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PROLOGO.

VIDA DE RUSKIN
John Ruskin nació el 8 de febrero de 1819 en el número 54 de la calle
Hunter, Londres, hijo único de Margaret y de John James Ruskin. Su
padre, un hombre próspero que se hizo a sí mismo y que cofundó junto a
Pedro Domecq las bodegas de Jeréz, coleccionaba arte y alentó las
actividades literarias de su hijo, mientras su madre, una protestante
evangélica devota (evangelical Protestant), dedicó tempranamente a su
hijo al servicio de Dios y píamente deseó que se convirtiera en un obispo
anglicano. Ruskin, que recibió su educación en casa hasta la edad de los
doce años, raramente se relacionó con otros niños y sus juguetes fueron
escasos. Durante su sexto año, acompañó a sus padres al primero de los
numerosos viajes por el continente. Animado por su padre, publicó su primer poema, «Sobre el
agua de Skiddaw y Derwent», a los once años, y cuatro años después su primer trabajo
prosístico, un artículo sobre las aguas del Rin.
Acuarela del propio Ruskin sobre Christ Church en Oxford.
En 1836, el año en el que se matriculó como caballero
plebeyo [N. T. una de las clases más elevadas de plebeyos
o individuos carentes de título en la Universidad de Oxford]
en Christ Church en Oxford, escribió un panfleto
defendiendo al pintor Turner frente a los críticos
periodísticos, pero a petición del artista no lo publicó.
Mientras estaba en Oxford (a donde su madre le acompañó)
Ruskin se relacionó frecuentemente con un grupo pudiente
y a menudo ruidoso pero continuó publicando poesía y
crítica, y en 1839, ganó el premio Oxford Newdigate de poesía. Al año siguiente sin embargo,
una supuesta tuberculosis le indujo a interrumpir sus estudios y sus viajes, y no recibió su título
hasta 1842, cuando abandonó la idea de hacerse sacerdote. Este mismo año, comenzó su
primer volumen de Pintores modernos después de que los revisores de la exhibición de la
Academia real anual hubieran tratado salvajemente a las obras de Turner y en 1846, tras hacer
su primer viaje al extranjero sin sus padres, publicó el segundo volumen, en el que discute sus
teorías sobre la belleza y la imaginación dentro del contexto de la pintura figurativa así como
paisajística.
El 10 de abril de 1848, Ruskin se casó con Euphemia Chalmers Gray, y al año siguiente
publicó Las siete lámparas de la arquitectura, después de lo cual, él y Effie partieron hacia
Venecia. En 1850, publicó El rey del río dorado, que había escrito nueve años antes para Effie,
y un volumen de poesía, y un año más tarde, durante el cual Turner falleció y Ruskin conoció a
los prerrafaelitas (Pre-Raphaelites), el primer volumen de Las piedras de Venecia. Los dos
volúmenes finales aparecieron en 1853, y ese verano presenció la reunión de Millais, Ruskin y
Effie en Escocia, donde el artista pintó el retrato de Ruskin. En 1854, su mujer le dejó y
anularon su matrimonio alegando la no consumación, tras lo cual ella se casó posteriormente
con Millais. A lo largo de este año difícil, Ruskin defendió a los prerrafaelitas, estrechó lazos
con Rossetti, y enseñó en Working Men's College.
En 1855, Ruskin inició Notas académicas, sus reseñas de la exhibición anual y al año
siguiente, durante el cual conoció al hombre del que ulteriormente se convirtió en su íntimo
amigo, el americano Charles Eliot Norton, publicó su tercer y cuarto volumen de Pintores
modernos y Los puertos de Inglaterra. Su inmensa producción continuó
durante los siguientes cuatro años, componiendo Los elementos de la
pintura y La economía política del arte en 1857, Los elementos de la
perspectiva y Dos caminos en 1859, y el quinto volumen de Pintores
modernos junto con la versión periódica de Hasta que esto dure en 1860.
Durante el año 1858, en medio de este periodo productivo, Ruskin
abandonó definitivamente el Protestantismo evangélico que tanto había
modelado sus ideas y actitudes y se encontró también con Rose La
Touche, una joven irlandesa protestante de la que posteriormente se
enamoraría loca y trágicamente.
Ruskin y Dante Gabriel Rossetti.
A lo largo de toda la década de 1860, Ruskin siguió escribiendo y dando conferencias sobre la
economía social y política, sobre el arte y el mito, y durante esta década produjo en el Frazer
Magazine «Ensayos sobre economía política» (1863), revisó Munera Pulveris (1872), Sésamo
y lirios (1865), La corona de olivo silvestre (1866), La ética del polvo (1866), Tiempo y marea y
[2/3] La reina del aire (1869), y continuó estudiante los mitos griegos. La siguiente década que
se abre con la impartición de su conferencia inaugural en Oxford como catedrático de Bellas
Artes en febrero de 1870, vio el comienzo de Fors Clavigera, una serie de cartas a los
trabajadores de Inglaterra así como varias obras sobre arte y ciencia popular. Su padre había
fallecido en 1864 y su madre en 1871 a los 90 años.
Izquierda: tumba de Ruskin en el cementerio de
Coniston. Derecha: el lago de Coniston
En 1875, Rose la Touche murió loca y tres
años después, Ruskin sufrió su primer
ataque como consecuencia de una
enfermedad mental que le incapacitó para
testificar durante el juicio de Whistler
cuando el artista le demandó por
difamación. En 1880, Ruskin renunció a su
cátedra en Oxford, sufrió más ataques de
locura en 1881 y 1882, pero después de su recuperación fue reelegido para la cátedra Slade
en 1883 e impartió conferencias posteriormente publicadas en El arte de Inglaterra (1884). En
1885, comenzó Praeterita, su autobiografía, cuyas partes fueron apareciendo
intermitentemente hasta 1889, cuando fue enfermando paulatinamente y Joanna Severn, su
prima y heredera, tuvo que traerle a casa de un viaje que había realizado al continente en
1888. Falleció el 20 de enero de 1900 en Brantwood, su casa cerca del lago de Coniston.

INTRODUCCION
Ruskin, el gran crítico del arte y de la sociedad victorianos, tuvo una enorme influencia en su
época así como en la nuestra. Al igual que numerosos victorianos, poseía una energía
sorprendente dado que mientras continuaba con su correspondencia voluminosa y su pintura
de un extenso conjunto de soberbias acuarelas, publicó poesía, una novela infantil de fantasía,
y libros y ensayos sobre geología, botánica (geology, botany), política eclesiástica, política
económica, pintura, escultura, literatura, arquitectura, educación artística, mitos y estética.
Influenció notablemente tanto al renacimiento gótico decimonónico como a la reacción
funcionalista del siglo XX frente a todos los estilos evangelistas en la arquitectura y el diseño.
Como gran y popular propagandista de las artes, contribuyó mucho tanto en la popularización
del arte elitista como en su acercamiento a las masas. Ruskin, quien luchó por eliminar las
barreras entre las Bellas Artes y las artes aplicadas, fue la principal inspiración para el
Movimiento artístico-artesanal. En calidad de teórico brillante y de crítico práctico del realismo,
impulsó también las discusiones decimonónicas más delicadas sobre la fantasía, y sobre el
simbolismo grotesco y pictórico. Maestro de la crítica acerca de los mitos, de la iconología
tradicional y de la explicación del texto, Ruskin fue asimismo uno de los pocos ejemplos
decimonónicos de un escritor preocupado por los análisis compositivos y otras críticas
formales. Su extraordinaria gama de gustos, intereses y simpatías le permitieron debatir con un
entusiasmo perceptivo no sólo las obras más tradicionales de Turner y sus obras posteriores
proto-expresionistas, sino que similarmente defendió y creó un gusto pictórico por los
prerrafaelitas ingleses, los Primitivos italianos, y los venecianos del siglo XVI. Aunque fue un
gran estudiante del pasado y de las tradiciones pasadas, se dio cuenta también del papel del
crítico y de su relevancia primordial en el presente. A diferencia de Matthew Arnold, quien
durante una de las grandes épocas de la literatura inglesa aseguró a sus contemporáneos que
eran incapaces de crear una obra imaginativa grandiosa, Ruskin se dio cuenta de que ya la
habían creado y osadamente deliberó sobre Tennyson, Browning, Dickens, y otros dentro del
contexto de las grandes tradiciones de la literatura y del arte occidental, tradiciones definidas
en su mayoría por sus propios escritos. En una época de estilistas prosísticos excelsos, él fue
un maestro de múltiples estilos, el más notable de los cuales quizá aparezca en sus famosos
pasajes sobre pintura verbal. Los escritos de Ruskin sobre las artes influenciaron no sólo
singularmente a victorianos serios como William Morris, William Holman Hunt, J. W. Inchbold, y
a multitud de otros, sino también a hombres diferentes como Walter Pater, Oscar Wilde, y
William Butler Yeats. Sus obras sobre diseño y verdad afectaron a la arquitectura y al diseño
industrial británico, europeo y americano. La impronta de su pensamiento se halla en
numerosos lugares inesperados, por ejemplo, en las novelas y escritura de viajes de D. H.
Lawrence, obras que revelan la influencia tanto del arte de Ruskin y de su crítica social como
de su pintura verbal. Además de la atención que prestó a las composiciones individuales sobre
el arte y sus tradiciones, cuyo interés hace de Ruskin un crítico preeminente artístico y literario
de la era victoriana, exhortó para que se percibiera el arte dentro de su contexto social,
económico y político. De hecho, como señala Arnold Hauser en su Historia social del arte
(1952):
Nunca ha existido una conciencia tan clara de la relación orgánica entre el arte y la vida desde
Ruskin. Fue indudablemente el primero en interpretar el declive del arte y del gusto como signo
de una crisis cultural global, y en expresar el principio básico, e incluso hoy todavía no
suficientemente apreciado, de que las condiciones bajo las cuales viven los hombres deben
primeramente modificarse, siempre que su sentido de la belleza y su comprensión del arte se
despierten. Ruskin fue también la primera persona en Inglaterra que enfatizó el hecho de que
el arte es una cuestión pública y de que ninguna nación puede descuidarlo sin poner en peligro
su existencia social. Finalmente, fue el primero en proclamar el evangelio de que el arte no es
el privilegio de los artistas, de los entendidos y de las clases educadas, sino una parte de la
herencia y del patrimonio de cada hombre . . . Ruskin atribuyó la decadencia del arte a la
consideración de que las fábricas modernas, con sus modos mecánicos de producción y de
división del trabajo, impiden la relación genuina entre el trabajador y su trabajo, es decir,
trituran el elemento espiritual y enajenan al productor del producto de sus manos . . . recordó a
sus contemporáneos los encantos de la artesanía auténtica y meticulosa por oposición a los
materiales espurios, a las formas carentes de sentido y a la ejecución tosca y barata de los
productos victorianos. Su influencia fue extraordinaria, casi imposible de describir . . . El
propósito y la solidez de la arquitectura moderna y del arte industrial son mayoritariamente el
resultado de los esfuerzos y las doctrinas de Ruskin.
La conciencia de Ruskin sobre la dimensión sociopolítica del arte, de la arquitectura y de la
literatura desembocó en sus escritos sobre economía política y la lectura de estas obras
cambió la vida de hombres tan diferentes como William Morris y Mahatma Gandhi. Es más, un
informe sobre el primer parlamento durante el cual el Partido laborista británico ganó escaños,
reveló que Hasta que esto dure de Ruskin ejerció una influencia superior en sus miembros que
El capital, e historiadores recientes le han atribuido el mérito de haber contribuido
enormemente a las teorías modernas del estado del bienestar, del consumismo y de la
economía.
Ruskin arribó a la escena victoriana con sus interpretaciones sobre el arte y la sociedad
precisamente en el momento justo, puesto que desafió los patrones de la institución artística
cuando los asuntos culturales comenzaron a importar a un número elevado de nuevos ricos
industriales y miembros de la clase media. Dado que reivindicó el arte en un lenguaje en el que
su audiencia estaba habituada a escuchar al clero, estas exigencias atrajeron particularmente a
los evangélicos de dentro y de fuera de la Iglesia de Inglaterra que compusieron la gran
mayoría de creyentes durante prácticamente toda la era victoriana. Asimismo, la postura de
Ruskin fuera de la institución artística, como su tono polémico, su vocabulario evangélico, y sus
citas bíblicas, dieron en el clavo con los miembros de la emergente clase media, que acogieron
la visión de Ruskin relativa a una forma alternativa de la alta cultura, superior a la propia de la
aristocracia y de la antigua institución artística.
Ruskin también apareció en un momento particularmente interesante para la historia de la
teoría crítica. Al igual que Sir Joshua Reynolds y otros muchos defensores del arte de la pintura
en Occidente, intentó ganar prestigio para las artes visuales emparejándolas con su hermana
más honrada, la literatura. A diferencia de la mayoría de los partidarios de las teorías
hermanadas del arte, Ruskin sin embargo no argumentó que la pintura y la poesía fueran artes
aliadas por el hecho de que ambas imitaran la realidad. Más bien, y puesto que la escritura era
heredera de la tradición romántica, instó a considerar a ambas como artes que expresaban las
emociones y la imaginación del artista. Según la concepción romántica del poeta que Ruskin
aprendió de Wordsworth, el poeta experimenta sensitivamente el mundo del hombre y de la
naturaleza y después, comunica esta reacción emocional para crear su arte. Por tanto, cuando
Ruskin vinculó la visión romántica de la poesía con la concepción neoclásica de la pintura a la
hora de crear su teoría sobre las artes hermanas, se negó característicamente a renunciar a
cualquier aspecto de las artes. Como el teórico neoclásico, se interesó por los efectos del arte
sobre la audiencia, y como el teórico romántico, concentrado en las emociones y en la
imaginación del artista, enfatizó la sinceridad, la originalidad y la intensidad de la grandeza del
arte y de la literatura. Así, la estética victoriana de Ruskin conserva una intensidad similar
acerca de lo subjetivo y de lo objetivo, de lo neoclásico y de lo romántico. Tal riqueza, tal
eclecticismo, y tal voluntad para confrontar la dificultad de los problemas en vez de ajustarse a
soluciones más asequibles y elegantes, son las características del pensamiento de Ruskin.
El reconocimiento de que a lo largo de su carrera escribió como intérprete, como exegeta, es
un modo particularmente útil de introducirse en los treinta y nueve volúmenes masivos que
constituyen la edición para biblioteca de las obras de Ruskin. Para éste, el acto de la
interpretación, que conduce a numerosos campos de la experiencia humana, da lugar a
lecturas no sólo de pinturas, poemas, y edificios, sino de fenómenos contemporáneos tales
como nubes de tormenta y al descontento de las clases trabajadoras. Bien se trate de explicar
el arte de Turner en Pintores modernos, el significado del hierro forjado en La corona de olivo
silvestre, o la naturaleza de la verdadera riqueza en Hasta que esto dure, interpreta la
naturaleza y el significado de cuestiones que creía que el público británico necesitaba
comprender. Antes de examinar el modo por el cual los proyectos interpretativos de Ruskin
formaron e informaron toda su carrera, deberíamos echar una breve ojeada a un par de obras
principales, ya que es en el contexto de sus propósitos y procedimientos varios donde su
impulso para escudriñar tomó forma y gradualmente evolucionó.
Ejemplos de dibujos
paisajísticos del propio Ruskin:
(izquierda) Rheinfelden;
(derecha):
Estudio de árboles en Sens
El volumen I (1843) de
Pintores modernos, el
primero de estos magníficos
trabajos, se abre con una
sucinta explicación de sus
concepciones sobre el poder, la imitación, la verdad, la belleza, y su relación dentro del arte,
tras lo cual procede a defender a Turner frente a los ataques de sus críticos que decían que
sus pinturas eran «incomparables con la naturaleza». Convocando obra tras obra de los
antiguos maestros, muestra que este pintor moderno posee un conocimiento más extenso así
como más exacto de los hechos visibles que cualquiera de sus predecesores. Sitúa a sus
oponentes en su lugar y por lo tanto demuestra
«mediante la investigación exhaustiva de los hechos reales que Turner es como la naturaleza
y que sus pinturas son tan próximas a la naturaleza de las de cualquier hombre que haya
existido jamás» (3.52). Ruskin aborda verdades generales, por medio de las cuales quiere
expresar el tono, el color, el clarooscuro y la perspectiva para posteriormente evidenciar el
abanico y la exactitud de las representaciones de Turner sobre las plantas, los árboles, el cielo,
la tierra y el agua. Trascendiendo su origen polémico, Pintores modernos se convierte así en
un viaje por la naturaleza y el arte, orquestado por un hombre cuyos ojos captan y cuya mente
comprende los fenómenos de un mundo natural infinitamente rico.
Estudio de un cardo en Crossmount.
El segundo volumen de Pintores modernos (1846) alberga
las teorías de Ruskin sobre la imaginación y sobre su
sistema teocéntrico de la estética por medio del cual explica
la naturaleza de la belleza y demuestra su importancia en la
vida humana. Combina la teoría de Coleridge sobre la
imaginación (la cual parece que Coleridge derivó
indirectamente de Leigh Hunt) con las concepciones
evangélicas de la profecía bíblica (biblical prophecy) y de la
inspiración divina. La belleza
«es o bien el archivo de la conciencia, escrita en las cosas exteriores, o el símbolo de los
atributos divinos en la materia, o bien la felicidad de las cosas existentes o la consumación
perfecta de sus obligaciones y funciones. En todos estos casos es algo divino» . Toda la
belleza, cuando se aprecia adecuadamente, es una teofanía o revelación de Dios. La
contemplación de la misma, como la contemplación de la Biblia, la otra revelación de Dios, es
un acto moral y religioso.
Como la mayoría de sus escritos sobre el arte, sus teorías de la belleza epitomizan una
estética de las artes hermanas y como tales, hacen uso tanto de las posturas neoclásicas como
románticas. Así, sus teorías de la belleza típica o simbólica, que recalcan objetivamente las
cualidades existentes del objeto bello, derivan de las nociones previas y de las neoclásicas
sobre la idea de que la belleza se crea por medio de la unidad dentro de la variedad, simetría,
proporción y otras formas de orden principalmente visual. Con la creación de esta estética del
orden apolínea y clásica, Ruskin bebe de la Ética a Nicómaco de Aristóteles y de los escritos
de Addison, Pope, Johnson, y Reynolds. En cambio, su noción de la belleza vital, la belleza de
las cosas existentes, enfatiza los estados y los sentimientos subjetivos del espectador y
procede de los poetas románticos, fundamentalmente de Wordsworth, y de los filósofos
dieciochescos cuyas ideas acerca de la compasión e imaginación compasiva prepararon el
camino para el Romanticismo, es decir, para Adam Smith, David Hume, y Dugald Stewart.
Ruskin, dicho de otro modo, creó una estética victoriana fusionando las concepciones
neoclásicas, románticas y cristianas del hombre y de su mundo.

Tres dibujos por Ruskin en Las siete lámparas de la arquitectura: (1) Nicho de la puerta
central de Rouen, Parte de la Catedral de St. Lô, Normandía, y Una arcada en la parte sur
de la Catedral de Ferrara
Antes de completar Pintores modernos, Ruskin escribió Las siete lámparas de la arquitectura
(1849), otra obra con un sabor cargadamente evangélico. A pesar del giro de Ruskin desde la
pintura hasta lo que denominó «el arte distinguidamente político de la arquitectura», Las siete
lámparas de la arquitectura tienen más en común con el segundo volumen de Pintores
modernos que con ninguna de sus otras obras. Al igual que los dos primeros volúmenes de
Pintores modernos a los que dirige al lector, en Las siete lámparas de la arquitectura
recomienda que la belleza y el diseño
«no son hermosos porque sean una copia de la naturaleza, es sólo que la concepción
de la belleza es ajena al poder del hombre sin su ayuda». Además, se presentó para ganarse
el apoyo evangélico de lo gótico, que [8/9] generalmente se asociaba con los anglicanos de la
Iglesia alta y los católicos romanos, con las Sociedades de Camden y eclesiológicas y con
Augustus Welby Northmore Pugin. Ruskin se inspiró en interpretaciones tipológicas
evangélicas y comunes procedentes de El libro del Levítico para convencer a la audiencia
protestante de que Dios quería que el hombre derrochara el tiempo, la energía y el dinero en la
arquitectura eclesiástica. Igualmente, da en el blanco del sermón evangélico cuando aboga por
la calidad de los materiales en la construcción arquitectónica. Este acierto ha tenido un efecto
enorme en el mundo moderno. Aunque Ruskin no fue el único victoriano en enfatizar la verdad
de los materiales, sus ideas fueron escuchadas con mayor atención que las de sus
contemporáneos que dirigían sus planteamientos sólo a la fraternidad arquitectónica, y tanto
los arquitectos como los historiadores de la arquitectura le rinden honores al considerarle la
principal inspiración de gran parte de la arquitectura y del diseño del siglo XX.
Aunque conscientemente relacionó sus comentarios sobre la arquitectura con los expresados
en volúmenes anteriores, Ruskin sin embargo acertó de nuevo al enfatizar la importancia del
arte y de la creación comunal. Por añadidura, también quería otorgar al trabajador individual la
posición, la independencia y los placeres del artista romántico. En consecuencia, cuando se
estima la vitalidad de la arquitectura, «la pregunta adecuada relativa a todo el ornamento es
simplemente ésta: ¿se hacía con deleite, era el escultor feliz durante su realización?» . Estos
dos últimos puntos de nuevo han contribuido sobremanera en la modelación de nuestro arte y
diseño del siglo XX dado que han influido en nuestras ciudades, hogares, muebles, y utensilios,
es decir, en todas las cosas que vemos y tocamos cada día. Este énfasis, que inspiró a William
Morris, al Movimiento artístico y artesanal, y a Bauhaus, ha moldeado, al igual que los tratados
sobre dibujos y otros escritos similares de Ruskin, nuestras concepciones sobre la educación,
las actividades de ocio y la condición de la artesanía.
Las siete lámparas de la arquitectura ha dado forma a nuestro contexto de otro modo
igualmente importante. Puesto que Ruskin creía que la arquitectura es una herencia que una
generación transmite a otra y que es también una encarnación de la sociedad que la construye,
intentó convencer a sus lectores para que edificaran sólidamente para las generaciones
futuras. Estas creencias, como sus protestas a lo largo de su trabajo en contra de la
destrucción de edificios antiguos, estimularon la fundación de las sociedades inglesas y
extranjeras para la preservación arquitectónica. Asimismo, su convicción de que los individuos
vivos actualmente son mayordomos de las obras de arte, en vez de propietarios, fue una fuente
fundamental en el movimiento de los museos.
Tres dibujos por Ruskin de
Venecia: (1) La Scuola di San
Marco (1876),, Casa Contarini
Fasan, Venecia (1841), y Una
capital de la arcada inferior del
Palacio Ducal, Venecia (1849)
Tras completar Las siete
lámparas de la arquitectura,
Ruskin se centró en Las
piedras de Venecia, que
combina el estudio de la arquitectura con la historia cultural, la polémica religiosa y el tratado
político. Al igual que Las siete lámparas de la arquitectura, Las piedras de Venecia aborda y
defiende la arquitectura gótica, pero trasciende el tratamiento abstracto de la obra anterior
porque no sólo dedica un espacio considerable a los detalles de la construcción arquitectónica
sino que también ubica a la arquitectura dentro de su contexto social, político y moral así como
religioso. De hecho, tal y como Ruskin explica en sus páginas iniciales, presta una atención tan
estrecha a esta ciudad, en su día poderosa, porque las «artes en Venecia» son una evidencia
firme de «que el declive de su prosperidad política coincidió exactamente con el de la religión
doméstica e individual» y es esta lección la que desea aportar a su audiencia victoriana. El
primer volumen se abre, por tanto, con Ruskin dando en el clavo, como un profeta, a medida
que subraya las conexiones entre las naciones malditas del pasado y la Inglaterra
contemporánea:
Desde que por primera vez el dominio de los hombres se aseguró sobre el océano, tres
tronos, de una capacidad superior al resto, se han establecido sobre sus arenas: los tronos de
Tiro, Venecia e Inglaterra. De la primera de estas grandes potencias sólo la memoria
permanece, de la segunda, las ruinas; la tercera, que ha heredado la grandeza de Tiro y
Venecia para que no se olvide su ejemplo, puede ascender hasta la eminencia orgullosa y
descender hasta la destrucción apenas sin lamentos . . . Intentaré . . . dejar constancia, en la
medida en que pueda, de la advertencia que me parece que pronuncian cada una de las olas
que crecen prontamente, que laten como campanas transitorias contra las Piedras de Venecia.
En este primer capítulo enuncia los objetivos de todo su trabajo, tras lo cual utiliza los restantes
veintinueve capítulos del volumen para exponer una teoría sobre la construcción arquitectónica
a través de capítulos individuales referentes a la cornisa del muro frontal, la capital, el tejado y
así sucesivamente.
