que el anterior de Myrna Mack, y el del asesinato del obispo Juan
Gerardi -que más adelante veremos en profundidad-, entre tantos otros casos de no tan
destacado relieve social, nos ilustran ampliamente sobre la trágica indefensión de una
sociedad civil ante una institución militar que se sitúa, fácticamente, por encima de
todos los poderes del Estado a la hora de eliminar a aquéllos que considera sus
enemigos, asegurándose para ello la más sistemática impunidad.

2.2. LA REPRESIÓN MILITAR EN EL ÁMBITO RURAL: INAUDITA ACUMULACIÓN


DE CASOS DE TORTURA Y OTROS TRATOS CRUELES, INHUMANOS Y
DEGRADANTES
Creemos necesario advertir al lector que, a partir de aquí, se produce un salto
cualitativo y cuantitativo de terrible magnitud respecto a lo ya visto en todas las páginas
precedentes. Se trata de un salto, en primer lugar, ambiental, pues entramos en un
escenario rural, de humildes comunidades mayas dedicadas a la agricultura (una
modesta agricultura de subsistencia), habitantes de pequeñas poblaciones y aldeas, en
las cuales el Ejército y las PAC (las ya citadas Patrullas de Autodefensa Civil, formadas
por civiles obligados a actuar a las órdenes de aquél), tratando de impedir la
colaboración de los campesinos con la guerrilla, y, sobre todo, tratando de exterminar a
ésta, cometieron un tipo de atrocidades que superan todo lo ya referido sobre la
represión política y social en los ámbitos predominantemente urbanos, cuyo módulo
represivo fue diferente, como ya señalamos más atrás.
En efecto, la represión en las áreas rurales, practicada principalmente contra las
comunidades mayas, fue mucho más allá que el modelo anterior en amplitud y crueldad.
Los sucesivos gobiernos militares guatemaltecos, y muy especialmente los de los
generales Fernando Romeo Lucas García (julio 1978 - marzo 1982) y Efraín Ríos Montt
(marzo 1982 - junio 1983) consideraron a la población maya, por sus muy pobres
condiciones de vida, como “aliada natural de la guerrilla”. Es decir, como un amplio
sector social que supuestamente había de verse arrastrado por los ejemplos castrista y
sandinista (casos, ambos, de movimientos guerrilleros triunfantes en Cuba y
Nicaragua), lo que, a cualquier precio, era necesario impedir. Y fue precisamente en ese
ámbito étnico y rural, contra esas comunidades mayas (que constituyen el 60% de la
población de Guatemala) donde el modelo de represión guatemalteco alcanzó unos
niveles de horror y de barbarie criminal absolutamente desconocidos en cualquier otro
lugar de Centroamérica o de América Latina en su totalidad.
Según precisa el Informe de la CEH en el párrafo 87 de sus Conclusiones y
Recomendaciones:
"Especial gravedad reviste la crueldad que la CEH pudo constatar en muchas
actuaciones de agentes estatales, especialmente efectivos del Ejército, en los
operativos en contra de comunidades mayas. La estrategia contrainsurgente no
sólo dio lugar a la violación de derechos humanos esenciales, sino a que la
ejecución de dichos crímenes se realizara mediante actos crueles cuyo arquetipo
fueron las masacres. En la mayoría de las masacres se han evidenciado múltiples
actos de ferocidad que antecedieron, acompañaron o siguieron a la muerte de las
víctimas. El asesinato de niños y niñas indefensos, a quienes se dio muerte en
muchas ocasiones golpeándolos contra paredes o tirándolos vivos a fosas sobre las
cuales se lanzaron más tarde los cadáveres de los adultos; la amputación o
extracción traumática de miembros; los empalamientos; el asesinato de personas
rociadas con gasolina y quemadas vivas; la reclusión de personas ya mortalmente
torturadas, manteniéndolas durante días en estado agónico; la abertura de los
vientres de las mujeres embarazadas y otras acciones igualmente atroces
constituyeron no sólo actos de extrema crueldad sobre las víctimas, sino, además,
un desquiciamiento que degradó moralmente a los victimarios y a quienes
inspiraron, ordenaron o toleraron estas acciones." (72)
La tarea de expresar y concentrar aquí en un número razonable de páginas el contenido
de documentos tan largos y comprometidos como los informes del REMHI y de la CEH, y
de otros referentes al mismo drama -dando al lector una idea lo más ajustada posible de
la magnitud del cataclismo desencadenado en Guatemala en cuanto a derechos
humanos y comportamientos militares se refiere- resulta extremadamente difícil,
incluso para quienes, como nosotros, hemos trabajado para Naciones Unidas en la
citada Comisión y contribuido a la redacción de su informe final.
Consideramos que el recurrir aquí a la descripción más o menos detallada de uno o dos
casos específicos de masacres concretas (de las 626 registradas y atribuidas por la ONU
a las fuerzas militares guatemaltecas, o a otras fuerzas actuantes bajo autoridad militar)
daría una idea insuficiente de lo que allí sucedió. Por ello, esta vez nuestra exposición
de hechos consistirá en la presentación de una serie de testimonios, tal como aparecen
registrados en distintas fuentes documentales de diversos organismos y procedencias,
especialmente de los dos informes citados y, muy particularmente, del más completo de
ellos: el de la ya citada CEH de Naciones Unidas.
En la descripción de horrores aquí reproducidos nos limitaremos a recoger y clasificar
algunos de los miles de casos testificados para la mencionada comisión de la ONU en su
vasta tarea investigadora a lo largo y ancho del país, así como algunos del informe
REMHI del Arzobispado, junto a algunos otros de diversas fuentes solventes.
De todas esas fuentes, entre sus miles de casos y testimonios registrados, son muchos,
demasiados, los que podrían ser señalados como ejemplos increíbles de una increíble
realidad. De entre ellos, tomaremos aquí un conjunto de casos suficientemente
descriptivos de lo que fue aquella represión.
Como veremos, y según constata el citado informe de Naciones Unidas (ratificando, a su
vez, numerosos informes anteriores de diversas procedencias, incluido el también
citado REMHI), las formas de tortura fueron tan variadas como crueles. Entre las más
utilizadas estuvieron el fuego (aplicado a ciertos miembros, o de forma total y conti-
nuada hasta la muerte de la víctima); el colgamiento prolongado (suspensión de las
víctimas por las muñecas, o cabeza abajo colgados de los tobillos durante horas o
días); la asfixia o ahogamiento en sus diversas formas; las mutilaciones por amputación
traumática de miembros; la introducción de las víctimas en piletas de agua (sometidos
al frío y a la privación de sueño y de alimento por largo tiempo), así como la reclusión
en profundos hoyos durante días, a veces hasta la muerte, junto a personas agonizantes
o junto a cadáveres en descomposición. El empalamiento fue también utilizado, como
otra forma de muerte terrible. Los golpes brutales (patadas, puñetazos o culatazos con
las armas) acompañaban habitualmente, o precedían, a cualquiera de los tratamientos
anteriores.
En muchos casos estas formas de tortura iban encaminadas inicialmente a la obtención
de información, pero después -obtenida ésta o no- los torturadores continuaban su
actuación hasta producir la muerte de la víctima, que muchas veces ignoraba realmente
aquello que se le preguntaba. En muchos otros casos, la tortura se aplicaba sin interro-
gatorio alguno, como castigo ejemplificante en presencia de vecinos o de comunidades
enteras, tratando de sembrar el terror, buscando el mayor impacto psicológico en las
poblaciones campesinas a través del sufrimiento máximo infligido públicamente a los
torturados.
Con frecuencia, varios tormentos distintos eran aplicados de forma sucesiva a las
mismas víctimas, como se comprueba en casi todos los casos reproducidos a continua-
ción. A pesar de ello, y con objeto de proporcionar una visión mínimamente sistemática,
agruparemos estas gravísimas violaciones de derechos humanos en varios tipos,
atendiendo a su distintas modalidades de ejecución.

a) El fuego como instrumento de tortura y de ejecución extrajudicial


El fuego fue uno de los medios más utilizados, sin perjuicio de otras formas de tortura
aplicadas también a las mismas víctimas. (Hacemos notar, para no repetirlo
sistemáticamente, que los subrayados incluidos dentro de cada caso son nuestros y no
del texto original, salvo indicación en contrario). He aquí algunos casos en que el fuego
fue la tortura principal:
“Este hombre había sido guerrillero, pero después se presentó a la zona 302 y
empezó a denunciar gente. Llegó con la cara tapada, pero lo reconocieron por la
voz. Comenzó a señalar a los hombres. Entonces encerraron a estos hombres en la
cocina de la iglesia, les quemaron los pies y la espalda. Los colgaron boca abajo, de
los horcones, y les gritaban: “¡Usted es guerrillero!”, cortaban el lazo y los dejaban
caer. A otros los colgaban de los brazos. Así, los torturaron toda la noche en
presencia de todos los hombres de la comunidad. Al día siguiente, estos hombres
fueron amarrados a un poste y fusilados delante de los demás. (...) El oficial
advirtió a los sobrevivientes: 'Que no les pongan cruz, que no los entierren, porque
estos cabrones no lo merecen'.” (Caso 262 de la CEH, San Martín Jilotepeque,
Chimaltenango, octubre 1982) (73)
En ocasiones la tortura se prolongaba ininterrumpidamente hasta producir la muerte,
como en el caso siguiente:
"...pude ver cómo le aplicaron la tortura psicológica, después la tortura física y
después como lo terminaron" (...) "El Ejército tiene cierta gente capacitada,
porque no toda la tropa está en capacidad de hacer eso, sino que ellos seleccionan
los más malos" (para este tipo de tareas). (...) "...le echaron leña debajo y gasolina,
y le prendieron fuego. Aquel olor de la carne, como si fuera carne de res, ni más ni
menos... Se comenzó a quemar primero el pelo de la cabeza, los dedos, así las
partes más delgadas. Lo que no se terminaba (de quemar) era la parte del fémur,
del hueso; se iba encogiendo la carne para arriba. Primero se iba quemando, y
como vieran que con la primera tanda de gasolina y cable no se murió, volvieron a
rociar con más gasolina, mas leña... Era el trabajo de la tropa, hasta convertirlo en
cenizas (...). Y así desaparecieron muchos. (Testigo clave TC 3 de la CEH, Brigada
Mariscal Zavala, 1967) (74)
En algunas bases militares funcionaban hornos donde los militares quemaban a sus
víctimas, para interrogarlos o simplemente para matarlos. Eran hornos pertenecientes
a explotaciones agrícolas antiguas, anteriores a la instalación de las bases, pero que
fueron ampliamente utilizados dentro de los procedimientos de tortura y asesinato
perpetrados en el marco de la represión militar. He aquí el testimonio relatado por un
refugiado en México, perteneciente a una de las numerosas comunidades mayas que,
huyendo de la represión, se refugiaban en las proximidades de la frontera mexicana,
cruzándola e instalándose al otro lado de ella. Lo cual no siempre les libraba de los
rigores de la represión, pues las tropas guatemaltecas, por tratarse de fronteras
prácticamente desguarnecidas, efectuaban incursiones en territorio mexicano en las
que secuestraban a algunos de los campesinos refugiados, volviendo con ellos a
territorio guatemalteco. Así fue en el caso siguiente:
"El Ejército de Guatemala incursionó al campamento de refugiados de Santa
Marta, en 1983. El Ejército logró capturar a tres refugiados y luego los llevó al
destacamento en Ixquisis, San Mateo Ixtatán, Barillas. Allí les torturaron, los
pusieron en un horno de cardamomo (producto agrícola cultivado en la zona, que
requiere un cuidadoso proceso de secado), donde les quemaban cada día poco a
poco, a fuego lento. Esto duró unos tres días. Las víctimas estaban en muy mala
condición, con muchas quemaduras. El cuarto día obligaron al hijo a matar a su
propio padre con un machete. El hijo lo hizo para terminar con los sufrimientos
del padre. Después de esto, los soldados mataron al hijo con sus armas de
fuego".(Caso 5296 de la CEH. Barillas, Huehuetenango, San Mateo Ixtatán, julio
1982). (75)
Otro terrible caso de tortura muy lenta y muy prolongada (durante días, hasta la
muerte) fue la aplicada por calentamiento progresivo, hasta provocar el fallecimiento
por deshidratación y abrasamiento de las víctimas, en el caso siguiente:
“...pusieron a los cuatro hombres, dos de ellos muchachos, en una pila de agua
durante ocho días. Durante estos días los cuatro no recibieron comida y fueron
pateados y pegados duramente. Después de los ocho días, los pusieron en la
secadora de café del dueño de la finca. Echaron fuego a la secadora y durante tres
días calentaron a las cuatro personas, quienes poco a poco se murieron de calor y
sed. Cuando habían muerto los cuatro los enterraron en un hoyo del
destacamento.” (Caso 6176 de la CEH. San Mateo Ixtatán, Huehuetenango, agosto
1982). (76)
He aquí otro caso, en el que varios prisioneros fueron enviados a limpiar un viejo
horno de pan. Una vez limpio y barrido, ellos mismos fueron quemados en él:
"Lo hicieron en el horno de pan que antiguamente estaba allí en esa casa vieja
(...) Morían quemados... Se incineraba todo, cenizas sí quedaban. Los mismos que
barrían fueron los muertos... Los que fueron mandados a limpiar los hornos eran
los que posteriormente fueron quemados."(Testigo clave TC 85 de la CEH) (77)
Es de notar que muchos de estos testimonios proceden de soldados que cumplían su
servicio militar en aquellas unidades o destacamentos donde, años atrás, fueron testi-
gos directos de estos terribles episodios, cuya descripción detallaron ante la Comisión.
He aquí, por ejemplo, otro testimonio de un miembro de los servicios de inteligencia
militar, que ratificó el amplio uso de este tipo de hornos agrícolas para una finalidad
harto distinta de la que motivó su instalación. Dice el tan repetido informe de la CEH:
"En las zonas militares existieron sitios de reclusión clandestina. En (las insta-
laciones de) la Zona Militar de Huehuetenango existía una casa que contaba con
un horno, donde se torturaba y cremaba a las víctimas. Un ex especialista de la la
G-2 que estuvo de alta (destinado) en esta Zona Militar narró a la Comisión: 'Para
la tortura de la gente que capturaban (utilizaban) un horno de barro que había en
una casa vieja en el interior de la Zona Militar, porque esa casa vieja ya estaba
cuando el Ejército ocupó el predio donde se construyó la Zona (...) Tantísimos
cientos de personas (murieron allí)... De Aguacatán, de Ixtahuacán, Colotenango,
San Sebastián, San Juan Atitlán, Santa Bárbara, Cuilco, Malacatancito, todas esas
de Pajuil País, Chex...'." (Testigo clave TC 5 de la CEH, Zona Militar de
Huehuetenango. (Los dos primeros paréntesis son nuestros. Los dos últimos
pertenecen al texto original). (78)
He aquí otro caso de muerte por el fuego, previa mutilación, relatado por la esposa de la
víctima, un campesino que se había resistido fuertemente a su secuestro:
"Allí mismo en el patio, con su mismo machete, le quitaron a mi marido sus huevos,
o sea, lo caparon pues. Se lo llevaron amarrado y a golpazos (...) el día 26 de enero
de 1981, en horas de la madrugada, unos trabajadores (...) vieron que se estaba
quemando una persona, que aún no estaba muerta, e intentaron apagarla con
ramas. Pero otros les dijeron que no lo hicieran, porque 'lo había quemado la
autoridad'. De allí, me dijeron que había un cadáver frente a la entrada del Ingenio
Magdalena, y lo fui a ver. Era él, solamente lo conocí por el dedo gordo del pie, que
era bien cortito, porque estaba completamente quemado... Su cuerpo tenía señales
de tortura, quemado y maneado (las manos atadas) con alambre." (Caso 13.255 de
la CEH, Parcelamiento El Pilar, La Democracia, Escuintla, enero, 1981). (79)
Otro caso, en el que la víctima fue empalada y tostada como si se tratara de asar a un
animal, fue el siguiente:
"Cuando él llegó a su vivienda, ya varios patrulleros y soldados estaban robándole
las tejas y preparando el fuego. También robaron unos 70 quintales de maíz y a él le
quitaron 500 quetzales que llevaba en la bolsa. Después lo estuvieron dorando
(asando) en un palo, como desde la una hasta las dos de la tarde." (Caso 5296 de
la CEH, San Pedro Necta, Huehuetenango, septiembre, 1982). (80)
Otro procedimiento más expeditivo fue el incendio de viviendas, con personas pre-
viamente encerradas en su interior, como en el caso siguiente:
"El tercer jefe de la patrulla de la cabecera de Zacualpa llegó a la casa de Jerónimo
Sinaj Toj, lo capturó delante de la familia, lo encerró en la vivienda y luego prendió
fuego a la misma. La persona murió quemada en su propio hogar." (Zacualpa,
septiembre, 1982) (81)
En otras ocasiones, la brutalidad se iniciaba por otros procedimientos de trato
traumático de extrema crueldad, para acabar en el fuego como forma de ejecución. Las
llamadas Patrullas de Autodefensa Civil (las repetidamente citadas PAC) incurrieron
con frecuencia en actos de este tipo, caracterizadas por su inaudito salvajismo y
ferocidad:
"En multitud casos, las ejecuciones realizadas por las PAC fueron perpetradas con
especial crueldad. El 16 de junio de 1982, Pedro Ramírez Ajmac, su esposa e hijos
y su hermano salieron de Chacagex hacia la aldea Chuahoj, municipio de
Sacapulas, Quiché, cuando vieron que por el camino se acercaba un grupo de
patrulleros de San Sebastián. Al verlos, Tomás huyó de inmediato, pero Pedro
salió corriendo después y le dieron alcance, lo ataron de un pie al vehículo y se lo
llevaron arrastrándolo aproximadamente dos kilómetros hasta llegar a la sede de
la patrulla de San Sebastián. Pedro llegó en un estado terrible; aparecía con
graves heridas, en especial, en el rostro; su esposa e hijos corrían detrás de él
gritando y llorando por lo que le estaban haciendo. Pedro pidió agua a los
patrulleros y el jefe de las PAC le ofreció orina; (...) A la esposa le dijo que la iba a
asesinar. Después los demás patrulleros hicieron una hoguera, quemaron a Pedro,
abrieron una fosa dentro del destacamento y lo enterraron." (Caso 16016 de
la CEH, Sacapulas, Quiché, junio, 1982). (82)
Otra intervención de los patrulleros, terminada, como tantas otras, en la muerte por el
fuego de la víctima en presencia de sus hijos, fue registrada en estos términos por
la CEH:
"Unos veinte patrulleros, entre ellos el jefe de patrullas de San Bartolo y los jefes
de patrulla de Molubá, los Cimientos, Sinchaj, rodearon la casa de Micaela, en la
cual se encontraban sus hijos. Los patrulleros iban armados con escopetas Galil
(el testigo se refiere a los potentes fusiles automáticos Galil, de fabricación israelí)
y con palos con clavos para golpear. En la casa de Micaela se encontraban sus
hijos. Buscaban a Francisco, el hijo mayor, pero él no estaba. Procedieron luego a
interrogar a Micaela. La amenazaron con quemar su casa, la golpearon, le daban
duro con el palo con clavos, de un puñetazo le sacaron una muela, la tiraron a las
ascuas del fuego provocándole quemaduras en el brazo. Los hijos de Micaela,
Josefa y Juan (14 años), fueron golpeados brutalmente, tanto que Juan quedó algo
sordo de los golpes". (...) "Los patrulleros recorrían constantemente todos los
cantones haciendo cateos (registros) casa por casa. Cinco días después, los
patrulleros volvieron a la casa de Micaela. En esta ocasión capturaron a
Francisco. Lo amarraron, (...) le echaron gas y le prendieron fuego, le quemaron
vivo, nos rodearon para que mirásemos; los niños -los hijos de Francisco- nunca
pudieron olvidar cómo quemaron a su papá; todavía hoy, cuando recordamos nos
ponemos a llorar, siempre lloramos para adentro, cuando lo hablamos también
lloramos para afuera. A los quince días, hacía el 18 de enero, los patrulleros
regresaron a la casa de Micaela, robaron cuanto de valor había, y quemaron la
casa y la producción". (Caso 2798 de la CEH, Quiché, diciembre 1981). (83)
El saqueo y la destrucción de los bienes, como culminación de la tarea represiva,
constituyó otra práctica muy habitual, tanto en los casos individualizados como en las
masacres de carácter colectivo.
En otras ocasiones, la muerte por el fuego fue dada a familias enteras, directamente y
sin torturas previas, junto con la destrucción de la vivienda familiar. Tal fue este caso
(registrado por la comisión investigadora del Arzobispado para elinforme REMHI),
cuya víctima fue una familia acusada de proporcionar alimento a la guerrilla:
"Llegó un pelotón de soldados, guiados por Fernando Jom Cojoc (patrullero civil de
ese lugar), que dijo: 'Ellos son guerrilleros y ahí está la prueba, las hojas de los
tamales que han quedado, ya que ellos alimentan a la guerrilla'. Y los soldados, sin
hacer pregunta alguna, los amarraron a todos dentro de la vivienda, rociaron con
gasolina la casa y le prendieron fuego. Todos murieron quemados. Entre ellos un
niño de aproximadamente 2 años de edad. (Caso 3164 delRemhi, Aldea Najtilabaj,
San Cristóbal Verapaz, Alta Verapaz, 1982). (84)

b) El colgamiento y las distintas formas de asfixia


Otra forma habitual de tortura, causante de dolores insoportables, fue el colgamiento
por largas horas o días. A este respecto, dice el informe de la CEH:
"El 'colgar' a una persona era una técnica por medio de la cual se enganchaba por
lo alto a la víctima y se la mantenía suspendida por horas, en una posición
antinatural. Esto provocaba dolores intensos y permanentes, impedía dormir, era
un sufrimiento extremo que no requería ningún esfuerzo por parte del
ejecutor." (85)
"El castigo mencionado era acompañado generalmente de golpes en áreas como la
zonas genitales o el vientre, y hacía más doloroso el castigo en esas partes del
cuerpo, como lo evidencia el siguiente caso:
"Los delatores vestidos de civil gritaron entonces que los Ixbalán y los Chiviliú
(todos eran menores de edad, e incluso uno tenía 10 años) eran guerrilleros... Los
amarraron fuertemente y los llevaron con golpes al destacamento militar de
Panabaj. Los comenzaron a torturar para que dijeran dónde se encontraba el
campamento de la columna guerrillera Javier Tambriz, siendo acusados ante los
oficiales (...). Ante la negativa fueron golpeados con salvajismo, les ataron las
muñecas y los tobillos; fueron colgados del techo dejando el vientre descubierto y
colgando como si fueran hamacas. Fueron pateados toda esa tarde y la noche, en
el abdomen y los órganos genitales. Los torturadores se turnaban, tres a la vez; a
los quince minutos estaban bañados en sudor. A la mañana siguiente entró un
nuevo turno de torturadores. Tras varias horas de estar suspendidos y golpeados
los descendieron al suelo. En tono de burla les dijeron: 'Pobrecitos muchá'
(abreviatura de 'muchachos', habitual en el lenguaje de la tropa guatemalteca).
'Tienen frío. Pobrecitos'. Y burlándose más dijeron: 'Bueno, traigan los ponchos
para nuestros invitados, porque tienen frío'. Acto seguido entraron grandes
troncos de árboles y juntándolos los pusieron encima; sobre ellos tendieron unas
colchonetas y sobre éstas se tendieron varios soldados, debidamente abrigados.
Así, tuvieron que soportar (el peso aplastante) por varias horas."
"José fue bajado dos veces al llamado 'paredón', en donde lo 'fusilaban' (simulacro
de fusilamiento). Luego, entre insultos y preguntas, era retornado al sitio del
suplicio físico. En el transcurso de la tortura, les vendaron los ojos y les
introdujeron sendos lienzos empapados en aceite y tierra, en la boca. Al día
siguiente llegó el teniente y dio la orden de descenderles y desatarles y les dijo:
'Ya vino su familia a buscarles, muchá. Y ya les dije que a ustedes les secuestró la
guerrilla y les torturó, y que nosotros los rescatamos; así que coman lo que
quieran. ¡Vengan a comer, muchá!'. Nadie pudo comer, sus manos se encontraban
extraordinariamente hinchadas y eran incapaces de sostener el tazón, y aunque
fueron ayudados por los soldados no pudieron tragar, debido a que tenían
cerrada la tráquea de los golpes, la sangre y el dolor. No podían caminar, por la
tremenda inflamación de sus pies y el dolor insoportable de sus testículos." (Caso
4099 de la CEH. Santiago Atitlán, Sololá, agosto, 1987) (86) (El primer paréntesis
pertenece al texto original. Los tres últimos son nuestros).
Otra técnica muy usada fue la asfixia en sus distintas formas, para las cuales se
aplicaban diversos instrumentos. Uno de ellos era la bolsa o capucha de "gamezán". Este
era un insecticida que ejercía un fuerte efecto como agresivo químico sobre los ojos y
las vías respiratorias de la víctima. Cuando ésta, próxima ya a la asfixia, no podía evitar
el aspirar aire, penetraba el producto por nariz y boca, produciendo efectos que podían
llegar a la asfixia total, y que, en todo caso, producían tremendos sufrimientos, sólo inte-
rrumpidos a voluntad del torturador. También se utilizaba la bolsa de cal, de uso similar
al anterior, o la aplicación directa de líquidos agresivos, fuertemente irritantes, sobre
los ojos de las víctimas, como en este caso registrado por el informe REHMI del
Arzobispado:
"Me fijé como a Roberto le dolió cuando recibió el líquido. Cuando me tocó a mí -
mis manos y mis pies estaban amarrados- cerré los ojos pero el líquido
penetró. Blasfemé interiormente. Era cien veces peor que el jabón en los ojos
cuando uno se lava. Cada vez (...) entraba un poco más de líquido. Pasamos una
hora de retortijar y luchar con el dolor" (...) “Oí que uno de los soldados preguntaba:
'¿Qué hicieron con ellos?' Otro le explicó que 'les habían aplicado el doberman.'."
(Caso 5372 del informe REMHI, Nueva Concepción, Escuintla, 1982). (87)
Este último dato escuchado por la víctima, aunque ajeno al tema específico de este
apartado y aunque sin saber a qué otras victimas se refería, alude a otra de las formas
(el empleo de animales) utilizadas para interrogar bajo tortura a las víctimas de la
represión.
Otro instrumento muy usado -tanto para torturar como para ejecutar a las víctimas- fue
la asfixia mediante el empleo del llamado "garrote" o "torniquete", denominado en otros
lugares "la tórtola", consistente, en definitiva, en una forma muy frecuente de ahorca-
miento manual. Sin perjuicio de utilizar también con frecuencia el ahorcamiento clásico
-colgamiento por el cuello hasta la muerte-, a la hora de torturar a las víctimas se usaba
frecuentemente este sencillo instrumento, compuesto por un palo corto y una cuerda o
correa, también corta, atada a él por ambos extremos. Al anudar la cuerda al cuello de la
víctima y girar el palo cada vez más, se produce un efecto de presión creciente, capaz de
causar la muerte en caso de prolongarse lo suficiente tal presión. Normalmente se
apretaba hasta que, viendo amoratado el rostro de la víctima, ya al borde de la muerte
por asfixia, se aflojaba la cuerda para poder continuar el interrogatorio después de su
reanimación. También se aplicó muchas veces, según los testimonios, el ahogamiento
por inmersión forzada del rostro en agua sucia u otros líquidos repugnantes (lodo,
orina, aguas fecales).
Respecto a las varias formas de asfixia como método de tortura y ejecución,
la Comisión registró abundantes testimonios, tales como los siguientes:
"Usaban un método que ellos llaman la tórtola. Eso consistía en amarrarles un
lazo en el cuello y, con un palo, enrollárselo hasta que murieran de asfixia."(Ex
soldado, testigo clave TC 53 de la CEH") (88)
"Como a las diez de la mañana entró el Ejército a la casa de la víctima. Lo golpean,
acusándolo de ser miembro de la guerrilla y con la culata de sus armas le golpean
el estómago. Le interrogan sobre nombres de compañeros y dónde esconden sus
armas. Al no responder le aplican un torniquete en el cuello y lentamente lo
aprietan. Al ver que se pone morado, lentamente se lo aflojan. Las torturas duran
desde las diez de la mañana hasta las seis a siete de la noche. Otro compañero de
la comunidad es igualmente secuestrado. La esposa es violada por quince
soldados, en presencia del cónyuge, quien en ese momento es colgado debajo de
un árbol."(Caso 2502 de la CEH, Joyabaj, Quiché, enero, 1982) (89)
"La operación fue dirigida por la G-2 y ejecutada por un capitán. A las trece horas
iniciaron el proceso de interrogatorio y tortura acusándolo de pertenecer al PGT.
(...) Las torturas acompañadas de interrogatorio duraron desde el 3 de febrero
hasta el 24 de abril del mismo año. Los interrogadores eran militares. La primera
semana le aplicaron las siguientes torturas: lo asfixiaban con llantas, lo ahogaban
en un tonel de agua, lo colgaban de un lazo colocándole una venda y una capucha
con gamezán". (Caso 390 de la CEH, Ciudad de Guatemala, febrero, 1983) (90)
"16 personas fueron capturadas por una patrulla del Ejército y conducidas al
destacamento militar en la Playa de El Estor, Izabal." "Llevaron a cuatro de ellos
que hablaban español al cementerio de El Estor. Allí tenían otro puesto para
castigar gente. Después de unos días llevaron a los demás al cementerio donde
todos fueron torturados e interrogados... Pusieron bolsas de cal a todos. Con
patadas y palos los estuvieron golpeando toda la noche..." (Caso 1093 de laCEH, El
Estor, Izábal, octubre, 1982) (91)
"...sin motivo alguno lo sujetaron, atándole las manos hacia atrás... Lo llevaron al
destacamento militar. Estando ya en ese lugar, empezaron a golpearlo y lo
interrogaban sobre sus compañeros, constantemente lo golpeaban en la cabeza y
en muchas ocasiones perdió el conocimiento. Lo amenazaban con un puñal
diciéndole que... lo iban a degollar. Al no responder, le colocaron un lazo en el
cuello, lo colgaban, cuando veían que estaba a punto de morir lo bajaban, dándole
tiempo para que se recuperara (...). Le colocaron una bolsa plástica en la cabeza
amarrándosela en el cuello con objeto de asfixiarlo (también sin llegar a matarlo).
Constantemente cambiaban a la pareja de soldados que lo torturaban y cada
quien tenía su propio procedimiento de torturar. Llegó un momento en el que ya
no lo soportaba, por lo que pidió a los soldados que lo mataran." (Caso 2485 de
la CEH, San Andrés Sajcabajá, Quiché, marzo, 1983) (92)

c) Las mutilaciones, como formas atroces de tortura y de ejecución


Una de las prácticas más atroces y más frecuentemente aplicadas fue la mutilación en
todas sus formas. Según constató la comisión investigadora de la ONU:
"La mutilación de miembros, los dedos de los pies o de la mano, la propia mano
entera, o partes de la cara, o la lengua, era algo común a muchos torturados. Sobre
todo arrancar la lengua, los ojos, era una práctica común y los cadáveres eran
botados (arrojados) posteriormente en las calles o en las plazas para infundir
terror. La mutilación de los órganos sexuales de los hombres fue aplicada
sistemáticamente." (93)
La búsqueda del terror ejemplificante, con objeto de paralizar a la población y
disuadirla de toda colaboración con la guerrilla, imponiéndoles el miedo irresistible a
sufrir formas de tortura y de muerte tan terribles como las ya sufridas por sus vecinos
castigados, fue un arma psicológica intensamente utilizada por los represores, mediante
diversas formas de exhibición de los cadáveres mutilados y torturados:
"Abandonar los cadáveres expuestos en estacas, colocar las cabezas de las
víctimas degolladas sobre postes o colgando de los arboles, cortar las lenguas o
las manos, mutilar los senos o los genitales, fueron prácticas que llegaron a ser
habituales y que se realizaban antes o después de la muerte de la víctima.
Aquellos macabros hallazgos y estos usos contribuyeron en gran medida al
ascenso del terror." (94)
He aquí lo acontecido a un grupo de campesinos en la finca Chacayá, en Santiago Atitlán:
"Las víctimas aparecieron al día siguiente botadas (arrojadas) a lo largo del camino
entre Godínez a Patzún, aproximadamente a 30 kilómetros de los hechos. Las
víctimas aparecieron con signos de tortura, les habían arrancado pedazos de sus
cuerpos... También les habían quitado toda la piel de las plantas de sus pies y tenían
heridas de machete en la cabeza. A otro le habían cortado sus genitales y se los
pusieron en la bolsa (bolsillo) de la camisa. A otro le quitaron los ojos y se los
pusieron en la bolsa. Al pastor le habían quitado toda la piel de su cara, fue pelada.
El acta de levantamiento del cadáver del señor José Chicajau, elaborada por el juez
de paz, señala que éste presentaba quemaduras en el abdomen y en ambos pies, y
muchos golpes amoratados en distintas partes del cuerpo." (Caso ilustrativo CI
11 de la CEH, Santiago Atitlán, Sololá, enero, 1981) (95)
Un grupo de mujeres, que fueron torturadas en el Cuartel de Reservas Militares de
Santa Cruz de Quiché, atestiguaron ante la Comisión que:
"...las llevaron a una habitación chiquita, oscura, se sentía que había más gente, sólo
se quejaban. Poco a poco pudieron distinguir a varios hombres que tenían cortados
pedazos de nariz, orejas, dedos..." (Caso 16570 de la CEH, Santa Cruz, Quiché,
diciembre 1983) (96)
Otra forma recurrente de tortura fue el arrancamiento de las uñas, según recoge el
informe de la CEH en casos como el siguiente:
"A Juan Tomás, Matías Tomás y Manuel Tomás, los soldados sacaron un puñal, les
sujetaron las manos y les empezaron a sacar una por una las uñas. Los gritos de
dolor eran muy fuertes. " (Caso 5549 de la CEH, Concepción, Huehuetenango, mayo,
1983) (97)
Uno de los torturadores que "trabajaba por encargo de uno de los terratenientes locales
en la región de Cahabón" -según precisa el informe de la CEH-, pero sometido, igual que
los comisionados militares, a la autoridad del Ejército, declaró ante la Comisión:
"Yo les arranqué las uñas de los pies y después los ahorqué; en Chiacach y Chioyal
las torturas que hacíamos era que les rajábamos con las bayonetas de los
soldados, las plantas de los pies a los hombres... las uñas se las arrancaba con
alicate... les picaba el pecho a los hombres con bayoneta, la gente me lloraba y me
suplicaba que ya no les hiciera daño... pero llegaba el teniente y el comisionado... y
me obligaban cuando veían que yo me compadecía de la gente...". (Caso 15253 de
la CEH, Cahabón, Alta Verapaz, 1981-82). (98)
Otra forma de tormento era la tortura dental, consistente en extraer de forma brutal
piezas dentales de la víctima, así como el corte de la lengua, como en el siguiente caso
registrado por la CEH:
"A Jesús le comenzaron a golpear en la boca hasta romperle los dientes. Luego se
los sacaron con cuchillo y se los iban haciendo tragar, de uno en uno, mientras lo
interrogaban sobre los nombres de sus compañeros guerrilleros. Finalmente el
oficial, enojado porque no le decía nada, le agarró la lengua y amenazó a Jesús con
cortársela, mientras volvía a ordenarle que dijera los nombres. Unos soldados
sacaron un palo donde tenían colgadas una fila completa de lenguas, y le dijeron:
'La tuya será la próxima'. Golpearon fuertemente a Jesús y después le cortaron la
lengua." (Caso 5355 de la CEH, Jacaltenango, Huehuetenango, septiembre,
1982) (99)
Respecto a los organismos militares implicados en la práctica de torturas, en cuanto a
número y gravedad de los casos de este género, lógicamente el mayor peso de tales
prácticas recaía sobre los servicios de Inteligencia (en especial los G-2 adscritos a cada
unidad), y, en efecto, así quedó registrado por el informe de la CEH:
"El sistema de Inteligencia Militar, encargado de recopilar y registrar información,
fue la estructura interior del Ejército que estuvo más involucrada en hechos de
tortura. Un ex soldado de alta en (destinado en) Playa Grande, al describir la forma
en que se interrogaba, explica:
"Los de inteligencia eran los encargados de sacarle la verdad a la gente. Les ponían
una capucha con gamezán, les sacaban los ojos con cuchara, les cortaban la lengua,
les colgaban de los testículos. Esa gente era criminal. El grupo se dividía entre los
encargados de torturar para sacar información (los investigadores y captores) y
los encargados de matar (denominados 'destazadores'). (Caso ilustrativo CI 17 de
la CEH, Ixcán, Quiché, 1981 y 1982) (100)
Sobre este mismo punto, otro ex soldado que prestó sus servicios en Playa Grande
atestiguó ante la Comisión:
"En el interior de la base militar había personas que se dedicaban exclusivamente a
asesinar y eran conocidos como 'matagentes' o 'destazadores'. Eran especialistas de
la Sección 2" (es decir, dependientes del área de información o 'inteligencia
militar'). (Testimonio correspondiente al caso 11431 de la CEH, Ixcán, Quiché, abril,
1983) (101)
Otro testimonio más detallado, prestado por un soldado de la misma base militar de
Playa Grande y recogido por el jesuita Ricardo Falla, precisaba:
"Hay dos que son 'destazadores'. Tienen una estrella en la frente y una cruz en el
brazo, y en medio de la cruz una espada. Ellos nunca se ponen de servicio, ni
patrullan. Ellos son soldados que sólo esperan. Tres veces me llevaron a
conocer ese hoyo donde queman a la gente. ¡Yo nunca me olvidaré! Allí hay un gran
hoyo (...). Bajan a los pobres a patadas del camión. He aquí cómo hacen
los destazadores: los agarran uno por uno. Sólo embrocan (tumban boca abajo) al
hombre que agarran y, ¡tás!, le meten el puñal, y lo sacan con sangre y lo lamen.
'¡Sabroso el pollo!', dicen los soldados matagentes. Y así agarran al otro, y al otro, y
al otro... Y los van matando, y los van echando al hoyo. Los soldados agarran leña,
porque hay leña jateada allí. Tiran la gente al hoyo. La gente se va al hoyo y
encima echan leña y leña. Riegan gasolina encima. Bien rociada hacen la leña. Se
salen de lejos y tiran el fosforito. Cuando cae es como una bomba. ¡Pum!, el gran
fuego. Toda la boca del hoyo se llena de llama hasta arriba. Está ardiendo como
veinte minutos. La leña todavía se mueve, porque las víctimas todavía están
pataleando. El espíritu está vivo. Pero cuando miran que va calmando el fuego,
¡más gasolina! Y en media hora se termina el fuego. Y los cadáveres quedan pura
ceniza.” (Playa Grande, Ixcán, Quiché, 1982). (102)
Entre los numerosos casos de persecución y tortura que sufrieron los líderes
campesinos e indígenas, tendentes a desarticular sus organizaciones y cooperativas,
cabe señalar el asesinato del líder cooperativista Lorenzo Set y sus compañeros.
La comisión de la ONU resume el caso en estos términos:
"Lorenzo Set era un líder comunitario, de la Aldea Cerro Alto, en Chimaltenango,
que se encontraba organizando la cooperativa Pedro de Betancourt. El 22 de
febrero de 1981 llegó el Ejército a las 9 a.m. y observó una reunión en la
comunidad. Más tarde, ese mismo día, unos hombres cubiertos con pasamontañas
llegaron hasta la comunidad y secuestraron a Lorenzo y Matías Set, Angel Pirrir,
Mateo Socoy y Francisco Colán. Todos pertenecían a la junta directiva de la
cooperativa. Unos delatores habían acusado a las víctimas de ser miembros del
CUC (sindicato campesino ilegal). Se llevaron a las víctimas y les dijeron a los
otros miembros de la comunidad que no dijeran nada o regresarían a
secuestrarlos".
"Los familiares comenzaron a buscar a las víctimas en diferentes lugares, inclu-
yendo morgues, hospitales, etc. El 25 de febrero aparecieron muertos en San
Cristóbal, en Ciudad de Guatemala. Las víctimas presentaban señales de tortura,
no tenían lengua y la cabeza estaba completamente destrozada. El día que
trajeron los cuerpos, se encontraba el testigo en el parque central cuando un
hombre se le acercó y le dijo que el Ejército no quería que se reunieran más para
formar la cooperativa." (...) "A raíz de estos hechos la cooperativa dejó de
funcionar. Una parte de la finca fue parcelada y el resto fue entregado a la Zona
Militar de Chimaltenango, en donde se encuentra todavía asentada". (Caso 355 de
la CEH, Aldea Cerro Alto, Chimaltenango, febrero, 1981) (103)
Los casos de mutilación sexual fueron particularmente abundantes. He aquí algunos
ejemplos:
" Habían secuestrado al compañero Julio Vásquez Recinos, quien apareció 15 días
después en el río Selegua, en El Tapón, sin testículos, sin uñas, y sin la mano
derecha, atado con otro compañero, del que nunca se logró identificar su
cadáver". (Testimonio aportado por la Comisión de la Verdad de la Universidad
de San Carlos, USAC, de Guatemala) (104)
"...el 17 de diciembre de 1983, les avisaron a los familiares que Fausto había sido
descubierto asesinado en el río Samalá, en Retalhuleu. Se notaba que lo habían
dejado sin alimentación, pues estaba completamente desnutrido y esquelético.
Además le habían puesto descargas eléctricas y le habían cortado sus genitales".
(Caso 7009 de la CEH. San Pedro Sacatepéquez, San Marcos, agosto, 1983). (105)
"Desde Sechaj lo maniataron, lo patearon y le gritaron que él había comprometido
a su pueblo por ser comunista, y que por culpa suya iba a morir mucha gente en
su aldea. Los soldados lo desnudaron y así lo tuvieron durante una semana entre
las montañas. Lo pisotearon cuantas veces quisieron, le arrancaron la lengua, y
finalmente lo colgaron de los testículos en un lugar que se llama Tzubilpec. Su
cuerpo nunca fue recuperado." (Caso 10163 de la CEH. Cahabón, Alta Verapaz,
agosto, 1982). (106)
Dentro de esta práctica de torturas que incluían la mutilación sexual, he aquí la forma
en que fue eliminado un concejal del municipio de Tacaná:
"El 19 de diciembre de 1981 fue detenido en su residencia el concejal del
municipio de Tacaná, San Marcos, Quirino Pérez Hernández, quien desde días
atrás venía siendo amenazado de muerte. Fue capturado por hombres que vestían
uniformes de la Guardia de Hacienda y que llevaban sus rostros cubiertos con
pasamontañas, quienes irrumpieron en su vivienda con amenazas e insultos que
intimidaron a los moradores. Dos días después su cadáver fue encontrado cerca
del municipio. Sobre el estado en que se halló el cuerpo dice el testimonio: 'Estaba
torturado, le faltaban dos dedos, lo habían estrangulado y seguramente le habían
echado cal en la cara, le quitaron los testículos, fue bárbaro,Dios quiera que estas
cosas no se repitan'." (Caso 7221 de la CEH, Tacaná, San Marcos, diciembre,
1981) (107)
En ocasiones, casos de tortura y mutilación sexual también se habían dado en el área
urbana de la capital:
"En abril de 1971, en la ciudad capital, cuatro hombres armados, vestidos de civil,
ingresaron a la residencia de Alfredo Ramiro Sandóval Arroyo, registraron su casa
y se lo llevaron detenido. Su cadáver fue encontrado en el camino al Colegio
Austríaco, exhibía señales de tortura, le habían cortado los genitales y se los
habían puesto en la boca. Tenía quemaduras de cigarros en todo el cuerpo. La
víctima había apoyado activamente la candidatura de Manuel Colom Argueta para
la alcaldía capitalina." (Caso 13222 de la CEH, Ciudad de Guatemala, abril,
1971) (108)
Pero los casos más frecuentes y más extremos de mutilaciones se dieron
sistemáticamente en el ámbito rural y contra la población indígena. En este sentido, el
Tomo II del informe de la CEH vuelve a señalar el arrancamiento o amputación de
partes del cuerpo a personas vivas (es decir, su mutilación) como una de las formas
más crueles, pero también más usuales, en los asesinatos individuales o colectivos:
"En áreas rurales con predominio de población maya, la mayoría de ejecuciones
incluyó elementos de crueldad y solían realizarse públicamente. Algunas de estas
acciones fueron perpetradas tanto en masacres indiscriminadas como en
ejecuciones individuales. Entre las formas más crueles de ejecutar la Comisión
registró las siguientes, entre otras: quemar a las personas vivas, darles
machetazos, decapitarlas, arrancar partes del cuerpo a personas vivas, matar a
golpes, asfixiar, estrellar a los niños contra las paredes y piedras, abrir los
vientres de las mujeres embarazadas." (109)
En efecto, la mutilación como forma de muerte aparece abrumadoramente reiterada
en muy numerosos testimonios prestados ante la Comisión. En este sentido constata
la CEH:
"Fue también usual que en lugar de ejecutar a una persona con arma de fuego se
optara por darle machetazos a las víctimas o acabar con su vida a golpes para
causarles más dolor antes que se produjera el fatal desenlace. En noviembre de
1982, en el municipio El Naranjo, Petén, Roberto Castillo Manzanero fue
capturado en la noche. Lo torturaron cortándole los dedos de los pies y las manos,
luego los pies y manos, y así prosiguieron poco a poco hasta que sólo quedó el
torso y la cabeza, y por lo tanto murió desangrado." (Caso 10195 de la CEH, La
Libertad, Petén, noviembre, 1982) (110)
He aquí otros casos registrados por la CEH:
"En algunos casos incluso se dejaban mensajes escritos en el cadáver, como aviso
para quienes lo encontraran. Alfonso Simaj, de 25 años de edad, salió el domingo
22 de marzo de 1981 hacia el monte Paraxaj. Como no regresaba, su padre fue en
su búsqueda después del mediodía y lo encontró colgado de un árbol, con la
lengua arrancada y algo escrito con sangre en la piel, que no pudieron entender
por no saber leer. (Caso 363 de la CEH, San Andrés Itzapa, Chimaltenango, marzo,
1981). (111)
"El 8 de febrero de 1989 en el municipio Río Bravo, Suchitepéquez, aparecieron
los cadáveres de Melecio Darío de Léon Régil Gamboa y de su hijo Melecio Aarón
de León Régil Rosales que previamente habían sido torturados. Los cuerpos
estaban amarrados; habían sido estrangulados con alambres de púas que
rodeaban sus cuellos, las muñecas y los tobillos. Sus caras habían sido quemadas
con un líquido inflamable; presentaban perforaciones de bayoneta y de armas de
fuego en sus piernas. Estaban sin ropa, solamente en calzoncillos, los dos
juntos. En los brazos de Melecio Darío estaban los pies (amputados) de Melecito y
en los brazos de Melecito estaban los pies de su padre". (Caso 4275 de la CEH, Río
Bravo, Suchitepéquez, febrero, 1989). (112) (Los paréntesis siguen siendo
nuestros, salvo indicación en contra cuando pertenecen al texto original).
Esta práctica de mutilar los cuerpos de las víctimas, colocando miembros amputados de
una de ellas en la boca, o en las manos, o entre los brazos de la misma víctima o de otra,
como forma de acentuar la burla y la humillación ejercida sobre las víctimas, fue
registrada igualmente en otros casos por la Comisión, algunos de ellos ya vistos más
atrás.
Otra práctica, registrada en numerosos testimonios, incluía el cortar o "pelar" (despelle-
jar) las plantas de los pies de las víctimas, obligándolas después a caminar por los
pedregosos caminos rurales, como, por ejemplo, en el caso siguiente:
"En 1975 en la comunidad Los Llanitos, Jupiltepeque, Jutiapa, Anselmo Monzón
Rodríguez fue acusado por un soldado de un delito que no cometió, debido a
rencillas personales. Elementos del Ejército se presentaron en la casa de Anselmo
donde mataron inmediatamente a su hijo, Jesús Monzón, y a Anselmo lo
torturaron con golpes, flagelaciones y ahorcamiento ante el resto de su familia. Le
cortaron las plantas de los pies y lo hicieron caminar varios kilómetros con el
cadáver de su hijo a cuestas, hasta que finalmente lo ejecutaron de un disparo en
la cabeza." (Caso 10201 de la CEH, Yupiltepeque, Jutiapa, 1975). (113)
Huelga decir que las palabras "ahorcar" y "ahorcamiento" en todos estos casos, igual
que en tantos otros, no se refieren a la suspensión por el cuello como forma de
ejecución, sino como forma de tortura sin llegar a la muerte, practicada con el
instrumento manual de palo y cuerda ya descrito más atrás al referirnos a las técnicas
de asfixia y estrangulación.
El informe REMHI de la Iglesia Católica (Arzobispado de Guatemala), ya citado más
atrás, es pródigo también en testimonios de brutales mutilaciones de todo tipo:
"...a nuestros compañeros por allí cerca les fueron a matar, con lazo en el pescuezo,
los torturaron, los ahorcaron, a unos les cortaron la lengua, sus orejas, yo vi cuando
los enterraron, los dejaron en un solo hoyo y un poco de tierra les echaron. Después
comenzaron a prender fuego a nuestras casas." (Caso 7446 del REMHI, Chichupac,
Baja Verapaz, 1982). (114)
"25 hombres del Escuadrón de la Muerte entraron en varias casas de la aldea y
mataron a seis personas, cortándoles la cabeza con serrucho." (Caso 7342
del REMHI, San José las Canoas, San Martín Jilotepeque, Chimaltenango,
1982).(115)
"Lo botaron del palo, le sacaron pedazos de su canilla (pantorrilla) y después le
sacaron sus orejas. ¡A la pura fuerza lo mataron!" (Caso 3623 del REMHI, Las
Guacamayas, Quiché, 1982). (116)
"Llegó el Ejército, se estuvieron en una casa, colgaron a unas personas, fueron
torturadas. Fueron quitados por poquitos sus cachetes (mejillas) con machete.
'Dígannos sus otros compañeros', dice el Ejército, y les fueron quitando (cortando)
sus oídos. Así murieron diez personas. (Caso 1368 del REMHI, Aldea Tierra
Caliente, Quiché, 1981). (117)
" 'María', me dijo, 'vení. ¿Qué vamos a hacer? Ocho días te vamos a torturar', me
dijo. 'Un día te vamos a quitar una oreja, otro te quitaremos los dientes, pasado
mañana te vamos a quitar el pelo (arrancamiento total o parcial del cuero
cabelludo). Y después te sacaremos los ojos, y de ahí te vamos a quitar los
dedos.' Había un hoyo lleno de muertos y otro que estaba por llenarse; mucha
ropa había allí con mucha sangre." (Caso 4612 del REMHI, Tzalbal, Quiché,
1981). (118)
Este último testimonio, de una mujer que fue amenazada en estos términos, y estando
rodeada de cadáveres mutilados, demuestra que los victimarios tampoco se privaban de
las crueldades de la tortura psicológica. Decirle a una persona que va a ser mutilada
perdiendo sucesivos miembros de su cuerpo, en presencia de cuerpos de personas que
acaban de sufrir esa misma suerte y de ropas empapadas de sangre, junto a un hoyo
lleno de cadáveres y otro todavía vacío, constituye sin duda -por la absoluta credibilidad
de la amenaza y, sobre todo, por su terrible magnitud e inmediatez- una de la formas
más agudas y crueles de tortura psíquica que quepa imaginar. Incluso en el caso de que,
finalmente, tales amenazas no se llegasen a cumplir.

d) Empalamientos y crucifixiones
Otra terrible forma de matar, repetidamente constatada tanto por el informe CEH de la
ONU como por el informe REMHI del Arzobispado de Guatemala, fue la vieja técnica del
empalamiento, empleada en ciertos países en épocas medievales y aun posteriores. La
introducción, por el ano o por la vagina, de una estaca afilada por un extremo,
forzándola a penetrar a través del intestino, estómago y órganos superiores, a veces
hasta asomar la punta por la espalda o por un hombro -para lo cual se sentaba por la
fuerza a la víctima sobre la estaca, previamente "sembrada" verticalmente en el terreno-
constituye una de las formas de dar muerte más atroces y más aniquiladoras de la
dignidad de las víctimas. Esta práctica, en los múltiples testimonios registrados, es
descrita por los declarantes con términos tales como "las sentaron" o "las sembraron",
para referirse a las personas que eran asesinadas de esta forma, tras la preparación de
las estacas correspondientes.
He aquí el relato de uno de los numerosos victimarios que, muchos años después de los
hechos, prestó su testimonio voluntariamente ante los investigadores del Arzobispado:
"...cuando los sentaban en las estacas la gente gritaba, y al poco tiempo ya no se oía,
ahí se quedaban sentados. Eso era por parte del grupo de matadores a los que vi.
Fueron a esas cuatro personas, y cinco mujeres también, de las que hicieron uso los
oficiales y las mataron sobre estacas (...). Yo estoy tranquilo al morir de un balazo,
ya que de una vez se muere, pero sentarlo a uno en una estaca que llega hasta el
estómago y le salga a uno, imagínense qué gritos (...) ...yo me sentía mal, pero qué
podía hacer (...) Como uno recibía órdenes..." (Caso 9524 del REMHI). (119)
La misma forma de ejecución aparece registrada en testimonios como los siguientes:
"En la misma mañana secuestraron a otro señor que se llamaba José Reinoso, a
quien también torturaron: le metieron un palo en la garganta, le hicieron un asiento
de estacas y lo sembraron. Allí se quedó muerto. Y allí empezó el temor. Entonces la
gente ya no le tuvo confianza al Ejército." (Caso 2176 del REMHI, Salquil, Quiché,
1980). (120)
"Esa noche encontramos cuatro mujeres y el oficial dijo que en un cerro
dormiríamos con ellas. Luego de hacer uso de ellas, el oficial nos dio la orden de
hacer unas estacas y sembrarlas allí. Allí las sentaron y quedaron las figuras en fila
en la montaña." (Testimonio de victimarios registrado por el REMHI, recogido
también por la CEH). (121)
Cuando el palo era suficientemente largo y los ejecutores suficientemente hábiles, éstos
lograban que la punta del palo saliera por la boca de la víctima, al modo de los antiguos
verdugos del imperio otomano, verdaderos expertos en la materia, y al igual que su
implacable enemigo rumano, el famoso conde Vlad, conocido como "el Empalador" por
su práctica predilecta con los prisioneros turcos que lograba capturar. Exactamente así
fueron ejecutadas varias mujeres, en el caso correspondiente al siguiente testimonio
colectivo, prestado por una comunidad de Huehuetenango ante la comisión
investigadora del REMHI:
"Hay mujeres colgadas, pues se ve el palo adentro de sus partes, y sale el palo en su
boca, colgando así como una culebra." (Testimonio colectivo registrado por
el REMHI, Huehuetenango, s.f.). (122)
En cuanto a las crucifixiones, he aquí algunos de los casos registrados por la misma
Comisión:
"Mi hermano de 15 años fue capturado y torturado. Le obligaron a decir donde
estaba el resto de la gente. Junto con otros dos capturados, J.M.T. y J.T.L.,
comenzaron a juntar a la gente y a decirle que se vengan, que el Ejército no hace
nada, que no los matan. Nos dijeron: a tu hermano sí lo torturaron, le quitaron una
oreja y carne de las canillas (pantorrillas), unos pedacitos. Hicieron una cruz de
madera y lo crucificaron, manos y pies, con clavos, como a Jesús. Después le
echaron gasolina y lo quemaron dentro del convento de Parraxtut; dijeron que
crucificado gritaba. Los otros dos, que con mi hermano iban a buscar gente, no
fueron crucificados sino colgados por el cuello con lazo de las vigas del convento."
(Caso 3893 del REMHI, Parraxtut, Sacapulas, Quiché, 1981). (123)
"Antes de asesinarla la clavaron en una cruz que hicieron, le metieron unos clavos
bien grandes en las manos y en el pecho, después la metieron a la casa para que se
quemara, la encontraron quemada todavía en la cruz. Su niño estaba a su lado,
también quemado, bien quemado." (Caso 1319 del REMHI, Parratxut, Sacapulas,
Quiché, 1983). (124)
"Yo dije: 'Me van a matar, después de lo que me hicieron lo único que puede pasar
es que me maten'. Pero no fue así. Entonces me llevaron a otra puerta, y en esa
puerta había unas tablas en el techo. ¿Usted ha visto la crucifixión? Pues aquí
(había) casi un Jesucristo, había un hombre, era un medio hombre -la cosa más
horrible que yo he visto en mi vida-, un hombre desfigurado totalmente, un hombre
que ya tenía gusanos, no tenía dientes, no tenía pelo, con la cara desfigurada,
colgando, es decir, de los brazos." (...) "En eso llegó uno de la Judicial, llevaba una
hoz pequeñita como para cortar café, roja hirviendo, y agarró el pene y se lo cortó, y
el tipo dio un grito que nunca se me ha olvidado, dio un grito terrible, tan espantoso
que durante muchos años recordé ese grito. El murió." (Caso 5447 del REMHI,
Ciudad de Guatemala, 1979). (125)
"Lo que hemos visto ha sido terrible: cuerpos quemados, mujeres con palos
enterrados (clavados) como si fueran animales listos para cocinar carne asada,
todos doblados, y niños masacrados y bien picados con machetes. Las mujeres,
también matadas como Cristo." (Es decir, crucificadas). (Caso 0839 del REMHI,
Cuarto Pueblo, Ixcán, Quiché, 1985). (126)
Este último caso, correspondiente a una de las más terribles masacres perpetradas en
Ixcán (la de Cuarto Pueblo), registró numerosas variantes en sus formas de asesinar a
hombres, mujeres y niños. Variedad que, tal como refleja este párrafo testimonial,
incluyó la quema de personas, la crucifixión de mujeres y el empalamiento de otras,
aparte del encarnizamiento con los niños, aspecto que más adelante examinaremos de
forma más general en los apartados de "Violencia contra la mujer" y "Violencia contra la
niñez", áreas de la represión que fueron específicamente estudiadas por la Comisión de
Esclarecimiento Histórico de la ONU, según más adelante podremos ver.

e) Civiles forzados a matar a sus vecinos y allegados


Con gran frecuencia los militares, ahorrándose el esfuerzo, obligaron a los patrulleros
(civiles), o incluso a simples vecinos de los mismos pueblos, a matar a cuchilladas o a
garrotazos a los que eran acusados de guerrilleros o de algún tipo de colaboración con
la guerrilla. Esto introducía un ingrediente psicológico de gran crueldad, pues los
verdugos -forzados a ello- eran casi siempre miembros de la misma comunidad que las
víctimas, a veces unidos por lazos de amistad o incluso de parentesco directo con las
mismas personas a las que eran obligados a matar.
Entre los episodios calificados específicamente por la CEH como "casos ilustrativos"
cabe señalar el que se resume a continuación, en el que un patrullero, testigo directo de
los hechos, detalla ante la Comisión la forma en que un teniente del Ejército ordenó el
castigo de otros tres patrulleros de San José Sinaché. Acusando a las tres víctimas de
impedir que la PAC de su pueblo colaborase con el Ejército, obligó a los restantes
patrulleros de San José (vecinos, por tanto, de la misma comunidad) a matar a sus tres
compañeros por machetazos sucesivos, asestándoles cada uno, por turno, un golpe que
no fuera mortal:
“El 24 de mayo de 1982, casi un mes después de haber creado las PAC en San José
Sinaché, el teniente, acompañado de unos 40 soldados, reunió a los patrulleros del
municipio de Zacualpa frente a la iglesia de San Antonio Sinaché, comunidad vecina
a San José Sinaché. A esta reunión asistieron alrededor de 800 patrulleros de varias
aldeas vecinas (...). El teniente ordenó luego que los patrulleros de San José Sinaché
formaran una fila. Frente a ellos se encontraban los soldados y detrás el resto de los
patrulleros. Los despojaron (a los de San José) de sus palos y machetes.”
“El teniente ordenó que los soldados ataran a cada uno de los tres patrulleros a los
cipreses, frente a la iglesia, con las manos amarradas por detrás. El teniente
entregó un machete al resto de los patrulleros de San José Sinaché. Al primer
patrullero de la fila le increpó: 'Vos, mátalo a éste. Si vos no lo matás te mato a
vos'. Les ordenó que no propi-naran machetazos que pudieran matar a sus
compañeros rápidamente, pues su muerte debía ser lenta. Comenzaron por Martín
Panjoj Ramos. Le tocó el turno a un amigo suyo y Panjoj le suplicó, mostrándole el
cuello: 'Dámelo aquí de una vez'. Entonces el teniente insistió en que debía hacerse
'despacito, que hay que aguantar bastante'. Cuando Martín Panjoj murió, el teniente
expresó que era una 'lástima que no aguantó bastante, sólo con tres machetazos se
fue'.”
“Manuel Toll Canil murió después de cuatro machetazos. Antonio Castro Osorio fue
macheteado seis veces; en una de las tandas intervino incluso un familiar; pero
como tardaba en morir, un soldado le dijo al teniente: '¿Qué vamos a hacer? Este
pisado no se muere.' El teniente ordenó que le partieran la cabeza. Entonces, el
soldado le quitó la cabeza (...). Doce patrulleros tuvieron que pasar dando
machetazos antes que sus tres compañeros murieran. Una vez muertos, hacia las
siete de la noche, el teniente ordenó a los propios patrulleros de San José Sinaché
que los enterraran y dijo, señalando a los cadáveres: 'Si no entregan a todos los de
la guerrilla, así les vamos a hacer a ustedes'." (Caso CI 53, San José Sinaché,
Zacualpa, Quiché, mayo, 1982) (127)
De esta forma, a pesar de estar presentes centenares de patrulleros de otras comunida-
des, el oficial obligó a que fueran precisamente los de la misma comunidad de las
víctimas quienes las mataran, aumentando así el castigo psicológico tanto de las
víctimas como de los forzados verdugos. Y el hecho de que tales muertes no se
produjesen a tiros, sino a machetazos, implica para los verdugos obligados una acción
física mucho más agresiva y cruel, que requiere de ellos un mucho mayor esfuerzo físico
y mental, con un grado de desgarro moral y de crueldad forzada mucho mayor que el
simple acto -aunque también difícil y terrible en tal situación- de apretar el gatillo de un
arma de fuego. Y este factor, la imposición del arma blanca como instrumento de
muerte, supone un factor adicional de envilecimiento y crueldad.
Otro de los llamados “casos ilustrativos” de la CEH (designados por las siglas CI
seguidos del número del caso), dentro de este mismo tipo de crímenes, fue el de los
patrulleros de Cucabaj, obligados también por un oficial del Ejército a matar a sus
compañeros. El 19 de diciembre de 1982, los militares reunieron a 150 hombres en el
cementerio de dicho pueblo. Una vez concentrados y rodeados allí por los soldados, un
"guía" (delator encapuchado), después de ser fuertemente presionado y amenazado por
el oficial, señaló a uno de los patrulleros allí reunidos como supuesto miembro de la
guerrilla. El informe de la CEH, mediante testimonios de varios testigos presenciales,
precisa lo siguiente:
"...(el encapuchado) señaló a Diego Nato, un patrullero joven, y éste señaló entonces
a Santos López Tipaz, también patrullero. 'Sólo yo soy guerrillero, yo no voy a
entregar a ninguno, si me matan me matan a mí, pero a balazos, no quiero que me
amarren y me torturen', exclamó Santos López, y, en un intento desesperado por
escapar, salió corriendo. Fue acribillado a tiros por el teniente.”
"Acto seguido, comenzaron a torturar a Diego Nato.(...) 'Estaba en el piso, lo golpea-
ron, lo patearon, le sacaban pelos a montones'. Nato dio los nombres de otros
patrulleros, que fueron detenidos (...). 'Hay que sacar los que están podridos, para
que no pudran a los demás (...)', reprendió el oficial."
"A continuación el oficial ordenó a los patrulleros que pasaran, uno por uno, y que
cortaran el cuello de sus compañeros (los recién nombrados por Nato bajo
tortura), hasta matarlos. Un testigo presencial afirma que debieron hacerlo 'hasta
quitarles la cabeza; también tuvimos que darles con piedras y palos.' De esta
manera el Ejército obligó a los hombres de Cucabaj a matar a sus vecinos Santos
López López, Tomás Ventura González, Tomás López Tiño y Diego Ventura López."
(...)
"Diego Nato también señaló a Tomás Lux, Juan González y Miguel Lux Tiño. Estos,
junto con quien los había delatado, fueron llevados detenidos por los militares,
que reanudaron las torturas para obtener más nombres de guerrilleros de la
comunidad." (Caso ilustrativo CI 43 de la CEH, Cucabaj, Santa Cruz, Quiché,
diciembre, 1982). (128)
Nueve días más tarde, en el mismo lugar, continuó el drama, reproduciéndose la escena
en términos muy similares:
"El 28 de diciembre patrulleros de Lemoa llegaron a Cucabaj con las personas que
habían sido detenidas el 19 de ese mes. Llegaron con evidentes muestras de las
torturas sufridas (...) Y, de nuevo en el cementerio, obligaron a los patrulleros que
estaban de turno a cortarles poco a poco, con un cuchillo, hasta matarlos." (Mismo
caso anterior). (129)
En total, entre estos dos episodios anteriores, englobados ambos bajo el nombre
de Caso ilustrativo CI 43, la CEH identificó a un total de 14 víctimas. Todas ellas eran de
la comunidad de Cucabaj, y miembros de la PAC creada por el Ejército en dicha
población. Sin embargo, todos ellos, pese a ser patrulleros, fueron acusados de
guerrilleros o de colaboración con la guerrilla y fueron sometidos a su trágico destino a
partir de la tortura de otros compañeros. Los cuales, torturados a su vez, denunciaron a
otros, en una trágica cadena de delaciones sucesivas que condujo a una muerte horrible
para todos los nombrados. Delaciones que muchas veces -en este caso como en tantos
otros- podían carecer de todo fundamento, por tratarse de nombres arbitrariamente
mencionados en el ansia desesperada por poner fin a unos terribles tormentos que las
víctimas ya no podían soportar.
El impacto de estos hechos en las comunidades así castigadas, donde los represores
impusieron a sus miembros estas formas de fratricidio intracomunitario, quedó
reflejado en esta frase de un superviviente de la masacre de Cucabaj, en su declaración
ante la CEH:
"Nos hicieron matar a nuestros hermanos, eso no podemos olvidarlo nunca; con ese
peso es que seguimos viviendo. Eso es peor que nos maten los soldados; tenemos
ese doloroso recuerdo para siempre en nuestros pensamientos." (130)
En otros casos el arma obligada no fue el machete sino otra igualmente cruel, el garrote:
"Los expusieron ante todos los moradores de la aldea, mostrando los signos de
tortura de los prisioneros para que la población aprendiera lo que le iba a pasar si
se unía a la guerrilla. Toda la aldea debía estar mirando, o de lo contrario los
mataban, porque ‘si no querían mirar se debía a que también eran
guerrilleros’. Después, los soldados los arrodillaron y obligaron a los patrulleros a
golpearlos con un garrote, hasta matarlos. Antes, les gritaron que fueran rezando
porque iban a morir. Las víctimas iniciaron el 'Padre nuestro' pero el oficial les
interrumpía diciéndoles que no lo hacían correctamente y los comenzaba a
insultar: 'Asesino, no tenés perdón de Dios, te vas a pudrir en el infierno.' Los
soldados llamaron a los patrulleros, los formaron en fila con un garrote cada uno
en la mano. Y así fueron pasando uno por uno. Pasaron todos y como no morían,
uno de los soldados los acuchilló, y más tarde les dieron el tiro de gracia. Una vez
muertos, los soldados encargaron a los patrulleros que tiraran los cadáveres por
ahí y que no les enterraran en el camposanto, porque eran gente de zopilote."
(Caso 5680 de la CEH, Jacaltenango, Huehuetenango, septiembre, 1982).(131)
He aquí otro caso en que los militares obligaron a la patrulla de un determinado pueblo
del Quiché a matar a doce de sus convecinos:
" 'En este momento nosotros no hacemos la muerte (no matamos), sino que la
misma patrulla de aquí, de la comunidad, son ellos los que los matarán. Esta gente
que está aquí, doce hombres, van a morir. Claro está escrito en la Biblia: El padre
contra el hijo y el hijo contra el padre.' Así dijo el hombre. Así hicieron empezar,
y los patrulleros unos llevan cuchillo, otros llevan palo, a puro palo y a puro cuchillo
los mataron a esos doce hombres (...) Después que ya habían matado a los doce
hombres (...) fueron a traer gasolina y los juntaron, mandaron a los patrulleros que
los amontonaran y les dijeron: 'Ustedes mismos los van a quemar.' Nos mandaron
juntar a seis y seis. Fuimos a traer palos, hoja de pino y les dieron gasolina a ellos, y
se hicieron ceniza de una vez, delante de nosotros (...) Cuando se quemaron todos
dieron un aplauso (los soldados) y empezaron a comer." (Caso 2811 del REMHI,
testimonio de un ex soldado, Chinique, Quiché, 1982). (132)
El mismo caso es relatado por otro testigo, éste civil, que aportando más detalles explica
como doce mujeres fueron enviadas a traer otras tantas gallinas para que comieran los
soldados. He aquí el relato de este testigo:
" 'Vayan a traer una gallina cada una (ordenó el oficial), son doce hombres y doce
son ustedes, mujeres, entonces son doce las que traerán para el almuerzo.' Ellas se
fueron rápido y trajeron las gallinas de sus casas. Entonces empezó la masacre. Si el
hijo cumple con las patrullas y el padre no, es el hijo el que mata al papá, si es el hijo
el que no cumple, es el papá el que se mancha las manos para matar al
hijo. Después (...) las señoras mismas empezaron a preparar las doce gallinas. El
Ejército las mandó hacer bien la comida, después que ya habían matado a los doce
hombres." (Mismo caso 2811 del REMHI, recién citado). (133)
Esta forma de disponer de las mujeres obligándolas a traer comida, a cocinar, otras
veces incluso a bailar, al mismo tiempo que mataban a sus hombres o a sus hijos -o,
como en este caso, inmediatamente después de haberles obligado a matarse unos o
otros-, fue una de las formas de humillación y burla utilizadas por el Ejército en las
masacres de los pueblos. Otras veces, el uso y abuso llegó aun más lejos, cuando la
tropa usó a las mujeres de una determinada comunidad como cocineras y como objetos
sexuales mientras duró su estancia en un pueblo, para finalmente matarlas al
abandonarlo, según se registra en algunos testimonios del REMHI y de la CEH.
También, este último caso –igual que los siguientes- refleja la coacción, no ya grave sino
mortal, ejercida por el Ejército sobre los campesinos de las PAC para que cumplieran las
tareas de vigilancia y exploración encomendadas a tales patrullas. Igualmente refleja el
tipo de crímenes que eran obligados a cometer en el seno de su propia comunidad, y, a
veces, dentro de su más íntimo ámbito familiar (entre padres e hijos). He aquí otro
testimonio que refleja el mismo hecho:el grado de coacción que pesaba sobre los civiles
de las PAC a la hora de cometer los asesinatos que el Ejército les ordenaba ejecutar.
"Y ese oficial nos decía que si no los matábamos nosotros, a todos nos iban a matar.
Y así sucedió que tuvimos que hacerlo, no niego que sí tuvimos que hacerlo, porque
nos tenían amenazados." (Caso 1944 del REMHI, testimonio de un ex miembro de
las PAC, Chiché, Quiché, 1983). (134)
Aunque, a veces, patrulleros de otras comunidades eran utilizados para realizar
ejecuciones, preferentemente eran designados para ello los patrulleros de la misma
comunidad de las víctimas, para acentuar con ello los factores de escarmiento y
ejemplaridad. Así fue, entre tantos otros, en el caso siguiente:
"Juan Ixchop, vecino de la comunidad de Xoljuyub, fue muerto en el mes de julio de
1985; ése era día de mercado, lo estaban esperando en el camino y lo mataron con
cuchillo, lo degollaron; fue en la cabecera municipal, cerca de la entrada del pueblo.
Como él no quería patrullar, por eso lo mataron. Quienes no hacían patrulla eran
mal vistos por los jefes de las PAC y los ponían en la lista negra. Los que le dieron
muerte eran patrulleros de Xoljuyub." (Caso 2362 de la CEH, San Pedro Jocopilas,
Quiché, julio, 1985). (135)
Fue, por tanto, la patrulla de su propia comunidad la encargada de la eliminación de la
víctima, en este caso por negarse a patrullar.
Con frecuencia, los asesinatos cometidos por los patrulleros civiles revistieron formas
de extrema crueldad:
"Tomás Xon Tecún fue sacado de su casa por los patrulleros civiles, llevándoselo
para el cementerio del cantón. Estando allí le colocaron los lazos en el cuello; cada
extremo del lazo era jalado (estirado) por tres patrulleros, y otro le acertó un
garrotazo en la cabeza, provocándole desmayo. Los patrulleros le dieron por
muerto y lo enterraron. En ese momento la víctima empezó a gritar,
pero rápidamente le echaron tierra sobre el cuerpo y los gritos poco a poco se
fueron perdiendo." (Caso 2836 de la CEH, Chichicastenango, Quiché, mayo 1983).
(136)
"En 1981 los patrulleros capturaron a tres miembros de la misma familia:
Marcelino Pou, Jacinto Yat y a Josefina Yat. A ella la balearon, y a Marcelino y Jacinto
los amarraron con una soga al cuello, los introdujeron en un hoyo al que echaron
gasolina y los quemaron. Las PAC siguieron persiguiendo al resto de los familiares,
pero huyeron." (Caso 11052 de la CEH, Cobán, Alta Verapaz, 1981). (137)
A veces, las denuncias, dentro de la misma comunidad, procedían de miembros de la
propia familia de las víctimas, que provocaban la acción de los patrulleros:
"Edmundo era integrante del EGP. El día que lo mataron había llegado a visitar a su
esposa a la cabecera municipal (...). Su suegra dio aviso a los patrulleros de que
estaba allí, y el jefe de las PAC lo capturó. Los patrulleros le dieron muchos golpes
con palos en el cuerpo, y cuando ya se estaba muriendo lo colgaron en el palo de
durazno que quedaba frente al puesto de salud, allí lo ahorcaron. El lazo se reventó
y buscaron otro lazo más grueso y lo volvieron a colgar. Su cuerpo pasó un día
colgado." (Caso 5399 de la CEH, Concepción Huista, Huehuetenango, enero,
1983). (138)

f) Otras formas de tortura de gran crueldad y larga duración: hoyos, pozos, fosas
fecales, reclusión con cadáveres descompuestos
Tal como precisa el informe de la CEH:
"Los centros de interrogatorio de las unidades militares contaban con instalaciones
preparadas especialmente (...) Eran calabozos, pozos con agua, retretes, fosas con
cadáveres. La sola permanencia en estos recintos suponía una tortura
permanente y agotadora que podía volver demente a la víctima." (139)
"Las fosas donde tiraban los cadáveres, en las unidades militares, también se em-
pleaban como lugares de detención, para mortificar a los detenidos, torturándolas
con el espectáculo de los restos de las personas que con anterioridad habían sido
ejecutadas en las bases militares. Esta fue la experiencia de Juan, secuestrado por
soldados del destacamento militar de El Chal, Santa Ana, El Petén: encerrado en
un casa oscura donde había más gente, sin darles de comer, ni beber, donde
incluso había cadáveres ya engusanados de gente que mataban y ahí la
dejaban".(Caso 12148 de la CEH, Santa Ana, Petén. septiembre, 1982). (140)
"En la base militar de Playa Grande había celdas especiales construidas
totalmente de lámina, que eran sumamente calurosas en el verano, y en el
invierno se llenaban de agua. También habían hoyos y piletas cubiertas con
láminas (...).Los detenidos defecaban en este lugar, por lo que había un hedor
permanente en el ambiente". (Caso ilustrativo CI 17 de la CEH, Cantabal, Quiché,
1981-82). (141)
Dentro de este tipo de torturas, a la vez físicas y psíquicas, a las que podríamos
calificar de “extremada crueldad ambiental”, cabe citar el caso de un guerrillero que
(al igual que se hizo con otros), mediante un largo proceso de "ablandamiento" y
"reeducación", fue obligado a colaborar con el Ejército y a señalar los campamentos de
sus antiguos compañeros. Entre los tratamientos “ablandatorios” y “reeducativos” a
los que fue sometido se incluyó la larga permanencia en un calabozo de dimensiones
mínimas, junto a un cadáver putrefacto y otros restos humanos. Según precisó ante
la Comisión:
"Fue detenido en el mercado de Pochuta por tres soldados que lo acusaron de
guerrillero. Lo llevaron al destacamento de esa población a las 12 del día. Fue
sometido a un severo interrogatorio: se le colgó de los tobillos, se le aplicaron
electrodos en el ano, se le suspendió de las muñecas y tobillos de tal manera que
fuese más fácil patearle los testículos; cuando estaba a punto de perder la
conciencia, una y otra vez; se le introdujo en una pila de agua friísima. No durmió
durante una semana entera porque le despertaban con agua o disparando armas
muy cerca de sus oídos. No comió; para mantenerle vivo le daban agua mezclada
con harina (...) ".
"A los siete días de estar ilegalmente detenido, como a la una de la madrugada, fue
sacado del destacamento y llevado al cuartel general de la zona militar, en
Mazatenango. Fue introducido en un retrete nauseabundo. Allí permaneció atado
recibiendo orina de los soldados, quienes además le introducían en la boca los
papeles con los que se habían limpiado el ano. Los jefes castrenses le hicieron una
proposición: si cooperaba le darían comida, vestido, botas, y un salario. Si
rehusaba le torturarían lentamente hasta morir. No tuvo más remedio que
aceptar. Lo trasladaron a una bartolina (calabozo) estrechísima, húmeda,
maloliente; pero le quitaron las ataduras de pies y manos. En esa bartolina había
restos humanos, un cadáver en estado de putrefacción. Había otros huesos y
restos de pantalones y camisas". (Caso 4212 de la CEH, Pochuta, Chimaltenango,
julio, 1988). (142)
Sometido a esta insufrible situación, la víctima no pudo resistir y empezó a colaborar
con sus torturadores:
"Una vez a la semana le ponían uniforme militar y un pasamontañas (...); al llegar
a los lugares se le obligaba a señalar los campamentos guerrilleros. En una
ocasión encontró un campamento guerrillero y se dio un combate entre las
tropas. Tres días después de esta acción militar, por la noche, fueron ingresados
varios hombres civiles e indígenas, se les veía heridos o torturados. En la
madrugada se oían gritos terribles. Desde su cuarto presenció aterrorizado el
despedazamiento de varios detenidos, a filo de machete. Pasaron varios meses.
Quería suicidarse, pero no encontraba el arma ni la oportunidad para
hacerlo." (Mismo caso anterior). (143)
Otro caso descriptivo de estas mismas técnicas de tortura, incluyendo la reclusión en
hoyos o pozos junto con cadáveres descompuestos, fue el tratamiento sufrido por el
hermano pequeño de Rigoberta Menchú en el campamento militar donde permaneció
detenido. He aquí algunas de las torturas que sufrió, antes de ser asesinado:
"En el campamento lo sometieron a grandes torturas, golpes, para que él dijera
dónde estaban los guerrilleros y dónde estaba su familia. Qué era lo que hacía con
la Biblia, por qué los curas son guerrilleros. Ellos acusaban inmediatamente a la
Biblia como un elemento subversivo, y acusaban a los curas y a las monjas como
guerrilleros. Le preguntaron qué relación tenían los curas con los guerrilleros.
Qué relación tenía toda la comunidad con los guerrilleros. Así lo sometieron a
grandes torturas. Día y noche le daban grandes, grandes dolores. Le amarraban, le
amarraban los testículos, los órganos de mi hermano, atrás con un hilo, y le
mandaban correr. Entonces, eso no permitía, no aguantaba mi hermanito los
grandes dolores, y gritaba, pedía auxilio. Y lo dejaron en un pozo, no sé cómo le
llaman, un hoyo donde hay agua (...) y allí lo dejaron desnudo durante toda la
noche. Mi hermano estuvo con muchos cadáveres en el hoyo, donde no aguantaba
el olor de todos los muertos. Había más gentes allí, torturadas. Allí donde estuvo,
él había reconocido muchos catequistas, que también habían sido secuestrados en
otras aldeas, y que estaban en pleno sufrimiento como él estaba."
"Mi hermano estuvo dieciséis días en torturas. Le cortaron las uñas, le cortaron
los dedos, le cortaron la piel. Muchas heridas, las primeras heridas estaban
hinchadas, estaban infectadas. El seguía viviendo. Le raparon la cabeza, le dejaron
puro pellejo y, al mismo tiempo, cortaron el pellejo de la cabeza y lo bajaron por
un lado y los dos lados, y le cortaron la parte gorda de la cara. Mi hermano llevaba
torturas en todas partes de su cuerpo, cuidando muy bien las arterias y las venas
para que pudiera aguantar las torturas y no se muriera." (144)
Una de las formas más crueles de dar muerte, por el propósito que implicaba de
prolongar al máximo los sufrimientos de la víctima y de sus seres queridos, fue el
abandono de personas previamente debilitadas por la tortura, que eran atadas a un
palo, árbol o similar, y abandonadas hasta su muerte por los efectos del hambre, la
sed, el frío nocturno, los calores abrasadores del sol, y la agresión de los animales
salvajes. He aquí algunos de los casos de este género registrados por elinforme de la
CEH:
"Uno de los efectos de la frecuente exposición pública de cadáveres (incluso de
víctimas todavía agonizantes) fue facilitar que los cuerpos fueran comidos por
perros y otros animales, lo que contribuía a la deshumanización de los
sacrificados y al sufrimiento de los familiares. En un caso la víctima fue atada a un
palo y lo dejaron expuesto al sol del día y al frío de la noche, sin comida y sin agua.
No lo apartaron de allí, ni siquiera después que hubo muerto, sino dejaron que los
perros y los zopilotes lo devorasen." (Caso 5383 de la CEH, Nentón,
Huehuetenengo, junio, 1985). (145)
"A Santos lo amarraron, para depositarlo a continuación en un pozo de agua
donde permaneció colgado por un día y una noche. Sufrió mucho porque en esa
época hacía mucho frío y hubo lluvia. Cuando lo sacaron del pozo, todavía mojado,
lo ataron a un palo. Lo colocaron cerca de la escuela y lo abandonaron allí hasta
que murió." (Caso 5135 de la CEH, San Pedro Necta, Huehuetenango,
1986). (146)
En ocasiones, el ataque de los animales salvajes podía producirse incluso con las
víctimas todavía vivas, cuando su debilidad extrema ya no les permitía defensa alguna.
Tal fue el caso de Mariana, niña de dos años, y de su padre, en el siguiente caso
registrado por la Comisión de la ONU:
"Luego de que los soldados mataran a su madre, dejaron sola a Mariana para que
se la comieran los coyotes. Los coyotes le comieron las piernas y los brazos. Su
padre también fue torturado hasta desfallecer y dejado en el campo para ser
comido por los animales. Era dueño de una tienda. Los soldados llevaron un
camión grande donde cargaron toda la mercadería." (Caso 13021 de la CEH,
Uspantán, Quiché, junio,1981). (147)
Dentro de estos casos de abandono hasta la muerte se incluye, de forma destacada, el
de la madre de Rigoberta Menchú. Resumiendo los datos referidos en el libro
testimonial de su hija, dicha señora fue secuestrada el 19 de abril de 1980 y conducida
al campamento militar de Chajup (el mismo donde su hijo pequeño fue en su día
largamente torturado). Allí fue inicialmente sometida a las mismas torturas que
padeció su hijo: introducida en los mismos hoyos, fue también torturada y mutilada,
además de sistemáticamente violada. Considerada como responsable de una familia
subversiva, fue Interrogada sobre el paradero de sus hijos, pero siempre se negó a
contestar. Al tercer día ya le habían cortado las orejas, pero la tortura continuó.
Durante muchos días se la mantuvo sin alimento alguno. Después fue nuevamente
reanimada y alimentada para someterla a nuevos interrogatorios.
Con sus heridas infectadas y ya en estado preagónico, fue abandonada bajo un árbol,
sometida a los calores sofocantes y a los fríos nocturnos, en un lugar plenamente
vigilado dentro del recinto militar, con el designio de dejarla morir, castigo que en
aquel campamento solía aplicarse en los hoyos o pozos destinados al efecto. Aquella
mujer, de fortaleza física poco común, resistió mucho más allá de toda previsión.
Algunas de sus heridas iniciales estaban ya tan gravemente infectadas que aparecían
llenas de gusanos, por el efecto de ciertas moscas tropicales que producen dicho
efecto sobre las heridas cubiertas de suciedad.
Cuando finalmente falleció, sus restos fueron deliberadamente mantenidos en aquel
lugar hasta ser devorados y dispersados por perros, animales salvajes, zopilotes y
otras aves carroñeras. Finalmente, al cabo de cuatro meses apenas quedaba resto
alguno de su cadáver. Datos, todos ellos, detallados en el libro sobre Rigoberta
Menchú anteriormente citado. (148)

