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JEANNE DUPRAU

LA GENTE
DE
SPARKS
2º Ember

~1~
«La oscuridad no puede deshacer la oscuridad; únicamente la luz
puede hacerlo. El odio nunca puede acabar con el odio; únicamente el
amor puede hacerlo. El odio multiplica al odio, la violencia multiplica
la violencia, la dureza multiplica a la dureza, en una espiral de
destrucción sin fin.»

La fuerza de amar, 1963


MARTIN LUTHER KING.

~2~
ARGUMENTO

Cuando Lina y Doon consiguieron


salir al exterior y llegar a Sparks
después de un peligroso viaje bajo
tierra, también lograron hacer llegar el
mensaje que salvaría la vida de los 400
habitantes de la ciudad subterránea de
Las Ascas: "Todo es muy verde y muy
grande, y la luz viene del cielo". Pero la
calurosa acogida que la gente del
poblado de Sparks proporciona a los
dos niños, se irá transformando en
desconfianza, extrañeza e incluso odio
cuando el resto de Las Ascuas se
presenta en busca de ayuda...

~3~
MENSAJE

Querida gente de Las Ascuas:


Vinimos por el río desde Pipeworks y
encontramos el camino hacia otro lugar.
Es verde, y muy grande; la luz, aquí,
llega del cielo. Debéis seguir las
instrucciones que contiene este mensaje
e ir hacia el río. No olvidéis traer
comida. Venid tan rápido como podáis.
LINA MAYFLEET y DOON
HARROW.

~4~
PRIMERA PARTE
La llegada

~5~
Capítulo 1
Lo que Torren vio

Torren se encontraba en la linde del campo de coles el día en


que llegaron. Se suponía que tenía que coger un par de ellas
para que la doctora Hester hiciera la sopa esa misma noche,
pero, como siempre, no le pareció mal divertirse un poco
mientras tanto. Así que trepó por el molino, cosa que no podía
hacer porque, según le advertían, podía caerse, o podían
arrancarle la cabeza las aspas que giraban sin parar.
El molino tenía cuatro lados y estaba hecho con planchas de
madera clavadas las unas a las otras, como los peldaños de una
escalera. Torren trepó por la parte trasera que daba a las
colinas, no al pueblo, de modo que los trabajadores que
cosechaban las coles no pudieran verle. Al llegar a la parte de
arriba, se dio la vuelta y se sentó en la única zona plana que
había tras las aspas, las cuales giraban lentamente gracias a la
suave brisa veraniega. Había llevado consigo un puñado de
pequeñas piedras, porque planeaba practicar un rato el tiro al
blanco. Le gustaba dar a los pollos que hurgaban entre las
hileras de coles, y se le ocurrió que también sería divertido tirar
algunos guijarros a los gorros de los jornaleros. Pero antes de
que pudiera sacarse las piedrecitas del bolsillo, divisó algo que
le hizo pararse a observar.

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Más allá del campo de coles había otro campo donde crecían
las nuevas tomateras, el maíz y las calabazas que habían sido
plantados hace poco. Tras ellos, el terreno se elevaba y se
convertía en una colina verdosa moteada por flores de un color
amarillo mostaza. Torren vio algo extraño en lo alto de la
colina. Algo oscuro.
Al principio era solamente una mancha sombría, y por un
segundo pensó que a lo mejor se trataba de un ciervo, o de
varios, que en vez de ser del habitual marrón claro eran negros,
pero la forma no era la de un ciervo, y no se movía como tal. Se
dio cuenta enseguida de que se trataba de personas, al principio
sólo unas cuantas y poco después más y más. Venían del otro
lado de la colina y se detuvieron al llegar a la cima, como una
gran hilera de dientes negros. «Deben de ser unos cien, o
incluso más de cien», pensó Torren.
En toda su vida, Torren no había visto llegar al pueblo
provinientes de otro sitio a más de tres o cuatro personas juntas.
Generalmente, la gente que llegaba eran vendedores
ambulantes que pasaban por el pueblo con un camión cargado
de cosas de las viejas aldeas para venderlas. La multitud de la
colina le aterrorizó. Durante un instante, no se pudo mover.
Después, el corazón empezó a martillearle en el pecho
furiosamente, y trepó molino abajo a tal velocidad que se
rasguñó las manos en los tablones ásperos.
—¡Alguien viene! —gritó mientras corría junto a los
trabajadores.
Ellos le miraron, aturdidos. Torren corrió con todas sus
fuerzas hacia el grupo de edificios bajos de color marrón que
había al final de los campos. Giró por un camino de tierra,
levantando nubes de polvo a su paso, y atravesó a toda
velocidad la valla que había junto al muro. Cruzó el patio y

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pasó la puerta, mientras seguía aullando:
—¡Alguien viene! ¡En lo alto de la colina! ¡Tía Hester!
¡Alguien viene!
Encontró a su tía en la cocina, la agarró de la cinturilla del
pantalón y gritó:
—¡Ven a ver! ¡Hay gente en la colina! —el tono de su voz era
tan agudo, desesperado y fuerte que su tía dejó caer en la olla la
cuchara con la que estaba revolviendo la sopa, y corrió tras él.
Para cuando llegaron al exterior, otros habitantes del pueblo
habían salido de sus casas y miraban hacia la colina.
La gente estaba bajando. Venían de lo alto de la colina, y
bajaban a docenas, más y más, corno si se tratara de una riada
de barro.
Los del pueblo se agolparon en las calles.
—¡Trae a Mary Waters! —dijo alguien—. ¿Dónde están Ben y
Wilmer? Ve a buscarles, ¡diles que vengan!
Ahora que estaba rodeado de la gente del pueblo, Torren
tenía menos miedo.
—Yo los vi primero —le dijo a Hattie Carranza, que estaba
situada a su lado—. He sido yo el que lo ha dicho primero.
—Es cierto —contestó Hattie.
—No dejaremos que nos hagan nada malo —dijo Torren—. Si
lo hacen, nosotros les haremos algo peor, ¿verdad?
Pero ella permaneció callada, mirándole con el ceño fruncido,
sin responder.
Los tres jefes del pueblo, Mary Waters, Ben Barlow y Wilmer
Dent, ya se habían unido a la multitud y encabezaban la marcha
hacia el campo de coles. Torren les seguía de cerca. Los
desconocidos se acercaban, y él quería estar cerca para oír lo

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que tenían que decir. Sus ropas eran inadecuadas, llevaban
abrigos y jerséis pese al calor, y no eran prendas bonitas, sino
harapientas, remendadas, desteñidas, deshilachadas y
mugrientas. Todos llevaban fardos: sacos hechos de lo que
parecían ser trapos o sábanas anudados por las puntas con
cuerdas. Se movían con torpeza, lentamente. Algunos
tropezaban debido al terreno irregular y otros les ayudaban.
En el centro del campo, donde el olor de las coles, la tierra
húmeda y el estiércol de los pollos era más penetrante, los que
encabezaban la multitud de desconocidos se encontraron con
los jefes del pueblo. Mary Waters dio un paso al frente y los
habitantes del pueblo se agruparon en torno a ella. Torren, al
ser pequeño, avanzó serpenteando entre la gente hasta
conseguir ver bien. Observó a la gente harapienta. ¿Dónde
estaban sus jefes? Frente a Mary había un chico y una chica que
eran solamente un poco mayores que él. Junto a ellos se alzaba
un hombre calvo, y a su lado, una mujer de mirada intensa que
acarreaba a un bebé. A lo mejor ella era la jefa.
Pero cuando Mary se adelantó y preguntó «¿quiénes sois?»,
fue el chico el que contestó. Habló con voz alta y clara, lo que
sorprendió a Torren, que esperaba un tono lastimero viniendo
de alguien tan desaliñado.
—Venimos de la ciudad de Las Ascuas —respondió el
chico—. Nos fuimos porque nuestra ciudad se moría.
Necesitamos ayuda.
Mary, Ben y Wilmer intercambiaron miradas. Mary frunció el
ceño.
—¿La ciudad de Las Ascuas? ¿Y eso dónde está? Nunca
hemos oído hablar de ella.
El chico hizo un gesto hacia la dirección de donde venían,

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hacia el este.
—Por ahí —respondió—. Está bajo tierra.
Los ceños se fruncieron aún más.
—Dinos la verdad —dijo Ben— y no chiquillerías.
Entonces fue la chica la que habló. Tenía el pelo largo,
enmarañado y con trozos de hierba colgando de las greñas.
—No mentimos —contestó—. En serio, nuestra ciudad estaba
bajo tierra. No lo supimos hasta que salimos.
Ben resopló con impaciencia, cruzando los brazos por delante
del pecho.
—¿Quién es el responsable? —Miró al hombre calvo—. ¿Es
usted?
El hombre calvo negó con la cabeza e hizo un gesto en
dirección al chico y la chica.
—Ellos son tan responsables como el resto —dijo—. El alcalde
de nuestra ciudad ya no está con nosotros. Los chicos dicen la
verdad: venimos de una ciudad que fue construida bajo tierra.
La gente que lo rodeaba asintió y murmuró: «sí» y «es cierto».
—Me llamo Doon Harrow —anunció el chico—. Y ella es Lina
Mayfleet. Encontramos la salida de Las Ascuas.
«Se cree muy importante» pensó Torren, al notar un deje de
orgullo en la voz del muchacho. No tenía muy buena pinta, en
cualquier caso. Su pelo estaba revuelto, llevaba una chaqueta
vieja que se deshacía en pedazos por las costuras y tenía los
puños cochambrosos. Pero sus ojos brillaban con seguridad
bajo sus cejas oscuras.
—Tenemos hambre —dijo el chico—. Y sed. ¿Nos ayudarán?
Mary, Ben y Wilmer permanecieron en silencio durante unos

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momentos. Después Mary tomó a Ben y Wilmer del brazo y se
apartaron un poco. Se susurraron algo los unos a los otros y
miraron hacia la gran manada de extraños; fruncieron el ceño y
volvieron a susurrar. Mientras esperaba lo que tuvieran que
decir, Torren escrutó a los que decían provenir del subterráneo.
Podía ser cierto; la verdad es que parecían salir de un agujero.
La mayoría estaban esqueléticos y pálidos, como los brotes que
se ven cuando se levanta una tabla que ha estado cubriendo
una parte del suelo, esas cositas débiles que han intentado
crecer en la oscuridad. Se apiñaban todos juntos, con pinta de
estar asustados. También parecían estar exhaustos. Muchos de
ellos estaban sentados en el suelo, y algunos reposaban la
cabeza en el regazo de otros.
Los tres jefes del pueblo se volvieron hacia la multitud de
desconocidos.
—¿Cuántos sois? —preguntó Mary Waters.
—Unos cuatrocientos —contestó el chico, Doon.
Las cejas oscuras de Mary se dispararon rápidamente hacia
arriba.
¡Cuatrocientos! En todo el pueblo de Torren sólo vivían
trescientas veintidós personas. Desplazó la mirada por la vasta
horda de gente. Llenaban la mitad del campo de coles y seguían
apareciendo por la cima de la colina, como si fuera un
hormiguero entero.
La chica del pelo desastroso se adelantó y levantó la mano,
como si estuviera en el colegio.
—Perdone, señora alcaldesa —dijo.
Torren soltó una risita. ¡Señora alcaldesa! Nadie llamaba así a
Mary Waters. Simplemente la llamaban Mary.

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—Señora alcaldesa —continuó la chica— mi hermanita está
enferma —y señaló al bebé que sostenía la señora de los ojos
vivaces. Sí que tenía pinta de estar enferma. Tenía los ojos
medio cerrados y la boca abierta—. Hay más que están
delicados, o heridos. Lotty Hoover tropezó y se hizo daño en el
tobillo, y Nammy Proggs está exhausta de tanto caminar. Tiene
casi ochenta años. ¿Hay un médico en su ciudad? ¿Hay algún
lugar al que la gente enferma pueda acudir, estirarse y que se
ocupen de uno?
Mary volvió a dirigirse a Ben y Wilmer, y hablaron mediante
susurros. Torren pudo oír solamente algunas de las palabras
que dijeron: «demasiados...», «pero la generosidad humana...»,
«a lo mejor solamente algunos». Ben se frotó la barba y frunció
el ceño, y Wilmer fijó la vista en el bebé enfermo. Tras unos
minutos, se miraron entre sí y asintieron. Mary dijo:
—De acuerdo. Aupadme.
Ben y Wilmer se agacharon y agarraron a Mary por las
piernas. La levantaron, lanzando un gruñido, hasta que estuvo
lo suficientemente alta como para poder ver a través de la
multitud. Levantó ambos brazos y gritó con una voz que
parecía provenir de lo más hondo de su pecho:
—¡Gente de Las Ascuas! ¡Bienvenidos! Haremos lo posible
por ayudaros. ¡Por favor, seguidnos!
Ben y Wilmer la bajaron, y los tres se dieron la vuelta y
salieron del campo de coles en dirección a la carretera que
llevaba hacia el pueblo. Con la chica y el chico a la cabeza, la
multitud de gente zarrapastrosa les siguió.
Torren corrió delante de todos, en dirección al camino, y se
subió al muro bajo que rodeaba su casa. Desde allí contempló
cómo pasaba la gente de bajo tierra. Estaban extrañamente

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silenciosos. ¿Por qué no hablaban entre ellos? Parecían estar
demasiado agotados para hablar, o quizás eran demasiado
tontos. Miraban en todas direcciones, con los ojos abiertos de
par en par y las bocas desencajadas, como si nunca hubieran
visto una casa, o un árbol, o un pollo. De hecho, los pollos
parecían darles miedo, retrocedían en cuanto les veían y
emitían sonidos de sorpresa. A la multitud harapienta le tomó
mucho tiempo pasar por la casa de Torren, y cuando los
últimos hubieron desfilado, bajó del muro y les siguió. Sabía
que les estaban llevando al centro del pueblo, río abajo, donde
había agua para beber. Y después, ¿qué pasaría? ¿Qué les
darían de comer? ¿Dónde dormirían? «En mi habitación, no»,
pensó.

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Capítulo 2
Desde abajo

La gente de la ciudad moribunda de Las Ascuas había llegado


al nuevo mundo tan solo unos días antes. Los primeros en
llegar habían sido Lina Mayfleet y Doon Harrow, y habían
traído consigo a la hermanita pequeña de Lina, Poppy. Desde
un saliente situado a enorme altura dentro de la cueva en la que
estaba sumergida su ciudad, habían tirado un mensaje con la
esperanza de que alguien lo encontrara y guiara al resto hacia el
exterior. Después, se dedicaron a esperar. Al principio,
exploraron todo lo que les rodeaba, pero a medida que pasaban
las horas, comenzaron a preocuparse ante la idea de que nadie
encontrara el mensaje y debieran quedarse solos en ese mundo
para siempre. Bien entrada la tarde del día siguiente, Doon
súbitamente gritó:
—¡Mira! ¡Ahí vienen!
Lina tomó a Poppy de la mano, y los tres corrieron hacia la
cueva. ¿Quiénes eran? ¿Quién venía desde el hogar? Primero
salió una mujer, tras ella dos hombres, y después tres niños.
Todos entrecerraban los ojos debido a la fuerte luz.
—¡Hola! ¡hola! —gritó Lina, saltando por la colina. En cuanto
se acercó, reconoció quiénes eran: la familia que regentaba el
mercado de verduras de la calle Callay. No conocía bien a

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ninguno de ellos, de hecho, ni siquiera podía recordar sus
nombres, pero estaba tan contenta de verles que se le llenaron
los ojos de lágrimas. Rodeó a cada uno de ellos con sus brazos y
chilló:
—¡Estáis aquí! Mirad, ¿no es maravilloso? ¡Estoy tan contenta
de que estéis aquí! ¿Viene más gente?
Los recién llegados seguían sin aliento y estaban demasiado
asombrados como para contestar, pero no importó, porque Lina
pudo obtener la respuesta de sus propios ojos.
Salieron de la cueva utilizando las manos como viseras para
protegerse los ojos. Llegaban en grupos, unos por un lado, otros
por otro algunos minutos más tarde, tambaleándose al
adentrarse en una luz mil veces más brillante de la que jamás
habían visto. Contemplaban todo con asombro, caminaban
unos pasos y después se detenían y dejaban caer los sacos y
bultos que llevaban consigo, y miraban, abriendo y cerrando los
ojos. Tanto para Lina como para Doon, que ya sentían que
pertenecían a ese lugar, los refugiados de Las Ascuas les
resultaban extraños en ese paisaje brillante de hierba verde y
cielo azul. Parecían grises y deprimentes con sus ropas pesadas,
de color barro, y sus abrigos y jerséis en tonos parecidos al de
las piedras, el polvo y el agua turbia. Parecía que hubieran
traído consigo parte de la oscuridad de Las Ascuas.
De repente, Doon corrió hacia un lado, gritando:
—¡Padre! ¡Padre! — y se abalanzó sobre su atónito padre, que
cayó hacia atrás, y se quedó sentado en el suelo, rompiendo en
una combinación de risa y llanto al volver a ver a su hijo.
—¡Estás aquí! —dijo, jadeando—. No estaba seguro... no
sabía...
Llegó gente durante toda la tarde. Apareció Lizzie Bisco, y

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otros del antiguo último curso de la escuela de Las Ascuas,
junto con Clary Laine del invernadero, y el médico que había
ayudado a la abuelita de Lina, y Sadge Merrall, que había
intentado adentrarse en las Zonas Desconocidas. Llegó la
señora Murdo, caminando con su mejor estilo resolutivo y
eficiente, hasta que vio a Lina corriendo hacia ella y dejó
escapar un grito de alegría. Llegaron personas cuyos rostros
Lina reconoció, pero de quienes no recordaba los nombres,
como el zapatero de la calle Liverie o la pequeña mujer de la
cara hinchada que vivía en la plaza Selverton y el chico alto de
pelo negro con ojos de color verde grisáceo tan claro que
parecían brillar como el metal. ¿Cuál era el nombre de ese
chico? Pasó un segundo intentando recordarlo, pero solamente
un segundo. No importaba. Ésta era su gente, la gente de Las
Ascuas. Todos ellos estaban cansados y tenían sed. Lina les
mostró el pequeño riachuelo donde se remojaron la cara y
llenaron las botellas.
—¿Y qué hay del alcalde? —preguntó Lina a la señora
Murdo, que se limitó a agitar la cabeza.
—No está con nosotros —respondió.
Algunos de los mayores parecían aterrorizados al encontrarse
en un lugar tan enorme, un lugar que no parecía tener fronteras
de ningún tipo en ninguna de sus direcciones. Después de
mirar a su alrededor durante un rato, se sentaron sobre la
hierba, se encorvaron y pusieron la cabeza entre las rodillas.
Pero los niños correteaban en todas direcciones extasiados,
tocándolo todo, oliendo el aire, chapoteando en el riachuelo.
Al final de la tarde habían llegado 417 personas. Doon llevaba
la cuenta. Mientras la luz comenzó a desvanecerse del cielo,
compartieron la comida que habían traído, y, después, usando
los abrigos como mantas y los sacos como almohada, se

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estiraron en el suelo cálido y áspero y durmieron.
A la mañana siguiente se prepararon para irse. Lina y Doon,
al llegar, habían encontrado una línea gris y estrecha que
recorría el suelo a lo lejos como si se tratara de un trazo a lápiz
en la distancia. Pensaban que podría ser una carretera. Así que
los habitantes de Las Ascuas, sin tener ningún otro indicio de
hacia dónde dirigirse, alzaron sus bultos y se encaminaron en
esa dirección, como una línea desordenada arrastrándose por
las colinas.

***

Fue durante esa caminata cuando la señora Murdo les contó a


Lina y Doon cómo habían dejado Las Ascuas. Los tres
avanzaban juntos, y la señora Murdo llevaba a Poppy en
brazos. El padre de Doon caminaba tras ellos, adelantándose de
vez en cuando para poder oír lo que explicaba.
—Fui yo quien encontró vuestro mensaje —dijo la señora
Murdo—. Cayó directamente a mis pies, justo el día después de
Los Cantos. Iba de camino a casa, tras ir al mercado, loca de
preocupación porque Poppy y tú habíais desaparecido. Y
entonces apareció el mensaje —hizo una pausa y levantó la
vista hacia el cielo. Lina se percató de que intentaba que no se le
cayeran un par de lágrimas. Se recompuso y siguió hablando—:
Pensé que lo mejor sería avisar primero al alcalde. No estaba
segura de poder confiar en él, pero era el que podía organizar la
salida de la manera más sencilla. Le enseñé vuestro mensaje, y
esperé a que el reloj de la ciudad hiciera sonar la señal para una
reunión ciudadana.
La señora Murdo hizo una pausa para recuperar el aliento.
Avanzaban colina arriba, a través de montículos de tierra
áspera, y eso resultaba una tarea ardua para gente de ciudad,

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acostumbrada al asfalto.
—¿Y se produjo la reunión? —preguntó Lina.
—No —dijo la señora Murdo. Se quitó unas briznas de la
falda y apoyó a Poppy sobre su otro hombro—. ¡Por el amor de
dios! —exclamó—. Hace muchísimo calor.
Se detuvo durante un momento, respirando con fuerza.
—¿Así que no hubo reunión? —intervino Lina, ayudándola a
continuar.
La señora Murdo reemprendió la marcha.
—No pasó nada en absoluto —dijo—. El reloj no sonó. No
apareció la policía para ayudar a organizar a la gente. No pasó
nada. Pero las luces siguieron encendiéndose y apagándose. Me
pareció que no había tiempo que perder, así que me fui a las
Tuberías y le mostré tu mensaje a Lister Munk. Seguimos las
indicaciones y enseguida encontramos la roca con la S... Ya
había gente allí.
—Pero ¿cómo podía haber alguien si no tenían las
indicaciones? —preguntó Doon—. ¿Quiénes eran?
—El alcalde —respondió la señora Murdo, con gravedad— y
cuatro de sus guardias. Looper, el chico que siempre iba con tu
amiga Lizzie, también estaba allí. Llevaban unos sacos enormes,
llenos de cosas, que tenían guardados junto al río e iban
depositando en las barcas. El alcalde les gritaba para que fueran
más deprisa. Lister les preguntó que qué hacían, pero no hizo
falta esperar una respuesta. Yo ya lo veía: se estaban yendo
antes que el resto. El alcalde se aseguraba la escapatoria, con
sus amigos y su botín, antes que nadie.
La señora Murdo dejó de hablar. Caminaba con dificultad,
enjugándose el sudor de la frente. Frunció el ceño mientras

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miraba hacia el cielo, cálido y brillante. Poppy gimoteaba.
—Deje que lleve al bebé durante un rato, señora Murdo —
dijo el padre de Doon.
—Gracias —contestó la señora Murdo. Se detuvo, le pasó a la
escurridiza Poppy al padre de Doon, y reemprendieron la
marcha.
Lina esperó un minuto más o menos, hasta que ya no pudo
esperar más.
—Bueno ¿y qué ocurrió? —preguntó.
—Fue espantoso —dijo la señora Murdo—. Todo sucedió a la
vez. Dos de los guardias nos miraron, perdieron el equilibrio y
cayeron al agua. Se intentaron agarrar a las barcas cargadas, lo
que hizo que éstas se volcaran y dejaran caer todo el contenido
al río. Looper y los otros guardias se arrodillaron e intentaron
alcanzarles, pero también cayeron. Entre tanto, el alcalde se
subió a la única barca que se mantenía erguida, pero en cuanto
puso un pie en ella se volcó y cayó al río —la señora Murdo se
estremeció—. Dio un grito; un sonido espantoso. Rebotó en el
agua como si se tratara de un corcho gigante y acto seguido se
hundió. En unos segundos, tanto él como los guardias fueron
arrastrados con la corriente. Y desaparecieron.
Caminaron en silencio durante algunos instantes, colina
abajo. Tras unos minutos, la señora Murdo continuó:
—Así que Lister y yo volvimos a la ciudad, e hicimos que el
guardián del tiempo hiciera sonar la campana para que hubiera
una reunión ciudadana. Intentamos explicar lo que había que
hacer, pero en cuanto la gente escuchó la primera parte, que la
salida de Las Ascuas existía, y que estaba en las Tuberías, todo
el mundo comenzó a gritar y a correr. Todo se convirtió en un
caos absoluto. La gente tenía demasiada prisa como para hacer

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preguntas. Cientos de ciudadanos se tiraron calle abajo a la vez,
en dirección a las Tuberías, y las multitudes se apretujaron en
las puertas, intentando atravesarlas. Había tanta gente, en tal
estado de pánico, que algunas personas fueron pisoteadas y
aplastadas.
—¡Ah! —gritó Lina—. ¡Es terrible!
Se trataba de gente que ella conocía. Era demasiado espantoso
pensarlo.
—Verdaderamente terrible —aseguró la señora Murdo.
Frunció el ceño mirando a través del vasto paisaje que les
rodeaba, donde no se veía a nadie—. Era imposible controlarles;
corrían por las escaleras. Hubo gente que tropezó y cayó
escaleras abajo, mientras otros les pasaban por encima. En
cuanto se dieron cuenta de que iban a tener que meterse en esas
pequeñas cáscaras, flotando sobre el río, hubo algunos que se
asustaron tanto que intentaron volver a ascender por las
escaleras. Otros tenían tantas ganas de subir que saltaron sobre
las barcas y las hicieron zozobrar, por lo que cayeron al río y se
ahogaron —Alzó la vista y miró a Lina—. Vi cómo ocurría todo.
Nunca lo olvidaré.
Lina miró hacia atrás, en dirección a los ciudadanos de Las
Ascuas, que avanzaban por las colinas. Eran los únicos que lo
habían logrado.
—¿Cuántos cree que... quedaron atrás? —le preguntó a la
señora Murdo.
La señora Murdo agitó la cabeza.
—No lo sé —contestó—. Demasiados.
—¿Y las luces se han apagado para siempre?
—Eso tampoco lo sé. Pero si no se han apagado ya, pronto lo

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harán.
Pese al calor, Lina se estremeció. Doon y ella intercambiaron
una mirada. Pensaban lo mismo, estaba segura: su ciudad se
había perdido en la oscuridad, y fuera quienes fueran los que se
hubiesen quedado, también se habían perdido.

***

Ese día, más tarde, los refugiados de Las Ascuas llegaron a la


carretera que ya habían visto desde la lejanía. Estaba llena de
baches y hierbajos, pero era mucho más fácil de recorrer que el
terreno de la colina. Conducía a lo largo de un riachuelo que
fluía por encima de unas rocas redondas y suaves. En todas
direcciones, lo único que se podía ver eran las inacabables
extensiones de hierba. Compartieron la comida que habían
traído consigo, pese a que no era mucha. Algunos de ellos
comenzaron a sentirse débiles por el hambre. El calor también
les mareaba, porque estaban acostumbrados al frío constante de
Las Ascuas, y no a esa temperatura insoportable. Poppy lloró al
ser depositada en el suelo, sobre sus pies, con el rostro
enrojecido y acalorado.
Llegó la noche gradualmente, de manera extraña, tan
diferente al súbito apagón de luces que señalaba la noche de
Las Ascuas. Los viajeros se estiraron en el suelo y durmieron.
Al día siguiente también caminaron, y también el día después
de ése. Pero entonces se acabó la comida que habían traído
consigo. Caminaron más y más lentamente, deteniéndose con
más frecuencia a descansar. Poppy estaba apática, con los ojos
apagados. Finalmente, hacia el mediodía siguiente, cuando
llegaron a subir otra colina más, divisaron desde su cima algo
que les hizo llorar de alivio. Debajo de ellos se extendían
campos arados en un valle muy amplio, y más allá de los

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campos, en el lugar en el que el riachuelo que habían estado
siguiendo se unía a un río más caudaloso, vieron un cúmulo de
bajos edificios marrones. Un sitio en el que vivía gente.
A Lina le alegró verlo, como a los demás. Pero no se parecía
en nada a la ciudad que había imaginado, la que había dibujado
en Las Ascuas, la que había deseado encontrar en ese mundo
nuevo. Los edificios de aquella ciudad eran altos y majestuosos,
y brillaban, chispeantes, por la luz. «Esa ciudad debe de
encontrarse en otro lugar», pensó mientras descendía colina
abajo. La encontraría. Hoy no, pero algún día la encontraría.

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Capítulo 3
A través del pueblo

La mujer que les dio la bienvenida llevó a los habitantes de


Las Ascuas hacia el pueblo. Recorrieron una calle polvorienta,
pasando por delante de edificios que parecían haber sido
construidos con la misma tierra marrón que tenían bajo los pies.
Parecían pesados, imperfectos; las paredes eran gruesas y
estaban llenas de bultos, y las esquinas eran redondeadas. Lina
vio que las paredes tenían grietas, y había socavones en los
lugares en los que se había caído un marco de ventana o un
escalón.
Entre las casas había caminos, callejones y pequeñas
extensiones de jardín. Estaba claro que nadie había planeado
este lugar, no de la manera en la que los constructores habían
planeado Las Ascuas. Este pueblo debía de haber crecido de
manera que un trozo había sido añadido a lo ya existente, y a
ése le debía haber seguido otro más. Las plantas crecían por
todas partes, a diferencia de lo que sucedía en Las Ascuas,
dónde sólo se encontraban en los invernaderos (a menos que se
contara el moho y los hongos, que crecían en las pilas de
basura, o en algunas cocinas y baños). Aquí, las flores y las
hortalizas crecían juntas, al lado de las casas. Las plantas
brotaban junto a las calles, trepaban por las paredes, se
encaramaban a las verjas, ascendían por las grietas de los

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escalones, se derramaban desde las macetas y sobre los
balcones, e incluso desde los techos.
También había animales. Eran enormes, increíbles,
aterradores. En un lugar vallado en las afueras del pueblo, Lina
vio cuatro animales marrones mucho más grandes que ella, de
cabeza un tanto cuadriculada y de cola larga adornada con
borlas. Un poco más lejos, amarrado a un poste frente a una
casa, se alzaba una bestia de ojos amarillos con dos cuernos que
le salían de la cabeza. Cuando caminó cerca, soltó de repente:
—¡Muuuu! —y Lina se alejó corriendo de ella, asustada.
Se volvió buscando a Doon, que se había caído un poco más
atrás. Lo encontró encorvado, observando unas flores amarillas
que crecían junto a una pared.
—Mira esto —le dijo en cuanto Lina se acercó. Señaló el
centro en forma de tubo de la flor—. Hay una araña dentro que
es del mismo amarillo exacto que el de la flor.
Y así era. Solamente Doon se podía haber dado cuenta de
algo así. Tirando de la solapa de su chaqueta, ella le dijo:
—Venga, sigue con nosotros —y le apresuró a dirigirse al
inicio de la fila, junto a su padre, la señora Murdo y Poppy.
Los cuatro —Poppy y la señora Murdo, Doon y su padre—
eran toda la familia de Lina en la actualidad, y ella quería que
permanecieran juntos. La única que realmente era su pariente
era Poppy, pero la señora Murdo era ya como una madre para
ellas. Había acogido a Lina y Poppy cuando su abuelita murió,
y las habría seguido teniendo en su casa si no hubieran tenido
que dejar la ciudad. El padre de Doon era parte de su familia
simplemente porque era el padre de Doon. Y Doon había sido
el compañero de Lina en su búsqueda de la salida de Las
Ascuas. Les unía un vínculo que no podría romperse jamás.

~24~
Siguieron caminando, calle abajo, calle arriba, girando
esquinas y atravesando callejones. En todas partes la gente los
observaba. Algunos se apoyaban en ventanas abiertas, otros se
sentaban en los tejados, balanceando las piernas desde uno de
los lados. Algunos se quedaban quietos, atónitos, en medio de
una actividad que estuvieran realizando, con palas o escobas en
las manos. Esa gente era más alta y más morena que los que
venían de Las Ascuas. ¿Serían amables? Lina no podía
asegurarlo. Algunos niños les saludaron con la mano y se
echaron a reír.
Después de un rato, los refugiados dejaron atrás las calles
estrechas y llegaron a una zona abierta y amplia. «Esto debe de
ser como la plaza Harken de Las Ascuas, un lugar en el que la
gente del pueblo se reúne», pensó Lina. Pero no era una plaza
cuadrada como la de Las Ascuas, sino que era más bien un
semicírculo pavimentado con ladrillos marrones polvorientos.
—¿Cómo se llama este lugar? —preguntó Lina a Mary
Waters, que caminaba justo delante.
—La explanada —dijo Mary.
Explanada. Lina jamás había oído esa palabra anteriormente.
Era su primera palabra del nuevo mundo.
En un lado de la explanada se encontraba el río. En el otro
lado, había unos tenderetes con techos de paja y pequeños
edificios con mostradores que desplegaban ropa de colores
desvaídos, zapatos de suela gruesa negra, velas, escobas, tarros
de miel y mermelada, junto con muchas otras cosas que Lina no
reconoció.
Al final de la explanada había un edificio más grande. Tenía
escalones amplios en la entrada, una puerta doble y una torre
con ventanas en el extremo superior. Junto a él se alzaba una

~25~
planta inmensa de algún tipo: un palo enorme mucho más alto
que el edificio, con ramas que parecían brazos gráciles
barriendo la zona y hojas como pelos duros.
—¿Qué es eso? —preguntó Lina a una mujer que observaba
cómo pasaban desde un extremo de la explanada.
La mujer pareció quedarse atónita.
—Es nuestro Ayuntamiento —contestó.
—No, me refiero a esa planta grande que hay junto a él.
—¿La planta grande? ¿El pino?
—¡Pino! —dijo Lina—. Nunca había visto un pino.
Era su segunda palabra: pino.
La mujer la miró de un modo raro. Lina le dio las gracias y
siguió caminando.
—Por aquí, por favor —dijo Mary, quien intentaba mantener
en orden a los refugiados, que resultaban difíciles de
controlar—. Aquí hay suficiente agua para todos, tanto en el río
como en la fuente —señaló al centro de la explanada, donde
había un depósito de agua rodeado de un muro bajo. El agua
saltaba formando una columna de burbujas y chorros que
volvía a caer y brincaba constantemente.
La gente de Las Ascuas salió en tropel hacia delante. Decenas
de ellos corrieron hasta la orilla del río y se agacharon para
mojar su cara en el agua. Otros se arremolinaron junto al
depósito. Los niños se salpicaron los unos a los otros usando las
manos, se encaramaron al borde e intentaron tocar el agua
saltarina del medio. Algunos de los chiquillos saltaron al
interior y tuvieron que ser sacados por sus padres. La gente del
final de la multitud empujó hacia adelante, y los del inicio no
estaban preparados para ello. De repente, comenzaron a oírse

~26~
gritos y empujones y el sonido del agua cayendo sobre el
pavimento. Lina resbaló y cayó al suelo, y alguien tropezó con
ella y cayó a su vez.
—¡Por favor! —exclamó Mary, alzando su voz grave y
profunda por encima del tumulto.
—¡Orden! ¡Orden! —gritó un hombre. Lina oyó otras voces,
mientras lograba levantarse. Eran las voces de la gente del
pueblo, en los márgenes de la explanada.
—¡Aléjate, Tommy! ¡Aléjate de ellos!
—¿De dónde dices que vienen? ¿De debajo de la tierra?
—¿Son como nosotros, mamá? —preguntó un niño—. ¿O de
otra especie?
«Claro que somos como vosotros», pensó Lina. ¿O no? ¿Acaso
hay más de una clase de personas? Se levantó y escurrió el
dobladillo de su jersey, que estaba empapado. Divisó a la
señora Murdo al otro lado de la explanada y se dirigió hacia
ella.
El caos finalmente se disipó. Los habitantes de Las Ascuas,
una vez hubieron calmado su sed, miraron a su alrededor,
atónitos. Todo les resultaba extraño y fascinante. Estiraban el
cuello y miraban hacia las altísimas plantas y las criaturas que
les observaban revoloteando a su alrededor. Se detuvieron a
tocar las flores de colores brillantes, escudriñaron
detenidamente a través de las puertas y las ventanas. Los niños
corrieron hacia la orilla del río cubierta de hierba, se quitaron
los zapatos y los calcetines y sumergieron sus pies en el agua.
Los ancianos, exhaustos después de la larga caminata, se
tumbaron entre los arbustos y se echaron a dormir.
Los tres líderes del pueblo se movían entre la gente de su
localidad, hablaban con ellos durante uno o dos minutos y,

~27~
posteriormente, asentían y se dirigían a otra persona. Lina vio
que la gente del pueblo miraba a los recién llegados con cara de
preocupación, sin saber qué decir. Entendía el por qué. ¿Qué
habría hecho el alcalde de Las Ascuas si, por ejemplo,
cuatrocientas personas hubieran llegado de repente desde las
Regiones Desconocidas?
Para entonces, el cielo comenzó a oscurecer. Algunos de los
lugareños empezaron a llamar a los refugiados.
—¡Por aquí! ¡Llamen a los niños! ¡Siéntense, por favor!
Hablaban desde los límites de la explanada, con los brazos
estirados, dirigiendo a la gente hacia el centro, hasta que
finalmente las cuatrocientas personas se apretujaron
definitivamente allí y miraron hacia los amplios escalones que
había delante del Ayuntamiento, donde se pusieron en pie los
tres líderes.
Mary Waters levantó los brazos por encima de su cabeza, y se
quedó en esa posición sin pronunciar palabra durante varios
segundos. «Resulta poderosa pese a que es muy bajita», pensó
Lina. La manera en la que se alzaba, con los pies ligeramente
separados y la espalda recta, hacía que pareciera que brotaba de
la tierra. Su pelo negro tenía algunas hebras grises, pero su
rostro era suave y de huesos fuertes.
Poco a poco se hizo el silencio y la gente le prestó atención.
—¡Bienvenidos! —gritó—. Me llamó Mary Waters. Éste es
Ben Barlow...—dijo, apuntando a uno de los hombres que
estaban junto a ella, enjuto y nervudo, con una barba gris
tupida y cuadrada poblándole la barbilla. Tenía dos arrugas
paralelas entre las cejas, como si se tratara del número once—.
Y éste es Wilmer Dent —señaló al otro hombre. Era delgado y
alto, de pelo ralo y rojizo. Sonrió de manera titubeante y movió

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los dedos a modo de saludo—. Somos los tres líderes del
pueblo, que se llama Sparks. Aquí viven trescientas veintidós
personas. Tengo entendido que venís de una ciudad que está a
tres días de camino a pie. Debo decir que esto... supone una
gran sorpresa para nosotros. No sabíamos que existiera ningún
tipo de asentamiento posterior al Desastre por aquí cerca, y
mucho menos una ciudad.
—¿Qué quiere decir eso de «posterior al Desastre» ? —le
susurró Lina a Doon.
—No lo sé —contestó Doon.
Mary Waters carraspeó con un sonido grave y tomó aliento.
—Haremos lo posible por vosotros esta noche, y mañana por
la mañana hablaremos de... vuestros planes. Estamos
dispuestos a acoger a algunos por esta noche: ancianos,
enfermos y los que tengan niños. El resto podéis dormir en la
explanada. Los que vayan con los dueños de las casas
compartirán la comida que éstos tengan para cenar. Los que se
queden aquí recibirán pan y fruta.
Hubo una lluvia de aplausos por parte de la gente de Las
Ascuas.
—¡Gracias! —gritaron varias voces—. ¡Muchísimas gracias!
—¿Qué quiere decir «pan»? —susurró Lina a Doon,
Éste se encogió de hombros.
—Aquellos que estéis más necesitados de refugio esta noche,
por favor, levantaos —anunció Mary Waters—. Como he dicho,
ancianos, enfermos y familias con niños.
Un susurro se expandió por la muchedumbre mientras
algunas personas se levantaban. Las voces murmuraban:
—Levántate, padre.

~29~
—Ve tú, Willa.
—No, ve tú, yo estoy bien.
—Que vaya Arno, que se ha torcido el tobillo.
Lina y la señora Murdo se levantaron, pues llevaban a Poppy.
Doon y su padre permanecieron sentados.
La brillante bola amarilla del cielo se dirigía hacia abajo, y las
sombras comenzaron a hacerse más largas. Se acercaba la
noche, y a medida que la penumbra se acrecentaba, los ánimos
de Lina se oscurecían. Pensó en la habitación verde y azul a la
que se había mudado en casa de la señora Murdo en Las
Ascuas, esa habitación tan bonita que tan feliz le hizo. La
echaba de menos. En ese momento, hubiera dado algo por
poder tomar un cuenco de sopa de nabos y meterse entre las
sábanas de la cama de esa habitación, con Poppy a su lado y la
señora Murdo en el comedor, ordenando; y el enorme reloj de
Las Ascuas a punto de dar las nueve, la hora en que las luces se
apagaban. Sabía que ese sitio, el pueblo de Sparks, estaba vivo,
y que Las Ascuas estaba muerta, y no hubiera querido regresar
ni siquiera si hubiera podido. Pero ahora mismo, mientras el
aire se enfriaba y le susurraba en la piel, y le esperaba una cama
desconocida en casa de un extraño, añoraba lo que le resultaba
familiar.
Mary Waters pronunciaba unos nombres. A cada nombre se
levantaba alguien del pueblo y decía a cuántas personas podía
acoger en su casa.
—¡Leah Parsons!
Se adelantó una mujer alta que llevaba un vestido negro.
—Dos personas —dijo, y Mary Waters señaló a una pareja de
ancianos que estaban al frente de la multitud de refugiados,
éstos alzaron sus bolsos y siguieron a la mujer alta.

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—Randolph Bonito —exclamó Mary, y un hombre grande, de
cara roja dijo:
—Cinco.
La familia Candrick, con sus tres hijos pequeños, se fue con él.
—Evers Mills.
—Cuatro.
—Lanny McMorris.
—Dos.
—Jane Garcia.
—Tres.
Así siguieron durante largo rato. El cielo se oscureció y el aire
se enfrió. Lina comenzó a temblar. Se desató el jersey que
llevaba alrededor de la cintura y se lo puso. «La luz y el calor
deben de ir juntos en este lugar —pensó—. Durante el día,
cuando la luz brillante está en el cielo, hace calor. Y de noche,
hace frío.» En Las Ascuas, la luz no emitía ningún tipo de calor,
y la temperatura siempre era la misma.
En los límites de la explanada alguien sostenía un palo con
una llama en el extremo, que levantaba para encender unas
linternas que colgaban de los aleros de los edificios. Destellaban
una luz amarilla y roja.
Mary señalaba a la señora Murdo.
—Señora —dijo— su bebé parece ser el más enfermo de
todos. Les llevaremos a casa de nuestra doctora. —Le hizo
señas a una mujer que permanecía de pie en un lugar cercano.
Era alta, huesuda, bastante mayor, con un pelo rizado y gris
que le llegaba justo por debajo de las orejas. Llevaba puestos
unos pantalones anchos de un azul desteñido y una camisa
arrugada de color marrón que estaba mal abrochada, por lo que

~31~
un lado quedaba más largo que el otro.
—La doctora Hester os acogerá —dijo Mary—. La doctora
Hester Crane.
Lina se levantó y se giró hacia Doon:
—¿Estaréis bien aquí? —le preguntó. Le inquietaba separarse
de Doon y de su padre.
—Por supuesto—dijo Doon.
—No hay necesidad de preocuparse—dijo su padre, mientras
extendía una manta sobre el suelo.
La doctora se acercó para mirar a Poppy, que dormitaba en
los brazos de la señora Murdo. Puso una mano grande y
nudosa, con venas que parecían cordones azules, sobre la frente
de Poppy, y le separó un poco el párpado inferior del ojo.
—Aja —dijo—. Sí, de acuerdo. Venid, haré lo que pueda.
Lina le echó una mirada angustiada a Doon.
—Venid a buscarnos por la mañana —dijo Doon—.
Estaremos aquí mismo.
—Por aquí —dijo la doctora—. Oh, esperad —espetó,
escudriñando la explanada casi desierta—. ¡Torren!
Lina oyó el chasquido de unos pasos sobre el suelo de
ladrillos y vio a un chico que se acercaba a ellos corriendo
desde la oscuridad.
—Nos vamos a casa —le explicó la doctora—. Esta gente
viene con nosotros.
El chico era más joven que ella. Tenía una cara extrañamente
estrecha, como si alguien le hubiera cogido los lados de la
cabeza con las manos y hubiera apretado. Sus ojos eran puntos
redondos azules. Por encima de su frente, muy alta, tenía una

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mata revuelta de pelo castaño claro.
Miró de soslayo a Lina y no dijo nada. La doctora se dirigió
calle arriba junto al río, a pasos largos y rápidos, con las manos
en los bolsillos y la cabeza inclinada hacia adelante como si
buscara algo en el suelo. Lina la siguió junto a la señora Murdo,
que llevaba a Poppy dormida. El aire frío de la noche se deslizó
a través de su jersey, y un insecto que se mantenía en el aire
junto a su oído dejó escapar un sonido penetrante y agudo,
como si se tratara de una aguja. La sensación de nostalgia por el
hogar se hizo tan enorme en su interior que Lina tuvo que
cruzar los brazos con fuerza y apretar los dientes para evitar
que se escapara.

~33~
Capítulo 4
La casa de la doctora

El cielo ya se había tornado de un color azul oscuro, casi


negro. En uno de los bordes resplandecía una línea de un color
carmesí brillante. En las casas del pueblo, poco a poco, las
ventanas comenzaron a brillar con luces amarillas titilantes.
Caminaron y caminaron. Cada vez que llegaban a una puerta,
o a un portón en una pared, o a unas escaleras que ascendían,
Lina deseaba que se tratara de la casa a la que iban. En Las
Ascuas, donde se le había confiado el trabajo de mensajera, fue
una corredora incansable; correr era su mayor alegría. Pero esta
noche hasta le costaba andar. Estaba tan cansada que los pies le
parecían pesados como ladrillos. La doctora Hester caminaba y
caminaba, con su niño trotando delante, y a veces se giraba para
mirar a Lina, la señora Murdo y Poppy. Finalmente, llegaron a
las afueras del pueblo. Allí, ligeramente apartada, se encontraba
una casa de techo bajo. Salvo por el resplandor de luz en dos de
las ventanas, que se reflejaban gracias al cielo rojizo, estaba en
completa oscuridad, acurrucada bajo una enorme planta
inquietante que tenía la forma de una seta gigante.
—¿Eso es un pino? —preguntó Lina a la doctora.
—No, un roble —contestó la doctora, por lo que Lina se dio
cuenta de que las plantas grandes eran de varias clases.

~34~
Había un caminito que llevaba a una puerta de madera, que
la doctora abrió. Entraron a un patio oscuro, lleno de hojas
secas, pavimentado con ladrillos desiguales. En tres de los lados
del patio se levantaba la casa, en forma de U. Los aleros del
tejado descendían hasta el suelo, formando a su vez un pasillo
que la rodeaba. Lina pudo ver gracias la luz débil que el patio
estaba lleno de plantas. Algunas crecían desde el suelo, y otras
lo hacían en tarros de todos los tamaños. Las enredaderas
ascendían por las columnas del pasillo y trepaban por el borde
del tejado.
—Entrad —dijo la doctora, guiándoles hasta la puerta que se
hallaba en la parte central de la casa. Ella y el chico entraron.
Lina paró justo en la entrada y la señora Murdo fue tras ella,
con Poppy entre los brazos. Se quedaron observándolo todo
desde la oscuridad. Había un olor extraño, muy penetrante,
como hongos o musgo pero mucho más fuerte.
La doctora desapareció durante un momento y regresó con
una vela encendida. Se movió por toda la habitación
encendiendo algunas más —dos, tres y cuatro velas— hasta que
una luz parpadeante llenó la parte central de la estancia,
mientras que las esquinas permanecieron a oscuras.
—Entrad, entrad —dijo la doctora, con impaciencia.
Lina se movió hacia adelante. Sintió como la arenilla chirriaba
bajo la suela de sus zapatos, y le picó la nariz a causa del polvo.
Se encontraba en una habitación abarrotada de cosas: ropa
sobre los respaldos de las sillas, un zapato en un sofá
maltrecho, un plato con algo de comida sobre el alféizar de una
ventana. En uno de los extremos de la habitación había dos
puertas, ambas cerradas. En la parte trasera, una escalera se
elevaba hacia un agujero oscuro que había en el techo. En el
otro extremo de la habitación, en un rincón, había una puerta

~35~
abierta que, según Lina aventuró, llevaría hacia la cocina. Tras
esa puerta había una especie de agujero en la pared, enmarcado
con piedras, que contenía unos palos y unos papeles.
La doctora se arrodilló delante del agujero y sostuvo la vela
junto a los papeles y los palos. En unos segundos, surgió una
llama. Era la llama más grande que Lina jamás hubiera visto,
como una enorme mano naranja que subía y se adelantaba. El
corazón de Lina le martilleó entre las costillas con una fuerza
tremenda. Dio unos pasos hacia atrás y chocó contra la señora
Murdo. Las dos se quedaron mirando, y la señora Murdo
apretó el hombro de Lina fuertemente.
La doctora se dio la vuelta para mirarlas.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Lina no podía hablar. Tenía los ojos fijos en las llamas, que
ascendían y crepitaban.
La señora Murdo intentó contestar.
—Es... es... —inclinó la cabeza en dirección al extremo de la
habitación, donde la primera llama se había convertido en una
docena que lamían hacia arriba, dejando escapar destellos de
luz anaranjada.
—¡Ah! —contestó la doctora—. ¿El fuego? ¿No estáis
acostumbradas al fuego?
La señora Murdo sonrió a modo de disculpa. Lina se quedó
observando.
—Se queda en la chimenea —dijo la doctora—. No es
peligroso.
En Las Ascuas no había fuego a menos que hubiera peligro:
un cortocircuito en el sistema eléctrico de la casa de alguien, o
una agarradera que se hubiera caído en el horno eléctrico. El

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único fuego que Lina había visto que no era peligroso era la
pequeña llama de una vela. Este fuego la asustaba.
Los reflejos centelleaban en el cristal de la ventana. Las
ventanas estaban tan hundidas en las paredes que había
cornisas suficientemente anchas como para sentarse. El chico,
Torren, se encaramó a una de ellas y se quedó ahí, golpeando
con los pies el armario que había debajo de la pared.
—Les da miedo el fuego —dijo en voz baja, llena de sorna.
—Entrad —dijo la doctora—. Os podéis sentar ahí, si queréis
—señaló unas sillas al otro lado de la habitación, lejos del fuego.
Ahí fue donde se sentaron Lina y la señora Murdo. Poppy se
despertó durante un momento, lo suficiente como para poder
gemir de manera débil, y volvió a caer en el regazo de la señora
Murdo—. En cualquier caso, probablemente sea el último fuego
de la estación —aclaró la doctora—. Las noches serán más
cálidas dentro de poco. No lo necesitaremos.
Afuera se oyó un crujido, seguido de pasos rápidos. Alguien
llamó a la puerta. Lina agarró con fuerza la mano de la señora
Murdo, pero la doctora se limitó a suspirar y se levantó a
responder a los golpes.
—Ah, eres tú, William —dijo—. ¿Qué necesitas?
—Un poco de ese ungüento —contestó una voz de hombre—.
Lo necesito ahora mismo. Mi mujer se ha hecho un corte en la
mano y sangra por todas partes.
—Entra, entra, ahora te lo traigo —dijo la doctora, que se
desplazó hacia otra habitación, donde revolvió entre las cosas,
mientras el hombre permaneció en la entrada, mirando de
soslayo a Lina y la señora Murdo.
La doctora le trajo su frasco de ungüento y el hombre se fue.
No habían pasado más de diez minutos cuando volvieron a

~37~
golpear la puerta. Esta vez se trataba de una mujer que quería
una medicina hecha de corteza de sauce para su hermana, que
tenía un dolor de cabeza atroz. La doctora volvió a revolver
entre sus cosas en la otra habitación. Salió con una pequeña
botellita en la mano que le dio a la mujer, y ésta se fue
rápidamente.
—¿Es usted la única doctora que hay? —preguntó la señora
Murdo.
—Sí. Se trata de un trabajo infinito —respondió la doctora
Hester. De repente su expresión se tornó preocupada—. ¿Le he
dado a William el frasco adecuado? Sí, sí, el de la tercera
estantería, seguro que es ése. —Dejó escapar un suspiro de
agotamiento—. Y ahora, ocupémonos de esta pequeña. Ponedla
ahí y envolvedla con esto —dijo, dando una palmadita al sofá
que estaba situado contra la pared y tomando del suelo una
manta tejida que se debía de haber caído. La sacudió y se la
entregó a la señora Murdo—. Le daré un poco de jarabe.
Poppy aceptó tomar dos cucharadas de jarabe —un líquido
rojo que la doctora Hester vertió de una jarra— y escupió la
tercera, gimoteando. El corazón de Lina se estremecía a ver a
Poppy tan enferma. Durante la mayor parte del tiempo, Poppy
era un cúmulo de energía, tan curiosa y rápida que uno nunca
sabía qué haría después. Podía tanto masticar un documento
valioso como alejarse gateando sola para explorar en el
momento más inconveniente. Ahora estaba débil y pálida,
como un pequeño brote que no hubiera sido regado.
La señora Murdo la tendió en la cama. Lina se sentó a su lado
y le acarició el pelo; al poco rato, Poppy se durmió. La doctora
desapareció en la cocina y Torren subió escaleras arriba, hacia la
habitación superior.
De repente, a Lina la invadió el cansancio. La casa

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desordenada, el chico antipático, el fuego... Todo le resultaba
extraño y perturbador. Y Poppy estaba tremendamente
enferma, lo cual la preocupaba tanto que comenzó a sentirse un
poco mal también. Se sentó junto a la señora Murdo y dejó caer
su cabeza en su regazo. Podía distinguir un repiqueteo y el
sonido de algo cortando desde la cocina, y se sumió en un
sueño confuso de luces y sombras...
—¡A cenar! —gritó Torren. Lina pegó un salto y él se echó a
reír—. ¿Has oído hablar de la comida? ¿Sabes lo que es comer?
Se sentaron a la mesa, todos excepto Poppy, y la doctora sacó
algo de un recipiente grande. Lina no estaba muy segura de lo
que se trataba. «Patatas frías y algo más», pensó. Lo comió
porque tenía hambre. Pero en cuanto lo hubo terminado, sintió
tanto cansancio de repente que casi no pudo ni moverse.
—Muy sabroso —dijo la señora Murdo—. Gracias.
—Bueno —contestó la doctora—. En fin. De nada. —Empezó
a levantarse, y volvió a sentarse de repente, sonrojada—.
¿Quizás os apetece leer...? ¿O pasear? ¿O...?
—Estamos algo cansadas —respondió la señora Murdo—.
Quizá deberíamos irnos a dormir.
La cara de la doctora Hester se iluminó.
—Las camas, claro —dijo—. Por supuesto, cómo no se me
había ocurrido... Veamos. ¿Dónde podríais dormir? —miró a su
alrededor, como si pudiera encontrar una cama de más en
medio de todo ese desorden—. En la buhardilla, supongo.
—¡No! —gritó Torren—. ¡Ésa es mi habitación!
—Es la única con dos camas —dijo la doctora Hester. Alzó
una vela y se desplazó en medio del caos hasta la escalera.
—¡Tocarán mis cosas! ¡Y las cosas de Caspar! —dijo Torren,

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chillando.
—No seas tonto —contestó la doctora Hester subiendo las
escaleras.
—Pero ¿dónde dormiré yo? —gimoteó Torren.
—En la habitación de las medicinas —respondió la doctora
Hester. Los ojos de Torren se llenaron de lágrimas, pero la
doctora no se dio cuenta. Desapareció en la buhardilla, y
durante unos minutos Lina oyó golpes sordos y chirridos que
provenían de arriba.
—Subid —llamó la doctora.
Lina subió las escaleras, seguida de la señora Murdo con
Poppy en sus brazos. Gracias a la luz de la vela de la doctora,
Lina pudo ver dos camas bajo un techo inclinado. Al pie de
cada cama había un baúl. Varias piezas de ropa colgaban de
algunos ganchos, y unas cajas permanecían dispuestas
ordenadamente junto al alféizar de la única ventana.
—Dos camas, pero sois tres —dijo la doctora, frunciendo el
ceño—. Podríamos... Podríamos poner al bebé...
—No pasa nada —dijo Lina—. Dormirá conmigo.
Unos minutos más tarde estaba en la cama, con Poppy
ahuecada entre sus brazos, ambas cubiertas por las mantas.
—Buenas noches —dijo la señora Murdo desde la otra cama.
Apagó la vela y la habitación se sumió en la oscuridad, pero no
en la completa negrura en la que se sumergían las habitaciones
cuando se hacía de noche en Las Ascuas. Lina podía seguir
viendo un rectángulo gris desvaído donde estaba la ventana, y
esto era debido a las luces del cielo, el círculo de plata y los
puntitos brillantes. «¿Qué nombre tendrán? —se preguntó—.
¿Quién será Caspar? ¿Y cómo soporta la doctora tener ese

~40~
enorme y horrible fuego en el suelo de su casa?»
En este lugar todo era lo contrario a Las Ascuas. Las Ascuas
era oscura y fría; y este sitio era luminoso y cálido. Las Ascuas
era ordenada, este sitio era desordenado. En Las Ascuas, todo le
resultaba familiar, aquí todo era extraño. «¿Llegará a gustarme?
—se pregunte»—. ¿Me sentiré como en casa alguna vez?»
Abrazó a Poppy y escuchó su respiración desigual durante
largo tiempo, hasta que se quedó dormida.

~41~
La primera reunión del Ayuntamiento

Mientras Lina dormía, los tres líderes del pueblo estaban


reunidos, sentados frente a una mesa en la sala de la torre del
Ayuntamiento que daba a la explanada. Mary mantenía las
manos entrelazadas firmemente ante sí. Ben fruncía el ceño, con
las cejas grises apretadas, provocando que los dos surcos que
había entre ellas se hicieran más profundos. Wilmer se tiraba
nerviosamente de una oreja, y miraba alternativamente a Ben y
a Mary, a Mary y a Ben.
—No pueden quedarse aquí —dijo Mary—. Son demasiados.
¿Dónde los íbamos a meter? ¿Cómo íbamos a darles de comer?
—Sí —acordó Wilmer—. Pero ¿dónde irán si no?
Nadie dijo nada. No tenían respuestas para esa pregunta. Más
allá del asentamiento de Sparks, las Tierras Vacías se extendían
a lo largo y ancho de muchos kilómetros en todas direcciones.
—Podrían ir al Hueco de los Pinos —dijo Wilmer—. Quizá.
Mary resopló y negó con la cabeza.
—No seas ridículo —dijo—. Eso está a al menos dos semanas
de camino a pie. ¿Cómo haría esta gente, tan débil, para llegar
tan lejos? ¿Cómo podrían llevar suficiente comida para
alimentarse? ¿De dónde sacarían la comida, a menos que
vaciáramos nuestro almacén y les diéramos todo?