Puesto que Ruskin cree que los signos de la decadencia espiritual de Venecia están presentes
en el movimiento de la ciudad desde el estilo arquitectónico gótico hasta el renacentista, los
dos siguientes volúmenes, Las piedras del mar y La caída (ambos de 1853), examinan el
crecimiento de la ciudad-Estado y el significado de sus edificios principales, en especial el
palacio de San Marcos y el palacio Ducal. «La naturaleza del gótico», que suministra el núcleo
ideológico de Las piedras de Venecia aparece en el segundo volumen en el que argumenta
que dado que el estilo gótico permite e incluso exige la libertad, la individualidad y la
espontaneidad de sus trabajadores, representa tanto una sociedad más elegante y moral como
los medios de producción, dando lugar a una arquitectura superior al estilo renacentista, que
esclaviza al trabajador. Estas discusiones sobre el estilo arquitectónico conducen directamente
a un ataque contra el sistema de clases y sus efectos.
Ruskin, que ya ha comenzado a desarrollar su ética consumista, se centra en las condiciones
deshumanizadoras del trabajo moderno y ruega que nadie adquiera bienes, como las cuentas
de cristal u ornamentos renacentistas, dado que esta producción deshumaniza a los hombres.
Aquí convergen Ruskin, el intérprete de arte y Ruskin, el intérprete de la sociedad, o más bien,
aparece como un único hombre con el mismo proyecto, cuando señala que sus lectores
carecen de «la noción de leer un edificio como leeríamos a Milton o a Dante y obtener el mismo
tipo de deleite a partir de las piedras que a partir de las estrofas» (10.206), porque la
arquitectura producida contemporáneamente de modo deshumanizador y sin sentido
decepciona a la gente que recurre a ella al igual que a los que la construyen. En otras palabras,
una sociedad que esclaviza a sus trabajadores a través de un trabajo humillante y degradante
es a su vez humillada y degradada por medio de los edificios que erige. Éstos, que se elevan
como una autoacusación emblemática de la pobreza espiritual de la médula social,
posteriormente dañan a sus miembros, sean ricos o pobres, matando de hambre su
imaginación y sensibilidad, facultades que para Ruskin [11/12] yacen en el corazón de una vida
humana saludable, feliz y plena.
Cuando reanudó Pintores modernos (1856) con la publicación de los volúmenes III y IV, Ruskin
tuvo que solventar los problemas planteados a raíz de su anterior inclusión del arte
renacentista italiano. El volumen III, el volumen central y probablemente el más rico de los
cinco, propone de nuevo una teoría romántica sobre la pintura, y todas las consideraciones
sobre el Romanticismo se encuentran aquí, la naturaleza del artista, la importancia de la
naturaleza exterior y el papel de la imaginación, la emoción y los detalles en el arte. La primera
sección define la naturaleza del gran arte para eliminar las contradicciones aparentes entre los
volúmenes primero y segundo que había creado al alabar a Giotto y a Fray Angélico en el
volumen II. En concreto, su exaltación de los Primitivos italianos parece inconsistente con sus
exigencias tempranas de que la pintura debía exhibir un conocimiento detallado de la
naturaleza exterior. Ruskin salva la dificultad explicando que divide «el arte de la época
cristiana en dos grandes grupos, el simbólico y el imitativo» (5.262), y aclara que sus
reivindicaciones sobre la exactitud de la representación del mundo exterior sólo aluden al arte
imitativo.
Más adelante Ruskin investiga la naturaleza de la grandeza en el arte y rechaza la teoría
neoclásica de Reynolds por la cual un gran estilo se basa en la imitación de la bella naturaleza
o idealización de la misma según ciertas reglas. A través de su escritura saturada de una
desconfianza romántica por las reglas prescriptivas, ofrece una fórmula para la grandeza que
es esencialmente un retrato psicológico del artista dado que se fundamenta sobre cuatro
elementos: el tema noble (que el artista debe instintivamente amar), el amor por la belleza, la
sinceridad y el tratamiento imaginativo. Su discusión sobre la emergencia de la pintura
paisajística, la segunda preocupación principal de Ruskin en este volumen, surgió también por
haber incluido de modo un tanto inesperado el arte italiano. Una vez iniciada la defensa de
Turner, un maestro del paisaje, Ruskin se sintió obligado a informar a su lector del surgimiento
del arte paisajístico. Considera las actitudes clásicas, medievales, y modernas hacia la
naturaleza exterior para ilustrar el origen del sentimiento paisajístico, el cual argumenta ser
[12/13] un desarrollo peculiarmente moderno y una parte más general «del amor romántico por
la belleza, forzado a buscar en la historia, y en la naturaleza exterior, la satisfacción que no
puede encontrar en la vida ordinaria» (5.326).
En este contexto Ruskin introduce su famoso concepto crítico de la falacia patética (o
emocional), cuya presencia separa el trabajo romántico y el posterior de las creaciones de
Homero y Dante. Según Ruskin, las distorsiones expresionistas del poeta moderno comunican
exitosamente una visión subjetiva o fenomenológica del mundo a expensas de la percepción
equilibrada del mundo que caracteriza a los escritores de la primera y absoluta categoría.
Como puntualiza, los poetas y los novelistas que recurren a las distorsiones emocionales de la
falacia patética para dramatizar los estados y las experiencias mentales de un personaje o
narrador en primera persona usan adecuadamente esta técnica, pero cuando un autor en
primera persona presenta una visión distorsionada del universo, abona un terreno
desequilibrado, característico de la literatura romántica.
El cuarto volumen, publicado el mismo año que el tercero, se inaugura con una discusión de lo
pintoresco en Turner y de lo pintoresco en general, que son las categorías estéticas
específicamente relacionadas con el crecimiento del arte paisajístico. Tras secciones sobre la
geología de la forma montañosa, el volumen se cierra con un examen de la influencia del
entorno montañoso sobre las vidas de los hombres.
El quinto volumen (1860) se inicia con secciones sobre la belleza de las hojas y de las nubes
que son segundos viajes a través del terreno ya abarcado en el primer volumen. Después le
sigue una discusión de la relación formal o de la composición: «El mejor modo de definir a la
composición es hacerlo como la ayuda recibida por todo lo circundante dentro de la pintura»
(7.205). Esta noción de la ayuda es central en la teoría del arte de Ruskin, como lo fue en sus
teorías sobre la economía política y se detiene en ella en profundidad, comentando al lector
que «la ley primera y la más elevada del universo, y el otro nombre de la vida, es, por tanto, 'la
ayuda'» (7.207). De modo que la composición es la creación de una interrelación orgánica
entre los elementos formales de una obra de arte. [13/14] Ruskin demuestra así, mediante
análisis brillantes de las composiciones pictóricas de Turner, que este artista fue un maestro de
este aspecto del arte pictórico.
La relación del arte con la vida, uno de los intereses más importantes de Ruskin a lo largo de
Pintores modernos y de sus obras sobre la arquitectura, constituye el corazón de la sección
«La invención espiritual». Sugiere que ha comenzado a variar su atención primordial de los
problemas del arte a los de la sociedad en el momento en que los siguientes capítulos
relacionan al arte con la falta de esperanza humana que Ruskin cree ser una consecuencia de
la Reforma. Según él, tras la Reforma, cuando los hombres por primera vez perdieron su firme
creencia en la vida del más allá, se vieron incapaces de lograr la paz de espíritu o de morir
esperanzadoramente por lo que debate sobre cuatro pares de artistas excelsos para mostrar el
efecto de la creencia o de la carencia de la misma sobre su arte: Salvador y Durero, Claude y
Poussin, Wouverman y Fray Angélico, Giorgiano y Turner. Después de que Ruskin evidencia
el contexto en el que la mente de Turner tomó forma, consagra un capítulo a la interpretación
detallada de dos obras que representan la fe del artista y de Inglaterra. Estas pinturas, Apolo y
Pitón y El jardín de las Hespérides revelan la fascinación de Turner por la destrucción de la
belleza y su consecuente ausencia de esperanza, cuya causa subyace en la naturaleza de la
época, una época que ni cree en el hombre ni en Dios y que deja a los grandes hombres morir
aislados y desesperados.
En su siguiente obra, Hasta que esto dure, completada el mismo año que el volumen final de
Pintores modernos, Ruskin se volvió para atacar el sistema económico que pensaba que
producía tal desesperación así como las relaciones inhumanas entre los hombres en la
sociedad. Hasta que esto dure, cuyos cuatro capítulos aparecieron por primera vez en 1860
como artículos en la revista literaria Cornhill, de la cual Thackeray era entonces el editor,
consolida la posición política de Ruskin que había estado evolucionando durante la década
previa y propone las ideas que continuarían avanzando en Munera Pulveris (1862-3), La
corona de olivo silvestre (1866), Tiempo y marea (1867), y Fors Clavigera (1871-84). La mayor
parte de los lectores contemporáneos encontraron que tanto la actitud general de Ruskin como
sus propuestas específicas eran tan escandalosas que concluyeron con que debía estar
completamente loco. Hoy, estas propuestas políticas, como su énfasis en la responsabilidad
comunal, la dignidad del trabajo, y la calidad de vida, han tenido tanta influencia que han
dejado de parecer particularmente novedosas. Al comienzo de Hasta que esto dure, como en
Pintores modernos, Ruskin confronta a los supuestos expertos y niega la relevancia de sus
ideas. Mientras que los economistas clásicos continuaban asumiendo que los hombres siempre
sobreviven en condiciones de escasez, Ruskin, que se dio cuenta de que las nuevas
condiciones de producción y de distribución exigían una nueva economía política, argumentó
que sus contemporáneos de hecho existían en condiciones de abundancia y que por tanto, las
antiguas nociones de Malthus, Ricardo, Mill, y de otros eran simplemente irrelevantes. Según
él, entonces, «la verdadera ciencia de la economía política, que todavía debe distinguirse de la
ciencia bastarda, como la medicina de la brujería, y la astronomía de la astrología, es la que
enseña a las naciones a desear y a trabajar por las cosas que fomentan la vida y que les
enseña a despreciar y a destrozar las cosas que llevan a la destrucción».
En las próximas páginas propongo dirigir la mirada a las interpretaciones de Ruskin sobre el
arte, la sociedad y su propia vida. El primer tipo de interpretación que Ruskin emprendió
focaliza sobre Turner. Al principio, simplemente desea explicar el arte de Turner en el contexto
de los ataques abusivos de los críticos contemporáneos y, pagando con la misma moneda a
éstos, mostrar a sus lectores cómo apreciar al gran artista, que es insuficientemente apreciado
entre ellos. Rápidamente este proyecto se clarificó como una lección a la hora de interpretar la
percepción y por tanto, como un ejercicio a la hora de practicar el modo correcto e intenso de
apreciar el arte y el mundo circundante.
Ruskin, que evolucionó de ser un aficionado inteligente a un crítico polémico y un teórico del
arte, siguió desarrollándose a partir de ahí en un místico victoriano, es decir, en un profeta
secular que tomó a toda la sociedad como su parcela. A lo largo de su carrera siguió creando
polémica y continuó igualmente preocupado por hacer las interpretaciones necesarias para la
salud cultural, espiritual y moral de su audiencia. Estas interpretaciones tendenciosas [15/16] y
polémicas tuvieron constantemente unas miras más amplias que casi siempre incluyeron las
parábolas ruskinianas de la percepción en las que instruye al lector ejemplificando cómo
experimentar los hechos y el significado, la forma y el contenido.
Tal energía en la interpretación siguió siendo una constante en la carrera de Ruskin, a pesar de
que muchos cambios que acontecieron a medida que aprendió más sobre el arte y la sociedad,
le llevaron a perder su fe religiosa y a encontrarse tanto con la adulación como con la
incomprensión. Sin embargo, no se debe enfatizar el grado de cambio o de inconsistencia en la
complejidad de su pensamiento, dado que con frecuencia los asuntos en vigor resultan ser más
una cuestión de énfasis modificado que un desarrollo completamente nuevo. Por ejemplo,
quizá el cambio de interés más obvio y aparentemente radical de Ruskin aparezca en su
evolución desde crítico del arte hasta crítico de la sociedad. Pero incluso este nuevo y ferviente
interés en la economía política no termina por ser una desviación radical como en un principio
puede parecerlo. No sólo Ruskin nunca dejó de escribir sobre el arte sino que también desde
siempre se sintió implicado en los efectos del arte sobre su audiencia. Asimismo, a medida que
Ruskin se desvía progresivamente del arte visual al visionario, o de la estética a las lecturas
iconográficas del arte, éstos son giros de énfasis anunciados en el volumen inaugural de
Pintores modernos, donde constata que debatirá sobre ideas acerca de la verdad, la belleza y
la relación a la hora de exponer el arte de Turner y el de sus contemporáneos. Ruskin por fin
cumple con el anunciado plan, pero a menudo cambia de rumbo.
Sin embargo, a través de su complejo desarrollo, su afán por educar a sus contemporáneos
acerca de los proyectos seminales, crucialmente relacionados de observar y de comprender el
mundo, prevaleció como la tónica. La interpretación ruskiniana, bien del arte o de la sociedad,
asume numerosas materias como interés. Por un lado, se fusiona sutilmente con la vista y la
percepción al natural, y por otro, se funde con la definición, el producto (y proyecto) del análisis
intelectual. Como filósofo victoriano, Ruskin es en primer lugar y fundamentalmente un
exegeta, un intérprete y un definidor de lo real y, en los volúmenes iniciales de Pintores
modernos, este proyecto crítico toma diversas formas. En primer lugar, propone hacernos ver
todos los hechos hermosos de la naturaleza que la negligencia y las convenciones artísticas
inadecuadas han impedido que percibamos. Para permitirnos apreciar sus sublimes poderes,
Ruskin confía en sus pinturas verbales, que comunican la experiencia de su intenso encuentro
con el mundo visual.
Al mismo tiempo que Ruskin dibuja así a sus lectores tales fábulas sobre la percepción que
para él interpretan la experiencia en bruto, formula también un marco teórico para argumentar
que el arte que comunica tales experiencias sublimes supone un gran avance para el trabajo
de los antiguos maestros. En este punto, las formulaciones filosóficas de los términos clave del
discurso asumen la forma apropiada de las explicaciones precisas de aquellos conceptos
básicos para el arte del pintor y del crítico, tales como «color», «tono», «belleza», «imitación» y
«gusto». Simultáneamente, Ruskin, que propone la explicación de la superioridad de la pintura
paisajística moderna con respecto a los maestros de los siglos XVI y XVII, comienza desde un
principio a definir y a interpretar los amplios movimientos dentro del arte y su relación con la
historia extensiva de la cultura, la política y la religión. Su discusión sobre la caída de una gran
cultura en Las piedras de Venecia, la emergencia del arte paisajístico en el tercer volumen de
Pintores modernos y el significado de los pintoresco en el cuarto volumen susodicha obra
ejemplifican la amplitud de tal interpretación cultural. A medida que se vuelca en la crítica de la
sociedad, esta inquietud conjunta por definir las nociones determinantes e interpretar los
fenómenos cruciales, sigue siendo una constante. Por lo tanto, desde un punto de vista, todo lo
que Ruskin hace cuando desplaza considerablemente su atención del arte a la sociedad es
simplemente utilizar el grueso del mismo énfasis en una nueva área.
En trabajos posteriores, sin embargo, la aplicación de esta tendencia interpretativa tiene a
menudo un tono muy diferente porque la temática de su investigación, como foco de semejante
debate, aparece con una mayor carga emocional, llena de peligro. Además, cuando Ruskin
debate sobre el significado de lo gótico o sobre el verdadero significado de lo pintoresco, la
mayoría de sus lectores contemporáneos no ven ninguna amenaza en tales cuestiones. En sus
primeros trabajos, particularmente en Pintores modernos y en Las siete lámparas de la
arquitectura, se comprometió a prolongar la apreciación y la comprensión, y a crear una
audiencia para la pintura y la arquitectura de modo que una gran parte de su pretendida
audiencia se entregó rápidamente en las manos de Ruskin. Para ellos, su asertividad y su
retórica florecen, mientras que el desagrado confeso de la opinión de los críticos profesionales
sólo gustó a la mayoría. En cambio, cuando comenzó a discutir sobre la economía política, un
proyecto claramente anticipado en la discusión de 1853 sobre «La naturaleza de lo gótico»
dentro de Las piedras de Venecia, Ruskin se enfrentó mordazmente a su audiencia y a sus
creencias. No sólo escribió esperando una colisión, sino que escribió sucesivamente para
asegurarse tal enfrentamiento. Por supuesto, después de decidir tal enfoque explícitamente
contencioso y hostil contra las convicciones fundamentales de su audiencia sobre las verdades
económicas y políticas, Ruskin exhibió hábilmente una amplia gama de estrategias retóricas
que, de cara a esta hostilidad, podían ganarse la indulgencia y la aceptación eventual de su
audiencia. Las futuras aplicaciones de su habilidad exegética aparecen en el contexto de temas
o inquietudes que resultan tanto sorprendentes como incluso insultantes. Mientras que las
materias anteriores sobre la interpretación, las pinturas individuales, los latos movimientos
culturales o los intereses abstractos, constituyeron las disciplinas indiscutibles para tal
empresa, los temas exegéticos de las obras posteriores impactan más al lector.
Tal agresividad, sin embargo, no determina su autobiografía, Praeterita, el último de los
trabajos de Ruskin y el último que examinaremos. Aunque su tono amable y marcadamente
ausente de polémica separa a Praeterita prácticamente del resto de su prosa, sus citas sobre la
experiencia personal siguen siendo permanentes a lo largo de su infinita carrera. Sus
comparaciones en el primer volumen de Pintores modernos de su experiencia de La Riccia con
las pinturas de Claude sobre ella, su experiencia de La Anunciación de Tintoretto en el
segundo, y su narración similar de la experiencia del paisaje en Las siete lámparas de la
arquitectura (1849) y de Venecia y sus alrededores en Las piedras de Venecia (1851-53) se
emparejan con sus numerosas experiencias personales en las obras sobre economía política.
«Tráfico», por ejemplo, se inspira en su encuentro con el anuncio de un escaparate que
observó mientras caminaba, y sus otras obras presentan sus [18/19] percepciones personales
del mundo contemporáneo, ocasionalmente con la forma de citas extraídas de sus cartas o
diarios. En Praeterita, que surgió de los capítulos autobiográficos de Fors Clavigera, sus cartas
a los trabajadores de Inglaterra, también recurre a sus pinturas verbales características y a la
dramatización de la experiencia del significado para crear una nueva forma de auto-historia. Al
final, Ruskin, que demostró ser un intérprete tan brillante del arte y de la sociedad, se confirma
como uno de los autobiógrafos más colosales e inusuales.

PINTOR DE PALABRAS
A lo largo de sus obras, Ruskin se compromete a hacernos ver y a comprender mejor dos
operaciones que considera íntimamente e incluso esencialmente relacionadas. Cuando otros
escritores utilizaban los términos «pensar» y «concebir», él recurría a la terminología visual, y
cuando se espera encontrar las palabras «comprender», «captar», o «pensar», él sin embargo
encuentra «observar». Las afirmaciones teóricas de Ruskin, sus cartas y sus diarios, todos
dejan suficientemente claro que asumió que numerosos procesos psicológicos, generalmente
considerados abstractos, eran visuales y que operaban a través de las imágenes visuales.
Tales conjeturas explican ampliamente la adherencia un tanto anacrónica de Ruskin a la teoría
de la imaginación visual que Hobbes, Locke, Addison y Johnson sostenían, una visión cuya
popularidad procedente de Sobre lo sublime de Burke (1757) había mermado
considerablemente durante la segunda mitad del siglo XVIII. Estas suposiciones también
sugieren la enorme percepción de Ruskin sobre la naturaleza y el significado de las imágenes
alegóricas. Él creía que la mayoría de las abstracciones, de hecho, eran primigeniamente
formuladas mítica o simbólicamente, y que sólo posteriormente la razón consciente jugaba su
parte.
Por lo tanto, él cree que toda la verdad se comprende visualmente, y a este axioma añade el
corolario de que para aprender cualquier cosa, uno debe experimentarla y verla por sí mismo.
En el corazón de las teorías estéticas de Ruskin, de su crítica práctica y de sus instrucciones a
los jóvenes artistas subyace la convicción sincera de que sólo se pueden aprender y saber las
cosas si uno las experimenta de primera mano. Susodicho énfasis podría parecer
particularmente paradójico en la obra de un crítico como Ruskin tan comprometido,
especialmente en su carrera posterior, con el arte alegórico y simbólico. Pero incluso en
relación con tales modos simbólicos, Ruskin, que combina las epistemologías visuales y
visionarias, no ve ningún conflicto. Como deja claro en su discusión sobre la psicología artística
y la imaginería simbólica, cree que tanto las verdades visuales como visionarias son cuestiones
de experiencia directa, dado que, según él, son el único vehículo por el que realmente se
encuentran estas verdades. En otras palabras, cree que las más grandes verdades morales y
espirituales se aparecen, y siempre se han aparecido, a la humanidad simbólicamente, de tal
manera que mientras las verdades visuales surgen en el mundo exterior y las visionarias en el
interior de la mente, ambas son parcela de la experiencia personal. Para Ruskin, entonces, el
hecho de que sólo se aprendan verdaderamente las cosas, en concreto las ideas,
experimentándolas simultáneamente explica el valor humano del arte simbólico y visionario, así
como su propia pintura verbal y su realismo pictórico.
Para Ruskin, la principal justificación del realismo como estilo artístico reside por tanto en su
capacidad para forzar al artista a educar su vista y su mano. Tal concepción ruskiniana del
realismo como autodidactismo suministra la justificación última de su famoso, aunque
enormemente mal interpretado, requerimiento a los jóvenes artistas, «acercaos a la naturaleza
con toda la pureza del corazón, y caminad con ella afanosa y confiadamente, sin otros
pensamientos que los de cómo penetrar su significado del mejor modo, y recordad sus
instrucciones; sin rechazar nada, seleccionar nada y despreciar nada . . . siempre
regocijándoos en la verdad». Muchos lectores se han preguntado cómo Ruskin, que había
comenzado Pintores modernos para hacer proselitismo de las últimas obras de Turner acerca
de la niebla, la lluvia turbulenta y de los colores fantásticos, podía haber finalizado su volumen
con tales instrucciones aparentemente contradictorias para el artista contemporáneo. ¿Fueron
los orígenes polémicos de su obra los que le desviaron? Como a menudo Ruskin nos recuerda
en el curso de su volumen inaugural, defiende el profundo conocimiento de Turner sobre el
hecho visual precisamente porque los críticos de Blackwood y The Times habían atacado las
obras del gran artista por ser «incomparables con la naturaleza». El prefacio de 1844 del primer
volumen de Pintores modernos explica así: «Durante muchos años no hemos escuchado nada
relativo a los trabajos de Turner salvo acusaciones de su falta de veracidad. Para cada
observación sobre el poder, lo sublime o la belleza, sólo ha existido una respuesta: no son
como la naturaleza. Por lo tanto, yo doy a los críticos una cucharada de su misma medicina, y
demuestro mediante la investigación exhaustiva de los hechos reales que Turner es como la
naturaleza y que sus pinturas son más próximas a la naturaleza de las de cualquier hombre
que haya existido jamás». ¿El deseo comprensible de Ruskin por mostrar a los críticos, que tan
duramente habían tratado a su ídolo artístico, le alejó tanto de sus intenciones originales como
para olvidarse totalmente de defender las obras de Turner de la década de 1840?
Como suele ser el caso con Ruskin, la solución a esta incoherencia notablemente grosera se
aprecia rápidamente en el momento en que se observa detenidamente el contexto en el que
surge. Aquí Ruskin sin lugar a dudas no aspira a que todo el arte sublime asuma la forma de
las transcripciones realistas del hecho visual. Incluso no dirige sus comentarios a los artistas
maduros. Más bien, se dirige al estudiante, al principiante, enfatizando que «no se debería
tolerar nada a los jóvenes artistas salvo la imitación bona fide de la naturaleza. No tienen nada
que hacer en la parodia de la ejecución de los maestros . . . Su deber no es ni elegir, ni
componer, ni imaginar, ni experimentar, sino ser humildes y afanarse por seguir los pasos de la
naturaleza, trazando el dedo de Dios». Aunque Ruskin (y los editores de la Edición para
biblioteca) advierten que él mismo lanza sus comentarios para los estudiantes principiantes, los
lectores con frecuencia le han tergiversado y pensado que aquí, estaba adelantando una
aseveración sobre la superioridad artística del naturalismo fotográfico extremo como estilo
pictórico. Es más, inmediatamente después de dar estas instrucciones a los neófitos, Ruskin
añade que cuando la experiencia visual haya alimentado «la mano, la vista y la imaginación»
de los jóvenes artistas, «les seguiremos a donde quiera que elijan encaminarse . . . Son por lo
tanto nuestros maestros, y aptos para serlo». Dicho de otro modo, para pintar como Turner, o
incluso para pintar un arte diferente que pudiera rivalizar con el suyo, uno debe primero
comenzar por entrenar su vista y su mano. Sin embargo, uno no puede estancarse en esta fase
de adiestramiento.