g) Las masacres. Matanzas colectivas y exterminio de comunidades


El informe REMHI del Arzobispado de Guatemala contabiliza 422 masacres (149), y el
informe de la CEH de Naciones Unidas, más exhaustivo y realizado con más medios,
eleva la cifra a 626 para todo el período estudiado, de 1962 a 1996(150). Hay que
precisar que estas masacres tuvieron como víctimas a comunidades
mayas, precisamente en núcleos rurales de población civil desarmada que no opuso
resistencia alguna. En ningún caso, por tanto, estas matanzas correspondieron a
choques armados entre el Ejército y la guerrilla.
Precisa el informe REMHI:
“La mayor parte de las masacres se llevaron a cabo mostrando una crueldad
extrema, con un carácter de destrucción total y de terror ejemplificante contra la
población civil. En gran parte de los testimonios se asocia la quema de las casas
(56%) y la quema de los cuerpos, lo que coincide con el relato de los testigos que
refieren en ocasiones cómo mucha gente murió calcinada, o se quemaron los
cuerpos dentro de las casas, una vez que habían sido asesinados.”(151)
“Junto con la quema y destrucción de las casas, las torturas y atrocidades masivas
cometidas (también en el 56% de los casos) y las capturas de población
(52%), fueron los elementos más frecuentes que aparecieron en más de la mitad
de las masacres analizadas." (Los porcentajes entre paréntesis pertenecen al texto
original). (152)
Los datos testimoniales registrados sobre la realización de las masacres
resultan atroces de por sí. He aquí el testimonio de una persona cuya muy amplia
familia fue exterminada en una de las numerosas masacres perpetradas en 1982:
"Estaban tirados. A algunos les perforaron la garganta con machete, a otros les
partieron la cabeza, a otros les cortaron o machetearon el rostro (como cuando
pelan un palo), así encontré a mis papás. Pues diez estaban muertos en la casa con
arma de fuego, primero les dispararon y después (para rematarlos) les cortaron
la garganta, a cada uno le cortaron la garganta. (...). A una niña pequeña de
nuestro sobrino le sacaron su pierna, estaba tirada a un lado, y su cabeza estaba
lejos. Un joven muchacho iba a irse y allí fue donde lo mataron, sólo estaba su pie
y sólo estaba su cabeza, lo dejaron tirado. Y mi papá estaba embrocado (tirado
boca abajo) en medio de la casa, y mi abuela estaba sentada cerca del fuego entre
la ceniza (...). Y a dos sobrinos los mataron, les cortaron el cuello. Y a otra
mujercita también la llevaron y la tiraron encima con las piernas abiertas. Había
algunos que estaban con la cara pelada. Ya no se reconoce que son personas, y la
sangre en la casa era demasiada." (Caso 0553 del REMHI, masacre de Aldea
Chiquisis, San Pedro Carchá, Alta Verapaz, 1982). (El primer paréntesis pertenece
al texto original). (153)
En el transcurso de las masacres, el empleo del fuego como forma directa de matar a
personas en sus respectivas casas fue ampliamente utilizada, como en los casos
siguientes:
"Entraron los soldados a la casa. Francisca se encontraba torteando (asando
tortas) en compañía de sus dos nietas. Ella no quiso abandonar su casa. El Ejército
las torturó, juntaron basura para prender fuego y las quemaron." (Caso 4656
del REMHI, masacre de Aldea Xolcuay, Chajull, Quiché, 1982). (154)
"Alfonso Molina y Enrique Molina se quemaron en la casa. Ya sólo (se veían) los
huesos, las cabezas, pequeñitas en el fuego. También estaban, entre esta familia,
Venancio y Florinda, que murieron carbonizados en el fuego." (Caso 4050
del REMHI, masacre de Aldea Xix, Chajul, Quiché, 1981). (155)
Otros casos revelan también, junto al horror del exterminio de las víctimas, la
destrucción de los bienes de las comunidades masacradas:
"En la misma aldea, el 10 de febrero de 1985 entraron nuevamente y allí
asesinaron a 19 personas, unos con cuchillos, otros con balas y otros fueron
quemados vivos. También quemaron las casas, cortaron las milpas, mataron todos
los animales, quebraron las piedras de moler, los machetes, los azadones." (Caso
4163 del REMHI, masacre de Chacalté, Chajul, Quiché, 1985). (156)
En otras ocasiones, las matanzas fueron seguidas de saqueos sistemáticos de los
bienes de las víctimas:
"Después de todo esto, cuando habían matado ya a mucha gente, entonces los
comisionados de varias aldeas alrededor de Cahabón se juntaron y, con los
soldados, llegaron a recoger todo lo que tenían aquellas personas: sus machetes,
sus ropas nuevas, 'naguas' nuevas (prendas femeninas), azadones, piedras de
moler, sus cubetas, y todo lo que les servía a las personas (...) se lo llevaron."
(Caso 5931 del REMHI, masacre de Sechaj, Pinares, Alta Verapaz, 1982). (157)
Tanto los comisionados militares como las PAC tuvieron importante protagonismo en
las masacres y en la destrucción de las comunidades. He aquí un testimonio sobre la
actuación de las PAC de Xoxoc en la masacre de Río Negro, donde mataron a los
adultos y se llevaron a los niños, para obligarles a trabajar a su servicio en su propia
comunidad:
"Después de todas las violaciones (las PAC de Xoxoc) se llevaron a los niños a su
comunidad. Se reían porque lograron acabar con la comunidad de Río Negro. Uno
decía: yo maté ocho, yo diez, yo quince. Y otro dijo: yo veinte. Allí estaban
escuchando los niños que se llevaban de nuestra comunidad. Los niños ya no
fueron a la escuela, sino que fueron obligados a trabajar, y así quedó destruida
nuestra comunidad." (Caso 0544 del REMHI, masacre de Aldea Río Negro,
Rabinal, Baja Verapaz, 1982). (158)
Por su parte, el informe de la CEH de Naciones Unidas señala en estos términos la
gravedad del fenómeno de las masacres y la extrema crueldad exhibida por sus
autores:
"Las cifras revelan la magnitud del fenómeno de las masacre como parte de las
operaciones militares del Ejército para acabar con el 'enemigo interior'. En la
aplicación de la estrategia contrainsurgente, cientos de comunidades fueron
arrasadas en diferentes regiones del país a lo largo del enfrentamiento
armado. Los métodos utilizados durante estas ejecuciones colectivas demuestran
el nivel de crueldad con que los hechores se ensañaron contra las víctimas, todas
ellas población civil indefensa y desarmada." (159)
Dentro de las masacres registradas, la CEH señala dos tipos: las indiscriminadas y las
selectivas. Las primeras eran las efectuadas "sin que existiera ningún elemento de
selección individual" (160). Entre estas masacres indiscriminadas cabe mencionar por
ejemplo la siguiente, perpetrada en 1982 en la hacienda San José del Río Negro, en
Cobán, Baja Verapaz:
"Los soldados habían ingresado a la comunidad desde el día 20 de octubre de
1982 y realizaron la masacre el día 22. Mataron a todos los que se encontraban en
el lugar, salvo a una persona que logró huir y es el único superviviente. Antes de
iniciar las ejecuciones, las mujeres fueron separadas de los hombres y violadas
sexualmente. A todos se les negó el alimento durante dos días. El día de la
masacre los hombres fueron levantados y obligados por miembros de la tropa a
cavar una zanja. Una vez finalizada la tarea, todos los miembros de la comunidad
fueron forzados a hacer una fila alrededor de la zanja, y a cada uno le preguntaron
donde estaban los comunistas y los guerrilleros. En la medida que no respondían ,
un teniente daba la orden de asesinar a machete a cada una de las víctimas,
incluidos los niños. Luego de que los cuerpos caían en la zanja, el teniente
ordenaba rematarlos con ráfagas de ametralladora. Después la tropa saqueó las
casas, para luego quemarlas y comerse a los animales domésticos que quedaban .
Antes de abandonar el lugar machetearon la milpa y los frijoles, y les prendieron
fuego." (Caso 9001 de la CEH, Cobán, Alta Verapaz, octubre, 1982). (161)
Las masacres selectivas, en cambio, se caracterizaron por "algún elemento claro de
selección de las víctimas, individualmente consideradas"(162). Este elemento de
selección podía ser de dos tipos. Uno, el uso por los militares de una lista de los
supuestos guerrilleros o colaboradores, conseguida previamente bajo tortura de algún
o algunos otros miembros de la misma comunidad. Y la otra forma de selección, más
directa y dramática, pues implicaba la presencia física del delator, consistía en el uso
de un "señalador" que, generalmente encapuchado, identificaba y señalaba a los
supuestos guerrilleros. Generalmente el señalador había sido previamente torturado
hasta obligarle a delatar a sus convecinos.
Esta forma de selección comportaba un dramatismo de difícil descripción, pues el
simple hecho de ser señalado por el delator equivalía a una fulminante e
inapelable sentencia de muerte, casi siempre precedida de mutilaciones o torturas de
variable duración. Por otra parte, estas situaciones sirvieron no pocas veces para
zanjar viejas rivalidades y disputas intracomunitarias, pues ciertas personas fueron
señaladas -y con ello sentenciadas a terrible muerte- por motivaciones de venganza o
viejos rencores de carácter personal o familiar, y, a veces, incluso por intereses
económicos, según señala el informe de la CEH a partir de su amplia casuística
testimonial. (163)
He aquí el relato de un campesino de San Mateo Ixtatán, que narró así ante la CEH su
participación forzada en una de las masacres, en julio de 1982:
"Aquel día los soldados llegaron llevando a un guerrillero enmascarado y
amarrado. Tenía como una gorra sobre su rostro... Reunieron a las mujeres en un
lugar, y a los hombres en otro. A ellos los pusieron en cinco filas. Luego el
guerrillero pasó cinco veces entre los hombres, diciendo 'aquél sí, aquél no'. Este
guerrillero caminaba como un loco. No podía caminar bien y apenas lograba
sostenerse en pie. Vimos una parte de su cara, que estaba hinchada y tenía
moretones (...) Creo que ya había perdido el control y sólo imaginaba quienes
entre nosotros eran guerrilleros... Después de haber señalado 37 ó 38 hombres,
el Ejército nos obligó a afilar palos, igual que los palos que usamos para sembrar
maíz. Nos preguntó el teniente: '¿Saben cómo matar a la gente?' Nos enseñó
como matar (con los palos afilados), era como sembrar milpa, sólo que en el
cuello de las gentes, en vez de en la tierra. Nos dijo el teniente: 'Ustedes saben
cómo manejar machetes', y nos obligó a machetear a nuestros hermanos. A unos
les quitamos la cabeza, a otros los brazos. Unos aguantaron mucho y sufrieron
mucho el dolor. Al fin unos quedaron puros trozos, otros no murieron (...), y luego
él disparó a los que no habían muerto todavía. La verdad es que no sabíamos
manejar armas. Luego obligaron a los hombres a hacer uno hoyo grande para
echar los cuerpos. Los cadáveres todavía se encuentran allí." (Caso 6075 de
la CEH, San Mateo Ixtatán, Huehuetenango, julio, 1982). (164)
La actuación de ese delator, supuesto guerrillero, con el rostro -parcialmente visible-
hinchado y golpeado, evidenciaba el tratamiento que había recibido antes de su
actuación como señalador. Y el hecho de que "caminaba como un loco" y que "apenas
lograba sostenerse en pie" añade el dato de que, con gran probabilidad, había sido
torturado con profundos cortes o despellejamientos de las plantas de los pies, práctica
muy habitual dentro de las formas de tortura que el Ejército solía practicar.
Otro caso, dentro de este mismo tipo de masacres previo señalamiento individual de las
víctimas, fue el siguiente:
"El Ejército llegó e hizo formar a los hombres. Llevaron a una mujer prisionera de la
vecina aldea de Xejolón, quien fue obligada a señalar a algunos de ellos. Estuvo
envuelta en una capa y con su güipil enrollado y medio escondido en la
cadera. Fueron señalados once varones y una mujer, a quienes torturaron durante
unas dos horas. Les quebraron las piernas, les quemaron las lenguas, los colgaron,
los amarraron del cuello con lazos. Se pararon encima de ellos (se subieron sobre
ellos, pisándolos) y les sacaron los dientes a culatazos. Fueron asesinados,
degollados algunos y fusilados otros." (Caso ilustrativo CI 19 de la CEH, Patzún,
Chimaltenango, 1982). (165)
A modo de descriptivo resumen de lo que fueron los centenares de masacres
registradas por la Comisión de la ONU, cabe reproducir el párrafo 3052 de su informe:
"En la mayoría de los casos, las masacres no se limitaron a la eliminación masiva de
individuos, sino que fueron cometidas mediante acciones de barbarie de tal
magnitud que, en una primera lectura, hasta podrían provocar cierta incredulidad.
Sin embargo, las imágenes -todavía vivas en los testigos- de cuerpos degollados,
cadáveres mutilados, mujeres embarazadas con sus vientres abiertos a bayoneta o
machete, cuerpos 'sembrados' en estacas, 'olor a carne quemada' de las personas
abrasadas vivas, y perros devorando los cadáveres abandonados que no se
pudieron enterrar, corresponden a lo realmente acaecido. La reiteración de los
hechos en decenas de comunidades, contados por miles de personas que dieron sus
testimonios en forma individual o colectiva, y recogidas en otras fuentes plena-
mente confiables registradas por la CEH, los hacen innegables. Asimismo las
exhumaciones realizadas en los casos de masacres han aportado elementos de
prueba material sobre el grado de sevicia con el que se realizaron." (166)

h) Violencia desatada contra la niñez


Dentro del terrible panorama de violación de derechos humanos de todo género
registrado en Guatemala durante aquella vasta represión militar (especialmente
durante el terrible quinquenio 1978-83), llama la atención el trato inhumano aplicado
al más inocente y vulnerable de los sectores sociales: la niñez.
Dice al respecto el informe de la ONU:
”Durante el enfrentamiento armado interno uno de los sectores que fue profunda-
mente afectado por la violencia fue la niñez. En su afán de desatar el terror en la
población, el Estado generalizó la violencia en las áreas de conflicto, ocasionando
la muerte de la población de modo indiscriminado. Miles de niños fueron objeto
de violaciones de sus derechos humanos en un contexto de violencia que rebasa la
imaginación más poderosa. La muerte de nonatos como consecuencia de la
tortura o muerte de mujeres embarazadas, en circunstancias aterradoras, así
como la ejecución arbitraria de los niños más pequeños, estrellándolos contra el
suelo, piedras o árboles, refleja el grado de crueldad que se ejerció contra uno de
los grupos más vulnerables de la sociedad.” (167)
Empezando por los nonatos, reiterados testimonios muestran que la muerte de
mujeres en avanzado estado de gestación fue una práctica sumamente frecuente,
encaminada a impedir la transmisión de la vida en aquellas comunidades mayas que
se trataba de destruir. En este sentido, constata el informe de la CEH:
"El efecto directo de las matanzas de nonatos consistió en impedir nacimientos
dentro del grupo indígena. El ensañamiento con que se realizaron produjo
también un efecto simbólico. Para el pueblo maya, las matanzas de nonatos tenían
el mensaje cultural de matar la semilla, la raíz, afectando las posibilidades de la
continuidad biológica de los colectivos indígenas." (Caso ilustrativo CI 91 de
la CEH, Quiché, 1979-1983). (168)
Entre múltiples testimonios similares, cabe citar los siguientes:
"Mi hija no tenía delito, estaba embarazada de nueve meses. Dentro suyo llevaba
la vida. Los soldados se la llevaron igual. Los soldados no respetan a nuestra
gente. En su vientre llevaba la semilla a punto de dar cosecha, como la madre
tierra." (Testigo clave TC 591 de la CEH). (169)
"Se podía ver cómo las golpeaban en el vientre con las armas, o las acostaban y los
soldados les brincaban encima una y otra vez, hasta que el niño salía
malogrado (...), y en las iglesias había residuos como de placenta y cordón de
ombligo, cosas de parto." (Caso ilustrativo CI 31, La Libertad, Petén, diciembre,
1982). (170)
"El Ejército vino otra vez, rodeando el lugar. Abrieron la panza de una mujer
embarazada y sacaron al nene, y al nene le pusieron un palo por atrás hasta que
salió por su boca. Y se quedaron pudriendo los dos." (Caso 11314 de la CEH, San
Cristóbal, Alta Verapaz, marzo, 1982). (171)
"A la víctima, que estaba embarazada, la violan. Luego la cortan con cuchillo,
degollándola, y finalmente le abren el vientre. Ya tenía ocho meses de embarazo.
Le arrancan al niño y luego intentan quemarla. A las horas regresan algunos
vecinos, que la logran enterrar, no así al niño, quien ya está casi comido por los
perros." (Caso 2309 de la CEH, Uspantán, Quiché, octubre 1981). (172)
"A algunas mujeres les habían abierto el vientre, porque estaban embarazadas (...)
Luego las colgaban como chivos." (Caso 16043 de la CEH, San Miguel, Uspantán,
Quiché, 1983). (173)
"Cuando secuestraron a nuestro padre y lo torturaron delante de nosotros, el que
actuaba como jefe del grupo de la G-2 nos dijo: 'A ustedes hay que exterminarlos
a todos, desde el más grande hasta el más chiquito, hasta que no quede uno
solo, para que la raíz no retoñe de nuevo'." (Caso 13375 de la CEH, Santa Lucía
Cotzumalguapa, Esquintla 1981-1983). (174)
Respecto a la forma de eliminar a las víctimas infantiles, la repetidamente
citada comisión investigadora de la ONU pudo comprobar que, según la edad de las
víctimas, los militares aplicaron distintas formas de matar. "Durante las masacres la
crueldad para ejecutar a los niños entre los cero meses y los cinco años fue
particularmente impactante", afirma el informe de la CEH. (175)
Esta trágica realidad queda patente en casos como los siguientes:
"Ella está muerta por las balas, pero sus hijos de tres y cinco años están con sus
cabezas estrelladas contra otro palo (tronco) de mango. Se ve la sangre y el
cerebro (...)" (Caso 2756 de la CEH, San Antonio Sinaché, Quiché, marzo,
1982). (176)
"A los niños de pecho los mataban contra el piso o las paredes (...)". (Caso 3002 de
la CEH, Nebaj, Quiché, septiembre, 1984). (177)
"Debajo de la cama encuentro a los tres niños. No han muerto por balas. Levanto a
uno y veo que tiene toda la cara destrozada, como que lo hubieran golpeado con
palas o los hubieran reventado en el suelo. Ya no tienen dientes, y los huesos de la
cara, cerca de la boca, están como colgando. Los tres están muertos de la misma
forma, y los tres son de edades muy pequeñas (...) Cuando ya creo que algunos
han sobrevivido, al final del frutal, encuentro que debajo del mangal se hallan tres
niños, los cuales tienen el cráneo destrozado. En el tronco hay aún señales de que
fueron estrellados contra ese tronco, ya que además de sangre hay parte del
cerebro (...)" (Caso 2756 de la CEH, San Antonio Sinaché, Quiché, marzo,
1982). (178)
"Durante todo el día los soldados siguieron torturando y masacrando a los niños,
mujeres y hombres en varias formas. Primero quitaron los niños a sus mamás y se
quedaron amontonados juntos y llorando. A algunos les rompieron la cabeza
mientras que a los que estaban mamando, vivos les quebraron (...) Conocí a un
soldado que participó en la masacre de Cuarto Pueblo (...) Me dijo que a él le daba
lástima, pero como veía que los demás lo hacían, él también lo hacía. Cuando los
niños veían caer a sus padres salían huyendo, y había un soldado detrás de la
pared y con un machete les cortaba el cuello según pasaban (...)" (Caso CI 4 de
la CEH, Ixcán, Quiché, 1982). (179)
"Los agresores se presentaron en su casa a las pocas semanas de que tuviera una
criatura, consecuencia de las violaciones sexuales que sufrió. 'Esa mierda es un
hijo de puta', dijeron refiriéndose al recién nacido. Lo asesinaron con cuchillo
delante de su madre, enterraron el cadáver cerca de la casa, y continuaron
violando a la muchacha." (180)
"En la huida, la madre y los dos pequeños hijos han sido alcanzados por las balas
(...). Los tres están juntos y la madre está en actitud de proteger a la bebé, quien
murió siendo amamantada por ella. Sin embargo, el dolor del padre es grande
cuando se da cuenta de que la cabeza de la bebé (de dieciocho meses) ha sido
cortada con machete en forma horizontal (...)". (Caso 248 de la CEH, San Martín
Jilotepeque, Chimaltenango, septiembre, 1982). (181)
"En el camino vi a un nene llorando y mamando, pero su madre ya estaba muerta;
con miedo, cogí al nene y lo limpié, porque estaba lleno de sangre (...) Al bebé se lo
llevaron con sus familiares, pero después murió de una infección en la boca (...)".
(Testimonio 2501 del REMHI recogido por la CEH). (182)
"Los mataron a machetazos, ahorcados o a balazos. Y a los niños los agarraron de
los pies y les pegaron a (contra) un palo (...)" (El testigo se refiere, con toda
probabilidad, al estrecho tronco de un árbol frutal, contra el que estrellaban la
cabeza de los niños, en este caso como en otros ya visto más atrás).(Caso 3336
del REMHI, Río Negro, Rabinal, Baja Verapaz, 1982). (183)
"Después de comer empezaron a llevarse a las mujeres entre las casas, de 10 a 15,
y vivas las quemaron. A los niños los llevaron otra vez a las casas, sólo los
agarraban de las piernas y zumbaban (golpeaban con ellos) en el horcón de las
casas, y hechas polvo quedaron las cabezas." (Caso 2268 del REMHI, San
Francisco, Coyá, Huehuetenango, 1981). (184)
"Después de que se rindieron, los soldados llegaron a su casa y agarraron a sus
tres hijos más pequeños (cuatro, dos y un año) y los mataron 'somatando'
(golpeando) su cabeza contra las piedras, por lo que los niños murieron al
instante (...) La señora está dramáticamente afectada por la violencia. Da la
impresión de querer olvidar toda su vida pasada y no lo logra." (Caso 876 de
la CEH, San Martín Jilotepeque, Chimaltenango, 1981). (185)
"Un niño de doce años estaba pastoreando cuando llegaron los soldados. Fue
herido al intentar huir. Una vez que lo hirieron lo capturaron. Le abrieron el
estómago con un cuchillo y le rajaron la frente. Luego lo quemaron." (Caso 16038
de la CEH, Chichicastenango, Quiché, diciembre 1980). (186)
En este terreno de la crueldad extrema empleada contra las criaturas mayas de muy
corta edad, cabe reflejar aquí una anécdota humana, sumamente ilustrativa al
respecto. Un miembro del Gobierno de Vinicio Cerezo -primer presidente civil tras
largos años de gobiernos militares- nos refirió personalmente la siguiente
anécdota. Tal como era habitual para la seguridad de los ministros, le fue asignado un
escolta para su protección personal. Aquel escolta resultó ser un antiguokaibil, es
decir, miembro de las fuerzas especiales del Ejército (kaibiles) especialmente
endurecidas para la lucha contra la guerrilla. En cierto momento, la pequeña hija de
aquel ex kaibil se vio afectada por una grave enfermedad de la vista. El ministro,
compadecido por el caso, y conocedor de los escasos recursos económicos de aquella
familia, consiguió que la niña pudiera ser trasladada a los Estados Unidos para ser
tratada de su grave dolencia. Pero, ante su sorpresa, el padre de la criatura le dijo lo
siguiente: “De todas formas, me consta que ese tratamiento resultará inútil.” Al
preguntarle cómo podía afirmar tal cosa, respondió con profundo abatimiento:
“Porque lo que le ocurre a mi hija es un castigo de Dios. Sé muy bien que esa terrible
enfermedad de mi niña es el castigo que Dios me envía por las atroces crueldades que
yo cometí con los niños mayas cuando era kaibil.”
Este reconocimiento de las atrocidades perpetradas contra los niños (creencias
religiosas aparte) viene a ratificar, por vía humana y anecdótica, esa terrible realidad
constatada por los numerosos testimonios registrados por informes tan irrefutables
como los del REMHI y de la CEH.
A veces las víctimas infantiles no eran asesinadas, pero sí sexualmente violadas:
"Encerraron a sus padres en una de las habitaciones, y a la niña -nueve años- se la
llevaron a la habitación contigua, y allí la violaron (...) La niña quedó tirada en la
habitación, a punto de morir y con abundante hemorragia." (Caso 16159 de
la CEH, Chichicastenango, Quiché, octubre, 1981). (187)
"...la casa fue rodeada por un número indeterminado de soldados, que entraron en
la vivienda y al ver que únicamente estaba la madre de esta familia con sus hijos,
todos menores de edad, tomaron a la más grande, quien contaba con apenas
nueve años, y, junto a la madre, las violaron entre todos los soldados." (Caso 2496
de la CEH, Chiché, Quiché, julio, 1982). (188)
"Elementos del Ejército capturaron al padre y al hermano de una niña de 14 años.
Ella y la esposa de su hermano decidieron ir al destacamento militar para ver qué
sucedía y al mismo tiempo llevar la cédula de vecindad de ellos. Les permitieron
entrar en el destacamento. Unos soldados se llevaron a la niña a un cuarto
y formaron en fila para violarla. La estuvieron violando durante tres horas, desde
las once de la mañana hasta la una de la tarde. Las dejaron salir del destacamento
hacia las seis de la tarde. La niña no podía caminar. Continúa viviendo en la
comunidad, nunca se casó." (Caso 45 de la CEH, Chichicastenango, Quiché, enero
1982). (189)
Por su parte, la investigadora norteamericana Angela Delli Sante, de la Universidad
Libre de Berlín, tras prolongada investigación de lo que fue el drama guatemalteco a lo
largo de la década de los 80, recoge en su obra datos como los siguientes:
"El derecho a la integridad física y mental de los niños fue transgredido aun en
mayor grado, mediante la muy extendida práctica de violar a las jóvenes
muchachas mayas. Por ejemplo (...) un grupo de campesinos de Chichicastenango
testificó públicamente ante el Comité de Derechos Humanos del Congreso lo
siguiente:
"El patrón de conducta habitual del Ejército consistente en violar a las
adolescentes ha hecho difícil, en algunas comunidades, encontrar mujeres entre
las edades de once y quince años que no hayan sido víctimas de abusos sexuales
por el Ejército.” (190)
En otras ocasiones, los niños fueron víctimas de graves traumas psicológicos, al verse
obligados a presenciar torturas o crímenes perpetrados en su presencia. En este
sentido, dice el mismo informe:
"En muchos casos los niños fueron víctimas, tanto de tortura física como
psicológica, al ser obligados a presenciar actos de extrema crueldad contra sus
seres queridos." (191)
Ilustrando este párrafo del informe, un testigo de la CEH recuerda en estos términos lo
sufrido por él y su hermano menor, entonces de seis años, cuando presenciaron cómo
su padre era torturado y conducido a la muerte:
"Mi hermano sólo lloraba, tenía como seis años. El sólo lloraba. Cuando se
llevaron a mi papá, ya no podía hablar, le ponían el nylon (la capucha de plástico),
lo asfixiaban, y aparte lo golpeaban. Mi papá sólo se nos quedó viendo con una
mirada de mucha tristeza (...), una de esas miradas que nunca se le borran a uno.
Ya no nos dijo nada (...) Cuando mi hermano gritaba: 'Papá, dígales lo que sepa
para que lo dejen', a ellos (a los soldados) eso como que les hacía felices." (Caso
13375 de la CEH, Santa Lucía Cotzumalguapa, Escuintla, 1982). (192)
En cuanto a la tortura en general, el informe de la ONU constata que niños y
adolescentes también fueron sometidos a ella:
"De acuerdo con los testimonios recabados por la CEH, un 14% del total de
víctimas de tortura corresponde a menores de edad." (193)
En cuanto a la desaparición forzada de menores, muchos niños guatemaltecos fueron
víctimas de esta grave modalidad de quebrantamiento de sus derechos, que implica la
brutal separación de sus familias y de su entorno social, cuando no otros daños de
mayor magnitud:
"También se presentaron casos en los cuales los niños fueron desaparecidos
cuando se fueron en busca de sus padres, quienes habían sido capturados o
desaparecidos con anterioridad. En otras ocasiones los niños fueron tomados de
entre los cadáveres desparramados en el campo después de una masacre, o
arrebatados cuando lloraban junto a los restos de su padre o de su madre
muertos, después de una operación militar. Aunque es probable que muchos de
ellos estén muertos, también lo es que haya un buen número de niños,
desaparecidos en apariencia, que están vivos, lejos de sus familias verdaderas y
desconocedores de la realidad que los llevó adonde se encuentran en la
actualidad."(194)
Respecto a esta cruda realidad de la desaparición de miles de criaturas, hay que
señalar que se trata de un drama de hondo arraigo en aquella sociedad. La sustracción
de gran número de menores, seguida unas veces de su adopción ilegal y otras de su
venta y exportación a países extranjeros, constituye un fenómeno ya de por sí muy
grave y extendido en Guatemala, más que en cualquier otro país centroamericano,
según constatan reiteradamente los informes de las organizaciones de derechos
humanos. La Relatoría de la ONU para la Niñez señala que “el niño en Guatemala es
objeto de transacción comercial y no está protegido por la ley”, y que en ese país “las
leyes no son tan estrictas en este tema comparadas con las del resto de
Centroamérica.” (195)
No cabe, pues, atribuir todas las desapariciones de menores en aquellos años 80 a la
represión militar contra la población maya. Pero sí hay que señalar que las masacres
de 1980-83 y demás actuaciones militares represivas, con tan alto número de padres y
madres asesinados, favorecieron en grado sumo el robo de muchos niños
abandonados, cuyo destino final, previsiblemente, no se sabrá jamás.
En este sentido, la ya citada profesora Delli Sante precisa:
“...la Asociación Internacional de Juristas Democráticos, juntamente con la
Federación Internacional de los Derechos del Hombre, denunciaron que niños
guatemaltecos estaban siendo vendidos en los Estados Unidos, al precio de
20.000 dólares cada uno.” (196)
El mismo informe, a modo de ejemplo ilustrativo, citaba el dato proporcionado por un
implicado en una de tales operaciones:
“Una persona implicada en la operación, y que fue detenida, confesó este tráfico
ilícito, declarando que los niños no eran para adopción sino que servían como
‘materia prima’ para el trasplante de órganos, que aparentemente se realizaba en
los Estados Unidos.” (197)
“Este y otros informes también precisaban que los órganos de los niños guate-
maltecos estaban siendo vendidos en Estados Unidos y en Israel por
cantidades que podían alcanzar los 75.000 dólares.” (198)
Los mismos informes mencionan orfanatos clandestinos (199), donde los niños, una
vez robados, secuestrados, o simplemente recogidos de su total abandono, eran
retenidos en espera de ser vendidos a las redes encargadas de este ignominioso
tráfico comercial. Salta a la vista la magnitud del negocio: si cada niño es comprado a
sus secuestradores por 20.000 dólares, y después uno sólo de sus órganos puede ser
colocado por cifras del orden de 50.000 ó 75.000, está claro que los beneficios de tales
organizaciones resultan suficientes para comprar muchas conciencias al margen de la
ley.
El conocimiento de estos datos provocó vivas reacciones de organismos tales como el
Parlamento Europeo, la sede de Naciones Unidas en Ginebra y la Federación
Internacional de Profesionales de la Salud. A su vez, el ICCHRLA (Inter-Church
Committee on Human Rights in Latin America), con sede en Canadá, emitió la
siguiente conclusión:
“A la luz de estos terroríficos y persistentes informes, y de las declaraciones
prestadas por los guatemaltecos arrestados (implicados en tales prácticas), el
ICCHRLA urge al Gobierno de Guatemala a emprender una exhaustiva
investigación sobre estas alegaciones.” (200)
Con independencia, pues, de lo que este fenómeno pueda tener -y tiene mucho- de
lacra social permanente, y volviendo al tema específico que nos ocupa –los
comportamientos militares-, no cabe duda que el masivo incremento de huérfanos y
de niños abandonados como resultado de las mortíferas operaciones represivas
desarrolladas por el Ejército de Guatemala en aquellos años, fue un factor que
sentenció la suerte de miles de menores desparecidos –nada menos que el 11% del
total de las desapariciones registradas de todas las edades-, determinando
que muchas de tales criaturas, en su deambular por los campos, calles y basureros,
cayeran en manos de dichas organizaciones y acabaran siendo vendidas, ya sea para
su adopción ilegal, ya sea para algo mucho peor.
Como resumen del tratamiento infligido a los menores por la represión militar en
Guatemala, el informe de la ONU precisa:
"La tortura, la desaparición forzada y la violación sexual, junto con la ejecución
arbitraria, constituyeron violaciones que afectaron a los niños
indiscriminadamente. Las estadísticas registradas por la base de datos de
la CEH reflejan que el 18% del total de violaciones de los derechos humanos
(contra víctimas de edad conocida) fueron cometidas contra niños (...). Esto
significa que (aproximadamente) una de cada cinco víctimas era un menor.” (El
primer paréntesis pertenece al texto original. El segundo es nuestro). (201)
Pormenorizando esta cifra media (18%), la CEH establece los siguientes
porcentajes para los distintos tipos de violación de derechos humanos sufridos por los
menores de edad:
"Del total de víctimas con edad conocida, los niños conforman el 20% de las
personas muertas por ejecución arbitraria; el 14% de víctimas de torturas, tratos
crueles, inhumanos o degradantes; el 11% de víctimas de desaparición forzada; el
60% de los muertos por desplazamiento forzado; el 16% de los privados de la
libertad; y el 27% de los violados sexualmente." (202)

i) Violencia sexual contra la mujer


El apartado que lleva este mismo título en el informe de la CEH incluye, como primer
párrafo, el siguiente:
“Las mujeres fueron víctimas de todas las formas de violación de los derechos
humanos cometidas durante el enfrentamiento armado, pero además sufrieron
formas específicas de violencia de género. En el caso de las mujeres mayas se
sumó, a la violencia armada, la violencia de género y la discriminación étnica. Este
apartado se refiere de modo especial a la violencia sexual contra las muje-
res.” (203)
En efecto, los episodios de crueldad extrema, vinculados siempre al componente racista
(desprecio a la etnia indígena), incluyeron también, de forma sistemática, ingredientes
de desprecio explícito al sexo femenino, rayanos en lo increíble por su sadismo y
ferocidad. Además de los muy numerosos casos hasta aquí referidos cuyas víctimas han
incluido, entre otras -como ya se ha visto-, a mujeres sometidas a todo tipo de
comportamientos salvajes y humillantes, cabe citar aquí, en este apartado
específicamente dedicado a la mujer como víctima, otros casos como los siguientes:
"Dos hermanas de 18 y 16 años fueron capturadas. Se las llevaron al destacamento
militar de la finca La Igualdad, donde las violaron repetidamente durante 15 días.
Luego se las llevaron a la aldea Tibuj, donde las obligaron, junto con otras
personas, a excavar su propia fosa y las enterraron vivas. (...) Ellas estaban
desplazadas desde que bombardearon su comunidad y secuestraron a su papá y un
hermano." (Caso 7101 de la CEH, San Pablo, San Marcos, 1983).(204)
"Iba con mi hermana cuando apareció el cadáver de una señorita que trabajaba allí.
Ella era indígena, estudió, se superó, fue ayudante de dentista. Entonces, como
vieron que se estaba superando, la agarraron, la capturaron y la mataron, y la
fueron a dejar allí. La tiraron en un barranco. Apareció sin los pechos y con las
manos cortadas, y las plantas de los pies cortadas así como cuadritos bien picaditos.
La reconocimos por la cara, ella ya no usaba traje típico." (Caso 5017 del REMHI,
San Pedro Necta, Huehuetenango, 1982). (205)
"Luego de desnudarlas, los soldados formaron una rueda, colocándolas en medio
del círculo. Después, se dividieron en dos grupos, cada grupo tomó a una de ellas
y uno por uno, los soldados las fueron violando. Después, les amarraron las
manos con las fajas que les servían para sujetarse el corte (la falda) y las colgaron
en un árbol, las interrogaron sobre quiénes eran los guerrilleros en esa
comunidad. Al no responder nada, les dispararon, a una de ellas en la boca
desfigurándole el rostro, a la segunda en el cuello." (Caso 2765 de la CEH, Chiché,
Quiché, febrero, 1982). (206)
El carácter general, y de ninguna manera excepcional, de las violaciones produci-
das durante las masacres es evidenciado por la siguiente constatación de la CEH:
“Casi en la totalidad de los casos referidos a las masacres cometidas por elementos
del Ejército, los declarantes manifestaron que los militares ‘violaron a las
mujeres’.” (207)
“Testimonios suministrados por miembros del Ejército fortalecen la convicción de
que la violación sexual constituyó una práctica habitual e incluso
sistemática (...)” (208)
Consta, por añadidura, a través de declaraciones de soldados participantes en las
masacres que prestaron testimonio ante la CEH, que en ciertos casos las violaciones
eran expresamente ordenadas por los mandos, con instrucciones impartidas antes de
entrar en los poblados cuya comunidad se iba a masacrar:
“...en algunas ocasiones (la violación de las mujeres) fue ordenada por los mandos
superiores en forma previa a la entrada en las comunidades, con instrucciones
precisas acerca de la forma de perpetrarlas. El oficial tiene sus grupitos de
asesinos y les dice cómo tienen que matar: ‘Hoy van a degollar’ o ‘a guindar con
alambres’, ‘hoy violan a todas las mujeres.’ Muchas veces las órdenes las dan
antes (...) También mandaban hacer percha’ con las mujeres (...), por una sola
pasan 20 ó 30 soldados. Si caía bien la mujer, la dejaban ir, a otras las mataba el
último que 'pasaba' con ellas (...)". (Testigo clave TC 87 de la CEH). (209)
Testimonios como el siguiente, prestados por soldados que presenciaron los hechos,
señalan que las órdenes emitidas por los oficiales eran un factor de coacción que la
tropa no podía eludir:
"Capturaron a cuatro mujeres sospechosas de ayudar a la guerrilla. Antes de ase-
sinarlas, las cuatro mujeres, dos jovencitas y dos mayores, todas indígenas, habían
sido llevadas al campamento. A una de ellas la sacaron y dieron la orden de
violarla, eran como 160 hombres. Al final a todas las violaron” (...) “A todos los
obligaban los oficiales bajo amenaza de matarlos si no cumplían las órdenes".
(Caso 5011 de la CEH, El Porvenir Camitancillo, San Marcos, febrero, 1982).(210)
En cuanto a las mujeres que eran detenidas y llevadas a los destacamentos del
Ejército, ya fuera en calidad de subversivas, de colaboradoras o de simples
sospechosas de colaboración con la guerrilla, eran violadas sexualmente dentro de
una práctica rutinaria y común:
“La violencia sexual fue un componente específico, utilizado por los militares en
las torturas contra las mujeres detenidas en los destacamentos del Ejército. Estas
violaciones sexuales fueron, en muchas ocasiones, reiteradas y cometidas por
varios hombres. Además se utilizaron otras formas de tortura: descargas
eléctricas, ingestiones forzadas, asfixias, golpes, simulacros de ejecución, torturas
infligidas a otros en su presencia, privación de alimentos y sueño. Estos hechos
fueron confirmados a la CEH por declaraciones de miembros del Ejército, que
reconocieron cómo esta violación se realizaba de manera rutinaria.” (211)
Respecto a estas mujeres que tenían la inmensa desgracia de ser conducidas a
cualquier campamento o destacamento del Ejército, otro testigo militar declaraba a
la CEH:
"Las violaciones dentro de los destacamentos siempre se hacían... A veces por
gusto, otras porque daban las órdenes. Decían: ‘Hay que quebrarles el culo a estas
putas’, o cosas más gruesas.” (Testigo clave TC 53 de la CEH) (212)
En cuanto a esas otras violaciones “por gusto”, es decir, sin necesidad de recibir
órdenes, uno de los soldados que muchos años después de los hechos aportaron
voluntariamente su testimonio desde el lado de los represores –incluido entre los
conceptuados como “testigos clave” de la CEH- precisó lo siguiente ante la Comisión:
"La tropa no estaba pensando en excesos, ellos más bien pensaban en violar y en
robar... más les importaban el saqueo y las violaciones.” (Testigo clave TC 53 de
la CEH). (213)
Este último testimonio, procedente también, como otros anteriores, de militares
participantes en las masacres (o que estuvieron presentes en ellas) revela con
inequívoca claridad un dato especialmente relevante, y que viene señalado como tal
por el propio informe de la CEH: el hecho de que la tropa no consideraba los saqueos y
violaciones como “excesos” (214). Habituados a prácticas mucho más atroces, como la
tortura, la mutilación y el asesinato, el simple saqueo o la simple violación no pasaban
de ser prácticas comunes, que –para ellos- no podían ser calificadas como excesivas.
Prácticas, estas últimas –violaciones y saqueos-, que eran, en realidad, las que “más
importaban” a la tropa, según este último testimonio nos revela con su desvergonzada
sinceridad.
Otros testimonios vuelven a revelar hasta qué punto las violaciones no eran actos
cometidos por la tropa fuera del control de sus mandos, sino que éstos aprobaban e
incluso a veces ordenaban este tipo de actos, y, en todo caso, esperaban de la tropa ese
tipo de conducta. “Los testimonios de los sobrevivientes coinciden en imputar la
responsabilidad de estos hechos a los respectivos mandos”, constata
la CEH (215). Ello se manifiesta, entre otros, en el siguiente testimonio:
“La violaron veinte soldados; algunos no querían hacerlo y eran insultados por los
jefes". (Caso 2413 de la CEH, Uspantán, Quiché, febrero, 1982). (216)
La premeditación de los actos y la concreción de las órdenes e instrucciones previa-
mente recibidas se manifestaban en la forma de proceder de las tropas en los
momentos que precedían a la consumación de las masacres:
"La separación por sexo de las víctimas, antes de la ejecución de las masacres, es
un indicador de la premeditación con que se procedía, en tanto que muestra
cómo, con anterioridad a los hechos, el destino de las víctimas estaba prefijado,
escogiendo el tipo de abuso a cometer en razón al género. Tanto hombres como
mujeres eran ejecutados extrajudicialmente; sin embargo, las mujeres fueron
previamente víctimas de violencia sexual. Este modus operandi rigió en muchas de
las masacres. (217)
En la tristemente célebre masacre de Cuarto Pueblo, en Ixcán, Quiché, realizada por
elementos del Ejército el 14 de marzo de 1982, las víctimas fueron agrupadas de la
siguiente forma:
"Separaron a mujeres y a hombres. A doce de las mujeres las dividieron de dos en
dos. Cada par tenía que quedarse con cinco soldados en cada una de las seis
garitas en las entradas del centro de Cuarto Pueblo. Fueron obligadas a cocinar y
traer agua para la tropa. Los soldados las estuvieron violando durante quince
días. El 15 de marzo terminaron de matar a las ancianas y a las mujeres
embarazadas. Se quedaron solamente las jóvenes. ‘Quince días vamos a estar aquí,
estos quince días vamos a usarlas. Y si ustedes tienen paciencia, no se van a
cansar’, decía el oficial. Había turnos para que cada mujer fuera violada por cinco
soldados". (Caso CI 004 de la CEH, Ixcán, Quiché, marzo, 1982).(218)
Otro ejemplo es la masacre de mayas ixiles en Chel, Chajul (Quiché), cometida por
miembros del Ejército, el 3 de abril de 1982. Antes de la masacre, las tropas
procedieron así:
"Enseguida los soldados empezaron a separar a la población por sexo, encerraron
a los hombres en el juzgado auxiliar y a las mujeres en la escuela. Entre las
mujeres, seleccionaron a catorce adolescentes, las trasladaron a la iglesia donde
las violaron entre varios soldados durante más de una hora". (Caso CI 060 de
la CEH, Chajul, Quiché, abril, 1982). (219)
Otra de las formas de humillar a las mujeres fue obligarlas a bailar antes de violarlas y
matarlas. A veces se les hizo bailar inmediatamente después de haber presenciado la
muerte de sus maridos o de sus hijos.
He aquí el testimonio de un caso, correspondiente a la masacre de mujeres, niños y
niñas mayas de la etnia achi, en Río Negro, Rabinal (Baja Verapaz), perpetrada el 13 de
marzo de 1982 por miembros del Ejército y de las PAC de una comunidad vecina.
Según el testimonio prestado ante los investigadores de la CEH, he aquí lo ocurrido
antes de la matanza:
"Reunieron a las mujeres. Les pusieron marimba y las obligaron a bailar (...) Las
acusaron de bailar en las noches con los guerrilleros. A las mujeres jóvenes las
llevaron aparte y las violaron. Luego, las obligaron a caminar... montaña arriba
(...). A las mujeres les pegaban mucho, les decían que eran vacas, las trataban
como si fueran vacas (...). La mayoría de mujeres estaban desnudas, violadas,
había mujeres que les faltaba pocos días para dar a luz y esos niños nacieron a
puros golpes." (Caso CI 10 de la CEH, Rabinal, Baja Verapaz, marzo, 1982) (220)
Esta forma de separar a las mujeres de los hombres, para darles un tratamiento
discriminado por razón de su sexo, no fue sólo usado en las acciones militares contra
comunidades enteras, sino también en las matanzas cometidas contra familias:
"Llegaron a la casa, separaron a las mujeres de los hombres. Las siete mujeres allí
presentes fueron violadas y baleadas (...) A los hombres los mataron por el
camino". (Caso 486 de la CEH, San Martín Jilotepeque, Chimaltenango, febrero,
1982) . (221)
Habiendo decidido el asesinato de toda la familia, las mujeres fueron separadas y
sometidas previamente al trámite repugnante de la humillación sexual. Sólo después
se consumó el múltiple asesinato. Similar pauta se aprecia en el caso siguiente:
“Sacaron de la cocina a la madre y sus dos hijas, las desnudaron y las tiraron al
suelo. Frente a sus familiares directos fueron ultrajadas sexualmente...
burlándose... todos los militares las violaron. Luego pasaban sobre ellas
pisándolas y picándoles ‘sus partes y sus pechos’ con las bayonetas. Mataron al
padre frente a su esposa e hijos. A los hijos varones los dejaron libres. Rociaron
con gasolina la casa y la quemaron. Cuando se retiró el Ejército (los vecinos)
llevaron a las mujeres al hospital ‘porque las muchachas sangraban mucho y la
mamá estaba como muerta’. Ellas murieron en el hospital de Zacapa." (Caso
12006 de la CEH, Jocotán, Chiquimula, 1980). (222)
Salta a la vista, también en este caso, el tratamiento diferenciado para hombres y
mujeres: muerte del padre, liberación de los hijos varones, por una parte. Por la otra,
violación sistemática y tortura prolongada de la madre y de las hijas, hasta dejarlas
moribundas a las tres.
El pronunciamiento de órdenes directas, referentes a la violación de mujeres o de
niñas, y su cumplimiento inmediato por los soldados que las recibían, es registrado en
testimonios como algunos de los ya vistos, y también en los siguientes, prestados por
soldados participantes en los hechos:
"Llegamos como a las seis de la mañana... Había un poco de gente, pero todos se
escaparon cuando no más vieron que iba entrando la columna de soldados,
empezaron a sonar una campanita... Hubo gente a la que no le dio tiempo a salir...
Nosotros agarramos dos... llegamos a una casita... encontramos a dos mujeres allí
dentro, una como de 25 años, y una patojita (niña) como de unos diez o doce
años... Encontramos unos papeles de subversivos... El capitán ordenó que dos
soldados agarraran a la patoja esa y él la violó, así, él se arrodilló, con calma se
quitó su equipo, se bajó su pantalón. 'La agarren bien, muchá' (muchachos), les
dijo. El violó a la pequeña, y después la dejó para que la siguieran violando los
demás, y a la otra, pues la violaron los demás... Después las mataron".(Testigo
clave TC 53 de la CEH y testigo directo del REMHI). (223)
"Encontramos a una señora: 'Usted es guerrillera', le dijo el subteniente... Llamé
a un soldado de primera (...) 'Hágase cargo de la señora', le dije, 'es un regalo del
subteniente'; 'Enterado, mi cabo', dijo... Llamó a los muchachos y dijo: 'Hay carne,
muchá'. Entonces vinieron, agarraron a la muchacha, le quitaron al patojito y la
violaron entre todos, en violación masiva. Luego mataron a la señora y al niño."
(Testimonio del mismo declarante anterior, cabo del Ejército. En los testimonios
prestados por militares participantes en los hechos, el informe de la CEH, además
de mantener el imprescindible anonimato de los testigos, omite también los datos
referentes a fecha y lugar, para dificultar, por razones obvias, la identificación de
los declarantes). (224)
El drama de la huída forzada de comunidades enteras, bajo el acoso del Ejército, y las
numerosas víctimas que estas fugas acarreaban, especialmente entre las mujeres
embarazadas o cargadas de hijos, quedan reflejadas en estos términos por el informe
de la CEH:
"Las operaciones de tierra arrasada forzaron al desplazamiento permanente,
numerosas comunidades indígenas huyeron hacia las montañas, siendo
perseguidas, cercadas militarmente y sometidas a constantes ataques por parte
del Ejército y miembros de las PAC. Las huidas fueron continuas, así como la
destrucción de los alimentos y bienes de supervivencia. En cada una de las
acometidas, los militares capturaban a personas, en su mayoría ancianos, mujeres
y niños que eran los grupos que más dificultades tenían para la fuga. Los hombres
y jóvenes eran interceptados con más frecuencia cuando arriesgaban sus vidas en
busca de alimentos." (225)
"La mayor responsabilidad de las mujeres durante las huidas fue cargar a sus
hijos e hijas, al igual que los pocos utensilios de cocina de los que disponían, lo
que las hacía más vulnerables a resultar violadas, heridas, muertas o capturadas.
Las mujeres embarazadas o que acababan de parir estuvieron mucho más
expuestas a ser víctimas." (226)
Esta cruel realidad de las huidas trágicamente frustradas quedó plasmada en
numerosos testimonios del REMHI y de la CEH. De hecho, las atrocidades cometidas
en este contexto de la fuga forzada de muchas comunidades, y las consiguientes
capturas de mujeres imposibilitadas de huir eficazmente por estar embarazadas o por
ir cargadas con sus hijos, constituyeron episodios terribles, igualmente válidos para
ilustrar las atrocidades cometidas contra la mujer como los crímenes perpetrados
contra la niñez. Tal es el caso de algunos de los testimonios ya vistos anteriormente, y
de otros como los siguientes:
"En los lugares de desplazamiento el Ejército realizó una brutal cacería por ríos y
barrancos, reiterando la violencia sexual contra las mujeres. Como muestra
tenemos el siguiente testimonio recibido por la CEH de la masacre de miembros
del grupo k'iche' (de la etnia quiché) en San Antonio Sinaché, Zacualpa, Quiché, el
18 de mayo de 1982, ejecutada por elementos del Ejército y miembros de las PAC:
"Cuando encontraron un lugarcito en el río se escondieron las mujeres y los niños
y ahí llegaron los militares y los balearon (...). Ella estaba embarazada, iba con sus
tres niños (...), los soldados la alcanzaron, la agarraron, la sentaron y la violaron
enfrente de sus tres niños, después de violarla le dispararon (...), después mataron
a los niños con cuchillo." (Caso CI 068 de la CEH, San Antonio Sinaché, Quiché,
mayo, 1982). (227)
"Había vigilancia, pero sobre todo los ancianos y mujeres que cargaban güiros (ni-
ños) no lograron salir. Ella estaba dando de mamar a su bebé de tres meses, la
violaron, cortaron sus pechos, al bebé también lo mataron". (Caso 2594 de la CEH,
Uspantán, Quiché, noviembre, 1982). (228)
Tal como constata la misma Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU, tantas
veces citada:
"La violencia sexual y las ejecuciones, en el contexto de la huida, también tuvieron
lugar en muchas comunidades que se desplazaban ante las advertencias sobre la
posible llegada del Ejército.” (A continuación la CEH menciona casos como los
siguientes):
"La vigilancia dio aviso de que llegaba el Ejército. El marido salió corriendo, ella se
queda con dos chiquitos, es alcanzada por una bala que hace impacto en una de
sus piernas y cae, los soldados la sujetan, la levantan y la desnudan
completamente. Entre todos hacen una rueda y uno por uno la violan; después de
que todos 'pasan por ella', uno de los soldados saca su cuchillo y la degüella".
(Caso 2500 de la CEH, Chiché, Quiché, junio, 1982). (229)
"Tenemos que ir a las montañas porque el Ejército estaba por llegar a la comu-
nidad. Dormimos la primera noche bajo un árbol, al día siguiente seguimos
caminando. Tenemos hambre, vemos una casa y paramos a descansar. Los
soldados rodearon la casa, sólo estamos mi mamá y mis hermanos menores que
yo. Me agarraron a mí, tenía nueve años, y a mi madre, nos violaron entre todos
los soldados. Después nos encerraron en la casa, colocaron basura en la puerta,
rociaron gasolina en el techo y prendieron fuego. Logramos salir y nos fuimos a
las montañas, seis días sin beber agua ni comer nada. Cuando regresamos a la
comunidad, nos habían robado todo." (Caso 2496 de la CEH, Chiché, Quiché, julio,
1982). (230)
Con o sin fuga de por medio, la comisión investigadora de la ONU señala con rotun-
didad una de las conclusiones más duras, más terribles, pero también más ineludibles
por su importancia, y más reiteradamente comprobadas en su larga tarea de investi-
gación:
"Las violaciones sexuales revistieron modalidades crueles en extremo. El objetivo
de los militares era el castigo ejemplar, sembrar el terror. El Ejército identificó a
la guerrilla con la población maya refugiada en las montañas, y en nombre de la
guerra contrainsurgente cometió graves violaciones. Muestra de ello fue
encontrar los cadáveres de las mujeres desnudos, mutilados y con hemorragias
vaginales." (231)
De hecho, muchos de los cadáveres femeninos no presentaban sólo tales hemorragias,
sino muestras de crueldades mucho más inauditas y mutilaciones de mucha mayor
magnitud. He aquí algunas de tales muestras registradas por el informe de la CEH:
"Fue violada a saber por cuántos soldados, le puyaron (pincharon con arma pun-
zante) su lengua, le sacaron sus oídos y sus ojos, le quitaron los pechos y los
dejaron encima de una piedra, le sacaron la planta de los pies... Llevaba puyones
por todo el cuerpo, la dejaron colgada de un palo, desnudo lo que quedaba de su
cuerpo".(Caso 2595 de la CEH, abril, 1982). (El informe de la CEH añade el dato
siguiente: "Esta mujer llevaba un bebé de tres meses que también fue
ejecutado"). (232)
Otra práctica muy frecuente, y reiteradamente registrada en los testimonios prestados
ante los investigadores de la CEH y del REMHI, fue la de dejar en los cadáveres de las
mujeres elementos visibles que, a la vez que acentuaban el terror que se pretendía
difundir, subrayaban también, escandalosamente, el desprecio a las víctimas,
resaltando la humillación de éstas precisamente en su condición de mujeres. Tal como
señala el informe de la CEH:
“Otro hecho significativo fue el dejar evidencias de la violencia sexual contra las
mujeres, aun después de haber sido masacradas. Esto ilustra la importancia que
se concedía a que esta forma de violencia se conociese para generar con eficacia el
terror. El más usual fue la desnudez y la introducción de objetos en la vagina de
las mujeres o estacas que clavaban en sus vientres." (233)
He aquí algunos casos de este género registrados por la CEH:
"La encontramos desnuda, sangrando, y con un palo largo metido en la vagina."
(Caso 3546 de la CEH, Uspantán, Quiché, diciembre, 1982). (234)
"El soldado... contaba que cuando estaban las señoras muertas les subía la falda
y les metía un palo en la vagina... A una anciana la ahorcaron con un lazo en el
cuello. Estaba desnuda, con un banano (plátano) en la vagina.“ (Caso 11451 de
la CEH, Ixcán, Quiché). (235)
“Similares rasgos muestra la masacre perpetrada contra miembros del grupo
‘mam’ (una de las etnias mayas) en Sacuchum de San Pedro Sacetepéquez, San
Marcos, que elementos del Ejército llevaron a cabo entre el 3 y el 4 de enero de
1982: "Había diez verdugos (...). Hacían turnos para matar a la gente. Mientras
cinco mataban, los otros cinco se venían a descansar. Como parte de su descanso
tenían turnos para violar a dos señoritas (jóvenes de 15 y 17 años).Al darles
muerte, les dejaron sembradas estacas en los genitales." (Testimonio incluido en
los casos 7007 y 7011, y caso CI 73, todos ellos de la CEH, San Pedro Sacate-
péquez, San Marcos, enero, 1982). (236)
“Lo anterior también se observó en una masacre contra miembros del grupo
’k'iche' en San Antonio Sinaché, Zacualpa, Quiché, realizada por elementos del
Ejército y miembros de las PAC el 16 de marzo de 1982.” (Caso CI 78 de
la CEH).(237)
“En la masacre ejecutada contra integrantes del grupo ‘kaqchikel’ (otra de las
etnias mayas), en el río Pixcayá, Estancia de la Virgen, San Martín Jilotepeque,
departamento de Chimaltenango, el 18 de marzo de 1982, elementos del Ejército
cometieron violaciones como las que se describen a continuación:
“Muchas mujeres fueron violadas... el Ejército agarró a unas madres embarazadas,
las degolló; les partieron el estómago y sacaron el bebé... A las mujeres las viola-
ron y les ensartaron estacas." (Caso CI 050 de la CEH, San Martín Jilotepeque,
Chimaltenango, marzo, 1982). (238)
“Hubo veces que hicieron un palo con punta y lo metieron en el culo de las
mujeres, o lo metieron en la panza”. (Caso CI 078, San Antonio Sinaché, Quiché,
mayo, 1982). (239)
Con o sin el “sello” de las estacas incrustadas en los cuerpos ultrajados, la práctica de
la violación se convirtió en una especie de ritual obligatorio, previo al asesinato de las
víctimas femeninas. Este fenómeno, inicialmente esporádico pero frecuente a lo largo
de la represión en las zonas rurales contra la población maya, llegó a hacerse
sistemático durante un tiempo, no precisamente corto. Así lo constata la Comisión de
Esclarecimiento Histórico, cuyo informe, refiriéndose a un período concreto de dos
años, señala lo siguiente:
“De los testimonios recibidos por la CEH durante (referentes a) los años 1981 y
1982, se desprende que las mujeres ejecutadas arbitrariamente eran violadas
sexualmente con antelación. Estas violaciones fueron cometidas, en su mayoría,
por elementos del Ejército.” (240)
Evidentemente, no siempre la violación fue seguida de la muerte. De hecho, a lo largo
de los años investigados, en muchas ocasiones y bajo muy diversas circunstancias, los
violadores no culminaron el atropello sexual con la muerte violenta de sus víctimas,
según consta en muchos de los testimonios del REMHI y de la propia CEH.
Por ejemplo, repetidos testimonios revelan que la violación, supuestamente consen-
tida, fue utilizada con frecuencia como pieza de trueque a cambio de la vida de la
víctima o de sus hijos. Otras veces, una vez aceptado este humillante intercambio, y
con la víctima ya violada, el violador la mataba igualmente. Dice en este sentido el
informe REMHI:
"La violación se constituyó también en moneda de cambio: algunas víctimas fueron
violadas y, a cambio, lograron sobrevivir ellas mismas o sus hijos, o, simplemente,
evitar que el violador las acusara de 'guerrilleras'. En otros casos, pese a ello,
perdieron la vida." (241)
Según registra uno de los testimonios prestados ante la comisión del Arzobispado:
"Amenazaban a las señoras: ‘Si no te me entregás, te acuso de que sos guerrillera’."
(Testimonio 1 del REMHI, caso Rabinal, Baja Verapaz, s.f. (242)
Dado que esta acusación de pertenecer a la guerrilla -e incluso la de simple colaboración
con ella- acarreaba consecuencias y castigos mucho peores que la violación -las más
terribles torturas e incluso la muerte-, algunas mujeres mayas así presionadas
accedieron a los deseos de sus violadores, en aras de evitar males mayores para sí y
para sus hijos. A veces, este ignominioso pacto era inmediatamente quebrantado, pues
el violador demostraba a continuación ser también un asesino:
"...le dijo a mi mamá que se dejara en manos de él, y que los dejaba con vida (a ella y
a sus hijos) . Pero sí la supo engañar; primero la violó, luego la agarró a patadas, y
luego la fue a tirar viva sobre el puente de Pantelul." (Caso 3031 del REMHI,
Rabinal, Baja Verapaz, 1981). (243)
Otras mujeres, más afortunadas, tras su violación no llegaron a ser asesinadas, lo que
les permitió, en numerosos casos, prestar años después su valioso testimonio ante las
comisiones de investigación del Arzobispado y de la ONU. Otras veces, fueron
soldados participantes en los hechos quienes, voluntariamente, proporcionaron con
su declaración detalles reveladores sobre las formas en que se desarrollaban los
mecanismos de la violación. Ello permitió comprobar que ciertas circunstancias, a
veces tan aleatorias como la simple ausencia o proximidad de un oficial, o
apreciaciones tan subjetivas como el “caer bien o mal” o el mayor o menor grado de
atractivo de la mujer violada, se convertían en el factor decisivo del que dependía la
vida o la muerte de la víctima. Así se demuestra en testimonios como los siguientes,
prestados por soldados participantes en las violaciones:
"Algunas mujeres se salvaban de morir por su belleza. Si una patoja (muchacha
joven) está bonita y un soldado la viola, luego le da pena matarla y, si el oficial no
mira, la deja marchar. Si el oficial está mirando, igual hay que matarla".(Testigo
clave TC 87 de la CEH). (244)
"Algunas mujeres se ofrecían (sexualmente) para que no las mataran, pero sólo
se salvaban algunas bonitas". (Testigo clave TC 83 de la CEH). (245)
Recordemos, en este sentido, uno de los testimonios ya vistos más atrás, correspon-
diente a un soldado, testigo presencial de numerosas violaciones en fila:
“Si caía bien la mujer, la dejaban ir, a otras las mataba el último que ‘pasaba’ con
ellas (...)". (Testigo clave TC 87 de la CEH). (Anterior nota 209)
Tal como señala el informe de la CEH:
"Tanto en el contexto de las masacres como en otras circunstancias extremas,
algunas mujeres entregaron su cuerpo para intentar salvarse ellas o a sus hijos.
Aquí el cuerpo de la mujer se convierte nuevamente en una mercancía, lo único
que poseían para 'negociar' era su vida." (246)
"En mayo de 1982 soldados del Ejército violaron a una mujer de 20 años (del
grupo étnico 'mam') en el municipio de San Ildefonso Ixtahuacán, departamento
de Huehuetenango." "Le dijeron a ella: 'Quítate la ropa, pero apúrate' (dáte
prisa); y ella empezó a llorar. Después de violarla, no la mataron, la dejaron
libre".(Caso 5110 de la CEH). (247)
En ciertas ocasiones, los motivos por los que las vidas de algunas mujeres fueron res-
petadas en plena masacre, después de haber sido violadas, resultan enigmáticos y de
difícil interpretación, como en los casos siguientes:
"Durante la masacre de Paquix, Sacapulas, Quiché, ejecutada por elementos del
Ejército en febrero de 1982, cinco mujeres miembros del grupo indígena maya
'k'iche' lograron sobrevivir tras ser víctimas de violación colectiva y múltiple:
“Iban sólo mujeres y niños en ese grupito, las agarraron unos soldados en un bor-
do, las desnudaron y las violaron... Lo hicieron delante de los niños, los niños
llegaron contando eso; los mayores, en medio de tanta pena, decían que ya no
anduvieran contando eso, que ya no lo digan más, pero ellos decían que vieron lo
que hicieron a las mujeres... Las dejaron vivas, las dejaron que se fueran con los
niños". (Caso CI 39 de la CEH). (248)
"El Ejército llegó con un "guía", capturaron a hombres, los torturaron y los mata-
ron delante de la población. En una casa encontraron cuatro mujeres (...). Las
llevaron a la escuela. Mientras en un aula torturaban a los hombres, en otra
violaron a las mujeres. A dos las desnudaron completamente. Uno de los soldados
arrebató a la bebé, tenía dos años, de una de las mujeres, diciéndole que él quería
probar carne tierna. Nadie sabe qué hizo con la niña. La violación sexual de las
mujeres duró toda la noche, cada una fue violada por más de 50
soldados. Después de ejecutar a los hombres, a ellas las dejaron en libertad."
(Caso 16162 de la CEH, Chichicastenango, Quiché, mayo, 1984). (249)
En todo caso, todas aquellas mujeres que sobrevivieron tras haber sido violadas por
los militares describen su experiencia en términos de horror, de humillación y de
vivencia indeseable y traumática, nunca superada con el paso de los años
transcurridos. Ello queda patente en numerosos testimonios como los siguientes:
"Cuarenta o cincuenta soldados entraron en nuestra casa, nosotros ya estábamos
durmiendo. Dijeron a mi esposo: Usted nos va a acompañar. Yo me puse en medio
de los soldados y mi esposo, suplicando a los soldados que no se lo llevaran
porque mi esposo no tenía delito. Me agarraron y me tiraron a la cama y mientras
los soldados secuestraron a mi esposo, tres soldados se quedaron para
violarme. Fue una noche horrible y todavía estoy enferma por el susto y la
tristeza." (Caso 6164 de la CEH, Barillas, Huehuetenango, marzo, 1982). (250)
“En las noches entraban para violar, más a las que sólo tienen uno o dos hijos, a
las jóvenes. Pero una noche pusieron marimba y las violaron a todas. Yo tengo
mucha pena porque tengo muchos hijos, ya mataron a algunos, yo soy casi
anciana; pero tenía como 40 años cuando me violaron... Yo cargo (llevo encima a)
mi nena, jalan (me quitan) mi nena, me sacan a la capilla con otra señora y uno
pasa conmigo... Sólo pasó uno conmigo porque ya estaba vieja y querían más a las
jóvenes... Yo no puedo olvidar (...), los soldados nos iban a matar si nosotras no
aceptábamos, y yo tenía que defender la vida de mi hija, que estaba chiquita. Pero
yo no quería y el soldado me abusó." (Caso CI 77 de laCEH, San Miguel, Uspantán,
Quiché). (251)
Los episodios de violación sin asesinato posterior de la víctima fueron también
terribles, pues dieron lugar a situaciones y secuelas tan dramáticas como, por ejemplo,
las del siguiente caso de la CEH:
"El 15 de septiembre de 1982 regresábamos con mi padre del mercado de
Rabinal... Nos detuvieron los soldados cerca del destacamento y nos encerraron
por separado... me quitaron la ropa a tirones, todos se subieron, el capitán
primero, ocho soldados más... los demás me tocaban, me trataban muy mal y
entre ellos decían al que estaba encima que se apurara, a mí me decían que me
moviera y me pegaban para que me moviera."
"De pronto vi que entraban con mi papá, estaba muy golpeado, lo sostenían entre
dos. Yo estaba desnuda sobre una mesa, y el capitán le dijo a mi padre que si él no
habla ba lo iba a pasar mal. Entonces hizo que los hombres que tenía ahí
comenzaran a violar-me otra vez. Mi padre miraba y lloraba, los hombres le
decían cosas, él no hablaba, yo estaba cansada, ya no gritaba, creo que también
me desmayé, pensé que me iba a morir, no entendía nada. Yo no creo que mi papá
fuera guerrillero, no sé qué querían. De pronto el capitán pidió un machete y le
cortó el miembro a mi papá y me lo metió a mí entre las piernas. Mi padre se
desangraba, sufrió mucho, después se lo llevaron. A mí me dieron ropa, otra ropa
(...) y me dijeron que me fuera."
"Le conté a mi marido lo que pasó, él me contestó que el Ejército tenía el poder,
que no se podía reclamar, que si yo no hubiese ido al mercado nada me habría
pasado."
"Un mes después mataron a mi marido, pero yo en lo más profundo sentía alivio.
Después de todo lo que me pasó ya no quería un hombre a mi lado. Pero ellos no
tenían que morir así. Es todo." (Caso 9364 de la CEH, Rabinal, Baja Verapaz,
septiembre, 1982). (252)
Una vez más resultan también de interés, en este tipo de casos (violación sin
asesinato) los relatos de quienes presenciaron los hechos desde el lado de los
perpetradores y, mucho tiempo después, prestaron declaración voluntaria ante laCEH:
" ‘Vos’, me dijo (otro soldado), ‘¿no querés ir a echar un polvo?’... Teníamos allí
una carpa para prisioneros, pero había dos mujeres nada más... Decían ellos que
eran guerrilleras y las estaban violando masivamente, había una cola como de 35
esperando turno, y yo no quise pasar porque realmente como a unos dos metros a
la redonda se sentía un olor fuerte, una hedentina así desagradable... Estaban
rodeándolas y violándolas, y se levantaba uno y pasaba el otro... Y total, yo calculo
que a estas pobres mujeres las violaron unos 300 soldados’." (El paréntesis
pertenece al texto original) (Testigo clave TC 53 de la CEH). (253)
Incluso en el caso de que el cálculo subjetivo del testigo resultara excesivo y que esas
dos mujeres no fueran violadas por 300 hombres sino “sólo” por 200 ó por 100, cabe
imaginar lo que quedaría de ellas, en lo físico y en lo psíquico, después de tan especta-
cular operación militar.
El horror del destrozo físico y anímico experimentado por las víctimas en las violacio-
nes colectivas queda también patente en testimonios como el siguiente:
“Mientras uno tenía relaciones con ella, algunos otros se masturbaban, otros la
sobaban, le ponían las manos en los pechos, le daban golpes en la cara, otros le
ponían cigarros en el pecho; perdió varias veces el conocimiento y cada vez que
lograba tener sentido, veía a otro hombre encima de ella, por lo menos unos 20
judiciales la violaron; estaba en un charco de orines, de semen, de sangre, fue
realmente una cosa muy humillante, una mezcla de odio, de frustración y de
impotencia absoluta." (Testimonio 5447 del REMHI, recogido por la CEH, octubre,
1979). (254)
Cabe recordar que no sólo el Ejército sino también las Fuerzas de Seguridad del
Estado practicaron este tipo de actuaciones, como es el caso de este último testimonio,
correspondiente a una violación múltiple perpetrada esta vez por miembros de la
policía judicial.
A modo de conclusiones sobre el trato recibido por la mujer en el marco de la
represión militar en Guatemala, el informe de la CEH señala, entre otros, los siguientes
puntos:
"La casi totalidad de casos de violaciones sexuales masivas e indiscriminadas que
registra la CEH se realizaron en comunidades mayas ubicadas en el área rural,
especialmente durante el período más alto de la violencia, entre 1980 y 1983.
Dichas violaciones ocurrieron luego de la instalación de destacamentos militares
o PAC, antes de masacres o como parte de las operaciones de tierra
arrasada. Dichos actos se realizaron con extrema crueldad y dejando evidencias
notorias de los mismos, como desgarramientos, estacas clavadas en los órganos
genitales, descuartizamiento de fetos, entre otros." (255)
"Las mujeres fueron utilizadas para castigar a los hombres que las Fuerzas de Se-
guridad habían calificado de enemigos, extendiendo de esta forma el castigo no
solamente a los activistas, sino también, a sus compañeras. Por este motivo las
mujeres de las familias donde hubo hombres acusados de colaborar con la
guerrilla fueron víctimas de la violencia sexual; fueron indistintamente sus
madres, esposas, compañeras, hijas, hermanas o simplemente vecinas." (256)
La magistrada Elizabeth Odio, vicepresidenta del Tribunal Penal Internacional para la
ex Yugoslavia entre 1993 y 1997, y actual miembro del Tribunal Penal Internacional,
señala este punto fundamental, de validez general para aquellos conflictos en los que
la violencia sexual es utilizada de forma sistemática, factor que es subrayado por
la CEH como absolutamente aplicable al conflicto interno de Guatemala:
"La violación de las mujeres no es una consecuencia, más o menos inevitable o
intrascendente, de un conflicto armado, sino que es una política aplicada
sistemáticamente para destruir a grupos humanos, además de a la propia víctima
directa". (257)

j) Falsa atribución a la guerrilla de crímenes perpetrados por fuerzas militares,


