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II durante el año (C)

Is 62, 1-5; 1Co 12, 4-11; Jn 2, 1-12

1. Terminada la vida oculta en Nazaret junto a la Virgen y San José, Jesús da comienzo a su
vida pública. Y la primera manifestación milagrosa de su divinidad fue el prodigio observado en Caná
de Galilea por intercesión, casi nos atreveríamos a decir, por mandato, de su Madre Santísima.
En su viaje de Judea a Galilea, Jesús debió seguir el camino que se abría en el valle del Jordán.
El segundo día pudo pernoctar en Betsaida, patria de San Andrés. Allí recibiría la invitación a una
boda que se celebraba en la villa de Caná, donde se encontraba ya su Madre. Él aceptó, y al tercer día
después de su salida de Betania, llegaba a Caná acompañado de su pequeño grupo de discípulos.

2. Se sientan a la mesa y participan de la fiesta de bodas, tal vez de unos parientes de María
Santísima. El hecho es que faltó el vino en la fiesta. Preocupados por lo que comían y bebían,
seguramente nadie cayó en la cuenta de que el vino escaseaba. Fue María Santísima la que enseguida
lo advirtió. ¡Qué mirada más fina y penetrante la suya, atenta a las delicadezas de la caridad! Nada se
le escapaba en su afán de procurar el bien a los demás. Seguramente los sirvientes disimulaban para
que no se viera la falta de vino, pero para los ojos de la Virgen no hay disimulos. Provee a nuestras
necesidades incluso cuando no la invoquemos. También Cristo lo vio, pero no hizo ni dijo nada, dejó
obrar a su Madre; quería que fuese obra de Ella.

El Corazón de María no podía ignorar esta situación incómoda para los nuevos esposos. Ella,
invitada a participar de este casamiento, ¿no iba a hacer nada por ellos, pudiendo tal vez hacer algo
para remediar aquella dificultad? ¡Qué Corazón el suyo! Nadie le dice nada, y es Ella la que, al ver
un sufrimiento y un disgusto, se lanza a remediarlo. Aprendamos de Nuestra Señora su delicadeza,
bondad y misericordia, al mismo tiempo que confiemos en su auxilio y protección, pues también obra
del mismo modo con nosotros, desde el Cielo.

3. Así es que la Virgen le dice a su Hijo: No tienen vino. ¡Qué sencillas y cuánto encierran
estas palabras! No son un mandato, ni siquiera una súplica: sólo contienen la exposición de una
necesidad. Ella no duda que Jesús lo remediará. No es necesario que pida y ordene, basta que dé a
entender su deseo, y Él la comprenderá. El deseo de la Madre es ley y mandato para el Hijo. Nuestro
Señor, sin embargo, parece rechazarla en esta ocasión, y le contesta: Qué nos importa a Ti y a Mí de
este asunto. Como si dijera: “nosotros no damos el banquete, y por lo mismo no es cosa nuestra; que
provean ellos”.

Además, la cuestión parece pequeña: que falte el vino a última hora, cuando todos han bebido
hasta saciarse; ¡si hubiera sucedido al principio!… Pero ahora no parece tan necesario. Además se
trataba de una cosa puramente material, a simple vista sin provecho espiritual de ninguna clase; por
lo cual, ¿qué necesidad hay de hacer un milagro? Por eso, Jesús, dirigiéndose a su Madre, le dice: Aún
no ha llegado mi Hora, como diciendo que no era aquél el momento propicio, ni la hora determinada
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por su Padre para hacer milagros y manifestarse a la gente con prodigios.