~42~
Wilmer asintió, sabiendo que Mary tenía razón. La gente de
Sparks solamente conocía la existencia de otros tres
asentamientos, y habían oído decir a los vendedores
ambulantes que se trataba de lugares más pequeños y pobres
que Sparks. Sus habitantes tampoco iban a querer más bocas
que alimentar.
Los tres miraron por la ventana en dirección a la explanada
iluminada por la Luna, llena de gente extraña que dormía.
Cuatrocientas personas que provenían de una ciudad bajo
tierra, sin comida, sin pertenencias de ninguna clase, y sin
ningún lugar a donde ir.
—Lo que no acabo de comprender —dijo Ben— es por qué
esta desgracia nos ha ocurrido a nosotros. —Hizo una pausa,
miró hacia su izquierda y frunció el ceño. Era una costumbre de
Ben; de vez en cuando necesitaba hacer una pausa y fruncir el
ceño para poner en orden sus pensamientos. Wilmer y Mary se
habían acostumbrado a esperar durante esas pausas—. No sé
qué hemos hecho para merecerlo —continuó Ben tras unos
instantes—. Hemos trabajado diligentemente. Y cuando
finalmente empezamos a tener algo de prosperidad, después de
tantos años de... Bueno, adversidad es una manera suave de
decirlo.
Los demás asintieron, pensando en la dureza de los últimos
años. Habían pasado inviernos en los que la gente temblaba de
frío en tiendas de campaña y comía raícescortadas y nueces
resecas. Habían pasado años de sequía, de plagas de gusanos en
las tomateras, de fracasos devastadores en las cosechas cuyas
consecuencias fueron que la gente no tenía nada más para
comer que coles y patatas. Habían pasado momentos en los que
habían tenido que trabajar tan duramente para sobrevivir que a
veces se morían simplemente porque estaban demasiado

~43~
cansados para continuar. Nadie quería volver a aquellos
tiempos.
—Así pues ¿qué hacemos? —preguntó Mary—. No pueden
quedarse y no pueden irse; por tanto, ¿qué es lo correcto?
Los demás se quedaron en silencio.
—Bueno, está el Pionero —apuntó Wilmer—. Puede ser una
solución temporal.
—Es cierto —dijo Ben.
—Bien pensado —admitió Mary, y Wilmer asintió—. A ver
qué opináis: les dejamos quedarse en el Pionero. Les damos
agua y comida, ya que tenemos algo de sobra en el almacén. A
cambio, ellos trabajan; ayudan en los campos, con las
construcciones, hacen lo que haga falta. Les tendremos que
enseñar cómo hacerlo. Por lo que he podido ver, no saben nada.
Después de un tiempo, cuando sean más fuertes, y cuando
sepan desenvolverse, pueden marcharse y construir su propio
pueblo en otro sitio.
—Tendremos que vigilarles cuidadosamente si les dejamos
quedarse —dijo Ben—. Son raros. No sabemos de qué son
capaces.
—A mí me parecen bastante normales —contestó Mary—.
Exceptuando eso de que vivían en una cueva.
—¿Tú te lo crees? —preguntó Ben.
Mary se encogió de hombros.
—La pregunta es la siguiente: ¿les dejamos quedarse?
—¿Durante cuánto tiempo les tendríamos que acoger antes de
que estuvieran preparados para marcharse? —cuestionó
Wilmer.
—No lo sé. ¿Seis meses, quizá? Veamos. Ya es casi el final de

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Floración —Mary hizo la cuenta de los meses con los dedos—:
Resplandor, Quema, Tueste, Enfriamento, Caída, Hielo.
Podrían quedarse durante las estaciones de verano y otoño, e
irse al final de Hielo.
—Eso querría decir que para el invierno estarían solos —
apuntó Wilmer.
—Exacto —dijo Ben—. ¿Acaso sugieres que se queden aún
más tiempo? Sólo con acogerles ya estamos forzando nuestros
recursos.
Volvieron a quedarse en silencio, considerando este hecho.
Finalmente, Mary habló.
—Entonces, ¿les dejamos que se queden seis meses? —
preguntó—. Y les enseñamos todo lo que podamos.
A nadie le gustaba la idea, en realidad. Pensaban en toda la
comida que necesitarían los refugiados, en que esto supondría
menos víveres para su propia población, y en todo el esfuerzo
que comportaría enseñarles lo necesario para poder sobrevivir
ellos solos. Cada uno de ellos —Mary, Wilmer y especialmente
Ben— deseaba que la gente desafortunada de la cueva pudiera
evaporarse sin más.
Pero no iba a ser así, y los líderes de Sparks sabían, apelando
a sus conciencias, que debían hacer lo correcto. Querían ser
líderes sensatos y adecuados, no como los gobernantes del
pasado, cuyos terribles errores les habían llevado al Desastre.
Así que tendrían la mente abierta y serían generosos.
Con esta idea en la cabeza, los tres líderes votaron:
Mary votó que sí, que la gente de la cueva se quedara.
Ben votó que sí, a regañadientes.
Wilmer votó que sí.

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Alcanzaron un acuerdo: les darían un lugar para alojarse. Les
ayudarían durante seis meses, pasados los cuales, los
desconocidos deberían cuidar de sí mismos.
Mary, Ben y Wilmer se dieron la mano para cerrar el acuerdo,
pero ninguno de ellos dijo en voz alta lo que estaban pensando:
que incluso tras esos seis meses, la gente de Las Ascuas lo
tendría muy difícil para construir un asentamiento. Los
fundadores de Sparks sabían de carpintería y agricultura, y aun
así les había llevado dos años construir los primeros refugios y
sacar las rocas de los campos. Ya tenían conocimientos de cómo
tratar a los animales y preparar tierras para arar, e incluso así
algunos animales habían muerto a lo largo de los años a causa
de las enfermedades o del hambre cuando las cosechas no
prosperaban. Habían contado con que llegaría el clima arduo,
los lobos y los bandidos, y aun así habían sufrido pérdidas por
las tres causas.
Los líderes del pueblo sabían en el interior de sus corazones
que en ese país vasto y vacío habían millares de peligros que la
gente de Las Ascuas no comprendían, y que jamás podrían
cuidar de sí mismos.

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Capítulo 5
El Pionero

A la mañana siguiente, algunos emisarios recorrieron el


pueblo para convocar a los habitantes de Sparks. Les dijeron
que sacaran todas las mantas viejas, almohadas, toallas, harapos
y ropa que no necesitaran, y los depositaran en las puertas de
sus casas. En el almacén hubo gente que se encargó de juntar
comida, especialmente alimentos que no necesitaran ser
cocinados, como las manzanas del otoño anterior, los
albaricoques secos, pan y grandes pedazos de queso. Doon, que
se levantó en cuanto hubo divisado la primera señal de luz en el
cielo, observó todos los preparativos con creciente excitación.
Para cuando llegó el mediodía, una caravana se desplazaba
hacia el exterior del pueblo, en dirección sur. Estaba formada
por unos vehículos extraños a los que los lugareños llamaban
«camiones» o «camiones de carga». Estaban hechos de metal
oxidado y tenían cuatro ruedas de un material grueso y negro.
En la parte de delante había una especie de caja con una tapa
redondeada, y detrás, otra caja más elevada con dos asientos,
donde se sentaban los conductores. La parte de atrás del
camión, donde se depositaban los víveres, era plana. Cada uno
de los camiones llevaba, atados con cuerdas, a dos animales
grandes, algo cuadrados, muy musculosos, que eran los más
enormes que Doon hubiera visto jamás. Dejaban escapar unos

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ruidos parecidos a bufidos y algún quejido de vez en cuando.
—¿Qué son? —preguntó Doon a alguien que caminaba junto
a él.
—Bueyes —contestó el hombre—. Como las vacas, ¿sabes? De
donde viene la leche.
Doon jamás había oído hablar de vacas. Pensaba que la leche
era un polvo que venía en una caja. Eso no lo dijo, claro está. Se
limitó a asentir.
—¿Y qué quiere decir «camión»? —preguntó. Lo de la
«carga» lo entendía.
El hombre le miró con sorpresa.
—Quiere decir «camión», y ya está —respondió—. Ya sabes,
lo que usaba la gente para conducir en los viejos tiempos. Hay
millones de ellos: camiones y coches, en todas partes. Ahí
tenían el motor —dijo, dándole un golpe a la parte delantera del
camión—. Al motor se le vertía una cosa llamada «gasolina»
que hacía que las ruedas girasen. Ahora, como no nos queda
gasolina, hemos sacado los motores, y eso hace que los
camiones sean más ligeros y se pueda tirar de ellos.
Doon no preguntó qué era eso de la «gasolina». No quería
demostrar toda su ignorancia al mismo tiempo. Fue repartiendo
sus preguntas entre la gente, y pudo aprender algunas cosas de
cada persona.
Su padre y él caminaron juntos cerca de uno de los camiones.
Doon pensaba que Lina estaría con ellos, pero para cuando la
caravana hubo partido, aún no había llegado. Pero no
importaba, porque podría averiguar fácilmente dónde habían
ido y dirigirse hacia allá más adelante.
El padre de Doon seguía teniendo los músculos doloridos de

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la larga caminata de los días anteriores, por lo que Doon le
adelantó rápidamente. Explotaba de energía y alegría, y no
podía caminar lentamente. Inspiró largas bocanadas del aire
dulzón matinal. Por encima de su cabeza, el cielo era de un azul
claro y brillante, mil veces más grande que la tapa oscura que
recubría Las Ascuas, y a su alrededor, la tierra verde y dorada
parecía extenderse de forma ilimitada. Doon se preguntaba
incesantemente dónde estarían los límites. Se dirigió al
principio de la marcha y se lo preguntó a Wilmer, que avanzaba
con agilidad, con los brazos oscilando desenfadadamente.
—¿Los límites? —repitió Wilmer, mirando hacia abajo.
—Sí. Quiero decir, ¿si yo estuviera allá... —dijo, apuntando
hacia el horizonte, donde el cielo parecía encontrarse con el
suelo— estaría en el límite de este lugar? ¿Qué hay más allá del
límite?
—No hay límite —respondió Wilmer, mirando a Doon como
si el chico tuviera un problema extraño—. La Tierra es una
esfera, una bola enorme y redonda. Si sigues y sigues,
finalmente llegas al mismo sitio del que partiste.
Esto casi le quitó la respiración a Doon, porque resultaba
extrañísimo y difícil de entender. Al principio creyó que
Wilmer le estaba gastando una broma, y que pensaba que él era
tonto. Pero la expresión de Wilmer era de sorpresa, no de
picardía. Debía de estar diciendo la verdad.
«Aquí hay un millón de misterios», pensó Doon. ¡Y él los
exploraría todos! ¡Aprendería todo! Esa mañana ya había
aprendido las siguientes palabras: sol, árbol, viento, estrella y
pájaro. También había aprendido perro, pollo, cabra y pan.
Jamás en toda su vida se había sentido tan bien. Sentía que
era tan enorme como la tierra a su alrededor, y tan brillante y

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luminoso como el aire. No tenía que trabajar en túneles fríos y
húmedos; no tenía que correr por callejones oscuros para
escapar de quienes le perseguían. Ahora estaba en el exterior y
era libre. Y también era poderoso, de una manera que no había
sido anteriormente. Había hecho algo impresionante: había
salvado a su pueblo de su ciudad moribunda y, junto con Lina,
sería reconocido por ello durante toda su vida. Miró a su
alrededor, a ese mundo nuevo lleno de vida y belleza, y se
sintió muy orgulloso de haber llevado a su gente hasta allí.
La carretera dejó atrás las últimas casas del pueblo y bordeó
el río, que era ancho y lento, con zonas verdes junto a las orillas.
Los camiones traqueteaban; nubes de polvo surgían de entre
sus ruedas. Alrededor de Doon surgió el parloteo de voces
mientras la gente atónita señalaba ciertas cosas.
—¡Mira! ¡Hay algo blanco que flota en el cielo!
—¿Habéis visto ese animalito con la cola larga?
—¿Sientes eso? ¡El aire se mueve!
Los niños salían disparados en todas direcciones,
atreviéndose a tocar los extremos anchos de los bueyes,
cogiendo flores de las zarzas que se alzaban junto a la carretera
o saltando sobre los camiones para ser arrastrados durante un
ratito hasta que eran espantados nuevamente.
Y el sol relucía sobre todos ellos. A la gente de Las Ascuas les
encantaba sentir la extraña sensación de calor sobre sus cabezas.
A menudo alzaban sus manos hacia el pelo, para notar esa
sensación de calidez.
La carretera se elevó ligeramente y se acercó a una arboleda.
—¡Ya hemos llegado! —gritó Wilmer, señalando
orgullosamente con el brazo—. ¡El hotel Pionero!

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En lo alto del montículo se alzaba el edificio más alto que
Doon hubiera visto jamás. Tenía tres pisos de altura y era muy
alargado, con dos secciones perpendiculares a la zona principal.
Las ventanas estaban dispuestas en tres hileras, y en el centro,
en dirección a un largo campo que descendía hasta la orilla del
río, se encontraba lo que debió de haber sido algún día una
gran entrada, con escalones anchos, un techo sostenido por
columnas y una puerta doble. Pero el edificio ya no era
magnífico. Doon adivinó que debía de tratarse de una
construcción muy vieja, porque las paredes estaban grises y
manchadas, y en casi todas las ventanas, en vez de cristales,
había agujeros oscuros. El techo se había caído en algunas
zonas. La hierba llegaba hasta los escalones, y al final del otro
extremo Doon vio que un árbol había caído contra el edificio,
destrozando toda una esquina.
Ben Barlow caminó por el ancho campo lleno de hierbajos de
la entrada y subió los escalones. Wilmer le siguió. Se apoyó
contra una columna, y Ben se situó en lo alto de los escalones
mientras esperaba a que llegara la multitud de refugiados y se
agruparan frente a él. Doon zigzagueó entre la gente hasta que
volvió a encontrar a su padre, y entonces se quedó junto a él.
Ben levantó ambas manos y gritó:
—¡Atención, por favor! —Se fue haciendo el silencio—.
Bienvenidos a vuestro nuevo hogar, el hotel Pionero.
Un grito de alegría brotó de entre la multitud. Ben frunció el
ceño y levantó ambas manos, con las palmas abiertas, y el grito
cedió.
—Se trata de una casa temporal —aclaró—. Evidentemente,
no os podemos acoger en Sparks de manera permanente,
porque eso implicaría que nuestros recursos se verían
seriamente afectados, y causaría mucho resentimiento y

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sufrimiento entre nuestro pueblo. —Ben carraspeó y frunció el
ceño al aire. Poco después, siguió hablando—: Hemos decidido
que os podéis quedar aquí durante seis meses, todo el verano y
el otoño, hasta el mes de Hielo. Después de ese tiempo, con el
entrenamiento que recibiréis por nuestra parte, iréis a las
Tierras Vacías, y fundaréis vuestro propio pueblo.
La gente de Las Ascuas se miró, sorprendida. ¿Fundar su
propio pueblo? Algunos de ellos sonrieron, aceptando la idea;
otros pusieron cara de no estar muy seguros. La ciudad de Las
Ascuas había sido construida para ellos, y lo único que habían
tenido que hacer allí eran trabajos de reparación cuando los
edificios se estropeaban. Nunca habían construido nada desde
cero. «Pero, pensándolo bien, seguro que podríamos aprender»,
se dijo Doon.
Ben continuó:
—El hotel Pionero tiene setenta y cinco habitaciones, además
de un comedor grande, una sala de baile, despachos y una
entrada. Habrá espacio para todos.
Murmullos de entusiasmo brotaron de entre la gente. Doon
comenzó a hacer cálculos. Cuatrocientas diecisiete personas en
setenta y cinco habitaciones quería decir unas cinco o seis
personas por habitación. Eso sonaba a estar muy apiñados, pero
a lo mejor se trataba de habitaciones muy espaciosas. Y también
estaba el comedor y la sala de baile, fuera lo que fuera eso, y
quizás en esos espacios se podía alojar a diez o veinte
personas...
—Evidentemente, este edificio no es totalmente operativo —
explicó Ben—. Aquí no hay agua para bombear de los pozos,
como en el pueblo. Pero el río está cerca, bajando por esa
pendiente, y el agua está limpia. El río os dará agua para beber,
bañarse y lavar la ropa. Los lavabos estarán fuera, deberéis

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empezar a cavarlos mañana, una vez os hayamos organizado en
grupos. Hoy os instalaréis en vuestras habitaciones —hizo una
pausa y las dos líneas entre sus cejas se hicieron más
profundas—. En las habitaciones no quedan muchos muebles
—continuó—. A lo mejor algunas todavía tienen camas, pero
creo que nos las hemos llevado casi todas. Deberéis dormir en
el suelo.
—¿ ¡En el suelo! ? —se oyó una voz detrás de Doon, cuyo
tono era una mezcla entre la indignación y la incredulidad
divertida. Doon se dio la vuelta para ver de quién se trataba. En
medio de la multitud pudo distinguir a un chico alto,
prácticamente un hombre, que parecía alzarse sobre algo, una
roca o un pedazo de tronco, para poder ver sobre las cabezas de
los demás. Era atractivo, pero de una manera un tanto extraña.
Tenía la mandíbula cuadrada y los hombros rectos como si se
tratara de una tabla. Llevaba el pelo oscuro peinado hacia atrás,
y le caía lacio y brillante, lo que daba a su cabeza un aspecto
despejado y redondeado. Tenía los ojos claros como pedacitos
de cielo.
Doon reconoció al chico, aunque no le conocía. Su nombre era
Mick, Trick o Mack, o algo por el estilo.
—Sí, en el suelo —afirmó Ben—. Pero os daremos todas las
mantas que podamos.
La voz penetrante del chico volvió a oírse, alzándose sobre los
demás:
—Una pregunta más, señor: ¿qué hay de la comida?
La pregunta provocó una reacción que se fue extendiendo por
la muchedumbre:
—Sí, la comida. ¿Qué comeremos?
Ben levantó la voz.

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—¡Por favor, escuchad! —gritó.
Todas las voces se giraron para mirarle. Doon vio que los ojos
de Ben se clavaron en los del chico de la voz cortante. La
expresión de su cara era parecida a la de un profesor hablando
a una clase un poco alborotadora.
—El tema de la comida funcionará de la siguiente manera —
explicó—: Se os asignará un hogar del pueblo al que ir, cuatro o
cinco personas por casa. A mediodía iréis a por la comida
principal. En lo que al desayuno y la cena se refiere, la familia
que se os asigne os dará algo para que os llevéis: un poco para
comer a la noche y otro poco para guardar para la mañana
siguiente. Serán todo lo generosos que puedan. Pero recordad:
no tenemos mucha comida de sobra. Vuestra llegada implica
menos para todos. —Contempló a la multitud durante un
momento y respiró hondo—. ¿Ha quedado claro? ¿Alguna
pregunta?
Nadie contestó nada durante un momento, hasta que el chico
alto dijo:
—No, señor. Adelante.
Así que Ben dirigió la marcha hasta la entrada del antiguo
hotel Pionero. Doon y su padre permanecieron muy juntos,
avanzando cuidadosamente. Les costaba ver en el interior. La
única luz que había provenía de la puerta que había a sus
espaldas y de un agujero en el cristal de una enorme cúpula
cubierta de polvo que se alzaba tres pisos más arriba, por
encima de sus cabezas. El suelo estaba plagado de pedazos de
escayola caída y el polvo y la arena que habían entrado con el
viento a lo largo de los años.
—Este lugar necesita una reforma —le susurró Doon a su
padre.

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Su padre apartó una telaraña de su rostro.
—Sí —contestó—. Pero tenemos suerte de estar aquí.
Podríamos estar durmiendo en el suelo.
Ben los llevó por el salón hasta la izquierda, hasta una
habitación enorme con ventanas altas, donde la luz del sol
polvorienta se reflejaba en las baldosas rotas del suelo.
—Éste era el comedor —gritó Ben. Doon solamente vio un
par de sillas tiradas en el suelo, a la mayoría de las cuales les
faltaba una pata, o las tenían rotas.
Detrás del salón había una habitación inmensa, más grande
aún, con una plataforma alzada en uno de los extremos, un
techo altísimo y el suelo de madera.
—La sala de baile —anunció Ben—. Hace años, antes del
Desastre, los músicos se situaban en ese escenario y la gente
bailaba.
De unas enormes ventanas colgaban jirones de una tela de
color rosa desvaído que debían de haber sido las cortinas.
—Aquí huele a moho —volvió a decir aquel chico. Su voz
clara y penetrante hizo que otros hablaran, pero no mucho más
alto que él—. Me recuerda a casa.
La gente se echó a reír. Era cierto: el olor a moho era corriente
en la ciudad subterránea de Las Ascuas. Era un pequeño
consuelo.
De repente, Doon recordó el nombre del chico alto que no
dejaba de hacer comentarios. Era Tick Hassler. Doon hizo
memoria, y recordó que en Las Ascuas Tick había sido
transportista. Llevaba carros llenos de productos de los
invernaderos a las tiendas, y basura de las tiendas a los
vertederos. Doon no le conocía en esa época, pero se acordaba

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de haberle visto tirando del carro cargado, con su largo cuerpo
inclinado hacia adelante, y una mueca en la cara por el
esfuerzo. Tiraba de su carro más rápido que cualquier otro.
Ben les guió hasta las escaleras, y ascendieron hasta los pisos
superiores. Los pasillos largos y oscuros se alineaban por todo
el edificio, con puertas dispuestas en hilera. Algunas de las
puertas estaban abiertas, por lo que Doon pudo mirar en el
interior al pasar por al lado. Todas las habitaciones eran más o
menos iguales: tenían ventanas en una de las paredes, una
moqueta manchada y desteñida y un par de lámparas caídas en
el suelo. Algunas de las habitaciones tenían camas, y muchas
otras guardaban otro tipo de muebles: cómodas con los cajones
medio rotos y abiertos, trozos de mesas, y una o dos sillas.
Entró en alguna de las habitaciones y pudo comprobar que
también tenían baños, con lavamanos herrumbrados y bañeras
que eran nidos de arañas.
Durante las horas siguientes, la gente pululó por los pasillos,
escaleras arriba y escaleras abajo, llamándose los unos a los
otros, eligiendo las habitaciones y decidiendo con quién
compartirlas. La gente se agrupaba y elegía una habitación,
para después cambiar de opinión y formar otro equipo con
otras personas. Los gritos recorrían los corredores.
—¡Jake! ¡Por aquí!
—¡No, ésta es mejor! ¡Hay una silla!
—¡Mamá! ¿Dónde estás?
—¡Esta habitación está llena! ¡No cabe nadie más!
Doon oía la voz de Tick por encima de las demás, de vez en
cuando. Se preguntó qué habitación elegiría, y con quién
decidiría compartirla.
Finalmente, todo el mundo se instaló. Doon y su padre

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eligieron una habitación en la segunda planta, la número 215,
con otras dos personas. Uno de ellos era Edward Pocket, el
bibliotecario de Las Ascuas. Era amigo de Doon, más o menos.
Era viejo y a veces un poco refunfuñón, pero le apreciaba, ya
que había sido un visitante asiduo de la biblioteca. El otro era
Sadge Merrall, el hombre que se había aventurado fuera de la
ciudad de Las Ascuas, adentrándose en las Regiones
Desconocidas. Durante un tiempo vivió enloquecido por el
miedo, después de esa experiencia, y se le vio delirar en la plaza
Harken, hablando sin sentido sobre monstruos y condenas.
Pero se había recuperado bastante. Pese al terror que le
embargaba, había logrado subirse a una de las barcas que
llevaba a la gente fuera de la ciudad hacia el nuevo mundo. No
obstante, seguía siendo un hombre asustado y tembloroso. Casi
todo lo referente a este lugar desconocido le daba miedo. Se
negaba a acercarse a la ventana de su nueva habitación.
—Puede que entre algo —dijo—. Aquí hay cosas que vuelan.
Los cuatro se decidieron a arreglar lo que pudieran del
cuarto. Había un montón de telas de araña, dos de sus tres
ventanas estaban rotas y la alfombra estaba cubierta de pedazos
de hoja seca y astillas de cristal. La habitación también contaba
con una cómoda de tres cajones, un sofá acolchado con el
asiento hundido y dos mesitas de noche con lámparas.
Se quitaron los calcetines y los usaron como trapos para
limpiar el polvo y las telarañas. Recogieron las hojas secas y el
cristal y tiraron todo por la ventana. Depositaron las lámparas
en el pasillo, ya que eran inútiles, puesto que no había
electricidad, y alinearon la cómoda y las mesitas en medio de la
habitación, para establecer una especie de separación y dividir
el espacio en dos. Había suficiente espacio para que Doon y su
padre extendieran las mantas en uno de los espacios y Sadge

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pusiera su manta en el otro. Edward Pocket, que era muy bajito,
decidió extender la suya en el suelo del armario, que era muy
grande y tenía una puerta corrediza. Dijo que no le importaba
demasiado estar un poco apretujado, que prefería la intimidad.
Esa noche, Doon no durmió demasiado. Permaneció estirado
sobre sus mantas dobladas y contempló el cielo oscuro a través
de la ventana. Su mente bullía llena de posibilidades: ¡tanto que
hacer, tanto que aprender! De repente se sintió mayor y más
fuerte, pese a que hacía menos de una semana que había dejado
Las Ascuas. Pero ahora, en este mundo nuevo, era otra persona.
Haría cosas nuevas y tendría nuevos amigos. Llegó a pensar
que quizá se haría amigo de Tick cuando recordó la voz que se
había alzado sobre las demás ese mismo día.

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Capítulo 6
Desayuno con el Desastre

La primera mañana de Lina en la casa de la doctora no fue


demasiado bien. Poppy seguía durmiendo cuando ella se
despertó, igual que la señora Murdo, por lo que se levantó
silenciosamente, se puso la misma ropa llena de hierbajos que
había llevado el día anterior y descendió por las escaleras. La
doctora estaba de pie junto a la mesa, llevando puesto lo que
debía de ser su camisón: un saco lleno de remiendos de color
marrón que le llegaba hasta las rodillas. El pelo de la parte de
atrás de la cabeza le sobresalía, de punta, y ojeaba un libro muy
grande que había sobre la mesa.
—¡Oh! —exclamó la doctora al ver a Lina—. Estás levantada.
Estaba buscando... Intentaba encontrar... Bueno, supongo que es
hora de desayunar.
A Lina le parecía que la cocina de la doctora estaba sumida en
un caos absoluto. En Las Ascuas las cocinas eran sobrias, y
solamente tenían lo necesario: algunos estantes, unas hornallas
eléctricas, una nevera. Pero la cocina de la doctora Hester
estaba llena de cosas. Había dos mostradores de madera que la
recorrían, y en ellos, una amalgama de potes, sartenes, frascos y
cántaros, cucharas grandes y cuchillos, palas, jarras y botellas
llenas de cosas que parecían piedrecitas y polvo marrón y unos

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dientecitos blancos minúsculos. Había cestas llenas de verduras
que Lina no había visto en su vida. En un rincón destacaba una
caja de hierro grande y voluminosa. Pensó que podría tratarse
de un armario, porque tenía una puerta en la parte delantera.
—Vamos a ver si hoy han puesto huevos —dijo la doctora
Hester—. Eso sería un buen principio.
Torren apareció de repente desde la otra habitación.
—¡Huevos! —gritó—. ¡Yo quiero uno!
¿Huevos? Lina no sabía a qué se refería. Siguió a la doctora y
a Torren a través de la puerta que daba al exterior. Detrás de
esa puerta había un lugar que parecía la versión al aire libre de
los invernaderos de Las Ascuas, salvo que las plantas que
crecían aquí eran mucho más grandes y salvajes, se retorcían, se
enredaban y se alzaban con una energía tremenda. Lina
reconoció algunas de ellas: plantas de judías que crecían en
redes, tomateras que se alzaban en torres de madera, plantas de
acelgas y coles rizadas que brotaban como grandes fuentes
verdes.
Entre las hileras de plantas, unas criaturas gordas, llenas de
pelusa y con dos patas como las que había visto en el pueblo el
día anterior, caminaban de manera extraña, dando golpecitos
en el suelo con una cosa afilada que se parecía a un diente que
sobresalía de la cara.
—¿Qué son? —preguntó Lina.
—Gallinas —dijo la doctora—. Vamos a ver en los nidos si
nos han dejado algo —se agachó y pasó por la puerta de una
choza de madera que había en la parte de atrás del jardín.
Cuando salió tenía telarañas en el pelo y una bola blanca en la
mano. No se trataba de una bola redonda, sino que parecía que
alguien la hubiera estrechado de uno de los lados—. Hoy sólo

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hay uno.
—¡Yo lo quiero! —gritó Torren.
—No —dijo la doctora—. Tú ya has probado suficientes
huevos. Éste es para nuestra invitada.
Se lo tendió a Lina, que lo sostuvo con cautela. Era suave y
cálido. No tenía ni idea de lo que era. Parecía más una piedra
que comida. ¿Sería un tipo de semilla grande? ¿O una fruta de
cascara blanca y dura?
—Gracias —respondió, dubitativa.
—¿Ves? ¡Ni siquiera lo quiere! —chilló Torren—. ¡No sabe ni
lo que es!
Y le dio un empujón muy fuerte, que hizo que Lina se
tambaleara.
—¡Para ya! —gritó Lina—. ¡Casi me tiras!
—Torren —dijo la doctora, tendiéndole una mano.
Pero Torren la ignoró.
—Mira, vuelvo a empujarte —dijo, y lo hizo, esta vez con más
fuerza.
Lina tropezó hacia atrás y pudo apoyarse justo antes de caer
sobre las coles. Sintió que le invadía un ramalazo de furia.
Levantó el brazo y le tiró el huevo a Torren, dándole en el
hombro. Pero en vez de rebotar, se rompió, y una cosa viscosa
de color amarillo le goteó por la camisa.
—¡Mira lo que has hecho! —aulló Torren—. ¡Lo has echado a
perder! —Bajó la cabeza como si fuera a correr hacia Lina y
embestirle, pero la doctora le agarró del brazo.
—Ya basta —dijo.
Lina estaba horrorizada. Y asqueada. ¿Esa baba amarilla se

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comía? Se alegraba de no tener que comerla, pero se sentía
tonta por lo que había hecho.
—Siento haber estropeado el huevo —dijo—. No sabía lo que
era.
—¡También me has arruinado la camisa! —gritó Torren,
agitándose e intentando liberarse de la mano de la doctora.
—Pero tú me has empujado—dijo Lina.
—Bueno, sí —contestó la doctora con voz cansada—. Así es
como funciona, ¿no? Alguien empuja, y el otro responde
empujando, y enseguida todo se estropea.
—¿Todo? —exclamó Lina—. ¿Acaso su camisa no se puede
lavar?
—Oh, sí, claro que sí —dijo la doctora—. No me refería a eso.
No tiene importancia —dejó ir a Torren—. Supongo que
desayunaremos pan y albaricoques.
La señora Murdo bajó las escaleras y dejó a Poppy en la cama,
todavía durmiendo. Todos desayunaron juntos. Lina comió
cinco albaricoques. Le encantaron por su sabor y por el tacto, ya
que la piel rosada y anaranjada era aterciopelada, como la
mejilla de un bebé. También le gustó el pan, que estaba tostado
y crujiente, y la mermelada, que era de un color púrpura
oscuro, y dulce. La señora Murdo no dejaba de decir: «Vaya,
qué sabroso», y preguntaba cosas sobre la composición del pan,
o sobre el aspecto de las moras, o por qué los albaricoques
tenían una especie de piedra parecida a la madera en el centro.
La doctora Hester parecía un tanto desconcertada ante las
preguntas, pero hizo todo lo posible por dar explicaciones. Lina
decidió que era una persona agradable, aunque un tanto
distraída. Su cabeza parecía estar en otra parte. No se daba
cuenta de que Torren se guardaba todos los huesos de sus

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albaricoques en el bolsillo, por ejemplo. O a lo mejor le daba
igual.
Cuando acabaron de desayunar, Torren subió a su habitación
y regresó acarreando una bolsa grande y abultada.
—Estas son mis cosas —dijo en voz muy alta—. No quiero
que nadie las toque. —Se arrodilló y abrió las puertas del
armario que había bajo el asiento de la ventana, lanzando la
bolsa al interior—. Caspar me las dio, y todo el que las toca se
mete en líos.
Cerró las puertas del armario y miró a Lina. «Qué niño tan
espantoso —pensó ésta—. ¿Cómo es posible que alguien tan
agradable como la doctora Hester tenga un hijo tan horrible?»
Lina estuvo pensando que debía ir otra vez a la explanada a
buscar a Doon justo después del desayuno. Pero cuando subió
las escaleras a despertar a su hermanita cambió de opinión:
Poppy tenía pinta de estar tan enferma que Lina se asustó. No
quería dejarla. La llevó a la planta baja y durante toda la
mañana Poppy estuvo tumbada en el sofá, a ratos durmiendo, a
ratos gimoteando, y en algunos momentos simplemente
desmadejada, demasiado quieta, con la boca abierta y
respirando entrecortadamente. Lina y la señora Murdo
permanecieron sentadas a su lado, poniéndole paños fríos en la
frente, intentando que bebiera el agua y el jarabe que la doctora
les había dado.
—No sé qué es lo que está causando la fiebre de esta niña —
dijo la doctora—. Todo lo que puedo hacer es intentar bajársela.
Después de la caminata de los días anteriores, Lina agradeció
quedarse sentada. Se instaló en una esquina del sofá, con las
piernas escondidas, y miró cómo la doctora titubeaba por la
casa. Parecía tener cientos de cosas que hacer, y cientos de cosas

~63~
más en la cabeza. Se quedaba durante un segundo mirando
hacia la nada, en el aire, murmurando para sí: «De acuerdo.
Bien. Primero tengo que...», y salía disparada hacia su enorme
libro y revolvía entre las páginas. Después de uno o dos
segundos, dejaba caer el libro repentinamente y corría hacia la
cocina, donde se hacía con una botella llena de un líquido, o con
un frasco lleno de polvo que sacaba de una de las estanterías.
Medía una cantidad más o menos precisa y la metía en un
recipiente. O corría hacia el jardín, y volvía con un cargamento
de cebollas. O se desvanecía tras la puerta trasera y reaparecía
de nuevo con un fajo de tallos u hojas secas. Era difícil entender
qué era lo que hacía exactamente, o si realmente estaba
logrando algo en concreto. De vez en cuando volvía a acercarse
a Poppy y le daba una cucharada del jarabe en la boca, o le
ponía un paño frío y húmedo en la frente.
—¿Qué es ese libro enorme? —le preguntó Lina.
—¡Ah! —exclamó la doctora. Siempre se sorprendía un poco
cuando alguien se dirigía a ella—. Bueno, trata cosas de
medicina. Aunque la mayor parte es inútil. —Alzó el libro y lo
ojeó—. Buscas algo relacionado con «Infección» y dice:
«Prescribir antibióticos». ¿Qué son antibióticos? O buscas
«Fiebre» y dice: «Dar aspirina». Aspirina es un tipo de calmante
para el dolor, creo, pero nosotros no tenemos.
—En Las Ascuas teníamos aspirinas —dijo la señora Murdo,
con orgullo—. Aunque creo que hacia el final casi se habían
agotado.
—¿En serio? —preguntó la doctora—. Bueno, aquí todo lo
que tenemos son plantas; hierbas, raíces, hongos, ese tipo de
cosas. Tengo un par de libros viejos que dicen cuáles hay que
usar. A veces funcionan, a veces no. —Se pasó la mano por el
pelo corto y encrespado, haciendo que se alzara por uno de los

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lados—. Hay tanto que aprender, y tanto que hacer...
—Supongo que su hijo le resulta de ayuda —dijo la señora
Murdo.
—¿Mi hijo?
—El chico, Torren.
—Ah —dijo la doctora Hester—. No es mi hijo.
—¿No lo es? —preguntó Lina.
—No, no —explicó la doctora—. Torren y su hermano,
Caspar, son los hijos de mi hermana. Viven conmigo porque sus
padres murieron en una avalancha hace varios años. Estaban en
las montañas, buscando hielo para traer a casa.
—¿Y el chico no tiene otros parientes? —preguntó la señora
Murdo.
—Tenía un tío —aclaró la doctora—. Pero no quería la
responsabilidad de criar a los chicos. Ofreció construirme esta
casa si los acogía yo —la doctora se encogió de hombros—. Así
que lo hice.
—¿Qué es una avalancha? —preguntó Lina—. ¿Qué quiere
decir «montañas»?
—Lina —interrumpió la señora Murdo—. No es de buena
educación hacer tantas preguntas.
—No me importa —contestó la doctora—. Olvidaba que no
conocéis todas esas cosas. ¿Realmente vivíais bajo tierra?
—Sí —dijo Lina.
La doctora Hester frunció sus cejas grises.
—Pero ¿cuál es el propósito de una ciudad subterránea?
Lina contestó que no lo sabía. Todo lo que sabía estaba en el
cuaderno que Doon y ella habían encontrado de camino a la

~65~
salida. Era un diario escrito por uno de los primeros habitantes
de Las Ascuas, en el que se explicaba que se habían llevado a la
ciudad a cincuenta parejas del mundo exterior, cada una con
dos bebés a los que debían criar en la ciudad subterránea.
—Pensaban que había algún tipo de peligro —explicó Lina—.
Y construyeron Las Ascuas para que existiera un lugar seguro
para la gente.
—Entonces todo eso debió de ocurrir hace mucho tiempo —
dijo la doctora—. Antes del Desastre.
—No lo sé —contestó Lina—. Supongo. ¿Qué desastre?
—El Desastre que acabó con casi toda la raza humana —dijo
la doctora Hester—. Ya te lo explicaré algún día, hoy no. Tengo
que ir a ver qué aspecto tiene el dedo infectado de Burt Webb.
—¿Puedo hacerle una pregunta más? —inquirió Lina.
La doctora asintió.
—¿Por qué este lugar se llama Sparks?
—Oh —sonrió brevemente la doctora—. La Gente del Último
Camión le puso ese nombre, los veintidós fundadores. Eran de
los pocos que sobrevivieron al Desastre. Durante un tiempo
encontraron comida vagando de un sitio a otro, por las viejas
ciudades, usando coches y camiones que tenían un tipo de
energía que les proporcionaba algo llamado «gasolina».
«¿Coches y camiones? —se preguntó Lina—. ¿Gasolina?»
Pero como no quería interrumpir, no volvió a preguntar.
—Cuando la comida y la gasolina empezaron a escasear —
continuó la doctora— decidieron que era el momento de
empezar una nueva vida en otro lugar. Encontraron un último
camión que sí tenía algo de gasolina y lo llenaron de
suministros: comida en latas y cajas, herramientas, ropa,

~66~
mantas, semillas; todo lo que encontraron que les pudiera
resultar de utilidad. Entonces se dirigieron hacia el oeste, por
las Tierras Vacías, bordeando el río. Al llegar aquí, el camión se
averió. Cuando abrieron la cubierta, una gran cantidad de
chispas saltó como si fuera un chorro de luz desde el motor. Así
que decidieron quedarse en este lugar, y lo llamaron Sparks. —
La doctora se levantó y miró a su alrededor, buscando su
maletín de los medicamentos—. Al final resultó ser un nombre
bastante apropiado, porque las chispas son un principio.
Estamos al principio de algo nuevo, o lo intentamos, de la
misma manera que una chispa es el inicio de un fuego.
—Pero el fuego es algo terrible—apuntó Lina.
—Terrible o maravilloso —dijo la doctora, que había
encontrado el maletín detrás de una silla, y se dirigía hacia la
puerta—. Puede ser las dos cosas.

***

Lina no llegó a ir a la explanada ese día. No pensó que Doon


pudiera preocuparse, porque él sabía que Poppy estaba
enferma y llegaría a la conclusión de que Lina se había quedado
con ella. Lina decidió que iría a buscarle al día siguiente, y
averiguaría qué estaba pasando con la gente de Las Ascuas.
Al final de la tarde, Lina salió y se sentó en el banco
desvencijado que había en el patio de la casa de la doctora, a
esperar si volvía alguien a hacer la cena. No parecía muy
probable. La doctora estaba fuera, curando el dolor de muelas
de alguien, y la señora Murdo estaba en la habitación superior
con Poppy, que había empezado a llorar una hora antes y
todavía no había parado.
Se abrió una puerta, y Torren salió. Caminó hasta Lina como
si tal cosa, y se quedó delante de ella, parado.

~67~
—Es muy probable que tu hermana se muera —le dijo.
Lina le espetó:
—No es verdad.
Torren se encogió de hombros:
—A mí me parece que sí —continuó—. Para mí que tiene la
peste.
Y se sentó en una silla de madera, desde donde podía mirar
directamente el rostro de Lina. Él llevaba una especie de camisa
interior blanca, que parecía un saco con agujeros para sacar la
cabeza y los brazos, y sus piernas delgaduchas salían de unos
pantalones cortos del mismo material que le iban grandes. Se
había peinado el pelo hacia arriba, de modo que despuntaba
como un manojo de hierbas en lo alto de su frente y hacía que
su cara estrecha y larga pareciera aún más larga.
—No sé de qué estás hablando —dijo Lina.
—¿No conoces las Tres Pestes? —preguntó Torren con un
tono de sorpresa exagerada—. ¿Ni las Cuatro Guerras? ¿Nunca
has oído hablar del Desastre?
—He oído algo de eso —dijo Lina— pero no sé lo que es. No
conozco nada de este lugar.
—Bueno, pues entonces te lo contaré —dijo—. No puedes ir
por ahí siendo tan ignorante.
Lina no dijo nada. No le gustaba la actitud de superioridad
del chico, pero quería saber todo lo que fuera posible. Le dejaría
que se lo explicara, pero no se lo iba a pedir.
—Fue hace mucho tiempo —empezó. Habló con voz precisa,
como la de un maestro—. En esa época, había millones de
personas en el mundo. Todos eran genios. Podían hacer que sus
voces viajaran alrededor del mundo, y podían ver a gente que

~68~
estuviera a kilómetros de distancia. Podían volar.
Hizo una pausa esperando, sin duda, que Lina quedara
atónita. Y lo estaba, pero no iba a demostrarlo. Además,
probablemente el chico mentía. Lina simplemente se limitó a
asentir con la cabeza.
—Podían hacer que la música surgiera del aire. Tenían miles
de carreteras lisas y podían llegar a donde quisieran de manera
muy rápida. Hacían dibujos que se movían.
Volvió a hacer una pausa. Sacó algunos huesos de
albaricoque de uno de sus bolsillos y los hizo sonar en el
interior de la palma de su mano.
De acuerdo, lo preguntaría.
—¿Qué quieres decir con «dibujos que se movían» ?
—Ya me parecía que eso no lo sabías —dijo Torren con una
sonrisita—. Eran dibujos enormes, más grandes que una casa.
Se llamaban «películas». La gente miraba hacia una pared y
veía cómo una historia se desarrollaba en ella, con voces y otros
sonidos.
—¿Y tú cómo sabes todo eso? —preguntó Lina. Se le ocurrió
que se lo podía estar inventando perfectamente.
—Lo aprendimos en el colegio —respondió Torren—. Nos
enseñan un montón de cosas sobre los viejos tiempos, para que
no se nos olvide.
—Entonces, ¿tú has visto esos dibujos que se mueven?
—Claro que no —contestó—. Para eso hace falta electricidad.
Y no la ha habido durante mucho tiempo.
Tiró uno de los huesos a un pájaro que estaba a punto de
beber de una fuente de agua. El chapoteo que causó hizo que el
pájaro se asustara y saliera volando.

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—Nosotros teníamos electricidad —dijo Lina, alegrándose de
poder ganarle en algo—. En Las Ascuas había, hasta que se
terminó. Teníamos farolas en las calles, lámparas en nuestras
casas y hornallas eléctricas en la cocina.
Durante un momento, Torren pareció quedarse consternado.
—¿Pero teníais películas? —preguntó.
Lina negó con la cabeza.
—En cualquier caso, ¿qué tiene todo eso que ver con mi
hermana? —inquirió.
—Estoy a punto de decírtelo, si es que me dejas —volvió a
decir con ese tono de importancia en la voz—. La cuestión es
que había miles de millones de personas, y llegado un
momento fueron demasiados. Pusieron patas arriba el planeta,
y por eso llegaron las Tres Pestes. Pero antes de las Tres Pestes
sucedieron las Cuatro Guerras —volvió a hacer otra pausa y la
miró de esa manera insoportable, alzando sus finas cejas.
—Continúa —apuró Lina—. Y deja de mirarme de esa
manera.
—¿No conoces las Cuatro Guerras?
—No. «Guerra.» ¿Qué es eso?
—Una guerra es cuando un grupo de gente se pelea con otro
grupo porque quieren la misma cosa, como por ejemplo un
buen pedazo de tierra en el que dos grupos quieren vivir.
—¿Y por qué no pueden vivir los dos grupos juntos?
—Porque no quieren vivir juntos —contestó, como si se
tratara de una pregunta estúpida—. También hay guerras por
venganza. Por ejemplo, un grupo de gente hace algo malo
contra otro grupo, pongamos que le roba las gallinas. Entonces
el primer grupo, como venganza, hace algo malo contra los

~70~
otros. Eso podría empezar una guerra. Los dos grupos
intentarían matarse, y el que matara a más gente sería el grupo
ganador.
—¿Se matarían por unas gallinas?
—Es solamente un ejemplo. En las Cuatro Guerras la gente se
peleaba por cosas más importantes, como quién debería
quedarse con una gran extensión de terreno. O si se debería
creer en un dios o en otro. O quién tenía que tener el oro y el
petróleo.
Todo esto le resultaba tremendamente confuso a Lina. No
sabía que quería decir «oro» ni «dios», y ni por asomo entendía
el significado de «petróleo».
—¿El petróleo tiene algo que ver con las pinturas? —preguntó
Lina, pensando en los cuadros que había visto en la sala del
Ayuntamiento, que le habían dicho que estaban realizados «al
óleo».
Torren puso los ojos en blanco.
—Realmente no sabes nada de nada —contestó. Lanzó los
huesos de albaricoque que seguía sosteniendo en la mano a tres
pequeños pajaritos de cabeza rojiza que picoteaban los
hierbajos que crecían entre los ladrillos, y éstos se dispersaron,
piando—. Se trataba de un líquido muy hermoso y valioso.
Todo el mundo lo quería, y no había suficiente para todos, por
eso la gente luchaba por él.
—¿Y se pegaban?
—Mucho peor que eso —aclaró Torren. Se adelantó, con los
codos pegados a las rodillas, y con voz baja y áspera le contó a
Lina todo sobre las armas que existían en aquella época, las
pistolas que lograban matar a la gente sin ni siquiera tener que
acercarse a ella, y las bombas que planchaban y quemaban

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ciudades enteras de una sola vez—. Hicieron arder las ciudades
de todo el mundo —dijo Torren, con los ojos brillantes—. Y
después llegaron las pestes.
—No sé lo que es una peste —dijo Lina.
—Una enfermedad —respondió Torren—. Una de ésas que la
gente se contagia entre sí y se propaga muy rápidamente sin
que nadie pueda pararla.
—Nosotros tuvimos una de ésas —comentó Lina—. La
enfermedad de la tos. Llegaba de vez en cuando y mataba a
mucha gente y después desaparecía otra vez.
—Nosotros tuvimos tres —replicó Torren, como si tres pestes
fueran mejor que una—. Una de ellas era la que te debilitaba,
como si te estuvieras muriendo de hambre. Otra en la que
sentías que estabas ardiendo y te morías por el calor, y la
tercera por la que de repente no podías respirar. Nadie sabía de
dónde venían, simplemente aparecieron y barrieron el mundo
como si se tratara de un viento.
Lina se estremeció. De repente se sintió cansada de escuchar a
Torren, que disfrutaba al describir los desastres y diciendo
palabras que Lina no entendía.
—Así que las Cuatro Guerras y las Tres Pestes juntas —
aclaró— provocaron el Desastre. Cuando terminó, casi no
quedaba nadie. Por eso tuvimos que empezar casi de cero —se
levantó y se quitó una brizna de hierba que tenía pegada a los
pantalones cortos—. Ahora ya no hay guerras. Nuestros líderes
dicen que no debemos volver a entrar en guerra nunca más.
Además, no hay nadie contra quien luchar. Pero si alguna vez
volvemos a entrar en guerra, está claro que ganaremos, porque
tenemos el Arma Terrible.
—¿El Arma Terrible? —repitió Lina—. ¿Y eso qué es?

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Justo en ese momento, la señora Murdo apareció en la
entrada con Poppy en brazos. Lina se alzó de un salto y corrió
hasta ellas.
—¿Está mejor?
—Se encuentra un poquito mejor —Poppy se apoyaba en el
hombro de la señora Murdo, con la cabeza hacia un lado, y los
ojos apagados.
—Yina —dijo Poppy con voz débil. Lina le agitó el fino pelo
castaño.
Torren le lanzó una mirada de indiferencia a la señora Murdo
y se alejó, cruzando el patio. La puerta resonó detrás de sí.
—Poppy no tiene la peste ¿verdad que no? —preguntó Lina.
—¿La peste? Claro que no —respondió la señora Murdo—.
¿Cómo se te ha ocurrido esa idea?
—Ese niño —dijo Lina—. Ese niño horrible.

~73~
Capítulo 7
Un día con gente nueva

Al día siguiente, de vuelta a la explanada, Ben Barlow


organizó a los residentes del hotel Pionero en equipos. La gente
de los equipos debía trabajar unida y comer unida. Cada equipo
sería liderado por alguien de Sparks, que decidiría cuál era la
tarea más necesaria que debería cumplir cada uno durante el
día. Algún día el equipo debería trabajar con la gente de Sparks
en la panadería, o en el taller de reparación de zapatos, o en el
depósito de los camiones, mientras que otros días tendrían que
hacer una tarea por sí solos, como reparar una valla, o cavar
una zanja. Antes o después, todos los equipos habrían realizado
todo tipo de tareas. Ben decía que era la mejor manera para que
ellos aprendieran.
El equipo de Doon incluía a su padre, a dos profesoras de la
escuela de Las Ascuas —la señorita Thorn y la señora Polster—,
Clary Laine, la encargada del invernadero, y Edward Pocket, el
bibliotecario, que no trabajaría con ellos porque ya era muy
mayor, pero se les uniría a la hora de comer.
Doon se encontró a Lina en medio de la multitud.
Era la primera vez que la veía desde que habían llegado. Le
contó todo sobre el hotel Pionero, y ella le explicó cosas de la
casa de la doctora, y lo que ya sabía gracias a Torren sobre el

~74~
Desastre. A Lina y la señora Murdo se les dijo que formarían un
equipo de dos con la tarea de ayudar a la doctora Hester, ya
que se estaban alojando en su casa. Se les dijo que podían irse,
mientras todos los otros equipos de trabajo partieron a realizar
su primer proyecto: cavar las letrinas que serían los lavabos del
hotel.
Fueron hasta el bosque cubierto de maleza que había detrás
del Pionero. Los líderes de cada equipo habían traído picos y
palas del pueblo, y les dieron una herramienta a cada persona.
—Debéis cavar cincuenta agujeros —dijo uno de los líderes—.
Cada uno debe tener una profundidad de dos metros. Después
construiréis un refugio con ramitas alrededor de cada uno.
Pero la gente de Las Ascuas jamás había realizado muchas
tareas que requirieran cavar o usar un pico. Se les tuvo que
enseñar cómo empujar la pala con el pie para que entrara en la
tierra, y cómo levantar con fuerza el pico sobre los hombros
para que cayera con todo su peso sobre el suelo. Al principio
arañaron y destrozaron el suelo duro y reseco de manera torpe,
gruñendo por el esfuerzo y removiendo apenas algunos
grumos de tierra con cada golpe. Tras diez minutos de duro
trabajo, lo único que habían conseguido era hacer algunas
marcas poco profundas en el terreno. Respiraban muy deprisa.
—¿Habéis dicho dos metros de profundidad? —gritó alguien.
—Exacto —fue la respuesta.
Así que los habitantes de Las Ascuas se pusieron manos a la
obra para realizar lo que para la mayoría de ellos era el trabajo
más duro que habían acometido en todas sus vidas. Después de
una hora, Doon tenía ampollas en las dos manos y un tirón en
la nuca. Otros se rindieron por completo y cayeron al suelo,
bañados en sudor y con todos los músculos del cuerpo

~75~
doloridos. Doon se obligó a seguir, pero le alegró que el trabajo
finalizara al mediodía y que los jefes de cada equipo les
llevaran de vuelta al pueblo. Oyó como la gente murmuraba
entre sí al caminar:
—¿Tú crees que deberemos trabajar así todos los días?
—Supongo que nos hará más fuertes.
—O nos matará.
A cada equipo se le asignó un hogar diferente para el
almuerzo. Al equipo de Doon le tocó la familia Parton.
Siguieron a una mujer alegre y robusta llamada Martha Parton
por las calles del pueblo, cuyo trasero se balanceaba de un lado
al otro mientras caminaba.
—Ya estamos —anunció tras unos minutos. Abrió una puerta
de madera sin pintar y empujó a sus seis invitados al interior—.
Bienvenidos a nuestra casa.
Doon echó un vistazo al interior de esa habitación de techo
bajo. En un extremo había una mesa larga de madera, y en el
otro, un par de bancos situados frente a un nicho en una pared
manchada por el humo. Las dos personas que estaban sentadas
en los bancos se levantaron y se acercaron cuando Martha los
presentó.
—Mi marido, Ordney —dijo Martha. Era alto y estrecho, y
tenía un bigote marrón parecido a un cepillo de dientes bajo la
nariz—. Y mi hijo, Kensington.
Kensington era un poco más joven que Doon. Era delgado,
rubio, con orejas grandes y una nariz llena de pecas. Miraba
detenidamente al suelo, exceptuando un par de rápidas
miradas curiosas que lanzó.
—Hola —dijo al suelo, con voz suave y tímida.

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—Y éstos son los habitantes del subsuelo —anunció Martha
Parton a su familia, señalando con el brazo a sus invitados.
Alzó las cejas en su dirección—. Habéis tenido suerte de
encontrar el camino hasta aquí. Los otros asentamientos que
conocemos son muy míseros, y están a cientos de kilómetros de
distancia. Todo lo demás es tierra dura y rocosa, ruinas y
hierba.
—Y no sólo habéis llegado al lugar adecuado —añadió
Ordney— sino también en el momento preciso. Nos ha llevado
años de duro trabajo, pero finalmente a Sparks le empiezan a ir
bien las cosas.
—¡Bueno! —dijo Martha, dando una palmada con las
manos—. ¡Es hora de comer!
Se sentaron frente a la gran mesa, y Martha sacó platos llenos
de comida.
—Supongo que nunca habréis probado cosas como ésta —
dijo, pasando un cuenco lleno de guisantes frescos—. Los acabo
de recoger del campo esta misma mañana. Y esto es pan de
calabaza, hecho con las que puse en conserva el año pasado,
tras la cosecha. Está bueno, ¿verdad? ¿En el lugar de donde
venís había calabazas?
—No, no había —dijo el padre de Doon.
—Pero teníamos guisantes, eso sí —aclaró Clary—. Crecían
en el invernadero.
—Y eran muy buenos —añadió la Sra. Polster, con lealtad—.
Aunque un poco más pequeños que estos de aquí.
—Seguramente tampoco habéis probado las zanahorias en
vinagre —dijo Martha, pasando un plato a los demás—. Éstas
están preparadas según la famosa receta de mi madre.

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—Teníamos zanahorias —dijo la Sra. Polster—. Eran de un
bonito color anaranjado pálido, y algunas alcanzaban los diez
centímetros.
—Ah, qué bien —contestó Martha—. Las nuestras suelen
rondar los treinta centímetros.
La señorita Thorn picoteaba su comida delicadamente,
haciendo algún comentario educado de vez en cuando. Edward
Pocket comía con tal vigor y apetito que no le dejaba tiempo
para decir nada. Kensington comía de manera regular y
silenciosa. Cada vez que Doon miraba en su dirección, se
encontraba con que el chico le observaba, pero en cuanto sus
ojos se encontraban, Kensington volvía a mirar fijamente su
plato.
Ordney Parton carraspeó ligeramente. Aparentemente, eso
quería decir que iba a hablar, puesto que su familia miró en su
dirección al instante.
—Nunca había oído decir que hubiera una clase de gente que
viviera bajo tierra. Os debe de resultar extraño eso de estar aquí
en la superficie —dijo.
—Lo cierto es que —aclaró Doon— no somos otra clase de
personas. Este lugar nos resulta familiar, de alguna manera, ya
que originariamente vinimos de aquí.
—¿De aquí? Creo que no —dijo Martha—. No os parecéis en
nada a nosotros. Sois tan... pequeños, si me permitís la
expresión. Y mucho más pálidos.
—Es cierto —reconoció Clary—. Pero supongo que eso es
porque hemos estado viviendo en un lugar oscuro durante
mucho tiempo. Aquí todo es mucho más grande y brillante.
—¿Pero qué os hace pensar que provenís de aquí? —preguntó
Martha.

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—Encontramos un cuaderno —dijo Doon— en el que alguien
de este mundo que se fue a vivir a Las Ascuas desde el
principio escribió cosas. Toda la gente de Las Ascuas provenía
de este mundo.
—Vaya —respondió Martha, mirando a Doon con
escepticismo—. Pues es lo más extraño que he oído en mi vida.
El padre de Doon cambió de tema.
—Tienen una casa muy bonita y sólida —comentó—. ¿De qué
está hecha?
—De tierra—dijo Martha.
—Tierra batida —aclaró Ordney—. Dura como la piedra.
—Las paredes son muy gruesas —continuó Martha—. Eso
hace que en verano el interior sea fresco, y cálido en invierno.
—Alcanzó otra zanahoria en vinagre—. Supongo que vosotros
vivíais en... ¿madrigueras o algo por el estilo?
—Casas de piedra —dijo Edward Pocket, uniéndose
repentinamente a la conversación porque tenía el plato vacío—.
De dos pisos. Tremendamente sólidas. No demasiado cálidas.
Se hizo un silencio.
—Qué almuerzo más agradable —comentó la señorita Thorn,
con voz débil.
—Absolutamente delicioso —declaró la señora Polster. Los
demás asintieron, y Martha se mostró exultante.
Todos se levantaron de la mesa. Martha correteó hasta la
cocina y salió con una cesta llena de paquetes envueltos en
trapos. Le dio un paquete a cada invitado.
—La cena y el desayuno —aclaró.
—Gracias —respondió el padre de Doon—. Es usted muy

~79~
amable.
Enfilaron hacia la puerta principal. Doon fue el último en
marcharse. En cuanto se disponía a cruzar la puerta, sintió
como alguien le tocaba suavemente el hombro. Se dio la vuelta
y vio a Kensington tras de sí, con los ojos muy abiertos.
—¿Tú eres el que encontró la salida? —susurró.
Doon asintió.
—Ya me parecía —comentó el chico. Hizo un gesto curioso:
levantó la mano, con los dedos entrecerrados en un puño,
menos el pulgar, que dejó levantado. Doon no lo entendió, pero
le pareció que debería querer decir algo bueno, porque lo
acompañaba con una tímida sonrisa—. Llámame Kenny—dijo,
y se fue como una exhalación corriendo fuera de la casa.
Doon siguió a su padre y al resto calle abajo. «Ha oído hablar
de mí», pensó. Sintió una especie de resplandor interior. Estaba
claro: Kenny era un niño, así que era natural que un niño
admirara a un chico más mayor.