con el propósito de criminalizar a los grupos insurgentes
En este sentido resulta especialmente reveladora la minuciosa aportación testimonial
de un ex miembro de la PMA (Policía Militar Ambulante). Esta Policía, mandada por
jefes, oficiales y suboficiales del Ejército, estaba nutrida por personal de tropa de
ingreso voluntario, que cobraba salarios relativamente altos y era considerada como
una fuerza profesional, a la que podían encomendarse trabajos de mayor confianza y
responsabilidad que a la tropa común de reclutamiento forzoso. He aquí el testimonio
de uno de sus miembros, que permaneció en dicha Policía entre 1979 y 1981.
Años antes había ya cumplido su servicio militar ordinario, pero en 1979 decidió
integrarse en dicha PMA, sin tener idea de lo que le esperaba en aquel cuerpo policial.
Su testimonio escrito -de más de cien folios mecanografiados, llenos de datos y
precisiones sumamente valiosas- llegó en su momento a manos de la CEH, y constituye
un documento testimonial de primera magnitud respecto a lo que fue aquella policía
militar (después desaparecida en el marco de los acuerdos de paz).
Dicho testimonio se inicia en estos términos:
"Todo lo aquí relatado es verdad. Nada es ficticio. Yo, como miembro de la Policía
Militar Ambulante entre 1979 y 1981 fui testigo de todos estos hechos." (...) "En
todo ese tiempo, nunca se terminaron las matanzas, los secuestros y las torturas.
Cientos de abogados, de maestros, de catedráticos han muerto. Lo mismo, estu-
diantes y dirigentes de los sindicatos. Y no digamos campesinos indígenas, que
han caído por miles."
"Antes yo oía en la radio los comunicados y las informaciones del Ejército, donde
decían que los guerrilleros cometían las masacres contra la población. Pero
cuando trabajé como policía militar y conocí bien al Ejército, me di cuenta de
quiénes eran los que cometían las masacres en contra de la población civil; me di
cuenta de la táctica que usa el Ejército contra la población indefensa. A mí ya no
pueden engañarme, después de haber sido testigo de tantos crímenes cometidos
por el Ejército." (258)
Ya el primer día, después de ser presentados los de nuevo ingreso al que iba a ser su
sargento, éste, en un momento de aparente debilidad -después demostraría mil veces
ser un sujeto implacable y sin escrúpulos-, les hizo una extraña confidencia:
"Más adelante se darán cuenta de lo que es éste cochino trabajo; es el trabajo más
repugnante que el hombre puede tener en la vida; porque, si no lo sabían, aquí
tienes que matar a gente inocente. Ya se darán cuenta cuando estemos en el
destacamento y recibamos las órdenes del coronel. Claro que él también las
recibe desde arriba." (259)
Esta siniestra e inesperada confesión dejó desconcertados al grupo de nuevos policías
recién incorporados. A continuación les previno contra las emboscadas de la guerrilla,
atribuyéndolas a la población de las aldeas:
"A mí se me hace que son esos indios malditos que viven en esas aldeas. Cuando
uno les pregunta si han visto pasar a algún grupo armado, dicen que no; es lo
único que saben decir. Por eso a veces es necesario secuestrarlos para sacarles
información; y después hay que matarlos y enterrarlos para no dejar rastro. Eso
es lo que tienen que hacer ustedes, y el que se raje se las tendrá que ver conmigo.
Cuando yo entré en este cuerpo, no lo quería hacer; pero me obligaron y ahora se
ha convertido en un vicio para mí; ya no puedo vivir sin matar. Les cuento todo
esto porque ustedes forman parte de mi escuadra y lo tienen que hacer." (260)
Pronto los recién ingresados iban a comprobar hasta qué punto todo aquello era
cierto, pero que sólo era una pequeña parte de la verdad. Porque la verdad iba a ser
mucho peor aún, hasta unos extremos que, todavía en aquellos momentos iniciales,
ninguno de ellos podía imaginar.
Uno de los primeros descubrimientos sobre su nuevo trabajo iba a consistir
precisamente en enterarse de que muchas de sus misiones requerían que su actuación
no se hiciera con uniforme militar, sino precisamente con indumentaria civil. La
primera de las misiones cumplidas fue la siguiente:
"Una noche, cuando ya estábamos dormidos, el sargento nos despertó a otros
cuatro elementos y a mí. 'Quítense el uniforme y pónganse de civil -nos dijo-,
porque vamos a salir a una misión.'
Era como la una de la mañana y uno preguntó: '¿A dónde diablos vamos a ir?' '¿A
vos qué te importa?' -contestó- 'Vos estás aquí para obedecer. Y apúrense porque
se nos hace tarde.'
Tomamos el camino hacia una aldea que estaba como a ocho kilómetros del
destacamento. Yo, ignorando a qué íbamos, caminaba muy tranquilo. Se levantó
un viento fuerte en la montaña, que empezó a causarnos miedo. Después de hora
y media de subidas y bajadas, llegamos a la aldea, que tenía como unas diez casas.
Entonces dijo el sargento: 'Aquélla que se ve allá, aquélla es; vamos, rodéenla.'
Cuando la rodeamos, él se dirigió a la puerta y tocó fuerte. Contestó una voz de
hombre, y el sargento le dijo: 'Abre, indio maldito, si no querés que te tire la
puerta.'
Cuando el hombre abrió la puerta, el sargento le agarró del pelo y lo sacó, y
empezó a darle culatazos en todo el cuerpo. Él empezó a gritar pidiendo auxilio, y
salió su esposa con cinco criaturas llorando. Al ver que nos lo llevábamos,
comenzaron a llorar más fuerte y a gritar, sobre todo su esposa. Uno de los
policías le pegó una patada a la esposa. 'Cállate, india pisada, si no querés que te
mate a vos también', le dijo. Y nos fuimos, dejando a la indita allí tirada en el
suelo, con sus cinco hijos llorando." (261)
A diferencia de los veteranos ya endurecidos –como aquél que golpeó a la india-, los
recién ingresados, aún no habituados a estas escenas, estaban asombrados –según
relata el testigo- ante aquel alarde de crueldad. Pero aún era mucho más lo que iban a
aprender en aquella misión. Continúa el relato del testigo:
“Caminamos de regreso como cinco kilómetros, y dijo el sargento: Creo que éste
es un buen lugar para sacarle la información.’ ‘Señor –dijo el indio-, ¿qué he
hecho yo?’ ‘Cállate, indio hijo de la gran puta –le gritó el sargento-, que ya no
tenés derecho a hablar hasta que yo te lo ordene. A ver, ¿cómo te llamás?’ ‘Me
llamo Pedro Ramírez.’ ‘Bien, veo que no me equivoqué. Así que ahora vas a
entregar las armas que tenés escondidas, y me vas a dar los nombres de los
demás que forman el grupo.’ ‘No entiendo de qué me está hablando’, le decía el
indio. ‘¿Con que no entendés? Ahorita me vas a entender.’
Entonces el sargento nos ordenó que lo amarráramos de los testículos y que lo
empezáramos a subir poco a poco. El hombre pegaba unos gritos tremendos.
Mientras tanto, el sargento le pegaba fuerte en la cara hasta que le hizo sangrar. El
indio decía: ‘Padre Santo, ayúdame.’ El sargento se carcajeaba. En eso sacó una
navaja y, sin compasión, le cortó una oreja. Se oyó un grito desgarrador.
‘Este indio no quiere confesar’, dijo uno de los elementos. Otro dijo: ‘A lo mejor
sólo fue una calumnia.’ ‘No te creas –dijo el sargento- A éstos no hay que tenerles
compasión, porque, aunque los estés matando, jamás dicen la verdad; los tienen
bien entrenados los guerrilleros, y por eso hay que usar estos métodos. Si les
hablas con palabras suaves, ¿qué les puedes sacar? Y por eso tenemos órdenes de
matarlos después de sacarles la información.’
‘¿Y si es inocente?’, preguntó otro. ‘Pues hay que matarlo también’ –dijo el sargen-
to-. ‘Esas son aquí las órdenes del coronel.’ Entonces le cortó la otra oreja, y el
indio se desmayó. Pero el sargento, que era especialista en esto, lo hizo volver en
sí para continuar el rudo tormento. ‘Entrega las armas y te perdono’, le decía.
‘Señor, si yo tuviera lo que usted me pide, ya se lo hubiera entregado’ –respondía
el indio-; ‘pero no tengo nada. Mejor máteme ya de una vez.’ ‘¿Y vos te creíste que
te iba a dejar vivo?’, le gritó.
Le metió dos puñaladas en el pecho y quedó muerto el hombre. Luego se le puso
un letrero en la espalda que decía: ‘Ajusticiado por traidor al EGP’(*) , para hacer
creer a la gente que habían sido los guerrilleros. Y ahí lo dejamos tirado. Eran
como las cuatro de la mañana.” (262)
(*) EGP son las siglas del llamado “Ejército Guerrillero de los
Pobres”, uno de los grupos armados insurgentes que actuaban en la
región de Quiché.
Esta forma de actuar –con ropas de civil, matando y torturando a gente indígena
desarmada y dejando en los cadáveres letreros atribuidos a grupos guerrilleros-
empezó a tener su explicación por boca del propio sargento:
“ ‘¿Saben por qué se hace esto?’ -preguntó el sargento-. ‘No’ -le contestamos-.
‘Pues verán’ –dijo-. ‘Como la gente apoya a la guerrilla y detesta al Ejército, hay
que hacerse pasar por guerrilleros y llegar a las aldeas, y exigir comida y dinero.
Luego matamos a unos cuantos y dejamos a otros medio vivos, para que cuando
llegue la prensa acusen a los guerrilleros. Así, cuando los verdaderos guerrilleros
llegan a un lugar, son rechazados por la gente y ya no los apoyan. Esto ha dado
magníficos resultados. Es la única forma de detener ese proceso revolucionario
del que ellos hablan. Esto fue idea del coronel jefe de la Sección de Inteligencia
del Palacio Nacional, de la G-2. Así que ustedes no tengan miedo de matar a nadie,
porque nosotros estamos protegidos por el gobierno. Pero también hay que hacer
las cosas bien hechas, porque los errores aquí no se perdonan’.” (263)
Algún tiempo después, el autor de este testimonio fue trasladado, junto con otro
compañero, a Santa Cruz de Barillas (Huehuetenango) donde existía un destacamento
al mando de un teniente, formado por 40 soldados y ocho policías militares, que
pasaron a ser diez. Una vez llegados a su nuevo destino, el cabo que tenía a su cargo al
pequeño contingente de la PMA les informó de la situación en aquel lugar. El
compañero del testigo, recién llegado con él, preguntó al cabo cuántos guerrilleros
habían matado allí. Esta fue la respuesta del cabo:
“Uf, ya hasta perdí la cuenta. Hay días en que vamos a sacar hasta diez de sus
casas en la noche. Los tenemos cinco días en el destacamento para interrogarlos y
que nos den más nombres. Luego vamos por ellos, y lo mismo les
hacemos. Cuando han confesado los ahorcamos ahí mismo en el destacamento, y a
la una o las dos de la mañana salimos a tirarlos (...), y les ponemos un letrero que
dice: ‘Ajusticiado por el EGP, por traidor a la organización’. (...) ‘Esas son las
órdenes del coronel. Es para que les echen la culpa a los guerrilleros, y de esa
forma mantener una buena imagen de nuestro Ejército nacional, y que los
comunistas no se apoderen de nuestro país.’
‘¿Y eso del comunismo qué quiere decir?’ –preguntó mi compañero-. ‘Yo no sé
nada de eso’ –respondió el cabo-. ‘A mí sólo me han dicho los jefes que, si el comu-
nismo entra en nuestro país, ya no va a haber libertad; todos vamos a tener que
trabajar para el gobierno, y la comida va a ser racionada. También me han dicho
que en Cuba a los señores que pasan de 60 años los matan, porque ya no sirven
para nada. Entonces, por eso debemos de luchar, para que esto no suceda en
nuestro país, aunque tengamos que matar a todos esos indios. Así nos tiene dicho
el coronel, porque éstos son a los que más han lavado el coco los facciosos. Les
dicen que el Ejército es malo, que sólo protege a los ricos, y les hacen un montón
de promesas. Y como estos indios no saben nada, por eso es que todos se están
uniendo a los guerrilleros’.” (264)
Éste era el único contenido doctrinal que se les impartía: había que combatir al
comunismo aunque para ello hubiera que “matar a todos esos indios”, pues “así se lo
tenía dicho el coronel”.
Veamos a continuación otra operación encubierta, de falsa atribución a la guerrilla,
realizada esta vez bajo la presencia y mando directo del propio coronel de la unidad:
“Un día el teniente nos anunció que, en unos 15 días más, iban a llegar soldados
de la base de El Quiché para una misión que íbamos a realizar. ‘Quiero que se
dejen crecer el pelo y el bigote’ –nos dijo-, ‘porque el plan es que nos vamos a
hacer pasar por guerrilleros en una aldea, pues tenemos información de que los
de esa aldea colaboran con los facciosos. El coronel nos va a acompañar, y él dirá
qué se va a hacer con esa gente.’
Esos días estuvimos haciendo simulacros para prepararnos. El teniente sacó unos
brazaletes donde decía ‘EGP’, que nos iban a servir para ponérnoslos en los
brazos y hacer creer a la gente que sí éramos subversivos.
Una tarde llegó un camión con el coronel al frente de 50 soldados bien peludos; y
esa misma noche salimos los policías militares con ellos, quedándose en el
destacamento los 40 soldados a cargo de un sargento. (265)
El trayecto, en una noche sumamente oscura y bajo un fuerte viento, fue
extraordinariamente duro y penoso, pues el camino, muy estrecho, bordeaba un
barranco de considerable profundidad. La peligrosidad de aquel trayecto
nocturno, por aquel terreno extremadamente accidentado y bajo aquel fuerte
vendaval quedó sobradamente demostrada, pues costó la vida de uno de los
soldados, que perdió pie y se precipitó hasta el fondo. Dos soldados descendieron,
por orden del coronel, y recuperaron su armamento y equipo. Según precisa el
testigo: "Al coronel no le importó que el soldado quedara allí tirado como un
perro. Sólo dijo: 'Murió en cumplimiento de su deber'." (266)
Cuando amaneció, todavía quedaban varias horas de camino:
"Con la luz del día la caminata era más rápida, pero el camino se hizo más angosto
y peligroso, por la profundidad de la sima. Luego de varias horas, también
comenzaron a afectarnos el calor y la sed: tuvimos que hacer un gran esfuerzo
para llegar (...)" (267)
Una vez llegados a la aldea que constituía el objetivo, los hechos –precisa el testigo- se
desarrollaron así:
"La gente nos recibió contenta y nos dio de comer, pensando que éramos
guerrilleros. 'Nosotros sabemos que ustedes los guerrilleros son buenas gentes,
que luchan por los pobres', dijo un indio. 'Acá -continuó otro- siempre pasan los
compañeros de ustedes y nosotros siempre colaboramos, porque los soldados son
muy malos.' 'Así es', decía el coronel mientras se hartaba de comer. Luego
preguntó si alguno quería unirse a nosotros. Varios dijeron que sí y sacaron unas
carabinas viejas que tenían.
Entonces fue cuando el coronel dio la orden de agarrarlos y amarrarlos, y todos
nos lanzamos contra los aldeanos.
Y empezó el interrogatorio y la tortura para toda aquella gente, más que nada a
cargo del coronel y del teniente. Calentaban plásticos al fuego y, cuando estaban
hirviendo, se los adherían a la piel; el teniente les picaba los testículos con una
navaja, haciendo brotar sangre; mientras tanto, los soldados violaban a las
mujeres. Los aldeanos pedían clemencia y pedían a Dios que los salvara de aquel
tormento.
El coronel decía: 'Nosotros los guerrilleros no queremos indios en nuestro grupo,
y cuando lleguemos al poder los vamos a eliminar a todos ustedes, porque nos
desprestigian ante el mundo. Así es que ¿quieren ser guerrilleros?' 'Ya no, señor -
decían ellos- porque ahora sí creemos lo que dice la radio sobre ustedes, que han
matado a tantos campesinos.' 'Así es, hijos de la gran puta' -les gritaba-. 'Ustedes
no sirven para nada, y por eso los vamos a matar a todos.'
Así empezó aquella carnicería, cortándoles la yugular a todos, hombres, mujeres,
niños y ancianos, que empezaron a agonizar lentamente. Sólo dejó a unos cuantos
moribundos, y a dos les dio la oportunidad de escapar, para avisar al pueblo más
cercano de que habían llegado los guerrilleros y lo que habían hecho." (268)
Ya de regreso en el destacamento, pudieron comprobar el éxito de su misión:
"Vimos en la televisión a los sobrevivientes de la aldea que habíamos ido a masa-
crar. Ellos decían que los guerrilleros habían llegado a su aldea para exigirles
comida, y que luego habían violado a sus hijas y habían asesinado a todos sus
familiares. Es decir, que el plan del coronel había salido como él lo había
planeado." (269)
"El gobierno empezó a hacer propaganda con estas cosas y culpaba a los
guerrilleros de las masacres que hacían los soldados." (270)
En cuanto a la repercusión de este tipo de operaciones sobre la opinión pública, añade
el testigo:
"Alguna gente se tragaba al anzuelo de que los guerrilleros eran los responsables
de las masacres en el antiplano; los diarios condenaban estos hechos y las
autoridades hablaban mal de los facciosos y los maldecían. Pero otra mucha gente
no se tragó el anzuelo. Sabían que la guerrilla era incapaz de cometer semejantes
barbaridades (...)" (271)
Otro episodio aportado por el testimonio del policía militar repetidamente citado se
refiere a un caso de persecución de un grupo guerrillero por el Ejército guatemalteco
más allá de la frontera mexicana, cosa que ocurría con frecuencia. La gran
permeabilidad de dicha frontera en la larga línea limítrofe con el estado mexicano de
Chiapas permitíó que muchos miles de campesinos guatemaltecos, huidos de los
excesos del Ejército, se refugiaran en territorio mexicano, donde permanecieron
establecidos, muchos de ellos durante largos años. Pero esa misma permeabilidad
también permitía la entrada y salida de grupos guerrilleros, así como de los militares
guatemaltecos que los perseguían.
En esta ocasión, cuatro camiones llenos de soldados, entre ellos el propio testigo,
todos ellos al mando del coronel, persiguiendo a un contingente de guerrilleros -que
les llevaba unas tres horas de ventaja-, pasaron por la localidad de San Antonio Huista
y, desde allí, se dirigieron hacia la frontera, por la que penetraron en territorio
mexicano sin la menor dificultad.
Respecto a lo ocurrido ya dentro de México, relata el testigo:
"Nadie nos daba información sobre los guerrilleros, y en eso nos acercamos a un
poblado. El coronel nos ordenó que todos nos quitáramos las insignias, para que
los mexicanos no se dieran cuenta de que éramos del Ejército de Guatemala y
pensaran que éramos guerrilleros.
En el poblado había un grupo de guatemaltecos refugiados. El coronel quería
regresarlos a territorio guatemalteco, pero la gente mexicana se opuso y
amenazaron con avisar al Ejército de México. Entonces el coronel ordenó que
capturásemos a dos refugiados y saliéramos inmediatamente del poblado, que ya
no recuerdo cómo se llama; sólo recuerdo que queda cerca del pueblo de
Ocosingo, en el Estado de Chiapas." (272)
Esos dos refugiados, aunque ajenos a la persecución, sólo por la cruel casualidad de
haber estado allí en el momento más inoportuno -como tantos otros campesinos
mayas sentenciados por el más puro azar de tiempo y lugar-, iban a pagar la ira
acumulada por el coronel tras su frustrada operación. El testimonio continúa en estos
términos:
"Ya de regreso en territorio de Guatemala empezó la tortura para los dos
campesinos. El coronel reía a diestra y siniestra al ver cómo las víctimas se
revolcaban de los dolores. El era muy rudo para la tortura; ésa era su especialidad
en el Ejército. Su deporte favorito era descuartizar a todo aquél que caía en sus
manos; se sentía feliz de ver a sus víctimas pidiéndole clemencia.
Les decía a los dos campesinos que por culpa de los refugiados en México era que
ningún país quería ayudar a Guatemala y que el mundo entero la estaba
condenando, porque aquella partida de indios asquerosos la estaban
desprestigiando. Les acusaba de traidores a la patria, y que por ello ya no tenían
derecho a vivir, pero que antes tenían que confesar que ellos también pertenecían
al grupo guerrillero. Ellos lo negaban y decían que eran ajenos a todo aquello.
El coronel ordenó que hiciéramos una rueda (a su alrededor) para que nos
diéramos cuenta de cómo se tortura a los enemigos de la patria. Acostó a su
víctima en el suelo, y con un cuchillo empezó a descabellarla. El hombre suplicaba
a Dios, pero el coronel le gritaba: 'Deja de rezar, porque aquí el único Dios soy yo,
y ya estás sentenciado a muerte.'
Le quitó el cuero cabelludo, y luego, con el mismo cuchillo, le empezó a arrancar
las uñas. Para unos era alegría y para otros era doloroso ver lo que hacía el
coronel. Después le cortó las manos, pero ya para entonces no gritaba el hombre,
porque estaba moribundo. Finalmente, le remató con tres puñaladas en el
corazón y un balazo en la cabeza.
Cuando ya había terminado, pidió que alguien hiciera con el otro lo que él
acababa de hacer. Y no faltó un elemento macabro que agarró al otro campesino y
principió por rebanarle los pies. Este campesino casi ni gritaba, pues se había
quedado traumatizado de ver lo que le habían hecho a su compañero. De manera
que el trabajo de aquel elemento ya ni gracia tenía; era como pelar un cerdo. Para
terminarlo, también le metió tres puñaladas en el pecho.
Luego se les puso un letrero en la espalda: 'Estos indios fueron ajusticiados por la
ORPA' (*) para que la gente pensara que habían sido los guerrilleros." (273)
(*) 0RPA: siglas de la llamada "Organización del Pueblo en Armas",
otro de los grupos armados insurgentes que actuaban en la zona.
Otro caso detallado por el mismo policía militar en su largo testimonio escrito
corresponde a una operación efectuada en el departamento de El Petén, en la cual el
propio testigo también hubo de participar, igual que en los casos anteriores. Por las
características del caso, que implicó el desplazamiento por avión de un contingente de
la PMA del destacamento de Santa Elena (donde entonces el testigo prestaba sus
servicios), cabe deducir que fue una operación a la que el mando atribuyó cierta
importancia, aunque su resultado final no permitió corroborar esta presunción. Por
alguna de sus múltiples vías de información -en su mayor parte basadas en la tortura-,
la G-2 debió ser informada de que un ciudadano alemán, residente en El Naranjo,
estaba implicado en un tráfico de armas para la guerrilla a través de la frontera de
Belize. De ahí la orden que el mando cursó al citado destacamento de la PMA.
El testigo relata en estos términos la operación:
"El tiempo pasaba, y nosotros siempre seguíamos en lo mismo. Una mañana el te-
niente nos dijo que teníamos que salir en avión hasta El Naranjo, que tenía
órdenes de que 'nos quebráramos' (de que matáramos) a un alemán que vivía allí.
Salimos para allá en un avión de carga. Recuerdo que casi todas las
viviendas eran puras covachas, y sólo se distinguía una que sí se veía buena casa;
yo me imaginé que ésa era la del alemán. Ya no me acuerdo de su nombre, pero su
apellido era Coller. Este señor tenía bastante tierra y ganado, y yo no creía que
tuviera vínculos con la guerrilla; por eso yo no entendí por qué lo fuimos a matar.
Eran como las diez de la noche cuando nos dirigimos hacia su casa, pero había
cuatro hombres armados y unos perros enormes cuidándola. Esto no le gustó al
teniente y estuvimos pensando cómo hacerlo para entrar. La cosa era evitar el
escándalo, porque también era un señor que tenía muchos trabajadores, y si se
daban cuenta se nos podían echar encima.
Lo que hicimos fue acercarnos a los guardianes y hablarles para distraerlos. El
teniente les dijo: 'Supimos que el patrón de ustedes está dando trabajo y venimos
a ver si hay trabajo para nosotros; disculpen que vengamos a estas horas, pero es
que mañana temprano salimos para Ciudad Flores.' 'Pues trabajo sí que hay -dijo
uno de los guardianes-, pero ahorita no los puede atender el patrón, porque está
muy ocupado.'
En ese momento nos hizo la seña el teniente y todos sacamos las metralletas y los
encañonamos. (...) Soltaron las armas, que eran rifles del 22, y nos llevaron donde
Coller, que se sorprendió de nuestra presencia. El teniente ordenó registrar la
casa a ver si había más gente, pero estaba solo. Amarramos bien a los guardianes
y llevamos a Coller a la orilla del río San Pedro (...)
Ya en la orilla del río empezó Hermelindo (el teniente Hermelindo Velásquez) a
torturarle despiadadamente, exigiéndole que entregara las armas que tenía en su
poder. Yo casi no entendía lo que decía el alemán, porque éste no hablaba bien el
castellano; pero más o menos lo que decía era que él no tenía armas y que nos
habíamos equivocado con él.
El teniente empezó a picarle (pincharle) con la bayoneta en la panza; también le
cortó una oreja, y le preguntaba qué había hecho con el armamento que había
recibido en la frontera de Belize. 'Yo no he recibido nada', decía el alemán, todo
desangrado, tirado en el suelo.
Un elemento (uno de los policías militares) le metió una patada en la boca y le
botó varios dientes. El teniente temblaba de coraje al ver que Coller no decía
nada, y continuó golpeándolo hasta que quedó sin sentido. Entonces ordenó al
sargento Leiva que lo matara; éste le dio dos balazos en el corazón y uno en la
cabeza.
Se le puso un letrero que decía: "Este nazi fue ajusticiado por las FAR (*), por cola-
borar con el gobierno". Lo echamos en una lancha que había en la orilla del río, y
empujamos la lancha río adentro. (...)
Luego de dos días salió en la radio la noticia de la muerte de Coller, y el gobierno y
el Ejército condenaron el alevoso asesinato." (274)
(*) FAR: siglas de las "Fuerzas Armadas Rebeldes", uno de los grupos
guerrilleros más activos por aquellos años en la región de El Petén.
Finalmente, los diversos grupos insurgentes convergieron en una
única organización : la URNG (Unión Revolucionaria Nacional de
Guatemala).
Como vemos, este tipo de acciones se desarrollaban en dos partes: primera, la
operación en sí, con la ejecución -siempre previa tortura- de las víctimas, dejando
sobre ellas letreros falsamente indicativos de la autoría, imputada a las
organizaciones guerrilleras que operaban en la zona correspondiente. Y segunda:
explotación propagandística del hecho mediante la difusión de la noticia en los medios
de información. Dado que éstos no podían permitirse llevar la contraria al gobierno
militar ni poner en duda sus comunicados de prensa, estos hechos eran difundidos en
estos términos a la opinión publica e incorporados estadísticamente a la lista de los
hechos violentos realmente ejecutados por la guerrilla.
Otro hecho de este mismo tipo, incluido en el testimonio que nos ocupa, fue el
siguiente:
"En la mañana nos llamó el teniente a los cinco que íbamos a participar en el
trabajo que me había dicho. Principió a hablar así: 'Muchachos, este trabajo es
delicado y no quiero que haya errores. Se trata de secuestrar a una maestra; sólo
que tenemos que sacarla en el día de la escuela, porque no hay otra forma. Por
eso, tendremos que conseguir un carro por ahí; aquí están estas pelucas para que
las llevemos. Si no podemos sacar a la maestra, pues ahí mismo la matamos. Si
fallamos, el coronel se va a enojar mucho, porque la maestra es colaboradora de
los subversivos; según las informaciones, ella es un buen contacto y ha de saber
bastante, así que ya ven lo importante que es esta misión'."(275)
Como vemos, en aquellas ocasiones en que se consideraba especialmente importante
el engaño sobre la autoría de la operación, no bastaba con actuar vestidos de civil y
dejar carteles falsamente indicativos, sino que resultaba necesario recurrir a las
pelucas como forma más eficaz de caracterización. El testimonio continúa así:
"Sólo desayunamos, metimos nuestras metralletas y las pelucas en unos morrales,
y salimos del destacamento en un carro particular. Más adelante lo abandonamos
y pusimos piedras en la carretera, para que cualquier carro que pasara tuviera
que pararse y así lo pudiéramos tomar nosotros.
Como una hora más tarde apareció una camionetilla y se detuvo. Nosotros, ya con
las pelucas, nos echamos encima diciendo que éramos de las FAR. Amarramos a
las tres personas que iban en la camionetilla, les tapamos la boca y les
arrastramos unos 25 metros adentro de la montaña.
El teniente tomó el volante y salimos a gran velocidad hacia la aldea donde estaba
la maestra. Cuando llegamos los niños estaban en el recreo, y nosotros nos
lanzamos sobre la maestra y la subimos a empujones al vehículo. Gritaba pidiendo
auxilio, pero nadie se atrevió a defenderla.
Abandonamos rápidamente el lugar, pero antes dejamos propaganda subversiva
en la escuela. (...) Otra vez cambiamos de carro (recuperando el inicial), dejando
pintado el carro robado con las letras FAR.
La maestra tenía como unos 30 años. La llevábamos tirada y nos reclamaba que
por qué la tratábamos así. Al rato, el teniente dispuso taparle la boca y los ojos, y
tomó rumbo a la brigada de Poptún. Poco después tuvimos un problema, porque
se nos pinchó una llanta y no llevábamos repuesto. (...) Lo que hizo el teniente fue
mandar a dos elementos que fueran (caminando) a la brigada a decir cómo estaba
la cosa.
Como a las cuatro horas regresaron los elementos con el coronel (...) y varios
elementos más en el transporte. El coronel nos felicitó y ordenó que pasáramos la
maestra al vehículo de ellos. Nos dio una llanta (para sustituir a la pinchada) y
regresamos.
Ya no supimos más de la maestra. Yo sólo escuché en la radio que la maestra
había sido secuestrada por hombres fuertemente armados y peludos, que al
parecer eran de las FAR por la propaganda que habían dejado." (276)
Con independencia de cuál fuera el destino final de la desafortunada maestra -pre-
sumiblemente poco halagüeño, a juzgar por todos los casos precedentes-, lo cierto es
que esta operación sirvió, una vez más, para dos cosas: para deshacerse de una
persona presuntamente subversiva, y para imputar a la guerrilla, a través de los
medios de comunicación, unos desmanes cometidos en realidad por una fuerza
militar.
Del otro objetivo, quizá el principal -la obtención de información válida sobre la
guerrilla- nada pudo saber el testigo, pues no volvió a tener noticia alguna de la
víctima ni del resultado de su interrogatorio.
De todas formas, resulta ineludible señalar el dato de que, en todos los casos incluidos
en este valioso testimonio, se revela reiteradamente un dato muy significativo: el
hecho de que estas brutales actuaciones fueron prácticamente inútiles en cuanto al
logro de información. Las víctimas o bien resistieron hasta límites sobrehumanos si es
que sabían algo, o bien -lo que es mucho más probable- no sabían nada en de aquello
que les preguntaban, y sólo fueron secuestradas y torturadas porque sus nombres
fueron dados por alguna otra víctima sin fundamento alguno, en su intento
desesperado de poner fin a su propia tortura.
Resulta llamativo, en todo caso, la forma en que esta unidad de la PMA reincidiera una
y otra vez en estas criminales prácticas, sin importarles en absoluto a sus mandos su
reiterada nulidad informativa. Otra cosa, bien diferente, es la ya citada utilidad
propagandística, en su propósito de desprestigiar a la guerrilla e incrementar falsa-
mente los casos de violación de derechos humanos imputados a ésta.
Según consta en el mismo informe que nos ocupa, otras misiones realizadas por la
PMA no perseguían la búsqueda de información, sino simplemente la eliminación
física de determinadas personas, sospechosas de algún tipo de vinculación con la
guerrilla. Otras veces sus misiones eran similares a las de cualquier otra unidad del
Ejército, con actividades represivas similares a las muchas ya vistas con anterioridad.
Pero la frecuencia de actuaciones como las aquí referidas, atribuyendo falsamente a la
guerrilla crímenes y torturas perpetrados por fuerzas militares, demuestra que ésta
era una de las actividades sistemáticamente encomendadas a la Policía Militar
Ambulante, y este dato constituye una relevante aportación del testimonio al que nos
acabamos de referir.
Para terminar nuestra referencia a este testimonio, diremos que el testigo, sometido a
las insoportables tensiones psíquicas derivadas de este tipo de crímenes, en los que se
veía obligado a participar en mayor o menor grado, empezó a excederse en la bebida,
como ya les había ocurrido a otros compañeros con anterioridad. Al tener noticia de
que algunos de ellos fueron eliminados clandestinamente cuando intentaron
abandonar voluntariamente la PMA, por el hecho de que "sabían demasiado", y
después de sufrir él mismo un intento de ametrallamiento desde un vehículo, decidió
desertar y así lo hizo.
Hoy, su testimonio escrito constituye un valioso dato sobre los comportamientos
militares de aquel cuerpo policial.

k) Otros excesos. Casos de antropofagia y coprofagia en el marco de la represión


militar
Dentro del gran número de casos de extrema crueldad atestiguados, cabe destacar lo
que podría llamarse “el extremo dentro de lo extremo”: los casos casi increíbles, pero
absolutamente ciertos y reiteradamente constatados, de antropofagia en alguna de
sus formas, registrados tanto por el REMHI como por la CEH, y también por alguna
otra fuente documental.
Por nuestra parte, y a efectos de una razonable clasificación de los hechos referidos,
entenderemos como casos de antropofagia las siguientes variantes: comer miembros
o vísceras de la víctima por el propio victimario; obligar a la víctima a comer alguna
parte amputada de su propio cuerpo; obligar a comer vísceras o partes amputadas de
una víctima a terceras personas; beber sangre de una víctima por su victimario o
victimarios; obligar a la víctima a beber su propia sangre; obligar a beber sangre de
una víctima a terceras personas. Por último, y por extensión, cabe añadir los casos de
coprofagia y similares: obligar a personas a comer excrementos o a beber orines
propios o ajenos.
Hay que señalar que los casos de este género revisten un grado de crueldad rayano en
la locura o en la más abyecta degradación de sus protagonistas. En ciertos casos, la
manifestación extrema de crueldad consistió en amputar un miembro y obligar a
comerlo a la propia víctima, o a otra víctima presente. Así fue, entre otros, en los casos
siguientes:
“...a unas personas organizadas en el CUC (Comité de Unidad Campesina), cerca de
San Juan Cotzal, los llevaron amarrados a la Finca San Francisco. Allí
concentraron a la población para que presenciaran la tortura. ‘A Manuel le
cortaron una oreja y le obligaron a comérsela delante de toda la gente’. Después
de torturarlo y amputarle diferentes miembros se lo llevaron a un pinal que hay
camino a Cunén, a la salida de la finca como a dos kilómetros. Allá ‘lo terminaron
de matar haciéndolo puros pedacitos, con machete.’ Los restos quedaron en aquel
lugar sin enterrar.” (Caso 2608 de la CEH, Finca San Francisco, Cotzal, Hue-
huetenango, 1981). (277)
En 1981 se produjeron, en Baja Verapaz, diversos casos de antropofagia forzada de
notable crueldad, como los dos recogidos a continuación, correspondientes a julio y
diciembre de dicho año. Alrededor de julio de 1981, el Ejército convocó a las PAC de
Rabinal y salieron hacia las aldeas al mando de un oficial del propio destacamento de
Rabinal. El declarante describe así la acción de los soldados y los patrulleros al entrar
en las aldeas:
“Los que encontraban en las casas los mataban, arrasaban con la siembra, corta-
ban la milpa, quemaban las casas, a los hombres se los llevaban amarrados con
lazo. En una ocasión, sacaron a seis personas y, enfrente de todos, comieron las
orejas: se las quitaron y les dijeron que se las comieran. Después, los soldados
mataron animales y comieron en el mismo lugar. (Caso 883 de la CEH, Chuateguá,
Rabinal, Baja Verapaz, 1981). (278)
Apenas cinco meses después, y también dentro de la municipalidad de Rabinal, tuvo
lugar otro episodio dramáticamente similar. El 4 de diciembre de 1981, el Ejército
movilizó una vez más a las PAC, esta vez las de Xococ y Vegas de Santo Domingo, con
la posible participación de patrulleros de otras aldeas próximas, todos ellos –precisa
el testimonio- con pañuelos rojos al cuello, y empuñando armas y garrotes. A partir de
su llegada a la aldea de Panacal los hechos se desarrollaron así:
“Nos reunieron en un lugar, luego sacaron un listado y pasaron lista, y cuando
aparecían las personas, de una vez las amarraban con un lazo y una mano detrás.
Ese día se llevaron 69 hombres amarrados de la aldea Panacal a la Laguna. (...)
Nos hicieron preguntas: si somos de la guerrilla. Pero nosotros no sabemos nada
de eso, y allá en La Laguna, a unos catequistas, promotores de salud, promotores
de educación, les preguntaron si son guerrilleros. Ellos no dijeron nada y los
patrulleros de Xococ y Vegas les cortaron la oreja y les obligaron a comerla, y
después sus caites, ropa, cédulas, sombreros, los echaron al fuego en el mismo
lugar. A todas las víctimas las desnudaron. Luego fueron dejadas en dicho lugar.”
(Caso 5360 del REMHI, Aldea Panacal, Rabinal, Baja Verapaz, 1981). (279)
Otros repetidos casos de ingestión de órganos o vísceras humanas aparecen entre los
testimonios recopilados por la Comisión de Esclarecimiento Histórico y el REMHI:
“Ellos (quienes organizaron las patrullas) tenían tres años de ser comisionados
militares y daban órdenes a las PAC. Para los rastreos, los mayores de 45 años se
quedaban en la aldea cuidándola, y a los jóvenes los llevaban para cometer los
asesinatos. Cuando se hacían matanzas, el jefe de las PAC obligaba a los jóvenes a
comer el cerebro de las víctimas, él da el ejemplo y se lo come. (El) decía: ‘Deben
ser hombres y no simples indios’. El daba el ejemplo.” (Ambos paréntesis
pertenecen al texto original) (Caso 16073 de la CEH, Chinique, Quiché, marzo,
1982). (280)
Obviamente, en este caso, como en los siguientes, la expresión “comer el cerebro” se
refería a ingerir sólo una parte de la masa cerebral. Una parte presumiblemente
pequeña, ya que tal ingestión -como en todos los casos de antropófaga registrados por
la Comisión- no se hacía con fines alimenticios, sino para simbolizar el desprecio
absoluto hacia las víctimas y la superioridad total sobre ellas, así como para subrayar
y potenciar la que podríamos llamar “viril ferocidad” de quienes –en frase de su
maestro- “debían ser hombres, y no simples indios”. Despectiva alusión a la raza maya
a la que pertenecían la inmensa mayoría de los propios soldados y de los patrulleros
de las PAC, que al ser tan indios como sus víctimas necesitaban algún elemento que les
distanciara de ellas, estableciendo una clara noción de diferencia y de rotunda
superioridad. De ahí esa necesidad de subrayar enfáticamente, e incluso brutalmente,
su condición de “hombres”, humillando en grado máximo a sus víctimas –en su calidad
de “simples indios”- y reduciéndolos a la condición de animales, susceptibles, como
tales, de ser matados, cortados y comidos por la especie superior.
En el siguiente caso, los investigadores de la CEH registran en estos términos el relato
directo del declarante:
“El 2 de mayo de 1981, en la aldea Xenaxicul de Aguacatán, Huehuetenango, cerca
de las 9 de la mañana, llegaron aproximadamente 200 soldados, vestidos de verde
olivo y camuflado, y algunos con su cara pintada de negro. Fueron de casa en casa
reuniendo solamente a los hombres, quienes llegaron a ser un total de 23.” (...)
“Los hombres fueron obligados a caminar (desde la ya citada Xenaxicul) hasta la
Escuela de la Aldea de las Majadas Centro, que quedaba más o menos a cuatro
kilómetros de la aldea, una hora caminando. Dentro de la escuela los soldados les
ordenaron formarse; en ese momento dejaron ir a un señor anciano del grupo.
Fusilaron y mataron a los 22 hombres. Después los soldados partieron los
cráneos de los cadáveres y se comieron sus cerebros.” (...) “Cerca de la escuela hay
un barranco donde los soldados botaron (arrojaron) los cuerpos de las víctimas.
El Ejército permaneció en la comunidad dos días después de la masacre,
durmiendo en la misma escuela. Cuando se retiraron los soldados la gente fue a
mirar el barranco, y en la escuela encontraron platos en la mesa que contenían
masa cerebral”. (Caso 5714 de la CEH, Aldea Las Majadas-Centro, Aguacatán,
Huehuetenando, 1981). (281)
Otro caso referente a la ingestión de sesos humanos es registrado por el informe del
REMHI:
“Llegó el Ejército con patrulleros, mataron a familias enteras y quemaron sus
casas, los degollaron y balearon, también a los niños, a todos los mataron, a una
hija le abrieron la cabeza, le quitaron el seso y parece que lo comieron. A otra
vecina la degollaron y empezaron a chupar la sangre.” (Caso 7909 del REMHI,
Aldea Xix, Chajul, Quiché, 1981). (282)
La falta de seguridad reflejada en ese “parece que lo comieron” nos obliga, en este
caso, a conservar la duda razonable respecto a este punto. No así respecto al otro, la
ingestión de sangre del cadáver de otra mujer recién degollada, práctica de la cual
quedaron registrados abundantes ejemplos, como más adelante podremos ver.
He aquí otro caso registrado por la Comisión, que incluye la secuencia final de
mutilación, antropofagia forzada y muerte:
"Las acciones eran crueles en extremo con el propósito de ocasionar temor entre
la población. Cuando el Ejército detenía a un supuesto colaborador de la guerrilla
lo hacía padecer crueles torturas antes de matarlo (...). En el caso de Juan, los
soldados lo detuvieron. Luego lo colgaron de un tapesco, le cortaron el brazo,
luego procedieron lentamente a cortarle la cara con machete. Después le dieron
un machetazo en la cabeza, que se abrió, y otro golpe en su panza. Lo colgaron por
el cuello y perdió todas sus tripas... Venía una segunda patrulla de soldados, que
agarró a José y le cortaron la cabeza. A Andrés lo acusaron de dirigir a la gente
que se quedaba bajo la montaña. Le pusieron una espina en sus ojos y después le
sacaron los ojos, le cortaron sus orejas, y lo golpearon hasta casi morir. Luego
llevaron a su esposa Benita. Los soldados cortaron el pene a Andrés y obligaron a
Benita a comerse el pene de su esposo, y luego la mataron". (Caso 11314 de
la CEH, San Cristóbal Verapaz, Alta Verapaz, marzo, 1982). (283)
En definitiva, y según acabamos de ver en el párrafo anterior, estos casos que incluyen
episodios de antropofagia en alguna de sus formas no son tratados aparte ni
agrupados como tales en el informe de la CEH, sino incluidos esporádicamente dentro
del conjunto de atrocidades cometidas por el Ejército con el propósito general a
aterrorizar a la población, impidiendo así su colaboración con la guerrilla.
He aquí otro caso de antropofagia forzada, esta vez sin muerte, declarado a la
Comisión por el hijo de la víctima, que detalla así los hechos producidos en agosto de
1982:
“Mi papá se quedó en Yalanwitz. Cuando llegó el ejército lo agarraron. Los
soldados (...) le amarraron pies y manos y le golpearon y patearon. En la mañana
siguiente dijeron los soldados a mi papá que van a comer su carne. Llevaron a mi
papá hasta Taxbal (cerca del río Zarco, Río Azul), y, mientras, siguieron
maltratándole. Pasaron por Bella Linda hasta que llegaron al destacamento de
Ixquisis. Le acusaron de ser guerrillero, le obligaron a comer carne humana.”
Posteriormente, la víctima fue obligada a trabajar para el Ejército como cocinero
durante cuatro años. “Si la comida no estaba lista a la hora, le golpeaban.” Al cabo
de esos cuatro años fue liberado. “El Ejército le dio un documento diciendo que él
no era guerrillero.” (Caso 6024 de la CEH, Yalanwitz, San Mateo Ixtatán,
Huehuetenango, 1982). (284)
Otro caso de este tipo (antropofagia forzada y salvación mediante larga colaboración
posterior con el Ejército) fue el siguiente:
“Otro caso notable fue el un conocido vecino de Sacuchum Dolores (San Marcos),
quien, habiendo pertenecido a la guerrilla, fue capturado por el ejército y, tras las
habituales torturas y coacciones, sucumbió a éstas y se convirtió en colaborador
de la G-2. Dentro del terrible precio que tuvo que pagar para salvar la vida y
poder cambiar de bando, se incluyó el tener que comer carne humana (de algunas
de las víctimas de la represión).”
“Alrededor de la desaparición de su esposo, la testimoniante aporta elementos
importantes. Sostiene que uno de los hechores individuales era el señor (nombre
del victimario), quien denunció y delató a muchas personas de la comunidad de
Sacuchum y de otros sitios como El Tablero, de donde era originario. Lo que vale
la pena resaltar es que esta persona comió gente para salvarse, ya que había sido
capturado por el Ejército cuando formaba parte de la guerrilla. Entonces
prometió entregar gente para lograr su libertad. No obstante, debió trabajar para
la G-2 durante mucho tiempo.” (Caso 7019 de la CEH, San Pedro Sacatepéquez y
Sacuchum Dolores, San Marcos, 1982). (285)
En otras ocasiones eran los propios perpetradores los que comían directamente la
carne humana recién cortada o la víscera extraída, como en los casos siguientes:
“Una noche lo sacaron del calabozo y le preguntaron cuál era su seudónimo; le
pusieron unos audífonos en los oídos y le subieron a todo volumen el aparato.
Quedó sordo por unos días. Le seguían golpeando y pateando; pidió la muerte
porque estaba sufriendo mucho: ¡Métanme un balazo!, pedía...” El declarante
explica a continuación cómo uno de los soldados le detalló la forma en que otro
grupo de personas capturadas habían sido torturadas allí mismo: “Los soldados
les cortaban pedazos de carne de los cachetes (mejillas) y los brazos de las
víctimas y se los comían. Algunos no se morían rápido, aguantaban mucho, y por
fin los mataban cuando les metían una aguja larga y grande en los ojos. Quien
declara agregó que cuando entraron al calabozo había sangre, gusanos, y zapatos
de los muertos tirados por allí.” (...) “El declarante dice que ya conoce el infier-
no: ha estado allí” (Caso 12027 de la CEH, Aldea La Cumbre, Ixtahuacán, Huehue-
tenango, 1983). (286)
Pero no sólo las comisiones investigadoras de la CEH y del REMHI registran este tipo
de casos. Los testimonios procedentes de Guatemala que fueron presentados al
Tribunal Permanente de los Pueblos, reunido en Madrid en enero de 1983, año en que
las atrocidades represivas estaban en su pleno apogeo, incluyeron casos como el
siguiente:
“Los soldados capturaron al hombre con la acusación de que era guerrillero, y
entonces el teniente reunió a los soldados y a la gente del lugar, y delante de
todos lo rajó con un cuchillo desde la garganta hasta el ombligo.” Palabras del
testigo: “Entonces sacó el hígado del pobre señor. Entonces agarró el hígado y se
lo comió así delante de los soldados, delante de la gente. Nosotros no entendemos.
(...) El teniente lo comió así crudo el hígado, y lo estaban mirando los soldados y
todo eso.” (Indígena de Todos Santos, Huehuetenango, 1982). (287)
Dentro del mismo bloque de testimonios referentes a Guatemala presentados ante el
mismo Tribunal de los Pueblos en 1983, se recoge el del superviviente de más edad de
la masacre de San Francisco, perpetrada el 17 de julio de 1982. Las fuerzas del
Ejército habían reunido, dentro del edificio del juzgado, a un grupo de campesinos,
que, allí mismo, empezaron a ser asesinados por los soldados. El testigo, uno de los
campesinos allí retenidos, presenció cómo uno de los militares, cuya graduación no
pudo precisar, extraía el corazón del hombre al que acababa de asesinar y se lo llevaba
a la boca con evidente propósito de comer de él. A partir de aquel momento ya no vio
más porque:
“...de cólera bajó los ojos y se sentó a esperar su turno de muerte.” Palabras del
testigo: “Entonces me miré ansí. Me senté otra vez. Ya no miré. (...) Ansí hicieron
eso cabrón... Tuve cólera y me senté. ¡La gran puta cómo es que son esos
animales!” (Indígena sobreviviente de la masacre de Finca San Francisco, Nentón,
Huehuetenango, julio, 1982). (288)
Estos y otros hechos similares dieron lugar al siguiente párrafo acusatorio, incluido en
el informe presentado ante el ya citado Tribunal Permanente de los Pueblos en 1983:
“Lo que vamos a decir ahora parece una fantasía de nuestro dolor, pero es triste-
mente verdadero, señores jueces, y es que los oficiales y los soldados no sólo
masacran genocidamente a nuestro pueblo inocente, sino que ostentan una
conducta animal propia de las bestias (...). En el paroxismo de su ferocidad ellos
han comido carne humana de sus víctimas y han bebido la sangre de las
mismas.” (289)
A continuación el citado informe recoge varios testimonios de este tipo, como el
siguiente, correspondiente a un soldado desertor, que no pudo soportar la tensión
derivada de la barbarie de tales prácticas:
“Hay hermanos nuestros dentro del Ejército que han desertado precisamente
porque durante el entrenamiento los han forzado a beber la sangre de víctimas
que el Ejército ha secuestrado, como el caso de un hermano nuestro de
hablamam, procedente de una aldea de Ixtahuacán. Por negarse rotundamente a
esa práctica bestial, decidió escaparse de la base de Huehuetenango. Se escondió
en su aldea, donde el testigo lo entrevistó, pero como el ejército lo cercara y el
íntegro desertor estuviera muy herido, no pudieron sacarlo del rancho y murió.”
Manifestó el testigo: “El se había negado rotundamente a tomar la sangre de la
gente que había sido secuestrada” (Indígena de la zona de Cuilco e Ixtahuacán,
Huehuetenango, 1982) (290).
A finales de septiembre de 1982, se hizo pública la entrevista de otro desertor, éste de
las tropas especiales (los llamados Kaibiles) y de habla kaqchikel, quien manifestó lo
siguiente:
“A los kaibiles se nos obliga a beber la sangre de nuestras víctimas, en presencia
de la gente de las aldeas.” (Agencia Salpress, 30-9-82). Esta realización de este
tipo de actos 'en presencia de la gente de las aldeas' habla claramente del
propósito de tales acciones: sembrar el 'terror ejemplificante' entre la población,
con objeto de asegurar su forzada colaboración con el ejército y disuadirles, a
través del terror, de toda posible colaboración con la guerrilla." (291)
Por otra parte, en ciertos casos, los represores no se recataron en mostrar su
predilección por la sangre humana. Recordemos la frase que ya vimos páginas
atrás: aquélla que un testigo presencial pudo escuchar de boca de los soldados
matagentes en la repetidamente citada base militar de Playa Grande -"Sabroso el
pollo"- cuando, después de apuñalar a sus víctimas, lamían el cuchillo recién
ensangrentado. El uso de calificativos encomiásticos para el sabor de la sangre
aparece igualmente en otros testimonios como los siguientes:
"Una testigo, de la zona occidental de Huehuetenango, repetía en estos términos
las palabras que escuchó a un teniente del Ejército: 'Ustedes todos a mí me la
pelan. Yo, ahorita, sangre quiero ver aquí. La sangre para mí es dulce', decía. En
otro momento, el mismo oficial preguntó a la madre de la testigo sobre quiénes
hicieron unos letreros que aparecieron pintados en la pila donde ellas lavaban.
'Sólo Dios (lo sabe). No nos damos cuenta. Cuando vemos, ya está eso ahí',
respondió la madre. A lo que replicó el teniente: 'Señora, aquí no me mente a Dios.
(...) Para nosotros ahorita no hay Dios'.” (El paréntesis pertenece al texto
original). (Los Huistas, Huehuetenango, 1982). (292)
Este gusto por la sangre se manifestó igualmente en el siguiente caso, protagonizado
por el Ejército en la municipalidad de Sacapulas, Quiché:
“A Diego Mejía Tzi, alcalde, lo llevaron y lo metieron en su casa, le sacaron
(cortaron) un pedazo de costilla y le sacaron su corazón. Cuando sacaron el
cuchillo, recibieron la sangre en la boca y decían ‘Qué buena es su sangre, vamos a
asarlos a estos campesinos para comerlos en el almuerzo'." (Caso 7916
del REMHI, Salinas-Magdalena, Sacapulas, Quiché, 1983). (293)
¿De dónde surge –cabe preguntarse- esta irresistible tendencia a derramar la sangre
(ajena, por supuesto) e incluso a saborearla con fruición, dedicándole calificativos
tales como “buena”, “dulce”, “sabrosa”, según consta en los testimonios referidos? Ya
hemos visto la reiterada explicación del terror ejemplificante, como motivación
máxima de los excesos cometidos. Veamos ahora otras interpretaciones posibles de
este extraño fenómeno, de tan difícil explicación en el ámbito de los Ejércitos
civilizados de nuestros días.
Dentro de la serie de “testimonios de victimarios” recogidos por el REMHI, un soldado
que prestó sus servicios en el destacamento de El Chal y El Gobe, Petén, prestó
testimonio sobre lo que pudo ver en dicho lugar, proporcionando otra distinta
explicación:
“A los prisioneros los amarraban a la silla y allí los dejaban aguantando hambre y
a algunos los mataban a golpes. El declarante afirma haber visto a un oficial cortar
en pequeños pedazos a una persona con un machete.” (...) “El declarante dice que
los que hacían esto eran de la ‘Z’ y los de la ‘G-2’ (servicios de información). Ellos
eran los encargados de ahorcar a las personas dentro del destacamento o fuera, y
luego se tomaban la sangre. Esto lo hacían para decir que tenían valor.” (Caso
1783 del REMHI, El Chal, El Gobe, Petén, 1985). (294)
Así pues, este testimonio atribuye la motivación de beber sangre de las víctimas no a
ese tan repetido terror ejemplificante sino a una autoafirmación -harto extraña, por
cierto- del propio “valor” personal. Ello, de ser cierto, nos llevaría a muy lejanas
reminiscencias, tales como algunas viejas ceremonias de la antigüedad. La sangre,
como fluido vital tan ligado a la vida y a la muerte, ha sido objeto de ritos y
ceremonias en muy diversas civilizaciones. En la Roma imperial, por ejemplo, se
extendió, particularmente a través de sus legiones desplegadas en las fronteras orien-
tales, el llamado culto de Mitra, procedente a su vez de lejanas culturas asiáticas,
encaminado al fortalecimiento del valor viril. Algunos oficiales de las legiones
romanas, incluido el joven aristócrata Elio Adriano, que con los años se convertiría en
el destacado emperador Adriano, practicaron, dentro de su actividad militar, este
impresionante rito, aprendido de aquellos pueblos bárbaros a los que combatían, y
cuyo ingrediente esencial era precisamente la sangre. Pero allí se trataba de la sangre
de un toro recién sacrificado, que, situado en un plano superior, se derramaba
masivamente sobre la cabeza y el cuerpo de aquel guerrero cuyo espíritu se trataba de
fortalecer. El cual -para que el rito surtiera efecto- debía permanecer embadurnado en
aquella sangre, soportando después su pegajosa suciedad y su olor putrefacto hasta
que se secara y se desprendiera en su totalidad.
Aun así, la diferencia entre aquellos viejos ritos paganos y los criminales excesos aquí
reproducidos -aunque igualmente paganos-, perpetrados tantos siglos después por las
fuerzas represivas guatemaltecas contra su población maya particularmente en aque-
llos aciagos años 1978-1983, resulta demasiado grande, haciendo imposible cualquier
equiparación: en aquellas ceremonias no se derramaba sangre humana sino animal, y
ésta ni siquiera era ingerida por quienes la recibían. Habría que remontarse a épocas y
a pueblos aún más antiguos -o más recientes pero de mayor barbarie- para llegar a
aquellas tribus salvajes cuyos guerreros bebían la sangre de sus enemigos y devora-
ban sus vísceras, con la primitiva creencia de que, con ello, adquirían su fuerza y su
valor.
Otra similitud mucho más próxima en lo cronológico, y sobre todo en lo geográfico -
puestos a buscar reminiscencias históricas-, habría que situarla en la antigua práctica
ancestral de los sacrificios humanos, frecuente en tantas culturas y sistemática en los
pueblos precolombinos de la región que hoy corresponde a México y América Central.
Como es bien sabido, tanto por los relatos históricos como por los grabados y bajorre-
lieves conservados, tal práctica incluía la extracción del corazón de la víctima, lo cual
implicaba necesariamente, como mínimo, un masivo derramamiento de sangre.
Teniendo en cuenta que tanto las víctimas como gran parte de los verdugos del drama
contemporáneo aquí estudiado eran indios guatemaltecos directamente
descendientes de aquellas etnias, alguien podría invocar este factor -una obsesiva
fijación en el valor mítico de la sangre del enemigo- atribuyendo al fenómeno un
carácter atávico relativamente hereditario y de oscuro -o claro- origen ancestral. Pero
una vez más, la diferencia salta a la vista: en los casos aquí referidos y registrados por
la CEH, el REMHI y otros informes y testimonios no sólo hubo derramamiento masivo
de sangre sino esporádica ingestión de ella por los verdugos, lo que sigue marcando
una diferencia fundamental, incluso dentro de la excepcionalidad.
Deliberadamente, hemos dejado para el final la explicación más evidente, la que más
directa e ineludiblemente explica este tipo de conductas, que no es ni la herencia
ancestral ni el puro intento de aterrorizar al enemigo, pues el enemigo fue ya
sobradamente aterrorizado mediante la serie de atrocidades ya examinadas más
atrás, sin necesidad de recurrir a estas repugnantes prácticas adicionales. El motivo
más fuerte y más directo de estas actuaciones no fue otro que éste: el tipo de
formación recibida y de entrenamiento practicado, como más adelante podremos
comprobar.
Pero antes de entrar en ese terreno, el conocimiento de la realidad objetiva nos obliga
a mencionar otra de las negras facetas de aquella represión. Nos referimos a otra
práctica inhumana y también difícilmente explicable: la coprofagia forzada, es decir, el
obligar a comer excrementos, unas veces a los enemigos prisioneros, y otras a los
propios soldados, instructores, reclutas o patrulleros, como práctica para su
“endurecimiento” militar (dentro de los llamados “entrenamientos salvajes”), como
vamos a ver.
Dentro del primero de estos casos genéricos (castigo a los enemigos o sospechosos de
serlo), constata el informe de la CEH:
"Durante varias jornadas no se les permitía dormir, no se les daba nada de comer
o de beber, y debían hacer sus necesidades fisiológicas en la ropa que llevaban
puesta. En otras ocasiones, a las víctimas se les obligaba a comer sus propios
excrementos o los excrementos de los soldados, y a tomar orines." (295)
Igualmente cabe citar el siguiente caso, registrado por los investigadores del REMHI y
declarado por un testigo de Cobán, Alta Verapaz, que detalló así su experiencia al ser
capturado por el Ejército:
“...nos llevaron al campo, pues, y nos empezaron a castigar. Nos dieron ‘culiche’
(saltar repetidamente con las piernas flexionadas), a tierra, salto tiburón, nos
colgaron en un palo, y el que se caiga se levanta a puro garrotazo. Y nos dieron
‘popó’ (excrementos humanos), dos guacales (recipientes del tamaño de un
tazón) a cada uno, y el que no quiere tomar, a puro garrotazo tiene que tomar.”
(...) “Y cuando yo agarré el guacal de popó, ya lo tomé rápido, porque si no me
pegan.” (Caso 542 del REMHI, Río Negro, Cobán, Alta Verapaz, 1982). (296)
Otros diversos testimonios recogidos por la CEH ilustran esta repugnante realidad:
“La comida era así: un tamalito en la mañana y chocolate con orines; en la
tarde nos llevaban una palanganita con popó y nos obligaban a comerlo (...)"
(Caso 11185 de la CEH, Ixcán, Quiché, julio, 1982). (297)
"Los soldados se burlaban de que los detenidos tenían que comer sus propios
excrementos y orines." (Caso 11247 de la CEH, Ixcán, Quiché, 1980). (298)
"Cuando les ofrecían comida, primero los soldados defecaban y luego eso era lo
que les ofrecían. Cuando pedían agua les daban orines." (Caso 917 de la CEH;
Nebaj, Quiché, febrero, 1983). (299)
"Nuestros compañeros recibieron duros tratos, porque fueron encerrados (...) en
unos hoyos o agujeros sin comida ni bebida (...). Los agujeros eran como de siete
metros aproximadamente; ahí los mantenían a agua y sol todo el día. De comida
les daban sus excrementos y de bebida sus orines." (Caso 9477 de la CEH,
Cahabón, Alta Verapaz, 1982). (300)
Este tipo de acciones son resumidas así por el informe de la CEH, englobadas dentro
de una variada gama de humillaciones incluidas por la Comisión en la categoría de
"tormento psicológico":
"Otra modalidad de tormento psicológico fue la humillación. Se obligaba a las
víctimas a decir cosas vejatorias o cantar canciones insultantes sobre sus seres
queridos. El torturador se reía o se burlaba de la víctima, orinaba sobre ella, la
obligaba a comer excrementos." (301)
Los casos de ingestión forzada de orina, propia o ajena, fueron igualmente numerosos
en el contexto de otras formas de tortura, castigo o humillación. He aquí algunos
ejemplos:
“Un día reunieron a todos los patrulleros en la sede. X (nombre del victimario)
señaló a Manuel diciendo que él no cumplía con la patrulla, lo aprehendió y pidió
a los otros patrulleros que se lo llevaran. Lo amarraron fuertemente y lo
condujeron al destacamento militar de Zacualpa a entregárselo a los soldados.
También llevaban tres personas más.” “Los soldados los introdujeron en un
cuarto, por 30 días les tuvieron sin comer, los obligaban a tomar su propia orina y
les daban únicamente cáscaras de banano. Todas las noches los colgaban, los
interrogaban y les pegaban hasta dejarlos exhaustos, para que delataran a sus
demás compañeros (...).” (Caso 16134 de la CEH, Trapichitos, Zacualpa, Zacapa,
1981). (302)
Otro testigo, que al producirse los hechos era un niño de ocho años, refirió a
la Comisión lo ocurrido quince años antes en su aldea de Alta Verapaz:
“Un día de junio de 1983 llegaron a Seguamó unos miembros de la PAC. Como
siempre, y sin ningún motivo, comenzaron a golpear a la gente. Yo tenía
aproximadamente ocho años. Los patrulleros maltrataban también a los
niños. Ellos nos hacían beber orina preparada con chile." (Caso 9426 de la CEH,
Seguamó, Cahabón, Alta Verapaz, 1983). (303)
He aquí otro testimonio de la represión en la zona norte del Quiché:
“Cuando se va la víctima (Juan Osorio) al Ixcán trabaja directamente con el padre
Luis Gurriarán y con la monja Patricia, promoviendo el trabajo de Acción Católica.
Se asienta en la comunidad de Santa María Tzaja. (...) Todos son muy felices en ese
lugar, trabajan y hacen pastoral en las comunidades. En el mes de diciembre de
1981, llega la primera gran incursión del Ejército y quema las casas de Santa
María, pero sus habitantes están avisados, saben cómo vigilar la llegada del
Ejército, y por ello logran huir a la montaña. Al mes de estar huyendo, captura el
Ejército a Juan. El había ido con varios hombres a traer maíz y lo capturan como
miembro de la guerrilla. Lo llevan a la zona militar de Cantabal, en Playa
Grande. Le privan de alimentos, le torturan, le obligan a tomar la orina de los
soldados, recibe constantes golpes con las bayonetas y culatazos, le introducen
agujas dentro de las uñas y luego le cortan los dedos de la mano izquierda. (...)
Durante tres meses sufre las torturas. Constantemente le preguntan que dónde se
esconden los guerrilleros, él les dice que no sabe, pues él sólo es miembro de la
comunidad. (...) Lo amenazan los comandantes y le dicen que, si se sigue metiendo
en babosadas, entonces sí lo van a matar. Junto a él hay también, en la cárcel de
Playa Grande 30 personas más, que procedían de diferentes lugares. Unos están
muy graves, pero todos están vivos (...), entre ellas hay como 12
mujeres.” “Llaman a la familia de Juan y le hacen firmar varios papeles, le dicen
que se esté encerrado en su casa. La familia tiene que cargarlo, pues no puede
sostenerse en pie (...). El ya no participa desde entonces en nada de la Iglesia, ni
en nada de nada. Le entra mucho miedo, y ya no vuelve a salir de su comunidad.”
(Caso 16389 de la CEH, Santa María Tzaja y Playa Grande, Ixcán Quiché, (1981-
82). (304)
Ni siquiera aquéllos que, a las órdenes del Ejército, prestaban servicio en las Patrullas
de Autodefensa Civil se veían libres de sospechas, acusaciones y torturas. El siguiente
testimonio corresponde a un patrullero de Huehuetenango:
“Quien declara narra que a fines de 1983, alrededor del 26 de diciembre, en la
Aldea La Cumbre, Ixtahuacán, los soldados lo sacaron de su casa. Esto ocurrió a
pesar de que ya estaba prestando servicio con las PAC. Esa noche llegaron
soldados enmascarados y sacaron aproximadamente a 35 personas de la aldea, y
las llevaron a la zona militar. (...) Los acusaron de ser guerrilleros. (...). Los
metieron en un calabozo en el día; allí los metieron a todos, era un espacio
pequeño y estaban bien apretados allí dentro; no podían levantar los brazos
porque no había espacio. La próxima noche, 27 de diciembre, los sacaron del
calabozo (...). Empezaron a golpearles con patadas, torturas con electricidad, etc.
(...) Quien declara no sabe si era de día o de noche, estaban en completa
oscuridad.” (...) “Estaban con sed y hambre; no les dieron ni comida ni agua. Se
tomaban sus orines. Después de unos días sin agua, los soldados metieron una
manguera en el calabozo; cada quien tomó unas gotas de agua y sacaron la
manguera.” (305)
He aquí otro testimonio prestado ante la Comisión de Esclarecimiento:
"Ahí hacían torturas y quemaban viva a la gente. Hubo gente que estuvo
encerrada 43 días y sólo arroz le daban de comer, salieron desmayados. Ahí
violaban a las mujeres y obligaban a los hombres a violar a sus compañeras, y si
no lo hacían los mataban; y cuando tenían sed les hacían tomar sus orines." (Caso
clave nº 5 de la CEH). (306)
Dentro de este terrible contexto -violaciones, torturas, personas quemadas vivas-, el
dato adicional de obligar a beber orina –o incluso a ingerir otros productos más
repugnantes- llega a parecer, comparativamente, un detalle de mínima significación.

2.3. CAUSA ESENCIAL DE ESTOS EXCESOS: UN MODELO DEGRADANTE DE


FORMACIÓN MILITAR
Los penosos, y en gran medida incomprensibles, casos referidos en el apartado
precedente –antropofagia, coprofagia y similares- empiezan a resultar menos
incomprensibles, aunque igualmente intolerables, cuando se examinan la formación y
las prácticas “educativas” cuyos datos y testimonios vamos a referir a continuación.
En octubre de 1987, el periodista guatemalteco José Eduardo Zarco, de conocida
familia conservadora y propietaria de uno de los principales periódicos del país, fue
autorizado a visitar la llamada “Escuela de Adiestramiento y Operaciones Especiales
Kaibil”, (situada entonces –desde su fundación en 1975- en La Pólvora, Melchor de
Mencos, Petén, y posteriormente trasladada a su actual ubicación en Poptún, en el
mismo departamento de Petén), también conocida como “el Infierno Kaibil”. De dicha
visita surgió una serie de ocho artículos publicados en el periódico “La Prensa Libre”,
el sexto de los cuales detalla el llamado “destazamiento de la mascota” en los términos
expresados a continuación.
Cada alumno del “curso Kaibil” recibe al llegar, a modo de mascota, un pequeño
cachorro de perro que a lo largo del curso debe alimentar y cuidar. Llegada ya la parte
final del curso tiene lugar la ceremonia aquí referida. He aquí su descripción literal:
“ ‘A ver, usted, tráigame ese perro’, le dijo (el oficial instructor) al individuo que
tenía el chuchito. ‘¡Kaibil!’, respondió el soldado, y contra la voluntad del animal lo
llevó frente a su profesor. ‘Cuélguelo allí, en el tronco, y proceda a matarlo’, le
ordenó. El otro agarró al perro por las patas de atrás, mientras su cuás (su compa-
ñero) le apretaba el hocico para que no lo mordiera. El canino se orinaba del
miedo y los gemidos que daba eran feos (...) Una vez amarrado de las patas y de la
trompa, el kaibil recibió, una vez más, la orden (...), y éste, con su machete, le cortó
el cuello. La sangre cayó en una olla donde habían recogido la de los otros
animales muertos anteriormente, y el perro dejó de ser mascota y pasó a ser
comida.” (307)
Continúa así la descripción de la ceremonia kaibil:
“Destazaron al chucho (...), y después el instructor les ordenó que pusieran el
cuerpo junto con el de los demás animales que habían sido ‘procesados’. Luego se
les ordenó hacer una fila, y uno a uno fueron recibiendo una porción del
contenido de aquella olla, que consistía en una mezcla de sangre con hígados y
vísceras comestibles, todas ellas crudas (los kaibiles no lo sabían, pero sin que se
dieran cuenta se había agregado limón y cebolla al recipiente para que el sabor
fuera similar al de un ceviche). (...) Las caras que hacían cuando les introducían en
la boca su ‘pedazo’ eran tan impresionantes como la escena de la muerte del
canino, pero, según me explicó mi edecán, el comando debe perder el asco a la
sangre, pues en la vida real siempre existe la posibilidad de encontrarse ante
situaciones donde la sangre abunda, y en esos casos lo peor es perder el control.
‘Puede significar la vida’, me indicó.” (El paréntesis pertenece al texto
original). (308)
Queda demasiado claro, a la luz de los testimonios aquí referidos, que ese “perder el
asco a la sangre” se convirtió, para algunos militares guatemaltecos (oficiales y
soldados) no sólo en la pérdida de ese hipotético asco sino en una morbosa
predilección por ese fluido vital, que no sólo hacían derramar en gran cantidad sino
que, en ocasiones, también lo saboreaban gustosamente, como ya vimos en
testimonios anteriores.
Hay que señalar también el dato de que, en años anteriores pero no muy lejanos (la
Escuela Kaibil inició su funcionamiento doce años antes del citado reportaje
periodístico), esta misma ceremonia kaibil del ‘destazamiento de la mascota’ se
efectuaba de otra forma más brutal: el perro no era degollado con machete, sino
muerto a mordiscos en el cuello por el kaibil, quien con sus propios dientes tenía que
cortarle la yugular y succionar su sangre, según consta en material fotográfico de la
época. (Precisamente una de tales fotografías, con el kaibil mordiendo el cuello del
animal, ilustra el primero de los capítulos del reportaje periodístico aquí
citado). (309)
Recordemos, por otra parte, que esta forma de matar al animal la efectuaba el mismo
kaibil que lo había recibido, siendo un cachorro, al iniciar el curso y lo había cuidado y
alimentado a lo largo de él. Si este trato y cuidado había producido un cierto
sentimiento, quizá inevitable, de relativo cariño hacia el pequeño animal, este factor
afectivo –grande o pequeño- tenía que ser brutalmente atropellado cuando la misma
persona que lo cuidó tenía que morderle la yugular para desangrarlo, cumpliendo así
el doble objetivo propuesto: el conseguir ‘perder el asco a la sangre’, y sobre todo, el
primero y principal: el pretendido ‘endurecimiento militar’ del kaibil.
No resulta, pues, demasiado extraño que este tipo de prácticas ‘formativas’ (en cursos,
como el kaibil, muy valorados dentro del Ejército de Guatemala), así como otras
prácticas docentes igualmente ‘educativas’ que veremos a continuación, hayan
degenerado en una mentalidad militar capaz de producir casos de extrema
degradación.
En efecto, ya hemos visto en páginas anteriores la forma en que fueron tratados los
prisioneros, añadiendo a las torturas y a la muerte las más repugnantes formas de
humillación. Pero estas humillantes prácticas no se limitaban, como en los casos ya
vistos, al castigo de los prisioneros: también los soldados en su instrucción (y no sólo
en unidades especiales sino normales) eran obligados en sus prácticas de entre-
namiento a ingerir heces humanas, según sus propios testimonios prestados ante
la CEH:
“Seguimos sacando el ‘curso de tigres’, así le llaman, que es de tres meses, y al
final nos hicieron una práctica, autorizada por el comandante (...) Consistía en
estar preparado para hacer una serie de maniobras y, por último, de noche, había
que acarrear unos ‘tambos’ (bidones) en los que hasta había ‘popó’ (excrementos)
de ellos mismos, y había que echarlo en unos botes, y de allí nos (lo) metían, y de
último nos lo hicieron comer. Todo fue en el campo de fútbol. Algunos
vomitaban, pero más les daban para que se lo tragaran; eso fue en el curso de
tigres.” (Testigo clave 73 de la CEH, destacamento de El Peñón, Ixcán, Quiché,
1983). (310)
Dentro del periodo de instrucción se incluían pruebas como las siguientes, relatadas
por un sargento segundo que, todavía como soldado, tuvo que soportarlas durante su
fase de formación:
“...lloré amargamente en la última fase del entrenamiento, que se llama ‘olores,
sabores y sonidos’. Debes decir el olor que sientes, el sabor que sientes y el sonido
que oyes (...). Después te tapan los ojos y te dejan sólo con la nariz, y tienes que
decir qué producto es. Después te tapan la nariz y nos hacen probar un montón de
babosadas. La mierda es cuando me he sentido más humillado, heces humanas,
uno con un palo te lo pone en la lengua, grasa, aceite quemado, tierra o lo que
ellos encuentren. Después te traen en un bote una mezcla de heces y meten tu
mano, y es obligatorio, y hay garrote para pegar al que no lo haga. Cuando uno
siente el sabor y el olor, comienza a vomitar. Yo me tiré y me revolqué, y dije que
eso es una mierda, no sentía el dolor. Ya había pasado el entrenamiento físico, los
golpes en el estómago, el dolor, yo ya llevaba una buena forma física, y en esa fase,
en la última, es cuando yo me sentí malísimo, humillado, lloré amargamente, es lo
peor que he pasado en mi vida. Después nos llevaron a comer, esa noche no hubo
comida, daba asco comer, después ni comer queríamos.” (Testigo clave 68 de
la CEH, Playa Grande, Ixcán, Quiché, 1983). (311)
Estos entrenamientos, incluyendo estas prácticas coprofágicas forzadas, afectaban a
todos los soldados, incluso a los más jovénes y recién incorporados con 17 años, y a
los reclutados por la fuerza, llevados por sorpresa allí donde el ejército “les agarraba”,
según su expresión más usual, incluso algunos a la edad de 16. He aquí el relato
personal de otro testigo que padeció en sus carnes este tipo de formación:
“El entrenamiento duraba tres meses. (...) Había gente de 16-17 años. Había como
tres de 16 y unos 35 de 17. Uno de 16 era de Jalapa, otro de Mazatenango, que no
aguantaba por su capacidad física. (...) Yo mismo tenía 17 años. En la compañía
fueron muchos forzados, los de Jalapa, Retalhuleu y Quiché. De Retalhuleu había
como cinco de tercero de básico que estaban estudiando, y les ‘agarraron’. Se
lamentaban de no poder seguir estudiando. (...) Los ‘agarraron’ en las calles de
día, a otros en el campo de fútbol (...).” (Testigo clave 69 de la CEH, Playa Grande,
Ixcán, Quiché, 1984). (312)
Continúa la declaración del mismo testigo, explicando que todos ellos, con indepen-
dencia de sus edades y formas de reclutamiento, eran sometidos al mismo tipo de
instrucción, incluidas sus más extremas formas de endurecimiento, que incluían
prácticas como las siguientes:
“En los centros de entrenamiento de reclutas sí se dan estas cosas (los llamados
“entrenamientos salvajes”). A mí me hicieron comer carne de perro cruda, y su
sangre beberla. En el entrenamiento lo llaman ‘supervivencia’. Mandaron a cuatro
soldados a la calle a buscar un perro, tenía la enfermedad del ‘chino’, era muy
delgado y feo. Un oficial lo mató y comenzó a dar un trozo a cada uno. El oficial no
comió. Todos lo comimos a puro tubo. Otro paso del entrenamiento era la prueba
de los sonidos y olores. Le daban a uno a oler gasolina, hule quemado... con los
ojos vendados, y al final le daban estiércol humano.” (Playa Grande, Ixcán, Quiché,
1984, testigo clave 69 de la CEH). (313)
“A principios de septiembre cambiaron al subteniente del destacamento y
enviaron a uno nuevo. Este organizó los primeros grupos de entrenamiento de
reservas: obligó a 35 jóvenes mayores de 14 años a presentarse todos los sábados
y domingos para ser sometidos a un ‘entrenamiento físico’ que les permitiera
‘colaborar’ con el Ejército en la lucha antiguerrillera, y para que los hombres,
solteros y no solteros, supieran lo que sufre un soldado.” (314)
Ese aprendizaje de “lo que sufre un soldado” llevaba consigo prácticas tan intolerables
como las expresadas a continuación.
“Durante el entrenamiento los jóvenes eran obligados por los soldados a tirarse al
lodo, los golpeaban, los metían en los hormigueros y los acusaban
permanentemente de guerrilleros. El 12 de octubre, el subteniente les comunicó a
los reservistas que iban a celebrar el ‘día de la raza’ y los envió a capturar a dos
perros. Luego les obligó a degollar a los perros y a chuparles la sangre; después
les obligaron a pelar a los perros, les cortaron la lengua y todos tuvieron que
comer un pedazo de ella. Luego les sacaron los ojos a los perros y cuatro jóvenes
tuvieron que masticarlos y tragárselos. Finalmente los soldados prepararon ‘un
ceviche’ con la carne de perro, la hicieron picadillo, le pusieron limón, sal y chile y
les dieron a todos para que comieran. Cuando alguien no soportaba comerlo y
vomitaba, era obligado a comerse después sus propios vómitos. Durante todos
estos actos, los soldados los amenazaban con armas, y los golpeaban con palos y
patadas.” (Declaraciones testimoniales para el ‘Informe de Contexto sobre Petén’,
de la CEH, El Mango, Santa Ana, Petén, 1981). (315)
Si bien este acto recién descrito sólo se produjo en estos términos el citado 12 de
octubre de 1981, los militares del destacamento de El Mango “siempre amenazaban a
los reservistas con que les iban a enseñar a comer culebras, zopes y hasta carne
humana.” (testigos P1, P4, P6, P7 y P9 del citado ‘Informe de Contexto’). Como parte
de su ‘entrenamiento’, los jóvenes también eran usados y maltratados como bestias de
carga, como se manifiesta en el siguiente testimonio:
“En otras ocasiones, el subteniente obligaba a los jóvenes reservistas a colocar sus
brazos en forma de andas para que lo cargaran (transportándolo) por más de dos
horas por las calles de la aldea; detrás iban los soldados, golpeando con palos a
los reservistas. Mientras los jóvenes lo cargaban, el oficial los insultaba, golpeaba
y amenazaba de muerte. (...) Estas prácticas de entrenamiento duraron hasta el
mes de diciembre, cuando se levantó el destacamento de El Mango.” (Declaracio-
nes testimoniales para el ya citado ‘Informe de Contexto sobre El Petén’, de
la CEH, El Mango, Santa Ana, Petén, 1981). (316)
Pero no sólo estos adolescentes en edad premilitar, ni sólo los reclutas recién
incorporados, como ya vimos, sino también los soldados ya veteranos, incluso
habiendo alcanzado el ascenso a cabo y optando a la categoría de subinstructores, se
veían obligados a soportar estas prácticas siniestras. He aquí el testimonio de un cabo
de infantería que iba a ser nombrado subinstructor de la CAR (Compañía de
Reemplazo):
“Los oficiales y los otros galonistas subinstructores más antiguos los ‘bautizaron’
a él y a otros dos, revolcándolos primero en un charco de lodo hasta que les entró
lodo en los oídos y la nariz, y se estaban ahogando. Después los ahogaban en una
pileta, de modo que ‘le hacían a uno dar gritos de desesperación, después era
horrible y ya se sentía uno que se estaba muriendo’. Y por fin, tomaron una bolsa
de mierda y con cepillo les untaban la boca, diciéndoles: ‘Ahorita vienen ustedes
al CAR. Ahorita no son soldados cualesquiera, pendejos. Ahorita son subins-
tructores. De ahorita en adelante les vamos a hacer esto para que sean pura
mierda con los soldados, para que sean yucas (duros)’.”(317)
Pues bien; estos subinstructores, así formados y ‘endurecidos’, eran los encargados a
su vez de formar y endurecer a los soldados recién reclutados que hacían el ya citado
“curso de tigres”, de tres meses de duración, y que se desarrollaba en Playa Grande,
Ixcán (Quiché) en aquellos años culminantes de la represión militar. Curso en el que
fueron formados muchos de sus protagonistas de más bajo nivel: el de la tropa
encargada de su ejecución. Tropa que también requería una especial preparación
psicológica y moral que la capacitara para cometer las tremendas atrocidades que
implicaba la ejecución material de aquellas masacres y de aquellas terribles formas de
represión.
No cabe, por tanto, sorprenderse de muchos de los excesos degenerativos examinados
en las páginas precedentes cuando se ha recibido una formación tan degradada y
degradante como la reflejada en los repetidos testimonios que acabamos de
transcribir.

2.4. PRIMERAS CONCLUSIONES CUALITATIVAS Y CUANTITATIVAS SOBRE ESTOS


COMPORTAMIENTOS ABERRANTES
Sin perjuicio del análisis pormenorizado que más adelante efectuaremos sobre estos
comportamientos militares precisamente a la luz de nuestro modelo I-M, ya desde
ahora, sin entrar aún en nuestro modelo analítico, cabe extraer las siguientes
conclusiones sobre este tipo de conductas aberrantes:
1. No puede decirse que la antropofagia y sus derivados formasen parte de los
mecanismos sistemáticos de la represión desarrollada por el Ejército de
Guatemala durante los años del conflicto. Sí puede afirmarse, en cambio, que
este fenómeno se dio como “subproducto” de una determinada formación, y
como consecuencia directa de una educación militar concebida para la máxima
violencia y la más extrema crueldad.
2. En el aspecto cuantitativo, estos comportamientos aberrantes –antropofagia en
sus diversas variantes y derivaciones- pueden considerarse estadísticamente
poco significativos, muy bajos en porcentajes relativos, pero no tan escasos en
términos absolutos, pues ahí está la variada casuística que acabamos de
ver. Pero más que su cuantía numérica importa su extrema gravedad moral, no
ya desde una perspectiva cristiana –que también condena rotundamente estas
crueldades- sino desde una simple ética universal. Sólo una grave degradación
moral puede conducir a un Ejército a este tipo de extralimitaciones, con
independencia de sus creencias religiosas o de su total falta de ellas, y de que
se trate de un conflicto interno o internacional.
3. La antropofagia, en las formas aquí registradas, reviste un carácter
predominantemente simbólico: se muerde, o se mastica, o se traga, un
fragmento del cuerpo de la víctima –o se bebe una porción de su sangre- como
afirmación suprema de la absoluta superioridad del victimario sobre ella,
afirmando, al mismo tiempo, la radical inferioridad de la víctima, reduciéndola
al nivel de un animal cuya carne puede ser extraída, cortada y comida, y su
sangre derramada y bebida. En otras ocasiones se acentúa esa superioridad y
ese desprecio, obligando a la víctima a comer su propios miembros recién
amputados.
4. Es obligado señalar, en los comportamientos aquí registrados, un fuerte ingre-
diente racista, ya que este tipo de acciones no se dieron en el marco de la
represión urbana, sino que prácticamente siempre fueron perpetrados en el
ámbito rural y contra la población indígena, cuya vida y cuya integridad física
fueron despreciadas por el Ejército en un grado difícilmente comprensible, con
formas de la más gratuita y abyecta crueldad.
5. Resulta evidente que la formación impartida, tanto en la escuela de Kaibiles
como en los ya mencionados cursos de entrenamiento de los reclutas, y de
capacitación de los instructores y subinstructores responsables de la
formación del soldado, incluyeron ciertos tipos de prácticas que, con el
pretexto de lograr su “endurecimiento”, degeneraron en un alto grado de
deshumanización y de grave perversión de la moral militar, aniquilando, hasta
niveles catastróficos, ese principio básico de humanidad que debe regir la
conducta de los militares incluso dentro de los terribles escenarios de
cualquier guerra.
6. Esta deshumanización se tradujo no sólo en esta serie de casos registrados de
antropofagia y coprofagia (no habituales, aunque sí muy graves) sino también,
y esto es lo fundamental, en miles de casos -no ya frecuentes sino
absolutamente habituales y sistemáticos- de atroces violaciones de derechos
humanos, incluyendo las más abominables formas de muerte, mutilaciones y
torturas, fenómeno de gravedad incomparablemente superior por su enorme
extensión e inmensa crueldad. Factor categórico y central, del cual los casos re-
gistrados de antropofagia y coprofagia no fueron más que manifestaciones epi-
sódicas, dentro de un fenómeno de degradación moral de enorme amplitud y
profundidad.
7. Para hundirse en esa degradación ni siquiera resultó necesario que todos los
centros de enseñanza del Ejército de Guatemala impartiesen estos tipos de
instrucción, y es seguro que en aquellos años existían en él otros centros
académicos ajenos a estos métodos. Pero el simple hecho de que existan
unidades y centros de entrenamiento de estas características mandados por
jefes y oficiales, y de que tales centros y métodos sean deliberadamente
tolerados y mantenidos por las autoridades responsables de la formación
militar, es un factor que, combinado con los más agresivos conceptos de la
llamada “Doctrina de Seguridad Nacional”, que más adelante examinaremos a
fondo, produce un cóctel tan venenoso que basta de por sí para tarar
moralmente a un Ejército, creando dentro de él a numerosos núcleos de
criminales embrutecidos, de la más alta peligrosidad. Y no cabe invocar como
argumento “el necesario endurecimiento militar”. El valor y la dureza en el
campo de batalla –requisitos sin duda necesarios- pueden y deben lograrse con
otro tipo de formación y de entrenamiento, duro pero humanamente digno, sin
necesidad de recurrir a un embrutecimiento sistemático e inhumano como el
impuesto por estos repugnantes métodos de formación.
2.5. PRINCIPALES CONCLUSIONES DE LA COMISION DE ESCLARECIMIENTO
HISTÓRICO (CEH) DE LA ONU SOBRE LA REPRESIÓN MILITAR EN GUATEMALA
El quinto tomo de los doce que integran el informe "Guatemala: Memoria del Silencio",
de la CEH, resume las conclusiones de las 3.800 páginas de que consta dicho
documento en su totalidad.
Entre tales conclusiones aquí sólo señalaremos aquéllas cuyo conocimiento resulta
más ineludible, empezando por los mínimos datos numéricos imprescindibles para
captar la magnitud y las proporciones correlativas imputables a ambas partes en la
tragedia que afligió al pueblo de Guatemala durante los 35 años transcurridos entre el
estallido de 1962 y la paz de diciembre de 1996.
Respecto al número total de víctimas mortales (muchas de ellas desaparecidas por el
hecho de que muchos miles de cadáveres fueron clandestinamente enterrados en
fosas improvisadas, dispersas por muy amplias zonas del país), el citadoinforme de la
ONU, combinando sus propios datos e investigaciones con los aportados por otros
organismos, concluye lo siguiente sobre los 35 años del conflicto:
"La CEH estima que el saldo de muertos y desaparecidos del enfrentamiento
fratricida llegó a más de 200.000 personas." (318)
En cuanto a la proporción de violaciones de derechos humanos imputables a ambas
partes enfrentadas, la CEH constata los siguientes porcentajes:
Fuerzas del Estado........ 93%
Guerrilla........................ 3%
Imputación dudosa......... 4% (319)
En ese 93% imputable a las fuerzas estatales se incluye al Ejército, Fuerzas de Segu-
ridad, PAC (Patrullas de Autodefensa Civil), comisionados militares y grupos
paramilitares afines.
En cuanto a la participación específicamente militar, el informe de la CEH registra que
el Ejército participó directamente en el 85% de las violaciones de derechos humanos y
hechos de violencia registrados (sólo o acompañado de algunas de las otras fuerzas
estatales ya señaladas). (320)
En cuanto a las violaciones de derechos humanos cometidas por la guerrilla, el mismo
informe manifiesta:
"Los hechos de violencia atribuibles a la guerrilla representan el 3% de las
violaciones registradas por la CEH. Esto contrasta con el 93% cometidas por
agentes del Estado, en particular el Ejército. (...) Sin embargo, a juicio de la CEH,
esta disparidad no atenúa la gravedad de los atentados injustificables cometidos
por la guerrilla contra los derechos humanos." (321)
Respecto a las raíces históricas del enfrentamiento armado interno, la CEH dice lo
siguiente:
“La Comisión para el Esclarecimiento Histórico concluye que la estructura y la
naturaleza de las relaciones económicas, culturales y sociales en Guatemala han
sido profundamente excluyentes, antagónicas y conflictivas (...). Desde la
independencia, proclamada en 1821, acontecimiento impulsado por las elites del
país, se configuró un Estado autoritario y excluyente de las mayorías, racista en
sus preceptos y en su práctica, que sirvió para proteger los intereses de los
restringidos sectores privilegiados. Las evidencias, a lo largo de la historia
guatemalteca, y con toda crudeza durante el enfrentamiento armado, radican en
que la violencia fue dirigida fundamentalmente desde el Estado, en contra de los
excluidos, los pobres, y, sobre todo, la población maya, así como en contra de los
que luchaban a favor de la justicia y de una mayor igualdad social.” (322)
“Después del derrocamiento del Gobierno del coronel Jacobo Arbenz en 1954,
tuvo lugar un acelerado proceso de cierre de espacios políticos, inspirado en un
anticomunismo fundamentalista, que anatematizó un movimiento social amplio y
diverso, consolidando, mediante las leyes, el carácter restrictivo y excluyente del
juego político.” (323)
En cuanto a la injusta estructura económica como uno de los factores fundamentales
del conflicto, dice la Comisión:
“El carácter antidemocrático de la tradición política guatemalteca tiene sus raíces
en una estructura económica caracterizada por la concentración en pocas manos
de los bienes productivos, sentando con ello las bases de un régimen de
exclusiones múltiples, a las que se sumaron los elementos de una cultura racista,
que es a su vez la expresión más profunda de un sistema de relaciones sociales
violentas y deshumanizadoras. El Estado se fue articulando paulatinamente como
un instrumento para salvaguardar esa estructura, garantizando la persistencia de
la exclusión y la injusticia.” (324)
“Como muestra, durante los veinte años de mayor crecimiento económico en Gua-
temala (1960-80), el gasto social del Estado fue el menor de Centroamérica y la
carga tributaria fue a su vez la más baja.” (325)
En otras palabras: una estructura económica absolutamente ventajosa para la minoría
privilegiada, y, al mismo tiempo, absolutamente desastrosa y agresiva para con los
sectores más débiles y más necesitados de inversión social.
Respecto al mortífero concepto de 'enemigo interno', dice el mismo informe de la
Comisión de la ONU:
"Durante el periodo del enfrentamiento armado, la noción de 'enemigo interno',
intrínseca a la Doctrina de Seguridad Nacional, se volvió cada vez más amplia
para el Estado. Esta doctrina se convirtió, a la vez, en razón de ser del Ejército y
en política de Estado durante varias décadas. Mediante su investigación,
la CEH recogió uno de los efectos más devastadores de esta política: las fuerzas
del Estado y grupos paramilitares afines fueron responsables del 93% de las
violaciones documentadas por la CEH, incluyendo el 92% de las ejecuciones
arbitrarias y el 91% de las desapariciones forzadas. Las víctimas comprenden a
hombres, mujeres y niños de todos los estratos del país: obreros, profesionales,
religiosos, políticos, campesinos, estudiantes y académicos; la gran mayoría, en
términos étnicos, pertenecientes al pueblo maya." (326)
En cuanto al planteamiento de la represión militar en Guatemala, la Comisión de la
ONU establece que la magnitud de la respuesta represiva del Estado fue
"absolutamente desproporcionada en relación con la fuerza militar de la
insurgencia"(327)
En este sentido, el informe pone énfasis en un hecho bien conocido: la escasez de
efectivos y de potencia militar que siempre caracterizó a la guerrilla guatemalteca (a
diferencia de la salvadoreña) en relación con el Ejército al que combatía:
"(...) en ningún momento del enfrentamiento armado interno los grupos
guerrilleros tuvieron el potencial bélico necesario para constituir una amenaza
inminente para el Estado. Sus contados combatientes no pudieron competir en el
plano militar con el Ejército de Guatemala, que dispuso de más efectivos, muy
superior armamento, así como mejor entrenamiento y coordinación. También se
ha constatado que, durante el enfrentamiento armado, el Estado y el Ejército
conocían el grado de organización, el número de efectivos, el tipo de armamento y
los planes de acción de los grupos insurgentes." (328)
En cuanto a la valoración efectuada por el Ejército sobre la magnitud de la amenaza
guerrillera, esta amenaza siempre fue sobredimensionada, engañosamente
presentada con objeto de dar, por la vía propagandística, una imagen magnificada
sobre la supuesta cuantía y peligrosidad del omnipresente 'enemigo interior'. En este
sentido precisa el informe:
"La CEH concluye que el Estado magnificó deliberadamente la amenaza militar de
la insurgencia, práctica que fue acreditada en su concepto de enemigo interno.
Incluir en un solo concepto a los opositores, demócratas o no; pacifistas o
guerrilleros; legales o ilegales; comunistas y no comunistas, sirvió para justificar
graves y numerosos crímenes. Frente a una amplia oposición de carácter político,
socioeconómico y cultural, el Ejército recurrió a operaciones militares dirigidas a
aniquilarla físicamente o amedrentarla por completo, a través de un plan
represivo ejecutado principalmente por el Ejército y los demás cuerpos de
seguridad nacional. Sobre esta base, la CEH explica por qué la vasta mayoría de
las víctimas de las acciones del Estado no fueron combatientes de los grupos
guerrilleros, sino civiles." (329)
En cuanto al comportamiento de la Iglesia Católica, y señalando el agudo contraste
entre la alta jerarquía eclesiástica que en los años 50 apoyaba con entusiasmo la
actuación golpista que derrocó al presidente Arbenz, y las posteriores posiciones, tan
distintas, de la misma Iglesia a partir de sus decisivos acontecimientos históricos de
los años 60, señala el informe de la CEH:
"La Iglesia Católica transitó, en muy corto tiempo en la historia reciente de Guate-
mala, de una postura conservadora hacia posiciones y prácticas que,
fundamentadas en el Concilio Vaticano Segundo (1962-65) y la Conferencia
Episcopal de Medellín (1968), priorizaban el trabajo con los excluidos, los pobres
y los marginados, promoviendo la construcción de una sociedad más justa y
equitativa. Estos cambios doctrinales y pastorales chocaron con la estrategia
contrainsurgente que consideró a los católicos como aliados de la guerrilla y, por
tanto, parte del enemigo interno, sujeto de persecución, muerte y expulsión. Por
su parte, la guerrilla vio en la práctica de la llamada teología de la liberación un
punto de encuentro para extender su base social, buscando ganar la simpatía de
sus adeptos. Un gran número de catequistas, delegados de la Palabra, sacerdotes,
religiosas y misioneros fueron víctimas de la violencia y dieron su vida como
testimonio de la crueldad del enfrentamiento armado." (330)
Hemos de confesar, sin perjuicio de nuestra alta valoración del informe de la CEH (en
la que por otra parte, como ya hemos dicho, tuvimos el honor de participar) que esta
última frase nos resulta particularmente equívoca y desafortunada. Dentro de un
párrafo tan acertado y objetivamente exacto como el que acabamos de reproducir
sobre el papel de la Iglesia en el conflicto que nos ocupa, resulta chocante terminarlo
diciendo que ese gran número de catequistas, sacerdotes, religiosas, etcétera, "dieron
su vida como testimonio de la crueldad del enfrentamiento armado." Nadie entrega su
vida sólo para dar testimonio de la crueldad de un conflicto. Nadie se compromete
hasta el extremo de poner en gravísimo peligro su vida y su integridad física sólo para
dejar claro lo muy cruel que es un determinado enfrentamiento. Hubiera sido mucho
más correcto, más exacto y más fielmente descriptivo de aquella realidad, y, sobre
todo, mucho más justo para con tales víctimas católicas, decir que dieron su vida como
testimonio de su compromiso vital -y mortal- en apoyo de los más pobres y
desheredados. Es decir: en defensa de aquéllos que más necesitan ser defendidos y
cuyos derechos, por añadidura, resultan siempre más difíciles de defender, y por cuya
defensa más alto precio hay que pagar. Máxime en sociedades tan agudamente
injustas y frente a unas fuerzas oligárquicas tan mortíferas como las de aquella
Guatemala en la que este conflicto se desarrolló.
Uno de los aspectos más comprometidos de la tarea investigadora de la CEH fue
precisamente la de evaluar y decidir si aquella represión alcanzó o no el carácter de
genocidio. Para ello se delimitaron cuatro regiones geográficas de Guatemala (331),
pobladas por cinco diferentes grupos étnicos mayas (Maya-Qanjobal, Maya-Chuj,
Maya-Ixil, Maya-Quiché y Maya-Achi). El estudio efectuado sobre la actuación militar
contra estos cinco grupos étnicos en las cuatro zonas estudiadas permitió a la
Comisión llegar a la siguiente conclusión:
"En consecuencia, la CEH concluye que agentes del Estado de Guatemala, en el
marco de las operaciones contrainsurgentes realizadas entre los años 1981 y
1983, ejecutaron actos de genocidio en contra de grupos del pueblo maya que
residía en las cuatro regiones analizadas." (332)
Este pronunciamiento de la Comisión de la ONU se fundamenta en:
"...la evidencia de que todos esos actos fueron perpetrados 'con la intención de
destruir total o parcialmente' a grupos identificados por su etnia común, en cuanto
tales, con independencia de cuál haya sido la causa, motivo u objetivo final de los
actos." (La frase en cursiva corresponde a la definición del crimen de “genocidio”
según el Artículo II, primer párrafo, de la Convención para la Prevención y
Sanción del Delito de Genocidio, de 1948, ratificado por el Estado de Guatemala
en 1949). (333)
"La CEH tiene información de que hechos análogos ocurrieron y se reiteraron en
otras regiones habitadas por el pueblo maya" (334)
Quedó, por tanto, constatado el hecho de que las acciones represivas perpetradas por
el Ejército contra las distintas comunidades mayas bajos los mandatos de los genera-
les Romeo Lucas García y Efraín Ríos Montt, como mínimo entre los años 1981 y 1983,
alcanzaron la categoría de genocidio, bajo la definición de la
correspondiente Convención Internacional de 1948, que el Estado de Guatemala, en su
calidad de Estado Parte de dicha Convención, estaba obligado a cumplir.

