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HISTORIA UNIVERSAL DE LA LITERATURA. Vol. III.

Del Clasicismo al
Romanticismo. Barcelona: Hyspamérica, 1982

EL ROMANTICISMO FRANCÉS (II)


Si difícil es agrupar de manera coherente en torno a un proyecto poético a los
diferentes miembros de una generación, incluso cuando éstos han elaborado las bases
teóricas de un quehacer literario que desea ser colectivo y aparecer como tal, la tarea es
prácticamente imposible cuando ese proyecto no ha existido—no debemos considerar
colectivo el Prefacio de Cromwell—, y cuando el principio que rige la escritura de una
generación es el principio de la singularidad, es decir, de la obediencia ciega a todos los
impulsos individuales que van a permitir que una obra sea libre y, en esa libertad,
diferente.
La afirmación que acabamos de formular, aplicada al romanticismo francés, puede
resultar paradójica. En efecto, sabemos de la existencia del texto de Hugo, antes
aludido, sabemos de la famosa «batalla de Hernani», que convocó a toda la juventud
romántica en torno a la figura de Hugo, sabemos que el romanticismo invade todo el
ámbito individual, familiar y social de varias generaciones, pero debemos saber,
también, que, como afirmó Vigny en su Diario de un poeta (Journal d’un poéte), «con
la manía que tiene la gente de agrupar siempre a los hombres por maestros y discípulos,
se llegó a considerar el imperfecto Prefacio de Cromwell como la declaración de todos
nosotros», y debemos saber que los que asisten a la batalla de Hernani no son los
grandes escritores del momento, sino algunos jóvenes que llegarán a ser, en algún caso,
los jefes de fila de la reacción parnasiana—Théophile Gauthier—; en cuanto a la
influencia social que el romanticismo ejerce sobre varias generaciones, influencia que
ningún otro movimiento cultural ha tenido a lo largo de la historia moderna de
Occidente, ello nos debe obligar a considerar el romanticismo más como un modo de
pensar, de sentir y de actuar que como un sistema de escritura, como un sistema de
hacer literatura.
Ello es así, y lo es de manera lógica. El principio básico del romanticismo, el
triunfo del individuo en libertad, con el rechazo de toda regla y de la teoría de la
imitación —principio filosófico y político, pero no literario—, sólo podía manifestarse
en una coincidencia casi absoluta en el sentir-(se libre) y en una pluralidad total a la
hora de hacer literatura dicho sentir.
Este recordatorio, aunque llevado a cabo a grandes rasgos y con afirmaciones que
cabría matizar, viene a cuento a la hora de presentar a poetas, románticos todos ellos,
pero tan dispares en su modo de concebir la vida, la política, la literatura en general’ y la
poesía lírica en particular, como lo son Lamartine (1790-1869), Vigny (1797-1863),
Hugo (1802-1885), Musset (1810-1857), Guerin (1810-1839)... Ni siquiera se puede
decir que constituyan una generación: veinte años separan al más viejo del más joven;
tampoco son un grupo de amigos, y su coincidencia en los cenáculos literarios es más
que problemática. Cuando Musset aparece en escena lo hace para reírse de los temas
románticos de sus mayores —Balade á la lune—, y, por si fuera poco, cuando los
mejores textos de estos autores aparecen publicados, el romanticismo ha desaparecido,
ya, como moda literaria. Desde el punto de vista político, un abismo separa a los
románticos de Le Conservateur littéraire (Hugo) del movimiento encabezado por
Stendhal; incluso, cuando Hugo y Lamartine abandonen su conservadurismo de
juventud y adopten posturas liberales e incluso socialistas, Vigny y Musset seguirán
aferrados a un tradicionalismo orgulloso y reaccionario el primero, y a un patrioterismo
belicista el segundo. La figura de Napoleón, que se ha considerado a menudo como el
catalizador de este romanticismo de la energía y de la libertad, tampoco aúna las
grandes figuras en torno a él: si para Hugo, junto con Stendhal, Musset y Balzac, es una
figura positiva, para Lamartine y para Vigny nunca pierde el carácter negativo que tuvo
hasta 1820.
Y, sin embargo, estos escritores algo tienen en común, algo que los une por debajo
de las apariencias formales o estéticas, por debajo de sus actuaciones políticas y
sociales; algo que contribuye, con más fuerza que en otros países, a la elaboración del
mito romántico, cuya verdad y contradicción tenemos que aclarar.
Ante todo, no se trata de un problema de fechas, si bien, las fechas existen. Se ha
dado en poner dos topes a este Segundo romanticismo: 1820 y 1848. El primero nos
viene dado por la publicación del libro de Lamartine las Meditaciones poéticas
(Méditations poétiques): veinticuatro poemas escritos en verso fácil, pero muy a
menudo ripioso, en el que se condensaban las esencias líricas —filosóficas, religiosas y
sentimentales— que el Primer romanticismo nos había ofrecido en prosa. Desde el
punto de vista objetivo no era mucho, pero, desde el punto de vista histórico, Francia
tuvo la sensación de que, por fin, la poesía lírica nacional había resucitado, después de
más de dos siglos de muerte propiciada por el clasicismo teatral y por el didactismo de
la Ilustración, y refugiada en su muerte transitoria en la escritura autobiográfica durante
todo este tiempo. La segunda fecha nos viene dada por la Revolución de 1848.
Revolución en la que parecía iban a triunfar los principios románticos de la libertad y de
un cierto socialismo, pero que acabó con uno de los mayores fracasos que hayan
conocido los ideales de libertad y de justicia a lo largo de toda la historia de Francia. El
fracaso de la Revolución del 48 es, también, el fracaso particular de Lamartine que, por
unos meses, realiza el ideal romántico del poeta conductor de pueblos y naciones, al
convertirse en cabeza visible de la revolución y del primer gobierno «socialista» que de
ella nace, pero es, ante todo, el fracaso del romanticismo de la ilusión política y de la
energía.
Este fracaso acaba con el romanticismo francés en su dimensión externa,
triunfalista —tal vez podríamos decir, en su dímensión teatral—; acaba con un lirismo
fácil y superficial, lleno de declamaciones políticas y sentimentales y adornado con
falsos exotismos. Ahora bien, retirados de la vida social y política, los escritores
románticos sufren en su escritura, y especialmente en la lírica, un proceso de
interiorización que va a producir los mejores frutos poéticos del romanticismo y, en
algunos casos, de todo el siglo. Nace el Tercer romanticismo, período durante el cual
Francia sentará las bases de la gran poesía moderna.
Las dos fechas consignadas hacen alusión directa a Lamartine, y, sin embargo, es la
figura del joven Hugo la que domina todo el panorama. Por otro lado, la diferente
naturaleza de los hechos que provocan la elección de estas fechas —la publicación de
un libro, una revolución— es profundamente significativa de la ambigüedad que, como
venimos diciendo, da su razón de ser al romanticismo. Poco importa que en el intervalo
de estas fechas ocurran hechos tan significativos como la segunda restauración, con
Carlos X (1824), la segunda revolución francesa cuyo resultado es la instauración en el
trono de Luis-Felipe (1830), con la aparición de la monarquía burguesa —
liberalización transitoria que se irá radicalizando hasta provocar la tercera revolución
(1848)—. Lo que importa es la paulatina implantación en todo el ámbito nacional de
una burguesía triunfante que consolida la revolución industrial y comercial,
sustituyendo el imperio de los privilegios por el imperio del dinero. Materialismo que
está en la base de la estructura social desvelada por las obras de Balzac y contra la cual,
en nombre de un idealismo de la libertad, de la justicia y de la virtud, se rebelan todas
las conciencias románticas, sea cual sea su signo político, tanto el romanticismo de los
aristócratas que «después de haber encarnado la reacción de los representantes de las
clases muertas, ha acabado, a menudo, por encarnar la reacción de cierta calidad
humana que no admitía el envilecimiento» (P. Barbens), como el romanticismo liberal,
analítico o comprometido: de Stendhal y Balzac a Hugo y Lamartine.
Resumiendo lo que hasta aquí hemos dicho, el Segundo romanticismo se presenta
como un período de transición, especie de puente entre la profundidad (en prosa) del
Primer romanticismo y la profundidad (en verso) del Tercero. Un período en el que
emergen hacia el espectáculo literario los conflictos que hemos analizado en el
capítulo anterior —y en este emerger, en parte, se degeneran—; un período en el que
los grandes poetas líricos preparan y afinan los instrumentos de sus futuros poemas. No
nos debe extrañar, pues, que el triunfo oficial de este período del romanticismo esté
ligado a su producción teatral—la de Hugo, la de Musset y la de Vigny— y a ciertos
poemas más deslumbrantes que auténticos de Hugo y de Musset, mientras que sus
manifestaciones líricas más sólidas, aquellas que aún hoy pueden sufrir comparaciones
con textos poéticos más modernos, pertenecen a fechas posteriores a 1848, cuando el
romanticismo ya no existe como movimiento literario, pues triunfan los movimientos
realista y naturalista.
Gran paradoja que viene a completar aquella contemplada por la evolución de la
novela realista en Francia, recreada por dos grandes románticos—Stendhal, Balzac— y
llevada a su máxima expresión por dos autores cuya infraestructura psicosensorial se
hunde en las raíces mismas de la esencia romántica —Flaubert, Zola—. Ello nos hace
pensar en la necesidad de considerar la totalidad del siglo XIX como un siglo dominado
por las corrientes románticas, con sus variantes estilísticas y anecdóticas, pero siempre
fiel al principio que contempla la literatura como una toma de conciencia individual de
la realidad; toma de conciencia vivida en la euforia o en el fracaso, pues «la palabra
romántico cubre numerosas realidades muy heterogéneas, aunque podamos pasar de una
a otra y comprender cómo, a medida que el siglo XIX se configura, a medida, también,
que los hombres del XX lo leemos mejor, aquéllas se componen de una inmensa y
dramática constatación de fracasos; fracaso de las ambiciones de libertad universal y de
eficacia universal nacidas de las luchas y de las victorias del Siglo de las Luces» (P.
Barberis). Poesía lírica romántica y realismo narrativo se encuentran unidas en el
empeño, en la alegría y en el fracaso; el joven Baudelaire lo vio con claridad, aunque
más tarde lo olvidase.

