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Los Diáconos Permanentes

¡Hoy celebramos a los diáconos! Aprende sobre su ministerio

Por: Germán Sánchez Griese | Fuente: Catholic.net

“Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los


helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la
asistencia cotidiana. Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y
dijeron: "No parece bien que nosotros abandonemos la Palabra de Dios por
servir las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete
hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, y los pondremos
al frente de este cargo, mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración
y al ministerio de la Palabra".Pareció bien la propuesta a toda la asamblea y
escogieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, A Nicanor, a
Timón, a Pármenas y a Nicolás, prosélito de Antioquia; los presentaron a los
apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos.” (Hch. 6, 1-
6)

El ministerio eclesiástico, que es el ministerio de los hombres dedicados al


servicio de Dios, comprende tres grados diversos del sacramento del orden
sacerdotal: los obispos, los sacerdotes y los diáconos. Dos de estos grados
participan ministerialmente del sacerdocio de Cristo: el orden episcopal,
correspondiente a los obispos y el orden del presbiterado, correspondiente a los
presbíteros o sacerdotes. El orden del diaconado, según lo afirma el Catecismo de
la iglesia Católica en el número 1554 está destinado a ayudar y a servir a los
obispos y a los presbíteros. Por eso, el término “sacerdote” designa en el uso de
nuestros días a los obispos y a los presbíteros, pero no a los diáconos.

Sin embargo, la doctrina católica establece que el grado de diaconado es un grado


de servicio, que viene establecido desde el tiempo de los apóstoles, como lo
atestigua el trozo del libro de los Hechos de los apóstoles, apuntado al inicio de
este resumen, así como en lo expresado por el Apóstol San Pablo en su carta a
Timoteo: “También los diáconos deben ser dignos, sin doblez, no dados a beber
mucho vino ni a negocios sucios, que guarden el Misterio de la fe con una
conciencia pura. Primero se les someterá a prueba y después, si fuesen
irreprensibles, serán diáconos.” (1 Tim. 3, 8-11)

Diakonía es la palabra griega que fijará la función de los diáconos Esta palabra
significa servicio, y es de tanta importancia para la Iglesia que se confiere por un
acto sacramental llamado “ordenación”, es decir, por el sacramento del orden.

San Ignacio de Antioquia fijó la importancia de los diáconos, con estas bellas
palabras: “ Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como
también al obispo que es imagen del Padre, y a los presbíteros como al senado de
Dios y como a la asamblea de los apóstoles: sin ellos no se puede hablar de
Iglesia (San Ignacio de Antioquia, Trall. 3, 1)

Hemos hablado mucho hasta ahora de servicio, ¿pero cuál es el servicio que
prestan los diáconos a la Iglesia? “Corresponde a los diáconos, entre otras cosas,
asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios sobre
todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma, asistir a la celebración del
matrimonio y bendecirlo, proclamar el Evangelio y predicar, presidir las exequias y
entregarse a los diversos servicios de la caridad (Catecismo de la Iglesia Católica,
1570).

Entendido de esta manera, el diaconado no es solamente un paso intermedio


hacia el sacerdocio, sino que ofrece a la Iglesia la posibilidad de contar con una
persona de gran ayuda para las labores pastorales y ministeriales. Un diácono
puede bautizar, bendecir matrimonios, asistir a los enfermos con el viático,
celebrar la liturgia de la Palabra, predicar, evangelizar y catequizar. No puede, a
diferencia del sacerdote, celebrar el sacramento de la Eucaristía (misa), confesar o
administrar el sacramento de la unción de los enfermos. Con todo lo que puede
hacer, su ayuda es invaluable, especialmente en nuestros tiempos en que hacen
falta tantas personas que ayuden al sacerdote en todas las labores
encomendadas.

Como en el caso de los sacerdotes, sólo el varón bautizado recibe válidamente la


sagrada ordenación para acceder al diaconado. Y esto es así, porque Jesús eligió
a hombre (“viri” en latín) para formar el colegio de los doce apóstoles. Sin embargo
hay una diferencia muy importante entre los diáconos y los sacerdotes. Mientras
que los sacerdotes ordenados de la Iglesia latina, son ordinariamente elegidos
entre hombres creyentes que viven como célibes, es decir que no se han casado,
y que tienen la voluntad de guardar el celibato por el Reino de los Cielos, el
diaconado puede ser conferido a hombres casados. Este “diaconado permanente”
constituye un enriquecimiento importante para la misión de la Iglesia.

Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia latina ha restablecido el diaconado como


un grado particular dentro de la jerarquía, mientras que las Iglesias de Oriente lo
habían mantenido siempre. De esta forma, los hombres casados que se dedican a
ayudar a la Iglesia a través de la vida litúrgica, pastoral o en las obras sociales y
caritativas pueden fortalecerse recibiendo el orden del diaconado y se unen más
estrechamente al altar para cumplir con mayor eficacia su ministerio por medio de
la gracia sacramental del diaconado.

De esta forma, la Iglesia Católica, a semejanza de la parábola del hombre que de


su tesoro saca lo nuevo y lo viejo, siempre está ofreciendo formas nuevas y
atractivas en su labor de ayuda a todos los hombres.

Diaconado permanente (especial)


Identidad, formación, documentos para el Diácono Permanente

Por: Varios | Fuente: Catholic.net

El Diaconado permanente, restablecido por el Concilio Vaticano II en


armonía con la antigua Tradición y con los auspicios específicos del
Concilio Tridentino, en estos últimos decenios ha conocido, en
numerosos lugares, un fuerte impulso y ha producido frutos
prometedores, en favor de la urgente obra misionera de la nueva
evangelización. La Santa Sede y numerosos Episcopados no han cesado
de ofrecer elementos normativos y puntos de referencia para la vida y la
formación diaconal, favoreciendo una experiencia eclesial que, por su
incremento,necesita hoy de unidad de enfoques, de ulteriores elementos
clarificadores y, a nivel operativo, de estímulos y puntualizaciones
pastorales. Es toda la realidad diaconal (visión doctrinal fundamental,
consiguiente discernimiento vocacional y preparación, vida, ministerio,
espiritualidad y formación permanente) la que postula hoy una revisión
del camino recorrido hasta ahora, para alcanzar una clarificación global,
indispensable para un nuevo impulso de este grado del Orden sagrado,
en correspondencia con los deseos y las intenciones del Concilio
Vaticano II.
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS DIÁCONOS PERMANENTES
CON OCASIÓN DE SU JUBILEO

Sábado 19 de febrero de 2000

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos diáconos y familiares:

1. Con gran alegría me encuentro con vosotros en esta significativa cita


jubilar. Saludo al prefecto de la Congregación para el clero, cardenal Darío
Castrillón Hoyos, y a sus colaboradores, que han organizado estas intensas
jornadas de oración y fraternidad. Saludo a los señores cardenales y a los
prelados presentes. Os saludo especialmente a vosotros, amadísimos
diáconos permanentes, a vuestras familias y a cuantos os han acompañado en
esta peregrinación a las tumbas de los Apóstoles.

Habéis venido a Roma para celebrar vuestro jubileo. Os acojo con afecto. Esta
ocasión es muy propicia para ahondar en el significado y el valor de vuestra
identidad estable y no transitoria de ordenados, no para el sacerdocio, sino
para el diaconado (cf. Lumen gentium, 29). Como ministros del pueblo de
Dios, estáis llamados a actuar con la acción litúrgica, con la actividad
didáctico-catequística y con el servicio de la caridad, en comunión con el
obispo y el presbiterio. Y este singular año de gracia, que es el jubileo, os
quiere ayudar a redescubrir aún más radicalmente la belleza de la vida en
Cristo: la vida en él, que es la Puerta santa.

2. En efecto, el jubileo es tiempo fuerte de verificación y purificación interior,


pero también de recuperación de la dimensión misionera ínsita en el misterio
mismo de Cristo y de la Iglesia. Quien cree que Cristo Señor es el camino, la
verdad y la vida; quien sabe que la Iglesia es su prolongación en la historia;
quien experimenta personalmente todo esto, no puede menos de convertirse,
por esta misma razón, en celoso misionero. Queridos diáconos, sed apóstoles
activos de la nueva evangelización. Llevad a todos hacia Cristo. Que se dilate,
también gracias a vuestro compromiso, su Reino en vuestra familia, en
vuestro ambiente de trabajo, en la parroquia, en la diócesis y en el mundo
entero.

La misión, al menos en cuanto a intención y pasión, debe apremiar en el


corazón de los sagrados ministros e impulsarlos hasta la entrega total de sí.
No os detengáis ante nada; proseguid con fidelidad a Cristo, siguiendo el
ejemplo del diácono Lorenzo, cuya venerada e insigne reliquia habéis querido
que estuviera aquí, para esta ocasión.