2.6. PRECARIO INTENTO DE RESPUESTA DOCUMENTAL POR PARTE DEL


EJÉRCITO DE GUATEMALA: FALLIDA PRETENSIÓN DE JUSTIFICAR LA
IMPLACABLE REPRESIÓN MILITAR
El 19 de junio de 1998, una comisión de siete generales retirados del Ejército
guatemalteco, pertenecientes a la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala
(AVEMILGUA), y encabezados por su presidente, el general José Luis Quilo Ayuso (ex
jefe del Estado Mayor de la Defensa), visitaron la sede de la Comisión de
Esclarecimiento Histórico de la ONU para hacer entrega de un documento de diez
tomos, bajo el título “Guatemala, testimonio de una agresión” (335). Allí manifestaron
ante la Comisión que aquellos tomos constituían la respuesta de su asociación
al informe REMHI (ya publicado por la Oficina de Derechos Humanos del
Arzobispado) y a las acusaciones, de múltiples procedencias, que el Ejército venía
recibiendo en materia de derechos humanos.
Pero era obvio que el verdadero significado de aquellos tomos constituía una forma de
respuesta institucional del propio Ejército, y no sólo de aquella Asociación (en la
portada podía leerse “Por el honor y la dignidad del Ejército de Guatemala”), y que su
principal propósito no consistía precisamente en responder al REMHI, informe
incontestable que prácticamente no dejaba margen alguno de respuesta (salvo la
respuesta que realmente se produjo: el asesinato de su director, el obispo monseñor
Juan Gerardi). Resultó evidente que lo que realmente perseguía el voluminoso
documento militar, al ser entregado en aquel momento y en aquel lugar, era -mucho
más que contestar al citado informe eclesiástico- proporcionar una respuesta antici-
pada al informe de la CEH de Naciones Unidas, que todavía se hallaba en fase de
elaboración, y en cuyo contenido se trataba de influir lo más posible antes de su
publicación (que no llegaría hasta febrero del año siguiente, 1999).
Por otra parte, aquellos diez volúmenes pretendían constituir una forma de respuesta
a las peticiones cursadas por la Comisión al Ejército, al que -en cumplimiento de los
Acuerdos de Paz- se había solicitado información sobre sus actuaciones durante el
conflicto, igual que se cursaron peticiones similares a la guerrilla con idéntica
finalidad. En este sentido, la información aportada por dichos diez tomos, pese a su
aparente volumen, resultó ser sumamente decepcionante -según subrayaría un mes
más tarde el presidente de la CEH, Christian Tomuschat-, por su valor prácticamente
nulo a los efectos informativos que se perseguían:
"Son decepcionantes los informes que el Gobierno y el Ejército han
proporcionado a la Comisión de Esclarecimiento Histórico: a la fecha no estamos
satisfechos con este tipo de cooperación, a pesar de que está incluida en el
acuerdo de Oslo y en el artículo 10 de la ley de reconciliación."
"Los compromisos son claros, en el sentido de que todas las autoridades deben
responder a las solicitudes de información que emita la CEH, pero a la fecha este
tipo de cooperación por parte de las autoridades del Estado, Gobierno y Ejército,
son decepcionantes." (336)
Refiriéndose concretamente a los diez tomos que nos ocupan, agregó el presidente de
la CEH que dicho documento:
"...se limita a destacar las acciones realizadas por la URNG y por otros actores,
pero no menciona, no habla para nada de las operaciones del Ejército: el Ejército
no dice qué hizo durante esos años, y atribuye atrocidades a la URNG y otros
grupos insurgentes." (337)
En efecto, lo primero que llama la atención al observar el contenido de aquellos tomos
–que tuvimos oportunidad de estudiar desde su entrega a la CEH, a cuyo equipo de
expertos internacionales pertenecíamos- es su enorme vacuidad. Para empezar, su
carácter "voluminoso" era puramente ficticio. El contenido de los diez tomos era el
siguiente: una primera parte común a los diez tomos, pues aparecía repetida en todos
ellos, y constaba de 117 páginas con numeración romana. Dichas páginas constituían un
repaso a la historia, con un contenido de lo más heterogéneo: historia remota
(remontándose a 1.500 años a.C.), etapa colonial y poscolonial, etcétera, hasta la época
actual, todo ello seguido de otro extravagante repaso a la historia del pensamiento
político, el liberalismo, el asociacionismo, el cooperativismo, etcétera, con una mezcla de
elementos estratégicos, jurídicos, filosóficos, religiosos y sociales, desarrollada en los
siguientes apartados, reproducidos de su índice de materias:
“Época Precolombina. Época colonial y moderna. Papel del Ejército. Etapas de la
evolución estratégico-militar del Ejército de Guatemala. Conclusiones generales.
Ideario de la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala. Génesis y
desarrollo de la violencia en Guatemala. El individualismo o liberalismo. Estado
de Derecho Liberal. Régimen Liberal. El fin del Estado. La estructura del poder. El
orden social y económico. El Neoliberalismo. la Escuela Clásica Liberal.
Asociacionismo. Cooperativismo. Solidarismo. Colectivismo o
Comunismo. Elementos Jurídico-Políticos. Doctrinas sociales derivadas del
Cristianismo. El Sindicalismo cristiano. La violencia marxista y sus variantes. Las
guerras de independencia, de liberación y revolucionarias. Catecismo del
revolucionario. Agresión al Estado guatemalteco. La defensa del Estado de
Guatemala. (A continuación se incluyen varios anexos, mapas y cuadros
estadísticos). (338)
Tras esas 117 páginas recién mencionadas, repetidas al inicio de cada uno de los diez
tomos, a continuación cada uno de tales tomos incluía una colección de recortes de
prensa, cuya fechas iban desde 1960 (primer tomo) hasta 1996 (décimo y último
tomo). Estos recortes de prensa, en fotocopias prácticamente ilegibles, pero siempre
acompañadas de un texto explicativo, recogen las acciones atribuidas a los grupos
insurgentes a lo largo de los años abarcados por dicha colección, tal como aparecieron
publicados en los correspondientes medios de prensa guatemaltecos.
El contenido de dicha colección de noticias de prensa, distribuidas a lo largo de los
diez tomos, aparece resumido en el más importante de los anexos finales: el
numerado con la cifra CXVII (117 y último). Se trata de un cuadro numérico, que reúne
las cifras correspondientes a las actuaciones de los grupos insurgentes, registradas en
los 37 años citados desde enero de 1960 hasta la paz firmada en diciembre de 1996.
La cifra principal, que resume todo el cuadro, es ésta: 7.897 víctimas mortales
causadas por tales grupos a lo largo de su existencia. (339)
Lo primero que hay que decir sobre este dato, por una mínima exigencia de rigor y
objetividad, es que se trata de una cifra falseada y superior a la real. Recuérdese la
sistemática actuación de la PMA (Policía Militar Ambulante), consistente –entre otros
tipos de misión- en la eliminación de numerosas personas sospechosas de pertenecer
o colaborar con algún grupo de la guerrilla, atribuyendo a continuación falsamente
(mediante el uso de ropas civiles, pelucas, carteles colocados sobre las víctimas o
pintados en las paredes) la autoría de tales crímenes al grupo insurgente de mayor
presencia en cada región, como ya vimos páginas atrás. A continuación se comunicaba
a la prensa que tal o cual grupo guerrillero había asesinado a tales y cuales personas
en tal o cual lugar. La prensa civil, absolutamente sometida en aquellos años al poder
militar, recogía y difundía tales noticias sin rechistar, y aquellos crímenes así
cometidos por la PMA –y sin duda también por otros servicios gubernamentales o
grupos afines- pasaban automáticamente, pero también falsamente, a incrementar la
estadística de víctimas mortales causadas por la guerrilla.
Obsérvese, por tanto, que esta cifra de 7.897 víctimas supuestamente causadas en 36
años por los distintos grupos insurgentes debería ser, en primer lugar, ajustada y
adecuadamente corregida, es decir, disminuida por el número de casos de atribución
falsa, de los que pudimos ver una serie de ejemplos páginas atrás, pero cuya
verdadera cuantía no se conocerá jamás. Cuantía que no podemos considerar
despreciable, pues los datos testimoniales aquí recogidos se referían, como vimos, a
una parte de los producidos en un corto período de tiempo, y por una única y pequeña
unidad de la PMA.
Más aun; incluso sin llegar a introducir ninguna corrección por tal concepto, y
aceptando esa cifra –que todos, en términos objetivos, sabemos engañosamente
incrementada- de víctimas mortales atribuidas por el Ejército a la guerrilla, tal cifra se
sitúa pese a todo entre un 3% y un 4% respecto a la cifra establecida por la
investigación de la ONU -superior a 200.000, como ya vimos- del total de las víctimas
mortales del conflicto interno que nos ocupa. Con ello, esa cifra de víctimas mortales,
computadas por el Ejército en el documento aquí comentado, lo que hace, en
definitiva, es venir a confirmar, de manera notablemente aproximada, la cifra
constatada por el informe de la CEH -aquel 3%- correspondiente a las violaciones de
derechos humanos y hechos violentos cometidos por la guerrilla en relación a la cifra
total de los perpetrados en todo el conflicto, frente al 93% imputado al Ejército y
fuerzas afines, quedando todavía –como ya vimos- un 4% restante de dudosa
imputación.
Pues bien: después de tan prolija explicación histórica (las 117 páginas repetidas en
cada uno de los diez tomos) y de tan abultada colección de recortes de prensa, y, sobre
todo, después de la solemne y ya citada proclamación de la portada (alusiva a "el
honor y la dignidad del Ejército de Guatemala"), el lector de tales volúmenes, y más aun
el estudioso que en el futuro pretenda averiguar y entender lo que ocurrió en
Guatemala en la segunda mitad del siglo XX, y muy especialmente entre 1978 y
1983, quedará sin poder explicarse qué género de valores compatibles con el honor y
la dignidad pueden defenderse arrancando uñas, cortando dedos y manos,
despellejando pies, sacando ojos, cortando lenguas, empalando y quemando vivas a
tantas personas, abriendo el vientre de las mujeres embarazadas, destrozando
cabezas de bebés contra suelos y paredes, violando a miles de mujeres, e infligiendo a
tantas personas -en su mayoría civiles no combatientes- las formas de muerte más
atroces y humillantes que la vileza humana pueda concebir. Nada de esto queda
explicado ni mencionado –sino omitido y cuidadosamente ocultado- en los diez tomos
citados, así como en la prolija parte histórica y en la exhaustiva recopilación de
prensa. Con ello, tanto el informe REMHI como el de la CEH continúan –y
previsiblemente continuarán- sin recibir jamás una válida contestación.
Cosa lógica, pues nadie puede contestar a lo incontestable, y ambos informes lo son.
Nadie en el mundo puede creerse, de buena fe, que algo mínimamente digno pueda ser
defendido por procedimientos tan indignos, tan abyectos, tan absolutamente
incompatibles con el honor, tan repugnantes para cualquier moral, sea religiosa o laica,
o puramente militar. Esas atrocidades son propias de quienes realmente defienden otro
tipo de valores, posiciones e intereses: valores racistas, de superioridad y desprecio
sobre una determinada raza a cuyos miembros se masacra; valores ultraderechistas,
clasistas y antidemocráticos, incompatibles con los más mínimos grados de desarrollo
democrático o de reivindicación social. Esas actuaciones militares son muy propias, en
cambio, de un Ejército manejado a su servicio por una potente oligarquía, que se ve
amenazada por una guerrilla y por aquellos sectores sociales que la pueden
supuestamente apoyar y nutrir. En otras palabras, defensa a ultranza de privilegios
oligárquicos, al creerse que sólo así se pueden mantener. En la defensa de este tipo de
valores y de intereses sí que encajan, con absoluta precisión, los medios represivos
sistemáticamente empleados en el conflicto interno que tan terrible sufrimiento trajo
al infortunado país centroamericano en aquellos años aciagos.
El reducir lo ocurrido en Guatemala a una "agresión del comunismo internacional"
equivale a ignorar demasiadas cosas inmensamente ciertas: la terrible injusticia y
desigualdad de la sociedad guatemalteca; la forma en que fueron impedidas
históricamente todas las reformas razonables; la ignominiosa explotación del
campesinado por la antigua transnacional UFCO (United Fruit Company) en interesada
y pingüe complicidad con la oligarquía local; la ilegítima interrupción golpista del
decenio de gobiernos progresistas de Arévalo y Arbenz; la manera en que, tras derrocar
a éste, fueron anulados los notables avances sociales implantados por su gobierno; el
cierre de los espacios políticos que hizo imposible la participación del centro y la
izquierda, incluso de la izquierda más moderada y del centro más democrático,
garantizando sólo la libre actuación de las fuerzas de la derecha y, en mucha mayor
medida, de la ultraderecha más oligárquica y desalmada; la forma en que fueron
asesinados importantes dirigentes democráticos como Manuel Colom Argueta, Alberto
Fuentes Mohr y el centrista Jorge Carpio Nicolle, el asesinato de personalidades en los
ámbitos civil y eclesiático como la antropóloga Myrna Mack y el obispo monseñor Juan
Gerardi, así como el exterminio, por la represión militar, de tantos miles de personas no
comunistas, sólo por proponer legítimas reformas de progreso social.
Cuando los investigadores e historiadores del futuro, deseosos de comprender el
drama de Guatemala en la segunda mitad del siglo XX, se enfrenten sin prejuicio
alguno al estudio de estas tres piezas documentales (el informe REMHI del
Arzobispado de Guatemala, el informe de la CEH de Naciones Unidas, y, frente a estas
dos piezas monumentales, el raquítico alegato documental de la institución militar ya
citada), no les cabrá duda alguna de lo que realmente ocurrió y quiénes contrajeron
las máximas responsabilidades en la orgía de crímenes y atrocidades que asoló el país
durante décadas, y muy especialmente en el negro período de 1978 a 1983.
CAPÍTULO 3.-
LOS GRANDES CRÍMENES DE ESTADO DE LA DÉCADA DE LOS 90.
JUICIOS Y SENTENCIAS.
BALANCE GENERAL DE LAS RELACIONES EJÉRCITO-SOCIEDAD EN LA
GUATEMALA DE FINALES DEL SIGLO XX Y PRINCIPIOS DEL XXI

ÍNDICE del Capítulo 3

3.1. Asesinato del obispo Juan Gerardi (1998)


a) Alteración del escenario del crimen. Sucesivas versiones falsas y calumniosas
b) Primeras denuncias de participación militar en el crimen. Amenazas y
hostigamientos. Avances nulos de la investigación oficial
c) Resultado de las indagaciones de la Misión de la ONU en su tarea de
verificación sobre el caso Gerardi
d) Testimonios sobre el asesinato del obispo. Nuevas amenazas. Revelación por
MINUGUA del modelo de actuación militar clandestina para este tipo de crímenes
e) Detención de los presuntos culpables. Captura, liberación y nueva captura del
presunto autor material del crimen
f) Acusación formal contra los militares imputados. Nuevos hostigamientos y
amenazas a jueces, fiscales y testigos
g) Apertura del juicio oral. Nuevos obstáculos y entorpecimientos
h) Celebración del juicio oral. Sentencia condenatoria, tan justa como inesperada
i) Nuevo triunfo de la impunidad: revocación de la sentencia condenatoria en el
caso Gerardi. Posterior anulación judicial de esta revocación. Nuevos asesinatos
de testigos
j) Publicación de un libro al servicio de la impunidad. ‘Segunda muerte’ de
monseñor Gerardi
3.2. Caso Mack: nuevo y escandaloso éxito de la impunidad
a) Primera sentencia: prisión para los jefes imputados (un general y dos
coroneles)
b) Patético retroceso de la justicia: anulación de la sentencia y liberación
inmediata de los tres jefes procesados, incluido el condenado por asesinato
c) Sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos
d) Sentencia final de la Corte Suprema de Guatemala
e) Ceremonia de reparación moral. Reconocimiento público por el Estado de
Guatemala de su responsabilidad institucional en el asesinato de Myrna Mack
3.3. El caso Carpio, otro notable crimen de Estado, perpetrado en defensa de la
impunidad militar
3.4. Retención por el Ejército de grandes espacios sociales que no le corresponden
3.5. Patética falta de voluntad política en defensa de los derechos humanos y los
valores democráticos. Ejemplo ilustrativo de esta actitud
3.6. Desolador resultado del referéndum constitucional de 1999
3.7. Factores para una cierta esperanza, en materia de relaciones Ejército-Sociedad, en
la frontera del nuevo siglo
a) Caso Noack: reconocimiento público por un coronel guatemalteco en activo de
los excesos cometidos en Guatemala por la institución militar
b) De la admisión de errores al reconocimiento de horrores
c) Afirmación del ex presidente Vinicio Cerezo: "Evolución claramente positiva"
d) Sorprendente pronunciamiento de la más alta autoridad militar profesional de
Guatemala
e) Otros indicios de la existencia de algún sector militar opuesto a la línea
represiva y al mantenimiento de la impunidad
f) Sentencias judiciales emitidas entre 2001 y 2004. Aparición de fisuras en el
fuerte muro de la impunidad
g) Anuncio oficial de reducción de los efectivos del Ejército. Aprobación de la
nueva Doctrina del Ejército de Guatemala
h) Consideración final sobre estos factores de esperanza
3.8. Factores negativos todavía subsistentes, pese a los positivos elementos ya
registrados
a) Prolongada e injustificable resistencia a la renovación del obsoleto Código
Militar de 1878
b) La impunidad militar, aunque algo erosionada, se resiste violentamente a
desaparecer
c) Grandes similitudes entre los casos Mack y Gerardi en cuanto a los
contumaces mecanismos de la impunidad
d) Otro nuevo instrumento al servicio de la impunidad
e) Balance general: considerable resistencia al cambio profundo, todavía evidente
en áreas de gran importancia nueve años después de los Acuerdos de Paz

El panorama de las relaciones civiles-militares en Guatemala en estos ocho años


transcurridos desde la firma de la paz en 1996, no puede calificarse precisamente de
satisfactorio, salvo algún punto aislado –también lo señalaremos- que puede
calificarse de positivo y esperanzador. Examinemos primero algunos hechos
sumamente negativos, dignos de destacar por su importancia y gravedad.

3.1. ASESINATO DEL OBISPO JUAN GERARDI (1998). SUCESIVOS


ENTORPECIMIENTOS DEL PROCESO Y DE LA INVESTIGACIÓN A LO LARGO DEL
PERIODO 1998-2001. JUICIO CON FALLO EJEMPLAR (2001) Y SU POSTERIOR
ANULACIÓN (2002). RESTABLECIMIENTO DE LA SENTENCIA INICIAL (2003)
Entre las 10 y las 10'30 de la noche del 26 de abril de 1998 el obispo Juan Gerardi
Conedera, obispo auxiliar de la diócesis de Guatemala, fue asesinado a golpes en la
cabeza y la cara con un objeto contundente -un pesado bloque de cemento de forma
irregular que apareció, ensangrentado, junto al cadáver- en su propia residencia, la
casa parroquial de la iglesia de San Sebastián, en pleno centro de la capital. Dos días
antes había presentado oficialmente, en solemne acto celebrado en la catedral
metropolitana, el informe "Guatemala: nunca más", fruto del Proyecto Interdiocesano
de "Recuperación de la Memoria Histórica" (REMHI), que él personalmente dirigió, y
que –como ya hemos visto en numerosas citas anteriores- aporta en sus cuatro tomos
un enorme volumen de testimonios sobre las terribles violaciones de derechos huma-
nos producidos por la represión militar durante el pasado conflicto civil que padeció
su país.

a) Alteración del escenario del crimen. Sucesivas versiones falsas y calumniosas


El escenario del crimen fue inmediatamente alterado -"contaminado" en términos
policiales- por la actuación encubridora de miembros del EMP que estuvieron en la
casa y sus alrededores. Algunas de tales personas fueron vistas y reconocidas como
militares pertenecientes a dicho servicio. Los agentes del FBI, cuya colaboración fue
inmediatamente solicitada, verificaron la alteración del escenario:
"El 29 de abril de 1998 (dos días y medio después del asesinato) los expertos del
FBI señalaron que la escena del crimen había sido contaminada. Ni la Policía
Nacional Civil ni el Ministerio Público ordenaron sellar el área para preservar las
evidencias." (340)
"Asimismo, el comandante general de la Policía Nacional Civil reconoció pública-
mente que en la escena del crimen había encontrado a dos oficiales del Estado
Mayor Presidencial (EMP), a quienes había solicitado retirarse
inmediatamente."(341)
La placa de un vehículo que permaneció aparcado cerca de la casa parroquial mientras
se cometía el crimen también fue posteriormente investigada e identificada como
perteneciente a un organismo militar, dato que acabaría adquiriendo gran
importancia, como veremos después.
Inicialmente se intentó, de forma sistemática, desviar las sospechas en distintas
direcciones. Primero se culpó y detuvo, como sospechoso principal, al indigente Carlos
Vielman, que habitualmente pernoctaba en la calle en las proximidades de la casa
parroquial. Sin embargo, su muy escasa estatura (poco más de 1'60 metros) y el hecho
de tener un brazo lisiado le incapacitaban para golpear fuertemente en la cabeza, con
un objeto voluminoso y pesado, agarrado con ambas manos, a un hombre como
Gerardi, de estatura superior a 1'80. Estas evidencias motivaron finalmente su
liberación tres meses después.
Pero no fue ésta la principal cortina de humo sobre la verdadera autoría del crimen,
sino otra mucho más insidiosa, y que fue extraoficialmente difundida desde los
propios servicios de información: que el obispo había sido muerto por "un móvil
pasional". Para ello se filtró arteramente a ciertos organismos, y especialmente a los
medios de comunicación, la existencia de un supuesto informe en el que se establecía
esta hipótesis, que convertía en principal sospechoso del crimen al sacerdote Mario
Orantes, colaborador del obispo en las tareas pastorales, y que también residía en la
misma casa parroquial.
Con esta calumniosa versión –basada en una supuesta homosexualidad de ambos
protagonistas- se intentaba un doble objetivo: no sólo desviar las sospechas,
alejándolas de los verdaderos autores para centrarlas en una falsa dirección, sino
también desprestigiar gravemente al obispo, o, lo que es lo mismo, a su obra más
definitiva y contundente: el informe REMHI. En otras palabras: una vez más, se
intentaba burdamente achacar el asesinato a un delito común, según la práctica
habitual en Guatemala para este tipo de importantes crímenes de motivación política,
como ya pudo verse, entre otros, en los anteriores casos Carpio y Mack.
Como añadidura a los intentos distractivos antes citados, cabe citar la grotesca
pretensión de incluir, dentro del ataque al obispo, una supuesta agresión del perro
perteneciente al sacerdote Mario Orantes, su ya citado colaborador. Tras unos
primeros informes periciales que apoyaron esta hipótesis, el análisis de las fotos y
estudios forenses posteriores concluyeron que no hubo agresión alguna por parte del
animal. El argumento inicial de que la placa fotográfica de su dentadura mostraba dos
incisivos superiores que supuestamente coincidían con dos entrantes en las heridas
de la cara del obispo –argumento invocado inicialmente por algún forense- quedó
posteriormente descalificado por otro equipo de expertos cuando se comprobó que la
citada imagen fotográfica había sido ampliada en un 25%, lo que dio lugar a esa
supuesta coincidencia.
Por añadidura, toda posibilidad de ataque del perro quedó descartada cuando los
veterinarios constataron que aquel animal, pese a su tamaño y su raza -pastor alemán-
, tenía una edad tan avanzada, equivalente a más de 80 años para un ser humano, que
su estado le incapacitaba para cualquier esfuerzo, pues padecía graves dolencias
articulares y serios problemas de movimiento, por lo que resultaba ya incapaz de
cualquier agresión:
"Posteriormente, el informe médico-veterinario comprobó que el perro Balú no
era capaz de saltar hasta la altura de monseñor Gerardi, ya que estaba
terminalmente enfermo de la espina dorsal y podía morir en cualquier
momento." (342)
Estas evidencias obligaron a olvidar la ridícula idea de la agresión canina. Pero
durante algún tiempo, la intervención del perro Balú fue esgrimida como elemento de
culpa para su amo, que llegó a ser presentado por algunas versiones como único
culpable, atribuyendo la muerte del obispo a la agresión conjunta del cura y de su
perro, aunque la de éste último -se decía- no hubiera resultado decisiva en el
resultado mortal.

b) Primeras denuncias de participación militar en el crimen. Amenazas y


hostigamientos. Avances nulos de la investigación oficial
No fue fácil vencer la obstinación del fiscal Otto Ardón en su afán por ignorar la
hipótesis más natural de todas las posibles, en un país como Guatemala y para un caso
como el de Gerardi -la hipótesis del crimen político planificado por los militares-,
aferrándose en cambio a las más extravagantes hipótesis de distracción. Pero estas
retorcidas hipótesis –puras cortinas de humo- fueron desvaneciéndose por su propia
inconsistencia y falsedad, para ir dando paso a la enorme verdad que se trataba de
ocultar.
El paralelismo con el caso salvadoreño de la UCA resulta inevitable. También allí los
autores del múltiple asesinato de los padres jesuitas lanzaron cortinas de humo –em-
pleo engañoso de un arma habitual en la guerrilla, falsos mensajes pintados en las
paredes, desaparición deliberada de pruebas- para ocultar la verdadera autoría de su
acción criminal. Sin embargo, la verdad se abrió paso al fin. En el caso Gerardi -como
en otros- las tácticas distractivas de los militares guatemaltecos se revelaron más
sofisticadas y complejas que las de sus colegas salvadoreños, y su pantalla de
ocultación duró más tiempo, gracias, entre otras cosas, a la actitud del fiscal Otto
Ardón, que impidió y retrasó cuanto pudo el enfoque correcto de la investigación. Aun
así, finalmente tuvo que ceder ante la presión de la verdad:
"La hipótesis del crimen pasional se desvirtuaba por momentos, pero el fiscal
especial seguía negándose a investigar cualquier otra hipótesis. Así, el 6 de
octubre, ante la presión de los organismos de derechos humanos y la pérdida de
credibilidad de su hipótesis, el fiscal aceptó tomar declaraciones a seis militares.
Lamentablemente, el fiscal se limitó a escucharlos sin hacer preguntas sobre el
caso." (343)
En efecto, ni siquiera un fiscal tan tendencioso y obstruccionista como Ardón pudo
evitar que la hipótesis más racional e insoslayable fuera abriéndose paso por varias
vías. De hecho, la participación en el crimen de varios militares del EMP venía siendo
señalada por diversas fuentes con creciente contundencia y reiteración:
“La Comisión para la Defensa de los Derechos Humanos en Centroamérica (CODE-
HUCA) aseguró el 6 de octubre de 1998 tener pruebas irrefutables de que el
obispo Juan Gerardi fue asesinado el pasado 26 de abril por cinco miembros del
Estado Mayor Presidencial (EMP), entre ellos un coronel. Esto fue señalado en la
capital de Costa Rica por el coordinador de CODEHUCA, el guatemalteco Factor
Méndez.” (344)
Pero ya dos meses antes de este comunicado, la ODHAG (oficina de Derechos
Humanos del Arzobispado de Guatemala), como resultado de sus propias
investigaciones, había proporcionado al Ministerio Público los nombres de dos
militares presuntos participantes en el crimen:
“El capitán primero de infantería Byron Lima Oliva, destinado en el Estado Mayor
Presidencial (EMP) el día que asesinaron a monseñor Juan Gerardi, y su padre, el
coronel de infantería retirado Byron Lima, son los dos militares investigados por
el Ministerio Público (MP) por su supuesta vinculación con el crimen contra el
prelado.” (345)
El presidente de la República, Alvaro Arzú, había constituido a raíz del asesinato del
obispo una denominada "Comisión de Alto Nivel", con la supuesta misión de potenciar
la investigación e impulsar las pesquisas efectuadas para la resolución del caso. Tal
comisión estaba formada por el canciller Eduardo Stein, el ministro de Gobernación,
Rodolfo Mendoza, y otros colaboradores directos del presidente. Pronto pudo verse
que aquella comisión sólo tuvo una finalidad momentánea y puramente superficial, de
cara a la fachada exterior: la de acallar, dentro de lo posible, el clamor internacional
provocado por el asesinato del obispo, dando la imagen de que realmente se pretendía
investigar y resolver el caso con rapidez.
Lamentablemente, el funcionamiento de aquella comisión sólo pudo calificarse de
penosa, pues no hizo otra cosa que bloquear los únicos datos válidos para el esclareci-
miento del caso. Así se evidenció, por ejemplo, cuando los investigadores de la
ODHAG entregaron -harto ingenuamente- a dicha comisión el número de placa del
coche que permaneció en las proximidades de la casa parroquial durante el asesinato
de Gerardi, y, más aun después, cuando proporcionaron el nombre de dos militares -
uno de ellos capitán del EMP- presumiblemente implicados en el crimen, con objeto de
que tales datos fueran debidamente investigados. Dichos datos, que meses después se
revelarían decisivos para la resolución del caso, fueron, sin embargo, olímpicamente
ignorados por la citada comisión, utilizando –respecto al principal sospechoso- el
argumento más torticero que quepa imaginar:
"Cuando el equipo laico de la Iglesia Católica, que instaba a investigar la hipótesis
política del asesinato, les pidió a los miembros de la comisión oficial que
investigaran una placa de un vehículo militar anotada por un testigo en la escena
del crimen la noche del asesinato del obispo, sus pesquisas (sic) no condujeron a
resultado alguno. Posteriormente, cuando se les pidió que investigaran a un
capitán del Ejército, miembro del Estado Mayor Presidencial de Arzú, sospechoso
de haber participado en el asesinato, los delegados del Gobierno respondieron
que 'no podían investigar a alguien que cuida al presidente'." (346)
He aquí una de las más explícitas y desvergonzadas confesiones de una impunidad
flagrante, asumida como la cosa más natural del mundo. Inaudita argumentación,
según la cual aquéllos que "cuidan al presidente", trabajando en su EMP, siempre
podrían utilizar los medios de este poderoso organismo para cometer toda clase de
crímenes, sin que puedan ser investigados jamás. Porque, según esta degenerada
mentalidad, demostrativa de una moral absolutamente pervertida, ¿cómo van a ser
investigados como posibles sospechosos aquéllos que se ocupan supuestamente de la
seguridad presidencial?
A pesar de estas y otras actitudes obstruccionistas, pronto otros nombres se
añadieron a la lista de militares presuntamente implicados:
“Los nombres de un coronel de infantería, un mayor de aviación, y dos capitanes
también se mencionan en un documento que está en poder del Ministerio
Público.” (347)
“A ellos se les señala por encubrimiento y por haber facilitado medios y recursos
al capitán Lima Oliva, quien cuatro días después del crimen salió del país, aunque
no se pudo confirmar si ya volvió o permanece fuera en alguna misión
oficial.” (348)
“El fiscal especial Otto Ardón confirmó que la información obra en su poder, e
indicó que su responsabilidad, tal como lo establece la ley, es investigar.” (349)
Pero su investigación en este sentido -a diferencia de su tenacidad en las falsas
direcciones anteriores- iba a ser prácticamente nula. El día 1 de noviembre Ardón
iniciaba sus vacaciones, y a continuación presentaba su renuncia al caso, que
abandonaba en diciembre. A su vez, el juez instructor, Isaías Figueroa, se excusaba de
seguir al frente del caso, abandonándolo también en los primeros días de 1999. Una
vez más, y ello no tardaría en repetirse, el abandono de jueces y fiscales venía a
ratificar algo ya bien conocido: la débil y viciada contextura de la justicia
guatemalteca, incapaz de llevar adelante con la necesaria eficacia aquellos casos en
que el delito es grave y los acusados pertenecen a la institución militar.
En enero de 1999 fue nombrado un nuevo fiscal, Selvin Galindo, y, en febrero, un
nuevo juez, Henry Monroy. Pero ambos iban a pagar muy pronto las consecuencias de
entrar en el caso con demasiada honradez y con el peligroso propósito de averiguar la
verdad:
"El nuevo juez ordenó una nueva reconstrucción de los hechos. A partir de marzo
de 1999 (a casi un año del crimen) el nuevo fiscal Selvin Galindo abrió la
investigación sobre todas las hipótesis posibles, incluyendo la del crimen
político." (El paréntesis pertenece al texto original, si bien dice 'dos años' en vez
de uno, por evidente error involuntario que nos hemos permitido corregir). (350)
"El juez Monroy ordenó varias diligencias que el fiscal anterior se había negado a
realizar (...). Pero Monroy no pudo concluir las diligencias. A finales de marzo de
1999 se vio forzado a renunciar debido a presiones de funcionarios del gobierno
de Arzú (...). También fue objeto de amenazas, como llamadas telefónicas,
controles y hostigamiento en plena vía pública." (351)
Las presiones, chantaje incluido, y las amenazas anónimas recibidas determinaron
que el juez Monroy no sólo abandonara el caso sino también el país, exiliándose en
Canadá:
"El primer juez que decidió investigar sobre la hipótesis del crimen político,
Henry Monroy, también tuvo que salir del país. En septiembre (de 1999, exiliado
ya en Canadá) declaró que antes de su salida recibió la visita del asesor de
inteligencia de la presidencia, funcionario muy cercano al presidente Alvaro Arzú,
Howard Yang, quien le habría solicitado que no otorgara la libertad condicional al
sacerdote Mario Orantes (ya detenido por el juez anterior) y que siguiera la pista
del crimen pasional, bajo amenaza de publicar 'grabaciones de espionaje' (viejas
grabaciones efectuadas años atrás por los servicios de inteligencia) sobre las
actividades universitarias del juez." (352)
Esta combinación de acciones hostiles -descarado chantaje, protagonizado por un alto
funcionario del entorno presidencial, junto con las amenazas anónimas y el hostiga-
miento físico- resultó superior a la capacidad de resistencia del juez. Otro tanto
sucedió con el fiscal, que hubo de exiliarse rápidamente en los Estados Unidos:
"En el mes de septiembre (1999) el fiscal Selvin Galindo declaró que, después de
la entrega del segundo examen de ADN, el caso estaba por
concluirse. Inmediatamente aumentaron las amenazas que Galindo venía
sufriendo, controles y autos sospechosos enfrente de su casa. Unos días después
Galindo renunció al caso y salió repentinamente del país, aduciendo que las
amenazas no solamente iban contra él sino también contra su familia.” (353)
En estas condiciones, la investigación, como no podía ser de otra forma, siguió siendo
lenta, dificultosa y rodeada de toda clase de obstáculos e intentos de intimidación.
En efecto, a lo largo del caso Gerardi las amenazas, intimidaciones y hostigamientos a
testigos, abogados, fiscales, jueces y militantes de derechos humanos se han venido
produciendo de forma ininterrumpida, como vamos a ver.
En abril de 1999, al cumplirse ya un año del asesinato del obispo, Amnistía
Internacional no sólo hacía notar el avance prácticamente nulo de la justicia en el caso
que nos ocupa, sino también las amenazas sufridas por los que señalaban la
verdadera línea de investigación, que obviamente no era la del delito común:
"Los testigos, jueces, abogados, autoridades eclesiásticas y otros que han sugerido
un posible vínculo político en el caso han sufrido amenazas y hostigamiento. El
caso más reciente sucedió el pasado 16 de abril (1999), cuando varios individuos
armados invadieron el hogar de Ronald Ochaeta, director de la Oficina de
Derechos Humanos del Arzobispado y ampliamente conocido como el brazo
derecho de monseñor Gerardi."
"Los hombres amenazaron a una empleada doméstica y apuntaron con un arma
de fuego a la cabeza del hijo de cuatro años de Ochaeta. Dejaron además, como
siniestro mensaje, un bloque de cemento, en clara referencia al objeto utilizado
para asesinar al obispo Gerardi." (354)
Obsérvese, para empezar, el dato del bloque de cemento como firma de los
autores. Fue la forma inequívoca de decir: “Somos los mismos que ejecutamos al
obispo. Si la ODHAG no abandona el caso, haremos lo mismo con usted.” Toda
posible idea de delito común –robo, crimen pasional, etc.- quedaba absolutamente
desvanecida, incluso para cualquier ingenuo que todavía creyese en tal
posibilidad.
Seguía diciendo el comunicado de Amnesty:
"La lentitud y falta de resultados en el caso Gerardi y en el reciente incidente
contra Ronald Ochaeta demuestran una vez más que las autoridades
guatemaltecas no han conseguido desembarazarse de los hábitos del pasado."
"Es inaceptable que, transcurrido ya un año del asesinato del obispo Gerardi, la
comunidad internacional de derechos humanos continúe a la espera de conocer la
verdad."
"La ineficacia de la investigación oficial llevada a cabo hasta ahora ha sido
denunciada por MINUGUA (Misión de Naciones Unidas en Guatemala) entre otros
organismos, y sólo recientemente los investigadores oficiales han demostrado
estar dispuestos a examinar las posibles motivaciones políticas del crimen." (355)
Episodios como el de la intimidación a Ochaeta, junto a otros hechos y evidencias,
descalificaron de tal forma la hipótesis del delito común que hasta los investigadores
oficiales empezaron a asumir la posibilidad de las motivaciones políticas. Esta
hipótesis, que, dada la naturaleza del crimen y los amplios antecedentes similares ya
registrados en Guatemala, debió ser la primera y más directa vía de indagación,
empezó a ser finalmente considerada por los investigadores oficialmente obligados a
hacerlo, es decir, por el Ministerio Público y la Policía Nacional Civil. Entre tanto,
aquellos otros organismos -como la ODAGH o MINUGUA-, que enfocaron desde el
principio sus averiguaciones bajo la hipótesis mucho más realista y objetiva del
crimen político, fueron siempre por delante en los avances de la investigación.

c) Resultado de las indagaciones de la Misión de la ONU en su tarea de


verificación sobre el caso Gerardi
Ya en enero del año 2000, y con escasos días de intervalo, ocurrieron varios hechos de
importancia desigual, todos ellos derivados de esta más acertada línea de
investigación.
El día 12 de enero MINUGUA hizo público un informe sobre el caso Gerardi y otros 54
hechos violatorios de derechos humanos, en el que manifestaba que "desde el
principio no había descartado la hipótesis del móvil político en el asesinato del obispo
auxiliar de Guatemala y la eventual participación de personas vinculadas a
organismos del Estado." (356)
Como resultado de este enfoque, y dentro de sus responsabilidades de verificación en
materia de derechos humanos, MINUGUA manifestaba haber reunido nuevos "elemen-
tos de convicción" sobre el involucramiento de ese tipo de personas y organismos "en
la planificación y aportación de medios para el asesinato del obispo." (357)
Como sólido punto de partida, MINUGUA señalaba la experiencia de casos anteriores,
dentro de la misma década de los años 90, afirmando que:
"...los elementos que permiten asociar el asesinato del obispo a miembros de los
cuerpos de seguridad que actuaban de forma clandestina se detectaron en otros
casos de impacto social que (la propia MINUGUA) ha verificado, como elasesinato
en 1990 de la antropóloga Myrna Mack, del religioso marista Moisés Cisneros en
1991, y del ex candidato presidencial Jorge Carpio en 1993, entre otros." (358)
"Muchas de las víctimas tenían en común actividades de defensa de los derechos
humanos, lo cual podía designarles como blancos para grupos que, dentro de la
Doctrina de Seguridad Nacional, eran considerados subversivos." (359)
Con todos estos antecedentes, resultaba insoslayable incluir a Gerardi como víctima
de ese mismo modelo de actuación represiva clandestina. Refiriéndose concretamente
al caso del prelado, y recordando su larga trayectoria en defensa de los derechos
humanos, que le valió el exilio forzado por varios años cuando era obispo de Quiché
(así como el desmantelamiento y evacuación temporal de dicha diócesis entre 1980 y
1984 para salvar la vida de sus sacerdotes, tras varios asesinatos y atentados), decía el
informe citado:
"Durante el enfrentamiento armado guatemalteco, la trayectoria de Gerardi y su
defensa de los derechos humanos, en particular en el departamento de Quiché,
fueron consideradas subversivas." (360)
Si se unen estos antecedentes lejanos al mucho más reciente y demoledor informe
REMHI, dirigido por el propio Gerardi y tan repetidamente citado en páginas
anteriores, la hipótesis del asesinato de motivación política era imposible de eludir.
Refiriéndose a las fechas anteriores y posteriores a su asesinato, decía el mismo
informe de la Misión de la ONU, como resultado de su propia verificación:
"El obispo fue objeto de seguimiento para conocer su rutina diaria, y sus líneas
telefónicas fueron intervenidas. Se seleccionó la casa parroquial de la iglesia de
San Sebastián como escenario propicio para perpetrar el crimen y luego desviar
la investigación hacia el entorno humano de la víctima."
"Funcionaros estatales divulgaron en altas esferas gubernamentales y ante la co-
munidad internacional la existencia de motivos pasionales, induciendo a la
marginación del móvil político, lo que introdujo factores de confusión que
favorecieron la impunidad de los responsables."
"El Ministerio Público (MP) y la Policía Nacional Civil (PNC) han sido ineficientes
para aclarar el asesinato del prelado guatemalteco." (361)
Igualmente, la citada Misión de la ONU, asumiendo su falta de atribuciones judiciales,
subrayaba que:
"...la verificación del caso Gerardi (por MINUGUA) no pretende sustituir a las
investigaciones de los órganos competentes, sino que persigue cooperar para que
se esclarezca el crimen y se sancione a los responsables." (362)

d) Testimonios sobre el asesinato del obispo. Nuevas amenazas. Revelación por


MINUGUA del modelo de actuación militar clandestina para este tipo de
crímenes
Al día siguiente de la difusión del informe citado, un despacho de la agencia EFE (13-
1-00) informaba, entre otras cosas, de lo siguiente:
“Tres testigos presentados como anticipo de prueba en los tribunales por la
Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG), entre
ellos dos ex militares que ya salieron al exilio, vincularon al Estado Mayor
Presidencial (...) con el planeamiento del crimen.” (363)
Cabe decir que la "salida al exilio" de testigos que prestan declaración, involucrando a
militares en crímenes importantes, no tiene nada de extraño en el ámbito
guatemalteco, dada la directa amenaza que tales declaraciones significan para sus
vidas. Si incluso los jueces y los fiscales se ven amenazados hasta el punto de recurrir
al exilio, resulta más comprensible aún que los simples testigos se vean forzados a
proteger sus vidas saliendo del país.
Aludiendo a la escasa duración de jueces y fiscales asignados al caso, víctimas de todo
tipo de presiones y amenazas, decía el mismo despacho:
“El proceso para esclarecer el crimen lo han conocido ya tres jueces e igual
número de fiscales, pero de momento no hay ningún detenido.”(364)
“Un juez, Henry Monroy, y un fiscal, Selvin Galindo, se exiliaron en Canadá y Esta-
dos Unidos, respectivamente, por amenazas de muerte.”(365)
“El arzobispo primado, Próspero Penados, ha acusado al Gobierno que presidió
Alvaro Arzú de encubrir a los responsables del crimen.” (366)
Aludiendo a la promesa del actual presidente de la República, Alfonso Portillo, que
anunció que renunciaría a la presidencia de la República si no lograba resolver el caso
Gerardi, terminaba así el despacho citado:
“Monseñor Penados espera que Portillo cumpla su promesa, y afirmó que Arzú (el
presidente anterior) no pudo aclararlo ‘porque están involucrados el Gobierno y
los militares’.” (367)
El hecho de que la máxima autoridad católica del país –el arzobispo primado- se
expresara en estos términos reflejaba su plena certeza sobre un hecho ampliamente
conocido en Guatemala -la implicación de fuerzas estatales y militares en este tipo de
crímenes-, realidad que, por razones obvias, no todo el mundo puede permitirse el
lujo de proclamar públicamente con tan rotunda claridad.
Pocos días después (17-1-00) se hacía público el Décimo Informe sobre Derechos
Humanos de MINUGUA, el cual daba a conocer, con un carácter más general (más allá
del específico caso Gerardi, que también quedaba incluido), el modelo de actuación
ilegal y clandestina que utilizaron en Guatemala los aparatos del Estado durante los
años de la represión, para eliminar a personas de importante significación social.
El informe confirmaba "la participación de cuerpos de seguridad y grupos de elite del
Ejército en asesinatos de relevancia nacional." (368)
"En asesinatos como los de monseñor Gerardi, Myrna Mack, Jorge Carpio, Edgar
Alfredo Ordóñez, el marista Moisés Cisneros, el catedrático Apolo Carranza y el
pastor evangélico Manuel Saquic, para citar algunos ejemplos, se intentó encubrir
el móvil político del crimen y la participación de agentes del Estado."
"Las víctimas habían tenido participación en actividades pastorales, políticas,
periodísticas o de alto perfil, y por su ideología o actuación (cada una de tales
víctimas) era considerada como un enemigo interno para el Estado o la
institución castrense."
"A pesar de que la trayectoria de las víctimas hacía obligada la hipótesis del móvil
político en su asesinato, los órganos competentes desecharon prematuramente
esa línea de investigación (...)" (369)
En todos estos casos -según precisa el informe- se intentó responsabilizar a delincuen-
tes comunes que actuaban supuestamente por su cuenta. Además, en tales casos se
practicaron, desde los organismos oficiales, la "desinformación y manipulación de
hipótesis", la "alteración de la cadena de custodia de la evidencia" (custodia y control
de las pruebas, que fueron repetidamente alteradas o hechas desaparecer, como se
recordará especialmente en el caso Carpio), así comoacciones contrarias a "la
preservación de la escena del crimen", mediante su deliberada alteración, para el
establecimiento de pruebas falsas y la ocultación de las verdaderas. (370)
Evidentemente, tras las previas experiencias ya conocidas de importantes crímenes
políticos cometidos según este patrón o modelo de actuación, resultaba imposible
sustraer de él al caso Gerardi; pero, como ya vimos, así se intentó por distintas vías de
distracción. Finalmente, sin embargo, empezó a imponerse la hipótesis más
fundamentada, que, además, comenzó a recibir el necesario apoyo testimonial.
En cuanto a los tres testigos antes citados, que declararon ante la nueva jueza Flor de
María García Villatoro, dos de ellos eran militares. Uno de éstos, Aguilar Martínez,
prestó sus servicios en el propio Estado Mayor Presidencial durante nueve años,
incluido el día del crimen, y posteriormente a éste, hasta una semana antes de efectuar
su declaración testimonial. Durante esos nueve años de servicio en el EMP recorrió
diversos puestos, hasta llegar al de subjefe de servicios, que fue su última función. Se
trataba, por tanto, de una persona bien conocedora de las particularidades internas de
ese centro militar.
Según su declaración, el asesinato de monseñor Gerardi habría sido preparado y
planificado por oficiales del EMP. La operación tenía asignada una duración total de
18 horas, desde las 6’00 hasta las 24’00 del día 26 de abril. Eso significa que la
planificación incluía todas las fases (disposición de los vehículos, reunión del personal
participante, instrucciones detalladas para éstos, exploración y limpieza previa del
terreno, ejecución del crimen y posteriores acciones de cobertura, incluida la
contaminación del escenario). Según su versión, quienes estaban a cargo de la
operación eran el mayor Francisco Escobar Blas, el capitán Byron Lima Oliva, y otro
oficial, identificado como capitán Dubois.
He aquí los hechos –inevitablemente fragmentarios- que el testigo Aguilar Martínez
pudo presenciar desde su puesto en el EMP, a partir de las 18’00, hora en que inició su
turno de servicio:
“Desde las 18 horas del 26 de abril hasta las cero horas del 27 de abril surgió una
situación irregular en el Estado Mayor Presidencial (EMP) que rompió con la
cotidianidad del lugar (...). El 26 de abril recibí a las 18 horas el servicio; el
compañero me entregó el turno y me dijo que estábamos ‘sin 18’ (código que
significa ‘sin novedad’, indicó Aguilar). El jefe de servicio era el capitán Dubois, y
yo el subjefe. A las 20’30 se movilizó un vehículo Trooper color rojo, placas P
8201, en el cual viajaban el mayor Francisco Escobar Blas y el especialista
Galiano, además de dos especialistas que pertenecen al servicio de protección,
antes conocido como la G-2. Dichos oficiales se encargaron de limpiar la zona del
crimen, para poder operar. (...) El capitán Dubois me indicó que omitiera tomar
novedades de la entrada y salida de vehículos, así como las de especialistas, y que
sólo atendiera al teléfono y al personal. Agregó que a partir de ese momento
quedaba prohibido circular por el callejón Manchén. (...) El callejón Manchén es
una calle estrecha que conduce desde el Palacio Nacional de la Cultura, pasando
frente a varias puertas de las oficinas del EMP, y llega hasta el parque de San
Sebastián, donde se encuentra la casa parroquial en que vivía monseñor
Gerardi.” (371)
En hora bastante posterior, tal vez en torno a las diez de la noche, desde su puesto de
control de entradas y salidas, Aguilar Martínez vio entrar en el EMP otro vehículo, en
el que viajaba el capitán Lima Oliva, acompañado de cuatro sujetos, tres de ellos con el
rostro cubierto con gorras negras, con visera hasta las cejas y gafas oscuras.
A partir de ahí, el testigo detalla lo siguiente:
“Al descender, Lima Oliva se dirigió al pasillo que conduce al despacho del coronel
Rudy Pozuelos, en aquel entonces jefe del EMP. (...) De esa oficina regresaron
Pozuelos y Lima, quienes abordaron el vehículo que había ingresado. En el asiento
trasero iban los tres muchachos (los de rostro cubierto) y un joven (de rostro
descubierto). (...) Cinco minutos más tarde recibí una llamada: ‘Mira, avisa que
hay un 18’ (situación con problemas). El capitán Dubois tocó una sola vez el
timbre, y movilizó a toda la gente. Yo fui relevado a las 12 de la noche.” (372)
Un testigo que se hallaba en el parque en las horas del crimen (10 a 10`30 de aquella
noche) informó haber visto en las inmediaciones de la casa vehículos de
características similares a los descritos por Aguilar, y, al apreciar algo extraño, tomó
nota de la matrícula y color de uno de ellos (color blanco, placa P-3201). Dato, éste
último, que fue negligentemente despreciado por largo tiempo por los investigadores
oficiales, pero que acabaría posteriormente adquiriendo gran importancia en la
investigación.
El ya citado testigo militar, Aguilar Martínez, reveló también que aquel vehículo de
color blanco que fue visto en las inmediaciones de la casa parroquial fue precisamente
uno de los que, en aquellas fechas, estaban asignados al EMP.
Conocedor del peligro máximo que corría tras efectuar estas revelaciones, Aguilar
Martínez, inmediatamente después de prestar su testimonio ante la jueza García
Villatoro, escapó al exilio llevándose consigo a su familia.
Aparte de la declaración de los tres testigos ya mencionados (dos de ellos ex militares,
que hubieron de exilarse por evidentes razones de seguridad), también iba a
producirse otro importante testimonio: el de Rubén Chanax Sontay, uno de los
indigentes o mendigos que en la noche del crimen pernoctaban en las proximidades
de la casa parroquial:
“La titular del Juzgado Segundo de Primera Instancia Penal, Flor de María García
Villatoro, tomó declaración, como prueba anticipada, a Rubén Chanax Sontay, a
solicitud de Mario Leal, uno de los funcionarios del Ministerio Público (MP)
asignados a la investigación de la muerte del obispo Gerardi.”
“Leopoldo Zeissig, fiscal del caso, explicó que el testigo rindió su versión de lo que
le consta en torno a los hechos registrados el 26-4-98, cuando el religioso fue
asesinado.” (373)
La declaración de este testigo ocular iba a tener consecuencias directas e importantes
en la marcha del caso, pues presenció la llegada al escenario del crimen del capitán
Byron Lima acompañado del presunto autor material.
e) Detención de los presuntos culpables. Captura, liberación y nueva captura
del presunto coautor material del crimen
Pocos días después de estas declaraciones testificales, el caso Gerardi se activó de
forma espectacular. La jueza del caso, la ya citada Flor de María García Villatoro, a la
vista de nuevas evidencias probatorias, ordenó la detención de tres militares, un
eclesiástico y una persona civil.
“La Policía Nacional Civil (PNC) capturó al coronel retirado Byron Disrael Lima
Estrada (ex jefe de Inteligencia Militar) y a su hijo, el capitán Byron Lima Oliva
(del EMP), así como a la cocinera Margarita López (de la casa parroquial), por su
presunta implicación en el asesinato de monseñor Juan Gerardi.“
“El 22-1-00 fue capturado en la aldea Río de Paz, Quezada (Jutiapa), el ex especia-
lista del Estado Mayor Presidencial (EMP) José Obdulio Villanueva Arévalo, bajo
el cargo de ejecución extrajudicial cometida contra el obispo Juan Gerardi.”
“La jueza del caso Gerardi, Flor de María García Villatoro, también giró orden de
captura contra el sacerdote Mario Orantes; sin embargo, ésta no se logró efectuar
ya que el religioso se encuentra desde hace varios meses en Estados Unidos.”
“El Juzgado Segundo de Instancia Penal dictó auto formal de prisión y dejó for-
malmente sujetos a proceso penal al coronel, al capitán y al especialista del
Ejército, bajo el cargo de ejecución extrajudicial.” (374)
La acusación se configuraba, por tanto, en estos términos generales: el ex sargento
especialista del EMP Villanueva Arévalo, como presunto autor material de la muerte
del obispo; el capitán del EMP Lima Oliva y su padre, el coronel retirado Lima Estrada,
como presuntos instigadores, planificadores y proveedores de los medios para el
crimen; el sacerdote Mario Orantes y la cocinera Margarita López como presuntos
colaboradores en algún grado de encubrimiento o posible complicidad, dada la
probabilidad de que ambas personas, viviendo en la misma casa del crimen, fueran,
como mínimo, y pese a su negativa, testigos oculares -incluso involuntarios- de todo o
parte de lo que allí sucedió. No resulta difícil imaginar, por otra parte, las graves y
directas amenazas a las que ambas personas podían estar sometidas para impedirles
declarar lo que quizá llegaron a ver.
En cuanto al presunto coautor material, hay que hacer notar que el ex sargento
Villanueva acababa de cumplir una condena de cárcel por la muerte a tiros de un
individuo, cuando supuso que éste iba a atentar contra el presidente Alvaro Arzú (de
cuya escolta de seguridad Villanueva formaba parte dentro del Estado Mayor
Presidencial), hecho producido en un paraje próximo a la ciudad de antigua
Guatemala en 1996. Por esta muerte, había sido condenado a cuatro años de prisión
conmutables.
Este encarcelamiento del ex sargento vino a complicar la recién mencionada hipótesis
sobre el asesinato de Gerardi, ya que Villanueva teóricamente se hallaba en prisión el
día de la muerte del obispo. Tras ver conmutada su sentencia, abandonó la
cárcel: pero lo hizo el día 28 de abril, exactamente dos días después de la fecha del
crimen. Conclusión: el 26 de abril el ex sargento estaba todavía en la prisión, luego no
pudo ser él quien asesinó al obispo. Esta coartada obligó a la jueza a ponerlo en
libertad, decisión que fue inmediatamente recurrida por el fiscal:
"El Juzgado Segundo de Primera Instancia ordenó la libertad de José Obdulio
Villanueva, capturado el 22-1-00 al vinculársele con el asesinato del obispo Juan
Gerardi Conedera." Vinculación basada en "la declaración del testigo clave, Rubén
Chanax Sontay, quien aseguró haberlo visto la mañana y la noche del crimen."
"El fiscal Zeissig dijo que interpondrá recurso de apelación. Señaló que 'no se dio
valor al hecho de que el imputado, estuviera o no detenido, gozaba de privilegios
en prisión, así como tampoco a las declaraciones del testigo clave, ni incluso al
careo'."
"Por su parte, autoridades de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado
señalaron que hay evidencias de que Villanueva gozaba de privilegios en la
prisión de Sacatepéquez, y que estaba fuera el día del crimen." (375)
La investigación de la fiscalía (MP) iba a demostrar hasta qué punto llegaban esos
privilegios que el ex sargento gozaba en prisión, y que, según se pudo comprobar,
llegaban hasta el extremo de no pisar la prisión durante meses enteros:
“De un peritaje grafotécnico efectuado por el Ministerio Público (MP) se
deduce que José Obdulio Villanueva, ex sargento del Estado Mayor Presidencial
(EMP), no estuvo en prisión durante febrero, marzo y abril de 1998, pues otras
personas firmaron por él la nómina de su salario desde la cárcel de
Sacatepéquez.” (376)
A este nuevo dato -la falsedad de la permanencia en prisión del imputado o, como
mínimo, su gran libertad de movimientos para ausencias cortas o largas- vino a
sumarse otro testimonio decisivo: el de otro recluso, Gilberto Gómez Limón. Este
atestiguó otro hecho de gran relevancia: Villanueva estuvo en la cárcel el día 26 de
abril; pero salió de ella por la mañana, y volvió a abandonarla por la tarde, no
regresando hasta altas horas de la mañana siguiente:
“El reo (Gómez Limón) afirma que el imputado salió de la prisión (...) el 26-4-98
en horas de la mañana, regresó y salió nuevamente el mismo día, y volvió a la
cárcel a las seis horas del día siguiente.” (377)
Tenía, en efecto, plena lógica que Villanueva, después de su ausencia de meses,
acudiera a la cárcel en la fecha adecuada, con un doble objetivo: dejar constancia de su
presencia en ella el día del crimen (día 26), y hallarse también en ella en la fecha
prevista (día 28) para su liberación, por conmutación de su sentencia anterior.
Por otra parte, la ausencia de Villanueva de la cárcel en la mañana y la noche del día
26 concordaba, a su vez, con la declaración previa del antes citado testigo ocular, el
indigente Chanax, que lo vio aquella mañana y aquella noche en la casa parroquial:
“El testigo Rubén Chanax Sontay afirmó que vio al imputado (el ex sargento
Villanueva) el día de los hechos, durante la mañana y por la noche, cuando llegó
acompañado del capitán Byron Lima Oliva, otro de los procesados.” (378)
Ante estas nuevas evidencias, la jueza García Villatoro ordenó que el ex sargento fuera
capturado por segunda vez, manteniendo su acusación contra él.

f) Acusación formal contra los militares imputados. Nuevos hostigamientos y


amenazas a jueces, fiscales y testigos
Dos semanas después, y coincidiendo con el segundo aniversario (26-4-2000) del
asesinato del obispo, el fiscal formalizaba su acusación:
"El Ministerio Público (MP) planteó acusación formal por delito de ejecución
extrajudicial contra el capitán Byron Lima Oliva, el coronel retirado Byron Lima
Estrada y el ex especialista del Ejército Obdulio Villanueva, acusados de participar
en el asesinato de monseñor Juan Gerardi Conedera."
"Durante la conmemoración del segundo aniversario del asesinato de monseñor
Gerardi se dio a conocer que la Iglesia Católica se constituyó en 'querellante
adhesiva' (acusación particular) del caso y estará representada por Nery Ródenas
y Mario Domingo, miembros de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado
(ODHAG)." (379)
Esta acusación formal efectuada por el fiscal Leopoldo Zeissig en abril del año 2000
venía a demostrar la flagrante omisión cometida veinte meses antes (agosto de 1998),
cuando la ODHAG –como ya vimos- presentó al Ministerio Público los dos nombres
fundamentales del caso (los dos Byron Lima, padre e hijo) y las fuertes evidencias que
los señalaban como presuntos autores, sin que el fiscal especial que llevaba el caso en
aquellas fechas (Otto Ardón) hiciera nada efectivo al respecto, dedicado como estaba a
considerar las más estrafalarias hipótesis, como, entre otras, las del ataque canino y
del crimen pasional. El resultado de aquella omisión fue de muchos meses malgas-
tados en pistas falsas y perdidos para la verdadera investigación.
En cambio, la actuación del fiscal Zeissig merece otra muy distinta calificación, pues
fue capaz de desarrollar una línea de acusación mucho más seria, valiente y
profesional, cuyo fruto fue el procesamiento de los militares ya mencionados, dictado
por la jueza García Villatoro, paso increíblemente difícil y arriesgado (para ambos,
jueza y fiscal) en un país como Guatemala.
Otro paso notable emprendido por el mismo fiscal fue la petición de procesamiento -
por falso testimonio y encubrimiento- contra otro militar, esta vez oficial de la
Armada:
"Con el argumento de que encubrió al ex miembro del Estado Mayor Presidencial
(EMP) José Obdulio Villanueva, al haber aseverado que estuvo presente cuando el
reo firmaba la nómina salarial, el Ministerio Público (MP) solicitó abrir proceso
contra el ex secretario de la citada dependencia militar, capitán de fragata Carlos
René Alvarado Fernández."
"La fiscalía que investiga el asesinato de monseñor Juan Gerardi considera que el
ex guardaespaldas presidencial no permaneció en prisión durante febrero, marzo
y abril de 1998, porque un peritaje grafotécnico indicó que otras personas
firmaron en su lugar." (380)
Este falso testimonio, dado que el declarante afirmó haber presenciado un hecho que
no se produjo (las sucesivas firmas de Villanueva en unos meses en que éste no estuvo
en la cárcel), así como la falsa atribución al ex sargento de tales firmas, que según la
posterior peritación grafológica fueron efectuadas por otras personas, dieron base al
fiscal para solicitar este nuevo procesamiento de otro militar.
Sin embargo, esta vez la decisión de la jueza no consistió -por el momento- en
procesar al imputado sino en ordenar que se profundizasen las averiguaciones sobre
su conducta y sobre sus responsabilidades administrativas como secretario del EMP.
Entretanto, una serie de funcionarios y personas participantes en el caso sufrían
diversas formas de amenazas y hostigamientos. Después de las amenazas ya referidas
contra el director de la ODHAG y su familia, y contra el juez y el fiscal que hubieron de
exiliarse, como vimos, en Estados Unidos y Canadá, sus sucesores en ambos cargos
siguieron siendo víctimas de presiones y amenazas de diverso tipo.
Un mes después de las detenciones, el fiscal denunció el acoso telefónico que sufría:
“El fiscal especial que investiga el asesinato del obispo Juan Gerardi, Leopoldo
Zeissig, interpuso una denuncia ante la Fiscalía Metropolitana por hostigamiento
telefónico.” (381)
Al mes siguiente, el acoso continuó en forma de persecución por un vehículo con
hombres armados:
"El fiscal Zeissig y su equipo dieron a conocer que son objeto de intimidaciones.
(...) Un vehículo Cherokee, color negro, vidrios polarizados, placas particulares
483-716, en cuyo interior viajaban al menos tres hombres armados, se acercó al
suyo con el propósito de intimidarlo. La autopatrulla que custodia a los fiscales se
percató de lo ocurrido e inició una persecución que culminó cuando el carro
ingresó a la calle donde se encuentran las dependencias del Estado Mayor
Presidencial (EMP)." (382)
La propia jueza del caso, y sus colaboradores inmediatos, tampoco se vieron libres de
este hostigamiento:
"En tanto, la jueza Flor de María García Villatoro, a cargo del juicio para esclarecer
la muerte del obispo Juan Gerardi, denunció que es objeto de acoso por parte de
desconocidos que, desde el pasado fin de semana, la siguen a bordo de dos
vehículos que se mantienen estacionados frente a su residencia."
"En la denuncia se indica que también es víctima de intimidaciones Patricia Mejía,
oficial del juzgado que preside la jueza Villatoro." (383)
A su vez, el testigo que informó de la ausencia de Villanueva de la cárcel el día del
crimen, fue amenazado de muerte, conminándole a no ratificar su declaración:
"El testigo Gilberto López Limón ratificó sus declaraciones testimoniales ante la
Juez Segunda de Instancia Penal en el proceso que se sigue para esclarecer el
asesinato de monseñor Juan Gerardi. Gómez Limón, quien declaró en calidad de
anticipo de prueba, por amenazas de muerte recibidas, afirmó que el especialista
Obdulio Villanueva le confesó haber salido de la cárcel (...) el día en que fue
asesinado el obispo." (384)
"Por su parte, el fiscal Leopoldo Zeissig expuso en la diligencia que el testigo y su
familia fueron intimidados, para evitar que testificara." (385)
De hecho, el principal testigo –el indigente Chanax-, víctima de presiones y amenazas
insostenibles, abandonaba el país el día 24 de abril bajo protección oficial:
“Rubén Chanax Sontay, el indigente cuyas declaraciones llevaron a la captura de
tres militares, salió del país amparado bajo la Ley de Protección del
Testigo.” (386)
“De acuerdo con Leopoldo Zeissig, fiscal del caso, el hecho de que Chanax Sontay
haya abandonado el territorio nacional no significa que deje de participar en el
proceso para esclarecer el asesinato del obispo Juan Gerardi.” (387)

g) Apertura del juicio oral. Nuevos obstáculos y entorpecimientos


A pesar de la serie de amenazas y hostigamientos ya vistos, la jueza siguió adelante
con el proceso hasta que, el 18 de mayo de 2000, dispuso la apertura de juicio oral:
"La jueza segunda de Primera Instancia Penal, Flor de María García Villatoro,
dictó apertura de juicio contra el capitán Byron Miguel Lima Oliva; su padre,
coronel retirado Byron Disrael Lima Estrada, y el ex especialista del Estado Mayor
Presidencial Obdulio Villanueva, por la ejecución extrajudicial de monseñor Juan
Gerardi.”
“García Villatoro basó su resolución en las declaraciones de testigos como Rubén
Chanax Sontay, quien afirmó haber visto (llegar al lugar del crimen) a Lima Oliva
y a Villanueva la noche del 26 de abril de 1998.”
“A su vez, Lima Estrada fue acusado por el testimonio de los dos ex ministros de
Defensa, generales Héctor Mario Barrios Celada y Marco Tulio Espinosa, quienes
informaron que la placa P-3201, del vehículo donde presuntamente llegaron esa
noche los ejecutores del crimen, perteneció a otro automotor de la Base Militar nº
8 de Chiquimula, que estaba a cargo, en aquel entonces, del citado coronel.” (388)
Obviamente, por una parte, el dato aportado por Chanax –que vio llegar a la casa
parroquial momentos antes del crimen al ex sargento Villanueva, presunto coautor
material, acompañado del capitán Lima Oliva-, así como, por otra parte, las salidas del
mismo capitán desde el EMP, detalladas en el testimonio de Aguilar Martínez y
observadas por éste desde su privilegiado puesto de vigilancia y control en el propio
EMP -especialmente la ultima salida del citado oficial acompañado de personas de
rostro tapado, muy poco antes de la hora del crimen, y con el mismo coche blanco que
sería visto en el lugar de los hechos-, eran datos y testimonios que colocaban al
imputado en una situación de escapatoria prácticamente imposible, ante el tribunal
competente en cualquier país normal.
A partir de ahí, la secuencia de los acontecimientos en un país judicialmente normal
sería la lógica e inevitable: celebración del juicio oral, emisión de sentencia, recursos
de las partes, fallo de éstos en un plazo razonable, sentencia firme y cumplimiento de
ésta. Pero Guatemala tiene tan poco que ver con un país judicialmente normal que los
hechos producidos después se alejaron notablemente de esta secuencia natural.
Para empezar, el tribunal quedó sin presidente, por cese supuestamente voluntario
del juez que lo iba a presidir:
"El juez Alexis Calderón Maldonado, nombrado para presidir el Tribunal Tercero
de Sentencia, a cargo del juicio oral contra cinco acusados del asesinato del obispo
Juan Gerardi, se excusó de dirigir dicho Tribunal." (389)
Ningún dato se añade, en el texto que citamos, sobre las motivaciones del juez presi-
dente para excusarse de dicha responsabilidad, abandonando un juicio de importancia
tan fundamental. Sin embargo, no hacen falta grandes dotes adivinatorias para
comprender que este hecho se inscribe en la persistente tradición guatemalteca,
según la cual, en los procesos contra acusados importantes, los jueces y fiscales se ven
sometidos a unas presiones de todo género y de enorme magnitud, características de
esta clase de juicios. En este caso concreto, el tipo de hostigamientos, chantajes o
amenazas directas ejercidas contra el citado juez o contra su familia quedan,
inevitablemente, a la libre imaginación del lector, aunque, objetivamente, el beneficio
de la duda no debe descartarse de forma total sobre cuál pudo ser su verdadera
motivación.
Semanas después, el fiscal informaba de la fuga al exilio de otra persona que se
disponía a prestar testimonio en el juicio oral:
"El fiscal del caso Gerardi, Otto Zeissig, confirmó la partida al exilio de Carmen
Sanabria, quien presentaría su declaración en el proceso que se sigue por la
muerte del obispo."
"Zeissig dijo que la testigo salió del país la semana anterior, debido a una serie de
amenazas que recibió y a un intento de allanamiento de su domicilio."
"Sanabria es la séptima persona (relacionada con el caso Gerardi) que abandona
el país por razones de seguridad." (390)
Otro de los factores que obstaculizan a la justicia en este tipo de casos procede de los
entorpecimientos interpuestos por la defensa, encomendada -cosa lógica y esperable,
por otra parte- a abogados sin escrúpulos, expertos en hábiles artimañas legales,
destinadas precisamente a burlar la ley al servicio de la impunidad.
De este género fue el siguiente obstáculo, esta vez procedimental, que iba a interpo-
nerse en el camino de la justicia. A los varios recursos ya presentados desde el
principio por la defensa de los imputados Byron Lima, padre e hijo, desde que éstos
fueron capturados por orden judicial, vino a sumarse otro nuevo recurso, por un
motivo ridículamente formalista, pero eficaz a los efectos de paralizar temporalmente
el proceso:
"Un nuevo recurso de amparo presentado por el defensor de los militares Byron
Lima Oliva y Byron Lima Estrada, acusados por el asesinato del obispo Juan
Gerardi, está retrasando el juicio y pone en riesgo las evidencias recabadas por el
Ministerio Público (MP), aseguró el fiscal especial del caso, Leopoldo Zeissig."
"El recurso fue presentado por Julio Cintrón Gálvez, el 18-8-2000, ante la Sala
Décima de Apelaciones y plantea que la apertura a juicio contra sus defendidos
fue anómala, pues se les pidió que firmaran un acta que no está normada por el
Código Procesal Penal." (391)
Un acta "que no está normada", he ahí el detalle -entre tantos otros posibles- capaz de
paralizar la maquinaria de la justicia, no precisamente en un juicio de faltas ni por un
delito de hurto, sino en un proceso por asesinato, cuya víctima fue no sólo una
importante autoridad eclesiástica sino, mucho más que eso, un gran defensor de los
derechos humanos en un ámbito de extrema peligrosidad.
Pero el propósito de entorpecer y retrasar el juicio también se manifiestaba por otras
vías, y así lo señala el fiscal Zeissig:
"Según el fiscal, el juicio podría fraccionarse en dos distintos: uno para juzgar al
sacerdote Mario Orantes Nájera y a la cocinera Margarita López, acusados de
encubrimiento. En el segundo se enjuiciaría a los militares mencionados, y al
también militar Obdulio Villanueva."
"Esta división del proceso representaría un obstáculo para el fiscal, quien prevé
que, de procederse así, las evidencias y las declaraciones de los testigos se
contaminarían, perjudicando la objetividad." (392)
En efecto, la fragmentación del caso en dos diferentes juicios, situando primero el del
sacerdote y la cocinera, ambos por presunto encubrimiento (juicio que podría prolon-
garse por un tiempo indeterminado), y dejando para después el juicio
verdaderamente ineludible y urgente (el de los presuntos asesinos del obispo),
constituiría, en caso de efectuarse, otra hábil estratagema en el sentido de retrasar lo
más posible el verdadero juicio, ganando otro nuevo margen de tiempo para falsear
los datos del caso, forzando además -por las muchas vías posibles- declaraciones
falsas de los acusados Orantes y López, así como de diversos testigos, posible
desaparición de pruebas –como tantas otras veces-, posible aportación de elementos
de prueba "contaminados", etcétera, factores, todos ellos, distorsivos que después
repercutirían negativamente para un correcto establecimiento de los hechos en el
juicio posterior.
En cambio, un juicio único y lo más rápido posible contra los cinco acusados,
imputando a cada uno de ellos sus responsabilidades individualizadas -según el
planteamiento inicial del proceso y el propósito del fiscal Zeissig-, permitiría abordar
desde el principio los testimonios y pruebas centrales, referentes a la acusación
central sobre el hecho central -el asesinato del obispo-, reduciendo así al mínimo
posible la incidencia de los intentos de falseamiento y contaminación de evidencias.
Factores que -como vimos- ya se manifestaron desde el momento del crimen, mientras
que otros, previsiblemente, se producirían a lo largo del proceso, tanto más cuanto
más durase éste, y siempre tendentes al logro de la impunidad de los militares
imputados.
La posición del fiscal resultaba, en definitiva, totalmente justa y comprensible, ya que
–en un marco como el guatemalteco- todo aplazamiento del verdadero juicio se
traduciría, de hecho, en una descarada ampliación de los márgenes de la impunidad, al
prolongar las posibilidades de ejercer nuevas presiones, nuevas amenazas, nuevo
silenciamiento de testigos, nuevas renuncias de jueces o fiscales, nuevas fugas al
extranjero de personas clave del juicio, así como la muy posible desaparición de
evidencias probatorias. Evidencias y pruebas cuya peligrosa tendencia a desaparecer
en los juzgados guatemaltecos había quedado ya sobradamente demostrada en casos
anteriores como -entre otros- el asesinato de Jorge Carpio Nicolle.

h) Celebración del juicio. Sentencia condenatoria, tan justa como inesperada


Un día antes de la fecha fijada para la apertura del juicio oral sobre el asesinato del
obispo Gerardi, unos desconocidos arrojaron dos granadas contra la casa de la jueza
Yasmín Barrios, sin duda para dejar bien claro que todos los participantes en el juicio
seguían bajo la directa amenaza de los poderosos valedores de la impunidad.
Pese a esta intimidación y a la larga serie de entorpecimientos y amenazas que lo
precedieron, gracias a la admirable tenacidad y entereza moral de algunos concretos
jueces y fiscales, el juicio oral –que duraría dos meses y medio- pudo celebrarse al fin,
y la sentencia fue emitida el 8 de junio de 2001.
Así, en medio de ese ambiente de hostilidad, con amenazas y coacciones de todo
género –todo ello muy propio de este tipo de casos en la Guatemala de hoy-, el juicio
comenzó el 23 de marzo de 2001. Tras dos meses y medio de audiencias, el tribunal
dictó una sentencia que se hubiera calificado de normal en cualquier país normal, pero
que en Guatemala constituía un acontecimiento sin precedentes: 30 años de prisión
inconmutable al coronel Byron Lima Estrada; a su hijo, el capitán Byron Lima Oliva, así
como al suboficial especialista Obdulio Villanueva, en calidad de coautores del crimen.
El sacerdote Mario Orantes fue considerado cómplice y sentenciado a 20 años,
mientras que la empleada doméstica, Margarita López, acusada de encubrimiento,
resultaba absuelta. El capitán Lima Oliva era también condenado a otros dos años
adicionales, por falsificación de documentos.
El Tribunal consideró el crimen como una ‘ejecución extrajudicial’, perpetrada con
medios y personal del Estado, e impulsada por un evidente ‘móvil político’: el
propósito de atemorizar y disuadir a todo aquél que pretendiese seguir investigando o
exigiendo responsabilidades sobre las masacres perpetradas durante los años de la
represión.
Por otra parte, el Tribunal ordenaba a la fiscalía continuar con sus pesquisas para
hallar a los autores intelectuales y a otros posibles autores materiales del crimen.
Asimismo decidió dejar abierto el procedimiento y ordenó investigar penalmente al
coronel Rudy Vinicio Pozuelos, entonces jefe del EMP, así como al mayor Francisco
Escobar, su segundo en el mando, y a otros oficiales y funcionarios entonces
destinados en el mismo centro militar. Igualmente solicitó abrir proceso, por falso
testimonio, a varios de los testigos cuyas declaraciones dolosas trataron de exculpar al
autor material, Obdulio Villanueva.
Para una sociedad habituada a la impunidad absoluta de los militares de cierta
jerarquía, y a la absoluta imposibilidad de obtener sentencias condenatorias para
cierto tipo de acusados, por muy graves que fueran los crímenes cometidos, dado el
sistemático recurso criminal a todos los medios de coacción, incluido el asesinato –
como ya pudo verse dentro de las vicisitudes procesales de los casos
Carpio y Mack, que costaron la vida a honrados funcionarios policiales dispuestos a
decir la verdad-, esta sentencia constituía un hecho histórico de notable magnitud. El
hecho de haber resistido valerosamente tan graves presiones y amenazas, llegando
hasta el final del juicio y consiguiendo unas condenas de 30 años para un coronel y
otro oficial –sin perjuicio de la misma condena para el autor material, de baja
graduación militar-, sólo podía ser calificado como un logro espectacular de la
habitualmente muy débil justicia de Guatemala. Logro tanto más destacado cuanto
que uno de los condenados –el capitán Lima Oliva- prestaba sus servicios en un
importante puesto operativo, dentro de un organismo encargado de misiones secretas
de tan largo alcance y acreditada criminalidad como el EMP. Todo ello constituía una
espectacular ruptura de los muy sólidos mecanismos de la impunidad militar. Una
cosa era condenar a 30 años a un sargento especialista o a un miembro de las PAC
como autor material, lo cual ya tenía precedentes (casos Mack y Carpio, una vez más)
y otra muy diferente, e inédita, era condenar a esa misma pena a un coronel y a un
capitán. (Es de notar que la condena a 30 años dictada contra el coronel Valencia Oso-
rio en el caso Mack no llegaría hasta más de un año después, en octubre de 2002. Pero
en junio de 2001 este tipo de sentencia para un coronel carecía de todo antecedente
similar).
Por todo ello, el impacto causado por esta sentencia en los medios internacionales y
en los sectores democráticos de la propia sociedad guatemalteca fue de considerable
sorpresa y satisfacción. La misión de la ONU en Guatemala (MINUGUA) señaló el
significado de la sentencia como “un hito importante en el fortalecimiento del Estado
de Derecho y en la lucha contra la impunidad”. En términos similares se expresaron
Richard Boucher, portavoz del Departamento de Estado norteamericano; John Manley,
ministro de Asuntos Exteriores canadiense; José Miguel Vivanco, director para las
Américas de Human Rights Watch, y entidades tales como la organización estado-
unidense Red de Solidaridad con el Pueblo de Guatemala y la Comisión de Derechos
Humanos de Centroamérica (Codehuca), entre otras personalidades e instituciones.
Por supuesto, hubo que pagar el precio correspondiente. Tres semanas escasas
después de la sentencia, el ejemplar fiscal Leopoldo Zeissig, víctima de nuevas
amenazas de muerte dirigidas contra él y su familia, presentaba al fiscal general la
renuncia irrevocable a su puesto y, acompañado de su esposa y su hijo, abandonaba el
país por la frontera de El Salvador. Otros ya lo habían hecho antes que él, y otros lo
harían después. En efecto , las constantes amenazas ejercidas a lo largo de este
proceso habían dado lugar al exilio de –como mínimo, y según ya vimos- el juez
Henry Monroy, el fiscal Selvin Galindo, el militar Jorge Aguilar Martínez, el indigente
Rubén Chanax Sontay, y la testigo Juana del Carmen Sanabria (posteriormente
regresada al país), y, ya después de la sentencia, el ya citado fiscal Leopoldo Zeissig.
No terminó ahí, sin embargo, la lista de exiliados del caso Gerardi. Poco después, la
propia jueza Yasmín Barrios, una de las magistradas que dictó la sentencia
(recordemos las dos granadas de mano que fueron arrojadas contra su casa la víspera
de la apertura del juicio), recibía nuevas amenazas tan graves y directas que también
la obligaban a abandonar el país, al que regresaría tiempo después.

i) Nuevo triunfo de la impunidad: revocación de la sentencia condenatoria en el


caso Gerardi. Posterior anulación judicial de esta revocación. Nuevos
asesinatos de testigos
Por desgracia, la impunidad volvió a jugar su potente baza, anulando todos los
esfuerzos anteriores. Aquella esperanzadora sentencia de junio de 2001 sobre el caso
Gerardi fue revocada por la Sala Cuarta de la Corte de Apelaciones dieciséis meses
después, el 8 de octubre de 2002. El heroísmo que caracterizó a los jueces del tribunal
de primera instancia no acompañó a sus colegas de la instancia de apelación. Ésta,
haciendo suyos los argumentos de la defensa, alegó “deficiente valoración de la
prueba”, ordenando la repetición del juicio. Como si aquellos jueces y fiscales que
resistieron las presiones y amenazas, como si aquellos testigos que declararon con
gran riesgo y tuvieron que salir al exilio, pudieran regresar a Guatemala para declarar
de nuevo, reviviendo aquella pesadilla que tuvieron que padecer.
Desgraciadamente, esta patética revocación de aquella sentencia devolvía las cosas a
sus habituales e infames parámetros de impenetrable impunidad. Así como el año
2001 supuso la apertura de una cierta esperanza de justicia en el ámbito judicial
guatemalteco con la sentencia del caso Gerardi, condenatoria –como vimos- de tres
militares (un jefe, un oficial y un suboficial) en calidad de coautores, el año 2002, por
el contrario, significaba el regreso a la siniestra normalidad anterior.
Por añadidura, a finales del mismo 2002, se producía otro trágico episodio en esa
sangrienta lucha por la recuperación de la impunidad. El 19 de diciembre era
secuestrado y asesinado Noé Gómez Limón, hermano de Gilberto Gómez Limón, el
recluso que en su día testificó que el sargento Villanueva había permanecido ausente
de la cárcel durante las horas del asesinato del obispo, otro importante dato que
posibilitó la condena del sargento. Esta nueva víctima mortal, según su declaración
judicial, había sido presionada para que impidiera la declaración de su hermano
Gilberto, y así lo declaró ante el tribunal del caso Gerardi:
“Noé Gómez declaró (...), en el juicio por el asesinato de monseñor Juan Gerardi,
que fue presionado para convencer a su hermano que no declarara haber visto al
ex especialista del Ejército Obdulio Villanueva salir y regresar a su celda en la
cárcel de Antigua Guatemala, la noche del 26-4-98.” (393)
Lo intentara o no, lo cierto es que el citado Noé no logró el silencio de su hermano,
quien atestiguó la ausencia del sargento Villanueva de su celda carcelaria en las horas
decisivas del asesinato del obispo. Dato que, junto a otros, resultó decisivo para su
condena a 30 años de prisión. El resultado de no haber silenciado a su hermano
Gilberto fue mortal para Noé, como para otras víctimas de la triste historia judicial de
Guatemala:
“Noé Gómez fue secuestrado en su casa (el 19-12-02) por un hombre armado. Ese
mismo día apareció muerto con tres tiros en la cabeza en un sector de la cuesta de
Villalobos, cercano a la zona 12 capitalina.” (394)
La Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado señaló que este tipo de presiones y
de crímenes (tan incrustados, por otra parte, en la tradición guatemalteca), tendentes
al silenciamiento coactivo de todo tipo de personas participantes en los procesos
judiciales, podría afectar al nuevo juicio, pendiente de repetición por la sentencia
anulatoria producida meses atrás. En efecto, según manifestaba la ODHAG, la forzada
ausencia de testigos de peso como consecuencia de las intimidaciones, fugas y
eliminaciones físicas “podía dejar sin elementos probatorios las acusaciones contra los
tres militares imputados.” (395)
Hay que señalar que en el año 2003 se registró un hecho judicial positivo y
esperanzador: el 11 de febrero, la Corte Suprema invalidaba la penosa decisión del
Tribunal de Apelaciones de octubre de 2002, por la que éste había revocado, a su vez,
la sentencia condenatoria de 30 años a los tres militares imputados por el asesinato
del obispo Gerardi. Aquella sentencia del tribunal de primera instancia recuperaba,
por tanto, su vigencia, sin perjuicio de posibles recursos posteriores de los
imputados. De momento, los militares presuntos culpables continuaban condenados a
30 años sin necesidad de repetición del juicio, y la causa quedaba pendiente de
ulteriores pasos judiciales. La pelota volvía, por tanto, al tejado de la justicia,
prolongando nuevamente la incertidumbre sobre el desenlace final por sentencia
firme, no alcanzado aún.
Pero, justo al día siguiente de esta esperanzadora noticia, se producía otro hecho
luctuoso, adverso a la justicia y favorecedor de la impunidad. Un sangriento motín
estallaba en la cárcel para presos preventivos de la ciudad de Guatemala. En ella se
encontraban los militares encarcelados por los casos Gerardi y Mack, imputados por
los respectivos asesinatos (salvo el coronel Lima, recluido en otro lugar por
problemas de salud). Los presos por delitos comunes venían quejándose, infructuo-
samente, de que estos militares disfrutaban de privilegios inadmisibles en la prisión, y
de que los funcionarios de ésta les permitían ejercer una indebida autoridad sobre los
demás reclusos. El 12 de febrero, un numeroso grupo de presos comunes, provistos de
armas diversas, introducidas clandestinamente en el recinto, atacaban el sector de
éste donde, entre otros presos, se hallaban los citados militares. El motín produjo
numerosos heridos y siete muertos, cuatro de los cuales resultaron decapitados. Uno
de los decapitados no era otro que el ex sargento especialista del EMP Obdulio
Villanueva, condenado a 30 años por el asesinato de monseñor Gerardi, importante
pieza como imputado pero también como decisivo testigo de dicho asesinato, en
cuanto a la información que podía y debía aportar sobre los jefes que le ordenaron su
actuación criminal y demás autores que pudieron acompañarle en la ejecución del
crimen. Los otros militares imputados resultaron ilesos y fueron trasladados a otros
recintos penitenciarios.
Estos hechos dieron lugar a que Amnesty International emitiera un comunicado en el
que, entre otras cosas, decía:
“Tememos que el asesinato de Villanueva estuviera planeado y que se le haya
eliminado por ser un posible testigo de cargo contra los dos militares de mayor
graduación presuntamente implicados en el asesinato del obispo, cuyo
procesamiento continúa.” (...) “Con la muerte de Gómez Limón (y la del propio
Villanueva) son ya diez los homicidios de testigos del caso Gerardi.” (...) “Si el
sacerdote Mario Orantes o los otros dos militares presos consiguen apelar con
éxito contra la sentencia condenatoria y se vuelve a abrir la causa ante la
Corte, tememos que resulte más difícil mantener la sentencia original, porque se
eliminará a muchos testigos o se les intimidará para que guarden silencio.”
(...) “Es esencial que se investiguen exhaustivamente los disturbios de la prisión
para identificar no sólo a los responsables de las muertes de presos, sino también
a cualquier agente de policía, militar o guardia de la prisión que pueda haber
participado en la planificación de los disturbios o haberlos permitido.” (396)
En efecto, dada la larga experiencia de las fuerzas represoras guatemaltecas, y muy
especialmente del EMP, en la preparación y ejecución de asesinatos de Estado
enmascarados bajo la apariencia de delitos comunes, resultaba sumamente plausible
la sospecha de que la entrada gradual de armas en la cárcel y su llegada a manos de
determinados presos, la negligencia de determinados vigilantes para que tales
movimientos no fueran detectados, la posible connivencia de ciertos guardias para
que los amotinados pudieran salir de su pabellón e irrumpir en el de los militares, y la
certeza de que entre los degollados estuviera precisamente el que tenía que estar,
podían ser puntos perfectamente planificados a priori, como parte de una operación
que tuviera por objetivo real la eliminación del principal testigo de cargo, con vistas a
la futura vista oral del proceso en cuestión. No eran, pues, descabelladas sino muy
lógicas las preocupaciones de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado y las
de Amnesty International sobre esta siniestra posibilidad.