El romanticismo como mito


Existe un mito romántico; que ello es así lo prueba el hecho de la vulgarización
semántica de la palabra romántico, como ya vimos en el capítulo anterior; ahora bien, es
curioso comprobar cómo los elementos literarios del mito son aportados por las novelas
del Primer romanticismo —René, Adolphe, Obermann— mientras que estos elementos
cristalizan en torno a los poetas líricos del segundo momento. El poeta romántico ha
pasado a ser el prototipo popular del poeta, y ello a pesar de que, en la mayoría de los
casos, al menos en lo que concierne a Francia, realidad y mito están en flagrante
contradicción.
Los elementos básicos de dicha mitología son tres: el mito de la juventud(el poeta
romántico es joven de apariencia y de gestos); el mito de la pasión y de la muerte (el
poeta romántico pasa su vida en el dolor y por ello muere joven, devorado por las dos
enfermedades del siglo —la tuberculosis y el suicidio—); el mito del absentismo social
(el poeta romántico es un ser que pasa sus días lejos de las preocupaciones sociales,
vagabundeando entre florestas otoñales y nubes).
Si estos tres espacios míticos, que ya hemos recordado en el capítulo anterior,
encontraban difícil atribución entre los componentes del Primer romanticismo, cuando
contemplamos la vida de los autores que ahora nos ocupan la tarea es ridícula. Ninguno
de ellos lleva una vida más dolorosa que aquella propia de un buen burgués del siglo
XIX. Vidas cómodas en cuanto a su dimensión material, incluso si tenemos presente el
exilio de Hugo durante el Imperio de Napoleón III y los años de escasez del viejo
Lamartine. Sus fracasos amorosos no más trágicos que aquellos de cualquier mortal,
incluso si se permiten aventuras extramatrimoniales cuya publicidad la sociedad de
entonces les tolera. Lamartine, idealista, se consuela con rapidez de la muerte de su
Elvire; y sabemos cuánto hay de superchería literaria en Las noches (Les nuits) de
Musset, poemas que nos cantan su desesperación ante el fracaso amoroso de su aventura
en Venecia con George Sand. Los problemas matrimoniales de Hugo ante la traición de
su mejor amigo, Sainte-Beuve, con su mujer, no dejan de ser un asunto bastante
obsceno, que el gran poeta pronto compensa con otros amores, etc. Ninguno de ellos se
suicida por amor, ni por ningún otro motivo. Y la nómina del romanticismo francés
oficial, respetada por la tuberculosis, es una de las más viejas que la literatura occidental
pueda contemplar: Constant muere a los 67 años, Sénancour a los 76, Staël a los 51,
Chateaubriand a los 80, Lamartine a los 79, Hugo a los 83, Vigny a los 66, Musset a los
47, Sainte-Beuve a los 65, Dumas a los 68, Sand a los 72, Míchelet a los 76; sólo
Maurice Guerin muere a una edad joven, incluso para nuestro siglo (a los 29 años).
En cuanto al tema del absentismo político y social, ya vimos cómo respondía
Chateaubriand a dicha acusación. Ahora, si bien Musset y Vigny son dos frustrados en
sus aspiraciones políticas y Sainte-Beuve, un hombre de letras en estado puro,
personajes como Lamennais, Hugo y Lamartine ocupan durante años la primera línea de
la lucha política en su país. Lamennais como periodista político, con su periódico
L’Avenir, Lamartine como diplomático y diputado (1830-1850), cada vez más en la
oposición, defendiendo posturas sociales, como ordenador de una revolución (1848),
como presidente de un consejo de ministros posrevolucionario, elegido por diez
Departamentos, como miembro de la Asamblea Constituyente, y, finalmente como
cabeza de turco del fracaso de una revolución que el pueblo francés, instalado en la
burguesía, no quiere. Su postura testimonial frente al usurpador culminará con su
rechazo de las honras fúnebres nacionales.
Hugo es par de Francia a los 40 años, miembro de la Cámara Alta, diputado por
París, con Lamartine, en la Asamblea Constituyente, exiliado de honor por Napoleón III,
boca vociferante de la oposición contra el tirano desde su exilio en Guernesay, a la caída
del emperador, ídolo de la izquierda republicana, senador de por vida: una vez muerto
pasa directamente de la cama al Panteón de los hombres ilustres, haciendo escala en el
Arco de Triunfo.
Los hombres del romanticismo no responden, pues, con su autobiografía a los
elementos básicos del mito que se construyó en torno a sus personas.
Ahora bien, hay un aspecto en el que dicha falsificación alcanza un nivel que
debemos considerar peligroso; es el relativo al tema del amor. Dejando de lado ya el
ámbito autobiográfico, en el que, como antes apuntábamos, el mito no responde en nada
a la realidad, podemos afirmar que, incluso, en lo relativo a su producción literaria, los
poetas románticos franceses practican en muy contados casos la poesía amorosa de
manera sistemática y con un valor que vaya ligado al tema amoroso mismo —no más
que en cualquier movimiento literario, y mucho menos que cualquier poeta renacentista
—. Y, sin embargo, en la conciencia popular, la poesía romántica pasa por ser de
carácter eminentemente amoroso. Ello se debe a un proceso reductivo —mal
intencionado, sin lugar a dudas, en manos de la escuela oficial— del que todo lector
debe ser consciente, con el fin de no caer en una injusticia histórica, al reducir a quejas
y suspiros elegíacos o bucólicos, de escaso alcance ético y estético, un movimiento
literario cuyo alcance ideológico y político ha sido molesto para la clase dominante,
pero ejemplar.
En efecto, si bien Musset, como poeta, puede ser considerado un poeta del amor —
Las Noches y El recuerdo (Le souvenir ) son sus mejores poemas, aunque en ellos el
tema de la inspiración y de la razón de ser de la literatura es tan importante como el