No faltan tampoco en nuestro tiempo personas a las que Dios llama al


martirio cruento; pero mucho más numerosos son los creyentes sometidos al
"martirio" de la incomprensión. No se turbe vuestro corazón por las
dificultades y los contrastes; al contrario, crezca vuestra confianza en Jesús,
que ha redimido a los hombres mediante el martirio de la cruz.
3. Queridos diáconos, adentrémonos en el nuevo milenio junto con toda la
Iglesia, que impulsa a sus hijos a purificarse, mediante el arrepentimiento, de
errores, infidelidades, incoherencias y retrasos (cf. Tertio millennio
adveniente, 33). Los primeros en dar ejemplo han de ser los ministros
ordenados: obispos, presbíteros y diáconos. Esta purificación y este
arrepentimiento se han de entender sobre todo en relación con cada uno de
nosotros personalmente. Interpelan, en primer lugar, nuestra conciencia de
ministros sagrados que actúan en este tiempo.

Ante la Puerta santa experimentamos la necesidad de "salir" de nuestra tierra


egoísta, de nuestras dudas y de nuestras infidelidades, y sentimos la
invitación apremiante a "entrar" en la tierra santa de Jesús, que es la tierra
de la fidelidad plena a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Resuenan
en nuestro corazón las palabras del divino Maestro: "Venid a mí todos los que
estáis fatigados y sobrecargados, y yo os aliviaré" (Mt 11, 28).

Queridos diáconos, tal vez algunos de vosotros se sientan cansados por los
compromisos gravosos, por la frustración causada por iniciativas apostólicas
sin éxito y por la incomprensión de muchos. ¡No os desaniméis! Abandonaos
en los brazos de Cristo: él os aliviará. Vuestro jubileo ha de ser una
peregrinación de conversión a Jesús.

4. Si sois fieles en todo a Cristo, amadísimos diáconos, seréis también fieles a


los diversos ministerios que la Iglesia os confía. ¡Cuán valioso es vuestro
servicio a la Palabra y a la catequesis! Y ¿qué decir de la diaconía de la
Eucaristía, que os pone en contacto directo con el altar del sacrificio en el
servicio litúrgico?

Asimismo, con razón os comprometéis a vivir el servicio litúrgico de modo


inseparable con el de la caridad en sus expresiones concretas. Esto muestra
que el signo del amor evangélico no se puede reducir a lo que se llama
solidaridad, sino que es consecuencia coherente del misterio eucarístico.
En virtud del vínculo sacramental, que os une a los obispos y a los
presbíteros, vivís plenamente la comunión eclesial. La fraternidad diaconal en
vuestra diócesis, aunque no constituye una realidad estructural análoga a la
de los presbíteros, os estimula a compartir la solicitud de los pastores. La
identidad diaconal manifiesta con claridad todos los rasgos de vuestra
espiritualidad específica, que se presenta esencialmente como espiritualidad
de servicio.

5. Queridos hermanos, el jubileo es tiempo propicio para restituir a esta


identidad y a esta espiritualidad su fisonomía originaria y auténtica, con
vistas a renovar interiormente y movilizar todas las energías apostólicas.

La pregunta de Cristo: "Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe


sobre la tierra?" (Lc 18, 8), resuena con singular elocuencia en esta ocasión
jubilar.

La fe ha de transmitirse y comunicarse. También tenéis la tarea de anunciar a


las generaciones jóvenes el único e inmutable Evangelio de la salvación, para
que el futuro sea rico en esperanza para todos.

Os sostenga en esta misión la santísima Virgen. Yo os acompaño con mi


oración, confirmada por una especial bendición apostólica, que os imparto de
corazón a vosotros, a vuestras esposas, a vuestros hijos y a todos los
diáconos que trabajan al servicio del Evangelio en todo el mundo.

Homilía pronunciada por el


Emmo. Sr. Card. Jaime Ortega Alamino,
Arzobispo de La Habana,
con ocasión del Jubileo de los Diáconos

S.M.I. Catedral de La Habana


20 de febrero del 2000

Queridos hermanos y hermanas, queridos diáconos y sus familias:

En la profecía de Isaías proclamada hoy en la primera lectura, el profeta


invita al pueblo a no mirar únicamente hacia atrás: "No recuerden lo de
antaño" -les dice Isaías- "no piensen en lo antiguo." Al comienzo de un
nuevo milenio, en plena celebración del Año Santo Jubilar, tiene un valor
personal y social innegable el llamamiento del profeta.

Es verdad que, como dijera el sabio antiguo, la historia es maestra de la


vida, pero la función del maestro, es enseñar a vivir el presente y a
preparar el futuro. Por esto la advertencia profética tiene un valor hondo
y práctico: no podemos quedar atrapados en los recuerdos, porque esto
haría de nosotros hombres y mujeres vueltos hacia el pasado. Los
recuerdos pueden ser buenos o malos. Los primeros, idealizados por el
tiempo transcurrido, embellecen la realidad vivida y nos pueden llenar
de falsas nostalgias, los otros recuerdos, los malos, pueden llegar a
torturarnos. De ahí el consejo profético: "No piensen en lo antiguo."
Conozcamos sí la historia y sus enseñanzas, asimilemos
pedagógicamente la parte de historia que nos ha tocado vivir
personalmente, pero sin permanecer envueltos en las redes de
acontecimientos pasados.

Esta disposición nos confiere la libertad de espíritu necesaria para


contemplar a nuestro alrededor lo nuevo, lo diverso, e interpretarlo con
sentido de esperanza. Sólo así seremos capaces de captar lo que nos
dice el profeta: "Miren que realizo algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo
notan?"

Nuestra ceguera para descubrir lo nuevo que Dios hace cada día, paso a
paso, en nuestro entorno, está ligada al modo propio de considerar la
historia, cuando mantenemos una actitud fijista, que nos ancla en el
tiempo pasado, sembrando nostalgia, pesimismo o escepticismo en
nuestra mirada.

La promesa del Señor, anunciada por el profeta, constituye un canto de


esperanza: "Abriré un camino por el desierto, ríos en lo árido, para
apagar la sed del pueblo."

El requisito para que se cumpla esa promesa y se destierre de nosotros


la apatía es que hagamos oración y nos arrepintamos de nuestros
pecados. La queja del Señor acerca de nosotros es muy clara: "Tú no
me invocabas, ni te esforzabas por mí..." "Yo, yo era quien por mi
cuenta... no me acordaba de tus pecados." Ese es el reproche de Dios
que nos transmite Isaías.

La ceguera del corazón que no nos permite ver lo que Dios hace, y la
fijación estéril en el pasado, sólo pueden borrarse si oramos con
confianza al Señor y rechazamos decididamente el pecado. Por eso le
hemos pedido al Señor en el Salmo responsorial que nos sane, porque
hemos pecado. Así le suplicó el ciego, al borde del camino a Jesús:
Señor, que yo vea y el Señor le dijo: ve, y pudo mirar lo nuevo que Dios
realiza.

San Pablo nos dice en su 2° Carta a los Corintios que en Jesucristo todas
las promesas que Dios nos hizo por los profetas "han recibido un sí."
Dios Padre ha puesto en nuestros corazones el Espíritu Santo para que
también nosotros con Cristo, podamos darle un sí a Dios con toda
nuestra vida.

Vayamos, pues, a Jesús, como el paralítico del relato evangélico de este


domingo. Quizás hará falta que otros nos ayuden a llegar hasta Él, a
introducirnos a su presencia. Siempre habrá quien esté dispuesto a
prestar ese servicio. A Cristo llevamos también nuestras preocupaciones
y nuestros males corporales. Pero lo primero que Jesús dijo al paralítico
fue: "tus pecados quedan perdonados."

El pecado es el mayor mal del hombre y causa de muchos otros males.


Es verdad que Jesús curó al enfermo de su parálisis; pero al perdonar
sus pecados lo libró de su postración espiritual. Echar a andar, cargar
con su propia camilla, es adueñarse de su vida, es emprender con
libertad el camino alegre de la esperanza viendo lo nuevo que Dios obra
cada día

El año Santo Jubilar debe ser un tiempo propicio para reconciliarnos con
Dios y con los hermanos, para confesar nuestros pecados y recibir el
perdón de Jesucristo, Hijo de Dios, aquel que "tiene potestad en la tierra
para perdonar pecados." La celebración del Jubileo debe ser una
oportunidad no desaprovechada para renovar nuestra vida cristiana y
mirar confiados hacia delante.

Hoy con acción de gracias y en clima de renovación, celebramos el


Jubileo de los Diáconos. Queridos diáconos, no me fue difícil
identificarlos a ustedes en el relato del evangelio de San Marcos de este
domingo. En él aparece la gente agolpada dentro y fuera de la casa
donde está Jesús en Cafarnaum. En la escena aparecen también unos
letrados, sentados, analizando doctoralmente el comportamiento de la
gente y el de Jesús.