j. Publicación de un libro al servicio de la impunidad. ‘Segunda muerte’ de


monseñor Gerardi
Otro lamentable acontecimiento registrado en el año 2003 fue la aparición (publicado
en México) del libro titulado “¿Quién mató al obispo? Autopsia de un crimen político”,
de Maite Rico y Bertrand de la Grange.
Entre la vasta y variopinta producción editorial generada en el mundo, siempre
aparece algún sedicente investigador “demostrando” que no existieron los campos de
concentración nazis, o que el “gulag” soviético nunca existió, o que –salvando las
distancias- nunca se produjeron miles de desaparecidos en la dictadura militar
argentina. Se trata del fenómeno llamado “negacionismo”, ya visto en el Capítulo 1, y
consistente, como se recordará, en que grandes crímenes colectivos de enorme
magnitud son cínicamente negados por los estamentos que los perpetraron y por sus
sucesores, así como por sus cómplices y seguidores. Así, tal como allí recordamos, el
Estado turco niega todavía el terrible ‘genocidio armenio’ cometido por su ejército en
1915, y el Estado japonés –como también vimos- hace lo mismo con sus brutales
masacres de los años 30 en la guerra chino-japonesa, especialmente la espantosa
masacre de Nanking en 1937. En este tipo de casos, los perpetradores piensan que,
mientras tales crímenes no sean reconocidos, de alguna manera es como si no
hubieran sido cometidos. Ahora le toca a Guatemala y, en esta misma línea, el libro
citado se propone minimizar al máximo –negarlas ya resulta imposible- las
atrocidades perpetradas por la represión militar en aquel país, y, en ese contexto de
falseamiento histórico, a través de una inmensa tergiversación, sus autores pretenden
negar incluso la culpabilidad de los militares –entonces presuntos, hoy condenados en
sentencia firme- coautores del asesinato del obispo Juan Gerardi en 1998.
Por supuesto que el libro contiene algunas verdades de gran obviedad y de
conocimiento general, que ya nadie podría negar, tan evidentes como que el asesinato
de monseñor Juan Gerardi 48 horas después de presentar el informe Remhi fue un
asesinato político y no un crimen común, y que sus autores intelectuales permanecen
desconocidos e impunes, cosa, por otra parte, tan habitual en tantos casos, y en Guate-
mala muy en particular.
En cambio, el libro silencia otros datos de importancia fundamental. Como, por
ejemplo, el hecho -mucho menos habitual- de que, en este caso concreto, destacó la
entereza casi heroica de algunos investigadores, jueces y fiscales, que les permitió
resistir las presiones y amenazas, mientras otros colegas se plegaban al modelo
habitual, consistente en garantizar –como los propios autores del libro- la impunidad
de los militares implicados en las peores violaciones de derechos humanos. Fue así
como, rompiendo aquel arraigado y abominable modelo, después de innumerables
dificultades de todo género, se logró en este caso –como ya vimos- condenar
justamente, si no a los autores intelectuales y máximos responsables ocultos, sí a tres
militares (un coronel, un capitán y un sargento especialista) participantes en la
preparación y ejecución del crimen. Aquella sentencia condenatoria en primera
instancia, de 30 años de prisión para cada uno de ellos, constituyó un logro sin
precedentes en la historia de Guatemala; pero se trata de un logro que los autores del
libro comentado se ven obligados a rechazar, pues su tesis –inscrita de lleno en esa
línea negacionista anteriormente señalada- no es otra que la de negar, contra todo tipo
de evidencias, la culpabilidad de los militares para asegurar su habitual impunidad.
Pues bien: la versión de Rico y De la Grange pertenece a ese tipo de versiones que,
para poder ser sostenidas, implican el retorcimiento de los hechos básicos, hasta
alcanzar niveles de inimaginable magnitud. Para empezar, el primer fiscal del caso,
Otto Ardón, es presentado como un probo funcionario que trataba de profundizar en
la verdad. Sin embargo, la penosa ejecutoria de este fiscal en el caso Gerardi se
caracterizó por sus persistentes esfuerzos por ocultarla. Sus sucesivas hipótesis de
investigación -el robo cometido por indigentes de la vecindad, el crimen pasional
sobre la base calumniosa de la homosexualidad de ambos clérigos, a la que después
añadió, para mayor morbo, la hipótesis de la agresión canina instigada por el cura
Mario Orantes- no fueron búsquedas de la verdad, sino tupidas cortinas de humo
arrojadas sobre ella.
Cualquier hipótesis, incluso la más extravagante, resultaba válida para el fiscal Ardón,
con tal de no afrontar aquélla que las organizaciones de derechos humanos y el puro
sentido común señalaban como de máxima probabilidad: la motivación política. Es
decir, la respuesta contundente de las fuerzas ultrarreaccionarias de Guatemala,
militares y oligárquicas, contra el informe Remhi y sus terribles constataciones sobre
la ya citada represión militar. En efecto, el informe dirigido por Gerardi había
señalado que, de las 150.000 víctimas entonces estimadas del conflicto, un 90% de
ellas resultaban atribuidas al ejército y sus fuerzas subordinadas (PMA, PAC, etc.).
Aunque después tales cifras fueron incrementadas por el posterior informe más largo
y preciso (los doce tomos de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU), que
las situó por encima de 200.000 muertos, de los que un 93% correspondieron al
ejército y fuerzas afines, y un 3% a la guerrilla, quedando un 4% de dudosa
imputación), aun así, un año antes de tal informe, la Odhag, dirigida por Gerardi, con
su investigación pionera y su admirable informe Remhi, se había anticipado en la tarea
de revelar al mundo los horrores de aquella represión. Con estos antecedentes
inmediatos, con las características de la sociedad guatemalteca y su historia en el
último medio siglo, y con la trayectoria previa del EMP y organismos similares, no era
difícil –salvo ceguera deliberada- deducir de dónde venía el golpe mortal contra el
director de dicho proyecto de investigación. Pero ésta era la deducción que un fiscal
como Ardón no podía extraer jamás.
Cuando la Comisión para la Defensa de los Derechos Humanos en Centroamérica
afirmó públicamente contar con “pruebas irrefutables” de que el obispo había sido
asesinado por militares pertenecientes al EMP, Ardón –tras medio año de enfoques
falsos y elusivos- se vio finalmente obligado a tomar declaración a algunos de los
militares señalados. El panorama que vio debió ser tan negro que rápidamente
abandonó el caso. Las incorporaciones de Selvin Galindo como nuevo fiscal y de Henry
Monroy como nuevo juez iban a cambiar las cosas, ya que ambos afrontaron la
hipótesis más lúcida y obligada: la del crimen político. Entonces –como ya vimos- se
produjeron los avances decisivos hacia la averiguación de la verdad. Pero también se
agravaron las amenazas contra éstos y sus familias, hasta que, meses después, ambos
hubieron de exiliarse, como también vimos en su momento. Pero las investigaciones
habían ya servido para acumular sólidas evidencias, que nunca hubieran sido posibles
bajo las tácticas evasivas de Ardón.
El libro citado no sólo ignora u oculta estos hechos sino que su torticera versión llega
más lejos aún, pues sostiene en definitiva que los jueces fueron capaces de condenar a
unos militares que eran inocentes, plegándose a las manipulaciones de la Odhag.
Según esta falacia, el fiscal Selvin Galindo, y posteriormente el también fiscal Leopoldo
Zeissig (que tras la sentencia tuvo igualmente que huir con su familia al extranjero),
estos dos ejemplares fiscales, que mantuvieron la verdadera línea de acusación que
hizo posibles las condenas, serían fiscales corruptos, acusación que no caería sobre
ellos si hubieran asumido -como Ardón- la barrera infranqueable de la impunidad
militar. Barrera que a todo fiscal prudente y políticamente correcto, por la cuenta que
le tiene, le conviene egoístamente asumir en un lugar como Guatemala. Igualmente, la
jueza Yasmín Barrios, según esta versión, sería una profesional dudosa y escasamente
competente, en vez de la intachable y valerosa magistrada que realmente es. Así lo
demostró al mantener su línea sin dejarse amedrentar por, entre otros actos
intimidatorios, las dos bombas que fueron arrojadas contra la fachada de su casa en la
víspera de la apertura del juicio oral. Al fin, tras el juicio y su sentencia condenatoria,
también ella hubo de salir del país, al que regresó tiempo después, donde, todavía
amenazada y siempre con escolta, reanudó su difícil función.
¿Acaso deberíamos asumir –como pretenden Rico y De la Grange- que estas personas
beneméritas recién citadas, y otras que, como ellas, fueron capaces de mantener las
acusaciones soportando presiones y amenazas, son las que actuaron injustamente, y
que, en cambio, los funcionarios como Ardón fueron los ejemplares intérpretes de la
justicia y la ley? ¿Deberíamos aceptar igualmente que aquellos mismos defensores de
los derechos humanos que, bajo la dirección de monseñor Gerardi y en su calidad de
máximos colaboradores de éste, llevaron el peso ejecutivo de la Odhag y la
elaboración del informe Remhi se dedicaron después a fabricar falsas pruebas y falsos
testimonios para acusar y condenar a personas inocentes, tal como pretende el
panfleto en cuestión? ¿Tendríamos que descalificar también las declaraciones de
todos los testigos de las acusaciones, desde las de los indigentes de la vecindad hasta
las de aquellos militares situados dentro del propio EMP, que también declararon
sobre lo ocurrido en la noche del crimen? ¿Tendríamos que rechazar también todos
los análisis, averiguaciones y conclusiones de organismos tales como Amnesty,
Minugua y la comisión investigadora de la ONU referentes al caso Gerardi, aceptando
que todos ellos fueron realizados por gente estúpida, capaz de dejarse engañar como
imbéciles, o, peor aun, por gente sin conciencia, capaz de mentir deliberadamente en
un grave caso de asesinato? ¿Tendremos que llegar a la conclusión de que los
dirigentes de la Odhag y autores del informe Remhi son delincuentes capaces de
acumular falsos datos acusatorios para encarcelar por muchos años a personas
intachables, y que, por el contrario, los únicos seres angelicales en esta historia de
crímenes, amenazas, engaños y ocultaciones son precisamente los autores del libro
citado y los militares condenados por el asesinato del obispo? Nuestra respuesta a
estas preguntas sólo puede ser reflexivamente negativa. Rotundamente negativa.
Se trata de un libro no ya cuestionable sino rechazable, por el mismo motivo que
aquellas obras que pretenden negar el Holocausto y los grandes crímenes históricos.
Porque, como es habitual de este tipo de obras, se nutren de argumentos
predominantemente falsos y especulativos en lo troncal, aunque se presenten
apoyados por una abundante hojarasca de detalles supuestamente ciertos en lo
periférico. En definitiva, el libro referido se inscribe de lleno en las dos grandes líneas
maestras que rigen a las fuerzas represoras latinoamericanas en general, y
guatemaltecas en especial. Tales líneas maestras, sobradamente conocidas por
quienes llevamos muchos años defendiendo los derechos humanos en aquellos
ámbitos, son estas dos, ambas fuertemente presentes en el libro que nos ocupa: por
una parte, el ataque y descrédito a las organizaciones defensoras de derechos huma-
nos (en este caso a una tan importante como la Odhag y a su obra fundamental,
el informe Remhi); y, por otra parte, el logro de la impunidad para aquellos militares
acusados de graves violaciones de derechos humanos. Ambos lamentables objetivos,
tan frecuentes en aquellas sociedades, se ven fuertemente defendidos por el libro en
cuestión.
Los profesores Carlos Martín Beristáin (Coordinador del Informe Remhi) y Darío
Pérez Rovira (su Director de Análisis Estadístico y Psicosocial), que tuvieron
destacado papel en la elaboración y metodología del tan citado informe “Guatemala:
Nunca Más”, rechazaron las falacias y tergiversaciones de Rico y De la Grange, a las
que contestaron fehacientemente en su alegato titulado “Que no nos roben la Historia”,
cuyo texto finalizaba en estos términos: “El libro “¿Quién mató al obispo?” es una
negación del genocidio, un insulto a la memoria de las víctimas y a la inteligencia de la
humanidad.” (398)
En definitiva, asistimos a un segundo asesinato de monseñor Gerardi –al menos en
grado de tentativa-, materializado en esta insidiosa forma de intentar matar moral-
mente a su obra principal: la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de
Guatemala (la ya citada ODHAG) y su impagable informe, que resultan –ambos-
atacados y descalificados en la persona de sus autores y principales dirigentes. Se
pretende, entre otras cosas, caracterizar a sus más destacados miembros como
siniestros personajes capaces de cometer graves delitos. Al mismo tiempo se
proporciona a los culpables (ya sentenciados como tales) la coartada conducente a su
impunidad. Por ambas vías se ataca aviesamente a la causa de los derechos humanos,
en uno de los países donde éstos más perentoriamente necesitan ser defendidos y
donde su defensa resulta más problemática y arriesgada.
Aquéllos que luchan por los derechos humanos en Guatemala lo tienen siempre difícil,
muy difícil. Ahora lo tienen más difícil todavía, en la medida en que esta insidiosa
falsificación consiga engañar, en mayor o menor grado, a un cierto sector de la
sociedad guatemalteca. Sólo nos cabe lamentar esta nueva manipulación de la verdad,
que contribuye a alargar más aún la larga desgracia –la carencia de una verdadera
justicia-, penoso déficit que Guatemala, pese a los magníficos esfuerzos de algunos de
sus hombres y mujeres, no acaba de superar. De ahí que cada logro obtenido tenga
que ser fruto de arriesgados actos de valor, y aun de heroísmo, en vez de ser –como
deberían- actos de plena normalidad social y profesional.
3.2. CASO MACK: NUEVO Y ESCANDALOSO ÉXITO DE LA IMPUNIDAD. CONDENA Y
POSTERIOR ANULACIÓN DE LA SENTENCIA DICTADA CONTRA EL CORONEL QUE
ORDENÓ EL ASESINATO DE MYRNA MACK
Todavía, sin embargo, el año 2003 iba a depararnos otro desolador episodio a favor de
la impunidad: la anulación -por la misma Sala Cuarta de Apelaciones que anuló la
primera sentencia condenatoria en el caso Gerardi- de la sentencia igualmente
condenatoria del caso Mack, con sus 30 años de prisión para el coronel Juan Valencia
Osorio, como autor de la orden directa dada al sargento especialista Noel Beteta para
el apuñalamiento de la antropóloga Myrna Mack en septiembre de 1990. Operación
también preparada y ejecutada por el temible EMP, al que ambos militares
pertenecían. Esta nueva sentencia constituía otra desastrosa noticia, aunque todavía
quedaba pendiente de posteriores recursos.
Ya en el capítulo 2 nos hemos ocupado del caso Mack como uno de los más destacados
ejemplos de asesinato de importantes personalidades guatemaltecas perpetradas por
los servicios secretos militares. Ahora hemos de ocuparnos del mismo caso desde el
punto de vista de la impunidad institucional, examinando sus últimas vicisitudes
producidas en la primera mitad de 2004. (399)
Una vez más, las poderosas fuerzas defensoras de la impunidad todavía actuantes en
Guatemala volvieron a ofender a la humanidad con otra de sus exhibiciones de
aniquilamiento de la justicia. Una vez más Guatemala volvió a ofrecer al mundo el
espectáculo épico de un poder judicial que se debate entre, por una parte, el heroísmo
de unos pocos jueces y fiscales, ejemplares hombres y mujeres que arriesgan su vida
en medio de terribles amenazas y coacciones, y, por otra parte, la actitud claudicante
de otros jueces y funcionarios, corruptos o servilmente sometidos a la presión de unos
poderes fácticos que, históricamente, han sido siempre capaces de garantizar la
impunidad de sus crímenes. Nuevamente, este pronunciamiento judicial, con la
liberación inmediata de los militares implicados en el caso Mack, constituyó otro de
esos ejemplos paradigmáticos, demostrativos de hasta qué punto puede llegar la
desvergüenza alcanzada por una arraigada impunidad estamental. Una impunidad
estamental que, desde hace décadas, viene despreciando y desafiando todas las
exigencias de la justicia y todos los pronunciamientos de la comunidad internacional.
Recordemos los datos esenciales del caso. El día 11 de septiembre (qué tendrá esta
fecha, escogida para materializar sus fechorías por individuos y grupos tan
heterogéneos como Pinochet en 1973, Al Qaeda en 2001, y los asesinos del caso que
ahora nos ocupa), esta vez en el año 1990, la prestigiosa antropóloga guatemalteca
Myrna Mack fue atacada a la salida de su trabajo y muerta de veintisiete puñaladas en
una calle céntrica de Guatemala. Fundadora de la Asociación para el Avance de las
Ciencias Sociales (AVANCSO), había publicado en 1989 un informe en el que
demostraba que el desplazamiento masivo de los indígenas guatemaltecos, como
consecuencia de las grandes masacres, y los grandes sufrimientos causados a las
comunidades desplazadas habían sido consecuencia directa de la ‘política contra-
insurgente’ del Ejército.
Tras las primeras investigaciones, se redactó un informe que trataba de presentar el
crimen como un caso de delincuencia común. Pero, como ya vimos, un policía
ejemplar, el agente José Manuel Mérida Escobar, resistiendo todo tipo de amenazas,
mantuvo y ratificó su propio informe, que señalaba la existencia de un crimen político,
ejecutado por un poderoso servicio secreto militar: el tan repetidamente citado y
temido EMP, señalando al principal sospechoso (que después resultaría plenamente
confirmado) como autor material: el sargento Noel Beteta. El heroico policía pagó con
su vida, pues murió asesinado poco después. Su más directo colaborador en la
investigación tuvo que huir del país. Pero su informe orientó las pesquisas en la
verdadera dirección.
Como resultado de todo ello, pudo ser identificado, detenido, juzgado, y condenado a
30 años de prisión en 1993, el autor material del apuñalamiento, el sargento
especialista Noel Beteta Alvarez, miembro operativo del citado servicio secreto,
dotado de grandes medios de información, seguimiento y desarrollo de operaciones
clandestinas para la ejecución extrajudicial de importantes personalidades, tal como
fue constatado, de forma minuciosa y largamente detallada, por la Comisión de
Esclarecimiento Histórico de la ONU y por otros informes de los organismos defen-
sores de derechos humanos.
La justicia, a lo largo de los años posteriores al asesinato de Myrna Mack, se vio
sistemáticamente obstruida por toda clase de acciones y omisiones, a partir del
momento mismo del crimen. He aquí, por ejemplo, la constatación que, años después,
efectuaría la Corte Interamericana de Derechos Humanos al emitir su sentencia contra
el Estado de Guatemala sobre el caso Mack. En su epígrafe titulado “Obstrucciones a la
justicia por parte de organismos del Estado” dice, entre otras cosas:
“El 11 de septiembre de 1990, la Sección de Homicidios del Departamento de
Investigaciones Criminológicas de la Policía Nacional inició las investigaciones
del homicidio de Myrna Mack. Dichas investigaciones adolecieron de numerosas
irregularidades y demostraron una falta de voluntad en seguir una línea
adecuada, ya que la policía no protegió adecuadamente el escenario de los
hechos; no tomó muestras dactilares de la víctima aduciendo que había llovido,
pese a que el parte meteorológico indica que ese día no llovió; no tomó las huellas
que se pudieran encontrar en su vehículo; no tomó muestras de sangre; limpió las
uñas de la víctima y desechó el contenido de los raspados ‘por ser muestras
demasiado pequeñas’, por lo que no realizó la investigación de laboratorio; no se
sometió a examen su ropa; y el juego de fotos de las heridas resultó incompleto
debido a que, según se indica, ‘se estropeó la cámara o el flash’.” (400)
Datos que ya anunciaban, desde el mismo momento del crimen, no ya la absoluta falta
de interés en la resolución del caso, sino el gran empeño en que éste no pudiera ser
resuelto jamás.
La misma Corte Interamericana constata, en su sentencia de 25 de noviembre de 2003
(condenatoria del Estado de Guatemala por su calamitosa actuación en el caso Mack),
en el epígrafe titulado “Asesinato de un policía; amenazas y exilio de testigos, policías,
jueces, fiscales y otros operadores de la administración de justicia”, incluye la
siguiente secuencia de amenazas tendentes a impedir el progreso de la investigación
del caso Mack:
“José Mérida Escobar y Julio Pérez Ixcajop (agentes de policía), encargados de la
investigación del caso de Myrna Mack, fueron seguidos y amedrentados
directamente por personal del ‘Archivo’ (designación habitual del departamento
operativo del EMP), quienes les indicaron que no siguieran con la investigación.”
“El 5 de agosto de 1991 José Mérida Escobar, luego de haber ratificado ante los
tribunales su informe de fecha 29 se septiembre de 1990, fue asesinado con arma
de fuego por desconocidos, cerca de la sede de la Policía Nacional, por sus
investigaciones en el caso de Myrna Mack.”
“Julio Pérez Ixcajop, como consecuencia de las amenazas que estaba recibiendo
por sus investigaciones en el caso de Myrna Mack, y ante el asesinato de José
Mérida Escobar, abandonó Guatemala en octubre de 1991 y se exilió en Canadá.”
“Rember Larios Tobar, en ese entonces jefe del Departamento de Investigaciones
Criminológicas de la Policía Nacional, como consecuencia de las amenazas que
estaba recibiendo, abandonó Guatemala en 1992 y se exilió en Canadá.”
“José Tejeda Hernández y Juan Marroquín Tejeda, los dos únicos testigos
presenciales del asesinato, y Virgilio Rodríguez Santana, vendedor de periódicos
en la época de los hechos, testigo de los seguimientos de que había sido objeto
Myrna Mack, también viven exiliados en Canadá, como consecuencia de las
amenazas e intimidaciones de que fueron objeto en su momento.”
“Miembros del Ministerio Público y jueces que tenían a su cargo el caso también
fueron amenazados y hostigados. Henry Monroy Andrino, Juez de Instancia, desde
que emitió el auto de apertura de juicio contra los imputados como autores
intelectuales fue objeto de amenazas e intimidaciones. Específicamente, el
Secretario General del Organismo Judicial le aconsejó que ‘no emitiera una
resolución en contra de militares’, una de las varias circunstancias que le llevaron
a renunciar a la judicatura y exiliarse en Canadá.” (401)
El epígrafe siguiente de la misma sentencia, titulado “Amenazas a familiares de Myrna
Mack, miembros de la Fundación Myrna Mack y personal de AVANCSO” incluye a su vez
estos datos:
“Helen Mack (hermana de la víctima y creadora de la Fundación Myrna Mack), así
como otros miembros de la familia Mack, han recibido llamadas telefónicas
amenazadoras y han sido objeto de seguimientos e intimidaciones.”
“Personal de la Fundación Mack, asesores del caso y personal de AVANCSO han
sido objeto de intimidaciones y amenazas.” (402) (Los paréntesis aclaratorios
siguen siendo nuestros).
Sin embargo, todas las presiones y amenazas fueron resistidas por la Fundación y por
su presidenta Helen Mack, cuya tenacidad y valentía dieron sus frutos al lograr la
condena (y posterior confirmación del fallo) contra el sargento Noel Beteta como
autor material del asesinato de su hermana, y, a la vez, al conseguir dejar abierto
proceso contra los más evidentes responsables intelectuales, los entonces jefes del
EMP: el general Augusto Godoy y dos coroneles, Juan Valencia Osorio y Juan Oliva
Carrera, que mandaban dicho servicio secreto en el momento en que se ordenó y
ejecutó el crimen en cuestión.
En 1999, ya nueve años después del crimen, tras otra larga secuencia de amenazas,
entorpecimientos y recursos, las investigaciones del juez Henry Monroy le
permitieron concretar los elementos probatorios suficientes para abrir juicio contra
dichos tres jefes, acusados de haber ordenado el crimen. Su resolución judicial de 18
de marzo de 1999 incluyó, entre otros, los siguientes elementos:
“1) Edgar Augusto Godoy Gaitán, como jefe del Estado Mayor Presidencial, en
compañía de Juan Valencia Osorio y Juan Guillermo Oliva Carrera, jefe y subjefe
del Departamento de Seguridad Presidencial, respectivamente, planificaron y
ordenaron un plan para vigilar y eliminar físicamente a Myrna Mack.
2) Dicho plan consistía en controlar las actividades de la víctima y especialmente
la observación constante de su casa y el seguimiento de su persona.
3) El plan culminó con la eliminación física de la víctima, que fue llevada a cabo
por Noel de Jesús Beteta Álvarez, asignado al ya citado Departamento
de Seguridad Presidencial del EMP, en compañía de otras personas no
identificadas.
4) Los acusados planificaron y ordenaron la muerte de Myrna Mack al considerar
que la antropóloga tenía vínculos con las CPR (las llamadas Comunidades de
Población en Resistencia) y que sus investigaciones sobre el tema de los
desplazados afectaban a la estrategia militar (fijada por el Ejército para
contrarrestar a tales comunidades) y dañaban la imagen del Estado.
Y 5): Una vez consumado el asesinato, los acusados trataron de encubrir el delito,
ejerciendo actos de intimidación, ordenando la alteración y desaparición de
documentos, así como influyendo en la negativa de proporcionar información al
representante del Ministerio Público.” (403)
Ya en el año 2000, tras varios traslados del expediente de un tribunal a otro en medio
de nuevos entorpecimientos y retrasos, el Tribunal Tercero de Sentencia asumió
finalmente el caso y fijó fecha para la celebración del juicio. Nuevos aplazamientos,
recursos y recusaciones lo retrasaron una vez más.
Para colmo –y dentro de la peor tradición judicial guatemalteca- en mayo de 2001 se
detectó la desaparición de importantes materiales de prueba, que incriminaban a los
tres jefes procesados en el proceso de decisión y preparación delasesinato de Myrna
Mack:
“Cinco casetes de audio y una de video, aportados como prueba en contra de los
militares Juan Valencia Osorio, Juan Oliva Carrera y Edgar Godoy Gaitán,
desaparecieron antes de iniciar el juicio oral por la autoría intelectual del
asesinato de la antropóloga Myrna Mack.”
“La pérdida trascendió cuando autoridades del Ministerio Público (MP)
comparecieron ante el Tribunal Tercero de Sentencia para coordinar la
individualización de las pruebas.”
“El Ministerio Público comprobó que las casetes no fueron entregadas al Tribunal
cuando el entonces Juez Segundo de Primera Instancia, Henry Monroy, ordenó en
1999 la apertura del juicio.”
“En las cintas, Noel de Jesús Beteta Alvarez, ex especialista del EMP y autor
material del crimen, reconoce ser el asesino y haber recibido la orden del coronel
Juan Valencia Osorio de dar muerte a Mack.”
“Beteta también exponía (en las cintas citadas) lo relacionado con la estructura
del EMP y la forma como operaba la institución en 1990, cuando ocurrió la
muerte de la profesional.” (404)

a) Primera sentencia: prisión para los jefes imputados (un general y dos
coroneles), tras doce años de infatigable forcejeo legal contra las barreras de la
impunidad. Larga condena contra el coronel que ordenó el crimen
Por fin, en 2002, tras una titánica lucha de doce años de calvario procesal para la
familia de la víctima, especialmente para su infatigable hermana Helen Mack
(creadora y presidenta de la repetidamente citada Fundación Myrna Mack, dedicada a
defender la memoria y los derechos atropellados de la fallecida), llegó la merecida
recompensa por un esfuerzo tan tenaz. El día 3 de septiembre de 2002 se abría el
juicio oral contra los tres mandos (ya retirados), que, al cabo de doce años, por
primera vez ingresaban en prisión. Justo un mes después, el 3 de octubre de 2002, se
emitía la sentencia. El coronel Juan Valencia Osorio, autor directo de la orden criminal,
resultaba condenado a 30 años de prisión como responsable intelectual (en grado de
autor) del asesinato de Myrna Mack.
En efecto, la actuación del coronel Valencia dictando la orden directa a su ejecutor
material, dentro de la obediencia jerárquica propia de la estructura militar, le
convertía irremisiblemente en autor intelectual del crimen, sin posible eximente de
obediencia debida incluso en caso de haber obedecido a su jefe, el general Godoy, ya
que la Constitución de Guatemala establece en su artículo 156 que “Ningún
funcionario, civil o militar, está obligado a cumplir órdenes manifiestamente ilegales o
que impliquen la comisión de un delito.” A su vez, el sargento Beteta conservaba su
responsabilidad criminal, pues tampoco estaba obligado a obedecer la orden criminal,
y sin embargo la ejecutó. Igualmente, en la hipótesis de que el coronel Valencia Osorio
hubiera recibido de su jefe, el general Godoy Gaitán, la orden de matar a la
antropóloga –lo que los jueces no consideraron probado-, incluso en tal caso el
coronel Valencia seguiría apareciendo como responsable del crimen, puesto que
tampoco él estaba obligado a obedecer la orden criminal. Ninguno de los dos, ni el
coronel ni el sargento, podía alegar el deber de obediencia, pues según el citado
precepto constitucional ninguno de ellos estaba obligado a obedecer una orden tan
evidentemente criminal. Y el haberla obedecido y transmitido (el coronel, si realmente
la recibió) y el haberla recibido y ejecutado (el sargento, que efectivamente la
cumplió) les convertía a ambos en autores del delito de asesinato, por el que ambos
fueron correctamente condenados por sus respectivos tribunales en primera
instancia (el sargento Beteta ya lo había sido al ser juzgado en 1993).
La sentencia de 3 de octubre de 2002, en su apartado de “Hechos que el Tribunal
considera acreditados” estableció, entre otros, los siguientes:
“Que la antropóloga Myrna Elisabeth Mack Chang fue objeto de vigilancia y
persecución hasta el día de su muerte”; “Que la orden para dar muerte a la
antropóloga Mack Chang fue transmitida al especialista Noel de Jesús Beteta
Álvarez por el coronel Juan Valencia Osorio”; “Que la muerte de la citada fue el
resultado de las investigaciones que la misma estaba realizando para AVANCSO
(Asociación para el Avance de las Ciencias Sociales) relacionadas con los
desplazados y refugiados localizados en las zonas del conflicto armado”; “Que
para llevar a cabo la ejecución de la muerte de la antropóloga fueron utilizados
recursos propios del Departamento de Seguridad del EMP, de donde devino la
orden de la muerte”. (405)
La misma sentencia, en su apartado 3 (“De la calificación del delito”), precisaba,
refiriéndose a la responsabilidad del coronel Valencia Osorio:
“...queda perfectamente establecido, por las circunstancias anteriores y
posteriores a la muerte violenta de la antropóloga, que la misma únicamente
pudo ser producto de un crimen de carácter institucional, que presentó todos los
elementos que conllevan un plan de inteligencia, como son: persecución,
vigilancia, exterminio, y posteriormente eliminación de pruebas cuando se da
muerte a uno de los agentes que está investigando el crimen, señor Mérida
Escobar, actos que conllevan las agravantes de alevosía, premeditación conocida,
ensañamiento e impulso de perversidad brutal, y tipifican el delito de
ASESINATO.”(mayúsculas en el texto original) (406)
Y en el apartado 4 (“De la pena a imponer”), la misma sentencia establecía, en dos de
sus ocho puntos, lo siguiente:
“Que el acusado Juan Valencia Osorio es responsable como AUTOR del delito de
ASESINATO cometido en contra de la vida e integridad física de la antropóloga
Myrna Elisabeth Mack Chang.” (Las dos palabras señaladas figuran en mayúsculas
en el texto original).
“Por tal ilícito se le condena a la pena de 30 años de prisión inconmutables, que
deberá de cumplir en el centro penal que determine el Juez de ejecución
correspondiente.” (407)
En cambio, los otros dos jefes también imputados –el general Gaitán Godoy y el
coronel Oliva Carrera- quedaban absueltos por –según la sentencia- falta de
evidencias suficientes. Concretamente, al general Gaitán se le aplicó el principio in
dubio pro reo, lo que significó un notable desconocimiento, por parte del tribunal, de
la noción de disciplina jerárquica y de lo que significa la cadena de mando dentro de la
institución militar. Conceptos que, junto con la doctrina Yamashita(ya vista en el
Capítulo 1), hubieran bastado y sobrado para establecer la responsabilidad ineludible
del general. De hecho, el argumento de la insuficiencia de pruebas fue rechazado por
las partes querellantes y negada también por el Ministerio Fiscal, que sí consideró
que existía evidencia suficiente, no sólo contra el coronel condenado sino también
contra los otros dos jefes del EMP que resultaron absueltos.

b) Patético retroceso de la justicia: anulación de la sentencia y liberación


inmediata de los tres jefes procesados, incluido el condenado por asesinato
Sin embargo, siete meses después (el 7 de mayo de 2003) la Sala Cuarta de Apelación
dictaba la anulación de la sentencia anterior. Tal anulación aparecía fundamentada
prácticamente en un único motivo, tan impúdicamente falso como el siguiente: que “el
fallo (de primera instancia) adolece de manifiesta contradicción, pues por un lado se
atribuye al Estado Mayor Presidencial la planificación y ejecución del asesinato a que se
contrae este asunto y, por otro lado, se asienta que no se ha evidenciado que dicho plan
se generara en la referida institución” (408). Increíble argumento para una aún más
increíble decisión judicial, puesto que tal contradicción no existe en absoluto. La
cuestión se refiere a dos cosas perfectamente compatibles, y nada contradictorias; por
un lado, que el plan criminal pudiera inicialmente gestarse o no en el EMP, y, por
otra, el hecho de que su preparación concreta y su ejecución fáctica –puntos
plenamente probados y absolutamente esenciales- fueron consumados en su totalidad
por la maquinaria operativa, personas y medios del EMP, como así fue. Con indepen-
dencia de dónde se gestara el plan criminal, ese dato no suprime en absoluto las
responsabilidades individuales de sus jefes y ejecutores de dicho EMP, al haber sido
irrefutablemente demostrado que la operación criminal fue preparada, desarrollada,
ordenada y ejecutada por mandos y subordinados pertenecientes a la maquinaria
militar de dicho EMP, y utilizando los recursos de dicha institución.
Si, tal como se probó, el propio autor material (el sargento Beteta) cumplió la orden
criminal de su jefe (el coronel Valencia), y si tal orden y su subsiguiente plan,
preparación y ejecución se desarrollaron por personas y recursos del EMP (hechos
probados en la sentencia), resulta inaudito que todo este bloque probatorio pudiera
ser ignorado por el Tribunal de Apelación que la anuló, poniendo en libertad
inmediata a los tres jefes procesados, en un país cuya Constitución (art. 156) niega
expresamente a sus militares la posibilidad de obedecer órdenes delictivas.
Resolución brutalmente anticonstitucional. Inaudita, repetimos. Salvo en un país como
Guatemala.
En efecto, la explicación –siniestra pero contundente- de esta patética sentencia, como
de otras en el país que nos ocupa, nos la proporciona el dato siguiente: el presidente
de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Larios Ochaita, daba a conocer en enero de
2003 que, a lo largo de dos años (2001 y 2002), habían sido coaccionados y
amenazados de muerte un total de 132 administradores de justicia, 56 de ellos en
2001 y 76 en 2002 (409). Amenazas que se cumplieron en más de una ocasión. Cabe
citar, por ejemplo, el atentado a la jueza Jackelin España y el asesinato del magistrado
Héctor Mauricio Rodríguez (410). Realidad ésta, la intimidación a que vive sometida
la clase judicial guatemalteca, que resulta también ratificada por los informes
periódicos de Amnistía Internacional, en los que se señalan los “graves abusos y
amenazas” padecidos en Guatemala por este estamento profesional. Cierto número de
jueces y fiscales guatemaltecos han honrado y siguen honrando a su profesión,
demostrando ser capaces de resistir estas presiones y amenazas, pero otros –aunque
resulte humanamente comprensible- han evidenciado lo contrario, actuando al
servicio de la impunidad de los estamentos más poderosos de la sociedad.
Recuérdese, en este sentido, el caso de la admirable jueza Yasmín Barrios, miembro
del tribunal de primera instancia que dictó sentencia condenatoria en el caso
Mack (igual que formó parte del tribunal sentenciador en el caso Gerardi, muy
posterior en cuanto al crimen, pero anterior en cuanto a la celebración del juicio). Esta
jueza, aparte de numerosas amenazas recibidas por diversas vías a lo largo de aquel
otro importante caso juzgado en 2001, el del asesinato del ya citado obispo, monseñor
Juan Gerardi (cometido también por militares del EMP), recibió en la fachada de su
domicilio el impacto de dos bombas de mano, a modo de ligera advertencia, en la
víspera de la apertura de aquel juicio oral. Este acto de directa amenaza e
intimidación no le impidió dictar, también en aquel caso, sentencia condenatoria.
Pero no todos los jueces alcanzan este nivel de entereza y dignidad.
He aquí, pues, la clave de esta resolución judicial, de este nuevo triunfo de la
impunidad: primero, una sentencia condenatoria honesta venciendo al miedo, la
amenaza y la permanente coacción. Y segundo, una sentencia claudicante dictada por
otros jueces en otro tribunal, cediendo, de forma no precisamente heroica, aunque sí
comprensible en términos de debilidad humana, a las presiones de un entorno
estamental y social de tan tremenda capacidad agresiva y coactiva. Un marco de
amenaza e intimidación radicalmente incompatible con el funcionamiento legítimo y
ordinario de la justicia.
La noticia de la absolución de los tres militares, incluida la del coronel ya condenado a
30 años como responsable del asesinato de Myrna Mack, cayó como una bomba sobre
las organizaciones defensoras de los derechos humanos a ambos lados del Atlántico,
donde fue calificada unánimemente como “un grave retroceso en la lucha contra la
impunidad.” Los más caracterizados defensores de derechos humanos en Guatemala
expresaron su desolación por la sentencia. “Las personas que luchan por la justicia
están de duelo por la absolución de los militares”, dijo Nery Ródenas, director de la
Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado, quien recordó que fue también la
misma Sala (la Cuarta de Apelaciones) la que anuló en su momento la sentencia
condenatoria contra los tres militares encarcelados por el asesinato de monseñor
Gerardi (aunque fue más tarde desautorizada al ser restablecida la validez de la
sentencia inicial). A su vez, el director del Centro de Acción Legal y Derechos
Humanos, Frank La Rue, calificó el fallo como “Un precedente nefasto que implica un
retroceso y un debilitamiento en la aplicación de la justicia en Guatemala.” A lo que
agregó: “Éste era uno de los pocos casos donde se había hecho avanzar a la justicia
contra los militares involucrados en graves violaciones. El veredicto es trágico para las
víctimas de las atrocidades cometidas por el EMP, y no sólo del asesinato de Myrna
Mack.” Mario Polanco, del GAM (Grupo de Apoyo Mutuo) fue aun más lejos y
afirmó: “Se trata de una decisión política más que jurídica, destinada a fortalecer el
clima de impunidad que existe en el país, así como su proceso de remilitarización”.(411)
Ante esta nueva y penosa evidencia de la deficiente justicia guatemalteca, y ante la
imposibilidad de condenar en ella a las personas responsables, la familia Mack y su
Fundación decidieron llevar el caso ante la Corte Interamericana de Derechos
Humanos, denunciando al Estado de Guatemala ante dicha institución supranacional.
La cual aceptó el estudio del caso, por cumplir todos los requisitos de su área
jurisdiccional.

c) Sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, condenando al


Estado de Guatemala por violación de todos los derechos y garantías
conculcados en el caso de Myrna Mack, desde su derecho a la vida hasta su
posterior derecho a la justicia
La Corte Interamericana, con sede en San José de Costa Rica, y dependiente de la
Organización de Estados Americanos con sede en Washington, emitió su larga y densa
sentencia contra el Estado de Guatemala en el caso Mack, el día 25 de noviembre de
2003.
Después de profundizar en la responsabilidad del Estado como actor y ejecutor del
crimen, y de examinar las múltiples formas posteriores de obstrucción deliberada a la
justicia, el organismo jurídico supraestatal emitió su sentencia, que incluía, entre otros
muy prolijos detalles, los puntos siguientes:
“La Corte, por unanimidad, declara que:
1. El Estado (de Guatemala) violó el derecho a la vida consagrado en el artículo
4.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (...) en perjuicio de
Myrna Mack.
2. El Estado (de Guatemala) violó los derechos a las garantías judiciales y a la
protección judicial consagrados en los artículos 8 y 25 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos (...) en perjuicio de los siguientes familiares
de Myrna Mack: (a continuación se enumeran una serie de nombres, entre los que
obviamente figura el de Helen Mack, que en su calidad de hermana de la víctima,
además de fundadora y presidenta de la Fundación Myrna Mack, sufrió la
consecuencias de la denegación de justicia y hubo de vivir más de trece años bajo
permanentes amenazas y coacciones atentatorias contra su integridad física y
psíquica, y la de los demás miembros de su familia, sometidos a la misma
coacción).
.......
5. El Estado (de Guatemala) debe investigar efectivamente los hechos del
presente caso, con el fin de identificar, juzgar y sancionar a todos los autores
materiales e intelectuales, y demás responsables de la ejecución extrajudicial de
Myrna Mack y de su posterior encubrimiento (...).
6. El Estado (de Guatemala) debe remover todos los obstáculos y mecanismos de
hecho y de derecho que mantienen en la impunidad el presente caso, otorgar las
garantías de seguridad suficientes a las autoridades judiciales, fiscales, testigos,
operadores de la justicia, y a los familiares de Myrna Mack, y utilizar todas las
medidas a su alcance para diligenciar el proceso (...).
......
8. El Estado (de Guatemala) debe realizar un acto público de reconocimiento de
su responsabilidad (...) y de desagravio a la memoria de Myrna Mack y a sus
familiares, en presencia de las más altas autoridades del Estado (...).
9. El Estado (de Guatemala) debe honrar públicamente la memoria de José Mérida
Escobar, investigador policial (que dio su vida por ratificar su informe verdadero,
frente al informe falso que pretendía hacer pasar el asesinato de Myrna
Mack como un delito común). (412) (Los subrayados y paréntesis explicativos son
nuestros)
En puntos posteriores de la misma sentencia, se condena al Estado de Guatemala a
pagar a las otras víctimas derivadas del asesinato de la antropóloga (su hermana
Helen, su hija y otros familiares) la cantidad total de 266.000 dólares (o su equivalente
en moneda guatemalteca) en concepto de daño material, y otros 350.000 en concepto
de daño inmaterial, especificando en ambos casos las personas destinatarias y las
cantidades individualizadas, así como 150.000 dólares en concepto de costes y gastos,
precisando el importe asignado a cada uno de los organismos y bufetes profesionales
actuantes en el caso. (413)
Esta sentencia de la Corte Interamericana constituyó un importante triunfo de la
justicia en el ámbito internacional, pues obligó al Estado de Guatemala a efectuar una
serie de actos de reconocimiento de sus culpables actuaciones y omisiones a lo largo
de todo el caso Mack. Por otra parte, esta condena institucional tuvo también un
importante significado simbólico, pues de alguna manera supuso también una
reparación moral para las familias de aquellas otras personas que resultaron víctimas
de otras operaciones criminales del EMP, y, por extensión, de todo el aparato represor
estatal.

d) Sentencia final de la Corte Suprema de Guatemala, anulando en casación la


sentencia indebidamente absolutoria del Tribunal de
Apelaciones. Restablecimiento de la condena de 30 años al coronel Juan
Valencia Osorio, como responsable del asesinato de Myrna Mack. Nueva orden
judicial de captura. Fuga del condenado
El 14 de enero de 2004, la Corte Suprema de Justicia de Guatemala se pronunciaba en
casación sobre la serie de recursos presentados por las partes contra la sentencia
absolutoria de la Sala Cuarta de Apelaciones (de 7-5-2003), anulatoria de la anterior,
condenatoria, del Tribunal Tercero de Sentencia (de 3-10-2002).
En efecto, la Cámara Penal de la Corte Suprema, tras un exhaustivo reexamen de las
sentencias anteriores, la condenatoria y la absolutoria, refutaba tajantemente el
argumento exculpatorio de la segunda –aquella contradicción supuestamente
existente en un punto de la primera- sentenciando: “no es cierto que exista la
contradicción aludida por la Sala Cuarta de la Corte de Apelaciones” (414).
Quedaba así descalificada la extravagante artimaña de la Sala Cuarta, en la que ésta se
basó torticeramente para anular una sentencia cuyos hechos probados evidenciaban,
sin escapatoria posible, la responsabilidad criminal del coronel que dio al sargento
especialista la orden de asesinar a la víctima.
En definitiva, la Corte Suprema resolvía en esta sentencia, entre otros puntos, los
siguientes:
“Que el acusado JUAN VALENCIA OSORIO es AUTOR responsable del delito de
ASESINATO cometido en contra de la vida e integridad física de Myrna Elisabeth
Mack Chang. (Las mayúsculas corresponden al texto original).
“Por la comisión de dicho ilícito se le impone la pena de 30 años de prisión
inconmutables (...), que deberá cumplir en el centro penal que determine el juez
de ejecución correspondiente.
“Encontrándose libre el procesado Juan Valencia Osorio, se ordena su inmediata
detención, debiéndose oficiar adonde corresponda para que se haga efectiva,
poniéndose al detenido a disposición del respectivo juez de ejecución.” (415)
La noticia de esta sentencia, que volvía a poner las cosas en su sitio, restableciendo
nuevamente la justicia tan trabajosamente lograda, fue inmediatamente celebrada con
entusiasmo dentro y fuera de Guatemala. Organismos como elLawyers Committee for
Human Rights de Nueva York, el Center for Justice and International Law (CEJIL) y
la Washington Office on Latin America (WOLA), que durante años exigieron justicia en
el caso Mack y en otros, clamaron su alegría por esta resolución judicial, calificándola
como “una tremenda victoria para la familia Mack y para todos aquellos que desafían
en Guatemala la poderosa impunidad” (416). Estas tres ONG apoyaron la resolución
de la Corte Suprema, subrayando que los jueces y abogados en Guatemala
permanecen bajo constante amenaza de violencia e intimidación. Neil Hicks, director
del Programa de Defensores del ya citado Lawyers Committee neoyorquino, declaró:
“Esperamos que esta decisión marque el comienzo de una nueva etapa en Guatemala, en
la que los violadores de derechos humanos paguen por sus acciones, con independencia
de su posición en las anteriores estructuras de poder.” (417)
Pero, en un país como Guatemala, las cosas difícilmente podían acabar así. Ante la
confirmación de la condena inicial y la consiguiente orden de nueva captura del
coronel Valencia Osorio incluida en la sentencia, Helen Mack advirtió del riesgo de
fuga inmediata del acusado, e instó oficialmente a los organismos responsables sobre
la consiguiente necesidad de proceder rápidamente a su detención. Su advertencia fue
desoída. La sentencia condenatoria fue firmada el lunes 14 de enero, la orden de
detención fue emitida el lunes 19, pero no fue hasta el jueves 22 cuando las fuerzas de
seguridad se presentaron en el domicilio del coronel con el propósito de detenerle y
ponerle nuevamente a disposición de la justicia. Naturalmente, el pájaro había volado.
El criminal se hallaba ausente y en paradero desconocido. Desde entonces no ha
podido ser localizado.
La conclusión de este desenlace del caso Mack nos devuelve, una vez más, al negro
ámbito de la impunidad garantizada. La ciclópea, la impenetrable impunidad. Incluso
con los éxitos notables logrados en las tres sentencia condenatorias del coronel
Valencia Osorio por los tres diferentes tribunales citados, aun así, las poderosas
fuerzas garantizadoras de la impunidad militar, que ya habían conseguido mantener
en libertad al criminal durante doce años (1990-92), volvieron a prevalecer después,
cuando, tras producirse la primera condena y los pocos meses de cárcel cumplidos
hasta el juicio de apelación, lograban la grotesca sentencia absolutoria del Tribunal
Cuarto de Apelaciones, que volvía a ponerle en libertad. Por último, tras la sentencia
de la Corte Suprema que volvía a condenarle y ordenaba su captura, se le concedió el
tiempo suficiente para darse a la fuga, en vez de proceder a su inmediata detención,
ante una huída que todos consideraban anunciada, cuya gran probabilidad fue
señalada por las organizaciones de derechos humanos y advertida de forma oficial por
la parte querellante, sin resultado alguno.

e) Ceremonia de reparación moral. Reconocimiento público por el Estado de


Guatemala de su responsabilidad institucional en el asesinato de Myrna Mack
El día 22 de abril de 2004, en presencia de las más altas autoridades del Estado de
Guatemala (el presidente y vicepresidente de la República, los presidentes de los
Organismos Legislativo y Judicial), Cuerpos Diplomático y Consular acreditados en el
país, así como numerosos funcionarios del Gobierno y público asistente, se celebraba,
en solemne ceremonia, el acto de reparación impuesto por la sentencia de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos de 25 de noviembre de 2003, y que implicaba
el reconocimiento explícito de la responsabilidad del Estado en el asesinato cometido
catorce años atrás.
Helen Mack señaló en su intervención que las sentencias logradas en aquellos largos
años de lucha no solamente debían abrir paso a la justicia en cuanto al asesinato de su
hermana Myrna, sino que también eran extensivos a los miles de casos de excesos
criminales cometidos en Guatemala y que permanecen en la impunidad. Entre otras
cosas manifestó:
”Hay tres sentencias emitidas por tres tribunales diferentes, que por vías distintas
llegaron a las mismas conclusiones. El Tribunal Tercero de Sentencia, la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, y también la Cámara Penal de la Corte
Suprema de Justicia en sentencia de casación, esclarecieron los detalles del asesinato
de mi hermana, incluyendo todo lo relativo al crimen político. (...) Esos detalles
conciernen directamente al caso Mack, pero plantean un esclarecimiento que, por
extensión, abarca a muchos otros casos que hoy siguen en la impunidad. Por ejemplo,
la existencia de operaciones ilegales de inteligencia militar, la participación de
estructuras del Estado en violaciones masivas de derechos humanos, la
responsabilidad del Estado en los crímenes y en el impulso de comportamientos
sociales de tipo criminal; el uso de recursos materiales y humanos del Estado para la
comisión de crímenes.”
“Deseamos que esta reparación en el caso de Myrna Mack sea considerada una
oportunidad para avanzar, con firmeza, hacia el establecimiento de la verdad y la
justicia respecto del oprobioso pasado de violencia y criminalidad que convirtió a
Guatemala en un país de víctimas. Solamente la verdad y la justicia podrán ayudarnos
a la reconstrucción moral de las instituciones y la sociedad.” (418)
Nueva proclamación, pues, de la necesidad de verdad y de justicia. Las dos unidas
resultan conjuntamente necesarias. De poco sirve el establecimiento de la verdad, si la
justicia se ve escandalosamente burlada. El caso Mack vuelve a resultar aleccionador,
también en este punto: la verdad (culpabilidad criminal del coronel Valencia, probada
y castigada en sentencia firme) quedó ya establecida en las tres sentencias citadas;
pero la fuga facilitada al culpable hace nuevamente imposible la justicia y reafirma la
patológica impunidad.
Así lo subraya Adriana Beltrán, encargada del Programa de WOLA para Guatemala y
coautora de un importante libro sobre los ‘poderes ocultos’ que actúan en ese país,
quien, refiriéndose a las innumerables barreras opuestas a la justicia en aquella
sociedad, subrayó el carácter antológico del caso Mack: “Los incontables retrasos y
obstáculos interpuestos en el caso Myrna Mack proporcionan un ejemplo prominente de
la influencia e impunidad ejercida por las estructuras clandestinas de poder en Guate-
mala.” (419)
3.3. CASO CARPIO: OTRO NOTABLE CRIMEN DE ESTADO, PERPETRADO EN
DEFENSA DE LA IMPUNIDAD MILITAR
En cuanto al asesinato del candidato presidencial Jorge Carpio y tres de sus
acompañantes, ni siquiera existe ya la posibilidad de juzgar en Guatemala a los
verdaderos responsables del cuádruple crimen, cuya causa agotó –infructuosamente-
la vía judicial guatemalteca. Por ello, gracias a las iniciativas de la familia de la víctima,
el caso fue llevado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (San José de
Costa Rica), tras haber pasado por la Comisión Interamericana del mismo nombre
(Washington), de la que depende dicho tribunal. En este caso sólo se logró en
Guatemala –como también vimos en su momento- una condena de prisión para uno
de los presuntos autores materiales. El cual fue liberado cuatro años después, al
considerar la autoridad judicial que no existía constancia de que su arma hubiera
causado ninguna de las cuatro muertes, pese a haber sido –según se estableció-
“disparada en el lugar del crimen”. La condena inicial (30 años) de este presunto autor
material tampoco puede calificarse como significativa en el plano de la impunidad
militar, igual que ocurre con los dos sargentos (condenados también a 30 años como
autores materiales) en los respectivoscasos Gerardi y Mack, dada su muy baja
categoría militar. Lo mismo ocurre en el caso Carpio, dada la mínima categoría (en
este caso nula) de dicho imputado, como simple integrante de la PAC (Patrulla de
Autodefensa Civil a las órdenes de la autoridad militar) utilizada para la ejecución del
crimen. El juicio y condena, como autores materiales, de militares de graduación
ínfima o nula significa muy poco en el balance general del dramático problema moral
y social de la impunidad. El problema sólo resulta correctamente abordado mediante
el castigo de los que dan las órdenes, es decir, con la condena judicial de los
responsables de alta graduación. Y en este terreno el caso Carpio resultó
absolutamente negativo, pues aquellas autoridades de alto nivel, del ámbito militar y
político, que decidieron y ordenaron la eliminación del importante líder político
centrista, todavía mantienen –dentro de la regla general y de los parámetros más
habituales de la sociedad guatemalteca- su escudo de plena impunidad.
No olvidemos, por otra parte, que la propia eliminación de Jorge Carpio fue también
una acción directamente encaminada a asegurar la impunidad militar, pues se
produjo, igual que las amenazas previamente recibidas, por su negativa a prestar el
voto del grupo parlamentario centrista –que él encabezaba- a favor de la amnistía
militar, que la ultraderecha pretendía forzar en 1993.
Recordemos que también este caso tuvo su precio de sangre. El comisario Augusto
Medina Mateo, responsable de la unidad policial del Quiché, y que, como tal, tenía a su
cargo la investigación del caso Carpio, emitió en su momento órdenes de captura
contra cuatro patrulleros presuntamente implicados en el cuádruple crimen. A raíz de
ello, recibió una serie de amenazas mortales, instándole a abandonar aquella línea de
investigación. Él la mantuvo y las amenazas se cumplieron:su cadáver apareció con
tres balazos, uno de ellos en la boca, como símbolo de haberse excedido con ella,
cuando lo procedente, para sus asesinos, hubiera sido callar lo que averiguó.
Recuérdese también que el funcionario que relevó al comisario Medina en la
investigación del caso, el también comisario Franco, sufría poco después otro
atentado, en el que resultaba gravemente herido y apartado de la investigación.
3.4. RETENCIÓN POR EL EJÉRCITO DE GUATEMALA DE GRANDES ESPACIOS
SOCIALES QUE NO LE CORRESPONDEN
En entrevista concedida al diario "Prensa Libre" en 1998, el entonces Jefe del Estado
Mayor de la Defensa, y poco después ministro de Defensa, general Marco Tulio
Espinosa, declaraba lo siguiente:
"Es probable que el Ejército tenga un ministro civil y yo aplaudo esa decisión, al
igual que un 95% de los oficiales. Pero también quiero que el espacio que el
Ejército tiene en esta sociedad sea respetado." (420)
En otras palabras: se admite un ministro civil, con tal de se mantenga intacto "el
espacio" que el Ejército ocupa en la sociedad guatemalteca. Pero ése es precisamente
el problema, el punto clave, con o sin ministro civil: la acuciante necesidad de que el
Ejército deje de ocupar en Guatemala grandes espacios que no le corresponden, para
que la sociedad civil ocupe y afiance aquellos importantes espacios que sí le
corresponden, y que todavía son indebidamente detentados por el Ejército. O, dicho
en términos más suaves: que el Ejército ceda voluntariamente y sin excesivos traumas
algunos enormes espacios que todavía ocupa y que de ninguna manera debiera
ocupar, si se pretende establecer en Guatemala una democracia basada, como
corresponde, en la supremacía del poder civil. Como ejemplos de estos espacios de
poder y control indebidamente ocupados por el Ejército, cabe señalar, entre otros, los
tres siguientes:
1. El enorme espacio de impunidad judicial efectiva, que ya entrados en el siglo XXI
sigue haciendo prácticamente imposible en Guatemala juzgar y condenar a un militar -
salvo que sea de muy baja graduación- por muy graves que sean los crímenes que
haya cometido o mandado cometer. He ahí un espacio que el Ejército de Guatemala ha
conseguido controlar y dominar en mayor grado que cualquier otro Ejército
latinoamericano. Espacio que, mientras no sea desalojado por el Ejército y
correctamente controlado por un aparato judicial eficaz, capaz de asegurar el debido
proceso de civiles y militares, hará imposible el respeto efectivo a los derechos
humanos y el establecimiento de una democracia real.
2. El inmenso espacio ocupado por el poderoso aparato militar de información y
control, con "licencia para matar", eufemísticamente llamado Estado Mayor
Presidencial (aparte de la ya conocida, temible y omnipresente G-2 extendida a todas
las unidades del Ejército). Tal aparato significa, entre otras cosas, un importante
espacio de poder y control que el estamento militar no debería ocupar. Tal como ya
vimos en cita anterior, ese denominado EMP fue definido por Amnistía Internacional
en uno de sus documentos como:
"Una agencia militar especializada de la presidencia, que coordinaba las operacio-
nes secretas y extralegales del gobierno; por ejemplo, decidía quién debía
desaparecer o morir, y ejecutaba esa decisión." (421)
Con harta razón, por tanto, el que fue alcalde de la ciudad de Guatemala, Colom
Argueta, antes de ser asesinado afirmaba que el EMP era en realidad un verdadero
“escuadrón de la muerte”. Extraño -y letal- organismo, teóricamente concebido en su
día para proporcionar seguridad al presidente de la República y a su familia -misión
que en toda democracia debe corresponder a las adecuadas fuerzas policiales-, pero
que acabó convertido de hecho en una maquinaria mortal e increíblemente autónoma
de información, designación de víctimas y exterminio directo de éstas. Se trata, en una
palabra, de un órgano gravemente disfuncional, inexistente en cualquier democracia
mínimamente desarrollada, y que debía desaparecer -así lo incluimos en nuestras
recomendaciones finales de la CEH, por más que tal desaparición suponga, como de
hecho supone, una importante –pero necesaria- disminución de los espacios ocupados
por el Ejército dentro de la sociedad.
3. El increíble grado de control que ha seguido ejerciendo el Ejército de Guatemala
sobre la sociedad civil, que resulta inimaginable desde los parámetros propios de una
sociedad democrática. Tanto los partidos políticos no específicamente derechistas, y
muy principalmente la fuerza política surgida de la antigua guerrilla, como los
sindicatos, organismos de derechos humanos, organizaciones para el desarrollo de las
comunidades indígenas, etcétera, así como los domicilios privados de todas las
personas significativas en tales organismos, todos ellos han venido siendo sometidos a
una intensa vigilancia de su actuación a través de sus comunicaciones, mediante el uso
y abuso de los más modernos, costosos y tecnológicamente avanzados sistemas de
escucha, detección y grabación. Lo mismo cabe decir de los organismos
internacionales vinculados al proceso de paz, desde MINUGUA hasta la
propia Comisión de Esclarecimiento Histórico, mientras ésta existió y cumplió su
función. Por todo ello, otra de nuestras recomendaciones formuladas en el informe de
la CEH sobre la actitud institucional del Ejército respecto a las organizaciones civiles
fue precisamente la siguiente:
"Ninguna de ellas (las organizaciones legalmente constituidas) podrá ser perseguida,
ni sometida a vigilancia o control en ninguna de sus actividades desarrolladas en el
ámbito de la legalidad." (422)
He aquí, pues, otro poderoso medio de control social –el seguimiento y control de
ciertas fuerzas sociales y políticas- que debe ser suprimido, aunque también el
abandono de estas prácticas signifique otra pérdida de espacios habitualmente
ocupados por el Ejército de Guatemala desde décadas atrás.
En definitiva, nadie que desee realmente la democracia para Guatemala puede
razonablemente pretender que "el espacio que el Ejército tiene en esta sociedad sea
respetado", tal como deseaba el general arriba citado. Eso es imposible desde el punto
de vista de la consolidación de cualquier régimen democrático. Son demasiados, y
demasiado importantes, los espacios ocupados todavía por el Ejército en aquella
sociedad. Algunos de esos espacios, sencillamente, no deben ser ocupados por nadie -
como el ámbito de las comunicaciones privadas, salvo legítimas actuaciones
judiciales-, y otros deben ser eficazmente ocupados por quien legítimamente le
corresponde: la sociedad civil.

3.5. PATÉTICA FALTA DE VOLUNTAD POLÍTICA EN LA DEFENSA DE LOS


DERECHOS HUMANOS Y LOS VALORES DEMOCRÁTICOS. EJEMPLO ILUSTRATIVO
DE ESTA ACTITUD: MOTIVO DEL ABANDONO POR LA UNIVERSIDAD DE
HARVARD, EN 1989, DE SU PROGRAMA DE CAPACITACIÓN JUDICIAL EN
GUATEMALA
Otro motivo de preocupación persistente ha sido la débil voluntad política tan
reiteradamente demostrada por los poderes públicos guatemaltecos a la hora de
adoptar las medidas necesarias para el fortalecimiento de los poderes democráticos.
Dadas las inevitables resistencias que siempre cabe esperar de los poderosos sectores
más reaccionarios de la sociedad guatemalteca, lógicamente reticentes, cuando no
opuestos -por ejemplo- al cumplimiento de las recomendaciones de la CEH, o, de
forma más general, adversos a cualquier acción democratizadora de aquella
sociedad, sólo una firme voluntad política podría implantar, y no sin dificultades, las
medidas necesarias en tantos terrenos, y especialmente en la lucha efectiva contra la
impunidad, la defensa de los derechos humanos, y en el ámbito de las relaciones
Ejército-Sociedad.
Pues bien, esta firme voluntad casi siempre ha brillado por su ausencia en las
autoridades civiles y militares del país. En este sentido, el profesor Alfredo Balcells,
uno de los tres miembros titulares que integraron la Comisión de Esclarecimiento
Histórico, al cumplirse un año de la entrega del informe, manifestaba lo siguiente en
febrero del año 2000:
"La falta de voluntad política ha sido el motivo principal por el cual no se han
cumplido las recomendaciones contenidas en el informe de la CEH." (...) "Desde el
momento de la entrega del informe hasta hoy, la actitud del Ejército no ha
cambiado, pues no ha depurado a los militares comprometidos en violaciones a
los derechos humanos ni ha variado el 'pensum' (contenido programático) de
estudios de la Escuela Politécnica (*)." (423)
(*) La Escuela Politécnica, fundada en Guatemala con ese nombre en
el siglo XIX, no tiene parecido alguno con la EPSE (Escuela
Politécnica Superior del Ejército) en España, destinada a la
formación de los ingenieros politécnicos. Más bien cabe asimilarla,
por su función docente, a nuestra AGM (Academia General Militar)
de Zaragoza, por tratarse del centro básico de formación para los
cuadros profesionales de las Armas del Ejército de Tierra.
En su momento, esa misma falta de voluntad se manifestó en otro terreno
fundamental. Durante tres años (1986-1989), ya bajo el gobierno del primer
presidente civil (Vinicio Cerezo) posterior a una serie de gobiernos militares, la
Universidad de Harvard desarrolló en Guatemala un amplio y costoso programa de
capacitación y fortalecimiento del aparato de la justicia, tendente a resolver uno de los
más graves obstáculos que se oponían a la implantación de una democracia: la
patética inoperancia a la hora de investigar y castigar los asesinatos políticos, cometidos
principalmente por los propios aparatos del Estado.
La posición de partida del programa fue la siguiente:
"No deseábamos ayudar a establecer un sistema de justicia penal que pudiera dar
inmunidad a perpetradores poderosos de la violencia política. Dicha violencia, si
fuera aceptada por funcionarios gubernamentales de alto nivel, haría imposible
cualquier democracia sólidamente fundamentada." (424)
"Imaginamos que nuestro trabajo ayudaría a construir la estructura de justicia
penal capaz de investigar la violencia política si (el aparato judicial) fuera estimu-
lado en ese sentido por el Presidente y por el ministro de Defensa." (425)
Desgraciadamente, estos propósitos no se vieron respaldados por la realidad. A los
tres años de desarrollo del programa, los crímenes políticos continuaban, los
escuadrones de la muerte dirigidos desde los servicios de inteligencia militar seguían
matando y secuestrando, principalmente en los ámbitos universitario y sindical, y el
aparato judicial guatemalteco seguía demostrando una penosa inoperancia a la hora
de identificar, capturar y juzgar a los culpables. Sin embargo, en ese tiempo ya habían
sido debidamente capacitados un numeroso contingente de jueces, fiscales y policías
calificados para hacerlo. Si no se hacía, ya no podía atribuirse a la falta de capacitación.
Así lo hizo constar el director del citado programa de Harvard, profesor Philip
Heymann Ames, ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes
de los Estados Unidos:
"Los Estados Unidos y otras naciones occidentales han gastado millones de
dólares en la capacitación de jueces, fiscales y policías. Las altas autoridades de
Guatemala ya no podían alegar que la incapacidad de su sistema penal había
impedido que se llevara a cabo una investigación eficiente. Sencillamente ya no
era cierto." (...) "Le indiqué al entonces ministro de Defensa, general Gramajo,
que Harvard no permanecería (con su programa para Guatemala) si no se
demostraba claramente la voluntad de investigar el terrorismo político." (426)
Cuando el citado director del programa llegó a la conclusión de que no existía la
menor voluntad por parte de las altas autoridades del Estado de Guatemala en atajar
los crímenes de motivación política (evidente terrorismo de Estado), que se
recrudecieron a mediados de 1989 sin reacción alguna por parte gubernamental,
informó a la Secretaría de Estado (carta a Bernard Aronson, Adjunto para Asuntos
Interamericanos), diciendo, entre otras cosas:
“Lamentablemente, durante los últimos dos meses los dirigentes de Guatemala
fueron categóricos al mostrar su renuencia a comprometer su apoyo político o los
recursos de la policía –los dos ingredientes esenciales para cualquier esfuerzo
antiterrorista en cualquier lugar del mundo- para combatir un reciente y
alarmante brote de violencia terrorista (una vez más se refiere al terrorismo de
Estado), en su mayor parte dirigida contra estudiantes, líderes laborales,
militantes de derechos humanos, líderes campesinos y personajes políticos. Una
docena de líderes estudiantiles y de otras personas asociadas con la Universidad
de San Carlos han desaparecido. Hasta la fecha se han encontrado con muestras
de tortura los cuerpos de la mitad de ellos. Líderes sindicales (...) han sido
torturados y asesinados. Militantes de los derechos humanos han seguido la
misma suerte. Líderes políticos han sido también asesinados. Todo el mundo
piensa que nada como esto había pasado desde los más tenebrosos días de la
represión militar. A pesar de todo esto, los dirigentes de Guatemala no han hecho
nada.” (427)
Como ejemplo de los mortíferos mecanismos que se oponen en Guatemala a la acción
de la justicia, Ames citaba en la misma carta el caso de un juez, secuestrado por
arrestar a una serie de altos oficiales de la Policía, acusados de hacer desaparecer a
estudiantes y a otras personas:
“Esta situación fue evidente hace dos años (1987), cuando un jefe guatemalteco
de policía, extraordinariamente dedicado y valiente, proporcionó a los juzgados
pruebas comprometedoras contra oficiales de alto nivel de las fuerzas de
seguridad. A estos oficiales se les acusaba de desapariciones de estudiantes y
otras personas en el escandaloso caso del "panel de la muerte". El juez que estaba
siguiendo el caso fue secuestrado. También, una persona que estaba
estrechamente relacionada con él fue brutalmente asesinada. Cuando liberaron al
juez, él a su vez liberó a todos los miembros de la Tesorería de la Policía que
habían sido arrestados. A pesar de la protesta internacional, nada se hizo ni se
dijo por el Presidente, por el ministro de la Defensa ni por el ministro de
Gobernación. Desde esa fecha se han mantenido en secreto los archivos del caso, a
pesar de los requerimientos de los miembros del Congreso de los Estados Unidos
y de las promesas del presidente Cerezo de proporcionar los archivos.” (428)
Nuevamente, la misma constatación: “nada se hizo ni se dijo” por las altas autoridades
obligadas a afrontar el fenómeno. Más adelante, la carta del profesor Ames abundaba
en el mismo argumento que un año después invocaría en Washington, como ya vimos,
ante la Cámara de Representantes. Partiendo del mismo dato económico, decía:
“Durante los últimos tres años los Estados Unidos y otras naciones occidentales
han proporcionado millones y millones de dólares para mejorar la administración
de justicia en Guatemala. Si el Gobierno de Guatemala quisiera castigar el
terrorismo (obviamente se refiere, una vez más, al terrorismo clandestino
ejercido por ciertos sectores del propio Estado en aquellos años), actualmente
contaría con un número considerable de fiscales, jueces e investigadores
policiales capacitados. Sin embargo no ha tomado y no muestra ninguna intención
de tomar las medidas necesarias que podrían resolver estos crímenes y
contradecir la evidente conclusión de que el Gobierno acepta el terrorismo contra
la izquierda no violenta.” (El paréntesis es nuestro). (429)
Respecto a esta actitud pasiva del Gobierno de Guatemala frente a este tipo de
delincuencia, de profunda implicación estatal, afirmaba el académico de Harvard:
“Considero que, a estas alturas, los dirigentes electos de Guatemala y su
gabinete han evidenciado que no tienen ninguna intención de utilizar su propia
influencia, poder o recursos para ayudar a los juzgados y a los fiscales a tratar
esta violencia terrorista contra sectores considerables de la población:
estudiantes, líderes laborales, activistas de derechos humanos, líderes
campesinos, figuras políticas de la izquierda o del centro, y otros.” (430)
Finalmente, el director del programa de Harvard para Guatemala, tras comprobar que
el Gobierno guatemalteco no tenía el menor interés en implicarse en la lucha contra
aquel terrorismo, perpetrado –según larga y arraigada tradición- por personas que
actúan clandestinamente desde ciertos órganos del Estado, concluye que los esfuerzos
y los dólares allí invertidos deberían ser mejor gastados en otros países más
sinceramente dispuestos a perfeccionar su sistema judicial:
“Los crímenes podrían ser resueltos. Las primeras y más importantes medidas
para resolverlos no han sido tomadas. Existen persistentes sospechas de la
implicación del Servicio de Inteligencia Militar. El Gobierno de Guatemala ha
revelado sus intenciones. Su concepto de reformas al sistema de justicia penal no
adapta las leyes de Guatemala a la clase de violencia terrorista que se ha estado
produciendo (...), y tampoco contempla su efectiva investigación y enjuiciamiento
en los juzgados de Guatemala.”
“En estas circunstancias, consideramos que aquellas instituciones interesadas en
mejorar los sistemas de justicia penal de los países en vías de desarrollo harán
mejor en llevar a cabo sus esfuerzos en otro lugar.” (431)
A pesar de ese eufemismo de que “existen vehementes sospechas de la implicación del
servicio de Inteligencia Militar” -cuando tal implicación era ya sobradamente conocida
por toda la sociedad guatemalteca desde largas décadas atrás-, el responsable del
programa de Harvard para Guatemala, captando con todo realismo la ausencia de una
firme voluntad de resolver el problema, decidía abandonar su actuación en ese país,
asumiendo la inutilidad de su programa de capacitación judicial. Decisión que fue
comunicada por escrito al presidente de la República Vinicio Cerezo (carta de 5-12-
1989) por el mismo profesor Philip Ames en su calidad de Director del Centro de
Justicia Penal de la citada Universidad y responsable del mencionado programa de
capacitación.
Obsérvese que estos hechos y documentos corresponden a la segunda mitad de la
década de los 80, cuando los casos Mack, Carpio y Gerardi no habían estallado
aún. Pues bien, ya en la década de los 90, el escándalo de estos destacadísimos casos,
junto a tantos otros de menor notoriedad, vinieron a ratificar el diagnóstico del
profesor de Harvard, demostrando no tanto la persistente vulnerabilidad del aparato
judicial -que también se mantuvo- como el otro factor, más grave aún: la falta de
voluntad y energía del poder político para afrontar los más graves crímenes políticos,
procedentes de los aparatos del Estado o de grupos criminales fuertemente
arraigados en su interior.
En años posteriores al programa de Harvard, y en condiciones algo más favorables
(coincidiendo con el proceso de paz), España desarrolló otro programa de
perfeccionamiento del aparato judicial de Guatemala, encomendando a muy
calificados expertos españoles esa importante función. Sin embargo, y
lamentablemente una vez más, la mayor parte de las actuaciones judiciales producidas
a lo largo de los años 90, y el enorme grado de impunidad que se siguió manifestando
en los principales casos judiciales entonces vigentes (los ya tan aludidos, de obligada y
reiterada cita por ser los más notables de la década y, a la vez, los más descriptivos del
insidioso modelo de impunidad que nos ocupa), pusieron en evidencia una vez más
que el problema ya no era de técnica sino de fuerza. O, más exactamente, de falta de
ella. De debilidad, de raquitismo, por parte del poder civil, tanto ejecutivo como
judicial, frente al –todavía enorme- poder estamental del Ejército y de los poderosos
sectores oligárquicos que se ocultan tras él.
En efecto, más que fallar la técnica judicial propiamente dicha (aunque ésta siguiera
siendo manifiestamente mejorable), el peor problema en aquellos años 90, y hasta el
final de la década, siguió consistiendo en la flagrante falta de voluntad política de las
autoridades de Guatemala para hacer frente a este tipo de delincuencia procedente del
propio Estado, así como la permanente debilidad del poder civil frente al aparato
militar. Hecho evidente, cuando se constata la reiterada imposibilidad de resolver
judicialmente ni siquiera los delitos más graves y de mayor repercusión nacional e
internacional.
Sólo después de entrados en los primeros años del siglo XXI empezaron a darse
algunos indicios y algunas sentencias que rompían este módulo general, pero este
dato lo veremos en páginas posteriores, al examinar aquellos factores de esperanza
que, objetivamente, también debemos señalar.

3.6. DESOLADOR RESULTADO DEL REFERÉNDUM CONSTITUCIONAL DE 1999


Otro motivo -y grave- de preocupación fue el resultado del referéndum del 16 de
mayo de 1999 para la reforma constitucional. Esta reforma, directamente resultante
del proceso de paz y considerada como un trámite obligado dentro de éste (como
suele serlo en todo proceso de transición tras un periodo de enfrentamiento civil),
incluía 50 enmiendas constitucionales. Algunas de ellas se referían a importantes
limitaciones del poder militar (*). Otra parte destacada de las reformas propuestas (el
38% de ellas) afectaban al conjunto del Poder Judicial, con el objetivo de lograr "una
Justicia más rápida, objetiva e igualitaria".
(*) Entre las reformas referentes al poder militar, figuraban algunas
tan importantes como el retirar a las Fuerzas Armadas la
responsabilidad de la seguridad interior (salvo casos excepcionales y
bajo riguroso control civil), así como la reducción de la jurisdicción
castrense, de forma que los militares sólo pudieran ser juzgados por
tal jurisdicción en delitos específicamente militares, quedando todos
los demás delitos (incluidos los crímenes contra la humanidad) bajo
la jurisdicción civil. Se incluía igualmente, entre tales reformas, la
posibilidad de que el Ministerio de Defensa recaiga sobre un civil, y
no forzosamente sobre un militar, así como la desaparición del
mortífero y ya repetidamente citado EMP.
Pues bien, dicho referéndum arrojó el inaudito resultado siguiente: un 10% en contra
de la reforma constitucional, un 8% a favor, y un 82% de abstención. La intensa
propaganda adversa de la derecha sociológica, firmemente aferrada como siempre a la
defensa y conservación de sus espacios de poder oligárquico -y representada en
aquellos años, entre otras fuerzas y grupos, por el Centro para la Defensa de la
Constitución (CEDECON) y la Asociación de Dignatarios de la Nación (ADN)–, y la falta
de un compromiso real de los partidos de la derecha y ultraderecha, a los que, por
razones de presión internacional, no les quedó otra alternativa que pedir oficialmente
el ‘sí’ a las reformas constitucionales -sin el menor entusiasmo y sin deseo alguno de
que triunfara tal opción–, configuraron un escenario realmente complejo y
contradictorio. Pero, como factor decisivo, hay que señalar el muy escaso empuje de
los sectores democráticos, así como la abstención de otros muy extensos sectores de
la sociedad. Por añadidura, la forma tan compleja y retorcida en que se planteó la
pregunta del referéndum iba, sin duda, encaminada a sembrar el más absoluto
desconcierto y a impedir que el sentido de la consulta pudiera ser entendida por la
mayoría de un electorado escasamente preparado, y, en gran proporción, absoluta-
mente ajeno a los procesos electorales y plebiscitarios. En cualquier caso, el rechazo
de la reforma constitucional constituyó un triste resultado desde el punto de vista de la
consolidación del poder civil, de las correctas relaciones civiles-militares, de la defensa
eficaz de los derechos humanos y de la solidez democrática en general.
La interpretación sociológica era, sin embargo, evidente. Por una parte, la Guatemala
oficial (el propio Gobierno), si realmente aspiraba al logro de una sociedad
democrática, debió volcarse en hacer posible la aprobación de la reforma
constitucional, paso generalmente necesario en toda transición. En vez de ello, lo que
hizo posible, con su patética falta de convicción democrática, fue el rechazo de dicha
reforma. Lo normal en una transición es que el referéndum constitucional sea
convocado por un Gobierno que desea y propugna vigorosamente la reforma. El caso
de Guatemala, también en este punto, resultaba tan anormal como desolador.
Por otra parte, una sociedad civil todavía gravemente traumatizada por los recientes y
terribles golpes recibidos, temerosa todavía de su Ejército y de las potentes fuerzas
oligárquicas que siempre han acaparado el poder; una sociedad, incapaz de confiar en
sus propias instituciones (desde el raquítico poder judicial hasta la deficiente
maquinaria electoral), y sin haber tenido históricamente (salvo en la lejana década
1944-54) la oportunidad de practicar una democracia en libertad con plena
participación de todas sus fuerzas sociales; una sociedad, en definitiva, lastrada por
esta serie de taras y carencias, evidenciaba una vez más, en 1999, que todavía no era
capaz de asumir su propia responsabilidad colectiva, ni siquiera ante una oportunidad
tan notable de influir favorablemente en su ordenamiento político, en sus derechos
humanos y en sus relaciones Ejército-Sociedad.