Ruskin hizo tales recomendaciones porque creía firmemente que «la imaginación debe nutrirse
constantemente de la naturaleza exterior» o, como lo expresó en términos un tanto
divergentes: «Denomino a la representación de hechos el primer final, porque es necesario
para lo siguiente y debe lograrse antes. Es la fundación de todo arte, y al igual que los
cimientos, puede pensarse poco en ello cuando una brillante fábrica se levanta sobre esto,
pero debe estar allí». Tal concepción del desarrollo artístico, en la que el arte simbólico o
incluso visionario se ve como un crecimiento a partir de lo visual, explica cómo Ruskin pudo
vincular su defensa de Turner con la de los prerrafaelitas, que por aquel entonces estaban
pintando composiciones superficiales y estáticas en un realismo fronterizo. Su actitud hacia los
miembros de la Hermandad prerrafaelita se resume en sus enunciados; aunque no fueron
capaces de lograr un arte de la calidad de Turner, eran principiantes en el camino correcto.
Como explica en el Addenda de su conferencia «El Prerrafaelismo» (1854):
Es cierto que mientras los prerrafaelitas sólo pinten a partir de la naturaleza,
independientemente de que sea cuidadosamente seleccionada y agrupada, sus pinturas nunca
podrán tener el carácter de las composiciones más excelsas. Pero, por otro lado, las
clasificaciones superficiales y convencionales que los artistas actuales comúnmente etiquetan
como «composiciones», se encuentran tan infinitamente lejos del gran arte como el trabajo más
paciente de los prerrafaelitas. Esta obra es, incluso en su forma más humilde, un cimiento
sólido, capaz de generar una superestructura infinita, una realidad de valor verdadero, llegue a
donde llegue, mientras que los efectos artísticos comunes y sus agrupaciones constituyen un
esfuerzo vano de una superestructura carente de fundamento.
Ruskin hace del conocimiento personalmente logrado del hecho visual el fundamento de su
teoría artística porque cree que sólo intentando capturar el mundo exterior bajo la forma y el
color, el pintor puede siempre aprender a aprehenderlo. Igual que E. H. Gombrich, sostiene que
vemos lo que pintamos con más probabilidad que pintamos lo que vemos. Ruskin enfatiza que
debido a que somos espectadores del mundo por medio de las convenciones, los artistas
tienen especiales problemas a la hora de ver de nuevo el mundo por sí mismos, puesto que
deben liberarse tanto de las convenciones diarias acerca de lo que ven como de las
representaciones artísticas. Según él, sus contemporáneos victorianos «permiten, o incluso
empujan a los pintores y a los escultores a trabajar principalmente respetando las reglas, y a
alterar sus modelos para encajarlos en sus nociones preconcebidas de lo que es verdadero».
El triste resultado de tales reglas es que «cuando estos artistas observan una cara, no le
otorgan la atención necesaria para discernir qué tipo de belleza está presente en sus rasgos
peculiares, sino que simplemente miran de qué mejor modo podría transmutarse en algo para
lo que ellos mismos hubieran establecido las leyes. La naturaleza nunca desvela su belleza a
tal mirada». Además, los efectos de estas reglas creadas tan intelectualmente no se detienen
en la obra de arte y en el artista que las produce, dado que el efecto no deja de ser «nocivo en
la mente del observador general. El amante de la belleza ideal, con todas sus concepciones
limitadas por las reglas, nunca examina con suficiente cuidado los rasgos que no se someten a
su ley . . . para discernir su belleza interior». Las convenciones culturales no sólo enseñan al
espectador a juzgar las pinturas según un parámetro falso que evita su disfrute de las nuevas
bellezas, sino que también le enseñan a percibir, o a percibir erróneamente, el mundo
circundante, aminorando así tanto su placer como su conocimiento. Ruskin que aquí anticipa el
trabajo de Gombrich, siempre insiste en que el arte proporciona el vocabulario visual con el que
la gente puede confrontar el mundo de alrededor y por medio del cual puede experimentarlo.
En este sentido, señala por ejemplo que «con lo poco que en general la gente se preocupa por
el arte, la mayoría de sus ideas sobre el cielo proceden de las pinturas más que de la realidad,
y si pudiéramos examinar la concepción que se forma en la mentalidad de las personas más
educadas cuando hablamos de las nubes, con frecuencia se compondría de los fragmentos de
recuerdos azules y blancos de los antiguos maestros». En consecuencia, para Ruskin, tanto el
artista como la audiencia deben aprender a percibir con ojos inocentes, olvidando lo que se
supone que algo debe parecer e intentando apreciarlo sin las convenciones de un vocabulario
visual. Afortunadamente, una de las barreras más grandes para el nuevo conocimiento, la
nueva experiencia del mundo, es que la gente ve lo que piensa que sabe que está allí en vez
de ver lo que se halla delante. Como apunta en Alegría perpetua (1857), «una de las peores
enfermedades a las que el ser humano es propenso es la enfermedad del pensamiento. Si
simplemente pudiera mirar algo en vez de pensar lo que debe ser . . . todos nosotros nos
entenderíamos mejor».
Se puede destacar que Ruskin es uno de los pocos críticos y teóricos en la historia del arte
occidental que han otorgado la debida importancia al papel tanto del pensamiento visual como
al acto físico de dibujar o pintar como herramienta de conocimiento. Sus teorías estéticas se
relacionan aquí importantemente con sus opiniones políticas porque su reconocimiento de la
conexión esencial que une el trabajo de la vista, de la mano y de la mente dentro del proceso
artístico le conduce a enfatizar la dignidad esencial del trabajo. Como argumenta en Las
piedras de Venecia, «sólo mediante el trabajo, el pensamiento puede volverse saludable, y sólo
mediante el pensamiento ese trabajo puede llenarse de felicidad; ambos no se pueden separar
impunemente». Según él, la pintura contemporánea, al igual que la arquitectura renacentista y
la mano moderna de las fábricas, separó el trabajo del pensamiento y pagó por ello un alto
precio.
Ruskin, cuya experiencia personal le convenció de que sólo se pueden agudizar las
percepciones sobre el mundo exterior intentando dibujarlo, corrigieron ventajosamente su
teoría anterior del arte. Concretamente, se intentó que la noción de ut pictura poesis,
consistente en que la pintura y la literatura eran artes hermanadas poseedoras de numerosos
propósitos y cualidades similares, elevara la degradada condición de las artes visuales
enfatizando la naturaleza intelectual del acto artístico. Los escritores, como Reynolds, que
trabajaban con un vocabulario restringido que les permitía solamente distinguir entre el trabajo
manual y el intelectual, inevitablemente prestaron escasa atención a las partes físicas y pre-
conscientes del proceso artístico. Cuando Ruskin crea la versión romántica de la estética de las
artes hermanadas, reemplaza la gran distinción académica entre el arte intelectual y mecánico
por la distinción que enfatiza una tercera facultad, la imaginación. De este modo, evita la
necesidad de ver al arte o bien como una imitación puramente mecánica o como una creación
intelectual. Según Ruskin, el artista que generaliza por medio de las convenciones, fracasa a la
hora de contactar con la naturaleza y la belleza, y como consecuencia, su arte se atrofia. Por lo
tanto insiste en que: «La generalización, como comúnmente se entiende esta palabra, es el
acto de una mente vulgar, incapaz e irreflexiva. Ver en todas las montañas nada más que
montones similares de tierra, en todas las rocas nada más que aglomeraciones de material
sólido, en todos los árboles, nada más que similares acumulaciones de hojas, es sintomático
de la ausencia de sentimientos elevados o de la amplitud de pensamientos». Ruskin no desea,
en mayor grado que Reynolds, que el arte transcriba mecánicamente la naturaleza, sino que
recalca que el acto de la generalización, a diferencia de como se entiende comúnmente, debe
ser instintivo, inconsciente e imaginativo y debe prepararse durante años de aprendizaje para
ver a través de la habilidad manual y de la capacidad artística.
En El Prerrafaelismo (1851) que argumenta que todo el arte superior deriva del aprendizaje del
artista para ver por sí mismo, Ruskin acusa a sus contemporáneos de reprimir y corromper a
los jóvenes artistas, forzándoles a someterse a unos ideales basados en convenciones y
generalizaciones:
Con toda probabilidad comenzamos diciendo al joven de quince o dieciséis años que la
naturaleza está cargada de faltas, y que es su deber mejorarla, pero que Rafael es la
perfección y que cuanto más le imite, más le engrandecerá; que después de mucho copiar a
Rafael, debe probar lo que puede hacer por sí mismo dentro del estilo rafaelita, pero ahora se
tratará de originalidad, es decir, debe intentar componer algo brillante que proceda de su propia
cabeza, pero aún así, esta composición brillante debe someterse adecuadamente a las reglas
rafaelitas, de modo que incorpore una luz principal que ocupe la séptima parte de su espacio y
una sombra principal que abarque un tercio del mismo; que en la pintura las cabezas de dos
personas no se giren hacia el mismo lado, y que todos los personajes representados posean
una belleza ideal del orden más excelso, belleza ideal conformada en parte por un perfil de
nariz griego, y que en parte sus proporciones se expresen en fracciones decimales entre los
labios y la barbilla, pero en su mayoría a través de ese grado de perfección con el que el joven
de dieciséis años obsequia al trabajo de Dios en general. Esto que digo es el tipo de
enseñanza que mediante diversos canales, conferencias de la Academia real, críticas en
prensa, entusiasmo público, sin olvidar ¡el peso sólido del oro!, impartimos a nuestros jóvenes.
¡Y encima nos sorprendemos de que carezcamos de artistas!
Ruskin menosprecia el ideal neoclásico porque, situando al hombre en una relación orgullosa y
falsa con la naturaleza, limita en vez de intensificar la visión. En particular, cree que tal
persecución prematura hacia un ideal impide que el joven artista aprenda a ver por sí mismo. Y
como Ruskin enfatiza en El Prerrafaelismo (1851), ver por uno mismo es el fundamento de todo
el gran arte: «todo gran hombre pinta lo que ve . . . Y así, el Prerrafaelismo, el Rafaelismo y el
Turnerismo forman todos parte de la misma unicidad, en tanto en cuanto la educación les
puede influenciar». Aunque hombres muy diferentes pueden utilizar sus habilidades para crear
tipos disimilares de arte, son sin embargo, «todos lo mismo en este aspecto, en que el propio
Rafael, en la medida en que fue colosal, y todos los que le precedieron o siguieron que en
algún momento fueron igual de colosales, llegaron a serlo retratando las verdades circundantes
tal y como se aparecieron ante la mente de cada individuo, no como se les había enseñado a
verlas, a excepción del Dios que creó tanto a Rafael como a estos otros».
Además, al igual que muchos escritores renacentistas de arte, Ruskin sostiene que la
proporción, el diseño y la composición artística respetan las leyes naturales. Pero, por
oposición a estos teóricos tempranos del arte, no acepta la reducción de tales leyes a unas
pocas reglas o proporciones centrales, tales como el término medio. De modo que Ruskin
defiende, una vez más, que el único medio por el cual el artista puede aprender o bien a
percibir la belleza o a componer pinturas es confrontando la naturaleza en el acto de la
representación. Como explica en Alegría perpetua (1857): »Un estudiante que puede plasmar
con precisión los puntos cardinales del ala de un pájaro, extendidas en cualquier posición fija, y
puede después dibujar las curvas de sus plumas individuales sin error mensurable, ha
avanzado más hacia el poder de comprensión del diseño de los grandes maestros que leyendo
múltiples volúmenes de crítica, o pasando un montón de meses examinando
indisciplinadamente las obras de arte». El intento por capturar las bellezas de la naturaleza en
el dibujo o en la pintura, agudiza las percepciones tanto de la natura como del arte.
Las tentativas de Ruskin por enseñar a sus contemporáneos cómo ver, no se detienen con los
pronunciamientos teóricos que efectúa a lo largo de sus escritos. Estas teorías, que
proporcionan los cimientos de toda su empresa crítica, pretenden derrotar a los oponentes de
Turner para convencer a sus otros lectores de que Ruskin le defiende de un modo obviamente
racional, así como rogar a los jóvenes artistas, tanto profesionales como aficionados, a forjar
una relación viva con el mundo. Idealmente, Ruskin quiere que cada lector pruebe sus ideas
esforzándose en dibujar la variedad infinita de la propia naturaleza, y de hecho escribió Los
elementos de la pintura (1857) para promover tal deseo. Sin embargo, dándose cuenta de que
sólo convencería a la mayoría de los lectores por medio de sus argumentos verbales, Ruskin
usa el inmenso don de la pintura verbal para facilitar a sus lectores la clase de relación visual
con el mundo que le gustaría que desarrollasen.
La pintura verbal de Ruskin, su técnica característicamente educativa y satírica presente en sus
primeras obras, asume una forma triple, cada una más compleja que la última. Para empezar,
hace uso de lo que podríamos denominar un estilo aditivo, en el que describe una serie de
detalles visuales uno tras otro. Por ejemplo, cuando en el primer volumen de Pintores
modernos ilustra el modo tan efectivo que tiene Turner de pintar el agua, lo hace desgajando
sus análisis en varios hechos visuales. Así señala en primer lugar que Turner representa
correctamente la energía del océano encolerizado, utilizando tanto la dimensión como la altura
de las olas: »Es la anchura de su masa y no la altura la que proporciona todo el tamaño y la
sublimidad de la naturaleza. Y Turner, persiguiéndola en sus líneas arrolladoras, sin perder la
elevación de su oleaje, le agrega un poder diez veces superior» . A continuación, ensalza el
efecto del peso que Turner ha logrado crear: »No encontramos una línea cortante, saltarina y
elástica, ningún brinco o cabriola en las olas; ésa es la característica de de Chelsea Reach o
de Hampstead Ponds durante una tormenta, sino que el oleaje rueda y se sumerge, abatiendo
y lanzando su masa contra la orilla de tal manera que nos hace sentir que, por debajo de esta
masa, las rocas convulsionan». En este punto, tras desplazarse lentamente desde el análisis
abstracto hasta la descripción general y después, a la descripción de un acontecimiento
específico, nos sitúa dentro de las energías descritas. Inmediatamente después, añade otra
«impresión» cuando nos da la instrucción de »observar cómo comparativamente el viento
apenas las rompe: por encima del bosque flotante, y a lo largo de la orilla, no hallamos ninguna
indicación de una línea de espuma rota, sino que es una mera franja en la cordillera del oleaje
que no interfiere en su cuerpo gigantesco. El viento no tiene poder sobre su tremenda unidad
de fuerza y peso». Mientras que anteriormente en este pasaje Ruskin simplemente había
mencionado los diversos hechos visuales que el arte de Turner registraba con fidelidad, ahora
nos desplaza sutilmente al mundo de estos hechos, buscando que sus lectores vean con
mayor precisión, y aprecien el tipo de fenómeno que de otro modo no habrían encarado o
percibido en absoluto. Ruskin concluye este fragmento de su descripción apuntando otro factor
más, recogido en la pintura de Turner, tras lo cual hace notar sus implicaciones. A pesar de
que este pasaje ha girado de una discusión de las cualidades abstractas a una descripción de
sus encarnaciones específicas, Ruskin no considera por el hecho de examinar tan
detenidamente la obra de Turner, que sea necesario crear un espacio completamente
imaginario. Aunque es más complejo que la mayoría de los otros ejemplos de su estilo aditivo,
este pasaje prosigue característicamente aglutinando un conjunto de circunstancias
observadas a las previamente mencionadas.
El contrario, esta segunda forma de pintura verbal evoluciona creando una escena dramática
ante nosotros, tras lo cual centra nuestra atención en un único elemento que se mueve por
todo el espacio que evoca mediante el lenguaje. Por ejemplo, cuando escribe sobre las nubes
de lluvia, Ruskin explica cómo primero se forman y luego se trasladan en relación a la tierra
que está debajo; por último, como el predicador evangélico y el poeta romántico, cita su propia
experiencia:
Recuerdo que en una ocasión, mientras cruzaba el monte Tete Noire y subía el valle hacia
Trient, me percaté de que en el Glaciar de Trient había un trozo de nieve con forma de nube
cargada de lluvia. Con el viento del Oeste, continuó hacia Col de Balme, seguida de una larga
guirnalda de vapor que siempre se modelaba exactamente en el mismo punto sobre el glaciar.
Esta alargada línea de nubes parecida a una serpiente avanzó a gran velocidad hasta que
alcanzó el valle alzándose desde Col de Balme para descender por las rocas de pizarra del
Croix de Fer. Allí, se giró bruscamente y bajó por este valle mediante ángulos rectos con
respecto a su progreso anterior y finalmente de modo contrario, llegó a disminuir a quinientos
pies del pueblo donde desapareció, siempre con su rastro por detrás y siempre
desvaneciéndose en el mismo punto. Esto se prolongó durante media hora durante la cual la
línea infinita describía la curva de la herradura de un caballo que constantemente afloraba a la
existencia y se esfumaba, idénticamente en los mismos lugares, atravesando el espacio
intermedio con una celeridad impresionante. Esta nube, a una distancia de mil millas, habría
parecido una corona totalmente inmutable que con forma de herradura pendía sobre las
colinas.
Ruskin nos sitúa así delante de esta escena en los Alpes, permitiéndonos observar el
movimiento de un único elemento dentro de ella. Después de concluir con su examen de la
nube en movimiento, va más allá para decirnos lo que parecería, y cómo la experimentaríamos
desde un punto diferente de vista.
En tal pasaje descriptivo, Ruskin continúa situándonos ante una escena y haciéndonos
espectadores de un acontecimiento. Permitiendo (o forzando) al lector a ver con sus ojos, logra
simultáneamente varios objetivos: en primer lugar, nos proporciona un patrón por medio del
cual las obras de arte buscan transmitir un hecho natural y se pueden examinar; en segundo
lugar, permitiéndonos acceder a sus percepciones y a ver con sus ojos, nos da la posibilidad (o
nos fuerza) a percibir los hechos naturales específicos de los que podemos no habernos
percatado o comprendido antes; en tercer lugar, con ello, construye uno de sus argumentos
esenciales, es decir, que el mundo exterior contiene innumerables fenómenos hermosos que la
mayoría de la gente nunca percibe o incluso cae en la cuenta de su existencia. Finalmente, al
adaptar esta demostración a su ritmo, por así decirlo, Ruskin prueba que el lector depende de
él, puesto que sin él, pocos lectores localizarían estos fenómenos.
La tercera pintura verbal de Ruskin, su forma más elaborada, desarrolla, incluso en mayor
profundidad, su papel de maestro de la experiencia. En ella, nos posiciona dentro de la propia
escena descrita, nos hace participar de sus energías, y cumple con sus descripciones
particulares acerca del arte imaginativo. Varios pasajes de Pintores modernos aclaran que
tanto el principiante como el pintor privados de imaginación deben contentarse con un arte
topográfico del hecho visual: »El propósito del artista de los paisajes originalmente ingeniosos»,
por otro lado, »debe ser la ofrenda de la verdad más excelsa y profunda de la visión mental,
más que de los hechos físicos, así como el logro de una representación . . . capaz de producir
en la mente lejana del espectador precisamente lo que la impresión de la realidad habría
generado». Como explica el volumen inaugural, en esta forma sublime de arte »el artista no
sólo sitúa al espectador, sino que . . . le hace partícipe de la fortaleza de sus propios
sentimientos y de la rapidez de sus pensamientos». El gran artista imaginativo, en otras
palabras, nos otorga el privilegio de ver momentáneamente a través de sus ojos y de su visión
creadora, de modo que experimentamos su relación fenomenológica con el mundo.
Ruskin consuma este objetivo mediante el lenguaje, utilizando lo que podemos denominar
anacrónicamente como prosa cinemática, es decir, primero se coloca a sí mismo y coloca a su
lector firmemente en posición, tras lo cual genera un paisaje completo moviendo su centro de
percepción o «el ojo de la cámara» de uno de los dos modos. Nos puede desplazar a través de
una profundidad progresiva hacia el interior del paisaje anticipando el uso cinemático de las
lentes zoom, o puede desplazarnos lateralmente por toda la escena mientras permanece a una
distancia fija de la temática, una técnica que similarmente anticipa la estrategia cinemática
denominada «panning» o toma de una vista panorámica. Estableciendo así primero su centro
de observación y después dirigiendo su atención con un movimiento pautado, Ruskin casi roza
lo imposible, la creación de un espacio visual coherente por medio del lenguaje. Tal
procedimiento que utiliza cuando describe tanto las obras de arte como el mundo natural que
retrata, aparece, por ejemplo, en su descripción brillante de La Riccia en el primer volumen de
Pintores modernos y en numerosos pasajes cruciales de Las piedras de Venecia, incluido su
magnífico viaje por San Marcos, su vista aérea del mar Mediterráneo y su narración de la
aproximación a Torcello.
La narración de la llegada a esta isla, por entonces desierta, ejemplifica una forma
particularmente pura de la pintura verbal cinemática porque Ruskin lucha por transmitir la
experiencia del movimiento de este lugar solitario e inhabitado. Comienza enclavándonos en
este espacio:
Siete millas al norte de Venecia, las orillas de arena, que cercanas a la ciudad se elevan un
poquito por encima de la línea de la bajamar, poco a poco alcanzan un nivel superior, y al final
se entretejen en campos de acumulaciones salinas que se levantan aquí y allí para modelar
montículos informes interrumpidos por estrechos riachuelos de mar. La más endeble de estas
ensenadas, tras serpentear durante algún tiempo entre los fragmentos enterrados de
mampostería y los nudos de algas quemadas, blanqueadas con marañas de algas fucus,
permanece en un charco completamente estancado junto a un parterre de hierba intensamente
verde, cubierto de hiedra rastrera y violetas.
Como revelan las diversas palabras en cursiva que he señalado en este pasaje, Ruskin infunde
energía incluso a esta escena tranquila y desolada, confiando aquí en verbos activos y
evitando en gran medida los pasivos. Estos verbos proporcionan un movimiento que arrastra la
vista hasta el interior de la escena llegando también a crearla, y una vez que ante los ojos del
lector ha dado vida a la isla de Torcello, Ruskin entonces conscientemente sitúa a su lector y
se sitúa a sí mismo dentro del cuadro:
Sobre este montículo se ha construido un campanario de tosco ladrillo, del estilo más común
lombárdico, por el que si subimos hacia el anochecer (y no hay nadie para impedírnoslo, la
puerta de su escalera ruinosa se balancea perezosamente), podemos dominar desde allí una
de las escenas más notables de nuestro extenso mundo. Tan lejos como alcanza la vista el
derroche de un pantano de mar salvaje, de un gris ceniciento y mortecino; a diferencia de
nuestros pantanos norteños con sus acumulaciones acuosas negras como el azabache y sus
matorrales púrpura pero inertes, éstos son del color de las arpilleras con su agua de mar
corrompida filtrándose por las raíces de sus algas ácidas, brillando aquí y allá a través de sus
canales serpenteantes. No lo recorren ni extrañas nieblas ni rastros nebulosos; sólo la claridad
melancólica del espacio en el cálido atardecer, opresivo, rozando el filo de su penumbra
horizontal.
Una vez que nos hemos acercado a esta isla desierta y escalado su campanario abandonado
con Ruskin, encontramos que nuestra mirada se dirige con éxito hacia cada uno de los puntos
cardinales de la brújula, después de lo cual nos da la orden de mirar hacia Torcello para
percatarnos de los cuatro pequeños edificios de piedra, uno de ellos una iglesia, que »yace
como un grupo reducido de barcos serenos sobre el lejano mar» . Una vez que ha descrito los
edificios y la vista distante de Venecia con mayor precisión, procede a guiar nuestra reacción
emocional hacia lo que hemos visto, recalcando que »la primera impresión fuerte que recibe el
espectador de toda esta escena es que, sea cual sea el pecado experimentado en este lugar
de un modo tan absolutamente desolador, por lo menos no habrá sido la ambición».