***

Durante toda la tarde trabajaron cavando los agujeros que


usarían como lavabos. Al final del día, Doon estaba a punto de
caer rendido. Cuando los líderes de los equipos les dejaron
marchar, caminó hasta la ladera y la orilla del río, junto al hotel
Pionero. En ese punto del caudal, unas piedras grandes
bordeaban la orilla. Encontró una que era plana y se dejó caer
sobre ella, totalmente agotado. El sol se ponía, y el cielo que
había hacia el oeste brillaba en tonos rosados. Los árboles del
otro lado del río proyectaban unas sombras largas y finas sobre
el terreno. Permaneció sentado durante diez minutos, más o
menos, simplemente observando mientras sus pensamientos se

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arremolinaban lentamente.
A los ciudadanos de Las Ascuas —los cuatrocientos
habitantes— les iba a llevar varios días completar la
encomendada en el exterior. Y ya estaban completamente
agotados. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se acostumbraran
a hacer este tipo de trabajo? Doon no podía imaginar estar así
de cansado todos los días. Tenía las manos cubiertas de
ampollas, le dolían las muñecas y los hombros, y la nuca le
ardía y le dolía como si se la hubieran chamuscado. ¡Y él era
joven y fuerte! ¿Qué pasaría con los ancianos y los niños? Por
supuesto, deberían trabajar si pretendían recibir comida a
cambio, pero...
Sus pensamientos fueron interrumpidos por pisadas que
crujían tras de sí.
Se dio la vuelta. Ahí estaba Tick Hassler, caminando hacia él
a través del campo. El pulso de Doon se aceleró un poquito.
Tick se movía a través de la hierba a zancadas amplias, y
cuando llegó a las rocas que había junto al río saltó de una a
otra fácilmente, sin perder el equilibrio ni resbalar. Alzó una
mano a modo de saludo, y Doon saludó a su vez.
—¿Sumido en tus pensamientos? —preguntó Tick,
acercándose a Doon y sonriéndole desde arriba.
—En realidad, no —contestó Doon—. Sólo miraba las cosas.
—Ah —dijo Tick. Depositó sus manos en las caderas y miró a
través del río. El sol poniente se le reflejaba en el rostro,
haciendo que brillara, y su sombra se proyectaba largamente
por las rocas. Doon deseó que se sentara y pudieran hablar.
Después de un rato, Tick le dijo:
—Te voy a contar algo.
Doon alzó la vista rápidamente. Los ojos de Tick eran de un

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azul tan claro que resultaban algo sobrecogedores.
—Este sitio al que nos has traído está muy bien —dijo Tick.
—Sí —contestó Doon, orgulloso de que se le otorgara un
reconocimiento.
—Te mereces mucho respeto —siguió Tick—. Puede que sólo
seas un chaval, pero tomaste la iniciativa cuando las cosas
estaban en una situación desesperada. Fuiste valiente.
Generalmente, Doon no prestaba demasiada atención a lo que
la otra gente pensaba de él, pero un elogio de parte de Tick le
hacía sentir bien por alguna razón. Ni siquiera se sintió
insultado porque le hubiese llamado «un chaval».
—Gracias —contestó. Ahora estaba seguro de que Tick se
sentaría en la roca que había junto a él, y hablarían, pero, en vez
de eso, saltó hasta otra roca, más cerca del agua, y le dio la
espalda a Doon.
Los dos contemplaron el cielo rojizo durante un rato.
Finalmente Tick se dio la vuelta y dijo:
—Realmente es un sitio maravilloso, ¡mira todo esto! —abrió
los brazos formando un arco que envolvía las copas de los
árboles, los campos, el río y la bola roja incandescente del sol.
—Sí —contestó Doon, mirando a su alrededor—. Realmente
es maravilloso.
—Solamente necesitamos estar un poco más cómodos —dijo
Tick—. Ya tengo algunas ideas. Podríamos arreglar este edificio
viejo, primero. Organizar a la gente y trabajar juntos. Quizás
empezar consiguiendo cristales nuevos para las ventanas. Y
bombear agua del río. ¿Qué te parece?
—Claro que sí —respondió Doon.
—Chet Noam quiere trabajar conmigo —dijo Tick—. Lizzie

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Bisco y Allie Bright también. ¿Tú qué dices?
—Claro que sí —repitió Doon, un poco decepcionado de que
Tick hubiera hablado con toda esa gente antes que con él.
—Serías estupendo para el proyecto de las nuevas tuberías —
dijo Tick— por tu experiencia anterior.
Doon asintió. En realidad había muchas cosas que prefería
hacer antes que volver a trabajar con tuberías, como había
hecho en las de Las Ascuas. Pero podría llegar a ser divertido
trabajar en un proyecto de tuberías con Tick. La energía manaba
sin cesar de sus ávidos ojos azules.
—Hay tantas cosas que podríamos llegar a hacer... —dijo
Tick, y Doon esperó para oír el final de la frase, para escuchar
todas las cosas que pensaba que podrían hacer, pero Tick no
dijo nada más. Simplemente se agachó, eligió una piedra que
había entre las grandes rocas, volvió a mirar en dirección al río
y la tiró con todas sus fuerzas. La piedra recorrió una larga
distancia a lo alto, era una mancha oscura en el cielo escarlata, y
cayó chapoteando en las aguas poco profundas del río, a lo
lejos.
Después, Tick se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa
exuberante y radiante a Doon.
—Nos vemos —dijo, y volvió a ascender por las rocas, hasta
la orilla del río, de vuelta al hotel.
Cuando hubo desaparecido, Doon eligió una piedra y la tiró
con todas sus fuerzas. Cayó en medio del caudal del río: no era
un mal tiro, pero no tan bueno como el de Tick.

~83~
Capítulo 8
La vendedora ambulante y la bicicleta

Pasaron varios días. Poppy mejoraba un poco, para después


empeorar, y Lina y la señora Murdo pasaban con ella casi todo
el tiempo, depositándole paños fríos sobre la frente e
intentando que tomara el jarabe que le había proporcionado la
doctora. Cuando la señora Murdo no se ocupaba de Poppy, se
paseaba por la habitación de las medicinas, inspeccionando la
colección de hierbas, pociones y polvos de la doctora, y
garabateaba notas en un pequeño cuaderno. También ordenaba
los frascos, intentando poner un poco de orden.
La doctora Hester solía estar fuera, visitando a los pacientes
en el pueblo, y cuando estaba en la casa, hacía diez cosas a la
vez, o lo intentaba, hasta que le interrumpían más pacientes que
entraban por la puerta a todas horas. A Lina le parecía que la
gente de Sparks estaba constantemente cortándose, haciéndose
daño en los músculos. Siempre les salía urticaria o se ponían
enfermos. La doctora les daba algo de medicina, o les cubría las
heridas con vendas, y un par de días después los pacientes
traían algo: una cesta llena de huevos, unas conservas, o una
bolsa llena de trapos limpios.
Lina no había conocido jamás a nadie tan desorganizado
como la doctora. Un día que ella no estaba se asomó al cuarto

~84~
de las medicinas y le sorprendió el revoltijo de cosas que había:
cajones y estantes y mesas llenos de botellas, cajas y tarros
llenos de cosas, todo sin orden ni concierto. No se podía
imaginar cómo la doctora Hester encontraba algo en medio de
todo ese caos.
A la doctora le llevó un par de días organizarse lo suficiente
como para poder averiguar de qué manera Lina le podía ser de
ayuda. Pero cuando lo hizo, empezó a darle una tarea tras otra,
incluso varias al mismo tiempo, olvidando que Lina no sabía
cómo hacerlas.
—¿Podrías ir a echarle agua a los espárragos? —decía, y antes
de que Lina supiera qué era un espárrago, dónde encontrarlo o
dónde meter el agua, volvía a decir—: ¿Y después podrías hacer
vendas con esos trapos que hay en el cesto de la cocina,
cortándolos en pedazos? Y cuando hayas terminado con eso,
quizá podrías pasar la escoba por el cuarto de las medicinas,
creo que se me cayó algo al suelo el otro día, cerca de la
ventana, me parece. Y los pollos, los pollos. Hay que darles de
comer.
Y después salía por la puerta y dejaba a Lina intentando
retener todas las tareas en la cabeza y encontrar una manera de
saber cómo hacerlas.
Todo en ese lugar le resultaba tremendamente inconveniente
a Lina. Para conseguir agua había que salir por la puerta hasta
un pozo, y bombearla usando una palanca dura que había que
subir y bajar. Para usar el lavabo había que salir al exterior,
rodear la casa hasta la parte trasera y entrar en un cobertizo
maloliente. De noche no había más luz que la de unas velas, y al
principio pensó que no había ningún lugar en el que cocinar.
—Ah, sí, ése es el horno —dijo la doctora, señalando el cofre
pequeño de hierro negro que había en una esquina de la

~85~
cocina— pero apenas lo uso durante el verano. Es demasiado
trabajo mantener el fuego vivo, y hace demasiado calor. En
verano casi siempre comemos cosas frías.
Cuando quería cocinar algo (ya fuera hervir un cazo lleno de
agua para cocer un huevo, por ejemplo, o preparar un té), la
doctora tenía que ponerse de cuclillas, meter unas hojas secas
en el interior del horno y prenderles fuego. A veces usaba una
cerilla, o, a veces, golpeaba lo que parecían ser dos rocas hasta
que salía una chispa y se prendía un fuego que se propagaba
por las hojas. Entonces tenía que ir metiendo ramitas cada vez
más grandes hasta que el fuego fuera lo suficientemente fuerte.
Este fuego resultaba bastante seguro a ojos de Lina, pero aun
así no quería acercarse demasiado a él. Al menos estaba
encerrado en la caja de hierro; no podía salir como el de la
chimenea. Por suerte, la doctora no volvió a encender un fuego
en la chimenea después de la primera noche. A medida que los
días se hacían cada vez más cálidos, las noches ya no eran frías.
Lo último que necesitaban era más calor.
Un día, más o menos una semana después de la llegada de
Lina a la casa de la doctora, apareció una paciente que, además
de una herida que curar, traía noticias. Se trataba de una mujer
joven y escuálida, con los dientes parduzcos. Tenía una herida
con muy mala pinta en la muñeca que se había hecho al rozarse
con un alambre herrumbrado.
—Hay un vendedor ambulante en el pueblo —dijo—. Acaba
de llegar esta misma mañana.
—¿Qué es un vendedor ambulante? —preguntó Lina.
La doctora respondió mientras ataba una venda alrededor de
la muñeca de la paciente:
—Los vendedores ambulantes van a las Tierras Vacías y traen

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cosas.
—De los antiguos lugares —añadió la paciente—. Los que
han quedado en ruinas.
—¡Mi hermano Caspar es un vendedor ambulante! —gritó
Torren—. Y cuando yo sea mayor, también seré uno, y seremos
socios.
Ésa fue la primera vez que Lina notó una felicidad verdadera
en Torren. Sus pequeños ojitos brillaban con esperanza.
—Eso sí que es emocionante —dijo Lina—. ¿Es peligroso ser
vendedor ambulante?
—Oh, sí. A veces te encuentras con otros vendedores
ambulantes que quieren las mismas cosas que tú. A veces te
atacan los bandidos. Tienes que pelearte con ellos para que no
se te acerquen. Caspar tiene un látigo.
—¿Un látigo?
—¡Es una cuerda muy larga! Tan larga casi como esta
habitación. Si la gente se interpone en su camino, él les da un
azote —alzó el brazo por encima de su cabeza y lo dejó caer
como si estuviera azotando algo—. ¡Chas, chas! —gritó.
—Vale, ya está bien —dijo la doctora, con expresión ausente,
haciendo un último nudo a la venda.
La paciente se marchó y Lina, Torren y la doctora fueron
hasta la explanada junto al mercado con la señora Murdo, que
cargaba con Poppy, para poder ver al vendedor ambulante.
En la explanada se había juntado una multitud. Lina buscó a
Doon, pero no pudo verle; solamente había algunos vecinos de
Las Ascuas, dado que la mayoría debían de estar trabajando en
otros lugares. Pero sí había mucha gente de Sparks, apiñada
junto a un camión muy grande. El camión estaba lleno de

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toneles y cajones, y sobre él había una mujer con la piel de color
marrón tostado y músculos contundentes en los brazos y las
piernas.
—He estado en el norte más lejano —gritó con voz fuerte y
aguda—, en las zonas más remotas de las Tierras Vacías. He
viajado por carreteras en las que no he visto a ningún ser
humano durante semanas. Y en esas regiones tan lejanas me he
encontrado con casas y granjas que nunca nadie había
registrado anteriormente. Hoy traigo para vosotros muchos
tesoros.
La multitud empujó hacia adelante. Parecía que esta
vendedora ambulante les resultaba conocida. Alguna gente
saludaba y hacía preguntas.
—¿Nos has traído papel para escribir esta vez, Mackie?
—¿Y semillas?
—¿Y herramientas?
—¿Y cerillas?
—¿Y ropa? ¡Estoy cansado de llevar cosas remendadas y
hechas en casa!
—¡Tengo todo eso y mucho más! —anunció la mujer—.
Acercaos. Las cosas especiales van primero. —Se agachó en
dirección a una caja abierta y revolvió durante un instante.
Cuando volvió a levantarse, llevaba un cazo de hierro
ennegrecido para cocinar, tan grande que tenía que usar las dos
manos para levantarlo.
—¿Qué se ofrece? —gritó.
—¡Medio saco de albaricoques secos!
—¡Un saco de guisantes!
—¡Un barreño de gachas de avena!

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La mujer escuchó, ladeando la cabeza, con las cejas alzadas.
Esperó hasta que todas las ofertas hubieran acabado de hacerse,
y señaló a una mujer alta y joven de pelo negro brillante que
había ofrecido cinco hogazas de pan de albaricoque.
—¡Hecho! —gritó, y acercó el cazo a las manos de la mujer.
Para sacar el siguiente objeto especial, la vendedora
ambulante buscó dentro de una caja de cartón grande. Sacó una
caja más pequeña de color azul, y la mantuvo bien alto.
—¡Escamas de jabón! —gritó—. ¡Veinticuatro cajas!
Docenas de personas pujaron por las cajas. Se subastaron en
cuestión de minutos. Después le siguieron más cazos para
cocinar, dos chaquetas gruesas de un material brillante, rollos
de cuerda, herramientas de jardinería, libros, un par de tijeras,
algunos picaportes para las puertas y varios tornillos. También
había ciertos objetos de aspecto inútil. Una mujer cambió media
docena de zanahorias por un par de llaves de grifo, una con una
C y otra con una F.
—¿Qué hará con ellas? —le preguntó Lina. La gente del
pueblo sacaba el agua de unos pozos que había en algunas
zonas del pueblo. Nadie tenía agua corriente en el interior de
las casas.
—Les daré la vuelta —dijo la mujer—. Serán unos buenos
candelabros para velas.
Cuando la vendedora sacó algunas joyas, Lina dio un
respingo. Nunca había visto ese tipo de cosas: collares y
brazaletes hechos de piedras que brillaban y cadenas de plata.
Pero solamente un par de personas parecieron estar interesadas
en ellas, y casi no pujaron nada. Una chica ofreció un par de
patatas, pero un hombre las consiguió por un par de sandalias
que casi no habían sido usadas.

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—Mi mujer no las quiere —dijo—. Las uso para que mis
bueyes estén más bonitos.
La vendedora sacó sus últimas pertenencias: paquetes de
papel, cajas con imperdibles, algunas cucharas y tenedores. La
doctora se adelantó para comprar algunas botellas pequeñas de
cristal.
—¡Doctora Hester! —exclamó la vendedora—. ¡Me alegro de
verla!
—Lo mismo digo, Mackie —dijo la doctora—. Ha pasado
mucho tiempo.
—Tenía esperanzas de verla aquí —continuó la vendedora—.
Me encontré a su sobrino el otro día.
—¿Caspar? —gritó Torren con una voz tan aguda que mucha
gente se dio la vuelta, sorprendida—. ¿Dónde está?
—Estaba en la zona de las manzanas —dijo Mackie—. Le
conté que vendría, y me pidió que le dijera que venía a casa.
—Muy bien —dijo la doctora. Era evidente que no estaba tan
contenta como Torren—. Hace mucho que no le vemos.
—Un año, diez meses y diecinueve días —dijo Torren—.
¿Cuándo vuelve? ¿Dijo algo?
—No debería tardar mucho —dijo la vendedora, mientras
metía las botellitas en una bolsa de trapo—. Supongo que
llegará en las próximas dos semanas, más o menos.
Cuando la vendedora terminó de vender el resto de las cosas,
Lina regresó a casa por el camino que bordeaba el río junto a la
doctora y la señora Murdo con Poppy en sus brazos. Torren se
adelantó, caminando con las piernas delgaduchas muy
separadas. Saltaba de los escalones, se subía a las paredes, se
alzaba para alcanzar las ramas de los árboles y balancearse

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colgado de ellas.
Cuando se acercaron a la casa de la doctora, Torren, que ya
les había sobrepasado por un buen trecho, se dio la vuelta
súbitamente y corrió hacia ellas.
—¡Tenéis que salir de nuestra habitación! —les gritó a Lina y
la señora Murdo—. Mi hermano querrá su habitación, y querrá
estar conmigo. Tendréis que mudaros.
—Bien —dijo Lina—. Lo haremos. Nos iremos a vivir con
nuestra gente en cuanto Poppy se encuentre mejor.
La cara estrecha de Torren se iluminó.
—¡Bien, bien, bien! —chilló—. ¿Cuándo os vais?
—Hoy no —dijo Lina—. No en este preciso momento.
—¡Pero pronto! —gritó Torren. Volvió a adelantarse y cruzó
la verja hasta llegar al patio.
La doctora dijo que no había que hacerle demasiado caso a
Torren, y que estaba siendo descortés porque estaba muy
entusiasmado. Pero a Lina le parecía que la doctora Hester no
era muy lúcida en lo que a Torren se refería. No era
simplemente descortés porque estuviera entusiasmado: era
desagradable casi todo el rato. La doctora estaba tan
preocupada con su trabajo que apenas le prestaba atención.
Lina pensó que, quizá si le prestara más atención, no sería tan
horrible,
Pero era horrible, y Lina agradecería mucho alejarse de él.
«Dos semanas —pensó—. Entonces conoceremos a Caspar el
Maravilloso y si Poppy ya se encuentra bien podremos ir a vivir
con Doon y el resto.»

***

~91~
De vez en cuando Lina veía a gente en unos vehículos a
ruedas pasando por delante de la casa de la doctora. Los únicos
vehículos a ruedas que Lina había visto eran los pesados carros
de madera de Las Ascuas; pero esta gente iba montada en unas
cosas elegantes y hermosas, cada una sobre dos ruedas.
Pasaban deslizándose, y sus pies daban vueltas. ¡Ella también
quería montarse en una! Realmente lo deseaba con todas sus
fuerzas.
—¿Qué son? —le preguntó a la doctora.
—Bicicletas, claro está —respondió—. ¿Nunca has visto
ninguna?
—No —contestó Lina, mirando la bicicleta con anhelo. Pensó
que si pudiera tener una bicicleta, podría ir aún más rápido que
cuando corría. Podría ir mucho más rápido, y mucho más
lejos... Miró en dirección a la hilera de incesantes colinas. Podría
ir a todas partes. Incluso podría ir a donde terminaban los
caminos.
—Ojalá pudiera montar en una —dijo.
—Bueno, si quieres, puedes hacerlo —dijo la doctora—. Hay
una bicicleta vieja detrás del cobertizo de herramientas.
Supongo que todavía funciona.
—¿En serio? —Lina casi dejó caer la cesta de huevos que
acababa de recoger—. ¿Puedo ir a buscarla ahora?
—Supongo que sí —dijo la doctora—. Pero antes ¿te
importaría ponerle agua al perejil? Y si pudieras meter los
guisantes en un frasco... y quizá lavar esas espinacas...
Lina realizó todas esas tareas con gran impaciencia, y en
cuanto hubo terminado, corrió hasta el cobertizo. La bicicleta
estaba apoyada contra una de las paredes. Era vieja pero
hermosa, hecha con alambres, tubos estrechos de metal y

~92~
varillas, algunas, bajo la capa de polvo, eran plateadas, y las
otras, rojas. Entre los rayos de las ruedas se enredaban unos
hierbajos finos, y las telas de araña cubrían el asiento. Lina
agarró el manubrio y sacó la bicicleta de su nicho. La llevó hasta
la calle frente a la casa y le sacó las telas de araña, las hojas
secas y los hierbajos. Alzó una pierna sobre el asiento y se
estabilizó sobre él.
Y entonces ¿qué?
Pasó el resto de la mañana intentando averiguarlo.
Empujó los pedales, avanzó un poco, se inclinó hacia un lado
y tuvo que poner los pies otra vez sobre el suelo. Volvió a
pedalear y avanzar, pero no supo cómo girar. Se cayó. Alzó la
bicicleta de nuevo y volvió a intentarlo. Volvió a caerse.
Después de intentarlo durante una hora, se dio por vencida y
entró en la casa un rato.
Más tarde, cuando volvió a intentarlo, algo había cambiado.
Ya tenía algo de experiencia en las piernas, o en algún lugar de
su interior. Avanzó, puso un pie en el pedal y empujó, y
empujó más, y alzó el otro pie y, como por arte de magia, su
cuerpo entendió qué era lo que tenía que hacer. Estaba flotando,
sus pies giraban y giraban. Apareció una sonrisa en su cara.
Continuó, dando vueltas con los pies, sin aliento, sintiendo la
brisa en su cara, durante una larga distancia, quizás unos cinco
metros, hasta que se puso nerviosa y depositó los pies en el
suelo para detenerse. Se quedó con las manos en el manubrio y
la boca abierta por el asombro.
Al final del día ya le había pillado el truco. Podía circular por
la calle arriba y abajo, y podía detenerse cuando quisiera.
Incluso podía girar en las curvas sin tener que poner los pies en
el suelo.

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—Voy a ver a Doon —le dijo a la señora Murdo. Tenía
muchas ganas de ver a Doon, de poder hablar con alguien a
quien realmente conociera. La señora Murdo estaba muy bien,
claro está, pero era una adulta, y Lina quería estar con un
amigo. Se subió a la bicicleta y circuló río abajo hasta la
explanada, dónde pidió las indicaciones necesarias para llegar
hacia el otro extremo del pueblo y el hotel.
Cuando llegó hasta allí, se detuvo durante un momento para
mirar. El enorme edificio antiguo le resultó a primera vista un
lugar maravilloso en el que vivir. Sintió un anhelo inmediato de
tener su propia habitación allí, junto con sus viejos amigos y
vecinos.
Ya casi era de noche. La gente estaba sentada en los peldaños
de la entrada, disfrutando de los últimos rayos de sol poniente,
comiendo de los paquetes que estaban destinados a la cena y
hablando. Algunos estaban junto al río, refrescándose los pies y
mojándose la cara con el agua. En el extremo de un ala del
hotel, algunos chicos rodeaban a otro chico, que estaba sentado
en un árbol caído, hablando con ellos. A lo mejor Doon estaba
allí.
Se aproximó con la bicicleta, pero el suelo era demasiado
irregular y lleno de hierbas como para seguir montada en ella.
Sus viejos amigos y vecinos la llamaban cuando pasaba, y ella
les saludaba con la mano, contenta de estar entre gente que
conocía.
Cuando se acercó al grupo de muchachos vio que Doon
estaba entre ellos. Él y otros estaban escuchando al chico alto de
pelo oscuro... ¿Cómo se llamaba? ¿Tigg? ¿Tim? Lina creía
recordar que tiraba de uno de los carros en Las Ascuas.
Mientras Lina se acercaba, rió con una carcajada alegre y
confiada, y el resto de los chicos rieron con él.

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Se acercó a Doon por detrás y le tocó en el hombro. Él se dio
la vuelta. Ella le sonrió.
—¡Mira, Doon! —dijo—. ¡Tengo una bicicleta!
Él pareció quedarse atónito al verla.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Lina!
—Ven a hablar conmigo —dijo ella.
Los ojos de Doon volvieron a mirar al chico alto.
—De acuerdo —dijo, pero no se movió.
—¡Venga! —insistió Lina, tirando de la chaqueta de Doon.
Caminaron en dirección al río. Lina apoyó la bicicleta en un
árbol, y ella y Doon quedaron frente a frente, sentados en el
suelo.
—¡Qué sitio tan enorme! —dijo, señalando el hotel Pionero
con un brazo, y hablando muy deprisa a causa del
entusiasmo—. ¿Cómo es? ¿Me lo enseñarás? Poppy está un
poco mejor, a lo mejor en un par de semanas podremos venir a
vivir aquí también. Contigo, y con el resto.
Doon asintió.
—Eso estaría bien —respondió.
—Es un poco solitario estar en la casa de la doctora —
continuó Lina—. Hay un chico al que no le caemos bien, y la
doctora está tan ocupada que apenas puede pensar, y su casa es
un jaleo, y tengo que hacer un montón de tareas —hizo una
pausa para poder respirar—. Hoy hemos visto a una vendedora
ambulante, Doon.
—¿Una vendedora ambulante?
Lina le explicó en qué consistía. Doon escuchaba, pero Lina se
dio cuenta de que sus ojos se desplazaban constantemente al

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grupo de los chicos.
—¿Quién es ese chaval? —preguntó—. El que está hablando.
—Tick Hassler —respondió Doon.
Lina se dio la vuelta y le miró. «Es guapo», pensó. Su pelo
negro era grueso y brillante, y su cara estaba compuesta de
ángulos afilados, como si hubiera sido tallada en madera.
—¿Es amigo tuyo?
—Algo así—dijo Doon—. Bueno, en realidad estoy
empezando a conocerle un poco.
—Ah —dijo Lina—. ¿Sabes en qué habitación está Lizzie?
Doon contestó que no.
—No paso demasiado tiempo en el interior del hotel —dijo—.
Es un poco oscuro y deprimente. Me gusta más estar fuera. —
Señaló las ramas del árbol, donde había unas cosas pequeñitas
que volaban alrededor—. ¿Te acuerdas de la primera vez que
las vimos, cuando acabábamos de llegar de Las Ascuas? He
aprendido que se llaman pájaros. Cuando los observas
detenidamente, te das cuenta de que hay varios tipos. He visto
algunos con el pecho amarillo, otros con rayas en las alas, y
otros con la cabeza roja. Incluso hay uno que es de un color azul
brillante. —Miró hacia arriba—. Es raro, ¿verdad? Me pregunto
por qué serán tan diferentes entre sí ¿Simplemente porque sí?
Desde el grupo de Tick Hassler llegó un estallido de
carcajadas. Doon miró en su dirección.
—¿Te gusta estar aquí, Doon? —preguntó Lina—. Me refiero
a estar aquí, en el pueblo de Sparks.
—Sí —contestó Doon—. Me gusta mucho.
—A mí también —dijo Lina—. En general sí.

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—Pero me preocupa que tengamos que irnos en seis meses —
apuntó Doon—. Hay tanto que aprender...
—Sí, supongo que sí —dijo Lina—. Pero a lo mejor, si nos
vamos... A mí todavía me gustaría...
—¿Qué te gustaría? —preguntó Doon cuando ella no terminó
la frase.
—No lo sé.
Iba a decir que le gustaría que hubieran encontrado la ciudad
se sus sueños. Pero tenía miedo que Doon pensara que era una
tontería.
El sol se ponía. Las sombras se hacían cada vez más largas.
—Enséñame tu habitación antes de que me vaya —le dijo
Lina— así sabré dónde encontrarte.
Tick se estaba yendo, y el resto de chicos le seguía. Doon
también les siguió con la mirada.
—Ahora no puedo —dijo—. Lo haré la próxima vez que
vengas.
—De acuerdo —dijo Lina. Se levantó del suelo, se sacudió las
hojas secas que tenía sobre los pantalones y alzó su bicicleta—.
Nos vemos.
Y regresó a casa de la doctora sintiéndose más sola que antes.

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Capítulo 9
Trabajo duro y hambre

Al contrario de lo que cabía esperar, el trabajo fue poniéndose


cada vez más difícil para la gente de Las Ascuas. No se trataba
únicamente de la dureza de la faena: también estaba el calor
contra el que tenían que lidiar. Doon nunca había sentido ese
tipo de calor en toda su vida; era como si le estuvieran
cocinando. Toda la gente de Las Ascuas se sentía de la misma
manera. Sudaban, su piel se enrojecía, les picaba y se pelaba, y
el resplandor del cielo hacía que los ojos les dolieran. Tenían
unos dolores de cabeza terribles. A veces, alguno de ellos caía al
suelo y se desmayaba por culpa del calor. En momentos como
ése, la gente pensaba: «Este lugar al que hemos venido es
terrible». Se cubrían los ojos con las manos, echando de menos
la oscuridad que les era tan familiar.
Los líderes de los equipos intentaban ser comprensivos
cuando sus trabajadores caían desmayados. Pero la gente de
Sparks estaba acostumbrada al calor, y a su lado, los de Las
Ascuas parecían unos peleles. Algunas veces Doon vio al líder
de su equipo apretar los labios y tamborilear sus dedos sobre
una de sus piernas, con impaciencia, cuando uno de los
habitantes de Las Ascuas se sentaba a descansar.
El jefe del grupo de Doon era Chugger Frisk, un hombre

~98~
voluminoso con la mandíbula cubierta de una barba de tres
días. No hablaba mucho salvo para dar órdenes. Cada día
mandaba al equipo al lugar que fuera más necesario. Doon hizo
todo tipo de trabajos durante las siguientes semanas: cavó
zanjas para las tuberías que llevaban el agua desde el río hasta
las cosechas de los campos; reparó los vagones que
transportaban la cosecha hasta el pueblo; ordeñó las cabras en
los prados y se aseguró de que los abrevaderos de los bueyes
tuvieran agua; recogió fruta; construyó verjas; plantó semillas;
limpio cubas de jabón y enterró excrementos de pollo en el
campo de coles.
De no ser por el calor, el trabajo duro no le importaba. Se
estaba haciendo cada vez más fuerte, y le gustaba ser fuerte. Le
gustaba sentir que los músculos de sus brazos se endurecían, le
gustaba sentirse más alto (y sabía que era más alto porque sus
viejos pantalones le iban cortos). Tenía la sensación de ser una
nueva persona en un nuevo mundo. En poco tiempo cumpliría
trece años, ya no sería un chiquillo. El trabajo le hacía ser
resistente y estar dispuesto a cualquier cosa.
Además, gracias al trabajo estaba aprendiendo un montón de
cosas que quería saber. ¿Cómo bombeaban los pozos el agua
del río a los campos? ¿Cómo se hacía el queso? ¿Y los zapatos?
¿Y las velas? ¿De dónde sacaban el hielo que hacía que las cosas
estuvieran frías y que guardaban en esa casa grande para el
hielo? ¿Qué eran esos animales de cola peluda que corrían por
los árboles? ¿Y los que tenían forma de cuerda que iban por el
suelo y a veces estaba a punto de pisar? Quería saber cómo se
construían las casas, de qué estaba hecho el cristal y cómo
funcionaban las bicicletas. Era emocionante tener tantas cosas
que aprender. Pero cada vez que recordaba que él y su gente
tenían menos de seis meses para aprenderlo todo —menos de

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seis meses para dominar todas las técnicas necesarias para
construir un asentamiento propio— un gusanillo de terror se le
agitaba en el estómago.
Chugger no contestaba a sus preguntas. Estaba demasiado
ocupado dando instrucciones o trabajando. Muchas veces Doon
le preguntaba durante el almuerzo. A veces, Ordney le
respondía, y otras veces Martha. Las respuestas de Ordney eran
como conferencias, y las de Martha eran fanfarronerías.
Después de un tiempo, quedó claro que los dos se estaban
cansando de tanto interrogatorio, así que Doon preguntaba
menos. Un día, después de comer, Kenny le siguió al exterior
de la casa y se puso de puntillas para susurrarle al oído:
—Yo puedo enseñarte dónde están las respuestas a tus
preguntas. ¿Quieres que lo haga?
—Claro —respondió Doon.
—¿Ahora? —preguntó Kenny.
—De acuerdo —dijo Doon.
Kenny le llevó por las calles del pueblo, primero en dirección
al río y después alejándole de él, por una calle que se separaba
de las casas y se adentraba en un robledal.
—Es ahí —dijo Kenny, señalando lo que tenían delante.
Al principio Doon solamente vio una hilera de tejados por
encima de los árboles. Después, los árboles dieron paso a un
gran espacio vacío que, como Doon comprobó, en un tiempo
pasado había estado cubierto de asfalto, pero ahora estaba
agrietado y crecían hierbajos. A la izquierda del pavimento
había un edificio enorme, una estructura rectangular tan
inmensa que podría haber contenido la escuela de Las Ascuas y
el Salón de Reuniones. Al final, frente a ellos, había dos puertas
enormes de madera hacia las que se dirigió Kenny.

~100~
—En los viejos tiempos —dijo Kenny— no había que abrirlas.
Estaban hechas de cristal, y tenían ojos y se abrían en cuanto te
veían.
—Eso no puede ser —dijo Doon.
—Pues así era —respondió Kenny.
Sobre las puertas había un letrero al que le faltaban la mayor
parte de las letras. Era rectangular, y se podía ver que debía de
haber contenido una palabra larga, pero ahora todo lo que
quedaba era UPERCA.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Doon, señalando el
letrero.
—No lo sé —dijo Kenny—. Nosotros lo llamamos El Arca. Es
nuestro almacén. Ahora vamos a la parte de atrás.
Se encaminó hacia un lado del edificio y trató de abrir una
pequeña puerta que había en la parte de atrás. Tuvo que
empujar con mucha fuerza, porque del otro lado había algo que
impedía que se abriera.
Doon inspeccionó el interior, que estaba oscuro. Al principio
no se dio cuenta de lo que estaba viendo. Parecían ser montones
de cosas apilados que llegaban hasta el techo y ocupaban todo,
de pared a pared. Se adelantó un paso, pero su pie chocó con
algo muy duro en el suelo.
—Aquí están todas las respuestas —dijo Kenny.
Mientras sus ojos se ajustaban a la penumbra, Doon vio que la
habitación estaba llena de... ¿cajas? No, casi podía decir que
eran libros. Estaban apilados en sacos inclinados, montañas
enormes, montículos que se desparramaban como si hubieran
sido tirados desde un cubo enorme. Algunos de ellos estaban
abiertos, con las páginas arrugadas. Otros estaban tan

~101~
arqueados que las cubiertas estaban totalmente curvas. De ellos
se desprendía un olor a polvo viejo y moho. Bajo el brazo y
cogió uno; con la cubierta totalmente cubierta de polvo. Lo
abrió y vio las páginas llenas de pequeña letra de imprenta. Sí,
era un libro. Pero no eran como los libros de Las Ascuas, éstos
eran mucho más grandes y robustos y tenían más cosas escritas.
Ojeó las páginas —lo que provocó que saltara más polvo aún—
pero no pudo saber de qué trataba el libro. Una página decía:
«Capítulo XV. La termodinámica del aluminio». No tenía ni
idea de lo que significaba.
—Es impresionante —dijo Doon—. ¿Puedo llevarme algunos
al hotel?
—Supongo que sí —contestó Kenny—. Nadie se dará cuenta.
Doon dejó en el suelo el libro de la termodinámica y se limpió
los dedos de polvo en los pantalones. Se sentía como una
persona hambrienta que había sido conducida hacia un
banquete inmenso, con mucha más comida de la que jamás
podría ingerir en toda su vida.
De repente sintió que se moría de hambre ante todo el
conocimiento que había oculto en esos libros. Adelantó la mano
y eligió tres de ellos a ciegas, sin siquiera mirar los títulos.
—¿Quieres alguno? —le preguntó a Kenny.
—No —contestó Kenny—. He leído cuatro libros en la
escuela, y eso es suficiente. Aprendimos cosas sobre historia; la
de antes y la de después.
—¿Antes y después?
—Antes y después del Desastre.
—Ah —dijo Doon—. Y entonces, ¿qué haces por aquí?
—Curioseo, solamente —dijo Kenny—. También suelo ir a los

~102~
bosques. Podrías venir conmigo alguna vez —le propuso con
ojos llenos de esperanza—. Si quieres.
—A lo mejor sí —contestó Doon, aunque por dentro pensaba
que no era demasiado probable. Tenía muchísimas cosas en la
cabeza por hacer. Además, Kenny era un tanto joven para ser su
amigo.

***

Durante la primera semana después de la llegada de la gente


de Las Ascuas, Martha Parton exhibió sus dotes culinarias
durante la hora de la comida todos los días. Hizo tarta de puré
de patatas, guisantes frescos con cebolletas, croquetas de
nueces, guiso de champiñones, tartaletas de queso, buñuelos de
cebolla roja y judías, huevos revueltos con mermelada de
tomate, pastel de albaricoques y galletas de mantequilla y
manzana. Cada vez que traía un plato nuevo, decía: «Supongo
que no teníais esto en el lugar del que provenís» o «esto os
resultará nuevo», y los invitados de Las Ascuas respondían:
«¡Es cierto! ¡Nunca hemos probado algo así! ¡Está delicioso! ¡Es
maravilloso!» y la boca de Martha se fruncía en una pequeña
sonrisa de satisfacción.
Pero a medida que fue pasando el tiempo, la comida del
mediodía se fue haciendo cada vez más sencilla. Martha se
cansó de hacer cosas nuevas cada día para impresionar a sus
invitados, y lo que encontraban en sus paquetes para el
desayuno y la cena se fue haciendo también cada vez menos
interesante. Generalmente se trataba de unas lonchas de pan de
maíz, diez o doce palitos de zanahoria y unas diminutas
porciones de queso de cabra. Si tenían suerte, de vez en cuando
había un huevo duro. Y como si se tratara de una broma,
Martha se acostumbró a comentar que aunque a los Parton les

~103~
daban más comida, ya que tenían más gente en casa, parecía
que tuvieran menos. ¿A que era extraño?
Doon empezó a tener hambre durante la mayor parte del día,
y sabía que también les pasaba a los demás. Su padre nunca
hablaba de ello, pero Edward Pocket se quejaba sobre la comida
cada noche. «Sé que soy pequeño y viejo, pero eso no quiere
decir que pueda vivir del aire» comentaba mientras finiquitaba
las últimas migajas de su cena y desayuno.
Un día Ordney realizó un anuncio inquietante. Dijo que la
cosecha de las coles sería menos abundante de lo esperado, ya
que habían sido infestadas por gusanos. Tendrían unos dos
tercios de las coles que habían cultivado el año anterior.
Después de eso, no solamente hubo comida menos elaborada
durante el almuerzo, sino que hubo menos cantidad. Una
semana comieron judías verdes, col a la vinagreta y pastel de
queso de cabra para almorzar durante cuatro días seguidos. Y
cuando abrieron sus paquetes a la hora de la cena, encontraron
únicamente una botella de sopa de patata caliente que tenía que
servir tanto para la cena como para el desayuno.
Clary empezó a hacer un jardín unos pocos días después de
que los habitantes de Las Ascuas llegaran al hotel Pionero.
Limpió una zona de terreno de unos cuatro metros cuadrados
que estaba bastante cerca de la orilla del río y plantó unas
semillas que había traído de Las Ascuas. Los niños demasiado
pequeños para trabajar en el pueblo la ayudaron a sacar las
malas hierbas y a traer cubos llenos de agua del río. La gente
mayor se sentaba en la sombra y le daba consejos. Después de
un tiempo, surgieron brotes verdes alineados en medio de la
tierra y Clary estuvo allí para ocuparse de ellos, todas las
mañanas y todas las noches. En unas semanas habría un poco
más de comida extra para la gente de Las Ascuas en la

~104~
mismísima puerta de su casa.
Pero no sería ni remotamente suficiente. Alguna gente ya se
quejaba de sus escuálidos paquetes para cenar. Una noche,
cuando Doon estaba en la habitación 215 comiendo con su
padre y el resto, oyó voces en el pasillo. Salió a ver de qué se
trataba y encontró a un grupo de gente a unas cuantas puertas
de distancia. Lizzie estaba allí: Doon pudo distinguir la nube
rojiza que formaba su cabello. Tick también. Su voz se alzaba
por encima de las demás.
—Bueno, a mí me han tocado tres zanahorias, una ciruela y
un pedazo de queso rancio —dijo—. Qué suerte tengo. Esto
debería durarme un tiempo.
Unas cuantas personas se echaron a reír amargamente al oír
eso. Doon oyó cómo Lizzie se reía tontamente.
—Te servirá para aguantar durante media hora, quizá —
respondió alguien—. No sé cómo pretenden que trabajemos, si
no comemos nada más que sus sobras.
En el pasillo se abrieron otras puertas y se les unieron otras
voces:
—¡Hoy sólo me han dado unas judías verdes mustias y un
poco de avena cocida!
—¡A mí me ha tocado sopa de zanahoria tres días seguidos!
Algunas personas aconsejaron ser pacientes.
—No deberíamos quejarnos —dijo alguien—. A ellos les
resulta muy difícil darnos algo de comer. Deberíamos estar
agradecidos...
—¡Yo estoy cansado de estar agradecido! —interrumpió
otro—. ¡Prometieron darnos de comer, pero nos están matando
de hambre!

~105~
—A mí me parece —dijo Tick— que deberíamos hacer algo al
respecto. A lo mejor lo menciono mañana a la hora de la
comida, y quizá todos deberíamos hacerlo. Tenemos que
hacerles saber que es muy difícil trabajar cuando se tiene
hambre.
—¡Yo lo diré! —gritó Lizzie con su voz aguda, y otras voces
se alzaron, asintiendo. Una algarabía excitada y enfadada llenó
el pasillo, ensordeciendo a aquellos que demandaban paciencia.
—¡Yo hablaré!
—¡Tenemos que protestar!
—¡Tick tiene razón!
—¡Tick futuro alcalde! —gritó alguien, riendo.
Durante un instante, Tick pareció sorprendido. Después sus
ojos brillaron, complacidos. Alzó un puño al aire:
—¡Defenderemos nuestros derechos! —exclamó, y la gente a
su alrededor manifestó su aprobación gritando y alzando el
puño a su vez.
Doon se giró hacia su padre, Edward y Sadge, que se habían
acercado a la puerta para ver qué pasaba.
—Deberíamos decírselo a los Parton —dijo—. Si trabajamos,
necesitamos suficiente para comer. Es lo justo.
—Pero a ver, no tienen por qué darnos nada —dijo el padre
de Doon—. Nos dan lo que creen que les puede sobrar. —Miró
con tristeza el pedazo seco de pan de maíz que tenía entre las
manos—. Aunque supongo que por decirlo no hacemos daño a
nadie. Pero sin ser groseros. Me imagino que hacen todo lo que
pueden.
La señora Polster acordó ser la que sacara el tema, y lo hizo a
la hora de comer del día siguiente. Estaban comiendo sopa fría

~106~
de espinacas.
—Tengo una petición —dijo con firmeza. Dejó sobre el plato
la cuchara sopera.
Todo el mundo miró en su dirección. Doon sintió que el
estómago le daba un vuelco.
—Nos hemos percatado de que la comida que tan
generosamente nos ofrecen está disminuyendo
considerablemente estos últimos días —comenzó—. Sucede que
cuando terminamos de comer lo que hay en los paquetes
seguimos... en fin, para ser honestos, seguimos teniendo
hambre. Y esto nos supone una dificultad.
Se hizo un silencio. Todo el mundo miró a la señora Polster,
que se quedó sentada tranquilamente con las manos sobre su
regazo esperando una respuesta.
—¿Qué? —dijo Martha Parton, finalmente—. ¿He oído bien?
—Creo que sí —respondió la señora Polster—. A menos que
tenga problemas de sordera. He dicho que no tenemos
suficiente para comer.
Martha dejó escapar una carcajada súbita, incrédula. Kenny
dejó de masticar, con pinta de estar asustado. Ordney se levantó
y carraspeó.
—Estoy sorprendido —dijo—. Pensaba que vosotros
entendíais la situación.
—Y la entendemos —replicó el padre de Doon,
apresuradamente—. Estamos muy agradecidos por todo lo que
han hecho por nosotros. Lo que pasa es que...
—Trabajamos muy duro —dijo Clary.
—Y es muy poca cantidad... —apuntó la señorita Thorn,
tímidamente.

~107~
—Tanto para desayunar como para cenar —añadió Edward
Pocket.
—Anoche cené un huevo duro y tres zanahorias —dijo
Doon—. Y nada para desayunar.
Se hizo otro silencio terrible y tenso.
Entonces Ordney se inclinó hacia delante, agarrando los
bordes de la mesa con las yemas de los dedos.
—A ver, escuchadme bien —dijo—. Estamos haciendo todo lo
que podemos teniendo en cuenta lo que se nos ha exigido. Y
debo decir que se nos ha exigido mucho. ¡De repente, tenemos
que alimentar al doble de personas que antes! ¡Más del doble!
—miró a los habitantes de Las Ascuas a los ojos, uno por uno—.
Sin embargo, no tenemos el doble de alimento del que teníamos
antes. Es cierto que cada familia está recibiendo un poco más de
lo que hay en el almacén debido a esta emergencia, pero no
mucho. El pueblo de Sparks no tiene suficiente para
cuatrocientas personas más. ¿Acaso se espera que os demos de
comer a vosotros en vez de a nuestras familias? ¿Por qué
deberíamos hacer eso? ¿Quiénes sois vosotros sino unos
extraños de una ciudad de la que nunca nadie había oído
hablar?
Cuando terminó su discurso, la cara de Ordney estaba de un
color rojo intenso y su voz temblaba a causa de la rabia.
Doon se quedó helado. Todo lo que podía pensar era: «Tiene
razón. Claro que tiene razón. Pero nosotros también».
Todos los demás debían de estar pensando lo mismo.
Terminaron su sopa en silencio. Al final de la cena, Martha dejó
caer los paquetes de comida sobre la mesa en vez de repartirlos,
como los otros días. Cada uno de ellos cogió uno, pero el padre
de Doon fue la única persona que dio las gracias. Más tarde,

~108~
cuando Doon abrió el suyo, encontró unas hojas de col
amarillentas y un pedazo de algo que parecía un pastel de
judías. Su estómago se encogió. «Están cansados de ayudarnos
—pensó—. ¿Qué vamos a hacer?»

~109~
Capítulo 10
Semanas sin descanso

Poppy ya casi estaba bien. Seguía durmiendo más de lo


habitual, pero cuando no dormía, correteaba por la casa de la
doctora tirando cucharas de la mesa, volcando vasos llenos de
agua y destrozando páginas de los libros que encontraba por
ahí. Es decir, que ya casi era como la Poppy de siempre. Así que
Lina le preguntaba con frecuencia a la señora Murdo si no sería
hora de que fueran a vivir con los demás en el hotel Pionero. La
señora Murdo siempre respondía que no estaba del todo lista y
que esperarían a que llegara el hermano de Torren. Lina tenía la
intuición de que en realidad la razón era que le gustaba ayudar
a la doctora. Siempre andaba rebuscando entre los enormes
libros de medicina y la ayudaba a elegir las hierbas y a mezclar
los remedios. Así que se quedaron.
Lina trabajaba para la doctora. No es que no le gustara
trabajar, en realidad. Pero en Las Ascuas tenía un trabajo
aventurero, importante; corría con sus mensajes por toda la
ciudad, como a ella le gustaba correr, tan deprisa que casi
volaba. Ahora le resultaba difícil quedarse en un mismo sitio
todo el día. Estaba inquieta y se aburría.
Cocinaba mucho; bueno, en realidad su tarea no consistía
exactamente en cocinar, ya que la doctora casi nunca se

~110~
molestaba en encender el fuego, pero sí cortaba, pelaba y
mezclaba las cosas. Limpiaba los restos de medicinas y mezclas
de hierbas que se hubieran caído de los estantes, barría el polvo
del suelo, quitaba telas de araña de los techos. Siempre había
trapos que convertir en vendajes. Siempre había hierbas que
había que machacar hasta convertirlas en polvo, botellas que
etiquetar y plantas que regar. Mientras todo el mundo estaba en
el pueblo, haciendo cosas novedosas e interesantes, y
conociendo a gente nueva, Lina estaba encerrada en casa
haciendo tareas domésticas.
Un día le preguntó a la doctora si le sobraba papel para
dibujar. La doctora le contestó que no había, pero que si
encontraba páginas en blanco en el final de los libros, podía
usarlas. Así que Lina arrancó ocho páginas, la doctora le dio un
lápiz y en cuanto tuvo algo de tiempo libre, Lina se puso a
dibujar.
Estaba acostumbrada a dibujar la ciudad que siempre había
dibujado; casi no sabía trazar nada más. Pero pensó que como
ahora estaba en el mundo real, podría imaginar mucho mejor la
ciudad que antes. Recordó los primeros dibujos que hizo con
sus lápices de colores, en Las Ascuas, cuando coloreó el cielo
azul en vez del negro de siempre. En ese momento pensó que
eran imaginaciones suyas, un tanto estrafalarias, eso de dibujar
el cielo azul. Pero, ¿y ahora? ¡El cielo realmente era azul! Debía
de saberlo en algún rincón secreto de su mente. Había algo un
tanto mágico en ella, quizá... quizá es que podía ver más allá de
lo que tenía frente a los ojos, y veía las cosas como solían eran
en el pasado, o como serían en el futuro.
Cerró los ojos e intentó concentrarse en su imaginación. Pero
la antigua versión de la ciudad, la que había dibujado tantas
veces, parecía estar sellada en sus párpados. Continuaba

~111~
dibujando lo mismo: los edificios altos, las ventanas
iluminadas. Añadió algunas cosas más: unos árboles, un par de
camiones tirados por bueyes, un pollo. Aun así no le resultaba
adecuado. ¿Los edificios tenían que ser más altos que los
árboles? ¿Cuánto más altos? ¿Habría pollos y gallinas en la
ciudad? Sintió que se desanimaba. Así que dejó de lado los
dibujos de la ciudad e intentó dibujar lo que la rodeaba.
Dibujó el limonero que había frente a la puerta trasera de la
casa de la doctora. Dibujó su bicicleta. Dibujó la parte delantera
de la casa de la doctora, la verja y el emparrado que había sobre
la puerta. Un día en que un camión aparcó en la calle frente a la
casa, para poder descargar unos fardos, Lina corrió al exterior
con su papel y su lápiz para dibujar el vehículo y los bueyes.
No obstante, ninguna de estas cosas parecía darle el
entusiasmo que le proporcionaba dibujar la ciudad. Había algo
al dibujar en eso, un sentimiento, una sensación de necesidad,
excitación y misterio. Era como si sus dibujos de la ciudad
fueran una ventana medio abierta, un vistazo a algo que no
podía ver muy claramente.
A veces, cuando dibujaba, Torren se le acercaba desde atrás y
contemplaba lo que hacía por encima de su hombro. De vez en
cuando le apuntaba que alguna parte del dibujo no resultaba
demasiado real, pero la mayor parte del tiempo no comentaba
nada en absoluto. Durante esos días esperaba con impaciencia
la vuelta a casa de su hermano.
—Me traerá algo —dijo un día—. Cada vez que vuelve a casa
me trae algo. —Se fue a su rincón junto a la ventana y sacó su
bolsa de tesoros de la cómoda—. Te enseño unas cosas si me
prometes que no vas a tocar nada.
Lina se aproximó. No quería parecer demasiado interesada,
porque Torren jamás estaba interesado en nada de lo que ella

~112~
hacía, pero sentía curiosidad por ver las preciadas posesiones
que había estado ocultando.
Metió la mano en la bolsa y sacó una cosa detrás de otra,
dejándolas cuidadosamente en la cornisa de la ventana. Había
seis objetos, y todos eran diferentes entre sí. Lina no pudo
identificar ni uno de ellos.
—Caspar me los trajo —dijo Torren. Los alineó, ajustando
levemente su posición hasta que le pareció que estaban en el
lugar adecuado—. Todas estas cosas se han extinguido.
Lina se acercó un poco más y se inclinó para mirar
detenidamente.
—¡No toques nada! —gritó Torren.
—No lo pensaba hacer —respondió Lina, con irritación—.
Bueno, ¿qué son?
Torren señaló el primer objeto, que tenía forma de T y estaba
hecho de metal plateado rayado.
—Un avión —dijo—. Llevaba a la gente por el aire.
—Venga ya —dijo Lina—. Ni siquiera tiene un metro de
largo.
—Los aviones reales medían más —respondió Torren—. Esto
es solamente una maqueta.
Señaló el objeto siguiente.
—Un tanque —dijo—. Atropellaba a la gente y la aplastaba.
—¿Y qué sentido tiene hacer eso? —preguntó Lina.
Torren suspiró ante la estupidez de Lina.
—Era para luchar contra los enemigos —explicó.
Lo siguiente se parecía a una bicicleta chata y corta.

~113~
—Una motocicleta. Iba muy rápido. —Y después señaló un
tubo plateado bastante dañado—. Linterna. Aprietas este botón
y sale luz.
—Enséñamelo —dijo Lina.
—No funciona —explicó Torren—. Te lo he dicho, todas son
cosas extintas.
El objeto siguiente era un rectángulo negro con filas de
botones pequeños de colores.
—Mando a distancia.
—¿Para qué servía?
—Pasaban cosas cuando apretaban los botones.
—¿Qué tipo de cosas?
—Cosas —dijo Torren—. No lo sé. Es muy técnico.
El último objeto era diferente de todos los demás. Parecía ser
un animal, hecho de un material duro y grisáceo. Medía unos
diez centímetros de alto y se alzaba sobre cuatro patas gruesas.
—Un elefante —dijo Torren—. Eran tan altos como casas.
—¿Como una casa? —Lina, incrédula, intentó imaginarlo—.
¿Quieres decir que si me pusiera al lado de uno de esos
solamente le llegaría por aquí? —dijo, señalando la rodilla del
animal.
Torren le dio un manotazo en la mano para apartarla del
objeto.
—Era el animal más grande de la Tierra —explicó—. Si
enroscaba su nariz alrededor de alguien, lo mataba.
—Me encantaría ver uno —dijo Lina.
—No puedes. Ya no existen —dijo Torren, extendiendo sus
brazos para ocultar sus tesoros de la vista de Lina—. Ahora

~114~
tienes que irte. Sólo puedes verlos una vez.
Así que Lina salió al patio y recogió unas cuantas uvas verdes
que estaban demasiado duras y acidas para ser comestibles. Por
la ventana vio a Torren moviendo el tanque y la motocicleta,
acercándolos, y escuchó cómo emitía sonidos de chirridos y
estallidos. Se preguntó cómo debía de ser el mundo antiguo,
con todas esas cosas moviéndose por él. ¿Habría sido
maravilloso o terrible?

***

Una tarde, cuando Lina estaba en el pueblo buscando algo de


sal para la doctora, vio a un grupo de gente haciendo cola en
una tienda de ropa. Entre ellos, había algunas personas de Las
Ascuas. Lizzie estaba en la cola, y llevaba puesta la bufanda
negra alrededor del cuello que había llevado desde que llegó,
para mostrar que estaba de luto por Looper, su novio de Las
Ascuas.
—¿Por qué hay tanta gente aquí? —preguntó Lina.
—¡Tienen gafas! —exclamó Lizzie—. Las trajo un vendedor
ambulante en un cargamento especial ayer.
—¿Gafas? Pero tú no llevas gafas.
—Son gafas oscuras —aclaró Lizzie—. Las llaman gafas de
sol. Las hacen para que la luz no te dañe tanto los ojos.
Mucha gente de Las Ascuas ya llevaba puestas las gafas de
sol. Un par de jefes de equipo, dándose cuenta de cuánto
molestaba la luz a los ojos de los habitantes de Las Ascuas,
había cambiado un par de cajones de madera por algunas cajas
llenas de esas gafas, y las habían repartido gratuitamente. Lina
se probó unas, pero no le gustaron, porque hacían que todo lo
verde se viera de color marrón. También le pareció que hacía

~115~
que la gente resultara taimada, como si tuvieran un plan secreto
malvado.
A Lina le gustaba ir al mercado de la explanada. Siempre
estaba animado, lleno de gente y animales, y en las tiendas
siempre encontraba cosas que no había visto con anterioridad,
como sandalias hechas con neumáticos viejos o sombreros y
cestas hechos con paja. Era un lugar interesante, ruidoso y
bullicioso. También era un caos absoluto.
Los animales eran los culpables de ese estado caótico. Las
cabras y los bueyes, que arrastraban los carros desde los
campos, dejaban sus cacas redondas por todas partes.
Finalmente alguien las retiraba, metiéndolas en unos cubos que
se llevaban hacia algún sitio, pero eso no ocurría hasta media
mañana, por lo que la gente tenía que pisar el suelo
cuidadosamente y oler ese potente hedor. Esto le dio a Lina una
buena idea. Decidió que le haría un favor al mercado. Y todo el
mundo lo agradecería.
Así que la mañana siguiente, al alba, montó en bicicleta hasta
la explanada con un cubo grande que colgaba del manillar, y
metió en él un montón de cacas de vaca y de cabra que fue a
tirar al río. Fue de aquí para allá, de la explanada al río, tirando
un montón de caca tras otro, y cuando estaba a punto de tirar la
última pila, llegó uno de los vendedores. Ella le sonrió,
esperando que le contestara con unas palabras de aprobación.
En vez de eso, la cara del hombre se retorció de rabia.
—¿Qué estás haciendo? —gritó. Empezó a correr en su
dirección—. ¿Todo esto tan valioso lo tiras al río? —Sus ojos no
parecían creer lo que estaban viendo—. ¿Cuál es tu problema?
«¿Valioso?», pensó Lina. ¿De qué estaba hablando?
Le arrebató el cubo de las manos.

~116~
—Todos vosotros sois... —y se detuvo. Apretó los labios y
cerró los ojos durante un momento—. De acuerdo —dijo con
voz aguda—. Me imagino que no lo sabías. Esta materia es muy
preciada. ¡No debes tirarla al río!
Lina dio un paso hacia atrás. Sintió como si alguien la hubiera
abofeteado.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Y qué se hace con ella?
—Se lleva al campo —explicó el hombre—. Va a la pila de
excrementos, a pudrirse, y cuando está lista, se entierra bajo los
cultivos. Es fertilizante. Supongo que nunca habías oído hablar
de ello.
—No —contestó Lina—. No lo sabía. Lo siento, intentaba
ayudar.
—Lo más útil que podríais hacer tú y tu gente es... Bueno,
olvídalo. —Le lanzó una última mirada de asco a Lina y se fue,
dejándola con un cubo medio lleno con el que ella no supo qué
hacer. Se lo llevó fuera del pueblo, carretera arriba, y cuando no
quedaba nadie a la vista, tiró el contenido al lado de un campo.