Hay un enfermo, un pobre, el paralítico y además cuatro que lo ayudan,


lo asisten lo cargan; quitan unas losas del techo y lo introducen por el
boquete que quedó abierto. Jesús preside aquella asamblea, Él, como
buen Pastor que cuida a sus ovejas, les explica la palabra de Dios. Lo
escuchan gente de pueblo y hombres cultivados y aparecen los
servidores atentos que cargan al enfermo, no sólo como un acto de
misericordia corporal, sino acompañando al pobre desvalido en su fe
hacia aquel Jesús que puede salvarlo. Estos cuatro que conducen hasta
Jesús al hombre postrado, animando su fe, se me asemejan a los
diáconos, servidores de los pobres en la Iglesia.

El Concilio Vaticano II señala que los apóstoles transmitieron su


ministerio a los obispos, a quienes se les da la plenitud del sacramento
del orden (L.G. 20 y 21). Como cooperadores de los obispos aparecen:
los presbíteros y los diáconos. A ellos se les confiere el mismo
sacramento del orden, pero confiando a unos y a otros distintos
quehaceres y sobre todo, poniendo de manifiesto facetas particulares
del mismo orden sagrado: en los presbíteros, la faceta de la presidencia
y de la guía del pueblo de Dios, y en los diáconos la del servicio.

Es hermosa la definición del ministerio del diácono que propone el motu


propio "Ad pascendum" por el cual se restablece el diaconado
permanente. Dice así: el diácono es "animador del servicio, o sea, de la
diaconía de la Iglesia, ante las comunidades cristianas locales, signo o
sacramento del mismo Cristo Señor, el cual no vino a ser servido, sino a
servir."

El carisma propio del diácono, es decir, su gracia sacramental específica,


es la de ser animador del servicio. No olvidemos que todo ministro
sagrado representa al mismo tiempo a Cristo ante la Iglesia y a la
Iglesia ante Cristo. El diácono no sólo representa a Cristo servidor ante
la comunidad y ante el mundo, sino además representa a la Iglesia
servidora ante Cristo.

La espiritualidad del diácono es la del servicio, que ejercitará no sólo


sirviendo a sus hermanos, sino animando y promoviendo la acción y la
actitud servicial en la Iglesia y en el mundo. El servicio cristiano no es
únicamente una actividad humana asistencial. La diaconía de Cristo se
difunde a toda la comunidad eclesial, que por gracia del Espíritu Santo
debe impregnarse de la misma actitud de Cristo, el Siervo sufrido, que
carga sobre sí el pecado y los males del hombre (Isaías 53, 3-5), que se
inclina afectuoso sobre cada enfermo, que se preocupa por la multitud
hambrienta, que se entrega hasta la ofrenda de la vida (Mateo 20, 18).
Cristo, por nosotros se hizo "esclavo" dice la Carta de Pablo a los
Filipenses (Flp. 2,7)

La esclavitud-por-amor del Hombre-Dios libera a la humanidad de la


esclavitud-por-coacción, fruto del poder, que es característica del mundo
que no conoce a Dios.

Luego, el ejercicio del carisma del diácono, que consiste en animar a la


comunidad cristiana a servir a su prójimo por amor, será una manera
excelente de promover hombres y mujeres que aprenden a ser libres, al
no obrar por condicionamientos ni por coacción, sino a servir a sus
hermanos impulsados por el amor.

El servicio cristiano encuentra su fuente en la Eucaristía, donde Cristo


está presente como el amor encarnado y ofrendado. El presbítero, al
celebrar la Eucaristía, incrementa el amor en sí mismo y en la
comunidad. Como complemento necesario, la gracia sacramental del
diácono es la de promover el servicio, que no es más que ejercitar el
amor. El diácono en su ministerio está llamado a demostrar que la
fuente de gracia de la diaconía cristiana, del servicio amoroso al
prójimo, se encuentra en la eucaristía.

Este servicio puede brindarse a la comunidad eclesial, o a la humanidad


en general, sean los beneficiarios cristianos o no. El diácono tiene un
papel especial para que la Iglesia sea vista como servidora de todos los
hombres. Puede tratase ese servicio de obras de misericordia personales
u organizadas. Pero resalta sobre todas esas obras la diaconía de la
evangelización, es decir, el servicio supremo de anunciar el Evangelio,
"a toda criatura". (Marcos 16,5)

¿Qué significa que el diácono debe ser "animador" del servicio? No se


trata de que sea un propagandista y menos aún un agitador. En virtud
del Sacramento del Orden, el diácono es constituido representante de
Cristo siervo, no es más una persona privada, sino sacramentalmente
pública. Las obras que realiza y las palabras que dice en el ejercicio de
su ministerio son realizadas y pronunciadas en nombre de Cristo. Son
así una fuente de gracia para invitar eficazmente a la Iglesia a seguir las
huellas de Cristo-siervo. El diácono está "consagrado al servicio" y
comprometido, por esa consagración, en el triple campo de la palabra
de Dios, de la Eucaristía y de las obras de amor, a invitar a todos los
cristianos a servir al modo de Cristo. Es así como el desempeña su papel
de animador del servicio en la comunidad.

El Concilio Vaticano II, según la iluminada intuición del Papa Juan XXIII,
debía presentar al mundo una Iglesia renovada, y puso en evidencia por
ello el perfil servicial de la Iglesia, como un factor imprescindible para su
renovación. No es de extrañarse que el mismo Concilio restableciera el
diaconado "como grado propio y permanente de la jerarquía." (L.G. 29)

El diaconado permanente renace en la Iglesia en su forma primera y


actual, después de casi quince siglos de haber quedado sólo expresado
en el diaconado de los candidatos al sacerdocio, y renace como un factor
de renovación. El mensaje de este domingo, precisamente, propone la
renovación de la vida cristiana como exigencia perenne. El Profeta Isaías
invitaba a no recordar lo viejo, a ver lo nuevo que Dios obra y, por lo
tanto, a hacernos nosotros nuevos, deplorando el pecado; dándole un
"sí" definitivo a Cristo, nos dice San Pablo; y hemos escuchado en el
Evangelio la voz de Jesús que nos ordena: sal de tu postración, toma tu
camilla y echa a andar.

La renovación eclesial está hecha de la renovación de las personas que


integran la comunidad de seguidores de Jesús y no puede confundirse
esa renovación con probar solamente métodos y formas nuevas. Como
nos pide la palabra de Dios en la Eucaristía de este domingo, la
verdadera renovación tiene que ser "conversión", claro está de cada
uno, pero también de toda la comunidad. Para esta renovación tiene una
importancia decisiva la gracia del diaconado, que consiste en orientar el
camino renovador en la verdadera dirección de una Iglesia servidora y
pobre.

¿Cómo puede dentro de una Iglesia en renovación auténtica desplegarse


el diaconado permanente, que nació del proyecto renovador del Concilio
Vaticano II? Debe hacerlo en la Comunidad eclesial y en la comunidad
humana.
Tanto las grandes comunidades parroquiales urbanas como otras
comunidades parroquiales menores, en el campo o en la ciudad, pero
rodeadas de grandes territorios sin templos, deben crear comunidades
"a medida del hombre." Son las que van surgiendo y consolidándose en
Cuba en las casas de familia o en capillas pequeñas; las llamadas "casas
de oración" o "de misión". El ministerio diaconal debe encontrar un
campo muy específico en la animación de esas pequeñas comunidades
en pequeños lugares de culto y, sobre todo, en casas de familia. Allí se
realiza el primer "núcleo de la Iglesia": "Donde hay dos o más reunidos
en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos." (Mateo 18,20)

Incluso en el interior de una parroquia grande, los grupos más pequeños


que encuentran una animación más personalizada renuevan desde
dentro la vida parroquial. La parroquia llega a ser así "una comunión
orgánica de comunidades."

En la comunidad humana el diácono está llamado a ser signo de Cristo


servidor en el seno de su Familia y por medio de su familia: (esposa e
hijos), en el ambiente donde vive, con las familias amigas o vecinas; en
el sitio donde trabaja, en la acogida a los que sufren, disfrutan o luchan.
De este modo lleva a cabo el diácono una evangelización capilar,
anunciando a cada persona concreta que Cristo la ama y está cerca de
ella para servirla.

Queridos diáconos: como en el relato evangélico de hoy, a ustedes


corresponde en la Iglesia el trabajo servicial de atender y conducir hasta
Cristo al hombre postrado para que eche a andar al escuchar la palabra
del Señor. Nuestra Iglesia Arquidiocesana se enriquece con el carisma
de ustedes y se ha renovado gracias a Él. En el Santo Evangelio Jesús
no dejó de alabar la fe de aquellos que introducían al paralítico por un
boquete. Sé sus trabajos, sus esfuerzos para, con medios muy pobres,
cumplir la misión que la Iglesia y su obispo les han confiado.