La introducción por parte de Ruskin, quizá sorprendente, de la noción de que sólo el castigo
por el pecado puede haber producido tal desolación recuerda al lector que le ha conducido
hasta Torcello, del mismo modo que lo ha hecho hasta Venecia, para explicar siguiendo el
estilo del profeta del Antiguo Testamento cómo leer una advertencia a Inglaterra mediante el
destino de un poder comercial y marítimo anterior. Ruskin encuentra característicamente estas
amonestaciones en la evidencia de la arquitectura veneciana y en su relación con los
trabajadores que la crearon, dado que argumenta que el movimiento desde el estilo gótico
hasta el renacentista encarna la secularización veneciana y el consecuente rechazo del
Cristianismo pío sobre el que, según su creencia, originalmente se fundó su fortaleza. Por lo
tanto, cuando nos transporta hasta Torcello, la primera isla sobre la que los últimos fundadores
de Venecia se establecieron huyendo del continente, desea tanto contrastarla en su
desconsuelo presente con su hija, Venecia, como enfatizar el modo en que los fundadores de
Torcello, que tomaron literalmente la noción de que la Iglesia era su arca de salvación,
conservaron una fe trágicamente continua desde su pérdida. En consecuencia, el resto del
capítulo se interesa por el examen de la catedral de la isla y por su significado para los
constructores originales. Para crear este efecto, Ruskin primeramente utiliza su estilo
cinemático habilidosamente para movernos por el lago de Venecia y así, poder experimentar la
cercanía de este lugar desconsolador, compartiendo los mismos sentimientos de los colonos
primitivos, quienes escaparon de las guerras continentales.
La efectividad de tales pasajes no es ni meras florituras de su argumento principal, ni
exhibiciones autoindulgentes de virtuosismo, aunque en sus obras tempranas, particularmente
en el primer volumen de Pintores modernos, Ruskin recurrió ciertamente a tal virtuosismo. Su
pintura verbal no es incluso una táctica que utiliza para suavizar los puntos vulgares de un
razonamiento. Tal escrito de hecho es central en la concepción que tiene Ruskin de sí mismo
como crítico y místico. Puesto que confía en esta prosa cinemática para instruir la visión de su
audiencia, enseñando a sus miembros a apreciar las formas, los tonos, los colores, y el hecho
visible que a menudo han confrontado pero no han sido capaces de observar, estas
descripciones son básicas en su autoconcepción de aquel que enseña a otros a ver, a
experimentar y a comprender. Tal escrito sirve también para establecer lo que los antiguos
retóricos etiquetaban como la escala de valores del hablante. El principal problema para el
místico victoriano es convencer a otros de que merece la pena que le escuchen, de que él es
un hombre cuyos argumentos, con independencia de lo raros que puedan resultar en un primer
momento, son el producto de una mente sincera, honesta y sobre todo, fiable. Una de las
tareas primordiales de un hablante o escritor es la de posicionarse ante su audiencia como una
voz digna de crédito e incluso autoritaria. Esto lo logra Ruskin fácilmente demostrando que ha
visto mucho más que los críticos oponentes, quienes son ciegos, a diferencia de él, que es un
visionario.
Estos pasajes de prosa cuidadosamente forjada ocupan su lugar como parte de una estructura
argumental más amplia. De hecho, sirven como integrantes esenciales del ritmo complejo de la
sátira y de la visión romántica que caracteriza los procedimientos del místico victoriano. En
volúmenes previos de Pintores modernos en los que Ruskin los utiliza para defender a Turner
frente a las exigencias del arte antiguo, este ritmo asume la forma de una pintura verbal satírica
en relación con la obra de un maestro antiguo, a la que sigue una descripción de Ruskin de o
bien una obra similar de Turner o bien de una escena que se supone que la obra anterior
representaba. Por ejemplo, en el capítulo «Sobre la verdad del color» dentro del primer
volumen de Pintores modernos, observa en primer lugar La Riccia de Gaspar Poussin en la
Galería nacional, tras lo cual presenta sus propias impresiones sobre la escena original. A
través de una escritura fuertemente cargada de sarcasmo, Ruskin fácilmente transmite la
impresión de que la pintura, tan valorada por los críticos que trataron el trabajo evolucionado de
Turner tan cruelmente, no se centra en incorporar los hechos de un lugar particular:
Se trata de un pueblo sobre una colina, poblado con unos treinta y dos arbustos, de un
tamaño muy uniforme, con un número exacto de hojas cada uno. Todos estos arbustos se han
pintado con un marrón opaco apagado, que adquiere un matiz ligeramente verdoso al ser
alumbrado, dejando al descubierto en un lugar una porción de un peñasco, que por supuesto
en la naturaleza habría sido frío y gris junto a las lustrosas tonalidades del follaje, y que, por
tanto, al encontrarse además en la sombra, se pinta consistente y científicamente de un rojo
ciertamente ladrillo muy claro y hermoso, el único que se asemeja al color en toda la pintura. El
primer plano es un tramo de una carretera que, para dar un margen a su cercanía enorme, a su
estado completamente iluminado, y debe suponerse, a la cantidad de vegetación
frecuentemente presente en las carreteras, se ha pintado en un gris verdoso muy frío,
completándose la verdad de la pintura a través de un número de puntos en el cielo en la
derecha, con una caña de un marrón sobrio y parecido.
Inmediatamente después de presentar esta ejecución duramente sarcástica de la pintura,
atribuida a Gaspar Poussin, Ruskin utiliza su estrategia familiar de citar su propia experiencia
de una escena ineptamente expuesta en una obra de arte visual:
No hace mucho, mientras descendía por este trecho de carretera por la que transitan
carruajes, el primer giro después de abandonar Albano . . . Cuando me marché de Roma el
tiempo era tempestuoso y por toda la Campaña las nubes se agitaban rápidamente en un azul
sulfuroso, tronando varias veces y rompían los rayos de sol a lo largo del acueducto de Claudio
encendiendo la infinidad de sus arcos como el puente del caos. Pero a medida que escalé la
larga pendiente del Monte Albano, la tormenta barrió finalmente hacia el norte, y el noble perfil
de las bóvedas de Albano y la oscuridad agradable de sus bosquecillos de encinas se elevó
frente a los haces puros del azul y del ámbar que se alternaban. Más arriba, el cielo
gradualmente se sonrojaba a través de los últimos fragmentos de nubes cargadas de lluvia de
un azul oscuro profundamente palpitante, mitad éter mitad rocío. El sol de mediodía llegó
inclinándose por las laderas rocosas de La Riccia, y sus masas de altos y enmarañados
follajes, cuyos tintes otoñales se mezclaban con el verdor húmedo de miles de árboles de hoja
perenne, se sintieron penetrados por él y por la lluvia. No lo puedo llamar color, sino
conflagración. Púrpura y carmesí y escarlata, como las cortinas del tabernáculo de Dios, los
regocijados árboles se hundieron en el valle con aguaceros de luz, cada hoja independiente
temblando de vida fogosa y ardorosa, cada una, a medida que reflejaba o transmitía un rayo de
sol, primero una antorcha y luego una esmeralda. Más arriba en los escondrijos del valle, las
verdes vistas se arqueaban como las cavidades de olas poderosas de algún mar cristalino, con
las flores de los madroños precipitándose por sus costados como espuma, y los copos
plateados de ramos naranjas se sacudían en el aire a su alrededor, fracturando los muros
grises de las rocas en miles de estrellas separadas, destiñéndose y encendiéndose
alternativamente mientras el suave viento las elevaba y las dejaba caer. Cada claro de hierba
alumbraba como el techo dorado del cielo, abriéndose en brillos repentinos según la
frondosidad se resquebrajaba y se cerraba sobre él, al igual que un relámpago inmaculado
traspasa una nube durante el ocaso.
Al plantear su examen satírico de La Riccia, Ruskin rápidamente rechaza el trabajo original
porque desea concentrarse sólo en el elemento del color, cuestión sobre la que le resulta
particularmente fácil alabar a Turner y atacar a sus predecesores. Aquí como en el resto de sus
obras, Ruskin nos convence de su postura a través de una alternancia espléndidamente
controlada de la visión y de la sátira, preparándonos para su polémica a cada paso del camino
tomando prestadas sus ideas para ver. Su habilidad al relatarnos su experiencia del paisaje y
su arte paisajístico nos hace sentir continuamente que sus críticos oponentes y los artistas
contra los que arremete, trabajan ambos a partir de teorías y recetas, en vez de a partir de la
visión.

INTERPRETE DE LAS ARTES


Cuando Ruskin consagró capítulos enteros en su quinto volumen (1860) a interpretaciones
detalladas de las pinturas individuales de Turner, acertó de pleno en algo que venía
preparando desde sus primeros escritos. Como muestra su autobiografía, aprendió a asociar la
narrativa y el significado con los cuadros desde una edad temprana. Una de las viñetas más
encantadoras de Praeterita relata, por ejemplo, que cada mañana mientras su padre se
afeitaba, contaba a su hijo una historia sobre las figuras de un paisaje en acuarela que colgaba
en la pared de su habitación. La enseñanza de Margaret Ruskin a su hijo sobre la lectura de las
Escrituras, que le proporcionó el conocimiento de la historia sagrada y de la tradición exegética,
ejerció una influencia incluso mucho más obvia sobre su carrera como intérprete de arte,
puesto que sus lecciones le enseñaron tanto las actitudes básicas para la interpretación como
el conocimiento exhaustivo del simbolismo tradicional cristiano. Al igual que muchos de los
otros grandes autores victorianos, incluidos Carlyle, Newman, Browning, Eliot, Tennyson,
Rossetti, y Hopkins, Ruskin aprendió sus enfoques interpretativos a partir de la lectura de los
tipos y de las anticipaciones de Cristo presentes en las Escrituras.
Transfirió las interpretaciones de la pintura y de la arquitectura al hábito evangélico de extraer
pasajes de la Biblia aparentemente triviales y a partir de ellos demostrar que incluso allí
estaban contenidas cuestiones de un significado más profundo. Los comentarios de los
predicadores y de los autores de la Biblia enfatizaban, por ejemplo, que aunque las reglas de El
libro del Levítico relativas a la adoración en el templo de Jerusalén podían parecer
completamente irrelevantes para el creyente moderno, guardaban verdades esenciales para
los cristianos. Según las lecturas canónicas, los cristianos, que se habían percatado de que la
sangre de los animales no puede absolver el pecado, debían no obstante meditar sobre El
Levítico tanto como una prefiguración de Cristo como una constatación de la comprensión
gradual del hombre de que necesita un salvador. Cuando Ruskin tenía nueve años, tomó notas
de un sermón que destacaba estos puntos, y los diversos borradores de los registros de este
sermón muestran, cómo siendo incluso un niño, captó a fondo este método interpretativo.
Además, como Las siete lámparas de la arquitectura (1849) revelan, se inspiró en esta
interpretación evangélica de El Levítico cuando arguyó que sus contemporáneos debían
construir recintos de adoración muy sofisticados.
Al igual que el conocimiento de Ruskin sobre la interpretación de los lugares familiares, las
actitudes fundamentales hacia la interpretación que aprendió por primera vez siendo un niño,
perduraron a lo largo de toda su carrera. La más importante de estas suposiciones básicas es
que todo posee un significado, que el universo existe como una entidad semiótica que puede
leerse si se accede a la llave. En otras palabras, a través de la transferencia de estas actitudes
y métodos procedentes de la interpretación bíblica protestante al arte, la literatura y la
sociedad, se aproxima a estas materias seculares como si fueran la Sagrada Escritura.
la Escuela de San Roque y La
Anunciación de Tintoretto.
Cuando Ruskin lleva a cabo
una lectura tipológica
cristalina de La Anunciación
de Tintoretto de la Escuela
de San Roque o de uno de
los frescos de Giotto en la
Capilla de la arena, en
Padua, simplemente aplica
su conocimiento del significado convencional religioso de determinadas imágenes a un
problema histórico-artístico. Realiza una aplicación más extrema, y a pesar de todo
convencional, de los enclaves familiares protestantes victorianos cuando inicia Las piedras de
Venecia (1851) con una advertencia de que esta ciudad-Estado es un ejemplo de un tipo y de
una amonestación del destino de su propia nación. Por otro lado, ocurre una transferencia más
radical, cuando basa sus nociones mitológicas de Turner y de la tradición occidental en las
actitudes interpretativas derivadas de su lectura infantil de la Biblia o cuando utiliza el patrón
tripartito profético del Antiguo Testamento en la escritura sobre la sociedad contemporánea.
Aunque la pintura verbal domina el primer volumen de Pintores modernos, incluso sus
elaboradas piezas pictóricas de escenario contienen elementos interpretativos. Ya en esta fase
temprana de su carrera, Ruskin creía que la confrontación de una obra de arte requiere que
uno se encuentre con ella tanto visual como intelectualmente. Por ejemplo, como su
descripción satírica de El molino de Claude en Pintores modernos I demuestra, sus ataques
satíricos encerraban necesariamente análisis iconográficos rudimentarios, puesto que cuando
describe a su lector lo que acontece en el cuadro, interpreta y comenta la acción retratada.
Cuando Ruskin aborda cada vez más los análisis iconográficos en el segundo volumen,
claramente no cree que se esté desviando de la experiencia de una pintura por el hecho de
confrontar su simbolismo. Más bien, para Ruskin, el significado se experimenta del mismo
modo que la luz, el color y la forma. Por lo tanto, para proporcionar al lector una experiencia
plena de la pintura, tiene que dramatizar el proceso de la percepción de ambos. Tal
aproximación al arte emerge con una luminosidad particular en la sección sobre la imaginación
penetrante en el segundo volumen de Pintores modernos. Al describir La Anunciación de
Tintoretto de la Escuela de San Roque, en Venecia, Ruskin comienza con la experiencia del
espectador ante el realismo de la obra. Parte por lo tanto de la constatación de que primero se
percibe que la Virgen está sentada »sin casa, bajo el refugio del vestíbulo arruinado y
abandonado de un palacio», rodeado por la desolación. El espectador, dice Ruskin, »en un
primer momento se aparta, conmocionado, del objeto central de la pintura que ha sido forzado
dolorosa y rudamente hacia una masa de mampostería hecha añicos, con el yeso arrancado y
enmohecido». Sugiere que estos detalles propios del género, podrían sorprender un poquito
más que el estudio sobre el mismo tipo de escena que el artista »podría fácilmente conseguir
entre las ruinas de su propia Venecia, elegidas para conceder una explicación burda de la
llamada y de la condición del marido de María». Ruskin, en otras palabras, comienza su
presentación de esta pintura dramatizando los caminos que el ojo del espectador toma a
medida que comprende primeramente sus detalles visuales mayores y después menores. Pero
debido a que cree que la forma visible inextricablemente se relaciona con el significado,
inmediatamente nos presenta las primeras conclusiones de un espectador imaginario sobre el
significado de estos pormenores: parece que reflejan tanto el entorno contemporáneo del
artista en una Venecia ruinosa como la fascinación moderna por lo pintoresco, ese modo
estético que se deleita en las ruinas.
En este punto, Ruskin nos introduce en mayor profundidad en el significado del cuadro y lo
hace intensificando en primer lugar nuestra experiencia visual del mismo. Según él, si el
espectador examina »la composición de la pintura, encontrará que toda su simetría depende de
una estrecha línea de luz, el borde de la escuadra de un carpintero que conecta estas
herramientas sin utilizar con el objeto situado en la parte superior de la mampostería, una
piedra blanca, cuatro soportes, la piedra de toque del antiguo edificio, la base de la columna
que lo soporta». Al citar el salmo 118, Ruskin explica que estos detalles revelan que toda la
pintura, y que todos sus detalles toscamente realistas, portan un significado tipológico, dado
que, según las lecturas canónicas de este salmo, prefigura a Cristo. En La Anunciación de
Tintoretto, por lo tanto, la »la casa en ruinas es la dispensación judía: que elevándose
oscuramente en el amanecer del firmamento está el cristiano, pero la piedra de toque del
antiguo edificio permanece, aunque las herramientas del constructor yacen perezosas a su
lado, y la piedra que los arquitectos rechazaron se ha convertido en la lápida de la esquina»
El viaje guiado de Ruskin por La Anunciación de Tintoretto proporciona a su lector una lección
de percepción. Al utilizar sus dotes para la pintura verbal, la interpretación iconográfica y el
análisis composicional, Ruskin no nos dice simplemente lo que significa la pintura en cuestión.
En vez de ello, nos regala una fábula o parábola sobre la percepción ideal que dramatiza la
experiencia de la percepción gradual del significado de una pintura, experimentando así
plenamente la obra de arte. Ruskin, que tenía un don para los análisis intelectuales,
comprendió que su papel como crítico de arte necesariamente le desplazaba más allá hasta
una demostración imaginativa de la experiencia de significado. Así como el primer volumen de
Pintores modernos enseña a sus lectores cómo percibir los mundos de la naturaleza y del arte,
sus volúmenes posteriores les instruyen en cómo interpretar tales mundos, y en ambos
proyectos, considerados por Ruskin clara y estrechamente entrelazados, se concentra en
suministrar al lector los modelos de la experiencia.
La descripción analítica de Ruskin de La Anunciación de Tintoretto tuvo un efecto mayor sobre
el arte victoriano. En particular, su descripción del modo por el que las lecturas comunes de la
Biblia podían infundir con éxito al detalle naturalista el simbolismo elaborado, influyeron
significativamente en la Hermandad prerrafaelita Los estudiantes de este movimiento pensaron
durante mucho tiempo que el joven William Holman Hunt John Everett Millais, y Dante Gabriel
Rossetti habían encontrado inspiración en el primer volumen de Pintores modernos, que
enfatizaba que el joven estudiante debía confiar en el naturalismo detallado para entrenar la
vista y la mano, pero lo cierto es que Ruskin nunca reivindicó tal influencia. Hunt, uno de los
miembros fundadores de la Hermandad prerrafaelita relató en sus memorias que el segundo
volumen del crítico llegó hasta él como una fuente sublime de inspiración, precisamente porque
sugirió un medio que solucionase de los dos problemas fundamentales del angustiado arte
británico, una debilidad general del estilo y de la técnica causada por la confianza en
convenciones pictóricas anticuadas y en la ausencia del simbolismo eficazmente pictórico que
era capaz de hablar a la audiencia victoriana. La presentación de Ruskin del simbolismo bíblico
en sus análisis de Tintoretto animó a estos jóvenes tanto a probar la convención artística como
a explorar los límites del realismo pictórico. Demostrando cómo tal imaginería podía dotar a los
detalles realistas más minuciosos de una pintura con significado, Ruskin justificó obviamente su
inclusión. Además, su parábola de la experiencia, que dramatiza cómo el espectador
gradualmente se percata del significado de la pintura de Tintoretto, también estimuló a estos
jóvenes artistas a pintar un tipo de obra que exigía que el espectador prestara una estrecha
atención a todos estos detalles minúsculos, de tal modo que así las descripciones de Ruskin
alentaron una clase de arte decimonónico emblemático o meditativo. Asimismo, la descripción
de Ruskin sobre cómo la tipología dejó de ser aparentemente un tema vulgar propio del género
para transformarse en arte elevado dio solución a lo que Hunt sentía como una de las
necesidades primordiales de la pintura victoriana, la necesidad de una nueva iconología para
reemplazar las alegorías pasadas de moda y otras formas de simbolismo que habían dejado de
cuajar en la época.
Aunque Ruskin no se dio cuenta de la deuda que los prerrafaelitas habían
contraído con su obra hasta casi pasadas tres décadas cuando Hunt se lo
agradeció en una carta, se dedicó continuamente a lecturas artísticas
detalladas tras defender a los prerrafaelitas. La necesidad de amparar las
pinturas de Hunt, La luz del mundo (1853) y El despertar de la conciencia
(1853), influyó por lo tanto importantemente en la propia carrera de Ruskin,
de modo que el estudiante influenció al maestro, y el influenciado se
convirtió en la influencia. Este cambio aparente de dirección en la empresa
crítica de Ruskin (que sin embargo su proyecto para Pintores modernos
había anticipado parcialmente) aparece tanto en Las piedras de Venecia
como en el volumen de Pintores modernos que Ruskin escribió inmediatamente después de
enviar sus famosas cartas al periódico The Times apoyando a estos jóvenes artistas. Expandió
sus nociones del simbolismo artístico y de su relación con el gran poeta-artista junto con la
posición medular de ambas en cualquier consideración básica del arte. Uno de los focos de sus
nuevos intereses aparece en sus discusiones sobre el modo grotesco en la imaginación, que
se encarna diversamente en el arte, en la arquitectura y en la literatura.
A diferencia de Macaulay, Arnold y la mayoría de los críticos victorianos, Ruskin aceptó que la
alegoría y el simbolismo jugaban un papel esencial en la grandeza del arte y de la literatura. De
hecho, en Pintores modernos (1856), expresa el »deseo de que toda gran alegoría que los
poetas hubieran inventado fuera poderosamente inmortalizada en el lienzo, que los hombres
pudieran fácilmente acceder a ella y que nuestros artistas se sintieran perpetuamente
estimulados a inventar continuamente». Señala que en cuanto a la relación que la autoridad del
pasado ha tenido con esta cuestión, »la pintura alegórica ha deleitado a los grandes hombres y
a las multitudes más sabias desde el comienzo del arte y seguirá siendo así hasta que el arte
expire».
Además, mientras escribía como cristiano y creyente, argumentó que el amor del hombre por el
simbolismo, al igual que su regocijo en la belleza, derivaba de las leyes fundamentales de la
naturaleza humana que conducían al hombre de vuelta hacia lo divino. Tal y como aclaró en el
último volumen de Las piedras de Venecia (1853) acerca del simbolismo de lo grotesco:
No fue la necesidad fortuita la causa de que la transmisión de la verdad se efectuara por
medio de pinturas en vez de palabras, lo cual condujo a que fueran adoptadas donde quiera
que el arte progresara, sino el miedo divino que por necesidad surge ante la comprensión de
que un objeto es algo más grande y disimilar con respecto a lo que parece, y que,
probablemente, le resulta peculiarmente atractivo al corazón humano porque Dios nos da el
entendimiento de que esto no sólo es cierto para los símbolos inventados sino para todas las
cosas entre las cuales vivimos, esto es, que poseen un significado mucho más profundo que el
que la vista puede alcanzar o el oído escuchar, y que toda la creación visible es un símbolo
meramente perecedero de la eternidad y de la verdad.
Ruskin, cuya herencia religiosa evangélica continuó coloreando su pensamiento mucho
después de que comenzara a perder su fe infantil ,siempre creyó que la mente percibía primero
la dificultad de las verdades a través de la forma simbólica. El simbolismo, tanto pictórico como
literario, desempeña así un papel esencial epistemológico. Siempre que experimentamos algo
cuya grandeza o dificultad es demasiada para entenderla plenamente (Ruskin sostiene que la
mayoría de las verdades trascienden al hombre) nos encontramos con lo grotesco, término que
Ruskin aplica a todas las formas del simbolismo.
Los escritos de Ruskin sobre lo grotesco, que sobresalen como unos de los trabajos críticos y
teóricos más exquisitos producidos en la Inglaterra victoriana, focalizan sobre dos cuestiones,
las descripciones teóricas del artista, los perfiles esencialmente psicológicos del tipo de
mentalidad creativa de este modo artístico y los análisis de las obras de arte y literatura que lo
encarnan. Según el tercer volumen de Pintores modernos, la forma central o el modo de lo
grotesco emerge del hecho de que la imaginación
en su humor burlón y juguetón . . . es propensa a las bromas, algunas veces amargas, con
una corriente subyacente de patetismo severo, otras caprichosas, otras ligeras y malévolas,
llenas de muerte y de pecado. De ahí la corpulencia voluminosa del arte grotesco, alguno de la
mayor nobleza y utilidad como La danza de la muerte de Holbein, y El caballero y la muerte de
Alberto Durero, mientras otro desciende gradualmente las diversas condiciones de una
seriedad menor en el arte cuyo único fin termina por ser el del mero entusiasmo o
entretenimiento por medio del terror.
Además de esta forma tenebrosa de lo grotesco, que incluye obras que recorren desde las
imágenes religiosas tradicionales de la muerte y del diablo hasta la sátira y el arte abominable,
existe una forma comparativamente curiosa que surge »del juego completamente sano y
sincero de la imaginación, como en Ariel y Titania de Shakespeare y en La dama blanca de
Scott». Este arte delicado que gira en torno a las hadas apenas se logra porque
en el momento en que comenzamos a contemplar la belleza sin pecado, somos propensos a
ponernos serios; y los cuentos morales, de hadas y las obras inocentes de esta clase, casi
nunca suelen ser verdaderas, es decir, naturales e imaginativas, sino que en su mayor parte
son conclusiones y composiciones laboriosas. En el instante en que cualquier vitalidad real les
penetra, se convierten en satíricos o en ligeramente sombríos casi con toda seguridad,
conectándose así con la rama que disfruta del mal.
En otras palabras, los seres humanos tienen una tendencia natural a descubrir o a imponer
significado a los hechos que se encuentran.