***

No fue Lina solamente la que tuvo problemas de ese tipo. A


medida que pasaba el tiempo, oyó que otra gente también había
hecho o dicho algo inadecuado y había causado la ira de los
vecinos de Sparks. Lo cierto es que a veces parecían estúpidos.
La gente de Las Ascuas tenía miedo de las gallinas, jamás
habían visto una nube y no conocían el significado de las
palabras comunes como «tormenta», «gato», «bosque» o
«limón». No sabían nada de historia. Nunca habían oído hablar
de otros países. No sabían que la tierra era redonda como una
pelota. En opinión de los del pueblo, eran increíblemente

~117~
tontos.
Por otra parte, a veces actuaban de manera un tanto pedante,
alardeando de cosas que sí tenían en su ciudad subterránea. A
la gente del pueblo no le gustaba escuchar que en Las Ascuas
tenían luz eléctrica, o lavabos con agua corriente y agua fría y
caliente. Un día, cuando Lister Munk, que había sido el
supervisor de Las Tuberías, le contaba a un hombre de Sparks
en qué consistía el generador, el hombre le espetó que era un
mentiroso. Cuando Lister protestó y dijo que estaba diciendo la
verdad y que Sparks era un lugar un tanto atrasado en
comparación con Las Ascuas, el hombre le pegó. Hicieron falta
cinco personas para separar la pelea.
Lo peor de todo era el hambre feroz que pasaba la gente de
Las Ascuas. Las familias del pueblo estaban muy contentas de
que los extraños estuvieran tan impresionados con sus frutas y
verduras, pero también estaban preocupadas. Los líderes del
pueblo les habían dicho que había que alimentar a los recién
llegados y todos los hogares disponían de un extra de comida
para ello. Pero la gente de Las Ascuas nunca parecía satisfacer
su apetito. Comían hasta la última migaja de los platos, pedían
una segunda ración y se la comían, y luego se quedaban
sentados mirando con cara de hambrientos. La gente del pueblo
estaba resentida. Lina los oía a veces hablando en el mercado.
—Piden demasiado —oyó quejarse a una mujer—. ¡Y por lo
visto esta gente de las cuevas se va a quedar cinco meses más!
¿Se supone que les voy a tener que dar parte de mi cosecha de
fresas? No entiendo por qué debería hacerlo.
Otra mujer fue aún más directa:
—Ojalá se fueran —dijo—. Ya es suficientemente duro dar de
comer a nuestra propia familia; y mucho más a una panda de
desconocidos.

~118~
Lina no estaba acostumbrada a sentirse rechazada. No le
gustaba. Había muchas cosas de este lugar que no le gustaban.
Por ejemplo: el polvo que le cubría los pies y las piernas, que
hada que adquirieran un color amarillo parduzco; los insectos
que le picaban y le dejaban marcas rojizas en los brazos; la
manera en que el sol le quemaba la nuca... Quería decirles a
esos pueblerinos malhumorados que este lugar no era tan
perfecto. Que en Las Ascuas no tenían a tanta gente mala y
estirada como había ahí, por ejemplo.

***

A veces, Lina iba en bicicleta hasta el hotel Pionero para ver a


Doon. Siempre parecía estar contento de verla, pero ya no era
como en Las Ascuas, donde habían estado involucrados en una
búsqueda desesperada por una salida de la ciudad maldita.
Doon le enseñó el Pionero y le contó cosas acerca del trabajo
que estaba haciendo y la gente con la que comía su almuerzo.
Pero parecía distraído, o preocupado, como si intentara resolver
un problema del que no le contaba nada.
Lina volvía a casa de la doctora después de estas visitas con
pensamientos contradictorios que le rebotaban en su cabeza.
Echaba de menos al Doon de antes, su compañero listo y
aventurero. Y ella también se sentía distinta en este lugar. No
sabía qué hacer, o cómo comportarse. Alguna gente intentaba
ser amable, pero en ese lugar había tanta malicia como
amabilidad. Para la gente de Sparks, los de Las Ascuas eran una
molestia. ¿Cómo podían quedarse en un lugar en el que no se
les quería?
Este mundo era enorme. Debía de haber otro lugar en él para
la gente de Las Ascuas.

~119~
Capítulo 11
Los proyectos de Tick

Para cuando llegó el mes de la Quema, hacía tanto calor que


la gente de Las Ascuas se sentía como si estuviera atrapada en
un horno enorme. El sol ardía, secando la hierba hasta que
quedaba de un color amarillo marrón, y las calles estaban llenas
de polvo. La gente boqueaba, estornudaba y se marchitaba.
Todo lo que querían hacer era estirarse a la sombra, o poder
bucear en las aguas frías del río. Pero el trabajo continuaba
como hasta entonces, bajo el calor feroz. Tiraban la basura,
limpiaban los sumideros de las cabras, arrancaban las malas
hierbas de los campos y los abonaban. Cuando se desplomaban
sobre el suelo para descansar, o paraban cada tanto a tomar
agua, los trabajadores de Sparks los miraban atentamente y
murmuraban. Sospechaban que era gente holgazana, y eso
enfadaba a los de Las Ascuas. El resentimiento se acrecentó por
las dos partes, hasta que cualquier incidente era capaz de hacer
estallar una pelea.
En el hotel Pionero, la atmósfera se hizo cada vez más y más
sombría. Al principio había sido bastante divertido vivir allí,
especialmente para los niños más pequeños, que exploraban los
rincones ocultos del enorme edificio, organizaban carreras en
los largos pasillos y jugaban al escondite en ese colosal
escenario. A Lizzie Bisco le gustaba ir al servicio de señoras de

~120~
la planta baja, donde todavía quedaba un gran fragmento de
espejo en la pared. Casi podía contemplarse en su totalidad en
él, lo cual le hacía sentir muy bien durante los días en los que se
acababa de lavar el pelo en el río, o cuando encontraba algo de
tela de colores para hacerse un lazo.
Pero para la gente mayor, el hotel Pionero dejó de ser
enseguida una aventura divertida. No les gustaba dormir en las
pilas de hojas de pino y hierbas secas que formaban sus
edredones. Les molestaba tener que ir al río a por agua, no tener
lavabos en el interior y tener que usar esas letrinas llenas de
malos olores y arañas. Les preocupaba que las velas pudieran
causar un incendio, y querían ventanas de verdad, con cristales,
para poder mantener fuera a los bichos. Casi habían pasado dos
meses desde que llegaron a Sparks. En unos cuatro meses
tendrían que irse. Aunque no les gustaba vivir en el hotel,
sabían que les gustaría aún menos empezar desde cero en un
lugar en medio de esas zonas inexploradas. Se imaginaban
durmiendo sin techo sobre sus cabezas, sin ningún tipo de
protección frente al sol y los bichos, escarbando en el suelo en
busca de algo que comer. A nadie le gustaba la idea. En los
pasillos oscuros, en la ruinosa entrada sin techo, y en el salón de
baile, lleno de polvo, la gente se reunía en pequeños grupos y
hablaba entre sí con tono preocupado. A veces, el tono se
convertía en rabia y miedo.
De todas maneras, había una persona que no se quedaba de
brazos cruzados: Tick Hassler. Cuando veía un problema, hacía
algo al respecto. Se había convertido en una especie de líder del
hotel Pionero gracias a su fuerte personalidad. Empezó lo que
denominó el Proyecto de Rehabilitación del Hotel Pionero. Le
explicaba sus ideas a todo aquel que quisiera escucharlas, y la
manera en que lo contaba hacía que resultaran apasionantes y

~121~
divertidas de inmediato.
—Esto es lo que vamos a hacer —dijo la noche en la que
anunció el primer proyecto. Fue a finales de una tarde muy
calurosa, casi de noche, mientras unas cuantas personas seguían
en la entrada del hotel, con la esperanza de que corriera un
poco de brisa fresca. A Tick no parecía afectarle demasiado el
calor. Todo el mundo estaba despeinado y sudoroso al final del
día, pero Tick siempre estaba aseado, con el pelo peinado tan
liso que parecía relucir, los brazos y las piernas desnudas,
morenas y suaves, y sus ropas (una sencilla camiseta negra y
unos pantalones cortos negros) jamás se rompían o se
manchaban. Llevaba unas gafas de sol casi todo el tiempo, lo
que le daba un aire de autoridad y cierto misterio.
Doon estaba allí la noche en la que Tick anunció su primer
proyecto. Resultaba un alivio después de un día duro poder
estar con un grupo de personas que eran amables entre sí, que
tenían un objetivo común. Varios de los compañeros de trabajo
de Doon de la escuela de Las Ascuas eran parte del grupo, así
como algunos antiguos compañeros de Tick de cuando tiraban
de los carros y otros más. También había algunas chicas. Lizzie
siempre estaba merodeando cerca de Tick, escuchándole con
ansia cuando hablaba o correteando para hacer algún tipo de
tarea para él. Había dejado de llevar la bufanda negra que
simbolizaba su luto por Looper.
—He estado triste durante mucho tiempo —le contó a
Doon—. Además, Tick dice que no le parece que el negro me
siente bien. —Lizzie también llevaba sus gafas de sol puestas a
todas horas.
—Lo que vamos a hacer —continuó Tick, sentándose sobre el
muro que había junto a la entrada, apoyando los codos sobre
las rodillas y hablando de una manera que hacía sentir como si

~122~
hablara solamente a uno— es organizamos. Hay mucho que
hacer aquí. —La gente asintió—. Lo primero que necesitamos es
un lugar para encontrarnos, como cuando teníamos el antiguo
Salón de Reuniones de Las Ascuas ¿Y cuál es el lugar idóneo?
Abrió las manos y alzó las palmas en dirección al cielo, como
si esperara una respuesta. Nadie dijo una palabra.
—¡Este campo, claro está! —y extendió el brazo, abarcando
todo el campo que había frente al hotel, con su terreno irregular
y lleno de hierbajos, los árboles esqueléticos y los bloques de
cemento y demás cosas—. Vamos a limpiarlo. Lo vamos a
convertir en una explanada enorme, mucho mejor que la del
pueblo. Podremos reunimos allí, y que nuestro líder nos hable
desde estos escalones.
—Nosotros no tenemos un líder —dijo alguien.
—Pero algún día lo tendremos, en cuanto decidamos quién es
el más adecuado para serlo —dijo Tick—. Yo empezaré
mañana. ¿Quién quiere trabajar conmigo?
Y pese a que todos habían trabajado durante todo el día, casi
todos alzaron la mano y se presentaron voluntarios. Doon
también. No se trataba de que le apeteciera acondicionar el
campo y hacer una explanada. En realidad no estaba muy
seguro de que fuera muy necesario. Después de todo, se irían
dentro de poco. Pero quería formar parte de ello, no quería
quedar excluido.
El proyecto tuvo un inicio estupendo: cada tarde había veinte
o treinta personas sacando malas hierbas y escombros, y
tirando abajo árboles. Tick siempre estaba allí, trabajando al
doble de velocidad y tan arduamente como el que más,
diciéndoles a todos cuánto estaban avanzando. Era un trabajo
duro pero, de alguna manera, era divertido.

~123~
Entonces, una noche, Tick convocó a todo el mundo y
anunció que tenía una nueva idea.
—No dejaremos de trabajar en el campo —dijo— pero voy a
formar un equipo para empezar otro proyecto. Necesitamos
construir una plataforma sobre el río. Nos permitirá acceder a la
parte más profunda, donde podremos nadar, pescar e incluso
poner a flote una barca algún día. Puede que haya muchos
sitios que explorar, además de éste. ¿Quién quiere trabajar
conmigo?
Evidentemente, todo el mundo quiso cambiar de proyecto y
apuntarse al nuevo. Sonaba mucho más interesante que limpiar
el campo. Además, la gente quería trabajar con Tick.
Así que muchos de ellos empezaron a construir la nueva
plataforma, que según Tick se llamaría «el muelle». Arrancaron
tablones de madera de lo que quedaba del viejo depósito que
había detrás del hotel y apilaron rocas en el río para que
actuaran como puntos de apoyo. El proyecto del campo se fue
haciendo cada vez más lento. Casi nadie trabajaba ya en él.
Y a medida que pasaban las semanas, Doon comenzó a darse
cuenta de que eso pasaba con todos los proyectos de Tick.
Comenzaba teniendo una idea y entusiasmando a todo el
mundo con ella. Empezaban a trabajar, y después de un tiempo,
Tick tenía otra idea y todo el mundo le seguía para realizarla,
mientras que el proyecto anterior se desvanecía. A Tick parecía
gustarle lo emocionante que resultaba todo lo nuevo, y el poder
de ser el jefe. Eso apagó un poquito la admiración que Doon
sentía por Tick. Pero, después de todo, nadie era perfecto. Tick
tenía mucha más energía que la mayoría de la gente, y muchas
ideas, aunque no todas fueran buenas.
Además de ayudar a Tick con sus planes, Doon también tenía
muchos proyectos propios que le mantenían ocupado. A

~124~
primera hora de la mañana ayudaba a Clary con el jardín que
había hecho al lado del río. Estaba desarrollando una manera
de hacer que el riego le resultara más fácil. Había visto los
sistemas de riego que la gente del pueblo había construido, que
usaban la corriente del río para conducir el agua hasta los
canales que regaban los campos. Este sistema era bastante
sencillo: consistía en un agujero profundo a orillas del río, con
un entramado de tuberías y válvulas al final. Pensaba que
podría encontrar la manera para hacer uno.
Por las tardes, cuando ya caía el sol, Doon leía. De vez en
cuando escogía libros de la habitación que había en el Arca. Al
principio sus elecciones habían sido aleatorias, simplemente
cogía lo que había a su alcance. Pero después tuvo una
excelente idea para poder ordenar de alguna manera esa
colección inmensa. Un día, cuando volvía a la habitación 215
después del trabajo, encontró a Edward Pocket de pie junto a la
ventana, frunciéndole el ceño al cielo. Parecía triste. Sus manos
retorcidas eran puños cerrados, y fruncía la boca en una mueca.
—¿Estás bien? —le preguntó Doon.
—Sí, estoy bien —respondió Edward—. Me encanta estar
todo el día aquí sentado sin hacer nada.
—Te aburres —dijo Doon.
—¡Sí! —gritó Edward—. ¡Sí, sí, sí! —Alzó las dos manos y se
tiró del pelo gris, haciendo una mueca demente con los labios—
. Dicen que soy demasiado viejo para trabajar, pero no estoy
listo para quedarme quieto y morirme. No quiero pasarme el
resto de mis días charlando. O durmiendo —dijo estas palabras
con asco—. ¿Qué se supone que debo hacer con mi vida?
Evidentemente, Doon tenía la respuesta. Era tan obvia que no
sabía por qué no la había pensando antes.

~125~
—Sé exactamente qué puedes hacer —dijo, y le contó a
Edward Pocket todo lo relativo a los libros.
Ahora Edward se pasaba todas las horas del día en la
habitación de los libros, eligiendo y organizando. A menudo
escogía los que pensaba que le podían interesar a Doon y se los
llevaba al hotel. Así Doon aprendió sobre migraciones de
pájaros, vaqueros, baloncesto, ballenas, escalada, historia de
Egipto, entrenamiento de perros, cocina francesa, reparación de
coches y dinosaurios, entre otras cosas. Edward incluso le llevó
un libro llamado Proyectos científicos en el que había un capítulo
que explicaba cómo hacer un experimento que creaba
electricidad. El experimento requería cosas que Doon no tenía,
pero se quedó con el libro de todas maneras, por si llegaba a
tenerlas. Nunca se sabía lo que podría aparecer en los camiones
que traían los vendedores ambulantes.
Mientras tanto, Tick continuó incansable con sus proyectos. El
muelle nunca se construyó, ya que la corriente del río no dejaba
de destrozarlo. Pero otros proyectos sí que tuvieron éxito. Una
de las ideas de Tick fue alzar la bandera de Las Ascuas en el
hotel Pionero. Lootie Hoover, que había trabajado en una de las
oficinas de la ciudad de Las Ascuas, había enrollado la bandera
de la ciudad y se la había guardado en la bolsa justo antes de
salir corriendo en dirección a Las Tuberías en busca de la salida.
Doon no entendía cuál era el propósito de izar la bandera de
Las Ascuas en el hotel, ya que todo el mundo sabía que eran los
habitantes de Las Ascuas quienes vivían allí, pero ayudó a
llevar a cabo el proyecto, atando las ramas de un árbol fino para
hacer el mástil. Muy pronto la bandera azul profundo con la
red amarilla ondeó sobre el Pionero.
—Hermoso —dijo Tick, mirando hacia arriba. Se dio la vuelta
para mirar a la gente que se había concentrado a su alrededor—

~126~
. Tenemos que enseñarles que estamos orgullosos de ser de Las
Ascuas. Ahora ellos tienen todas las ventajas. Controlan la
comida, controlan los equipos de trabajo. Son más altos que
nosotros, y más fuertes. Pero no podemos dejar que eso nos
importe. Si queremos que nos respeten, tenemos que
respetarnos a nosotros mismos.
Varios días más tarde, mientras Doon caminaba por la
explanada, se percató de que había una bandera ondeando
desde la torre del Ayuntamiento. Era negra, con unos
manchones naranjas que surgían desde uno de los rincones.
«Las chispas», pensó Doon. Se preguntó si habrían tenido esa
bandera durante todo ese tiempo, o si alguien la había
confeccionado y colgado después de ver la del hotel Pionero.

~127~
Capítulo 12
Caspar llega con una sorpresa

Lina estaba barriendo el suelo de la cocina cuando oyó un


golpe y el sonido de algo que se arrastraba en el exterior.
Alguien, con voz de hombre, dio un grito:
—¡Holaaa! ¿Dónde está todo el mundo?
Y sonó un chillido en el interior de la casa, unos pies
correteando y la voz de Torren, gritando:
—¡Caspar! ¡Caspar! ¡Has llegado!
Lina dejó caer la escoba y corrió hasta la puerta. Ahí estaba
Torren, agarrado a un hombre muy corpulento que le
alborotaba el pelo y le daba golpecitos en la espalda. Detrás de
él había un camión especialmente grande, lleno de cajas y
bolsas, tirado por dos enormes bueyes con los cuernos
encorvados. Los bueyes resoplaban ruidosamente, por lo que
sus cuerpos se hinchaban y estrechaban alternativamente.
—Bueno, hermano pequeño, ¿te alegras de verme? —
preguntó Caspar.
—¡Sí! —dijo Torren. Dejó de abrazar el cuerpo de su hermano
y alzó la mirada hasta su cara—. Esta vez te has ido durante
mucho tiempo...
—Tuve que alargar mi ruta —dijo Caspar— hasta muy lejos.

~128~
Muy lejos. El trabajo de un vendedor ambulante se hace más
duro cada año.
Lina de dio cuenta del parecido entre Caspar y su hermano
Torren: los dos tenían los mismos ojos pequeños y el mismo
pelo de color castaño claro. Pero Torren era estrecho, mientras
que Caspar era ancho. Tenía un rostro grande, redondo, de
color rosado, con una barbilla redondeada y brillante. Casi
parecía la cara de un bebé, excepto por el bigote estrecho que
tenía en el labio superior, que se curvaba en las dos puntas.
La doctora Hester, que estaba recogiendo guisantes, salió
desde uno de los lados de la casa.
—Bienvenido, viajero —dijo.
—¡Tía Hester! —gritó Caspar, abriendo los brazos de par en
par. Se quedó así, quieto, durante un rato, hasta que la doctora
se le acercó, y cuando llegó hasta él, le dio un abrazo que la
levantó del suelo y dejó sus zapatillas polvorientas allí mismo.
—No hagas eso —dijo, con la cara aplastada contra el hombro
de Caspar.
Volvió a dejarla en el suelo.
—No puedo evitarlo —dijo él—. Eres ligera como una pluma.
—No es cierto —dijo la doctora, restregándose la nuca—.
Solamente lo haces para poder alardear de tus músculos.
—Bueno, es cierto que ser vendedor ambulante hace que te
salgan músculos —dijo Caspar, mientras cerraba la mano en un
puño y flexionaba su brazo carnoso hacia delante y hacia
atrás—. Hay muchas cosas que levantar, ¿sabes? Algunas son
increíblemente pesadas. Hace unos meses, cerca del pie de las
colinas de la cordillera Camp, me quedé atrapado en el barro y
tuve que alzar toda la parte de atrás del camión, que en ese

~129~
momento estaba lleno de...
Torren saltó arriba y abajo junto a Caspar.
—¿Me has traído una sorpresa?
Caspar parecía perplejo.
—¿Una sorpresa?
—Sí, como haces siempre. ¡Una sorpresa para mí!
Durante un instante, Lina sintió pena por Torren, porque la
mirada en su rostro era de esperanza. Tenía la sensación de que
Caspar era más importante para Torren de lo que Torren lo era
para Caspar.
Caspar se echó a reír. Tenía una risa extrañísima, con notas
agudas, «jijijijiji». No sonaba como una risa de placer, de
ningún modo.
—Bueno, resulta que sí he traído una sorpresa —dijo—. Es
una sorpresa para todos, de todas formas. —Volvió a mirar
hacia el camión—. ¿Estás ahí?
—Aquí estoy —dijo una voz grave. Desde detrás del camión
apareció una mujer casi tan grande como Caspar. Parecía tan
grande como un tronco, y le caía el pelo rizado y enmarañado
de color castaño rojizo por debajo de los hombros. Llevaba
puestos unos pantalones de un azul desteñido y una enorme
camisa marrón. Les miró, sonriendo con timidez. Sus ojos eran
azules y feroces.
—Ésta es Maddy —dijo Caspar—. Mi compañera de viaje.
Torren respondió con un silencio. La doctora Hester adelantó
una mano y dijo:
—Bienvenida.
La mujer corpulenta agarró la mano que le tendía la doctora y

~130~
la sacudió con fuerza tres veces hacia arriba y abajo, y acto
seguido la doctora miró en dirección a la casa y vio a Lina
parada frente a la puerta de entrada.
—Caspar —anunció volviéndose otra vez hacia él—. ¿Has
oído hablar de lo que ha pasado desde que te fuiste? ¿Lo de la
gente que llegó desde una ciudad subterránea?
—Algo he oído, sí —dijo Caspar.
—Lina es uno de ellos —explicó la doctora Hester—.
Acércate, Lina.
Lina caminó en dirección a Caspar, que bizqueó al verla,
metió una mano en el bolsillo de su pantalón y se puso un par
de gafas ligeramente dobladas. La observó por entre los
cristales rotos de las lentes a medida que ella se acercaba.
Cuando estuvo a corta distancia, le tendió una mano enorme.
Lina se la estrechó.
—Así que subterránea, ¿eh? —dijo Caspar. Las gafas opacas
hacían que sus ojos resultaran más grandes y borrosos—. ¿Sois
algo así como topos y personas? ¡Pero no tenéis piel de topo! —
volvió a reírse con su risa chillona—. ¡Ji, ji, ji!
Lina sonrió con educación ante esa broma estúpida y pensó
inmediatamente que había algo en Caspar que le resultaba
ciertamente desagradable.
—La hermana de Lina, Poppy, también está con nosotros —
continuó la doctora Hester—. Y su tutora, la señora Murdo.
Durante todo este episodio, Torren se había quedado muy
quieto. Su estrecho rostro se había cerrado: sus ojos parecían
piedras diminutas y su boca estaba completamente fruncida.
Miraba a Maddy detenidamente, hasta que de repente, gritó:
—¡Pero se suponía que yo iba a ser tu compañero!

~131~
Caspar pestañeó al mirarle, como si hubiera olvidado que
estaba allí.
—¿Tú? —exclamó—. ¡Eres demasiado pequeño!
—¡Casi tengo once años! —chilló Torren—. ¡Ya soy
suficientemente mayor!
—No del todo, hermanito pequeño —dijo Caspar. Sonrió a
Maddy, que le devolvió la mirada serenamente.
«Esta mujer es como una gran roca», pensó Lina. Su cara ni se
inmutó.
Torren frunció el ceño.
—¡No me llames pequeño! —aulló. Se dio la vuelta y corrió
hacia la casa.
Caspar le miró irse, alzando ligeramente las cejas.
—A los niños les resulta difícil aceptar los cambios —dijo—.
Pero deben aprender, ¿verdad?
La doctora Hester dijo:
—Nuestras tres invitadas han estado durmiendo en el altillo,
Caspar. Ahora tendrán que dormir en el comedor mientras tú
estés aquí —hizo una pausa—. ¿Cuánto tiempo crees que te
quedarás?
—Solamente un par de noches —dijo Caspar. Su cara
adquirió un tono serio—. Esta vez tengo una misión especial.
Voy hacia la ciudad.
«¿La ciudad? —pensó Lina—. ¿Qué ciudad?»
La doctora pareció verbalizar lo que Lina pensaba.
—¿A la ciudad? —preguntó—. ¿Y por qué quieres ir allí?
Parecía atónita, como si nunca hubiera oído hablar de nadie
que fuera a la ciudad.

~132~
—Por esta misión en particular —dijo Caspar—. Es una
misión secreta.
—Ya veo —contestó la doctora Hester—. De acuerdo. Ya casi
es hora de comer. Lleva los animales hasta el sumidero y
entrad.

***

Esa noche, Caspar habló mucho sobre sus aventuras como


vendedor ambulante.
—En los bosques del norte me encontré con algunas viejas
cabinas que todavía tenían cristales en las ventanas —dijo—.
Fue bastante difícil sacar el cristal sin cortarse, me llevó cuatro
días. Pero finalmente lo logré, aunque me hice un corte en la
mano. —Extendió su mano grande y señaló una diminuta
cicatriz en la palma—. Me salió mucha sangre. Después, cerca
de Hogmarsh, encontré algo tremendamente valioso.
Se quedó mirando a los demás, sonriendo levemente.
—¿El qué? —preguntó Torren, que durante un momento
pareció olvidarse de que estaba enfadado con su hermano.
—Una estatua antigua —dijo Caspar—. Representa a un
pájaro muy extraño, con el cuello muy largo y solamente una
pata. Se puede ver que en algún momento estuvo pintada de
color rosa —hizo una pausa para que los demás pudieran
asombrarse del todo y pensar en ello.
—Rosa, mosa, cosa —dijo Poppy—. Rosa mocosa —miró a
Casper y se echó a reír.
—Calla, Poppy —dijo Lina.
—Y en Ardenwood —continuó Caspar, retorciendo
despreocupadamente su bigotito— tuve que esquivar a algunos
bandidos.

~133~
—¿Bandidos? —gritó Torren—. ¿En serio?
—Bueno, podrían ser bandidos —dijo Caspar—. Resultó que
no tenían armas, pero quedó claro que lo que querían era
robarme. Me libré de ellos muy rápidamente con algunos
latigazos en los lugares adecuados —aclaró Caspar, cortando el
aire con el brazo, como si estuviera haciendo restallar un
látigo—. Y resultó ser buena idea, porque no lejos de allí
encontré otra cosa muy especial: varias cajas de auténticas
flores de plástico anteriores al Desastre. Están hechas de un
tejido muy fino, que casi no ha desteñido.
—¿Flores artificiales? —repitió Lina, preguntándose por qué
iban a querer los habitantes de Sparks flores artificiales si tenían
flores reales creciendo en todas partes.
—Sí —alardeó Caspar—. Tengo una especie de sexto sentido
para encontrar cosas inusuales.
Maddy no participaba mucho en la conversación. En un
momento, la señora Murdo, para ser educada, le preguntó si le
gustaba ser una vendedora ambulante, y ella simplemente
sonrió brevemente y respondió:
—No me molesta. Hay cosas peores.
La señora Murdo esperó que le explicara en qué consistían
esas cosas, pero eso era todo lo que Maddy estaba dispuesta a
decir.
Cuando se acercó la hora de ir a dormir, Caspar se dirigió al
altillo, y Torren salió disparado detrás de él.
Maddy ocupó el lugar de Torren en la habitación de las
medicinas, dio las buenas noches brevemente y cerró
firmemente la puerta tras de sí. La doctora ayudó a Lina y a la
señora Murdo a hacer las camas poniendo edredones y mantas
sobre los sofás y en el suelo.

~134~
—Suena interesante, eso de ser vendedor ambulante —dijo
Lina.
—Supongo que sí —respondió la doctora.
—¿Y Caspar tiene un sexto sentido para encontrar cosas?
La doctora se acercó al oído de Lina y le dijo suavemente:
—Tiene un sexto sentido para encontrar cosas inadecuadas —
explicó—. Siempre está viniendo con un montón de objetos que
la gente ya tiene, y no trae las que en realidad necesitan. Flores
artificiales —dijo, con hartazgo—. ¿Qué vamos a hacer con
flores artificiales?
Una vez la cama estuvo hecha, caminó por la habitación,
apagando todas las velas, menos una.
—Siempre ha sido un poco raro —comentó— y parece que se
ha vuelto aún más extraño desde la última vez que estuvo aquí.
Lo intenta, de todas maneras; eso sí que se puede decir en su
favor. Tiene mucha ambición, quiere ser un vendedor famoso.
Lo que no sabe es que ya es un poco famoso entre sus
compañeros, pero no de la manera que a él le gustaría.
Le dio la última vela a Lina y se fue hacia su habitación.

***

El día siguiente fue extraño y desagradable. Caspar se sentó


en uno de los sofás y contó historias sobre sus aventuras,
mientras que Torren revoloteaba a su alrededor haciéndole
preguntas. Lina escuchó durante un rato, porque sentía
curiosidad sobre el trabajo de vendedor ambulante. Sonaba
excitante, como algo que podría llegar a hacer ella misma. Pero
enseguida se aburrió, porque le parecía que Caspar nunca
hablaba de lo realmente interesante de sus aventuras. Ella
quería oír hablar sobre cómo eran los lugares remotos que había

~135~
visitado, sobre el aspecto de los edificios y todo lo que había en
su interior, pero Caspar sólo hablaba de lo valiente y listo que
había sido al encontrar todo lo que había encontrado, y todas
las heridas que había sufrido al encontrarlas.
Maddy no escuchaba a Caspar. Pasaba la mayor parte de su
tiempo en el patio o en el jardín, sin moverse y sin hablar,
mirando las plantas, con los brazos cruzados alrededor de su
ancha cintura. De vez en cuando cortaba una hoja, o un brote, lo
frotaba contra las yemas de sus dedos y aspiraba el olor. En una
ocasión le preguntó a Lina de qué planta se trataba.
—No estoy segura —contestó Lina—. Sólo conozco algunas.
—Entonces conoces más que yo—dijo Maddy, lanzándole a
Lina una sonrisa inesperada. Pero más allá de eso, casi no le
decía nada a nadie. No parecía estar enfadada o triste,
simplemente parecía estar en su propio mundo. Lina se sintió
curiosidad por ella, pero era demasiado tímida para hacer
preguntas.
Después de un rato, Caspar ahuyentó a Torren, se sentó a la
mesa y sacó algunos pedazos de hojas de papel del bolsillo. Los
desplegó ante sí y se inclinó sobre ellos. Su talante jovial y
fanfarrón desapareció. Resiguió con el dedo las líneas escritas
sobre el papel, y escribió sobre ellas con un lápiz pequeño y
grueso. Mientras lo hacía, fruncía el ceño y murmuraba para sí
unas palabras que para Lina no tenían ningún sentido, sentido,
salvo algunos números.
—Mmm blsgls 3578... —decía—. Rombgh... wlllcfff 44209.
Caminó detrás de él e intentó mirar por encima de su
hombro. Después de todo, tenía experiencia en documentos
rotos y letra difícil de descifrar. Pero Caspar se retorció y miró a
Lina enfadado, cubriendo los papeles con sus manos.

~136~
—¡Es privado! ¡Es privado! ¡Fuera de aquí! —dijo.
Tampoco quería que Torren lo viera, por lo que el niño se
sentó junto a la ventana y se quedó ahí, enfurruñado.
A mitad de la tarde, la doctora entró por la puerta, con cara
de estar más nerviosa que nunca. Tenía la camisa manchada de
sangre, y un faldón fuera y el otro dentro del pantalón.
—No me quedan vendas limpias —dijo—. Lina, ¿has hecho
algunas? Las necesito. Y también necesito el extracto de
lavanda, una botella entera. No, mejor que sean dos.
Y se fue a la habitación de las medicinas. Lina había olvidado
por completo las vendas. Se metió en la cocina, sacó unas telas
de la cesta y las rasgó, formando tiras. Las llevó a la doctora,
que estaba de rodillas, rebuscando en uno de los baúles.
—Y esta noche necesitaré hacer unas cataplasmas de mostaza
—anunció—. Así que necesito que vayas al huerto y traigas
unas flores de mostaza. Necesito muchas. Trae también las
hojas y las raíces. Quiero toda la planta.
Encontró las botellas con aceite de lavanda, las metió en su
bolsa junto con las vendas y desapareció otra vez por la puerta.
Lina sintió cómo sus ánimos volvían a estar por los suelos. No
quería ir a recoger plantas de mostaza. Hacía demasiado calor;
un calor atroz. Estaba cansada de sentirse así, de que su nuca
estuviera empapada bajo la mata de pelo, y de que se le pegara
la ropa a la espalda. Estaba cansada de hacer tareas domésticas.
Salió al patio, donde algunas de las semillas de la doctora se
secaban al sol, en sus frascos. Caminó con dificultad hasta el
pozo, llenó un cubo de agua y tiró un poco a cada planta
mustia. Después se sentó a la sombra de la parra, se apoyó
junto al muro que había junto la ventana y pensó en todo lo que
iba mal.

~137~
Estaba enfadada con la doctora por darle demasiado trabajo y
ni siquiera percatarse de que lo hacía. Estaba enfadada con la
señora Murdo por no llevarlas al hotel Pionero. Y se sentía sola.
Echaba de menos estar con gente que conocía. En especial
echaba de menos estar con Doon, como antes, cuando eran
compañeros en Las Ascuas. Ahora parecían importarle más sus
nuevos amigos que ella. Cada vez que pensaba en él sentía un
dolor sordo, como si tuviera una magulladura en algún lugar
de su interior.
Desde la ventana oyó la voz de Caspar en el interior de la
casa.
—¡Ahora no! —gritó—. Tengo que planificar cosas. Necesito
silencio.
Se abrió la puerta y Torren salió corriendo. Le lanzó una
mirada furiosa a Lina, pero no dijo nada. Corrió hasta la verja,
la atravesó y siguió calle arriba. «También está enfadado —
pensó Lina—. Todo el mundo está enfadado.»
Volvió a oír la voz de Caspar dentro de la casa, mucho más
cerca, hablando con Maddy, que acababa de entrar por la
puerta de la cocina. Lina se dio cuenta de que estaban de pie
junto a la ventana, al otro lado de la pared.
—Nos iremos pasado mañana —dijo Caspar—. Muy
temprano.
—Aja —asintió Maddy, con su voz grave y áspera.
—Todas esas historias sobre que los gérmenes todavía están
allí son una tontería; lo sabes, ¿verdad? —dijo Caspar—. Esos
gérmenes murieron hace mucho tiempo.
—No tengo ninguna duda de que tienes razón —contestó
Maddy.

~138~
¡Estaban hablando de la ciudad! Lina se quedó muy quieta y
escuchó atentamente.
—La gente también habla de otros tipos de peligros —siguió
Caspar—. Bandidos y cosas así. A mí no me preocupa.
—Claro que no —dijo Maddy.
—Y aunque hubiera peligro —dijo Caspar— vale la pena
arriesgarse, por lo que encontraremos allí.
—Pareces muy seguro de lo que encontraremos —dijo
Maddy.
—Claro que estoy seguro —contestó Caspar—. ¿Tú no?
La respuesta de Maddy fue un simple gruñido.
Se alejaron de la ventana, y sus voces se hicieron más débiles.
Maddy volvió a hablar. Lina no pudo oír todo lo que decía,
pero captó la pregunta «¿muy lejos?» y la respuesta de Caspar:
«día de viaje». Después volvió a oír pasos ascendiendo hasta el
altillo y la habitación en silencio.
Lina se quedó muy quieta. Su malhumor se desvaneció, y
otros pensamientos ocuparon su mente. Estaba recordando la
ciudad brillante que había dibujado tantas veces, la gran ciudad
de la luz, la ciudad en la que siempre había creído. Ahora
Caspar planeaba ir hacia allí. Ya no era un lugar peligroso, y
estaba sólo a un día de viaje.
Evidentemente, sabía que la ciudad de la que Caspar hablaba
había sido dañada, como todo lo demás, durante el Desastre. La
hermosa ciudad luminosa que había imaginado debía de ser la
ciudad del pasado, antes del Desastre. En su cabeza, modificó
su visión de la ciudad: algunas de las más altas torres habrían
caído, y las ventanas estarían rotas. Las piedras de los edificios
en ruinas habrían caído a la calle. Los techos se habrían

~139~
desplomado.
Pero la idea que persistía en su cabeza era la siguiente: quizá
la gente de Las Ascuas tenía el cometido de reparar la ciudad.
Quizá su gran tarea, la razón por la que habían subido a este
nuevo mundo, era para vivir en la ciudad y reconstruirla, para
que volviera a ser la gloriosa y brillante ciudad de la visión de
Lina.
Era una idea muy hermosa. Esa noche se acostó pensando en
ella, y cuanto más lo pensaba, más segura estaba, y más
entusiasmada.

~140~
Capítulo 13
En acción

Una noche, Doon salió solo a caminar hasta uno de los


rincones del hotel, donde los árboles crecían frondosos y la
tierra bajo ellos era muy densa. Caminó por el bosque hasta
llegar a unas enredaderas que se entrelazaban y retorcían como
cuerdas. En ellas crecían unos frutos pequeños y redondos;
algunos rojos y otros negros. Doon ya había descubierto que los
rojos eran duros y ácidos, pero que si se dejaban madurar, se
volvían negros y dulces. Había ido a observar las plantas de
manera regular: cada día había más y más de los negros. Ese
día vio que había mayor proporción de frutos negros que rojos.
Comenzó a recolectarlos y se comió algunos; eran dulces y
jugosos. Los otros los puso en una cesta que había traído
consigo para llevárselos a los demás de la habitación 215.
Oyó pasos detrás de él. Una voz que reconoció al instante
gritó:
—¡Doon! —se dio la vuelta y ahí estaba Tick, caminando en
su dirección, con su espléndida sonrisa.
Doon se levantó, ya que había estado agachado para poder
recoger los frutos que estaban en la parte baja de la enredadera.
—Mira lo que he encontrado —dijo, mostrándole a Tick un
puñado de frutos.

~141~
Tick cogió uno y se lo metió en la boca. Sus cejas se alzaron
inmediatamente, por la sorpresa.
—¡Magnífico! —exclamó, y cogió el resto de frutos de la
palma de Doon—. Dime, ¿vas a volver a salvarnos?
—¿Salvarnos? —repitió Doon, confundido.
—Sí, de morirnos de hambre. Eres el héroe de Las Ascuas. Ya
va siendo hora de que nos salves otra vez.
A Doon le puso nervioso que le llamara «héroe». No sabía si
Tick le mostraba su admiración o si se reía de él. No sabía qué
decir ante eso. Tick se acercó al matorral y cogió algunas bayas.
—Están muy buenas —dijo—. ¿Te importa si me llevo
algunas?
—No son mías —respondió Doon—. Las puede coger quien
quiera.
Tick cogió frutos de entre los matorrales durante un rato y se
los comió. Después dijo:
—¿Conoces ese edificio que llaman El Arca?
Doon asintió.
—¿Has estado allí dentro?
—No —contestó Doon—. Solamente en la habitación que hay
al lado, en la parte trasera. Allí tienen libros; deberías verlos,
debe de haber miles.
Tick no dijo nada de los libros.
—Yo entré el otro día —explicó—. Me hicieron meter un gran
cajón lleno de rábanos en vinagre. Es un almacén, ¿sabes? Y
dicen que no tienen comida, ¡ja! —la risa de Tick sonó más bien
como un ladrido—. Ese sitio está lleno de comida.
—¿En serio? —preguntó Doon.

~142~
—En serio —contestó Tick, metiéndose tres bayas en la
boca—. Tienen tarros llenos de fruta en conserva y sacos
enteros de frutos secos. Un montón de cosas en vinagre, y maíz.
Cantidades y cantidades de comida. Y a nosotros nos dan
zanahorias mustias para cenar. Yo diría que lo que hay aquí es
un poco de tacañería.
Doon frunció el ceño. Pensó en su padre, la noche pasada,
mirando con desesperación el escaso contenido de su paquete
para la cena. Pensó en lo que Ordney había dicho durante la
comida de la semana anterior: «No tenemos suficiente comida
para cuatrocientas personas más». ¿Y si resultaba que era
mentira?
Tick se desplazó unos pasos hasta encontrar un matorral
poblado de bayas. Las estaba recogiendo rápidamente,
comiéndoselas todas. Cuando habló, su boca estaba llena:
—No sé que te parece a ti —dijo—. Pero a mí no me gusta la
injusticia.
—A mí tampoco —dijo Doon. Se acercó a Tick y le ofreció el
puñado de bayas que acababa de recolectar. Tick las cogió
todas.
—Creo que cuando hay una injusticia, hay que corregirla —
dijo Tick.
—Corregirla ¿cómo?
Tick se limpió las manos llenas de manchas rojas en los
pantalones.
—Bueno —dijo—. Eso es algo que tenemos que pensar.
«Tenemos», pensó Doon. Eso le gustaba. Aunque había
dejado de formar parte de los proyectos de Tick, seguía
admirando su energía y sentía su poder. Estaba contento de que

~143~
Tick hubiera ido a buscarle. Estaba contento de que Tick
pareciera considerar que era distinto que los demás, más listo,
más importante.
—Tienes razón —dijo—. Deberíamos hacer algo.
Tick asintió.
—No me fío de esta gente de Sparks. En algunas cosas
parecen muy primitivos. ¿Sabes que hacen fuego entrechocando
dos piedras?
—¿En serio? —Doon no había visto a nadie hacer fuego, ya
que no solía aparecer por las cocinas. Sabía que en la panadería
se mantenía encendido el fuego a todas horas, ya que había
visto a gente llevar velas que se habían apagado hasta allí—.
¿No tienen cerillas?
—A veces sí —contestó Tick—. Pero no siempre. Las cerillas
no son algo común.
—Deberíamos darles algunas de las nuestras —dijo Doon.
Toda la gente que había huido de Las Ascuas tenía las cerillas
que les habían sido dispuestas en los barcos. Los habitantes de
Las Ascuas tenían cientos de cerillas.
—No, yo creo que no —dijo Tick, rápidamente—. Las
necesitamos. Las tenemos que guardar para nosotros.
Doon se preguntó para qué, si tenían muchas, pero pensó que
quizá las cerillas tenían algo que ver con los planes de Tick.
—¿Así que cuento contigo?—preguntó Tick.
—Claro —contestó Doon. Después dudó—. ¿Para qué
exactamente?
—Para la acción —dijo Tick—. Tú actuaste cuando hubo una
situación urgente. Necesitaremos actuar dentro de poco.
Doon seguía sin saber qué era lo que Tick tenía en mente,

~144~
pero no hizo más preguntas. Tick, de alguna manera, sabía
cómo dar a entender que hasta ahí habían llegado sus
respuestas.
—De acuerdo —dijo Doon—. Cuenta conmigo.
—Bien —dijo Tick.
Le tendió la mano, y Doon la estrechó. Tick sonrió y se alejó.
Doon lo contempló mientras caminaba por el prado. Durante
un momento, se quedó sumido en sus pensamientos: «comida
en el almacén... tacañería... injusticia... pensar en algo... cuento
contigo...». Cuando volvió a ser consciente del todo, miró sus
manos y le paralizó ver que las tenía manchadas de sangre. ¿Se
habría herido con las espinas de los matorrales? Le llevó un
segundo darse cuenta de que lo que parecía sangre era en
realidad el jugo de las bayas, que le había pasado la mano de
Tick al estrechársela.

***

Lina elaboró un plan. Se escondería entre las cajas y bultos


del camión de Caspar y así llegaría a la ciudad. Estaba a sólo un
día de viaje, así que estaba claro que podría encontrar el camino
de vuelta. Debía de haber otros vendedores ambulantes en los
caminos.
Por supuesto, podría pedirle a Caspar directamente que la
llevara con él, pero estaba segura de que él diría que no. Tenía
algún tipo de negocio importante que hacer, no querría que ella
le molestara. Era mejor hacerlo todo en secreto. Una vez
hubiera visto la ciudad, sabría si se trataba del lugar en el que la
gente de Las Ascuas estaba destinada a vivir. Estaba segura de
que lo sabría en cuanto la viera. Entonces podría saltar del
camión y encontrar el camino de regreso. Caspar, a lo mejor, no

~145~
llegaría ni a verla.
Al día siguiente, rasgó parte de una hoja en blanco de uno de
los libros de la doctora y escribió la siguiente nota:

Querida señora M.,


Me he ido con Caspar y Maddy en el camión. Volveré en dos o tres
días. Hay algo importante que debo encontrar. Además, necesito
cambiar de aires. Nos vemos pronto.
Con amor,
Lina.

Su plan era esperar hasta esa noche, cuando la señora Murdo


durmiera, y meter las notas entre las páginas de un libro
viejísimo y despedazado que estaba leyendo, llamado La
telaraña de Carlota (le decía a Lina una y otra vez que debería
echarle un vistazo, pero Lina le contestaba que no le
interesaban las arañas, que hubiera sido mejor para Doon).
La señora Murdo únicamente leía por las noches, así que Lina
tendría al menos un día de ventaja antes de que nadie supiera
dónde estaba.
Lina tenía aún algunas dudas sobre su plan en el fondo de su
mente. Sabía que la señora Murdo se preocuparía por ella, y
que Poppy la echaría de menos. Y a Lina no le gustaba nada
Caspar, no confiaba en él y sabía que Maddy y él se enfadarían
si se enteraban de que había ido con ellos. Se estaba
embarcando en un viaje arriesgado. Pero todo lo realmente
importante implicaba riesgos, ¿o no? Ya se había arriesgado de
una manera descomunal anteriormente, durante los últimos
días de Las Ascuas, y había sido la decisión correcta. Así que

~146~
probablemente esto también fuera lo correcto. Estaba tan segura
de que la ciudad era su destino, y tenía tanta determinación con
respecto a verla con sus propios ojos, que alejó las dudas de su
mente. «Será una aventura», se dijo. No le iba a pasar nada.
Al día siguiente se levantó antes de que saliera el sol. Se
arrastró fuera de la cama hasta el suelo, con movimientos cortos
y silenciosos. Poppy ni se inmutó, y la señora Murdo, dormida
en el sofá, tampoco. Lina se vistió en la penumbra y sacó la
bolsa que había preparado y escondido la noche antes bajo el
asiento de la ventana. Metió la nota entre las páginas del libro
de la señora Murdo. Después, cargando con la bolsa, abrió la
puerta tan lentamente que no hizo ningún ruido, y salió al
patio.
Detrás de la puerta, vio el camión preparado. Los bueyes
todavía no estaban amarrados, sino que estaban carretera abajo,
en el establo, para que alguien de la cuadra los llevara.
Lina se encaramó a la parte trasera del camión. La parte baja
metálica estaba cubierta de polvo y pedacitos de hojas secas. Iba
cargado con cuatro grandes barriles, dos bicicletas amarradas
juntas, una caja llena de tubos y cubos y cuatro cajones de
madera grandes hechos de tablas separadas por algunos
centímetros entre sí. Las cajas eran más altas que Lina, y tenían
un metro y medio de profundidad, casi como pequeñas
habitaciones. Tres de las cajas estaban llenas de cosas para
vender, pero la cuarta estaba vacía, ya que su contenido había
sido vendido en Sparks. Ése sería el escondite de Lina.
Meterse en la caja fue fácil. Primero, dejó su bolsa a un lado, y
después ascendió por las tablas, ayudándose con los espacios
entre ellas que le hicieron de escalera. La madera era áspera y se
astillaba con facilidad, pero Lina ya se lo esperaba. Por eso
había traído consigo una pequeña manta de su cama. La

~147~
extendió por el suelo de la caja y se estiró sobre ella. La bolsa
con sus cosas le sirvió de almohada. Estaba segura de que si se
quedaba muy quieta, nadie la vería.
Y tenía mucha razón. Más o menos una hora más tarde —
aunque no estaba segura, pese a que el sol se colaba entre las
rendijas de la caja, y podía sentir ya el calor en la espalda— oyó
el chasquido de la puerta al abrirse, y algunas voces. Primero, la
de Torren:
—¡Pero yo sería de mucha ayuda! —dijo, con un aullido
lastimero, entre lágrimas—. ¡De verdad! Sé como hacer nudos,
y puedo...
—Basta, ya está bien —interrumpió Caspar—. No vas a venir
con nosotros, a ver si te lo metes en esa cabecita dura. No eres
suficientemente mayor. Ser vendedor ambulante es un oficio
peligroso, no es para niños.
—Pero ella puede ir.
—Por supuesto. No es una niña. Es mi compañera.
Lina sintió un traqueteo cuando la caja con las pertenencias
de Caspar y Maddy fue depositada en el camión.
—Aquí llega Jo con los bueyes, justo a tiempo —dijo Caspar.
El camión crujió y se agitó mientras amarraban a los bueyes.
Lina oyó otra vez el chasquido de la portezuela y la voz de la
doctora:
—¿Cuando volverás por aquí?
—Tardaré un tiempo —y el camión se inclinó en cuanto subió
Caspar—. Calculo que varios meses. Tenemos una ruta
planeada muy extensa.
—¡Deberías llevarme a mí! —chilló Torren—. ¡Te arrepentirás
de no hacerlo! ¡Me chivaré! ¡Se lo diré al tío!

~148~
Caspar se rio entre dientes.
—No creo que al tío le interese mucho —dijo—. Está
demasiado ocupado. Siempre lo ha estado —se oyó un látigo
restallando en el aire—. Adiós, hermanito.
Y el camión dio una sacudida hacia adelante.

~149~
SEGUNDA PARTE
Viajeros y guerreros

~150~
Capítulo 14
Lo que hizo Torren

Durante todo el día después de que Maddy y Caspar se


hubieran ido, la señora Murdo se preguntó dónde andaría Lina.
¿La habría mandado la doctora a hacer alguna tarea? Fue a
preguntárselo, pero la respuesta fue negativa. ¿Sabía Torren
dónde estaba? Contestó que no lo sabía y que no le importaba.
Se le ocurrió que quizá había ido al hotel Pionero a ver a Doon,
y se acercó hasta allí. Pero nadie la había visto. Al caer la tarde,
cuando Lina seguía sin aparecer, la señora Murdo estaba muy
preocupada.
Encontró la nota en su libro aquella noche. Al leerla, frunció
el ceño. Eso no le parecía una buena idea. Era uno de los actos
impulsivos y apresurados de Lina, y probablemente fuera muy
peligroso. La señora Murdo descendió las escaleras, golpeó la
puerta de la habitación de la doctora y le mostró la nota.
—¿Podemos mandar a alguien a que vaya tras ellos? —
preguntó—. Para que la traigan de vuelta.
Pero la doctora negó con la cabeza.
—Llevan un día entero de ventaja —dijo—. Nadie podría
alcanzarles. Ni siquiera si lograra encontrar a alguien dispuesto
a ir.

~151~
Así que la señora Murdo volvió a su cama e intentó dormir.
Se dijo a sí misma que Lina había superado muchísimos
peligros anteriormente, pero permaneció despierta la mayor
parte de la noche.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Torren preguntó
dónde estaba Lina y la señora Murdo se lo dijo. Dio un salto de
la silla, tiró un pedazo de pan que estaba masticando sobre el
plato y éste rebotó sobre la mesa.
—¿Se ha ido con él? —gritó—. ¿Se ha ido con Caspar?
—Cálmate —dijo la doctora Hester.
—¡No! —aulló Torren—. ¡No pienso calmarme! ¡La odio! ¡Os
odio a todos vosotros, los de la cueva! ¿Por qué teníais que
venir y echarlo todo a perder?
Con un gesto furioso de la mano hizo caer la taza de té de la
señora Murdo. Empujó hacia atrás la silla en la que estaba
sentado e hizo que cayera, y salió corriendo de la habitación. La
señora Murdo vio por la ventana cómo corría a través del patio
hasta cruzar la verja.
—Está celoso —dijo la doctora—. Quiere a su hermano para
él solo, quién sabe por qué.
—Ese chico está desesperado porque le presten atención —
dijo la señora Murdo—. Dudo que le importe de dónde
proceda.
—Supongo que tiene razón —respondió la doctora,
contemplando a la señora Murdo con una leve sorpresa.

***

Torren corrió por la carretera cercana al río, presa de una


rabia incontenible. Él era quien debería estar sentado junto a
Caspar, y no la gorda ésa de Maddy, ni la estúpida chica de la

~152~
cueva. Él era quien debería estar allí, en el camión, alejándose
para convertirse en un vendedor ambulante. Pero ella se había
escabullido y lo había hecho en vez de él, y la odiaba por ello.
Era lo peor que le había pasado en toda su vida.
Corrió durante largo rato, con los pies adentrándose en la
carretera polvorienta, sus puños subiendo y bajando
alternativamente, mientras las lágrimas furiosas descendían por
sus mejillas. Cuando se detuvo, resoplando, ya estaba en el
campo de los tomates, cerca del molino en el que estuvo el día
en que llegaron los de la cueva, colina abajo. Recordaba la pinta
que tenían aquella primera vez, parecían una horrible horda de
insectos bajando en dirección al pueblo.
Ahora la gente de la cueva se había instalado como si se
fueran a quedar para siempre. Se comían las cosas que
pertenecían a la gente de Sparks. Se ponían la ropa que la gente
de Sparks les había dado. Caminaban por las calles de Sparks
como si pertenecieran a ese lugar. Torren quería que se fueran.
Deambuló por las tomateras, dando puñetazos en el aire.
—¡Largo de aquí! ¡Fuera! —exclamó, como si Lina y el resto
de la gente de Las Ascuas pudieran oírle. Sus pensamientos
eran como llamas ardiendo dentro de su cabeza. Seguía viendo
a Caspar en el asiento de su camión, con Maddy y Lina a cada
lado. Esa imagen le provocaba un dolor agudo en su estómago.
¡Si tuviera una de esas bombas gigantes, como en los viejos
tiempos! Se imaginaba que debían de tener el tamaño de
sandías. ¡Le tiraría una a Lina! ¡Bam! ¡Avanzaría hasta la ciudad
y se dejaría caer en el camión de Caspar y lo haría estallar! Y
después dispararía otra al hotel Pionero. ¡Pum! Echaría abajo el
edificio y haría volar en pedazos a cada uno de los tipos de la
cueva. Ansiaba tirar una bomba gigante. Casi podía notarla
entre sus manos.

~153~
Ya se encontraba al final de las tomateras, donde había un
pequeño cobertizo, hecho de piedra blanca, que servía de
almacén, justo en el límite del campo. Había cajas llenas de
tomates, listas para ser distribuidas. Sin pensarlo, Torren agarró
un tomate de la caja más cercana y lo estampó contra la pared
del cobertizo. Explotó y salpicó, y el agua roja comenzó a gotear
pared abajo. Se sintió tan bien al hacerlo que volvió a tirar otro
tomate. Lleno de furia, agarró un tomate tras otro. Bam, bam,
bam. Los tiró con toda su fuerza, hasta que la ventana del
cobertizo se astilló, la pared quedó hecha un amasijo
sanguinolento y en el suelo solamente se veía un montón de
pulpa roja despedazada.
Se detuvo y tomó aliento. ¿Qué pensarían los granjeros
cuando lo vieran? Dos cajas enteras de tomates, destrozadas. Se
enfadarían. Pero no sabrían quien lo había hecho, ¿verdad?
Nadie le había visto.
Y entonces fue cuando una idea flotó por la mente de Torren.
Una idea espléndida. Sonrió pensando en ella. Tiró un último
tomate apuntando al cristal dentado y agujereado de la ventana
rota. Se oyó un crujido satisfactorio y el tomate hizo caer algo
en el interior del cobertizo. Torren se dio la vuelta y corrió, pero
no en dirección a su casa.

***

Cuando Doon atravesó el pueblo esa mañana en dirección al


trabajo, se encontró a la señora Murdo esperándole junto a la
carretera. Le hizo una señal con el dedo, por lo que él dejó al
resto de los trabajadores y se acercó a ella.
—Lina se ha ido —dijo—. He pensado que deberías saberlo.
—¿Se ha ido? ¿Adónde?