Como el Señor se fijó en el paralítico y en quienes lo conducían y alabó


la fe de todos, yo me fijo también en sus esposas que los acompañan en
la oración y en el trabajo, que los ayudan y comparten sus
preocupaciones y proyectos. Esta mirada de gratitud se extiende a los
hijos, y aún a los nietos, que integran esta comunidad diaconal "sui
géneris" de nuestra Arquidiócesis. Esta agradable realidad me hace
volver a las palabras bellas y sugerentes del profeta Isaías: "miren que
realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan?"

Sí, ya comienza a notarse lo que el Concilio Vaticano II propuso para


una Iglesia renovada. De esta renovación, queridos hermanos y
hermanas, debe participar toda la Iglesia, a ella nos invitan los diáconos
con su entrega y Jesucristo el Señor que nos dice a todos y cada uno de
nosotros: Levántate, echa a andar.

Y a ustedes, queridos diáconos corresponde conducir servicialmente


hasta Cristo a hombres y mujeres que necesitan ser acompañados en su
camino de fe.

La Virgen María es la servidora fiel que inspira a toda la Iglesia la


respuesta decidida para que el querer de Dios se cumpla y todo se haga
en la Iglesia según su palabra. Que Ella inspire ahora la renovación de
sus compromisos diaconales y mantenga siempre en ustedes la decisión
de servir en el amor. Que sea la virgen Madre inspiración y sostén de
sus esposos y de toda su familia. Así sea.

SANTA MISA CON ORDENACIONES DIACONALES AL FINAL DEL


JUBILEO DE LOS DIÁCONOS PERMANENTES

Homilía de Su Eminencia el Cardenal Darío Castrillón Hoyos

Patriarcal Basílica de San Pedro


Domingo, 20 de Febrero de 2000

¡Alabado sea Jesucristo!

1. Con la imposición de las manos y con la oración consagratoria, el


Señor mandará el Espíritu Santo sobre estos acólitos aquí presentes y
los consagrará Diáconos. ¡Seréis Diáconos permanentes de la Iglesia de
Dios!

En la Iglesia y en el mundo vosotros seréis signo e instrumento de


Cristo, que no vino "para ser servido sino para servir".

Vosotros respondéis a una vocación estable y permanente: ésta imprime


un signo, una marca profunda e imborrable, que os hace conformes
para siempre a Cristo Siervo.

Hasta el último momento de vuestra vida seréis siempre el signo de


Cristo Siervo. Obediente hasta la muerte y muerte de Cruz para la
salvación de todos.
Por esto, el momento presente es un momento de alegría y de
esperanza para vuestras Diócesis y para la Iglesia universal que, desde
este altar, habla con profundo significado de la unidad y catolicidad de la
que es garante.

La Iglesia entera, en esta celebración, se consuela en ver que crece su


vitalidad, en ver que se refuerza su fidelidad, en ver dilatada su
capacidad de servir. "Los diáconos –enseña San Policarpo– son
servidores de Dios y de Cristo y no de los hombres: ni calumnia, ni
doblez, ni amor por el dinero; che sean castos en todo, compasivos,
siempre diligentes según la verdad del Señor, que se ha hecho servidor
de todos" (Ad Philipp., V,2).

2. Demos gracias al Padre que nos llena de sus dones y suscita


vocaciones maduras en medio de su pueblo, que se conformen con
Cristo y pongan sus propias fuerzas a disposición de su Iglesia.

Es una acción de gracias coral y llena de alegría; esto compromete a


todas vuestras Diócesis. Sobre todo a los responsables de la formación,
a los respectivos párrocos, a cuantos han sido ejemplares puntos de
referencia. Como también compromete a las mismas familias por su
preciosa colaboración. Acción de gracias a cuantos, con la oración y el
sacrificio, contribuyen cada día al bien de la Iglesia y al desarrollo de
todas las vocaciones que en ella brillan en un servicio, que sin
interrupción cantan sinfónicamente el poema de la Redención.

3. Si acaso existiera una ambición cristiana, ésta sería el deseo de poder


servir, tanto es así que en el punto más álgido de la escala jerárquica se
encuentra aquel que es el "Servus servorum Dei", el Siervo de los
siervos de Dios.

El diácono ha sido llamado para ejercitar una triple diaconía: la de


Palabra, la de la Eucaristía y aquella de los pobres.

Es competencia del Diácono la proclamación del Evangelio como también


la de ayudar al Sacerdote en la explicación de la Palabra de Dios. En la
ceremonia de ordenación se dice al diácono: "Accipe Evangelium Christi,
cuius praeco effectus es" (De Ordinatione, n. 238).

La Palabra de Dios no es la nuestra. Es el Verbo que pasa, podemos


decir "sacramentalmente", por medio de los labios del ministro sagrado.

La Palabra de Dios que inquieta la falsa paz de muchas consciencias,


que corta por lo sano cualquiera ambigüedad y sabe llegar a los
corazones más endurecidos. "La Palabra de Dios es viva y eficaz, más
afilada que una espada de doble tallo" (Heb. 4,12) La Palabra de Dios en
el modo en que ha sido siempre proclamada por la Iglesia, no con
interpretaciones personales que miran a halagar los oídos de los que
escuchan. La Palabra de Dios sin reduccionismos, excitaciones, miedos y
complejos ante las culturas dominantes.

No es la Palabra de Dios la que debe ser domesticada a fin de reducirla


a nuestra comodidad: somos nosotros quienes debemos crecer y ayudar
a otros para llegar a desarrollarse según la medida de la Palabra. No
olvidemos nunca que no se trata de una palabra autoritaria, porque en
el fondo es simple palabra; ¡se trata del Verbo! Cuánto respeto, cuánta
oración, cuánto sentido del temor y del amor debe anidar en el interior
de aquel, que hace resonar aquella Palabra y que debe explicar su
sentido para la vida de las personas y de la misma sociedad.

4. Ahora comprendemos bien cómo no pueden ser las culturas actuales


quienes se erijan en criterio de lectura y de conocimiento, sino que sea
la Palabra la que tenga la fuerza de juzgar, señalar, perfeccionar y,
ojalá, cambiar la escala de valores de la cultura contemporánea.

Es la verdad aquella que juzga los eventos, no al contrario, como


trágicamente no ocurre a menudo. El Santo Padre ha dicho a la Iglesia y
al mundo que una de las tareas principales de la Iglesia es la diaconía
de la verdad.

No hay que temer que sea la Palabra de Dios aquella que condicione la
plena realización del hombre. Al contrario, es la Palabra de Dios la que
es capaz de derribar los ídolos, las falsedades mundanas y librar al
hombre de la diversas formas de pecado.

El diácono es el heraldo del Evangelio; es el administrador de la


salvación eterna, no de metas meramente terrestres; es el profeta de
un mundo nuevo, no del viejo y egoísta; es el portador de un mensaje
que arroja la propia luz sobre los problemas impelentes de la tierra,
pero que no se cierra en los pobres horizontes de ella.

5. El Diácono es también el primer colaborador del Obispo y del


Sacerdote en la celebración de la Eucaristía, del gran "misterio de la fe".
Tiene también el honor y el profundo gozo de ser el servidor del
"Mysterium".

A vosotros se os entrega el Cuerpo y la Sangre del Salvador para que se


nutran y lo reciban los fieles. Que podáis tratar siempre los santos
misterios con aquella íntima adoración de inteligencia y afectos, con
aquella recogida y humilde gravedad exterior, con devoción del espíritu
que, en definitiva, son la expresión de un alma que cree y permanece
siempre segura de la alta dignidad de su tarea.

Debéis recordar que aquello que es más necesario pastoralmente, no es


la asimilación de los gestos litúrgicos a aquellos usuales de la vida de
cada día, sino el mantener viva en la celebración litúrgica la radical
"diferencia" de las acciones sagradas y del banquete sacrifical de la
Eucaristía – en el que nos encontramos vital y personalmente con
nuestro Redentor – de todas aquellas otras formas de convivencia y de
amistad humana.

6. Al Diácono se le confía en modo particular el ministerio de la caridad,


que se encuentra al origen de la institución de la diaconía.

Cuando la Eucaristía –como debe ser– se la pone decididamente en el


centro de la comunidad, ésta no sólo plasma los corazones de los
creyentes para el encuentro de comunión con Cristo, sino que también
da la fuerza para el encuentro de comunión con los hermanos.

Atender a las necesidades de los otros, tener en cuenta las penas y


sufrimientos de los hermanos, la capacidad de darse a los hermanos:
estos son los signos distintivos del discípulo del Señor, que se alimenta
con el Pan Eucarístico.

El amor al prójimo no se debe solamente proclamar, se debe practicar.