amor que se canta o que se llora—, no podemos reducir, no podemos ni siquiera
privilegiar en la escritura de Hugo, Lamartine, Vigny y Guerin el tema amoroso,
colocándolo en un nivel superior o igual al de otros temas. En la poesía de Vigny el
tema amoroso, como tal, no existe; y la presencia de la mujer o del amor cobra siempre
un valor simbólico que se integra en una dimensión filosófica o literaria: Eve, en La
casa del pastor (La maison du berger), es metáfora o símbolo de la invitación a la
libertad y de la creación poética. En Hugo el tema amoroso existe —La tristeza de
Olimpio (La tristesse d’Olympio) —, pero es minoritario en un mundo de versos en el
que predominan los temas políticos, religiosos, sociales, y en el que la afectividad del
poeta se canaliza esencialmente hacia el mundo de los niños, sus hijos, primero—«Elle
avait pris ce plis» (Había cogido la costumbre en su más tierna infancia...)—, y sus
nietos después—El arte de ser abuelo (L’art d’étre grandpére) —, o hacia personas y
objetos con los que tropieza en su camino: «J’eus toujours de l’amour pour les choses
ailées» (Yo siempre tuve amor por las cosas aladas).
El caso de Lamartine es más llamativo aún. Poeta con unos cuantos poemas
amorosos (no muchos), ha pasado a la historia como el poeta de El lago (Le lac), poema
amoroso de su primer libro y síntesis del amor romántico. Sin embargo, incluso si
dejamos de lado los escritos políticos e históricos, su producción poética tiene siempre
un referente filosófico-religioso que pone sus textos en contacto directo con el tema
obsesivo de la segunda mitad del siglo XVIII: la explicación imposible del hombre
desde la inmanencia y la necesidad de recurrir a una trascendencia teológica siempre
problemática. Su primer libro, Meditaciones poéticas, es a la vez un ejemplo perfecto de
lo que acabamos de decir y una negación de toda reducción de su poesía a la categoría
«amorosa». En efecto, el título ya, lleno de resonancias roussonianas, sitúa el libro en
esa hilera de títulos que recorre la literatura francesa desde Los pensamientos (Les
pensées), de Pascal, al libro que nos ocupa, pasando por las Meditaciones metafísicas
(Mèditations métaphysiques), de Descartes, Las ensoñaciones del paseante solitario
(Les réyenes du promeneur solitaire), de Rousseau y las Ensoñaciones sobre la
naturaleza primitiva del hombre (Réveries sur la nature pnimitive de l’homme), de
Senancour; textos en los cuales va tomando materia temática y formal la gran poesía
ontológica que nace en el siglo XIX. Por otro lado, si lleváramos a buen término una
clasificación de sus veinticuatro poemas, en función de los temas tratados en ellos, nos
encontraríamos —a pesar de lo problemático de la operación— con que el tema
amoroso viene en sexto lugar, después del tema religioso, del tema puramente
filosófico, del tema del yo, del tema de la naturaleza y del tema político; si bien es
verdad que el tema religioso encuentra su apoyatura, en algunos casos, en el tema
amoroso.
Es necesario, pues, restituir a la anécdota histórica aquello que le pertenece, y
devolver al romanticismo francés, sobre todo a aquel que se manifiesta en verso, la
categoría y naturaleza reales que se encuentran en la totalidad de sus textos, porque
Lamartine (y lo ponemos a título de ejemplo), más que el poeta de El lago, o de otras
composiciones como Jocelyn, fue, sin lugar a dudas, el poeta de las odas Las
Revoluciones (Les Révolutions) y de la Respuesta a Némesis (Réponse á Némésis).
El mito romántico necesita una reconsideración, y esta pasa, necesariamente, por la
ideologización de su lectura y por la consideración de aquél dentro de los márgenes que
imponen los textos, sin alusión a elementos erróneos de falsas biografías.
El romanticismo como realidad
Si el Primer romanticismo estaba dominado por el signo de la melancolía y de la
pasividad de sus héroes, éste lo está por el signo de la fuerza y del vigor, por el signo de
la juventud en su dimensión positiva: entusiasmo, agresividad y confianza en el futuro.
Lamartine se va liberando poco a poco de la melancolía que aún le domina en su primer
libro —«Mon coeur lassé de tout, méme de l’espérance» (Mi corazón cansado de todo,
incluso de la esperanza) —. Las Armonías poéticas y religiosas (Harmonies poétiques
et religieuses), constituyen en su totalidad un canto cósmico y religioso que recorren
alegría y entusiasmo. En Hugo la melancolía no ha lugar, y su tristeza o está llena de
rabia o es furiosamente tenebrosa. Vigny es enérgico —orgullo y estoicismo— en su
pesimismo; su poema El Monte de los Olivos (Le Mont des Oliviers) resume, en la
persona de Cristo derrotado y vencedor, esta actitud: «El justo opondrá el desdén a la
ausencia (de Dios), y sólo responderá con un frío silencio al silencio eterno de la
Divinidad». Sólo Musset, después de jugar con su corazón, con su cuerpo y con la
poesía, escribirá Tristeza (Tristesse): «He perdido mi fuerza y mi vida, y mis amigos y
mi alegría, he perdido incluso el orgullo que me hacía creer que era un genio».
¿A qué se debe el cambio? Sin duda, a la experiencia juvenil vivida en la euforia de
las victorias napoleónicas. Ello es así, pero sólo para una generación que recuerda, en
medio de la mediocridad política y social de las distintas restauraciones, que, a pesar de
todo, la época de Napoleón fue una época gloriosa, en la que triunfó la juventud, aunque
el triunfo fuera transitorio. Mito creado en el recuerdo, al que los más viejos se
incorporan despacio (Stendhal es una excepción) y con ciertas reticencias. Napoleón era
la juventud triunfante, pero era, sobre todo, el recuerdo de la última oportunidad perdida
para haber instaurado en Francia las dos grandes victorias de la Ilustración: la idea de
