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La mayor recompensa de Dios se destina a los que prestan servicio sin esperar
recompensa.
Mis queridos hermanos, queridos amigos, cuán agradecido me siento por estar
con ustedes en esta inspiradora reunión mundial del sacerdocio. Presidente
Monson, gracias por su mensaje y bendición. Siempre tomaremos en serio sus
palabras de guía, consejo y sabiduría. Lo amamos y sostenemos, y siempre
oramos por usted. Usted es en verdad el profeta del Señor. Usted es nuestro
Presidente. Lo sostenemos, lo amamos.
Hace casi veinte años se dedicó el Templo de Madrid, España, y dio comienzo su
servicio como sagrada casa del Señor. Harriet y yo lo recordamos bien, porque
yo estaba sirviendo en la Presidencia del Área Europa en aquella época. Junto
con muchos otros, dedicamos innumerables horas a atender los detalles de la
plani cación y organizando los acontecimientos previos a la dedicación.
Le pregunté a Harriet si había visto una invitación, pero me dijo que no.
Pasaban los días y mi ansiedad iba creciendo. Me pregunté si nuestra invitación
se había perdido; quizá estuviera enterrada entre los cojines de nuestro sofá.
Quizá había pasado desapercibida entre el correo no deseado y había terminado
en la basura. Los vecinos tenían un gato muy curioso, y llegué incluso a mirarle
con sospecha.
¿Pero cómo era eso posible? ¿Había hecho algo que ofendiera a alguien?
¿Supuso alguien que vivíamos demasiado lejos para hacer el viaje? ¿Se habían
olvidado de mí?
Se trataba de la dedicación de un santo edi cio, un templo del Dios Altísimo. Era
un día de regocijo para los miembros de la Iglesia en España.
Santiago y Juan eran pescadores, probablemente algo toscos, pero supongo que
conocían mucho acerca de los elementos de la naturaleza. Ciertamente, eran
hombres de acción.
Cuando los otros diez apóstoles escucharon esta petición de los Hijos del Trueno,
no les sentó especialmente bien. Jesús sabía que Su tiempo era corto, y debió
perturbarle observar disputas entre aquellos que llevarían adelante Su obra.
Le habló a los Doce sobre la naturaleza del poder y de cómo afecta a los que lo
buscan y lo ostentan. “Las personas in uyentes del mundo”, dijo, “se sirven de su
posición de autoridad para ejercer poder sobre los demás”.
Casi puedo ver al Salvador mirando con un amor in nito el semblante de estos
discípulos eles y creyentes. Casi puedo oír Su voz rogándoles: “No será así entre
vosotros, sino el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor; y
cualquiera de entre vosotros que quiera ser el primero será siervo de todos” 4.
En el reino de Dios, la grandeza y el liderazgo signi can ver a los demás como lo
que verdaderamente son —como los ve Dios— y después tenderles la mano y
servirles. Signi ca regocijarnos con los que están felices, llorar con los que están
apenados, elevar a los a igidos y amar a nuestros semejantes como Cristo nos
ama. El Salvador ama a todos los hijos de Dios independientemente de sus
circunstancias socioeconómicas, raza, religión, idioma, orientación política o
nacionalidad, o cualquier otro grupo. ¡Nosotros deberíamos hacer lo mismo!
La mayor recompensa de Dios se destina a los que prestan servicio sin esperar
recompensa. Se destina a los que sirven sin hacer alardes, a los que en silencio
van buscando maneras de ayudar a los demás; a aquellos que ministran a los
demás simplemente porque aman a Dios y a Sus hijos 5.
No se les suba a la cabeza
Poco después de ser llamado como nueva Autoridad General, tuve el privilegio
de acompañar al presidente James E. Faust para la reorganización de una estaca.
Mientras manejaba el auto hacia nuestra asignación en la bella región del sur de
Utah, el presidente Faust tuvo la amabilidad de aprovechar el tiempo para
instruirme y enseñarme. Hay una lección que nunca olvidaré. Dijo él: “Los
miembros de la Iglesia son muy corteses con las Autoridades Generales. Nos
tratarán muy amablemente, y dirán cosas agradables de nosotros”. Entonces hizo
una pausa breve y dijo: “Dieter, esté siempre agradecido por esto, pero que nunca
se le suba a la cabeza”.
Esta importante lección sobre el servicio en la Iglesia se aplica a todos los líderes
del sacerdocio de todos los cuórums de la Iglesia. Se aplica a todos nosotros en
esta Iglesia.
Por supuesto, esto llevaba a una pregunta adicional: “¿Cuáles son las otras cinco
reglas?”.
Para poder ser líderes e caces de la Iglesia, debemos aprender esta crucial
lección: El liderazgo en la Iglesia no consiste tanto en dirigir a los demás, sino en
nuestra disposición a ser dirigidos por Dios.
A los ojos de Dios, no existe ningún llamamiento en el reino que sea más
importante que otro. Nuestro servicio —ya sea grande o pequeño— re na nuestro
espíritu, abre las ventanas de los cielos y otorga las bendiciones de Dios no
solamente a aquellos a quienes servimos, sino también a nosotros mismos.
Cuando extendemos la mano a los demás, podemos saber con humilde con anza
que Dios reconoce nuestro servicio con Su aprobación y complacencia. Nos
otorga Su sonrisa cuando ofrecemos estos sentidos actos de compasión,
especialmente actos que pasan desapercibidos a los demás 8.
Cada vez que damos de nosotros mismos a los demás, damos un paso más hacia
convertirnos en buenos y verdaderos discípulos de Aquel que dio todo lo que
tenía por nosotros: nuestro Salvador.
Conocía y ponía en práctica las palabras del Salvador: “El que es el mayor entre
vosotros será vuestro siervo” 9.
No hay nada de malo en desear servir al Señor, pero cuando procuramos obtener
in uencia en la Iglesia para nuestros nes —con el n de recibir las alabanzas y la
admiración de los hombres— ya tenemos nuestra recompensa. Cuando “se nos
sube a la cabeza” las alabanzas de los demás, esas alabanzas serán nuestra
retribución.
Pablo enseñó a los lipenses: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes
bien, con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a sí
mismo” 10.