~154~
La señora Murdo sacó un pedazo de papel del interior del
bolsillo de su falda.
—Lee esto —dijo.
Doon leyó, arrugando la nariz, desconcertado. Se acordó de
que Lina le había dicho algo el otro día sobre esa gente, Caspar
y Maddy. ¿Qué había dicho? Intentó recordar. Volvió a mirar la
nota.
—Aquí se refiere a «algo importante». ¿Qué puede ser?
La señora Murdo se encogió de hombros.
—A veces se le meten ideas en la cabeza —dijo. Doon se dio
cuenta de que estaba preocupada, aunque no lo decía.
—Bueno, dice que volverá en dos o tres días —dijo Doon—.
Eso no es mucho.
—Lo raro es que Caspar, cuando se fue, dijo que no volvería
en varios meses —contestó la señora Murdo.
Doon frunció el ceño. ¿Qué se proponía Lina? No lo entendía.
Pero no quería que la señora Murdo se preocupara aún más.
—Debe de tener un plan para volver —comentó,
devolviéndole la nota.
—Por supuesto—dijo la señora Murdo con brío. Dobló la nota
y la volvió a meter en el bolsillo—. No hay necesidad de
preocuparse. Le diré que venga a verte en cuanto regrese.
Volvió a la casa de la doctora, y Doon se dirigió a los campos.
Caminó lentamente para concederse algo de tiempo para
pensar. Le preocupaba Lina. ¿Cómo podía ser tan insensata
como para embarcarse en un mundo extraño con dos
desconocidos? Pero, de algún modo, no le sorprendía en
absoluto. Lina siempre estaba dispuesta a investigar lugares
nuevos. Había ido al tejado del Salón de Reuniones, durante el

~155~
primer día en que fue nombrada mensajera en Las Ascuas, y
después no había dudado en bajar a las Tuberías.
Probablemente lo único que quería era ver qué había fuera de
Sparks. En cuanto satisficiera su curiosidad, volvería.
Pero también le preocupaba por otra razón, y no tenía que ver
con su seguridad. Le molestaba que se hubiera ido a explorar
sin él. Durante los últimos días de Las Ascuas habían sido
compañeros, y ahora se había ido sola, dejándole allí. Estaba
enfadado y dolido. Tenía que admitir que no había sido un
buen amigo para Lina, últimamente; quizá había herido sus
sentimientos prestándole demasiada atención a Tick. Pero aun
así, Lina era su compañera para las cosas importantes. Si tenía
una razón urgente para irse en el camión con Caspar, ¿por qué
no se lo había dicho? ¿Por qué no le había pedido que fuera con
ella?
Caminó con dificultad hasta el campo de tomateras, con la
cabeza baja, arrastrando los pies en el polvo, irritado, por lo que
no se dio cuenta hasta que estuvo muy cerca de que había un
alboroto junto al cobertizo. Todo el mundo se agolpaba
alrededor del lugar, y Chugger, el jefe de equipo, gritaba. Doon
se apresuró para ver qué ocurría.
—¡Todo perdido! ¡Perdido! —gritó Chugger—. ¡Dos cajas
enteras de tomates aplastados! ¡Y el cobertizo cubierto de
estiércol y la ventana rota! —escrutó a la multitud de
trabajadores—. ¿Alguno de vosotros sabe algo de esto? —
inquirió—. ¿Alguien sabe quién es el loco que ha hecho esto?
Nadie dijo una palabra. Doon contempló con horror la pared.
Parecía estar ensangrentada, como si hubieran animales
destrozados en vez de tomates. Casi podía sentir la rabia de
quien lo hubiera hecho.
—No me gusta —dijo Chugger, de manera sombría—. Nunca

~156~
había pasado nada parecido antes de que vosotros llegarais.
Quiero que se limpie inmediatamente. Que se limpien las
paredes, que se arregle la ventana, y que recojáis del suelo toda
esta porquería. Empezad.
—Escuche —dijo alguien. Doon se dio la vuelta para
mirarlo—: Nosotros no hemos hecho esto. No la pague con
nosotros.
Chugger se dio la vuelta, de manera fulminante.
—¿Y quién iba a ser, si no? ¿Quién, sino uno de vosotros?
Siempre estáis quejándoos y refunfuñando.
—Pero si acabamos de llegar, ¿cómo podríamos haber sido
nosotros?—gritó alguien.
—Además, ¡no seríamos capaces! —gritó alguien más—.
¡Nunca desperdiciaríamos comida!
Se alzaron numerosas voces en protesta. Doon se les añadió,
diciendo:
—¡No hemos sido nosotros, es imposible! —pero Chugger se
quedó de pie, escrutándolos con la mirada. Finalmente, gritó:
—¡Silencio! ¡A trabajar!
Justo después, Doon oyó unas pisadas tras de sí, corriendo. Se
dio la vuelta y vio a Torren venir por el campo. Gritaba con su
voz aguda y chillona, a medida que se acercaba.
—¡Yo lo vi! —gritó, agitando los brazos—. ¡Ayer por la noche
estuve aquí, y lo vi! —corrió hasta situarse en medio de los
trabajadores, y se quedó quieto, jadeando, con los ojos abiertos
de par en par, enloquecidos—. Oí unos ruidos, plas, plas, plas,
así que me escondí para mirar, ¡y lo vi!
—Bueno, a ver —dijo Chugger—. ¿Qué es lo que viste?
—¡Vi al que tiró los tomates! ¡Vi a quien hizo todo este

~157~
desastre y rompió la ventana! —exclamó, con el cuello
adelantado y los bracitos delgados firmemente dispuestos a
cada lado. Todo su cuerpo temblaba a causa de la emoción. Sus
ojos se pasearon por el grupo de trabajadores—. ¡Fue él! —
chilló, apuntando directamente a Doon—. ¡Él fue quien lo hizo!
¡Yo lo vi!
Doon se quedó tan impactado que no pudo pronunciar
palabra. Se quedó con la boca abierta, mirando a Torren. A su
alrededor, algunas personas alzaron la voz.
—¡No es verdad! —dijo alguien—. ¡Es imposible! No sería
capaz.
—No —dijo otro—. Él jamás haría algo así.
Pero Chugger lo agarró del brazo y lo apartó de un manotazo.
—¿Qué tienes que decir al respecto? ¿Has sido tú quien ha
hecho esto?
Doon negó con la cabeza.
—No —dijo—. No. Ese chico está mintiendo.
—¿Y por qué iba a hacer algo así? ¿Por qué iba a tomarse la
molestia de venir hasta aquí a primera hora de la mañana,
señalarte y mentir?
—No lo sé —respondió Doon.
Chugger le soltó del brazo con un empujón.
—Te voy a vigilar muy de cerca a partir de ahora —dijo.
—Pero ¿por qué? —preguntó Doon—. Yo no he hecho nada.
—¿Y eso cómo lo compruebo? —espetó Chugger—. Es tu
palabra contra la suya. Y él es uno de los nuestros.

~158~
Capítulo 15
Un viaje largo y caluroso

Lina se quedó muy quieta, o al menos tan quieta como pudo


mientras el camión traqueteaba por la carretera llena de surcos.
Sus ojos se alzaban a la altura de una rendija entre las tablas de
la caja, por lo que podía ver lo justo para adivinar más o menos
dónde estaban: junto a la carretera situada junto al río. Después
giraron hacia las afueras del pueblo. De vez en cuando oía a
alguien saludando a Caspar y la voz de Caspar al contestarle.
Maddy no decía nada, o al menos Lina no la oyó.
Después de un rato no se oyeron más voces. El sol comenzó a
alcanzar la espalda de Lina y empezó a tener mucho calor y a
sentirse incómoda. Pensó que ya podía sentarse sin ningún
peligro. El ruido de las ruedas amortiguaría cualquier sonido
que ella hiciera, y estaba suficientemente lejos de Caspar y
Maddy como para que no la vieran moverse. Así que se
incorporó. Miró fuera de la caja y vio el vacío. Ante ella se
desplegaban vastas extensiones de tierra seca y hierba de color
marrón dorado. No había gente, no había casas. Era un espacio
enorme. No había pensado que ningún lugar pudiera ser tan
enorme.
En algún momento de la tarde, debido al calor y al
movimiento mecedor del camión, y porque no había nada más

~159~
que hacer, Lina se quedó dormida. Cuando se despertó, se dio
cuenta al momento de que era casi de noche. El aire era más
fresco, y el sol se encontraba tan bajo en el cielo que ya no podía
verlo por encima de ella. Los rayos inclinados se filtraban entre
las rendijas de su caja.
Un calambre le atenazó el estómago. En parte era hambre, ya
que no se le había ocurrido traer nada de comida. Pero se
trataba mayoritariamente de miedo. Ya debían de estar cerca de
la ciudad. Y cuando llegaran, ¿qué haría ella? ¿Y qué haría
Caspar cuando la encontrara en su camión?
El vehículo fue más despacio y finalmente se detuvo. Lina
oyó cómo Caspar y Maddy descendían de un salto.
—Este parece un buen lugar —dijo Caspar—. Al menos está
cerca del agua.
—Por mí, está bien —era la voz de Maddy.
—Yo llevaré a los animales al arroyo —dijo Caspar. Lina oyó
el ruido de los arneses al ser desatados, y después el golpe
sordo de las pezuñas mientras los bueyes echaban a andar.
¿Y qué hacía Maddy? Lina oyó unos pasos y unos susurros
entre la hierba. Después, el silencio. Tenía que moverse. Tenía
calambres en las piernas y dolor de espalda. Se levantó con
cuidado hasta la primera hendidura de la caja y después hasta
la segunda, hasta que estuvo lo suficientemente elevada para
mirar por encima del borde. Lo primero que vio fue a Maddy,
sentada en el suelo, a unos cuantos pasos del extremo del
camión, apoyada contra un árbol y mirándola de par en par.
—Vaya, vaya —dijo Maddy—. A quién tenemos aquí...
Lina se limitó a devolverle la mirada. Estaba paralizada.
Maddy se levantó del suelo con esfuerzo y se acercó al

~160~
camión. Miró a Lina con cara de asombro y divertimento.
—¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?
—Quiero ver la ciudad —contestó Lina.
—¿Y no sabes que está a cinco días de camino? ¿Cómo se
supone que ibas a aguantar encerrada en esa caja todo ese
tiempo sin ser descubierta?
—¿Cinco días? Yo pensaba que era solamente uno.
Maddy negó con la cabeza.
—¿Qué vamos a hacer ahora contigo?
—No lo sé —contestó Lina. Sentía que le subía un temblor
desde el estómago. No debería haber venido.
Hubo una larga pausa hasta que Maddy volvió a hablar.
Entonces dijo:
—Escucha: a mí me parece bien que quieras venir a la ciudad,
si estás completamente segura de que eso es lo que quieres.
—Es lo que quiero —dijo Lina, aunque no estaba del todo
segura.
—Bien —respondió Maddy—. Porque no parece que tengas
muchas opciones. —Sonrió. No se trataba de una sonrisa
antipática, pero parecía algo extraña, como si dijera: «Menuda
situación»—. Quédate aquí. Ahora vuelvo.
Y se fue caminando decididamente.
Lina vio que Maddy iba en dirección a una zona de pastos
verdes y árboles bajos que debía bordear el arroyo. Junto a esa
franja vio a Caspar y los bueyes. En todas direcciones el paisaje
era igual que el que había visto durante la mañana: chato, sin
edificios, cubierto de hierba de un dorado marrón. De vez en
cuando había algún árbol bajo, de un color verde oscuro, con

~161~
forma de hongo. Junto al camión había tres de ésos, con las
hojas polvorientas y los troncos gruesos y retorcidos. El sol se
había escondido detrás de las colinas del oeste, y allí el cielo era
de color rojo escarlata. Aunque el aire seguía siendo cálido,
Lina se echó a temblar. Se volvió a sentar en el interior de la
caja, acercó las rodillas a su pecho y las rodeó con los brazos. En
algún lugar, un pájaro trinaba su canción para irse a dormir.
De repente se oyeron unos pasos muy fuertes y la voz de
Caspar que se acercaba. Un segundo después, el puño de
Caspar aporreaba la caja.
—¡Sal de ahí! —gritó.
Lina se alzó fuera de la caja y permaneció en el camión,
mirándole.
—¡Salta! —chilló él.
Ella saltó fuera.
Caspar la miró.
—Así que un polizón —dijo—. ¿Qué intentabas hacer? ¿Crear
problemas? ¿Es esa tu idea de diversión?
—No —explicó Lina—. Quiero ver la ciudad.
—¿Para qué? —una mirada cargada de sospecha le recorrió el
rostro a Caspar—. ¿Qué sabes de la ciudad?
—Nada —contestó Lina. No le iba a contar nada sobre su
visión de la ciudad, o de lo que la ciudad podría ser para la
gente de Las Ascuas—. Simplemente quiero verla.
—Bueno, pues mala suerte —replicó Caspar—. ¿Por qué
debería llevarte? ¿Por qué cargar con una persona más a la que
alimentar, una chiquilla a la que cuidar? Tu viaje termina aquí.
Puedes volver por donde viniste.
—Un momento —intervino Maddy—. Escúchame antes de

~162~
decidirte. Nos podría ser útil.
—No seas ridícula —Caspar juntó sus manos, haciendo una
palmada, como para dar por terminado el asunto.
—Sí, podría serlo —dijo Maddy—. Cuando buscamos en
lugares en ruinas, ya sabes cómo es la situación. A veces son
sitios pequeños; montañas de escombros entre los que hay que
pisar con cuidado. Una persona pequeña, que pese poco, podría
llegar a donde nosotros no podemos.
Caspar retrocedió un paso y estudió a Lina, todavía
fulminándola con la mirada. Lina intentó parecer todo lo
pequeña y ligera que pudo.
—En cuanto a la comida, puede compartir la mía —añadió
Maddy.
—Es ridículo —dijo Caspar de nuevo. Pero siguió mirando a
Lina. Ella se dio cuenta de que lo estaba considerando.
—Venga, Caspar —dijo Maddy—. Llevémosla con nosotros.
Además, tampoco tenemos muchas opciones. La única
alternativa a eso que tenemos es dejarla aquí sola —dijo.
Después, se volvió hacia Lina—. Si dejamos que vengas, tendrás
que trabajar para nosotros. Tendrás que hacer lo que te
digamos.
—Vale —dijo Lina, aunque no estaba segura de estar de
acuerdo. A lo mejor sería mejor abandonar la idea de ver la
ciudad e intentar volver a Sparks desde allí, pero ¿cómo haría
eso? Nunca encontraría el camino de regreso. Y las Tierras
Vacías le daban miedo, no quería estar sola en un lugar tan
enorme y salvaje—. Pero ¿cómo volveré después? ¿Me
llevaréis?
—Eso deberías haberlo pensado cuando te subiste al camión
—le espetó Caspar—. Es tu problema, no el nuestro. —Se dio la

~163~
vuelta y miró a Maddy—. ¿Verdad, compañera?
—Por supuesto —dijo Maddy—. Ahora montemos todo para
pasar la noche aquí. Lo primero que necesitamos son astillas
para encender el fuego. Lina y yo iremos a buscarlas.
Lina la siguió hasta los árboles. Una vez estuvieron allí,
Maddy se inclinó y le habló en voz baja.
—No te preocupes. Has hecho una tontería viniendo, pero no
dejaré que nadie ni nada te haga daño. Y me ocuparé de que, de
alguna manera, vuelvas a casa —se levantó—. Ahora, busca
astillas y ramas secas y manojos de hierba también seca.
Llevaron las ramas y las hojas adonde habían aparcado el
camión. Allí, Maddy hizo un agujero en la tierra con el tacón de
su zapato. En el agujero depositó las astillas más diminutas,
disponiéndolas de manera que formaran una especie de
cuadrado; sobre éstas puso algunas ramitas y, encima, las
ramas más grandes. Debajo de esa especie de edificio de ramas,
puso algunas hojas secas.
Hasta ese momento, Lina no acababa de entender para qué
servía eso. Pero en cuanto sacó de su bolsillo un paquete
envuelto en un trapo, lo desenvolvió y extrajo de él un palito
corto con la punta azul, lo supo. Tomó aire rápidamente y dio
un paso hacia atrás.
Maddy sostuvo una cerilla entre los dedos y dijo:
—¿Alguna vez habías visto una de éstas?
—Sí —contestó Lina.
—Pues eres afortunada —dijo Maddy—. Casi no hay.
Frotó la cerilla contra una roca y la punta azul se convirtió en
una llama. La acercó a las hojas y éstas crepitaron y se
encendieron.

~164~
—Ven y quédate aquí cerca —le dijo a Lina—. Necesitamos
protegerlo de la brisa hasta que se haya asentado.
Pero Lina permaneció donde estaba, mirando. La pequeña
llama que había en el centro de la pila de astillas se encendió.
Llegó hasta una de las puntas de una rama, la encendió y
provocó que prendiera. El chisporroteo se convirtió en un
sonido sibilante, y después en otro que crepitaba. Las llamas se
alzaban cada vez más alto y volvió a aparecer esa mano
anaranjada, con sus dedos puntiagudos, acercándose hacia ella.
Lina se tambaleó hacia atrás. No quería tener miedo, Caspar y
Maddy no lo tenían. Caspar acababa de volver y estaba
agachado frente al fuego, echándole más ramitas y hojas secas.
Pero para Lina era como si el fuego le estuviera gritando un
mensaje: «¡Corre, corre, corre!». Permaneció a unos cinco
metros de distancia, mirando al fuego mientras el corazón le
martilleaba en el pecho. El viento le acercó un lazo de humo, y
cuando respiró, le picó el fondo de la garganta.
Maddy se dio cuenta, después de un rato, de que estaba algo
lejos.
—Acércate, Lina —la llamó—. No te hará daño.
Pero Lina no podía caminar hasta esa hoguera crepitante.
Puede que no le hiciera daño a Maddy y Caspar, pero si ella se
acercaba, estaba segura de que la alcanzaría con esa mano
naranja, le agarraría las puntas del pelo o el extremo de la
camisa con sus dedos y ella también comenzaría a arder.
—Estoy bien aquí —dijo—. No quiero estar cerca de «eso».
Caspar se echó a reír. Maddy se alzó, se acercó a Lina y la
rodeó con un brazo.
—Estás temblando. Bueno, no importa. No tienes que estar
cerca del fuego si no quieres.

~165~
De una caja del camión sacó lo que llamaban «pasteles de
viajeros», unos bultitos un poco más pequeños que un puño,
hechos de algo que Lina no sabía qué era. Caspar y Maddy los
clavaron a unos palos largos y los tostaron sobre las llamas.
—Te vas a tener que acostumbrar a ellos si eres una
vendedora ambulante —dijo Caspar—. Se conservan bien, es su
mejor cualidad. Los necesitas para esos largos períodos en los
que no hay más comida que ésta.
Estaban secos y no sabían a nada, pero Lina tenía hambre, por
lo que no le importó demasiado. Se comió los suyos de pie y se
lamió los dedos cuando hubo terminado.
Se preguntó dónde dormirían. En el camión no había espacio,
así que supuso que sería en el suelo. Ya estaba bastante oscuro,
se había levantado una brisa. Desde algún punto alejado, oyó el
ruido de un animal y después un largo aúllo, seguido de un
coro de aullidos.
—¿Qué es eso? —le preguntó a Maddy.
—Lobos —respondió—. Han salido a cazar. Pero no están
muy cerca, no te preocupes.
Lina se estremeció. La oscuridad en este lugar era enorme, y
estaba llena de cosas terribles. En Las Ascuas, menos cuando
había un apagón, la gente casi siempre estaba a salvo en sus
camas cuando llegaba la oscuridad. Lina no estaba
acostumbrada a estar fuera durante la noche. Pensó en la señora
Murdo, que debía de estar a punto de acostarse en el altillo de
la casa de la doctora en este momento. La señora Murdo debía
de estar preocupada por ella. Seguro que Poppy estaba
preguntando: «¿Dónde está Yina?», y nadie se imaginaría que
estaba en este enorme vacío, sin que nada se interpusiera entre
ella y el cielo.

~166~
Maddy sacó unas mantas del camión y las extendió sobre el
suelo. Acercó dos al fuego y le ofreció la tercera a Lina.
—Pon ésta donde quieras dormir —dijo.
Lina se acercó para coger la manta, y mientras lo hacía,
Caspar depositó una rama más en la hoguera. Volaron algunas
chispas; algunas se alejaron, empujadas por el viento. Lina
saltó, pero no pudo evitar que unas pocas cayeran sobre uno de
sus calcetines. Comenzó a agitar el pie de manera frenética,
pero sólo consiguió que las chispas ardieran con más fuerza.
Los hilos de su calcetín resplandecían. Sintió un dolor sobre el
tobillo parecido al de una mordedura muy fuerte.
—¡No! —chilló—. ¡Sacádmelo! —agitó la pierna e intentó
cogerse el calcetín con la mano. El pánico creció en su interior, y
hubiera salido corriendo de no haber sido porque Maddy le
bloqueó el paso y la agarró fuertemente de los hombros. Una
vez la detuvo, se agachó y puso la mano sobre el sitio que ardía
en el calcetín. Y cuando apartó la mano, el resplandor se había
acabado.
Pero el dolor seguía allí. Maddy le quitó el zapato a Lina y le
puso agua fría sobre la quemadura, pese a que no ayudó
demasiado. Durante toda la noche, Lina se agitó bajo la fina
manta, apretando los dientes debido al dolor que sentía en la
pierna y deseando no haber empezado ese espantoso viaje.

~167~
Capítulo 16
El vendedor ambulante hambriento

A la mañana siguiente, después de un desayuno a base de


ciruelas y pan grueso, volvieron a ponerse en marcha. Maddy le
hizo un sitio a Lina en la parte de atrás del camión, entre dos de
las cajas. Sacó las mantas sobre las que habían dormido la noche
anterior y las extendió sobre el suelo del camión. Lina pudo así
sentarse sobre las mantas, apoyarse en la caja más cercana y
balancear los pies por encima del borde de la parte trasera del
vehículo. La quemadura todavía le dolía por la mañana: era una
ampolla rojiza, con mala pinta. Después de un rato, mientras se
alzaba el sol y se extendía desde el suelo un dulce perfume de
hierba, Lina volvió a disfrutar. Contempló el paisaje desde el
camión, las laderas de hierba dorada y marrón que se
prolongaban como el cielo, los árboles, que parecían lanzas
peludas, y las laderas rocosas.
Y así continuó durante los siguientes cuatro días. De noche se
instalaron cerca de algún arroyo para dormir, si es que lo
encontraban. Se cruzaron con otros coches y camiones tirados
por bueyes a su paso, que iban en su dirección o en dirección
contraria. Pararon a hablar con los otros vendedores, y a veces
intercambiaron cosas por comida. Caspar siempre les
preguntaba si habían estado en la ciudad. Muy pocos
respondían que sí. Los que habían ido simplemente negaron

~168~
con la cabeza cuando Caspar les preguntó si habían encontrado
algo interesante.
—Es una pérdida de tiempo —decían—. No vale la pena.
La mayoría de los vendedores que encontraron habían estado
escarbando en lo que ellos llamaron los suburbios, que Lina
entendió como los pueblos que había cercanos a la ciudad.
Caspar y Maddy casi no hablaban con ella durante el día. Al
mediodía solían parar el camión y sacaban algo para comer del
baúl de provisiones que habían traído. Al principio había frutos
secos, pero enseguida se terminaron. Después, lo único que
quedó fueron pasteles de viajero por la mañana, al mediodía y a
la noche.
Caspar siempre se iba a dormir en cuanto se llenaba el
estómago. Se tiraba sobre el suelo y comenzaba a roncar.
Entonces Maddy le hacía una seña a Lina con la cabeza y se
alejaban de Caspar. Generalmente buscaban un lugar en el que
sentarse, debajo de un árbol, uno de esos árboles que
desplegaban sus ramas como si se trataran de la parte superior
de una seta enorme. Se sentaban sobre la hierba mullida y
miraban al cielo a través de las ramas. A veces la brisa cruzaba
la tierra y traía consigo el aroma de la tierra polvorienta y las
hojas secas.
Después de comer, durante el segundo día de viaje, Lina le
preguntó a Maddy de dónde era.
—De un lugar horrible —respondió.
—¿Horrible por qué?
—Era pequeño, frío y pobre. Las casas estaban hechas de
tablas viejas, la tierra era muy mala para plantar cosas, nunca
había suficiente comida. Ese lugar se marchitaba.

~169~
—¿Qué quieres decir con «se marchitaba»? —preguntó Lina.
—Que se estaba encogiendo y se moría. Las cosas eran cada
vez peores. Había demasiadas enfermedades, demasiada
hambre, demasiada infelicidad. La gente siempre se peleaba, y
muchos se iban. El lugar del que yo provengo se estaba
acabando. Yo quería irme a algún otro lugar que estuviera
empezando.
—Nuestra ciudad también se estaba muriendo —dijo Lina.
Alzó la vista hacia el cielo azul y pensó en el cielo de Las
Ascuas: la negrura total, sin un atisbo de luz. Ahora no había
ninguna luz que brillara en Las Ascuas—. Allí ya no queda
nada.
—Sparks es un lugar que empieza —dijo Maddy—. Si puede
superar los momentos duros.
—¿Los momentos duros?
—Sí, como tener que recibir de repente a cuatrocientas
personas.
—Ah —dijo Lina, recordando los conflictos del pueblo y
todas las razones por las que quería irse de allí. Se le cayó el
alma a los pies—. A lo mejor para cuando regresemos todos
esos problemas ya habrán terminado.
—A lo mejor —replicó Maddy—. Eso espero. Sparks es un
lugar mucho mejor que el sitio de donde provengo.
—Entiendo que quisieras dejar ese lugar —dijo Lina.
—Lo deseaba de verdad —contestó Maddy—. Lo suficiente
como para irme con un tonto.
—¿Un tonto?
Maddy se limitó a señalar con la cabeza en dirección a
Caspar, que dormía.

~170~
—¿Te fuiste con él simplemente para huir? —susurró Lina.
Maddy asintió.
—Los vendedores ambulantes casi nunca venían a nuestro
pequeño asentamiento —dijo—. Básicamente porque no
teníamos nada que ofrecer. Caspar es el segundo que apareció
por allí. Pensé que era posible que no volviera a ver nunca a
otro, así que aproveché la oportunidad.
—¿No podías irte sola, simplemente?
—Lo pensé —dijo Maddy—. Pero no sabía a dónde ir. No
conocía las carreteras, o dónde estaban los otros asentamientos.
No sabía cómo conseguir comida. Supongo que no fui lo
suficientemente valiente como para irme sola.
—Pero podrías haberte quedado en Sparks —dijo Lina—. No
tenías que seguir viajando con él.
—Me habría quedado si no le hubiera hecho la promesa de
ayudarle en su búsqueda —dijo—. Intento cumplir mis
promesas.
Esa tarde, mientras viajaban por las colinas redondeadas,
Lina pensó en los lugares que morían y los que nacían. Conocía
los que morían. Ahora quería formar parte de algo que naciera.
Quizá la gente de Las Ascuas podría empezar de nuevo en la
ciudad. Si no... No quería pensar en ello hasta que tuviera que
hacerlo.

***

Durante la segunda noche pararon junto a las ruinas de un


pueblo. No quedaba demasiado en pie, pero se podía ver que
en algún momento allí habían existido cientos de casas. Los
cimientos de hormigón, llenos de hierbajos, se alineaban por
calles curvadas. En algunos lugares se alzaba un muro, o una

~171~
chimenea. Caspar paró el camión justo en la parte exterior de
las ruinas. Maddy fue hasta la parte trasera y abrió el baúl que
contenía el suministro de comida, cada vez más reducido.
Pararon junto a una zanja de la que salía un hilito de agua; era
verde y espumosa, pero Lina bebió de todas maneras. No había
otra cosa.
Caspar estaba especialmente cascarrabias. Tenía la cara
rosada húmeda y cubierta de manchas, y sus ojos parecían
hinchados. Se había olvidado de retorcer las puntas de su
bigote hacia arriba, por lo que le colgaban a ambos lados de la
boca. Sacó un pastel de viajero desmigajado del baúl y miró a
Maddy con el ceño fruncido.
—¿Y a ti qué te pasa? —preguntó—. No has estado muy
habladora últimamente.
—Nunca he sido muy habladora —contestó Maddy, con
calma.
Caspar le pegó un violento bocado a su pastel.
—Es como viajar con un trozo de madera —dijo—. Pensé que
serías una compañera agradable y servicial.
Maddy no contestó. Masticó serenamente mientras miraba
hacia las casas derrumbadas. Lina se dio cuenta de que había
una cierta belleza en Maddy que no había percibido antes.
Tenía la espalda recta, la cabeza bien alta, y poseía algo
inmutable. Los huesos de su cara eran fuertes y su mirada
firme. No había nada agitado en ella. Era evidente que Caspar
se estaba dando cuenta de que no era lo que a él le había
parecido en un principio. Era mucho más de lo que había
imaginado.

***

~172~
Al tercer día, al anochecer, vieron a un camión que se les
acercaba desde muy lejos. Estaban sobre una carretera larga y
recta, con pocos árboles o edificios que les pudieran tapar la
vista. Solamente había hierba marrón seca, algunas antiguas
vallas inclinadas y bandadas de pájaros que se elevaban,
cruzaban el aire y descendían otra vez. A lo lejos, apareció ese
punto negro que avanzaba. En unos veinte minutos, los dos
camiones estuvieron cerca.
Lina se quedó detrás de Caspar y Maddy, observando. El
vendedor ambulante que llegaba parecía pobre. Solamente
tenía un buey, peludo y con la espalda curva, y en su camión
solamente había dos cajas, y no cuatro como en el de Caspar. El
hombre era tan peludo como su buey, ya que llevaba el pelo
largo, y su barba era como un babero de pelos marrones contra
su pecho. En cuanto se acercó, se alzó sobre su camión y usó la
mano como visera, para observarlos.
—Cuidado con éste —dijo Caspar—. Podría ser un bandido.
Parece malo y peligroso.
En cuanto el otro camión estuvo a unos diez metros, el
conductor tiró de las riendas súbitamente. Su buey se giró y el
camión viró, quedando de lado y bloqueando el paso. Lina no
supo si lo había hecho a propósito, porque sus movimientos
eran algo temblorosos, como si le ocurriera algo malo. Bajó del
camión y se paró frente a él. Tenía el cuello inclinado hacia
abajo y los hombros elevados, que le quedaban a la altura de las
orejas. Los ojos le brillaban en medio de esa cara peluda.
Permaneció así, parado, sin decir nada, esperándoles.
Caspar paró el camión. Se levantó y se inclinó hacia adelante.
—¡Fuera de mi vista, deshecho andrajoso! ¡Mueve ese
vehículo lleno de pulgas!

~173~
El vendedor se acercó un poco más. Abrió la boca, que era un
agujero en medio de esa barba caótica, pero no emitió sonido
alguno.
Lina vio cómo la nuca de Caspar se volvía de un color rojo
intenso.
—¡He dicho fuera de mi vista! —Caspar agarró el látigo y lo
hizo restallar en dirección al hombre. Chasqueó a poca
distancia de su cara. El vendedor dejó escapar un aullido y se
acercó, tambaleante, hacia ellos.
Todo esto ocurrió en tan sólo un minuto, más o menos. El
corazón de Lina latía salvajemente. ¿Se trataba de un bandido?
¿Iba a atacarles? Se agazapó detrás de una caja y observó desde
las rendijas.
Caspar volvió a alzar el látigo.
—¡Acércate de nuevo y te cortaré en pedacitos! —le gritó.
Pero antes de que pudiera soltar otro latigazo, Maddy le
agarró del brazo.
—Espera —dijo. Caspar intentó desasirse de ella, pero Maddy
tiró de él con tanta fuerza que Caspar perdió el equilibrio y
volvió a sentarse.
—¿Por qué no averiguas qué es lo que quiere antes de
atacarle? —le preguntó.
Caspar forcejeó con ella, pero Maddy era fuerte, y logró
arrebatarle el látigo de la mano. Entonces bajó del camión y se
enfrentó al otro vendedor ambulante, que se había detenido
justo en frente del vehículo.
—¿Qué quieres de nosotros? —le preguntó. Se quedó de pie
frente a él, con las manos sobre las caderas anchas—. ¿Por qué
nos has parado de esta manera?

~174~
El vendedor retrocedió un paso y la miró con la boca
completamente abierta. Lina vio que estaba mugriento. Sus
manos y pies desnudos eran casi de color negro por culpa de la
suciedad. Murmuró algo.
Maddy se inclinó un poco hacia él.
—¿Qué?
Volvió a murmurar.
Se volvió hacia Caspar, que había descendido del camión y se
acercaba con los puños apretados.
—Dice que no le quedan pasteles —volvió a mirar al
hombre—. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?
El hombre se miró las manos. Tenía las uñas largas y sucias y
le temblaban los dedos.
—Tres días —dijo con voz ronca—. Sólo unas migajas... tres
días.
—Bueno —respondió Caspar—. Si crees que te vamos a
proporcionar comida, estás muy equivocado.
—Podemos darle un par de pasteles —dijo Maddy.
La cara de Caspar era de un color rojo oscuro.
—No podemos —dijo—. Estamos en una misión especial, y es
extremadamente importante. Necesitamos toda la comida para
nosotros. Toda.
A Lina esto le pareció muy poco razonable.
—Puede llevarse uno de los míos —dijo.
Caspar se giró como una exhalación.
—¡No! —exclamó—. ¡Necesitarás estar fuerte!
—Estás siendo ridículo —respondió Maddy, pero Caspar se

~175~
acercó y le propinó un empujón.
—¡Vuelve al camión! Y tú —dijo, volviéndose hacia el
vendedor— aparta tu carraca de mi camino si quieres seguir
con vida.
El vendedor dejó escapar un sonido que Lina nunca había
oído de un ser humano: un ruido ronco, sibilante, como si
estuviera escupiendo una serie de llamaradas a la cara de
Caspar. Lo hizo dos veces, después se giró y volvió
tambaleándose a su camión. Agarró las riendas del buey y tiró
de ellas hasta que éste se movió un par de metros, lo justo para
que Caspar pudiera rodearle y pasar junto a él. Caspar volvió a
gritarle cuando se aproximaron:
—¡No deberías ser vendedor si no te sabes alimentar! —hizo
restallar el látigo mientras avanzaban.
Lina subió a una de las cajas y se sentó con la cabeza entre las
rodillas durante un rato. Le había horrorizado el vendedor
mugriento y famélico. ¿Cómo había llegado a ese estado? ¿Era
culpa suya? ¿Era un loco? Caspar podría haberle dado algo, ¿o
no? ¿Realmente tenían tan poca comida que darle a alguien
aunque sólo fuera un poco les causaría problemas? Se le
revolvió el estómago y se sintió mareada. Pero no sabía si se
trataba de hambre o del espanto ante lo que acababa de ver.
Esa noche, Lina se despertó durante un momento y oyó a los
bueyes, nerviosos, haciendo ruido. También oyó un crujido.
Pero los ruidos terminaron, y volvió a dormir. Por la mañana
Maddy descubrió que les habían robado.
—Vaya, vaya —dijo, abriendo el baúl de la comida—. Mirad.
—¿Qué? —preguntó Caspar, que estaba mojando su bigote
con saliva para retorcerse las puntas.
—Alguien ha metido mano en la comida —dijo Maddy—. Me

~176~
pregunto quién habrá sido.
Caspar pegó un salto.
—¿La comida?
—No se ha llevado mucho. Unos tres o cuatro —Metió la
mano dentro del baúl y tanteó en el interior—. Nos ha dejado
algo.
Farfullando de rabia, Caspar se montó en el camión. Cuando
miró en el interior del baúl, dejó escapar una furiosa sarta de
insultos.
Lina salió poco a poco de debajo de su manta y se levantó.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué ha sucedido?
—Nuestro amigo, el de ayer, ha venido de visita —dijo
Maddy—. Como no le dimos lo que quería, se lo ha llevado.
Pero nos ha dejado algo.
—¿Qué ha dejado? —preguntó Lina. Caspar temblaba a causa
de la rabia, y su cara era de un color rojo oscuro.
—Parece basura —dijo Maddy—. Creo que se ha llevado lo
que quería y ha tirado sobre el resto una bolsa llena de basura
—Arrugó la nariz—. Puede que también haya caca de buey.
—¡Esa alimaña! —gritó Caspar—. ¡Rata miserable!
—En mi opinión, deberías haberle dado un par de pasteles —
dijo Maddy.
—No te he pedido tu opinión—espetó Caspar.
—Pues te la voy a dar de todas maneras —respondió Maddy,
súbitamente con mucha fuerza—. Conviertes a un pobre viejo
loco en un enemigo en menos de dos minutos. Esto lo has hecho
tú. Y no es la primera vez, te he visto: te acercas a la gente como
si fuesen enemigos, y claro, se acaban convirtiendo en

~177~
enemigos, lo fueran o no al principio.
—Mi norma es estar preparado para defenderme —chilló
Caspar—. En todo momento.
—Bien —contestó Maddy—. Pues ahora, a causa de tus
normas, en vez de tener dos pasteles menos, tenemos cuatro, y
el resto está cubierto de porquería. —Cerró el baúl, se levantó y
miró a Caspar con una mezcla de rabia y desprecio—. Y si me lo
preguntas, creo que hacer amigos es mejor defensa que crearse
enemigos.
—No te lo he preguntado —respondió Caspar.

***

Durante el cuarto día, ascendieron por las colinas durante


horas. El calor era terrible. La única fuente de agua que
encontraron estaba en el fondo de un barranco. Los tres
descendieron con dificultad, a ratos caminando y a ratos
resbalando, llevando los recipientes más grandes de Caspar, y
volvieron a subir, resoplando y sudando, con los recipientes
llenos, para que los bueyes pudieran beber.
Después volvieron a ascender. Para cuando llegaron a la
parte superior de la colina, ya era la última hora de la tarde.
Lina estaba tan cansada y tenía tanto calor que se sentía como si
fuera una verdura hervida, mustia y líquida. También estaba
algo mareada, medio dormida, por lo que cuando el camión se
detuvo súbitamente y oyó las exclamaciones de Maddy y
Caspar se sobresaltó. Bajó de un salto del camión y fue hasta la
parte delantera. Frente a ella se alzaba un paisaje enorme de
tierra y agua. Nunca había visto esa cantidad de agua: era de un
color verde azulado, y brillaba con los últimos rayos de sol de la
tarde. La superficie estaba cubierta de ondulaciones blancas. A
su derecha, el agua se extendía tan lejos como alcanzaba la

~178~
vista, pero, justo frente a ella, podía ver la otra orilla. Árboles
verdes cubrían el suelo, y detrás de ellos se alzaban colinas.
—La bahía —dijo Caspar—. Eso quiere decir que ya casi
hemos llegado. Tenemos que llegar al final y después dirigirnos
al norte.
—¿Cuándo llegaremos a la ciudad? —preguntó Lina.
—Mañana —contestó Caspar. Una sonrisa se dibujó en su
amplio rostro y rio con esa risa extraña y aguda. Abrió y cerró
los dedos, como si imaginara que agarraba algo—. Llegaremos
mañana, y entonces comenzará nuestro trabajo.

~179~
Capítulo 17
Doon acusado

La noticia del lanzamiento de los tomates y la acusación de


Torren contra Doon se extendió por Sparks muy deprisa.
Algunas personas creyeron a Torren, y otros no. Pero nadie
podía probar quién decía la verdad. Torren decía que él había
visto lo que había visto en mitad de la noche, cuando no podía
dormir y se fue a dar un paseo y mirar las estrellas. Doon decía
que había estado en casa toda la noche, durmiendo, y que su
padre y los demás de la habitación lo sabían. Pero la gente decía
que se podría haber escabullido sin que nadie se hubiera dado
cuenta, ¿o no? Podría haber bajado al campo, cometer esa
maldad y volver, y todo el mundo habría seguido pensando
que había estado durmiendo durante toda la noche.
Al mediodía de ese día, cuando Doon y los demás llegaron a
casa de los Parton para la comida, nadie les habló. Martha les
dejó entrar y se sentaron frente a la mesa, donde se les habían
dispuesto las sillas, como siempre. El padre de Doon dijo:
«Buenos días», y la señora Polster «¿Cómo están?», y la señorita
Thorn y Edward Pocket miraron a su alrededor, contemplaron
las caras sepulcrales de la familia e intentaron sonreír. Ordney
les puso comida en los platos (¿puede que fuera aún menos que
lo habitual?) y les pasó las bandejas. Kenny comió a pequeños
bocados. Sus ojos miraban rápidamente cada una de las caras.

~180~
Pero nadie habló.
Finalmente, el padre de Doon dijo:
—Perdón, pero puede que haya habido un error.
Martha lo miró fríamente.
—Yo no lo creo —contestó.
—Puede que estén pensando —continuó el padre de Doon—
que mi hijo Doon realmente ha hecho eso de lo que se le ha
acusado.
—En esta casa no aprobamos que se malgaste la comida —
dijo Martha.
—¡Nosotros tampoco! —gritó Doon—. ¡Yo jamás haría algo
así! No lo hice. —Todos los ojos se fijaron en Doon, que sintió
que la cara se le ponía roja—. En serio. No lo hice.
—¿Quién fue, entonces? —preguntó Ordney.
—No lo sé —respondió Doon.
—Nadie lo sabe —dijo la señora Polster, con su voz más
firme—. Está claro que no vamos a creer en la palabra de un
niño infeliz contra la palabra de este joven, que ha probado ser
tan excepcional.
—¿Por qué no? —replicó Martha—. Torren Crane es un chico
decente, por lo que yo sé. No sé por qué le llama infeliz.
—Sólo hay que verle —dijo la señora Polster.
La señorita Thorn asintió.
—Creo que tiene razón —murmuró.
—Bueno, tiene que haber sido uno de los vuestros —dijo
Martha—. Está claro que ninguno de nosotros lo haría.
—No se ha probado nada en ningún sentido —dijo el padre

~181~
de Doon—. Sería injusto sacar conclusiones.
Hubo un silencio incómodo. Todo el mundo se centró en
comer. Cuando llegó la hora de irse, Kenny repartió los
paquetes de comida, y cuando le entregó el suyo a Doon, le
dijo, articulando las palabras para que le leyera los labios: «Yo
te creo».
Doon pensó que al menos había una persona de su parte. Le
hizo sentir un poco mejor, pero sólo un poco.

***

Al final, como se trataba de la palabra de una persona contra


la de otra, y no había ninguna prueba, no se hizo nada.
Oficialmente, la identidad del que tiró los tomates siguió siendo
un misterio. Pero el efecto de todo esto fue que los de Sparks y
los de Las Ascuas se volvieron aún más resentidos y suspicaces
los unos contra los otros que antes.
Doon sentía las miradas poco amistosas que le seguían allá
donde iba. Al principio intentaba explicarse cuando la gente le
miraba de esa manera, y hablaba razonablemente: «¿Por qué iba
a levantarme e ir hasta un campo en mitad de la noche para
tirar tomates contra una pared? No tiene sentido», decía. Pero la
gente no parecía estar interesada en que hubiera una razón. Era
uno de ellos, y eso implicaba que era raro y capaz de cualquier
cosa. Así que pronto Doon dejó de dar explicaciones. Mantenía
la mirada baja e ignoraba a la gente que murmuraba
misteriosamente cuando pasaba junto a ellos.
Doon no fue el único que sufrió las consecuencias del
incidente de los tomates. Fueron todos los refugiados de Las
Ascuas. A veces, los lugareños les gritaban cosas por la calle.
Parecía que esos tomates chafados habían sacado a la luz todas
las muestras de resentimiento que habían estado silenciadas. El

~182~
pueblo cocinaba su resentimiento como si se tratara de una olla
a punto de hervir.
Una mañana, Doon encontró a un grupo de gente en la
explanada cuando se dirigía al pueblo para trabajar. Tanto los
de Sparks como los de Las Ascuas estaban agrupados, mirando
algo. Sobre el pavimento alguien había garabateado un
mensaje, que parecía haber sido escrito con barro, y las letras
irregulares y líquidas decían: «¡DEBEN IRSE!».
La multitud miraba el mensaje en silencio. Algunos de los del
pueblo parecían avergonzados. Miraban de lado a los de Las
Ascuas y movían la cabeza.
—Qué mezquindad —murmuró alguien.
Pero otros fruncían el ceño. Un hombre miró a Doon con
tanta rabia que éste sintió que le habían dado un puñetazo en el
estómago. Ese mensaje estaba ahí por su culpa. Él lo sabía. Bajó
la cabeza y se alejó rápidamente.
Esa noche, en el hotel, la gente estaba preocupada. Se
agrupaban en corrillos, en los escalones de la entrada, para
hablar de las palabras pintadas en la explanada. Doon vio a
Tick yendo y viniendo de un grupo a otro, dando zancadas,
hablando con todo el mundo, con la cara enrojecida y los ojos
brillantes. Cuando se acercó a Doon, se paró y le dijo:
—Se han puesto en nuestra contra. Yo sabía que esto pasaría.
No debemos aguantarlo —y volvió a hablar con otra gente.
Pasó un día, y después otro. El sol relucía, pero Doon sentía
que le había invadido la oscuridad. Por su mente desfilaban
preguntas y protestas. ¿Por qué le había señalado Torren?
¿Había sido simplemente porque sí, o había alguna razón? ¿Por
qué Chugger creía a Torren y no a él? ¿Quién había escrito el
mensaje con barro en los adoquines de la explanada?

~183~
Lina no regresó, y eso aumentó el desánimo de Doon. Según
la nota que le había dejado a la señora Murdo, ya debería haber
regresado de donde fuera que había ido. Los sentimientos de
Doon respecto a ella se dividían entre la rabia y la
preocupación. Intentaba no pensar en ella, ya que no podía
hacer nada al respecto.
Cuando tenía un rato libre, se acurrucaba con un libro e
intentaba olvidar lo que pasaba en el pueblo. Edward Pocket le
traía un suministro regularmente. Edward estaba obsesionado
con su trabajo. De vez en cuando Doon le preguntaba cómo iba
la cosa, y Edward le miraba febrilmente y decía:
—¡Ah! Avanzo por centímetros, joven Doon. Por milímetros.
He hecho solamente esto —separaba el pulgar y el índice una
distancia pequeñísima— y queda todo esto —abría los brazos
todo lo que podía—; es una tarea titánica. Avanzo, pero, ¿podré
terminarlo durante lo que me queda de vida? Lo dudo.
Tenía los dedos negros por el polvo, y solía llegar a casa a la
caída de la tarde, después de los trabajadores que llegaban del
pueblo. Estaba tan cansado que generalmente se iba a la cama
después de cenar, aunque siguiera habiendo luz. Doon solía
oírle murmurando cosas en sueños, dentro del armario.
Solamente llegaba a entender algunas palabras.
—Canarios —decía Edward—. Catedrales. Catéter. Catódico.
—Después soltaba un gruñido y daba vueltas, golpeando la
puerta del armario con sus extremidades huesudas, y se hacía el
silencio durante un rato. Cuando volvía a murmurar, lo hacía
siguiendo otra letra—: Hamlet. Harry Potter. Hawai. Helado.
Hipopótamo. Homeopatía.
Doon creía que la mente de Edward estaba tan llena de
información que ya no quedaba espacio para más, y el exceso
había comenzado a rebasar por la noche.

~184~
***

A veces, por las mañanas, Doon pasaba por delante de la


escuela de Sparks de camino al trabajo. Se trataba de un edificio
pequeño rodeado por un porche abierto y amplio, donde los
estudiantes se sentaban para que les dieran clase. Los niños del
pueblo (que no eran muchos), iban al colegio unas pocas horas
al día, únicamente hasta que cumplían diez años. Kenny Parton
era uno de ellos. Saludaba con la mano a Doon cuando lo veía
pasar, y antes del problema de los tomates los otros chicos
también lo miraban con curiosidad, y algunos incluso sonreían.
Pero la primera vez que Doon pasó por delante de la escuela
después del incidente de los tomates vio quince o veinte rostros
de ojos fríos que le escrutaban. Alguien gritó:
—¡Fuera de aquí! —y alguien más tiró un fajo de papeles
arrugados por encima del porche, en su dirección. Doon caminó
más deprisa, mirando fijamente hacia adelante. Un rato más
tarde oyó como la profesora reñía a los alumnos por su mala
educación, pero con poca severidad.
Al día siguiente, mientras Doon y el resto llegaban a casa de
los Parton para comer, Kenny apareció desde uno de los lados
de la casa, agazapado, y le hizo señas a Doon para que se
acercara. Tenía los ojos abiertos de par en par, y su voz era aún
más suave y tímida que de costumbre.
—Sobre lo que pasó ayer en la escuela... —comenzó. Doon
asintió—. Siento mucho que te gritaran. No deberían haberlo
hecho. No fuiste tú.
—¿Y tú como lo sabes? —preguntó Doon, que estaba muy
huraño con todos los habitantes de Sparks—. A lo mejor fui yo.
Kenny negó con la cabeza.
—No —dijo—. No lo creo.

~185~
—¿Por qué no? —dijo Doon.
—Simplemente lo sé —dijo Kenny—. Sé ver cómo es la gente,
tú no podrías entenderlo —y le sonrió tímidamente.
Doon se emocionó. Kenny era un niño menudo, pero había
algo en su interior que denotaba fuerza.
—Ojalá no tuvierais que iros —dijo Kenny.
Doon sonrió.
—Estaremos aquí unos cuantos meses más —contestó.
—Y después ¿qué? —preguntó Kenny,
—Nos iremos y fundaremos nuestro propio pueblo.
—¿Dónde? —volvió a preguntar Kenny.
Doon se encogió de hombros.
—No lo sé. En uno de esos sitios completamente vacíos.
Kenny bajó la vista y se miró los pies. Permaneció en silencio
durante un minuto y después dijo:
—Eso será muy duro. ¿Cómo conseguiréis comida?
—Lograremos que crezca, supongo. Como hacéis vosotros
aquí.
—Pero os iréis en el mes de Hielo. Eso es a principios de
invierno. No se puede hacer crecer ninguna cosecha en invierno
—dijo Kenny, mirando a Doon con preocupación.
—¿Invierno? —preguntó Doon—. ¿Qué es «invierno»?
—¿No teníais invierno en el sitio de donde venís? —los ojos
de Kenny se abrieron como platos—. ¿Quieres decir que ahí era
siempre verano?
A Doon le confundió y le alarmó un poco el tono de voz de
Kenny.

~186~
—No sé qué significan esas palabras —contestó.
Kenny miró a Doon, que tenía la cara pálida por la sorpresa.
—Son las estaciones —dijo—. Las estaciones. En verano hace
calor y en invierno hace frío.
—Ah, no pasa nada —contestó Doon, aliviado—. Estamos
acostumbrados al frío.
—Pero no se puede cultivar nada en invierno. Hace mucho
frío. Las nubes tapan el sol, y llueve.
—¿Llueve?
Kenny se asombró tanto que su boca se abrió de par en par.
Elevó los brazos y agitó los dedos como si cayeran gotas.
—¡Lluvia! ¡Cuando cae agua del cielo, y el río crece y a veces
se inunda todo! ¡Y el polvo se convierte en barro!
Doon sintió como si su mente se hubiera detenido en seco.
Contempló los dedos de Kenny, agitándose, e intentó
comprender lo que estaba diciendo. ¿Que el agua caía del cielo?
Pero... la ropa de la gente se mojaría, en ese caso. Y todo el
mundo tendría que quedarse en las casas. Y entonces no
podrían cultivar nada...
—Un momento —dijo—. ¿Quieres decir que los líderes del
pueblo saben que será invierno cuando nos vayamos? ¿Saben
que hará frío y todo estará mojado?
—Supongo —contestó Kenny. Bajó los ojos, y volvió a mirar a
Doon—. Probablemente habrán pensado que os llevéis comida
y que así superéis el invierno. Debe de ser eso —sonrió
tímidamente, con esperanza—. Debe de ser eso —volvió a decir,
y corrió hacia la puerta principal, hasta que entró a la casa.
Doon le siguió con la mirada. Su visión del futuro, que ya
estaba ensombrecida por la ansiedad, acababa de hacerse un

~187~
poco más oscura.

***

Una semana después, por una mañana, mientras salía de la


habitación 215, Doon casi chocó con Tick Hassler, que corría a
toda velocidad por el pasillo.
—¡Ha pasado algo! —le gritó Tick.
—¿Qué? —preguntó Doon, comenzando a correr para poder
seguir a Tick.
—No lo sé —contestó Tick—. Pero he oído a alguna gente en
la parte delantera, gritando.
Al verlo así, Doon pensó que Tick debía de haber saltado de
la cama sin tiempo a nada más que a ponerse la ropa. No se
había peinado, no se había atado los zapatos, ni siquiera se
había lavado la cara, porque tenía manchas grises en el cuello y
debajo de las orejas. Como era una persona generalmente muy
aseada, le parecieron señales de gran inquietud. El corazón de
Doon comenzó a latir más deprisa. Bajó los escalones de tres en
tres, cruzó la entrada y, siguiendo a Tick, llegó hasta la puerta
principal.
En el exterior había un grupo de gente mirando desde el
prado en dirección al hotel. Doon corrió a unirse a ellos y se dio
la vuelta para ver qué era lo que estaban mirando.
Alguien había garabateado unas palabras en las paredes del
Pionero, con letras enormes, negras y toscas, como si hubieran
estado escritas con madera quemada. «VOLVED A VUESTRA
CUEVA», decía el mensaje, una y otra vez. «VOLVED A
VUESTRA CUEVA. VOLVED A VUESTRA CUEVA.» Las
pocas ventanas de la planta baja que seguían intactas, ahora
estaban rotas.

~188~
Doon se quedó mirándolo durante un minuto, mareado.
Después, la rabia comenzó a crecer en su interior. Esto era obra
de quien había escrito aquel mensaje con barro en la explanada.
Era otro mensaje horrible, esta vez más atrevido. A su
alrededor, los demás se adelantaban, gritando, mientras veían
las palabras garabateadas. Algunos de ellos permanecieron en
silencio, sombríos, con los brazos cruzados o con las manos en
los bolsillos.
Otros agitaban los puños en el aire y prometían venganza.
Tick era el que estaba más furioso de todos, pero no gritaba.
Doon le observó, zigzagueando entre la gente, tomando a uno
tras otro por el brazo, hablando con voz punzante como un
cuchillo, pero grave y serena. Sus ojos celestes brillaban como el
acero.
—Es lo que yo pensaba —dijo Tick—. Esto lo demuestra: han
aparentado ser buenos, pero su bondad no es real. Ya lo
sabemos desde ahora: nos odian —entrecerró los ojos y bajó la
voz hasta convertirla en un siseo, y repitió—: Nos odian.
Quieren deshacerse de nosotros. Pues bien, yo os diré lo que
creo —todos los demás se giraron a mirar—: Quieren que nos
vayamos, pero yo no me voy. ¿Y vosotros? —preguntó,
estudiando los rostros del grupo de gente.
—No —dijo alguien.
Doon reflexionó en lo que Kenny le había dicho: invierno,
frío, lluvia. «A lo mejor Tick tiene razón —pensó—. Nos odian.»
—¿Os gusta que os llamen «gente de la cueva»? —gritó
Doon—. ¿Os gusta que os digan que regreséis a vuestra cueva a
rastras?
Y veinte, cincuenta, cien voces furiosas gritaron:
—¡No!

~189~
Doon se acercó a la pared del hotel y examinó las palabras
escritas. Se imaginó a la gente que lo había hecho, cómo habían
cogido sus trozos quemados de madera y habían escrito a
grandes golpes furiosos en medio de la noche oscura. Sí, Tick
tenía razón. En esas letras irregulares bullía el odio. Sintió como
si esos golpes le hubieran abierto la piel.

~190~
La segunda reunión del Ayuntamiento

Los tres líderes del pueblo acordaron celebrar una reunión


después de los desagradables incidentes: el lanzamiento de
tomates y las pintadas en la explanada y la pared del hotel. Se
reunieron en la sala de la torre del Ayuntamiento para hablar.
—Esto es muy desafortunado —dijo Mary—. Me temo que
estos hechos maliciosos provocarán sentimientos de rencor que
crecerán por ambas partes.
Wilmer asintió.
—Ya hay muy malos sentimientos —añadió.
—Esa gente de la cueva no es tan civilizada como nosotros —
dijo Ben—. Alguien que destroza el contenido de dos cajas
enteras de tomates es capaz de cualquier cosa.
—No sabemos con seguridad que fuera uno de ellos —replicó
Mary.
—Venga, Mary —dijo Ben—. Creo que podemos darlo por
sentado.
—¿Y qué hay de la gente que escribió: «Volved a vuestra
cueva» en las paredes del hotel? —preguntó Mary.
—El problema es que no sabemos quién hizo eso —contestó
Ben—. Pero debo decir que yo creo que estaban expresando una
frustración comprensible. Esa gente de la cueva ha impactado

~191~
nocivamente en nuestra manera de vivir. La comida que les
damos es la que le negamos a las bocas de nuestra propia gente.
—Tenemos excedente en el almacén —dijo Mary.
—Pero ¿por qué deberíamos dárselo a ellos? Es nuestra
protección contra los tiempos difíciles —Ben se alisó la barba y
continuó—. Yo quiero proponer una regla. Creo que lo mejor
sería que la gente de la cueva ya no comiera en las casas de las
familias. Creo que a éstas les resulta demasiado duro tener a
extraños comiendo con ellos todos los días, y sería mejor que,
simplemente, les dieran sus paquetes de comida cuando
llegaran. Pueden comer en otra parte.
—¿Dónde? —preguntó Mary.
Ben hizo un gesto en dirección al río.
—En la orilla del río —dijo—. O junto a los campos. O en la
carretera. A mí me da igual dónde coman mientras no
interfieran en nuestros hogares.
—Bastantes personas se han quejado de lo inconveniente que
resulta —dijo Wilmer—. La familia Parton parece ser la más
descontenta.
—Eso es porque tienen a ese chico malvado —dijo Ben—. El
que tiró los tomates.
—No sabemos si fue él quien los tiró —dijo Mary.
—Estamos tan seguros como necesitamos estarlo —contestó
Ben.
Así que votaron: ¿debían crear esa regla?
Mary votó que no.
Ben votó que sí.
Wilmer dudó durante varios segundos, y su mirada recorrió

~192~
alternativamente los rostros de Ben y Mary muy rápidamente.
Finalmente votó que sí.
—Supongo que esto mejorará las cosas —dijo Wilmer.
—Estoy seguro de que lo hará —dijo Ben—. Necesitamos
dejar claro que este pueblo nos pertenece. Es nuestro lugar, y
esta gente solamente está aquí gracias a nuestra generosidad.
—Creo que eso ya lo hemos dejado claro —contestó Mary—.
Nos tomamos el trabajo de hacer una bandera y subirla al
tejado del Ayuntamiento.
—No hay duda de que eso ayudará —dijo Ben—. Aun así,
tenemos que reforzar el mensaje constantemente: si no se
comportan, no pueden esperar quedarse ni siquiera los seis
meses.
—Pero acaban de empezar a adaptarse a las cosas —dijo
Mary—. No están listos para irse.
—Ése no es nuestro problema —concluyó Ben.

~193~
Capítulo 18
La aventura de Caspar

La última noche antes de llegar a la ciudad, los viajeros se


quedaron en una casa de verdad. No tenía techo, pero la mayor
parte de las paredes estaban en pie, lo cual les protegía del
viento que soplaba con fuerza desde la bahía. Evidentemente,
no había muebles, así que se sentaron en el suelo desnudo.
Caspar estaba muy entusiasmado aquella noche. Hablaba
tanto que casi se olvidó de comer, y su tercer pastel de viajero
se enfrió sobre su pierna. En un momento, se giró para hablar
con Lina.
—Ahora escucha. Voy a decirte algo para que entiendas la
importancia de lo que estamos haciendo —hizo una pausa, tras
la que habló con voz baja y temblorosa—. Resulta que sé que en
la ciudad... hay un tesoro.
—¿En serio? —preguntó Lina—. ¿Y cómo lo sabes?
—Viejas rimas y canciones hablan de ello —dijo Caspar.
—El problema es que esas rimas y canciones ya no tienen
sentido —siguió Maddy—. Si es que alguna vez lo tuvieron.
—Para mí sí lo tienen —dijo Caspar—. Pero eso es porque yo
las he estudiado cuidadosamente y he encontrado su
significado profundo.

~194~
—¿Qué dicen las viejas rimas? —preguntó Lina.
—Varias cosas —respondió Caspar—. Depende de cuál sea la
versión que escuches. Pero siempre habla de un tesoro en una
ciudad antigua —fijó la vista en el aire y comenzó a cantar de
forma poco melodiosa—: «Hay un tesoro enterrado en la
antigua ciudad. Recuerda, recuerda, los tiempos del viejo...».
Una de ellas empieza así.
—¿Y por qué nadie ha ido a buscar el tesoro antes? —
preguntó Lina.
—Estoy seguro de que mucha gente ha ido —explicó
Caspar—. Pero nadie lo ha encontrado.
—¿Y eso cómo lo sabes? —volvió a preguntar Lina.
—Porque, evidentemente, si alguien lo hubiera encontrado,
habríamos oído hablar de ellos.
Lina pensó en eso. Había algunas lagunas en la lógica de
Caspar. Alguien podría haber encontrado el tesoro, habérselo
llevado y no haber dicho nunca ni una palabra.
—Otro problema es que estos rumores nunca dicen en qué
ciudad está el tesoro —añadió Maddy—. Podría tratarse de un
lugar a miles de kilómetros de distancia.
Caspar suspiró de manera exagerada y dejó en el suelo su
jarra de agua. Alzó dos dedos y señaló con ellos a Maddy.
—Escucha —dijo—. Piensa con lógica. Los rumores circulan
por aquí. Yo nunca los he oído en el extremo norte, donde
estuve el año pasado. Nunca los he oído en el extremo oeste,
tampoco. Esto del tesoro en una ciudad... sólo lo he escuchado
aquí y en la zona que hay a unos cien kilómetros de aquí.
—Da lo mismo —dijo Maddy—. En este radio de cien
kilómetros hay al menos tres antiguas ciudades.