El Diácono deberá ser compasivo, solidario, acogedor, benigno. Deberá
dedicar a los otros su interés, su tiempo, el trabajo de su vida como
modo actual de aquello che era el llamado servicio de las mesas. El
Diácono, colaborador del Obispo y de los Presbíteros, debe ser
juntamente con ellos, la viva y operante expresión de la caridad de la
Iglesia, que simultáneamente es el pan para el hambriento, luz de
cooperación para el desarrollo y el progreso social, palabra y acción para
la justicia. El Diácono es el vehículo privilegiado de la doctrina social de
la Iglesia.

7. Queridísimos, para ser fieles a esta triple diaconía meted vuestras


raíces en lo más profundo del misterio eclesial, en el corazón del Cuerpo
Místico, de la comunión de los Santos; sumergidos en la plegaria de
modo que vuestro cotidiano trabajo esté lleno de oración. En vuestra
vida de cada día, debéis estar intelectualmente apoyados por una
estructura vitalmente metafísica y haced referencia a todo lo
trascendente. Los aspectos sociales – aunque importantes – de vuestra
tarea no los podéis vivir como si vosotros fueseis los empresarios del
sector. Vosotros debéis vivir en tales ámbitos como diáconos, en una
dimensión unida al "Mysterium", en aquella dimensión que lleva la sabia
y el dinamismo de todo lo que es sacramental y mira al fin último, a la
eclesial obra global de instaurarlo todo en Cristo.

8. Vosotros, como Diáconos, nacéis del Altar en el corazón del Sacrificio


eucarístico, nacéis de la oración.

Por eso me permito recomendar, en un modo muy particular, la fidelidad


a la celebración de la Liturgia de las Horas. Es la oración incesante de la
Iglesia, que en modo directo está encomendada a los sagrados
Ministros. Vosotros mantened vivo, intenso y afectuoso el diálogo con el
Padre orando por vosotros mismos y por el mundo entero.

El esfuerzo por fijar en Dios la mirada y el corazón – que a esto


llamamos oración – sea el acto más alto y más lleno del espíritu; el acto
que se deberá establecer cada día y deberá mantener la jerarquía de
todas vuestras actividades.

La oración os ayuda cada día a subir más arriba de todo aquello que es
el rumor de la ciudad y de las prisas de la jornada, y así purificar
vuestra mirada y vuestro corazón: la mirada para ver el mundo con los
ojos de Dios y el corazón para amar a los hermanos con el corazón de
Dios.

9. Dentro de pocos momentos suplicaré al Señor para que derrame el


Espíritu Santo sobre los hermanos ordenandos, con el fin de que los
"fortalezca con los siete dones de su gracia y cumplan fielmente la obra
del ministerio".

Esta oración es también para vosotros, Diáconos que celebráis vuestro


Jubileo.

La Virgen María, esclava del Señor, con su omnipotencia suplicante


obtenga para todos una nueva efusión del Espíritu Santo a fin de que la
obra de la nueva evangelización nazca impetuosa dentro de vosotros, en
sintonía con aquel "ignem veni mittere", che señala el ardiente deseo
del Redentor.

ANGELUS, domingo 20 de febrero 2000


Jubileo de la Curia romana
Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Concluyen hoy las celebraciones del jubileo de los diáconos permanentes,


organizadas por la Congregación para el clero. Deseo dirigir, ante todo, un
cariñoso saludo a los numerosos diáconos que han venido a Roma desde todo
el mundo, junto con sus familias, para esta circunstancia especial. De modo
particular, os saludo a vosotros, queridos hermanos que habéis recibido la
ordenación diaconal esta mañana en la basílica vaticana.

Me alegra mucho la presencia de todos vosotros, entre otras cosas, porque


me brinda la oportunidad de subrayar la importancia del papel específico que
desempeñáis: con la ordenación sacramental, el diácono asume una singular
diaconía, que se expresa sobre todo en el servicio al Evangelio. Durante el
rito, el obispo consagrante pronuncia estas palabras: «Recibe el evangelio de
Cristo, del que desde ahora eres heraldo. Cree en lo que lees, enseña lo que
crees y vive lo que enseñas». Queridos hermanos, vuestra misión consiste en
abrazar el Evangelio, profundizar con fe en su mensaje, amarlo y
testimoniarlo con palabras y con obras. La tarea de la nueva evangelización
necesita vuestra contribución, dada con coherencia y entrega, con valentía y
generosidad, en el servicio diario de la liturgia, de la palabra y de la caridad.
Vosotros, diáconos llamados con el celibato a una existencia totalmente
consagrada a Dios y a su reino, vivid vuestra misión con alegría y fidelidad.
Vividla también vosotros, diáconos casados; Cristo os pide que seáis modelos
de verdadero amor dentro de la vida familiar. A unos y otros el Señor os ha
elegido como colaboradores suyos en la obra de la salvación.

2. El próximo martes tendré la alegría de celebrar, juntamente con todos mis


colaboradores, el jubileo de la Curia romana. Ha sido precedido por algunos
encuentros de reflexión, y oración, con los que los componentes de la Curia se
han preparado para vivir con particular intensidad este momento de gracia,
que invita a la conversión del corazón. Cuantos trabajan al servicio de la
Santa Sede -cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas
y laicos- cruzarán juntos la Puerta santa, símbolo de misericordia e invitación
a renovar la vida.

Un vínculo muy estrecho une a la familia de la Curia con el Sucesor de Pedro,


que se apoya en su servicio para desempeñar el ministerio que Cristo le ha
confiado en beneficio de toda la comunidad eclesial. Por eso, es importante
que no sólo cuente con la capacidad y la eficiencia de sus colaboradores, sino
también con su comunión en el amor tan profunda que convierta a la Curia,
como solía decir el Papa Pablo VI, en "un cenáculo permanente"», totalmente
consagrado al bien de la Iglesia. La purificación que se busca con la
experiencia jubilar contribuirá seguramente a ello.

3. Encomiendo a la Virgen María a todos mis colaboradores de la Curia, así


como a los diáconos permanentes y a los demás componentes de la
comunidad eclesial. Que María santísima interceda para que, gracias a la
armoniosa fusión de todas las energías presentes en el pueblo de Dios,
resulte cada vez más eficaz la obra que la Iglesia realiza en el mundo para la
salvación de la humanidad.
Ministerio del diácono
Funciones de los diáconos: ministerio (diaconía) de la liturgia, de la
palabra y de la caridad

Por: Congregación para el Clero |

Funciones de los diáconos

22. El ministerio del diaconado viene sintetizado por el Concilio Vaticano


II con la tríada: «ministerio (diaconía) de la liturgia, de la palabra y de
la caridad».(78) De este modo se expresa la participación diaconal en el
único y triple munus de Cristo en el ministro ordenado. El diácono «es
maestro, en cuanto proclama e ilustra la Palabra de Dios; es
santificador, en cuanto administra el sacramento del Bautismo, de la
Eucaristía y los sacramentales, participa en la celebración de la Santa
Misa en calidad de «ministro de la sangre», conserva y distribuye la
Eucaristía; «es guía, en cuanto animador de la comunidad o de diversos
sectores de la vida eclesial».(79) De este modo, el diácono asiste y sirve
a los obispos y a los presbíteros, quienes presiden los actos litúrgicos,
vigilan la doctrina y guían al Pueblo de Dios. El ministerio de los
diáconos, en el servicio a la comunidad de los fieles, debe «colaborar en
la construcción de la unidad de los cristianos sin prejuicios y sin
iniciativas inoportunas»,(80) cultivando aquellas «cualidades humanas
que hacen a una persona aceptable a los demás y creíble, vigilante
sobre su propio lenguaje y sobre sus propias capacidades de diálogo,
para adquirir una actitud auténticamente ecuménica».(81)

Diaconía de la Palabra

23. El obispo, durante la ordenación, entrega al diácono el libro de los


Evangelios diciendo estas palabras: «Recibe el Evangelio de Cristo del
cual te has transformado en su anunciador».(82) Del mismo modo que
los sacerdotes, los diáconos se dedican a todos los hombres, sea a
través de su buena conducta, sea con la predicación abierta del misterio
de Cristo, sea en el transmitir las enseñanzas cristianas o al estudiar los
problemas de su tiempo. Función principal del diácono es, por lo tanto,
colaborar con el obispo y con los presbíteros en el ejercicio del
ministerio(83), n. 9: Enseñanzas, VII, 2 [1984], 436)] no de la propia
sabiduría, sino de la Palabra de Dios, invitando a todos a la conversión y
a la santidad.(84) Para cumplir esta misión los diáconos están obligados
a prepararse, ante todo, con el estudio cuidadoso de la Sagrada
Escritura, de la Tradición, de la liturgia y de la vida de la Iglesia.(85)
Están obligados, además, en la interpretación y aplicación del sagrado
depósito, a dejarse guiar dócilmente por el Magisterio de aquellos que
son «testigos de la verdad divina y católica»:(86) el Romano Pontífice y
los obispos en comunión con él,(87) de modo que propongan «integral y
fielmente el misterio de Cristo».(88)