libertad y la idea de progreso.
Es muy significativo que esta exaltación del mito la vivan, ante todo, dos personas
tan diferentes: un jacobino, heredero de la Revolución, Stendhal, y un, adolescente que
ha corrido con su padre, general, detrás de las tropas del Emperador —Hugo, que une su
nacimiento al nacimiento del Imperio: «El siglo tenía dos años, Roma sustituía a
Esparta, ya Napoleón alumbraba en Bonaparte...»—. Si el Primer romanticismo nacía
bajo el signo real del cataclismo, de la Revolución, el Segundo nace bajo el espejismo
del Imperio; lo’ malo es que morirá a manos de un Segundo Imperio, nada glorioso,
pero rabiosamente efectivo a la hora de crear bienestar y riqueza para la burguesía
francesa.
Esta energía lleva al Segundo romanticismo a expulsar del ámbito de su creación el
egocentrismo que dominaba a sus antecesores; si el Primer romanticismo se caracteriza
por ser una escritura del yo el Segundo lo es de un nosotros colectivo, hacia el cual
apunta el yo cuando aparece. La frase de Hugo «soy el eco sonoro de mi siglo» puede
ser aplicada a todos los románticos de la segunda generación, excepción hecha del
Musset poeta —no así del Musset autor de Lorenzaccio—. Lamartine pasa de la elegía
al himno, religioso o cósmico, del himno a la oda política, de la oda al poema épico
político y religioso. Vigny se esconde tras una escritura de la que el yo está siempre
expulsado, encarnando sus ideas y sus obsesiones en personajes, animales o cosas —
Moïses, La muerte del lobo (La mort du loup), La botella en el mar (La bouteille à la
mer)— con procedimientos temáticos y formales muy similares a los de la escuela
parnasiana. El yo de Hugo es un yo que aparece en todas partes, a través de la
cosmogonía simbólica del autor, puesta de manifiesto por una red constante de
metáforas, pero nunca dicho, salvo contadísimas excepciones, de manera directa.
Si el Primer romanticismo naufragaba entre los pecios de una inmanencia derrotada,
el Segundo apunta eufórico hacia una trascendencia que es ya histórica y social (no
podemos olvidar que tanto el liberalismo como el socialismo y el comunismo son
palabras ligadas en su nacimiento a la experiencia romántica —Cabet, Leroux—). Las
dos grandes palabras a las que se aferra esta voluntad de trascendencia histórica son:
libertad y progreso.
Cualquiera que haya abierto un libro de texto francés sobre el romanticismo, más que
la palabra escrita, lo que guardará, fulgurante en las pupilas de su memoria, será el
cuadro de Delacroix La Libertad guiando al pueblo, en el que se ve al pueblo de París
siguiendo a una bella mujer que enarbola la bandera tricolor y que aparece tocada con el
gorro de la Revolución. El cuadro es una alegoría del romanticismo, contemporánea de
la frase de Hugo: «El romanticismo no es sino el liberalismo en literatura».
Desde el verso de Lamartine, «Esclavo, ya siente su corazón nacido para la libertad»,
hasta la rebeldía de Rimbaud, cantada en El barco ebrio (Le battau ivre), todo el siglo
XIX está obsesionado por el mito de la libertad. El poema filosófico El hombre
(L’homme), perteneciente a las Meditaciones poéticas era ya una reflexión sobre la
imposible y necesaria libertad; su planteamiento metafísico —«limitado en su
naturaleza, infinito en sus deseos, el hombre es un dios caído que recuerda el cielo»—
no puede hacernos olvidar, por un lado, el tema a partir del cual nace, el tema del ángel
caído, y por otro, a quién va dedicado: a Byron, campeón de la rebeldía social y
religiosa, y luchador por la libertad de Grecia en Missolonghi.
Ahora bien, el romanticismo no se contenta con cantar una libertad en sí, teórica y
desprovista de compromiso histórico; acompañando en ello los ideales de la
Revolución Francesa, el romanticismo de la segunda generación canta la libertad de los
pueblos—Grecia— o su prisión —oda al héroe griego Canaris, elegía para Polonia de
Hugo—. La lucha por la libertad tiene un campo más restringido en la propia Francia,
que la restauración de Carlos X había atenazado con la Ley del sacrilegio, la Ley de los
mayorazgos, la Ley de justicia y amor y la Ordenanza de la censura previa; situación
que no cambiaría mucho la revolución de Julio de 1830.
Ahora bien, en un campo más restringido, pero de gran trascendencia para la
evolución de la literatura, la obsesión por la libertad invade el mundo de la escritura: el
principio del individualismo en la creación, con el rechazo de la teoría de la imitación
(reino de la tradición) y de cualquier tipo de reglas (reino del orden establecido), así
como de las formas métricas regulares, no es sino signo externo de la presencia del mito
en la literatura. Libertad, sin embargo, superficial, pues la escritura en sí, mecanismo
sintáctico y semántico, sigue respetada en su integridad, a pesar de las proclamas de
Víctor Hugo: «No más palabras campesinas, no más palabras plebeyas, he causado una
revolución en el fondo del tintero».
El mito de la libertad lleva emparejado el del progreso, y, en él, el mito de la
necesaria revolución. Contra la restauración que se está viviendo en Francia, es decir,
contra la pervivencia de lo pasado, lo viejo y lo decrépito que es preciso restaurar, se
impone la necesidad del movimiento, del cambio, de la marcha hacia lo nuevo: hacia el
progreso. Para ello, un paso es necesario: la revolución. Poco a poco, todos los
románticos franceses caen, salvo Vigny, en las redes del mito, y lo defenderán con su
sudor y con la cárcel, e incluso con el exilio en algunas ocasiones. Como lo expresan los
versos de Hugo:
¡Oh Revoluciones! ignoro
yo, el menor de los marinos,
lo que Dios en la sombra prepara
bajo el tumulto de las olas.