~195~
—Pero una sola vieja ciudad grande —dijo Caspar—. Y ésa es
a la que nos dirigimos.
—Una ciudad es un sitio enorme —dijo Lina, recordando la
gran cantidad de calles y edificios que había en Las Ascuas—.
¿Cómo sabrás en qué lugar de la ciudad buscar el tesoro?
En el rostro de Caspar asomó una mirada astuta. Sonrió, con
los labios apretados, y entrecerró los ojos.
—Aquí es donde mi estudio concienzudo cobra sentido —
dijo—. Muchas, muchas, muchas horas de estudio. He escrito
cada una de las versiones de la rima que he llegado a oír, y son
muchas, cuarenta y siete para ser exactos. Las he comparado,
palabra por palabra, letra por letra. Después —Caspar hizo una
pausa, y las miró a las dos de una manera que Lina reconoció:
era la misma manera en que Torren miraba cuando estaba a
punto de impresionar a alguien— ...después apliqué mi pericia
con los números.
—¿Los números? —repitió Lina.
—Exacto. Lo que hay que hacer es contar las letras que hay en
las palabras. Las cuentas de maneras muy diferentes, hasta que
empiezas a encontrar un patrón. El patrón es la clave del
código, y el código te dice el secreto del mensaje —terminó,
reclinándose hacia atrás, con pinta de estar muy satisfecho de sí
mismo.
—Y el secreto del mensaje es... —dijo Lina, confundida.
—¡Es el lugar en el que está el tesoro, claro está! —exclamó
Caspar, dándose una palmada en el muslo—. Es evidente, una
vez lo averiguas. Los números de las calles, los números de los
edificios: está todo ahí.
—Bueno, de acuerdo —dijo Maddy—. ¿Cuál es el lugar en el
que está el tesoro?

~196~
Caspar echó la cabeza hacia atrás.
—¿Crees que te lo diría? —dijo.
—Pensaba que era tu compañera en todo esto —replicó
Maddy.
—Lo sabrás cuando llegue el momento —dijo Caspar—.
Hasta entonces, la información seguirá siendo exclusivamente
mía.
Lina miró a Maddy, justo a tiempo para comprobar que ponía
los ojos en blanco y dirigía la vista al cielo.
Aquella noche Lina no pudo dormir. Los ruidos de los
animales la mantuvieron despierta, los resoplidos, el barullo y
unos silbidos a la distancia. También le preocupaban unos
pensamientos oscuros. La búsqueda de Caspar sonaba
equivocada, por alguna razón. No quería ayudarle. Esa idea la
llenó de terror. Se estiró en el suelo duro de la casa,
contemplando el cielo negro y sintiéndose cada vez peor, hasta
que finalmente decidió que debía pensar en otra cosa. Así que
se dijo a sí misma durante mucho rato: «Mañana veré la ciudad,
mañana veré la ciudad».

***

Al día siguiente viajaron durante toda la jornada, un


kilómetro tras otro, por una carretera que era casi recta, pese a
que tuvieron que trazar un recorrido curvo en las zonas del
pavimento con agujeros y socavones. A su derecha se expandía
la vasta sábana de agua verde, bordeada de hierba que ondeaba
al viento. Allí se encontraban unos pájaros enormes, blancos,
con las patas metidas en pequeños estanques, que se elevaban
de vez en cuando como si se trataran de papel flotante.
También habían bandadas de pájaros negros que alzaban el

~197~
vuelo, con sus hombros rojos como la sangre. A la izquierda
había un bosque de árboles que era tan tupido que lo tapaba
todo, excepto algún resto de edificio en ruinas que se podía
distinguir de vez en cuando.
El entusiasmo de Lina creció por momentos y acabó
levantándose en el camión. Se puso de pie sobre la caja y
acomodó los pies entre la tercera y cuarta rendija, por lo que
pudo cogerse de la parte superior, sostenerse en ella y mirar
hacia adelante. Desde ahí podía ver las cabezas de Caspar y
Maddy, los extremos de los bueyes, de los que sobresalían los
huesos de las caderas oscilantes, de izquierda a derecha y de
derecha a izquierda. Sus colas, adornadas con borlas, subían y
bajaban. El sol descendió por el cielo hasta que quedó
posicionado exactamente delante de ellos, a lo lejos,
resplandeciendo directamente en los ojos de Lina.
—Llegaremos antes de que anochezca —anunció Caspar.
La carretera comenzó a ascender. Junto a ella se alzaron las
colinas, y pasó poco tiempo antes de que Lina dejara de ver el
agua y sólo pudiera ver las montañas, moteadas de grupos de
árboles, y marcadas de vez en cuando por los restos de viejas
carreteras y edificios. El aire era más frío. Siguieron una curva y
de repente la ciudad se alzó ante ellos.

~198~
Capítulo 19
La injusticia y qué hacer al respecto

Los días posteriores a que esas palabras de odio hubieran


sido garabateadas en la pared, Doon fue a trabajar a
regañadientes. No quería trabajar con gente que hacía cosas tan
espantosas. Tuvo que recordarse que no todos eran unos brutos
ignorantes, y que seguían dándoles refugio y comida a los
habitantes de Las Ascuas, pese a que ya no les dejaban comer
con las familias de la localidad al mediodía, y pese a que
estaban planeando mandarlos a que se las arreglaran solos
durante el invierno. Pero ¿y la gente que había escrito esas
palabras? Nadie intentaba averiguar quiénes habían sido, nadie
les había castigado. ¿Quién era el que recibía las miradas de
odio y los insultos? Él. Él, que no había hecho nada. No podía
soportar lo terrible que era todo aquello. Lo sentía físicamente,
como si llevara ropa que fuera demasiado ajustada, una camisa
que le apretara bajo los brazos o unos pantalones que fueran
demasiado cortos y demasiado estrechos. Era injusto, injusto,
injusto. No podía dejar de pensarlo. No soportaba la injusticia.
Un día se le asignó que limpiara la fuente que había en el
centro de la explanada. Chugger le entregó las herramientas
para el trabajo: un cubo, un palo largo con una espátula de
metal en un extremo y una gran cantidad de trapos.

~199~
Chugger levantó uno de los ladrillos del pavimento que había
cerca de la fuente. Debajo de él había un asa redonda.
—Primero le das la vuelta a esto —le dijo—. Cierra el paso del
agua que viene del río. —Le dio varias vueltas al asa, y el agua
que brotaba y saltaba en medio de la fuente descendió en
picado y dejó de manar—. Ahora el agua que queda en la pila
de la fuente se irá por el desagüe, de vuelta al río. Cuando la
pila esté vacía, te encaramas al interior y rascas. Quiero que esto
esté tan limpio como un vaso de agua para cuando hayas
terminado.
Chugger se fue, y Doon contempló cómo el nivel del agua
descendía lentamente. Cuanto más descendía, más suciedad
verde quedaba a la vista; cubría el fondo de la fuente como si se
tratara de una piel viscosa.
Metió el palo dentro del agua, rascó con él la pared interior de
la fuente y lo volvió a sacar. Del extremo del palo se
balanceaban unos hilillos verdes mojados que agitó y dejó caer
en el interior del cubo. Volvió a meter el palo en el interior,
rascó y sacó más mugre. Fue a parar dentro del cubo otra vez.
Durante los siguientes diez minutos, rascó el interior y los lados
de la fuente con el palo y llenó el cubo con hebras pegajosas de
porquería y algunos huesos de albaricoque, insectos muertos y
hojas podridas.
La mitad del agua ya había desaparecido, pero parecía estar
desecándose muy lentamente. Doon pensó que probablemente
se debiera a que el desagüe se estaba taponando con toda la
suciedad verde que se arrastraba en su dirección. Pero como el
agua estaba muy sucia, no podía saber dónde estaba el desagüe.
En ese momento, Chugger apareció detrás de él.
—¿Por qué demonios estás tardando tanto? —exclamó—. Si

~200~
tuvieras algo de sentido común, te habrías percatado de que el
desagüe se está taponando —le arrebató el palo a Doon de las
manos y hurgó en el agua.
—Eso ya me lo había imaginado —contestó Doon—. Pero no
podía ver dónde estaba porque...
—¡Ahí! —gritó Chugger, que no le escuchaba. Sacó un
cúmulo de hebras verdes haciendo palanca y el nivel del agua
volvió a descender. Le lanzó un extremo del palo a Doon de
nuevo—. Ahora, date prisa. E intenta usar el cerebro de vez en
cuando, si es que tienes uno —concluyó indignado mientras se
iba.
Doon apretó los dientes con fuerza para contener la rabia que
bullía en su interior. Miró la espalda de Chugger, que se
retiraba, e imaginó que le lanzaba el palo para que acertara
entre sus hombros. «Odio que me hablen así, como si fuera un
idiota —pensó—. ¿Por qué se le permite que me hable así?».
Cuando toda el agua hubo desaparecido desagüe abajo, Doon
se quitó los zapatos, cogió unos cuantos trapos y entró en la
fuente. Se arrodilló en medio de la porquería verde que cubría
el fondo, y frotó y rascó todo. De vez en cuando aparecía gente
y se quedaban mirando el interior, diciendo «Agh»o «¡Qué
asco!».
Parecía que lo decían de él, lo cual no era sorprendente,
porque ya estaba tan sucio como los trapos que usaba. Nadie
dijo: «¡Buen trabajo!», o comentó lo contento que estaba de que
por fin alguien limpiara la fuente.
Cuando finalmente terminó, abrió la válvula del paso de agua
y, una vez más, el agua brotó de la tubería central y la fuente
comenzó a llenarse. Doon se sentó en el borde y puso los pies
desnudos dentro del agua para limpiárselos. Permaneció

~201~
sentado durante un minuto, descansando. El agua fría y limpia
le sentó bien.
Chugger apareció en un rincón.
—¿Qué estás haciendo? —chilló. Caminó a grandes zancadas
en dirección a Doon—. No sé como funciona en el sitio del que
vienes, pero aquí, cuando trabajamos, trabajamos. No nos
sentamos a contemplar el cielo —exclamó.
Doon comenzó a decir que no estaba mirando el cielo, que
estaba tomando un respiro de un minuto. Pero en cuanto abrió
la boca para hablar, el torrente de rabia que le recorrió el cuerpo
ascendió como un volcán, así que tuvo que volver a cerrar la
boca y permanecer con los labios apretados, temblando, con la
cara enrojecida y acalorada. Tenía miedo de explotar si
intentaba pronunciar una palabra. «No te enfades —se dijo,
recordando el consejo que su padre le había dado tantas
veces—. Cuando controlas la rabia, las consecuencias son
inesperadas.»
—¿Acaso no contestas cuando te hablan? —dijo Chugger—. A
lo mejor es que no me has oído. A lo mejor tengo que ser más
claro —anunció, tomando aire. Su voz resonó con un bramido
atroz—. ¡Muévete, bárbaro estúpido! —Agarró a Doon del
brazo y tiró de él hacia atrás.
En ese momento, Doon sintió cómo la rabia salía disparada de
su interior, como un cúmulo de vapor.
—¡Suéltame! —gritó—. ¡Yo no soy un bárbaro! ¡Tú lo eres! ¡Tú
lo eres! —intentó desasirse de Chugger, pero éste le tenía bien
agarrado. Doon tiró con más fuerza, zafándose, posicionando
todo su cuerpo de lado, hasta que golpeó el cubo que estaba
junto a él, en el borde de la fuente. El cubo salió volando,
disparado, y volcó todo su contenido asqueroso sobre una chica

~202~
que pasaba por allí justo en ese momento. Ella gritó al ver todo
el lodo verde que le corría por la blusa. La gente se acercó a ella
y empezó a gritar a Doon muy enfadada. El chico dio un último
empujón a Chugger para librarse de él.
Durante un segundo, Doon y Chugger se quedaron mirando
el uno al otro. Doon sabía qué pinta debía de tener ante los ojos
de los que le rodeaban: patoso, sucio, con ojos de loco y, lo que
era peor, con aspecto de ser un chico violento, el tipo de chico
que echaría a perder comida, el tipo de chico cuyo carácter
impulsivo y desagradable podía causar verdaderos daños.
Se dio la vuelta y salió corriendo. Nadie intentó detenerle. En
cuanto hubo recorrido una distancia corta, se dio cuenta de que
había olvidado sus zapatos, pero no iba a volver a por ellos.
Corrió descalzo todo el trayecto de vuelta al Pionero.
«Ahora sí que la he hecho buena —pensó—. Ahora lo he
empeorado todo. Y aun así, no es culpa mía. He intentado
realmente hacer mi trabajo, y he intentado con más fuerza aún
no ponerme furioso. Pero mira lo que ha pasado.»
La tremenda injusticia de todo aquello le pesó como una
piedra sobre el corazón.

***

—Haremos algo al respecto —le dijo Tick a Doon aquella


noche. Estaban junto a las escaleras traseras del hotel, donde se
encontraron al volver de los lavabos exteriores—. Estás siendo
maltratado. Todos nosotros estamos siendo maltratados. Y no
debemos tolerarlo.
Doon asintió. Ya le había contado a Tick lo del invierno, y
ahora éste estaba más furioso que nunca. Su mirada era dura y
decidida. Doon admiraba la fuerza de Tick, la manera en que

~203~
siempre parecía saber qué hacer. Él jamás tenía las cosas tan
claras. Siempre veía demasiadas caras a las cosas, y eso le
confundía.
—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó.
—Devolver el golpe —contestó Tick—. Nos han atacado, más
de una vez, de diferentes maneras. Ya va siendo hora de que se
den cuenta de que si nos hacen daño, ellos también saldrán
perjudicados.
Saldrán perjudicados. ¿Era eso lo correcto? Parecía justo.
Después de todo, el mal debería ser castigado.
—¿Cómo haremos eso? —preguntó Doon.
—Hay muchas posibilidades —contestó Tick. Se apoyó en la
pared que había junto a las escaleras. Tenía una mancha roja en
el brazo que no paraba de rascarse y Doon se percató de ello.
Era la primera vez que Doon veía que Tick también sufría de las
picaduras y rasguños que habían asolado al resto. «No es
perfecto —se recordó Doon—. No siempre tiene razón en todo.»
—Podríamos negarnos a trabajar —continuó Tick—. Pero eso
lo tendríamos que hacer todos, y no estoy seguro de que nos
pusiéramos de acuerdo. Creo que sería mejor actuar
directamente.
—¿Actuar respecto a qué? —volvió a preguntar Doon.
—Respecto a la comida. No tenemos suficiente, y ésa es una
injusticia que todos sentimos. Así que a ver qué te parece esto:
nos metemos en el almacén y cogemos todo lo que podamos
por la fuerza.
—¿Robar comida? —dijo Doon.
—No es robar, es nivelar las cosas. Se trata de coger lo que
debería ser nuestro por derecho —en la voz de Tick no había ni

~204~
un ápice de duda.
Doon pensó en ello. Tenía sentido. Para acabar con las
injusticias había que actuar, ¿no? No se podía dejar que las
cosas sucedieran sin más.
—Sé de mucha gente que se nos unirá —dijo Tick—. Yo les
llamaré. Organizaremos una reunión y haremos un plan —
comenzó a subir las escaleras y después se dio la vuelta para
mirar a Doon—. Pero primero debemos armarnos.
—¿Armarnos?
—Por supuesto. Necesitamos asegurarnos que derrotaremos a
nuestro enemigo.
—¿Y con qué nos armaremos?
—Te lo diré cuando nos reunamos —dijo Tick—. Mañana por
la noche, después de cenar, en el extremo de la carretera.

~205~
Capítulo 20
La ciudad destruida

Cuando la ciudad apareció ante sus ojos, los tres viajeros


permanecieron sin habla, mirando a través de las hileras de
colinas que se alzaban oscuras contra el cielo del oeste. Se
daban cuenta de que en otro tiempo había sido una ciudad: a la
derecha aún se alzaba un puñado de edificios altos, más altos
de lo que Lina jamás hubiera imaginado. Pero ya no eran más
que cascaras de edificios, vacías y rotas, y las ventanas
solamente eran agujeros. A través de algunas, Lina podía ver el
cielo, que se había vuelto de un color rojo oscuro por el
atardecer.
Todo lo demás era una tierra yerma, barrida por el viento.
Fueran cuales fueran los edificios que se habían alzado, ya
habían caído al suelo muchos años antes. La tierra, el polvo y la
arena habían volado a través de ellos, y les habían crecido
hierbas, y sus bordes se habían redondeado. En muchos sitios
quedaban ruinas, que desde donde ellos estaban parecían
afloramientos de piedra, unas parcelas afiladas sobre las laderas
redondeadas. Donde en algún momento hubo calles, ahora
había unas líneas difuminadas y ensombrecidas.
Lina se quedó mirando y temblando. Esto distaba mucho,
mucho, de la ciudad que había imaginado. Ni siquiera la

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versión que había adaptado después del Desastre se parecía a
esto. Ya no podía llamarse una ciudad; era el fantasma de una
ciudad.
Incluso Caspar parecía derrotado. Se estiró hacia adelante,
haciendo visera con las manos, para darle sombra a sus ojos.
—Parece un tanto destruida —comentó.
—Parece completamente destruida —dijo Maddy.
Se bajaron del camión y se situaron al lado de los bueyes.
—Es un truco provocado por la luz —dijo Caspar,
entrecerrando aún más los ojos. Se quitó las gafas del bolsillo y
se las puso—. En cuanto nos acerquemos, seguro que tendrá
otra pinta.
—¿Cómo piensas acercarte? —preguntó Maddy. Entonces,
por primera vez, Lina se dio cuenta de que a unos metros de
distancia, la carretera se acababa. Había un trozo de pavimento
roto y, detrás, un bloque de cemento de la calzada inclinado
hacia abajo. En algún momento el bloque había estado montado
sobre unos pilares, y aún podía verse que algunos permanecían
en pie, y de ellos salían enormes varas de cable enroscado.
Desde allí, la carretera se convertía en un caos de cemento, y
había trozos y trozos de cemento apoyados los unos en los
otros. No había ninguna posibilidad de que el camión pudiera
continuar.
El sol ya casi se había puesto, y el color rojo brillante del cielo
se estaba desvaneciendo. Entre los edificios en ruinas flotaba
una niebla gris, y el viento soplaba con más fuerza. Unos
pájaros blancos surcaron el cielo, a lo alto, graznando.
—Esto fue muy hermoso —dijo Maddy—. He visto las
fotografías de los libros. —Su voz era temblorosa, y cuando
Lina alzó la vista vio que tenía lágrimas en los ojos—. Sabía que

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había sido destruida, pero no de esta manera.
—¿Qué pasó? —preguntó Lina.
—Fueron las guerras —dijo Maddy—. Debieron de ser... —
agitó la cabeza—. Debieron de ser algo terrible —concluyó.
—¿Por qué hubo guerras? —preguntó Lina.
Mary se encogió de hombros.
—No lo sé.
—¿Y a la gente que vivía aquí? ¿Qué le pasó?
—Los mataron a todos, supongo —dijo Maddy—. O a la
mayoría.
Caspar fruncía el ceño mientras contemplaba el caos sombrío
que había debajo.
—A la luz del día sabré qué procedimiento seguir —dijo.
—¿Procedimiento? —Maddy agarró el brazo de Caspar y tiró
de él para que tuviera que darse la vuelta y mirarla—. ¿Es que
te has vuelto loco?
Caspar tiró para librarse de Maddy.
—No —contestó—. Ni mucho menos.
Maddy señaló la ciudad con su brazo.
—¡Hay kilómetros y kilómetros de escombros enterrados! —
gritó—. ¡Calles enteras enterradas bajo ladrillos caídos y
cristales rotos! ¡Montañas de cemento y metal fundido! ¡Y
encima toda la tierra y arena que ha volado hasta allí, y la
hierba que ha crecido!
Caspar asintió, con expresión sombría.
—Exacto —dijo—. Un reto. Y tenías razón en lo de traerla a
ella —comentó, e hizo un gesto con la cabeza hacia Lina—.

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Alguien pequeño y ligero es lo que necesito. Vamos a tener que
hacer unos túneles.
—No, Caspar —replicó Maddy—. Tienes que abandonar esa
idea. Ahí no se puede encontrar nada.
—Yo sí puedo —dijo Caspar—. Yo puedo encontrarlo, tengo
los números, lo tengo todo pensado —Metió una mano en el
bolsillo, rebuscó y sacó un pedazo de papel. Se sacó las gafas,
acercó el papel a sus ojos, y bizqueó. Lina se acercó un poco a él
y miró de reojo. El papel estaba lleno de garabatos, números, un
ovillo de palabras y cosas tachadas—. 47 este, 395 oeste. —Sus
ojos volaban del papel a las colinas oscuras que tenía ante sí, y
volvían al papel, cada vez más deprisa—. 71... Es simplemente
una cuestión de... A la luz del día... —y de repente vio a Lina—.
¿Qué estás mirando?
—Nada —dijo ella. De repente sintió que estaba muy
mareada y asustada. Maddy tenía razón: Caspar estaba loco.
El sol desapareció detrás de la colina más lejana y sobre ellos
cayó la oscuridad. Maddy volvió hacia el camión.
—Esta noche acamparemos aquí —anunció—. Todavía nos
queda suficiente agua en los cubos.
Extendieron las mantas junto al camión del lado que les
protegía del viento, pero Lina temblaba y no podía dormir.
Después de haber pasado días deseando llegar a la ciudad,
ahora no quería hacer otra cosa que no fuera irse. Era un lugar
espantoso, lleno de fantasmas tristes y furiosos. Cuando cerró
los ojos, le pareció oír sus voces, los gritos, los alaridos, y unos
llantos horribles. Le pareció ver fogonazos provocados por el
fuego en el cielo lleno de humo y llamaradas que barrían las
calles.
De su interior surgió un aullido. No podía evitarlo, estaba

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muy asustada y angustiada. Un instante después, oyó la voz de
Maddy junto a su oído.
—Hablemos un poco —dijo Maddy.
—De acuerdo —contestó Lina. Se incorporó, y se envolvió
con la manta. Caspar se paseaba arriba y abajo al otro lado del
camión, murmurando para sí.
—¿Y si nos escucha? —preguntó.
—No te preocupes —contestó Maddy—. Está perdido en sus
cálculos.
Una racha de viento sacudió el camión. El salpicadero, que
colgaba un poco, se agitó, haciendo ruido.
—Odio este lugar —dijo Lina.
—Sí —contestó Maddy—. En este sitio ocurrieron cosas
terribles. Todavía puede sentirse.
—¿La gente de los viejos tiempos era increíblemente mala? —
preguntó Lina.
—No más que el resto —dijo Maddy.
—Pero entonces, ¿por qué ocurrieron las guerras? Destrozar
toda vuestra ciudad, y casi todo vuestro mundo, parece algo
que solamente gente muy malvada podría hacer.
—No, no, malvada no. Al menos no al principio. Solamente
estaban enfadados y muy asustados. —Maddy se quedó en
silencio durante un instante. Los pasos de Caspar resonaron
más cerca en el suelo cubierto de grava y volvieron a alejarse.
Lina se acercó un poquito más a Maddy—. La cosa funciona así:
supongamos que la gente del grupo A y la gente del grupo B se
pelean por algo. El grupo A hace algo que daña al grupo B. El
grupo B contraataca para quedar empatados. Pero eso hace que
los del grupo A se enfaden todavía más, y digan: «nos habéis

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hecho daño, así que os vamos a hacer daño nosotros». Y
continúa así, algo malo lleva a algo peor, y sigue, y sigue.
Era lo mismo que Torren le había dicho cuando le explicaba
lo del Desastre. Lo había llamado venganza.
—¿Y no se puede detener? —preguntó Lina. Se movió bajo la
manta, intentando encontrar un sitio en el que sentarse donde
no se le clavaran las rocas.
—Puede detenerse al principio, a lo mejor —respondió
Maddy—. Si alguien ve lo que pasa y es suficientemente
valiente para invertir la dirección.
—¿Invertir la dirección?
—Sí, darle la vuelta.
—¿Y eso cómo se hace?
—Haciendo algo bueno —dijo Maddy—. O, al menos,
alejándose de la posibilidad de hacer algo malo.
—Pero ¿eso es posible? —preguntó Lina—. Cuando la gente
es mala contigo, ¿por qué ibas a querer ser bueno con ellos?
—No se trata de querer —aclaró Maddy—. Por eso es algo tan
difícil. Lo haces de todas maneras. Ser bueno es algo muy
difícil. Mucho más que ser malo.
Lina se preguntó si era lo suficientemente fuerte para ser
buena. En ese momento no se sentía fuerte en absoluto.
—Es hora de dormir —anunció Maddy.
Lina se cubrió con las mantas, pero aun así podía sentir el
viento y oír los ruidos graves e inquietos de los bueyes. Oyó a
Caspar, todavía paseándose y murmurando en voz baja.
«Quiero irme a casa», pensó. Y por primera vez, la imagen
que le vino a la cabeza no fue la de los edificios oscuros y

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familiares de Las Ascuas, sino la de Sparks bajo el cielo
luminoso. Pensó en la casa de la doctora Hester, y en el jardín
floreciendo al sol, y en la doctora entreteniéndose con sus
centenares de plantas. Pensó en la señora Murdo, sentada en el
patio de la casa de la doctora, disfrutando del calor, y en Poppy
jugando con una cuchara, a su lado. Incluso estaba Torren en
esa imagen, ordenando sus posesiones de manera orgullosa, en
una cornisa de la ventana.
Y, evidentemente, estaba Doon. Debería haber sido su
compañero en este viaje. Si hubiera estado con ella aquí,
hubiera estado menos asustada. Le echaba de menos. Quizá
cuando volviera a Sparks ya se habría cansado de pasar el rato
con ese chico llamado Tick y estaría dispuesto a ser su amigo
otra vez.

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Capítulo 21
Ataque y contraataque

La mañana después del incidente de la fuente, Doon se


despertó a causa del clamor que ascendía desde la parte
delantera del hotel hasta su ventana. Miró hacia abajo, pero lo
único que vio fueron las cabezas de la gente apiñadas junto a
los escalones de la entrada. Bajó las escaleras con la camisa
todavía desabrochada, ondeando, para ver qué pasaba.
Las puertas del hotel estaban abiertas. A través de ellas pudo
ver una gran montaña de basura que había sido depositada en
los escalones de la entrada. Se acercó y miró. La montaña estaba
formada por verduras y frutas podridas, trapos asquerosos,
hojas verdes, palitos y trozos de enredaderas que habían sido
arrancadas de raíz.
Doon lo contempló con la misma sensación de asco que tuvo
cuando vio las palabras negras en las paredes del hotel. No se
trataba tanto de que el montículo le revolviera el estómago, sino
que quien hubiera hecho esto odiaba a la gente de Las Ascuas, y
odiaba a Doon en particular. Era un acto de venganza.
Salió y rodeó la pila de basura. Clary estaba allí de pie,
mirando las hojas y ramas.
—¿Por qué se habrán molestado en poner por encima todas
esas hojas? —dijo—. Además, son todas de la misma clase. —

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Cogió una ramita y miró con detenimiento las hojas, de color
verde brillante. Las frotó entre sus dedos y las olió—. Qué raro.
Pero la mayoría de la gente estaba demasiado furiosa como
para prestar atención a los contenidos de la pila. Un zumbido
de furia llenó el ambiente, y de vez en cuando comenzaron a
alzarse voces:
—¡Esto es una atrocidad! —gritó una voz clara y fuerte. Doon
estaba seguro de que se trataba de Tick.
Y después, una voz más aguda:
—¡Les odio! ¡Les odio! —y ésa debía de ser la de Lizzie, que
estaba allí, junto a Tick, con los pies metidos en un cubo lleno
de agua para quitarse las manchas de barro.
Después de un rato, Tick subió los escalones y dio unas
palmadas.
—De acuerdo, ¡atención todos! —llamó Tick—. Hemos vuelto
a ser atacados, y esto es peor que la primera vez. Se trata de un
insulto asqueroso que nos llena de rabia. Pero lo único que
podemos hacer de momento es sacar esto de nuestra entrada.
Pongámonos a trabajar y limpiémoslo.
Todo el mundo se puso manos a la obra. Alzaron gran
cantidad de hojas verdes y se las llevaron. Echaron la pila de
basura y la arrinconaron en los arbustos. Trajeron cubos llenos
de agua del río, y los tiraron sobre los escalones de la entrada
hasta que todo estuvo más o menos limpio. Tick supervisó
todo, dando instrucciones, pese a que, según Doon se percató,
no hizo ningún tipo de trabajo físico. «No se quiere ensuciar la
ropa», pensó Doon, malhumorado.
Una vez que todo estuvo limpio, la gente se quedó de pie,
discutiendo. Algunos querían ir hasta el pueblo en ese mismo
instante, a hacer frente a los líderes y exigir que los vándalos

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fueran castigados. Otros decían que no era una buena idea crear
problemas, porque haría que todo fuera más desagradable, y
que no era cuestión de que todo el pueblo estuviera en contra
de ellos, sino que simplemente eran algunos.
—¿Pero quiénes? —gritó alguien—. ¿Y cómo vamos a
detenerles? ¡Tenemos que detenerles!
—¡Estoy cansado de que nos culpen y nos castiguen! —gritó
otra persona.
—¡Yo estoy cansado de que nos maten de hambre!
—¿Y qué hay del invierno? —exclamó otra persona. Había
corrido la voz y la gente ya había añadido este hecho a la lista
de ofensas.
—¿Vamos a quedarnos aquí sentados a aguantar que se nos
trate así?
—¡No! ¡No! ¡No!
Doon vio cómo Tick se movía entre la multitud y se inclinaba
para hablar con la gente en el oído. Mientras cada persona le
escuchaba, sus ojos se entrecerraban y sus labios se apretaban.
Después se daban la vuelta para mirar a Tick y asentían.
Los gritos pararon después de un rato, porque la gente no
lograba decidir qué acción tomar. Si no iban a trabajar, no les
darían de comer, así que la mayor parte de ellos volvieron a su
rutina habitual: se lavaron las manos y la cara en el río,
comieron lo que les quedaba en el paquete para el desayuno y
se dirigieron a la carretera, para ir en dirección al pueblo.
Doon y su padre también fueron, pero Doon lo hizo de mala
gana.
—Padre, esta es la tercera vez que nos atacan — dijo—. ¿No
crees que deberíamos hacer algo al respecto?

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—¿Y qué es lo que propones? —le respondió su padre.
—No lo sé —dijo Doon—. Pero deberíamos hacer algo. No
podemos dejar que nos pisoteen, ¿no?
—Hijo, yo no sé cuál es la respuesta —dijo su padre—.
Estamos en una situación difícil. —Cruzó sus manos detrás de
la espalda y caminó durante un rato, mirando al suelo—. Sí que
parece que hay que tomar cartas en el asunto. El problema es
que la violencia siempre genera más violencia. Así que no lo sé.
Ese día, al equipo de Doon se le asignó trabajar en los campos
de maíz. Él y su padre pasaron horas arrodillados, quitando las
malas hierbas de la tierra. A Doon comenzó a picarle el brazo,
por lo que tenía que parar a cada rato a rascarse. ¿Le estaría
picando un mosquito? Se rascó sin cesar. Sentía como si se
tratara de cincuenta picaduras de mosquito, y no una. Y
también le sucedía en el otro brazo. Los dos le picaban sin cesar.
Finalmente, dejó de trabajar y alzó los brazos a la vista de todos.
Estaban cubiertos de ronchas rojas desde las muñecas hasta los
codos.
—¡Mira, padre! —gritó—. ¡Tengo un sarpullido! ¿Qué es?
—No lo sé, hijo —dijo su padre—. Pero yo también lo tengo.

***

El sarpullido, que escocía sin cesar, se había extendido por los


brazos, manos y caras de todos los habitantes de Las Ascuas
que habían ayudado en las tareas de limpieza de la mañana.
—¿Qué es esto? —se preguntaba la gente mientras trabajaba
en la panadería, la tienda de bicicletas, el almacén de venta de
ladrillos y los campos de tomates. Les picaba, se rascaban, y el
sarpullido se extendía, supuraba y les picaba aún más.
La gente del pueblo sabía de qué se trataba. «Hiedra

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venenosa», dijeron. Les explicaron que las hojas tenían un
líquido que, con sólo tocarlo, provocaba un sarpullido en la
piel.
—Debéis de haber estado jugueteando por el bosque —les
dijeron. Pero la gente de Las Ascuas no había estado
jugueteando por el bosque. Sabían que habían sido
envenenados. Alguien lo había hecho a propósito.
La furia se desató entre los habitantes de Las Ascuas como si
se tratara de un fuego. Los que habían sido informados sobre la
hiedra venenosa se lo dijeron a aquéllos que no lo sabían, y
enseguida todo el mundo estuvo enterado. Los que estaban
cavando dejaron las palas en el suelo. Los que estaban
recogiendo fruta tiraron las escaleras al suelo y salieron de los
campos. Alguien que estaba en la panadería le tiró un trozo de
masa al supervisor, y uno de la tienda de huevos hizo estallar
tres huevos contra una pared. La terrible picazón no hizo otra
cosa que acrecentar la furia de todos, y en poco tiempo la gente
de Las Ascuas comenzó a juntarse en las calles y en la
explanada. El grupo se convirtió en muchedumbre, y la
muchedumbre en multitud.
Doon corrió hacia el pueblo con el resto de trabajadores del
campo y se encontró inmerso en mitad del gentío. Oyó la voz
de Tick diciendo en algún lugar cercano:
—¡Nos han envenenado! ¿Qué vamos a hacer? —Cuando no
hubo más respuesta que un balbuceo confuso, la pregunta
volvió a resonar, esta vez más fuerte—: ¿Qué vamos a hacer?
Esta vez llegó una respuesta: un estrépito, y el tintineo de
cristales rotos. Alguien había tirado una piedra a una de las
ventanas del Ayuntamiento. Se alzaron los vítores, y por todas
partes Doon vio cómo la gente se agachaba para buscar piedras
que lanzar. Hubo más estrépitos y más vítores.

~217~
La gente comenzó a coger cosas de los tenderetes de la
explanada. Por encima de sus cabezas voló un frasco de
mermelada. Hubo brazos que se alzaron para intentar cogerlo,
pero no alcanzaron, y el frasco aterrizó a un par de metros de
los pies de Doon. Al romperse, manchó sus pantalones con una
gelatina roja y astillas de cristal. Doon vio a la gente metiéndose
bollos de pan en los bolsillos, y a Tick estirando el brazo hacia
atrás para lanzar una piedra a las ventanas de la torre. Vio
correr a la señorita Thorn, protegiéndose la cabeza con las
manos, y a las hermanas Hoover retrocediendo hasta la tienda
de huevos e intentando escapar. De repente, Doon se asustó.
En ese momento, las puertas del Ayuntamiento se abrieron y
Ben Barlow salió al exterior dando zancadas. Tenía la cara
desfigurada por la rabia.
—¡Paradles! —aulló—. ¡Parad a estos ladrones y vándalos!
—¡Nos habéis envenenado! —gritó alguien entre la multitud.
—¡Ya hemos tenido suficiente! —gritó otra persona, y le tiró
una patata a Ben, dándole en el estómago. Ben se dobló por la
mitad con la boca completamente abierta.
Un rugido se elevó de la multitud. La voz de Tick se alzó de
entre las demás:
—¡Llenaos los bolsillos! —gritó—. ¡Llenaos los bolsillos y
corred!
La situación se volvió caótica durante unos instantes y los
habitantes de Las Ascuas salieron de la explanada, corriendo
por las calles del pueblo hasta llegar a la carretera del río. Doon
también corría. Vio a Tick en cabeza, muy deprisa, y los
faldones de su camisa aleteando mientras corría.
«Ahora sí que somos ladrones y vándalos», pensó Doon. ¿Era
eso algo malo? ¿O era precisamente lo que se merecía la gente

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de Sparks?

**+

Esa noche, Tick recorrió los pasillos del hotel de arriba abajo,
golpeando las puertas y alentando a la gente para que fuera a la
reunión que había convocado. Muchos acudieron a la cita; al
menos unos cien, según las cuentas de Doon. Se reunieron en la
carretera, cuando el sol se ponía. Doon vio a Chet, Gill, Alle y
Elvan, de su antigua clase de la escuela de Las Ascuas, junto
con gente que conocía de las Tuberías, gente de las tiendas de
Las Ascuas, y otros. La mayoría de ellos eran chicos y hombres,
pero también había mujeres y niñas. Muchos estaban en
silencio, pero otros se susurraban cosas al oído, entusiasmados.
Formaron un semicírculo, frente a Tick, que se había subido a la
copa de un árbol. Doon vio a Lizzie a los pies de Tick,
mirándole con los ojos muy abiertos. La luna brillaba detrás de
la cabeza de Tick, dándole un halo plateado a su pelo, pero
dejando su rostro cubierto de sombras.
—De acuerdo —comenzó Tick. Hablaba bajito, pero aun así
los murmullos se acallaron al instante—. Ha llegado nuestra
hora. Nos han atacado ya tres veces, y hoy les hemos mostrado
algo de nuestra furia. Les hemos hecho entender que no podrán
volver a aprovecharse de nosotros. Deben saber que, si nos
hacen daño, también saldrán heridos. Volveremos a atacar.
Ahora somos guerreros.
Los murmullos de aprobación recorrieron la multitud. Doon,
que estaba situado en la parte trasera, oyó a varias personas
repetir las palabras de Tick:
—Sí, volveremos a atacar. Tenemos que volver a atacar.

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Somos guerreros.
—Debemos estar preparados —continuó Tick—. Cuando
llegue el próximo enfrentamiento, ya no estaremos tan
desorganizados como hoy. Tendremos un plan. Y estaremos
armados.
Hubo más murmullos y una oleada de entusiasmo.
—¿Cómo nos armaremos? —preguntó Tick. Y él mismo
respondió—: Tenemos lo que necesitamos aquí mismo, donde
vivimos. Mirad en vuestros baños. Allí encontrareis varillas de
metal muy sólidas y del tamaño adecuado. Hay suficientes para
todos.
La gente se miró entre sí, asombrada. ¿Varillas de metal, en
los baños? Pero Doon supo inmediatamente a qué se refería: las
asas de las toallas de los baños. Si las sacaban de la pared,
podrían ser armas macizas y resistentes que harían mucho
daño. Amoratarían la carne blanda, e incluso podrían llegar a
romper huesos fuertes.
Tick esperó a que hubiera corrido la voz por la muchedumbre
y todo el mundo hubiera entendido lo de las armas en los
baños. Entonces dijo:
—Hay otras maneras de armarse. ¿Alguien trajo consigo un
cuchillo de Las Ascuas? ¿Quedan pedazos afilados de cristal en
las ventanas de vuestras habitaciones? ¿Os habéis dado cuenta
de que algunas de las piedras que hay junto al río son del
tamaño justo para que quepan dentro de un puño?
Y volvió a esperar. La gente situada alrededor de Doon
asentía y murmuraba. Doon intentó imaginar cómo habría sido
el levantamiento de esa misma mañana si los alborotadores
hubieran estado blandiendo asas metálicas, cuchillos y cristales
rotos. La gente habría salido herida, y se habría derramado

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sangre. Pero, ¿y el dolor que los lugareños habían infringido a
la gente de Las Ascuas? ¿Los retortijones de hambre, la
humillación, los insultos, el terrible sarpullido? ¿Acaso una
herida no merecía otra herida? ¿No sería de cobardes echarse
atrás? Doon pensó que tendría que hacerse fuerte, no
únicamente en relación a su cuerpo, sino también a su espíritu,
a su voluntad. Le haría falta un tipo de fuerza que aún no tenía
para poder golpear a otra persona con la intención de causar
dolor.
Tick se echó hacia atrás y comenzó a hablar con voz suave. La
gente que le escuchaba chistó para que se acallaran los
murmullos, y escuchó.
—Ahora volved y dormid, mis guerreros —dijo Tick—. Los
próximos días dedicadlos a preparar vuestras armas y vuestra
voluntad. Recordad cómo os sentisteis cuando visteis esas
horribles palabras garabateadas en nuestras paredes. Recordad
cómo os sentisteis cuando el sarpullido comenzó a brotar por
vuestros brazos. La gente de Sparks volverá a ser injusta con
nosotros, de eso podemos estar seguros. Cuando eso pase,
estaremos listos.
Después de la reunión, Doon caminó de vuelta al hotel con
una sensación algo desagradable en su interior. Tick debía de
tener razón, pero había algo en el hecho de convertirse en un
guerrero que a Doon no le parecía bien. ¿Era porque era un
cobarde? No quería ser un cobarde. Realmente no pensaba que
lo fuera. Entonces, ¿cuál era el problema?

~221~
Capítulo 22
Descubrimientos

Cuando Lina se despertó al día siguiente, pensó que le


ocurría algo en los ojos. Todo se había vuelto gris. Se levantó y
miró a su alrededor. No, a sus ojos no les pasaba nada, era el
aire el que estaba raro; estaba tan espeso que apenas podía ver
nada. El camión era una mera sombra oscura, y los edificios de
la ciudad se habían desvanecido por completo.
Desde algún lugar entre las tinieblas oyó la voz de Caspar.
Estaba susurrando para sí, como había estado haciendo la
noche anterior, pero Lina sólo podía distinguir ahora un
gruñido grave y continuado, y ninguna palabra.
Una forma oscura apareció y se movió hacia ella. Era Maddy.
Se agachó y le susurró:
—No te levantes aún. Vuelve a tumbarte.
—¿Qué le pasa al aire? —le preguntó Lina.
—Se llama niebla —dijo Maddy—. Viene del agua. Ahora
vuelve a tumbarte y acurrúcate.
Lina hizo lo que le decía y alzó la manta hasta que le cubrió la
barbilla. Maddy se arrodilló junto a ella y le susurró:
—Finge que estás enferma. Gime y quéjate como si te doliera
algo. Niégate a levantarte. Ya te lo explicaré después.

~222~
Lina obedeció. Miró en dirección al remolino gris que llenaba
el aire y se quejó un poco. No le costaba simular que se sentía
mal. No había sentido tanto frío y tanta angustia en toda su
vida.
Vio a Maddy y Caspar acercándose el uno al otro y le
parecieron dos montículos sombríos en medio de la niebla.
Estaban hablando en voz alta, pero no pudo distinguir qué
decían.
Debió de quedarse dormida otra vez. Cuando volvió a
despertarse, la niebla ya no era tan espesa. A través de ella
brillaba un sol pálido, parecido a un pedazo redondo de papel.
Sin incorporarse, miró a su alrededor buscando a Maddy y la
encontró sentada en la parte trasera del camión, comiendo. No
vio a Caspar por ninguna parte.
—Maddy —susurró.
Maddy bajó de un salto y se acercó a ella.
—Ya te puedes levantar —dijo—. Se ha ido.
Lina se levantó.
—¿Ido?
Maddy asintió.
—A las ruinas. No cejará en su empeño de encontrar el tesoro.
Creo que hay algo en su cabeza que definitivamente ha dejado
de funcionar bien. Ya no estaba del todo estable antes, y ahora
ha perdido completamente el sentido. —Tomó a Lina de la
mano y tiró de ella para ponerla en pie. Juntas, doblaron la
manta—. Quiere que le ayudes con su búsqueda, que te metas
en los espacios pequeños a los que él no puede llegar. Le dije
que mañana le ayudarías, pero que hoy no te sentías bien. Así
que salió solo, para buscar él mismo. Lo llamó «exploración

~223~
preliminar».
—No quiero ir a ayudarle —dijo Lina.
—Y no lo vas a hacer —contestó Maddy—. Nos vamos.
—¿En serio? ¿Cuándo? ¿Cómo? —preguntó Lina.
—Ahora —dijo Maddy—. Ven y ayúdame.
Maddy se encaramó al camión, desató dos bicicletas y se las
tendió a Lina. Abrió el baúl de la comida y sacó algunos de los
pasteles de viajero y dos botellas de agua. Metió las cosas en
una sábana y las ató con una cuerda.
—Ten —le dijo a Lina—. Este fardo es tuyo, y la bicicleta
también.
—¿Quieres decir que vamos a volver a Sparks en bicicleta? —
preguntó Lina, mientras pensaba horrorizada en la distancia,
vasta y vacía, y en el calor insoportable.
—No tendremos que hacer todo el camino en bicicleta —dijo
Maddy—. Hay muchos vendedores ambulantes. Alguien nos
ayudará.
—¿Y vamos a dejar aquí solo a Caspar? —Lina no estaba
segura de que ni siquiera alguien tan poco estimable como
Caspar debiera ser abandonado en este espantoso lugar.
—Estará bien —aseguró Maddy—. Tiene su camión y todas
sus provisiones. No nos necesita.
Así que se ataron los fardos a las espaldas. Caminaron con las
bicicletas por la parte de la carretera que estaba llena de
escombros hasta que llegaron al lugar en que se abría la curva
que descendía colina abajo. Justo en ese momento, la niebla se
levantó y el aire volvió a ser nítido. Lina se dio la vuelta para
poder volver a echarle un último vistazo a la ciudad, la ciudad
que tanto había deseado, la que pensó que podría llegar a ser

~224~
un hogar para la gente de Las Ascuas. A la luz del sol, parecía
mucho más triste que espantosa. Por encima de los montículos
redondeados, cubiertos de hierba, los esqueletos de las viejas
torres se alzaban como guardianes. Los árboles combaban sus
troncos ante el viento, y éste surcaba la superficie del agua
verde que rodeaba los bordes de la ciudad. Lina pensó que
quizá la ciudad brillante que había visto en su mente era una
visión de un distante futuro, y no de un pasado lejano. Quizás
algún día la gente de Las Ascuas, o los tataranietos de la gente
de Las Ascuas de ahora, volverían a este lugar a reconstruir la
ciudad.
—Venga —dijo Maddy—. Montemos en las bicicletas.
Lina pasó una pierna por encima de la bicicleta y se colocó
sobre el asiento. Era una bicicleta más grande que la que se
había acostumbrado a llevar. Se agarró al manillar, empujó uno
de los pedales, y allá fue.
Desde el principio, la bicicleta se movió tan deprisa que
apenas tuvo que pedalear. Salió disparada y fue mucho más
rápido de lo que jamás había ido. El viento le levantó el pelo
hacia atrás, pasó por su ropa y casi le arrancó los párpados. Los
baches de la carretera hacían que el manillar saltara como si
tuviera vida propia, y Lina se agarró a él con una fuerza
titánica. Era totalmente aterrador y divertido a la vez.
Descendieron por la colina, Maddy y ella, solas en medio de la
autopista ancha y vacía. No tenían que pedalear, solamente
esquivar algún bache o algún escombro. El aire rápido le
llenaba la boca a Lina, y descendía corriendo hasta sus
pulmones, por lo que se echó a reír en voz alta. Era la libertad
absoluta. Cuando la pendiente se hizo menos pronunciada,
comenzó a hacer eses en la carretera con la bicicleta, y Maddy
hizo lo mismo. Gritaron y se rieron y comenzaron a hacer

~225~
carreras entre ellas. Junto a ambas, los pájaros blancos también
descendían en picado, soltando chillidos agudos.
Después la carretera se hizo recta y les tocó pedalear
duramente durante largo rato. Hicieron muchas paradas para
descansar, comer y beber agua, y pedalearon todo el día. A Lina
le dolía el trasero por el asiento, y tenía las piernas cansadas.
Como había agarrado el manillar con mucha fuerza durante
todo el día, le habían salido llagas en las manos. Pero Maddy
decía: «Solamente un poco más, un poquito, y después
pararemos», y Lina seguía pedaleando. Encontraba fuerzas de
no sabía dónde, puesto que pensaba que ya se le había agotado
toda. Finalmente, cuando se acababa el día, llegaron al lugar
donde terminaba el agua y debían girar al este, en dirección a
las colinas.
Pararon allí para pasar la noche. Encontraron un riachuelo del
que brotaba agua clara, y Maddy le contó que las hojas verdes
redondeadas que había junto a la orilla se podían comer, así que
las acompañaron con unos pasteles de viajero, unas cebolletas
silvestres y algunas moras que encontraron escondidas en unos
matorrales. Allí no había viento frío, a diferencia de en los
alrededores de la ciudad, y la noche era cálida y tranquila,
exceptuando el croar de las ranas que había en el riachuelo.
Estiraron las mantas sobre el suelo. En algún lugar en medio de
la oscuridad, una lechuza ululó suavemente, y otra le
respondió. Maddy estaba tumbada con las manos entrelazadas
sobre su amplio abdomen. A Lina, que observaba su perfil
contra el cielo, le parecía un pequeño cúmulo de colinas, sólido
y reconfortante. Así que se atrevió a hacerle una pregunta que
le había estado atormentando:
—Maddy ¿podría llegar a producirse otro Desastre como el
que ya hubo anteriormente? ¿O uno peor? ¿Qué pasaría si

~226~
mataran a cada persona y cada animal que existe?
—No te preocupes —respondió Maddy—. La gente no crea la
vida, así que no puede destruirla. Incluso si llegáramos a
eliminar hasta el último trazo de vida de este mundo, no
llegaríamos ni a tocar el lugar de donde procede la vida. Lo que
sea que hizo que las plantas, los animales y las personas
aparecieran en primer lugar siempre estará allí, y la vida
volverá a florecer.
Maddy se dio la vuelta y se cubrió con la manta hasta el
cuello.
—Ahora es hora de dormir —dijo—. Mañana volveremos a
pedalear duramente.

***

A la mañana siguiente se pusieron en marcha en cuanto salió


el sol. Lina se quejó cuando se subió a la bicicleta, porque le
dolían mucho los músculos por el esfuerzo del día anterior.
Pero enseguida entró en calor, y durante mucho rato la
carretera fue plana, así que pedalear fue sencillo.
Después de una hora, más o menos, Lina divisó algo
moviéndose delante de ellas, como un punto en la distancia.
—¡Mira! —le gritó a Maddy, que estaba un poco más atrás, y
señaló hacia adelante—. ¡Creo que es un camión! ¡A lo mejor es
un vendedor ambulante!
Unos diez minutos más tarde se habían acercado lo suficiente.
El hombre que estaba en lo alto del camión se dio la vuelta
cuando las oyó gritar. La sorpresa le iluminó el rostro, e hizo
parar a sus bueyes y bajó de un salto.
—¡Saludos! —exclamó—. ¡Qué alegría, ver a unas viajeras! No
he visto a nadie por la carretera en cuatro días!

~227~
Se trataba de un hombre bajito y fornido, con una mata
alocada de pelo negro que se elevaba unos cuantos centímetros
alrededor de su cabeza. Se llamaba Pelton Moss, y era un
vendedor ambulante, como se podía deducir de todas las cajas
y bolsas que llevaba en el camión. Pero todos los envases
estaban prácticamente vacíos, porque había vendido su más
reciente carga de bienes en un asentamiento remoto en una
bahía sur. Ahora se dirigía de vuelta hacia la zona de Sparks.
—Os llevaré conmigo si me ayudáis a recoger cosas por el
camino —dijo.
Así que durante cinco días, Lina fue vendedora ambulante.
Paraban en cada población vieja abandonada y exploraban
todas las casas en ruinas. No quedaba casi nada, ya que estas
casas habían sido inspeccionadas y hurgadas durante los
últimos doscientos años, pero a veces, si miraban con
detenimiento, encontraban cosas que los anteriores vendedores
no habían visto, o que habían considerado inútiles.
A Lina le encantaban estas búsquedas. De alguna manera era
como volver a ser mensajera en Las Ascuas, porque podía ir a
todas partes, rebuscar en cada rincón olvidado y, si tenía suerte,
descubrir cosas. Y tenía suerte.
Encontró un relicario de plata con la foto de alguien en el
interior, pero era tan antigua y estaba tan estropeada que no
pudo distinguir si se trataba de una mujer o un bebé. Encontró
un cristal redondo con un asa. El cristal hacía que todo lo que
mirara a través de él pareciera más grande.
—Una lupa —dijo Pelton—. Muy bien.
Encontró un diminuto camión rojo con ruedas que todavía
giraban. Encontró una cinta de cuero con una hebilla y dos
piezas redondas de metal enganchadas. Era demasiado corto

~228~
para ser un cinturón. En los círculos de metal había unas letras
grabadas, pero estaban tan gastadas que no las podía leer.
—Es un collar para perros —le explicó Pelton—. No es muy
útil, pero es interesante.
En una casa que había en medio de un campo, abrió un
armario que había en la parte trasera de la casa en el que
ondeaba una cortina enganchada a las portezuelas. En el
interior del armario había una caja en cuya tapa se podía leer
«Monopoly» escrito con letras desvaídas. Dentro había unos
cubos diminutos con lunares y pequeñísimos pedazos de
madera en forma de casas.
—¡Maravilloso! —exclamó Pelton—. ¡Es un hallazgo muy
poco frecuente!
En el armario también había otra caja con un dibujo de un
jardín en la parte superior, y dentro, un montón de piezas de
cartulina con formas extrañas. Y en la parte trasera del armario,
entre un revoltijo de muñecas rotas, páginas destrozadas de
libros y pequeños recipientes de pintura seca, Lina encontró un
pedazo de metal de unos cinco centímetros que Pelton dijo que
era un imán.
—Ponlo junto al camión —le explicó— y verás cómo se
engancha.
Pese a que le encantaba la búsqueda, Lina no podía evitar
pensar cómo sería para la gente de Las Ascuas llegar a esa tierra
vacía e intentar fundar un pueblo. ¿Cómo harían para convertir
la tierra dura y agrietada en unos campos de cosecha? ¿Con qué
edificarían sus casas? ¿Qué comerían mientras trabajaban la
tierra y construían los refugios? Una imagen cruzó su mente: las
cuatrocientas personas de Las Ascuas desperdigadas por los
campos marrones como una bandada de pájaros perdidos,

~229~
escarbando en el suelo seco en busca de semillas o insectos,
acurrucándose bajo unos árboles en busca de sombra,
intentando construir refugios a partir de palos o paja. Le
recorrió un escalofrío e intentó olvidarse de la imagen. Era
mejor concentrarse en la búsqueda.
Maddy no buscó demasiado. No le gustaba agacharse y
arrastrarse debajo de las cosas, estrujando su cuerpo
voluminoso para que entrara en espacios pequeños. Mientras
Lina y Pelton exploraban, ella caminaba por los campos y los
jardines abandonados de las casas en busca de árboles frutales,
parras silvestres y las hojas, raíces, frutos secos y hongos que
fueran comestibles. Lina solía mirar por la ventana de la casa en
la que estuvieran y para ver a Maddy metiéndose por un campo
de hierba crecida, que le llegaba hasta la rodilla, en dirección a
un manzano. O distinguía su ancha espalda entre los
matorrales, recogiendo bayas. A veces, simplemente se quedaba
sentada. Lina la veía en una antigua silla de jardín,
contemplando el paisaje a través del campo, o de una calle, sin
moverse. «¿En qué pensará?», se preguntaba Lina en esas
ocasiones. Parecía muy seria.
Al atardecer del tercer día, se detuvieron junto a una zona
ancha y tranquila del río. Mientras el sol descendía, se sentaron
a orillas del río tomando té frío que Pelton hacía con hojas de
menta, y hablaron. Pelton les explicó los lugares que había
visto, y Maddy y Lina le contaron la búsqueda de Caspar en la
ciudad, y su estudio alocado de las viejas canciones sobre el
tesoro.
—Ah, sí —dijo Pelton—. He oído esas viejas estrofas toda mi
vida, y mi padre también las había oído antes que yo. Es un
verso antiguo, o una canción, creo, de hace mucho tiempo, que
se ha ido mezclando y confundiendo con los años. Todo el

~230~
mundo lo dice de maneras distintas. Es algo así —y comenzó a
cantar con voz dulce y desafinada:

«Hay un tesoro escondido en la vieja ciudad.


Recuerda, recuerda, de tiempos pasados.
Lo que está oculto, volverá a ver la luz.
Es mucho más preciado que los diamantes y el oro.»

—Así es como yo la he escuchado, proveniente de un viejo


que vive en las montañas cerca de Angel Rock. También he
oído otra versión de Maggie Pierce, de la zona de Falten Ella lo
canta así:

«Recuerda las aspas, las aspas recuerda, donde el tesoro está


escondido bajo la tierra.
La ciudad, la ciudad, las aspas recuerda
Allá es donde el tesoro será encontrado.»

Lina le miró. Abrió la boca de par en par, y las cejas le


salieron disparadas hacia arriba, y el corazón le martilleó en el
pecho.
Él se echó a reír.
—¿Qué miras con tanto asombro? ¿Crees que encontrarás el
tesoro? Ya nadie cree en esas viejas tonterías. Son disparates
para niños, canciones viejas que se rehacen para que se
duerman los críos.
—Alguna gente todavía se lo cree —apuntó Maddy—. Pero

~231~
sólo aquellos que están un poco locos. Y los que tienen un
grado importante de avaricia.
—Eso es cierto —dijo el vendedor ambulante—. He conocido
a varios de ésos. Uno de ellos estaba convencido de que el
tesoro se encontraba en la vieja ciudad de Sanazay, y se pasó
toda la vida escarbando entre las ruinas, buscándolo.
Finalmente murió cuando se le desplomó encima una
chimenea.
Maddy gruñó.
—La gente cree cosas sin sentido —dijo.
Lina negó con la cabeza y comenzó a sonreír.
—No, no —dijo—. Estáis equivocados —se echó a reír, sin
poder evitarlo—. No son tonterías, es verdad. ¡Estoy segura,
estoy segura!
Lo que finalmente sabía le parecía tan maravilloso y
asombroso que pegó un salto y comenzó a reír de nuevo.
—Tú sí que haces tonterías.
—¡No son tonterías! ¡La ciudad de esos versos es la ciudad de
la que yo vengo!
El vendedor miró a Maddy de reojo.
—¿Qué le pasa? —preguntó—. ¿Tiene fiebre, o algo así?
Maddy agarró a Lina de la mano.
—Cálmate —dijo—. Explica de qué estás hablando.
Así que Lina lo explicó.
—Vuelve a cantar la primera estrofa, la primera de la segunda
canción.
Pelton la miró con cara rara, pero cantó:

~232~
—«Recuerda las aspas, las aspas recuerda, donde el tesoro está
escondido bajo la tierra».
—Esa primera estrofa —dijo Lina—. Estoy segura de que
tendría que ser: «Recuerda Las Ascuas, Las Ascuas recuerda». Ése
es el nombre de mi hogar. Estaba bajo tierra.
—No me lo creo mucho —dijo Pelton.
—Creo que es cierto —dijo Maddy—. Todos lo dicen, los que
llegaron de allí.
—¿Y qué hay del tesoro, entonces? —preguntó Pelton.
—¡Somos nosotros! —gritó Lina—. ¡La gente de Las Ascuas
somos el tesoro! —sintió una súbita oleada de amor por su vieja
ciudad—. Vuelve a cantar la primera canción, las últimas líneas.
Pelton cantó:
—«Lo que está oculto, volverá a ver la luz. Es mucho más preciado
que los diamantes y el oro».
—¿Lo veis? —exclamó Lina—. ¡Volverá a ver la luz! ¡Nosotros
volvimos a ver la luz! ¡Y somos mucho más preciados que los
diamantes y el oro porque pensaban que podríamos ser los
únicos vivos, los únicos que quedábamos!
Los tres se miraron entre sí, atónitos.
—Creo que tiene razón —dijo Maddy, finalmente.
—Quizá sí —reconoció Pelton. Miró a Lina con curiosidad—.
¿Vivíais bajo tierra?
Así que durante el resto de la tarde, Lina les explicó todo
sobre la ciudad de Las Ascuas, su trabajo de mensajera y el
modo en que Doon y ella habían encontrado la salida. Cuando
finalmente se prepararon para dormir, ya era muy tarde. Al
principio Lina no pudo dormir, pensando en las viejas
canciones y en lo que significaban. Alguien, tiempo atrás, había

~233~
tenido la esperanza que alguna gente sobreviviera y había
querido que recordaran su ciudad y el tesoro que contenía, el
tesoro más valioso de todos: ella, su familia, y todas las
generaciones de personas que habían vivido en ese lugar
secreto. Su propósito, aunque ellos no lo sabían, era lograr que
los humanos no desaparecieran del mundo, sin importar lo que
sucediera en el exterior.