Es necesario, en fin, que aprendan el arte de comunicar la fe al hombre


moderno de manera eficaz e integral, en las múltiples situaciones
culturales y en las diversas etapas de la vida.(89)

24. Es propio del diácono proclamar el evangelio y predicar la palabra de


Dios.(90) Los diáconos gozan de la facultad de predicar en cualquier
parte, según las condiciones previstas por el Código.(91) Esta facultad
nace del sacramento y debe ser ejercida con el consentimiento, al
menos tácito, del rector de la Iglesia, con la humildad de quien es
ministro y no dueño de la palabra de Dios. Por este motivo la
advertencia del Apóstol es siempre actual: «Investidos de este
ministerio por la misericordia con que fuimos favorecidos, no
desfallecemos. Al contrario, desechando los disimulos vergonzosos, sin
comportarnos con astucia ni falsificando la palabra de Dios, sino
anunciando la verdad, nos presentamos delante de toda conciencia
humana, en presencia de Dios» (2 Cor 4:1-2).(92)

25. Cuando presidan una celebración litúrgica o cuando según las


normas vigentes,(93) sean los encargados de ellas, los diáconos den
gran importancia a la homilía en cuanto «anuncio de las maravillas
hechas por Dios en el misterio de Cristo, presente y operante sobretodo
en las celebraciones litúrgicas».(94) Sepan, por tanto, prepararla con
especial cuidado en la oración, en el estudio de los textos sagrados, en
la plena sintonía con el Magisterio y en la reflexión sobre las
expectativas de los destinatarios.

Concedan, también, solícita atención a la catequesis de los fieles en las


diversas etapas de la existencia cristiana, de forma que les ayuden a
conocer la fe en Cristo, a reforzarla con la recepción de los sacramentos
y a expresarla en su vida personal, familiar, profesional y social.(95)
Esta catequesis hoy es tan importante y necesaria y tanto más debe ser
completa, fiel, clara y ajena de incertidumbres, cuanto más secularizada
está la sociedad y más grandes son los desafíos que la vida moderna
plantea al hombre y al evangelio.

26. Esta sociedad es la destinataria de la nueva evangelización. Ella


exige el esfuerzo más generoso por parte de los ministros ordenados.
Para promoverla «alimentados por la oración y sobre todo del amor a la
Eucaristía»,(96) los diáconos además de su participación en los
programas diocesanos o parroquiales de catequesis, evangelización y
preparación a los sacramentos, transmitan la Palabra en su eventual
ámbito profesional, ya sea con palabras explícitas, ya sea con su sola
presencia activa en los lugares donde se forma la opinión pública o
donde se aplican las normas éticas (como en los servicios sociales, los
servicios a favor de los derechos de la familia, de la vida etc.); tengan
en cuenta las grandes posibilidades que ofrecen al ministerio de la
palabra la enseñanza de la religión y de la moral en las escuelas,(97) la
enseñanza en las universidades católicas y también civiles(98) y el uso
adecuado de los modernos medios de comunicación.(99)

Estos nuevos areópagos exigen ciertamente, además de la indispensable


sana doctrina, una esmerada preparación específica, pues constituyen
medios eficacísimos para llevar el evangelio a los hombres de nuestro
tiempo y a la misma sociedad. (100)

Finalmente los diáconos tengan presente que es necesario someter al


juicio del ordinario, antes de la publicación, los escritos concernientes a
la fe y a las costumbres (101) y que es necesario el permiso del
ordinario del lugar para escribir en publicaciones o participar en
transmisiones y entretenimientos que suelan atacar la religión católica o
las buenas costumbres. Para las retransmisiones radio televisivas
tendrán en cuenta lo establecido por la Conferencia Episcopal. (102)

En todo caso, tengan siempre presente la exigencia primera e


irrenunciable de no hacer nunca concesiones en la exposición de la
verdad.

27. Los diáconos recuerden que la Iglesia es por su misma naturaleza


misionera, (103) ya sea porque ha tenido origen en la misión del Hijo y
en la misión del Espíritu Santo según el plan del Padre, ya sea porque
ha recibido del Señor resucitado el mandato explícito de predicar a toda
criatura el Evangelio y de bautizar a los que crean (cf. Mc 16, 15-16; Mt
28, 19). De esta Iglesia los diáconos son ministros y, por lo mismo,
aunque incardinados en una Iglesia particular, no pueden sustraerse del
deber misionero de la Iglesia universal y deben, por lo tanto,
permanecer siempre abiertos, en la forma y en la medida que permiten
sus obligaciones familiares —si están casados— y profesionales, también
a la missio ad gentes. (104)

La dimensión del servicio está unida a la dimensión misionera de la


Iglesia; es decir, el esfuerzo misionero del diácono abraza el servicio de
la palabra, de la liturgia y de la caridad, que a su vez se realizan en la
vida cotidiana. La misión se extiende al testimonio de Cristo también en
el eventual ejercicio de una profesión laical.

Diaconía de la liturgia

28. El rito de la ordenación pone de relieve otro aspecto del ministerio


diaconal: el servicio del altar. (105)

El diácono recibe el sacramento del orden para servir en calidad de


ministro a la santificación de la comunidad cristiana, en comunión
jerárquica con el obispo y con los presbíteros. Al ministerio del obispo y,
subordinadamente al de los presbíteros, el diácono presta una ayuda
sacramental, por lo tanto intrínseca, orgánica, inconfundible.

Resulta claro que su diaconía ante el altar, por tener su origen en el


sacramento del Orden, se diferencia esencialmente de cualquier
ministerio litúrgico que los pastores puedan encargar a fieles no
ordenados. El ministerio litúrgico del diácono se diferencia también del
mismo ministerio ordenado sacerdotal. (106)

Se sigue que en el ofrecimiento del Sacrificio eucarístico, el diácono no


está en condiciones de realizar el misterio sino que, por una parte
representa efectivamente al Pueblo fiel, le ayuda en modo específico a
unir la oblación de su vida a la oferta de Cristo; y por otro sirve, en
nombre de Cristo mismo, a hacer partícipe a la Iglesia de los frutos de
su sacrificio.

Así como «la liturgia es el culmen hacia el cual tiende la acción de la


Iglesia y, juntamente, la fuente de la cual emana toda su virtud», (107)
esta prerrogativa de la consagración diaconal es también fuente de una
gracia sacramental dirigida a fecundar todo el ministerio; a tal gracia se
debe corresponder también con una cuidadosa y profunda preparación
teológica y litúrgica para poder participar dignamente en la celebración
de los sacramentos y de los sacramentales.

29. En su ministerio el diácono tendrá siempre viva la conciencia de que


«cada celebración litúrgica, en cuanto obra de Cristo sumo y eterno
sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es una acción sagrada por
excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y el mismo grado, no la
iguala ninguna otra acción de la Iglesia». (108) La liturgia es fuente de
gracia y de santificación. Su eficacia deriva de Cristo Redentor y no se
apoya en la santidad del ministro. Esta certeza hará humilde al diácono,
que no podrá jamás comprometer la obra de Cristo, y al mismo tiempo,
le empujará a una vida santa para ser digno ministro de Cristo. Las
acciones litúrgicas, por tanto, no se reducen a acciones privadas o
sociales que cada uno puede celebrar a su modo sino que pertenecen al
Cuerpo universal de la Iglesia.(109) Los diáconos deben observar las
normas propias de los santos misterios con tal devoción que lleven a los
fieles a una consciente participación, que fortalezca su fe, dé culto a
Dios y santifique a la Iglesia. (110)

30. Según la tradición de la Iglesia y cuanto establece el derecho, (111)


compete a los diáconos «ayudar al Obispo y a los Presbíteros en las
celebraciones de los divinos misterios».(112) Por lo tanto se esforzarán
por promover las celebraciones que impliquen a toda la asamblea,
cuidando la participación interior de todos y el ejercicio de los diversos
ministerios.(113)

Tengan presente también la importante dimensión estética, que hace


sentir al hombre entero la belleza de cuanto se celebra. La música y el
canto, aunque pobres y simples, la predicación de la Palabra, la
comunión de los fieles que viven la paz y el perdón de Cristo, son un
bien precioso que el diácono, por su parte, buscará incrementar.

Sean siempre fieles a cuanto se pide en los libros litúrgicos, sin agregar,
quitar o cambiar algo por propia iniciativa. (114) Manipular la liturgia
equivale a privarla de la riqueza del misterio de Cristo que existe en ella
y podría ser un signo de presunción delante de todo aquello, que ha
establecido la sabiduría de la Iglesia. Limítense por tanto a cumplir todo
y sólo aquello que es de su competencia.(115) Lleven dignamente los
ornamentos litúrgicos prescritos. (116) La dalmática, según los diversos
y apropiados colores litúrgicos, puesta sobre el alba, el cíngulo y la
estola, «constituyen el hábito propio del diácono». (117)

El servicio de los diáconos se extiende a la preparación de los fieles para


los sacramentos y también a su atención pastoral después de la
celebración de los mismos.