Revolución necesaria, cuya esencia pertenece a los designios de Dios. Para


Lamartine no cabe la menor duda: la restauración pertenece al mundo de los hombres,
aferrados a un pasado de miseria en el que se encuentran a gusto; lo que ocurre es que
este pasado está ligado a la pervivencia de la monarquía; la revolución pertenece a Dios
que lleva a los hombres, a pesar suyo, hacia la meta que se tiene trazada, Violentando la
pereza y el estancamiento de aquéllos: la oda de Lamartine Las Revoluciones (Les
Révolutions), así lo canta, recuperando el sentido etimológico que la palabra tiene:
revolución, movimiento circular por el cual un objeto (el mundo) tiende necesariamente
hacia el punto del que partió (Dios).
Revolución para el progreso político y material que arrastra consigo aspectos
antinaturalistas que nuestro mundo ecológico no admitiría: la caravana de la
humanidad, en el poema de Lamartine, avanza arrasando todo, porque es preciso —
bosques, montañas, ríos—, hacia su meta futura. Cabe aquí hacer notar que el Segundo
romanticismo no está directamente ligado al culto de la Naturaleza como sería de
esperar. El romanticismo francés es ahora más social que naturalista. Más
comprometido con el hombre y la calle que perdido en paisajes campesinos y soledades.
La imagen del primer Lamartine —«A menudo en la montaña, a la sombra de un viejo
roble, al atardecer me siento»—, imagen que recuerda a la de René, el héroe de
Chateaubriand, solitario sobre su roca, deja rápidamente paso a la del poeta de la oda A
Némesis, que no admite que alguien pueda dedicarse a un lirismo personal, mientras la
sociedad se encuentra con problemas que hay que resolver. Nace, de este modo, en el
Segundo romanticismo, una poesía lírica que tiene un carácter colectivo y que es, sin
duda, anunciadora de la poesía política moderna.
La función del poeta ha cambiado. Los segundos románticos lo saben, y algunos de
los mejores poemas de todos ellos están dedicados a cantar la función del poeta nuevo.