3.7. FACTORES PARA UNA CIERTA ESPERANZA, EN MATERIA DE RELACIONES


EJÉRCITO-SOCIEDAD, EN LA FRONTERA DEL NUEVO SIGLO
No queremos dar fin a esta negra panorámica hasta aquí expuesta, sin señalar algún
punto, también objetivamente cierto, y que apunta a una cierta esperanza, es decir, a
una cierta posibilidad de que en Guatemala lleguen a cambiar, en términos positivos,
las preocupantes realidades que acabamos de constatar.
a) Caso Noack: reconocimiento público por un coronel guatemalteco en activo
de los excesos cometidos en Guatemala por la institución militar
El día 15 de julio de 1998 se difundió en Guatemala una noticia que, por su significado
y su carácter excepcional, causó un notable impacto nacional e internacional, llegando
incluso hasta el extremo de desplazar de los medios de comunicación al
dramático caso Gerardi, que todavía los acaparaba por aquellos días con sus continuas
incidencias procesales y políticas.
Ese día, la prensa publicaba una entrevista, concedida días antes a la emisora
holandesa Radio Netherland, por el coronel guatemalteco Otto Noack, del Ejército de
Tierra. En dicha entrevista, el citado oficial, bien conocido en el Ejército y en otras
instituciones por su trayectoria en puestos anteriores de cierta relevancia -entre ellos,
en su día, el de portavoz oficial del Ejército-, reconocía cosas tales como los excesos
cometidos por la institución militar en Guatemala, la necesidad de que esa institución
expresara oficialmente su arrepentimiento a la sociedad civil, y asumiera incluso la
posibilidad de que ciertos miembros de ella tuvieran que responder de sus actos ante los
jueces.
Bajo una gran foto del coronel, “El Periódico” de Guatemala decía:
“Por primera vez en la historia del país, un oficial del Ejército, en activo, se atreve
a reconocer públicamente que la institución castrense, durante el conflicto
armado, cometió abusos contra la población. El coronel Otto Noack habla incluso
de la necesidad de que los militares sean procesados ante los tribunales por los
crímenes cometidos.” (432)
En efecto, las declaraciones del jefe citado rompían la línea histórica de todo lo
anteriormente visto, oído y leído en cuanto a pronunciamientos públicos por parte de
militares guatemaltecos en servicio activo. Decía el coronel:
"Tenemos que ponernos frente a un espejo y desvestirnos a nosotros mismos, si
realmente tenemos la intención de recuperar la identidad de nuestra institución.
(...) Nosotros sobrerreaccionamos, nos excedimos, y tenemos que reconocer pública
y abiertamente que el impacto de muchas de nuestras operaciones causaron efectos
que hoy son lamentables, que no los vamos a poder resarcir; pero, por lo menos,
debemos tener el coraje de aceptarlo pública y abiertamente." (433)
Valiosa aceptación, sin precedentes, no sólo del hecho de haberse excedido -"nos
excedimos"-, no sólo de haber reaccionado más allá de lo justo y razonable -
"sobrerreaccionamos"-, sino también de haber causado unos "efectos lamentables" e
imposibles de resarcir, y del deber moral -"debemos tener el coraje"- de un
reconocimiento público de todo ello, pese a su evidente gravedad.
A continuación, el coronel iba aun más lejos, manifestando la siguiente convicción
personal:
"(...) la convicción de que, producto de esos excesos o abusos cometidos por las uni-
dades militares, en algún momento mi persona o algún otro miembro de la institu-
ción armada tendrá que enfrentar procesos jurídicos, o será requerida la
comparecencia de algún mando militar ante las diferentes entidades de justicia,
para que le sean deducidas las responsabilidades que sean aplicables (...)"
"Yo estoy más que convencido de que no sólo soy yo, hay muchos oficiales que tienen
esa convicción y que por circunstancias diversas no pueden expresar estos criterios
públicamente." (434)
Notable y arriesgada postura, al reconocer tan explícitamente la posibilidad de que él
mismo -"mi persona"-, entre otros, pudiera tener que rendir cuentas de sus actos ante
la justicia, como consecuencia de los mencionados "excesos y abusos" perpetrados en
los años de la represión militar.
La necesidad del reconocimiento público de tales excesos, y la esperanza de que tal
reconocimiento se produjera, eran señaladas también por el coronel:
"Estoy convencido de que si un general, de quien por razones personales me
reservo el nombre, llegase por decisión política a ocupar un puesto importante en
el mando militar, seguramente va a tomar la decisión valerosa de reconocer
públicamente los excesos y abusos que en estos momentos son atribuibles al
Ejército." (435)
En efecto, en aquellos momentos los "excesos y abusos atribuibles al Ejército" eran –y
siguen siendo- terribles en cantidad y calidad, pues menos de tres meses antes de
estas declaraciones (y dos días antes de su propio asesinato) el obispo Gerardi había
presentado oficialmente el informe REMHI, en el que aquellos excesos aludidos por el
coronel Noack eran documentados, detalladamente expuestos y atribuidos en su
inmensa mayoría a la institución militar. Por tanto, tenía sobrada razón Noack al
referirse así a la situación del momento, pues en aquellas fechas -a mediados de 1998-
tanto la sociedad guatemalteca como la comunidad internacional se hallaban bajo el
reciente y pavoroso impacto de dicho informe, que con pleno apoyo documental
atribuía al Ejército de Guatemala los más terribles "excesos y abusos", por seguir
usando las mismas denominaciones empleadas por el coronel. Por añadidura, también
por aquellas mismas fechas, laComisión de Esclarecimiento Histórico de la
ONU trabajaba intensamente en la preparación de su propio informe, aun más
completo y detallado, que sería presentado y publicado meses después.
Hubiera sido, por tanto, no sólo justo sino muy inteligente que, anticipándose al
esperado informe de la ONU, una alta autoridad militar guatemalteca -a ser posible la
máxima autoridad de sus cuadros profesionales- hubiera manifestado públicamente,
en aquella coyuntura, el reconocimiento de unos excesos que todo el mundo conocía y
asumía ya como ciertos, dentro y fuera del país. Cabe deducir, sin embargo, que aquel
general -al que Noack se refería sin citar su nombre, y cuya identidad desconocemos-,
no llegó en ningún momento a ser designado para ese "puesto importante en el mando
militar", o si llegó a tal puesto no se atrevió a pronunciarse, pues ningún general hizo
en los meses siguientes, ni en los años ya transcurridos desde entonces, ninguna
declaración en el sentido propugnado por el coronel.
Este deseo, casi pronóstico, manifestado por el coronel Noack, nos lleva, por otra
parte, al inevitable y ejemplar recuerdo de otra referencia ineludible, aunque situada a
miles de kilómetros más al sur: la figura del general Martín Balza, entonces jefe del
Ejército Argentino, compareciendo de uniforme en Buenos Aires el día 25 de abril de
1995, en el programa de mayor audiencia de la televisión de su país, para reconocer
institucionalmente los excesos cometidos bajo la dictadura de las Juntas Militares y
prometer solemnemente que tal tragedia no se volvería a repetir. Algo similar
esperaba y deseaba el coronel Noack para Guatemala, pero nada mínimamente
parecido ha sucedido, al menos en estos años transcurridos desde sus declaraciones
de julio de 1998.
Lo que sí iba a producirse, en los días siguientes a la publicación de su entrevista, fue
una inmediata y doble respuesta del Ejército ante la postura del coronel: imposición a
éste de un arresto de 30 días, por manifestaciones no autorizadas, y comunicación
oficial de la entonces portavoz del Ejército, la teniente coronel Edith Vargas,
afirmando que aquellas manifestaciones tenían un carácter puramente individual, y
no expresaban en absoluto la opinión del Ejército. Y que sólo el general Barrios
Celada, como ministro de Defensa, el general Marco Tulio Espinosa, como Jefe del
Estado Mayor de la Defensa, y ella misma, como portavoz oficial del Ejército, podían
hablar en nombre de la institución.
Muy otra -como era de prever- fue la reacción de la Comisión de Esclarecimiento
Histórico de la ONU, cuyos tres miembros titulares se apresuraron a visitar al coronel,
arrestado en el Cuartel General, respaldando sus valientes declaraciones y
compartiendo su convicción de que muchos otros militares guatemaltecos
participaban interiormente de tales opiniones, si bien la fuerte presión estamental no
les permite manifestarlas. Por ello, la CEH expresaba su esperanza, y, más aún, la
conveniencia, de que en el futuro otros militares guatemaltecos se atrevieran a
manifestarse en una línea similar. Cosa que, por el momento, no ha ocurrido aún en
forma pública, aunque sí en forma clandestina, como veremos después.
Permítasenos ahora un breve testimonio personal, por considerar que contribuye a
situar las manifestaciones del coronel Noack en un contexto más amplio y más
preciso.
En noviembre de 1997 -es decir, ocho meses antes de las conflictivas declaraciones
aquí comentadas- el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos
Humanos (ACNUDH) de Ginebra requirió nuestra participación para impartir dos
cursos semanales consecutivos, a dos diferentes grupos de jefes y oficiales
salvadoreños, sobre las Misiones Internacionales de Paz, las actuaciones policiales de
fuerzas militares en los estados de excepción, y la defensa de los derechos humanos
desde el ámbito militar. Los convocados como profesores para dichos cursos fuimos
cuatro coroneles: dos españoles, un hondureño y otro guatemalteco, todos bajo la
coordinación de un experto civil: el abogado salvadoreño Florentín Meléndez, que ya
había trabajado con nosotros, años atrás, en la División de Derechos Humanos de
ONUSAL (Misión de la ONU en El Salvador).
El coronel guatemalteco participante en nuestro grupo de profesores resultó ser
precisamente Otto Noack. Su posición en aquellas fechas quedó sobradamente
definida a través de sus propias palabras, y podía resumirse en algunos datos como
los siguientes. Uno de ellos era la firmeza con que afirmaba "Lo que pasó, pasó y
punto." Cuando se planteaba algún tema referente a lo ocurrido en los conflictos
internos de Guatemala, El Salvador, Argentina, Chile, etcétera, temas tan relacionados,
por otra parte, con algunas de las áreas de aquellos cursos, y especialmente con la
materia que a este autor le correspondió impartir ("Los Derechos Humanos en la
Moral Militar), la posición de Noack –como la de tantos otros- se resumía en aquel
argumento que tantas veces, y en tantos lugares, hemos podido escuchar: "No
volvamos al pasado, no hurguemos en lo que ocurrió, que es peor." Afirmación de la
que obviamente discrepamos, convencidos como estamos de la imperiosa necesidad
de estudiar, analizar y desentrañar hasta el máximo de las posibilidades científicas –
principalmente sociológicas y jurídicas, pero también morales y filosóficas- los
horrores de tantos hechos de difícil explicación, y que sin embargo necesitan, por
encima de todo, ser explicados y comprendidos. Unos hechos que claman a gritos por
su explicación rigurosa, por una interpretación suficientemente seria y profunda, que
permita entenderlos hasta el punto de poder evitarlos en el futuro.
Nuestro argumento allí fue -y sigue siendo- esencialmente el siguiente: si nadie se
atreviera a volver la vista, con una mirada analítica y no visceral sobre tales hechos –
unos hechos históricos todavía relativamente recientes, con dos generaciones de tes-
tigos presenciales todavía vivos y en condiciones de aportar su testimonio de lo que
vieron y sufrieron-; si nadie investigara aquellos crímenes, si ningún organismo
asumiera el enorme esfuerzo de recoger miles de testimonios, si nadie se ocupara
después de interpretarlos y de insertarlos en un sólido marco teórico y práctico; si
nadie se molestara en afrontar la doble tarea de, por una parte, poner en juego el
adecuado caudal teórico (el preexistente, acumulado por los estudiosos e investiga-
dores que nos precedieron, y el que nuestra propia generación debe desarrollar, de
nueva creación), y, por otra parte, con tal bagaje teórico, entrar de lleno en el terrible
cuadro de las realidades fácticas (crudas, complejas, pero no por ello menos trágicas);
si nadie asumiera esta ingente y siempre arriesgada tarea, hasta establecer qué
situaciones hay que cambiar, qué conceptos hay que superar por nocivos, y qué
normas y valores hay que implantar como eficaces vacunas preventivas; si nadie,
repetimos, afrontase esta múltiple tarea, en tal caso las próximas crisis, los próximos
conflictos, desembocarían inevitablemente en las mismas o parecidas atrocidades, pues
volverían a sorprendernos sin instrumentos institucionales, ni doctrinales, ni jurídicos ni
morales que nos prevengan contra tales hecatombes.
Y si tales instrumentos no llegan a prevenirnos hasta el extremo de evitar tales crisis y
conflictos, sí, al menos, que nos permitan afrontarlos, cuando estallen, dentro de los
límites de los comportamientos civilizados, compatibles –incluso dentro de la dureza
de la guerra- con unos niveles mínimos de honor y dignidad. Es decir, sin caer en la
barbarie más criminal y en la más miserable abyección militar. Posibilidad siniestra
pero real, según los hechos nos revelan con reiteración. Argumentos que, obviamente,
no eran compartidos todavía (lo serían meses después) por el coronel Noack en aque-
llas fechas de 1997, pues chocaban frontalmente con su posición de cerrojo al pasado.
Al que, según él, no se debía volver a mirar, y mucho menos a investigar.
Otro dato relevante sobre la actitud del coronel Noack en aquellas fechas fue el
siguiente. En el reparto de áreas a impartir en aquellos cursos, nos correspondió
personalmente, como ya hemos dicho, la referente a la inseparable vinculación de los
derechos humanos con la moral militar. Dentro de esa materia, en una de las clases
nos referimos a la denominada "teoría de las manos sucias", basada en admitir, como
cosa lógica e inevitable, que todo alto jefe, ya sea civil, militar o policial, se ve obligado,
antes o después, a actuar al margen de la ley y de la moral, “para asegurar un mejor
servicio a la colectividad”. Evidentemente, la aplicación de esta teoría –que por
desgracia no carece de seguidores- desemboca siempre en graves violaciones de
derechos humanos.
Antes de seguir, hay que señalar un importante detalle: las intervenciones personales
de cada uno de los cuatro coroneles profesores en aquellos cursos eran generalmente
escuchadas por los otros tres, presentes en el aula junto a los alumnos, que a su vez
eran oficiales salvadoreños, desde coroneles hasta tenientes. Acabábamos de terminar
aquella tarde nuestra intervención cuando el coronel Noack, en los minutos finales
dedicados a comentarios, manifestó que él, cuando escuchaba este tipo de
planteamientos, se daba cuenta de su "gran relatividad". Porque –según preguntó a
continuación- "¿Qué significa eso de ’las manos sucias’? ¿Quién no tiene las manos
sucias?" Ante este comentario, revelador de una determinada mentalidad militar, no
pudimos por menos de pensar que no todos las teníamos, aunque posiblemente él -
como tantos de sus colegas- quizá sí las tuviera, en mayor o menor proporción.
Estos datos del coronel Noack (de aquel Noack de noviembre de 1997), junto con el
hecho de llevar, en la parte superior de la manga del uniforme, una vistosa franja
curva con la palabra "Kaibil", nos dieron de él una imagen no demasiado diferente de
la que hubiera correspondido al perfil de otros numerosos oficiales guatemaltecos,
más o menos compenetrados con la actuación represiva de su propio Ejército en las
últimas décadas. Ello contribuyó a causarnos cierta extrañeza, por el hecho de que un
oficial de tales características y opiniones fuera incluido por el Alto Comisionado de la
ONU para los Derechos Humanos en el profesorado para unos cursos de aquella
naturaleza, impartidos por un organismo de Naciones Unidas dedicado
específicamente a los derechos humanos, como el ya citado ACNUDH. En honor a la
verdad hay que hacer notar que la materia que Noack impartía afectaba menos
directamente –aunque también- a los derechos humanos, mientras que la nuestra
entraba de lleno en ellos, como indicaba el propio título, ya dicho, de la materia que
nos correspondió impartir.
Estas referencias sobre el coronel Noack resultan aquí necesarias para que el lector
pueda comprender la enorme y positiva sorpresa que, ocho meses después, en julio de
1998, nos produjo la lectura de las declaraciones ya citadas del mismo coronel. Aquel
“Lo que pasó, pasó y punto” se había transformado en: "Lo que pasó fue tan grave que
debemos desnudarnos frente a un espejo y reconocernos a nosotros mismos en lo que
hicimos." Más aun: "Lo que pasó fue de tal gravedad que la institución debe
reconocer públicamente la magnitud de lo que hizo." Más todavía: "Lo que pasó fue
hasta tal punto excesivo y abusivo como para que tengamos que responder ante la
justicia de nuestros excesos y nuestros abusos, y tal vez sin excluirme a mí.” Estas
fueron, en definitiva, si no las palabras literales (ya vistas más atrás), sí los conceptos
absolutamente precisos que Noack mantuvo en sus declaraciones de julio de 1998.
A su vez, aquel tranquilizador “¿Quién no tiene las manos sucias”?, es decir, “puesto
que todos las tenemos, el concepto es irrelevante”, se había convertido para él en una
noción tan intensa de tener –en el plano institucional- las manos sucias,
excesivamente sucias, o, al menos, suficientemente ensuciadas como para -a juicio del
propio Noack- asumir en conciencia las inherentes responsabilidades institucionales,
e incluso personales. Y no sólo en conciencia, sino públicamente individualizadas ante
la justicia.
¿Cuál pudo ser la causa profunda de este cambio de actitud moral, producido en un
intervalo de ocho meses, que llevó al coronel Noack a formular unas declaraciones tan
comprometidas y tan apartadas de la posición generalizada de su institución, y tan
distantes de sus mismas posiciones exteriorizadas ante nosotros ocho meses
atrás? Empecemos por manifestar nuestra sensación personal de que, si Noack
incurrió durante el conflicto en alguna responsabilidad individual, estaría muy
probablemente entre los menos culpables de los muchos colegas suyos con materia
imputable, y que serían muchos otros los que, antes que él, tendrían que rendir
cuentas de muy superior magnitud en cantidad y gravedad.
En todo caso, nuestra respuesta a esta pregunta –qué causa pudo motivar tal cambio
de posición- sólo puede ser especulativa, pues sólo el interesado podría responder con
exactitud. Sin embargo –dado el interés sociológico del caso, que supera ampliamente
el ámbito de lo personal-, creemos que cabe señalar algunos factores sumamente
verosímiles, causantes de ese cambio de actitud moral.
En un primer momento, pensamos en un posible factor que, en mayor o menor grado,
nos implicaba a nosotros en lo personal. El hecho de que el coronel Noack tuviera que
escuchar nuestras intervenciones orales al mismo tiempo que los alumnos en aquellos
cursos del ACNUDH -igual que nosotros tuvimos que escuchar las suyas y las de los
otros profesores- ¿pudo significar hipotéticamente que, en principio, algunos de
nuestros argumentos allí escuchados tuvieran sobre él algún modesto efecto poste-
rior? En principio, sólo en principio, tal posibilidad no era descartable. Aquellos
argumentos nuestros sobre una moral militar inseparable de los derechos humanos, y
sobre un concepto de disciplina basado no precisamente en especulaciones utópicas y
recién inventadas, sino en la legislación militar ya establecida, que rechaza la obedien-
cia a las órdenes delictivas tanto en el Ejército guatemalteco como en el español, como
también en el salvadoreño (recuérdese que los alumnos de aquellos cursos eran jefes
y oficiales salvadoreños); aquella insistencia nuestra en la plena vigencia y
obligatoriedad de los preceptos de los Convenios de Ginebra, especialmente de su
artículo 3 común, sobre el trato obligado a los prisioneros precisamente en los
conflictos de carácter interno (como los de El Salvador y Guatemala), así como el
firme rechazo por nuestra parte de la "teoría de las manos sucias", cuya siniestra
filosofía impregna la mal llamada "Doctrina de Seguridad Nacional", fueron argumen-
tos que, sin perjuicio de causarle tal vez inicialmente un cierto rechazo, quizá
motivado en parte por un planteamiento nuestro excesivamente frontal, pudieron tal
vez -simple hipótesis- producirle a posteriori un cierto efecto de convicción.
Sin embargo, muy pronto descartamos por completo aquella posibilidad.
Comprendimos que aquellos procesos mentales y morales derivados de nuestro
discurso, si en algún momento llegaron a surgir en el ánimo de Noack, quedaron
absolutamente sobrepasados –cinco meses después- por otro factor incomparable-
mente más potente que todos nuestros argumentos: el conocimiento detallado de los
horrores cometidos por sus colegas, a través del pavoroso informe REMHI, al ser éste
presentado en abril de 1998.
Así, pues, el factor de máximo impacto producido en el ánimo y la conciencia de Noack
fue, sin duda alguna, el conocimiento pormenorizado de los cuatro tomos del
terrible informe de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado, fruto del
proyecto de Recuperación de la Memoria Histórica, documento difundido casi tres
meses antes de las declaraciones del coronel a la emisora holandesa. Una cosa es tener
ya una idea previa de los excesos y abusos cometidos en un cierto período por la
institución a la que uno pertenece, e incluso haber participado en su caso en alguno de
tales excesos -quizá de menor cuantía relativa-, y otra muy distinta es encontrarse de
pronto ante el verdadero horror, ante el conocimiento detallado de la verdadera
magnitud de lo perpetrado; ante los testimonios de unas atrocidades descomunales
ajenas a toda proporción. Es decir, ante las evidencias de una barbarie
incalculablemente mayor a lo imaginable, de unas aberraciones de las que siempre
creyó incapaces incluso a los miembros más bárbaros de su propia institución,
descubriendo de pronto con horror que la capacidad criminal de algunos de sus
colegas alcanzó niveles que jamás hubiera podido sospechar.
Además de este terrible factor cualitativo, también debió ejercer fuerte impacto el
aspecto cuantitativo. Porque una cosa es, también, creer que se produjeron cierto
número de excesos graves, o incluso gravísimos, pero no demasiado numerosos, y otra
muy distinta es descubrir, a través de una documentación y de una colección de
testimonios, tan aplastantes como los del REMHI, que el número de casos atroces
resultó disparatadamente alto, increíblemente masivo. Este descubrimiento pudo
producirle un impacto anímico suficientemente fuerte como para alterar el centro de
gravedad de sus convicciones morales en un doble sentido: respecto a la valoración de
las actuaciones individuales de muchos militares guatemaltecos (incluida la suya), y
sobre la posición moral de la propia institución, considerando obligado el
reconocimiento público e institucional de los excesos cometidos.
Otro segundo factor del cambio de actitud del coronel podría radicar en su propia
trayectoria profesional. Ya que Noack, pese a haber obtenido en su día el título militar
de "kaibil" –con todas las implicaciones formativas anteriormente vistas-, contaba con
un curriculum muy peculiar, pues sus destinos ejercidos durante años (en su país y en
el extranjero) le mantuvieron en una intensa y frecuente vinculación con los
organismos de derechos humanos, internacionales en particular, tanto americanos co-
mo europeos, especialmente con el ACNUDH de Ginebra, entre otros. Factor que,
obviamente, le distanciaba de la trayectoria media de la inmensa mayoría de los
militares guatemaltecos, carentes en su gran mayoría de este tipo de contactos. Nada
tendría de extraño, por tanto, que a lo largo de los ocho meses de separación de los
dos hechos citados (cursos de 1997 y declaraciones de 1998), sus contactos con
miembros de diversas organizaciones de derechos humanos le permitieran captar el
estado de ánimo de muchas personas altamente cualificadas y de diferentes países.
Personas, grupos y organizaciones que enfocaban la misma realidad desde la óptica
civil: la de la defensa de los derechos humanos y la lucha contra las ciclópeas barreras
de la impunidad. Personas, en una palabra, fuertemente sensibilizadas contra el
Ejército de Guatemala como lógico resultado de su conocimiento, cada vez mayor y
más preciso, de los increíbles excesos cometidos por dicho Ejército, que superaban de
lejos a todo lo conocido sobre Argentina, Chile, e incluso sobre el vecino El Salvador.
Resultaba muy posible, en definitiva, que estas reacciones, reiteradamente captadas,
le hicieran ver que la actitud duramente crítica de tantas personas significativas,
cultas y de amplia visión panorámica internacional tenía que tener algún sólido
fundamento, al expresar unánimemente no sólo su animadversión, sino más bien su
horror, ante los hechos protagonizados por su institución.
En definitiva, si nuestros planteamientos en materia de derechos humanos y moral
militar expresados en aquel curso llegaron a tener algún efecto en el ánimo del
coronel guatemalteco, debió ser, en todo caso, un efecto realmente mínimo en
comparación con el causado por los dos factores recién señalados, que sin duda pudieron
bastar por sí solos para determinar el notable cambio posterior de posición moral por
parte del coronel Otto Noack. Cambio indudable, expresado en la aguda diferencia
entre sus manifestaciones de noviembre de 1997 (ante nosotros y ante un alumnado
militar salvadoreño) y sus declaraciones de julio de 1998 (ante un medio de
comunicación internacional).
En cualquier caso, sus argumentos expresados para la importante emisora holandesa
coincidieron con los nuestros al menos en estos dos puntos concretos: primero, en
asumir que el reconocimiento de los excesos ya cometidos en el pasado en materia de
derechos humanos constituía el primer paso para la defensa presente y futura de tales
derechos. Y segundo: en asumir igualmente que la comparecencia de ciertos militares
ante la justicia suponía también un paso necesario contra el mantenimiento de la
impunidad y a favor de la dignidad de la institución.
De todo esto cabe extraer una conclusión muy digna de ser subrayada: que el cambio de
las convicciones arraigadas de un militar, aunque no resulte fácil, sí cabe afirmar que
resulta posible. Y ello como consecuencia, entre otros factores, de nuevas evidencias
procedentes del entorno social, del conocimiento de nuevos datos anteriormente
ignorados o no suficientemente conocidos, así como del intercambio de ideas y
experiencias personales producidas -en ciertas ocasiones- incluso dentro del propio
ámbito profesional.
En definitiva, las declaraciones del coronel Otto Noack -sea cual fuere el proceso interno
que las generó- merecen ser destacadas como un hecho de notable importancia y sin
precedentes equiparables dentro del Ejército de Guatemala, por proceder de un militar
de relativamente alta graduación en servicio activo, y que se manifestaba
públicamente de cara al ámbito externo, nacional e internacional.

b) De la admisión de errores al reconocimiento de horrores


Hay que señalar, por cierto, que en fecha muy anterior -1982-, es decir, dentro del
período de máxima barbarie represiva, el propio Ejército de Guatemala había
reconocido por escrito, en un importante documento interno, y, por tanto, sin
trascendencia pública alguna, la realidad de las barbaridades que sus tropas habían
cometido o estaban cometiendo. El documento titulado Plan de Campaña 'Victoria 82',
en su Anexo a la Orden de Operaciones de igual nombre, referente a la concepción y
desarrollo de los planes operativos para dicho año 1982, incluía el reconocimiento de:
"...una buena cantidad de errores cometidos por las tropas, tales como vanda-
lismos, violaciones, robos y destrucción de cosechas, los cuales han sido explotados
hábilmente por la subversión nacional e internacional." (436)
Se reconocía, por tanto, la existencia de errores, designando como tales a
auténticos horrores, entre los que se incluían los 'vandalismos' y las 'violaciones',
acciones cometidas, según precisa el mismo texto, en "buena cantidad". Obsérvese que
estas actuaciones no se asumían en el documento como actos reprobables,
proponiéndose su corrección y castigo, y dictando normas operativas para
contrarrestar tan intolerables prácticas a lo largo de la campaña planeada -como
hubiera correspondido en un Ejército serio-, sino que tales actuaciones eran
percibidas, por los militares redactores del texto citado, como simples acciones
erróneas, que por haberse realizado dieron pie a su hábil explotación "por la
subversión nacional e internacional". En otras palabras: para los redactores del
documento, de no haber sido por esta "hábil explotación" efectuada por las malvadas
fuerzas internacionales, tales "errores" habrían dejado de serlo, y hubieran sido
consideradas como eficaces acciones contra el enemigo.
La diferencia, por tanto, entre el reconocimiento manifestado por el coronel Noack y el
expresado en este documento es doble y obvia. Por una parte, Noack no señalaba los
hechos reconocidos como simples "errores" sino como "excesos" y "abusos", con la
consiguiente carga de culpabilidad aneja a estas palabras. En cambio, el
reconocimiento escrito antes citado, admitiendo supuestos "errores" (en realidad se
trataba de acciones de enorme contenido delictivo, incluyendo de hecho, como hemos
visto en los informes del REMHI y de la CEH, un gran número de crímenes de lesa
humanidad) se producía en un documento interno del Ejército, no concebido en
absoluto para su difusión pública. Más aun, se trataba de un documento clasificado,
por su propia naturaleza, para que no pudiera tener difusión alguna en el ámbito civil.
Por el contrario, el reconocimiento explícito del coronel Noack para una importante
emisora extranjera, con su inmediata e inevitable repercusión en los medios de
comunicación nacionales e internacionales, iba directamente enfocado a su difusión
pública, dentro y fuera del país.
El salto de los errores reconocidos internamente sin repercusión exterior en 1982, a
los horrores reconocidos en público (aun sin usar literalmente esta palabra), con
amplia difusión interna y externa en 1998, aunque al margen –y en contra- del aparato
oficial, constituye un salto cualitativo que –aunque insuficiente- también resulta digno
de señalar.

c) Afirmación del ex presidente Vinicio Cerezo: "Evolución claramente positiva"


Otro de los factores de cambio positivo fue señalado por el ex presidente de la
República Vinicio Cerezo, en un acto público celebrado en la Casa de América (Madrid,
1998). A nuestra pregunta sobre su valoración personal del 'caso Noack' nos
respondió:
"Este caso nos demuestra una evolución claramente positiva en la situación de
Guatemala. Hace unos años, unas declaraciones como las del coronel Noack
hubieran costado irremisiblemente la vida a su autor. Hoy sólo le han costado un
arresto de 30 días. Nadie podrá decir que la diferencia es insignificante."
Justo es reconocer que en este punto el ex presidente tenía razón. Una razón relativa,
sin embargo, pues los mortíferos poderes ultraderechistas capaces de eliminar
físicamente a tantas personalidades de relieve como fueron eliminadas en Guatemala
en las últimas décadas conservaban la capacidad y determinación necesaria -¡todavía
en 1998!- como para eliminar a un obispo, tan importante y conocido como monseñor
Gerardi. Cabría alegar, frente a este argumento, que unos años antes tales poderes
hubieran eliminado sin vacilar al obispo y al coronel, y que en 1998 sólo eliminaron al
obispo, lo cual no deja de ser una positiva diferencia. Resulta obvio, por otra parte, que
los sectores más duros del Ejército de Guatemala se sintieron incomparablemente más
agredidos por el inmenso informe REMHI, dirigido por monseñor Gerardi, que por las
breves, aunque sustanciosas, declaraciones del coronel Noack.
En todo caso, es objetivamente obligado señalar como factor positivo esta doble
realidad: primera, un coronel guatemalteco en activo reconoce públicamente los exce-
sos cometidos por su Ejército, y señala la posibilidad de que ciertos militares, y quizá
él mismo, tengan que comparecer un día ante la justicia. Y segunda: ese coronel no
resulta asesinado, sino arrestado por un mes. Ninguna de estas dos cosas hubieran
sido posibles unos cuantos años atrás, y ello marca una cierta evolución favorable -
aunque radicalmente insuficiente- de aquella sociedad.
Y volvemos a decir ‘insuficiente’ porque la evolución necesaria, imprescindible y
urgente para Guatemala es aquélla que desemboque en una situación en la cual no
puedan ser asesinados ni el obispo ni el coronel, sin que tengamos que alegrarnos
(patética alegría) porque sólo cayó uno de los dos.

d) Sorprendente pronunciamiento de la más alta autoridad militar profesional


de Guatemala
Otro punto en el que pudo apreciarse un comienzo de fisuración en el muro de la
impunidad fue el siguiente: en 1998, el general Héctor Barrios Celada, a la sazón
ministro de Defensa, preguntado en una entrevista periodística sobre la actitud del
Ejército ante el hecho de que varios militares eran señalados como sospechosos de
haber participado en el asesinato de monseñor Gerardi, manifestó:
"No estamos en disposición de tolerar que nuestros miembros cometan delitos y
no sean llevados ante los tribunales de justicia" (437)
Valiosa manifestación contra la impunidad, inaudita en un Ejército como el de
Guatemala, pues contradice todos los módulos anteriores del comportamiento militar
en aquel país. 'Inaudita' en su sentido literal, es decir, nunca oída con anterioridad.
Para hacer honor a la verdad, la frase exacta hubiera sido esta otra: "Siempre hemos
estado en disposición de que los miembros de nuestro Ejército acusados de los más
graves crímenes eludan sistemáticamente la acción de los tribunales de justicia." A lo
que hubiera podido añadir: “Y prácticamente siempre lo hemos conseguido.”
Si la curiosa frase pronunciada por el general llegara a ser cierta, ello convertiría al
Ejército de Guatemala en una institución militar plenamente normal, en el seno de una
sociedad democrática igualmente normal. Pero la realidad histórica del último medio
siglo ha venido siendo, en Guatemala, exactamente la contraria. Siendo atroces los
miles de crímenes cometidos por los militares a lo largo de las últimas décadas e
irrefutablemente constatados por el REMHI del Arzobispado y por la CEH de Naciones
Unidas (ésta última referente al largo período 1962-1996), ninguno de sus autores -
generales, jefes u oficiales- había llegado a ser juzgado y sentenciado aún, salvo
mínimas excepciones escasamente significativas y que confirmaban la aplastante regla
general. Ello demostraba hasta qué punto la institución había estado hasta entonces -y
seguía estando- en disposición de tolerar que gran número de sus miembros –
prácticamente todos- eludieran la acción de la justicia, garantizando su impunidad por
muy graves que fueran los delitos imputados.
Sin embargo, ya el hecho de que una alta autoridad militar -la segunda tras el presi-
dente de la República, y la más alta en términos absolutos dentro del estamento
militar profesional- se haya visto obligada a manifestarse en estos términos en virtud
de la presión social, es uno de esos hechos que hubieran sido absolutamente
imposibles años atrás, y que en cambio empezaban a resultar posibles a la altura de
1998. Y el hecho de que altos jefes militares se vieran forzados a emitir públicamente
ese tipo de manifestaciones indicaba al menos una cosa: que cada vez les resultaba
más difícil mantener intacta la impunidad, y que ya no podían presentarse ante el
mundo como seguros beneficiarios de ese privilegio que durante tanto tiempo fueron
capaces de mantener.
Ninguna autoridad militar guatemalteca hubiera necesitado recurrir a una afirmación
semejante en los años 70 u 80, cuando la impunidad era plena y no se veía limitada
por ninguna parte, y, en consecuencia, ni siquiera eran necesarias las concesiones
verbales. En cambio, ya a la altura de agosto de 1998, y como resultado del clamor
social de dentro y fuera del país, empezaban a verse forzados a manifestarse –de
alguna manera y en alguna ocasión- contra aquella impunidad, hasta hace poco
impenetrable. Y esto, quiérase o no, empezaba a reflejar un debilitamiento de aquel
'bunker' ayer hermético y que ya empezaba a dejar de serlo. He aquí, pues, otro índice
de un relativo cambio social en las relaciones Ejército-Sociedad, aunque, por supuesto,
modesto e insuficiente una vez más.

e) Otros indicios de la existencia de algún sector militar clandestino, opuesto a


la línea represiva y al mantenimiento de la impunidad
Otro factor, de peso difícilmente mensurable, pero digno de ser aquí mencionado, es la
aparición de algún grupo clandestino dentro del Ejército, discrepante de la línea
oficial, que en alguna ocasión se ha expresado en forma de comunicado público,
señalando a militares concretos como autores de graves violaciones de derechos
humanos y exigiendo su depuración. Tal es el caso de la autodenominada "Asociación
de Militares contra la Impunidad" (AMCI), que hizo público el documento
titulado "Sentimiento contra la impunidad" (mayo 2000), acusando a aproximada-
mente una decena de jefes y oficiales, con sus nombres y apellidos, pertenecientes a
los servicios de inteligencia, a los que señalaba como responsables de una serie de
asesinatos y atentados diversos, concretando también los nombres de las víctimas, y
calificando a los imputados de "delincuentes que consolidan el cinturón de impunidad
en el país" (438)
Este tipo de pronunciamientos, cuya importancia resulta difícil de evaluar (por la
extraordinaria dificultad de cuantificar el número de miembros, peso y penetración de
cualquier organización militar que actúe clandestinamente en el seno de cualquier
Ejército), no deja de ser, sin embargo, un síntoma de que el Ejército de Guatemala no
es exactamente un bloque monolítico que asume como propios los aberrantes
crímenes cometidos, sino que dentro de la institución –aparte del coronel Otto Noack-
existen también otros militares profesionales que abominan de los muy abominables
crímenes cometidos y rechazan la muy rechazable coraza de la impunidad, exigiendo
la muy exigible rehabilitación moral y social que permitiría a su Ejército asumir su
correcto papel institucional, en el marco de unas dignas relaciones Ejército-Sociedad.

f) Sentencias judiciales emitidas entre 2001 y 2004. Aparición de fisuras en el


fuerte muro de la impunidad militar
Aunque puede afirmarse que la impunidad militar en Guatemala goza todavía de
"bastante buena salud", decimos "bastante" y no "total" o "absoluta" porque, en rigor,
es preciso reconocer que algunos de los hechos que hemos examinado en las páginas
precedentes (casos Mack y Gerardi) implican ya un cierto debilitamiento de tal
fenómeno, demostrándonos, con unas pocas sentencias (las ya comentadas, emitidas
sobre los casos Gerardi y Mack entre los años 2001 y 2004), que la impunidad todavía
vigente, aunque fuerte y persistente, ya no es lo que fue.
Para empezar, el simple hecho de que se hayan producido sentencias de 30 años de
prisión (respaldadas ya por la Corte Suprema) para los militares responsables
del asesinato de monseñor Gerardi (entre ellos un coronel), y para uno de los
responsables del asesinato de la antropóloga Myrna Mack (otro coronel, aunque
después pudo darse a la fuga por otra vergonzosa deficiencia de la justicia y de la
policía guatemaltecas), el simple hecho –decimos- de la existencia de estos
procesamientos y estas sentencias constituye ya de por sí un triunfo no desdeñable
contra la impunidad. En particular, el inmenso esfuerzo que costó llegar a procesar a
los tres jefes de alta graduación imputados en el caso Mack, y la condena de uno de
ellos, significó un tipo de victoria de la justicia y de los derechos humanos sobre una
impunidad histórica que siempre había hecho imposible cualquier proceso similar.
Aunque todavía muy escasos, este tipo de procesamientos y de juicios constituyen de
por sí otros tantos golpes, no precisamente despreciables, contra esa impunidad que ya
empieza a mostrar algunas evidencias de fisuración real, y no solo verbal. Logros que,
aunque importantes, deben ser calificados todavía como relativos e insuficientes,
mientras no se alcancen, se normalicen y se conviertan en habituales los hechos
siguientes:
a) Que los procesos por los graves crímenes represivos culminen en sentencias
efectivas, condenatorias y de magnitud ejemplar (es decir, justa y proporcionada a la
magnitud de los delitos cometidos), y, sobre todo, de ineludible cumplimiento (sin que
los criminales reciban las facilidades que les permitan darse a la fuga y recuperar su
acostumbrada impunidad).
b) Que tales sentencias sean también aplicadas a los militares de alta graduación que
aparezcan como responsables y autores de las órdenes criminales, y no sólo a los
simples ejecutores materiales, ni solamente a aquellos mandos intermedios (jefes y
oficiales, coroneles incluidos) que recibieron las órdenes de los generales y las
transmitieron a los ejecutores materiales de grado inferior. Por el momento, incluso
en estos casos excepcionales en que se ha conseguido condenar a algún coronel, jamás
se ha logrado condenar a ningún general, ni siquiera a aquéllos que eran sus jefes
inmediatos en la cadena de mando militar. Todavía los generales –a diferencia de
Argentina y Chile- siguen apareciendo en Guatemala como entes intocables, cuya
culpabilidad, supuestamente, nunca se consigue demostrar, por mucho que tal
culpabilidad resulte de una evidencia extrema desde la perspectiva de la línea de
mando y la jerarquía militar
Objetivamente, resulta obligado señalar también, en sentido positivo, otro dato no
despreciable: el hecho de que los defensores de los militares acusados en los
casos Gerardi y Mack hayan fracasado en su intento de hurtar sus procesos
respectivos a la jurisdicción civil para encomendarlos a la militar. En su momento, los
tres mandos militares imputados en el asesinato de Myrna Mack trataron de conseguir
que su caso fuera puesto en manos de un tribunal militar. Tal pretensión fue
rechazada por el fallo de la Corte Suprema de Justicia. Fallo que fue recurrido en
amparo por los imputados ante la Corte de Constitucionalidad, la cual ratificó la
decisión anterior, favorable a la jurisdicción ordinaria. Finalmente el caso fue
asignado al Tribunal Tercero de Sentencia, que fue el que los juzgó.
Otro tanto sucedió en el caso Gerardi. El coronel y el capitán imputados solicitaron el
traslado del caso a la jurisdicción militar, con resultado igualmente negativo, pues
pese a los recursos presentados por la defensa, y en medio de los problemas,
intimidaciones y hostigamientos habituales, se consiguió que el proceso siguiera su
curso dentro de la jurisdicción ordinaria civil.
Ello, en este caso como en el anterior, nos revela dos datos de interés. Por una parte,
este hecho pone en evidencia una faceta más de los mecanismos de la impunidad: los
militares involucrados en graves crímenes saben muy bien que un tribunal
perteneciente a su cerrado ámbito estamental será con ellos incomparablemente más
benévolo que cualquier tribunal civil, contra el cual, en cambio, la más eficaz táctica
defensiva habrá de ser, como es tradicional en aquella sociedad, la amenaza, el
hostigamiento y la intimidación de jueces, fiscales, abogados, denunciantes, testigos y
sus respectivas familias, como ya hemos podido comprobar con reiteración.
Y como segundo dato muy destacable, este mismo hecho nos revela otra gran verdad
que, en términos objetivos, también es obligado señalar: que no todos los jueces, ni
todos los fiscales, ni todos los abogados que intervienen en estos juicios, ni todos los
testigos que prestan declaración en estos casos, ni todos los policías que los
investigan, se dejan intimidar hasta el extremo de paralizar la acción de la justicia. La
realidad nos demuestra –y hay que decirlo con legítima satisfacción- que existen, pese
a todo, funcionarios y ciudadanos suficientemente enteros en cada una de estas
posiciones como para resistir las enormes presiones que este tipo de juicios acarrean
en Guatemala. Personas que, resistiendo las presiones y tragándose sus miedos -
absolutamente lógicos y humanos- ante determinadas amenazas, consiguen, pese a
todo, mantener en pie la todavía débil, entorpecida y siempre amenazada maquinaria
de la justicia guatemalteca, y llevar adelante este tipo de juicios, tratando de llegar a
una sentencia justa. Actitud admirable, incluso en aquellos casos (harto frecuentes) en
que, después de su actuación, hubieron de salir del país ante la gravedad de las
amenazas recibidas. Amenazas que, en algunos casos, llegaron a cumplirse en
términos mortales, como ya pudimos ver.
Aquéllos que así proceden, actuando o declarando a pesar de las terribles presiones -
desde jueces y fiscales hasta simples testigos- son hoy los pioneros admirables de la
futura justicia que un día prevalecerá en una Guatemala democrática y sometida al
imperio de la Ley, en la cual los crímenes serán juzgados y castigados con toda
normalidad por una eficaz maquinaria judicial, sin que ello implique riesgo especial
alguno para los participantes en ella. Pero todavía en la actual Guatemala, entrada ya
en el siglo XXI, el conseguir procesar, llegar a juzgar y sentenciar a determinados
criminales continúa siendo más un acto de heroísmo que de simple ciudadanía común.

g) Anuncio oficial de reducción de los efectivos del Ejército. Presentación de la


nueva Doctrina del Ejército de Guatemala
El día 1 de abril de 2004, el Gobierno de Guatemala (surgido del triunfo de Óscar
Berger, ex alcalde de la capital, en las elecciones presidenciales de diciembre de 2003)
anunciaba un Programa de Modernización del Ejército. Tal programa incluía, entre
otras medidas, una reducción del 50% tanto en el número de efectivos militares como
en el presupuesto del Ministerio de Defensa. Con ello, superando incluso los
compromisos alcanzados en los Acuerdos de Paz, se programaba que, para el año
2005, los efectivos del Ejército quedarían reducidos a 15.500 personas, volumen más
acorde con el actual escenario nacional e internacional, y con la magnitud de los otros
Ejércitos centroamericanos.
MINUGUA, la misión de la ONU en Guatemala, acogía este anuncio con gran
satisfacción, emitiendo un comunicado en el que, entre otras cosas, decía lo siguiente:
“La iniciativa refleja los cambios que se han dado en los últimos años, tanto en el
ámbito nacional con la finalización del conflicto armado interno, como a nivel
mundial (...). Las condiciones actuales demandan el desarrollo de una nueva
doctrina militar, así como modernas modalidades de despliegue y funcionamiento
que coincidan con los conceptos fundamentales establecidos en los Acuerdos de
Paz para la misión del Ejército en un contexto de paz.”
“MINUGUA valora este Programa de Modernización del Ejército, especialmente al
tomar en cuenta que la situación política y económica del país exige liberar
recursos para atender otros temas prioritarios, tales como educación, salud y
seguridad ciudadana. La Misión hace también un llamado para que el esfuerzo de
este Programa se complemente con la discusión y pronta aprobación de la nueva
Doctrina Militar.” (439)
Esta insistencia, por parte de la ONU, en la redacción de una nueva Doctrina Militar
para el Ejército de Guatemala resultaba plenamente comprensible, y ello por triple
motivo. Primero, por la urgencia y la necesidad objetiva de establecer doctrinalmente,
para los militares guatemaltecos, aquellos conceptos básicos de la moral militar que
hacen posible el respeto a los derechos humanos, el rechazo de la impunidad y la
correcta subordinación al poder civil democrático. Segundo, porque la reciente
experiencia de la propia ONU en el vecino Ejército de El Salvador había resultado
francamente positiva al conseguir, con razonable rapidez, que los militares
salvadoreños, eficazmente asesorados por ONUSAL (la homóloga de MINUGUA),
aprobaran una buena Doctrina Militar, corta en extensión (nunca necesita ser larga en
absoluto) pero suficientemente satisfactoria por sus principios básicos en ella
establecidos. Y tercero, porque la increíble tardanza del Ejército de Guatemala en
aprobar una nueva Doctrina (a pesar de tener un determinado proyecto redactado ya
desde 1999) había venido demostrando su enorme resistencia a este cambio tan nece-
sario, y que tanto debería afectar a su mentalidad, a sus normas jurídicas (Código
incluido) y al contenido de su formación académica y profesional.
Finalmente, tres meses después del citado llamamiento de la ONU, el Ejército
presentaba al presidente de la República, Óscar Berger, el 30 de junio de 2004, la
nueva Doctrina del Ejército de Guatemala, que en el Capítulo 4 tendremos
oportunidad de valorar.

h) Consideración final sobre estos factores de esperanza


Consideramos, en definitiva, que este conjunto de factores positivos hasta aquí
mencionados, aunque arrojan algún rayo de esperanza sobre un posible futuro más
prometedor, resultan, por el momento, enormemente insuficientes respecto al gran
cambio de formación y mentalidad (mucho más que de volumen, gasto y número de
efectivos) que necesita el Ejército de Guatemala para llegar a establecer una correcta
relación con su sociedad civil y poder adquirir (cosa no precisamente fácil) una nueva y
respetable imagen ante su propio pueblo y ante la comunidad internacional.

3.8. FACTORES NEGATIVOS TODAVÍA SUBSISTENTES, PESE A LOS POSITIVOS


ELEMENTOS YA REGISTRADOS
Entre las manifestaciones más notables de la persistente resistencia por parte de la
institución militar guatemalteca, en cuanto a asumir las exigencias de los nuevos
tiempos en materia sociológica, jurídica, doctrinal y moral, cabe señalar los factores
siguientes.
a) Prolongada e injustificable resistencia a la renovación del obsoleto Código
Militar de 1878
Resulta increíble que a la altura del año 2005 un Ejército –cualquier Ejército- pueda
arrastrar la carga de un código de 1878, empalmando directamente el siglo XIX con el
XXI, como si el siglo XX no hubiera existido, con todo lo que éste significó en cuanto a
avances de la Sociología Militar, la moral castrense, el Derecho Humanitario
Internacional, el ejercicio del mando y el liderazgo militar. Resulta inexplicable
mantener un texto aferrado a la obediencia debida a las órdenes superiores (incluso si
fueran órdenes criminales), dejando libre de responsabilidad al subordinado que las
obedece, en contra de las exigencias de la moderna moral militar, que impone el
mando y la obediencia estricta dentro de la ley, pero nunca fuera de ella.
Se trata de un Código regido por una serie de conceptos anacrónicos, instrumento que
debió ser renovado o sustituido muchas décadas atrás, y que, por seguir tropezando
con poderosas fuerzas obstaculizadoras, continúa increíblemente sin poder ser
renovado a la altura de 2005, nueve años después de los citados acuerdos de Paz. Se
trata de un texto para el que no existen los Convenios de Ginebra, ni sus Protocolos
Adicionales, ni los Convenios contra el Genocidio, la Tortura, etcétera, ni el moderno
concepto de liderazgo moral. ¿Cómo puede enseñarse hoy, en un centro de educación
militar, un código de estas características, cuando se tiene una Constitución que
rechaza la obediencia a las órdenes delictivas? Aquel alumno, aquel joven cadete que
se ve obligado a aprender este Código llega inevitablemente a la conclusión de que el
Código Militar prevalece sobre la Constitución. “Si me hacen aprender este Código es
porque está vigente. Si no lo estuviera no me lo enseñarían. Si me lo enseñan es porque
vale, porque estoy obligado a cumplirlo.” Así, aquel alumno que aprende el artículo 5
de ese Código lo más probable es que se sienta obligado a ignorar durante toda su vida
el artículo 156 de la Constitución.
Esto (junto con la tantas veces aludida Doctrina de Seguridad Nacional) arroja mucha
luz sobre la atrocidad del genocidio maya. Durante años, todas las órdenes de matar,
de violar, de torturar, de asesinar a pequeñas comunidades mayas, incluyendo a los
niños e incluso a los bebés, fueron obedecidas. En otras palabras: pleno cumplimiento
del artículo 5 del Código (obediencia debida al superior sin responsabilidad penal
para el subordinado) y absoluto desconocimiento de los artículos 3 y 156 (entonces
146) de la Constitución, precepto que rechaza –y rechazaba entonces- la obediencia a
tales órdenes.
A la luz de esta terrible experiencia, resulta difícilmente comprensible que un Ejército
siga manteniendo, a lo largo de tantas décadas, un Código como éste de 1878,
imponiéndolo todavía a unos militares que, para poder aprenderlo y aplicarlo, necesitan
desconocer, y llegado el caso quebrantar, su propia Constitución. (Véase nuestro
Apéndice final, apartado 2.2.: Recomendaciones para el Código Militar, párrafos 19 a
34).

b) La impunidad militar, aunque algo erosionada, se resiste violentamente a


desaparecer
La sociedad guatemalteca no ha podido librarse aún de una de sus más peligrosas y
pesadas taras: el mantenimiento –si no ya total y absoluto, sí todavía increíblemente
sólido y resistente- de la impunidad militar.
Respecto a los más notables casos aquí examinados –empezando por el más reciente
de ellos, el asesinato en 1998 del obispo monseñor Juan Gerardi, cuyo caso hemos
tratado páginas atrás con no poca extensión-, ya hemos visto el grado de violencia y
coacción que se ejerció con la pretensión –aunque finalmente fallida- de hacer
imposible un juicio justo y el adecuado castigo a los culpables.
En cualquier caso, y ciñéndonos a las evidencias ya instaladas, el asesinato de
monseñor Gerardi constituye una de las acciones más rotundas perpetradas en defensa
de la impunidad militar, por tratarse de una acción directísima contra uno de los
ciudadanos guatemaltecos que más han amenazado dicha impunidad, al difundir al
mundo en abril de 1998, mediante el informe REMHI, que él mismo dirigió, las
atrocidades cometidas por el Ejército de Guatemala en los años de más terrible
represión, adelantándose casi en un año al informe de la ONU, que no llegaría hasta
febrero de 1999.
Hemos examinado, igualmente, el caso de Myrna Mack, con sus 14 años de lucha
ininterrumpida por perforar un muro que resultaba infranqueable, a pesar de que
todos los datos se hallaban ya sobre la mesa y que los hechos eran y son
sobradamente conocidos desde mucho tiempo atrás. También ella, como antropóloga,
amenazó de alguna manera la impunidad militar al publicar su informe sobre los
desplazados, demostrando que todas las penalidades de estos infortunados sectores
de población procedían de la criminal estrategia contrainsurgente desarrollada por el
Ejército en los años 70 y 80. Aquella forma de condenar la acción del Ejército también
era una forma de poner en peligro su impunidad. Y, por su parte, también el político
centrista Jorge Carpio comprometió –esta vez directamente- la impunidad militar, al
oponerse por vía parlamentaria a la pretendida amnistía, por lo que fue asesinado
también.
Todos ellos fueron asesinados por el mismo motivo: poner en peligro, de una u otra
manera, a la arraigada impunidad militar. Y después de sus asesinatos, en todos sus
casos judiciales, la justicia tropezó con la misma barrera, todavía casi
infranqueable: la de la propia impunidad estamental.
c) Grandes similitudes entre los casos Mack y Gerardi. Contumaz persistencia de
los mecanismos de la impunidad, pese a los ocho años transcurridos entre
ambos crímenes

Salvo en la duración del proceso (recordemos que Gerardi fue muerto en 1998,
mientras que el asesinato de Mack se remonta a 1990), en ambos casos tenemos,
como factores básicamente coincidentes: a) Autores materiales, en ambos casos,
sargentos especialistas del EMP. b) Implicación superior, en calidad de coautores: un
coronel como principal imputado en cada caso, según las respectivas sentencias. c)
Intento, por parte de los imputados y sus defensores, de lograr ser juzgados por la
jurisdicción militar y no por la civil. Fracaso en ambos casos de tal pretensión, que
hubiera favorecido en grado sumo la impunidad. d) Medios utilizados para ambos
crímenes: recursos y personal del EMP. e) Procesos demorados por toda clase de
entorpecimientos, amenazas y coacciones sobre jueces, fiscales, testigos, etc.
Asesinato de investigadores (caso Mack) y de testigos (caso Gerardi). f) Largas conde-
nas de prisión para ambos sargentos y para ambos coroneles (en la citada primera
instancia). g) Anulación de ambas sentencias condenatorias por el Tribunal de
Apelación. h) Posterior restablecimiento por la Corte Suprema de la condena de
primera instancia. i) Muy probable existencia, en ambos casos, de aún más altas
autoridades militares responsables que, por encima de los citados coroneles, les
ordenaron la preparación y ejecución de ambos crímenes de Estado, autoridades que
todavía permanecen protegidas por la coraza de la más total impunidad.

El hecho de que los ocho años transcurridos entre ambos crímenes no hayan cambiado
en absoluto las tremendas fuerzas adversas a la justicia y favorables a la impunidad
constituye otra prueba de la gran resistencia al cambio de la sociedad guatemalteca y de
su Ejército en particular.

Incluso esos dos hechos que marcan una aparente diferencia entre ambos casos, la ya
señalada fuga del coronel condenado (en el caso Mack) y el asesinato en motín
carcelario del sargento también condenado (en el caso Gerardi), resultan ser otro
factor común, pues se trata, en ambos casos, de acciones delictivas a favor de la
impunidad: el primero, por impedir el cumplimiento de la justa sentencia firme, en la
que coincidieron sucesivamente tres tribunales, y el segundo, por tapar la boca de un
testigo que estaba en condiciones de detallar la culpabilidad de sus superiores que le
ordenaron actuar.

En cualquier caso, de ninguna manera cabe olvidar que, para poder investigar,
capturar, juzgar y condenar al repetidamente citado asesino material de Myrna
Mack (y, muchos años después, también a uno de sus jefes), resultó necesario un
precio terrible y desproporcionado: la vida del abnegado policía y ejemplar
investigador José Miguel Mérida Escobar, que rechazó la versión trucada sobre el
crimen, preparada al efecto por el EMP (que lo achacaba falsamente a delincuencia
común) para respaldar la versión verdadera, cuyas evidencias había descubierto
(crimen de Estado, ordenado por el tantas veces citado servicio secreto militar). Una
impunidad como ésta, que sólo puede ser vencida mediante comportamientos heroicos,
tales como la entrega de la vida del investigador -quien, como ya vimos, anunció su
próxima muerte al firmar su testimonio judicial- es una impunidad demasiado ciclópea y
poderosa, dotada de una mortífera capacidad de respuesta. Capacidad de respuesta
criminal, demostrada nuevamente en 1998 con el asesinato de una personalidad de un
relieve social tan notable como la de un obispo, monseñor Juan Gerardi, por haber
dirigido una investigación de gran alcance sobre los peores crímenes represivos
cometidos en décadas anteriores por la institución militar. La realidad de hechos
como éstos (nuevos y graves crímenes de la última década del siglo XX), al ser
históricamente tan recientes, no nos permiten afirmar que este vergonzoso fenómeno
haya llegado a su fin.

d) Otro nuevo instrumento al servicio de la impunidad


Otra nueva herramienta al servicio de la impunidad ha aparecido en manos de quienes
aspiran a mantenerla. Se trata de un mecanismo de reacción contra cierto tipo de
denuncias judiciales presentadas contra los grandes criminales guatemaltecos en el
ámbito internacional. La muy conocida Rigoberta Menchú (premio Nobel de la Paz
1992), exiliada en México desde hace años, fue en su momento formalmente denun-
ciada ante los tribunales guatemaltecos por el delito de "traición a la patria", por
haber presentado en Madrid ante la Audiencia Nacional, al amparo de la legislación
española e internacional, que así lo permite, una denuncia contra varios mandos
militares guatemaltecos del máximo nivel, incluidos los repetidamente citados
generales Romeo Lucas García y Efraín Ríos Montt, presidentes de la República en los
peores años de la represión. La denuncia, por el momento, se limitó a algunos de los
innumerables casos de atrocidades cometidas, incluyendo, entre otros, el asalto e
incendio de la embajada de España en Guatemala por las fuerzas de orden público (31
de enero de 1980), donde fallecieron casi cuarenta personas, incluido el diplomático
español Jaime Ruiz del Árbol y el padre de la propia Rigoberta, ambos quemados vivos
en aquella brutal actuación de las fuerzas de seguridad.
Como es sabido, numerosos ciudadanos de distintos países han presentado en Madrid,
ante la Audiencia Nacional, denuncias contra las dictaduras argentina y chilena,
siempre en el marco de lo establecido por las leyes nacionales y los convenios
internacionales (y que dieron lugar en su día a procesamientos de importantes
militares argentinos, así como al espectacular caso Pinochet). Pues bien: la amenaza de
que cualquier ciudadano guatemalteco, si presenta en nuestra Audiencia Nacional o en
cualquier otro ámbito internacional alguna denuncia contra los grandes criminales de
Guatemala, pueda verse abocado a afrontar en su país nada menos que una acusación
de "traición a la patria", esta directa e injusta amenaza constituye sin duda otra forma
de defender el gran espacio de impunidad estamental que todavía se reserva en aquel
país su potente corporativismo militar.

e) Balance general: considerable resistencia al cambio profundo, todavía


evidente en áreas de gran importancia, nueve años después de los Acuerdos de
Paz
Guatemala llegó al año 2000 y entró en el nuevo siglo y el nuevo milenio sin haber
establecido todavía una nueva Doctrina Militar que sustituyera a la vieja Doctrina de
Seguridad Nacional, sin haber renovado su viejo Código Militar del siglo XIX, y sin
haber superado la gravísima tara de la impunidad estamental. La nueva Doctrina ha
sido finalmente introducida en junio de 2004, aunque previsiblemente tardará
muchos años más en alcanzar su verdadera meta, ya que toda doctrina tiene como
meta establecer unas determinadas convicciones y pautas de conducta para los
miembros de una institución. Y cambiar las convicciones resulta mucho más difícil que
cambiar las leyes, según los hechos nos han demostrado tantas veces y en tantos lugares.
Queda pendiente el nuevo Código, y queda todavía pendiente, sobre todo, el gran tema
de la impunidad, pues aunque ésta se ha visto ligeramente disminuida por unas pocas
sentencias importantes sobre los principales crímenes de los años 90, se sigue sin
haber logrado ningún juicio ni condena por los crímenes mucho más numerosos y
mucho más graves cometidos en los años 70 y 80.
Resulta obligado señalar la gran dificultad que experimenta el Ejército de Guatemala en
adaptarse a los nuevos tiempos. Prueba de ello es su increíble tardanza en la adopción
de los nuevos instrumentos necesarios para el tiempo actual.Esos siete años y medio
transcurridos desde la firma de los últimos Acuerdos de Paz (diciembre 1996) y la
aprobación de la nueva Doctrina (junio de 2004), marcan la magnitud de esa
dificultad. Más aún cabe decir del anquilosado Código Militar de 1878. Estos datos
reflejan la fuerte resistencia interna opuesta a unos cambios que resultan tan necesarios,
por su influencia en los comportamientos –positivos o negativos- del estamento militar.
También resulta digno de señalar el muy largo tiempo que se ha tardado en cumplir la
reducción de efectivos del Ejército, incluida en los Acuerdos, y la disolución del Estado
Mayor Presidencial, organismo causante de tan graves violaciones de derechos
humanos. Disolución prevista también en los Acuerdos de Paz, prometida después
repetidas veces por el presidente Portillo y aplazada una y otra vez por éste, en
evidente demostración de la enorme resistencia que el Ejército oponía a esa disolución,
que no se logró hasta siete años después, en septiembre de 2003.
Pero probablemente, el más grave de los problemas del Ejército de Guatemala, por el
gran daño que causa a la sociedad civil y a la propia ética, cultura y mentalidad militar,
sigue siendo, como ya se ha señalado, la gran tara moral de la impunidad. Y ello es así
aunque el propio Ejército, o muchos de sus miembros, no sean conscientes de la
insidiosa gravedad del problema, que envenena la autolimitación moral, pues lleva a la
convicción de muchos militares la certeza de que, en ciertas situaciones, el militar
puede torturar brutalmente y asesinar a gran número de personas con la certeza de
que nunca le pasará nada. La convicción moral necesaria es precisamente la contraria:
la certeza moral de que todo aquel que torture y asesine será juzgado como criminal
en su propio país o caerá en manos de la justicia internacional.
Todos los datos disponibles nos revelan no sólo la férrea barrera que todavía
prevalece en Guatemala, y que impide juzgar los peores crímenes, sino, más aun, la
firme disposición de sus sectores más duros a llegar hasta el asesinato de quienes
hagan peligrar tal impunidad, tanto si las víctimas son, como ya hemos visto, altas
autoridades eclesiásticas (caso Gerardi) o muy probables presidentes de la República
(caso Carpio), o destacados profesionales civiles que señalan los excesos de la
institución militar (caso Mack). No digamos cuando se trata de simples policías (caso
Mérida, entre otros), o, más aún, cuando se trata de simples ciudadanos de a pie.
También forma parte del veneno de la impunidad la avalancha de amenazas contra
jueces, fiscales, abogados, testigos, etcétera, que se producen cuando la justicia trata
de combatir dicha impunidad.
En definitiva, estas duras realidades nos evidencian que la justicia en Guatemala -cada
vez que se pretende juzgar a algún imputado de cierta categoría militar- sigue
sometida a esa casi infranqueable barrera, constituida por la serie de ingredientes
coactivos ya conocidos y tan reiteradamente encontrados a lo largo del presente
capítulo y del anterior.
En líneas generales, puede afirmarse que, superada ya la frontera del siglo y del
milenio, la férrea impunidad de los militares en Guatemala se ha visto ligeramente
debilitada, pues no ha conseguido evitar algunos juicios y condenas por sus crímenes
más notorios de la década de los años 90, con un par de excepcionales sentencias
condenatorias, imposibles pocos años atrás. Pero lo más evidente, lo más grave, lo que
clama al cielo, es el hecho de que los más extensos, intensos y atroces crímenes, es decir,
los correspondientes a las matanzas masivas perpetradas durante el genocidio contra
las comunidades mayas entre 1978 y 1983, permanecen hasta hoy en la más
impenetrable impunidad. Y ello convierte a Guatemala en el punto más negro de toda
América en materia de impunidad criminal. De la más infame y obscena impunidad.

CAPÍTULO 4.-
ANÁLISIS DE LAS ACTUACIONES REPRESIVAS DEL EJÉRCITO DE
GUATEMALA A LA LUZ DEL MODELO IMPERATIVO-MORAL.
CONCLUSIONES SOBRE LOS MÁS DESTACADOS FACTORES GENERADORES
DE LA VIOLENCIA MILITAR EN AQUEL PAÍS Y SUS NECESARIAS VÍAS DE
CORRECCIÓN

ÍNDICE del Capítulo 4

4.1 En cuanto al concepto de disciplina


a) Obediencia ilimitada incluso a las órdenes más criminales
b) Atrocidades añadidas por los ejecutores, al amparo de la impunidad general
c) Incapacidad de los altos mandos para el control disciplinario de sus mandos
subalternos y de las tropas a su cargo
d) Valoración general en materia de disciplina militar
4.2. En cuanto al concepto del honor militar
4.3. En cuanto al espíritu corporativo y la impunidad
4.4. En cuanto al principio de limitación imperativa
4.5. En cuanto al principio de autolimitación moral
4.6. En cuanto a la concordancia imperativo-moral
4.7. En cuanto al vector social actuante sobre el Ejército de Guatemala
a) Derrocamiento en 1954 del presidente Jacobo Arbenz
b) Tensiones internas en el Ejército. Levantamiento militar de 1960
c) El factor étnico, determinante de comportamientos racistas en la represión
4.8. En cuanto al vector internacional actuante sobre el Ejército de Guatemala
4.8.1. Siniestra aportación exterior en materia de moral militar: la Doctrina de
Seguridad Nacional (DSN) aplicada en su máximo grado conocido de dureza,
extensión y crueldad
a) El concepto de "enemigo interior", elemento central de la Doctrina de
Seguridad Nacional
b) Enorme volumen de la acción represiva. Excepcionales niveles de crueldad
c) Extensa aplicación de la táctica de “tierra arrasada”. Reconocimiento de
excesos en documentación interna del propio Ejército
d) Sistemática eliminación de prisioneros
e) Eliminación de defensores de los derechos humanos y de un gran número
de opositores civiles no violentos, como fruto directo de la Doctrina de
Seguridad Nacional
f) Estrecha vinculación entre los ‘escuadrones de la muerte’ y los servicios de
‘inteligencia militar’, factor procedente del exterior en cuanto a tecnología y
metodología operativa
g) Trágico resultado del conjunto de factores anteriores, derivados de la
Doctrina de Seguridad Nacional. Extensa aplicación por los militares
guatemaltecos de las enseñanzas recibidas en Panamá (Escuela de las
Américas) y en otros centros norteamericanos y guatemaltecos
4.8.2. “Efecto pantalla” producido por las dictaduras del Cono Sur sobre las
gravísimas violaciones de derechos humanos cometidas en Guatemala
4.8.3. Ingredientes positivos del vector internacional, contrapuestos a los
anteriores: Convenios y Tratados de Derecho Humanitario Internacional
ratificados por Guatemala, y presión de los organismos internacionales a favor de
su cumplimiento
a) Valoración de las actuaciones represivas aquí referidas, a la luz del
Derecho Humanitario Internacional
b) Presiones de los organismos internacionales defensores de los derechos
humanos, positivo pero muy insuficiente factor de influencia exterior.
Desastroso balance total del vector internacional en su conjunto
4.9. Valoración en cuanto a la práctica del mando en el Ejército de Guatemala durante
el conflicto interno, a la luz del concepto de disciplina estricta dentro de la ley. Doble
fallo de la cadena del mando militar
a) En el mando de las unidades operativas
b) En el alto mando (cúpula militar)
c) Falaz argumento exculpatorio. Requisitos del mando, gravemente incumplidos
4.10. Valoración de la Justicia Militar en Guatemala durante el conflicto, a la luz de
los principios de limitación imperativa y de autolimitación moral. Patética inoperancia
frente a la generalización de los delitos perpetrados en un marco de plena impunidad
4.11. La represión militar en Guatemala a la luz de la “peculiaridad cultural”
4.12. Factores diferenciales del caso de Guatemala respecto a otras represiones
militares desarrolladas en la Región
4.13. Valoración de la nueva Doctrina del Ejército de Guatemala, como decisivo
factor de una nueva autolimitación moral
a) Intento previo y frustrado: el proyecto de nueva Doctrina, presentado en
diciembre de 1999
b) Presentación oficial, en 2004, de una nueva Doctrina del Ejército de Guatemala
c) Valoración de esta nueva Doctrina en cuanto al concepto de disciplina
d) Valoración en cuanto a los conceptos de honor y espíritu de cuerpo
e) Valoración en cuanto a la presencia de los derechos humanos en la moral
militar
f) Valoración en cuanto a la democracia y el respeto a la soberanía popular
g) Valoración de este cuerpo doctrinal en cuanto a la educación militar
h) Valoración de la nueva Doctrina de 2004 en cuanto al futuro del Ejército de
Guatemala y sus comportamientos con la sociedad civil
4.14. Urgente necesidad de un nuevo Código Militar. Aguda incompatibilidad del
arcaico Código de 1878 con la nueva Doctrina de 2004
4.15. ¿Puede Guatemala esperar algo de la justicia internacional?
4.16. Escandalosa persistencia de la impunidad, con su dañino efecto sobre
la autolimitación moral y sobre las relaciones Ejército-Sociedad en la Guatemala del
presente y del futuro
4.17. Conclusiones finales sobre los comportamientos represivos del Ejército de
Guatemala a la luz del modelo imperativo-moral. Nocivo elemento predominante
4.18. Consideraciones personales de un militar profesional español para un compañero
guatemalteco

4.1. EN CUANTO AL CONCEPTO DE DISCIPLINA


Empezando por el tipo de disciplina, nos encontramos con un dato fundamental: la
Constitución de Guatemala tenía -y tiene- correctamente establecido el concepto de
disciplina en el marco de la legalidad, rechazando la obediencia debida a las órdenes
dadas fuera de la ley. Así lo establece el siguiente artículo:
"Art. 156. No obligatoriedad de las órdenes ilegales. Ningún funcionario o empleado
público, civil o militar, está obligado a cumplir órdenes manifiestamente ilegales o que
impliquen la comisión de un delito."
Hacemos notar que la Constitución de la República de Guatemala, en sus versiones
vigentes durante las décadas en que se desarrollaron los terribles acontecimientos que
hemos examinado en la Primera Parte, mantuvieron siempre en vigor este importante
artículo. Ese número 156 corresponde a la Constitución de 1985, pero también la
anterior, que la precedió en veinte años (1965) incluía el mismo artículo con idéntica
redacción literal, si bien su número era entonces el 146. Más aun: el mismo concepto,
aunque en términos distintos, venía establecido por su predecesora, la de 1956 (art. 44)
al disponer que "Ninguno está obligado a cumplir ni acatar órdenes o mandatos que no
estén basados en ley."
Vemos, pues, que el Estado de Guatemala ha venido manteniendo, por vía
constitucional, una persistente línea, desde largo tiempo atrás, con una correcta
definición de la obediencia dentro de la ley y nunca fuera de ella. Vemos igualmente
que este precepto sobre el rechazo de las órdenes delictivas se hallaba plenamente
vigente durante las décadas de los 70, 80 y 90, al producirse todos los hechos aquí
examinados, así como todas las masacres (en número de 626) recogidas por
el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU. (440)
Sin embargo, este acertado precepto aparece ausente por completo del increíblemente
antiguo Código Militar -¡de 1878!-, vigente durante todo el conflicto guatemalteco que
nos ocupa, y que incluso hoy, al dar fin a esta obra, continúa –según nuestros últimos
datos- sin ser modificado ni sustituido. Viejísimo código que, en total contradicción con
el recién citado precepto constitucional, dispone todavía en su artículo 5, entre otras
cosas, que ‘ningún inferior será responsable por obedecer órdenes de sus naturales
superiores’, etc. Se trata, por tanto, de la vieja y ya superada "eximente de obediencia
debida", antiguamente vigente en todos los Ejércitos hasta que empezó a ser rechazada a
mediados del siglo XX. Vieja eximente, decimos, propia de los viejos Ejércitos, cuyos
códigos, al exigir la obediencia total a todo tipo de órdenes, amparaban a los
subordinados que recibían órdenes delictivas de sus jefes, eximiéndolos de
responsabilidad por los delitos que pudieran cometer en su cumplimiento. Lo cual, a su
vez, contribuía a garantizar una obediencia ciega y total, pues el subordinado, al cumplir
cualquier orden criminal, se sabía eximido de responsabilidad y libre de todo castigo.
Concepto legalmente rechazado por la moral militar actual.

a) Obediencia ilimitada, incluso a las órdenes más criminales


Pues bien: a pesar de que este obsoleto concepto de disciplina es hoy absolutamente
rechazado por los modernos códigos militares y por la moral militar actual, y a pesar de
que la propia Constitución de Guatemala establece –y establecía ya desde décadas atrás-
el derecho de desobediencia legítima para las órdenes delictivas, al quedar restringido el
obligado cumplimiento de las órdenes sólo para el marco estricto de lo legal, según
hemos visto en el ya citado artículo 156 (antes 146); y a pesar, por añadidura, de que la
norma constitucional debe siempre prevalecer sobre cualquier otra norma de rango
inferior, aun así en el Ejército de Guatemala -igual que sucedió en otros- prevaleció
aplastantemente la obediencia ilimitada, incluso a las órdenes de carácter más criminal.
Actuaciones tan atroces como las protagonizadas por los militares (ya examinadas en
el Capítulo 2), que quedaron registradas en los miles de testimonios prestados ante
las comisiones de la ONU y del Arzobispado de Guatemala –incluyendo la ejecución
sistemática de los prisioneros de la guerrilla; brutales torturas y terribles mutilaciones
de presuntos colaboradores de aquélla; asesinatos colectivos de población civil,
correspondieron a órdenes dadas y cumplidas. Órdenes tales como entrar en un
poblado, torturar a determinadas personas antes de matarlas, para obligarlas a dar otros
nombres o a señalar manualmente a otras personas –probablemente ajenas a toda
violencia y a toda complicidad, pero señaladas arbitrariamente por la ciega necesidad de
poner fin a terribles sufrimientos-, así como el incendio deliberado de edificios
mediante líquidos inflamables con personas civiles desarmadas, retenidas o
previamente introducidas en su interior, y otra larga serie de horrores incluidos de
lleno en la categoría de crímenes de lesa humanidad-, entre tantas otras órdenes de
carácter criminal, fueron sistemáticamente cursadas por la cadena de mando de aquel
Ejército, y, una vez dadas tales órdenes, fueron transmitidas y cumplidas por aquellos
jefes y oficiales que las recibieron, a pesar de su rotundo carácter anticonstitucional y
criminal. Cientos de órdenes que nunca debieron ser dadas por ningún mando militar de
ningún nivel. Incluso en caso de haber sido dadas tales órdenes por algún superior fuera
de su sano juicio, nadie debió estar dispuesto a obedecerlas (Art. 156 ya citado, entonces
146) perpetrando aberraciones de tal magnitud.

b) Atrocidades añadidas por los ejecutores, al amparo de la impunidad general


Como añadidura y continuación de tales crímenes sistemáticamente ordenados y
cumplidos, está claro que muchos militares de los más bajos niveles, incluidos
numerosos soldados, añadieron al cumplimiento de aquellas órdenes, ya de por sí
criminales, otras atrocidades que no formaban parte explícita de las órdenes
recibidas. En términos honestos y mínimamente objetivos, no nos resulta creíble que
se transmitiera por la cadena del mando la orden concreta de agarrar a los bebés
mayas por los pies y estrellar su cabeza contra los árboles o contra los muros, ni
tampoco la de abrir los vientres de las mujeres embarazadas, ni otras aberraciones de
tipo similar. Atrocidades que, sin embargo se repitieron numerosas veces, según
consta detalladamente en los abrumadores y voluminosos informes testimoniales del
Arzobispado y de la ONU, junto con otras monstruosas acciones de terrible inhuma-
nidad. El asesinato de niños, bebés incluidos, no como víctimas colaterales de
bombardeos o acciones similares, sino arrebatándolos de los brazos de sus madres
para estrellarlos o machetearlos; las numerosas violaciones de mujeres, formando a
veces colas para ello, siendo el último de la cola el que las mataba; el cortar uno por
uno todos los dedos de la mano y después la propia mano, el cortar orejas u otros
miembros a ciertas personas y obligarles a comérselas, sea a ellas mismas o a otros
familiares o vecinos presentes, y a veces delante de todo el pueblo, constituyeron
aberraciones que no podían formar parte de ninguna orden propiamente dicha, sino
de la locura desencadenada en un ambiente de criminalidad desatada, por unos
militares moralmente degradados y que, por añadidura, se sentían protegidos por la
más absoluta impunidad. Militares caracterizados, en definitiva, por
una ‘autolimitación moral’ absolutamente aniquilada hasta el extremo de su total
desaparición.
Ello significa que, más allá de las propias órdenes criminales dadas, transmitidas y
cumplidas (órdenes ya gravemente delictivas de por sí, desde su propio origen), sus
ejecutores de los niveles más bajos aportaron por su cuenta nuevas atrocidades
adicionales, única explicación posible de los más repugnantes –pero por desgracia tan
numerosos- delitos registrados en aquel genocidio, incursos de lleno en la categoría
de crímenes de lesa humanidad.
Resulta imposible señalar el límite exacto entre, por una parte, los grandes crímenes
masivos que fueron ordenados y disciplinadamente ejecutados en aquellas acciones
genocidas, y, por otra, las atrocidades que fueron anárquicamente añadidas sobre la
marcha por sus ejecutores; en todo caso, los testimonios masivos registrados nos
demuestran que ocurrieron ambas cosas, y ambas con escalofriante magnitud, a lo largo
del genocidio perpetrado contra las comunidades mayas entre 1978 y 1983.

c) Incapacidad de los altos mandos para el control disciplinario de sus mandos


subalternos y de las tropas a su cargo
El fallo de la disciplina no se produjo sólo por parte de los subordinados, al obedecer indebi-
damente las órdenes criminales. También se produjo el flagrante fallo de los mandos
superiores, al dar esas órdenes inequívocamente criminales, y al mostrarse incapaces de
ejercer la correcta disciplina sobre sus subordinados, impidiéndoles cometer los criminales
excesos que éstos añadieron, incluso más allá de su ciega obediencia a aquellas órdenes
criminales recibidas de la superioridad. Órdenes dictadas por el alto mando, que nunca se
debieron cumplir, pero que, sobre todo, nunca se debieron dar.
Aquellos mandos, de cualquier nivel, que dieron órdenes inequívocamente criminales
debieron ser arrestados sin vacilación alguna por orden del alto mando, y entregados a la
autoridad judicial militar. Nada de esto sucedió. Aquellas órdenes, pese a su intrínseca
criminalidad, fueron dadas y sistemáticamente ejecutadas, quebrantando con ello el
concepto de disciplina dentro de la ley, correctamente establecido para las Fuerzas
Armadas de Guatemala por su propio precepto constitucional. Ninguno de aquellos
oficiales, autores de aquellas órdenes abominables, fue por ello arrestado, privado del
mando y procesado por sus crímenes.
Por añadidura, aquellos jefes u oficiales cuyos subordinados, suboficiales y tropa,
estaban cometiendo toda clase excesos inauditos, incluso más allá de las órdenes
criminales recibidas, debieron ser inmediatamente separados del mando y entregados
a la justicia. Tampoco esto sucedió. Los mandos superiores se abstuvieron de impedir
este tipo de crímenes, permitiendo que se prolongaran indefinidamente durante
meses y años.
Dada esta reincidencia y esta larga duración, nadie puede alegar que tales atrocidades se
cometieron al margen del conocimiento de los altos mandos y en contra de la voluntad
de éstos. Tales mandos tuvieron sobrado tiempo y reiterada oportunidad de conocer que,
aparte de las acciones criminales que ellos ordenaban contra las comunidades mayas, que
eran ejecutadas sin escrúpulo alguno (en claro incumplimiento del Art. 156, entonces 146,
de la Constitución), sus ejecutores añadían sobre la marcha otra serie de atroces excesos,
fruto del supuesto descontrol. La pasividad del alto mando, con su total ausencia de
medidas preventivas y punitivas contra tales excesos, dejó muy claro que los apoyaban,
toleraban y admitían. De no haber sido así, al tener noticia de las primeras actuaciones
descontroladas e intolerables, tales acciones hubieran sido fulminantemente reprimidas
y castigadas por severísimas sanciones dentro del propio Ejército y de la justicia penal de
Guatemala. Pero tales castigos no se produjeron, demostrando que los mandos, a todos
los niveles jerárquicos, incluidos los más altos, aprobaban aquellas acciones
asumiéndolas como válidas, tanto si cada masacre había sido ordenada por separado
como si una serie consecutiva de ellas había sido autorizada mediante una directriz o
instrucción general que no requería órdenes concretas para cada una en particular.
Aquella orgía masiva de atrocidades, asesinatos, violaciones y mutilaciones, ya vista en
el capítulo 2, incluso si es atribuida en sus más escandalosos excesos al descontrol de los
ejecutores en sus más bajos peldaños jerárquicos, aun así, al ser tolerada y mantenida
durante tan largo tiempo por el alto mando sin reprimirla ni castigarla, demostró que éste
la autorizaba, la utilizaba y contaba con ella como contundente instrumento militar en su
“lucha contra la subversión”. En cualquier caso, ello arroja sobre los más altos jefes la plena
responsabilidad militar por tales crímenes, sin escapatoria posible basada en el desconoci-
miento o el descontrol. (Una vez más, la doctrina Yamashita resulta de ineludible
aplicación, a la hora de valorar el comportamiento y la responsabilidad criminal de
aquellos altos mandos cuyos subordinados cometieron tantos crímenes de lesa humani-
dad.)

d) Valoración general en materia de disciplina militar


De la enorme casuística disponible, incluyendo no sólo los miles de testimonios oculares
prestados por las víctimas supervivientes sino también de las aportaciones testimoniales
de represores participantes en los hechos, y que voluntariamente declararon años
después ante las dos principales comisiones de investigación (las tantas veces citadas de
la ONU y del Arzobispado), se deduce sin lugar a dudas que el tipo de disciplina vigente en
aquel Ejército en sus acciones represivas evidenció un doble y gravísimo quebranto de
la correcta disciplina, manifestado en los dos siguientes niveles:
Para los subordinados, especialmente a los más bajos niveles de la jerarquía.
Su degradación en el campo de la disciplina militar fue doble, pues se dividió en dos
tipos de actuaciones: 1. Obediencia ciega a todo tipo de órdenes, incluidas las más
criminales, en contra de lo específicamente establecido en el ya conocido precepto
constitucional; y 2: Aquellas otras acciones criminales que los ejecutores de las órdenes
añadieron por su cuenta, actuando al amparo de la vigente impunidad general.
Para los superiores, especialmente a los más altos niveles del mando. Éstos
incurrieron también en una doble degradación en cuanto a la disciplina: 1.
Impartición de órdenes y directrices absolutamente criminales, incompatibles con un
correcto ejercicio del mando y la disciplina; y 2: Aceptación sistemática, igualmente
criminal, de las atrocidades cometidas por sus subordinados, no ya en el cumplimiento
de las órdenes recibidas, sino en las acciones criminales añadidas por su propia
iniciativa en los más bajos niveles del mando militar, al amparo de la masiva
impunidad imperante en aquella represión.
En pocas palabras: grave quebranto generalizado y absoluta negación –por parte de
superiores e inferiores- del recto concepto de disciplina estricta, exigible –para unos y
otros- sólo dentro del marco estricto de la legalidad. El principio básico, plenamente
asumido por la moral militar actual y por los códigos militares de nuestro tiempo, y
también por el precepto constitucional guatemalteco, de que las órdenes notoria-
mente ilegales no deben ser nunca dadas ni cumplidas -quedando expresamente
excluidas del deber de obediencia-, fue sistemáticamente desconocido y quebrantado
a lo largo del conflicto al darse y obedecerse todo tipo de órdenes criminales. Este
quebranto, junto a la sistemática tolerancia de los más abominables excesos añadidos, se
tradujo en una aguda degeneración del concepto de disciplina militar en todos sus
ámbitos de aplicación.
4.2. EN CUANTO AL CONCEPTO DEL HONOR MILITAR
El honor militar resultó degradado al margen de toda exigencia moral, quedando
convertido en una abstracción, vacía de todo contenido moral y desvinculada de los
comportamientos éticos y de los derechos humanos más elementales, con absoluto
olvido del antiguo –y ejemplarmente moderno- concepto del “honor sanmartiniano”,
que en su día enorgulleció a los Ejércitos latinoamericanos. El viejo concepto del
general argentino José de San Martín –magnífica y exacta anticipación de lo que más
de un siglo después sería el Derecho Humanitario Internacional en su vertiente
militar- fue sustituido por una moral plenamente compatible con la práctica
sistemática de la tortura y el exterminio del enemigo herido o capturado, junto con
una extrema crueldad para con la población civil.
En efecto, aquel honor, inseparable del respeto a los derechos humanos (incluidos los
del enemigo) fue sustituido por otro concepto, basado en considerar que el secuestro
clandestino o el asesinato directo de opositores políticos, la tortura, la mutilación, el
exterminio de poblaciones civiles, la violación de mujeres y el asesinato de menores,
entre otras, constituyen actividades propias de su profesión en ciertos casos, y que,
como tales, no lesionan el honor militar, pues nada tienen que ver con éste, ni para
bien ni para mal.
Justo es reconocer que los militares guatemaltecos no acostumbran a citar el honor
tanto y tan vanamente como -por ejemplo- sus homólogos argentinos, que tan
frecuentemente invocan en sus discursos al honor sanmartiniano. También es cierto
que aquel honor -con su exigente moral en cuanto al respeto debido a los prisioneros-,
es algo que les queda a los guatemaltecos demasiado lejos en lo geográfico (el general
San Martín actuó y dejó su huella miles de kilómetros más al sur), y que tal concepto,
tan lejano, les queda mucho más lejos aún en lo moral. (Cierto que, lamentablemente –
permítasenos esta mínima digresión-, muchos militares argentinos, que debieran
haber conservado aquel ejemplar concepto del honor dentro de lo más valioso de su
tradición militar, también demostraron haberlo olvidado, o ignorado de manera total).
En cualquier caso, conocedores o no del honor sanmartiniano, los centenares de oficiales
guatemaltecos que ordenaron a sus soldados ejecutar los crímenes, torturas y
mutilaciones ya vistos, y sus superiores inmediatos que a su vez les ordenaron o -como
mínimo- les autorizaron o permitieron actuar de aquella forma, así como los generales y
los oficiales de Estado Mayor que diseñaron sobre las mesas de los despachos las
operaciones de “tierra arrasada” (perfectamente conscientes de que, en tales
operaciones, más que a las tierras se arrasaba a las personas) , pertenecen todos ellos sin
duda a un tipo de gentes de armas para las cuales el honor -si alguna vez escucharon esta
palabra- es algo que no tiene relación alguna con -ni se ve afectado por- la práctica de
crímenes y torturas de la más baja abyección. Un concepto del honor, en una palabra,
absolutamente ajeno a los derechos humanos, y totalmente compatible con su más
sistemática violación.
Este hecho quedó patente, una vez más, en el acto mencionado ya en el Capítulo 2,
cuando una comisión de generales guatemaltecos entregó (el día 19-6-1998) un
voluminoso documento a la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU. Ya hemos
explicado allí el contenido de aquel documento, su ficticio volumen y su gran vacuidad,
así como la respuesta oficial que recibió de la propia CEH, lamentando que, a pesar de la
solicitud dirigida al Ejército, en ningún momento se explicaran ni precisaran ni
desmintieran sus actuaciones más graves durante las tres décadas y media de conflicto
civil. Aquel documento era un bloque documental (muy escasamente convincente, por
otra parte) sobre las actuaciones de los grupos insurgentes a lo largo de dichos años, y la
distribución cronológica de los 7.897 muertos causados por tales grupos en tan largo
periodo. Ni una palabra sobre los terribles excesos cometidos por el Ejército,
respondiendo a dichos muertos con más de 200.000 víctimas mortales a lo largo del
mismo periodo (en su inmensa mayoría población civil desarmada). Pues bien, en la
portada de aquel documento, y aparte de su título, se decía “Por el honor y la dignidad del
Ejército de Guatemala”. El hecho de que, tras la interminable serie de atrocidades
detalladas y testificadas en el informe del REMHI (todavía no había salido el de la CEH),
el mismo Ejército que las cometió, sin pretender ni siquiera desmentirlas (puesto que,
obviamente, no podía ni puede hacerlo) considerase compatibles aquellas abominables
actuaciones con la invocación de la palabra honor aplicada a su actuación institucional de
aquellos años, constituye la mejor explicación de ese concepto degradado
del honor absolutamente desvinculado de los Derechos Humanos y plenamente
compatible con su más sistemática violación. Aquel letrero, colocado en la portada de
aquel documento, constituía una forma de decir: “Es cierto que hemos hecho todas esas
cosas registradas en el informe Remhi: ni las hemos desmentido ni las desmentiremos, ni
pediremos perdón por ellas; pero aun así mantenemos intacto nuestro honor.” He ahí un
ejemplo antológico de ese tipo de ‘honor’ al que nos referimos, compatible con todo tipo
de crímenes, como factor degradante de la moral militar y directo causante, o como
mínimo propiciador, de terribles violaciones de derechos humanos.

