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Todas las semanas, la liturgia de las Laudes nos propone nuevamente el salmo 50, el célebre
Miserere. Ya lo hemos meditado otras veces en algunas de sus partes. También ahora
consideraremos en especial una sección de esta grandiosa imploración de perdón: los
versículos 12-16.
Es significativo, ante todo, notar que, en el original hebreo, resuena tres veces la palabra
«espíritu», invocado de Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado:
«Renuévame por dentro con espíritu firme; (...) no me quites tu santo espíritu; (...) afiánzame
con espíritu generoso» (vv. 12. 13. 14). En cierto sentido, utilizando un término litúrgico,
podríamos hablar de una «epíclesis», es decir, una triple invocación del Espíritu que, como
en la creación aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1,2), ahora penetra en el alma del fiel
infundiendo una nueva vida y elevándolo del reino del pecado al cielo de la gracia.
Ante Israel, que se dispone ya a emprender el camino del retorno, porque Ciro ha vencido a
Babilonia, los antiguos opresores, avergonzados, reconocen que Israel cuenta realmente con
un Dios que, escondido hasta entonces, protege realmente a su pueblo: En verdad, tú eres un
Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador.
Para nosotros, cristianos, este cántico ha de ser un himno de fe y de esperanza. De fe, porque,
aunque a veces el Señor parece no existir o no preocuparse de nosotros -un Dios realmente
escondido, como en el caso del largo destierro de Babilonia-, confesamos que él es el Señor
y no hay otro. De esperanza, porque creemos que, finalmente, el Señor salvará a Israel con
una salvación perpetua, para que no se avergüencen ni se sonrojen nunca jamás.
Salmo 99
Pero Israel -la Iglesia- es un pueblo sacerdotal, es «Lumen gentium», luz de los gentiles; por
ello no puede contentarse con cantar ella sola a Dios. Toda la tierra, todos los hombres, deben
sumarse a esta alabanza: Aclama al Señor, tierra entera. Nosotros caminamos también
procesionalmente siguiendo a Cristo, que ha pasado ya de este mundo al Padre, y nos
dirigimos hacia el verdadero atrio de Dios, el reino donde Cristo victorioso está sentado a la
derecha del Padre. Que la alegría y el canto sea pues el distintivo de los que creemos en el
reinado que, ya en este mundo, es objeto de nuestra esperanza y de nuestros anhelos.