Romanticismo y función del poeta


El poeta romántico se atribuye, a lo largo del siglo XIX, un conjunto de funciones
cuya esencia perdurará hasta nuestros días. Para comprender bien su alcance es preciso
conocer previamente el concepto que los diferentes poetas de la época tienen acerca de
lo que es la poesía.
¿Qué es para los románticos la poesía? Si bien no podemos responder a la pregunta
de una manera uniforme, sí podemos desvelar a lo largo de múltiples problemas las
esencias de un concepto de la poeticidad que, salvo en círculos intelectuales y de la
vanguardia artística, es aún mayoritario en la conciencia occidental. La poesía es
confesión de los sentimientos íntimos del poeta. En ocasiones múltiples, casi todos los
poetas lo repiten, si bien una de las evoluciones del romanticismo francés consistirá en
alejarse paulatinamente de este concepto de poeticidad, en función de aspectos más
ideológicos o más técnicos; con todo, la poesía romántica ha de quedar vinculada a la
poesía intimista, en la cual el poeta, lo mismo que el pelícano de Musset de Noche de
mayo (Nuit de mai)., «como único alimento les da su corazón» a los lectores.
No tenemos mejor descripción de la naturaleza intimista de la poesía romántica que
aquella que se desprende del diálogo que Musset mantiene con su Musa, en el poema
antes aludido, y en el que ésta obliga al poeta a tomar su lira, pues es deber suyo
comunicar a los demás el dolor y el lirismo que en él nace: la belleza sólo es patrimonio
de aquellos que sufren («nada nos hace tan grandes como un gran dolor», se afirma).
El diálogo que mantiene con la Musa, Musset lo continúa con el poeta Lamartine, en
su carta en verso A Lamartine, en la que, al mismo tiempo que define la poesía como
suspiro del alma —«ese cántico que una tarde, al borde de un lago, tú nos has
suspirado»— el poeta describe extraordinariamente la función catártica de la poesía
romántica: «Quién de entre nosotros, Lamartine, quién entre nuestros jóvenes no sabe
de memoria (…) y quien no ha sollozado sobre esos sollozos divinos, profundos como
el cielo y puros como las aguas?»
Lamartine contestará a Musset de manera despectiva, rechazando ya una visión de la
poeticidad que no comparte: «Niño de cabellos rubios, jovencito de corazón de cera», y
afirmando un concepto de la poesía que es, prácticamente, aquel formulado más tarde
en su Respuesta a Némesis: «Vergüenza caiga sobre quien cree poder jugar sobre su lira.
La vida es un misterio y no es un delirio». Lamartine había olvidado que, años antes, en
su poema A una joven poeta (A une jeune-fille poète), resumía la poesía de la manera
siguiente: «tus llantos», «tus esperanzas engañadas», «todos los suspiros son verso»,
pues «la urna de la gloria y de la poesía sólo se llena con nuestros llantos».
En contraposición, si Víctor Hugo desvela su intimidad, lo hace para descubrir el
secreto del mundo y de la vida: el dolor da acceso a los misterios del ser, es preámbulo
de la visión interior. Vigny, en oposición total con la dimensión intimista del
romanticismo francés, renunciará a manifestar su intimidad, y sus angustias serán
encarnadas por símbolos y cantadas como verdades o problemas filosóficos que no
atañen en absoluto a la subjetividad.
La poesía romántica es, también, música; no porque se coja aún la lira para
acompañar las palabras que se dicen, si bien la Musa de Musset en La noche de mayo le
invita al poeta a coger su laúd —. “Poeta coge tu laúd y bésame»—, sino porque el alma
humana es lira: «instrumento melodioso» en Lamartine.
La poesía es necesariamente cántico, concierto; ahora bien, el objeto de dicho
cántico no está ligado siempre a la intimidad del poeta; puede ser la naturaleza o Dios
(Armonías poéticas y religiosas de Lamartine), o todo un conjunto de temas entre los
cuales el yo del poeta ocupe un ínfimo lugar como en Los cantos del crepúsculo (Les
chants du crépuscule), de Hugo, abiertos, de manera significativa, por un «Preludio»;
pero Hugo nunca olvida que es «el eco sonoro de su siglo».
Intimista o no, la poesía romántica pasará a la posteridad, más acá o más allá de sus
valores ideológicos, simbólicos o semánticos, por su dimensión musical: un ritmo, un
juego de asonancias, una flexibilidad sintáctica que, sin violentar la norma, convierten
el poema en un continuo fluir. Si, según Jakobson, la poesía renacentista es visual y la
poesía naturalista es semántica, la poesía romántica es esencialmente musical.

La poesía romántica como visión


Ser privilegiado, el poeta tiene acceso, por su condición de persona diferente, en la
marginación, en la pureza o en el dolor, a espacios de la realidad cerrados para los
demás mortales. Dimensión moderna del tema de la inspiración, debida al contacto que
el poeta mantiene con los dioses, o con Dios, pero que poco a poco se irá
desacralizando. Se inicia así una poesía visionaria que, apoyada en los poderes de la
imaginación, del sueño y, poco a poco, en elementos heterodoxos como el espiritismo,
el alcohol y la droga, nos llevará hacia la locura de la imaginación y de los sentidos de
Rimbaud.
Este concepto de la poesía vivida como voluntad de conocimiento de un más allá de
la realidad visible o racionalizable, es algo que comparten todos los poetas románticos,
salvo Musset. Para Hugo, como ya hemos visto, la poesía consiste en la transcripción de
lo que nos dice «la boca de oscuridad»; para Vigny es la esencia misma del pensamiento
moderno («poesía ¡tesoro! perla del pensamiento»).
Desde esta dimensión de la poesía, ¿cuál es para el poeta romántico su función?
El poeta es, primero, un visionario que ve más allá que los demás, tanto en lo relativo al
cosmos como en lo relativo a la historia. Visionario, el poeta descubre y alumbra: es
antorcha o astro; como el Moisés de Vigny, ha llegado a los secretos de la divinidad, ha
resistido el fuego de la zarza ardiente, y baja del Sinaí llevando sobre su frente dos
haces de luz; pero como el Moisés de Vigny, su misma grandeza le condena a una
grandiosa soledad —«tú me has hecho, Señor, solitario y poderoso»—, antes de
condenarle al ridículo del Albatros de Baudelaire —«sus alas de gigante le impiden
caminar»—. Mientras tanto, Lamartine soñará con ser el padre de una revolución que
instaurará en Francia, para siempre, la justicia, la libertad y la calidad, y Hugo nos
describirá así la función del poeta, como el gran conductor de pueblos; jactancia que no
nos debe hacer olvidar en absoluto que la Humanidad, o parte de ella, recurre a dicha
mitificación en cada ocasión que se aborta o se alumbra una revolución en la Historia.