4.3. EN CUANTO AL ESPÍRITU CORPORATIVO Y LA IMPUNIDAD


El modelo corporativo de los militares guatemaltecos podía -y puede todavía- definirse
así: defensa a ultranza de la corporación, tendente a garantizar por completo su
impunidad. Por desgracia, el éxito logrado en tal empeño puede calificarse, hasta la
fecha, de prácticamente total, salvo algunas notables y recientes excepciones parciales –
casos Gerardi y Mack- que siguen ratificando la regla general.
En una breve panorámica comparativa, en Argentina se logró condenar, por violación de
derechos humanos, a cinco generales y almirantes como miembros de las Juntas
Militares (Videla, Massera, Agosti, Viola y Lambruschini), y a dos importantes generales
más (Camps y Richieri), éstos últimos por sus delitos cometidos cuando fueron jefes de
la Policía de la provincia de Buenos Aires. Todos ellos –excepto el único de la Fuerza
Aérea (Agosti) que ya había cumplido su corta condena- fueron finalmente liberados por
el segundo indulto del presidente Carlos Menem a finales de 1990, habiendo cumplido
un total de siete años de prisión. Algunos altos jefes permanecen actualmente en
reclusión domiciliaria, por diversas causas derivadas de su violaciones de derechos
humanos cometidas durante la dictadura militar (pero no incluidas en las leyes de
Obediencia Debida y Punto Final). En cuanto a Chile, se logró la condena y
encarcelamiento de dos generales (Contreras y Espinosa) durante siete y seis años
respectivamente, por uno de los más conocidos crímenes cometidos por el servicio
secreto pinochetista en el extranjero (caso Letelier). Actualmente, varios altos jefes
chilenos –incluido todavía el mismo Contreras, nuevamente encarcelado- permanecen
procesados, como resultado de otros excesos perpetrados por aquella dictadura, y
también cabe recordar las notables vicisitudes del caso Pinochet, en Inglaterra primero,
y en Chile después (incluido, en ambos países, el hecho de verse procesado y privado de
inmunidad). Si pasamos a Centroamérica, en El Salvador, a su vez, un jefe y un oficial (el
coronel Benavides y el teniente Mendoza) fueron condenados a una larga sentencia de
prisión (30 años) como responsables del asesinato de los jesuitas españoles de la UCA,
aunque salieron a los tres años por la amnistía general otorgada por el presidente
Alfredo Cristiani en marzo de 1993. En otras palabras, aquellos Ejércitos lograron
reducir a cifras insignificantes el número de militares que en algún momento estuvieron
encarcelados por su responsabilidad en muy graves violaciones de derechos humanos.
Pero, al menos, algunos de ellos no lograron escapar a la acción de la justicia, y por algún
tiempo (varios de ellos por siete años) permanecieron en prisión.
El caso de Guatemala es, comparativamente, más negativo que cualquiera de los recién
citados, en cuanto a la enorme fuerza del factor corporativo y su considerable éxito al
conseguir la más flagrante impunidad, más extensa y más duradera que en cualquiera de
los casos que acabamos de recordar. En efecto, puede afirmarse que el corporativismo
militar guatemalteco ha conseguido, hasta el momento presente, garantizar a sus
miembros unos sobresalientes niveles de impunidad, superiores a los conseguidos por
cualquier otro Ejército en relación con la magnitud de los excesos perpetrados, realidad
que se hace patente si se tienen en cuenta varios factores, de los que cabe señalar los
cinco siguientes:
Primero: Aquellos casos realmente excepcionales y tan repetidamente citados por
su gran repercusión nacional e internacional (casos Mack y Gerardi), en los que se
ha logrado, con inmensas dificultades, condenar a unos pocos militares de cierto
relieve y graduación (dos coroneles, uno en cada caso), corresponden a crímenes
cometidos en ámbito urbano en la década de los 90, mientras prevalece aún una
trágica impunidad para los más terribles y masivos crímenes perpetrados en las
zonas rurales contra las poblaciones mayas en las décadas de los 70 y 80.
Segundo: porque, incluso en los ya citados casos Gerardi y Mack, tampoco es
probable que esos dos jefes sentenciados fueran los verdaderos autores de la idea
criminal, sino que, con gran probabilidad, recibieron órdenes de oscuro origen
superior. Y esa oscuridad, que protege y mantienen impunes a los verdaderos
autores intelectuales, es muy posible que subsista más allá del juicio y sentencia
definitiva de los imputados (uno de los cuales, por otra parte, permanece huido en el
momento de dar fin a la presente obra, lo que significa otra diferente y burlesca
forma de impunidad).
Tercero: por el factor cualitativo, pues los horrores cometidos en el genocidio maya
superan cualitativamente en barbarie y crueldad a los cometidos en cualquier otro
lugar. Por tanto, su mantenimiento sin juicio ni castigo implica un grado de
impunidad de mayor nivel de amplitud y gravedad que la conseguida por otros
Ejércitos en otros lugares, donde el nivel de atrocidad de su represión, aun siendo
grande, no alcanzó los niveles extremos registrados en este país de América Central.
Cuarto: por el factor cuantitativo, pues ha sido precisamente en Guatemala donde
se han registrado los episodios más atroces y el número de víctimas más elevado
(por encima de 200.000 víctimas, como ya vimos, entre muertos y desaparecidos,
según el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU,
presentado al secretario general en febrero de 1999).
Quinto: por el factor cronológico. Pues, en efecto, el primer encarcelamiento de un
militar de cierta graduación (un coronel) no se logró hasta el año 2001 (primer
juicio por el caso Gerardi, como ya vimos), mientras que, en los casos recién
recordados de otros países, las condenas y los encarcelamientos se lograron ya en
los años 80 ó 90. En otras palabra, la impunidad plena -hasta que empezó a
presentar fisuras- resultó más duradera y resistente en Guatemala que en cualquier
otro lugar.
Todas estas manifestaciones de impunidad son fruto de un corporativismo militar de
enorme pujanza, capaz de presionar sobre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial en
un grado tal de intensidad como para hacer imposible –al menos hasta la fecha- que
aquellos terribles crímenes masivos (los del genocidio propiamente dicho en su periodo
culminante, 1978-83) puedan llegar a ser juzgados alguna vez. Logro –el de esta
impunidad- que, hasta el momento, se viene manteniendo con una eficacia digna de
mejor causa, a pesar de los excepcionales fracasos (numéricamente despreciables) que
ese corporativismo rampante ha sufrido en los casos Gerardi y Mack.
Pero no sólo los altos jefes (generales y coroneles) han logrado afianzar genéricamente
esa impunidad, salvo las ya tan comentadas excepciones. Incluso los oficiales
subalternos, como esos tenientes tantas veces aludidos en los testimonios de las
masacres -en cuyos actos de barbarie participaban tan activamente con su mando
directo sobre la tropa- prácticamente nunca vieron amenazada su impunidad, y muy
probablemente nunca la verán. Está claro, por tanto, que los militares de Guatemala han
conseguido establecer y mantener vigente -y con notable éxito- el más hermético modelo
de corporativismo militar, tendente, por encima de todo, a garantizar la impunidad
individual de todos sus miembros en materia de derechos humanos, junto con la plena
impunidad institucional de su corporación.
En definitiva, el espíritu de cuerpo, lejos de toda exigencia corporativa en el campo de
la moral militar, y del empeño habitual en toda corporación sana de castigar y
expulsar de ella a los posibles autores de acciones gravemente delictivas, se manifestó,
por el contrario, y se sigue manifestando, en una posición de defensa cerrada de la
institución, basada en su más potente arma defensiva: la absoluta impunidad. Posición
corporativa dirigida a asegurarse esa impunidad total, permanente y definitiva,
incluso más allá de la ley y de la moral, de forma que ningún militar pueda ser jamás
procesado por muy graves que fueran sus actuaciones fuera de la ley.
El hecho de que ningún jefe ni oficial fuera nunca procesado y condenado por sus
excesos represivos a lo largo de tan numerosos años, ni siquiera durante aquéllos en
que las acciones criminales fueron especialmente graves y masivas, demuestra hasta
qué punto la intimidación, las amenazas directas, la violenta coacción a testigos e
investigadores, y la neutralización del propio aparato de la Justicia resultaron eficaces
a la hora de asegurarse una impenetrable impunidad, que se mantuvo durante todo el
período investigado por la Comisión de la ONU, hasta su ya citado informe de 1999.
Sólo después de dicho período se dieron los dos casos excepcionales ya examinados,
es decir, los juicios (celebrados entre 2001 y 2004) a los imputados en los asesinatos
de monseñor Juan Gerardi y de la antropóloga Myrna Mack, a los que tan
repetidamente hemos tenido que aludir. Pero los responsables de las atrocidades
máximas, cometidas dos décadas antes, permanecen corporativamente protegidos por
la más impenetrable impunidad.
4.4. EN CUANTO AL PRINCIPIO DE LIMITACIÓN IMPERATIVA
La pieza jurídica de más alto rango, la Constitución de la República de Guatemala
(máxima manifestación de la limitación imperativa para los militares guatemaltecos, por
contener sus principales normas de obligado cumplimiento), establece esa limitación
imperativa en términos básicamente acertados y correctamente formulados.
El Art. 3, dedicado al derecho a la vida, proclama que el Estado "garantiza y protege la
vida humana", así como -añade después- "la integridad y la seguridad de la
persona." Estos conceptos, por tanto -protección de la vida y de la integridad de la
persona- quedan convertidos en obligaciones primordiales e ineludibles para los
militares guatemaltecos para con sus propios ciudadanos.
Igualmente, el Art. 183, dedicado a las funciones del Presidente de la República,
establece en su apartado c) la de "Ejercer el mando de las Fuerzas Armadas de la
Nación con el carácter de Comandante General del Ejército, con todas las funciones y
atribuciones respectivas." Ello establece la supremacía del poder civil, al otorgar al
presidente emanado de las urnas la jefatura de la institución militar. He aquí otro
aspecto fundamental de la limitación imperativa que los militares están obligados a
asumir.
Por otra parte, el ya comentado Art. 156 rechaza la obediencia de los militares
guatemaltecos a las órdenes de carácter delictivo, órdenes que no están obligados a
cumplir. Ello significa que, si indebidamente las cumplen, serán plenamente
responsables en lo penal por los delitos cometidos obedeciendo aquellas órdenes que
nunca debieron ejecutar. Excelente ingrediente de la limitación imperativa, en línea
con el concepto de disciplina de los Ejércitos más avanzados de hoy.
Sin embargo, y como ya antes señalábamos en el apartado referente a la disciplina,
esta excelente norma se ve contradicha por el muy antiguo Código Militar del Ejército
de Guatemala (1878), todavía increíblemente vigente (pese a las recomendaciones de
la CEH para su reforma o, mejor aún, para su sustitución por otro Código de adecuada
modernidad). Viejísimo texto legal que, al establecer en su Art. 5 la antigua eximente de
obediencia debida, ampara en la práctica la obediencia a todo tipo de órdenes, incluidas
las de carácter criminal. Lamentable tara para la limitación imperativa de cualquier
militar, y también para el militar guatemalteco, en aguda contradicción con los
ingredientes -francamente positivos- de esa misma limitación señalados anteriormente,
y correspondientes, además, a un rango legal netamente superior: su texto
constitucional.
Como parte fundamental de la limitación imperativa que nos ocupa, hay que añadir el
hecho de que el Estado de Guatemala tiene suscritos los Convenios de Ginebra de 1949,
ratificados en 1952. En ellos, el Art. 3 común, referente precisamente a los "conflictos sin
carácter internacional" –entre los que se incluye de lleno el conflicto interno
guatemalteco, igual que tantos otros conflictos latinoamericanos entre sus respectivos
gobierno y guerrilla-, establece entre las conductas "prohibidas en todo tiempo y lugar"
la tortura y el homicidio de prisioneros. Parte fundamental de la limitación
imperativa para todo Ejército de todo Estado que haya ratificado tales Convenios, cuyos
militares están obligados a cumplir, otorgando a dichas normas internacionales rango
constitucional y haciéndolas prevalecer sobre cualquier otra norma de ámbito nacional
que las pueda contradecir. (*)
(*) Cabría aludir a otros convenios internacionales suscritos también
por Guatemala, tales como -entre otros- los Protocolos Adicionales de
Ginebra (1977) y la Convención contra la Tortura y otros Tratos
Crueles, Inhumanos y Degradantes (1984), la Convención
Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura (1985), e incluso
la muy anterior Convención Americana sobre Derechos Humanos
(1969), pero no los incluimos en este análisis, ya que estos
instrumentos internacionales no fueron ratificados por el Estado de
Guatemala hasta bastantes años después (entre 1987 y 1989), cuando
la mayor parte de las atrocidades habían sido ya perpetradas. Por
tanto, al producirse tales hechos, dichos convenios no formaban parte
todavía de lalimitación imperativa que el Ejército guatemalteco estaba
obligado a cumplir. De ninguna manera cabe decir lo mismo respecto a
los Convenios de Ginebra de 1949 (ratificados por Guatemala en
1952), cuya vigencia, por tanto, para sus Fuerzas Armadas era plena e
inexcusable a lo largo de todo el conflicto que nos ocupa.
Sin duda que todo este bagaje legal, predominantemente positivo, que configuraba una
correcta limitación imperativa, debió prevalecer sobre esa otra anacrónica y residual
norma negativa que aportaba el arcaico Código Militar de 1878, al mantener, fuera de
tiempo y lugar, la vieja obediencia debida y su desastrosa eximente. Debió prevalecer
la limitación imperativa impuesta por su precepto constitucional, por Ginebra, por el
puro sentido común, y por la moderna moral militar. Pero no fue así. Prevaleció la
obediencia ciega a todas las órdenes que se dieron, incluidas las de más abominable
carácter criminal, al amparo de esa “obediencia debida” establecida por su decimonónico
Código Militar.
Las actuaciones militares registradas en los miles de episodios atroces documentados
por los informes de la ONU, del Arzobispado de Guatemala y de otros organismos,
resultan ilustrativas de hasta qué punto un gran número de militares guatemaltecos
pisotearon la limitación imperativa más valiosa y de más alto rango que estaban
obligados a cumplir. Muy al contrario, se atuvieron a otra calamitosa limitación
imperativa -la de la obediencia total incluso fuera de la ley- de otro tiempo, de otro siglo,
ignorantes hasta límites vergonzosos de las exigencias de la moral militar, de la sociolo-
gía militar, de la cultura militar de su tiempo, e incluso de la legislación actual de su
propia sociedad, incluida la Constitución y los compromisos internacionales contraídos
por su propio país.

4.5. EN CUANTO AL PRINCIPIO DE AUTOLIMITACIÓN MORAL


Acabamos de ver lo que podríamos llamar el agudo colapso de una limitación
imperativa correctamente establecida: la Constitución protegía la vida y la integridad
física de los ciudadanos, y sin embargo los militares guatemaltecos perpetraron miles de
crímenes contra la población civil desarmada, además de toda clase de mutilaciones,
según consta en los repetidos informes de la ONU, del Arzobispado de Guatemala, de
Amnistía Internacional y de otros organismos. Por otra parte, la misma Constitución
establecía los mecanismos democráticos de acceso al poder, y sin embargo generales
guatemaltecos llegaron al poder mediante golpes de Estado, quebrantando frontalmente
el mandato constitucional (como Castillo Armas en 1954 derribando al legítimo gobierno
de Jacobo Arbenz, o como Efraín Ríos Montt en 1982, derrocando a un gobierno
gravemente violador de los derechos humanos y desencadenando a continuación unas
masacres aún más graves y generalizadas que las perpetradas con anterioridad).
Por otra parte, y a mayor abundamiento, la misma Constitución excluía, como ya hemos
visto, la obediencia a las órdenes ilegales, y, sin embargo, este decisivo precepto legal no
impidió que se obedecieran miles de órdenes no ya ilegales sino absolutamente
criminales, como las correspondientes a las 626 masacres ya mencionadas,
registradas por el incontestable informe de la CEH. Una vez más, la norma
correctamente establecida quedó anulada, en la práctica, por su flagrante
incumplimiento, en beneficio de una obediencia robotizada que se impuso de forma
total. Y ello incluso en casos tan aberrantes como los aquí expuestos, tomados de los
rigurosos informes ya citados; casos en los cuales se dieron y obedecieron las órdenes
más criminales que quepa imaginar, quebrantando dicho precepto constitucional.
Pues bien; este pavoroso incumplimiento de decisivas normas constitucionales, en otras
palabras, este trágico quebrantamiento de la limitación imperativa, sólo resulta posible
como consecuencia directa de la más trágica ruina de laautolimitación moral. Sólo unos
militares privados de todo sentido de la autocontención, de toda norma de conciencia
cívica y humana, en otras palabras, privados de toda autolimitación moral, pudieron
actuar de una forma tan salvaje, tan inhumana, tan contraria a la conciencia universal.
En definitiva, la absoluta ausencia de autolimitación moral, o la presencia de una autoli-
mitación moral sumamente degenerada (conjunto de convicciones, quizá profundas pero
gravemente erróneas), prevaleció sobre la correcta limitación imperativa, determinando
que se dieran y obedecieran, sistemáticamente, órdenes de la más repugnante crimina-
lidad. En definitiva, la correcta limitación imperativa establecida por la Constitución
resultó anulada y "barrida" en la práctica por una insuficiente, antigua y raquítica –
cuando no nula- autolimitación moral.
Con ello se manifiesta, esta vez en Guatemala, el hecho –que también hemos comprobado
en otros Ejércitos- de que una autolimitación moral insuficiente, o gravemente desviada
(ya sea con unas convicciones trágicamente equivocadas o con una patética carencia de
las convicciones morales imprescindibles), es capaz de prevalecer, con toda su carga
negativa, sobre una limitación imperativa correctamente establecida, como es el caso de
los artículos antes citados (especialmente el 3 y el 156) de la Constitución de aquel país.
Resulta evidente una vez más, en todos estos comportamientos, la perversa influencia de
la denominada Doctrina de Seguridad Nacional. Las convicciones inculcadas por el
aprendizaje de dicha doctrina causaron un inmenso daño a laautolimitación moral de los
militares guatemaltecos, igual que a la de otros Ejércitos latinoamericanos sometidos al
mismo adoctrinamiento. La atribución de la categoría de “enemigo interior” (como más
adelante veremos) a tantos miles de personas, la mayor parte de ellas no violentas, por
aplicación de esta doctrina, y el empleo contra ellas de las técnicas represivas más
crueles y mortíferas –secuestro, tortura y asesinato de opositores políticos-, reflejan
inequívocamente la obsesión y la radical falta de escrúpulos característica de dicha
doctrina. Y, simultáneamente, ponen en evidencia la flagrante falta de conciencia militar
de quienes torturaron y asesinaron sistemáticamente al servicio de dicho conglomerado
ideológico, convencidos de que la tortura y el crimen eran instrumentos perfectamente
válidos al servicio de tales ideas. Lo que constituye, de por sí, una gravísima tara
degenerativa para la autolimitación moral de cualquier Ejército.
En cualquier caso, resulta dramáticamente claro que la autolimitación moral de los
militares guatemaltecos se hallaba pésimamente configurada, nutrida por unas
convicciones fuertemente antidemocráticas y de rotundo desprecio a los derechos
humanos, en un grado tan agudo como para hacer posibles cientos de episodios como
los ya examinados. En estas condiciones –igual que ocurrió en otros Ejércitos, si bien hay
que señalar que el caso guatemalteco supera en este sentido a todos los demás- la
verdadera autolimitación moral, con todo lo que tiene de autocontención voluntaria en
materia de derechos humanos, colapsó por completo y brilló por su ausencia de forma
prácticamente total.
Militares como aquellos oficiales que mandaban a aquellas tropas que actuaban en las
aldeas, y que tal vez, incluso, más de una vez fueron condecorados por aquellas acciones
frente a unos enemigos cautivos y desarmados de tan evidente peligrosidad -y en
muchas ocasiones contra una población civil constituida por mujeres y niños
absolutamente indefensos-, aquel tipo de militar profesional representado por tales
oficiales, constituía la personificación de ese envilecimiento de la autolimitación moral,
capaz de inutilizar la mejor limitación imperativa, por muy bien redactada y legislada que
esté.
Dado que una doctrina es precisamente el conjunto de conceptos básicos que han de
prevalecer en los comportamientos de la institución que la establece, no podemos por
menos de celebrar el contenido del nuevo texto doctrinal del Ejército de Guatemala
(1999), aunque todavía sólo sea una propuesta, aún no asumida de forma oficial.
Dicho texto doctrinal debe ser considerado como un factor de esperanza –y como tal
lo hemos señalado- al menos en este punto fundamental:su correcta definición de los
conceptos de disciplina, honor y espíritu de cuerpo, tomados literalmente, como ya
vimos, de nuestras recomendaciones formuladas en el informe de la Comisión de
Esclarecimiento Histórico de la ONU sobre Guatemala.
Pero, incluso cuando tal doctrina sea oficialmente asumida, todavía quedará por
cumplir el requisito fundamental, y también el de mayor dificultad: el conseguir,
mediante la adecuada enseñanza, que esos principios ya señalados -tan correctos
como absolutamente necesarios- sean incorporados por los militares guatemaltecos a
su autolimitación moral, es decir, a sus más profundas convicciones.

4.6. EN CUANTO A LA CONCORDANCIA IMPERATIVO-MORAL


En los comportamientos represivos del Ejército de Guatemala no hubo tal concordancia,
ni podía haberla, por el ya señalado colapso del factor moral. La Constitución de la
República preceptuaba unas cosas y los militares guatemaltecos hacían otras. La
Constitución establecía unos preceptos tan admirables y tan bien redactados como los ya
citados artículos 3 y 156, y las convicciones de los militares –o la absoluta falta de ellas-
les hacían ignorar tales preceptos y asumir otras conductas, no ya diferentes sino
absolutamente opuestas a las establecidas por dicha norma fundamental. Como, por
ejemplo, la conducta consistente en dar y cumplir ciegamente órdenes que implicaban la
comisión de gravísimos delitos, como los perpetrados en los numerosos casos aquí
referidos, y constatados de forma masiva e irrefutable –entre otras fuentes- por las
comisiones investigadoras anteriormente citadas del REMHI y de la CEH. Órdenes
delictivas que, por precepto constitucional, ningún militar guatemalteco debió cumplir
jamás por su carácter manifiestamente criminal.
A diferencia de su país vecino, El Salvador, donde ya se han dado algunos pasos tan
importantes como la implantación de una nueva y correcta Doctrina Militar, y el
reforzamiento de la obediencia sólo dentro de la ley y nunca fuera de ella (reforma de su
Ley Orgánica de la Fuerza Armada, lo cual favorece la concordancia entre las
convicciones doctrinales y las normas imperativas), en Guatemala, por el contrario, se
hace patente la ausencia de esa concordancia imperativo-moral, y la consiguiente
necesidad de avanzar hacia ella, de forma que haga coincidir las convicciones morales de
sus militares con sus normas imperativas ya vigentes, máxime con unas normas tan
fundamentales como los ya citados Arts. 3 y 156 de su Constitución.
En otras palabras, resulta evidente en Guatemala la necesidad de fortalecer
la autolimitación moral de sus militares, en busca de esa concordancia entre norma
imperativa y convicción moral. Se hace necesario introducir en sus mentes y conciencias
la convicción –por ejemplo- de que ese Art. 156 de su "ley de leyes" no está en ella como
mero adorno para tranquilidad y satisfacción de ingenuos juristas extranjeros, sino que
responde a la profunda necesidad -en Guatemala como en cualquier otro lugar del
mundo- de que ningún mando militar pueda dar órdenes criminales sabiendo que va a
ser ciegamente obedecido, sino que, muy al contrario, sepa que su orden será
firmemente rechazada por sus subordinados; y éstos a su vez necesitan saber que
cuando reciban tales órdenes tienen la obligación inexcusable de desobedecerlas; que, al
hacerlo, les asiste el pleno respaldo de la ley, y que, por el contrario, en caso de
cumplirlas, caerá sobre ellos todo el peso de la misma ley.
Resulta por tanto imprescindible, para los militares guatemaltecos, una nueva Doctrina
Militar que sustituya a la vieja DSN e introduzca los conceptos básicos del correcto
comportamiento castrense de nuestros días, con los adecuados conceptos de disciplina,
honor y espíritu de cuerpo necesarios para las Fuerzas Armadas de una sociedad
democrática. Y resulta igualmente imprescindible, por otra parte, la redacción y
promulgación de un nuevo Código Militar para el Ejército de Guatemala, que establezca
el correcto concepto actual de disciplina y arrincone al arcaico Código del siglo XIX, que
al mantener la obediencia ilimitada (con eximente de obediencia debida) propicia todo
tipo de excesos criminales amparados en la impunidad.
En diciembre de 1996, al firmar la paz, cabía esperar que los militares guatemaltecos,
favorecidos -igual que la sociedad civil- por el proceso de paz, evolucionarían en el
aspecto normativo, educativo y doctrinal, libres ya de la presión de tantos años de
conflicto. Lamentablemente, los años transcurridos desde la firma de la paz han
resultado decepcionantes hasta el momento actual.
Esperemos, pese a todo, que el Ejército de Guatemala acabe asumiendo todos los valores
militares específicamente democráticos que hacen posible la consolidación de la
convivencia y del Estado de Derecho, con pleno respeto a los derechos humanos, una vez
suprimidos los principales factores sociológicos que determinaron unos comporta-
mientos tan intolerables como los registrados en dicha institución.

4.7. EN CUANTO AL VECTOR SOCIAL ACTUANTE SOBRE EL EJÉRCITO


DE GUATEMALA
El vector social que pesa e influye sobre el Ejército de Guatemala está constituido
básicamente por, entre otros, los siguientes factores históricos y sociológicos:
a) Derrocamiento en 1954 del presidente Arbenz
La sociedad guatemalteca, a diferencia de la mayor parte de las repúblicas latinoameri-
canas, había conocido a mediados del siglo XX (entre 1944 y 1954) una década de
gobiernos (Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz) de línea progresista y de ambiciosa
reforma social. El coronel Arbenz, militar democrático y comprometido con los más
humildes, implantó bajo su presidencia logros tan importantes como el código del
trabajo (que regulaba el salario mínimo, el número de horas de trabajo semanales, el
derecho a la huelga y a la sindicación), así como la ley de reforma agraria de 1952. Se
nacionalizaron las grandes fincas de la transnacional UFCO (United Fruit Company) y
se crearon granjas para el campesinado más desfavorecido.
La intervención armada de los Estados Unidos en 1954, reclamada y apoyada por la
oligarquía local, el Ejército y la alta jerarquía de la Iglesia Católica, así como por la ya
citada UFCO, derrocó al presidente Arbenz, cuyas reformas estructurales lesionaban
poderosos intereses locales y norteamericanos. Aunque existió, como decimos, una
intervención exterior, aquí nos interesa especialmente señalar la intervención de los
ya citados estamentos guatemaltecos –oligarquía, Ejército, Iglesia-, pues los factores
procedentes del exterior serán tratados en el apartado siguiente (vector
internacional).
El derrocamiento de Arbenz fue seguido de una sangrienta represión contra los
sectores populares, sindicales, obreros y campesinos que constituyeron su principal
apoyo social. Numerosos campesinos fueron asesinados por los llamados “comités
anticomunistas”, principalmente aquéllos que habían recibido tierras durante la
reforma agraria en las zonas del Oriente, Occidente y Costa Sur. Los sindicatos y los
partidos de izquierda fueron ilegalizados, y sus militantes encarcelados.
Este trágico desenlace –con la violenta reacción frente a unas reformas democráticas
que nadie hubiera podido razonablemente tachar de comunistas, sino más bien de
línea socialdemócrata- constituyó, por los métodos represivos utilizados contra dichas
reformas, un claro anticipo de lo que, pocos años después, tendría un amplio marco
teórico y un nombre extensamente conocido: la tantas veces citada “Doctrina de la
Seguridad Nacional”, que examinaremos después como integrante del vector
internacional.
b) Tensiones internas en el Ejército. Levantamiento militar de 1960
Incluso después del derrocamiento de Arbenz, en los últimos años 50 y primeros 60,
se produjeron situaciones de tensión dentro del Ejército, pues un sector de éste estaba
formado por oficiales partidarios del presidente derrocado y no participaban de la
línea ultraderechista gubernamental. El 13 de noviembre de 1960 se produjo un
levantamiento militar de complejas motivaciones, pero que reflejó esa división. Según
declaró uno de sus protagonistas ante la CEH, la principal causa del levantamiento fue
la indignación de un sector de la oficialidad por la decisión del gobierno de autorizar
la presencia y entrenamiento en territorio guatemalteco de las fuerzas cubanas
anticastristas que se preparaban para invadir Cuba y derribar a Castro (intento que
fracasaría en 1961); concesión que, para dicho sector militar guatemalteco, significaba
una intolerable presencia de fuerzas irregulares extranjeras en su territorio nacional.
(Testigo Clave 41 de la CEH).(441)
El citado levantamiento militar de 1960 fue abortado y seguido de una depuración de
los cuadros del Ejército, lo que siguió produciendo tensiones en el interior de la
institución: ”Las tensiones en el interior del Ejército denotaron la inconformidad de
parte de la oficialidad arbencista y democrática ante el cariz que estaban tomando los
acontecimientos nacionales...” (442). Finalmente, y como desenlace de estas y otras
tensiones, la situación se decantó finalmente hacia la posición derechista más dura,
mediante el triunfo del golpe militar del 30 de marzo de 1963, a partir del cual se
acentuó la ya imparable implantación de la Doctrina de Seguridad Nacional.
Esta serie de hechos históricos que acabamos de recordar a partir de los años 40 y 50
(presidencias de Arévalo y Arbenz), y que desembocaron poco después en la eclosión
arrolladora de dicha doctrina (DSN) en los 60, nos revelan que, en el caso
guatemalteco, ya desde antes de la victoria castrista en Cuba en 1959, y, por tanto,
antes de que la DSN se extendiera como un vendaval represivo por toda América
Latina, ya la oligarquía guatemalteca –una de las más desalmadas del continente-, en
estrecha relación con el sector más duro del Ejército, se hallaba en actitud de reacción
máxima contra toda reforma social que pudiera mejorar la suerte de las extensas
capas populares más pobres del país. Posición que todavía hoy, medio siglo después
del derribo de Arbenz, dicha oligarquía ha sido capaz de seguir manteniendo,
prácticamente con la misma actitud implacable –eliminando, como hemos visto, a
importantes políticos moderados, a destacados profesionales e incluso a obispos, todo
ello en la reciente década de los 90-, así como abortando reformas constitucionales y
militares, y conservando, en definitiva, su intocable y privilegiada estructura social,
que básicamente se mantiene inalterada hasta el momento actual. Este dato –
sociedad fuertemente oligárquica y agudamente desigual, con todas las tensiones y
desequilibrios inherentes, y con una oligarquía que sigue necesitando al Ejército como
soporte opuesto a los necesarios cambios sociales, políticos y económicos- sigue
pesando sobre los comportamientos del Ejército de Guatemala como un
poderoso vector social, de negativa influencia para la modernización de su limitación
imperativa y de suautolimitación moral.

c) El factor étnico, determinante de comportamientos racistas en la represión


A estos factores hay que añadir otro ingrediente del vector social, prácticamente
ausente, o mucho más bajo en intensidad, en otros países de la región: el fuerte
sentimiento racista, que se manifestó con gran dureza contra la población india local.
La presencia en Guatemala –a diferencia de otros países limítrofes- de un alto
porcentaje poblacional, en torno al 50% del total, formado por distintos grupos
indígenas del pueblo maya, extendidos por amplias regiones del país, fue percibida
por los militares guatemaltecos, por una parte, como un factor de amenaza, por
considerar a ese extenso grupo étnico –dadas sus míseras condiciones de vida- como
sector peligrosamente influenciable por los ejemplos castrista y sandinista, y sobre
todo, como aliado natural de la guerrilla local. Ello contribuyó a incrementar numéri-
camente y a agravar cualitativamente las violaciones de derechos humanos perpetra-
das contra dicho sector racial. Pero, por otra parte, la actuación de las fuerzas
represoras contra dichas comunidades indígenas evidenció un agresivo componente
racista, de inusitada crueldad, que propició sus mayores excesos contra ese amplio
sector poblacional.
Este factor no se vio aminorado en absoluto por el hecho de que las tropas represoras
estuvieran formadas, en su mayor parte, también por indios mayas. De hecho, los
diseñadores de la represión, así como los mandos que la desarrollaron y ejecutaron –
desde los jefes superiores hasta los oficiales subalternos- no eran indios sino, salvo
alguna mínima excepción, blancos o “ladinos” (*). En cuanto a la tropa, las formas de
reclutamiento y las técnicas brutales de instrucción y enseñanza –ya vistas más atrás-
a las que eran sometidos los soldados les imprimían un grado de deshumanización y
una satanización del enemigo de tal magnitud que el hecho de tratarse, en la mayor
parte de los casos, de víctimas y verdugos de la misma raza no supuso mayor
impedimento para las terribles agresiones que se cometieron contra las comunidades
indígenas, principales víctimas de la represión.
(*) La población de Guatemala (aproximadamente 11 millones de
habitantes) se divide étnicamente en los tres grupos siguientes: en
torno a la mitad, corresponde a las diversas etnias de la raza maya;
algo menos de la otra mitad corresponde a la población “ladina”, es
decir, predominantemente blanca aunque con un cierto grado de
mestizaje (que en muchos casos pasa inadvertido). La población
totalmente blanca constituye un porcentaje muy bajo del total.

4.8. EN CUANTO AL VECTOR INTERNACIONAL ACTUANTE SOBRE EL EJÉRCITO DE


GUATEMALA
Siendo inevitablemente múltiples y variados los factores de influencia que actúan
sobre un Ejército, procedentes de más allá de sus fronteras nacionales, aquí nos
concentraremos en el análisis de sólo dos de tales factores, contrapuestos por su
carácter, pero de especial significación en cuanto a los comportamientos militares del
Ejército de Guatemala en materia de derechos humanos. Tales factores fueron los dos
siguientes, a los que nos referiremos a continuación:
La Doctrina de Seguridad Nacional, procedente de los Estados Unidos, directa y
dramática manifestación en el ámbito latinoamericano de la Guerra Fría, es decir,
del enfrentamiento de los dos bloques, del Este y del Oeste, que prevaleció en el
mundo hasta el final de la década de los 80. Los efectos de este choque, en materia
de derechos humanos, fueron muy graves en toda América Latina, pero muy
especialmente en Guatemala, donde tal doctrina fue aplicada en su grado de máxi-
ma crueldad.
Las presiones de los organismos internacionales defensores de los derechos
humanos, como Amnesty y Cruz Roja, entre otros, exigiendo al gobierno
guatemalteco la aplicación del Derecho Internacional Humanitario, tendente a
aminorar la crueldad de todo conflicto armado, sea interno o internacional,
constituyó prácticamente el único factor contrapuesto al anterior y también
procedente del exterior.
Como es obvio, el primer factor (la crueldad represiva) predominó en Guatemala de
manera aplastante sobre el segundo factor citado, que a lo largo del conflicto pudo
influir escasamente sobre la trágica realidad. En el caso de Guatemala, ambos factores
contrapuestos se concretaron como sigue:
4.8.1. SINIESTRA APORTACIÓN EXTERIOR EN MATERIA DE MORAL
MILITAR: LA DOCTRINA DE LA SEGURIDAD NACIONAL (DSN) APLICADA EN
SU MÁXIMO GRADO CONOCIDO DE DUREZA, EXTENSIÓN Y CRUELDAD
La Doctrina de la Seguridad Nacional, diseñada por los Estados Unidos para el ámbito
latinoamericano, se concibió como el establecimiento de una barrera infranqueable
que impidiera la penetración del comunismo en las sociedades de América Latina. De
ella se derivaron una serie de enseñanzas, contenidas en una amplia gama de folletos,
y que fueron impartidas a miles de oficiales de todos los Ejércitos latinoamericanos,
especialmente a partir de 1960, a través de cursos desarrollados en las instalaciones
de la Escuela de las Américas en Panamá (existente ya desde 1946) y Fort Benning
(Georgia), adonde fue trasladada en 1984.
El grave problema consistió en que tal doctrina, pretendida como sólidamente antico-
munista, iba a convertirse de hecho en una fuente de comportamientos trágicamente
antidemocráticos y gravemente violadores de los derechos humanos, que –en mayor o
menor grado- hubieron de padecer todos los países de la región.
En definitiva, esta doctrina, como factor arrollador procedente del exterior, fruto
directo y envenenado de la Guerra Fría, ejerció en el caso de Guatemala un efecto más
demoledor que en cualquier otro lugar del continente americano. En efecto, dicha
doctrina, en su versión guatemalteca, presentó los siguientes aspectos dignos de
destacar:
a) El concepto de "enemigo interior", elemento central de la Doctrina de
Seguridad Nacional
Uno de los cientos de folletos descriptivos de aquella Doctrina -y uno de los más
importantes-, el manual secreto titulado “Manual de Guerra Contrainsur-
gente” (1965), impartido en este caso concreto a los militares del Ejército de
Guatemala en su Centro de Estudios Militares (Escuela de Comando y Estado Mayor),
pero que también fue enseñado en versiones equivalentes en los demás Ejércitos
latinoamericanos, contiene 269 densas páginas que desarrollan los conceptos básicos
de lo que fue la DSN para todos los Ejércitos de Centro y Suramérica, desde la propia
Guatemala hasta el Cono Sur. En el ángulo superior derecho de la misma portada se
incluye la clasificación de “Secreto”.
Dicho documento resulta contundentemente explicativo sobre muchos
aspectos de tal doctrina. Especialmente, al establecer la definición de quién es el
“enemigo interno”, lo hace en estos términos:
“El enemigo interno está constituido por:
* "Todos aquellos individuos, grupos u organizaciones que por medio de
acciones ilegales tratan de romper el orden establecido."
* "Aquellos elementos que, siguiendo consignas del comunismo internacional,
desarrollan la llamada Guerra Revolucionaria y la subversión en el país."
* "Aquellos individuos, grupos u organizaciones que sin ser comunistas tratan
de romper el orden establecido”. (443)
La definición de esta tercera y última categoría resultó trágica y mortífera en un grado
de amplitud insospechada. Obsérvese que en ella se incluyen personas y grupos no
englobados en las dos categorías anteriores: aquéllos que sin ser comunistas (pues
ello les hubiera incluido en la categoría segunda), y sin actuar en la ilegalidad (pues
ello les hubiera incluido en la categoría primera), trataban de "romper el orden
establecido”. Con ello, todos los opositores políticos, defensores de derechos
humanos, activistas sindicales o estudiantiles aunque fueran democráticos, ajenos a la
violencia, no comunistas y actuantes en la legalidad, y que trabajaban legítimamente
como adversarios políticos activos del “orden establecido” (representado por las
múltiples dictaduras militares que llegaron a cubrir en aquellas décadas
prácticamente todo el continente), es decir, todas aquellas personas y organizaciones
que de un modo u otro se oponían legítimamente a aquellas dictaduras, se vieron
"metidos en un mismo saco" y automáticamente incluidos en esa tercera categoría. O,
lo que es lo mismo, convertidos nada menos que en “enemigos internos”, a la luz de la
Doctrina de Seguridad Nacional. Y tal calificación resultaba mortal de necesidad para
las víctimas, pues las abocaba al secuestro, la tortura y la ejecución extrajudicial.
La catastrófica consecuencia de esta clasificación resultó tanto mayor y tanto más
dramática cuanto que los conceptos establecidos en el citado manual iban dirigidos
al “planeamiento de Estado Mayor en la guerra contrasubversiva” (444), según precisa
el citado Manual. Es decir que toda la planificación estratégica, todo el planteamiento
táctico, todo el enfoque organizativo, todo el direccionamiento filosófico y doctrinal,
todo el conjunto de principios y criterios aplicados en la acción represiva, todo el
enorme volumen de violación de derechos humanos derivado de tal represión, todo
ello fue concebido, planificado y ejecutado bajo dicho concepto de “enemigo interior”,
que sentenció a la tortura y a la muerte no sólo a un cierto número de activistas
armados vinculados a la guerrilla, sino también a un increíble número de ciudadanos
pacíficos y progresistas que, en un régimen democrático, hubieran podido desarrollar
libremente su valiosa aportación a la sociedad.
Entre tantos miles de casos, registrados en tantos países en aquellos años, cabe
recordar por su gran valor ilustrativo del fenómeno que nos ocupa, el del diputado,
economista y diplomático guatemalteco Alberto Fuentes Mohr, ya citado en el Capítulo
2. Recordemos nuevamente su frase, tras sobrevivir al atentado que sufrió en
1971: “Trataron de asesinarme por el crimen de desear que se respetaran los derechos
humanos en mi país; por el crimen de querer contribuir a erradicar la insufrible miseria
y el terror en que viven la gran mayoría de los guatemaltecos” (anterior nota 6). Esta
frase refleja, cruda pero fielmente, el drama de tantos guatemaltecos de menor relieve
social que el suyo, y por tanto más vulnerables aún, que trataban de cambiar en
sentido positivo aquella injusta realidad social. Para los militares, aquella ejecutoria
política y personal de Fuentes Mohr –defensa de los derechos humanos, lucha contra
la miseria, militancia progresista en una sociedad tan abismalmente desigual- lo
ubicaba de lleno, irremediablemente, como a tantos otros, en la categoría de "enemigo
interior", pues tales pretensiones le hacían chocar políticamente con los gobiernos
represores que en aquellas fechas oprimían a su país. Recordemos también que,
finalmente, fue asesinado varios años después.
En definitiva, la planificación estratégica represiva diseñada por cada uno de los
Ejércitos sometidos a esta Doctrina (todos los latinoamericanos entre 1960 y 1990),
por aplicación directa de esta definición de “enemigo interior”, incluyó la violación de
los más elementales derechos humanos de un gran número de ciudadanos demócratas
de todo tipo, incluso no pocos de muy notable nivel público, como en el caso recién
citado –alcanzando también a obispos, autoridades académicas y judiciales,
destacados profesionales, líderes de diversos ámbitos sociales, etc.-, y a miles de
ciudadanos de menor relieve. Personas, en definitiva, que en una sociedad
democrática hubieran podido actuar libremente con plena legitimidad.

b) Enorme volumen de la acción represiva. Excepcionales niveles de crueldad


Los militares guatemaltecos estudiaron y aplicaron la DSN con especial intensidad y
dedicación a lo largo de los 35 años del conflicto, y muy principalmente en el aciago
período 1978-83, que, por su acumulación de atrocidades represivas, bien puede
recibir el nombre de “quinquenio del horror”.
El concepto de “enemigo interior” entendido con una desmesurada amplitud (inclu-
yendo en su definición específica, como ya vimos, a opositores demócratas legales e
ilegales, cultos e incultos, comunistas y no comunistas, violentos y no violentos), la
eliminación masiva de indígenas sospechosos o no de vinculación con la guerrilla, el
secuestro y asesinato de todo tipo de activistas políticos, estudiantiles y sindicales no
violentos pero catalogados como “subversivos”, la práctica de la tortura y la muerte
por aplicación de los más totalitarios conceptos de la DSN, alcanzaron niveles
cualitativos y cuantitativos no registrados en ningún otro país del continente.
El número de muertos y desaparecidos (superior a 200.000 como ya vimos, según
precisó el informe de la ONU) producidos en Guatemala a lo largo de las décadas del
conflicto (1962-96) supera ampliamente, en términos absolutos y relativos, a los
causados por cualquiera de las dictaduras militares tan frecuentes en aquellas
décadas en tantos otros países latinoamericanos. La magnitud de la represión, aunque
con lógicos altibajos en tan largo período, se extendió en el tiempo de manera
persistente, con especial intensidad durante el ya citado quinquenio del horror. Este
factor cuantitativo supone uno de los más notables datos diferenciales del caso guate-
malteco respecto a cualquier otro de los conocidos a nivel continental. Aunque en
todos los casos, y salvadas las distancias, subsiste como factor común el hecho de que
todos los países latinoamericanos recibieron el impacto de la DSN como un factor
exógeno, que les llegó y golpeó desde fuera como parte integrante del vector
internacional.
Los módulos de conducta registrados en cuanto a las formas de quitar la vida y las
modalidades de tortura practicadas, no sólo las conducentes a la obtención de
informaciones, sino las aplicadas directamente para sembrar el terror, tal como ya
vimos en el Capítulo 2, (nota 72) –amputación o extracción traumática de miembros,
empalamientos, asesinato de víctimas rociadas de gasolina y quemadas vivas,
extracción de vísceras de víctimas todavía vivas en presencia de otras, reclusión de
personas ya mortalmente torturadas, manteniéndolas durante días en estado agónico
para prolongar su sufrimiento al máximo posible antes de desembocar en su muerte,
así como el asesinato directo y deliberado de niños y bebés, caso frecuente en las
masacres de ámbito rural, modalidades de extrema crueldad todas ellas registradas
por el informe de la CEH de la ONU en el párrafo 87 de su Tomo V, así como los cientos
de citas documentales recogidas a lo largo del mismo Capítulo 2 de la presente obra-,
revelan un grado de degradación moral no alcanzado en otros destacados casos,
también latinoamericanos, de represión militar bien conocidos y documentados por
su gran impacto internacional.
Las actuaciones contra personas supuestamente subversivas de muy distintos
estamentos sociales de Guatemala, y en particular contra sus comunidades indígenas,
demostraron en no pocos casos, por su inaudita crueldad, dos hechos igualmente
notables: primero, que los victimarios no veían como seres humanos a sus víctimas. Y
segundo, que los propios victimarios habían perdido en gran parte su condición hu-
mana, a través de un trágico proceso de deshumanización.

c) Extensa aplicación de la táctica de “tierra arrasada”. Reconocimiento de


excesos en documentación interna del propio Ejército
Como respuesta al conocido concepto maoísta de que “La guerrilla, apoyada por el
pueblo, se desenvuelve dentro de éste como pez en el agua”, la Doctrina de Seguridad
Nacional puso en práctica la estrategia que alguien llamó “quitar el agua al pez”. Es
decir, privar a la población de todos los recursos que le permitieran apoyar
eficazmente a la guerrilla, impidiendo así que ésta pudiera sostenerse y desenvolverse
dentro de ese marco de apoyo popular.
De ahí surgió la devastadora táctica de “tierra arrasada”, aplicada en Guatemala en
mucho mayor grado y extensión que en su vecino El Salvador (donde también se
registraron casos como los de El Mozote y el Río Sumpul), y con mayor intensidad que
en cualquier otro escenario latinoamericano. En ciertas áreas rurales, controladas en
mayor o menor grado por la guerrilla, o con poblaciones acusadas de prestar apoyo a
ésta, las actuaciones militares se caracterizaron por el amplio uso de esta modalidad
de arrasamiento, que, al pretender privar a la guerrilla de todo apoyo humano y
logístico –alojamiento, alimentación, transporte, asistencia médica, posibles refugios o
depósitos de material-, incluyó, en numerosos casos, el exterminio de las comunidades
–muchas veces total, incluida la población infantil-, junto con la destrucción de los
ganados, las cosechas y los propios edificios, tratando de crear un espacio vacío e
inhóspito a todos los efectos, dentro de aquel concepto estratégico de “quitar el agua
al pez”, dirigido a arrebatar a la guerrilla todo aquello que le permite actuar y subsis-
tir. Si bien esta práctica no se usó contra todas las comunidades rurales castigadas, en
ciertas áreas sí se aplicó contra muchas de ellas, en diverso grado de magnitud.
Resulta revelador, en este sentido, el reconocimiento de los excesos cometidos en este
tipo de acciones que el propio Ejército formula en documentos propios clasificados,
como por ejemplo, en su documentación interna del Plan de Campaña “Victoria
82” (Anexo F), en el cual reconoce, como ya vimos, “una buena cantidad de errores
cometidos por las tropas”, calificando como tales errores a “vandalismos, violaciones,
robos y destrucción de cosechas.” (Anterior nota 436).
Aparte de llamar “errores” a una serie de gravísimos delitos –que, de hecho, habían
implicado una elevada cifra de víctimas civiles, incluido gran número de niños-,
resulta ilustrativo el hecho de que esa acción de “destrucción de cosechas”, que en este
documento aparecía incluida en la lista de “errores”, en el documento similar del año
siguiente aparece, en cambio, como el objetivo específico de una operación concreta.
En efecto, dentro del Plan de Campaña “Firmeza 83-1”, apartado “Objetivos
Específicos, Maniobra, Primera Fase” de la operación citada, se incluye como uno de
los objetivos establecidos el de “arrasar todos los trabajos colectivos de siembra que la
subversión posee en determinadas áreas...”(445). El detalle cuidadosamente omitido en
estos documentos es el hecho de que en estas operaciones no se arrasaban sólo
sembrados y cosechas, sino también un gran número de vidas humanas.
Aunque ningún Ejército del mundo acostumbra a dejar constancia escrita de sus más
graves excesos, no deja de resultar significativo que, en alguna ocasión, aunque con la
eufemística calificación de simples “errores” -cuya corrección o castigo ni siquiera se
plantean-, se escapan este tipo de alusiones en alguna documentación militar
clasificada, que, años después, acaba siendo aireada y recogida para la posteridad.
He aquí, pues, la llamada táctica de tierra arrasada como una más de las aportaciones
de la Doctrina de Seguridad Nacional, doctrina que, a su vez, constituyó un ingrediente
decisivo del vector internacional actuante sobre el Ejército de Guatemala durante los
peores años de la represión.

d) Sistemática eliminación de prisioneros


Toda operación militar de choque armado, ya sea en el campo o en ámbito urbano, se
salda habitualmente, en cualquier tipo de conflicto, con un cierto número de muertos,
un cierto número de heridos de diversa gravedad, y también un cierto número de
capturados ilesos. Este último grupo corresponde a aquéllos que, al verse rodeados y
sin escapatoria, o al ver agotada su munición, arrojan las armas y levantan las manos
para hacer patente su rendición.
Sin embargo, no fue ése el resultado de los combates a lo largo del conflicto
guatemalteco, sino que, salvo notables excepciones, el Ejército informó siempre de
muertos, y nunca de prisioneros. Los heridos eran directamente rematados, salvo
aquéllos en condiciones de ser todavía interrogados. Los capturados, tanto heridos
como ilesos, tras ser interrogados y torturados, eran sistemáticamente eliminados e
incluidos en los informes como "muertos en combate”, salvo aquéllos que, tras la
tortura y la presión psicológica prolongada, fueron convertidos en informadores y
colaboradores al servicio del Ejército. Otra práctica frecuente fue la simulación, a
posteriori, de falsos enfrentamientos armados, abandonando sobre el terreno en
lugares adecuados –como ya vimos- cadáveres procedentes de otro tipo de opera-
ciones represivas, en las que no se produjo enfrentamiento alguno, sino masacres
directamente perpetradas sin ninguna resistencia por parte de las víctimas. Las cuales
–muchas veces ajenas a la guerrilla- eran también incluidas en los informes oficiales
como “enemigos muertos en combate”.
También fue frecuente la imputación a la guerrilla de acciones perpetradas por el
Ejército. Especialmente en las áreas rurales se dio, como también vimos, la frecuente
actuación de pequeñas unidades del Ejército o de sus fuerzas auxiliares (Policía
Militar Ambulante, Patrullas de Autodefensa Civil, etc.) que, con indumentarias civiles
o mixtas –incluso en ocasiones con algunas pelucas simulando largas cabelleras-
irrumpían en ciertos poblados y cometían asesinatos, torturas, incendios y
destrucciones, tratando de hacer creer, mediante frases, amenazas y mensajes
pintados en las paredes, o en carteles dejados sobre las víctimas, que el ataque había
sido efectuado por la guerrilla. Inmediatamente, las noticias difundidas por los medios
de comunicación militares y gubernamentales –reproducidas inevitablemente por los
restantes medios- así lo confirmaban, quedando tales hechos y sus víctimas
incorporados a las estadísticas oficiales en términos de absoluta falsedad.
Pero volviendo a la práctica, tan frecuente en este conflicto, de matar a los guerrilleros
prisioneros y heridos, ello constituyó otra peculiaridad de la misma Doctrina de
Seguridad Nacional, que niega al guerrillero capturado la protección de Ginebra. En
efecto, en aquel mismo folleto secreto del Ejército de Guatemala titulado Manual de
Guerra Contrainsurgente, al que ya nos hemos referido más atrás, se definía en estos
términos la situación de los capturados en dicho tipo de guerra:
“El personal capturado no será considerado como prisionero de guerra, en vista de
no estar tipificado como tal, ni estar considerado dentro de las ‘Leyes de la Guerra
Terrestre’. Dicho personal está tipificado como delincuente según el Código Militar
de la República de Guatemala y contemplado en el Código Penal.” (446)
Esta versión guatemalteca de la DSN, impartida en su día a los oficiales guatemaltecos
por aquel manual secreto (de finalidad docente, según precisaba en su portada),
omitía cuidadosamente, como es habitual en los folletos de la DSN, el dato decisivo:
que aparte del trato a los “prisioneros de guerra” en los conflictos internacionales,
regulado en otros artículos de los Convenios de Ginebra de 1949, su Art. 3 común
protege también a otras categorías de personas: a los combatientes de ambas partes
en un conflicto “sin carácter internacional” (conflicto interno como el de Guatemala),
así como a la población civil que se ve implicada en tal conflicto. Ambos tipos de
personas fueron masacradas y torturadas por los militares guatemaltecos de manera
habitual, según revelan masivamente hasta la saciedad los informes de la ONU, del
arzobispado de Guatemala, de Amnistía Internacional y de otros organismos. Más aun:
incluso si tales personas capturadas hubieran sido tipificadas como delincuentes
según su Código Militar o según su Código Penal (tal como precisaba dicho manual),
incluso en tales casos, tampoco podrían haber sido asesinadas como lo fueron después
de su captura, actuación prohibida también por dichos Códigos, Militar y Penal.
Pero la DSN, al establecer unos criterios de tan considerable desprecio a la vida e
integridad física de los “subversivos” o de los simples sospechosos de serlo (como los
métodos contenidos en “Los siete Manuales de tortura”, desclasificados en los años
90) (*), favoreció en alto grado los excesos cometidos por numerosos Ejércitos
latinoamericanos, y por el guatemalteco en particular. Todo esto constituyó, como es
obvio, uno de los negativos factores del vector internacional,al ser la DSN un elemento
de procedencia exterior.

(*) Los denominados “siete manuales de tortura”, así llamados por


sus instrucciones sobre la práctica de interrogatorios y la obtención
de información, escandalizaron a la sociedad norteamericana cuando
fueron desclasificados en los años 90, dentro de la política de
apertura informativa adoptada por la administración Clinton sobre
las actuaciones del Departamento de Estado y las Agencias estatales
en décadas anteriores, en sus relaciones con las dictaduras de
América Latina en particular.

e) Eliminación de defensores de los derechos humanos y de un gran número de


opositores civiles no violentos, como fruto directo de la Doctrina de Seguridad
Nacional
“Durante años, los intentos de formar organizaciones de derechos humanos tuvieron
como único resultado la eliminación de sus dirigentes” (447). Esta constatación de un
informe de Amnesty International resume otra trágica realidad de los años del
conflicto. Ya en los años 80, la aparición de nuevos grupos de defensores en diversas
áreas sociales, como el GAM (Grupo de Apoyo Mutuo), formado por familiares de
víctimas desaparecidas, o el Consejo de Comunidades Etnicas Runugel Junam (CERJ),
dedicado a la defensa de los derechos de los indígenas, entre otros, fueron recibidos
con una intensa acción represiva, que dio lugar al asesinato o la desaparición, a lo
largo de varios años, de veinte miembros del GAM y de veinticuatro del CERJ.
Las campañas dirigidas a desacreditar a este tipo de organizaciones, presentándolas
como “subversivas”, fue una de las constantes tácticas de la represión. Igualmente
fueron víctimas de la represión numerosos miembros de organizaciones tales como
las Comisiones Permanentes (CCPP) y el Consejo Nacional de Desplazados de
Guatemala (CONDEG), que defendían los intereses de las comunidades refugiadas en
México y de los desplazados internos, respectivamente, así como de otras
organizaciones dedicadas a proteger los derechos de los indígenas.
Al mismo tiempo, un ingente número de trabajadores, estudiantes, profesores,
intelectuales, importantes políticos, médicos, asistentes sociales, periodistas,
sindicalistas y miembros de los más diversos sectores sociales fueron víctimas de la
represión por ejercer actividades profesionales, asistenciales, políticas o sindicales
perfectamente lícitas en cualquier sociedad democrática, pero que por su carácter
opositor -o simplemente desafecto al Gobierno-, eran percibidas como subversivas
por los servicios de Inteligencia del Ejército, dentro de su obsesiva concepción del
“enemigo interior” y de la “subversión universal” propia de la Doctrina de Seguridad
Nacional. Con ello, esta doctrina constituyó uno de los factores de procedencia externa
que más víctimas causó a la sociedad guatemalteca, produciéndole un daño
incalculable y de imposible reparación.

f) Estrecha vinculación entre los ‘escuadrones de la muerte’ y los servicios de


‘inteligencia militar’, factor procedente del exterior en cuanto a tecnología y
metodología operativa
Todas las evidencias, de muy distintos orígenes (declaraciones de antiguos miembros
de los servicios, documentación desclasificada, datos de múltiples organizaciones,
testimonios de personalidades guatemaltecas no precisamente izquierdistas)
concuerdan en un hecho que ya nadie se atreve a negar: los servicios de Inteligencia
del Ejército (la G-2 y el llamado “Estado Mayor Presidencial”) obtenían información
sobre todo tipo de personas y organizaciones civiles, evaluaban el comportamiento de
éstas en sus respectivos campos de actividad, elaboraban las listas de los que debían
ser ejecutados por su carácter supuestamente subversivo –con o sin un sistema de
consultas previas a otros niveles u organismos-, y procedían, según los casos, a su
secuestro, interrogatorio, tortura y muerte, o bien directamente a su ejecución. En
estos últimos casos, cuando se trataba de una víctima de importante relieve social, se
preparaba y alteraba el escenario del crimen con objeto de falsear la autoría, tratando
de atribuirla a episodios de delincuencia común.
Para la ejecución de esta variada gama de trabajos, contaban con los llamados
“escuadrones especiales”, unidades clandestinas para operaciones encubiertas, cuyos
medios, vehículos, armamento, financiación e instrucción operacional eran
proporcionados por ciertas unidades del Ejército, y, muy especialmente, por la
Inteligencia Militar. La tarea de tales escuadrones no consistía sólo en perpetrar
ejecuciones y secuestros, sino también en desarrollar acciones contrainsurgentes de
guerra psicológica, propaganda e intimidación.
Tal como constata el informe de la ONU, las sucesivas denominaciones de los más
famosos “escuadrones de la muerte”, tales como MANO (Movimiento de Acción
Nacionalista Organizado), también llamado “la Mano Blanca” por su símbolo gráfico,
NOA (Nueva Organización Anticomunista), CADEG (Consejo Anticomunista de
Guatemala), Ojo por Ojo, y los denominados Jaguar Justiciero y ESA (Ejército Secreto
Anticomunista), toda esta colección de nombres no eran otra cosa que las
denominaciones coyunturales de aquellas unidades militares dedicadas a lo largo de
los años 60 y 70 a la función clandestina de eliminar a los supuestos miembros,
aliados o colaboradores de "la subversión" cuyas listas eran elaboradas por la
Inteligencia Militar. Lo mismo cabe decir de los distintos nombres que recibieron en
diversas épocas (incluidas las décadas de los 80 y 90) los grupos operativos de la G-2
y del tan citado EMP (“el Archivo”, “la Regional”, etc.).
Según constató la CEH de la ONU sobre Guatemala:
“...la mayoría de los escuadrones de la muerte no fueron estructuras autónomas o
independientes del Ejército, sino que eran simples estructuras clandestinas de la
Inteligencia (servicios de información militar), que se disfrazaban bajo un nombre
como un mecanismo de la guerra psicológica, con objeto de infundir terror a la
población.” (448)
Por ejemplo, según precisa la documentación desclasificada por el Departamento de
Estado norteamericano, el escuadrón de la muerte denominado “Ojo por Ojo” estuvo
integrado principalmente por miembros de la unidad operativa que funcionó en el
cuartel general J.R. Barrios (449). A su vez, otro documento igualmente desclasificado
por el mismo Departamento de Estado, define a los escuadrones de la muerte como
“grupos fantasmas establecidos y mantenidos para ocultar la participación del Ejército
en los ajusticiamientos.” (450)
Hay que señalar, sin embargo, que no todos los componentes de estos grupos
operativos clandestinos eran militares, pues también integraron los escuadrones de la
muerte individuos civiles del ultraderechista MLN (Movimiento de Liberación
Nacional), comisionados militares (así llamados pese a ser civiles, designados como
delegados por el Ejército), miembros de las PAC locales (las ya tan citadas Patrullas de
Autodefensa Civil), policías, e incluso conocidos ex guerrilleros reconvertidos tras su
captura.
La muy alta tecnología (incluidos los más sofisticados aparatos de seguimiento y
captación electrónica de todo tipo de comunicaciones) requerida por las instalaciones
de estos servicios de información militar, volcados plenamente a la represión
antidemocrática (particularmente la dotación del EMP), fueron otra importante
aportación procedente del exterior, ya que dicha tecnología y métodos operativos
fueron proporcionados primero por los Estados Unidos durante las décadas de los 60
y 70, y después pasaron a tener otras distintas procedencias:
“Bajo el mandato presidencial de Julio César Méndez Montenegro (1966-70), la
Regional (el ya referido servicio secreto del Estado Mayor Presidencial, siempre
bajo mando militar) fue fortalecida por la USAID (plan de ayuda norteamericana)
dentro del marco del programa de profesionalización de la Policía.” (...) “Esta
situación le permitió tener una mayor capacidad para recolectar y analizar
información; incluso más que la propia Sección de Inteligencia del Ejército.” (...)
“Esta mayor capacidad de la Regional sobre la Sección de Inteligencia del Ejército
se explica porque la ayuda estadounidense se canalizó esencialmente hacia la
primera.” (Los paréntesis son nuestros). (451)
Años después, la procedencia de los apoyos externos en materia de inteligencia
militar cambió y se diversificó:
“A finales de la década de los 70, a partir de la suspensión de la ayuda militar por
parte del gobierno estadounidense de Jimmy Carter, los gobiernos de Argentina,
Colombia, Chile y Taiwan otorgaron asesoría al Ejército de Guatemala en
instrucción a los oficiales de Inteligencia. De manera más particular, en Taiwan se
formaron oficiales de inteligencia estratégica; en Colombia oficiales asistieron a
cursos de analistas e interrogadores; y Argentina, en colaboración con militares
chilenos e israelíes, asesoró a cuerpos armados guatemaltecos en
inteligencia.” (452)
“Hacia 1981 alrededor de 200 miembros de la Policía y el Ejército fueron
enviados a Buenos Aires, donde recibieron entrenamiento en técnicas avanzadas
de Inteligencia, incluyendo el uso de técnicas de interrogación.” (453)
Más tarde, ya con el presidente Reagan, se volvería a reanudar la colaboración
estadounidense con el gobierno guatemalteco.
Queda clara, por tanto, la notable aportación de procedencia extranjera en materia de
Inteligencia (información militar conducente a la “lucha antisubversiva”), que fue
recibida por el Ejército de Guatemala. Lo cual, aparte de la ya referida aportación
doctrinal (DSN) en esta misma materia, constituye otro importante aspecto integrante
del vector internacional.

g) Trágico resultado del conjunto de factores anteriores, derivados de la


Doctrina de Seguridad Nacional. Extensa aplicación por los militares
guatemaltecos de las enseñanzas recibidas en Panamá (Escuela de las Américas)
y en otros centros norteamericanos y guatemaltecos en los que se impartió la
DSN
En definitiva, y como resultado conjunto de los factores recién descritos, las más
negativas enseñanzas de aquellos folletos docentes de la DSN, entre ellos los siete
denominados y anteriormente citados “manuales de tortura” en sus primeras y peores
versiones (las de los años 60) sobre el manejo de las fuentes de información y el
tratamiento aplicable al “enemigo interior”, fueron sistemáticamente aplicadas por el
Ejército de Guatemala. De hecho, aquellas enseñanzas, impartidas a tantos oficiales
guatemaltecos y de otros países a lo largo de tantos años en Fort Gulick (Escuela de las
Américas, Panamá) y en otras escuelas norteamericanas, así como en los propios
centros de formación guatemaltecos, donde los mismos manuales siguieron siendo
estudiados durante décadas, todo este conjunto doctrinal, que constituía el núcleo
teórico y práctico de la DSN, fue asumido y aplicado en Guatemala en su
interpretación más amplia e implacable, dando lugar a las masivas y aberrantes
violaciones de derechos humanos que en páginas anteriores hemos podido ver, y
constituyendo –por su origen extranjero- uno de los más nocivos ingredientes de lo
que venimos llamando el vector internacional.
4.8.2. “EFECTO PANTALLA” PRODUCIDO POR LAS DICTADURAS DEL CONO
SUR SOBRE LAS GRAVÍSIMAS VIOLACIONES DE DERECHOS
HUMANOS COMETIDAS EN GUATEMALA, ESPECIALMENTE ENTRE 1978 Y 1983
A finales de los años 70 y principios de los 80, la opinión pública mundial permanecía
tan pendiente de los excesos cometidos por las dictaduras chilena y argentina que,
por tanto mirar al Cono Sur, prestaba muy escasa atención a las atrocidades, de muy
superior magnitud, que se estaban perpetrando en América Central. Por otra parte, el
desplome en 1979 de la infame dictadura somocista en Nicaragua contribuyó a que
muchos, con un suspiro de alivio, dejaran de mirar a Centroamérica y volvieran a
concentrarse en los excesos de Videla y Pinochet.
Todo ello proporcionó una magnífica cobertura o pantalla de distracción para
los militares que en aquellos años aniquilaban los derechos humanos en Guatemala y
El Salvador, “efecto pantalla” que vino a garantizar aún más su ya habitual impunidad.
Curiosamente –incluso sorprendentemente, cabría decir- ni siquiera el aldabonazo
que supuso el incendio de la embajada de España en Guatemala el 31 de enero de
1980 por las Fuerzas de Seguridad guatemaltecas, sirvió para que el mundo abriera
suficientemente los ojos ante lo que estaba ocurriendo en aquel país y en aquella
región (menos de dos meses después, en el contiguo El Salvador sería asesinado el
arzobispo, monseñor Romero, por oponerse a la escalada de la represión).
Precisamente, el grupo de más de 30 personas (en su mayoría indios mayas) que
entraron pacíficamente en la embajada española tenía como meta de su acción el
llamar la atención de los medios de comunicación internacionales, dando a conocer al
mundo, mediante un comunicado, la clase de genocidio que estaba sufriendo su
pueblo. De hecho, incluso aquel múltiple crimen resultó fructífero para sus autores,
pues al acallar aquella protesta quemando vivos a todos sus protagonistas e impidien-
do así la difusión de dicho comunicado, el mundo siguió sin enterarse –o sin darse por
enterado- de los crímenes que se estaban perpetrando bajo la presidencia del general
Lucas García. Igual que siguió prácticamente sin enterarse de los que, dos años
después, iban a iniciarse bajo el mando del general Ríos Montt.
Incluso ahora, entrados ya en el siglo XXI, la magnitud de los crímenes cometidos en
Guatemala más de dos décadas atrás continúa siendo, en enorme medida, ignorada
aún. Aparte de los organismos específicamente dedicados a la defensa de los derechos
humanos (como Amnistía Internacional y otras instituciones beneméritas), que por
razones obvias conocen bien el drama guatemalteco, fuera de esos ámbitos
específicos, el grado de desconocimiento sigue siendo abismal. Incluso numerosas
personas que muestran amplio conocimiento de las dictaduras del Cono Sur y de otras
latitudes, y que siguen ejerciendo un alto grado de militancia contra la impunidad en
esos y otros lugares del mundo, evidencian al mismo tiempo su profundo
desconocimiento sobre los horrores de Guatemala.
En definitiva, aquel “efecto pantalla” que, por prestar atención a otros escenarios,
arrojó una cierta cortina de humo sobre el ámbito centroamericano, favoreció
sensiblemente el grado de impunidad y libertad de movimientos con que los grandes
criminales guatemaltecos pudieron planificar y ejecutar sus pavorosos crímenes de
lesa humanidad durante el ‘quinquenio negro’ de 1978-1983. Lo cual, para el caso de
Guatemala, vino a constituir otro negativo ingrediente adicional del vector interna-
cional.
4.8.3. INGREDIENTES POSITIVOS DEL VECTOR
INTERNACIONAL, CONTRAPUESTOS A LOS ANTERIORES: CONVENCIONES Y
TRATADOS DE DERECHO HUMANITARIO INTERNACIONAL RATIFICADOS POR
GUATEMALA, Y PRESIÓN DE LOS ORGANISMOS INTERNACIONALES A FAVOR DE
SU CUMPLIMIENTO
Examinemos, como parte integrante del vector internacional, el factor de influencia –
aunque su peso resultase prácticamente nulo- ejercido sobre los comportamientos
militares guatemaltecos por algunas de las Convenciones y Tratados Internacionales
ratificadas por el Estado de Guatemala.
a) Valoración de las actuaciones represivas aquí referidas, a la luz del Derecho
Humanitario Internacional, cuyas normas el Estado de Guatemala estaba
obligado a cumplir
El trato infligido por los militares guatemaltecos al enemigo capturado, al enemigo
herido y a la población civil implicada en el conflicto quebrantó los preceptos
fundamentales establecidos no sólo por la legislación nacional de Guatemala (entre
otros, los ya mencionados Arts. 3 y 156 de la Constitución, a los que resulta ineludible
añadir el 378 de su Código Penal de 1973, que especifica y castiga los “delitos contra
los deberes de humanidad”), sino también, como vamos a ver, por el Derecho
Humanitario Internacional. Éste constituye siempre un positivo componente
del vector internacional, por ser un factor de origen externo que influye –en mayor o
menor cuantía- a favor del correcto comportamiento de los Estados y de sus Ejércitos
en materia de derechos humanos. Hay que reconocer, por desgracia, que esta
influencia resultó mínima en el caso de Guatemala, pues el Estado guatemalteco, en un
enorme número de casos, hizo caso omiso de los preceptos del Derecho Humanitario
Internacional.
En la siguiente valoración habremos de poner obligatoriamente el mayor énfasis en
un instrumento internacional muy determinado y de importancia primordial, no sólo
para los conflictos armados internacionales, sino también, y muy concretamente, para
conflictos armados internos, como el aquí estudiado. Nos referimos, obviamente, a los
Convenios de Ginebra de 1949. Ello resulta ineludible por doble motivo: primero,
porque tales Convenios fueron suscritos por la República de Guatemala en 1952, lo
que les hacía exigibles y aplicables desde el comienzo mismo del conflicto y a lo largo
de todo él. Y segundo, porque como ya vimos en su momento y habremos de volver a
recordar en seguida, el artículo 3 común de dichos Convenios está establecido precisa-
mente para los conflictos internos (“sin carácter internacional”), y, obviamente, el
conflicto entre el Ejército y la guerrilla guatemaltecos entraban de lleno en esa
clasificación.
Otros importantes instrumentos internacionales fueron ratificados por el Estado
guatemalteco de forma mucho más tardía, y su cumplimiento sólo pudo considerarse
como plenamente exigible ya dentro de la última década del conflicto. Tal es el caso de
los Protocolos Adicionales a los Convenios de Ginebra (1977), a los que Guatemala no
se adhirió hasta 1988, así como la Convención Americana sobre Derechos Humanos
(San José, 1969), con adhesión en 1987; la Convención Interamericana para Prevenir y
Sancionar la Tortura (Cartagena de Indias, 1985), con adhesión en 1987; y
la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanas o
Degradantes (Nueva York, 1984), con adhesión de Guatemala en 1989 (sin perjuicio
de otros instrumentos protectores de derechos humanos que también fueran de
aplicación). Todos los citados contienen rotundas prohibiciones de la tortura y de
cualquier tipo de ejecución extrajudicial, prohibiciones que el Ejército de Guatemala
está absolutamente obligado a cumplir en todo tipo de situación, a partir de la
respectiva fecha de ratificación.
Recuérdese, en tal sentido, y a modo de contundente ejemplo, el texto del Art. 5 de la
ya citada Convención Interamericana de 1985:
Art.5: “No se admitirá como justificación del delito de tortura la existencia de
circunstancias tales como estado de guerra, amenaza de guerra, estado de sitio o de
emergencia, conmoción o conflicto interior, suspensión de garantías constitucio-
nales, inestabilidad política interna u otras emergencias o calamidades públicas. Ni
la peligrosidad del detenido o penado, ni la inseguridad del establecimiento
carcelario o penitenciario pueden justificar la tortura.”
Este precepto queda eficazmente complementado con el Artículo que le precede en la
misma Convención, que rechaza el concepto de obediencia debida como eximente de
responsabilidad:
Art. 4: “El hecho de haber actuado bajo órdenes superiores no eximirá de la
responsabilidad penal correspondiente.”
Es obligado recordar también la rotunda prohibición expresada en el Protocolo
Adicional II de 1977 a los Convenios de Ginebra de 1949, que en su Título II, Art. 4,
párrafo 1 establece: “Queda prohibido ordenar que no haya supervivientes.”
Pero centrando principalmente nuestro análisis valorativo en el instrumento cuya
validez se mantuvo plenamente vigente durante todo el conflicto -los ya citados
Convenios de Ginebra de 1949-, recuérdese que éstos establecen en su ya citado
Artículo 3 común, precisamente para los “conflictos sin carácter internacional”, es
decir, para enfrentamientos armados internos como el registrado en Guatemala, que
cada una de “las Partes Contendientes” tendrá la obligación de aplicar una serie de
normas y prohibiciones. Normas y prohibiciones dirigidas a proteger a aquellas
personas “que no participen directamente en las hostilidades”, incluyendo
expresamente –aparte de la población civil afectada- a aquellos miembros de las
fuerzas combatientes de cualquiera de las dos partes que, incluso habiendo tenido tal
participación activa hasta unos momentos antes, hubieran dejado ya de tenerla por
alguno de los motivos siguientes: por haber “depuesto las armas”, o por
haber “quedado fuera de combate por enfermedad, herida, captura o por cualquier otra
causa”.
El citado Art. 3 común establece, además, que tales personas “serán, en todas las
circunstancias, tratadas con humanidad, sin distinción alguna de carácter desfavorable
basada en la raza, el color, la religión o las creencias, el sexo, el nacimiento o la fortuna,
o cualquier otro criterio similar”. Recordemos igualmente que, según prescribe el
mismo artículo, dichas personas no pueden ser sometidas, en ningún tiempo y lugar, a
acciones tales como el homicidio y la tortura,entre otras.
Resulta obligado subrayar la plena aplicabilidad de esta protección. Recordemos, en
efecto, el primer párrafo del citado Art.3 : “En caso de conflicto armado sin carácter
internacional y que surja en el territorio de una de las Altas Partes Contratantes, cada
una de las Partes en conflicto tendrá la obligación de aplicar, por lo menos, las
disposiciones siguientes: (a continuación se expresan las normas de conducta que
acabamos de recordar).
Se trata, en el caso de Guatemala, de “un conflicto armado sin carácter internacional”
(conflicto armado interno), surgido “en el territorio de una de las Partes Contratantes”
(el Estado de Guatemala), y, dentro de tal conflicto, “cada una de las Partes en
conflicto” (gobierno y guerrilla) “tendrá la obligación de aplicar...”, etc. El caso se
halla, por tanto, inmerso de lleno en el género de conflictos y el tipo de
protección previstos en el tan repetidamente citado Art. 3.
Pues bien: pese a que el Ejército de Guatemala estaba obligado a cumplir todos estos
preceptos y prohibiciones a lo largo de todo el conflicto, miles de personas entre 1962
y 1996 fueron secuestradas, torturadas y ejecutadas sin juicio alguno por razón de sus
creencias políticas y sociales. Otros miles de personas vieron agravado su trato y
fueron especialmente maltratadas, torturadas o mutiladas por factores tales como su
indigencia económica, su raza y su color. Muchas mujeres, antes de ser asesinadas,
fueron también violadas por añadir a tales factores la simple circunstancia de su sexo
y su juventud. Miles de combatientes de la guerrilla, tras ser capturados, fueron
torturados y asesinados.
La conclusión, a la luz del Derecho Humanitario Internacional, sólo puede ser trágica-
mente negativa en cuanto a los comportamientos militares registrados durante el
enfrentamiento armado, y en cuanto al grado de cumplimiento y de conciencia
respecto a los compromisos adquiridos por el Estado de Guatemala frente a la
comunidad internacional.

b) Presiones de los organismos internacionales defensores de los derechos


humanos, positivo pero muy insuficiente factor de influencia
exterior. Desastroso balance total del vector internacional en su conjunto
Las insistentes recomendaciones y pronunciamientos planteados en los informes y
propuestas de Amnistía Internacional, Americas Watch, Instituto Interamericano de
Derechos Humanos y demás organismos que asumían la voz de la comunidad
internacional instando a las autoridades guatemaltecas a lo largo del conflicto a
investigar las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones de opositores políticos,
sindicales y estudiantiles; a aumentar la eficacia de la justicia, protegiendo a los
investigadores, a los testigos, a los funcionarios del aparato judicial y a los defensores
de los derechos humanos, permanentemente amenazados; a interrumpir las masacres
de poblaciones indígenas; a la derogación de las leyes de amnistía (como el Decreto
Ley 08-86); al desmantelamiento de aquellas unidades militares que ocultaban su
verdadera condición de “escuadrones de la muerte”; a la investigación imparcial e
independiente de la actuación de las unidades y centros de Inteligencia militar y de las
múltiples denuncias formuladas contra éstos por las graves violaciones de los
derechos humanos cometidas por sus agentes, etcétera, toda esta serie de
reclamaciones fueron, prácticamente siempre, desoídas por el Estado de Guatemala y
por su Ejército en particular.
En definitiva, este positivo factor constituido por los Convenios Internacionales que
configuran el derecho humanitario, y las presiones de la comunidad internacional en
favor del respeto a los derechos humanos y del cumplimiento de dichos convenios y
tratados, este valioso y siempre necesario componente del vector internacional,
resultó barrido y prácticamente anulado en Guatemala por el negativo factor anterior:
el peso aplastante de la Doctrina de Seguridad Nacional, integrante también del vector
internacional, pero en un sentido negativo y con una fuerza incomparablemente
superior a lo largo del conflicto, especialmente en las décadas de los 70 y 80.

4.9. VALORACIÓN EN CUANTO A LA PRÁCTICA DEL MANDO EN EL EJÉRCITO DE


GUATEMALA DURANTE EL CONFLICTO INTERNO, A LA LUZ DEL
CONCEPTO DE DISCIPLINA ESTRICTA DENTRO DE LA LEY: DOBLE FALLO DE LA
CADENA DEL MANDO MILITAR
La cadena de mando del Ejército de Guatemala registró un doble fallo, generalizado a
la práctica totalidad de la institución. Tal fallo se manifestó en la doble vertiente que
configura el ejercicio del mando y de la disciplina en todos los Ejércitos del
mundo: por un lado, en la emisión de órdenes, y, por otro, en su cumplimiento.

a) En el mando de las unidades operativas


a-1). En cuanto a las órdenes emitidas. Los mandos de las unidades fracasaron en su
ineludible responsabilidad (común a todos los Ejércitos como instituciones
legalmente constituidas y reguladas) de emitir todas sus órdenes operativas en el
marco de la legalidad nacional e internacional. Incumpliendo esta responsabilidad,
fueron emitidas muy numerosas órdenes que incluían la ejecución de gravísimos deli-
tos, tanto para operaciones de ámbito urbano (casos Gerardi, Mack y otros) como,
muy principalmente, en las mortíferas actuaciones de las décadas anteriores contra
poblaciones indígenas en el ámbito rural.
a-2). En cuanto a las órdenes cumplidas. La misma cadena del mando falló en su
responsabilidad de dar cumplimiento estricto sólo a aquellas órdenes situadas dentro
de la ley. Un gran número de órdenes ilegales, cuyo evidente carácter delictivo las
hacía legalmente rechazables (Art. 156 de su Constitución), y que, como tales,
debieron ser rechazadas, encontrando siempre una firme oposición a su cumplimiento
en todos los escalones de la cadena jerárquica, no hallaron oposición alguna ni al ser
transmitidas ni al ser ejecutadas. Ello significó, a la vez, un grave quebrantamiento del
citado precepto constitucional y de los instrumentos internacionales ratificados por la
República de Guatemala y que era obligado cumplir (especialmente los Convenios de
Ginebra y su siempre ineludible Art. 3 común para los conflictos sin carácter
internacional).

b) En el alto mando (cúpula militar)


A estos fallos genéricos se une otro fallo radical, específicamente imputable a los más
altos niveles del mando militar: la incapacidad de ejercer el control disciplinario sobre
todas las unidades que actuaban bajo su mando, impidiendo la intolerable
proliferación de crímenes de todo tipo.
Los generales que encabezaban el Ejército de Guatemala, principalmente en aquellos
terribles años 1978-83 (empezando por los dos sucesivos presidentes militares de
dicho período, los generales Romeo Lucas García y Efraín Ríos Montt), así como
aquéllos que fueron ministros de Defensa, jefes del Estado Mayor del Ejército, y los
mandos de las principales unidades operativas, pertenecían sin duda a la misma
estirpe militar del general Yamashita, comandante general de las fuerzas de ocupación
del ejército imperial japonés que actuaban en el archipiélago de Filipinas entre 1942 y
1945. Es decir, pertenecían a esa calaña de altos jefes militares convencidos de que las
tropas bajo su mando pueden cometer toda clase de crímenes, tropelías e iniquidades
contra los prisioneros y contra la población civil, sin que ese tipo de actuaciones
arrojen sobre sus hombros ninguna responsabilidad. Su actitud al respecto podría
resumirse así: “Los crímenes que mis tropas puedan cometer por su cuenta no son cosa
mía. Yo no puedo ocuparme de esos detalles. Yo sólo soy responsable de las órdenes que
realmente les doy y del logro de los objetivos militares que me competen.” El general
Yamashita pagó con su condena a muerte y ejecución los crímenes de lesa humanidad
cometidos por sus subordinados, tanto los que había ordenado él como los que no. Por
el contrario, sus émulos guatemaltecos siguen gozando de la más total impunidad.

c) Falaz argumento exculpatorio. Requisitos del mando, gravemente


incumplidos
La conocida excusa –tan utilizada por los Ejércitos más violadores de los derechos
humanos- consistente en que “los mandos subalternos actuaban con un alto grado de
autonomía y descentralización, lo que explica que se cometieran excesos que no fueron
ordenados por la superioridad”, constituye un argumento falaz e insostenible, muy
propio de aquellas Fuerzas Armadas cuyos mandos superiores se manifiestan
incapaces de asumir su inexcusable responsabilidad. Responsabilidad que incluye,
para todo comandante de unidad, de forma insoslayable, esta doble obligación: a) El
control efectivo de las operaciones a todos los niveles, especialmente al nivel de eje-
cución, manteniéndose eficazmente informado de lo que realmente ocurre en las
unidades bajo su mando; y b) El liderazgo moral del jefe, que impregna todas las
actuaciones de sus subordinados incluso en aquellos casos o situaciones en que su
control directo resulta imposible de ejercer.
Una actuación militarmente correcta hubiera exigido: a) una cúpula militar capaz de
dictar y hacer cumplir unas firmes directrices, prohibiendo todo género de crueldades
innecesarias y de sufrimientos añadidos para la población, según exigen los convenios
internacionales y el derecho de la guerra, impidiendo la comisión de unas atrocidades
no sólo de carácter criminal sino, por añadidura, casi siempre inútiles en cuanto al
logro de la victoria militar, además de devastadoras para el prestigio de la
institución; b) Un intenso control, en toda la cadena de mando, del comportamiento
de sus efectivos a todos los niveles, y muy particularmente a los niveles inferiores –
oficiales subalternos y suboficiales-, por ser estos cuadros de bajo nivel, al mando
directo de la tropa, los protagonistas más directos –aunque no necesariamente los
más culpables- de los terribles excesos que pueden perpetrarse si no existe el debido
control. Y c) Un eficaz mecanismo disciplinario capaz de reaccionar con fulminantes
medidas punitivas contra quienes cometieran unos excesos no sólo prohibidos por las
leyes sino radicalmente incompatibles con la recta disciplina y el honor militar.
Lejos de cumplir estos requisitos, imprescindibles en un Ejército de sólida
profesionalidad militar, y lejos de establecer y mantener una firme disciplina estricta
dentro de la ley, la cadena de mando del Ejército de Guatemala sólo consiguió
implantar una disciplina gravemente deficiente, basada en una obediencia ciega al
margen de la ley. Disciplina pésimamente ejercida sobre unos subordinados no sólo
incapaces de oponerse a las órdenes criminales (como era su deber), sino, muy al
contrario, sumamente capaces de excederse por su cuenta en su cumplimiento, ha-
ciéndolas más criminales aún.
Una vez más, la deficiente autolimitación moral, pésimamente configurada, determinó
unas conductas lamentables, radicalmente distintas de las que exigía la
correcta limitación imperativa.