~234~
La tercera reunión del Ayuntamiento

Después del saqueo de la explanada, los tres líderes del


pueblo subieron a la habitación de la torre para hacer una
reunión de urgencia. Se dejaron caer en sus sillas y estuvieron
sentados sin hablar durante un momento, contemplando el
desastre bajo sus pies.
—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Wilmer.
Ben apretó los puños y los puso sobre la mesa que tenían
delante.
—La gente de la cueva tiene que irse —dijo.
—¿Irse? —repitió Mary.
—Irse —dijo Ben—. Tienen que irse lejos de aquí.
—Pero aún no han pasado los seis meses —dijo Wilmer.
—Deben irse ahora —dijo Ben—. Es mejor para ellos, en
cualquier caso. Así podrán instalarse antes de que comience el
invierno.
—No van a querer marcharse —dijo Wilmer, retorciendo
ansiosamente una hebra de su cabello—. Creo que han
entendido que no hay ningún sitio adonde ir.
—Deben irse —dijo Ben—. No podremos sentirnos seguros
mientras estén aquí. Si se niegan, les obligaremos. Tenemos los
medios para hacerlo.

~235~
Hubo un largo silencio. Ben y Mary se miraron. Los ojos de
Wilmer iban de uno a otro rostro, ansiosamente.
Finalmente, Mary puso las palmas de las manos sobre la mesa
y exhaló aire lentamente.
—Estás hablando del Arma —dijo.
—Exacto —respondió Ben—. La tenemos para situaciones de
emergencia extrema. Creo que esto es una emergencia.
—Nunca la hemos usado —dijo Wilmer—. Ni siquiera
sabemos cómo ponerla en funcionamiento.
—Yo creo que es una imprudencia usarla —dijo Mary—.
Siempre hemos intentado no repetir los errores de nuestros
ancestros. Usar el Arma sería el primer paso para seguir el
camino que tomaron ellos.
—A lo mejor no tenemos que usarla de verdad —dijo Ben—.
Todo lo que tenemos que hacer es amenazarles con ella. Con
sólo verla ya harán lo que les digamos. Es decir, irse.
—Lo que propones es mandar a cuatrocientas personas a una
muerte segura —afirmó Mary.
—No necesariamente —respondió Ben—. El pueblo de Sparks
empezó casi de cero, ¿por qué no pueden hacer ellos lo mismo?
—No es cierto que empezáramos de cero. Los fundadores de
Sparks llegaron de las viejas ciudades, con un camión lleno de
comida y provisiones como para poder aguantar durante
meses. Esta gente no tiene nada en absoluto.
—Pues les mandaremos un camión, entonces —dijo Ben—.
Con tanques llenos de agua, algo de comida y algunas cosas
básicas.
—Eso les duraría una semana —dijo Mary—. Además, no han
tienen suficiente habilidad; no han tenido tiempo de aprender

~236~
nada.
Ben suspiró, con impaciencia.
—¿Acaso tenemos que someter a nuestra gente a privaciones
y peligros por culpa de una panda de refugiados de una cueva?
¿Acaso nuestro trabajo no consiste en proteger a nuestra gente?
—Pero, si se rebelan contra esta decisión, ¿entonces, qué
hacemos? —cuestionó Wilmer.
—Creía haber dejado claro ese punto —dijo Ben—. Usaremos
la fuerza. Es nuestra única opción. —Reflexionó durante un
momento, frunciendo el ceño, mirando el aire que había por
encima de la cabeza de Wilmer—. Pondremos el Arma en un
camión y la llevaremos al hotel. Y si oponen resistencia, ahí
estará, lista para ser usada —dio un golpe sobre la mesa con el
puño—. Yo digo que les demos un día para prepararse. Pasado
mañana deben dejar Sparks. Todos. Para siempre. ¿Lo
sometemos a votación?
Asintieron.
—Yo voto que sí —dijo Ben—. Deben irse.
—Yo voto que no —dijo Mary.
Wilmer se miró las manos. Tragó saliva y tomó aire,
temblorosamente.
—Yo... —dijo—. Yo voto... que sí.
Así que se tomó la decisión. Lo harían público esa misma
noche. Reunirían a la gente de Las Ascuas después de que
hubieran terminado de trabajar, antes de que pudieran regresar
al hotel. Ben sería el encargado de decirlo. Debería dejar claro
que se trataba de una decisión definitiva.

~237~
Capítulo 23
Preparándose para la guerra

El anuncio dejó atónitos a todos los de Las Ascuas. Esa noche,


avanzaron como un tumulto por los pasillos del hotel Pionero.
La gente lloró, gritó y se quejó. En la entrada, Doon se encontró
con un grupo metido en una gran pelea.
—Todo ha sido culpa del chico Hassler —gritó alguien—. Él
fue quien empezó con el saqueo, quien animó a la gente.
—¡No! ¡Él nos defendió! ¡Les dio lo que se merecían! —gritó
otra persona.
—¡Es un alborotador!
—¡Es un héroe!
Doon comenzó a subir las escaleras. A mitad de camino se
cruzó con Lizzie, que tenía la cara enrojecida a causa de la
emoción. Ella le agarró del brazo.
—No dejará que nos echen, ¿verdad? —exclamó.
—¿De quién hablas? —preguntó Doon.
—De Tick. Estoy segura de que nos salvará. Es tan valiente,
¿verdad? Él logrará que cambien de opinión —dijo, y acto
seguido bajó corriendo las escaleras.
Pasaron muchas horas antes de que la gente se fuera a dormir

~238~
aquella noche. El ruido en los pasillos seguía y seguía. Alguna
gente gemía y decía que iban a morir todos, otros instaban a
luchar, y otros juntaban sus cosas y las metían en bolsas. Sadge
estaba tan asustado por lo que pasaba que se acurrucó en el
rincón con la manta sobre la cabeza. Pero Doon, su padre y
Edward Pocket se quedaron hablando durante largo rato.
—No sé como podríamos construir un pueblo desde la nada
en las Tierras Vacías —dijo Doon—. No creo que piensen que
seremos capaces; nos moriríamos de hambre en el intento. No
podemos irnos. No pueden obligarnos.
Su padre, que estaba sentado, apoyado contra una pared con
las rodillas elevadas, agitó la cabeza con tristeza.
—No lo sé —dijo—. Ese Arma que tienen... Podrían usarla
para obligarnos a irnos.
—¿De qué podría tratarse? —preguntó Doon—. ¿Una única
arma? No lo entiendo.
—Para que resulte efectiva —dijo Edward Pocket con su voz
más erudita— un arma debe entrar en contacto con la persona o
personas contra la que se usa. La pregunta es la siguiente:
¿cómo puede una sola arma ser efectiva contra cuatrocientas
personas? Mi apuesta es que tiene que tratarse de algo muy
grande que podría caer sobre nosotros para aplastarnos.
—Pero ¿dónde la esconderían, si fuera tan grande? —
preguntó Doon—. Tendría que ser del tamaño de una montaña.
—Podría ser un animal —dijo el padre de Doon—. Podría ser
que lo tuvieran en una jaula, en el sótano del Ayuntamiento. Un
animal muy feroz que soltarían contra nosotros.
—O una cosa parecida a la hiedra venenosa, pero peor —
apuntó Doon—. Una especie de veneno con el que rociarnos.

~239~
Su padre asintió, pensativo.
—Sí —dijo—. Eso podría ser.
—Pero, padre, tenemos que luchar contra ellos, ¿no crees? —
dijo Doon—. Sin importar lo que sea ese Arma. No podemos
irnos así. ¡Es tan injusto!
Edward Pocket, que hasta ese momento había estado sentado
con las piernas cruzadas en el suelo, se alzó trabajosamente.
Apretó los puños y los levantó, como dispuesto a golpear a
alguien.
—¡Yo no me voy! —gritó—. ¡Que intenten obligarme!
¡Encadenaré una pierna a uno de sus viejos árboles!
Sadge gimió desde debajo de su manta.
—Además —siguió Edward— aquí tengo mucho trabajo que
hacer. Me necesitan. ¡Nos necesitan a todos! —volvió a
sentarse—. Probablemente mañana vuelvan a cambiar de
opinión.
—No lo creo —contestó el padre de Doon—. Ese Ben parecía
hablar en serio.
—Entonces, ¿qué hacemos, padre? —preguntó Doon—.
Luchamos, ¿verdad?
El padre de Doon suspiró. Estiró las piernas y bajó la vista
hacia sus rodillas.
—Piensa en lo que significaría luchar —dijo—. Pongamos que
nos atrincheramos dentro del hotel y nos negamos a irnos.
Vienen hasta nosotros con el Arma, sea lo que sea. Algunos
salen heridos, otros mueren. Salimos a enfrentarnos a ellos con
las armas que podamos juntar: palos, o trozos de cristales rotos
—se pasó las manos por el pelo y volvió a suspirar—. Puede
que incendien el hotel. A lo mejor corremos hasta el pueblo, les

~240~
robamos comida y nos persiguen y nos hacen daño. Nosotros
les hacemos daño a ellos. Al final, puede que les causemos tanto
daño que estén demasiado débiles para obligarnos a irnos. ¿Y
qué tenemos? Amigos, vecinos y familias, todos muertos. Un
sitio medio destruido, y los que quedan, cargados de odio hacia
nosotros. Y nosotros mismos tendremos que vivir con los
recuerdos de las cosas espantosas que hemos hecho.
Doon se imaginó todo lo que decía su padre a medida que
éste hablaba. Hasta ese momento no había pensado realmente
lo que implicaría luchar.
—Pero aun así —dijo— al menos algunos sobreviviríamos y
tendríamos un sitio en el que vivir. Si nos vamos a las Tierras
Vacías, moriremos todos.
Su padre sacudió la cabeza.
—No lo sé, Doon. Debo admitir que no sé lo que deberíamos
hacer.
—Yo sí sé lo que voy a hacer —dijo Edward Pocket.
—¿Qué? —preguntó Doon.
—Me voy a dormir —dijo Edward. Se dirigió al armario y se
acurrucó dentro—. Despertadme cuando lo tengáis todo
pensado.

***

Más o menos una hora más tarde, se oyeron ruidos de pasos


en el pasillo junto con golpes en las puertas, seguidos, sin parar.
La voz de Tick bramaba:
—¡Llamando a todos los luchadores! —gritó—. ¡Luchadores!
¡Todos los que se resistan a ser desterrados! Encontrémonos en
el principio de la carretera. ¡Debemos tramar un plan! —los
pasos se hicieron más lejanos, y Doon oyó el mismo mensaje

~241~
repetido por todo el pasillo, cada vez más lejos.
Se puso otra vez la ropa y los zapatos. Pese a lo que su padre
había dicho, seguía sin pensar que la gente de Las Ascuas
debiera irse silenciosamente a los páramos. De alguna manera,
deberían resistir, y Tick era el único que tenía un plan.
El pasillo estaba lleno de gente. Unos cuantos murmuraban
entre sí, aunque la mayoría permanecía en silencio. Todos se
dirigían a las escaleras. En el exterior, la noche era cálida, pero
un viento inquieto agitaba los árboles y las nubes volaban
raudas entre las estrellas. Doon se dirigió, junto a los otros,
hasta el punto de encuentro.
Tick se quedó junto a unos arbustos, en un claro iluminado
por la luna. Cuando la gente se hubo acercado, alzó su asa
metálica, y todos los susurros se acallaron.
—Escuchadme atentamente —dijo Tick. Habló con voz
tranquila, sin levantarla demasiado, pero cada palabra sonó
clara y cortante—. El día en que nos han ordenado que nos
vayamos, pasado mañana, nos juntaremos al amanecer, frente
al hotel. Llevad vuestras armas con vosotros. Sigue habiendo
gente que no se ha decidido a luchar, y algunos ya están listos
para irse dócilmente a las Tierras Vacías, siguiendo órdenes.
Queremos que cambien de idea. ¡Alzad vuestras armas! Gritad
nuestro grito de guerra: «¡No nos iremos!». Recordadles las
palabras negras de odio escritas con barro en la explanada y en
las paredes de nuestro hotel, y las hojas venenosas de la
entrada. Haremos que esos cobardes se avergüencen ante su
debilidad. Haremos que entiendan que obedecer órdenes
malvadas es una desgracia. La mayoría de ellos, quizá todos, se
nos unirán. Y una vez se nos hayan unido, entraremos en el
pueblo, gritando, desafiantes y fuertes, y en la explanada nos
enfrentaremos a los líderes del pueblo y haremos nuestras

~242~
peticiones.
Un par de personas alzaron los puños y gritaron a modo de
aprobación.
—¿Cuales son nuestras peticiones? —preguntó Doon. Estaba
de pie, en la parte delantera de la multitud, a unos metros de
Tick.
—Son las siguientes —dijo Tick—: Exigimos ser reconocidos
como ciudadanos de pleno derecho de este pueblo, y no ser
abandonados en medio de la nada. Exigimos ser alimentados
adecuadamente. Exigimos lugares decentes en los que vivir.
Exigimos el fin de las reglas injustas y los insultos.
Doon pensó que se trataba de peticiones razonables.
—¿Y si se niegan a aceptar las peticiones? —preguntó.
—Entonces, evidentemente, lucharemos.
—Pero tienen ese Arma Terrible de la que hablan —dijo
Doon—. ¿Qué hay de eso?
Otros repitieron su pregunta.
—Sí, ¿qué hay del Arma?
Tick sonrió. Sus dientes se reflejaron, blancos, gracias a la luz
de la luna.
—Tienen un arma —dijo—. Nosotros tenemos muchas. Y
cada arma, en las manos adecuadas, es un motor de poder. —Su
voz se elevó—. Les atacaremos, ¡así! —gritó, mientras cortaba el
aire de un silbido con su palo de acero. La punta del asa dio
contra el suelo, y se clavó firme en él. Volvió a alzarla y la dejó
caer varias veces, golpeando los troncos con tanta fuerza que el
acero penetró la corteza. Dio varias vueltas, aporreando los
arbustos tras él—. ¡No podréis vencernos! —le gritó a un
enemigo imaginario—. ¡Tenemos la verdad de nuestro lado!

~243~
¡Derramaremos vuestra sangre! ¡Os romperemos los huesos! —
y comenzó a golpear y rebanar en el aire, entre los arbustos. Las
hojas volaron, y las ramitas se partieron.
Algo revoloteó y cayó. Doon pudo verlo. Tick también. Se
detuvo durante un instante y bajó la vista. A sus pies yacía una
cría de pájaro que debía de haber estado escondida en medio de
los arbustos. Cayó hacia un lado, con el pico abierto.
—¿Veis? —gritó Tick—. ¡El enemigo cae a mis pies! —Alzó el
palo—. Con un golpe lo...
Doon dio un paso adelante y agarró el brazo de Tick.
—No —dijo.
Tick intentó librarse de Doon. Después se relajó, bajó su arma
y sonrió.
—De acuerdo —dijo—. De todas maneras, creo que está
muerto. —Puso la punta de su zapato bajo el pájaro y lo lanzó
lejos, hasta la hierba—. Pero para que os hagáis una idea —
volvió a decir, volviéndose de vuelta a sus guerreros—.
¡Imaginaos a cientos de nosotros haciendo eso! Seremos
invencibles —su cara estaba iluminada por el júbilo.
Y entonces fue cuando los vagos sentimientos de desagrado
de Doon se juntaron para formar una única idea: «Tick quiere
una guerra. La idea de la guerra le excita y le hace feliz. Pero a
mí no. La idea de la guerra me pone enfermo».
Esa noche, el camino de Doon se separó del de Tick. Anduvo
de vuelta al hotel y subió las escaleras muy despacio, con el
corazón sombrío. Seguía sin saber qué haría pasado mañana.
Todo lo que sabía es que no quería a Tick como comandante. Él
sería su propio comandante.

~244~
TERCERA PARTE
La decisión

~245~
Capítulo 24
Lo que Torren planeó

Torren escuchó las novedades de boca del viejo Sal Ramírez,


que llegó aquella noche a su casa para que la doctora le echara
un vistazo a su ojo infectado.
—Se les ha ordenado que se vayan —le dijo Sal a la doctora
Hester, mientras ésta se inclinaba sobre él, y él bajaba un
párpado—. La gente de la cueva. Pasado mañana.
—Eso no puede ser cierto —dijo la doctora. Sumergió una
cuchara en una pequeña jarra de cristal llena de un líquido
transparente—. Inclina la cabeza hacia atrás —le ordenó. Y le
echó unas gotas en el ojo.
—Es cierto —replicó Sal—. Ben les dijo que se fueran.
—Pero ¿cómo harán? —preguntó la doctora—. No tienen
ningún sitio adonde ir.
—Algunos de ellos se negaron —contestó Sal, secándose los
ojos—. Dicen que van a luchar. Ben dijo que si se resistían
sacaría el Arma.
—¡El Arma! —la doctora depositó la jarra sobre la mesa y
miró a Sal—. ¿Acaso Ben se ha vuelto loco?
—No lo sé —dijo Sal.
Torren escuchó desde su lugar, en el asiento de la ventana,

~246~
temblando de entusiasmo. ¡Iba a haber una guerra en Sparks,
allí mismo! ¡Y el Arma terrible sería finalmente usada, contra la
gente de la cueva! Siempre había deseado saber qué era el
Arma. Ahora, finalmente, lo sabría.
Sal se fue, apretando una venda contra el ojo. La doctora se
sentó frente a la mesa y miró por la ventana, contemplando el
cielo del oeste, del color del fuego.
—¿Cómo hemos llegado a esto? —preguntó, pero no parecía
estar hablando con Torren.
La expresión de su rostro hizo que la excitación de Torren se
mezclara con algo de miedo. Él pensó que no quería formar
parte de la guerra, en realidad. Podría salir herido. El Arma
podría darle accidentalmente a él, y no a la gente de la cueva. Él
simplemente quería ver la guerra, no luchar en ella.
—¿Dónde será la guerra? —le preguntó Torren a la doctora.
—¿Qué? —ella le miró como si hubiera olvidado que él estaba
presente.
—La guerra —dijo—. Pasado mañana. ¿Dónde será?
—Estás diciendo tonterías —contestó la doctora—. Si hay una
guerra, será en todas partes —se levantó lentamente,
apoyándose con un brazo sobre la mesa. Su rostro reflejaba
gravedad, y se encaminó a su habitación sin dar las buenas
noches.
Torren se fue a la cama y se quedó allí pensando durante
mucho rato. Decidió que pasado mañana, el día del inicio de la
guerra, se levantaría antes que todos los demás. Se vestiría,
cogería un pedazo de pan de maíz de la cocina y se lo metería
en el bolsillo. También se llevaría un cuchillo, por si la guerra se
acercaba demasiado. Después iría hasta la explanada y se
subiría a lo alto del pino, tan alto que podría estar escondido de

~247~
lo que pasara abajo. Desde allí, podría verlo todo.

~248~
Capítulo 25
Terror a último momento

Mientras el camión de Pelton se acercaba más y más al pueblo


de Sparks, la impaciencia de Lina aumentaba. Deseaba ver a
Poppy, a la señora Murdo y a Doon.
—Otro día de viaje —dijo Pelton—. Estaremos en Sparks
mañana por la mañana.
Esa noche Lina estaba tan nerviosa que casi no pudo dormir.
Su cabeza galopaba hacia adelante, en dirección a la gente a la
que vería a la mañana siguiente, y hacia atrás, pensando en
todo lo que había visto a lo largo de su viaje. Finalmente
durmió algunas horas antes de que fuera de día, y cuando se
despertó, se dio cuenta inmediatamente de que algo en el aire
había cambiado. Se había levantado el viento, un viento cálido
y racheado, que doblaba la hierba marrón y agitaba las hojas de
los árboles. El azul del cielo había dado paso a un gris desvaído,
y el calor parecía ser más abrasador que nunca. Sintió que había
algo inquietante en el aire, un aviso, como las primeras señales
de fiebre cuando llega una enfermedad.
—Hoy podríamos llegar a los cuarenta grados —dijo Pelton—
. Pero en una semana o dos, el calor comenzará a ceder.
Estamos cambiando de estación. Se puede sentir en el aire.
Se pusieron en marcha temprano. Después de una hora más o

~249~
menos, Lina vio los campos y los edificios de Sparks a lo lejos.
Se levantó —estaba sentada en la parte delantera, entre Maddy
y Pelton— y se protegió los ojos con la mano para poder ver
mejor. Allí estaba lo que ahora le parecía su hogar: las pequeñas
casas marrones y sólidas y los pulcros campos a su alrededor.
Cuando llegaron a la carretera que llevaba al hotel Pionero,
Lina súbitamente tuvo una idea.
—Dejadme aquí —dijo—. Quiero decirle a Doon que he
vuelto. Caminaré el trozo que queda.
Le agradeció a Pelton toda su ayuda y él le dio las gracias a su
vez.
—Llévate algunas de las cosas que encontraste —le dijo—. Lo
que tú quieras.
Ella revolvió entre las cajas hasta encontrar la lupa, el imán y
el pequeño camión rojo, y las metió en su bolsa.
—Iré al pueblo a ayudar a Pelton a comprar y vender —le dijo
Maddy a Lina—. Nos encontraremos después en la casa de la
doctora.
Lina bajó del camión de un salto. Corrió rápidamente por la
carretera que llevaba al hotel, con las piernas ágiles y fuertes, y
el pelo ondeando al viento.
Esperaba ver gente junto al río, lavándose, y a otros en los
escalones de la entrada, desayunando, preparándose para ir a
trabajar. Pero el terreno del hotel estaba desierto, y cuando se
dirigió al interior del edificio, encontró a algunas personas en la
recepción, pululando, confundidas. Algunas de ellas lloraban.
Vio a las dos hermanas Hoover, una de ellas gimoteando, y la
otra consolándola. Vio a la vieja Nammy Proggs, sentada sobre
una manta enrollada, murmurando para sí. Vio a gente
discutiendo entre sí y oyó voces enfadadas, inquisitivas y

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miedosas.
Durante un segundo se quedó quieta mirando,
preguntándose qué estaría pasando. Entonces, alguien la
reconoció.
—¡Lina! —su nombre resonó por encima del barullo. Las
cabezas se giraron, y la gente corrió hasta ella, rodeándola.
—¡Has vuelto! ¿Dónde has estado? ¡Creíamos que habías
desaparecido para siempre! —vio el rostro de Clary, sonriendo,
y oyó las voces de los amigos de la escuela, y la de capitana
Fleery, la jefa de los mensajeros de Las Ascuas, y la de alguien
trabajaba en la zapatería.
—¿Estás bien? —decían—. ¡Menudo momento para volver!
¿Por qué te fuiste? ¿Dónde has estado? —las manos se
acercaban a ella, los brazos la envolvían en abrazos. Vio como
una cabellera rojiza subía y bajaba; era Lizzie saltando en el
aire, intentando ver a través del gentío, y vio a la señora Polster,
sonriéndole, y a la señorita Thorn a su lado.
—¡Estoy bien! ¡Estoy bien! —dijo—. ¡Estoy tan contenta de
haber vuelto! Pero ¿qué está pasando aquí? ¿Y dónde está
Doon?
—¡Estoy aquí! —era la voz de Doon. Allí estaba, bajando las
escaleras. Lina se abrió paso entre la multitud que le daba la
bienvenida y corrió hasta él. Doon no habló, simplemente
adelantó el brazo y le cogió la mano. La expresión de su cara le
asustó. ¿Estaba enfadado?
—Vamos fuera —le dijo.
Ella le siguió a través de un pasillo hasta una puerta que
había en la parte trasera del hotel. Allí había una pequeña
terraza de cemento, rodeada de un muro bajo. Detrás del muro,
las ramas de un árbol polvoriento se movían arrastradas por el

~251~
viento. Don se sentó en el muro y tiró de ella para que se
sentara junto a él.
Durante un momento no dijo nada. Cuando habló, su voz fue
un grito áspero:
—¿Dónde has estado? —exclamó—. ¿Acaso no sabías que
todo el mundo se iba a preocupar por ti? ¿No sabías que todo el
mundo pensaba que habías muerto?
Lina se encogió hacia atrás.
—No pensaba irme tanto tiempo —explicó—. Fue un error,
pensé...
—¡Has estado fuera casi un mes! —dijo Doon.
—Fue por la ciudad, Doon. Pensé que la ciudad sería como
los dibujos que hacía. Pensé que quizá podríamos ir allí, todos
nosotros, y vivir allí, y... ser felices —terminó, con voz débil.
—Me podrías haber dicho que te ibas —dijo Doon—. A lo
mejor a mí también me hubiera gustado ir. ¿Pensaste en eso?
—En realidad no pensé en absoluto —dijo Lina—.
Simplemente vi la oportunidad y me fui. Pero si hubiera
pensado en ello... —recordó, y frunció el ceño— probablemente
hubiera deducido que no hubieras querido venir. Porque
estabas demasiado ocupado con ese... Tick.
La cara de Doon se ensombreció.
—Ah —dijo—. Bueno, tenías razón... supongo que estaba...
pensé que Tick podría ser... —Doon se detuvo, y se ruborizó—.
Lo siento.
—Yo también lo siento —dijo Lina. Se quedaron en silencio
durante un momento. Después Lina dijo:
—¿Nos perdonamos el uno al otro?

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—De acuerdo —contestó Doon, y sonrió.
Lina sonrió a su vez.
—Pero ¿qué está pasando aquí? —preguntó—. ¿Por qué está
tan enfadado todo el mundo?
—¡Nos han ordenado que nos vayamos, Lina! ¡Nos han dicho
que debemos irnos mañana por la mañana!
—¿Qué? —Lina no podía asimilarlo—. ¿Quién tiene que irse?
—¡Todos nosotros! ¡Toda la gente de Las Ascuas!
—Pero ¿adónde?
—A las Tierras Vacías. Nos han dicho que tenemos que
buscarnos la vida solos. Completamente solos.
La boca de Lina se abrió de par en par. Su mente era pura
confusión.
—Pero ¿cómo podemos hacer eso? ¿Qué comeríamos?
¿Dónde viviríamos? —la terrorífica imagen de la gente de Las
Ascuas dispersos como pájaros en medio del campo seco y
vasto volvió a su mente—. ¡Ahí fuera hay lobos y bandidos!
—Lo sé —respondió Doon—. Y pronto será invierno. ¿Has
oído hablar del invierno?
Lina negó con la cabeza. Cuando Doon se lo explicó, sus ojos
se abrieron como platos a causa del asombro.
—Durante todo el tiempo que has estado fuera, Lina, nos han
hecho cosas horribles. Lo primero fue eso que hizo el chico ése,
Torren.
Le contó que Torren le había acusado a él por lo de los
tomates chafados.
—¿Dijo que te había visto?—gritó Lina, escandalizada.—¿Por
qué haría una cosa así?

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Doon se encogió de hombros.
—Pregúntaselo tú. Yo no lo sé. —Continuó contándole lo que
había estado pasando—. ¡Nos han echado de sus casas! ¡Han
escrito cosas odiosas en nuestras paredes! ¡Nos han envenenado
con hojas!
—Pero ¿por qué? ¿Qué les hemos hecho nosotros? —dijo
Lina. El viento le alborotó el pelo sobre los hombros y tuvo que
agarrar algunos mechones para que no se le enredara.
—Nos comimos su comida —dijo Doon—. Eso fue lo
principal. Pero también sucedieron otras cosas. —Le contó todo
sobre el saqueo en la explanada, y lo que había pasado en la
fuente—. Ahora nos han amenazado con usar su Arma contra
nosotros si no nos vamos. Así que Tick dice que debemos usar
nuestras armas contra ellos.
—¡Nuestras armas? ¿Qué armas?
Doon suspiró. Por primera vez, Lina se dio cuenta de lo
delgado que estaba. Vio las ojeras oscuras bajo sus ojos.
—Tengo mucho que contarte. Y solamente tenemos el día de
hoy.
—Pero no he estado en casa —dijo Lina—. Tengo que ver a
Poppy y a la señora Murdo. ¿Siguen en casa de la doctora?
¿Poppy está bien?
Unas hojas secas revolotearon entre sus piernas. El viento le
azotaba el pelo. El mundo entero había cambiado de repente,
solamente en esa media hora. Se le hizo un nudo en la garganta
y sintió cómo se le agolpaban las lágrimas en los ojos.
—Sí, siguen en casa de la doctora —contestó Doon—. Venga,
iré contigo. Hablaremos allí.
—Espera —dijo Lina—. Te he traído un regalo. Dos regalos.

~254~
—Desenvolvió el fardo que llevaba consigo desde la ciudad,
sacó el imán y la lupa y se los entregó a Doon—. Esto es un
imán. Si lo pones contra el metal, se pega a él. Supongo que no
es muy útil, pero es interesante. La otra es para aumentar cosas.
Quiero decir, que hace que parezcan más grandes.
—Gracias —contestó Doon. Examinó sus regalos con
curiosidad. Levantó la lupa y miró a través de ella la pared del
hotel.
—Mira algo pequeño —dijo Lina—. Una hoja, o un insecto.
Doon escarbó entre la hierba y encontró una hormiga, que
depositó en la palma de su mano. Sujetó la lupa por encima de
la hormiga, y miró a través del cristal.
—¡Oh, mira! —exclamó—. ¡Se pueden distinguir las
articulaciones de la rodilla! ¡Incluso...! —su voz se fue
apagando, ya que estaba concentrado en observar
detenidamente. Entonces, alzó la vista hacia Lina—. ¡Es como
un milagro! —Sopló la hormiga de la palma de su mano y miró
a su alrededor hasta que encontró un escarabajo—. ¡Mira esto!
¡Se ve cómo mastica!
Hizo lo mismo una pluma, el ala de una polilla y una brizna
de hierba.
Finalmente dijo:
—Este mundo es fascinante —dejó caer la lupa y el imán en
uno de sus bolsillos—. Y me encanta, si no fuera por los
problemas que hay con la gente.

***

Lina y Doon cruzaron el pueblo y fueron hasta la calle de la


casa de la doctora. Seguía siendo una hora muy temprana por la
mañana cuando llegaron hasta allí, y cuando cruzaron la puerta

~255~
encontraron a todo el mundo sentado a la mesa, desayunando.
La señora Murdo estaba de cara a la puerta, así que fue la que
les vio primero. Se levantó, con la cuchara todavía en la mano, y
se quedó mirándoles durante un segundo, con los ojos abiertos
como platos, la boca abierta de par en par, sin poder pronunciar
una palabra. Entonces corrió hacia Lina y la abrazó con fuerza.
Al mismo tiempo, Poppy saltó del banquito, salió disparada
hacia Lina y le abrazó las rodillas. La doctora se levantó y
contempló el encuentro, con los ojos bien abiertos.
Torren se levantó de un salto, pero no para abrazar a Lina.
Corrió hasta la puerta y miró al exterior, y después gritó:
—¿Dónde está Caspar? ¿No está aquí? ¿Dónde está? —pero
nadie le prestó atención. Todo el mundo estaba demasiado
ocupado mimando a Lina, haciéndole preguntas sin darle
tiempo a que pudiera responder.
—¿Dónde has estado?
—¿Estás bien?
—¿Por qué no nos lo dijiste?
—¿Sabes lo que está pasando aquí?
Poppy chilló:
—¡Yina, Yina, levántame! ¡Levántame!
Y la doctora, sumida en un estado de confusión aún más
profundo de lo habitual, murmuró:
—¿Un poco de té? O... veamos... ¿qué tal si todos...? Estoy tan
contenta de que...
Junto a ella estaba Torren, tirando a Lina de la manga, y
diciendo:
—¿Pero por qué no está aquí? ¿Dónde está? ¿Cuándo va a
volver? —y nadie le respondía.

~256~
Cuando las cosas se calmaron un poco, Lina explicó:
—Maddy vendrá enseguida. Se quedó en el pueblo,
ayudando al vendedor ambulante durante un rato.
La señora Murdo dejó de sonreír y se puso seria.
—Lina—comenzó—. ¿Cómo pudiste irte así, sin decirme nada
antes? Y además dejaste esa nota tan simple, que ni siquiera era
cierta. Dijiste tres días. ¡Y han sido veintiocho! Qué cosa tan
insensata y estúpida.
—Lo sé —dijo Lina—. Lo siento muchísimo, de verdad. No
sabía que iba a estar tanto tiempo fuera. —Explicó que cuando
oyó a Caspar hablar de la ciudad, entendió «un día de viaje», y
en realidad resultaron ser cinco—. Y después pasaron otras
cosas y... llevó más tiempo.
—Sí—replicó la señora Murdo—. Hemos tenido mucho,
muchísimo tiempo para preocuparnos por ti. —Levantó la bolsa
de Lina, que ésta había dejado en el suelo, y la colocó en el
asiento de la ventana—. ¿Sabes lo que ha pasado? ¿Sabes que
nos han ordenado irnos mañana?
—Sí, lo sé —dijo Lina—. Pero no puedo creer que sea cierto.
—Es cierto —contestó la señora Murdo—. No me gusta nada,
pero no sé qué se puede hacer al respecto. Entra y toma el
desayuno.
Lina y Doon se sentaron a la mesa, donde los demás habían
estado comiendo frambuesas con nata. Aunque Lina estaba
asqueada de tantos pasteles de viajero, y toda esa comida de
verdad debería haberle causado buena impresión, lo cierto es
que no tenía apetito. Tenía un nudo en el estómago.
—No puedo comer —dijo—. No tengo hambre. Tengo que...
Doon y yo tenemos que hablar.

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—Al menos llévate una manzana —le indicó la señora
Murdo.
—Son las primeras de la temporada —añadió la doctora—.
Vienen del norte.
Lina cogió la fruta dura y roja, y Doon y ella salieron al
exterior. El calor ya era insoportable. Pasaron a través del patio,
donde las macetas con las plantas de la doctora estaban casi
todas vacías, ya que o habían sido transplantadas, o se habían
secado definitivamente. Las que seguían ahí, luchando contra el
calor, estaban mustias o marrones. Cruzaron la calle y bajaron
en dirección a la orilla del río. Incluso el río sufría por el calor:
ya no fluía profundamente y de manera suave, sino que corría
en pequeños arroyos, entre las piedras, que quedaban
expuestas. Las orillas eran de un color verde amarillento y olían
mal.
Se sentaron en el suelo. Lina dijo:
—Me llevaría horas describirte todo lo que he visto. Pero
escucha, esto es lo más importante: la gente tenía una ciudad
hermosa, y la destruyeron.
—¿A propósito? —preguntó Doon.
—A causa de las guerras. Luchando. ¡Era horrible, Doon! —
exclamó, y un escalofrío le recorrió el cuerpo al recordarlo—.
Esa guerra... Creo que sentí algunas cosas. Hubo un momento
en el que pude distinguir unos gritos. Y vi llamaradas.
—¿Y no queda nada?
—Casi nada.
—Y en las Tierras Vacías, ¿hay casas?
—Algunas. Pero son viejas, y se están derrumbando. Casi
todo lo que hay son campos y campos de hierba marrón. Hay

~258~
animales que aúllan. Si tuviéramos que ir allí e intentar vivir...
no seríamos capaces.
—Por eso alguna gente, mucha gente, quiere luchar.
Doon le contó lo de Tick, y las armas que él y sus guerreros
habían juntado. Le contó el plan: cómo irían al día siguiente al
pueblo, preparados para luchar, y se negarían a irse. Y le contó
lo del Arma Terrible que los líderes del pueblo habían
amenazado con usar.
—Sí —dijo Lina—. He oído hablar del Arma. Torren la
mencionó una vez. Pero, ¿de qué se trata?
—No lo sabemos —dijo Doon.
—Si es de los viejos tiempos —explicó Lina— debe de ser tan
terrible que las pequeñas armas de Tick serían como palitos
contra ella. Las viejas armas podían quemar ciudades enteras.
—Cruzó los brazos y los apoyó en el estómago, mientras se
echaba hacia adelante. Todo en su interior parecía estar
acalambrado, hecho un nudo. Sus manos estaban empapadas a
causa del sudor—. No puede haber una guerra.
—Pero tampoco podemos irnos —contestó Doon.
Permanecieron sentados viendo cómo el agua intentaba
desesperadamente pasar por las rocas. El sol ardía,
quemándoles la nuca.
—¿No te parece que luchar sería mejor que rendirse sin más?
Al menos implicaría hacer algo —dijo Doon.
—No lo sé —contestó Lina—. Me da miedo. —Pasó un dedo
por la superficie brillante y roja de la manzana que la señora
Murdo le había dado—. Hablé mucho con Maddy durante mi
viaje. Es sabia, Doon. Me dijo cómo empezaban las guerras. Eso
pasa cuando la gente dice: «Me has hecho daño, así que yo te

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haré daño como respuesta».
—Pero es que la gente es así —contestó Doon—. Es evidente
que cuando alguien te hace daño, quieres devolvérselo.
—Y ellos después quieren responderte de la misma manera. Y
después tú quieres hacer lo mismo, solamente que con más
fuerza. Sigue y sigue, a menos que alguien lo pare.
—¿Que lo pare? ¿Cómo?
—«Hay que pillarlo a tiempo», dijo Maddy. En cuanto ves
que empieza, tienes que detenerlo. Si no, puede ser demasiado
tarde.
—Pero ¿cómo lo paras?
—Tienes que invertir la dirección —explicó Lina—. Eso es lo
que me dijo Maddy. Dijo que si alguien hubiera sido lo
suficientemente valiente, a lo mejor las guerras nunca hubieran
ocurrido.
—Pero, ¡Lina! —exclamó Doon, y dio una palmada al suelo
que tenía junto a él—. ¿Qué quiere decir eso? ¿Cómo se hace?
Lina no lo tenía del todo claro. Le dio un mordisco a la fruta
roja que la doctora le había dado. Tenía pinta de ser tan dura
como una piedra muy pulida, pero el jugo que irrumpió en su
boca era dulce.
—Creo que la cosa es así —dijo, masticando y tragando—: En
vez de devolvérsela al otro bando haciendo algo tan malo como
lo que los otros te hicieron, o haciendo algo peor, haces algo
bueno. O al menos, intentas no hacerles nada malo. —Volvió a
darle un mordisco a la manzana—. Creo que se trata de eso.
Una cosa mala tras otra lleva a cosas peores. Así que haces una
cosa buena, y todo cambia.
Doon suspiró.

~260~
—Eso no es de mucha ayuda. ¿Cómo se supone que vamos a
hacer algo bueno por esta gente que nos ha tratado tan mal?
¿Por qué íbamos a hacer algo así?
—Bueno, de eso se trata —explicó Lina, mientras se secaba el
jugo que le corría por la barbilla—. No quieres hacerlo, pero lo
haces. Por eso es tan duro. Maddy dijo que resultaba muy duro.
Es mucho más difícil ser bueno que malo, según dijo.
—¿Así que qué hacemos? —preguntó Doon. Su tono era
amargo—. ¿Les decimos que nos hace felices trabajar y no
comer? ¿Somos amables sin importar cómo nos traten?
—No —dijo Lina—. Eso no puede ser lo correcto.
—¿O simplemente nos vamos en silencio a las Tierras Vacías
para no molestarles más?
—No —dijo Lina—. Eso tampoco puede ser lo correcto. —Se
dedicó a mirar cómo corría el agua, pensando
concienzudamente—. No nos queremos ir. Y no queremos
luchar. ¿Crees que ésas son las únicas dos opciones que
tenemos?
—¿Qué otra cosa puede haber? Si no luchamos, nos obligarán
a marcharnos. Si no nos vamos, tendremos que luchar.
Lina descubrió que en el centro de la manzana había una
zona dura, rodeada de semillas marrones. Tocó las semillas con
la uña.
—Tiene que haber otra opción —dijo—. ¿Y si nos sentamos
frente al hotel y nos negamos a irnos? No nos vamos, pero no
luchamos. No usarían su arma si no luchamos, ¿verdad?
—No lo sé —contestó Doon—. Puede que sí.
—No creo que lo hicieran —dijo Lina—. No son tan mala
gente.

~261~
—Pero no podríamos quedarnos sentados para siempre —
dijo Doon—. Tarde o temprano nos obligarían a irnos. Nos
levantarían uno a uno y nos meterían en camiones y nos
llevarían lejos de aquí.
—A lo mejor no —respondió Lina—. A lo mejor podríamos
hablar y arreglar algo.
—No lo creo —dijo Doon—. Tick y sus guerreros nunca
accederían. Quieren luchar.
Lina alzó las rodillas y apoyó la barbilla sobre ellas. «Algo
bueno —pensó—. Qué buena acción podría darle la vuelta a la
situación?»
—Podríamos presentarnos voluntarios para ser vendedores
ambulantes —dijo—. Si fuéramos muchos, no tendrían que
darnos de comer, y volveríamos con cosas para ellos.
—No sabemos ser vendedores ambulantes —dijo Doon—. No
tenemos camiones ni bueyes. No sabríamos adonde ir.
—Podríamos decirles que haremos todos los peores trabajos
—propuso Lina.
—Pero eso no sería justo —dijo Doon, con impaciencia—.
¿Por qué deberíamos? Eso no está bien. —Se levantó, y se
sacudió la hierba seca que tenía en los pantalones—. Creo que
ya es demasiado tarde para todo esto. No va a funcionar.
Lina se quedó sentada, pensando. Quería encontrar una
respuesta desesperadamente, pero no se le ocurrió ninguna. Sus
ánimos decayeron y, de repente, se sintió muy cansada.
—Bueno, entonces solamente nos queda estar alerta —dijo—.
A lo mejor aparece alguna oportunidad. Tenemos que buscarla,
no sé que otra cosa podemos hacer. —Sabía que eso sonaba
tonto y poco sólido.

~262~
Pero para su sorpresa, Doon sonrió un poco.
—Eso es lo que mi padre decía cuando trabajaba en las
Tuberías: «Presta atención». En ese momento era una buena
idea, y supongo que todavía lo es. En cualquier caso, creo que
es lo mejor que podemos hacer.
Lina tiró el corazón de la manzana al suelo y lo cubrió con un
poco de tierra. Volvieron hacia la casa de la doctora. Doon se
quedó a comer allí, en vez de volver a la casa de los Parton, y
después se dirigió otra vez al hotel. Lina quería pasar el resto
del día pensando con todas sus fuerzas en la opción que
tomaría al día siguiente. Se sentó junto a la ventana, de lado,
con las piernas estiradas, e intentó que su mente produjera
ideas. Pero seguía dándose contra dos muros: luchar (y ella no
quería luchar) o irse (y ella no quería irse). Una mosca zumbaba
lentamente contra la ventana. El viento removía las hojas de
parra en el exterior. «Piensa —se dijo Lina—. Presta atención.»
Y entonces se quedó dormida.

~263~
Capítulo 26
El Arma

Llegó la mañana y Doon se levantó. Tenía que estar listo para


cualquier cosa. Así que enrolló sus mantas, empaquetó su ropa
y todo lo que tenía; su padre y los demás hicieron lo mismo.
Abajo, frente al hotel, la gente de Las Ascuas se reunía, como un
enjambre, y gritaban, preocupados y confundidos. Tick
pululaba entre ellos, instando al coraje, inspirándoles a que se
alzaran por sus derechos, diciéndoles que había llegado el
momento de la batalla. En sus ojos había un brillo frío. Su voz
sonaba como el tono urgente y agudo de una campana. En
general, la gente con la que hablaba parecía como si prendiera
fuego a causa de sus palabras y se llenara con el deseo ardiente
de luchar. Más de la mitad de la gente de Las Ascuas se unió a
Tick para su guerra. Algunos de ellos arrancaron las asas de las
toallas de las paredes de sus baños. Otros recogieron rocas o
palos para usar como armas. Comenzaron a marchar por la
carretera en dirección al pueblo, y el resto de la gente de Las
Ascuas les siguió, como una gran masa confusa.
Doon también fue. El sol de la mañana, ya muy cálido,
brillaba con fuerza sobre él. El viento le agitaba el pelo y la
camisa. Su mente estaba totalmente confundida y su corazón
golpeaba en el pecho como un puño. Tick y sus guerreros
portaban sus asas de las toallas, sus tuberías de desagüe y sus

~264~
aristas de cristal, y marchaban aullando su grito de guerra:
«¡No nos iremos! ¡No nos iremos!». Más y más personas se
unieron al grito cuando llegaron a las calles del pueblo. En las
puertas y ventanas comenzaron a divisarse rostros de gente,
rostros atónitos, y personas que aún iban en pijama. Se gritaban
los unos a los otros: «¡Mira, viene la gente de la cueva! ¡Vienen
al pueblo!». Otras puertas y ventanas se abrieron de par en par,
y hubo gente que salió a la calle, sin saber si debían asustarse o
enfadarse.
Llegó toda la gente de Las Ascuas. Nadie se quedó atrás para
esperar a los camiones que debían llevarles a las Tierras Vacías.
Todos querían saber qué iba a pasar. Tenían que estar ahí, para
lo que fuera.
Llegaron a la explanada y se quedaron apiñados, todos
juntos. Los guerreros gritaban, y los otros, nerviosos,
permanecían ahí de pie, o se escondían detrás de las puertas o
los árboles. Tenían miedo de lo que pudiera ocurrir, y no
estaban seguros de querer formar parte.
Tick espetó su desafío:
—¡Gente de Sparks! ¡Nos negamos a irnos! Hemos venido
hasta aquí a hacer nuestras peticiones, y si no las cumplís,
¡lucharemos!
—¡Lucharemos! —aullaron los guerreros.
Los otros se miraron entre sí, asustados. «¿Lucharemos?»
A un lado de la calle apareció Ben Barlow, corriendo. Se
encaramó a los escalones del Ayuntamiento, frente a la
multitud, y gritó:
—¿Qué hacéis aquí? ¡Esto es un escándalo, es inaceptable!
Hoy os vais, y os vais para siempre.

~265~
—¡No nos iremos! —gritó la muchedumbre.
—¡Wilmer! ¡Mary! —gritó Ben.
Los otros dos líderes le siguieron hasta los escalones.
—¡Dispersaos! ¡Ahora! —gritaron—. ¡De vuelta al hotel!
¡Fuera! ¡Fuera!
Se pusieron frente a la multitud, e intentaron empujarlos
hacia atrás, pero no funcionó. Sencillamente, había demasiados
habitantes de Las Ascuas. Ben corrió hacia Tick e intentó
agarrarle, pero Tick le golpeó con su asa, y Ben se tambaleó,
agarrándose del brazo. Nadie esperaba que la gente de Las
Ascuas tuviera armas.
Doon permanecía en la zona de la explanada cercana al río,
un poco apartado de la multitud. Tenía la sensación de que las
cosas estaban a punto de convertirse en un caos, y que estaban
en ese límite, entre el control y la falta de control. Daba miedo:
los gritos, la gente blandiendo armas, la multitud de Las Ascuas
llenando la explanada, y la gente de Sparks a su alrededor, y las
expresiones de sus rostros, llenas de rabia y miedo. Doon
pensó: «Quizá los líderes estén dispuestos a discutir nuestras
peticiones. Quizá podremos hablar y todo saldrá bien». Era el
único rayo de esperanza que encontraba a todo eso.
—¡Éstas son nuestras exigencias! —gritó Tick—. ¡Escuchad
atentamente!
Pero Ben gritó a su vez:
—¡Ya hemos oído suficiente! ¡Ya no queremos hablar más con
vosotros! ¡No hablamos más! ¡No más exigencias!
Cuando Doon oyó eso, sintió una oleada de furia que le
empujó a actuar. Se subió al banco que tenía más cerca y gritó
con toda la fuerza de sus pulmones:

~266~
—¡Al menos, escuchad!
Eso llamó la atención de Chugger, que estaba cerca de él.
Arremetió contra Doon, pero éste se escabulló. Oyó la voz de
Ben gritando:
—¡Coged a ese chico!
Los rostros furiosos le buscaban, y una serie de brazos se
abalanzaban sobre, él para agarrarle. Se agachó, regateó y
bordeó corriendo a la multitud, y en cuanto se vio libre de
gente, echó a correr más deprisa.
Pero no fue muy lejos. Tenía que quedarse cerca de la
explanada. Tenía que saber qué iba a pasar. Corrió por la
carretera que había junto al río y salió disparado hasta la parte
trasera del Ayuntamiento. En la puerta de atrás había unos
cuantos cubos de basura. Hizo una pausa. ¿Le estaría siguiendo
alguien? Desde la explanada pudo oír un griterío y una voz,
elevándose. ¿Qué estaba pasando? Doon tenía que saberlo.
Empujó la puerta de atrás del Ayuntamiento, que se abrió con
facilidad. Doon se deslizó al interior. Había un pasillo que
llevaba a la parte delantera. A su derecha, se elevaba un tramo
de escaleras. Pensó que con toda seguridad arriba no habría
nadie. Todos estaban fuera, intentando controlar al ejército de
Las Ascuas. Corrió escaleras arriba, y al llegar a la parte
superior, se dio cuenta de que estaba en la habitación de la
torre.
Se trataba de una habitación cuadrada, con ventanas por
todas partes. En el medio había una mesa, con sillas de respaldo
recto. Abajo estaba la explanada plagada de gente. El ruido era
como el gorgoteo incesante del agua. Tick lideraba la multitud,
y Doon podía ver su cabeza, que parecía una piedra negra
brillante, y el palo de acero que llevaba en la mano destellando

~267~
por el sol.
Justo debajo de él, a lo lejos, estaban los escalones de la
entrada del Ayuntamiento, y las cabezas de los tres líderes. A
su derecha, las ventanas estaban parcialmente cubiertas por las
ramas del gran pino que había junto al edificio. Cuando miró a
través de las ventanas hacia la parte trasera del edificio, vio el
tejado del edificio del Ayuntamiento.
Era perfecto. Podría ver lo que iba a pasar. De hecho, también
lo podía oír, porque las ventanas estaban abiertas. Y se dio
cuenta de que si se quedaba ahí, no tendría que decidir si iba a
luchar o no. Era un poco como hacer trampas, pero también era
un alivio. La idea de tomar parte en una pelea sangrienta le
daba asco.
Posicionado a uno de los lados de la ventana frontal, Doon
miró hacia abajo. Justo debajo suyo estaba Ben Barlow. Podía
ver su pelo gris hirsuto en la parte de su cabeza, y cómo movía
furiosamente los brazos en el aire. Mary Waters y Wilmer Dent
se habían colocado justo detrás de Ben. Mary intentó tomarle
del brazo, pero él la apartó. Puso las manos a modo de
megáfono alrededor de la boca, y gritó:
—¡No nos dejaremos amenazar! ¡Estamos a cargo de esta
ciudad! ¡Éste es nuestro lugar, nosotros lo construimos, y es
nuestro! —gritó con tanta fuerza que la voz le salió áspera y
quebradiza—. ¡Estáis destrozando nuestra manera de vivir!
¡Debéis iros!
La multitud respondía, peleando. Empujaban hacia adelante.
Las nubes taparon el sol, y una larga sombra se proyectó sobre
la explanada.
—¡Podéis intentar obligarnos a que nos vayamos! —gritó
Tick—. ¡Pero hemos venido para quedarnos!

~268~
El aire pareció agitarse a causa de la rabia. ¿O era solamente
el viento? Todo se movía: las nubes corrían a lo alto, las ramas
de los árboles se agitaban, la gente de Las Ascuas alzaba sus
armas variopintas. En lo alto del tejado de la torre, la bandera
de Sparks ondeaba y se agitaba en su mástil. Doon podía oírla
aunque no podía verla.
Sintió cómo el viento también corría a través de su mente. Las
palabras de su padre le volvieron a la cabeza: «Cuando la lucha
termine, ¿qué tendremos? Un sitio destruido. Gente que se odia
entre sí». Allí, de pie en lo alto de la torre, tuvo la extraña
sensación de estar separado, de no pertenecer a ninguno de los
dos bandos de la pelea. ¿De qué lado estaba él? En el de Ben no,
estaba claro. Pero tampoco en el de Tick, con sus guerreros
amenazando a la gente, en busca de pelea.
Ben alzó la mano y volvió a gritar:
—¡Os hemos advertido! Y ya estamos listos. —Su voz ahora
era ronca—. Os daré una última oportunidad. ¿Os iréis, o no?
—Con la cabeza disparada hacia adelante, y los puños
apretados, esperó la respuesta.
—¡No! —gritó Tick.
Su ejército bramó la respuesta con él:
—¡No! ¡Nunca! ¡No, no!
Ben salió disparado hacia la puerta del Ayuntamiento.
Wilmer fue con él, y juntos corrieron hacia el interior. Doon se
quedó helado ante la idea de que pudieran subir hasta la torre.
Pero volvieron a salir hasta los escalones de nuevo, llevando
consigo una cosa de metal negro dispuesta sobre unas ruedas.
Durante un momento, el clamor de la multitud cesó, a medida
que la gente estiraba el cuello para intentar ver por encima de
las cabezas de los demás. Desde donde estaba, Doon tenía una

~269~
buena vista, pero aun así, seguía sin tener ni idea de qué era esa
cosa. Sabía que debía tratarse del Arma, pero se parecía más a
un insecto negro gigante. Se alzaba sobre unas patas negras de
hierro, tenía un cuerpo negro de hierro muy complicado, casi
tan grande como un camión, lleno de cajas, ganchos y pinchos.
Una estrecha bufanda de metal lo recorría. Doon pensó que era
horrible, como el esqueleto de un monstruo.
Ben dio la vuelta a la cosa, hasta que estuvo frente a la
multitud. Se paró detrás de ella, con los pies fuertemente
dispuestos en el suelo.
—¡Es vuestra última oportunidad! —le gritó a la
muchedumbre—. ¡Dispersaos! O aceptad las consecuencias.
Mary Waters corrió desesperadamente hasta él.
—¡No, Ben! —gritó—. ¡No podemos hacer esto!
Ben la apartó.
—¡Está decidido! —chilló—. ¡Apártate, Mary!
Ahora la gente de la explanada pareció notar el peligro y
comenzó a empujar hacia atrás. Tick gritó:
—¡Quedaos donde estáis! —pero Doon vio que también
retrocedía un paso.
Ben se agachó en la parte trasera del Arma.
—¡Idos ahora, y llevaos a vuestra panda de matones con
vosotros! —gritó—. ¡O disparo!
«¿Disparo? —pensó Doon—. ¿A qué se refiere?»
Estaba claro que Tick tampoco lo sabía.
—¡Solamente tienes un arma, pero nosotros tenemos muchas!
—y alzó su vara de acero sobre su cabeza, y sus guerreros
hicieron lo mismo.

~270~
Ben lanzó un grito de furia. Estaba agazapado sobre el Arma.
Doon veía su espalda, curvada, y cómo su brazo sacudía la
máquina. No pasó nada. Su brazo volvió a sacudir el Arma con
más fuerza, y en ese momento, Mary se adelantó corriendo. Le
dio un fuerte golpe al morro de la máquina, hizo que se elevara
un poco, y con una voz mecánica fuerte, el aparato comenzó a
traquetear. «Tra-tra-tra-tra», sonaba, dando vueltas. La gente de
la explanada comenzó a gritar.
Al principio Doon no podía ver qué hacia exactamente el
Arma. ¿De qué servía todo ese estremecimiento fuerte y
furioso? El sonido era horrible, pero el Arma permanecía en su
sitio, no se lanzaba sobre la multitud. ¿Acaso estaba lanzando
algo desde...? ¡Sí! A través de la explanada, por encima de las
cabezas de la gente, Doon vio una línea de agujeros
atravesando una pared, destrozando una ventana...
Pero de repente, el Arma dejó de traquetear. Doon bajó la
vista y vio cómo Ben la agitaba violentamente, una y otra vez,
intentando que bajara el morro para poder alcanzar a la gente, y
la muchedumbre chillaba presa del pánico y se dirigía hacia
atrás, y entonces Mary gritó e intentó correr hacia Ben, pero
Wilmer la cogió del brazo...
Y entonces el Arma explotó.
Esta vez no traqueteó, simplemente una llamarada que salió
disparada desde la parte trasera del Arma tiró a Ben al suelo, y
lanzó el Arma hacia adelante, haciéndola aterrizar sobre su
parte delantera. Esto hizo que el fuego brotara hacia arriba,
como si fuera una columna naranja que dejaba escapar chispas,
y llegara a alcanzar la rama del pino que colgaba por encima de
los escalones del Ayuntamiento.
Desde su lugar en la torre, Doon miró, horrorizado. ¿Dónde
estaba su padre, en medio de toda esa multitud desenfrenada?

~271~
¿Dónde estaba Lina? Debajo, el pino ardía en llamas. El edificio
ardería en cuestión de un minuto, también, porque el pino se
apoyaba en él. El humo comenzaba a entrar en volutas por las
ventanas. Tenía que salir de allí.
Y entonces fue cuando oyó un grito, no allá abajo, en la
explanada, sino en algún sitio por encima de él. ¿Un pájaro?
¿Un animal en el pino? Un segundo más tarde, un grito se alzó
entre la multitud. Doon oyó a alguien que gritaba:
—¡El árbol! ¡En lo alto del árbol! ¡Hay alguien allí!
Doon estaba en la puerta, listo para salir corriendo escaleras
abajo. Pero volvió a oír el grito, y sonaba cerca. Corrió otra vez
hasta la habitación de la torre y se dirigió a la ventana que daba
al árbol. Las ramas bajas eran una bola de fuego. Podía oír el
rumor del fuego al crepitar y extenderse por las agujas secas de
pino.
Cuando alzó la vista, vio la causa de los gritos: un chico se
agarraba a una rama un poco más alta que el tejado de la torre,
y se abrazaba al tronco, mientras gritaba, aterrorizado, a
medida que el fuego avanzaba hacia arriba.
«¡Kenny!», pensó Doon. ¿Era él? No podía asegurarlo. Pero
sabía que no podía dejarle allí. A lo mejor podía hacerle entrar
por la ventana. Era una de ésas que se apoyaba en bisagras, y la
abrió todo lo que pudo. Después cogió una de las sillas que
había alrededor de la mesa, y, sosteniéndola por el respaldo, la
extendió sobre el vacío todo lo que pudo.
—¡Trepa hacia abajo! —gritó al chico del árbol—. ¡Baja,
rápido!
El chico le vio, y fue en ese momento cuando Doon se dio
cuenta, sobresaltado, de quién era. No era Kenny, desde luego
que no. Era Torren, el que había causado tantos problemas, el

~272~
que había señalado a Doon con su dedo mentiroso. Durante un
momento de furia, Doon sintió el impulso de abandonar a
Torren a su suerte, y salir de la torre todo lo rápido que
pudiera. Pero entonces apartó esa idea, y gritó con más fuerza:
—¡Rápido! ¡Baja!
Torren trepó hacia abajo por las ramas, hacia las llamas que
ascendían. Cuando estuvo frente a la ventana de la torre, seguía
estando muy lejos para alcanzar las patas de la silla. Se deslizó
sobre una rama para acercarse, pero era una rama delgada, que
se torció bajo su peso.
—¡Salta! —chilló Doon—. ¡Salta y coge las patas de la silla!
¡Yo tiraré de ti hacia adentro!
Torren gateó hacia atrás, dónde la rama era más gruesa. Se
levantó. Y se quedó paralizado, agarrándose al tronco, mirando
las llamas, con la oscura boca abierta en forma de O.
—¡Salta! —volvió a gritar Doon. Ahora el humo entraba a
raudales en la habitación de la torre—. ¡Vamos, puedes hacerlo!
Tras un golpe de viento, las llamas se avivaron. Ahora, las
que había justo debajo de los pies de Torren ardían con fuerza,
y de repente, el niño se decidió. Doon pudo leer ese momento
en su cara. Apretó los labios, y clavó la vista en la silla que
sobresalía por la ventana. Entonces se apartó del tronco usando
las manos, y saltó hacia la torre. Sus manos se prendieron del
travesaño que había entre las patas, y todo el cuerpo de Doon
fue lanzado hacia adelante, haciendo que casi soltara la silla.
—¡Aguanta! —gritó. Con todas sus fuerzas, alzó la silla, y
cuando las manos de Torren estuvieron cerca, agarró una,
después las dos, dejando que la silla cayera dentro de la
habitación. Tras un último esfuerzo, Torren estuvo dentro de la
habitación de la torre, temblando con tanta fuerza que casi no

~273~
podía mantenerse en pie.
—Ahora, vamos —dijo Doon.
Se dirigió hacia la puerta. Sobre el marco de la ventana por la
que Torren acababa de entrar, un puñado de llamas reptaban
como garras anaranjadas.