Pueblos, escuchad al poeta,


escuchad al sagrado soñador
en vuestra noche, sin él total.
Sólo él tiene la frente alumbrada.

Toda esa hojarasca lírica y mesiánica no nos puede hacer olvidar que el Segundo
romanticismo es consciente ya de la dimensión laboral del poeta: el poeta es un
trabajador cuyo esfuerzo se ejerce sobre una materia muy peculiar —el lenguaje común
— con un objetivo más peculiar aún: hacerle decir a este lenguaje aquello que nunca ha
dicho y que, necesariamente, va a decir mal. La poesía como trabajo sobre el lenguaje es
vivida por Vigny a lo largo de toda su obra, como atestigua su Diario de un poeta, y por
el mismísimo genio de la improvisación, Lamartine.
El romanticismo sigue ligado aún al espectro de la inspiración, si bien el concepto de
poema ha recorrido un largo caminar desde el «suspiro» del primer Lamartine a la
«hogaza de pan» que, en metáfora modernísima, nos describe el laborioso Vigny,
pasando por el «fruto» que el poeta produce de manera espontánea, según Hugo, o el
«sollozo» que la Musa arranca del corazón del poeta, según Musset: «Golpéate el
corazón: ahí está el genio».
No podemos olvidar la dimensión satírica de la poesía romántica, cuyo objetivo es
siempre la lucha política. Se esconde en poemas de Lamartine— Las Revoluciones,
Respuesta a Némesis — en poemas de Vigny —La salvaje (La sauvage), La casa del
pastor—, mas estalla luminosa en Hugo: Los castigos (Les chátiments), libro en el que
el poeta arremete con el enjambre de sus millares de versos, El manto imperial (Le
manteau imperial), contra la figura de Napoleón III y el triunfo de la represión política e
ideológica que encarna. Con esta dimensión, política, pero de signo negativo, el
Segundo romanticismo enlaza a su vez con el Primero, que también luchó contra la
realidad histórica de Napoleón Bonaparte —realidad ahora mitificada—, y con el
realismo-naturalismo, al iniciar una nueva lucha política que asume los fracasos de la
revolución de 1848. En medio quedan las ilusiones de un romanticismo que fue el
portavoz de la modernidad, en la fe y en la ilusión.
Javier del Prado
Profesor Agregado de Literatura Francesa de la
Universidad Complutense de Madrid
Tres son los signos visibles de la «revolución del lenguaje poético» que sufre la
literatura francesa a lo largo del siglo XIX. En primer lugar, el paso de la visión exterior
a la visión interior, con el nacimiento del poeta visionario (Rimbaud, Lautréamont); en
segundo lugar, la subversión sintáctica, generadora de la subversión semántica, con el
nacimiento del poeta lingüístico (Mallarmé); y, finalmente, la vuelta a una perfección
formal, que la poesía francesa recupera a partir de la experiencia del Parnaso, y que
tiene como mejor exponente la dimensión musical del simbolismo (Verlaine, el padre
francés del modernismo, Laforgue).
Se afirma, tradicionalmente, que la poesía moderna nace, al menos en Francia, y
posiblemente en todo Occidente, en la experiencia poética de Baudelaire, en cuya obra
se hallan presentes los tres gérmenes creadores que acabamos de enumerar, si bien, el
segundo en escasa medida. Ahora bien, el romanticismo ya los contenía, aunque
diluidos en medio de una producción que está dominada por la confesión sentimental y,
sobre todo, por la reflexión política y religiosa.
Debemos considerar, pues, a Víctor Hugo —antes que a Baudelaire y Nerval—
como al «padre» de la poesía escrita desde la perspectiva de la modernidad.
La publicación de Las contemplaciones marca una ruptura en la concepción y en la
realización poéticas de Hugo, estableciendo un antes y un ahora que, si bien tiene un
referente anecdótico —la muerte de su hija— tiene, también, un referente poético:
existe un antes de la poesía, en el que ésta cubría una función ornamental (algunos la
llamarían estética), y existe un ahora de la poesía, en la que ésta se carga de una función
simbólica (algunos la llamarían moral y ontológica), prospectora de la «auténtica
realidad». La poesía francesa visionaria nace en Hugo — así lo reconocería Rimbaud—
en la última parte de Las contemplaciones, y en sus últimos libros: Dios y El fin de
Satanás, con sus grandes y subversivas metáforas.
Las contemplaciones se sitúan así, ante nosotros, como la síntesis de la evolución
que lleva a Hugo de una poesía romántica, en gran parte grandilocuente y superficial, a
una poesía que nace, en profundidad, desde los misterios del Cosmos y de la palabra;
evolución que no es sino ejemplo de aquella que sufre toda la poesía occidental, a través
de la experiencia romántica, al pasar de una función ornamental —que, con carácter casi
general, se da en casi toda la tradición de Occidente— a una función semántica, que
dice y crea aquellas realidades que no han sido dichas, es decir, creadas, por el lenguaje
común.