La tercera forma de lo grotesco, que sirvió como base a la concepción de Ruskin del arte
elevado adaptado a la era victoriana, se corresponde con »la concepción absolutamente noble
. . . que se origina a partir del uso o la fantasía de los signos tangibles para divulgar una verdad
expresable de un modo un tanto distinto, que incluye casi toda la franja del arte y de la poesía
simbólica y alegórica». Ruskin, que valiosamente percibió que el arte y la literatura fantástica
formaban parte de un continuo que englobaba a la obra sublime, simbólica, grotesca y satírica,
hace de la imagen individual el centro de su discusión. Como explica a continuación, »La
delicadeza de lo grotesco es la expresión, en un momento, por medio de una serie de símbolos
lanzados compactamente que se hallan conectados osada y atrevidamente, de verdades que
habría llevado mucho tiempo expresar de cualquier modo verbal, y en el cual se deja al
espectador que trabaje por sí mismo esta conexión; los huecos, ignorados o pasados por alto
debido a la premura de la imaginación, forman el carácter grotesco». Inspirándose en la
descripción de Spenser de la envidia en el primer libro de La reina hada, puntualiza que el
poeta
desea decirnos (1) que la envidia es la pasión menos domable y posible de calmar, que
ninguna bondad suaviza, (2) que a través de un trabajo continuado, es capaz de extraer del
propio corazón pensamientos malignos, (3) que incluso esto, su poder para dañar, es en parte
frustrado por la naturaleza decadente y corrupta del mal en el que habita, (4) que dirige su
mirada hacia todos los rincones y que todo lo que ve lo altera y lo decolora mediante su
naturaleza, (5) que este proceso descolorizador sin embargo resulta ser, a los ojos de los otros,
un velo o vestido deshonroso, (6) y que nunca se libera del sufrimiento más amargo, (7) que
constriñe todos sus actos y movimientos, envolviendo y aplastando a la persona al tiempo que
la atormenta. Esta explicación ha requerido por mi parte una frase un tanto larga y lánguida
para comentarlo en términos no simbólicos; por cierto, esto no quiere decir que no sean para
nada simbólicos, puesto que me he visto obligado, tanto como si lo quisiera como si no, no sólo
a utilizar algunas palabras figuradas, sino que incluso mediante esta ayuda, la frase es larga y
pesada, y no representa con ninguna energía la verdad.
Spenser, por otro lado, sitúa todas estas ideas »en lo grotesco, y lo hace breve e
inmediatamente para que lo sintamos y lo veamos completamente y nunca lo olvidemos»
(5.133). Para demostrar el poder y la concisión de esta afirmación simbólica, digna de ser
memorable, Ruskin cita entonces el retrato emblemático que el poeta hace de la envidia, al que
añade números referentes a su propia interpretación preliminar:
Y cercano a él la malvada envidia cabalgaba (1) sobre un lobo hambriento (2, 3) que todavía
masticaba entre sus dientes gangrenados un sapo venenoso cuya ponzoña resbalaba por su
mandíbula (4, 5) Iba vestido con un manto descolorido completamente pintado de ojos; (6) Y en
su seno secretamente yacía Una odiosa serpiente, cuyo rabo amarraba (7) con muchos de sus
pliegues y cuyo aguijón mortal dejaba entrever.
Ruskin concluye que Spenser ha comprimido todo este material en nueve líneas, »o, más bien
en una imagen, que apenas ocupará ninguna habitación de las estanterías de la mente, que se
puede extraer íntegra, siempre que queramos. Todo los enfoques grotescos con altas
cualidades morales son concentraciones de este tipo, y los más nobles transmiten verdades
que ninguna otra cosa podría articular». Además, los ejemplos menores de este modo
simbólico transmiten la verdad con un gozo »que ninguna expresión de esta verdad simbólica
podría poseer, ya que pertenece al esfuerzo de la mente por destejar el acertijo, o al sentido
que tiene de que allí, en lo que se ve, está presente un poder infinito y un significado que
trasciende todo lo aparente».
El análisis de Ruskin de La Anunciación de Tintoretto en el
segundo volumen de Pintores modernos, de Ate de Spenser
en La reina hada en el tercer volumen y de El jardín de las
Hespérides de Turner y de Apolo y Pitón en el quinto, y de
«Lycidas» de Milton en Sésamo y lirios, todos ejemplifican
esta clase de análisis interpretativo y sofisticado tan raro para
la crítica decimonónica.
En el quinto volumen de Pintores modernos (1860), la
interpretación simple y directa, que caracterizaba su
lectura de Spenser, es reemplazada por el
posicionamiento del objeto interpretativo en el último
plano, o dentro del contexto, de una colección de
obras, que constituyen todas juntas una tradición.
Durante los catorce años que pasaron entre la escritura del segundo y del quinto volumen de
Pintores modernos acontecieron grandes cambios en la fe religiosa que originalmente fundaron
los métodos interpretativos de Ruskin. Éste, que escribió Pintores modernos II, como ferviente
evangélico, se inspiró fuertemente en esta herencia religiosa buscando argumentos, autoridad
y retórica, del mismo modo que hizo en Las siete lámparas de la arquitectura (1849). Para
cuando escribió Las piedras de Venecia (1851-54), su fe, aunque todavía relativamente firme,
se había hecho más tolerante y por primera vez, incluso defendía el Catolicismo romano ante
su audiencia predominantemente protestante. Hacia 1856, cuando escribió los dos siguientes
volúmenes de Pintores modernos, su fe se había debilitado gradualmente bajo los golpes de la
geología y de los enfoques contemporáneos de la Biblia, y aunque aún se basaba en su
herencia religiosa para la evidencia y el método, las Escrituras dejaron de ser el centro de
cualquiera de sus argumentos. Tras la pérdida decisiva de las creencias en 1858, Ruskin pasó
varias décadas oscilando entre el agnosticismo y el ateísmo categórico, aunque no anunciado.
Pintores modernos V (1860), la primera gran obra escrita tras su abandono del Cristianismo en
Turín, no hace explícita ninguna declaración del cambio de su lealtad religiosa, pero las nuevas
actitudes que presenta hacia el hombre, el arte y la sociedad, revelan que un desarrollo radical
ha tenido lugar. Ruskin reemplaza sus anteriores alabanzas al ascetismo y al Idealismo purista
por el desprecio hacia aquellos que no enfatizan la primacía de la vida en este mundo, y
sustituye su anterior énfasis en la teología por una especie de interés por la religión de la
humanidad. Desde que su pérdida de creencia efectivamente eliminó el soporte de sus
defensas previas de la belleza y del arte, encontró otra razón para destacar la capacidad del
arte en la transmisión de la verdad. Sin embargo, así como encontró más razones para
enseñar a sus lectores cómo interpretar el arte, la base original de sus métodos interpretativos
se desvaneció también. Afortunadamente, lo reemplazó fácilmente concentrándose en el valor
del mito y de otras formas de tradición.
Según Ruskin, el mito es una forma especial de lo grotesco simbólico que encubre »una teoría
del universo bajo lo grotesco de un cuento». Ruskin, quien poco a poco se sintió atraído hacia
el estudio del mito cuando perdió la fe en la Biblia como texto divinamente inspirado, aplica al
mito las técnicas interpretativas aprendidas en el estudio de la Biblia. De este modo, pone en
práctica estos procedimientos porque todavía acepta que las verdades morales y espirituales
residen en los textos tradicionales. Tras abandonar su fe protestante, dejó de considerar
cualquier texto como divinamente ordenado, puesto que a medida que con mayor frecuencia
centra el énfasis en los seres humanos en vez de en el padre divino, concede mayor
importancia a la sabiduría recibida. Al esquivar la aceptación de todo texto privilegiado, Ruskin
percibe de buena gana que cada texto diferente contiene una porción de la verdad necesaria, y
al encontrar la verdad en lugares tan dispares, él, al igual que tantos contemporáneos, intenta
constituir una tradición reuniendo sus textos principales.
Continuando una práctica que había iniciado hacía tiempo, Ruskin atribuye hábitos mentales y
métodos de lectura por primera vez aprendidos en el estudio de la Biblia a la interpretación de
estos textos, incluidos los mitos paganos. Por ejemplo, como en la Biblia, un mito indica la
presencia de significados por medio de un nivel literal o narrativo enigmático. Tal y como
explica en La reina del aire (1869), »Un mito, en su definición más simple, es una historia a la
que se ha vinculado un significado, distinto al que parecía en un principio, y el hecho de que
posea tal significado viene generalmente determinado por el carácter extraordinario de algunas
de sus circunstancias, o, en el uso común de la palabra, su carácter fingido». Ruskin aclara
más adelante que si informara al lector de que »Hércules mató una serpiente de agua en el
lago de Lema, y que si doy a entender, y vosotros entendéis nada más que este hecho, la
historia, independientemente de que sea verdadera o falsa, no sería un mito». Sin embargo, si
pretende que esta historia del triunfo de Hércules signifique que purificó muchos arroyos, el
cuento, a pesar de su simpleza, es un verdadero mito. Puesto que la audiencia no prestará
suficiente atención a tales narrativas sencillas, Ruskin, o cualquier creador de mitos, debe
»sorprender la atención del lector añadiendo alguna circunstancia singular . . . Y en proporción
con la plenitud del significado intencionado, probablemente multiplicaré y puliré estas
improbabilidades». En otras palabras, Ruskin aplica al mito las puntualizaciones que hizo
relativas a lo grotesco simbólico trece años antes. El mito, como la alegoría spenseriana,
comunica »verdades que nada más puede transmitir» combinando el sobrecogimiento con el
gozo que deriva del esfuerzo de la mente para resolver enigmas, »o con el sentido que posee
de que en el objeto apreciado existe un poder y significado infinitos, que trasciende todo lo
aparente». Además, después de que Ruskin perdió su religión evangélica, no sólo pasó a
considerar la mitología, al igual que la Biblia, como una fuente de verdad espiritual y moral, sino
que la interpretó, al igual que la Biblia, en base a sus múltiples significados.
Ruskin aplica de un modo muy elaborado sus concepciones del mito como elaboraciones
grotescas simbólicas, comunalmente creadas, a la crítica del arte en el quinto volumen de
Pintores modernos (1860). Comienza su lectura de El jardín de las Hespérides de Turner,
explicando en primer lugar la trascendencia de las ninfas y del dragón de las Hespérides que
guarda el jardín del Edén, tras lo cual comenta sobre la Diosa de la Discordia y sobre la
atmósfera oscura y siniestra de la pintura: »La fábula de las Hespérides tenía, me parece a mí,
dos significados divergentes para la mentalidad griega, el primero referente a los fenómenos
naturales y el segundo, a la moral». Citando profusamente el Diccionario de la geografía griega
y romana, concluye con que
las ninfas del Oeste, o las Hespérides, son . . . seres naturales que representan la suavidad
de los vientos y de los rayos del sol occidentales, que en esta parte eran más favorables a la
vegetación. En este sentido, reciben el nombre de hijas de Atlas y de Hesperis, y es Atlas quien
enfría los vientos occidentales. El dragón, por el contrario, es el representante del viento del
Sáhara, o Simoom, que sopló sobre el jardín muy por encima de las colinas del Sur, y que
prohibió el avance de todos los cultivos más allá de la cordillera. Pero, tanto en la mentalidad
griega como en Turner, el significado natural de esta leyenda se subordinó completamente. Su
trasfondo moral yace mucho más profundamente.
Al explicar que en esta segunda acepción, las Hespérides están conectadas no »con los
vientos del Oeste, sino con su esplendor», se inspira en Hesíodo para demostrar que
personifican las fuerzas y actitudes morales que reproducen »la abundancia y la paz del
hogar». Según él, los nombres de los mitos individuales encarnan significados morales: »Sus
nombres son Aeglé (Brillo), Eritheia (Sonrojo), Hestia (Espíritu del hogar), Aretusa (la
Suministradora)». Después explica que estos cuatro fueron los guardianes elegidos del fruto
prohibido que la tierra dio a Juno cuando contrajo matrimonio:
No sólo el fruto: el fruto de la tierra que la tierra, la gran madre, concedió a Juno (poder
femenino) cuando se casó con Júpiter, o poder masculino (diferente al esfuerzo probado y
agonizante de Hércules). Denomino a Juno, brevemente, como el poder femenino. Ella es,
especialmente, la diosa que preside el matrimonio, y que considera a la mujer como la amante
del hogar. Vesta (la diosa del hogar), junto con Ceres y Ven, pero Juno es preeminentemente
la diosa de las amas de casa. Por lo tanto representa, en su carácter, todo el bien o el mal que
pueda resultar de la ambición femenina o del deseo de poder, y como si se tratara de una
madre de familia, la tierra le presenta su fruto dorado, que ella concede a dos tipos de
guardianes. La riqueza de la tierra, como fuente de la abundancia y de la paz del hogar, la
vigilan las ninfas que cantan, las Hespérides, mientras que es el dragón el que vela por la
fuente de la aflicción y de la desolación en el hogar.
Este dragón, al que Ruskin consagra la mayor parte de sus lecturas, encarna la codicia y el
fraude, la rabia, la tristeza, la melancolía, la astucia y la destructividad asociadas con ella.
Turner, como gran artista, asume su lugar junto a los antiguos creadores del mito, dado que él
también acepta los significados del pasado refundiéndolos de nuevo. Para que el gran artista
inglés añadiera nuevos significados al mito antiguo, tenía que poseer una introspección
imaginativa de su sentido; durante su explicación de El jardín de las Hespérides comenta: »No
sé hasta qué punto Turner descubrió verdaderamente por sí mismo las conexiones colaterales
de la tradición hespéride, pero no puede haber ninguna duda de que captó el meollo y de que
sabía quién era el Dragón» puesto que su concepción del mismo »encaja en todas las
circunstancias de las tradiciones griegas». Esta convergencia entre lo antiguo y lo moderno
aflora parcialmente en el hecho de que Turner reconoció el »mito natural» que se ubicaba en el
corazón de su temática y en parte en su conocimiento de la tradición griega. Al leer esta
pintura, Ruskin recurre a Homero, Hesíodo, Eurípides, Virgilio, Dante, Spenser, Milton y a la
Biblia.
Volviendo a la Diosa de la Discordia, Ruskin encuentra que simboliza a »la fuerza perturbadora
de los hogares» aunque en realidad es el mismo poder que el espíritu de la discordia de la
guerra de Homero: »No puedo llegar a la raíz de su nombre, Eris», admite Ruskin; »Me da la
impresión de que debe tener algo en común con Erinis (Furia), pero significa siempre disputa,
rivalidad o competencia, bien en la mente o en las palabras». La tarea final de Eris, concluye
Ruskin, es esencialmente la de la división, y cita a Homero y a Virgilio para mostrar que la
tradición la concibe como »siempre con una mente dividida que aspira a dos cosas a la vez (en
La Ilíada), y que porta un manto rasgado por la mitad (La Eneida). Homero la describe como un
ser con una voz chillona, e insaciablemente codiciosa». Turner combina la concepción de la
discordia encontrada en la literatura clásica con el personaje Ate de Spenser de La reina hada
y añade »un toque final propio. La ninfa que trae las manzanas a la diosa, le ofrece una en
cada mano y Eris, la de la mente dividida, no puede elegir». De la manera en la que Ruskin
explica la relevancia de esta figura dentro de la pintura, no procede como alguien con una
autoridad incontrovertible o alguien que tiene acceso a un texto privilegiado y unitario. En vez
de eso, admite su falta de certidumbre acerca de determinadas interpretaciones, y señala
lecturas potencialmente contrarias, proponiendo varias soluciones. El lector le ve tanteando las
imágenes de la obra de Turner a medida que terminan por revelar más y más significados
complejos. En otras palabras, Ruskin dramatiza de nuevo el proceso interpretativo, y así, le
observamos componiendo el significado de este trabajo rico, complejo y completamente
importante. Tras demostrar cómo llega a los significados de cada una de las figuras principales
de la pintura, Ruskin concluye:
Tal es por tanto la primera gran pintura religiosa de nuestro artista inglés, y exponente de
nuestra fe inglesa. Una composición de colores tristes, ejecutada no según el blanco y el
dorado de Angélico, ni según el carmesí y el azul de Perugino, sino en una tonalidad sulfurosa,
como si estuviera relacionada con un paraíso de humo. Parece que este poder, situado en lo
alto de la colina, representa a nuestra Madonna británica: a la que reverentemente el artista
inglés devoto debe pintar . . . Nuestra Madonna o nuestro Júpiter en el Olimpo, o quizá, para
ser todavía más exactos, nuestro Dios desconocido.
Resumiendo, el jardín oscuro, vigilado por el dragón de Turner adelanta en una forma visible la
condición espiritual de Inglaterra. Da fe de que Inglaterra, una vez que intercambió la fe en Dios
por la fe en el oro, se apartó del camino de la vida, abrazando el de la muerte, y anhela entrar
en un paraíso terrenal que será, no el Edén, el jardín de Dios, sino el jardín de Mammon en el
que la cabeza de la serpiente que Cristo no magulló contempla su alrededor con un triunfo
gélido. Ruskin denomina a esta pintura como pintura religiosa porque expone la fe por la cual
sus contemporáneos viven y trabajan, la fe, ante la cual por así decirlo, sus actos, aunque no
sus palabras, atestiguan.
La hazaña interpretativa de Ruskin al plantear el significado de El jardín de las Hespérides
demuestra con peculiar claridad cómo la crítica de arte y la sociedad se habían entrelazado
completamente para cuando escribió el último volumen de Pintores modernos. En el siguiente
capítulo observaremos cómo aplicó muchos de los mismos métodos interpretativos a la lectura
de los signos de su propio tiempo de igual modo que lo había hecho tanto con las artes
anteriores como contemporáneas.
INTERPRETE DE LA SOCIEDAD
El capítulo de Ruskin sobre El jardín de las Hespérides, en el que exhibe sus interpretaciones
sobre una pintura individual extremadamente compleja, muestra que para él cualquier obra de
arte lleva a la sociedad en la que se moldeó. Sus herramientas para desplazarse del arte a la
sociedad en el análisis de esta pintura ejemplifican tanto su manera característica de proceder
como crítico social como sus ideas más relevantes sobre la sociedad. Inmediatamente después
de explicar sus figuras mitológicas o simbólicas, ofrece una interpretación de la obra entera
concluyendo que la representación de Turner del mito griego antiguo es en realidad una
»pintura religiosa» decimonónica porque expone la fe por la cual sus contemporáneos viven y
trabajan, la fe, ante la que sus actos cuando no sus palabras, testifican. «Aquí, en Inglaterra, se
interpreta eternamente nuestro gran legado espiritual, la suposición del Dragón» . Turner, el
más grande de los artistas británicos mira a su alrededor, observa el triunfo de Mammon y
firme, aunque tristemente, plasma por escrito bajo la forma de lo grotesco simbólico la verdad
observada.
Según Ruskin, Turner oscurece su paleta con »una tonalidad sulfurosa, relacionada con un
paraíso humeante» para constatar que eligiendo vivir cerca de la mirada vigilante del Dragón
de Mammon, Inglaterra entró en la verdadera Edad oscura. En el tercer volumen de Pintores
modernos (1856), Ruskin había anteriormente arguido que «el título «Edad oscura» dado a los
siglos medievales, no se puede, en relación con el arte, aplicar en absoluto. Por el contrario,
ésta fue la Edad brillante mientras que la nuestra es la oscura . . . Construimos muros de
ladrillo marrones, y llevamos abrigos marrones . . . Sin embargo, también existe en nuestro
propio temperamento alguna razón para este cambio. En general, la nuestra es una época más
triste que las anteriores, no triste de un modo noble y profundo, sino de un modo
mortecinamente agotado, el modo del aburrimiento, del intelecto cansado, y del desasosiego
del alma y del cuerpo». Cuando se trata de interpretar El jardín de las Hespérides de Turner,
Ruskin concluye con que el tedio, la tristeza y la falta de luz y de color, como creía que Turner
había confirmado, se manifiestan en la adoración de lo que posteriormente denominó como la
Diosa que se arrastra. Al tomar El jardín de las Hespérides de Turner como un signo de los
tiempos, un indicativo de la condición espiritual de la Inglaterra contemporánea, Ruskin acierta
de pleno en algo en lo que con creciente frecuencia acertaría a lo largo de su carrera como
crítico de la sociedad.
De este modo, Ruskin abre la fase principal de su carrera como crítico social, interpretando la
pintura de Turner del mismo modo que había inaugurado su carrera como crítico artístico
defendiendo la exactitud de esta misma pintura. En esencia, procede transformando las obras
individuales, como había transformado anteriormente los edificios venecianos individuales en lo
grotesco simbólico, o, por decirlo de otra manera, lee las pinturas y los edificios de la misma
manera en cuanto a los significados que encierran. En una fase temprana de su carrera, de
hecho en el primer volumen de Las piedras de Venecia (1851), algunos de los significados que
atrajeron su atención son sociales, políticos y económicos, y hacia 1860, aplica los enfoques
que usó por primera vez al explicar el arte a la sociedad contemporánea.
A lo largo de sus escritos sobre economía política, Ruskin depende de una serie de
interpretaciones agresivas que desempeñan un papel central en la presentación de sí mismo
como un místico victoriano. Lo que hace de él un profeta secular al estilo de Carlyle, sin
embargo, no es su acto interpretativo sino el hecho de que escoge interpretar cuestiones que
su audiencia raramente piensa que merezcan alguna interpretación. ¿Quién, por ejemplo,
habría esperado que El jardín de las Hespérides de Turner contuviera tal mensaje para la
sociedad victoriana, y similarmente, quién, a excepción de un sabio, se daría cuenta de que el
desarrollo de los estilos arquitectónicos venecianos o que un accidente industrial en Inglaterra
guardaría una verdad esencial para la supervivencia de Inglaterra? De hecho, lo que convierte
a Ruskin, Carlyle y a otros como Thoreau o Arnold en sabios es precisamente que se
aventuraron a leer y a interpretar asuntos aparentemente triviales tales como el color de la
vestimenta de sus contemporáneos, los anuncios, y aspectos similares, que la mayoría de su
audiencia consideraban faltos de interés y valor. Sin embargo, tal es la reivindicación autoritaria
del sabio que es capaz de demostrar que prácticamente ningún fenómeno o incidente
contemporáneo alude a un camino directo para introducirse en particulares de importancia
suprema, asuntos como la salud cultural de una nación, su naturaleza moral y su tratamiento
de las clases trabajadoras y productivas.
Esta misma urgencia a la hora de captar la atención de sus contemporáneos hacia fenómenos
en apariencia banales que resultan encerrar destacadas verdades políticas y morales nutre
también algunos de los proyectos públicos de Ruskin más aparentemente quijotescos, tales
como el utópico Gremio de San George y la reparación de la calle Hinksey en Oxford, por parte
de un grupo de estudiantes de licenciatura. Al igual que la interpretación de sus cuestiones a
primera vista fútiles, estas actividades tuvieron fundamentalmente como objetivo la
ejemplaridad y la educación. Se pretendía que mostraran, por ejemplo, la dignidad del trabajo,
la necesidad de la comunidad, y la posibilidad de la no competitividad dentro de la organización
social. Tales gestos públicos estaban destinados a parecer quijotescos porque imponían y
obligaban a sus contemporáneos a prestar atención a la economía política de Ruskin, obsoleta
y subversiva. De la misma manera que las interpretaciones de la percepción y de los símbolos
tienen el doble propósito de ganarse la conformidad del lector relativa tanto a la interpretación
específica como al procedimiento creador de la lectura, así también, estos comentarios
explicativos incorporan dos intenciones. Primeramente, Ruskin quiere convencernos de sus
exégesis sobre la sociedad británica y segundo, desea que aprendamos cómo hacer tales
interpretaciones por nosotros mismos.
Por tanto, cuando posteriormente explica el desarrollo de sus opiniones políticas en Praeterita,
característicamente presenta su evolución en términos del aprendizaje interpretativo. Una visita
a los Domecq, los socios en el negocio de su padre, entre la elegancia parisina le planteó un
enigma que exigía ser interpretado. Como muchacho que era, se preguntó por qué los
andaluces que cultivaban las uvas para las bodegas de Pedro Domecq »apenas disfrutaban de
la belleza de su propia región a excepción del racimo de uvas o cabeza de ajos que
frugalmente comían y que su valioso vino no era para ellos, menos aún el dinero procedente de
su venta». Posteriormente, Ruskin se sintió incluso más perturbado cuando esta gente amable
y generosa »hablaba de sus operarios españoles y de su arriendo francés sin ningún respeto y
les consideraban una especie de estorbos de la tierra excepto cuando producían un dinero por
medio de su trabajo que ellos posteriormente gastarían en París». Estas actitudes, dice Ruskin,
»me dieron la primera pista de las fuentes reales del mal de las leyes sociales de la Europa
moderna, y me condujeron necesariamente al trabajo político que ha sido lo más vehemente de
toda mi vida». Cuando Ruskin explica el desarrollo de sus interpretaciones políticas, se
presenta a sí mismo como un extraño y un espectador, y sugiere que incluso como niño se
sorprendió a sí mismo haciéndose preguntas sobre cuestiones cuya obviedad y urgencia los
adultos de alrededor no eran capaces de percibir.
