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El prestigio de la belleza

Julio César Londoño

Uno tiende a pensar que el culto a la belleza de la mujer es antiguo,


que siempre estuvimos a sus pies rendidos, pero en realidad se
trata de una obsesión reciente.
Las esculturas del neolítico aún representaban a la mujer
como una criatura de grandes pechos, caderas anchas y cabeza
pequeña, sin facciones. En suma, eran mujeres anónimas y lo que
se destacaba era su fecundidad, ese misterio, no sus gracias.
Los griegos celebraron la belleza de algunas mujeres, fueron
a la guerra por Helena, congelaron en mármol a Friné y adoraron
diosas femeninas, pero la verdad es que se morían por los
muchachos.
El cristianismo entroniza el espíritu y degrada la materia,
muy pesada para volar al cielo. El cuerpo humano es materia
corruptible y lasciva, en especial el cuerpo femenino, que adquiere
una importancia negativa: las mujeres bellas son la forma favorita
que adopta el demonio para perder a los hombres
La Alta Edad Media prolonga esta superstición. Satanás
asecha en cada rizo (por eso ellas deben cubrirlos con un manto al
entrar al templo). Pero en la Baja Edad Media los cruzados
marchan a Oriente. Llevan un pañuelo bordado en el pecho y
regresan con un madrigal en los labios; y con la Virgen María. Esta
devoción aumenta el estatus social de la mujer, nace el amor
galante y aparecen los primeros vestigios de la moda en la plebe.
En el Renacimiento los dioses y los demonios pierden
terreno, las diosas y las mortales dejan caer el velo, el cuerpo
femenino se expone en toda su espléndida desnudez y la belleza
exterior se considera reflejo de una pureza interior. Las madonas
son lindas, rellenitas y glaciales, como la Venus de Botticelli.
Luego la belleza femenina consolidó su poder con dolor,
gramo a gramo: el canon perdió unos cuatro kilos por siglo aunque,
la verdad sea dicha, los cuidados del cuerpo siguieron siendo un
privilegio de las clases altas.
El siglo XX fue el de la mujer. Pasó de ama de casa a
profesional, tuvo un año más de escolaridad que el hombre, ocupó
un número creciente de cargos públicos y privados, sus derechos
civiles y sexuales estuvieron a la par con los del hombre, y
alcanzaron el monopolio indiscutido de la belleza.
Hoy, “belleza humana” significa mujer. Ellas están en la
portada de ocho de cada diez revistas y protagonizan siete de cada
diez anuncios comerciales. En la publicidad, el hombre es parte del
decorado.
Hay una corriente neomedieval que pretende volver a
satanizar la belleza femenina. Afirma que las exigencias de curvas,
tersura y esbeltez en el cuerpo de la mujer son una conspiración
internacional masculina para reducirla a la condición de objeto. Sus
voceras, señoras que tienen derecho lucir sus canas, sobrellevar
sus arrugas y arrastrar por el mundo los kilos de su glotonería, son
voces de la platea que nadie escucha. El gimnasio, las cirugías
plásticas, las dietas, las curvas y la esbeltez llegaron para quedarse.
No hay nada que hacer. Son operaciones de legítima defensa, el
resultado es magnífico y está a la vista.
Todo hace prever que en los próximos decenios ellas, y
nosotros, seguiremos luchando contra dos agujas inexorables: la
balanza y el reloj. Es verdad que moriremos en el intento, sin duda,
pero también es cierto que hemos ralentizado la velocidad de estas
enemigas, envejecemos mejor que nuestros padres y adquirimos
buenos hábitos para vernos bien.

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