La Elvire de Lamartine
El discurso amoroso es siempre idealista; no así el discurso relativo al sexo. Ahora
bien, el idealismo del discurso romántico sobre el amor no nos puede hacer caer en la
trampa, ingenua y bastante generalizada, de considerar a los poetas románticos como
seres que en materia amorosa y sexual vagan —como en tantos otros aspectos— por
espacios inmateriales, ajenos al mundo y a la realidad de la naturaleza humana. La
escritura es otra cosa.
El idealismo literario del amor romántico cubre dos funciones específicas. La
primera, como catalizador temático de la tensión anímica conocida con el nombre de «le
vague des passions» (la pasión sin objeto), al elegir —mejor sería decir, al crear—
amores imposibles que tienden hacia mujeres de imposible acceso, que lo mismo
pueden ser actrices subidas en su pedestal, que fantasmas de la imaginación, o mujeres
arrancadas de la realidad por su consagración a Dios o por la muerte. La segunda, en
cuanto catalizador temático de la experiencia negativa de la temporalidad, sufrida en el
paso de la Historia y de la vida personal, frente a la perennidad de otro elemento básico
de la temática romántica, el de la naturaleza silvestre.
Tres grandes poemas románticos sintetizan estos aspectos, tres poemas en los cuales
la conciencia popular quiere resumir, a veces, toda la lírica romántica de carácter
amoroso: El lago de Lamartine, La tristeza de Olimpio, de Hugo y El recuerdo de
Musset. Los tres nacen como síntesis idealizada de varias experiencias amorosas, más o
menos reales de los autores; los tres, en cuanto textos, poco o nada tienen que ver con la
realidad anecdótica que les sirvió de matriz.
De los tres poemas, el caso más llamativo, respecto del problema que nos ocupa, lo
constituye el texto de Lamartine, al haberse convertido éste en la síntesis errónea de un
romanticismo lírico que, ajeno al mundo de los cuerpos, ha creado la segunda gran
sílfide del romanticismo francés, Elvire, después de la Atala de Chateaubriand.
La pregunta insidiosa y poco inteligente surgió desde el primer momento: ¿cómo
fueron los amores de Lamartine con la mujer de carne y hueso, Madame Julie Charles,
que luego sería inmortalizada con el nombre de Elvire? ¿Fueron amores puros o amores
totales? La experiencia trascendida por el poema de Lamartine, ¿contempla un único
amor o esconde, acaso, una pluralidad de prácticas amorosas que incluye los amores del
poeta con Julie, pero también con Graciela, Madame d’Agout e, incluso, la propia
Madame Lamartine? Elvire, como la plural Marie de Ronsard, es, sin lugar a dudas, la
mujer, la mujer como tema literario, imposible, pero necesaria para hacernos sentir
mejor la inutilidad de la tensión romántica entre la imposible trascendencia y la
frustrada inmanencia.
La famosa disputa entre los crítico Séché —partidario del amor puro e inmaterial de
Lamartine— y Doumic —partidario de un amor completo, es decir, físico y espiritual—,
disputa que rebaja a un nivel digno de la prensa del corazón el tema literario que
tratamos, queda resuelta por E. Faguet desde dos perspectivas diferentes: primero,
aquella que nos ofrece la lectura de las cartas de Julie a Lamartine, y, en segundo lugar,
aquella que se deduce de las diferentes versiones de los poemas de Lamartirie que
hablan de su amor por Elvire.
De Madame Julie Charles se conservan, al parecer, pocas cartas; y, sin embargo,
hubo varios cientos que Lamartine, por prudencia, destruyó. ¿Prudencia necesaria o
innecesaria?
Existen, por otro lado, versiones más amplias que aquellas conocidas por el gran
público de poemas que, como El lago, El templo, La inmortalidad, nos hablan del
supuesto amor de Lamartine por Elvire-Julie. Dichos poemas han sufrido un proceso de
depuración que no es sino un proceso de idealización de una experiencia real;
idealización que cubre dos frentes: la necesaria censura social, y la necesaria
transposición literaria a la tópica temática del romanticismo: «. . .al salir de aquel
recogimiento (...) escribí esta meditación. Era mucho más larga. Suprimí la mitad ya
impresa. La piedad amorosa tiene dos pudores: el del amor y el de la religión. No osé
profanarlos» (comentario de El templo). Dos pudores a los que podríamos añadir un
tercero: el escándalo social, el miedo a transgredir las normas convencionales.
Proceso de depuración a través de la escritura, en el que se esconde el paso de la
experiencia real — más o menos generosa o egoísta, más o menos digna o vulgar— a la
realidad literaria: símbolo de un ideal imaginario e ideológico en el que se condensa una
de las esencias del romanticismo: la tensión entre la trascendencia imposible y la
inmanencia frustrada. La inmortalidad no deja de ser un poema de amor. Y todas las
Meditaciones poéticas no dejan de ser un poemario de amor (frustrado) en el que el
tema más constante, casi único, es Dios.

Bibliografía en español
J.VICENS VIVES. Historia general moderna, Vol. II, caps. XI, XII y XIII. Barcelona,
Montaner y Simón, 1952
J.L´HOMME, La gran burguesía en el poder, Lorenzana, 1965.
J.P.RICHARD, El romanticismo en Francia, Barral, 1975.
E. FAGUET, Los amores de los literatos célebres: .. .Lamartine, Sainte-Beuve, Jorge
Sand y Musset; La España Moderna, Madrid.
JAVIER DEL PRADO, «Realidad y verdad: hacia la escritura como estructuración
significante de la Historia. Notas a Réflexions sur la Vérité dans l’Art de A. de
Vigny», en Filología Moderna; n.° 67, 1979.
P. GABAUDAN, El Romanticismo en Francia. Salamanca, Universidad, 1979.

Esta bibliografía incluye las obras más asequibles para el lector de lengua española.
Sólo se mencionan textos en otros idiomas en los casos en que dichos textos se
consideren imprescindibles.

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