Siguiendo el procedimiento que sustenta los dos capítulos previos, éste resumirá primero
algunas de las ideas centrales de Ruskin y luego examinará aquellas técnicas
característicamente ruskinianas que desarrolló para presentarlas. En primer lugar, echemos un
vistazo al énfasis esencial de su crítica social. Al igual que su concepción de las artes, sus
ideas sobre la economía política y social combinan lo tradicional y lo radicalmente nuevo, lo
esperado y lo escandaloso. Como discípulo de Thomas Carlyle, fuerza a la Inglaterra
contemporánea a reconocer precisamente lo que implican sus acciones e ideologías. En
particular, hace que los miembros individuales de su audiencia perciban que sus actitudes
básicas hacia el trabajo, el valor, la riqueza y la responsabilidad social contradicen la religión
cristiana que supuestamente forma y da sentido a sus vidas. Esta parte de la empresa de
Ruskin es crucial porque, como han señalado los observadores contemporáneos de la escena
victoriana desde Engels hasta los socialistas cristianos, las clases pudientes segregaron tan
efectivamente las vidas de las clases bajas, las mantuvieron ocultas tan efectivamente, que no
conocieron los sufrimientos de los pobres de las zonas industriales y urbanas.
Una parte fundamental de la tarea de Ruskin entonces consiste en empujar a estos hechos
para que salgan a la luz y la conciencia, creando por tanto una conciencia que es una
condición pre-necesaria de la reforma moral y social. En Tráfico(1865) Ruskin se mofa de la
concepción de su audiencia de una vida ideal, presentándola bajo la forma de lo que es
esencialmente la visión de un sueño. Argumentando que la adoración de sus oyentes a la
Diosa que se arrastra implica que también condena a otros a llevar una vida miserable,
presenta un retrato de su ideal en el que impone corolarios o puntos implícitos que de buena
gana obviaría de su vista y de su conciencia.
Pienso que vuestro ideal de vida se corresponde por lo tanto con un mundo agradable y
ondeante que por debajo está lleno de hierro y de carbón. A cada ribera de este mundo se
encuentra una preciosa mansión, con dos alas, establos, cocheras, un parque de un tamaño
moderado, un gran jardín, casas cálidas, y un grato carruaje que conduce entre setos. En esta
mansión van a vivir los incondicionales favoritos de la Diosa, los caballeros ingleses, con su
buena mujer, y su bella familia; él, siempre dispuesto a surtir el tocador y las joyas para su
mujer, y los hermosos vestidos de baile para sus hijas y de caza para sus hijos, y una sesión
de caza en las Highlands para sí mismo. En el fondo de la ribera se encuentra el molino, a no
más de un cuarto de milla de distancia, con una máquina de vapor a cada lado y dos en el
medio, y una chimenea de tres mil pies de altura. En este molino, trabajan constantemente de
ocho cientos a mil obreros que nunca beben, nunca hacen huelgas, sino que siempre asisten a
la iglesia los domingos y siempre se expresan en un lenguaje respetuoso.
Como destaca Ruskin, esta imagen de la existencia humana podría parecer »muy bella, de
hecho vista desde arriba, pero no tanto vista desde abajo», puesto que por cada familia para la
cual la deidad del inglés es la Diosa que se arrastra, mil individuos la consideran «la Diosa que
no se arrastra». Al hacer explícitas las implicaciones de tal visión de la vida basada en el ideal
de la competición, lo grotesco simbólico de Ruskin cumple un propósito poderosamente
satírico. Su rica experiencia y pericia como crítico de arte aquí resulta ser particularmente útil
puesto que explica cuidadosamente los elementos bosquejados de su supuestamente escena
ideal con las mismas técnicas que utiliza en sus descripciones del paisaje alpino, la ciudad de
Venecia, o las pinturas de Turner. En cada caso, procede presentando los detalles visuales
para después atraer la atención sobre su significado. En este sentido, ofrece primeramente una
imagen ligeramente irónica del paraíso terrenal del capitalista inglés, tras lo cual revela sus
siniestras implicaciones mostrando el mundo de los desposeídos sobre el que este tipo de
paraíso descansa. Al desplazarse por la pintura de su mundo imaginario desde lo más alto
hasta lo más bajo, dota a cada porción de su imagen visual de un valor moral y político: las
clases superiores residen literal y espacialmente por encima tanto de las industrias que
suministran su opulencia, como de los trabajadores a los que esclavizan para llenar de
comodidad sus vidas.
Como evidencia este ejemplo típico de la polémica ruskiniana, éste aplica las técnicas
estilísticas, interpretativas y satíricas que caracterizaron su crítica del arte a sus escritos sobre
la sociedad. Por supuesto, la razón fundamental por la que se puede mover tan fácilmente
desde los escritos sobre Turner y Tintoretto hasta la escritura sobre la cuestión laboral y las
definiciones del valor, la riqueza, el precio y la producción, reside en el hecho de que las
mismas actitudes hacia la cooperación y la jerarquía soportan ambas áreas de interés, áreas
que Ruskin considera inevitable e inextricablemente interrelacionadas. Por ejemplo, cuando
define la composición en el quinto volumen de Pintores modernos, enfatiza que las reglas
estéticas y las relaciones son subcategorías de las leyes más universales de la existencia: »El
mejor modo de definir la composición es como la ayuda mutua prestada por todo lo presente en
la pintura» o, de nuevo, »significa una organización en la que todo dentro de la obra es
consistente y útil para todas las cosas», siendo por tanto el artista una persona que »que reúne
las diferentes piezas, pero no como un relojero», sino como alguien que les infunde vida
mediante la disposición de sus materiales »para conseguir por fin la armonía o el sentido de la
vida». Las artes y el trabajo del artista son por lo tanto las imágenes de las leyes
fundamentales de la vida y de la sociedad, en relación con »la primera ley y la más sublime del
universo, y el otro nombre de la vida es en consecuencia, «ayuda», mientras que la otra
denominación de la muerte es la de «separación». En todas las cosas, el gobierno y la
cooperación son eternamente las leyes de la existencia; en todas las cosas, la anarquía y la
competencia son las leyes de la muerte». Aquí encontramos el núcleo del pensamiento social,
político y económico de Ruskin: la visión de las formas jerárquicas y paternalistas (o familiares)
de la organización cooperativa social, una visión que Paul Sawyer juzga astutamente como
confuciana en su esencia.
Como nos recuerda la aplicación por parte de Ruskin de las mismas técnicas e ideas a la
crítica del arte y de la sociedad, no pasa abruptamente de escribir sobre la pintura a hacerlo
sobre la economía política. De hecho, ya en el capítulo sobre «La naturaleza de lo gótico» en
Las piedras de Venecia (1853), había acusado a la sociedad moderna de alienar y
deshumanizar a sus trabajadores forzándoles a realizar tareas mecánicas y embrutecedoras, y
en su panfleto de 1854, «Sobre la apertura del Palacio de cristal», en el que asociaba la
opresión de los pobres con la destrucción del pasado y de sus bellezas, yuxtapuso
salvajemente la falta de moderación de una cena con la hambruna de los pobres. En sus
conferencias en Manchester publicadas bajo el título de Economía política del arte (1857),
posteriormente re-publicadas como Alegría para siempre (1880), Ruskin introduce su distinción
entre la riqueza verdadera y la falsa, argumentando que el amor por la verdadera opulencia
implicaba un deseo por erradicar la pobreza y el desempleo. Al atacar a los partidarios de la
economía clásica del laissez-faire en su propio bastión, Manchester, dio instrucciones a los
propietarios de los molinos y a los comerciantes de que »la noción de la disciplina y de la
interferencia subyacía en la misma raíz de todo el progreso humano o del poder» y que el
principio del «dejad hacer . . . es el principio de la muerte». En ese momento de su carrera
como economista social, Ruskin creía que aquellos con poder político y económico
simplemente fallaban a la hora de percibir sus verdaderas responsabilidades.
Por otro lado, para 1860, cuando escribió los ensayos individuales que constituyen Hasta que
esto dure (1862), ya se había convencido de que nunca se percatarían de estas
responsabilidades hasta que se dieran cuenta primero de que sus presupuestos fundamentales
socioeconómicos eran justificaciones pseudocientíficas del egoísmo y de la estrechez de miras.
La primera sección de Hasta que esto dure, que argumenta que se puede formular una teoría
económica y útil sin prestar atención a los padecimientos sociales, arremete por tanto contra el
estatus intelectual de la economía del laissez-faire (laissez-faire economics), particularmente
en sus formas populares, y la tercera, que concierne a la justicia económica, agrede su
inmoralidad fundamental. Las secciones restantes adelantan sus propias concepciones
complejas y humanizadas del valor, el precio, la producción, el consumo y la riqueza. Según
Ruskin, »NO EXISTE NINGUNA RIQUEZA SALVO LA VIDA. La vida y todos sus poderes
incluidos, el amor, la alegría y la admiración», y por ello, el valor de una cosa se mide por
cuanto ayuda a la vida y a los vivos.
La crítica social de Ruskin terminó ejerciendo con el tiempo una gran influencia, en parte
porque mediante ella, rechazó categóricamente las ideas fundamentales de la economía
clásica, aceptadas por la mayoría de sus contemporáneos. Inspirándose en la Biblia, Carlyle,
Owen y en el ejemplo de la Edad Media, el radicalismo tory de Ruskin se opuso de este modo
al énfasis malthusiano sobre la escasez de recursos, y en su lugar puso de relieve su
abundancia y la consecuente necesidad de una distribución justa y eficiente. Asimismo,
descartó una economía política basada en la competencia y estimuló la gran relevancia y
practicidad de una sustentada en la cooperación. Trabajando a partir de premisas que difieren
radicalmente de las de sus contemporáneos, Ruskin redefine en Hasta que esto dure la
«riqueza» y transfiere el acento desde la producción al consumo, avanzando así una ética
consumista:
Los economistas a menudo hablan como si no hubiera nada positivo en el consumo
absoluto. Lejos de esto, el consumo absoluto es el fin, la corona y la perfección de la
producción, y el consumo inteligente es mucho más difícil que la producción inteligente. Veinte
personas pueden ganar dinero para una que lo utilice . . . El objetivo final de la economía
política es por lo tanto dar lugar a un buen método consumista así como a una cantidad
elevadísima de consumo: en otras palabras, utilizar todo y utilizarlo noblemente, bien sea una
sustancia, un servicio, o un servicio que perfecciona a una sustancia.
Sus suposiciones sobre la naturaleza de la riqueza y del consumo le conducen a apremiar que
«La producción no consiste en hacer cosas laboriosamente, sino en cosas servicialmente
consumibles, y la cuestión para la nación no es cuánto trabajo se emplea, sino cuánta vida
produce. Puesto que el consumo es el fin y el propósito de la producción, del mismo modo, la
vida es el fin y el propósito del consumo.
Además de estas actitudes generales que horripilaron a muchos de sus contemporáneos,
Ruskin propuso programas políticos específicos que igualmente consideraron radicales y
perturbadores. Rogó, por ejemplo que el gobierno estableciera «colegios de entrenamiento
para jóvenes» y que »a todo niño nacido en la región se le permitiera, por deseo de los padres
(y, en ciertos casos, se les fuera requerido bajo castigo), pasar por ellos». También propuso
que el gobierno no sólo debía hacerse cargo de todos los ancianos e indigentes sino que
también debía fundar fábricas para contratar a los que necesitaran trabajo. Estas fábricas, que
fijarían niveles de calidad dentro de la producción británica siguiendo el ejemplo, asegurarían
asimismo que los individuos de todos los niveles económicos obtuvieran alimentos puros, no
adulterados, junto con otras necesidades.
De entre todas las propuestas de Ruskin, por ejemplo pocas sorprendieron escandalosamente
a sus contemporáneos salvo la que les exhortaba a desconsiderar la doctrina de Malthus
(Malthusian doctrine) y a pagar a los trabajadores un salario. A los economistas que
aseveraban que el aumento de los salarios podía llevar al trabajador o bien a una producción
desmesurada de su clase o un alcoholismo desencadenante en la muerte, Ruskin responde:
«Supongamos que de quien hablamos fuera vuestro propio hijo, declarando ante mí que no os
atreveríais a aceptarlo en vuestra empresa ni a darle el salario justo del trabajador, porque si lo
hicierais, moriría borracho y dejaría la mitad de sus hijos a la parroquia. Me pregunto ¿quién
enseñó a vuestro hijo a tales inclinaciones?, ¿Las ha aprendido por medio de la herencia? o
¡por medio de la educación!». E insiste en que pasa lo mismo con los pobres. Ruskin, que
propuso posteriormente la sociedad sin clases, puntualiza que igualmente los miembros de las
clases inferiores tienen esencialmente la misma naturaleza que los ricos, y que por tanto
reciben exacta educación, o si no »pertenecen a una raza esencialmente diferente de la
nuestra, e irredimible (lo cual no he oído decir abiertamente todavía a nadie, a pesar de estar a
menudo implícito)». Ruskin, que aplicó su habilidad para la interpretación bíblica y pictórica al
lenguaje de la economía política, fue particularmente astuto a la hora de localizar las
argumentaciones de intereses personales y de clase que acechaban dentro de las
explicaciones supuestamente objetivas.
La realidad es que Ruskin incomodó especialmente y escandalizó a numerosos lectores, del
mismo modo que sirvió de inspiración a muchos otros tales como Morris y Gandhi, cuando
señaló que el tratamiento más cruel que los ricos infligían a los pobres aparecía no en los
míseros salarios y las condiciones laborales sino en el modo con el que les sometían a un
empobrecimiento mental y espiritual. »Por desgracia no se trata de negar la carne, lo cual es lo
más cruel del mismo modo que su exigencia es la más válida. La vida es algo más que la
carne. Los ricos no sólo niegan el alimento a los pobres, sino que les niegan la sabiduría, la
virtud y la salvación». En Tiempo y marea (1867) y en Fors Clavigera, continúa avanzando en
una serie de propuestas específicas fundamentadas sobre su visión jerárquica, cooperativa y
familiar, es decir, que todos deberían trabajar y todos hacer algún trabajo físico, que los
salarios deberían fijarse por medio de la costumbre, como pensaba que se hacía en las
profesiones, y no establecerse por las leyes de la oferta y de la demanda, que la nación y no
los individuos debían poseer los recursos naturales y que el gobierno debería asumir la
responsabilidad de la educación, que para él era el factor que con mayor abundancia producía
la verdadera riqueza.
Al igual que su propio radicalismo Tory, el lenguaje en el que Ruskin presenta su crítica de la
sociedad contemporánea combina lo antiguo y lo nuevo, puesto que al atacar el capitalismo
crudo del laissez-faire y sus actitudes sociales asociadas, bebe de la retórica, del vocabulario y
del tono tanto de la profecía del Antiguo Testamento como de la predicación victoriana. Desde
el principio, Ruskin tuvo una inclinación hacia la predicación. Cuando apenas contaba tres
años, reunió a los criados de la familia a su alrededor, se subió en una silla, y les rogó, «¡Sed
buenos!». Este mismo afán por predicar y este mismo mensaje básico colorea todos sus
escritos. Necesariamente substituye las técnicas del predicador, aquel cuya congregación le
acepta como superior, por las del profeta alienado y secular que conscientemente se separa de
su audiencia cuando critica a la sociedad. Ruskin modifica la concepción de sí mismo como
escritor sólo cuando introduce ideas esencialmente impopulares. No obstante, aunque sus
escritos sean más los de un predicador o los de un profeta, Ruskin aplica los métodos
exegéticos aprendidos en el estudio de la Biblia.
Por supuesto, cuando el predicador interpretaba incluso pasajes aparentemente triviales, aún
así manejaba la Biblia como un texto sagrado. Ruskin, por el contrario, elabora sus
interpretaciones de los fenómenos contemporáneos y al hacerlo, emula a los profetas del
Antiguo Testamento más que a los predicadores contemporáneos. En el proceso, imita también
a Carlyle, que desarrolló una variedad de estrategias para convencer al oyente reacio, puesto
que el sabio escribe (o habla) no sólo como intérprete sino también como alguien cuyas
interpretaciones pueden ser recibidas hostilmente. Su primera tarea por lo tanto, debe ser
ganarse la atención de su audiencia para luego persuadir a sus miembros de que es digno de
buena reputación. Ruskin, como Carlyle y otros victorianos que escribieron en este modo,
utiliza una gama de métodos para captar la atención de su lector así como su probable lealtad.
El resto de este capítulo examinará las técnicas literarias y las estrategias retóricas que
caracterizan sus escritos sociales, económicos, y políticos, y como observaremos, muchas de
las técnicas de Ruskin como místico están vinculadas tan esencialmente a sus ideas que no es
fácil separar la forma del contenido. Los ejemplos de la técnica ruskiniana citados como
evidencia en los siguientes pasajes nos permiten por lo tanto escudriñar los puntos
fundamentales de su crítica social.
Todas las técnicas de Ruskin derivan de su necesidad de convencer a una audiencia, cuyas
numerosas ideas básicas ataca. Por ejemplo, Ruskin utiliza dilatadamente las técnicas
relacionadas con la definición, la redefinición y la definición satírica para demostrar que apenas
pueden sospechar que desconocen el significado correcto de las palabras. Éstas han perdido
contenido, el cual debe restaurarse si estas palabras tienen que existir a través de una especie
de relación sana y correcta con la realidad. Se pueden comparar las definiciones de Ruskin de
Pintores modernos con las de su crítica social posterior. Cuando escribe sobre el arte, Ruskin
define multitud de conceptos como la imitación, la verdad (en las artes visuales), la
composición, la belleza, lo sublime, lo pintoresco, el tono, el color, la forma y el estilo
grandioso. Desde luego, tales definiciones constituyen el material normal de los tratados sobre
el arte y el lector de Ruskin espera que las haga. Pero cuando acomete definiciones más
radicales y mucho más perturbadoras sobre el valor, la riqueza y la religión en sus obras
posteriores, Ruskin arroja el acto definitorio a un primer plano, evidenciando con ello la
dependencia completa de su audiencia para con él, dado que únicamente puede definir
verdaderamente aquellas palabras que son cruciales para cualquier tipo de discusión en la que
se ha embarcado. Sirva como ejemplo, Hasta que esto dure donde combina las definiciones de
términos clave con las embestidas cáusticas a las definiciones más convencionales. Según
Ruskin,
La economía política (la economía del Estado, de los ciudadanos) simplemente consiste en
la producción, la preservación y la distribución en el tiempo y en el lugar más adecuado, de
objetos útiles o placenteros . . . Pero la economía mercantil, la economía de «vender» o de
«pagar», alude a la acumulación en las manos de los individuos de la exigencia legal o moral, o
del poder sobre el trabajo de los otros. Cada una de estas reivindicaciones implica
precisamente tanta pobreza o deuda en uno de los lados como riquezas o derechos en el otro.
Creyendo que las definiciones más básicas de los economistas clásicos son incorrectas porque
tergiversan toda la cuestión, prosigue atacando la definición que un economista hace sobre su
teorización, clasificándola como »la ciencia del enriquecimiento». Pero existen muchas
ciencias, como existen muchas artes, para hacerse rico. El envenenamiento de muchas
regiones fue uno ampliamente utilizado durante la Edad Media, la adulteración del alimento de
áreas más reducidas se emplea hoy en día en gran medida». En el fondo, Ruskin con estas
maniobras aduce que puesto que su audiencia se ha desprendido de los caminos de Dios (o de
la naturaleza), sus miembros se encuentran encadenados a un lenguaje corrupto, engañoso y
casi inservible, por lo cual le necesitan a él para que restaure tales palabras. Dicho de otro
modo, le requieren para que les saque de la Torre de Babel. Su énfasis sobre la definición
ejemplifica cómo el tema y la técnica ruskiniana se funden y se convierten casi en
indistinguibles, y es que cree que las falsas posturas morales, económicas y políticas a las que
se opone no sólo causan infelicidad y obvios problemas sociales sino que incluso han
corrompido el lenguaje que todos utilizamos.
Como sugiere el uso de la definición de Ruskin, sus pronunciamientos con frecuencia asumen
la forma de una alternancia entre la sátira y la visión, y así mientras la sátira destruye las ideas
opuestas, los momentos de visión las reemplazan. Además de redefinir las ideas y el lenguaje
de sus oponentes satíricamente, Ruskin también recurre a otras formas satíricas. Muchos de
sus actos interpretativos tienen la forma de ocurrencias satíricas, puesto que a medida que
investiga a fondo las ideas y los valores de su sociedad, las conclusiones humillantes que
extrae demuestran una y otra vez que sus miembros se han desgajado de sus supuestos
patrones de moralidad y humanidad.
Al ejecutar actos interpretativos sofisticados sobre los fenómenos triviales, los cuales alega que
son ventanas al corazón de una nación, metamorfosea esencialmente tales cuestiones en
elaboradas alegorías satíricas o en manifestaciones grotescas simbólicas. Ruskin con
frecuencia utiliza dos tipos de recursos formales, que a su vez podemos denominar versiones
«encontradas» e «inventadas» de lo grotesco simbólico. Las versiones encontradas o
descubiertas de lo grotesco satírico son aquellas que localiza en los fenómenos existentes. Por
ejemplo, su discusión de la riqueza y del valor en Hasta que esto dure (1860) incluye el
reportaje de un periódico sobre un náufrago que se vendó el cuerpo con oro para preservarlo,
saltó del velero que se hundía y rápidamente se sumergió hasta el fondo del mar. Ruskin, que
se compromete a examinar las nociones modernas del valor y de la propiedad, pregunta:
»Dadas las circunstancias, ¿es el hombre el que posee al oro o es el oro el que posee al
hombre?». Como contraste a tales formas grotescas satíricas descubiertas, las inventadas, que
toman el contorno tanto de las parábolas como de las imágenes individuales, no poseen un
componente procedente de los fenómenos contemporáneos. Estas imágenes y parábolas
satíricas son ejemplificadas en su imagen de la verdadera divinidad de Inglaterra, «La gran
Bretaña del mercado», en «Tráfico» (1865) o, dentro del mismo trabajo, su fábula de dos
supuestos propietarios y amigos que gastaron todos sus fondos en armas para defenderse el
uno del otro.
Estas formas de lo grotesco contribuyen con la técnica dominante del sabio, que es la creación
de la cultura o credibilidad. Según los antiguos retóricos, los argumentos pueden tener tres
formas o modos: el logos, el pathos, patetismo o dinamismo emocional, o el ethos o estatismo
emocional. Los argumentos que dependen del logos utilizan lo que podemos denominar
ampliamente como «razón» puesto que intentan convencer por medio de la lógica, la autoridad,
la estadística, lo precedente, el testimonio y cosas sucesivas mientras que los que recurren al
pathos apelan a las emociones del oyente o del lector. Por el contrario, el ethos busca
persuadir a la audiencia de que el hablante o el escritor es una persona seria, sincera y sobre
todo, digna de confianza, a la que se debe seguir, cuando la resolución del argumento reside
en su equilibrio. Por supuesto, virtualmente cualquier tipo de argumentación se inspira
variadamente en los tres modos argumentativos. Pero Ruskin avanza haciendo que todos sus
diversos argumentos y evidencias convenzan a la audiencia de que por muy extrañas y
escandalosas que parezcan sus ideas, él merece credibilidad. Al partir desde una posición
ideológica que entra en conflicto con la de su audiencia, comienza con una desventaja definida,
y se ve forzado a asumir graves riesgos retóricos para demostrar cómo inusual e
inesperadamente resulta estar en lo cierto mientras que la opinión recibida y ortodoxa está
equivocada. Todas las otras técnicas de Ruskin, su clara argumentación, sus citas sobre
experiencias personales, su pintura verbal, su clara visión, y su habilidad para notar los
fenómenos naturales que la mayoría son incapaces de apreciar, contribuyen a crear esta
apariencia de credibilidad, para que prestemos atención a sus ideas más frustrantes o
inesperadas, las consideremos, y le demos la oportunidad de convencernos, tanto de que son
verdad como de que nuestro reconocimiento de su verdad es crucial para nosotros a nivel
personal.