~274~
Capítulo 27
Lucha de fuego

Lina estaba en el lado de la plaza más alejado del río cuando


Tick hizo sus peticiones y Doon gritó: «¡Al menos, escuchad!».
Cuando oyó su voz, intentó llegar adonde estaba él, pero la
multitud era tan espesa y turbulenta que no pudo atravesarla.
Los guerreros de Tick estaban por todas partes. El sol hacía
resplandecer sus palos de acero, sus tuberías y sus pedazos de
cristal afilados. Lina se arrastraba por entre las personas que
empujaban y gritaban cuando Ben disparó el Arma.
Oyó el sonido, una especie de reventones muy fuertes unos
detrás de otros y, acto seguido, la gente frente a ella se puso a
gritar y se echó hacia atrás. Lina se agachó y se puso las manos
en la cabeza. Se quedó en esa posición mientras la gente
empujaba y la aplastaba, y hubo un momento en el que el
sonido se detuvo. Entonces, hubo un estallido muy fuerte, más
gritos, y cuando se atrevió a levantarse y mirar, vio que el pino
estaba ardiendo.
Al principio, las llamas eran pequeñas, y sólo reptaban por
una rama, provocando estallidos de luz cuando quemaban las
agujas de pino secas. Pero en unos segundos, las llamas se
hicieron más grandes, brincaban y chasqueaban. Un humo
negro se elevó como una columna, en el aire. La muchedumbre

~275~
retrocedió, y todos se pisoteaban los unos a los otros. La gente
de Las Ascuas, para quien el fuego era un peligro extraño y
muy poco común, miraba hacia arriba, con los ojos como platos,
y la boca abierta de par en par. Algunos de ellos gritaron. Otros
estaban demasiado asustados como para gritar.
A Lina le invadió tal terror que no pudo moverse, solamente
fue capaz de retroceder unos pasos junto a los demás. Tenía los
ojos fijos en las llamas, en esas terribles manos naranjas que
subían buscando las ramas del árbol. Una voz en su interior
gritó: «¡Corre» ¡Corre!», pero no pudo correr. Las piernas no le
respondían. Lo único que podía hacer era quedarse de pie.
Una voz gritó: «¡Hay alguien en el árbol!», y Lina elevó la
vista lo suficiente entre todo el humo para ver cómo las ramas
superiores quedaban destrozadas y llegó a divisar algo blanco
que se movía entre ellas. Entonces volvió a quedar rodeada de
gente que luchaba. Tropezó con un pedazo de tubería que
rodaba por el suelo y cayó de rodillas. Cuando logró volver a
ponerse en pie, la aglomeración comenzó a empujarle desde
atrás y se encontró casi al frente de la multitud.
Vio a Ben en los escalones del Ayuntamiento, tirado boca
arriba, sin moverse. Wilmer se inclinó sobre él y Mary Waters
gritó:
—¡El camión contra incendios! ¡El camión contra incendios!
El fuego había saltado del pino hasta la torre del
Ayuntamiento, y las llamas acariciaban la pared.
Entonces fue cuando Lina oyó una risa salvaje detrás de ella.
—¡Que se queme! —gritó alguien—. ¡Dejad que se queme! ¡Es
su castigo! ¡Se lo merecen! —reconoció la voz. Era Tick. Otros
repitieron la frase—: ¡Que se queme! —gritaban, y un coro de
voces se elevó como una ovación triunfante y violenta.

~276~
La gente de Las Ascuas se apiñó en la parte sureste de la
explanada, tan lejos del Ayuntamiento y el fuego como les fue
posible. Algunos corrieron calle abajo para huir, pero la
mayoría permanecieron allí, para ver qué iba a pasar. Se
quedaron a una distancia prudencial, sumidos en un estado
entre el terror y la fascinación, y miraron cómo las llamas
surcaban los lados de la torre.
La gente de Sparks corría en todas direcciones. Los tenderos
agarraron cubos, corrieron hasta el río y los llenaron de agua,
pero la mayor parte del fuego estaba demasiado elevado por
encima de sus cabezas, haciendo que fuera imposible
alcanzarlo. Tiraron el agua en el aire, y se quedaron con los
cubos vacíos, viendo cómo ardía la torre.
Llegaron los dos camiones contra incendios, y sus
conductores, de pie, azuzaban a los bueyes para que trotaran. El
agua chapoteaba en enormes barriles situados en la parte
trasera de los camiones. En cuanto los vehículos se detuvieron,
la gente saltó al interior, agarró los cubos y comenzó a
sumergirlos en el agua.
—¡Línea de fuego! ¡Línea de fuego! —el grito se elevó, y los
habitantes del pueblo, que debían de haber practicado muchas
veces, formaron líneas desordenadas que se extendían desde el
camión, situado a un lado de la plaza, hasta el fuego. Las agujas
de pino que ardían se soltaron y volaron a causa del viento, por
lo que se crearon nuevos focos de fuego por todas partes. La
gente de las líneas de fuego echaba agua en todas direcciones,
pero por cada cubo de agua que se tiraba sobre una llama,
parecía que diez llamas más surgían en otro lugar.
El corazón de Lina latía con tanta fuerza que ahogaba todos
sus pensamientos. Quería correr, huir de ese lugar, pero había
algo que la paralizaba. En parte, era el pánico al fuego. En

~277~
parte, era miedo por otra cosa, miedo de una idea que
comenzaba a formarse en su mente. No quería escucharla.
«Presta atención», le susurró una voz. Intentó desecharla.
La gente del camión metía los cubos en los barriles de agua,
los llenaba y se los pasaba a la gente de la fila cada vez más
rápido. Los de la fila se los pasaban de mano en mano, y la
última persona, la que estaba más cerca de las llamas, tiraba el
agua, que siseaba y echaba vapor, y apagaba algunas llamas.
Tick y sus guerreros, junto con el resto de la gente de Las
Ascuas, miraba todo esto como si se tratara de un espectáculo
aterrador pero fascinante. Tick y algunos otros aplaudían. Pero
la mayoría simplemente contemplaba con los ojos muy abiertos
cómo las llamas ennegrecían el Ayuntamiento. Cuando el
viento echó chispas en su dirección, retrocedieron aún más,
chillando.
Lina recorrió la multitud con la mirada. ¿Dónde estaba Doon?
¿Dónde estaba la señora Murdo? No podía ver a ninguno de los
dos, de hecho apenas podía ver nada. El humo llenaba el aire.
Todo lo que alcanzaba a ver era un tumulto ensombrecido de
gente. Lo único que brillaba eran las llamas. El pino era una
columna de fuego, y en su interior, Lina pudo vio el esqueleto
negro del árbol. Cuando una rama enorme se rompió y cayó
sobre los arbustos que había debajo, encendiéndolos, un clamor
aterrorizado surgió de la gente de Las Ascuas, y en vez de
retroceder, muchos de ellos se dieron la vuelta y echaron a
correr.
Lina se quedó donde estaba. Se sentía como si la tuvieran
sujeta un par de manos gigantes. Una la empujaba hacia atrás,
lejos del fuego, hacia las calles del pueblo, desde donde podría
correr hacia la seguridad. La otra la empujaba hacia el peligro,
instándole a que hiciera lo que ella acababa de descubrir que

~278~
era lo correcto. Era la cosa buena. Era lo que había estado
esperando. Pero no quería hacerlo. «No puedo —pensó—. No
quiero hacerlo. Tengo demasiado miedo. Lo hará otra persona.
Yo no, yo no. No puedo.»
Es ese momento, la torre se derrumbó. Las paredes se
desmoronaron, el techo se hundió y las llamas salieron
disparadas desde el agujero. El mástil de la bandera cayó en
picado como una lanza. Las paredes ennegrecidas se inclinaron
y se desplomaron.
Y entonces el fuego lo invadió todo. Las ramas encendidas y
los cúmulos de agujas de pino, llevadas por el viento, cayeron
sobre la hierba seca de los extremos de la explanada, y sobre los
árboles cercanos al río, y sobre los tejados hechos de paja de los
tenderetes del mercado.
—¡Allí! —gritaba la gente de la fila de los cubos, señalando—.
¡Allí! ¡Y allí también! —Las líneas se desplazaban y se retorcían,
los cubos se pasaban cada vez más rápido, de mano en mano, y
los que estaban en los extremos lanzaban el agua aquí y allá.
Pero había demasiados focos de fuego, y no suficiente gente
como para poder seguir el ritmo.
«Ahora —pensó Lina—. Tengo que hacerlo. Lo haré.»
Entonces, con rapidez, antes de poder cambiar de opinión,
corrió. Corrió, con el corazón martilleándole en el pecho, con la
cabeza baja y los puños apretados. Corrió como si estuviera
luchando contra un viento poderoso, cruzó la explanada ella
sola, y cuando encontró la línea de cubos más cercana, empujó
y se situó en el interior.
—¡Traidora! —gritó una voz detrás de ella. Era la voz de Tick,
esa voz como una cuchilla afilada. Lina la oyó, pero no le prestó
atención—. ¡Traidora, traidora! —volvió a gritar Tick, y sus

~279~
guerreros repitieron su grito—: ¡Traidora! —chillaron, saltando
hacia atrás cuando las chispas volaban demasiado cerca.

***

Doon salió de la torre justo a tiempo. Casi había tenido que


tirar a Torren escaleras abajo, y tuvo que saltar los escalones de
tres en tres. En cuanto hubieron salido por la puerta trasera,
Torren salió corriendo en dirección desconocida, pero Doon se
dirigió como una exhalación hacia la explanada. Se quedó junto
a los tenderetes del mercado, y se unió al cúmulo de habitantes
de Las Ascuas en la zona sur. Resoplando, se dio la vuelta y
contempló la ruina de la que acababa de escapar: el espinazo
negro del pino, los tablones que ardían en el Ayuntamiento.
Miró cómo las llamas consumían el edificio y cómo la torre se
derrumbaba. Vio cómo las líneas de fuego se retorcían entre los
focos ardientes y oyó la risa de Tick, resonando sobre el clamor:
—¡Arde, arde! —chillaba Tick, y otras voces se unían a la
suya—. ¡Que se queme! ¡Se lo merecen!
Durante un momento, Doon permaneció allí, de pie, atónito,
con la mente en blanco. Parecía que la guerra se alzaba a su
alrededor, pero no la guerra que él había imaginado. ¿De qué
lado estaba, en esta batalla? ¿Quién era su enemigo, quiénes
eran sus amigos? El ruido y la confusión le atacaron. Le picaban
los ojos y le temblaban las piernas.
Entonces fue cuando vio a Lina alejándose de la multitud,
corriendo por la explanada. Oyó cómo Tick y sus guerreros
gritaban: «¡Traidora!». Y sintió que se le abrían los ojos (pese a
que no los tenía cerrados), y que se estaba despertando de una
pesadilla. El aire a su alrededor pareció aclararse. Sus piernas
recobraron la fuerza. Avanzó entre la gente que tenía delante,
salió de entre la muchedumbre y corrió en la misma dirección

~280~
que Lina, hacia las líneas de fuego.
Al ver lo que Lina y Doon habían hecho, otros les siguieron.
Clary empujó entre la multitud y corrió hacia adelante. Lo
mismo hizo la señora Murdo, dando largas zancadas, mientras
alzaba los extremos de su larga falda. Les siguieron las
hermanas Hoover, y el padre de Doon, y la frágil señorita
Thorn, y cinco personas más, y tres más después. Corrieron
tapándose la boca con las manos, o cubriéndose las cabezas con
los brazos, protegiéndose del humo y las brasas que caían, y se
unieron a la brigada de los cubos y comenzaron a lanzar agua.
Más y más gente de Las Ascuas les siguieron. Al final, los
únicos que no luchaban contra el fuego eran Tick y algunos de
sus hombres. Con expresiones medio testarudas, medio
asustadas, permanecieron en un extremo de la plaza, apiñados,
gritando: «¡Traidores!» de vez en cuando, blandiendo sus armas
inútiles en las manos.

~281~
Capítulo 28
Verdades sorprendentes

Luchar contra el fuego era una tarea tan ardua que Lina se
olvidó del miedo. Todo lo que no fuera intentar vencer al fuego
se le borró de la mente. Sus manos agarraban cada cubo, una y
otra vez, y cuando se oía un grito de alarma, levantaba la vista
para ver dónde estaba el peligro y corría en su dirección. El
agua de los toneles se acabó muy pronto, y las líneas tuvieron
que alargarse para ir a coger agua directamente del río, lo cual
implicó que los cubos tenían que recorrer una distancia más
larga. Las líneas de fuego se retorcían de izquierda a derecha,
siguiendo al fuego, que brotaba de la hierba seca como si fuera
una cosecha terrible.
En el aire lleno de humo las personas parecían fantasmas,
flotando de un sitio a otro, gritándose los unos a los otros. En
un momento, Lina vio a Doon. Se había metido dentro de la
fuente, y estaba inclinado, como intentando pescar con las
manos algo que estaba en el fondo. Saltó al exterior, empapado,
y enseguida la fuente comenzó a desbordarse, y el agua se
derramó por el suelo, en dirección a la hierba de los extremos
de la explanada. «¡Muy bien, Doon!», pensó Lina.
También vio a Maddy en varias ocasiones, ya que aparecía y
desaparecía en medio de toda la horda de personas que

~282~
intentaban aplacar el fuego. A veces daba instrucciones o
gritaba para ayudar a alguien, y otras simplemente pasaba los
cubos, con el pelo flotando al viento.
Luchaban contra el viento tanto como contra el fuego.
Soplaba en rachas indomables, y las llamas se inclinaban o
crecían ante él, y alcanzaban cosas nuevas para quemar. Pero
ahora había el doble de personas intentando apagarlo, y en
poco tiempo la gente comenzó a ganar terreno. Las llamas se
hicieron más débiles, y acabaron por desaparecer, cubiertas por
un puñado de tierra o por un cubo lleno de agua. Finalmente,
no quedó ni rastro del ardor naranja. La explanada era ahora un
paisaje de charcos de cenizas y pilas de ruinas humeantes, y el
espacio parecía extrañamente vacío sin el Ayuntamiento y el
pino.
Entonces, durante unos instantes, las personas se miraron
entre sí. Todos tenían las caras manchadas por el humo, el pelo
cubierto de ceniza y las ropas húmedas y sucias. La gente de
Las Ascuas estaba tan mugrienta como la gente de Sparks. Todo
el mundo tenía más o menos la misma pinta.
Lina fue en busca de Doon. No le encontraba, pero sí encontró
a la señora Murdo, sentada en el suelo en el extremo norte de la
plaza. El moño que llevaba en lo alto de la cabeza se le había
deslizado y ahora colgaba bajo una oreja. Tenía la falda llena de
agujeros provocados por las quemaduras.
—¿Está bien? —le preguntó Lina.
—Creo que sí —dijo la señora Murdo—. ¿Y tú?
—Estoy bien —dijo Lina.
—Sí que lo estás —contestó la señora Murdo, mirándola
profundamente—. Estás perfectamente. —Le tendió un brazo—
. Ayúdame a levantarme para que podamos volver a casa de la

~283~
doctora y recuperar un aspecto decente —le pidió.

***

Cuando el fuego se extinguió y todos los que lucharon contra


él quedaron exhaustos, mojados y sucios, Doon descubrió que
sus piernas volvían a temblar, por lo que fue en dirección a las
calles del pueblo, y las recorrió hasta que encontró un lugar en
la sombra, bajo un árbol, donde sentarse a descansar durante
un rato. La gente caminaba con dificultad delante suyo, en
dirección a su casa, y los habitantes de Las Ascuas también
pasaban junto a él, de vuelta al hotel, a ese lugar que aquella
misma mañana habían creído que deberían abandonar para
siempre. Doon no gritó el nombre de nadie. Estaba demasiado
cansado incluso para hablar. Simplemente quería descansar
durante un minuto antes de tener que enfrentarse a lo que
viniera después.
Pero no llevaba demasiado tiempo sentado cuando vio a
Kenny que avanzaba por la carretera, y cuando el niño le vio, se
acercó y se sentó junto a él.
—Te vi —dijo Kenny—. Tú salvaste a Torren, que estaba en el
árbol.
Doon asintió.
—Sabía que eras ese tipo de persona —dijo Kenny.
Su cabeza rubia estaba llena de ceniza gris, como si alguien le
hubiera espolvoreado pimienta sobre el pelo.
—¿De qué tipo? —preguntó Doon.
—Valiente —dijo Kenny—. Bueno. No como ese otro chico.
—¿Qué otro chico?
Kenny se apoyó contra el tronco del árbol y estiró las piernas.

~284~
—El que gritaba a la gente para que luchara. El de los ojos
claros.
—Tick —dijo Doon.
—Sí. Sabía que no era bueno, lo supe desde que le vi aquel
día en el bosque.
—¿Qué día? —preguntó Doon.
—El día en que estaba allí fuera, con las bolsas en las manos
—explicó Kenny.
Doon se giró para mirar a Kenny.
—¿Bolsas? ¿Por qué? ¿Qué estaba haciendo?
—Cortaba hiedra —dijo Kenny.
—¿Qué tipo de hiedra? —preguntó Doon. El corazón
comenzó a martillearle en el pecho.
—Bueno, yo no estaba cerca de él. No estoy seguro. Pero
supongo que era algún tipo de planta que no quería tocar, como
la hiedra venenosa.
—¿Hiedra venenosa? ¿Y por qué haría una cosa así?
—Oí lo que ocurrió —dijo Kenny—. Lo de las hojas en los
escalones del hotel. Pensáis que lo hicimos nosotros, pero yo no
lo creo.
La cabeza de Doon pensaba a toda velocidad, recordando
cosas: las ronchas que le habían salido en el brazo a Tick unos
cuantos días antes de que la pila de porquería apareciera
delante de los escalones del hotel; cómo Tick había liderado la
tarea de limpieza pero no había participado directamente;
recordó las manchas en el cuello la mañana en que escribieron
«VOLVED A VUESTRA CUEVA» en las paredes del hotel;
cómo alentó a todo el mundo; cómo los llenó de rabia,
recordándoles esos dos ataques una y otra vez.

~285~
Y como si su mente hubiera estado llena de nubes y ahora se
hubiera aclarado, lo comprendió todo. Tick necesitaba esa rabia
y esa indignación. Cuanto más enfadada estaba la gente, más
ganas tendría de luchar. Y cuantos más luchadores hubiera,
más gente tendría Tick para liderar. Tick quería poder. Quería
gloria. Quería guerra, con él de comandante. Había creado un
ejército atacando a su propia gente.
Doon respiraba muy deprisa. Tenía las manos frías y
temblorosas. De repente supo que eso lo cambiaba todo. Quería
decir que en realidad la gente de Sparks no había atacado a los
habitantes de Las Ascuas. Sus miedos y sospechas les habían
convertido en personas poco generosas y egoístas, pero, aparte
de las palabras de barro de la plaza, no les habían atacado. Y de
no haber sido por las palabras escritas en la pared, o la hiedra
venenosa, probablemente no se habría producido el saqueo en
la explanada. Y de no haberse producido ese saqueo, los líderes
del pueblo puede que no hubieran decidido que la gente de Las
Ascuas tenía que irse.
Doon se incorporó de un salto.
Sorprendido, Kenny preguntó:
—¿Qué pasa?
—Me has dicho algo importante —respondió Doon. Extendió
una mano y levantó a Kenny—. Tengo... tengo... —¿qué tenía
que hacer? Tenía que hablar con alguien. Tenía que explicarlo—
. Tengo que irme —le dijo a Kenny, y se dirigió hacia la
carretera, de vuelta al centro del pueblo, mientras pensaba con
quién debería hablar y qué decirle.

***

La doctora estaba frente a su casa con Poppy a su lado

~286~
cuando Lina y la señora Murdo llegaron. Poppy se les acercó,
galopando.
—¡Yina! —chilló—. ¡Vi uego! ¡Vi uego!
—¿Estáis heridas? —preguntó la doctora Hester.
—No, solamente estamos cansadas —explicó Lina.
—Y sucias —dijo la señora Murdo.
—Sucias, sucias —repitió Poppy, tirando de la camisa de
Lina, y trotando a su lado.
Torren estaba sentado en el sofá, con los pies metidos en una
palangana llena de agua.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Lina.
—Tengo quemaduras en los pies —explicó Torren.
—¿En los pies? ¿Y cómo te las has hecho?
—¿No lo has visto? —dijo la señora Murdo.
—¿El qué? —preguntó Lina.
Así que la señora Murdo se lo explicó.
—No sé qué hacía Doon en la torre, pero ha sido una
verdadera suerte para Torren que estuviera allí—dijo la señora
Murdo.
Lina alzó las cejas mirando a Torren.
—Doon me contó lo que dijiste de él. ¿No te da vergüenza,
ahora que te ha salvado la vida?
Torren no contestó, sino que bajó la vista y se miró los pies.
—Mentiste —dijo Lina—. Culpaste a Doon de algo que no
hizo.
Torren se hundió en los cojines del sofá.
—¡Él no tiró esos tomates! —exclamó Lina—. Él jamás haría

~287~
algo así. ¿Por qué dijiste que fue él?
—Me equivoqué —respondió Torren, con voz apagada.
—Bueno, ¿y quién fue?
—Otra persona.
—¿Quién?
—Otra persona. No voy a decir quién.
—Pero algo sí que vas a decir —dijo Lina—. A lo mejor no
dirás quién lo hizo, pero vas a tener que decir que no fue Doon.
—Rebuscó entre el barullo de cosas que había sobre la mesa y
encontró una hoja de papel—. Aquí tienes —le entregó la hoja a
Torren junto con un lápiz—: escribe que dijiste una mentira con
respecto a Doon. Fírmalo con tu nombre.
Torren escribió, frunciendo el ceño. Le devolvió la nota a
Lina, que se dirigió hacia la puerta.
—Me voy de vuelta al pueblo —dijo—. Solamente durante un
rato. Volveré a la hora de cenar.

***

Después de la cena de esa noche, Lina habló mucho. La


señora Murdo y la doctora querían saber qué había en las
Tierras Vacías, y cómo era eso de ser vendedor ambulante, y
qué aspecto tenía la ciudad. Maddy permanecía sentada junto a
la ventana, con una taza de té, y metía una palabra aquí y otra
allá de vez en cuando, pero dejó que Lina contara la historia.
Torren se sentó en el sofá con los pies estirados, ya que la
doctora se los había vendado, y fingía no escuchar, aunque de
vez en cuando no podía evitar hacer preguntas. Generalmente,
sus preguntas tenían que ver con Caspar.
—No entiendo por qué volvisteis vosotras dos y no Caspar —

~288~
dijo.
—No había terminado lo que quería hacer —respondió
Lina—. Su misión.
—¿Cuál era su misión? —gritó Torren—. Seguro que os
habéis enterado de qué era.
—Y lo hicimos —dijo Lina. Miró a Maddy, dubitativa.
—Tu hermano está buscando algo que no encontrará nunca
—explicó Maddy—. Cuando se dé cuenta, volverá a casa.
—Pero ¿qué está buscando? —preguntó Torren. Se apoyó
sobre los codos y miró a Maddy.
—Está buscando un tesoro —le contestó Maddy—. Pero no se
da cuenta de cuál es ni siquiera cuando lo tiene delante.
—¿Se olvidó las gafas? —dijo Torren.
—No. Pero le cuesta ver incluso con las gafas puestas.
A Lina no le gustaba Torren ni un ápice más que antes, pero
sí sentía algo de pena por él. Así que aquella noche le trajo
vasos llenos de agua con miel y le dio el pequeño camión rojo
que había encontrado siendo vendedora ambulante. Poppy
creyó que se trataba de una fiesta para Torren, así que no dejó
de llevarle cosas para que jugara con ellas: cucharas, calcetines,
patatas. Cuando llegó la hora de dormir, lo levantaron del suelo
y lo llevaron en brazos a la habitación de las medicinas.
Después, Lina subió al altillo con Poppy y la señora Murdo.
La señora Murdo se quitó las horquillas y el pelo le cayó
sobre los hombros a mechones cubiertos de hollín.
—Tengo algo que decirte —le dijo a Lina.
El corazón de Lina dio un vuelco. Fuera lo que fuera, tenía
claro que se lo merecía.

~289~
—Vi lo que hiciste —dijo la señora Murdo—. Fue algo
extraordinario, salir corriendo sola de esa manera. Muy
valiente.
—Bueno, tenía que hacerlo —contestó Lina.
La señora Murdo elevó las cejas, como preguntando qué
quería decir.
Lina estaba demasiado cansada para explicarle lo de hacer
una cosa buena para invertir la dirección de las cosas, y cómo
había deseado que lo hiciera otra persona para no tener que
hacerlo ella, pero nadie lo hizo. Así que, en vez de contárselo, se
encogió de hombros y no dijo nada.
La señora Murdo se peinó la cabellera.
—Creo que muchos de nosotros pensábamos en ese momento
que eso era lo que había que hacer —dijo—. Pero nadie tuvo el
valor de hacerlo. Sólo tú.
—No me sentía valiente —dijo Lina—. Sentía miedo.
—Eso hace que sea todavía más valiente —dijo la señora
Murdo.
Lina sintió un brillo, como una pequeña llama en su interior.
No, no era una llama, sino mejor aún, una bombilla que se
encendía. Una pequeña bombilla brillaba en su interior.
—Creo que jamás en toda mi vida he estado tan cansada
como hoy —dijo la señora Murdo—. Y mañana tenemos que
enfrentarnos a más cosas.
—¿Mañana? —durante un instante, Lina no recordó a qué se
tenían que enfrentar mañana.
—Bueno, sí —dijo la señora Murdo—. Supongo que mañana
sabremos si siguen planeando echarnos a todos.

~290~
La cuarta reunión del Ayuntamiento

Aquella noche, el viento limpió el humo del aire, y a la


mañana siguiente, el cielo era de un color azul brillante, y todo
parecía hormiguear. La luz era cálida, pero tenía otra cualidad,
era más fina y aguda. La estación estaba cambiando.
Esa mañana llegó un mensajero del pueblo al hotel. Doon,
que era el único que estaba despierto, se lo encontró en las
escaleras.
—Dile a tu gente que los líderes de Sparks quieren reunirse
con la gente de Las Ascuas hoy al mediodía. Vendrán a la sala
de baile.
Doon le dio ese mensaje a las personas que encontró, y ellas
se lo dijeron a las demás, y al poco rato lo supo todo el mundo.
Al mediodía se apiñaron en la sala de baile. Doon se quedó ahí
de pie junto a su padre, en medio de la gente. A su alrededor,
oía murmullos inquietos. ¿Serían malas noticias? Oyó que la
señorita Thorn le susurraba a alguien:
—Estoy tan nerviosa que me duele el estómago.
Él también estaba nervioso, tenía las manos húmedas.
Unos minutos después de las doce, Mary Waters y Wilmer
Dent entraron en la sala de baile. Con ellos entraron cuatro
hombres acarreando una camilla en la que Doon vio a una
persona cubierta por una manta. La barba gris que sobresalía de

~291~
la barbilla le indicó que se trataba de Ben Barlow. La doctora
Hester caminaba junto a él, y también la señora Murdo, Lina y
Poppy. Otras personas de la ciudad les siguieron, y se colocaron
en los extremos de la habitación. Doon reconoció a los dueños
de las tiendas y a los jefes de equipo (incluyendo a Chugger), y
a muchas de las familias de Sparks. Estaban los Parton, y vio a
Kenny trotando detrás de sus padres.
Doon alzó el brazo y llamó a Lina, que se acercó para
quedarse a su lado.
—¿Ben está malherido? —susurró Doon.
—Creo que sí —murmuró a su vez Lina—. La doctora dice
que tiene una herida en el hombro. Dice que la explosión casi le
arranca el brazo.
—Escucha —dijo Doon—. Tengo que decirte algo importante.
Y durante los siguientes minutos, mientras los líderes del
pueblo y los hombres que llevaban a Ben subieron los
escalones, le susurró a Lina lo que había respecto a Tick.
—¿De verdad? —decía Lina—. ¿De verdad? ¿Cómo pudo
hacer algo así? ¡No me lo puedo creer!
—Y esta noche —susurró Doon— he ido a buscar a Tick para
decirle dije que lo sabía, y me ha dicho...
Pero justo en ese momento, Mary Waters alzó las manos,
pidiendo silencio. Doon dejó de murmurar y volvió la vista al
escenario. Los hombres habían dejado la camilla en el suelo, y
habían depositado un extremo sobre una silla para que Ben
estuviera inclinado. Una venda le cubría un ojo y observaba al
público con el otro.
Cuando Mary habló, su voz profunda pareció temblar
ligeramente.

~292~
—Estamos aquí para hablar de cosas serias —dijo—. Ben
quedó malherido anoche, pero ha insistido en venir. Todos
queremos hablar con vosotros cara a cara —Hizo una pausa—.
Antes que nada, debo deciros algo.
Doon sintió cómo el estómago se le encogía.
—Nos hemos dado cuenta de que no os podemos pedir que
os vayáis —dijo Mary—. Vuestra generosidad anoche nos ha
hecho recordar la nuestra.
Nadie habló, pero los habitantes de Las Ascuas se miraron
entre sí y suspiraron, aliviados. Doon tocó el hombro de Lina
con el suyo, y sonrieron.
—Ayer —continuó Mary— cuando nuestra Arma explotó y el
fuego se descontroló, una chica de Las Ascuas cruzó la línea
que nos separaba. Le estamos agradecidos por abrir ese camino.
—¡Lina! ¡Lina! —gritaron algunas voces desperdigadas. Lina
creyó oír la voz de Maddy entre ellas. Doon la sobresaltó al
gritar directamente en su oído:
—¡Lina la valiente!
—Quiero decir que hemos cometido errores y que nos
arrepentimos —dijo Mary—. Teníamos buenas intenciones, al
principio. Hicimos lo que pudimos por ayudaros. Pero cuando
la cosa se complicó, nuestros corazones se cerraron.
Wilmer Dent sonrió, a modo de disculpa.
—Estábamos preocupados... —comenzó.
Ben le interrumpió. Su voz era ronca y débil, y parecía que le
costaba respirar. A Doon le costó mucho esfuerzo oírle.
—Estábamos preocupados... creo que justificadamente —
graznó—. A causa de... la crítica escasez... de alimentos.
Intentamos asegurar... seguridad... nuestra propia gente —

~293~
emitió un sonido sibilante, como si intentara tomar aire—. Es
comprensible... —añadió.
Wilmer se encogió de hombros, sonriendo nerviosamente.
—Simplemente es que teníamos...
—Miedo —dijo Mary—. Teníamos miedo, digámoslo
directamente. Teníamos miedo de que nos lo arruinarais todo.
Casi habíamos logrado la prosperidad. Teníamos miedo de que
nos volvierais a sumir en la pobreza.
Se hizo un silencio durante el cual nadie supo qué decir.
—Así que intentamos librarnos del problema en vez de
resolverlo —continuó Mary—. Por suerte, tanto nuestros planes
como los vuestros fueron frustrados —dijo, adelantándose para
contemplar a la multitud. Sus ojos se encontraron con los de
Doon, y se miraron durante un momento—. Anoche me enteré
de dos cosas que han cambiado mi idea de lo que ha pasado
aquí: La primera es que todavía no sabemos quién escribió las
palabras de barro en la explanada, quizá nunca lo sepamos.
Pero los otros ataques a la gente de Las Ascuas, esas horribles
palabras escritas en las paredes del hotel Pionero, y la hiedra
venenosa en la entrada, no fueron obra de vecinos de Sparks.
Los habitantes de Las Ascuas se miraron entre sí, con caras
aturdidas y murmuraron, confusos:
—Pero ¿cómo...?
—¿Quién haría...?
—¿Qué quiere decir?
—Fue el joven Doon Harrow quien me lo explicó todo—dijo
Mary—. Y me gustaría que él nos lo explicara a todos, si le
parece —hizo un gesto de afirmación con la cabeza hacia Doon,
y le indicó con la mano que se levantara.

~294~
Así que Doon se levantó. Y le contó a la gente que había allí
reunida lo que le había dicho a Mary la noche antes, cuando
llegó a su casa, muy tarde.
—¡No puede ser verdad! —gritó alguien. A Doon le pareció
que se trataba de Allie Bright, que había sido la mano derecha
de Tick.
—Es cierto —dijo Doon—. El mismo Tick me lo dijo anoche.
Dijo que se trataba de una simple estrategia. Me contó que sabía
que iba a producirse una guerra, y que necesitaba crear un buen
ejército. Dijo que cuando la gente se siente atacada, se enfada, y
que los mejores soldados son la gente enfadada. Así que decidió
hacer que la gente se enfadara. Me dijo que la idea se le ocurrió
cuando vio esas palabras escritas con barro en la explanada.
En ese momento, se alzó un griterío en la sala de baile. La
gente gritaba «¿dónde está?» y se giraba, buscando a Tick. Un
par de personas comenzaron a abrirse pasos a empujones entre
la multitud, intentando encontrarle.
Doon exclamó:
—¡Esperad! ¡Escuchad! No está aquí.
El tumulto se calmó. La gente se dio la vuelta para mirar a
Doon.
—Anoche, cuando hablé con él, Tick estaba metiendo todas
sus cosas en un saco —dijo Doon—. Me contó que se iba. Me
dijo que ya no podía vivir con cobardes y traidores. Había oído
que hoy llegaba un vendedor ambulante, y planeaba irse con él.
Otros también se iban. Se dirigen al asentamiento del extremo
sur, donde esperan tener una mejor acogida que la que tuvieron
aquí, o eso me dijo Tick.
Un gran clamor estalló al oír su anuncio. Alguna gente se
echó a reír, otros gritaron, a modo de broma «¡buen viaje!», y

~295~
otros simplemente murmuraron y negaron con la cabeza.
Finalmente, Mary alzó las manos y exclamó:
—¡Por favor! ¡Silencio! Tengo algo más que decir.
La multitud volvió a quedarse en silencio, y escuchó.
—He dicho que había aprendido dos cosas. La segunda es la
siguiente: el incidente que desencadenó los violentos
acontecimientos no ocurrió como creíamos. No fue Doon
Harrow quien destrozó los tomates de aquellas cajas.
Eso no resultó una sorpresa para la gente de Las Ascuas, que
en ningún momento había creído que Doon fuera culpable.
Pero la gente del pueblo de Sparks pareció quedarse muy
sorprendida. Doon vio cómo Martha Parton le miraba, alzando
las cejas, y cómo Ordney le observaba de manera socarrona.
Detrás de él, Kenny le dedicaba una sonrisa luminosa.
—Torren Crane ha retirado la afirmación que hizo —dijo
Mary—. Resulta que no vio a Doon Harrow tirando esos
tomates. Sigue negándose a decir quién los tiró. Debemos
aclararnos con respecto a eso. Pero creo que podemos estar
seguros de que no fue alguien de Las Ascuas.
En ese momento se elevaron los gritos de júbilo de la
multitud, unos gritos fuertes y desordenados, y Doon se quedó
tan asombrado que casi se cayó al suelo. Lina le agarró del
brazo.
—¡Le obligué a ponerlo por escrito! —le dijo al oído—. ¡Le
llevé el papel a Mary anoche!
Cuando los gritos amainaron, Mary continuó.
—Deberíamos tomar nota —dijo— de lo fácil que resulta
sacar lo peor de nosotros mismos. Las acciones de unos cuantos
individuos problemáticos han provocado que el resentimiento

~296~
se convirtiera en violencia. Solamente un accidente nos impidió
matarnos los unos a los otros.
Se dio la vuelta para mirar a Ben, que ladeaba la cabeza y
cuyos ojos se le entrecerraban.
—Ben tiene algo que decir, ¿verdad, Ben? ¿Puedes hacerlo?
La doctora, situada junto a Ben, le sacudió el hombro
ligeramente, y éste abrió los ojos.
—¿Puedes hacer tu declaración, Ben? —preguntó Mary.
Ben frunció el ceño al techo. El público esperó. Finalmente,
éste habló.
—Me dan dicho... —comenzó— que Doon Harrow... —se
detuvo y frunció el ceño—. Me gustaría agradecer a... joven
llamado Doon Harrow... —tomó aire, de manera temblorosa—.
Por rescatar... insensato sobrino...
«¿Qué?» pensó Doon. ¿De qué estaba hablando?
Ben frunció el ceño de nuevo. Parecía estar juntando fuerzas.
—Mi insensato sobrino Torren Crane —dijo, con voz áspera—
... en el pino. Podría haber muerto... —la voz de Ben se hundió
hasta convertirse en un susurro, y la gente tuvo que hacer
verdaderos esfuerzos para oírle—. Por mis inconscientes
acciones.
Doon permaneció atónito. ¿Torren era el sobrino de Ben? Eso
sí que era una sorpresa. Pero era aún más sorprendente oír a
Ben disculparse por lo que había hecho.
Lina le estaba dando golpecitos en la espalda a Doon. Alguien
detrás suyo gritó: «¡Tres hurras para Doon!», y los tres vítores
resonaron en la sala de baile. Doon se quedó parado, con lo que
pensó que debía de ser una tonta sonrisa en la cara.
Entonces Mary se adelantó otra vez y volvió a pedir silencio.

~297~
Su voz se tornó serena, parecida más bien a la de un
empresario.
—Ahora debemos mirar hacia el futuro —dijo—. No vais a
conseguir todo lo que queréis. Nosotros tampoco. Todos
sufriremos, y es posible que corramos algún peligro. Habrá más
bocas que alimentar, pero también más manos que hagan el
trabajo. Y aunque tengamos escasez de comida, no tenemos
escasez de trabajo —hizo una pausa y sonrió un poco. Sus ojos
recorrieron a la gente de la sala, y Doon sintió que su mirada
era casi como una caricia tranquilizadora—. Lo más importante
es lo siguiente: nos negaremos a ser los enemigos de los demás.
Renunciaremos a la violencia, que es muy fácil de empezar,
pero muy difícil de controlar. Construiremos un lugar en el que
todos podamos vivir en paz. Si nos agarramos a esto, todo es
posible.
Alguien aplaudió. Doon se dio la vuelta y pudo ver que se
trataba de su padre, aplaudiendo con las manos alzadas en el
aire.
—Hay mucho que arreglar —dijo Mary—. No será fácil, pero
hablaremos de todo juntos —volvió a hacer una pausa, y su
rostro cambió, y se le dibujó una sonrisa—. Una cosa más. No
volveremos a hablar de «la gente de Las Ascuas» y «la gente de
Sparks». A partir de ahora, todos somos la gente de Sparks.
Un murmullo recorrió la multitud. Tanto Doon como Lina
sintieron una punzada de dolor. Ser llamados gente de Sparks
implicaba dejar atrás el último rastro de su viejo hogar: su
nombre. La gente del pueblo también sintió una punzada, pero
para ellos era una punzada de miedo. ¿Esta gente era ahora
«su» gente? ¿Realmente podrían vivir todos en paz y juntos?
Pero el dolor y el miedo duraron solamente unos segundos.
Todo el mundo estaba cansado de dolor y de miedo. Pensaron

~298~
que fuera lo que fuese lo que estaba por venir, seguramente
sería mejor. Y estaban dispuestos a intentarlo.

***

Después de eso, se centraron en los detalles prácticos.


—En realidad —dijo Alma Hogan, la encargada del
almacén— en el almacén hay bastante comida. Lo que pasa es
que nunca queremos terminarla toda. Este año supongo que la
agotaremos y esperamos poder reponer existencias el año que
viene. Me temo que la mayoría son conservas en vinagre. Para
finales de invierno puede que lo único que comamos sea eso.
El padre de Doon mencionó educadamente que los residentes
del hotel necesitarían casas decentes tarde o temprano. Mary
dijo que empezarían a construirlas detrás del prado. Los
mejores constructores de Sparks estarían a cargo del proyecto, y
les enseñarían a la gente de Las Ascuas cómo edificar las casas.
—Serán casas pequeñas —dijo Mary—. Y sólo podremos
hacer unas pocas antes de que lleguen las lluvias. La mayoría
de vosotros tendréis que pasar el invierno en el hotel.
Clary se levantó para anunciar que su jardín producía a buen
ritmo. Además de pepinos, melones y pimientos, había logrado
cultivar casi cien calabazas, que se mantendrían durante el
invierno. Eso ayudaría un poco. La gente del pueblo la miró
extrañada. ¿Calabazas? Nunca habían oído hablar de las
calabazas.
—Las he cultivado con semillas que traje de Las Ascuas —
explicó—. Traje todas las semillas que tenía, de todas las clases.
El año que viene podré cultivar más.
La señora Murdo dijo que había aprendido mucho durante el
tiempo que había pasado con la doctora, y que quería ser

~299~
ayudante de doctora.
—Está claro que esta comunidad necesita más de un médico
—dijo.
—Yo sé algo de plantas —dijo Maddy, hablando por primera
vez—. Me gustaría ser ayudante de jardinera de hotel, con
Clary Laine.
Edward Pocket dijo que exigía ser nombrado bibliotecario
jefe. Mary le miró, sorprendida:
—No tenemos biblioteca —dijo.
—Exactamente —dijo Edward—. Tenéis una masa
desordenada de libros. De todas maneras, he logrado amplios
progresos. Os invito a que vengáis a verlo.
Ben Barlow siguió murmurando advertencias nefastas sobre
los fracasos de las cosechas, y la falta de vitaminas y epidemias,
pero Mary dijo que lidiarían con esos problemas cuando se
presentaran, si es que llegaban.
Poco a poco, la gente comenzó a interesarse por cómo
funcionaría ese nuevo acuerdo. No paraban de llegar las
preguntas. ¿Qué pasaría si había discusiones? ¿Cómo se
solucionarían? ¿Volverían los de Las Ascuas a comer con las
familias que les habían sido asignadas? ¿Tendrían suficiente
comida para el desayuno y la cena? ¿Qué pasaría cuando
necesitaran otras cosas aparte de la comida, como zapatos,
jabón, o sombreros?
—El problema es que no tenemos nada —dijo la señora
Polster—. No podemos intercambiar nada en el mercado
porque no tenemos nada que pudierais querer.
Pero Doon vio la solución a este problema enseguida.
—¡Sí lo tenemos! —dijo. La señora Polster alzó las cejas. No

~300~
estaba acostumbrada a que la contradijeran—. Tenemos una
cosa que necesitáis: ¡cerillas! Todavía nos quedan muchas.
Podríamos usarlas para intercambiar cosas, al menos al
principio. Dos cerillas por un par de zapatos, por ejemplo.
La gente se echó a reír y aplaudió. Era perfecto. Ben dijo que
en su opinión un par de zapatos valía al menos cinco cerillas,
pero nadie le prestó demasiada atención.
—Todo esto tiene que trabajarse a conciencia —dijo Mary—.
Va a implicar muchos desacuerdos, y muchas penurias. Pero ya
hemos sufrido penurias anteriormente. Podemos volver a
hacerlo.
Wilmer suspiró.
—Simplemente, deseábamos no tener que hacerlo —dijo.
Mary le lanzó una mirada severa.
—Podemos volver a hacerlo —dijo—. Y lo haremos.

~301~
Capítulo 29
Tres increíbles visitas

Lina dejó de intentar convencer a la señora Murdo para que


se mudaran al hotel. Ya que tarde o temprano tendrían su
propia casa, era mejor que se quedaran en casa de la doctora
hasta entonces. Además, la señora Murdo estaba tan empeñada
en aprender a ser ayudante de doctora que resultaba algo
egoísta llevársela de allí.
Lina y Maddy se dedicaron a cosechar y recolectar las
verduras del jardín de la doctora. Cada mañana llenaban cestas
de tomates, judías, pimientos, maíz y calabacines. Cada tarde,
cortaban los tomates y los dejaban al sol para que se secaran,
pelaban las judías y las metían en frascos, cocinaban los
pimientos y los metían en aceite de oliva, y ataban manojos de
hierba con una cuerda y los colgaban boca abajo para que se
secaran. Poppy se entretenía a sus pies, «ayudando» mientras
rociaba el suelo de hojas secas o golpeaba potes con cucharas.
Incluso Torren, cuyos pies estaban cada día mejor, solía pasar
tiempo con Lina y Maddy. Dijo que sabía cómo trenzar ajos, así
que le dieron una cesta llena de ellos e hizo una trenza.
Una tarde, mientras Maddy y Lina cortaban judías verdes
para la cena, Lina oyó unas ruedas que crujían en la calle. Acto
seguido, oyó el bufido de un buey, y Torren se levantó y salió

~302~
cojeando tan rápido como pudo al frente de la casa. «Oh-oh —
pensó Lina—. ¿Es quién yo creo que es?»
Efectivamente. Ahí estaba el camión destartalado de Caspar,
y Caspar descendiendo de él. Parecía estar muy sucio y tenía el
bigote mustio. Torren corrió hacia él, gritando:
—¡Caspar! ¡Caspar! —y Caspar sonrió de manera cansada.
—Hola, hermano —dijo. Le dio un par de golpecitos a Torren
en la espalda y se dirigió hacia la casa. Lina y Maddy salieron
para reunirse con él.
Cuando las vio, se detuvo y las escrutó.
—Desertoras —dijo. Pero no parecía tener suficiente energía
como para amonestarlas con más fuerza. Marchó penosamente
hasta la casa, y se dejó caer sobre el sofá. Torren se sentó junto a
él.
—Te estaba esperando —dijo Torren—. ¿Por qué no
regresaste con ellas? —preguntó, señalando a Maddy y Lina
con la mano.
—Tenía un trabajo importante que hacer —dijo Caspar—. Y
ellas no querían ayudarme.
—¿Y qué pasó con tu trabajo? —preguntó Maddy, de pie
junto a la puerta—. ¿Encontraste lo que buscabas?
Caspar ni siquiera la miró. Cerró los ojos y se desplomó
contra el respaldo del sofá.
—Necesito reajustar mis números —contestó—. Eran
completamente exactos exceptuando un detalle.
—¿Qué detalle? —preguntó Maddy.
—Era la ciudad equivocada —dijo Caspar—. Así que los he
corregido. Mañana me iré hacia el norte.

~303~
Maddy y Lina intercambiaron una mirada.
Caspar giró la cabeza hacia Maddy y la observó.
—Supongo que no querrás venir —dijo.
—No, gracias —contestó Maddy—. Mi intención es quedarme
aquí, donde está empezando algo con verdadero potencial.
Torren le tiró a Caspar del brazo.
—¿Me has traído algo esta vez? —preguntó.
Caspar abrió los ojos. Miró el techo durante un rato.
—Bueno, sí—dijo.
—¿Qué? —exclamó Torren—. ¿Qué es? ¿Me lo das ahora?
—Está en el camión —respondió Caspar—. Encontré toda una
caja llena, lo cual es muy extraño. Puedes quedarte con una.
—¿Una qué? ¡Vamos a buscarla! —Torren salió disparado
hacia la puerta.
Caspar se levantó haciendo un gran esfuerzo y salió. Lina vio
cómo Caspar rebuscaba en una de las cajas. Apareció con algo
que ella reconoció al instante. No había visto ninguna en mucho
tiempo, y le pareció que era como ver algo que había
pertenecido a un viejo amigo ya muerto.
—¿Qué es? —preguntó Torren.
—Una bombilla —dijo Caspar—. Encontré una caja con
cuarenta y ocho, todas sin usar.
—Pero ¿qué hace? —volvió a preguntar Torren, mirando en el
interior de la bombilla como si esperara encontrar algo vivo. Le
dio ligeros toquecitos al cristal con la uña.
—Da luz —dijo Caspar—. Si tienes electricidad.
—Pero nosotros no tenemos electricidad.

~304~
—Exactamente —dijo Caspar, y suspiró, cansado—. Así que
guárdala bien, por si acaso algún día sí tenemos.
Torren se acercó al asiento junto a la ventana y se sentó allí,
dándole vueltas a la bombilla entre las manos. Lina le miró,
mientras pensaba en Las Ascuas. Y pensó que, en algún
momento, alguien había podido dar con la solución a ese
problema. Así que deberían dar con ella otra vez.

***

Unos días después de que se fuera Caspar, llegó otra visita a


casa de la doctora. Lina estaba en el patio, abriendo nueces con
una piedra. Vio que alguien se acercaba a la verja, una figura
encogida que caminaba lentamente y de manera un tanto
torcida. Se levantó. La persona parecía tener problemas para
abrir la verja, así que Lina fue a ayudarle, y en ese momento se
dio cuenta de que se trataba de Ben Barlow. Tenía el brazo
herido vendado, y sujetado hacia un lado, y llevaba la chaqueta
sobre los hombros, con una manga vacía. Por eso parecía
avanzar torcido.
—Buenas tardes —dijo Ben—. Me preguntaba si Torren
estaría aquí.
—Sí que está —contestó Lina—. Iré a buscarle.
Encontró a Torren en la parte trasera de la casa, sentado bajo
un árbol, comiendo un pedazo de pan.
—Tu tío ha venido a verte —dijo Lina.
Torren la miró.
—¿Mi tío? —su voz sonó entusiasmada pero asustada a la
vez. Se levantó, y se metió el trozo de pan en el bolsillo.
Cuando Ben vio que Torren se le acercaba, frunció el ceño.
Después, como si se hubiera dado cuenta de su expresión,

~305~
cambió la cara y sonrió.
—Hola, sobrino —dijo—. ¿Cómo estás?
Torren parecía receloso.
—Bien —respondió.
—Bien —dijo Ben. Se acarició la barba. Lina se preguntó si eso
era todo lo que tenía que decir.
Torren llenó el silencio.
—¿Sigues teniendo los dos brazos? —dijo.
—Sí, aunque casi pierdo uno —contestó Ben. Volvió a fruncir
el ceño, pero pareció cambiar de idea—. Bueno, simplemente
quería pasar a verte. Hacía bastante que no te veía.
—Unos años —contestó Torren.
—Sí, bueno... Esto de ser líder del pueblo es una vida muy
ocupada. Muchas decisiones que tomar. Hay que forcejear con...
temas relacionados con lo correcto y lo incorrecto.
—Ah —dijo Torren.
Lina podía darse cuenta de que estaba pensando lo mismo
que ella: «¿A qué ha venido?».
—A veces uno toma la decisión correcta —dijo Ben—. A veces
no.
—Supongo —contestó Torren.
Ben se reajustó el vendaje. Lina comprobó que no llevaba la
barba tan arreglada como de costumbre. Probablemente había
tenido dificultades para hacerlo con el brazo izquierdo. Estaba
bastante segura de que Ben no tenía una esposa, ya que nunca
había oído mencionar que la tuviera.
—Bueno, tuviste suerte de que te sacaran de ese árbol,
¿verdad? —dijo Ben.

~306~
—Sí —contestó Torren.
—Debo reconocer que fue culpa mía —dijo Ben—. Lo del
fuego.
—Supongo.
—Fue un accidente, pero no debería haber ocurrido —explicó
Ben.
—Aja —dijo el chico.
Ben se levantó con lentitud provocada por el dolor.
—Bueno —concluyó—. Ha sido un placer hablar contigo. Sin
duda deberíamos conocernos un poco mejor. Deberías venir a
visitarme algún día, aunque está claro que no estoy mucho en
casa.
—Estás muy ocupado —dijo Torren.
—Exacto. —Se dirigió a la verja, cojeando. Mientras salía,
saludó con el brazo que estaba sano, pero no se dio la vuelta.
Poco a poco, emprendió el retorno al pueblo.
—Eso era una disculpa —le dijo Lina a Torren cuando Ben se
hubo marchado—. Siente lo que hizo. Supongo que también
siente no ser un buen tío, al no llevarte a vivir con él.
—¿A vivir con él? —repitió Torren, e hizo una horrible
mueca.
—Bueno, pensaba que no te gustaba vivir con la doctora
Hester —dijo Lina—. No pareces muy feliz.
—Pues sí que soy feliz —respondió Torren, enfadado. Se
sentó en el banco que Ben acababa de dejar y sacó el trozo de
pan de su bolsillo. Unos cuantos pájaros brincaban en un lugar
cercano. Torren les tiró unas migas, con expresión ausente.
Parecía estar pensando.

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—Me gusta estar aquí —le dijo a Lina, y levantó la vista para
mirarla, con los ojos muy abiertos, como si acabara de
descubrirlo.

***

Al día siguiente, Doon llegó hasta la puerta de la casa de la


doctora llevando un saco. Kenny venía detrás de él, mirando al
interior de la habitación.
—Tengo que enseñarte esto —le dijo Doon a Lina—. Lo hice
con el regalo que me trajiste.
—Es una especie de genio —dijo Kenny—. Ya me lo ha
enseñado.
Doon dejó caer el saco en el asiento de la ventana. Tan sólo
acababan de cenar, pero los días eran más cortos y ya casi se
había puesto el sol. La doctora Hester ya había encendido dos
velas. Ella, la señora Murdo y Maddy estaban sentadas frente a
la mesa, pelando judías blancas. Poppy estaba sentada junto a
ellas, haciendo añicos las vainas. Las cuatro se acercaron a
Doon para ver lo que había traído.
Torren también se adelantó. Estaba más interesado en
enseñarle a Doon lo que él tenía que en ver lo que había en el
saco.
—Caspar me ha traído un regalo —dijo.
—Estupendo —respondió Doon, sin prestar atención. Lina
comprobó lo entusiasmado que estaba con lo que fuera que
traía en ese saco. Sus ojos brillaban a la luz de las velas, y no
dejaba de juguetear con la cuerda que cerraba el saco. Cuando
lo abrió, metió la mano y sacó un artilugio de metal y madera,
que Lina pensó que era una especie de máquina. Tenía un
espiral hecho de alambre, y en el interior estaba el imán que ella

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le había regalado. También había un asa que parecía que daba
vueltas a algo. Lina, a quien no le interesaban demasiado las
máquinas, se sintió algo decepcionada.
Estaba claro que Torren también estaba decepcionado.
—¿Quieres ver el regalo de Caspar? —preguntó.
—En un minuto —dijo Doon—. Dejadme que os enseñe esto
primero.
—¿Qué hace? —preguntó Lina.
—¿Es una especie de abrelatas? —preguntó la señora Murdo.
—¿O una batidora? —preguntó la doctora.
—¿O un taladro? —preguntó Maddy.
—No —contestó Doon, muy contento.
Kenny a quien le brillaba el rostro por el secreto que
compartían, susurró:
—No.
—No os lo vais a creer, pero da electricidad —continuó
Doon—. Encontré las instrucciones en un libro que se llama
Proyectos científicos, pero no lo pude probar antes porque no
tenía un imán. Ni siquiera sabía lo que era un imán. ¡Pero
entonces tú me trajiste uno, Lina! Y el otro día me acordé de
este proyecto. —Depósito la máquina sobre la mesa—. Lo que
hay que hacer es girar esta manivela, que hace girar el imán,
que genera la electricidad que corre por estos alambres. Se
supone que es suficiente para encender una bombilla. El
problema es que no puedo comprobarlo, porque no he podido
encontrar ninguna bombilla que no estuviera rota.
Torren comenzó a pegar saltos. Tiró a Doon del brazo.
—¡El regalo de Caspar! ¡El regalo de Caspar! —chilló. Salió

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disparado hacia la habitación de las medicinas.
—¿Qué le pasa a...? —preguntó Doon, pero Lina intervino.
—¡Doon! —exclamó—. ¡El regalo de Caspar era una bombilla
sin usar!
Torren salió de la habitación de las medicinas protegiendo la
bombilla con las dos manos y caminando deprisa pero con las
piernas muy rígidas, con mucho cuidado.
—No la romperás, ¿verdad? —le dijo a Doon—. Tu
experimento no hará que explote, ¿no?
Doon contempló la bombilla como si se tratara de la cosa más
maravillosa que hubiera visto jamás. Se acercó a ella con
cautela.
—Tendré muchísimo cuidado —dijo—. Puedes ayudarme,
Torren. Pon la bombilla ahí.
Le explicó a Torren dónde debía colocar la bombilla, y ató dos
alambres sueltos a su extremo metálico.
—Ahora —continuó— apagad las velas.
Lina sopló las velas y la habitación quedó a oscuras.
Doon comenzó a darle vueltas a la manivela de la máquina.
Al principio no pasó nada, salvo que el imán se dio la vuelta.
Doon siguió dándole vueltas a la manivela, cada vez más
deprisa. Y más deprisa. Y apareció una luz trémula en la
bombilla, que después se convirtió en un resplandor, y después
la bombilla brilló con una luz blanca débil pero constante.
Lina pegó un grito. Poppy también gritó, porque Lina había
gritado, y tanto la doctora como la señora Murdo dieron un
respingo y rompieron a aplaudir. Kenny sonreía abiertamente,
mirando alternativamente la bombilla y el rostro de Doon.
Torren procuraba no hacer ningún ruido, pero sus ojos se

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abrieron de par en par y entreabrió la boca.
Durante casi tres minutos, hasta que se le cansó la mano,
Doon le dio vueltas a la manivela de la máquina. La doctora
agitó la cabeza, atónita, la señora Murdo giró la cabeza,
intentando disimular sus lágrimas, y Torren sostuvo la bombilla
con fuerza, pese que se estaba poniendo muy caliente. Lina
miró la luz que brillaba en los rostros de todos. Completamente
llena de esperanza, amor y alegría, contempló cómo la pequeña
bombilla brillaba, como una promesa en medio de la noche.

Fin

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