4.10. VALORACIÓN DE LA JUSTICIA DE GUATEMALA DURANTE EL CONFLICTO, A


LA LUZ DE LOS PRINCIPIOS DE LIMITACIÓN IMPERATIVA Y DE AUTOLIMITACIÓN
MORAL. PATÉTICA INOPERANCIA FRENTE A LA GENERALIZACIÓN DE LOS
DELITOS PERPETRADOS EN UN MARCO DE PLENA IMPUNIDAD
Uno de los hechos más notables registrados durante el conflicto armado fue el total
colapso de la Justicia, que se mostró absolutamente incapaz de procesar, juzgar y
castigar ni siquiera a una pequeña parte de los culpables del pavoroso cuadro de
delitos y violaciones de derechos humanos cometidos en la represión militar. La
Constitución establecía que “Los tribunales militares conocerán de los delitos o faltas
cometidos por los integrantes del Ejército de Guatemala” (Art. 219 de la Constitución de
1985, y artículos equivalentes en las Constituciones anteriores). Por tanto, señalar el
colapso de la Justicia durante el conflicto equivale a señalar, fundamentalmente, el
colapso de la Justicia Militar, por ser ésta la que estaba entonces obligada a juzgar y
castigar a los militares que cometieron los delitos en cuestión.
Los factores concurrentes que determinaron este colapso de la Justicia, tanto militar
como civil, fueron primordialmente los expresados a continuación.
La Doctrina de Seguridad Nacional, en su versión estudiada y asimilada por el Ejército
de Guatemala (Manual Secreto de Guerra Contrasubversiva ya citado, impartido en el
Centro de Estudios Militares, Escuela de Comando y Estado Mayor), con arreglo a
cuyas definiciones y conceptos se efectuó el planeamiento y ejecución de la represión,
definía como “enemigo interno” a los tres grupos o categorías de personas
anteriormente especificadas. Dichas tres categorías –permítasenos resumirlas aquí,
para mayor comodidad del lector, ahorrándole retroceder a la correspondiente cita
anterior- eran las siguientes: los opositores que actuaban en la ilegalidad, los
comunistas, y los que, sin ser comunistas ni actuar en la ilegalidad, eran considerados
opositores al gobierno, y, como tales, también ‘subversivos’ para el orden establecido.
Esta tercera categoría resultaba tan inmensamente amplia que su inclusión condenó
arbitrariamente a muerte a muchos miles de personas, lo que generó un enorme
número de delitos, cometidos por los represores al intentar eliminar a tan numeroso
sector de la población. Eliminación acompañada muchas veces de torturas y otra serie
de delitos anejos a este tipo de represión.
Esta idea de que era necesario eliminar físicamente a un enorme número de
guatemaltecos quedó, además, plasmada en la célebre frase del presidente Carlos
Arana en 1971: “Si es necesario convertir el país en un cementerio para alcanzar la paz,
no dudaré en hacerlo.” (454) A partir de ahí, bien pocas posibilidades quedaban de
hacer justicia en un Estado cuyo máximo dirigente se manifestaba en esos términos de
barbarie y brutalidad.
En cuanto al campo específico del Ejército, la carencia de un Código de Justicia Militar
suficientemente moderno y actualizado como para establecer, entre sus principios
básicos, el concepto de “obediencia estricta dentro de la ley” y nunca para las órdenes
situadas fuera de la ley, generó, a través de la obediencia ciega, el cumplimiento de
muchas órdenes que implicaban graves delitos en su ejecución. El sistemático olvido
del excelente Art. 156 de la Constitución, que establecía el correcto concepto
de obediencia sólo dentro de la ley, y la continua aplicación (absolutamente
anticonstitucional) del decimonónico Art. 5 del viejo Código Militar de 1878, que
permitía la obediencia fuera de la ley al liberar de toda responsabilidad al
subordinado que cumplía las órdenes –por muy delictivas que pudieran ser-, fueron
dos factores simultáneos y convergentes que determinaron la obediencia a innumera-
bles órdenes ilegales, causantes de muy graves delitos en su ejecución.
El ya señalado y doble fallo de la cadena del mando militar, que pudo y debió hacer
prevalecer la Constitución sobre el viejo Código Militar de 1878 y no fue capaz de
hacerlo, tuvo enormes consecuencias en el campo de la Justicia. La proliferación de
conductas delictivas fue de tal magnitud que hubiera sido imposible juzgarlas incluso
si se hubiera pretendido hacerlo, cosa que tampoco se pretendió. En efecto, se pudo y
debió suplir la carencia de un moderno Código de Justicia Militar, haciendo prevalecer
sobre la vieja y hoy inadmisible eximente de obediencia debida (del ya citado Art. 5 del
C.M.) el correcto concepto de disciplina estricta dentro de la ley -y nunca fuera de ella-
establecido por las Constituciones de 1985, 1965 y 1956 en sus respectivos Arts. 156,
146 y 44. Pero lejos de asumir esa recta concepción del mando y la disciplina -
obligada en los Ejércitos modernos-, la cadena de mando asumió como suya la vieja
versión de 1878: obediencia total para todas las órdenes sin excepción, sin
responsabilidad alguna para los ejecutores que obedecían órdenes superiores. Como
resultado, dicha cadena de mando produjo, transmitió y ejecutó innumerables
órdenes delictivas que nunca se debieron dar ni cumplir.
Por añadidura, los brutales excesos añadidos a los más bajos niveles, incluso más allá de
las acciones criminales específicamente ordenadas por los escalones superiores, tampoco
fueron considerados materia punible por la Justicia. La poderosa y generalizada noción
de impunidad como factor aplastante, permanente y omnipresente en el Ejército de
Guatemala durante las largas décadas del conflicto, constituyó un elemento arraigado
hasta unos límites determinantes de muchos comportamientos delictivos, que sin este
factor carecerían de explicación. La forma en que muchos terribles delitos fueron
cometidos delante de un gran número de personas, sin importar a los
perpetradores la presencia de tan elevado número de testigos, sólo se explica
mediante la certeza absoluta de que jamás nadie podría pedirles cuentas por su
actuación. Así, esta noción de impunidad garantizada se convirtió en factor
propiciador de toda clase de crímenes cometidos por las fuerzas armadas en el marco
de la represión.
Este conjunto de factores concurrentes determinaron una inaudita proliferación de
delitos cometidos por el Ejército y sus fuerzas auxiliares, en un volumen tan
desmesurado que ningún aparato judicial hubiera podido físicamente conocer,
instruir, juzgar y castigar. Incluso si hubieran existido unos tribunales militares
dispuestos a hacer justicia –asumiendo la responsabilidad que les atribuía el Art. 219
de la Constitución-, difícilmente hubieran podido cumplir tal función, al tropezar con
una barrera puramente cuantitativa, pero prácticamente insalvable: la imposibilidad
fáctica de tramitar, investigar, procesar, juzgar, sentenciar y resolver los recursos
correspondientes a la masiva acumulación de delitos que, durante largos años, eran
cometidos diariamente por cientos de militares en todo el país.
Tal avalancha de acciones delictivas, cometidas de forma continuada y acumulativa a
través de cientos de órdenes dadas y ejecutadas, desbordaba toda posibilidad de juicio
y castigo, incluso si hubiera existido voluntad de hacer justicia. La conocida frase, ya
recordada más atrás, “No resulta posible juzgar a todo un Ejército” (Vinicio Cerezo
durante su presidencia), vino a resumir esta patética imposibilidad. Este factor
puramente “volumétrico”, incluso privado de toda consideración cualitativa, hubiera
constituido de por sí una de las causas determinantes de la paralización de la Justicia
Militar durante el conflicto interno en Guatemala. Ello no significa, sin embargo, una
excusa para una omisión tan total, pues al menos sí que hubieran podido ser juzgados
y condenados aquellos casos de más destacada gravedad. Lo cual hubiera tenido un
cierto valor moral y un cierto efecto ejemplarizante, disuasorio para la comisión de
otros delitos de gravedad similar.
Pero –y esto es lo más grave- tal voluntad de hacer justicia no existió jamás. No se sabe
de ninguna autoridad militar que invocara la recta y decisiva limitación impuesta por
el Art. 156 de la Constitución de Guatemala para negarse a obedecer al cometer las
criminales atrocidades que se cometieron, ni nadie exigió el cumplimiento de la
obligación constitucional de los tribunales, que consistía en impartir justicia: “La
justicia se imparte de conformidad con la Constitución y las leyes de la República.
Corresponde a los tribunales de justicia la potestad de juzgar y promover la ejecución de
los juzgado” (Art. 203 de la Constitución). Por tanto, aquellas órdenes y aquellos actos
que atropellaban la Constitución y las leyes de la República tenían que ser
obligatoriamente juzgados y castigados. Constitucionalmente era obligado enjuiciar
los masivos delitos perpetrados, muchos de ellos de lesa humanidad. Pero nadie lo
hizo, ni consta que nadie lo intentara, especialmente en el ámbito militar, el más
directamente implicado, allí donde se cometían la mayor parte de los delitos. Nadie, en
el área de la justicia militar, pensó en la necesidad de afrontar y castigar, si no todos
aquellos delitos –cosa imposible-, al menos los más graves y flagrantes, tales como las
bárbaras mutilaciones, las terribles formas de tortura y de muerte, las sistemáticas
violaciones de mujeres, el frecuente asesinato de niños, la destrucción de aldeas o
comunidades, incluido el práctico exterminio de su población civil. Cuando algún
documento militar se refería excepcionalmente a estos excesos no los calificaba como
delitos gravemente punibles, sino solamente, según ya vimos (Plan de Campaña
“Victoria 82”, Anexo F), como “errores cometidos por las tropas”, y no expresaba preo-
cupación alguna por enjuiciar a los culpables, sino sólo por el hecho de que
tales “errores” fueran “hábilmente explotados por la subversión nacional e internacio-
nal”.
Nos hallamos, en definitiva, ante una justicia militar que en ningún momento fue
capaz de actuar como tal, mostrándose inoperante a la hora de juzgar ni siquiera una
mínima parte de los más graves delitos cometidos por miembros del Ejército en
aquellas operaciones militares. Por supuesto que la muy floja y crónicamente débil
justicia civil guatemalteca –aun más débil en aquellos años- tampoco hubiera sido
capaz en absoluto de juzgar aquellos delitos que hipotéticamentehubieran sido
atribuidos a su jurisdicción. Pero también resultaba fácticamente imposible que tales
crímenes fueran juzgados por la institución militar. Nadie podía esperar que la misma
institución cuyos miembros tan sistemáticamente delinquían fuera capaz de juzgarse
a sí misma por los delitos que ella misma, a través de su cadena de mando, cometía y
mandaba cometer.
Más aun: ni siquiera aquellos excesos delirantes cometidos en los más bajos niveles
(actos de inaudita crueldad cometidos contra niños y mujeres, que pudieran atribuirse
a extralimitaciones no ordenadas específicamente por el mando), ni siquiera tales
aberraciones fueron castigadas, lo que induce a pensar –para mayor desgracia y
deshonor- que también aquellas atrocidades fueron consideradas por los jefes, y por
la propia justicia militar, como genéricamente incluidas en las órdenes recibidas de la
superioridad, y no como excesos punibles debidos al descontrol.
En definitiva, aquella justicia militar, pese a disponer de una válida limitación
imperativa (principalmente los Arts. 3, 156, 203, 204 y 219 de su Constitución, Art. 3
común de los Convenios de Ginebra, y Arts. 1 a 4 del Convenio Internacional contra el
delito de Genocidio), normas de obligado cumplimiento que le hubieran permitido
juzgar los más terribles crímenes y torturas, careció de una sólida y
correcta autolimitación moral cuyas firmes convicciones hubieran considerado
intolerables aquellos delitos y le hubieran obligado a juzgarlos, al menos aquéllos de
más siniestro carácter de lesa humanidad. Pero carente de tales convicciones, es decir,
desprovista de dicha autolimitación moral, permitió que tales atrocidades siguieran
ocurriendo, sin juzgar y castigar, como mínimo, aquéllas de más extrema y repugnante
gravedad.
La Comisión de Esclarecimiento Histórico, según lo establecido por el Acuerdo de
Oslo, solicitó al Ejército de Guatemala información sobre sus actuaciones a lo largo del
conflicto. Aquella información debió incluir, entre otros contenidos necesarios, y como
uno de los datos más reveladores de sus comportamientos militares, datos tan
importantes como el número y características de los casos de jefes, oficiales,
suboficiales y tropa que fueron procesados, sentenciados (absueltos o condenados) y
la magnitud de sus condenas, como castigo a los muy numerosos crímenes cometidos
contra los prisioneros y contra la población civil implicada en el conflicto. Tales datos
nunca fueron entregados por el Ejército a la Comisión. He ahí la prueba de que no
existieron tales procesamientos y condenas, pues, caso de haber existido, el Ejército se
hubiera apresurado a entregar esos datos documentales, demostrando la rectitud de
su actuación en un terreno tan fundamental.

4.11. LA REPRESIÓN MILITAR EN GUATEMALA, A LA LUZ DE “LA PECULIARIDAD


CULTURAL”
Toda esa masiva línea de actuación acumulada y registrada en cientos y cientos de
testimonios, toda esta inmensa colección de crímenes de abyecta y refinada crueldad,
nunca podría ser fruto de una casualidad, ni de la locura de una o dos personas, por
muy altas que estuviesen (pongamos, por ejemplo, los dos presidentes militares ya
citados, correspondientes al repetidamente mencionado período de 1978-83). Tan
larga y prolongada hecatombe no es fruto de un desventurado azar: es fruto de una
mentalidad, de una línea de pensamiento, de unas convicciones, de unas ideas
asentadas, asimiladas y firmemente creídas. Es decir, de una cultura, de una carga
cultural asumida por las vías propias por las que se implanta toda cultura. En este
caso, se trata de una cultura militar. Para que esto ocurra, son necesarios unos
generales, jefes y oficiales culturalmente convencidos de la filosofía, justificación y
eficacia de este tipo de estrategia del extremo terror, con la noción de derechos
humanos reducida a un concepto plenamente despreciable e incluso subversivo (no
en vano, durante una serie de años, “la aparición de toda organización defensora de
derechos humanos quedaba resuelta mediante la eliminación por el Ejército de sus
dirigentes”, como ya hemos visto en una de las constataciones señaladas por Amnistía
Internacional). Para desarrollar esta estrategia y derivar de ella las tácticas represivas
allí aplicadas, y para hacerlo de forma tan sistemática y prolongada hace falta, en
efecto, un tipo de cultura, aunque se trate de una cultura muy local, no extensible a los
Ejércitos limítrofes (el vecino Ejército salvadoreño cometió sus barbaridades, pero
nunca llegó a tales extremos, ni por lejana aproximación). Se trataba, en definitiva, de
una determinada cultura, militar en este caso, pues las distintas culturas militares
existen igual que existen por el mundo las distintas culturas religiosas, económicas,
sociales, etcétera. Hallándonos, pues, en presencia de una cultura concreta (con
fuertes ingredientes inhumanos, racistas y oligárquicos, pero cultura al fin), vuelve a
entrar en funcionamiento el gran argumento de la peculiaridad cultural: ¿Quiénes
somos nosotros para imponer a los militares guatemaltecos nuestro propia moral
militar, nuestro propio honor militar, en definitiva nuestra propia cultura militar, si
ellos tenían la suya propia?
Una vez más, nos hallaríamos ante la defensa garantista a ultranza de la peculiaridad,
negadora de cualquier pretensión de justicia universal. Su línea argumental sería, una
vez más, la siguiente: “Si ellos tenían su propia cultura militar, que incluía cometer el
máximo de crueldades como factor estratégico de carácter preventivo y disuasorio; si
los militares guatemaltecos, aparte de recibir las enseñanzas de la Doctrina de la
Seguridad Nacional (como las recibieron todos sus colegas latinoamericanos),
añadieron por su cuenta otros ingredientes culturales, es decir, si ellos incorporaron
otra serie de técnicas represivas más avanzadas que la simple tortura y el tiro en la
nuca tan propios de otros Ejércitos del continente por aquellas fechas; si ellos, con
arreglo a unos parámetros culturales muy propios, y a unas formas de enseñanza
militar específicamente suyas, ambientadas psicológicamente, como ya vimos, en
aquel obsesivo ámbito que ellos mismos designaron bajo el nombre de el infierno
Kaibil, con su extraño culto a la sangre y a la extracción de vísceras, si ellos, decimos,
prefirieron incorporar a sus técnicas de actuación contra la población civil
potencialmente enemiga, métodos tan indescriptiblemente atroces como los descritos
en los testimonios recogidos exhaustivamente por las comisiones investigadoras de la
ONU y del Arzobispado de Guatemala; es decir, si ellos, en una palabra, habían optado
y adoptado su propia cultura militar antisubversiva, ¿quiénes somos nosotros para
condenar aquellas actuaciones, por muy terribles que nos parezcan?”
Nuevamente, nuestra respuesta sólo podemos y debemos extraerla de lo más profundo de
nuestros principios. Es el momento de proclamar una vez más, y todas las veces que sean
necesarias, que existe un núcleo, reducido de tamaño, pero irreductible en su contenido, de
principios morales básicos de validez universal, que no pueden ceder ante ninguna cultura,
ante ninguna peculiaridad. Incluso si ellos (los militares guatemaltecos) tenían su
cultura propia (como también la tenían –salvando las distancias- los militares nazis, y
las tropas de los jemeres rojos cambodianos, y los militares del viejo ejército imperial
japonés, caracterizados, estos últimos, por una cultura ancestral de desprecio genérico
al enemigo, sobre todo al enemigo ya capturado); incluso si un cierto Ejército tiene una
determinada cultura, una específica doctrina, una peculiar filosofía, una peculiar moral;
incluso en tal caso, si ese Ejército comete determinadas atrocidades, atropellando ese
núcleo mínimo y último de valores humanos irreductibles, en tal caso la colectividad
humana no puede ni debe resignarse a tolerar tales crímenes de lesa humanidad, sino que
debe afrontarlos, civilizada pero enérgicamente, por la vía judicial. Y ello significa
enjuiciar a los criminales, con todas las garantías del debido proceso, pero también con
todas las exigencias impuestas por el principio de Justicia Universal.

4.12. FACTORES DIFERENCIALES DEL CASO DE GUATEMALA, RESPECTO A


OTRAS REPRESIONES MILITARES DESARROLLADAS EN LA REGIÓN
El caso de Guatemala presenta algunos factores comparativamente notables, tanto
respecto al conjunto de América Latina como respecto a los otros países de América
Central. Entre tales factores, esquemáticamente señalados, cabe señalar los siguientes:
Un fuerte componente racista, derivado –aunque nunca justificado ni
justificable- del elevado porcentaje de población maya existente en el país: en
torno al 50% de la población total, factor que no se da en los restantes países de la
Región, donde los contingentes indígenas presentan muy inferior magnitud.
Una guerrilla de escasa potencia militar, formada por unos grupos armados que,
aunque finalmente convergieron en una organización unitaria (la URNG), nunca
llegaron a tener la considerable fuerza que caracterizó al FMLN en El Salvador
(que logró de hecho un empate militar frente al Ejército salvadoreño), ni mucho
menos una capacidad similar a la de la guerrilla sandinista en Nicaragua, que
logró imponerse sobre el aparato militar somocista, al que derrotó en 1979.
Un Ejército guatemalteco muy fuerte y, sobre todo, muy autónomo, con fuentes
de abastecimiento y de apoyo diversificadas, ideológicamente muy duro e
impenetrable, capaz de resistir las presiones de la comunidad internacional -e
incluso las de los Estados Unidos- en un grado muy superior al de los otros
Ejércitos de la Región.
Un entrenamiento militar con extraños ingredientes de la más gratuita
brutalidad, que, con el pretexto del necesario endurecimiento para el combate, se
convirtió en origen de comportamientos inhumanos y absolutamente ilegales, que
ningún Ejército necesita asumir a la hora de combatir con la necesaria dureza y
eficacia militar.
Un grado de crueldad en las actuaciones represivas superior a todo lo conocido
en América, derivado conjuntamente del factor de racismo inicialmente señalado,
de una interpretación de la Doctrina de Seguridad Nacional en su grado de
máxima dureza, y de la existencia de una desalmada oligarquía civil y militar que
defiende a muerte sus intereses y privilegios, con mayor determinación y menos
escrúpulos –si cabe- que cualquier otra de las existentes en América Latina en su
totalidad.
Obviamente, ninguna de estas peculiaridades diferenciales aquí señaladas para el caso
guatemalteco -absolutamente ninguna de ellas, recalcamos- puede servir de base para
la menor justificación de los comportamientos militares registrados en aquel país en
el período objeto de nuestra investigación.

4.13. VALORACIÓN DE LA NUEVA DOCTRINA DEL EJÉRCITO DE GUATEMALA,


COMO FACTOR DE UNA NUEVA AUTOLIMITACIÓN MORAL
Una de las exigencias máximas para el Ejército de Guatemala tras los acuerdos de Paz
de 1996 y tras el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) de la
ONU, de febrero de 1999, era el dotarse de una nueva Doctrina para su Ejército,
como primer y decisivo requisito para el logro de una adecuada autolimitación moral.
Cambio absolutamente imprescindible, por la urgente necesidad de superar la
obsoleta, desastrosa, e injustamente llamada Doctrina de la Seguridad Nacional.

a) Intento previo y frustrado: el proyecto de nueva Doctrina, presentado en


diciembre de 1999
Ya en diciembre de 1999, el equipo designado por su Ministerio de Defensa había
presentado un proyecto de nueva Doctrina del Ejército de Guatemala, que,
finalmente, no llegaría a ser asumida de forma oficial.
Hay que recordar que, entre las recomendaciones formuladas por la ya
citada Comisión de la ONU (en cuya elaboración nos correspondió redactar y someter
a la Comisión las partes referentes a la moral militar y las relaciones Ejército-
Sociedad), se incluyeron en su momento, como recomendaciones específicas, los ele-
mentos morales de carácter fundamental, imprescindibles para la inserción de las
Fuerzas Armadas en una sociedad democrática. Por ello nuestra satisfacción fue
grande cuando, al llegar a nuestras manos aquel proyecto de nueva Doctrina (finales
de 1999), pudimos ver en él algunos de nuestros conceptos básicos, tomados de
dichas recomendaciones e incorporados a la nueva propuesta doctrinal, y algunos de
ellos incluso con nuestra propia redacción literal.
Así, dentro del apartado “Principios y valores doctrinales” el proyecto-propuesta de
1999 incluía, entre otros, los siguientes principios básicos:
“La disciplina está basada en la obediencia estricta dentro de la ley.”
“El honor militar es inseparable del respeto a los derechos humanos.”
“El espíritu de cuerpo se basa en una alta exigencia de ética, justicia y servicio al
pueblo de Guatemala.” (455)
Vemos que estos tres conceptos doctrinales son precisamente los tres que nuestro
modelo señala como principios básicos de la moral militar, y como tales quedaron
señalados en nuestras recomendaciones para el Ejército de Guatemala dentro de
la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU (como podrá verse en nuestro
Anexo final). Y vemos también que las definiciones de esos tres valores introducidas
en el proyecto de nueva Doctrina coincide precisamente con las que propusimos en
dichas recomendaciones, las mismas que venimos propugnando como parte básica de
nuestro modelo imperativo-moral, con la única modificación, introducida por los
redactores del proyecto, de esa última añadidura (“y servicio al pueblo de Guatemala”),
a la que, obviamente, nada tenemos que objetar.
Respecto a la disciplina y su base, la obediencia, esa añadidura de la frase “estricta
dentro de la ley” fue fruto de nuestra insistencia dentro de la Comisión, a la hora de
redactar la propuesta de recomendaciones. Éstas fueron incorporadas al informe final
de la CEH (Tomo V de los doce), y parte de tales recomendaciones -pese a no ser
vinculantes dentro del Acuerdo de Oslo (*)- fueron asumidas, como vemos, por
aquellos redactores militares guatemaltecos que elaboraron en 1999 dicha propuesta
de Doctrina, incorporando los tres valores así definidos al conjunto de principios
básicos de la institución.
(*) El Acuerdo de Oslo (23-6-1994), por el que se decidió constituir
la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de la ONU sobre
Guatemala (CEH), formó parte de los varios Acuerdos de Paz,
finalmente integrados en el “Acuerdo de Paz Firme y Duradera” (29-
12-1996) suscrito entre el Gobierno de la República de Guatemala y la
Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). En Oslo se
estableció que la CEH, además de investigar y documentar la verdad
sobre las violaciones de derechos humanos cometidas durante el
conflicto interno guatemalteco, podría formular las
“recomendaciones específicas”que considerase oportunas para el
mejor establecimiento de la paz estable, la concordia, la implantación
de la democracia y el respeto a los derechos humanos. Según
establecía el mismo Acuerdo, “Los trabajos, recomendaciones e
informe de la Comisión no individualizarán responsabilidades ni
tendrán propósitos o efectos judiciales.” Igualmente, el Acuerdo no
estableció que las recomendaciones tuvieran carácter vinculante para
las partes. Sin embargo, la Comisión otorgó gran importancia a estas
recomendaciones, en las que los equipos de expertos trabajamos con
gran esmero y dedicación, para convertir en propuestas prácticas
para el futuro los frutos del gran trabajo previo desarrollado por los
equipos de investigación.
Sin embargo, aquel texto doctrinal de 1999 no llegó a ser oficialmente establecido. El
cambio de equipo ministerial en la cartera de Defensa trajo consigo un bloqueo de
aquel proyecto, que iba a retrasar por varios años la aprobación de una nueva
Doctrina.

b) Presentación oficial, en 2004, de una nueva Doctrina del Ejército de


Guatemala
Con una desproporcionada tardanza –siete años y medio desde los Acuerdos de Paz de
diciembre de 1996 y cinco años y cuatro meses después de la presentación, por el
Secretario General de la ONU, del informe de la Comisión de Esclarecimiento
Histórico en febrero de 1999-, finalmente, el 30 de junio de 2004, día de las Fuerzas
Armadas, fue oficialmente entregada al presidente Oscar Berger la nueva Doctrina del
Ejército de Guatemala.
Esta nueva Doctrina recoge con apreciable fidelidad los conceptos básicos de la moral
militar, pues su apartado de “Principios y valores doctrinarios” los define de la
siguiente forma:
2.9. “El Ejército de Guatemala basa su disciplina en la obediencia estricta, dentro del
marco de la Constitución y las leyes vigentes; ningún subordinado está obligado
a obedecer órdenes ilegales o cuya ejecución implique la comisión de delito.”
2.10. “El honor militar y el espíritu de cuerpo se basan en una alta exigencia de
ética, justicia y servicio al Estado de Guatemala.” (456)

c) Valoración de esta nueva Doctrina en cuanto al concepto de disciplina


En cuanto a la disciplina, vemos que la frase ‘obediencia estricta dentro de la ley’, de la
versión de 1999, es sustituida por esta otra en la de 2004: ‘obediencia estricta, dentro
del marco de la Constitución y las leyes vigentes’, que viene a ser lo mismo, aunque más
pormenorizado, por lo que no cabe objeción alguna a este cambio.
En todo caso, esta añadidura, pormenorizada o no, era totalmente necesaria. Si se
hubiera mantenido el viejo concepto histórico, tan simple como insuficiente hoy día,
de que “la disciplina se basa en la obediencia” -sin ninguna precisión añadida-, ese
principio de disciplina hubiera quedado peligrosamente cojo y viciado, al resultar esa
obediencia (sin ninguna limitación) extendida a todas las órdenes, dentro o fuera de la
ley. Es decir, legales o claramente delictivas, incluso para aquéllas de carácter más
criminal. Todas ellas tendrían que seguir siendo obedecidas, manteniendo precisa-
mente aquel mismo concepto de obediencia total que dio lugar a todas las atrocidades
perpetradas, al ser obedecidas –como de hecho lo fueron- las numerosas órdenes
criminales que se dieron y se cumplieron en Guatemala durante la represión militar,
ignorando su propio precepto constitucional. Precepto que, según establecía la
Constitución de 1965 (Art. 146) y según establece la de 1985 (Art. 156), consistía en
que ningún militar guatemalteco estaba ni está obligado a cumplir las órdenes delic-
tivas. En cambio, al introducir la imprescindible acotación de “estricta dentro de la ley”,
esta última precisión acota el concepto de la obediencia, dejando fuera de ella a las
órdenes situadas fuera de la ley. Con ello, las órdenes delictivas quedan excluidas del de-
ber de obediencia y subordinación, según el modelo de disciplina propugnado por
nuestro modelo I-M desde sus primeros planteamientos, más de tres décadas atrás.
Consideramos acertado, por tanto, el que la nueva Doctrina explicite totalmente ese
concepto, añadiendo esa otra frase, tomada del recién citado precepto constitucional:
“ningún subordinado está obligado a obedecer órdenes ilegales o cuya ejecución
implique la comisión de delito.”
Con ello este precepto, presente ya en la Constitución (parte fundamental de
la limitación imperativa), se va ahora incorporado a la Doctrina (parte fundamental de
la autolimitación moral).

d) Valoración de la nueva Doctrina en cuanto a los conceptos de honor y espíritu


de cuerpo
En cuanto al honor, nuestro concepto básico también aparecía debidamente recogido
en la propuesta doctrinal de 1999. El firme concepto de que no resulta posible hablar
de honor militar cuando un Ejército está aniquilando los derechos humanos de los prisio-
neros y de la población civil constituye para nosotros, como ya hemos dicho, un
principio fundamental de la moderna moral militar. Y este importante concepto
también había sido plenamente recogido, en su expresión más directa y literal (“El
honor militar es inseparable del respeto a los derechos humanos”) por los redactores
militares de aquel proyecto de 1999 que no se llegó a aprobar.
En cambio, lamentablemente, esta frase ha desaparecido en la nueva Doctrina ya oficia-
lizada. Con ello se ha perdido la definición más explícita del honor en su principal
característica, es decir, en ese carácter inseparable entre los derechos humanos y el
honor militar. Esta característica del honor, simplemente, ha sido suprimida por los
nuevos redactores de 2004, que, considerándola sin duda demasiado agudamente
contradictoria con los comportamientos militares guatemaltecos de décadas tan
recientes, han optado por soslayarla. Para ello, han englobado el honor militar y
el espíritu de cuerpo en la misma característica que la versión de 1999 daba sólo para
el espíritu de cuerpo, abarcándolos a ambos bajo la misma frase, al decir que “El honor
militar y el espíritu de cuerpo se basan en una alta exigencia de ética, justicia y servicio
al Estado de Guatemala.”
Además, se ha sustituido la frase final ‘y servicio al pueblo de Guatemala’ (1999) por la
de ‘y servicio al Estado de Guatemala.’ (2004). Sustitución desacertada, ya
que el Estado puede ser tan golpista y tan genocida como lo fue en aquel trágico
quinquenio 1978-83, mientras que el pueblo de Guatemala siempre será digno de ser
servido por su Ejército, vinculando su honor y su espíritu de cuerpo a ese servicio
permanente.
En cualquier caso, el nocivo y desviado concepto corporativo consistente en el esfuer-
zo constante por garantizar la impunidad de los miembros de la institución –concepto
nunca escrito, como es lógico, pero sólidamente establecido en la práctica
guatemalteca- se ve implícitamente rechazado por esta Doctrina, al propugnar
un correcto espíritu de cuerpo basado en esa alta exigencia moral, de ética y justicia.
Ello lleva consigo la exigencia de que aquel miembro del cuerpo que incurra en
conducta criminal –en calidad de violador, saqueador, torturador o asesino- debe ser
castigado (exigencia de la justicia) y expulsado de la institución (exigencia de la ética
corporativa), y no protegido para evitar su justo castigo (exigencia ilegítima de la
impunidad estamental). Concepto que ya fue asumido, como hemos visto, por aquel
proyecto doctrinal de 1999, y que también ha sido incorporado por la Doctrina Militar
guatemalteca, ya oficializada en 2004.
Se trata de un concepto que, caso de ser realmente asimilado e incorporado a las
convicciones de los militares, constituirá un valioso componente de la autolimitación
moral.

e) Valoración en cuanto a la presencia de los derechos humanos en la moral


militar
Esta nueva Doctrina de 2004 incluye, en su apartado C.2, otros párrafos como el
siguiente:
2.11. “En el cumplimiento de su misión, el Ejército de Guatemala promoverá y
garantizará el respeto por los derechos humanos de todas las personas,
incluyendo a sus miembros, de acuerdo con la Constitución Política de la República
y los Instrumentos Internacionales de Derechos Humanos, el Derecho
Internacional Humanitario y el Derecho Internacional Consuetudinario.” (457)
Vemos aquí un fuerte pronunciamiento, de compromiso por los derechos humanos, y
por el cumplimiento de los Instrumentos Internacionales (Convenios contra la
Tortura, contra el Delito de Genocidio, Convenios de Ginebra y sus Protocolos
Adicionales, etcétera).
Igualmente, hay que señalar otros párrafos como éstos:
2.6. “(El Ejército de Guatemala) desarrolla el liderazgo profesional a todo nivel,
desde los altos mandos hasta la tropa, fundamentado en (...) los valores éticos,
morales y cívicos, en el amor a la patria, el sentido del deber, del sacrificio y la
observancia de los derechos humanos.” (458)
Aunque citados en último lugar de una lista que sólo hemos reproducido en parte, no
deja de ser alentador ver a los derechos humanos incluidos entre los fundamentos que
van a nutrir ese ‘liderazgo profesional’.
Estas y otras proclamaciones de la actual Doctrina de 2004 permiten afirmar que
resulta esencialmente válida en materia de derechos humanos, con tal de que sea
realmente asimilada y aplicada.

f) Valoración en cuanto a la democracia y el respeto a la soberanía popular


Dice también la nueva Doctrina:
“El Ejército de Guatemala respeta y cumple lo preceptuado en la Constitución
Política de la República, la que establece que la soberanía radica en el pueblo de
Guatemala. En consecuencia se subordinada al poder político emanado de la
voluntad ciudadana libremente expresada en el evento electoral
pertinente.” (459)
Sin embargo, se ha suprimido la frase que venía a continuación en el texto del
proyecto de 1999, y que decía lo siguiente:
“También se subordina a todo cambio político o social que dicha voluntad
decida de acuerdo con los preceptos constitucionales y las leyes aplicables.” (460)
Es una lástima que haya desaparecido esta valiosa frase en la versión oficial. Aunque
puede considerarse englobada en el frase anterior, en la que se asume la soberanía
popular y la voluntad ciudadana, aun así, una frase tan potente como ésta, por la que
el Ejército acepta subordinadamente nada menos que “todo cambio político o
social” emanado de la voluntad ciudadana a través de sus vías legales, resultaba muy
particularmente significativa, en un continente en el que tantas veces los Ejércitos
rechazaron violentamente cambios políticos y sociales legítimamente emanados de la
soberanía popular y de la voluntad ciudadana a través de las urnas.
Pese a la recién señalada omisión, la presente Doctrina incluye las suficientes
proclamaciones de acatamiento constitucional (especialmente la recién citada Nota
460) como para poder considerar adecuadamente establecido –en lo doctrinal- la
debida subordinación del Ejército al poder civil. Queda por comprobar la realidad
fáctica de esta subordinación, correctamente establecida en lo doctrinal.

g) Valoración del nuevo cuerpo doctrinal en cuanto a la educación militar


Respecto a la educación militar, esta Doctrina guatemalteca de 2004, en su apartado
A.2- “El ámbito interno”, dice lo siguiente:
“El sistema educativo del Ejército, aunque en su contenido se encuentra sujeto a
revisión y evolución constante para la incorporación de los avances científicos,
técnicos y profesionales, se basa en los principios y valores fundamentales que
guían el accionar de la institución, como son: la democracia, el respeto a los
derechos humanos, el derecho internacional humanitario, la búsqueda del bien
común, la defensa nacional, la cultura de paz en el marco multiétnico, multilingüe
y pluricultural de la nación guatemalteca.” (461)
Vemos, pues, que esta educación, si llegara a ser académicamente establecida
mediante una adecuada selección de textos docentes, e impartida por unos profesores
que realmente crean en ella, sería capaz de configurar en los militares guatemaltecos
unas adecuadas convicciones, es decir una correcta autolimitación moral, válida para
un Ejército respetuoso de la democracia, de los derechos humanos y de su propia
sociedad civil.
También, en su apartado C.2-“Principios y valores doctrinarios”, la nueva Doctrina
dice sobre la educación militar:
“2.4. El Ejército de Guatemala considera que el sistema educativo militar debe
ser congruente con el respeto a la Constitución Política de la República y la
legislación ordinaria, con el reconocimiento de la primacía y derechos de la persona
humana y con el espíritu del Acuerdo de Paz Firme y Duradera, con una cultura de
paz y convivencia democrática (...)” (462)
Esta “congruencia” entre las convicciones inculcadas por vía educativa (autolimitación
moral) y los preceptos impuestos por las normas de obligado cumplimiento, es decir,
Constitución y demás normas legales (limitación imperativa), es otra valiosa
característica, que producirá, si realmente se cumple, esa necesaria coincidencia entre
lo imperativo y lo moral, a la que hemos llamado concordancia imperativo-moral,
absolutamente necesaria para la correcta relación Ejército-Sociedad.

h) Valoración de la nueva Doctrina de 2004 en cuanto al futuro del Ejército de


Guatemala y sus comportamientos hacia la sociedad civil
Por las omisiones ya señaladas, entre otros indicios, está claro que la presente
Doctrina de 2004 tiene un tono más conservador que el proyecto, nunca oficializado,
de 1999. En todo caso (pese a las omisiones ya señaladas y alguna otra posible
objeción), se trata de una Doctrina bastante bien redactada, con los conceptos básicos
mejor definidos que en la mayoría de las doctrinas vigentes en los demás Ejércitos
latinoamericanos, con la notable excepción de El Salvador. (*)
(*) Es obligado señalar aquí el caso del Ejército de El Salvador, que en
1994 (diez años antes que el de Guatemala) hizo pública su nueva
Doctrina Militar, condensada en un solo folio que contenía seis puntos
concretos. Aunque dichos seis puntos no incluían explícitamente las
definiciones precisas de los tres elementos básicos -disciplina, honor
militar y espíritu de cuerpo- que acabamos de señalar, sin embargo,
estos tres principios básicos sí que se incluyeron, correctamente
definidos y desarrollados, en otro texto doctrinal más amplio del
mismo Ejército salvadoreño: el libro titulado "Doctrina Militar y
Relaciones Ejército/Sociedad" (también de 1994), elaborado conjun-
tamente por dicho Ejército y la División de Derechos Humanos de
ONUSAL (Misión de la ONU en El Salvador), bajo nuestra
coordinación y selección, y cuya parte doctrinal nos correspondió
personalmente redactar en su texto propuesto y en su versión final.
La inquietud que –junto con la esperanza- nos queda para el futuro de Guatemala
consiste en la posibilidad siniestra –ojalá nunca confirmada- de que esta Doctrina, si
llegara a producirse alguna determinada situación social crítica, pudiera verse barrida
hasta los extremos más peligrosos, sólo por el fallo de un único requisito, el más
importante y necesario de todos: la autolimitación moral.
No es una preocupación infundada ni motivada por un excesivo pesimismo, sino por el
más puro realismo. La realidad nos demuestra que los más preciosos textos pueden
verse pisoteados cuando fallan los principios morales básicos. Así se demostró en las
innumerables atrocidades cometidas por el Ejército de Guatemala, principalmente
entre 1978 y 1983, dando y obedeciendo miles de órdenes criminales a todos los
niveles de la jerarquía, desde la más alta autoridad militar hasta los más bajos niveles
con mando directo sobre las tropas. Órdenes que, con su emisión y con su
cumplimiento barrieron y aniquilaron el concepto fundamental de aquel admirable
artículo 146 de la Constitución de 1965 (156 en la de 1985), que rechazaba, y rechaza,
la obediencia a las órdenes delictivas. Este magnífico artículo se vio barrido y
aniquilado por una degenerada autolimitación moral. Es decir, por unas convicciones
morales degradadas, éticamente pervertidas por la llamada Doctrina de la Seguridad
Nacional, que justificaba los más graves excesos con el pretexto de la denominada
“lucha contra la subversión”.
Por todo ello, y dados los terribles antecedentes, aunque estos conceptos doctrinales
apuntan hacia una nueva y diferente mentalidad militar, habrá que verlo para poder
creerlo. Es decir, serán los comportamientos registrados en las próximas décadas,
cuando se produzca alguna nueva situación de crisis, los que permitirán comprobar si
se ha cumplido el más necesario y el más difícil de los requisitos: la incorporación de
estos principios a las conciencias y a las convicciones profundas de los cuadros
profesionales del Ejército de Guatemala.

4.14. URGENTE NECESIDAD DE UN NUEVO CÓDIGO MILITAR. AGUDA


INCOMPATIBILIDAD DEL ARCAICO CÓDIGO DE 1878 CON LA NUEVA DOCTRINA
DE 2004
El viejo Código decimonónico todavía vigente, al mantener en su Art. 5 la obediencia
debida a las órdenes superiores, recibidas personalmente o por escrito, dejando libre
de responsabilidad al subordinado que las ejecuta incluso si son órdenes delictivas,
resultaba ya (por este importante artículo y por otros) incompatible con la
Constitución (Art. 156). Pero ahora resulta también agudamente incompatible con la
nueva Doctrina, cuyo Art. C.2.9, como ya hemos visto, establece, al igual que dicho
precepto constitucional, que “ningún subordinado está obligado a obedecer órdenes
ilegales o cuya ejecución implique la comisión de delito.” Al no estar obligado a cumplir
las órdenes delictivas, si indebidamente las cumple y comete los delitos que se le
ordenan, asume la responsabilidad correspondiente, en evidente contradicción con el
obsoleto código decimonónico, que le libera de tal responsabilidad. Ello implica un
desconocimiento total de la moderna moral militar y del actual concepto de “disciplina
estricta dentro de la legalidad, y nunca fuera de la ley”.
Por tanto, a partir de junio de 2004, para poder aprender y practicar ese obsoleto código
habría que atropellar no sólo a la Constitución, sino también a la nueva Doctrina.
En definitiva, el viejo Código establece una perniciosa limitación imperativa,
claramente anticonstitucional, capaz de degenerar en una degradada autolimitación
moral (incorporando la convicción de que hay que obedecer todo tipo de órdenes,
incluidas las criminales), mientras que la nueva Doctrina establece una
excelente autolimitación moral al respaldar y fortalecer la adecuada limitación
imperativa (obediencia sólo a las órdenes legales), impuesta ya por la Constitución.
La adecuada implantación de la nueva Doctrina de 2004 no será posible sin un nuevo
Código Militar. En nuestro Apéndice final de Recomendaciones pueden verse las
principales reformas conceptuales que a nuestro juicio debería incluir ese nuevo
Código (párrafos 19 a 34 de dicho Apéndice). Conceptos que deberían estar vigentes
desde largo tiempo atrás.
Y no sirve como argumento de descargo el decir que “desde hace años estamos
preparando un nuevo Código”, porque un excelente Código se redacta en un año, y
porque la paz de 1996 se firmó hace casi una década, y, más aun, porque son ya
demasiadas las décadas en que el Ejército de Guatemala viene demostrando su
incapacidad para dotarse de ese instrumento fundamental, sin tener en cuenta una
grave realidad: el hecho alarmante de que son ya muchas las promociones de jóvenes
oficiales que han salido y siguen saliendo de la Escuela ignorantes de lo que sería –y
de lo que obligatoriamente tiene que ser- un buen Código Militar de nuestro tiempo,
con su correcto aparato penal en materia de disciplina y justicia, plenamente concor-
dante con los preceptos de la Constitución. Factor sociológico –la todavía deficiente
formación de los militares profesionales en materia disciplinaria, moral y penal- preo-
cupante para cualquier sociedad civil, pero más todavía para una sociedad que ha sido
tan duramente golpeada por su Ejército en décadas tan recientes, y cuyas autoridades
civiles democráticas deberían exigir a sus mandos militares que se subsane ya, de
forma perentoria, esta injustificable carencia legal y moral.

4. 15. ¿PUEDE GUATEMALA ESPERAR ALGO DE LA JUSTICIA INTERNACIONAL?


Aunque el principio de Justicia Universal vaya, lentamente, abriéndose paso en el
mundo y vaya recibiendo el impulso que se irá generando gradualmente por la puesta
en marcha del Tribunal Penal Internacional (organismo todavía incipiente cuyas
capacidades se irán desarrollando progresivamente a lo largo de los años), incluso
entonces ninguno de estos delitos aberrantes perpetrados en Guatemala en las
últimas décadas podrá ser denunciado jamás ante dicho Tribunal, dada la
irretroactividad de su Estatuto de Roma de 1998, vigente sólo desde el 1 de julio de
2002.
Hay otro plano en el que la justicia internacional sí ha sido y puede volver a ser útil
para Guatemala. Nos referimos a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que
no deja de ser un órgano de la justicia internacional o supranacional, y cuyas
sentencias referentes a Guatemala (caso Carpio, Caso Mack) han ejercido un papel
apreciablemente positivo al condenar al Estado violador. Aunque su estatuto no le
permite condenar y encarcelar a personas, dicho Tribunal sí puede condenar a los
Estados que cometen crímenes y atropellan los derechos fundamentales, y así ha
sucedido con Guatemala en más de una ocasión.
En otro distinto ámbito –el de la justicia internacional ejercida por otros Estados en
cumplimiento de los Convenios Internacionales y de sus propias leyes nacionales-, hay
que señalar el caso de la justicia española, que tan notables efectos ha tenido –y sigue
teniendo- sobre determinados casos criminales de la dictaduras chilena y argentina.
En lo referente a Guatemala, en cambio, los pasos inicialmente emprendidos se
revelaron predominantemente infructuosos, pese a tratarse de unos crímenes de
gravedad muy superior a los del Cono Sur. Paradójicamente, la misma Audiencia
Nacional cuya Sala de lo Penal se mostró unánime en 1998 al afirmar la competencia
de la jurisdicción española sobre los crímenes cometidos por las dictaduras de Chile y
Argentina, bajo el principio de Justicia Universal previsto en la Ley Orgánica del Poder
Judicial (jurisdicción que hizo posible logros como el caso Pinochet), dos años después
(2000) se pronunciaba en contra de esa misma jurisdicción sobre los crímenes de
Guatemala. Recurrido el caso por Rigoberta Menchú y diversas asociaciones ante el
Tribunal Supremo de España, éste, tras muy larga demora, se pronunció
negativamente en 2003, reconociendo únicamente nuestra jurisdicción para el caso de
las víctimas españolas de la represión guatemalteca (sólo tres de las 39 víctimas
registradas en el incendio a nuestra Embajada en 1980, y cuatro sacerdotes españoles,
asesinados en distintos puntos de Guatemala por defender a las comunidades
campesinas masacradas en los años 70 y 80).
Sin embargo, en este panorama de la justicia española referente a Guatemala, ha
surgido desde 2004 un cierto factor de esperanza. A raíz del cambio producido en la
Fiscalía General del Estado, el nuevo Fiscal General, Cándido Conde Pumpido, ordenó
a los fiscales de los más altos órganos judiciales españoles (Audiencia Nacional,
Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional) que asuman como posición oficial del
Ministerio Público en este tipo de asuntos la aplicación delprincipio de jurisdicción
universal, tramitando debidamente los casos -como el de Guatemala- presentados en
materia de crímenes contra la humanidad. Posición contrapuesta a la que prevaleció
durante años bajo la autoridad del anterior Fiscal General, Jesús Cardenal, que
siempre se mostró adverso a la jurisdicción española en este ámbito universal.
En los últimos meses de 2004 fue localizado en México uno de los principales
responsables de los crímenes antes mencionados contra ciudadanos españoles, el que
fue ministro guatemalteco del Interior, Donaldo Álvarez Ruiz, que ordenó en 1980 el
ataque a la Embajada de España, y bajo cuyo mando se produjeron una serie de
secuestros y desapariciones de personalidades en los ámbitos universitarios y
sindicales de Guatemala entre 1980 y 1982, sujeto que venía residiendo en la capital
mexicana desde años atrás. El 10 de diciembre de 2004 la Audiencia Nacional
española solicitó a las autoridades mexicanas la captura y extradición del imputado
para ser juzgado en Madrid, como responsable de víctimas españolas. Pero éste,
alertado de lo que se le venía encima, desapareció de su domicilio mexicano con gran
rapidez.
“Las autoridades mexicanas iniciaron la búsqueda del ex ministro de Gobernación
guatemalteco durante el gobierno de Romeo Lucas, Donaldo Álvarez Ruiz,
imputado por los delitos de tortura, genocidio y terrorismo, cometidos contra
ciudadanos españoles. La orden de detención provisional fue emitida por
Salvador González Aguilar, juez cuarto de México, Distrito Federal, en materia
penal.”
“La orden fue dada en respuesta a la petición del juez de la Audiencia Nacional de
España, Fernando Grande-Marlasca, quien conoce el proceso en el que se
menciona la supuesta responsabilidad de Álvarez en la quema de la sede
diplomática de ese país en Guatemala, en 1980, y en el asesinato de los sacerdotes
españoles José María Gran Sierra, Faustino Villanueva, Juan Alonso Fernández y
Andrés Lanz.”
“Además, el juez español pidió a Guatemala que indague a Efraín Ríos Montt,
Romeo Lucas, Benedicto Lucas, Óscar Mejía, Ángel Guevara, Germán Chupina y
Pedro García.” (463)
La Fundación Rigoberta Menchú y otros organismos siguen manteniendo sus
acusaciones contra estos máximos responsables militares de la peor época represiva,
acusaciones cuya efectividad mayor o menor se irá manifestando en los próximos
años. Incluso si no se produjese ninguna captura y juicio, el hipotético procesamiento
de importantes criminales guatemaltecos por la justicia española, mediante autos
judiciales en los que se describan minuciosamente los crímenes que se les imputan, y
su difusión internacional, son formas, aunque incompletas e imperfectas, de poner
ciertos límites a esa impunidad que, todavía, sigue siendo prácticamente total.

4.16. ESCANDALOSA PERSISTENCIA DE LA IMPUNIDAD, CON SU DAÑINO


EFECTO SOBRE LA AUTOLIMITACIÓN MORAL Y SOBRE LAS RELACIONES
EJÉRCITO-SOCIEDAD EN LA GUATEMALA DEL PRESENTE Y DEL FUTURO
Con independencia de estas esperanzas más o menos hipotéticas que acabamos de
expresar para el futuro, no debemos dar fin a esta obra sin subrayar, una vez más, el
hecho más flagrante y más difícilmente asumible del drama guatemalteco: la todavía
vigente -real y no hipotética- impunidad. Ya hemos señalado, como valiosa excepción
confirmatoria, la relativa salvedad de los casos Mack y Gerardi, en los que algunos de
los principales imputados por los asesinatos han sido condenados. Condenas que sólo
llegaron a hacerse posibles –nunca se repetirá bastante- gracias a importantes
sacrificios incluso sangrientos, y a los ímprobos y muy largos esfuerzos de los
familiares de las víctimas y las organizaciones de derechos humanos, que siguen
luchando y asumiendo grandes riesgos en busca de la justicia.
Pero, muy principalmente, continúan en la impunidad absoluta los altos responsables
y los ejecutores de las matanzas, mutilaciones, violaciones y torturas constatadas en
nuestro Capítulo 2, registradas en los informes incontestables de la ONU, del
Arzobispado de Guatemala, de Amnistía Internacional y otros organismos,
perpetradas en su mayoría contra la población maya. Los autores de aquellos
horrores, tanto sus ejecutores materiales como quienes dieron las órdenes a todos los
niveles jerárquicos, desde la presidencia de la República y los correspondientes
ministros de Defensa, generales y coroneles, hasta los niveles más bajos de ejecución,
pasando por todos los escalones intermedios de la cadena del mando militar,
continúan hasta hoy –veinte o veinticinco años después de cometidos los crímenes- en
situación prácticamente intocable, protegidos por la barreras, hasta hoy infranquea-
bles, de la más repugnante impunidad.
En definitiva, resulta doloroso asumir esta gran verdad: para vergüenza de la
humanidad, entrados ya en el siglo XXI, el caso de Guatemala sigue constituyendo –por
el momento- uno de los más espectaculares fracasos de la justicia, nacional e
internacional. Factor que sigue y seguirá lastrando gravemente la autolimitación
moral de su Ejército y su relación con la sociedad civil, mientras sus militares no se
vean abocados a un proceso de catarsis más o menos similar al que los militares
argentinos, por diversas vías, vienen experimentando en los últimos tiempos,
especialmente desde que la suprema autoridad civil de aquel país (el presidente
Néstor Kirchner) ha empezado a demostrar que es capaz de ejercer sin complejo
alguno su autoridad sobre la institución militar. Por desgracia –y cómo desearíamos
equivocarnos- Guatemala está todavía demasiado lejos de un logro similar de su
autoridad civil sobre su estamento militar.

4.17. CONCLUSIONES FINALES SOBRE LOS COMPORTAMIENTOS REPRESIVOS


DEL EJÉRCITO DE GUATEMALA, A LA LUZ DEL MODELO IMPERATIVO-MORAL.
NOCIVO ELEMENTO PREDOMINANTE
De los dos primeros principios básicos que regulan y limitan debidamente el
comportamiento de los Ejércitos en todas las situaciones de paz y de guerra –el de li-
mitación imperativa, procedente de las leyes y normas de obligado cumplimiento, y el
de autolimitación moral, impuesto por las convicciones profundas de los militares, es
decir, por su moral militar-, principios básicos de los que deriva el tercero –el de la
necesaria “concordancia” entre ambos-, es inevitable constatar que,de esos dos
primeros principios esenciales, la institución armada guatemalteca sufrió un grave y
trágico colapso del segundo de ellos: el principio de autolimitación moral.
Como resultado de todos los factores enumerados y sucesivamente examinados en
páginas anteriores, y, muy principalmente, por los desastrosos efectos morales de la
llamada Doctrina de Seguridad Nacional y sus terribles formas aplicadas en
Guatemala, el firme conjunto de valores éticos que debe configurar la autolimitación
moral del militar profesional resultaron no ya disminuidos o debilitados sino
literalmente destrozados, excluyendo de ellos incluso principios y preceptos que
estaban correctamente establecidos en la limitación imperativa impuesta por su
vigente legislación.
En efecto, preceptos tan decisivos y claramente establecidos en Guatemala como el tan
repetidamente citado Art. 156 de la Constitución, que rechaza la obligatoriedad de la
obediencia a las órdenes delictivas, y otros igualmente ineludibles y acertadamente
asumidos mediante Convenios o Tratados Internacionales, como el también citado Art.
3 común de los Convenios de Ginebra (que prohíbe dar muerte o tortura al enemigo
herido, rendido o capturado, y a la población civil implicada en el conflicto), así como
otros preceptos similares de otros Tratados y Convenciones (de obligado
cumplimiento para todo militar guatemalteco desde sus respectivas fechas de
ratificación por el Estado de Guatemala), estaban, por tanto, plenamente incorporados
a la limitación imperativa de su Ejército.
Sin embargo, estos mismos preceptos fueron sistemáticamente ignorados y
quebrantados, en una trágica demostración de que nunca fueron incorporados por los
militares guatemaltecos a sus convicciones profundas, a sus conciencias, a su noción
de lo que un militar puede y debe hacer, y a su clara certeza de lo que no debe hacer
jamás. O, lo que es lo mismo, tales preceptos no fueron nunca incorporados a
su autolimitación moral.
En consecuencia, numerosos militares guatemaltecos, faltos de tales nociones y des-
provistos de tales convicciones morales, carecieron de esa firme autolimitación en sus
actos que debe caracterizar al militar de sólida formación profesional y moral.
Como conclusiones obligadas de todo lo anteriormente expuesto, hay que señalar que los
muy deficientes comportamientos del Ejército de Guatemala en materia de moral militar
registrados durante el conflicto interno de 1962-1996, y especialmente durante el
trágico período 1978-1983, fueron determinados fundamentalmente por:
Un concepto de disciplina doblemente degradado, desde la doble perspectiva del
superior y del inferior. Por parte de los subordinados, su disciplina no se basó en
la obediencia estricta dentro de la ley, sino en una obediencia ilimitadadentro y
fuera de la ley, incluso a las órdenes más criminales. Y, por parte de los mandos
superiores, éstos no fueron capaces de controlar disciplinariamente -como era su
obligación- a las unidades bajo su mando, ni de asumir su ineludible responsabilidad
sobre los crímenes cometidos por ellas.
Un ejercicio del mando pervertido por las taras siguientes: 1: Se dieron
innumerables órdenes delictivas, incluyendo numerosas masacres de población
civil desarmada, con masiva aplicación de tortura y otras acciones criminales.
2:Estas órdenes fueron sistemáticamente cumplidas, quebrantando así el
precepto constitucional (Art. 156, entonces 146) que rechazaba su cumplimiento
por su evidente carácter criminal. 3: Al cumplir esas órdenes criminales, sus
ejecutores –por añadidura- se excedieron brutalmente, incurriendo en
atrocidades fuera de control, incluso más allá de las órdenes concretas recibidas,
que ya eran criminales de por sí. Y 4: Estos atroces excesos adicionales y
descontrolados tampoco fueron corregidos, ni perseguidos ni castigados,
resultando así apoyados por omisión. Este conjunto de taras configuró un
ejercicio del mando absolutamente vicioso, de un pésimo nivel moral y
profesional, cuya responsabilidad alcanzó a toda la cadena jerárquica. Especial-
mente a su más alto mando, responsable de la totalidad de los crímenes
perpetrados (doctrina Yamashita), sin perjuicio de las responsabilidades
individuales a todos los niveles del mando militar.
Un deficiente concepto del honor, desconocedor de los derechos humanos y
absolutamente despreciativo de los preceptos básicos del Derecho Internacional
Humanitario establecidos por los Convenios Internacionales ratificados por
Guatemala, así como un degenerado espíritu de cuerpo, no basado en mantener un
alto nivel ético de moral y justicia, sino, muy a contrario, en asegurar la total
impunidad a los miembros de la institución, por muy graves que fueran los delitos
cometidos.
Un vector social sumamente adverso, con ingredientes derivados de una estructura
social fuertemente oligárquica y de enorme desigualdad social, que incluía, entre
otras, la práctica, arraigada en los medios oligárquicos, militares y paramilitares
guatemaltecos, consistente en la acción de grupos clandestinos –casi siempre bajo
mando militar- capacitados para actuar criminalmente contra la oposición social,
política y sindical, factor que resulta desastroso para la moral de cualquier Ejército
implicado en este tipo de actividad. Este factor se manifestó crudamente a lo largo
del conflicto, e incluso, como hemos visto (casos Gerardi y Mack), en algún
importante caso posterior.
Un vector internacional dramáticamente desfavorable, derivado de las tensiones de
la Guerra Fría, que dieron lugar, entre otras consecuencias, a la avasalladora
irrupción de la Doctrina de Seguridad Nacional. Ésta, impartida sistemáticamente a
la oficialidad guatemalteca durante décadas, con su teoría y su práctica violadoras
de los derechos humanos, se sobrepuso arrolladora y lamentablemente al otro
elemento, positivo, del vector internacional: los Convenios Internacionales suscritos
por Guatemala, principalmente el contrario al Genocidio (1948) y los de Ginebra
(1949) en lo referente al trato debido al enemigo capturado y a la población civil en
el desarrollo de las operaciones (específicamente para conflictos internos, como el
que nos ocupa).
Una limitación imperativa correcta a nivel constitucional, pero que se vio anulada
de hecho, aunque nunca de derecho, por el empuje de los negativos factores
anteriores. Los excelentes preceptos establecidos por la limitación
imperativa impuesta a los militares guatemaltecos por los Arts. 3 y 156 de su
Constitución, y por el Art. 3 común de los Convenios de Ginebra, para conflictos “sin
carácter internacional”, todos ellos de obligado cumplimiento para el militar
guatemalteco, resultaron aplastados y barridos de hecho por la práctica de los
degradados conceptos de disciplina, honor y espíritu de cuerpo antes mencionados,
y por el factor señalado a continuación.
Vigencia de un Código Militar de inadmisible antigüedad, que mantenía –y aun
mantiene- la obediencia debida (Art. 5), liberando de responsabilidad al
subordinado que obedece las órdenes criminales de su superior, tanto si las recibe
personalmente como por escrito, en absoluta contradicción con el precepto
constitucional (Art. 146, actual 156), que rechaza la obediencia a las órdenes
delictivas. Por ello, aquella limitación imperativa establecida por las correctas
normas recién citadas, se vio perjudicada y dramáticamente rebajada en su nivel de
calidad por la carencia de un moderno Código de Justicia Militar, al mantener
vigente el obsoleto Código de 1878, desconocedor de los modernos conceptos de
la disciplina y la moral militar, lo que constituía –y sigue constituyendo- una grave
tara para la limitación imperativa de cualquier Ejército actual.
Posición negacionista, por parte del Ejército, típica de las fuerzas armadas
fuertemente violadoras de derechos humanos, consistente –como ya vimos al
referirnos al ‘negacionismo’- en negar la realidad histórica de los hechos criminales
masivamente perpetrados. Pese a haber sido exhaustivamente documentados por
los organismos nacionales e internacionales (Informes de la ONU, del
Arzobispado de Guatemala y de Amnesty International, entre otros), y pese a
haber sido explícitamente reconocidas por algún jefe militar participante, y por
numerosos miembros de las tropas, que años después prestaron voluntariamente
su testimonio, aquellas atrocidades siguen siendo institucionalmente negadas
(“Genocidio hubo en Bosnia, no aquí”, afirmaba rotundamente uno de sus máximos
artífices, el general Efraín Ríos Montt). Negativa cínica e inmoral, cuyo resultado
consiste en fortalecer el sentimiento de impunidad estamental, pues incluso
aquéllos que más directamente participaron en el genocidio contra las
comunidades mayas se ven protegidos por esa negativa, oficialmente mantenida
por la institución.
Existencia de un ingrediente racista, escasamente presente en la represión de
otros países latinoamericanos, pero claramente visible en Guatemala. La Comisión
investigadora de la ONU señaló en su informe la presencia de este factor
adicional, local, específicamente guatemalteco: el componente racista evidenciado
por el inaudito grado de saña, crueldad y salvajismo ejercido contra la población
maya. Se trata de un factor ajeno incluso a los conceptos de la Doctrina de
Seguridad Nacional, pues ésta, con todos sus excesos conceptuales y fácticos –que
tan firmemente rechazamos-, asesinatos y torturas incluidas, nunca llegó a incluir
en su cuerpo doctrinal aberraciones como las perpetradas contra las poblaciones
mayas en el ámbito rural. Indescriptibles atrocidades que nunca hemos
encontrado en ningún otro Ejército latinoamericano, dentro del amplio abanico
de violaciones de derechos humanos registradas en los comportamientos
militares durante nuestros largos años de investigación, desde Centroamérica
hasta el Cono Sur.
Por último, pero primero por su máxima importancia, hay que
destacar el gravísimo, patético y absolutamente dramático colapso de la
autolimitación moral. Llegamos con ello, finalmente, al factor decisivo, resultante
de la acumulación de factores concurrentes hasta aquí señalados. La ruina de
la autolimitación moral, es decir, del núcleo de convicciones y valores morales que
nutren el alma de un Ejército, resultó en este caso tan destructora que anuló la
valiosalimitación imperativa contenida en los preceptos ya señalados. Pues lejos
de tener a ésta asumida como imperativa (de obligado cumplimiento) fue
ignorada por todos aquellos que recibieron órdenes criminales y las cumplieron,
cuando su obligación, a la luz del Derecho Internacional y de su propia
Constitución, consistía en oponerse legítimamente a ellas por su evidente carácter
criminal. La carencia de una correcta Doctrina Militar colaboró de forma decisiva a
este gravísimo colapso moral.
En resumen, rara vez se ha visto en ninguna parte tan claramente como en Guatemala
una limitación imperativa constitucionalmente correcta, tan brutalmente atropellada y
destruida en los hechos por una degradada autolimitación moral.
De todo ello se deduce la ineludible necesidad de que el Ejército de Guatemala
fortalezca su autolimitación moral por las dos vías que la configuran: la doctrina
militar y la educación militar. Por primera vez los militares guatemaltecos disponen de
una doctrina que recoge en sus principios básicos casi todos los elementos necesarios
del correcto comportamiento castrense: el respeto a los derechos humanos dentro del
ámbito militar, guerra incluida; la disciplina estricta sólo dentro de la ley y nunca
fuera de ella; y la subordinación militar al poder democrático civil. Es una lástima que
no queden explícitamente establecidos, con la misma claridad, los conceptos de honor
militar inseparable de los derechos humanos, y de espíritu de cuerpo incompatible con la
impunidad. Elementos que hubieran sido muy convenientes para asentar sólidamente
la certeza de que las correctas relaciones Ejército-Sociedad, que deben caracterizar a
una democracia consolidada, nunca resultan posibles con un Ejército protegido por una
muralla de impunidad, quebrantando el principio básico de igualdad ante la ley.
Incluso sin haber incluido estos elementos con la claridad que hubiera sido deseable,
por la omisión de algunas precisiones decisivas, aun así la Doctrina aprobada en 2004,
si es correctamente aplicada, puede resultar suficiente para lograr una considerable
mejora de las relaciones civiles-militares en Guatemala, y para hacer imposible la
repetición de los horrores cometidos pocos años atrás. Para conseguir esta meta será
necesaria una educación militar plenamente inspirada en estos principios doctrinales,
con tal de que sean impartidos seriamente como materia fundamental, y no como simple
imposición programática, cumplida superficialmente para salir del paso. Se trata de
unos conocimientos de reducida extensión, pero que, por su importancia, deben ser
cuidadosamente programados e introducidos en los adecuados niveles, primero en las
Academias o Escuelas Militares, y posteriormente perfeccionados o actualizados, dentro
de algunos de los cursos o seminarios de posgrado habitualmente recibidos por los
profesionales de las armas a lo largo de su vida profesional.

4.18. CONSIDERACIONES PERSONALES DE UN MILITAR PROFESIONAL ESPAÑOL


PARA UN COMPAÑERO GUATEMALTECO
En este último apartado del libro (salvo el posterior Apéndice final), voy a permitirme
romper la forma discursiva y el tratamiento expositivo de esta obra, para dirigirme
personalmente a ti, compañero guatemalteco, personalizando por unos momentos el tú y
el yo, en lo que voy a decirte a continuación. Asumiré, en primer lugar, que amas a tu
Patria. A tu manera, pero asumo que la amas. Mas aún, aunque esto ya me cueste más
trabajo –y en algún caso me resulte imposible-, me esforzaré en asumir también que has
actuado según tu conciencia y tus convicciones. También voy a asumir que eres uno de
esos militares guatemaltecos, sea alto o bajo tu rango en la escala jerárquica, cuyas
actuaciones personales se han ajustado a la actuación corporativa y represiva del
conjunto de tu institución, y que no estás situado entre los que rechazan aquella
actuación. Es decir, voy a asumir que eres uno de esos militares guatemaltecos que
incluyen en su errónea autolimitación moral las siguientes creencias y convicciones que
caracterizaron a vuestra actuación institucional:
Que en la vida militar todas las órdenes deben ser cumplidas aunque sean
delictivas, incluso si son claramente criminales, diga lo que diga la Constitución o
cualquier otra norma legal.
Que, digan lo que digan la Constitución, Ginebra y otras Convenciones
Internacionales, la tortura y otras actuaciones degradantes constituyen métodos
necesarios, imprescindibles para el logro de la información, y que el honor militar
no se ve dañado en absoluto por su aplicación.
Que el espíritu de cuerpo exige que el Ejército impida, o dificulte al máximo, que
sus miembros sean castigados por muy graves que hayan sido las acciones delictivas
cometidas en su lucha contra el ‘enemigo interior’, es decir, contra otros ciudadanos
guatemaltecos.
Que en la lucha contra una guerrilla armada, en un conflicto interno, no rigen en
absoluto los preceptos de las Convenciones de Ginebra de 1949, aunque Guatemala
tenga ratificadas dichas Convenciones desde 1952, y aunque éstas incluyan
expresamente, en su artículo 3 común, los conflictos ‘sin carácter internacional’.
Que la eliminación física de los opositores políticos y sociales, incluso si son
pacíficos, es una de las funciones patrióticas que los militares, cuando lo consideren
necesario, deben estar dispuestos a cumplir.
Que un Ejército debe estar dispuesto a producir millares de muertos entre su
propia población civil (incluidos miles de ciudadanos ajenos a la violencia) cuando
el propio Ejército lo considere necesario desde su perspectiva estratégica.
Que después de producidas las grandes masacres, por muy crueles y extensas que
resulten, conviene no reconocerlas oficialmente, sino negar rotundamente que se
produjeron, atribuyéndolas a calumnias de la perversa subversión mundial
(organizaciones de derechos humanos, ONU, Amnistía Internacional, CIDH, etc.).
Que los Derechos Humanos son un engendro, un habilidoso truco inventado por la
izquierda internacional para desacreditar a aquellos Ejércitos que luchan
patrióticamente contra la subversión.
Que los políticos civiles, incluidos los presidentes de la República, no son -en
principio- ni suficientemente fiables ni suficientemente patriotas como para poder
dejar en sus manos los destinos de la Patria, y que, en consecuencia, son los militares
los que deben ejercer sobre ellos y sobre sus decisiones un permanente control, por
lo que pudiera pasar.
Que los servicios secretos de información constituyen el instrumento central -de
control y, llegado el caso, de eliminación de enemigos-, y que, por tanto, deben estar
en manos militares (llámense G-2, EMP o de cualquier otra forma), por lo que el
Ejército debe oponerse tenazmente (como se hizo por largos años) a la disolución o
sustitución de determinados servicios concretos, aunque
esto incumpla los Acuerdos de Paz.
Que aquel militar guatemalteco, general, jefe u oficial, que participe de estas
convicciones y de estos comportamientos hasta aquí expresados podía
permanecer tranquilo, convencido de que nada malo le podía suceder, ya que no
existía en Guatemala mecanismo judicial alguno, ni civil ni militar, capaz de
castigarle por las acciones delictivas, por muy graves que fueran, que como
consecuencia de estas convicciones hubiera cometido o pudiera llegar a cometer. Y
que esa situación subsiste en gran medida, con las muy escasas y conocidas
excepciones producidas en los dos o tres casos judiciales correspondientes a
crímenes cometidos en la última década del siglo pasado, y en los que, con tan
inmensa dificultad, se ha podido llegar a alguna sentencia justa, aunque frustrada
en más de una ocasión por las poderosas fuerzas que todavía trabajan en
Guatemala a favor de la impunidad.
Puesto que éstos han sido los parámetros de actuación de vuestro Ejército durante el
último medio siglo (hecho sobradamente probado y exhaustivamente documentado,
desde el derrocamiento del presidente Jacobo Arbenz en 1954 prácticamente hasta
nuestros días), resulta obligado atribuir a sus altos mandos y a un buen número de sus
jefes y oficiales este conjunto de convicciones, sin las cuales ese Ejército nunca hubiera
podido, durante tan largo tiempo, actuar como actuó.
Te reconozco, objetivamente, que resulta justo señalar como factor de posible
cambio positivo –pendiente de comprobar en las próximas décadas- la
introducción de la nueva Doctrina del Ejército de Guatemala, presentada el 30 de
junio de 2004. La existencia de esa Doctrina, y la fuerte reducción de efectivos
anunciada en abril del mismo año, demuestran que existe en vuestro Ejército, al
menos, un sector militar convencido de la necesidad de cumplir los Acuerdos de
Paz y, sobre todo, de abandonar la vieja y luctuosa Doctrina de Seguridad
Nacional, sustituyéndola por un cuerpo doctrinal moderno, democrático y
respetuoso de los derechos humanos. Pero la enorme tardanza (de siete años y
medio desde la firma de la paz) en introducir esa Doctrina, y su recorte, en algún
punto importante, respecto al proyecto frustrado de 1999, y la pertinaz
resistencia a la muy necesaria disolución del EMP (cuya orden legal no ha llegado
hasta siete años después de los Acuerdos), junto con la todavía mayor tardanza y
enorme resistencia a la promulgación de un nuevo Código Militar, no aparecido
aún nueve años después de los Acuerdos de 1996, son hechos que nos demuestran
la existencia de otro poderoso sector militar, con fuerza, convicciones e intereses
suficientemente reaccionarios como para oponerse tenazmente a los cambios
imprescindibles. Un poderoso sector dispuesto a defender las posiciones que han
prevalecido durante el último medio siglo en el Ejército de Guatemala en materia
de Doctrina, Código, servicios de inteligencia, autonomía respecto al poder civil,
etcétera, y, sobre todo, en lo referente al mantenimiento de la impunidad.
Y tú, el militar profesional al que ahora me dirijo, eres precisamente uno de esos
numerosos mandos, de nivel bajo, intermedio, alto o muy alto, que pertenece a ese ‘sector
duro’ –si se me permite usar este nombre tan suave-, es decir, a ese gran porcentaje de
militares guatemaltecos que durante el conflicto participaban intensamente de varias de
estas convicciones, o de todas ellas. Y que todavía hoy participan aún, pues los comporta-
mientos de los últimos ocho años –ya posteriores al conflicto- siguen acreditando la
fuerza que todavía conservan estas posiciones –defensa férrea de la impunidad;
resistencia máxima, mientras fue posible, a la sustitución de la vieja Doctrina de
Seguridad Nacional y a la desaparición de organismos tales como el EMP; larga
oposición a una nueva Doctrina y a un nuevo Código Militar; incapacidad para el
reconocimiento de los terribles excesos perpetrados, especialmente contra las
comunidades mayas, etc.- posiciones que se han venido manteniendo, y que, en buena
medida, todavía siguen vivas dentro de vuestras ideas y convicciones, es decir, dentro de
vuestra deficiente autolimitación moral.
En efecto, muy numerosos militares guatemaltecos podéis estar todavía, a estas alturas,
plenamente convencidos del acierto de todos y cada uno de estos puntos arriba
enumerados, o de gran parte de ellos, pues las largas décadas de vigencia de la Doctrina
de Seguridad Nacional, y los muy largos años de vuestro conflicto interno, así como
también los años transcurridos desde su terminación en 1996, os han dado motivos
aparentes para creer que, todavía hoy, las cosas pueden seguir siendo así. A diferencia
de otros Ejércitos, como el argentino y el chileno, que han experimentado en los últimos
años una fuerte catarsis social y moral, que ha llevado ante los jueces a numerosos jefes
y oficiales y ha obligado a sus máximas autoridades militares a reconocer los excesos
cometidos por sus instituciones respectivas, y a prometer solemnemente a su sociedad
civil que tales comportamientos jamás volverán a repetirse, vosotros, en cambio, creéis
tener buenas razones para asumir que ése no es vuestro caso. Porque hasta hoy ningún
militar guatemalteco más o menos equiparable al chileno Pinochet ha sido capturado en
Londres, ni ningún miembro de vuestro Ejército aproximadamente similar a los
torturadores y asesinos argentinos de la Escuela de Mecánica de la Armada (como los
dos actualmente encarcelados en España) ha caído en manos de ningún juez de ningún
otro país que lo haya reclamado al amparo del principio de Justicia Universal. Y, sobre
todo, podéis seguir creyendo que vuestro viejo conjunto de valores, que dieron lugar a los
horrores registrados por el Remhi y la CEH, no necesitan ser institucionalmente
reconocidos por vuestro Ejército como lo han sido oficialmente por los jefes de ambos
Ejércitos chileno (2004) y argentino (1995), pues a diferencia de los casos del Cono Sur
no existe sobre vuestra institución una presión suficientemente grande que os obligue a
esa concesión.
En efecto, en Guatemala sois muchos los militares de vuestra línea de pensamiento y
actuación, pero muy pocos los que han tenido dificultades judiciales por los excesos
cometidos. Sólo unas muy escasas y muy trabajosas excepciones parecen apuntar en
sentido contrario a vuestra tranquilidad, excepciones cuyo número es, por el momento,
suficientemente mínimo como para no poner en peligro la regla general, sino más bien
para confirmarla rotundamente. Y vuestra regla más general, la del sector militar al que
me refiero, puede seguir siendo la de ignorar la nueva Doctrina y mantener aquel viejo
bloque de ideas y convicciones que rigió vuestra actuación durante el conflicto. Erróneas
ideas y actuaciones que, para vosotros, todavía no se han visto enérgicamente
descalificadas ni duramente reprochadas por vuestros poderes legislativo y ejecutivo -a
diferencia de lo ocurrido a otros colegas latinoamericanos-; ni se han visto sometidas al
duro examen crítico de vuestra sociedad civil –como en otros países-; ni se han visto
privados de buena parte de sus instrumentos legales de impunidad; ni se han
encontrado con creciente frecuencia perseguidas y condenadas por los jueces –salvo las
muy escasas excepciones señaladas-, ni reconocidas como inaceptables por vuestra
máxima autoridad militar profesional. En consecuencia, aquellos militares que
participaron de aquellas actuaciones y siguen manteniendo aquellas convicciones,
pueden seguir considerándose intocables, sin la menor noción autocrítica sobre su
conducta anterior. Éste es el perfil ideológico y social –abundante en vuestro Ejército-
del militar al que dirijo estas consideraciones.
Pues bien; una vez identificado a qué tipo de interlocutor me dirijo, lo que quiero
decirte, compañero guatemalteco, en mi doble condición de militar profesional español y
de investigador en el área de la sociología militar y la moral castrense con amplia
experiencia internacional, es lo siguiente:
Que un Ejército mandado por militares inspirados por una serie de convicciones
como las que habéis demostrado en las últimas décadas es un Ejército con
su autolimitación moral tan profundamente alterada, tan fuertemente dañada, que
esta grave deficiencia constituye el máximo factor explicativo de las atrocidades
producidas durante vuestro conflicto interior.
Que, incluso terminado el conflicto, mientras sigáis manteniendo ese bloque de
convicciones, su vigencia seguirá ocasionando importantes daños a vuestro Ejército
y a vuestra sociedad. Mientras no sustituyáis (tanto en el plano oficial como en las
convicciones profundas) ese bloque de valores por otro bloque mucho más exigente
en lo moral y en lo social, y mucho más concordante con las exigencias de la
moderna moral castrense y de la Sociología Militar actual, vuestro Ejército y
vuestra sociedad seguirán padeciendo, entre otros, los serios perjuicios que me
permito señalar a continuación.
En cuanto al daño que estas convicciones causan al Ejército, quisiera señalaros que:
Si continuase prevaleciendo en muchos de vosotros ese conjunto de convicciones
negativas y antidemocráticas, hasta hoy nunca desmentidas por los hechos –
aunque sí por la nueva Doctrina, que por el momento es sólo un papel, cuya
verdadera vigencia habrá de demostrarse o no a lo largo de los años futuros-, tales
convicciones seguirían dañando gravemente a la autolimitación moral de vuestra
institución militar, puesto que continuarían lastrando vuestra ética y vuestro
patriotismo, nutriéndolo de esa serie de nocivos elementos anteriormente
enumerados, incompatibles con una verdadera democracia de sólida base civil,
como la definida en vuestra Constitución, y en cualquier Constitución democrática
(sociedad civil que, como tal, está obligada a ejercer su legítima autoridad sobre la
institución militar).
De hecho, sólo la vigencia arraigada de esos negativos valores y convicciones
puede explicar el hecho lamentable de que vuestro Ejército haya entrado en el siglo
XXI sin tener todavía oficialmente establecida y fuertemente asumida una Doctrina
Militar moderna y democrática (que no fue introducida hasta mediados de 2004,
octavo año tras los Acuerdos de Paz). El haber carecido durante medio siglo de una
adecuada y sana doctrina significa un grave daño para vuestra autolimitación
moral, por causa de esta carencia doctrinal que ha mantenido a un Ejército indebi-
damente vinculado a viejas doctrinas hoy nocivas e inservibles, y, como tal, privado
de los sólidos principios morales y sociales requeridos para el militar profesional de
nuestros días, capaz de servir dignamente a una sociedad democrática.
Que resulta igualmente penoso el haber entrado en este año y en este siglo sin
haber sido capaces de sustituir aún el jurásico Código Militar de 1878, con su
nefasta obediencia debida y sus arcaicos conceptos del siglo XIX, como si no
estuviéramos ya en el XXI, y como si entre medio no hubiera transcurrido nada
menos que un siglo entero. Siglo este último, el XX, que fue ignorado por ese Código
guatemalteco y por quienes estaban obligados a modernizarlo y aplicarlo con
justicia, diligencia y eficacia militar, aplicación que nunca se efectuó contra los
autores de las atrocidades cometidas durante el conflicto aquí estudiado. Ello causa
otro grave daño, esta vez para la limitación imperativa,por esta importante
carencia legal, al no disponer de un Código adecuado para nuestro tiempo, llámese
Código de Justicia Militar, o Código Penal Militar, o simplemente Código Militar.
Que no sirve la alegación de que esa nueva Doctrina estuvo en preparación
durante ocho años y medio, y que ese nuevo Código, nueve años después de los
Acuerdos de Paz, continúa todavía sus interminables trámites preparatorios y no
puede ser promulgado aún. Ese argumento hubiera podido ser válido durante uno o
dos años después de la firma de la paz en 1996. Pero ya en 2004-2005 no cabe
alegación alguna, pues esa situación se ha prolongado ya más allá de todo plazo
razonable. Y ese injustificable retraso de tantos años transcurridos después de
finalizado el conflicto significa, entre otras cosas, la existencia de ocho promociones
(las ocho últimas, 1996-2004) de nuevos oficiales que, al finalizar su vida
académica, se han graduado e incorporado a sus destinos sin haber recibido todavía
una adecuada formación doctrinal, es decir, sin haber podido estudiar y asimilar los
correctos y muy necesarios conceptos básicos de disciplina, honor, espíritu de
cuerpo, moral militar, conocimiento sociológico-militar y relaciones Ejército-
Sociedad proporcionados por una adecuada Doctrina, compatible con las exigencias
de la democracia, el respeto a los derechos humanos y la supremacía democrática
del poder civil. O, lo que es lo mismo, la carencia de esa Doctrina ha generado ya
(aparte de las cuarenta promociones anteriores) esas ocho promociones más, de
nuevos oficiales inadecuadamente formados para las necesidades actuales y futuras
de su país. Incluso suponiendo que, a partir del curso académico 2004-2005, las
nuevas promociones reciban ya esa correcta formación gracias a la nueva Doctrina
ya establecida, aun así esa carencia formativa ha causado ya su nocivo efecto en
esas ocho promociones anteriores. Cierto que, en alguno de sus futuros cursos de
posgrado, podrán aprender algo de esa nueva Doctrina; pero ya no será esa
formación académica recibida en las aulas a los 18 ó 20 años, que es la que se te
incrusta en el alma para toda la vida, y que después resulta tan difícil de desalojar.
Aun peor es el caso del Código Militar, todavía no establecido en su versión
actualizada, de nueva redacción. Aparte de esas promociones ya incorporadas sin
haber aprendido un Código de nuestro tiempo, y obligadas a asimilar un anacrónico
texto anticonstitucional e incompatible con la nueva Doctrina (que sólo ahora
empiezan a conocer), ocurrirá además que, a partir de 2005, cada nuevo año
transcurrido en esta situación significará otra nueva promoción de jóvenes oficiales
que, aparte de aquella seria deficiencia doctrinal, se verán abocados -por
añadidura- a iniciar su vida profesional sin haber podido tampoco asimilar,
aprender y someterse con plena conciencia a un Código Militar propio del siglo XXI.
Que es el siglo al que históricamente pertenecen y en el que van a desarrollar toda
su actividad al servicio de vuestro Ejército, pero también –aun más importante y
más obligatorio- al servicio del conjunto de vuestra sociedad.
En cuanto al daño causado a la sociedad, a ese conjunto civil y militar (al ‘cuerpo social’,
en términos sociológicos) por esas vuestras convicciones y actitudes arriba señaladas,
quisiera subrayaros igualmente:
Que estos daños producidos por tales convicciones en la autolimitación moral y en
la limitación imperativa se traducen directamente en un daño inevitable para
la concordancia imperativo-moral, pues buena parte de esas convicciones
moralmente degradadas que nutren vuestra deficiente autolimitación (obediencia
debida e ilimitada, justificación de la tortura y la ejecución extrajudicial como
métodos de plena aplicación, control oculto pero efectivo del poder militar sobre el
civil, persistente impunidad militar, etc.) son contrarias a vuestra propia Constitución
y a vuestras propias leyes, es decir que vuestra autolimitación moral entra en
conflicto con vuestra limitación imperativa, dañando por tanto a
vuestra concordancia entre lo imperativo y lo moral. Y dañar la concordancia
imperativo-moral significa, como ya vimos en su momento, debilitar y hacer peligrar
la estabilidad de la propia sociedad, es decir, de todo ese cuerpo social en su
estructura conjunta civil-militar.
Que esa serie de conceptos y convicciones erróneas tan fuertemente arraigadas en
vuestro Ejército repercuten y dañan igualmente a la sociedad civil. Porque mientras
esa autolimitación moral, tan negativamente configurada, siga prevaleciendo en el
Ejército de Guatemala, vuestra sociedad civil tendrá que sufrir las consecuencias
expresadas a continuación, por citar aquí sólo algunas de las más evidentes:
Que los defensores de derechos humanos seguirán amenazados. Que el poder
judicial seguirá agarrotado, atemorizado, privado de la necesaria independencia
que debe caracterizar a la justicia. Que los jueces, fiscales, acusadores privados,
testigos, etc., seguirán siendo coaccionados y amenazados, con frecuencia
obligados a huir del país, cada vez que se juzgue a un militar por sus violaciones
de derechos humanos. Todo lo cual seguirá haciendo casi imposible un
verdadero ejercicio de la justicia. Y que los grandes delincuentes de uniforme,
llevados a los tribunales con inmenso esfuerzo, seguirán saliendo de ellos sin
poder ser condenados en sentencia firme, o bien, si la condena finalmente se
consigue, se les facilitará alguna forma de fuga que les ponga a salvo, como
también ha sucedido en más de una ocasión (casos Mack y Michael DeVine).
Todo ello mantendrá vigente la penosa impunidad, salvo en alguna inaudita
excepción (caso Gerardi), plenamente confirmatoria de la regla general.
Que, si se mantuvieran vuestros parámetros tradicionales de la relación
Ejército-Sociedad, la vida política de Guatemala seguiría tan radicalmente
escorada hacia la derecha que ninguna fuerza democrática moderadamente
progresista podría implantarse ni consolidarse jamás en esa sociedad. Nunca
podrían llegar a imponerse electoralmente otras fuerzas políticas que no fueran
las de la propia ultraderecha oligárquica, o de la más dura derecha empresarial,
o de los ámbitos más afines al Ejército, o del sector más reaccionario del propio
estamento militar. No podrá surgir y afianzarse ni siquiera una fuerza política
moderada y centrista capaz de modificar el panorama social, disminuyendo
apreciablemente las descomunales diferencias económicas y la lacerante
situación de pobreza de la mayor parte de la población, posibilitando así una
cierta redistribución de la riqueza nacional. Propósito que seguirá siendo
inviable con un Ejército vinculado al ultraderechismo radical (que, por
ejemplo, eliminó al prometedor candidato centrista Jorge Carpio en 1993).
Que todo esto, si lamentablemente se mantuviera, tendría desastrosas
consecuencias para el país. Mientras el Ejército siga ejerciendo ese desmesurado
peso favorecedor del ultraderechismo social, político y económico, impidiendo el
desarrollo de fuerzas moderadas pero progresistas, se producirá, por ejemplo,
este inevitable y pernicioso efecto, por citar solamente uno muy concreto: la
recaudación fiscal seguirá siendo raquítica. Es decir, absolutamente insuficiente
para las necesidades de una sociedad como la de Guatemala. Ello significará la
imposibilidad de atender a las necesidades educativas y de desarrollo social, lo
que garantizará la rígida continuidad de unas estructuras escandalosamente
desiguales, imputables a una clase política de fuerte raíz oligárquica. Pero
también a un Ejército que en su día se encargó de eliminar política
o físicamente a aquellos políticos, incluso centristas o socialdemócratas –
considerados también como ‘enemigo interior’- que aspiraban a modificar demo-
cráticamente esa injusta estructura social.
Que todos estos males se mantendrán mientras los máximos responsables de
vuestra institución y un importante número de sus miembros sigáis aferrados a
este negativo bloque de convicciones que tan persistentemente habéis
demostrado mantener. Mientras persista esa deficiente autolimitación
moral (con su conjunto de convicciones inmorales y reaccionarias), seguirá
dañando a la limitación imperativa (impidiendo el logro de leyes justas y de un
adecuado Código Militar). Y también perjudicará a la concordancia, pues ésta,
igual que la anterior, siempre se ve afectada por la autolimitación moral, para
bien o para mal. En definitiva, mientras ese desviado bloque moral y doctrinal
prevalezca, seguirá constituyendo un serio problema para el conjunto del país,
estableciendo un marco sumamente difícil para unas adecuadas relaciones
Ejército-Sociedad. Pues ese conjunto de actitudes y convicciones resultan,
incluso en tiempo de paz, manifiestamente incompatibles con el respeto a los
derechos humanos, con la supremacía del poder civil, con la independencia del
poder judicial, y con el imprescindible apartidismo de la institución militar,
entre otros ingredientes democráticos de primera necesidad.
Como patriota guatemalteco que presumiblemente eres, no puedes participar por más
tiempo de esa ceguera moral, motivada por la visión del mundo que os introdujo la mal
llamada Doctrina de Seguridad Nacional. Abre bien los ojos a este mundo del siglo XXI y
verás que Guatemala espera y necesita de ti otro tipo de patriotismo, otro conjunto de
valores y de convicciones. Es decir, otra distinta autolimitación moral. Tu Patria se
beneficiará de ello. Y tú también.

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