Por oposición a las manifestaciones grotescas simbólicas «encontradas» que el sabio crea a
partir de esos fenómenos que elige interpretar, la forma inventada de lo grotesco simbólico
deriva de su propia imaginación y puede asumir el modo de analogías, metáforas y parábolas
extendidas. En sus escritos sobre economía política, Ruskin utiliza ampliamente tales
grotescos simbólicos inventados, que efectivamente reemplazan la pintura verbal que
caracterizaba su crítica de arte como su recurso retórico favorito. En «Las raíces del honor»,
que abre Hasta que esto dure, utiliza precisamente tal analogía satírica para atacar la estatura
intelectual de la teoría económica decimonónica. Así, comienza con una introducción correctiva
que primero menosprecia como engañosos estos enfoques supuestamente científicos de los
principales problemas sociales y luego los compara con las disciplinas primitivas y obsoletas
del pensamiento, tales como la alquimia: «Entre estas falsas ilusiones que en diferentes
periodos han tomado posesión de la mentalidad de las grandes masas de la raza humana,
quizá la más curiosa, ciertamente la menos creíble, es la moderna susodicha ciencia de la
economía política, basada en la idea de que se puede determinar un ventajoso código de
acción social con independencia de la influencia de la dolencia social». Dado que »al igual que
los ejemplos de la alquimia, la astrología, la brujería y otros credos populares, la economía
política encierra en su raíz una idea plausible» , Ruskin argumenta que los economistas erran
desastrosamente al »considerar al ser humano meramente como una máquina de codicia».
Aunque de buena gana está de acuerdo con que se debe intentar eliminar las variables
inconstantes cuando se trata de determinar las leyes que guían cualquier área de
conocimiento, señala que los economistas han fallado a la hora de percibir que «los elementos
perturbadores» presentes en el problema que han querido suprimir procedentes de sus teorías
no son los mismos que los elementos constantes puesto que »alteran la esencia de la criatura
sometida a examen en el momento en que son incorporados, de modo que no operan
matemática sino químicamente, introduciendo condiciones que agotan todo el conocimiento
previo». Fundamentándose en sus conocimientos químicos, una ciencia verdadera y como
analogía, Ruskin señala posteriormente la peligrosidad de la falsedad de tales conclusiones:
»Hemos hecho y aprendido de los experimentos con nitrógeno puro, y nos hemos convencido
de que es un gas muy manejable: pero, ¡obsérvese! que con lo que tenemos prácticamente
que tratar es con el cloruro, y esto, en cuanto lo transferimos a nuestros principios establecidos,
nos hace saltar y a nuestro aparato también por los aires». Inmediatamente después de
introducir esta analogía satírica, metamorfoseada en una narrativa rudimentaria y abreviada, lo
siguiente que Ruskin utiliza es una forma maravillosamente extraña de lo grotesco simbólico:
Obsérvese que ni impugno ni dudo de la conclusión de la ciencia sobre la aceptación de sus
términos. Simplemente estoy interesado en ellos, al igual que lo estaría en los de una ciencia
gimnástica que asumiera que los hombres carecen de esqueletos. En ese supuesto, se podría
demostrar que sería ventajoso enrollar a los estudiantes en comprimidos, aplanarlos como
pasteles, o estirarlos como cables y que cuando se llevaran a cabo estos resultados, se
prestaría atención a la reinserción del esqueleto aunque con varios inconvenientes para su
constitución. El razonamiento podría ser admirable, las conclusiones verdaderas y la ciencia
deficiente, sólo en cuanto a su aplicación. La economía política moderna se encuentra en una
base justamente parecida.
Según Ruskin, que argumenta que esta ciencia supuestamente práctica es en realidad
decididamente poco práctica e impracticable, la economía política moderna tiene las mismas
ventajas y desventajas que su pseudociencia inventada de la gimnástica sin esqueletos: sus
inventores y practicantes han sacrificado la utilidad, la relevancia y la aplicabilidad por la
elegancia y la comodidad teórica. Al hacer tal acusación, Ruskin inmediatamente prueba que
aunque a primera vista puede parecer el teórico inaplicable de mirada salvaje, sus ideas
poseen más valor que las comúnmente aceptadas.
Los grotescos simbólicos inventados de Ruskin son particularmente útiles a la hora de resumir
los defectos de las posturas opuestas. Estas analogías y narrativas ligeramente satíricas le
deben por supuesto mucho a los satíricos neoclásicos, en concreto a Swift, cuyo Cuento de
una bañera y Los viajes de Gulliver utilizaba profusamente ambos para arrojar una visión
contraria bajo una luz un tanto pobre. Cuando Ruskin se enfrenta en «Tráfico» contra aquellos
que reivindican que no se pueden permitir crear un bello entorno para la vida humana, utiliza
una pará bola característica para reducir tales protestas al absurdo. Supongamos, instruye a
sus oyentes, que han sido enviados «por algún caballero particular, que vive en una casa de
las afueras, con su jardín separado de la de su vecino sólo por una pared de árboles frutales»
para orientarle sobre cómo acomodar la sala de estar. Dado que las paredes están vacías,
Ruskin sugiere una rica decoración, es decir, unos techos pintados con frescos, un
empapelado elegante, cortinas de damasco, pero su cliente que no se lo puede permitir, se
queja del gasto. Puntualizando que su cliente se supone que es un hombre adinerado, usted le
dice:
»Ah, sí», dice mi amigo, «¿pero usted no sabe que en este momento estoy obligado a gastar
casi todo en trampas de acero?» «¡Trampas de acero! ¿Para quién?», «Hombre, para el tipo
que se halla al otro lado de la pared, ¿sabe?: somos muy amigos, amigos con mayúscula, pero
tenemos el deber de mantener nuestras trampas a ambos lados de la pared, puesto que sin
ellas y sin nuestras pistolas no podríamos mantener una relación amistosa. Lo peor de todo es
que somos dos tipos lo suficientemente listos y no hay día que pase sin que no encontremos
una nueva trampa, una nueva pistola o algo similar».
El cliente le dice a Ruskin que los dos buenos vecinos se gastan en las trampas quince
millones al año y no ven cómo podrían apañárselas con menos y por lo tanto, el decorador de
Ruskin debe comprender por qué posee tan poco capital para embellecer el entorno de su
cliente. Volviéndose hacia su audiencia, Ruskin abandona la pose del ingenuo y comenta
adoptando el tono del profeta del Antiguo Testamento: »Una condición de vida
extremadamente cómica para dos caballeros particulares pero me parece que no tan cómica
para dos naciones». Supone que el manicomio puede resultar cómico si sólo tuviera un loco,
del mismo modo que las pantomimas navideñas son cómicas con sólo un payaso, «pero
cuando el mundo entero se vuelve un payaso y se pinta de rojo con la sangre de su propio
corazón en vez de con el color bermellón, pienso que es algo más que cómico». Una vez que
ha ridiculizado con su parábola satírica la seriedad intelectual de las autojustificaciones de sus
oyentes para evitar gastar dinero en embellecer su entorno, Ruskin pasa de mofarse a
condenarles, puesto que revela de nuevo que la competencia es una ley de la muerte y que
destruye el arte, la belleza y las condiciones de una existencia saludable y plena.
Al estilo del profeta del Antiguo Testamento, demuestra que las acciones de sus
contemporáneos desvelan que han abandonado los caminos divinos, de tal manera que sus
grotescos simbólicos proporcionan un recurso particularmente apropiado para tal crítica social,
porque enfatizan tanto las cualidades simbólicas como las grotescas de la vida contemporánea
que necesitan desesperadamente ser corregidas. Estas piezas, que combinan las habilidades
de Ruskin para la virtuosismo interpretativa y satírica, reemplazan la pintura verbal como
técnica estilística característica en su escritura posterior y prueban ser esenciales en su
empresa como sabio, puesto que sirven para centrar sus interpretaciones sociales mientras
proporcionan un medio atractivo, interesante y a menudo agudo de transmitir sus ideas.

RUSKIN INTERPRETANDO A RUSKIN


Ruskin, el gran maestro de la interpretación del arte y de la sociedad, hace gala de sus
habilidades para presentar su propia vida en Praeterita, la autobiografía incompleta que publicó
en números separados entre 1881 y 1886; pasado este año recurrentes ataques de locura le
forzaron a dejar de escribir. Compuso Praeterita por numerosas razones. Nos dice que fue »la
recreación de un anciano a la hora de reunir flores visionarias en los campos de la juventud»,
así como »una ofrenda respetuosa a la tumba» de sus padres. Sin embargo, lo escribió
principalmente como un medio para permitirnos ver cómo aprendió o desarrolló sus ideas
fundamentales. Según Ruskin, »El modo cómo aprendí todo lo que enseño es la única cuestión
esencial y verdadera que tengo en cuenta en esta historia» y tal declaración de propósito alude
a dos puntos importantes. Primeramente, y a diferencia de Rousseau, Ruskin no concibe su
autobiografía como una auto-revelación completa o una confesión. Por lo tanto no incluye
ninguna mención a su malogrado matrimonio o, por este asunto, a muchos de sus amigos, ni
discute sobre largos periodos de su carrera. Los ataques de locura que le obligaron a dejar de
escribir antes de que cubriera ciertos temas, en vez de la evitación consciente de los mismos,
explica muchas, aunque no todas, de sus omisiones mayores.
La declaración de propósito de Ruskin también nos informa de que Praeterita, al igual que la
autobiografía de Mill, registra abundantemente una historia intelectual y que lo hace en un
sentido peculiarmente ruskiniano, en el sentido que emerge en su doble énfasis en las fuentes
visuales del conocimiento y en la unidad intrínseca de la sensibilidad humana. Para Ruskin, no
existe tal hombre económico, estético o intelectual, ni incluso para argumentar. Según él, sólo
existe el ser humano, cuyas experiencias están interconexionadas, entretejidas y son
pertinentes.
Pero para Ruskin todas sus experiencias se centran en los actos de percepción, y por lo tanto
presenta la historia de su vida como una serie de momentos visionarios yuxtapuestos. La
autobiografía de Ruskin teje así conjuntamente sus dos inquietudes con la percepción y la
interpretación, y aunque ocasionalmente enfatiza o bien el aprendizaje para ver o para
comprender los episodios individuales, entreteje como algo más normal la historia de las dos
partes de su educación porque ve que se hallan esencialmente relacionadas.
La interpretación se introduce explícitamente en el relato de su vida cuando narra la
importancia de la lectura de la Biblia durante su infancia: «Nunca se me pasó por la cabeza
dudar de una palabra de la Biblia, aunque ya había visto suficientemente bien que sus palabras
debían comprenderse de otro modo al que me habían enseñado, pero cuanto más creía en
ello, menos bien me hacía». Pronto aprendió que incluso la Biblia, que los evangélicos
tomaban al pie de la letra de Dios, no se podía leer simplemente sino que requería
interpretación.
A mediados de la década de 1850, Ruskin vio que su creencia evangélica infantil, que
constituía el núcleo de sus interpretaciones sobre el arte y la vida, cada vez estaba más
amenazada por la geología, la Alta crítica y sus propias dudas. Estas presiones diversas pronto
le condujeron, nos dice, »al descubrimiento inevitable de la falsedad de las doctrinas religiosas
en las que había sido educado». Praeterita toma prestado aunque remodela la narrativa de su
ruptura decisiva con el Evangelicalismo que había aparecido en la publicación de abril de 1877
de Fors Clavigera. Fors comenta que la «crisis» de su pensamiento llegó una mañana de
domingo en Turín »cuando ante La reina de Saba de Paolo Veronese y bajo cierto sentido de
abrumación del poder dado por Dios», se marchó a la capilla protestante sólo para escuchar al
predicador de allí asegurar a su congregación waldensiana que ellos, y sólo ellos, escaparían a
la condenación que esperaba a toda la ciudad. »Salí de la capilla, como suma de veinte años
de pensamiento, un hombre contundentemente no converso». Por lo tanto, según esta versión
anterior, las declaraciones del pastor sobre la condenación, que tanto contradijeron el propio
sentido de Ruskin de los caminos de Dios, finalmente le permitieron elegir entre »el
Protestantismo o nada». En cambio, Praeterita afirma que él primero asistió al sermón
waldensiano y que luego se encontró con la pintura de Veronese. Además, según esta
segunda versión de su pasado, Ruskin no reaccionó fuertemente en contra del sermón ni
rompió abruptamente con su creencia evangélica antes de abandonar la capilla. Al revés, al
encontrar al sermón irrelevante más que indignante, dejó atrás la capilla sin conmocionarse, y
sólo después la música y la pintura le convencieron de que había caminos mejores que los
evangélicos para servir a Dios.
Cuando Ruskin invirtió el orden de los acontecimientos, situando el sermón antes de su
experiencia en la galería, cambió el punto de su narración, puesto que mientras Fors explica
cómo una pintura le convenció de que su religión evangélica predicaba una doctrina falsa de la
condenación, Praeterita dice cómo el arte de la pintura y de la música le enseñó cómo servir a
Dios mejor que su creencia anterior. Praeterita no sólo falla a la hora de mencionar el hecho
crucial de que su decisión se movió entre »el Protestantismo o nada», atenuando el sentido de
la crisis, sino que enfatiza la afirmación en vez de la negación.
Las contradicciones que aparecen cuando se comparan las dos versiones de este
acontecimiento clave en la vida de Ruskin revelan hasta qué punto la interpretación domina la
tarea del autobiógrafo. La evidencia de las cartas y de los diarios de Ruskin sugiere que la
versión temprana y más dura del incidente en Fors describe con precisión lo que ocurrió
durante aquella tarde apacible en Turín, pero que una vez que retomó alguna forma de
creencia cristiana en 1875, naturalmente comenzó a percibir los elementos unificadores más
que los perturbadores de su experiencia pasada.
De este modo, Ruskin organiza su vida pasada principalmente en función de los momentos
visionarios porque se concibe a sí mismo esencialmente como un espectador, es decir, como
alguien que vive fundamentalmente viendo y sintiéndose totalmente vivo sólo cuando se
sumerge en el acto de la visión. Praeterita presenta esta concepción de sí mismo
concentrándose en el desarrollo del sentido de la vista, y los hechos cruciales en su desarrollo
destacan como destellos cuando vio o aprendió a ver por primera vez de algún modo nuevo e
importante. No se vanagloria de la imaginación artística ni de la inteligencia o de »cualquier
poder o capacidad especial, puesto que de hecho, no existe tal cosa, excepto la paciencia a la
hora de observar, y la precisión en el sentimiento, que posteriormente, con la debida diligencia,
formó mi poder analítico . . . Por otra parte», nos dice, «Nunca he conocido a nadie cuya sed
por los hechos visibles fuera simultáneamente tan entusiasta y metódica». Su autobiografía,
que por tanto muestra los caminos que desarrolló bajo la influencia de esta »sed por los hechos
visibles», puntualiza que la satisfacción de esta sed constituyó una de las fuentes principales
del placer infantil del joven Ruskin. Como niño, tuvo pocos juguetes y principalmente se
entretenía explorando patrones en las alfombras y en los tejidos de su casa.
Semejante vida visual vino fomentada por el modo en el que los Ruskin hicieron sus viajes por
Europa sin hablar el lenguaje de los países que visitaban y sin socializarse con ningún turista
británico. Según él, tal ausencia tuvo sus propios beneficios, puesto que »si tienes empatía, el
aspecto de la humanidad se corresponde más verdaderamente con su profundidad que con
sus palabras; e incluso en mi propia tierra, aquello que me ha decepcionado menos es lo que
he aprendido como espectador». Praeterita, entonces, es una autobiografía de Ruskin como
espectador, el hombre que ve y que comprende.
Praeterita deja patéticamente claro que el espectador es también aquel que permanece
separado del flujo de la vida y que observa. Praeterita que relata que las inseguridades
sociales de su padre le privaron demasiado de amigos de su propia edad, enfatiza el tipo de
vida vivaz, satisfecho, presumido, al estilo Cock-Robinson-Crusoe así como el aislamiento
social de su familia, lo que Ruskin denomina »nuestra manera regular y dulcemente egoísta de
vivir». Aislado de este modo, se involucró mucho en lo visual y lo visionario, estudiando aquello
próximo y a mano o imaginando lo lejano: »Bajo tales circunstancias, los poderes imaginativos
que poseía, o bien se aferraron a los objetos inanimados como el cielo, las hojas, los guijarros,
todos observables dentro de los muros del Edén, o aprovecharon cualquier oportunidad de
volar hacia las regiones del romance». Ruskin así llegó a amar la vida de aquel que ve a los
otros sin ser visto: »Siempre he sido feliz cuando nadie pensaba en mí . . . Todo mi placer lo
extraía al observar sin ser notado, si pudiera haber sido invisible, tanto mejor». Según Ruskin,
su afecto infantil por ser un ojo que ve, casi invisible, produjo su »amor esencial por la
naturaleza» que fue »la raíz de todo en lo que útilmente me he convertido, y la luz de todo lo
que he aprendido correctamente». Nos dice su autobiografía que el entorno de su niñez
alimentó este amor, que él continuamente caracteriza como la pérdida del jardín del Edén al
que dejó de acceder excepto quizá por medio de la memoria.
Además de caracterizar el sentido de la vista de Ruskin y de explicar cómo se desarrolló,
Praeterita también documenta la educación de su vista relacionando sus diversos encuentros
con profesores de pintura, paisajes específicos y obras de arte. Explica por ejemplo, que
aunque su maestro de pintura, Charles Runciman, no hizo nada por alentar su don para »pintar
delicadamente con el bolígrafo», enseñó sin embargo al joven Ruskin »la perspectiva,
simultáneamente exacta y simple» y »una agilidad y facilidad manual que posteriormente
encontré extremadamente útil, aunque perdí lo que acabo de denominar como la "fuerza", la
firme exactitud de mi línea». Lo más importante es que Runciman »cultivó en mí, en realidad
fundó en mí, el hábito de considerar los puntos esenciales de lo dibujado, como para
abstraerlos definitivamente y me explicó el significado y la importancia de la composición».
La autobiografía de Ruskin también explica que los encuentros con obras de arte o con
enclaves artísticos específicos influyeron directamente en su vida y en su carrera. En
ocasiones tales encuentros ocurrieron bajo la dirección de un ojo experimentado, tal y como
aconteció en una reunión en la casa de Samuel Rogers, el poeta banquero. Ruskin relata que
cuando »comenzó a sentirse elocuente» al alabar un boceto de Rubens que poseía su
anfitrión, el artista George Richmond preguntó por qué no había hecho ningún comentario
sobre la superioridad del Veronese que colgaba debajo. Ante la respuesta sorprendida de
Ruskin de que el veneciano parecía bastante dócil en comparación con el Rubens, Richmond
respondió que sin embargo, »el Veronese es verdadero mientras que el otro es violentamente
convencional» (35.33 7). Al contrastar las claras sombras de Veronese con el uso del contorno
ocre, del bermellón y del betún en Rubens, introdujo al joven crítico de arte en una nueva
comprensión del color veneciano y de la naturaleza de la convención artística.
Tres obras de Samuel Prout: Plaza
de San Marcos, Venecia, Amiens, y
El Palacio Ducal, Ferara.
Por el contrario, la mayoría de los
encuentros que Ruskin describe
tuvieron lugar sin la ayuda de otros y
fueron descubrimientos puramente
individuales. Por ejemplo, cuando
visitó Génova en 1840, Ruskin vio
»por primera vez la Piedad circular de Miguel Angel, que supuso mi iniciación en todo el arte
italiano, puesto que por aquel entonces, no entendía ni jota de la pintura italiana, salvo Rubens,
Vandyke y Velázquez»; asimismo, su visita a Lucca en 1845 le enseñó por primera vez que la
arquitectura era más que una excusa para lo pintoresco. Ruskin, que amaba románticamente
las estructuras pintorescas y gastadas por el tiempo, se encontró de repente con edificios del
siglo XII construidos »con un material tan incorruptible que después de seiscientos años de sol
y lluvia, un bisturí no cabía entre sus junturas». Siendo joven había aprendido, al igual que toda
la gente de la época con inclinaciones románticas y con una sensibilidad artística, a buscar las
irregularidades agradables y la marca temporal de lo pintoresco, y durante un tiempo diseñó su
propio estilo pictórico según el de Samuel Prout, quien inventó un tipo particular de lo
pintoresco urbano. Lucca le enseñó sin embargo que la gran arquitectura era más que una
mera excusa para la visión de lo pintoresco. En realidad, tenía sus propias reglas formales en
las que el buscador de lo pintoresco inevitablemente fallaba a la hora de percibirlas. Lo
pintoresco, debido a toda su fascinación, resultó por tanto ser otra de aquellas convenciones
artísticas que a fin de cuentas hicieron más mal que bien porque enmascaraba en vez de
ayudar a ver lo que realmente estaba allí. Una vez que se aproximó a este bello pueblo
medieval para disfrutar de los placeres delicados de lo pintoresco, Ruskin inesperadamente
encontró edificios contrarios a lo pintoresco, y es que en vez de sucumbir a los efectos del
tiempo, estas estructuras góticas todavía conservaban la fuerza, la firmeza y la precisión en su
silueta.
Venecia, uno de los centros de su vida y de su pensamiento, también se le apareció por
primera vez en gran parte como un estímulo para la fantasía romántica. Al igual que tantos
viajeros del siglo XVIII y XIX, fácilmente cayó bajo su embrujo. Ruskin, cuya autobiografía se
forma alrededor de momentos perceptivos, describe característicamente su amor por Venecia
originado en una única visión, aunque sea obviamente menos excitante o epifánica que las
descritas y acontecidas en los Alpes: »Todo comenzó cuando vi que el pico de la góndola
realmente se metía por la puerta de la casa de los Danieli, cuando la marea estaba crecida y el
agua tenía una profundidad de dos pies en la base de las escaleras, y entonces, a ambos lados
de los canales, el mármol propiamente dicho emergía del mar salado y dejaba al descubierto
pequeños cangrejos marrones y Tizianos en su interior. Habiéndose acercado a Venecia por
medio de Byron y de Turner, Ruskin inmediatamente ajustó los matices de su arte a sus
propias percepciones. Según él, el gran momento revelador sobre Venecia llegó no cuando se
encontró con los palacios a lo largo del Gran canal o del Palacio ducal, o incluso en San
Marcos, sino cuando vio por vez primera el gran ciclo de pinturas de Tintoretto sobre la vida de
Cristo. Ante la rogativa de su amigo y maestro de pintura J. D. Harding, visitó la Escuela de
San Roque donde su encuentro con el ciclo magistral de Tintoretto le obligó, dice, a estudiar la
cultura e historia de Venecia, llegando así a escribir Las piedras de Venecia.
Los descubrimientos más importantes que Ruskin registra en Praeterita aparecen en varias
parábolas diestramente narradas sobre la percepción que explican cómo aprendió a ver por sí
mismo. Su presentación de los famosos incidentes de la hiedra de Norwood y del álamo de
Fontainebleau revelan que un encuentro con la obra de Turner, específicamente sus bocetos
de Suiza, le prepararon para estos momentos cruciales de descubrimiento que a su vez le
adiestraron para comprender a Turner incluso mejor. Ruskin se dio cuenta de que los bocetos
de Suiza, que tanto codiciaba »eran impresiones directas de la naturaleza, y no diseños
artificiales como los Cártagos y las Romas. Y comenzó a ocurrírseme que quizá incluso en los
artificios de Turner podía haber más verdad de la que yo había comprendido . . . En esta
temática posterior la propia naturaleza se estaba aliando con él». Inmediatamente después de
relatar cómo penetró en esta perspectiva dentro del modo de trabajar de Turner, Praeterita nos
comenta cómo el propio Ruskin consiguió ver con una visión más clara:
Considerando estas cuestiones un día por la carretera hacia Norwood, noté una brizna de
hiedra alrededor de un tallo espinoso que no parecía tener una mala composición incluso para
mi juicio crítico, y procedí a realizar un estudio a lápiz con luz y sombra de ella en mi libreta de
papel gris, cuidadosamente, como si fuera un pedazo de escultura, que me gustaba cada vez
más según la dibujaba. Cuando lo acabé, me di cuenta de que había estado prácticamente
perdiendo todo mi tiempo desde los doce años, porque ¡nadie me había dicho que dibujara lo
que realmente se encontraba allí!.
Ruskin a propósito contrasta el »juicio crítico» con el acto de la pintura, la escultura y la hiedra
alrededor de un tallo espinoso, el arte del hombre y la creación más sublime de la naturaleza.
Años de bosquejos según las reglas seguidas por el artista aficionado en busca de lo
pintoresco le habían dejado unos pocos recuerdos útiles de lugares, pero no fue hasta que se
olvidó de sí mismo y casualmente comenzó a dibujar este pedacito de vegetación cuando se
dio cuenta de que nunca antes había »visto la belleza de nada, ni tan siquiera de una piedra y
¡mucho menos de una hoja!».