4. Todo esto probablemente hubiera debido acobardar a María Santísima. Había fracasado en
su primer intento. Las dificultades que Nuestro Señor le ponía eran tales, que lo mejor parecía callar.
Así parece que habríamos juzgado nosotros con ojos humanos. Pero la Virgen no lo entendió así, y
como si Jesús hubiera contestado todo lo contrario, demostrando estar dispuesto a todo lo que Ella
quería, llama a los sirvientes, les dice: Haced lo que Él os diga. Y con esto Jesús queda comprometido;
ya no tiene más remedio que hacer algo, y, por voluntad de su Madre, obra su primer y glorioso
milagro de la conversión del agua en vino.
5. Muy grande fue este milagro, pero aún es digno de mayor admiración el poder de María.
Pareciera que Dios no se propuso otra cosa, en esta ocasión, que el de demostrarnos la fuerza del
poder de la Virgen. Todo lo que Cristo dice, todas las dificultades que pone, no sirven más que para
enseñarnos y mostrarnos clarísimamente esto mismo: el poder que tienen las súplicas que dirige María
Santísima ante su Hijo. Jesús dice: No ha llegado mi Hora, pero, exigido por su Madre, hace el
milagro. Hasta los planes de Dios parecen cambiarse ante la voluntad y súplica de la Virgen. ¡Qué
cosa admirable! ¡Qué será María delante de Dios siendo que es tanto su poder!

Si el Hijo de Dios se encarna, es en María Santísima; si nace, es de su seno purísimo; si vive


treinta años oculto, está escondido con María; si empieza su vida pública y obra su primer milagro,
es cuando quiere María; si muere es ante la presencia de su Madre dolorosa. ¿Qué es esto, que nada
hace el Hijo sin su Madre? ¿Qué es esto de asociar tan íntimamente a su Madre a toda la obra
redentora? ¿No es digna de admiración esta disposición divina de unir a María a todas sus obras? ¡Y
pensar que los protestantes y las sectas niegan la virginidad, maternidad divina e intercesión de María
Santísima por nuestras almas!

6. La Virgen tiene el honroso oficio de ser Mediadora de todas las gracias. Dice el Papa San
Pío X: “Por esta comunión de dolores y voluntades entre María y Cristo, María mereció ser dignísima
reparadora del mundo caído, y, por lo tanto, dispensadora de todos los dones que Jesús con su
muerte y Sangre nos ganara. Reconocemos, ciertamente, continúa diciendo el santo Papa, que la
dispensación de los dones pertenece a Cristo por derecho proprio y exclusivo, puesto que los adquirió
con su muerte y Él es potestativamente el mediador de Dios y de los hombres. No obstante, por aquella
comunión de dolores y miserias de la Madre con el Hijo, se le concedió a esta Virgen augusta ser la
mediadora y conciliadora poderosísima de todo el mundo para con su Hijo Unigénito. Por lo tanto,
Cristo es la fuente de cuya plenitud recibimos todos… (Jn 1, 16); pero María, por su caridad, como
dice muy bien San Bernardo, es el acueducto o cuello por donde se une el cuerpo a la cabeza y por
donde la cabeza hace llegar al cuerpo toda su virtud y eficacia”.1

Pues si esto es así, o sea, si todas las gracias divinas nos vienen del Cielo por medio de la
Virgen, nuestra salvación y santificación dependen de Ella. De Ella han de venir, a Ella se la debemos

1
Enc. Ad diem illum, 2 de febrero de 1904. En La Palabra de Cristo, MONS. ANGEL HERRERA ORÍA, tomo II, p. 197.
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confiar. Y, ¡con cuánta seguridad debemos confiárselo todo a María! Miremos la seguridad con que
Ella confía en su Hijo. Era el primer milagro, aún nunca lo había visto hacer prodigios y, no obstante,
¡qué fe!, ¡qué confianza la suya en que su Hijo escuchará su pedido! ¡Con qué seguridad manda y
llama a los sirvientes!

Lancémonos, entonces, sin miedo a los brazos de una Madre tan poderosa. Expongámosle
nuestras miserias, nuestras necesidades, que la que no soportó la falta de vino, menos soportará la
falta de virtudes en nuestro corazón, si a Ella acudimos y a Ella le pedimos el remedio.

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