31. El diácono, con el obispo y el presbítero, es ministro ordinario del


bautismo.(118) El ejercicio de tal facultad requiere o la licencia para
actuar concedida por el párroco, al cual compete de manera especial
bautizar a sus parroquianos, (119) o que se dé un caso de necesidad.
(120) Es de particular importancia el ministerio de los diáconos en la
preparación a este sacramento.

32. En la celebración de la Eucaristía, el diácono asiste y ayuda a


aquellos que presiden la asamblea y consagran el Cuerpo y la Sangre
del Señor, es decir, al obispo y los presbíteros, (121) según lo
establecido por la Institutio Generalis del Misal Romano, (122)
manifestando así a Cristo Servidor: está junto al sacerdote y lo ayuda,
y, en modo particular, asiste a un sacerdote ciego o afectado por otra
enfermedad a la celebración eucarística; (123) en el altar desarrolla el
servicio del cáliz y del libro; propone a los fieles las intenciones de la
oración y los invita a darse el signo de la paz; en ausencia de otros
ministros, el mismo cumple, según las necesidades, los oficios.

No es tarea suya pronunciar las palabras de la plegaria eucarística y las


oraciones; ni cumplir las acciones y los gestos que únicamente
competen a quien preside y consagra. (124) Es propio del diácono
proclamar la divina Escritura.(125)

En cuanto ministro ordinario de la sagrada comunión, (126) la distribuye


durante la celebración, o fuera de ella, y la lleva a los enfermos también
en forma de viático.(127) El diácono es así mismo ministro ordinario de
la exposición del Santísimo Sacramento y de la bendición eucarística.
(128) Le corresponde presidir eventuales celebraciones dominicales en
ausencia del presbítero. (129)

33. A los diáconos les puede ser confiada la atención de la pastoral


familiar, de la cual el primer responsable es el obispo. Esta
responsabilidad se extiende a los problemas morales, litúrgicos, y
también a aquellos de carácter personal y social, para sostener la familia
en sus dificultades y sufrimientos. (130) Tal responsabilidad puede ser
ejercida a nivel diocesano o, bajo la autoridad de un párroco, a nivel
local, en la catequesis sobre el matrimonio cristiano, en la preparación
personal de los futuros esposos, en la fructuosa celebración del
sacramento y en la ayuda ofrecida a los esposos después del
matrimonio.(131)

Los diáconos casados pueden ser de gran ayuda al proponer la buena


nueva sobre el amor conyugal, las virtudes que lo tutelan en el ejercicio
de una paternidad cristiana y humanamente responsable.

Corresponde también al diácono, si recibe la facultad de parte del


párroco o del Ordinario del lugar, presidir la celebración del matrimonio
extra Missam e impartir la bendición nupcial en nombre de la Iglesia.
(132) El poder dado al diácono puede ser también de forma general
según las condiciones previstas, (133) y puede ser subdelegada
exclusivamente en los modos indicados por el Código de Derecho
Canónico.(134)
34. Es doctrina definida (135) que la administración del sacramento de
la unción de los enfermos está reservado al obispo y a los presbíteros,
por la relación de dependencia de dicho sacramento con el perdón de los
pecados y de la digna recepción de la Eucaristía.

El cuidado pastoral de los enfermos puede ser confiado a los diáconos.


El laborioso servicio para socorrerles en el dolor, la catequesis que
prepara a recibir el sacramento de la unción, el suplir al sacerdote en la
preparación de los fieles a la muerte y a la administración del Viático
con el rito propio, son medios con los cuales los diáconos hacen
presente a los fieles la caridad de la Iglesia. (136)

35. Los diáconos tienen la obligación establecida por la Iglesia de


celebrar la Liturgia de las Horas, con la cual todo el Cuerpo Místico se
une a la oración que Cristo Cabeza eleva al Padre. Conscientes de esta
responsabilidad, celebrarán tal Liturgia, cada día, según los libros
litúrgicos aprobados y en los modos determinados por la Conferencia
Episcopal. (137) Buscarán promover la participación de la comunidad
cristiana en esta Liturgia, que jamás es una acción privada, sino siempre
un acto propio de toda la Iglesia, (138) también cuando la celebración
es individual.

36. El diácono es ministro de los sacramentales, es decir de aquellos


«signos sagrados por medio de los cuales, con una cierta imitación de
los sacramentos, son significados y, por intercesión de la Iglesia, se
obtienen sobre todo efectos espirituales».(139)

El diácono puede, por lo tanto, impartir las bendiciones más


estrictamente ligadas a la vida eclesial y sacramental, que le han sido
consentidas expresamente por el derecho, (140) y además, le
corresponde presidir las exequias celebradas sin la S. Misa y el rito de la
sepultura.(141)

Sin embargo, cuando esté presente y disponible un sacerdote, se le


debe confiar a él la tarea de presidir la celebración.(142)

Diaconía de la caridad

37. Por el sacramento del orden el diácono, en comunión con el obispo y


el presbiterio de la diócesis, participa también de las mismas funciones
pastorales, (143) pero las ejercita en modo diverso, sirviendo y
ayudando al obispo y a los presbíteros. Esta participación, en cuanto
realizada por el sacramento, hace que los diáconos sirvan al pueblo de
Dios en nombre de Cristo. Precisamente por este motivo deben
ejercitarla con humilde caridad y, según las palabras de san Policarpo,
deben mostrarse siempre «misericordiosos, activos, progrediendo en la
verdad del Señor, el cual se ha hecho siervo de todos». (144) Su
autoridad, por lo tanto, ejercitada en comunión jerárquica con el obispo
y con los presbíteros, como lo exige la misma unidad de consagración y
de misión, (145) es servicio de caridad y tiene la finalidad de ayudar y
animar a todos los miembros de la Iglesia particular, para que puedan
participar, en espíritu de comunión y según sus propios carismas, en la
vida y misión de la Iglesia.

38. En el ministerio de la caridad los diáconos deben configurarse con


Cristo Siervo, al cual representan, y están sobre todo «dedicados a los
oficios de caridad y de administración».(146) Por ello, en la oración de
ordenación, el obispo pide para ellos a Dios Padre: «Estén llenos de toda
virtud: sinceros en la caridad, premurosos hacia los pobres y los débiles,
humildes en su servicio... sean imagen de tu Hijo, que no vino para ser
servido sino para servir». (147) Con el ejemplo y la palabra, ellos deben
esmerarse para que todos los fieles, siguiendo el modelo de Cristo, se
pongan en constante servicio a los hermanos.

Las obras de caridad, diocesanas o parroquiales, que están entre los


primeros deberes del obispo y de los presbíteros, son por éstos, según
el testimonio de la Tradición de la Iglesia, transmitidas a los servidores
en el ministerio eclesiástico, es decir a los diáconos; (148) así como el
servicio de caridad en el área de la educación cristiana; la animación de
los oratorios, de los grupos eclesiales juveniles y de las profesiones
laicales; la promoción de la vida en cada una de sus fases y la
transformación del mundo según el orden cristiano. (149) En estos
campos su servicio es particularmente precioso porque, en las actuales
circunstancias, las necesidades espirituales y materiales de los hombres,
a las cuáles la Iglesia está llamada a dar respuesta, son muy diferentes.
Ellos, por tanto, busquen servir a todos sin discriminaciones, prestando
particular atención a los que más sufren y a los pecadores. Como
ministros de Cristo y de la Iglesia, sepan superar cualquier ideología e
interés particular, para no privar a la misión de la Iglesia de su fuerza,
que es la caridad de Cristo. La diaconía, de hecho, debe hacer
experimentar al hombre el amor de Dios e inducirlo a la conversión, a
abrir su corazón a la gracia.