Tres acuarelas
de Ruskin:
Estudio del pino
piñonero en
Sestri,, Estudio
de los árboles
en Sens,
y El campo
detrás de la
casa de Ruskin
en Denmark Hill
La siguiente fase en su progreso ocurrió en Fontainebleau cuando, cansado de andar,
comenzó a dibujar un pequeño álamo y de nuevo experimentó un momento crucial visionario
tras intentar casi casualmente representar un hecho natural sin prestar atención a ninguna
regla:
Lánguida, pero no perezosamente, comencé a dibujarlo, y a medida que lo hacía, el letargo
se esfumó: las bellas líneas insistían en ser trazadas y sin cansancio. Se fueron tornando más
y más bellas según cada una se elevaba sobre el resto y tomaba su lugar en el aire. Con un
asombro que aumentaba a cada instante, vi que «se componían» a sí mismas mediante leyes
delicadas que cualquiera de las conocidas por los hombres. Al final, el árbol estaba allí, y todo
lo que había pensado antes sobre los árboles, ¡no estaba en ninguna parte!
Ruskin destaca que su experiencia pictórica de la hiedra de Norwood no le «degradó» por
completo porque siempre había asumido que la hiedra era una planta ornamental. Sin
embargo, la pintura de un árbol fortuitamente elegido finalmente le convenció de que la
naturaleza era muy superior al arte:
Que todos los árboles del bosque (puesto que vi con toda seguridad que mi pequeño álamo
era sólo uno entre un millón) debían ser hermosos, mucho más que la decoración gótica, más
que la imaginería de las vasijas griegas, más que los bordados más delicados que Oriente
podía recamar, o que los pintores más ingeniosos de Occidente podían diseñar; en realidad
esto puso fin a todos mis pensamientos previos, y fue una introspección dentro de un nuevo
mundo silvano. No sólo silvano. Los bosques, que sólo había observado como un espacio
natural colmado, vi entonces que en su belleza, tenían las mismas leyes que guiaban a las
nubes, dividían la luz y equilibraban las olas.
Ruskin creyó que sus experiencias de los bocetos suizos de Turner, de la hiedra de Norwood y
del álamo de Fontainebleau constituyeron la piedra de toque, el fundamento de su futura
carrera.
Las lecciones que aprendió a partir de la hiedra de Norwood y del álamo de Fontainebleau
prosiguieron por medio de su pintura de lo gótico en Reims. Una vez más, el momento de
descubrimiento le cogió por sorpresa, puesto que según estaba pintando la tumba de Ilaria de
Caretto, repentinamente se dio cuenta de que su bello contorno respetaba las mismas leyes
que gobernaban la hiedra de Norwood y el álamo de Fontainebleau: »La armonía de las líneas
. . . vi en un instante que estaba bajo la influencia de las mismas leyes que las ondas del río, la
rama del álamo, y que el despertar y el anochecer de las estrellas» (35.349). En cada fase,
Ruskin se encontró sumido en la sorpresa a medida que sus ojos y sus manos le enseñaban a
reconocer aquello crucialmente importante que su mente no había contemplado.
Primeramente, descubrió que la hiedra encarnaba leyes de belleza muy superiores a las
inventadas por la imaginación y después averiguó que los árboles, que son creaciones de la
naturaleza mucho más majestuosas, siguen también tales reglas. La tercera fase de su
progreso llegó cuando detectó semejantes leyes personificadas en lo gótico, un descubrimiento
que sugiere que los grandes escultores y los arquitectos medievales reconocieron
instintivamente la belleza intrínseca a la naturaleza que ningún teórico puede abarcar o
predecir.
Todos estos descubrimientos visuales enseñaron a Ruskin el artista que tenía que aprender a
ver por sí mismo, mientras otras experiencias le enseñaron la misma lección sobre la crítica.
Aunque ocasionalmente recibió orientaciones inestimables, como cuando Richmond le enseñó
a ver el color veneciano, todavía debía experimentar cada hecho con sus propios ojos y
sentimientos, y fue ésta la razón por la que Ruskin dio tal importancia al acto de la pintura
como herramienta del autodidactismo del artista. Localizó su independencia como crítico en la
visita que en 1840 hizo a Roma cuando, después de que sus padres, amigos y guías le dijeran
lo que era digno de un buen gusto, descubrió rápidamente que tenía que decidir por sí mismo
sobre la grandeza de estos edificios y pinturas: »Todo el mundo me dijo que mirara al tejado de
la capilla Sixtina, y me gustó, pero todo el mundo me dijo también que observara La
Transfiguración de Rafael y el San Jerónimo de Domenico» (35.273), que no le gustó, dándose
cuenta así de que debía hacer sus propios juicios.
Al igual que sus encuentros con la hiedra de Norwood y el álamo de Fontainebleau, las
epifanías más poderosas de Praeterita vuelven a representar ocasiones en las que se encontró
por primera vez con alguna belleza natural. Estas escenas más dramáticas presentan a Ruskin
viendo algo, no cercano sino en la lejanía, puesto que dramatizan visiones futuras y
panorámicas desde la cumbre del Monte Pisga, es decir, momentos en los que su vista captó
un paraíso distante e inalcanzable. Por ejemplo, en 1833, cuando tenía 14 años, llegó a
Schaffhausen con su familia y en el ocaso vio por primera vez los Alpes. Mirando un paisaje
que a primera vista parecía »que se encontraba a una distancia similar como Malvern está de
Worcestershire o Dorking de Kent», súbitamente vio montañas en lontananza:
Ninguno de nosotros pensó en ningún momento que allí hubiera nubes. Las montañas eran
tan claras como el cristal, nítidas en el puro horizonte del cielo, ya teñidas de rosa por un sol
que sucumbía. Todo trascendía infinitamente lo que jamás hubiéramos podido pensar o soñar;
los muros del Edén perdido no podrían habernos resultado más hermosos ni más
impresionantes. Nos encontrábamos ante un cielo redondo, ante las murallas de la muerte
sagrada. No es posible imaginar, en ninguna época de la humanidad, una entrada en el mundo
más bendita para un niño con un temperamento como el mío, aunque es cierto que el
temperamento era el propio del momento: unos pocos años antes, dentro del siglo, ningún
chico que hubiera nacido se habría preocupado por las montañas o por los hombres que vivían
entre ellas, de modo semejante. Hasta la época de Rousseau no había existido un amor
«sentimental» hacia la naturaleza . . . La panorámica de los Alpes no sólo constituyó la
revelación de la belleza de la tierra, sino la apertura de la primera página de su volumen.
Aquella tarde descendí de la terraza ajardinada de Schaffhausen con el designio de mi destino.
Al relatar ésta y otras experiencias cruciales, Ruskin, al igual que numerosos victorianos,
incluidos Carlyle, Tennyson, y Mill, utilizaron el patrón de una narrativa religiosa de conversos.
Aunque Praeterita presenta momentos de clímax, no está construida, como la mayoría de las
narrativas de conversos, sobre un único clímax o momento de iluminación. Al revés, Ruskin
organiza sus materiales en torno a una serie de iluminaciones culminantes, como las logradas
por medio de la pintura de la hiedra y del álamo, cada una de las cuales puede mantenerse
hasta cierto punto por sí misma. Digo «hasta cierto punto» porque cada momento visionario,
cada nueva percepción, se une a las otras en una secuencia para formar un todo mayor que la
suma de las partes individuales. No obstante, su organización primigenia se localiza alrededor
de centros o puntos de visión personalmente alcanzados, cada uno de los cuales se acomoda
dentro de un segmento o fragmento. En otras palabras, Praeterita descansa sobre los mismos
principios estructurales que sostienen Pintores modernos, Las piedras de Venecia y otras de
sus obras maestras.
Tal reconocimiento ayuda a explicar cómo Praeterita, aunque incompleta, puede ser una de las
autobiografías más excelsas. Específicamente explica cómo una obra inacabada y escrita
deliberadamente de modo fragmentario crea tales efectos poderosos. Tal reconocimiento
conduce también a una mejor comprensión de la forma peculiar de la técnica narrativa, o
posiblemente de todo un género, que proporciona un sentido de la completud estética y de la
eficacia retórica, aunque aparentemente carece de la plenitud formal de la narrativa.
La hija de Thackeray pensó que los retratos linguísticos de Ruskin eran tan brillantes que creyó
que debería haber sido novelista, una cuestión que saca a la luz la naturaleza de la narrativa y
las estructuras interpretativas de Ruskin. El problema, al menos como lo vio Ruskin, era que no
podía relatar una historia eficazmente por lo que una manera de aproximarse a Praeterita es
como alternativa a la narrativa convencional, en la que no encajaba particularmente. Ésta no es
una confesión relativa a una debilidad notable puesto que el genio siempre tiene sus
limitaciones. Tennyson, por ejemplo, tampoco estaba muy dotado para la estructura narrativa
convencional de tal manera que desarrolló una forma poética en In Memoriam y en Los idilios
del rey que la evitaba, confiando en su lugar en un entretejido complejo de momentos, visiones
y sueños culminantes yuxtapuestos. Al hacer esto, este poeta supuestamente conservador
logró crear el tipo de modo narrativo con el que Conrad, Faulkner y Woolf generalmente
ganaron una buena reputación en las historias de la novela. Praeterita que tanto influenció a
Proust, se basa en un modo narrativo similar, aunque más difuso. Al organizar sus »flores
visionarias», tal y como las denominó, en una serie de narrativas autosuficientes, Ruskin creó
una forma literaria que funciona por medio de yuxtaposiciones y acumulaciones más que por
medio de progresiones narrativas.
Por supuesto, Ruskin se instaló en tal estructura literaria, a la que se inclinó tan
temperamentalmente, porque creyó que la narrativa convencional falsificaba el tipo de relato
que deseaba narrar. Según él, la complejidad de la historia necesariamente entra en conflicto
con las tendencias simplificadoras de la narración: »Se trate de la biografía de una nación o de
la de una única persona, es igualmente imposible rastrearla continuamente a través de los
años sucesivos. Algunas fuerzas decaen mientras otras se fortalecen y la mayoría actúan
irregularmente, o si no, a través de periodos de entusiasmo renovado que no se corresponden
y que siguen a intervalos de apatía. Para la claridad expositiva, es necesario seguir primero
uno, luego otro, sin confundir informaciones de lo que ocurre en otras direcciones».
Esencialmente, la estructura literaria de Ruskin organiza el propio trabajo así como la
percepción del lector sobre la misma en segmentos o episodios discretos, aunque
individualmente satisfactorios. Esta descripción de la estructura literaria característica en
Ruskin vuelve a dar en el clavo con los lectores de sus otras obras. El quinto volumen de
Pintores modernos, y los múltiples números de Fors Clavigera comparten la estructura
segmentada, episódica, aunque raramente satisfactoria de la autobiografía. Todas estas obras
progresan por medio de un conjunto de iluminaciones, momentos visionarios y epifanías.
Ruskin vio que sus propias experiencias asumían la forma de un patrón de pérdida y triunfo.
Las pérdidas incluyen el tiempo perdido, pero lo más importante, a la gente perdida, puesto que
esta agradable fuga de memoria contiene un número sorprendente de muertes y de escenas
de muerte en la cama. Los triunfos, la recompensa por toda esta pérdida personal, ocurren casi
por completo en función de la visión, en el aprendizaje correcto para ver las cosas,
independientemente de lo que cuesten y de lo que duelan. Otro modo de abordar este tema
sería referirse a sus énfasis recurrentes en el Paraíso, en los edenes terrenales y en los
paraísos perdidos que aparecen a lo largo de esta autobiografía. Los autobiógrafos con
frecuencia sistematizan sus experiencias, otorgándolas por lo tanto un orden y un significado
en función de la centralidad de las metáforas, las imágenes y las analogías. Ruskin, uno de los
escritores más metafóricos, utiliza numerosas cadenas analógicas para interpretar su
experiencia pasada pero la dominante en Praeterita consiste en una gama de edenes perdidos
yuxtapuestos y de visiones desde el Monte Pisga.
Aunque la autobiografía de Ruskin al igual que los elementos autobiográficos de sus otros
escritos se inspira en la literatura de la conversión religiosa en cuanto a las imágenes, la
retórica y la estructura, difiere de ella en un aspecto importante, puesto que no intenta
simplemente dar fe de la experiencia de la verdad espiritual, estética o política sino que en su
lugar, pretende que el lector vuelva a experimentar algo de importancia crucial para Ruskin al
situarle, por así decirlo, dentro de la conciencia de Ruskin. La prosa autobiográfica de Ruskin,
al igual que su crítica de arte, colma así sus propios requerimientos con frecuencia constatados
acerca del arte imaginativo. Recordamos que según él, , el gran arte y la gran literatura
proporcionan un medio esencial que permite a la audiencia compartir las emociones y la
imaginación del artista y poeta. Para permitir que la audiencia comparta su pasado, confía en
una literatura de la experiencia, en una clase de literatura cuya estrategia retórica primaria
consiste en que el lector experimente sus sentimientos, pensamientos y razonamientos.
Praeterita como In Memoriam utiliza sus datos primordialmente para crear un efecto
imaginativo y emocional. Cada argumento encontrado, cada persona experimentada, cada
paisaje confrontado es un estadio experiencial, un peldaño de la escalera de la visión del
desarrollo y de la liberación. Los costes del logro de esta visión casi única fueron enormes y
uno de ellos fue que Ruskin se convirtió en exceso en una criatura de la vista, es decir, en un
ser que vive demasiado aislado y separado y que vive sólo en lo que ve.
Por lo tanto, cuando el mundo de Praeterita aparece a petición de Ruskin, no levanta una
cortina y nos hace que observemos una serie continua de sucesos. En vez de ello, nos coge
por el brazo y nos muestra una galería de pinturas. Una de ellas sugiere que la comparemos
con otra, y que nos desplacemos de aquí para allá, y tanto si llegamos o no al final de la
galería, sentimos que estamos junto a Ruskin, el espectador de su propia vida.

CONCLUSION
El factor unificador en los escritos de Ruskin, como hemos visto, aparece en el impulso que
demostró a lo largo de toda su carrera por interpretar cuestiones contemporáneas. Las
interpretaciones sobre la pintura y la arquitectura con las que comenzó su carrera recogieron
un éxito temprano y duradero. Inspirándose en la retórica y en las técnicas del predicador
victoriano, en las concepciones de Wordsworth del poeta y en las teorías neoclásicas de la
pintura y de la belleza, Ruskin ofreció a su audiencia victoriana argumentos convincentes sobre
la seriedad esencial, la relevancia y la importancia moral de las artes visuales. Los argumentos
de este tipo insertos en esta clase de lenguaje eran lo que sus contemporáneos querían
escuchar. Tan pronto como pudo, en 1851, y sólo nueve años después de la publicación de
Pintores modernos I, Ruskin comenzó a enfatizar las dimensiones políticas del arte, y aunque
Las piedras de Venecia tuvo un buen recibimiento, gran parte de su audiencia se conmocionó
ante el tratamiento de tales cuestiones. Éste no fue el argumento que muchos deseaban
escuchar constatado en ningún tipo de lenguaje de tal manera que las objeciones a sus ideas
aumentaron con Hasta que esto dure (1862), a medida que los críticos consideraron sus
opiniones notablemente sanas de la sociedad como «desequilibradas» y peligrosas.
Aunque el sentimiento de aislamiento que Ruskin parece haber sentido en grados divergentes
a lo largo de su vida se incrementó después de 1860 (que fue también el periodo durante el
cual abandonó la religión de su infancia), todavía conservó una audiencia en sus conferencias
y publicaciones políticas. De hecho, habiendo desembolsado gran parte de la fortuna que
heredó después del fallecimiento de su padre en 1864, ganó suficiente dinero de sus libros,
incluidos aquellos sobre economía política, como para seguir siendo un hombre rico. Una de
las razones por las que Ruskin continuó siendo un autor popular, aunque controvertido, reside
en el hecho de que se fue haciendo gradualmente con una nueva audiencia, compuesta de
miembros de las clases trabajadoras que suplementó y en algunos casos, reemplazó a su
audiencia anterior.
Durante la etapa media y posterior de su carrera, Ruskin sin embargo no se concentró por
completo en la economía política, sino que continuó con sus conferencias en Oxford y publicó
sobre temas que abarcaban desde la ornitología y la botánica hasta la pintura y la
contaminación. En 1878, comenzó a tener episodios de enfermedad mental que le
incapacitaron intermitentemente, pero durante sus periodos de calma escribió algunas de las
obras más exquisitas, incluidas El arte de Inglaterra y Praeterita. Los últimos actos
interpretativos de Ruskin se centran en su propia vida en Praeterita, una obra tranquila, bella y
lírica escrita durante los periodos en los que su mente y su espíritu estaban calmos. Después
de 1888, tales momentos de paz se hicieron cada vez más raros y Ruskin permaneció aislado
en Brantwood. Irónicamente, justo en el momento en el que miles de lectores en Inglaterra y en
el extranjero recibieron con adulación las obras de Ruskin el profeta, él mismo no pudo
reconfortarse de este hecho.
Tal y como las historias sobre la literatura, el arte, la arquitectura, el diseño y la teoría política
constatan, estamos justamente empezando a percibir el grado con el cual John Ruskin,
intérprete, influenció su propia época y continúa afectando a la nuestra. Ruskin, sin embargo,
posee una importancia mucho más que histórica. Sigue siendo el gran crítico de arte inglés, y
su excelente prosa todavía nos enseña a ver y a ver mejor. Su crítica social con su constante
énfasis en que podemos entender nuestras vidas, perdura como inmediato y sobresaliente, así
como su insistencia en que la prueba principal de las teorías del arte, la sociedad, y la política
se condensa en la pregunta, ¿Enriquecen nuestra vida y nuestro espíritu, nos hacen más
plenos, más ricos, más vivos?

CRONOLOGIA
1819 John Ruskin nace en Londres el 8 de febrero, hijo de John James y de Margaret Cox
Ruskin.
1836 Reside en Oxford, acompañado por su madre hasta 1840. Publica una serie de
artículos titulados «La poesía de la arquitectura» en la Revista arquitectónica (1837-8).
1839 Gana el premio Newdigate de poesía en Oxford con Salsette y Elefanta. Conoce a
Wordsworth.
1840 Se encuentra por primera vez con Turner. Cae enfermo, posiblemente de
tuberculosis y abandona Oxford para hacer un viaje con sus padres que dura desde septiembre
hasta junio. Se encuentra con Georgianna Tollemache, posteriormente Lady Mount-Temple,
que seguirá siendo una de sus amigas más íntimas.
1841 Escribe El rey del río dorado para Euphemia Chalmers Gray, con quien contrae
matrimonio en 1848.
1842 Consigue la maestría en las artes en Oxford y abandona la idea de tomar las órdenes
sagradas. Comienza Pintores modernos.
1843 Publica el primer volumen de Pintores modernos anónimamente en mayo.
1844 Revisa Pintores modernos I, omitiendo gran parte de su contenido polémico. Lee La
poesía del arte cristiano de A. F. Rio y continúa los estudios de botánica y de geología. Compra
El barco de esclavos de Turner.
1846 Publica Pintores modernos II, que marca un nuevo punto de partida en su
pensamiento.
1847 Reseña Bocetos de la historia del arte cristiano de Lord Lindsay en la reseña
trimestral de junio. Sin saberlo Ruskin, Pintores modernos II inspira a William Holman Hunt,
John Everett Millais, y Dante Gabriel Rossetti en la emulación de las fusiones del realismo
visual y del simbolismo elaborado de Tintoretto [92/93].
1848 Se casa con Euphemia Chalmers Gray, una prima lejana, el 10 de abril, después de
lo cual emprende con su mujer un viaje por Normandía. Estudia arquitectura gótica.
1849 Publica Las siete lámparas de la arquitectura. Trabaja en Venecia estudiando la
arquitectura y la historia de la ciudad desde noviembre hasta marzo de 1850.
1850 Publica una colección de poemas y El rey del río dorado, que sin embargo se data el
año siguiente.
1851 Publica el primer volumen de Las piedras de Venecia, «Notas sobre la construcción
de los apriscos», y El Prerrafaelismo. Defiende a Hunt y a Millais en cartas al periódico The
Times después de que Coventry Patmore le muestra el trabajo de éstos. Conoce a Millais,
Rossetti, Hunt, y a otros miembros del círculo prerrafaelita. Trabaja en Venecia desde
septiembre hasta junio de 1852 en Las piedras de Venecia. Turner fallece, siendo Ruskin
fiduciario de su testamento.
1853 Publicación del segundo y tercer volumen de Las piedras de Venecia. Viaja con su
mujer, Millais y el hermano de Millais a las Highlands escocesas.
1854 Anulación de su matrimonio alegando la no consumación. Al año siguiente Effie se
casa con Millais. Comienza a conferenciar sobre arte en la recientemente fundada Universidad
para trabajadores y se hace amigo de D. G. Rossetti y de Elizabeth Siddall. Escribe cartas a
The Times defendiendo la pintura prerrafaelita. Publica Conferencias sobre arte y arquitectura,
impartidas el año anterior en Edimburgo.
1855 Comienza Notas académicas, reseñas anuales de la Academia real de la exhibición
de junio que continúa hasta 1859 (con una única publicación en 1875). Conoce a Tennyson.
1856 Publica el tercer y cuarto volumen de Pintores modernos que afecta al surgimiento
del arte romántico y a las actitudes sobre el paisaje. Conoce a Charles Eliot Norton, su amigo
americano, discípulo y divulgador [93/94].
1857 Publica Los elementos de la pintura y La economía política del arte. Imparte
numerosas conferencias y trabaja en el legado de Turner.
1858 Conoce y se enamora de Rose La Touche. Abandona definitivamente su fe religiosa
protestante en Turín.
1860 Completa el volumen final de Pintores modernos y publica crítica política y social en
la revista Cornhill, pero las protestas de los lectores empujan a Thackeray, el editor, a limitar la
colaboración de Ruskin a cuatro artículos, posteriormente publicados en Hasta que esto dure
(1862).
1862 Publica «Ensayos sobre economía política» en la revista Fraser (1862-3); se publican
como libro, titulado Munera Pulveris en 1872.
1864 El padre de Ruskin fallece el 2 de marzo, dejándole una fortuna considerable. Escribe
y publica «Tráfico» y «Los erarios del rey».
1865 Publica Sésamo y lirios.
1866 Publica La corona de olivo Silvestre y La ética del polvo. Este último trabajo es una
serie de diálogos con niños en los que explica la geología basada en su enseñanza ocasional
en la escuela Winnington, la propuesta de Ruskin de matrimonio a Rose La Touche inicia una
década de frustración y de conmoción emocional.
1867 Publica Tiempo y marea, cartas a un trabajador británico sobre cuestiones sociales y
políticas. Se hace amigo de la trabajadora social Octavia Hill.
1869 Publica La reina del aire, un estudio del mito griego que expande las ideas
encontradas en los volúmenes finales de Pintores modernos. Es nombrado el primer profesor
honorífico de Bellas Artes en Oxford.
1871 Compra Brantwood cerca de Coniston en Lake District al radical W. J. Linton.
Emprende experimentos sociales incluidos la limpieza de las calles en Londres y el arreglo de
las calzadas en Oxford. Comienza a publicar Fors Clavigera, que continúa en secciones
mensuales hasta [94/95] 1878, tras lo cual aparece intermitentemente. Cae gravemente
enfermo a causa de una dolencia mental y física en Matlock. Su madre muere el 5 de
diciembre.
1875 Muere Rose, loca, a la edad de 27.
1878 Funda el Gremio de San George. Suspende Fors tras un ataque de locura en la
primavera y es incapaz de testificar en el juicio Whistler versus Ruskin en noviembre.
1879 Renuncia a la cátedra honorífica de Oxford, en gran parte por el juicio Whistler versus
Ruskin.
1880 Se recupera de los ataques de locura y retoma Fors. Comienza «Ficción, feria y
fallo», una serie que aparece intermitentemente en El siglo XIX hasta octubre de 1881. Publica
Alegría para siempre, una versión ampliada de La economía política del arte (1857).
1883 Retoma la cátedra en Oxford tras ser reelegido y conferencia sobre El arte de
Inglaterra, que contiene comentarios ampliados sobre Hunt, Rossetti, Burne-jones, y otros
artistas victorianos.
1884 Publica «La tormenta de nubes del siglo XIX», como conferencia en la Institución
londinense y comienza a publicar las conferencias de Oxford tituladas Los placeres de
Inglaterra. Publica El arte de Inglaterra en formato libro. Con frecuencia padece perturbaciones
mentales.
1885 Continúa publicando Los placeres de Inglaterra y publica Praeterita, su autobiografía,
que aparece intermitentemente en partes hasta julio de 1889. Su enfermedad mental le fuerza
temporalmente a dejar de escribir.
1886 Sufre ataques de enfermedad mental.
1900 Fallece de gripe el 20 de enero y es enterrado en el cementerio de Coniston [95/96].

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