La función caritativa de los diáconos «comporta también un oportuno


servicio en la administración de los bienes y en las obras de caridad de
la Iglesia. Los diáconos tienen en este campo la función de «ejercer en
nombre de la jerarquía, los deberes de la caridad y de la administración,
así como las obras de servicio social». (150) Por eso, oportunamente
ellos pueden ser elevados al oficio de ecónomo diocesano, (151) o ser
tenidos en cuenta en el consejo diocesano para los asuntos económicos.
(152)

La misión canónica de los diáconos permanentes

39. Los tres ámbitos del ministerio diaconal, según las circunstancias,
podrán ciertamente, uno u otro, absorber un porcentaje más o menos
grande de la actividad de cada diácono, pero juntos constituyen una
unidad al servicio del plan divino de la Redención: el ministerio de la
Palabra lleva al ministerio del altar, el cual, a su vez, anima a traducir la
liturgia en vida, que desemboca en la caridad: «Si consideramos la
profunda naturaleza espiritual de esta diaconía, entonces podemos
apreciar mejor la interrelación entre las tres áreas del ministerio
tradicionalmente asociadas con el diaconado, es decir, el ministerio de la
Palabra, el ministerio del altar y el ministerio de la caridad. Según las
circunstancias una u otra pueden asumir particular importancia en el
trabajo individual de un diácono, pero estos tres ministerios están
inseparablemente unidos en el servicio del plan redentor de Dios».( 153)

40. A lo largo de la historia el servicio de los diáconos ha asumido


modalidades múltiples para poder resolver las diversas necesidades de
la comunidad cristiana y permitir a ésta ejercer su misión de caridad.
Toca sólo a los obispos, (154) los cuales rigen y tienen cuidado de las
Iglesias particulares «como vicarios y legados de Cristo», (155) conferir
a cada uno de los diáconos el oficio eclesiástico a norma del derecho. Al
conferir el oficio es necesario valorar atentamente tanto las necesidades
pastorales como, eventualmente, la situación personal, familiar —si se
trata de casados— y profesional de los diáconos permanentes. En cada
caso, sin embargo, es de grandísima importancia que los diáconos
puedan desarrollar, según sus posibilidades, el propio ministerio en
plenitud, en la predicación, en la liturgia y en la caridad, y no sean
relegados a ocupaciones marginales, a funciones de suplencia, o a
trabajos que pueden ser ordinariamente hechos por fieles no ordenados.
Solo así los diáconos permanentes aparecerán en su verdadera
identidad de ministros de Cristo y no como laicos particularmente
comprometidos en la vida de la Iglesia.

Por el bien del diácono mismo y para que no se abandone a la


improvisación, es necesario que a la ordenación acompañe una clara
investidura de responsabilidad pastoral.
41. El ministerio diaconal encuentra ordinariamente en los diversos
sectores de la pastoral diocesana y en la parroquia el propio ámbito de
ejercicio, asumiendo formas diversas. El obispo puede conferir a los
diáconos el encargo de cooperar en el cuidado pastoral de una parroquia
confiada a un solo párroco, (156) o también en el cuidado pastoral de
las parroquias confiadas in solidum, a uno o más presbíteros. (157)

Cuando se trata de participar en el ejercicio del cuidado pastoral de una


parroquia, —en los casos en que, por escasez de presbíteros, no pudiese
contar con el cuidado inmediato de un párroco— (158) los diáconos
permanentes tienen siempre la precedencia sobre los fieles no
ordenados. En tales casos, se debe precisar que el moderador es un
sacerdote, ya que sólo él es el «pastor propio» y puede recibir el
encargo de la «cura animarum», para la cual el diácono es cooperador.

Del mismo modo los diáconos pueden ser destinados para dirigir, en
nombre del párroco o del obispo, las comunidades cristianas dispersas.
(159) «Es una función misionera a desempeñar en los territorios, en los
ambientes, en los estados sociales, en los grupos, donde falte o no sea
fácil de localizar al presbítero. Especialmente en los lugares donde
ningún sacerdote esté disponible para celebrar la Eucaristía, el diácono
reúne y dirige la comunidad en una celebración de la Palabra con la
distribución de las sagradas Especies, debidamente conservadas. (160)
Es una función de suplencia que el diácono desempeña por mandato
eclesial cuando se trata de remediar la escasez de sacerdotes.(161) En
tales celebraciones nunca debe faltar la oración por el incremento de las
vocaciones sacerdotales, debidamente explicadas como indispensables.
En presencia de un diácono, la participación en el ejercicio del cuidado
pastoral no puede ser confiada a un fiel laico, ni a una comunidad de
personas; dígase lo mismo de la presidencia de una celebración
dominical.

En todo caso las competencias del diácono deben ser cuidadosamente


definidas por escrito en el momento de conferirle el oficio.

Entre los diáconos y los diversos sujetos de la pastoral se deberán


buscar con generosidad y convicción, las formas de una constructiva y
paciente colaboración. Si es deber de los diáconos el respetar siempre la
tarea del párroco y cooperar en comunión con todos aquellos que
condividen el cuidado pastoral, es también su derecho el ser aceptados
y plenamente reconocidos por todos. En el caso en el que el obispo
decida la institución de los consejos pastorales parroquiales, los
diáconos, que han recibido una participación en el cuidado pastoral de la
parroquia, son miembros de éste por derecho.(162) En todo caso,
prevalezca siempre la caridad sincera, que reconoce en cada ministerio
un don del Espíritu para la edificación del Cuerpo de Cristo.

42. El ámbito diocesano ofrece numerosas oportunidades para el


fructuoso ministerio de los diáconos.

En efecto, en presencia de los requisitos previstos, pueden ser


miembros de los organismos diocesanos de participación; en particular,
del consejo pastoral, (163) y como ya se ha indicado, del consejo
diocesano para los asuntos económicos; pueden también participar en el
sínodo diocesano. (164)

No pueden, sin embargo, ser miembros del consejo presbiteral, en


cuanto que éste representa exclusivamente al presbiterio.(165)

En las curias pueden ser llamados para cubrir, si poseen los requisitos
expresamente previstos, el oficio de canciller, (166) de juez, (167) de
asesor, (168) de auditor, (169) de promotor de justicia y defensor del
vínculo, (170) de notario.(171)

Por el contrario, no pueden ser constituidos vicarios judiciales, ni


vicarios adjuntos, en cuanto que estos oficios están reservados a
sacerdotes.(172)

Otros campos abiertos al ministerio de los diáconos son los organismos


o comisiones diocesanas, la pastoral en ambientes sociales específicos,
en particular la pastoral de la familia, o por sectores de la población que
requieren especial cuidado pastoral, como, por ejemplo, los grupos
étnicos.

En el desarrollo de estos oficios el diácono tendrá siempre bien presente


que cada acción en la Iglesia debe ser signo de caridad y servicio a los
hermanos. En la acción judicial, administrativa y organizativa buscará,
por tanto, evitar toda forma de burocracia para no privar al propio
ministerio de su sentido y valor pastoral. Por tanto, para salvaguardar la
integridad del ministerio diaconal, aquel que es llamado a desempeñar
estos oficios, sea puesto, igualmente en condición de desarrollar el
servicio típico y propio del diácono.

El Sumo Pontífice, Juan Pablo II, ha aprobado el presente Directorio


ordenando su promulgación.

Roma, desde el Palacio de las Congregaciones, 22 de febrero, fiesta de


la Cátedra de San Pedro, del 1998.

Darío Card. Castrillón Hoyos


Prefecto

Csaba Ternyák
Arzobispo titular de Eminenziana
Secretario

Las esposas de los diáconos


Características y sugerencias de acompañamiento

Por: 1er. Congreso Latinoamericano de diaconado permanente | Fuente:


www.diaconos.com.ar

a. Características que debe poseer la esposa del diácono permanente

1. Imitadora de la Virgen María en el silencio, en la capacidad de saber


escuchar, en la atención a las necesidades del prójimo, en la fortaleza,
la prudencia y la sencillez, en la oración, en la virtud de la esperanza y
en la fidelidad;

2. Paciente, comprensiva, tolerante, discreta, alegre, virtuosa, abierta al


diálogo, modesta en el vestir;

3. Formada con una sólida base cristiana, dispuesta a seguir creciendo


en la fe y en el conocimiento;

4. Capaz de dar testimonio de su vida cristiana y de ser coherente entre


su pensamiento y su obrar;

5. Abierta y bien integrada a la comunidad;

6. Consciente de que la vocación y el ministerio diaconal de su esposo


enriquece su vocación matrimonial;

7. Capaz de suplir la ausencia del esposo en el hogar y de ayudarlo a


encontrar un equilibrio en la distribución de su tiempo entre la familia y
el ministerio;
b. Sugerencias de acompañamiento del esposo en el ministerio

1. Compartir con él la oración, especialmente la Liturgia de las Horas, y


alimentar una espiritualidad específicamente diaconal;

2. Trabajar, en la medida de sus posibilidades y conocimientos, en


pastorales tales como la matrimonial, la familiar, la catequística, la
educativa, la carcelaria, de la salud...

3. Ayudar a su esposo a preparar conferencias, retiros, jornadas.

c. Otras sugerencias

1. Estar dispuestas a recibir una adecuada formación espiritual y


doctrinal durante el tiempo de preparación al diaconado de su esposo.

2. Continuar esa formación de modo permanente después que su esposo


sea ordenado.

3. Tomar conciencia que su rol será el de ser esposa de diácono y no el


de "diaconisa".

4. Contar con un director espiritual.

5. Participar de la actividad pastoral del esposo.

6. Invitar a los hijos del diácono a participar de actividades parroquiales,


diocesanas y nacionales.

7. Organizar convivencias a las que sean invitados todos los miembros


de la familia del diácono.

8. Alentar a la comunidad cristiana para que facilite la integración a la


misma de los miembros de la familia del diácono.

9. Favorecer la participación de los diáconos y sus esposas en retiros


espirituales.

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